Introducción a un lector apasionado de un apasionado coronista que vive su pasión
escribiendo historias que desconoce de primera vista de las Indias
Daniela Páez A.
Saludos, excelentísimo lector. Quisiera comunicarle a través de esta introducción,
semejante más a una carta, algunas de las experiencias honorables que vivieron los valientes visitantes de las Indias. Es probable que ustedes no me conozcan, pero deben saber de antemano que soy uno de los más destacados e ilustres coronistas de las aventuras ocurridas en aquella antípodas salvajes. Permítanme presentarme primero y comentarles cómo y de qué manera yo decidí convertirme en uno de aquellos famosos escritores resignados, resignados para relatar las vivencias honorables de los otros. Me place presentarme a mis presentes y futuros lectores, porque tengo la seguridad de que van a existir millones por milenios después de registrar estas letras y estas palabras en tan prestigioso papel. Muchísimo gusto. Mi nombre es José López de Ayala, mejor conocido como el escritor más prestigioso y registrador de las historias de Ayala, que es donde nací, aunque sea un pueblo pequeño que muy pocos reconocen en el mapa. Tras estas introducciones decorosas y obligatorias, les venía comentando que les iba a comentar cómo me había convertido en coronista. Pues lean bien atentos porque aquí comienza mi historia: Que estando yo en la taberna del señor Aguilar, gran hombre él, llegaron a mi oído algunas palabras que despertaron mi atención. Estaba yo tomando algunas cervezas con mis amigos y, después de unas cuatro, cinco o seis, ya no recuerdo el número de vasos de cerveza que había bebido, entró al lugar un hombre muy agitado de semblante muy sonriente y heroico entre algunos de sus amigos. No recuerdo cuántos eran. Se sentaron en la mesa contigua. El hombre, que llegó casi cargado en hombros, les relataba a sus compañeros unas aventuras asombrosas, las cuales vivió en las Indias. Contaba algo más o menos así: “Estaba yo en aquel lugar, lleno de salvajes, con mis armas bien aseguradas en mi cinto y yo montado en mi caballo que se encontraba justo detrás del capitán. Montaba yo la guardia pues, en aquellas tierras peligrosas, dominadas por hombres sin lengua, sin razón, que no entendían nuestro hablar. El capitán intentaba comunicarse con ellos, y si no fuera por aquella mujer que decidió acompañarlo desde la otra aldea no hubiéramos dado con el jefe de aquella gente. Esa mujer logró entender algo de nuestra lengua debido al tiempo que pasamos entre su pueblo. Pues les comento que allí todo era maravilloso, grandioso a decir verdad. Su ciudad no tenía nada que desear de las nuestras. Estaba dotada de amplias calles, con casas cómodas, buen sistema de alimentación, así como sistemas de regadío. Las gentes eran muy limpias y agradables, aunque parecieran actuaciones impulsadas por el miedo, ese miedo revelado en sus rostros. Nosotros, hombres diferentes, con armas desconocidas, éramos para ellos como dioses. Y así mismo nos trataron en un principio”. —¿Otra cerveza? —Sí, claro. Esperen. Perdí el hilo de la historia de la otra mesa. ¿En qué iban? “Pues sucedió que aquella noche todo fue muy claro, a pesar de que algunos coronistas la denominan noche triste. ¿Noche triste para quienes? Para ellos será. Para nosotros, a pesar de todos los inconvenientes, de todas las peleas y encuentros con aquellos salvajes fue bastante feliz. O al menos para los que logramos salvarnos. Hubo muchos que murieron, los muy avaros. Llevaban mucho oro en sus trajes y armaduras, y al cruzar el puente y caer al agua no lograron mantenerse a flote. Yo sí llevaba lo esencial. Pues ni tengo familia, ni padres ni esposa o hijos a quien tuviera que traerles alguna cosa a Castilla. Iba con mi caballo y, tras mucha arenga, logramos escapar, claro, con alguna que otra herida en un brazo, otra en las costillas, otra en una pierna y otra…” —Oye, ¿ya supiste lo qué pasó con doña Lucrecia? —¿Quién? No sé ni me interesa por el momento. Estoy concentrado en la historia que está contando el hombre. Más bien, sírveme otro vaso de cerveza. “Y así fue cómo nos salvamos de aquella endemoniada ciudad y logramos llegar a Castilla”. Escribo yo, José López de Ayala, el vivo interés que despertó en mí aquella increíble historia, aunque sin comprenderla en su totalidad debido a la constante interrupción de mis amigos. Descubrí, entonces, que si no podía vivir aquellas historias en mi pellejo, debía vivirlas a través de otros que las escribieron y, a los cuales, era preciso acudir para escribir las mías. Esto, por más que lo refuten coronistas soberbios como don Bernal Díaz del Castillo y don Bartolomé de las Casas, quienes dicen que más vale creer a los que vivieron los acontecimientos en carne propia y son capaces de testimoniarlos. Mi viva imaginación servirá para llenar los vacíos. Es por esto que con esta introducción, dedicada a mi excelentísimo lector o a mis excelentísimos lectores, pues espero a más de uno, hago entrega de mi primer relato sobre las Indias: “De cómo sobrevivieron los hombres que se enfrentaron a los salvajes en una tal llamada Noche triste que al parecer no fue tan triste”. En esta introducción doy, pues, gracias de antemano y me postulo como uno de los más grandes, prestigiosos e ilustres coronistas que de las aventuras de las Indias hayan dejado registro y a quien haya dado luz el grandioso reino de Castilla.