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OpífleyTEORIA

DE LA NOVELA
EN CERVANTES
E. C. RILEY

TEORIA DE LA NOVELA
EN

CERVANTES
Versión castellana
de
Carlo s S ahagún

taurus
Título original: Cervantes’s Theory of the Novel
© Oxford University Press, 1962

Cubierta
de
M anuel R u iz An g eles

Primera edición: 1966


Segunda edición: 1971
Tercera Edición: 1981

© 1981, TAURUS EDICIONES, S. A.


Príncipe de Vergara, 81, 1.°-M a d r id - 6
ISBN: 84-306-2031-1
Depósito Legal: M. 37.853-1981
PR IN TE D I N SPAIN
INDICE

P r e f a c i o ................................................................................................................. 9

I. I n t r o d u c c ió n ................................... ................................................... 15
1. Cervantes y la teoría literariade su tiem po......... 15
2. El arte y las reglas............................................... 34
3. Cervantes: su conciencia creadora y su instinto
crítico .................................................................... 52
4. Literatura y vida en el Q uijote........................... 65

II. P r im e r o s p r in c ip io s ......................................................................... 87
1. De la épica a la novela......................................... 87
2. EU arte y la naturaleza: la imitaoión y la in­
vención .................................................................. 99
3.: La imitación de los modelos........................... ■... 105
4. La formación del escritor :' natura, studium,
exercitatio.............................................................. 114
5. La erudición........................................................... 123

III. E l a u t o r y e l l e c t o r .................................................. 135


1. Punciones de la novela: el placer y el provecho. 135
2. Punciones de la novela: la admiración ........... 146
3. La moralidad ... 1............................... ................. 154
4. El autor y el público ......................................... 174

IV. L a f o r m a d e l a ob ra ........................................................................... 187


1. La variedad y la unidad ..................................... 187
2. El estilo y el decoro .......................................... 209
3. La dicción .............................................................. 230
4. El ornato y la hipérbole....................................... 238

7
V. Lav erd a d de i o s h e c h o s .............................................................. 255
1. La historia y la ficción ......................................... 255
2. La verosimilitud y lo maravilloso ....................... 278

VI, H é r o e s , a u t o r e s y r i v a l e s e n e l « Q u i j o t e » ............ 309


1. La conmemoración de lq¡s héroes ....................... 309
2. El recurso a los autores ficticios ....................... 316
3. El Quijote de Avellaneda ..................................... 327

C o n c l u s ió n ........................................................................................................... 339

A b r e v ia t u r a s ........................................................................................................ 347

B ib l i o g r a f ía ........................................................................................................ 349

r>
PREFACIO
t

Cervantes, que contribuyó a crear la novela eu­


ropea moderna en mayor medida que. ningún otro
escritor anterior al siglo XVIII, hizo numerosas re­
flexiones sobre los problemas de la literatura. En
una ocasión, apuntó que podía desarrollar con am­
plitud sus opiniones sobre un determinado tipo de
novela. El Cura señala en el Quijote:
Y si me fuera lícito agora, y el auditorio lo requirie­
ra, yo dijera cosas acerca de lo que han de tener los
libros de caballerías para ser buenos que quizá fueran
de provecho y aun de gusto para algunos; pero yo es­
pero que vendrá tiempo.en que lo pueda comunicar con
quien pueda remediallo (I, 32).

A diferencia de Lope de Vega y de Torquato Tas-


so, C ervantes nunca expuso sus ideas en forma de
tratado o cosa semejante, sirio que, directa ó in­
directamente, hizo numerosos comentarios críti­
cos y teóricos a'lo largo de sus escritos. Sólo con
los del Quijote se podría formar un tratado, breve,
pero muy valioso. Sin embargo, nadie ha estudiado
todavía sus ideas sobre la literatura de una mane­
ra amplia y detallada. A excepción de un esquema
general y del establecimiento de unas cuantas co­
nexiones, la naturaleza y el alcance de la teoría frag­
mentariamente revelada en los dispersos comenta­
rios de Cervantes y la exacta significación de ésta
9
con respecto a su propia obra, no han sido sufi­
cientemente destacados.
Este libro intenta llenar ese vacío sólo en parte.
Mi primer objetivo ha sido presentar un panora­
ma, más completo que los hasta ahora aparecidos,
de su teoría de la prosa novelística. He tratado de
clarificar sus opiniones, que no siempre son muy
claras, y presentarlas en su contexto crítico e his­
tórico, contrastándolas con las de escritores con­
temporáneos y anteriores. En el capítulo primero
pueden encontrarse algunas consideraciones sobre
el problema de sus principales fuentes. Sólo me
he referido a sus ideas estéticas generales, a sus
discretos juicios críticos o a sus opiniones sobre
el teatro, cuando están relacionados con el tema
que me concierne. He discutido su teoría poética
en la medida en que ésta, en el siglo xvx, es inse­
parable de cualquier teoría de la novela. No me
he preocupado de interpretar sus novelas a la luz
de su doctrina, pero las he examinado cuando po­
dían servirme para aclarar su teoría. Ocurre que
su teoría y su labor creadora son, en ciertos. ,.as=
pectos, literalmente inseparables. En el último ca­
pítulo he considerado tres facetas del Quijote que
ilustran, entre otras cosas, esta inseparabilidad y
sólo en estos últimos años parecen haber atraído
la debida atención. Lo incluyo aquí no sólo por­
que arroja una mayor luz sobre el tema de este
libro, sino también porque su tratamiento desde
la teoría de Cervantes destaca aún más su signi­
ficación.
Los intentos de definir «la novela» en términos
que no sean muy amplios siempre me han pare­
cido vanos. En el mejor de los casos, suelen refe­
rirse a la novela moderna. En este libro entenderé
por novela toda ficción narrativa escrita en prosa.
De una manera imprecisa, puede distinguirse de
la novela corta y del cuento por su extensión. Hay,
desde luego, productos híbridos, y uno de ellos,
10
la novela pastoril, será considerado a efectos de
este trabajo como prosa novelística.
^Cervantes fue un gran novelista, pero no un teó­
rico muy original. Sus preceptos básicos teñíáiTtah
“poca novedad como los de sir Philip Sidney, pon­
go por caso. Pero fue realmente uno de los pri­
meros escritores que teorizaron acerca de la no­
vela con amplitud considerable, y algunas de sus
opiniones implican datos de importancia inmedia­
ta para la teoría de la prosa novelística. Por otra
parte, no conozco escritor que diese tanta vida a
los problemas de la crítica como él lo hizo. El
Quijote mismo es una obra de crítica literaria en
un sentido muy particular.
La eterna brecha abierta entre la teoría y la prác­
tica literarias, que tendió a ser especialmente an­
cha en lo que respecta a los escritores españoles
del Siglo de Oro, se manifiesta plenamente en sus
novelas. Debemos guardarnos, sin embargo, de es­
tablecer analogías con su teoría y práctica teatra­
les, donde la disparidad es aún mayor. Creo que
en el caso de su poesía dramática conviene tomar
en consideración las circunstancias especiales en
que se encontraba el autor: sobre todo, que estaba
trabajando en un ambiente tan sumamente lleno
de convenciones que nunca pudo sentirse seguro
de sí mismo; un ambiente en que las exigencias
del público a las que él siempre se mostró sensible,
eran particularmente opresivas.
Reconozco que a veces puede parecer que estoy
imponiendo a los comentarios esporádicos de Cer­
vantes una apariencia de pensamiento ordenado
que realmente ño poseen cuando los encontramos
en sus libros. Pero estos comentarios suponen una
teoría y su ordenación no se ha hecho ni de acuer­
do con las modernas teorías de la novela —lo que
podría resultar engañoso— ni según opiniones par­
ticulares mías —en la medida en que he podido
eliminarlas—, sino en completo acuerdo con los
11
escritos críticos españoles e italianos del siglo xvi
y comienzos del xvn. El carácter uniforme de gran
parte de éstos ha simplificado la tarea. Por otra
parte, la forma asistemática elegida por Cervantes
para expresar sus ideas, y su desinterés por obte­
ner conclusiones, hacen también que su teoría esté
menos claramente definida de lo que uno desearía.
Le falta nitidez. Hay en ella inconsistencias y cabos
sueltos. Atándolos, Cervantes habría logrado ex­
poner su teoría con mayor claridad, pero lo habría
hecho a expensas de la autenticidad. Convendrá
añadir que las teorías literarias que para nuestro
estudio hemos entresacado no pueden desgajarse
por completo del resto del pensamiento cervanti­
no sin cierta violencia. Las cuestiones que tratare­
mos son, a menudo, aspectos artísticos particula­
res de problemas más amplios e importantes. El
ejemplo más evidente es el problema de la relación
entre poesía e historia.
Nadie, y mucho menos un extranjero, puede acer­
carse a un tema como el de Cervantes sin cierta
humildad. Ni puede uno contemplar sin recelo la
abundante bibliografía cervantina, al darse cuenta
de que algún trabajo importante quedará sin leer.
Sin embargo, los últimos rincones de la crítica en
torno a Cervantes depararon pocas sorpresas, pues
es evidente que se ha escrito relativamente poco
sobre él como teórico y como crítico. En conjunto,
lo más importante acerca de su teoría literaria lo
constituyen trabajos muy conocidos y relativamen­
te modernos: las pocas páginas escritas sobre este
asunto por Menéndez y Pelayo en el volumen II de
su Historia de las ideas estéticas en España (ed.
Buenos Aires, 1943) l. Las teorías estéticas de Cer­
vantes», de A. Bonilla, en Cervantes y su obra (Ma­
drid, 1916); las observaciones de R. Schevill y A.
Bonilla en sus introducciones a las obras comple-

1 Cito siempre por las ediciones que he manejado.

12
tas; G. Toffanin, La fine dell’umanesimo (Turin,
1920), cap. 15. C. De Loliis, Cervantes reazionario
(Florencia, 1947); Américo Castro, El pensamiento
de Cervantes (Madrid, 1925), cap. I, que es todavía,
posiblemente, la mejor introducción al tema; algu­
nas partes de la obra de M. Casella, Cervantes: II
uChisciottei> (Florencia, 1938, 2 vols.); W. C. Atkin­
son, «The Enigma of the Persiles», BSS xxiv (1947),
y «Cervantes, El Pinciano and the Novelas ejem­
plares», HR XVI (1948); la introducción de A. del
Campo a su edición del Viaje del Parnaso (Madrid,
1948); A. G. de Amezúa, Cervantes, creador de la
novela corta española (Madrid, 1956-58), vol. I, ca­
pítulo 8; y el valioso artículo de J.-F. Canavaggio,
«Alonso López Pinciano y la estética literaria de
Cervantes en el Quijote», ACerv vu (1958). El úni­
co libro que conozco dedicado exclusivamente a
este asunto es el de S. Salas Garrido, Exposición
de las ideas estéticas de Cervantes (Málaga, 1905),
que ni con la mejor voluntad puede considerarse
como aprovechable.
Gran parte de los estudios críticos que abarcan
todos los aspectos de la obra cervantina, y muchos
de los trabajos menos generales, incluyen alguna
mención de las teorías de Cervantes o tratan de
poner en relación estas últimas con sus escritos.
Se han publicado, además, algunas exposiciones
más o menos sumarias, tales como la de J. A. Ta­
mayo, «Ideas estéticas y literarias de Cervantes»,
RIES, VI (1948), y las de R. del Arco, «Estética cer­
vantina en el Persiles» (ibid.) y «Las artes y los ar­
tistas en la obra cervantina», ibid., VIII, (1950),
por mencionar sólo algunas de las más recientes.
Otros trabajos críticos que no tratan específica­
mente de las teorías literarias de Cervantes han
sido particularmente reveladores. Me refiero, en
especial, a los estudios, algunos de los cuales se
citan en este libro, de Ortega y Gasset, Madariaga,
Bataillon, Hatzfeld, Casalduero, Spitzer, A. A. Par-
13
ker, Mia Gerhardt, Levin, Angel del Río, Avalle-
Arce, Duran, y a los últimos ensayos de Castro re­
cogidos ahora en Hacia Cervantes (Madrid, 1957).
Han aparecido algunos más desde que esta obra
quedó lista para la imprenta.
La paginación de las obras de Cervantes que doy
en las notas se refiere a las Obras completas edi­
tadas por Schevill y Bonilla (Madrid, 1914-41), ex­
cepto en el caso del Quijote. Esta obra la cito por
la edición crítica de P. Rodríguez Marín (Madrid,
1947-49), en diez tomos. La ortografía y la puntua­
ción de las citas se han modernizado cuando ha
sido necesario. En esta edición española de mi li­
bro hay muy pocos cambios. Se han rectificado
unos cuantos errores y omisiones y se han hecho
dos adiciones bibliográficas. He creído necesario
hacer una ligera adaptación, al dirigirme ahora a
lectores cuya lengua materna es la del más grande
novelista del mundo.
E. C. R.
Trinity College, Dublin.

14
I

INTRODUCCION

1. Cervantes y la teoría literaria de su tiempo


Como yo soy aficionado a leer, aunque
sean los papeles rotos de las calles...
C ervan tes

.Durante el siglo xvi y comienzos del x v i i no hu­


bo teorías de la novela en un sentido estricto. Es
decir, las que había no existían de una manera
independiente. Las observaciones teóricas acerca
de la prosa novelística que pueden encontrarse a
veces en escritos de carácter crítico o moral, en
obras de teatro, novelas, prólogos del autor, etc.,
eran casi todas adaptaciones de tratados de Poé­
tica, los cuales, a su vez, contenían una fuerte do­
sis de teoría retórica. La novela tomó posesión
de una teoría que en lo esencial se hallaba ya he­
cha y el ajuste no resultó todo lo bien que era de
desear. Era el género más moderno, pues apenas
existió en la Antigüedad, y su prestigio no era muy
grande. La insistencia con que los moralistas del
"Siglo XVI deploraban la lectura de novelas, sobre
todo en el caso de que las lectoras fuesen donce­
llas, da testimonio de la popularidad del género,
pero la desestima oficial en que eran tenidas y la
15
escasez de modelos antiguos explican suficiente­
mente la falta de atención crítica dada al arte de
la novela. Se pueden encontrar comentarios dis­
persos acerca de las novelas de caballerías, las no­
velle italianas, las novelas pastoriles y bizantinas;
los manuales para la educación del cortesano con­
tienen indicaciones sobre cómo contar un buen
cuento cuando se está en compañía de gentes edu­
cadas; pero la prosa novelística, a diferencia de la
poesía y el teatro, no llegó a merecer un tratado
particular y propio. Posiblemente, eljprimer escri­
to teórico español en que se exponían sistemática­
mente los principios de un determinado tipo de
prosa novelística fue la breve introducción de Fran­
cisco de Lugo y Dávila a su Teatro popular (Ma­
drid, 1 6 2 2 ) Es una aplicación más bien mecáni­
ca, pero no por ello falta de interés, de la teoría
poética de Aristóteles a la novela corta.
La teoría literaria en la España del Siglo de Oro
había progresado muy poco hasta el último cuarto
del siglo XVI. Sin embargo, este lento desarrollo
anterior contribuyó a precipitar señaladamente los
acontecimientos que tuvieron lugar entonces. Los
humanistas habían prestado atención a la literatu­
ra imaginativa como una parte de la educación
general. Habían ido apareciendo tratados de re­
tórica en castellano2. Los comentarios a escritores
de la Antigüedad favorecieron la aparición de una
crítica sistemática en torno a Garcilaso, el cual, a
los cincuenta años de su muerte, era reputado ya
como un clásico. La teoría poética pasó de los
ambientes eruditos a los círculos de los poetas. El
momento significativo de esta transición sobrevino
cuando Fernando de Herrera,, tras el comentario
' He manejado la edición de Madrid, 1906.
2 F r . M i g u e l d e S a l i n a s , Retórica en lengua castellana (Alcalá
de Henares, 1541); P e d r o d e N a v a rra , Diálogos de la diferencia del
hablar al escrivir (Το1οε_, ¿1560?); R. d é E s p i n o s a d é S a n ta y a n a , Ar­
te de rethorica (Madrid, 1578); J u a n d e G u z m á n , Primera parte de
le rethorica (Alcalá de Henares, 1589).

16
principalmente filológico de El Brócense a las
obras de Garcilaso, publicó su propia edición, con
abundantes notas, en Sevilla, en 1580. Este libro,
obra de un poeta que era al mismo tiempo un eru­
dito, a pesar de que el tema tratado en él era bas­
tante limitado, marcó la dirección que había de
seguir la teoría poética en España. El Arte poético
de Sánchez de Lima, que se publicó aquel mismo
año en Alcalá de Henares, al lado del trabajo de
Herrera, quedaba completamente anticuado, si
bien llegó a tener un sucesor, muy superior a él y
más inspirado en sus ideas platónicas, en el Cisne
de Apolo, de Carvallo (Medina del Campo, 1602).
El impulso mayor vino de Italia. No fue una ca­
sualidad que el acrecentamiento de la conciencia
crítica entre los escritores españoles de las dos úl­
timas décadas del siglo xvi (desarrollo que se ma­
nifiesta también entre los escritores ingleses del
mismo período) coincidiese con la divulgación de
las doctrinas poéticas aristotélicas que llegaban de
Italia. La Poética, de Aristóteles, era conocida por
los eruditos italianos ya desde comienzos de siglo
y el proceso de unir sus principios a los de Ars
poetica, de Horacio, se había completado ya hacia
1555 *. Pero fue el comentario de Robortelli a esta
obra, publicado en 1548Λ lo que hizo que se multi­
plicara abrumadoramente la serie de tratados y
comentarios que transformaron la crítica europea.
Las doctrinas poéticas aristotélicas dieron origen
inmediatamente a una preocupación crítica por los
fines y los medios, que surgió al darse cuenta de
que en esta nueva era de la imprenta y de las
convulsiones religiosas en Europa, la literatura
era, para bien o para mal, una fuerza social po­
derosa. Las consideraciones teóricas nunca pren­
' M . T . H er rick , The Fusion o) Horatian and Aristotelian lite­
rary criticism, UISLL, XXXII (1946).
2 P . R o b o r t e l l i , In librum Aristotelis de Arte Poetica explica­
tiones (Florencia, 1548).

