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El sol secaba lo que la lluvia del día anterior había hecho charcos y barro,
para que volvieran a borrarse los pasos de los que ya no estaban: mamá, el
viejo, la tía, Hernán, todos yéndose en fila como esas hormigas que ni que
las quemes dejaban de hacer sus casas abajo de la tierra, donde no había
verde ni llegaba la luz del sol y la carne de la Florensia se hacía huesos.
El pasto andaba invadido de yuyos. El laurel, desbordado, crecía por
donde le daba la gana. Tenía mil hijos que, a medida que les pegaba el sol,
echaban cuerpo y doblaban el alambre de mi terreno como si fuera cartón.
Una planta de no sabía qué se había pegado a la chapa del costado,
pudriéndola hasta hacerse mancha en la pared de la casa. La pasionaria
arriba, como en los terrenos que rodeaban la vía muerta. Cuando abría su
flor se llenaba de abejas que iban hipnotizadas a la cruz del medio, a los
pelos pegajosos, a su humedad.
«Si el pelo me sigue creciendo —pensé—, voy a ser yo también planta
salvaje de pierna fuerte, hija del laurel».
Nadie, del todo, me había arrancado a tiempo y ahora estaba sentada en
el escalón de la entrada, abrazada a mis piernas.
Desde el otro lado de la reja alguien tiró un papel, que seguí con los
ojos. No se animó a golpear las manos o a llamar, tuvo miedo hasta de decir
mi nombre. El viento arrastró el papel sobre los pastos crecidos. «dios te
ama», leí y quise que se lo llevara lejos, hasta más allá del alambre, el
último lugar adonde llegaba descalza. Ya no había voces que me dijeran:
«Las patas, che, ensucian».
«Tenés barro entre los dedos y los dientes», me había dicho la madre de
la Florensia, mi compañera de escuela, cuando no la dejó que nos
juntáramos más.
Había otros que no se animaban ni a pisar. Dejaban la tierra de sus
muertos en una botella. También una tarjeta y, atado al cuello de vidrio, un
nombre. Yo levantaba las botellas para acomodarlas entre las plantas del
terreno. El sol las hacía brillar. Cuando llovía mucho, el agua se les metía y
desbordaba, mezclando su tierra y la mía.
Cada botella era un poco de tierra que podía hablar.
Marta, la madre de la Florensia, sí entró. Había pasado un montón de
tiempo desde la última vez que la vi. Entró de una, como si mi rancho fuera
su casa. Quiso pagarme, dijo, «la consulta».
—Nada, Marta. ¿Cómo te voy a cobrar?
Mientras entrábamos en casa, no le dije lo que la había extrañado a su
hija cuando ella, que se la daba de gran cosa porque iba al templo los
domingos, con la Florensia rubia y prometedora como una avispa colorada,
no la dejó venir más.
Es que le había visto los ojos. La Marta había llorado, andaba puras
ojeras.
Y entramos, para sentarnos y que acomodara su culo gordo en el sillón
de la salita de atender, para que probara yo desde sus manos esa tierra que
había traído hasta ahí y para que me dijera ella, siempre metida, siempre
apurada:
—¿Qué ves? ¿Qué ves?
Pasó un auto y se escuchó, al palo, «Corazón de seda, que no lo tiene
cualquiera», y yo pensé en la ropa de la Florensia menos rota que su piel, en
la Florensia abajo, como estaban las raíces de las plantas de mi terreno y las
hormigas tercas recorriendo sus túneles.
Me enojé ese día con la Marta, no se callaba nunca esa mujer. Se creía
la más de todas porque en el barrio los únicos rubios eran el pelo de la
Florensia y en el templo, de yeso, el Jesús bebé.
—¿Qué ves? ¿Qué ves?
Tuve que tomar fuerza para abrir la boca y decir:
—Quedate tranquila, Marta, veo mucha luz.
Nunca había llorado con los ojos cerrados. Yo veía a la Florensia
agusanada como un corazón enfermo, el pelo, una tela de araña vieja
desprendiéndose del cráneo.
—Quedate tranquila, Marta, ver me duele en los ojos. Ella está bien. Si
el pelo todo junto de la Florensia parece que atrapa el sol.
Marta volvió a respirar, tanto que pareció que el pecho se le hacía más
grande que el culo.
—Pero, nena, abrí los ojos. ¿Por qué llorás? —dijo mientras me
agarraba fuerte las dos manos. Las sentí calientes pero no, no abrí los ojos.
Yo pensaba: «¿Tendrá frío la Florensia en la tierra, tan diferente de nadar,
de hacerse hace tantos años en la panza caliente de esta mujer?».
La madre de la Florensia no me soltaba. Esa vez la tierra no le dio asco.
La mugre en mis uñas ni la vio.
—Nena, seguro cuando vuelva ella te viene a ver.
—Andá tranquila, Marta. Ya ni que cuidarla tenés. La Florensia siempre
fue hermosa. Dios la ama.
Descalza, la acompañé hasta la reja para despedirla, y descalza me
quedé haciendo tiempo y mirando las botellas escondidas entre las plantas.
Algunas estaban hacía mucho y se iban como enterrando, clavadas, con el
agua y el tiempo que dañaban letras, nombres, números de teléfono, que
borraban todo menos el dolor del que las había traído hasta ahí y sus ganas
—todas idas menos una— de saber dónde está.
La casa no sé. La tierra, abajo de todo eso, era mía.

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