17
dieron en los escritores españoles con tanta fuer­
za como en los italianos, y aunque hacia 1590 Es­
paña se hallaba en estos asuntos con un retraso
de una generación respecto de Italia, su influencia
fue creciendo constantemente en tiempos de Cer­
vantes.
Aunque hasta 1626 no se publicó ninguna tra­
ducción española de la Poética1, su contenido era
ya-bien conocido bastante antes de esa fecha. He
rrera estaba claramente familiarizado con las doc­
trinas de Aristóteles, pero el primero que propagó
estas doctrináis, en una medida comparable a la
que habían conseguido los tratadistas italianos, fue
López Pinciano en su diálogo Filosofía antigua poé­
tica (Madrid, 1596). La relativa novedad de la Poé­
tica en la España de entonces se refleja en este
libro mediante un comentario del culto don Ga­
briel en que afirma que esta obra de Aristóteles
era desconocida para é l2.
El inteligente y lúcido tratado de El Pinciano
ha venido siendo considerado por la mayoría de
los críticos como la fuente principal de la teoría
de Cervantes. Algunos, en especial Toffanin, de
Lollis y Castro, han dado igual o mayor importan­
cia a la influencia de los tratadistas italianos. Lo
cierto es, sin embargo, que nadie ha establecido
aún esa fuente con absoluta certeza.
Hay tres dificultades importantes cuando se
quiere precisar de dónde procede la teoría de Cer­
vantes. En primer lugar, éste no hace referéncia á
ninguna autoridad, excepto a unos cuantos clási­
cos antiguos como Platón, Horacio y Ovidio. En
segundo lugar, faltan en sus libros pasajes exten­
sos que seañ transposición, con el mínimo de alte-
1 A. O r d ó ñ e z da s S e i j a s y T o v a r , La Poética de Aristóteles dada
a nuestra lengua castellana (Madrid, 1626).
2 A. L ó p e z P i n c i a n o , Filosofía antigua poética (ed. Madrid,
1953), X, 192. La segunda edición de esta obra se publicó en Vallar
dolid en 1894.

18
raciones, de obras de teoría literaria o de otra cla­
se. Pocos pasajes pueden asignarse a una fuente
específica con la seguridad con que las partes de
doctrina neoplatónica contenidas en La Galatea y
en otros de sus libros se pueden asignar a León
Hebreo y a algunos escritores italianos. Podemos ,
pensar que Cervantes se esforzaba por disfrazar
estos préstamos, pero todos los indicios nos mues­
tran que más bien se fiaba de su memoria. Su
apetito voraz por los libros —del que son prueba
sus obras, así como sus propias declaraciones en
este sentido— iba evidentemente acompañado de
una excelente asimilación literaria.
La tercera dificultad reside en que los princi­
pales dogmas literarios eran del dominio común.
Los escritores los repiten una y otra vez. La sim­
ple coincidencia de un tema principal en Cervan­
tes y en otro escritor es, por consiguiente, escasa­
mente significativa. Los críticos que han afirmado
la deuda de Cervantes con respecto a El Pinciano
no han áabido valorarla en sus debidos términos.
El hecho de que tanto Cervantes como El Pinciano
hagan referencia a la división de los estilos, por
ejemplo, o se muestren atraídos por la idea de que
la poesía abarca dentro de sí a la filosofía y las
demás artes y ciencias, no nos ofrece en absoluto
la certeza de que el primero de ellos estuviera en
deuda con el segundo1. Temas como el de la prosa
épica, la invención, la imitación, los fines de la
poesía, la complejidad de la verdad y la superio­
ridad de la verdad poética sobre la histórica, se
discutían en círculos tan amplios que su común
tratamiento por parte de estos dos escritores no
puede ser, por sí mismo, prueba de dependencia

1 Como afirman respectivamente, A. C o t a h e lo V a l l e d o r , Cervan­


tes, lector (Madrid, 1943), pág. 33, y B o n i l l a , Cervantes y su obra,
págs. 91-92.

19
directa1. Otros muchos teóricos se ocuparon de
"estos mismos problemas.
Parece que fue Clemencín2 el primer comentar
rista que nottírlà semejanza entre las doctrinas li­
terarias que expone el Canónigo de Toledo al final
del capítulo 47 de la primera parte del Quijote y
las expuestas en la Filosofía antigua poética de El
Pinciano y en las Tablas poéticas de Francisco
Cascales (Murcia, 1617)3. Menéndez y Pelayo se
limitó a decir que las teorías de Cervantes eran
«las mismas, exactamente las mismas que ense­
ñaba cualquier Poética de entonces, la de Casca­
les, o la de Pinciano»4. Bonilla, Atkinson y Ame-
zúa han llevado a cabo tentativas más serias de
definir la deuda respecto a El Pinciano5. Pero des­
de un principio se han dado por sentadas dema­
siadas cosas. Se ha llegado incluso a sugerir que
la simple existencia .de la obra de El Pinciano es
suficiente para «no necesitar volver la vista a
Italia»6.
El intento más serio hecho hasta ahora, el de
J. F. Canavaggio en su detallado estudio compara­
tivo «Alonso López Pinciano y la estética literaria
de Cervantes en el Quijote», adolece en último tér­
mino del mismo defecto. Su conclusión de que nos
vemos obligados «a otorgar a El Pinciano un lugar
preferente entre las posibles fuentes de la estética
literaria del Quijote» 7 es cauta e inteligente, pero
el.hecho es que, habiendo eliminado desde un prin­
cipio a los demás opositores, no queda ninguno

1 Como supone A t k i n s o n en «Cervantes, El Pinciano and. the


Novelas ejemplares», págs. 195-96.
2 El ingenioso hidalgo Dcm Quijote de la Mancha. Comentado
por D . D i e g o C l e m e n c í n (ed. Madrid, 1894).
3 He manejado la segunda, edición de las Tablas poéticas (Ma­
drid, 1779).
4 M e n é n d e z y P e la y o . Ideas estéticas,II, 267.
5 A m e z ú a , Cervantes creador, I, 362 y sigs. Véase también
C a s t r o , Pensamiento, págs 44-45, niim. 5.
4 Véase A t k i n s o n , op. cit., pág. 194.
1 C a n a v a g g io , op. cit., pág. 107.

20
con quien contrastarlo para dar la preferencia a
El Pinciano. El autor expone con buenos argumen­
tos por qué vale la pena estudiar la Filosofía an­
tigua poética en relación con el Quijote pero la
dependencia de Cervantes respecto a El Pinciano
sólo puede medirse comparándola con la depen­
dencia, si es que la hay, respecto a otras autori­
dades. Diremos, pues, que se ’han valorado excesi­
vamente las coincidencias de opinión acerca de los
temas principales, coincidencias que podrían mul­
tiplicarse con referencia a otros escritores. Sin
embargo, Cánavaggio demuestra lo mucho que las
obras de estos dos autores tienen en común: la
simple enumeración de las correspondencias entre
uno y otro impresiona. Esto contribuye a confir­
marse en la creencia de que Cervantes se dejó in­
fluir por El Pinciano; conclusión ésta a la que sólo
podemos llegar tras haber ensanchado lo más po­
sible el campo de comparación y haber estrechado
nuestra concepción de lo que constituye una coin­
cidencia de opiniones que sea significativa. A pesar
de ello, en el mejor de los casos se está trabajan­
do sólo con meras probabilidades.
Vilánova ha señalado la influencia de las Tablas
de Cascales en la última novela cervantina, el Per-
siles y Sigismunda2. El tratado de Cascales, según
su biógrafo, se había escrito en 1604, si bien no
se publicó hasta 1617 3; por ello cabe pensar que
Cervantes pudiera haberlo leído. Pero es el caso
que las correspondencias entre las ideas de Cer­
vantes y Cascales encuentran fácilmente su para­
lelo en las existentes entre las ideas de Cervantes
y los tratadistas italianos, llegando a ser en oca­

1 I b í d e m , p á g . 23.
1 A. V il a n o v a ,
«Preceptistas españoles de los siglos x v i y
en la Historia general de las literaturas hispánicas, pu­
x v ii» ,
blicada bajo la dirección de D í a z - P l a j a (Barcelona, 1949-1958),
III, 628.
3 J. G a r c ía S o r ia n o , El humanista Francisco Cascales (Ma­
drid, 1924), pág. 44.

21
siones estas correspondencias aún más próximas
que las primeras. El mismo Cascales estuvo muy
influido por los italianos, probablemente en ma­
yor grado que lo estuvo El Pinciano. Hay que con­
siderar la influencia de Cascales como improbable
hasta tanto no se presenten pruebas más persua­
sivas.
La incertidumbre que va unida al nombre de El
Pinciano va unida también a los tratadistas italia­
nos del siglo XVI, por las mismas razones y en el
mismo grado. Las observaciones de Toffanin re­
ferentes a la estancia de Cervantes en Italia duran­
te los años comprendidos entre la aparición del
libro de Castelvetro, Poética d’Aristotele volgariz-
zata ed esposta (Viena, 1570) 1, y el de Alessandro
Piccolomini, Annotazioni nel libro délia poetica
d’Aristotele (Venecia, 1575), y aquellas otras que
se refieren a la coincidencia entre sus problemas
y los que preocuparon a Torquato Tasso, han sido
admitidas por De Loliis, Castro y algunos más., C.
Guerrieri-Crocetti ha señalado la influencia de Gi­
raldi Çinthio en Cervantes 2. Los nombres de Ro-
bortelli, Fracastoro, Minturno, Maggi, J. C. Esca-
lígero, Muzio, Bernardo Tasso, Varchi, Patrizi y
otros han figurado también en el cuadro de las
comparaciones usuales.
Cervantes tuvo cuatro fuentes distintas de las
que pudo derivar sus principios sobre la novela:
una fuente documental (los tratados de retórica y
poética y los escritos críticos entonces en boga),
sus conversaciones con otros escritores, las obser­
vaciones sacadas en sus lecturas de novelas y, por
último, su propia experiencia como novelista,· La
primera es, sin duda, la más importante en lo que
se refiere a sus manifestaciones puramente teóri­
cas. Nada sabemos de su segunda fuente. Pode-
1 Cito por la segunda edición. Basilea, 1576.
2 C . G u e r k i e r i - C r o c e t i i , G. B. Giraldi e il pensiero critico del
sec., XVI (Milán, 1932), pág. 441.

22
dos deducir muy poco de las otras dos y sólo nos
permitiremos hacer, a su debido tiempo, alguna
conjetura razonable. La consideración independien­
te de sus lecturas puede explicamos la preocupa­
ción de Cervantes por ciertos problemas. La tor­
peza e irresponsabilidad de muchos autores de
libros de caballerías, y el contraste entre estas
obras y el Orlando furioso, por ejemplo, pudo muy
bien hacerle sentir curiosidad por los principios de
la ficción literaria. Y, desde luego, lo que parece
influencia puede ser sólo una coincidencia casual,
sobre todo cuando se trata de temperamentos si­
milares eh una misma época.
Aparte de la manera tan original en que gran
parte de la teoría cervantina interviene en sus no­
velas, el hecho mismo de que se halle expresada
enJorma de comentarios ocasionales y pasajes es­
porádicos da a sus opiniones una significación que
no habrían tenido si se hubiera ocupado de toda
la materia en un amplio tratado. Un escritor de
obras de ficción no está obligado a expresar teo­
rías y opiniones sobre su propio arte. Aunque mu­
chas de estas opiniones son lugares comunes y al­
gunas son idées recues de poca importancia, apa­
recen con demasiada frecuencia, y en gran parte
de los casos con demasiado énfasis, para que poda­
mos desecharlas como una especie de adorno in­
telectual, que, por otra parte, carecería de sentido.
Las manifestaciones teóricas de un escritor que no
soportaba la erudición afectada ni la pedantería,
merecen, cuando menos, un examen serio.
Me ha parecido más importante tratar de ilus­
trar la teoría de Cervantes que ponerme a averi­
guar de dónde procede exactamente. Comparando
las distintas manifestaciones teóricas, sin embar­
go, podemos sacar algunas conclusiones provisio­
nales acerca de las principales fuentes de su teoría
de la prosa novelística, que serán algo más que
meras suposiciones. El campo de la teoría litera-
23
ña hasta los tiempos de Cervantes es inmenso y no
cabe duda de que aún quedan por señalar otros
precedentes de sus ideas. Un estudio completo de
su teoría dramática y poética puede revelamos que
leyó también a otros tratadistas y confirmamos su
deuda respecto a los aquí mencionados. No existe
evidencia externa: sólo podemos comparar unos
textos con otros.
En primer lugar, hay semejanzas en cuanto a
temas generales. En este caso sólo puede consi­
derarse significativa la semejanza cuando ambas
partes tratan el tema, o algunos aspectos de él, con
cierta insistencia poco común o de una manera
que no es la usual. En segundo lugar, hay seme­
janzas textuales entre pasajes particulares. Aunque
en este caso no puede tampoco desecharse la coin­
cidencia fortuita, dichas semejánzas nos dan las
pistas más seguras; pero sólo la semejanza próxi­
ma entre los vocablos empleados, la coincidencia
de una série de puntos en breve espacio, o la natu­
raleza excepcional de la idea particular que se ex­
presa nos autorizan a inferir que Cervantes la to­
mó del otro escritor en cuestión.
Dado que tanto los italianos como los españoles
dependían de la teoría literaria de la Antigüedad,
y hasta cierto punto de la de la Edad Media, Cer­
vantes pudo haber recurrido directamente a las
fuentes antiguas, o bien, familiarizarse con sus doc­
trinas a través de los tratadistas contemporáneos.
Sin duda, algunas obras clásicas, como la Institutio
oratoria, de Quintiliano, el De oratore, de Cicerón,
y quizá la Rhetorica ad Herenñium y el Ars poe­
tica, de Horacio, formaban parte de su educación
básica. En todo caso, son ideas aristotélicas, hora­
darías y platónicas las que proporcionan, directa
o indirectamente, el fundamento de su teoría. De
la Poética, de Aristóteles, o de tratados que en ella
se basan, derivan muchos de sus principios más
importantes, y la más fundamental entre las cues­
24
tiones particulares, aquella que trata de la natura­
leza de la verdad en la ficción poética.
El autor del Quijote comparte, con los críticos
griegos tardíos (Plutarco, Dión Crisóstomo y Lu­
ciano) una misma preocupación por la relación
existente entre la historia y la ficción poética. No
encuentro claras reminiscencias de los dos prime­
ros escritores, aunque habría que recordar la ex­
traordinaria popularidad de Plutarco a fines del
siglo XVI. Hay ecos de Luciano, de quien general­
mente se considera que ha ejercido, en otros aspec­
tos, cierta influencia en la obra de Cervantes. Me
inclino a pensar, sin embargo, que las semejanzas
que pueden descubrirse entre las ideas críticas de
uno y otro son resultado de una influencia indirecta
o bien son pura coincidencia. Dejando aparte paro­
dias del tipo de la Historia verdadera, los escritos
específicamente críticos de Luciano no figuran en
las más populares tradiciones italianas del siglo
XVII, ni en la breve selección española de los Diá­
logos (León, 1550). Pero todas sus obras se podían
encontrar en latín y, por ello, no debemos descartar
la posibilidad de que Cervantes leyese el influyente
tratado acerca de Cómo ha de escribirse la Historia.
Las teorías de J. C. Escalígero, Piccolomini, Tor­
quato Tasso y, problemente, Fracastoro y otros,
eran bien conocidas por El Pinciano. Sin duda fue
a través de él como se transmitieron a Cervantes
algunas de estas doctrinas (es meños probable que
lo fueron a través de Cascales). Pera algunos, pasa­
jes cervantinos parecen derivar de escritores ita­
lianos sin intermediarios. Las características de
la novela ideal, enumeradas en el capítulo 47 dé
la primera parte del Quijote, recuerdan a Giraldi
Cinthio en su Discorso intorno al comporre dei ro-
manzi (Venecia, 1554) y,-más particularmente, los
escritos de Tasso acerca de la poesía heroica: Dis-
corsi dell'arte poetica e in particolare sopra il poe-
25
ma eroico y Discorsi del poema e r o i c o La enume­
ración misma recuerda aquellos catálogos de cláu­
sulas donde se dan normas para la composición de
poemas heroicos, que hallamos en obras italianas
de teoría literaria, pero no en El Pinciano. De igual
manera, el comentario de Cervantes acerca de la
variedad de acontecimientos que traen consigo las
largas peregrinaciones se halla visiblemente más
cerca de una observación de Tasso que de otra
observación parecida de El Pinciano. La obsesiva
preocupación del poeta italiano por la verosimili­
tud y lo maravilloso reaparece con no menos in­
sistencia en Cervantes. Lo mismo ocurre con su
deseo de reconciliar la épica y la novela. Podemos
sospechar que en estos casos se ha ejercido una
influencia literaria directa, pero esto no puede pa­
sar de ser una sospecha, sobre todo cuando se tra­
ta de cuestiones tan generales.
Hay algunas coincidencias interesantes con las
Añnotazioni de Piccolomini. Una homilía cómica
en la obra de Cervantes sobre la forma correcta de
describir los encantos y atributos de una simple
fregona repite una puntualización hecha ya por
Piccolomini. Su reconocimiento del papel que des­
empeña la inteligencia del lector en el funciona­
miento de la verosimilitud podría derivar del mis­
mo autor. Igualmente podría derivar de él el uso
en el Persiles de dos ejemplos cosmológicos de
unos hechos poco convincentes.
El débito de Cervantes con Vida, Robortelli, Fra-
castoro, Escalígero, Minturno, Castelvetro, Patri-
zi y otros, aun cuando todos ellos contribuyeron
en gran medida a formar la teoría literaria, es me­
nos evidente. Podría hacerse, sin embargo, una li­
gera excepción a favor de Castelvetro. Aunque mu­
chas de sus ideas son totalmente distintas de las
de Cervantes, la importancia inusitada que atribu­

1 Ambos en T. Tasso, Opere (ed. Florencia, 1724), vol.'IV.

26
ye a la historia, considerándola como el cimiento
de la poesía, halla cierto paralelo en la manera en
que Cervantes enlaza la poesía a ía historia en la
novela.
La deuda con El Pinciano, sin ser única, es, des­
de luego, importante. Dejando aparte numerosos
temas generales, tales como su notable definición
del objeto de la poesía, ciertos pasajes particula­
res (como los que tratan de la admiración y de lo
cómico, del logro de la perfección literaria median­
te la imitación y la verosimilitud, y de la compara­
ción entre las novelas de caballerías y las fábula^
milesias) se hallan lo suficientemente próximos en
sus detalles a otros pasajes cervantinos como para
sugerir una. dependencia directa. Sus observacio­
nes sobre la alegoría pudieron precaver a Cervan­
tes acerca de su uso en la novela. Y no resulta in­
verosímil que su aproximación, generalmente ra­
cional, a la literatura produjera algún efecto en Cer­
vantes, aunque esto no es susceptible de prueba.
Lo que tiene todas las trazas de ser un préstamo
del Cisne de Apolo de Carvallo es un pasaje de la
Adjunta al Viaje del Parnaso de Cervantes. Su asun­
to es, precisamente, los límites del préstamo poéti­
co; Jo cual constituye justamente la especie de jue­
go literario que agradaba a Cervantes. Su formula­
ción de la importante distinción entre el disparate
intencionado y el no intencionado también pudo
haberle sido sugerida por Carvallo.
Me doy cuenta de que no existe una deuda es­
pecial respecto a Herrera, aparte de la frase tan
conocida que aparece en la dedicatoria de la pri­
mera parte del Quijote, probablemente tomada de
la dedicatoria que puso Herrera a su edición de
Garcilaso. Pero es posible quç haya reminiscencias
de otras dos obras notables de la época. General­
mente se considera que el Examen de ingenios de
Huarte de San Juan, libro conocido internacional­
mente, ha influido sólo tangencialmente relaciona­
27
da con la teoría literaria, es evidente que su influen­
cia se extiende a las ideas de Cervantes sobre la
creación literaria. (II Cortegiano de Castiglione se
halla también en una relación igualmente margi­
nal respecto a la teoría literaria cervantina.) El
otro libro es la versión españolizada del no menos
conocido manual de Giovanni della Casa, el Gala-
teo español de Gracián Dantisco, algunos de cuyos
comentarios sobre el estilo muestran cierto pare­
cido verbal con los de Cervantes.
Si la influencia de los humanistas del siglo XVI
no hubiera estado tan extendida, nos veríamos ten­
tados a incluir también el nombre de Luis Vives
entre las fuentes principales. En realidad, desempe­
ñó al menos un papel indirecto en la formación de
la teoría de la novela en Cervantes. La desconfianza
que muestra Cervantes respecto a las falsedades de
la poesía recuerda a Vives más que a ningún otro.
Además de esto, el pasaje del Quijote, I, 47, que
ilustra los disparates de las novelas de caballerías,
recuerda directamente uno de la obra De institutio­
ne feminae Christianae, traducida en lengua ver­
nácula y muy leída en España1.
Resumiendo: la teoría de la prosa novelística en
Cervantes es predominantemente neoaristotélica, a
la manera de las principales poéticas italianas y es­
pañolas de fines del siglo XVI y comienzos del XVII
aunque en ella se mezclan doctrinas neoplatónicas y
otros ingredientes2. Probablemente Cervantes se

1 El caso de Juan de Valdés es más dudoso. Generalmente


se está de acuerdo en que es muy improbable que Cervantes
haya conocido el Diálogo de la lengua. Sin embargo, resultan
evidentes algunas semejanzas entre las ideas de uno y otro, y
parece al menos digno de ser notado que la definición que
da don Quijote del vulgo reproduce virtualmente la de Valdés.
Quizá esta definición era más corriente de lo que uno supone,
aunque no he encontrado otros ejemplos de ella en autores
del siglo XVI.
2 La opinión de Casella es disparatada. Considera que la
teoría literaria de Cervantes es «tradicional, platónico agustinia-

28
sirvió más de las poéticas que de las retóricas, y
más de obras en lengua vulgar que de obras latinas,
aunque ni unas ni otras se excluyen necesariamente.
Particularizando más, una cosa es cierta: si estaba
en deuda con El Pinciano, también es verdad que
hay otros autores, tanto italianos como españoles,
que tienen el mismo derecho a ser considerados
como fuentes de su teoría. Las correspondencias
más visibles se dan con El Pinciano, Tasso, Carva­
llo, Piccolomini, Huarte, Giraldi Cinthio, Gracián
Dantisco, Vives y quizá Castelvetro, .en este orden
de prioridad aproximadamente1. Cabe pensar, aun­
que I ís poco probable, que leyera el manuscrito de
las Tablas poéticas de Cascales. Hay también algu­
nas coincidencias con las opiniones críticas de otros
escritores que no constituyen fuentes principales,
pero cuyas palabras pudo haber recordado Cer­
vantes como consecuencia de sus extensas lectu­
ras. 2. Hay que tener en cuenta, al analizar su teo­
ría, sus propias lecturas de novelas y su experien­
cia como escritor, si bien unas y otra influyeron
más en su labor credora que en sus declaraciones
de principios. A mi entender, Cervantes buscó una
confirmación de la validez de esos principios, aun

na y escolástica», como la de Dante, Boccaccio y Ariosto, y


fundamentalmente opuesta a la nueva «estética classicheggiante»
aristotélica que procedía de las universidades (Il Chisciotte, II,
29, 401, y passim).
1 Agrupo a continuación, para comodidad del lector, los
números de las páginas de este libro en que se comentan
las correspondencias más significativas : El Pinciano, páginas
101, 152-153, 282, 289; Tasso, págs. 169, 189, 198; Carvallo, pá*
ginas 46, 108; Piccolomini, págs. 249, 284, 294; Huarte, pági­
nas 115, 128; Giraldi, páginas 169, 203; Gracián Dantisco, pa­
gina 233; Vives, página 282. Hay además de éstos algunos
ejemplos sorprendentes de la aplicación práctica de una idea
teórica, llevada a cabo, con intención o sin ella, por Cervantes.
Cf. Piccolomini, pág. 83. (Véase también página 338); Tasso,
página 294; Castelvetro, pág. 326.
2 Por ejemplo, El Brócense, véanse págs. 129-130; Ercilla,
página 197; D. Hurtado de Mendoza, página 232; Cabrera de
Córdoba (elogiado por Cervantes en el Viaje del Parnaso, II,
27), pág. 268; n. 1; véase también pág. 270; n. 3.

29
cuando fuera capaz de aprovechar el carácter, a
menudo mutuamente contradictorio, de los mis­
mos.
No resulta más fácil decir en qué época pudo
leer Cervantes los libros que le proporcionaron la
base de sus opiniones críticas. Desde la primera par­
te del Quijote (1605) hasta el Persiles y Sigismundo,,
publicado postumamente en 1617, su teoría de la
novela ofrece en general muy pocos cambios. ErT
éste, como en otros aspectos, hay que establecer
una clara diferencia con su teoría dramática. La
distinta actitud respecto a la comedia, que expre­
sa en el Quijote, I, 48, y en el prólogo de sus Ocho
comedias y ocho entremeses (1615), no representa,
creo yo, una modificación tan total como a prime­
ra vista parece, sino simplemente un reajuste de
sus opiniones. En prosa novelística, la mayor dife­
rencia se da entre su primera novela, La Galátea
(1585), y el Quijote de 1605. Pues aunque resulta
del todo evidente que Cervantes conocía bien la
teoría aristotélica en el momento de escribir el
Quijote, no podemos extraer la misma conclusión
de los comentarios críticos (bastante menos abun­
dantes) que aparecen en La Galatea.
Como resultado de todo ello, la tarea de abarcar
totalmente su teoría se simplifica. Pero surgen
complicaciones debido a la esencial ambivalencia
de sus escritos, tan profundamente enraizada en
él. De ella hablaremos con más extensión en otro
capítulo. Esta ambivalencia le permitió sostener a
un mismo tiempo principios que eran contradicto­
rios o divergentes. De ella surgen, más que dé
cambios en su manera de pensar, muchas de las
divergencias de sus ideas. Sin duda, algunas de las
inconsistencias que se encuentran incluso en una
misma obra representan realmente cambios de su
pensamiento, pero debemos admitir que siempre
que consideraba que debía alterar sus palabras an­
tes de enviar el libro a la imprenta, lo hacía así.
30
Sujnanera de tratar lo pastoril, a veces respetuo­
sa y benévola, a veces burlesca, ofrece una de las
muestras más claras de esta ambivalencia. Su re­
lación de amor-odio respecto a las novelas de ca­
ballerías constituye otra. Si no tenemos muy en
cuenta que Cervantes era capaz de estas simpatías
divididas, no podremos empezar a comprender su
teoría ni tampoco el resto de sus escritos.
Durante una parte considerable del tiempo com­
prendido entre diciembre de 1569 y septiembre
de 1575, Cervantes estuvo en Italia, donde las dis­
cusiones literarias se hallaban en plena efervescen­
cia. Si, como cabría suponer, fue entonces cuando
adquirió la familiaridad que luego manifiesta con
la ideas aristotélicas, resulta muy extraño que estas
ideas no aparezcan en La Galatea. Hay en esta no­
vela algunas teorías estéticas importantes, pero la
teoría específicamente literaria —contenida casi
toda en el prólogo y en el Libro VI— nos trae a la
memoria no la teoría aristotélica española o italia­
na, sino más bien el Arte poética de Sánchez de
Lima, con su entusiasta y casi apologética justifi­
cación de la poesía. La preocupación por la «ver­
dad» de la narración, que aparece a lo largo del
Quijote, en el Persiles y también, en ocasiones, en
las Novelas ejemplares, se halla ausente en La Ga­
latea. El único acercamiento a ella es una observa­
ción en verso, en que se manifiesta que la sustancia
de una narración verdadera reside en su verdad y no
en la manera de contarla. Cervantes muestra cier­
ta preocupación por los problemas de la pertinen­
cia y la brevedad en la narración, pero sus comen­
tarios críticos acerca de las historias contenidas
en La Galatea y el aspecto generalmente distante
de su conciencia crítica ante lo que está escribien­
do son insignificantes en comparación con lo que
pueden ofrecemos el Quijote o el Persiles.
La conclusión natural, aunque no inevitable, es
que el acontecimiento decisivo fue la lectura del li-
31
bro de El Pinciano, aparecido en 1596. Pero esto
supondría no tomar en cuenta los dos importan­
tes tratados de Tasso. Tasso escribió probable­
mente sus Discorsi dell’arte poetica en 1564, aun­
que se publicaron por primera vez en 1587. La ver­
sión nuevamente escrita y ampliada, los Discorsi
del poema eroico, se empezó, y casi se completó,
en 1587, y se publicó por primera vez en 1594. Si
Cervantes se familiarizó con el contenido de la pri­
mera de estas obras en los círculos literarios de
Italia, debemos preguntarnos aún por qué su in­
fluencia no apareció en La Galatea y sí sólo, de ma­
nera manifiesta, en las novelas posteriores. Es más
probable, por consiguiente, que leyera años des­
pués, de vuelta en España, uno de los tratados
publicados por l asso, o los dos, cosa que pudo muy
bien suceder. Parece que no hay forma de saber si
Cervantes leyó primero a Tasso o a El Pinciano.
Las Novelas ejemplares nos sirven de poco para
decidir la cuestión. Sólo cuatro de ellas contienen
manifestaciones teóricas de cierta importancia1.
Las fechas de composición no se conocen con exac­
titud en la mayoría de los casos, y bien podrían ha­
ber sido revisadas en cualquier momento antes de
1612; cosa más que probable, como nos sugiere la
existencia de las dos versiones distintas del Binco-
nete y Cortadillo y El celoso extremeño.
Es casi seguro, pues, que Cervantes conoció las
poéticas más avanzadas de su época durante los
veinte años que van desde la publicación de La Ga- i
latea a la de la primera parte del Quijote. Este fue,
precisamente, el período en que el impacto de la
teoría crítica procedente de Italia se hizo sentir de

1 La gitanilla, El licenciado Vidriera, La ilustre fregona,


El coloquio de los perros. La interpretación, de las Novelas en
términos de teoría es otra cuestión, también sumamente incierta.
Las principales objeciones a la tesis presentada por A t k i k s o n
en «Cervantes, El Pinciano and the Novelas ejemplares» han
sido hábilmente expuestas por A m a d o A i o n s o en NRFH IV
(1 9 5 0 ), 184-85.

32
manera más general entre los escritores españoles.
Durante los doce años que van de 1605 a .su muer-
te, en 1616, tiempo en que fueron publicadas casi
todas sus obras, es difícil señalar una marcada evo­
lución en su teoría. Sin embargo, su interés crítico
por los problemas que afectan a la novela no pare­
ce disminuir —si acaso, al contrario— y puedea se­
ñalarse uno o dos temas desarrollados a mayor es­
cala. Su preocupación por la naturaleza de la ver­
dad en la ficción literaria, que incide en cada uno
de los principales aspectos de su teoría, evidente­
mente va en aumento. Lo mismo ocurre con sus
escrúpulos, que son parte de esa preocupación,
acerca del uso del lenguaje retórico. Al mismo tiem­
po, en El Coloquio de los perros y en el Persiles se
muestra inclinado a llevar sus experiencias hasta los
límites de lo que considera novelísticamente per­
misible; dicho en lenguaje teórico, a explorar los
dominios de la verosimilitud y ver hasta qué pun­
to pueden incluirse en ella lo excepcional y lo ma­
ravilloso.
También es evidente una fluctuación en sus ideas
sobre el problema de la unidad. Lo mismo su ma­
nera de novelar que las opiniones críticas que ex­
presa muestran tina rigidez de principios mayor en
la primera parte del Quijote que en la segunda, y
de nuevo una distensión de los mismos en el Persi­
les. Me inclino una vez más a atribuir esta última
evolución a su deseo de experimentación, aunque
también se amparara en los preceptos de la
épica.
Es una conjetura razonable pensar que un inte­
rés crítico latente y sus extensas lecturas de libros
buenos y malos llevaron a Cervantes a reflexionar
acerca de los principios de la ficción literaria. Si
esto fue así, probablemente no avanzó mucho en la
formulación de sus ideas. Pueden haberle servido
de ayuda defensas de la poesía al estilo del Arte
poética de Sánchez de Lima. Su interés por las
33
cuestiones críticas parece haber sido estimulado,
con posterioridad a la publicación de La Galatea,
por la lectura de algún tratadista aristotélico, muy
posiblemente El Pinciano. Pero si Cervantes leyó la
obra del doctor español, no es menos probable que
leyera también a un buen número de autoridades
italianas. No podemos saber qué ocurrió en primer,
lugar. No existe el menor motivo para pensar que
Cervantes tuvo que conocer la obra de los tratadis­
tas italianos durante el tiempo que pasó en Italia
en su juventud, y sólo entonces. En el caso de los
Discorsi de Tasso, es incluso sumamente improba­
ble. Resulta tentador ver la influencia dominante
de El Pinciano en el Quijote I, y la de escritores
italianos como Tasso, que tanta importancia atri­
buyen a la variedad y a lo maravilloso en la épica,
en el Persiles; pero la influencia de los críticos ita­
lianos es bien patente también en la primera parte
del Quijote. La obra de El Pinciano pudo llevar a
Cervantes al conocimiento de otros tratadistas, o
bien estos tratadistas pudieron conducirle a El Pin­
ciano. Lo primero parece más probable. Pudo tam­
bién ampliar sus lecturas de teoría épica, especial­
mente para escribir el Persiles, novela que le exigió
leer gran cantidad de libros de toda clase.

2. El arte y las reglas


Ars nihil aliud est, quam ratio recta
aliquorum operum faciendorum.
S an to T o m á s de A q u in o

La teoría poética sólo en tiempos recientes se ha


servido del análisis. Desde la época helenística has­
ta la era romántica estuvo casi siempre al servicio
34
de un propósito doctrinal, aun cuando se fue hacien­
do cada vez más analítica a partir de la segunda
mitad del siglo xvn. Sin embargo, por muy dis­
tinta que fuera la poesía que se escribió durante
todos estos siglos, fue considerada hasta cierto pun­
to como un arte susceptible de sistematización y
sujeto a reglas.
Durante la Edad Media y hasta mucho después
del Renacimiento, la distinción entre ars y scientia
fue algo muy confuso. Tradicionalmenté, los poe­
tas provenzales, los poetas españoles del siglo XV,
como el Marqués de Santillana, y muchos otros es­
critores posteriores, incluido Cervantes, denomina­
ron «ciencia» a la poesía. Hubo, sin embargo, ten­
tativas de distinguir el arte de la ciencia, hacien­
do de esta última algo más exacto que la primera.
Cierto Gutiérrez de los Ríos, autor de un pequeño
manual, muy útil, aparecido en 1600, explica que
la palabra «arte» tiene un sentido particular en el
que no se pueden incluir las ciencias y un Sentido
general en el que éstas se incluyen. Cabe opinar en
materias concernientes al arte; pero en las artes
que son ciencia trata de lo que es eterno y verda­
dero1. Algo de esta distinción, que Cervantes de­
muestra conocer en otro lugar2, se revela en el
Quijote cuando don Diego de Miranda duda por un
momento si la poesía puede ser llamada en reali­
dad ciencia (II, 16); pero, en general, Cervantes
no establece para estas dos palabras una diferen­
cia específica. El había heredado la secular con­
cepción de la poesía como ciencia, y acusarle, como
hizo Menéndez y Pelayo, de haber seguido esta con­
cepción erróna y haberse dejado tiranizar por las
reglas, fue una crítica sorprendentemente inco­

1 G . G u t i é r r e z d e l o s R í o s , Noticia general para la estima­


ción de las artes (Madrid, 1600), págs. 9-11. Véase también J.
L. V i v e s , De tradendis disciplinis, I; Opera (Basilea, 1555), I,
440.
2 La Galatea I; I, 72.

35
rrecta de la posición de Cervantes, avalada lamen­
tablemente por la autoridad de quien la hacía *. Su
actitud respecto a las reglas era de hecho bastan­
te menos simple e inflexible de lo que han creído
muchos críticos, que limitan su atención a los ca­
pítulos 47 y 48 de la primera parte del Quijote y a
algunos otros pasajes conocidos.
Respeto a la autoridad quería decir, en primer
lugar, respeto a la autoridad de los antiguos. La
actitud adoptada en tiempo de Cervantes ante la
autoridad de los antiguos es tema demasiado am­
plio y complejo para exponerlo en pocas palabras,
pero el rasgo más- importante de su desarrollo fue
la gradual introducción de un espíritu crítico basa­
do en la razón y en una cierta observación, espíri­
tu que a finales del siglo XVI coexistía torpemen­
te asociado con la idea de autoridad. «Aristoteles
imperator noster, omnium bonarum artium dicta­
tor perpetus», exclamaba Escálígero, mientras en
buen número de cuestiones fundamentales le con­
tradecía categóricamente2. Herrera, cuyo admira­
ble comentario constituía un encadenamiento de
citas de Quintiliano, Cicerón y otras autoridades
antiguas y modernas, decía de los antiguos:
Hombres que fueron como nosotros, cuyos sentidos y
juicios padtecen engaño y flaqueza, y así pudieron errar
y erraron, aunque no deshacen estos efectos su exce­
lencia, porque no se concedió a la naturaleza humana
alguna seguridad en estas cosas3.
Como escribía un retórico contemporáneo, «la
razón convence como razón y la autoridad conven­
ce como razón y autoridad»4. Las alusiones a los
antiguos en las obras de Cervantes muestran que
1 M e n é n d e z y P e l a y o , Ideas estéticas, II, 269.
2 J. O . E s c a l í g e k o , Poetices libri septem (ed. [Heidelberg],
1581), VII, 932.
3 P . d e H ehheha, «Contestación a Prete Jacopín», en Contro­
versia sobre sus anotaciones a las obras de Garcilaso de la
Vega (Sevilla, 1870), págs. 84-85.
4 J u a n d e G u z m Á n , op. cit., fol. 120 v.

36
compartía el respeto general hacia ellos. Pero al
mismo tiempo se burlaba de este respeto cuando
era excesivo o falso. El culto de que hace objeto
Don Quijote a la autoridad caballeresca es una pa­
rodia benévola de todo el procedimiento.
Muy pocos teóricos se atrevían a declarar con
Escalígero: «Poetam creare instituimus»1; mas lo
cierto es que todos identificaban el arte, en mayor
o menor medida, con las «reglas». El inflexible Cas-
cales, en el prólogo a sus Tablas, remacha el argu­
mento de la necesidad de la poética con la adver­
tencia aristotélica de que la poesía, por ser un arte,
depende de unos preceptos. Vives incluso, tan ene­
migo de la pedantería y de las reglas triviales de la
retórica, considera el arte como una colección de
preceptos universales.
Así, pues, la acostumbrada división de los críti­
cos españoles del Siglo de Oro en preceptistas y
antipreceptistas, válida desde un punto de vista
práctico, es realidad muy imprecisa. Resulta fácil
distinguir los dos extremos, pero muchos escrito­
res —entre ellos Cervantes— no se hallaban situa­
dos de una manera tan clara. Desde ambos lados
existía cierta inclinación hacia el centro. El Pincia­
no, tan amigo de lo clásico, admitía, sin embargo,
las limitaciones de las reglas y decía que había poe­
tas sin poética y que a veces, aun apartándose de
las reglas del arte, se podía conseguir belleza2. En
el extremo opuesto, sabido es que Lope de -Vega,
siendo, entre los grandes escritores, el que más se
acercó a la situación de un romanticismo desenfre­
nado, y aunque profesaba que el genio natural esta­
ba por encima de las reglas del arte, era incapaz
de prescindir de ellas en su sistema. Lope, crítico
bien informado y competente, era mucho más pe­
dante que Cervantes: una ojeada al prólogo de su

1 Escalígero, op. cit. II, 200.


2 El P i n c i a n o , op. cit., III, 222, 296.

37
Jerusalén conquistada es suficiente païa demostrár­
noslo. Identificaba implícitamente el arte y las re­
glas al admitir repetidas veces que las comedias
españolas «no guardan el arte». En más de una oca­
sión rindió tributo a las autoridades antiguas, cu­
yos preceptos había encerrado «con seis llaves» '.
Sin embargo, también él se mostró dispuesto a en­
contrar un camino intermedio donde confluyeran
las exigencias del arte con las impuestas por el vul­
go, que constituía el público de sus comedias2.
La más importante contribución de España a la
crítica literaria europea de este período fue sin
duda una embrionaria teoría romántica en el tea­
tro, pero es un error querer descubrir en ella no­
ciones modernas de libertad artística, como hicie­
ron los historiadores de la literatura durante el
siglo XIX. Estos supervaloraron con exceso el ca­
rácter romántico del Siglo de Oro español, y la
reacción general contra los principios neoclásicos
dejó tras sí algunos conceptos falsos, que han per­
sistido tenazmente. Uno de ellos, que todavía es
fácil encontrar, lo constituía la idea de que preo­
cuparse de los principios literarios clásicos era si­
nónimo de pedantería, idea aplicable al año 1800
más que a 1600. La característica fundamental del
período conocido con el nombre de «barroco» era,
empleando términos sencillos, una tensión entre
las fuerzas clásicas establecidas y las románticas
llenas de dinamismo. Y no se reducía sólo a Es­
paña: Inglaterra, por ejemplo, en el mismo perío­
do, ofrecía un estrecho paralelismo. Pero este fe­
nómeno ha sido constante en la historia cultural
de España. En todo caso, desde la petrificación
1 Así en Respuesta a un papel en razón de la nueva poe­
sía: «pues la autoridad de Quintiliano carece de réplica»; y,
refiriéndose a San Agustín, «pienso que su opinión, ninguno
será tan atrevido que la contradiga» (BAE, XXXVIII, 138,
139).
2 L o p e d e V e g a , Arte nuevo de hacer comedias en este
tiempo, ed. de Morel-Fatio, BU, III (1901), versos 153-56.

.38
del genio nacional durante el período barroco —el
más grande de España—, los españoles han sido,
en general, demasiado clásicos para ser románticos
y demasiado románticos para ser clásicos.
Saintsbury precisó que, en su actitud respecto
a las reglas, los escritores del Siglo de Oro se ha­
llaban, en su mayoría, «más bien inclinados a di­
vidir sus atenciones, o, para usar la antigua y cí­
nica definición griega, ”a conservar a la mujer por
conveniencia y por decencia y a la querida por
placer” *. La tensión entre la disciplina y los in­
pulsos de la facultad creadora es bien perceptible
en Cervantes. No debemos sorprendemos, pues,
si encontramos en sus obras contradicciones, am­
bigüedades y variaciones de opinión en materia de
preceptos, aunque éstas son más evidentes en lo
relativo al teatro que en la novela.
Las exigencias de las reglas variaban de un gé­
nero a otro, y la novela, el más moderno de sus
géneros literarios, era el menos sujeto a sus pre­
ceptos. Cervantes tenía ciertamente inclinaciones
preceptistas, pero es igualmente cierto que los
preceptos clásicos que él subrayaba eran en rea­
lidad principios artísticos importantes y perma­
nentes. Dejó sin comentar enormes cantidades de
teoría literaria; no llegó siquiera a mencionar la
catarsis. Al mismo tiempo, se complacía de ma­
nera manifiesta en tratar puntos en que la juris­
dicción de las reglas establecidas parecía dudosa
o extraña. A veces, su genio crítico parece delei­
tarse sacando a relucir las limitaciones y contra­
dicciones de las reglas. Mas para él, como para
todos, arte quería decir reglas. La novela era una
forma de arte, y por ello el Cura condenaba a los
autores de libros de caballerías porque no logra­
ban «tener advertencia a ningún buen discurso, ni

1 G. S a i n t s b u r y , A History of Criticism and Literary Taste


in Europe (Edimburgo, 1900-1904), II, 342.

39
al arte y reglas por donde pudieran guiarse y ha­
cerse famosos en prosa» (DQ. I, 48).
En Italia había habido una tentativa de liberar
al romanzo de los preceptos poéticos de Aristóte­
les y otras autoridades. Giraldi Cinthio declaraba:
lio mi sono molte volte riso di alcuni, c ’hanno voluto
chiamare gli scrittori dei romanzi sotto le leggi dell’arte
dateci da Aristoteli e da Orazio non considerando
che ne questi nè quegli conobbe questa lingua, nè
questa maniera di comporre ‘ .

Minturno llegó a una formula de compromiso al


considerar que el romanzo era imperfecto en cuan­
to a la forma, pero a menudo excelente en cuanto
a su ejecución2. Los teóricos posteriores, corrio
Tasso, abandonaron por completo toda idea, de
libertad3. La novela caballeresca era el equivalen­
te español del romanzo, y hay un momento en que
Cervantes parece sostener su independencia sir­
viéndose de los mismos argumentos que Giraldi;
pero la nota irónica, como casi siempre, hace que
sus palabras resulten un tanto equívocas. Habla
de «los libros de caballerías, de quien nunca se
acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni
alcanzó Cicerón» (.DQ, I, pról.). Hasta parece exis­
tir una extensión implícita de esta idea a su pro­
pia obra maestra. Pero aun cuando así fuera, no
insiste demasiado en sus argumentos. De hecho
juzgaba las novelas de caballerías según principios
aristotélicos, aunque él mismo tirara a veces coces
contra el aguijón. En el Quijote II, 44, se inquieta
ante la necesidad de que la narración permanezca
dentro de los límites prescritos por la regla de la
unidad y desahoga por momentos su indignación
al decimos que el autor «se contiene y cierra en
los estrechos límites de la narración, teniendo ha­
1 G. G i r a l d i C i n t h i o , Dei romanzi, págs. 44-45.
2 A. S. M i n t u r n o , VArte poetica (Venecia, 1563), pág. 30.
3 T a s s o , Del poema eroico, III, 73 ss.

40
bilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del
universo todo». En cierto momento de su obra El
rufián dichoso, donde expone su teoría dramática,
Cervantes se sirve del conocido argumento anticla-
sicista: pues los tiempos cambian, deben cambiar
también las reglas (argumento casi tan antiguo co­
mo las reglas mismas) 1. Pero no llega a aplicarlo
a la novela.
Para Cervantes, que ridiculiza toda clase de pe­
dantería, las reglas, si no van acompañadas del
talento, no producirán arte. No pierde mucho tiem­
po, sin embargo, en burlarse de las reglas mis­
mas. El blanco de sus tiros lo constituyen con
mucha más frecuencia las personas incompetentes
que ignoran los principios esenciales de la crea­
ción literaria. El poeta del hospital, descrito por
Berganza en El coloquio, se queja de la imposibi­
lidad de encontrar protección que apadrine su
obra, a pesar de haber observado el precepto hora-
ciano que exige dejar pasar una década antes de
publicarla. El poeta conoce con exactitud las re­
glas de Horacio, pero a Cervantes no le interesa
burlarse de ellas (a excepción, tal vez, de la regla
de los nueve años); su burla va dirigida a la vani­
dad y falta de juicio crítico de tin escritor a todas
luces estúpido. La necedad de éste consiste en es­
tar convencido de que ha hallado los requisitos pa­
ra escribir un gran poema (requisitos en los que
cree Cervantes): que ha compuesto una obra
«grande en el sujeto, admirable y nueva en la in­
vención, grave en el verso, entretenida en los epi­
sodios, maravillosa en la división, porque el prin­
cipio responde al medio y al fin, de manera que
constituyen el poema alto, sonoro, heroico, delei­
table y sustancioso». Como el lector puede imagi­

1 P. ej.,
T A c ito , Diálogo de los oradores, XIX, pág. 28;
Institutio oratoria, II, XIII, 2. C f . J. d e l a C u e v a ,
Q u in t ilia n o ,
Ejemplar poético, Clásicos Castellanos (Madrid, 1941), III, ver­
sos 523-25.

41
nar, el poema en cuestión es todo lo contrario de
lo que el autor supone. Su asunto, lejos de toda
grandeza, consiste en una serie de necedades pseu-
doheroicas —género tan despreciado por Cervan­
tes— escritas en versos endecasílabos llenos de ri­
dículos sustantivos esdrújulos.
Cervantes también se daba cuenta, sin duda, de
que lo que podía ser sistematizado en poesía tenía
sus límites, pues reconoce en el Viaje del Parna­
so, IV, que la poesía tiene «no sé qué de inescru­
table».
Castro apuntó hace tiempo la importancia del si­
guiente pasaje, que viene a ser como un sumario
de las principales creencias de Cervantes en ma­
teria artística:
«que las cosas que tienen de imposibles
siempre mi pluma se ha mostrado esquiva;
las que tienen vislumbre de posibles
de dulces, de suaves y de ciertas,
explican mis borrones apacibles.
Nunca a disparidad abre las puertas
mi corto ingenio, y hállalas contino
de par en par la consonancia abiertas.
¿Cómo puede agradar un desatino,
si no es que de propósito se hace,
mostrándole al donaire su camino?
Qixe entonces la mentira satisface
cuando verdad parece, y está escrita
con gracia, que al discreto y simple aplace» '.
En un pasaje de su obra Xa entretenida, compa­
rable al anterior, Cervantes describe la « concor­
dancia» como el producto de un talento discreto
y la «disparidad» como resultado de la necedad2.
Concordancia o consonancia, en la teoría litera-
1 Viaje del Parnaso, VI, 84-85.
«El discreto es concordancia
que engendra la habilidad;
el necio, disparidad
que no hace consonancia.»
(La entretenida; I, pág. 27.)

42
ria de Cervantes, significa la armenia que se esta­
blece en la mente del lector al entrar en relación
con la obra. Esta armonía se rompe cuando apa­
rece lo disparatado, es decir, lo absurdo e incon­
gruente. El término disparate no es, pues, una pa­
labra vacía, usada con ligereza, sino una de las
más significativas de su vocabulario crítico Apa­
rece con frecuencia en sus comentarios, y es la
palabra clave de su condenación de las novelas de
caballerías. El núcleo de su teoría se halla en estos
dos pasajes, y sus palabras pueden reputarse en­
tre las declaraciones más inteligentes de la época
en materia de teoría literaria. Los requisitos prin­
cipales de credibilidad, armonía y estilo agradable
pueden considerarse subordinados a dos principios
mayores, que forman la médula de su pensamiento
crítico: la razón y la intención. Sin ellas no puede
existir, según él, ni forma ni significado en una
obra de arte. Las veremos atravesar una y otra
vez sus opiniones críticas. El fin principal de sus
novelas era un modo de reconciliación: imponer
normas minoritarias en los gustos de la mayoría,
hacer que la novela fuese racional.
La idea de consonancia anima sus opiniones so­
bre la verosimilitud y la unidad formal. Ambos
conceptos están inseparablemente unidos a sus
ojos, porque considera los defectos en la verosi­
militud (cuestión de sustancia) como una imper­
fección estética (cuestión de forma). La satisfac­
ción intelectual y la estética se combinan, según
él, en la mente del lector. De esta manera la obra
de arte se transforma en un conjunto de delicadas
relaciones entre el autor, la obra y el lector. El ha­
berse dado cuenta de ello —cosa que en parte
hay que agradecer a la retórica— es una de las

1 «Es lo mismo que dislate... cosa despropositada, la cual


no se hizo o dijo con el modo debido y con cierto fin» (S. de
C o v a r r u b ia s , Tesoro de la lengua castellana o española, edición
Barcelona, 1943).

43
contribuciones más importantes del siglo xvx a la
crítica literaria. En las novelas de Cervantes este
darse cuenta se manifiesta en su objetividad críti­
ca, en la conciencia de su poder para controlar y
manipular sus creaciones, y en su sensibilidad res­
pecto a las reacciones del lector.
Entre las lecciones que Cervantes pudo haber
aprendido de El Pinciano o de los tratadistas ita­
lianos, la más importante es la que enseña que el
escritor debe percatarse por completo de lo que
está haciendo. Aparece en forma de anécdota en
el Quijote, II, 3:
—Ahora digo —dijo Don Quijote— que no ha sido
sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante ha­
blador que, a tiento y sin algún discurso, se puso a
escribirla, salga lo que saliere, com o hacía Orbaneja,
el pintor de Ubeda, al cual preguntándole qué pintaba,
respondió: «Lo que saliere.» Tal vez pintaba un gallo,
de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que
con letras góticas escribiese junto a él: «Este es un
gallo.» Y asi debe de ser mi historia, que tendrá nece­
sidad de comento para entenderla \

La anécdota debió impresionar a Cervantes por­


que la repite en el capítulo 71. El pintor incompe­
tente que se recuerda allí es comparado con Orba­
neja, el cual, a su vez, es comparado con Avella­
neda; los tres son, por el mismo motivo, malos
artistas. La idea de creación intencionada, con un
determinado propósito, subyace también tras la
ironía y la apologética, entre seria y jocosa, del
prólogo del Quijote, I. Contiene este prólogo abun­
dantes críticas de despropósitos y pedanterías, y
culmina en un sumario de lo que se requiere para
hacer una buena novela. «Salga vuestra oración y
período sonoro y festivo —dice su amigo al au­
tor— pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere
posible, vuestra intención.»

1 DQ, II, 3; IV, 92-93..

44
Cervantes concede al autor bastante libertad con
tal que éste sepa qué es lo que hace y adonde quie­
re ir. Acepta incluso que cometa lo que en otras
circunstancias sería considerado como un atro­
pello:
«¿Cómo puede agradar un desatino
si no es que de propósito se hace,
mostrándole el donaire su camino?»

Estas palabras ayudan a dilucidar lo expuesto


en un pasaje anterior del mismo poema:
«Y o he abierto en mis Novelas un camino,
por do la lengua castellana puede
mostrar con propiedad un desatino» '.

La idea general que se expone en estos dos pasa­


jes es clara, pero la terminología ofrece ciertas di­
ficultades. Un desatino, según el diccionario de Co-
varrubias (1611), es un «desconcierto, cosa hecha
sin discurso y sin consideración». Parece que Cer­
vantes lo admite cuando se ha cometido delibera­
damente (de propósito) y en la forma indicada por
la palabra donaire, del primer pasaje, o la palabra
propiedad, del segundo. Donaire comúnmente sig­
nifica broma, burla; puede usarse también con el
significado de una cualidad estilística agradable y
graciosa. Ambos sentidos son posibles y Cervantes
pudo muy bien combinarlos aquí. La propiedad era
un término asociado a menudo con el de decoro
y presupone una llamada al entendimiento críti­
co. La idea completa parece ser, pues, que sólo
la determinación racional del artista, llevada a
cabo de manera amena y oportuna, o humorística,
puede transformar un desatino en algo agradable
y, por consiguiente, artísticamente aceptable. Al­
guna forma de error artístico se da a entender real-

1 Parnaso, IV, 55.

45
mente en el primero de los dos pasajes, y con más
probabilidad en el segundo, referido a las Novelas
ejemplares, aunque ciertos críticos los han inter­
pretado de manera diferente. En el segundo, el
desatino en que Cervantes estaba pensando pro­
bablemente es el extraño fenómeno de los perros
que hablan en El coloquio, algo por lo qué él se
esfuerza en dar posibles explicaciones.
Esta distinción entre el desatino que es delibe­
rado y el que no lo es constituye uno de los pun­
tos más importantes de la teoría literaria de Cer­
vantes. Procede en su origen, probablemente, a
través de Santo Tomás de Aquino, de este aforis­
mo de Aristóteles en su Etica a Nicómaco: «En el
arte el que yerra voluntariamente es preferible»I.
Pero, a menos que Cervantes llegara a ello inde­
pendientemente, la fuente inmediata más probable
es una observación incidental de Carvallo: «La in­
dustria excusa muchas faltas que sin ella lo se­
rían» 2.
Ortega y Gasset señaló con exactitud la gran de­
bilidad de la novela de caballerías, al observar que,
a diferencia de su progenitora la épica, aquélla re­
velaba una falta de fe en la realidad de lo que re­
lataba3. Si esto es verdad referido al Amadís de
Gaula, lo es aún más referido a Don Belianís de
Grecia o a Don Olivante de Laura. Una de las co­
sas que más desconciertan en los libros de caba­
llerías es la ineptitud de sus autores, ya sea para
tratarlos como pura ficción, ya para sostener la
ilusión de realidad. La confusión flagrante entre
historia y ficción, las declaraciones en que se pro­
clamaba que las narraciones eran verdaderas al
1 A r i s t ó t e l e s , Etica a Nicómaco, trad, de M. Araujo y J.
Marías (Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959), VI, V,
página 93. Véase M a r g a r e t B a t e s , «Cervantes’ criticism of Tirant
lo Blanch», HR, XXI (1953), 142.
2 C a r v a l l o , op. cit., fol. 171 v.
3 J. O r t e g a y G a s s e t , Meditaciones del «Quijote» (edición
Madrid, 1957), pág. 163.

46
pie de la letra y los artificios que se usaban para
encarecer esta pretensión: todo ello podría haber
estado justificado si existiera un propósito claro.
Pero ese propósito no existe. Las sorprendentes
observaciones de los autores acerca de sus propias
narraciones, y su manera de manejarlas, mues­
tran con frecuencia la más entraña mezcla de in­
geniosidad e ironía, una especie de convicción a
medias que es sintomática de la degeneración del
género. Se hace difícil interpretar algunas de sus
ridiculas pretensiones (en el capítulo V recogemos
unas cuantas) como algo más que burda ironía,
muy diferente de la ironía fina y penetrante de Lu­
ciano o de Rabelais con sus «tant véritables con­
tes». Cuando uno pasa a considerar también los
muchos nombres burlescos («Ledaderlín de Fajar-
que», «Famongomadán» «Pintiquiniestra», «Contu-
meliano de Fenicia», «Cataquefarás», «Quirielei-
són») y la autocrítica que aparece en la primera
de las continuaciones del Amadís, Las sergas de
Esplandián1, resulta claro que se trata de una
burla de sí mismo hecha sin mucho entusiasmo y
de una tosca ironía precervantina. Los esforzados
autores apenas parecen conocer sus propios senti­
mientos ni el efecto deplorable que producen. Aquí
aparecen, de hecho, algunos de los desatinos o dis­
parates no intencionados que tanto irritaban al
autor del Quijote.
Su intolerancia respecto a las ambigüedades de
los libros de caballerías debe mucho, según creo,
a haber aprendido la lección que no aprendieron
sus predecesores. El autor del Quijote, no hay que
olvidarlo, es también el autor de La casa de los ce­
los. Esta temprana obra teatral, malísima, se ve
paralizada por la manera ambigua de tratar lo ca­
balleresco y lo pastoril; Cervantes parece no darse
cuenta de hasta qué punto está ridiculizando o no
1 G a rci R o d r íg u e z (u O rdóñez) de M o n ta lv o , Las sergas de
Esplandián, BAE, XX, capítulos 98, 99.

47
estos elementos, ni sabe cómo armonizar las dos
actitudes. Con el Quijote aprendió a transformar
la incertidumbre en ironía, y la ironía en un pode-
roso instrumento en manos del novelista.
Es a la luz del principio de que sólo es permisi­
ble el desatino intencionado como hay que leer el
juicio paradójico sobre el Tirante el Blanco Este
juicio solía considerarse «el pasaje más oscuro del
Quijote» y ha amontonado sobre sí una abundante
bibliografía crítica. Puesto que las observaciones
de Sanvisenti fueron aceptadas por otros muchos
críticos (aunque no por todos), ya no se puede
dudar razonablemente de su interpretación2. En
el escrutinio de la librería de Don Quijote el Cura
empieza elogiando calurosamenté la novela:
Dádmela acá compadre, que hago cuenta que he ha­
llado en él un tesoro de contento y una mina de pasa­
tiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, vale­
roso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y
el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de
Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella
Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda
Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipó­
lito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que,
por su estilo, es éste el mejor libro del mundo; aquí
comen los caballeros, y duermen y mueren en sus
camas, y hacen testamento antes de su muerte, con
otras cosas de que todos los demás libros deste género
carecen (DQ, I, 6).

1 J o h a n n o t M a r t o b e l l , Tirant lo Blanch, completado ροτ


Martí Johan de Galba (Valencia, 1940). Cervantes conocía pro­
bablemente la descuidada traducción castellana de esta obra
publicada raí Valladolid en 1511. Las citas que hago se refieren
a la versión castellana contenida en el volumen Libros de ca­
ballerías españoles, ed. F. Buendía (Madrid, año 1954).
2 Véase B. S a n v i s e n t i , «Il passo piú oscuro del Chisciotte».
RFE, IX (1922); no cita en apoyo de su inteipretación el ter­
ceto del Viaje del Parnaso. Los primeros en hacerlo fueron
Schevill y Bonilla en su edición del Quijote (Madrid, 1928-41),
I, nota al pasaje del capitulo 6 de la primera parte; pero
equivocaron la cuestión. Entre los críticos que han profundi­
zado en su aclaración, P. M a ld o n a d o d e G u e v a r a ha hecho la
indagación más exhaustiva sobre las implicaciones de este pa­
saje en «El dolo como potencia estética», ACerv, I (1951).

48
Luego, extrañamente, condena al autor;
Con todo eso, os digo que merecía el que le compuso,
pues no hizo tantas necedades de industria, que le
echaran a galeras por todos los días de su vida

A la luz del aforismo expuesto en el Viaje del


Parnaso la paradoja se transforma en algo per­
fectamente claro. Se alaba el libro por sus altas e
innegables cualidades (su poco corriente falta de
extravagancia, el humor, el vigor de los caracte­
res); pero el autor es juzgado con severidad por
carecer de un propósito claro. De industria impli­
ca más esfuerzo, más ingenio e inventiva que la
frase de propósito usada en el Viaje del Parnaso.
Nos viene a la memoria la observación de Carva­
llo sobre el error voluntario, que hemos citado
anteriormente.
Leyendo el libro se nos revela con bastante cla­
ridad lo que Cervantes quiso decir. Tirante el Blan­
co tiene que ser uno de los libros de caballerías
más desconcertantemente ambiguos que se hayan
escrito. El héroe, quizá el más realista de todos
los héroes caballerescos, excelente general y aman­
te cortés, se ve envuelto, en la corte de Constan­
tinople, en una prolongada farsa de alcoba, muy
divertida, pero también notoriamente indecente.
En términos de teoría clásica, se trata de Una vio­
lenta y —lo que realmente importa a Cervantes—
no intencionada infracción del decoro. Incluso el
lector moderno se ve obligado a considerarla co­
mo algo más que una simple combinación de lo
cómico y lo serio: es una confusión de actitudes
literarias. ¿Cómo va uno a seguir tomando en se­
rio a Tirante, como nos propondríamos hacer, des­
pués que éste ha sido atado debajo de las ropas
de cama y se ha sentado sobre él la prinpesa Car-
mesina, librándose por muy poco de que también
1 DQ, I, 6; I, 206.

49
se siente sobre él la emperatriz? ¿Cómo iba nadie,
en la época de la contrarreforma, a considerar a
este héroe lascivo como el prototipo de virtudes
que el autor se propuso hacer de él evidentemente?
Los otros personajes, por su parte, tampoco son
mejores. La incomparable princesa es una coque­
ta. Placerdemivida, que más adelante llega a ser
reina y a quien Tirante describe como una dama
de consumada discreción y vida irreprochable, ac­
túa como una desvergonzada celestina. La ya en­
trada en años emperatriz permite alegremente que
el escudero Hipólito la arroje al suelo para gozar
de ella, y ambos se hallan demasiado ocupados pa­
ra llorar la muerte reciente de Tirante, de Carme-
sina y del emperador en cuanto encuentran la
oportunidad de acostarse juntos una noche. Hay
suficientes razones para interpretar la palabra «ne­
cedades» en este contexto del Quijote como «obs­
cenidades».
Pero aparte de esto, Cervantes debió juzgar tales
impropiedades como defectos artísticos. Considé­
rese, como último ejemplo, este otro episodio, en
el que ya no se puede hablar de indecencia. La
condesa de Warwick se está lamentando de la par­
tida inminente de su marido. Como acompañamien­
to de sus manifestaciones de dolor, arrastra hacia
sí a $u hijo pequeño cogiéndole del pelo, le da una
bofetada y exclama: «Hijo, llora la dolorosa par­
tida de tu padre y harás compañía a la triste de tu
madre.» El niño, muy comprensiblemente, se echa
a llorar, y pronto el conde, su mujer y todas las
dueñas y,damas de la corte empiezan a dar ala­
ridos en señal de condolenciaí. La novela, sin em­
bargo, tiene muchas cosas buenas; señala una eta­
pa importante en la historia de la prosa novelísti­
ca y merece ser tomada en consideración como
precursora del propio Quijote. Su estilo vivo, lle­

1 M abtohell , o p . c i t ., p á g . 1064.

50
no de pormenores, anticipa notablemente el rea­
lismo de la novela moderna en muchos aspectos.
Pero su desmañada y cómica ironía se halla en
desacuerdo con el tono general del libro, que es,
por otra parte, serio y elevado. La ambigüedad de
_ Martorell ha inducido a algunos críticos modernos
a considerar el Tirante como una parodia y a otros
a considerarlo como una obra fundamentalmente
seria. Las dos opiniones tienen su parte de razón.
Constituye un testimonio de la agudeza crítica de
Cervantes, y al mismo tiempo nos demuestra la
diferencia que existe entre ambos escritores, el
hecho de que condenara a su predecesor por no
saber claramente qué estaba haciendo, en un pa­
saje que es, a su vez, una muestra de maliciosa y
—podamos sospechar con seguridad— deliberada
ambigüedad .
Cervantes no se nos aparece ni como un riguro­
so preceptista ni como un innovador iconoclasta.
En mi opinión, ni siquiera en lo relativo al teatro
su teoría literaria se apoya fundamentalmente en
el principio de que, pues «los tiempos cambian»,
han de cambiar también las reglas del arte. Forma
parte, más bien, de aquellos que consideran que el
arte está sujeto a ciertos principios universales e
inmutables, pero también a condiciones acciden­
tales, que son las únicas susceptibles de cambio.
En esto se acerca a Tasso, el cual, a diferencia de
Cervantes, expresó sus ideas de una manera sis­
temática y escribió:
l’arte, essendo costante e determinata, non puó com­
prendere sotto le sue rególe ció che, dipendendo dalla
instabilité. dell’uso, è mutabile ed incerto

Las objeciones que pone Cervantes a los libros


de caballerías muestran sobre todo una insisten­
cia en lo referente al propósito racional y a la
1 T asso, Del poema eroico, III, 77.

51
conciencia artística. La razón no podía divorciarse
en ningún caso de la concepción del arte, como
las definiciones de los contemporáneos manifies­
tan claramente1. El era autor de obras de ficción
y por ello no se preocupaba de codificar todos
los pequeños detalles, ante lo cual su agudo sen­
tido crítico, que era muy capaz de llevarle a en­
cararse consigo mismo, se habría rebelado sin du­
da. Sus principios artísticos expresan el aspecto
crítico y clásico de su pensamiento, que no debe­
ría ser desestimado sólo por el hecho de que él
fuera un escritor de grande —y a veces excesiva­
mente abundante— imaginación. Debemos decir
algo ahora de estas dos facetas de su tempera­
mento.

3. Cervantes: su conciencia creadora y su


instinto crítico
No todo crítico es un genio; pero todo
genio es un critico nato.
L e s s in g

La leyenda que considera a Cervantes como un


genio sonriente y descuidado ha sido sustituida,
en general, por una mejor apreciación de su capa­
cidad reflexiva y crítica. En realidad, el peligro re­
side ahora en sobrevalorar esta agudeza crítica
suya. Cervantes no es Calderón ni Corneille; pero
es un escritor cuyo gran caudal de invención va
acompañado de un marcado instinto crítico. Mada­
riaga y otros autores han demostrado lo esencial
que es a sus escritos este dualismo del creador y
1 L e ó n H e b r e o ; «La arte es el hábito de las cosas facti­
bles, según la razón» (.Diálogos de amor, Austral, Buenos
Aires, 1947, pág. 41); E l P i n c i a n o : «Arte es hábito de efectuar
con razón verdadera y prudencia» (op. cit., I, 76-77).

52
el crítico1. En un estudio de su teoría de la no­
vela debemos detenernos necesariamente en la se­
gunda de estas facultades, pero no podemos con­
siderar su obra imaginativa como algo aparte de
su labor crítica, por lo mismo que él no apartaba
la crítica de sus obras de ficción. No es el único
de los escritores del Siglo de Oro que manifiesta
este dualismo temperamental: es evidente también
en Lope de Vega, por ejemplo, aunque los resul­
tados son muy diferentes en su caso. En Cervan­
tes la unión entre ambos factores es particular­
mente fuerte. Sin ella no habría podido escribirse
el Quijote.
Sus teorías literarias y sus juicios críticos apare­
cen en sus libros en diversas formas, convencioria-
les o no. Se hallan, fuera de la obra propiamente
dicha, en prólogos y dedicatorias. Figuran, de ma­
nera-directa O-en forma alegórica, en el Viaje del
Parnaso y en la Adjunta, y con anterioridad en el
Canto de Calíope incluido en La Galatea. Se expre­
san en comentarios del autor, o pseudoautor, den­
tro de la obra, y en comentarios, discusiones y
discursos de sus personajes. Por último, aparecen
integrados en la misma ficción. Lo mismo que Aris­
tófanes, pero en mayor escala y de manera más
compleja, Cervantes utiliza la crítica literaria co­
mo parte de la sustancia de una obra de entrete­
nimiento.
El primer prólogo del Quijote ofrece a este res­
pecto una sencilla ilustración de su técnica. En él
Cervantes se describe a sí mismo en la postura
usual de todo escritor: «Con el papel delante, la
pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano
en la mejilla, pensando lo que diría.» Un amigo,
hombre «gracioso y bien entendido» y posiblemen­
te no otro que la propia conciencia crítica de Cer­
vantes, entra en la habitación y le ofrece su con­
1 S. d e M a d a ria g a , Guía del lector del «Quijote» (edición
Buenos Aires, 1947), caps. 1 y 2.

53
sejo. De tal manera impresionan al autor sus ar­
gumentos, que decide servirse de ellos para es­
cribir su prólogo. En lugar de escribir un ensayo
puramente crítico o tomar notas de sus espontá­
neas reflexiones, Cervantes inventa una escena en
que se discuten las preocupaciones y problemas
del autor. Lo verdaderamente significativo de este
prólogo, sin embargo, no es el hecho de que haya
presentado cuestiones críticas en forma de ani­
mado diálogo, cosa bastante frecuente, sino que el
punto de partida sea presentarse a sí mismo pen­
sando acerca de. ellas. El arte característico y ori­
ginal de Cervantes empieza con un acto de distan-
ciamiento de sí mismo y de su obra.
Este dualismo del creador y el crítico adopta
también otras formas y produce otros efectos. A
menudo, estas dos facultades distintas no llegan
a un acuerdo, como sucede hasta cierto punto en
el Persiles. A veces, cuando esperaríamos un juicio
o una conclusión precisos, Cervantes no quiere
—o no puede— comprometerse. Es cierto que saca
un gran partido de estas abstenciones, pero sus
ambigüedades y evasivas son con frecuencia resul­
tado de la incertidumbre. En algunos de los pro­
blemas que más le preocupan, como el de hacer
que el héroe o la heroína idealizados sean huma­
nos y verosímiles, prefiere presentarnos las cosas
en una doble alternativa. El medio favorito que
emplea para eludir el problema de la verosimili­
tud es plantearlo directamente, hacer que los per­
sonajes lo discutan y, después de inducir al lec­
tor poco atento a pensar que el tema ha sido ya
tratado, pasar a otro asunto, dejando el problema
tal y como estaba en un principio. De esa manera,
ha introducido en la narración algo sobre lo que
él, como artista, tiene evidentemente dudas y, al
criticar su aceptación de una manera implícita, ha
señalado la posible inadecuación del tema al mo-
54
mento. Este artificio era ya bien conocido por la
retórica, incluso en tiempos de Aristóteles:
Un remedio contra todo exceso es el conocidísimo:
es preciso que uno mismo se haga adelantándose las
críticas, porque parece que habla con verdad cuanto
no le pasa desapercibido lo que h ace1.

Una y otra vez Cervantes tiene la precaución de


desarmar a sus posibles críticos siendo él el pri­
mero en criticarse. Para ello, pondrá en labios de
sus personajes una excusa o una disculpa que se­
rían mucho menos aceptables si vinieran de él mis­
mo. Ó bien, uno de ellos censurará al otro por
algo de lo que, al fin y al cabo, sólo es responsable
el autor. De estas dos formas suele anticiparse a
los que pudieran criticarle por lo inadecuado del
tema o por su prolijidad al desarrollarlo. Los co­
mentarios de aprobación, por otra parte, pueden
ser utilizados para forjar una reacción favorable,
aunque ficticia, del auditorio. Incluso el aplauso
ficticio por una de sus propias narraciones contri­
buye a engrandecerle a los ojos del lector. Medio
en serio, medio en broma, Cervantes pregona sus
propias mercancías. En el Quijote llega incluso a
construir una coartada perfecta, quedando él mis­
mo a salvo al hacer recaer en Cide Hamete Benen-
geíi la responsabilidad por la totalidad del libro.
Desde luego, ninguna de estas estratagemas puede
engañar al lector. Usadas con discreción, sin em­
bargo, ganan su simpatía o, al menos, su toleran­
cia. La ambigüedad de Cervantes en estos procedi­
mientos equívocos, incluso cuando se sirve de ellos
para encubrir una duda real, es distinta de la de
los novelistas que él condenaba. Raras veces sus
mixtificaciones están hechas sin intención. Se tra­
ta de subterfugios hábilmente empleados.

1 A r i s t ó t e l e s , Retórica, trad, de A. Tovar (Madrid, 1953),


III, VII, pág. 193.

55
Una de las dificultades con que nos encontramos
al querer determinar sus opiniones literarias con
exactitud reside en el hecho de que gran parte de
las ideas que aparecen en sus obras no las expresa
él mismo, sino sus personajes. Con Cervantes, más
que con ningún otro escritor, debemos tener cui­
dado al achacar al autor las opiniones de sus per­
sonajes inventados. Pero tampoco hay necesidad
de llegar al extremo de desconfiar de todas esas
opiniones sólo porque no están expresadas direc­
tamente como propias. Hay algunas notas que nos
pueden servir de guía. Unas veces las opiniones de
sus personajes coinciden con las que él expresa
personalmente en otro lugar. Otras, cuando cierto
número de personajes sensatos, en distintas Obras,
adoptan una misma línea respecto a una determi­
nada cuestión, podemos presumir razonablemente
que esta línea es la del autor. Además, éste no de­
ja de darnos a menudo alguna indicación del ni­
vel general de integridad o inteligencia de un per­
sonaje, lo cual supone cierta ayuda cuando quite­
mos calcular el valor que hay que atribuir a ía
opinión dada.
Cuando presenta en sus novelas algo que puede
ser llamado un método crítico, éste se asemeja ¿1
de los diálogos. El coloquio de los perros, en que
Berganza va narrando y Cipión hace comentarios
críticos, es el resultado lógico de la propia capaci­
dad de Cervantes para la invención y la autocrítica
simultáneas. Aunque el método mismo puede pres­
tarse a no sacar conclusiones, la utilidad de acer­
carse a un tema como el de los libros de caballe­
rías desde numerosos puntos de vista es conside­
rable. Hasta Don Quijote es capaz de descubrir
las limitaciones que presentan algunos de los ar­
gumentos usados contra ellos por el Canónigo de
Toledo.
El Canónigo y el Cura son los principales porta­
voces del Quijote. El propio Don Quijote es impor-
56
tante cuando podemos confiar en él; en la misma
jmédida lo es Sansón Carrasco. Las ideas del Canó­
nigo son algo más liberales que las del Cura. La es­
trecha correspondencia existente entre las opinio­
nes del Canónigo, en el capítulo 47 de la primera
parte, y las del propio Cervantes se comprueba con
el testimonio del Persiles. Por boca del Cura, creo,
habla generalmente la voz de la más estricta con­
ciencia crítica del autor. Al mismo tiempo, debe­
mos estar preparados a admitir que el Cura habla
también como personaje, es decir, como el ecle­
siástico local que se mueve en el ambiente inme­
diato a Don Quijote. Con esto no quiero sugerir
que sus opiniones no sean inteligentes: lo son.
Aun cuando podamos sentimos relativamente se­
guros de haber sorteado esta especie de dificultad,
todavía nos queda a menudo la ambigüedad en las
opiniones del propio Cervantes. El famoso juicio
sobre Tirante el Blanco, con el que se alaba el
libro y se condena a su autor, era un ejemplo de es­
ta ambigüedad. Otro ejemplo, lo es el juicio irónico
que le merecen los Dies libros de fortuna de amor,
de Antonio de Lofraso (Barcelona, 1573).

«Por las órdenes que recibí —d ijo el Cura— que


desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los
poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro
com o ése no se ha compuesto, y que, p or su camino,
es el m ejor y el más único de cuantos deste género
han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído
puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de
gusto» (DQ, I, 6).

Según el criterio del Cura o de Cervantes, el


libro es indudablemente malo; y, sin embargo, el
Cura lo pone aparte muy gustosamente y no lo
manda quemar. Pues aunque es «disparatado», es
«gracioso» y, «por su camino», el mejor de su cla­
se en todo el mundo. El desdichado autor es tra­
tado con idéntica mezcla de afecto y de desdén en
57
el capítulo III del Viaje del Parnaso. A duras pe­
nas se libra de ser arrojado por la borda para apla­
car a Escila y Caribdis. Mercurio interviene en el
momento justo diciendo que sería «cargo de con­
ciencia, y grande, echar al mar tanta poesía». Pero
a su vez, Mercurio insulta al autor y le describe
confusamente como agudo y sincero y, al mismo
tiempo, como un pobre hombre, mentiroso e ig­
norante. La visión de las Musas por parte de Lo-
fraso, cuando la tripulación del barco avista el
Parnaso, es significativamente grotesca: vislumbra
a cinco de ellas de pie y a las otras cuatro a gatas.
Por último, en la batalla del Parnaso, resulta que
se ha alistado equivocadamente en un bando, per­
teneciendo en realidad al bando enemigo (VII).
En términos literarios, Lofraso posee aptitudes
que nunca ha sabido cómo usar. Cervantes, en mi
opinión, experimenta ante su libro la misma sen­
sación de pasatiempo agradable que los modernos
admiradores de Amanda M. R os1 experimentan
ante sus novelas. Como ella, Lofraso agradaba,
aunque no con la clase de agrado que se proponía:
Viva Lofraso en tanto que dé al día
Apolo luz, y en tanto que los hombres
tengan discreta, alegre fantasía.
(.Parnaso, III.)

Es la propia fantasía de Cervantes, «discreta» y


«alegre», interviniendo en la aplicación de sus prin­
cipios artísticos, la que a menudo se resuelve en
estas actitudes ambivalentes y esta bipartición de
sus juicios críticos.
Pero él tenía una fórmula para reconciliar los
opuestos, y aun lo incompatible. Lope se hallaba
mucho más inclinado que él a dejar que su pensa­
miento se rompiera en pedazos y volara según pro-
1 Escritora inglesa de la época victoriana, autora de nove­
las rosa de mucho éxito entre el gran público. (N. del T.)

58
pios y diferentes rumbos. El autor del Quijote per­
seguía, hasta cierto punto, ese justo medio que to­
do el mundo ha reconocido en sus obras, pero al
mismo tiempo trataba de juntar esos opuestos en
un todo artístico, «formando de contrarios igual
tela» (para decirlo con un verso de su hermoso so­
neto de La Galatea)1. Este uso de la antítesis es
esencial, no sólo a su estilo, sino también a toda
la técnica constructiva del Quijote. En cuestiones
estilísticas tenía quizá más libertad, pero en lo re­
lativo a opiniones y juicios, por no decir Weltan­
schauung, necesitaba una fuerza unitiva. Fuerza
que encontró en la ironía.
Con este término me refiero a lo que algunos
llaman, innecesariamente, «ironía romántica». Po­
demos usar la definición dada por Wellek.de este
vocablo, tal y como lo empleó Federico Schlegel,
que tanto admiraba el Quijote, pues es aplicable
con toda exactitud a Cervantes:
La actitud irónica nace al comprender uno cuán para­
dójica es la esencia del mundo cóm o una actitud ambi­
valente es la tínica que puede abarcarlo en su contra­
dictoria totalidad. Supone un conflicto entre lo absoluto
y lo relativo, una conciencia simultánea de lo imposible
y lo necesario que es dar una reseña íntegra de la
realidad. El escritor, pues, debe sentirse ambivalente
respecto a su obra, alzándose por encinta y aparte de
ella, manejándola casi juguetonamente2.

Manteniéndose a distancia de lo que escribe,


Cervantes puede unir dos ideas que sean recípro­
camente contradictorias; al no afirmarlas ni ne­
garlas, opta por ambas y, al mismo tiempo, no opta
por ninguna de las dos. Esto hace posible que el
afecto y la crítica se den simultáneamente. Y al
abarcarlo todo la ironía, incluye también dentro
de su alcance al propio autor. Cervantes descubrió
* Galatea, V; II, 110.
2 R. W e l l e k , Historia de la critica mtídema. Tomo II. Trad,
de J. C. Cayol de Bethencourt (Madrid, 1962), pág. 22.

59
en la ironía el instrumento más valioso del nove­
lista. Como instrumento puramente crítico es de
limitada utilidad, pues las cuestiones planteadas
quedan sin respuesta. Pero su misma indecisión
tiene una consecuencia importante: abre las puer­
tas a otra clase de crítica, más moderna. La mul­
tiplicidad de perspectivas posibles permite una vi­
sión de las cosas nueva y compleja, una visión ca­
si circular, desde todos los ángulos, que no se­
ñala cbn precisión la verdad del asunto tratado,
pero circunscribe el área de operación. La ironía
permite a Cervantes hacer crítica al mismo tiempo
que escribe, y presentar puntos de vista distintos
con una imparcialidad notable. Su mayor impor­
tancia es, sin embargo, de tipo artístico; .Cervan­
tes no es un innovador en cuanto a su método
crítico tanto como lo es por su uso de la ironía
como técnica novelística1.
En el Quijote mantiene; a lo largo de todo el li­
bro, lo que es casi un ininterrumpido comentario
sobre su propia ficción. Una y otra vez se sugiere
la crítica, cuando no se expone abiertamente. Por
ejemplo, la responsabilidad por aburrir tal vez al
lector con un extenso discurso sobre la mitológica
Edad die Oro se hace recaer en Don Quijote. No
sólo Cervantes, sino incluso Benengeli, lo dejan
bien sentado, al describir toda esa larga arenga
como algo «que se pudiera muy bien excusar»
(I, 11).
Sin embargo, la ironía de que con tanto éxito se
sirve en el Quijote está expuesta a transformarse
en una intromisión desconcertante en el Persiles,
obra que se halla respecto a la novela anterior en
una relación semejante a la que existe entre Sa-

1 La Ironía cervantina ha sido reconocida por todo el mun­


do, pero está poco estudiada. Hay observaciones importantes
en el trabajo de A . C a s th o , «Los prólogos del Quijote» Hacia
Cervantes, y en el de A . d e l R í o , «El equívoco del Quijote»,
HR, XXVII (1959).

60
lammbô, de Flaubert y Madame Bovary. En el Persi­
les su crítica es a veces demasiado mordaz para
lo frágil que resulta la contextura de la ilusión ima­
ginativa. Toma una de sus formas más afortuna-
das en el malicioso comentario del murmurador
Clodio, personaje que muere siendo aún joven;
pues aunque éste sólo se fija en las verdades más
desagradables, puede ser descartado también por
ser un personaje moralmente malo. Sus comenta­
rios sobre las personas entre las que él se ve en­
vuelto no son crítica «literaria» desde su punto de
vista, pero valen como tal desde el punto de vista
del lector. Ridiculiza la locura de Arnaldo al per­
seguir a Auristela. Pone en duda el pretendido pa­
rentesco del héroe y la heroína, añadiendo que,
aunque sean realmente hermanos, no puede apro­
bar esta «hermandad» de dos que andan juntos
«por mares, por tierras, por desiertos, por cam­
pañas, por hospedajes y mesones». ¿Cómo pueden
pensar que van a cambiar fácilmente por dinero
las alhajas de gran valor que usan como moneda?
¿Creen que van a encontrar siempre reyes y prín­
cipes que los hospeden y favorezcan? ¿Qué decir
de Transila y de la astrologia de su padre? ¡Qué
cuentos no contará el «bárbaro» cuando vuelva a
su patria! Resulta significativo que Cervantes se
retracte de la crítica implícita en sus últimas pa­
labras, deseoso como está por hacer aceptables
para el lector estas sorprendentes historias (II, 5).
Cervantes fue primera y principalmente crítico
de sí mismo. Nadie mejor que él sabía, por ejem­
plo, que su inclinación natural por la poesía no
iba acompañada de una habilidad semejante para
escribirla. Ni era tan mal crítico de las obras de
otros autores como todavía se quiere sugerir al­
gunas veces. Las páginas de elogios sin discrimi­
nación que prodiga a poetas de muy desigual mé­
rito en el Canto dé Calíope y en el Viaje del Par­
naso no tienen nada que ver con la crítica. Se

61
trata de celebraciones, no de valoraciones críticas.
Durante el Siglo de Oro, el panegírico, la ofensa y
las consideraciones personales se interferían con­
tinuamente con la crítica. Cuando Cervantes no es
taba influido por aquéllos, y así ocurre en sus de­
claraciones sobre las novelas de caballerías, dio
juicios generalmente justos y, a veces, llenos dé
sutileza.
Lo que en particular necesitaban los escritores
para que esa «auto-consciencia» literaria que en­
contramos en las novelas cervantinas se desarro­
llase era hacer que sus personajes se mantuvieran
a distancia, comentándolas, de las narraciones o
los versos incluidos en el mismo libro. Esta es
uña característica de las novelle italianas y sus
imitaciones españolas. Hasta cierto^punto deriva,
por consiguiente, del uso que hace Boccaccio en
sus cuentos de un «marco». Entre las historias na­
rradas y el lector, Boccaccio intercala un audito­
rio imaginario y, aunque muy brevemente, indica
siempre las reacciones de este auditorio. Strapa-
rola, Parabosco, Lucas Hidalgo y Eslava, por men­
cionar sólo unos cuantos de sus imitadores italia­
nos, usan también este procedimiento, más o me­
nos elaborado. Lo mismo ocurre a veces en nove­
las largas en que se entretejen historias dentro de
la narración principal o en que parte de ésta es
narrada por uno de los personajes. Es sobre todo
una característica de las novelas pastoriles, en que
los pastores y las ninfas se aplauden unos a otros
sus propios cantos e historias. En la Arcadia, de
Sannazaro, por ejemplo, el canto de Galicio agrada
a todos y cada uno «por razones distintas», razo­
nes que se especifican en la novela y nos muestran
cierto discernimiento artístico1. Y en la edición
1 «Alcuni lodarono la giovenil voce piena di armonía ines-
timabile; altri 11 modo suavissimo e dolce, atto ad irretire
qualunque animo stato fusse più ad amore ribello; molti co-
mendarono le rime leggiadre, e tra rustici pastori non usitate;
e di quelli ancora vi furono, che con più ammirazione estolsero

62
aumentada de la Diana, de Montemayor, la sabia
Felicia y sus acompañantes alaban a la bella Fe-
lismona por la «gracia y buenas palabras» con que
ha contado la historia de Abindarráez1.
La, literatura pastoril renacentista contribuyó
bastante al desarrollo de la auto-conciencia lite­
raria. Esto era consecuencia de su misma natura­
leza, esencialmente lírica. Por ser de naturaleza
lírica, existía cierta comunidad de emociones en­
tre el autor, el lector y los personajes; y así, por
lo que se refiere a la novela pastoril, el autor y ej
lector podían participar en la obra mucho más ín­
timamente de lo que era usual en la prosa nove­
lística ordinaria. De esta manera el mundo de la
ficción pastoril, tan incomprensible e irreal para
la mentalidad moderna, era probablemente aquél
en que entraba con más facilidad el lector culto
del siglo XVI. Pero no sólo había emociones com­
partidas; el autor atribuía a sus personajes unas
normas críticas y vina sensibilidad artística que
^estaba seguro compartirían su público de lectores
cultivados o su auditorio. Era inherente a lo pas­
toril cierta actitud crítica: la idea de los pastores
que compiten con sus cantos era anterior a Vir­
gilio. En el Renacimiento, los personajes pastori­
les, tan fácilmente identificables con personas fue­
ra de la ficción, se interponían entre el autor y el
público, asumiendo, con sus cantos e historias, los
papeles del artista y su auditorio. Es cierto que es­
tos cortesanos disfrazados se entregaban más a
gentilezas corteses que a una verdadera crítica,
pero la introducción dentro de la prosa narrativa
de lo que era al menos una conciencia crítica con­
tribuyó a estimular el inmediato desarrollo de la
novela moderna.
No sorprende demasiado, pues, encontrar a ve­
ía acutissima sagacità del suo avvedimento» (J. S a n n a z a r o , Ar­
cadia, ed. Turin, 1948, pág. 29).
1 J. d e M o n t e m a y o r , Los siete libros de la Diana, Clás. Cast.
(Madrid, 1946), pág. 221, nota.

63
ces en estos autores el reconocimiento —a menu­
do tácito— de la irrealidad de su ficción1. Hasta
se puede oír una nota esporádica de ironía en la
novela pastoril española, una nota mucho más su­
til y mejor manejada que en los libros de caba­
llerías. Cuando la hermosa Selvagia, en la Diana,
llora, todos los demás se unen a ella en el llanto
«por ser un oficio de que tenían gran experien­
cia»2. En la misma Galatea, de Cervantes (Libro
VI), en que su acostumbrada y divertida objetivi­
dad y su ironía crítica son mínimas, los pastores
y sus damas se dedican, como nueva diversión, a
juegos y agudezas de salón para «no cansar tanto
(sus) oídos con oír siempre lamentaciones de amor
y endechas enamoradas». En El pastor de Fílida3,
Gálvez de Montalvo se burla cínicamente del géne­
ro pastoril: nos hallamos ya en el camino que lle­
va a la obra Le Berger extravagant, de Sorel.
Hay buenas razones para creer, como-ha mante­
nido Castro, que Cervantes aprendió en la novela
pastoril gran parte de su técnica novelística. Es­
cribir La Galatea fue, sin duda, una experiencia
fecunda. Sobre todo, pudó instruirle en esa ino­
cente complicidad entre el escritor, el lector y los
personajes, que él explota hasta el máximo en el
Quijote. La conciencia crítica que en esta obra
manifiestan sus personajes es proyección dé la
suya propia. Y ésta, a su vez, es parte de un dis-
tanciamiento irónico que no sólo le permite mani­
pular su creación de manera prodigiosa, sino que
tiene también consecuencias artísticas importantes.

1 Así se puede deducir de la frase «rime leggiadre... tra


rustici pastori non usitate», que hemos citado en la página 61,
nota 1, por ejemplo.
2 M o n t e m a y o r , op. cit., pág. 59.
3 L. G á l v e z d e M o n t a l v o , El pastor de Fílida. Cf., por ejem­
plo, los versos de la página 146 en la edición de Madrid, 1589.

64
4. Literatura y vida en el Quijote
El verdadero héroe es sépalo o no,
poeta, porque ¿qué sino poesía es el he­
roísmo?
Unamuno

La interacción de la literatura y la vida es algo


fundamental en el Quijote1. El tema no es propia­
mente teoría literaria (a nadie se le ocurriría su­
gerir que el Quijote era una especie de tratado
hecho novela), pero resulta útil acercarse a él des­
de el punto de vista de la teoría novelística de
Cervantes, con la que está estrechamente relacio­
nado. Esto puede arrojar más luz no sólo sotore la
teoría, sino también sobre la motivación y los mé­
todos usados por Cervantes en lo que a veces pa­
rece un juego zumbón, confuso y complicado, o
una broma continuada del autor. Debemos reducir­
nos a considerar solamente los aspectos literarios
y artísticos de las materias que son susceptibles
de una ampliación filosófica ilimitada. Las cues­
tiones epistemológicas que plantea el Quijote son
también problemas literarios que interesan profe­
sionalmente a Cervantes como novelista.
1 O r t e g a fue el primero que vio su importancia, op. cdt.,
«Meditación primera». Véase también A. C a s t r o , «Cervantes y
Pirandello», La Nación (Buenos Aires, 16 nov. 1924), Pensa­
miento, páginas 30 y sigs., y muchas observaciones en sus
ensayos posteriores recogidos en Hacia Cervantes; J. C a s a ld u e r o ,
Sentido y forma del «Quijote» (Madrid, 1949), passim; L e o S p i t -
z e r , «Perspectivismo lingüístico en el Quijote», Lingüistica e
historia literaria (Madrid, 1955); Μ. I. G e r h a r o t , «Dcfíi Quijote»:
la vie et les livres (Amsterdam, 1955); R . L. F r e d m o r e , El mundo
del «Quijote» (Madrid, 1958), cap. 1; H a r r y L e v i n , «The Exam­
ple 'of Cervantes», Contexts of Criticism (Londres, 1957); M. D u ­
r a n , La ambigüedad en el «Quijote» (Xalapa, 1960), passim; L.
R o s a l e s , Cervantes y la libertad (Madrid, 1960), t. 2, parte VI.
Existe una preocupación básica por la ficción
literaria en la intención expresa del libro y en la
concepción más elemental del héroe. Por mucho
que su autor trascendiera esta intención, su pro­
pósito declarado era acabar con las novelas de
caballerías. Aunque pueda Representar otras mu­
chas cosas, el héroe es, ante todo, un hombre que
no sabe distinguir entre la vida y la ficción li­
teraria:
todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser
hecho y pasar al m odo de lo que había leído (I, 2).

Por ello, la discusión sobre la historia (hechos


reales) y la poesía (ficción) en el capítulo 3 de la
segunda parte, como por primera vez mostró Tof-
fanin, brota, igual que otros pasajes semejantes,
del fondo mismo de la novela
La crítica de las novelas de caballerías se hace
de dos maneras: mediante juicios más o menos di­
rectos dentro de la ficción, y también mediante la
ficción misma. Estas críticas en forma de ficción
son casi siempre parodias, y el Quijote es hasta
cierto punto una parodia; pero lo extraordinario
del libro estriba en que el objeto de esa parodia es­
tá contenido dentro de la obra misma, como un
ingrediente vital. Las novelas de caballerías exis­
ten en el libro de la misma manera que existen
«Rocinante» o la bacía de barbero. Tan palpable­
mente se hallan presentes, que algunas de ellas
pueden ser quemadas. La originalidad de Cervan­
tes no reside en ser él mismo quien las parodie
(ni en parodiarlas de manera incidental), sino en
hacer que el hidalgo loco las parodie involuntaria­
mente en sus esfuerzos por darles vida, imitando
sus hazañas.
Una característica de las fantasías de Don Qui­
jote, más esencial aún que el hecho de que estén
1 T o ffa n in , Fine dell’umanesimo, cap. 15.

66
rejacipnadas con lo caballeresco, es la naturaleza
libresca, fabulosa, de las mismas. La Edad de Oro
de las hazañas caballerescas que él quiso resucitar
tenía que ver muy poco con la auténtica Edad
Media; eran unos tiempos que nunca existieron,
lt>s tiempos imaginarios de los cuentos infantiles
que comienzan con la frase «Erase una vez». La
historia sólo le inspiraba cuando, perdida en la
distancia, se unía a la ficción para convertirse en
leyenda. El disparatado comentario de Byron al
afirmar que Cervantes «hizo desaparecer la caba­
llería de España con una sonrisa» muestra una
confusión entre la historia y la literatura no muy
alejada de la del propio caballero loco. Los ideales
utópicos y mesiánicos de Don Quijote pueden ha­
ber resultado, a la larga, lo más importante, pero
fueron las novelas de aventuras fabulosas, nos di­
ce Cervantes en el primer capítulo de su libro,
las que en un principio cautivaron su imagi­
nación:
Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los
libros, así de encantamentos com o de pendencias, bata­
llas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas
y disparates imposibles (I, 1).

En 1752, en Inglaterra, Charlotte Lennox publi­


có su Female Quixote, novela acerca de una mujer
cuya cabeza se había trastornado con la lectura
de narraciones heroicas; y un moderno Cervantes
podría crear fácilmente un Quijote del siglo xx,
obsesionado —pongo por caso— por la llamada
ciencia-ficción. El Don Quijote lector de novelas
populares es abuelo de Emma Bovary y de la Ger­
tie'McDowell de Joyce. Lo que le distingue de ellas
es su obsesión por el tipo de ficción más fabuloso
y extraordinario que pueda imaginarse.
Su imitación de los héroes caballerescos aspira
a ser tan completa que se transforma en una ten­
tativa de vivir la literatura. No se siente impulsado
67
por una vaga especie de emulación, ni su inten­
ción le lleva sólo a remedar los hábitos, modales
e indumentaria de los caballeros andantes; no
adapta simplemente los ideales caballerescos a
otra causa, como San Ignacio de Loyola; ni siquie­
ra está representando un papel, en el sentido usual
de la frase. Se empeña en que nada menos que la
totalidad de ese mundo fabuloso, compuesto de
caballeros, princesas, encantadores, gigantes y to­
do lo demás, tenga que ser parte de su experiencia.
Tan pronto como cree que él es realmente un ca­
ballero andante, y cree en su mundo de ficción,
desciende desde la cumbre de la emulación idea­
lista que los héroes le inspiran hasta la locura. No
puede representar su papel como a él le gustarla,
a ño ser en este mundo fabuloso. Es en este sen­
tido en el que trata de vivir la literatura.
Su preferencia por la literatura es una forma
adulterada y sumamente ficticia de épica, en la que
él es el héroe idealizado y sobrehumano. Tiene as­
piraciones épicas al honor y a la gloria mediante
penalidades y peligros, posee el ideal caballeresco
de servicio y el impulso del héroe para modelar
el mundo a su medida. Va todavía más lejos: de
hecho, se esfuerza por abandonar su existencia
temporal e histórica para vivir en la región enra­
recida de la poesía. Y como la narración cervanti­
na de este esfuerzo es en sí misma una ficción
poética —pues lo que es «vida» en la narración es
una creación literaria de Cervantes—, empezamos
a vislumbrar algunas de las complicaciones de la
' novela. Don Quijote trata de transformar en arte
la vida que todavía se está viviendo, lo cual es
imposible de realizar, porque el arte, y el arte idea­
lista más que ningún otro, significa selección, y
uno no puede seleccionar todos los fragmentos de
^u propia experiencia. La vida es una cosa y el
arte otra, y saber exactamente en qué consiste su
diferencia era el problema que confundía y ías-
68
cinaba a Cervantes. Si el Caballero es como el sa­
bio de Epicuro, que prefería «vivir los poemas»
a escribirlos, sus esfuerzos por ajustarse al pie de
la letra a esta máxima son una locura. Unamuno
identificaba poesía y heroísmo en un sentido am­
plio, pero no puede ser literalmente idénticos, si
es que las palabras significan algo.
Después de esto, el método más obvio y practi­
cable que Don Quijote podía seguir para imitar los
libros de caballerías habría sido servirse de un me­
dio artístico reconocido: por ejemplo, haber escri­
to novelas él mismo. De hecho, en un primer mo­
mento se vio tentado a hacer esto. Muchas veces
se sintió impulsado a completar la novela inaca­
bada de Don Belianís de Grecia, y la habría com­
pletado sin duda y, además muy bien, «si otros ma­
yores y continuos pensamientos no se lo estorba­
ran» (I, 1). Los libros ejercían en él una influencia
demasiado grande. Pero se vio obligado a coger la
espada en lugar de la pluma.
Don Quijote es a su manera, entre otras muchas
cosas, un artista. El medio de que se sirve es la
acción y, sólo secundariamente, las palabras. Al
dar vida a un libro tan conscientemente y al ac-
V tuar con vistas a que sus hazañas sean registradas
por un sabio encantador, se convierte, en cierto
sentido, eñ autor de su propia biografía. Incluso
cuando ha abandonado la idea de expresarse en la
forma literaria usual, conserva todavía muchas de
las características del escritor. Llegado el caso,
compone versos. Imita el lenguaje arcaico de las
novelas de caballerías. Al comienzo de su empresa
se anticipa a su cronista relatando con sus propias
palabras la escena de su partida, en un lenguaje
elevado y aparatoso que contrasta sobremanera,
irónicamente, con el estilo usado por el autor real.
Sus fantasías en los capítulos 21 y 50 de la pri­
mera parte y su descripción de la batalla de lps
rebaños son espléndidos «pastiches», no mucho
69
más disparatados que los modelos literarios en que
se inspiraban. La literatura le sirve de estímulo
continuamente. Los versos de Cardenio que en­
cuentra en Sierra Morena le inducen inmediata­
mente a pensar en imitarlos; la cita que Cardenio
hace del Amadís ocasiona su desastrosa interrup­
ción; el romance escenificado de Gaiferos y Meli-
sendra le hace estallar violentamente.
Su instinto artístico no le abandona cuando lle­
ga el momento de la acción, aunque pocas veces
tiene oportunidad de funcionar con provecho. Don
Quijote se ocupa ampliamente de sus preparati­
vos. Como un escritor enterado, piensa mucho an­
tes de elegir los nombres1. Cuando las condicio­
nes son especialmente favorables, como con mo­
tivo de la penitencia en Sierra Morepa, presta la
mayor atención a los detalles y se preocupa mu­
cho de los efectos. Esto es arte de acción, aunque
también sea locura. Pero la idea de traer el arte
a los asuntos del vivir no resulta extraña a los
contemporáneos de Cervantes. La lección que se
desprendía de la obra de Castiglione, tan leída en­
tonces, era que la vida del perfecto cortesano de­
bía ser una verdadera Obra de arte. Quizá no re­
sulte demasiado caprichoso ver en este esfuerzo
por traducir el arte en acción (esfuerzo que puede
ser una de las fuerzas motrices del heroísmo mis­
mo) uno de los rasgos distintivos del genio espa­
ñol. Se cumple en dos de las formas más indivi­
duales del arte español: el baile y las corridas de
toros. En ambas la estilización se combina con la
improvisación, y el autor con el actor. De la misma
manera, Don Quijote tiene que improvisar para
hacer frente a las situaciones que la vida le ofrece,
sin apartarse de las convenciones que le imponen
1 Μ. T. H e b b ic k , «Comic Theory in the Sixteenth Century»,
UISLL, XXXIV (1 9 5 0 ), 63, observa que D o n a t o , R o b o r t e l l i y
daban todos ellos importancia a la elección de
C a s te lv e te o
hombres apropiados en las comedias.

70
sus modelos caballerescos; y crea, al menos en
parte, la historia de la que él es protagonista. La
diferencia está en que la vida es larga y el baile
dura poco tiempo, y el mundo no está contenido
en una plaza de toros. Pero el impulso que incita
al Caballero a dar a su vida una dimensión épica y
el que embellece cada movimiento del bailador o
del matador es el mismo.
Desgraciadamente, Don Quijote es un mal artis­
ta, un artista frustrado. Sobrevalora sus capacida­
des y subestima la naturaleza especialmente in­
controlable de su material, que es la vida misma.
Lleva a cabo una parodia cómica. Pero en la me­
dida en que él es un artista, es lícito hasta cierto
punto aplicar a su proceder algunos principios ar­
tísticos. Diré en seguida que no tengo la menor
idea de si estos principios se hallaban consciente­
mente en la mente de Cervantes en esta extraña
relación. Probablemente no. Pero es privilegio de
libros como el Quijote que,· contengan mucho más
dé lo que el autor haya querido poner en ellos.
Desde luego, en otras ocasiones Cervantes se preo­
cupó mucho por esos principios. Cuando la ficción
literaria y la experiencia «real» están combinadas
en forma tan curiosa, no debemos sorprendernos
si encontramos aplicaciones insólitas de la teoría
literaria. Más adelante, cuando éstas aparezcan, las
señalaremos.
e El Quijote es una novela de múltiples perspec­
tivas. Cervantes observa el mundo por él creado
desde los puntos de vista de los personajes y del
lector en igual medida que desde el punto de vista
del autor. Es como si estuviera jugando con espe­
jos o con prismas. Mediante una especie de pro­
ceso de refracción, añade a la novela —o crea la
ilusión de añadirle— una dimensión más. Anuncia
esa técnica dé los novelistas modernos mediante la
cual la acción se contempla a través de los ojos
71
de uno o más de los personajes en ella implicados,
si bien Cervantes no se identifica con sus propios
caracteres en el sentido acostumbrado.
Lo que desde un punto de vista es ficción, es,
desde otro, «hecho histórico» o «vida». Cervantes
finge, mediante la invención del cronista Benen­
geli, que su ficción es histórica (aunque una his­
toria un tanto incierta, como veremos más ade­
lante). En esta historia se insertan ficciones de
varias clases. Un ejemplo de ellas es la novela
corta del Curiosó impertinente. Otro, de otra espe­
cie, lo es la historia de la Princesa Micomicona,
cuento disparatado que se agrega al episodio «his­
tórico» de Dorotea, que es, a su vez, parte de la
«historia» de Don Quijote escrita por Benengeli,
contenida en la ficción novelística de Cervantes
que lleva por título Don Quijote. No es necesario
mareamos poniendo más ejemplos. Cuentos e his­
torias, desde luego, son tan sólo las partes más
claramente literarias de su novela, la cual cons­
tituye un inmenso espectro en el que se incluyen
alucinaciones, sueños, leyendas, engaños y equivo­
caciones. La presencia en el libro de quiméricas
figuras caballerescas produce el efecto de que Don
Quijote y Sancho, y el mundo físico en que ambos
se mueven, parezcan, comparados con ellas, más
reales. Con una sola pincelada, Cervantes ensan·
■fchó infinitamente el radio de acción de la prosa
novelística, al incluir en ella, junto al mundo de las
apariencias extemas, el mundo de la imaginación
¿(que existe en los libros tanto como eñ las mentes).
Si el lector adopta el punto de vista de cualquier
compañero de viaje del Caballero y del Escudero
que no esté loco, puede ver el problema de la uni­
dad del Quijote desde otro ángulo. Los episodios
o «digresiones» literarias de Cardenio, Leandra,
Claudia Jerónima y otros personajes aparecen en­
tonces como verdaderas aventuras, opuestas a las
aventuras fantásticas imaginadas por el Caballero
72
o urdidas para él por otras gentes. Para los per­
sonajes, estos episodios son verdaderos; para el
lector que los ve desde fuera son cosas que pu­
dieron haber sucedido; para unos y otros son su­
cesos extraordinarios, aventuras. Al examinarlos,
resulta claro que las reacciones de Don Quijote
ante ellos y el grado en que interviene en los mis­
mos, cuando lo hace, vienen dictados por la natu­
raleza del episodio y, al mismo tiempo, por su es­
tado mental. Entre él y estos sucesos externos hay,
evidentemente, una relación sutil pero esencial. Es­
ta relación no existe, por excepción, en el caso del
Curioso, ni quizá tampoco en el de la historia del
Cautivo; sobre ambos episodios, el mismo Cervan­
tes manifestó sus reparosx.
Los episodios se complican con la introducción
de incidentes pastoriles que, precisamente porque
son por naturaleza más librescos que los otros,
ejercen en Don Quijote especial atracción, aunque
éste nunca se sienta capaz de introducirse plena­
mente en el mundo pastoril. Cervantes se sirve una
y otra vez de lo pastoril en las historias de Mar­
cela y Grisóstomo, en la de la hermosa Leandra,
en las bodas de Camacho y en el episodio de la
fingida Arcadia. En el tema de la interacción de
la vida y la literatura los episodios pastoriles ocu­
pan un lugar especial, porque respresentan distin­
tos niveles de una región intermedia que no es la
de la ficción fabulosa e imposible a la manera de
los libros de caballerías, ni forma parte del mun­
do cotidiano de venteros, barberos y frailes (mun­
do que incluye también a, damas moras fugitivas,
seductores, duques y duquesas, que no son menos
reales, aunque sea menos corriente tropezamos
con ellos en la vida diaria).
La visión irónica de Cervantes le permite intro­
ducir en las páginas del Quijote cosas que por lo
1 Véase E. C. Riley, «Episodio, novela y aventura en Don
Quijote», ACerv, V <1955-56).

73
general se hallan automáticamente fuera de los li­
bros y, al mismo tiempo, manejar la narración de
forma que los personajes principales se sientan
plenamente conscientes del mundo que existe más
allá de las cubiertas del libro. Cervantes incluye
en las páginas de su libro a un autor (a quien se
supone «el autor») llamado Benengeli. Se introdu­
ce a sí mismo, de manera incidental, como el hom­
bre que presenta al público la ficción de Benen­
geli. A veces cita su propio nombre como si se tra­
tara de un personaje cuya existencia estuviese uni­
da a la de los caracteres: como autor de La Gala-
tea y amigo del Cura; como el soldado «llamado
tal de Saavedra», a quien el Cautivo conoció en
Argel; e indirectamente, también se nos hace re­
cordarle como autor del Curioso impertinente,
Rinconete y Cortadillo y La Numancia. Y no es
esto sólo: también introduce al público en la fic­
ción. La segunda parte está llena de personajes
que han leído la primera y conocen bien todas las
anteriores aventuras de Don Quijote y Sancho. Lle­
ga incluso a introducir en esta segunda parte la
continuación de su rival Avellaneda, dando entra­
da al libro mismo y a uno de los personajes per­
tenecientes a él. Hace conscientes de sí mismos a
Don Quijote y a Sancho, que se saben héroes lite­
rarios de una obra publicada y son, por tanto,
conscientes del mundo exterior a la narración. Las
pretensiones de realidad del falso Quijote, de Ave­
llaneda, se transforman, en la segunda parte, en
una cuestión de cierta importancia para los pro­
tagonistas. En el capítulo VI serán examinados es­
tos aspectos del tema de la vida y la literatura.
Cervantes traza su obra de manera que quede
patente su total control sobre la creación que él
tanto empeño pone én hacer que parezca indepen­
diente. Un ejemplo curioso de esto aparece al fi­
nal del capítulo 8 de la primera parte. Brusca­
mente, Cervantes interrumpe la acción, tal y co­
74
mo podría uno desconectar un proyector cinema­
tográfico. Todo queda parado en el momento dra­
mático en que Don Quijote y el Vizcaíno se hallan
comprometidos en mortal combate. Se les deja
paralizados, con las espadas en alto, mientras Cer­
vantes intercala una narración, de varias páginas
de extensión, acerca de cómo descubrió el manus­
crito de Benengeli. A menudo se sirve del recurso
de la interrupción como medio de lograr «suspen­
se» y dotar a la obra de variedad, lo mismo que ha­
bían hecho Ercilla y otros escritores, aunque nun­
ca tan gráficamente como en este pasaje1. Esta
destrucción de la ilusión es otra muestra típica
de ironía. Es también una muestra de exhibicio­
nismo artístico que sirve para exponer ostentosa­
mente el poder del escritor.
Sin embargo, a veces halla dificultades para con­
tener sus novelas y narraciones dentro de los lí­
mites prescritos por el arte y por la capacidad de
sus lectores. Estas dificultades provienen de la vas­
tedad de su visión imaginativa de la vida. A todo
novelista fecundo se le plantea este problema, pero
la vida y la literatura están tan complicadamente
conectadas para Cervantes, que a veces parecen in-
terferirse realmente una y otra. A este respecto re­
sultan reveladores un par de pasajes. El galeote
Ginés de Pasamonte tiene ya bien bosquejada su
autobiografía picaresca, pero, aun así, no puede sa­
ber qué extensión tendrá. Cuando se le pregunta
si está acabado el libro, replica: «¿Cómo puede es­
tar acabado, si aún no está acabada mi vida?»
(DQ, I, 22). El otro pasaje pertenece al Persiles.
Cuando Periandro dice a Arnaldo:
Y por ahora sosiégate, que ayer llegamos a Roma,
y no es posible que en tan breve espacio se hayan fabri-

1 Hay que recordar que esta escena particular se halla repro­


ducida también en un dibujo «muy al natural» que aparece en
la primera página del manuscrito de Cide Hamete (DO, I, 9;
I, 285).

75
cado discursos, dado trazas y levantado quimeras que
reduzcan nuestras acciones a los felices fines que de­
seamos (Persiles, IV, 4).

se nos hace difícil evitar la sospecha de que lo que


en realidad quiere decir es «Da tiempo al autor
para que idee todos los detalles del argumento.»
La extensión del libro de Ginés se ajusta a la du­
ración de su vida; Periándro deja que sea el autor
quien lleve a feliz término sus afanes cuando las
exigencias de la novela lo permitan. Estas curiosas
indicaciones ilustran la manera en que la vida y la
obra literaria andan pari passu en Cervantes.
Hay razones artísticas que justifican los capri­
chosos artificios del Quijote. Los ya aludidos (a
excepción del combate interrumpido, que es el
mismo artificio, pero a la inversa) contribuyen a
dos resultados importantes. Dan a la novela una
notable apariencia de profundidad, comparada con
la cual, las demás narraciones, en su mayoría,
sólo tienen dos dimensiones. Dan también solidez
y vivacidad a las figuras de Don Quijote y Sancho
y hacen que éstos parezcan existir con independen­
cia del libro escrito sobre ellos. A veces ayudan a
lograr este efecto los comentarios de otros perso­
najes. Cardenio reconoce que la locura de Don
Quijote es tan rara y nunca vista que duda de que
alguien pudiera ser capaz de inventarla (I, 30).
Sansón Carrasco encuentra que el Sancho de car­
ne y hueso es incluso más divertido de lo que él
había sospechado al leer la primera parte (II, 7).
El autor se mantiene a distancia de su obra pa­
ra no parecer responsable de sus propias manipu­
laciones. Estas son juegos de manos que realzan
la ilusión artística de realidad, general en la obra.
Podrían ser considerados procedimientos estéticos
«impropios», si es que se puede llamar «no esté­
tico» a algo que sirve a un fin artístico. Es cierto
que se salen de lo establecido, pero la ilusión a que
76
contribuyen es una parte esencial de la «verdad
poética» de la ficción literaria. La palabra «contri­
buyen» debe ser subrayada: el resultado, en defini­
tiva, debe más al arte que al artificio. Pero no es
posible dudar de la sinceridad de intención que
hay detrás de estos juegos de manos. Práctica­
mente, Cervantes consigue hacer que el lector di­
ga de Don Quijote lo mismo que Don Quijote dijo
del héroe que fue tan vivo y tan real para él: «Es­
toy por decir que con mis propios ojos vi a Ama-
dis de Gaula» (II, 1). Y lo consiguió de tal ma­
nera que logró engañar a Unamuno y a los que
con él han juzgado, caprichosamente, que la obra
creada se halla por encima de la capacidad mental
de su creador. Sin embargo, por lo mismo que no
se debe recurrir a los juegos de manos demasiado
a menudo, tampoco era aconsejable insistir en esas
manipulaciones. Como dijo Corneille en el Examen
de su Illusion comique, «les caprices de cette na­
ture ne se hasardent qu’une fois». Cervantes usó
algunas veces artificios similares en otros escritos,
pero nunca volvió a intentar en una sola obra tan­
tas y tan grandes proezas de prestidigitación lite­
raria.
Dos problemas importantes en la teoría de la no­
vela de Cervantes sirven de base a estas manipula­
ciones de su ingenio. El primero lo constituyen la
naturaleza y límites de la obra de arte. La confu­
sión del Caballero entre ficción y realidad es un
caso extremo, pero el autor muestra claramente
que en parte está justificada. No sólo son imposi­
ble de determinar los límites entre lo imaginario
y lo real, sino también los límites entre el arte y
la vida. La vida y el arte se interfieren continua­
mente. Problema inherente al anterior es el de la
naturaleza de la verdad artística. Lo que la verdad
es respecto a la historia lo es la verosimilitud res­
pecto a la ficción. Pero, al simular que la ficción
77
es historia, ¿queda con eso transformada la vero­
similitud en algo tan convincente como lo es~la
verdad histórica? A lo largo del Quijote y del Per-
siles se plantea con insistencia esta cuestión.
El segundo problema se refiere a los efectos que
la literatura imaginativa produce en la gente. De
nuevo es aquí Don Quijote un caso extremo. Pero
el tema era de importancia considerable en la épo­
ca de la Contrarreforma, sobre todo en España.
Duránte el siglo —o poco más— que había pasado
desde la invención de la imprenta, el número de
lectores había crecido enormemente. La Iglesia
era sensible, naturalmente, a los efectos que la li­
teratura podía ejercer en la mentalidad de las gen­
tes, y existía una clara conciencia, que no se redu­
cía sólo a la Iglesia, del poder de la literatura y el
arte para influir en la vida de los hombres. El
impacto del libro impreso en el siglo xvi guarda
cierta analogía con el de la televisión hoy, y pro­
dujo reacciones quizá no del todo distintas.
En la novela de Cervantes, la literatura imagi­
nativa ha actuado sobre la conducta de otras mu­
chas gentes además del héroe. ¿Qué especie de
dominio no ejerce la ficción, por ejemplo, en las
mentes del Duque y la Duquesa y en todos aquellos
que urden para su propia diversión fantásticas y
rebuscadas situaciones en que se hallan envueltos
Don Quijote y Sancho? ¿O en el Ventero, de quien
dice Dorotea, con sugestiva confusión de ideas:
«poco le falta a nuestro huésped para hacer la se­
gunda parte de Don Quijote [o Don Quijote]» (I,
32)? ¿O en las personas que idean la imitación
de la Arcadia? Las vidas de las gentes se ven afec­
tadas por los libros; la literatura es parte de su
experiencia; Çla novela de Cervantes se refiere, en­
tre otras cosas, a la influencia de los libros en la
vida.}
78
Existen precedentes —si así puede llamárselos—
de la manera como Cervantes trata el Quijotex.
Muchas de las formas más evidentes de objetivi­
dad crítica al escribir se hallaban ya recogidas por
la antigua retórica con el nombre de tópicos de la
modestia, tópicos para ser usados en el exordio,
la conclusión, etc.2. Las reflexiones morales, los
apartes, e incluso la fórmula convencional «dice
la historia», corrientes en las novelas de caballe­
rías, implicaban cierto distanciamiento del autor
respecto a su obra. En el Renacimiento eran co­
rrientes los comentarios, en prosa y en verso,
acerca del progreso de la narración y los anuncios
de nuevos desarrollos o nuevas escenas, vestigio,
probablemente, de técnicas poéticas orales. Arios­
to y Ercilla nos recuerdan regularmente su presen­
cia en esta forma al final de algunos cantos. Arios­
to, sobre todo, toma posiciones de vez en cuando
a lo largo de su creación, inmiscuyéndose en el
poema, pero no para comentarlo. Esto, y la mane­
ra irónica de sugerir que la historia le está domi­
nando realmente, empiezan a hacernos recordar
señaladamente los métodos cervantinos3.
En las novelle posteriores a Boccaccio se hace
sentir en cierto grado el efecto que la ficción lite­
raria produce en los personajes. La influencia del
Decamerón fue tan poderosa que a menudo nos
encontramos en las obras de novellieri posteriores
con damas y caballeros que imitan conscientemen­
te a los personajes que forman el «marco» en la
obra de Boccaccio, contando también cuentos, co­

1 Observaciones sobre los desarrollos de esta técnica, an­


teriores y posteriores a Cervantes, pueden verse en J. E. Gil-
l e t , «The Autonomous Character in Spanish and European Li­
terature», HR, XXIV (1956). Para los desarrollos posteriores,
véase A. L e b o is , «La Révolte des personnages, de Cervantes et
Calderón à Raymond Schwab», RIJC, x x i i i (1949).
2 E. R. C u r t i u s , Literatura europea y Edad Media latina
(México, 1955), págs. 126 y sigs.
3 A r i o s t o , Orlando furioso (ed. Nápoles-Milán, 1954), por
ejemplo, XXXII, II; XXXV, II.

79
mo ellos1. Un miembro del grupo puede incluso
llevar consigo el Decamerón en el momento en que
deciden pasar el rato dedicados a ese entreteni­
miento2. Los ejemplos son de poca importancia,
pero el hecho de que un personaje inventado se
muestre consciente de la ficción literaria como tal
representa un avance y una más complicada ela­
boración sobre la mera apropiación para uso par­
ticular de los caracteres de ficción creados por
otro autor, que era lo que se hacía corrientemente.
Pero todavía quedaba mucha distancia hasta ha­
cer que un personaje fuera consciente de su pro­
pia existencia literaria. Atisbos de esta idea piran-
Idelliana aparecen, sin embargo, en una de las no­
velas más tempranas, la Historia etiópica, de He­
liodoro. «¡Todo es igual que una obra de teatro!»,
exclaman los personajes al referirse a los sucesos
en los que están tomando parte, reconociendo con
ello la semejanza, si no la identidad, con la fic­
ción 3. El artificio de Heliodoro, consistente en ha­
cer qué sus personajes presten atención a la ex­
cepcional naturaleza de la historia narrada, recuer­
da sobremanera a Cervantes. Otro procedimiento,
sorprendente para su época, es el usado en la no­
table novela renacentista La Lozana andaluza, de
Francisco Delicado. El autor se introduce a sí mis­
mo en la obra, no como un personaje importante,
ni siquiera como mero vehículo conductor de la
historia, sino como una especie de registrador, ac­
tivamente ocupado en observar y recoger todo lo
que la prostituta Lozana dice y hace. No explota,
sin embargo, las posibilidades de esto, pues en la
1 Por ej., en los Ragkmamenti de Firenzuola. Véase L. DI
Francia, Novellistica (Milán, 1924-25), I, 601-2.
2 Así, en la obra de II L a s c a , Cene (Di Francia, op. cit. I,
622). '
3 Historia etiópica de los amores de Teagenes y Cariclea,
traducción de Femando de Mena, 1587 (ed. Madrid, 1954): cf.
páginas 183-84; también páginas 91, 388; 424. Cervantes pudo
haber leído esta traducción, o la traducción anónima Q u e se
publicó en Amberes en 1554, basada en la versión francesa
de Amyot.
80
conducta de Lozana no influye para nada el saber­
se (como se sabe) tema del «retrato» de Delicado *.
La relación personal del escritor con su narra­
ción era a menudo muy compleja, y para la com­
prensión de la obra era importante que esta rela­
ción se hallase expresada claramente. La distin­
ción entre el Dante autor y el Dante peregrino ha
Sido considerada «fundamental para la total es­
tructura» de su poema 2. En el siglo xvx puede ob­
servarse que la mucha confusión existente va dan­
do paso a una clarificación de la posición del au­
tor frente a su propia obra. La Arcadia adolece del
fracaso de Sannazaro al intentar definir con clari­
dad su papel dentro de la obra y su posición, fuera
de ella, como escritor. La confusión acerca de quién
es cada uno de los personajes en las Eglogas, de
Garcilaso, proviene de la mezcla que hace el poe­
ta entre asuntos personales de su propia experien­
cia, detalles de las vidas y personalidades de sus
amigos íntimos, y pura ficción. Los autores de li­
bros de caballerías sentían la necesidad de un cier­
to distanciamiento y, para lograrlo, aparentemente
se disociaban ellos mismos de la ficción, pero en
realidad sólo confundían la cuestión. Bandello, mu­
cho más perspicaz, suscitó, sin embargo, otras
cuestiones, al tratar de usar la objetividad como
coartada moral, negando toda responsabilidad del
autor por los crímenes y vicios de sus personajes.
Una mayor complejidad de actitudes morales, más
rica y convincente, fue ideada por Mateo Alemán,
que usó la forma autobiográfica habitual en los au­
tores de novelas picarescas. En su Guzmán de Al-
farache combinó con éxito notable la objetividad
1 A. V il a n o v a , cuya edición he manejado (Barcelona, 1952),
sugiere que la obra de D e l i c a d o inspiró a Cervantes a este res­
pecto: «Cervantes y La Lozana andaluza», Insula, número 77
(mayo 1952). Es una suposición en extremo dudosa.
2 F r a n c i s F e k g u s s o n , citado por R. H. G r e e n , «Dante’s «Alle­
gory oí Poets» and the mediaeval theory of Poetic Fiction»,
CL, IX (1957), 124.

81
y el método autobiográfico. La conversación del
picaro hacía posible esto último: una vez enmen­
dada su vida, el personaje podía mirar hacia atrás
y escribir sobre sí mismo como si se tratara de
«un hombre distinto».
Aunque el método de Alemán no era el mismo
que el de Cervantes (pues este último, en primer
lugar, nunca presentó una narración en prosa co­
mo sucedida a él mismo), las realizaciones pecu­
liares de ambos novelistas exigían un sentido muy
desarrollado de la diferencia existente entre la
ficción poética y el hecho histórico; y este sentido
se desarrolló como consecuencia de la difusión al­
canzada por las doctrinas poéticas aristotélicas,
que justificaban la ficción poética atendiendo a la
verdad universal en ella contenida. Una acentuada
conciencia de la relación que existe entre la vida
y la literatura hizo posible el grado de autonomía
—que no admite paralelo— alcanzado por Don Qui­
jote y Sancho, y permitió también al autor man­
tenerse a distancia de su obra y, simultáneamente,
verse envuelto en ella, operación muy compleja,
pero que ya no toleraba confusiones. Al tener con­
fianza en su libertad y en su poder para controlar
plenamente la obra, el autor podía entonces, como
Dios, estar al mismo tiempo dentro y fuera de su
propia creación. Cervantes, al final de su novela,
se aleja de su creación y hace decir a Cide Hame-
te —o más bien, hace que diga su pluma—: «Para
mí sólo nació Don Quijote, y yo para él: él supo
obrar y yo escribir», para terminar reafirmando
la identidad de ambos con las palabras «solos los
dos somos para en uno»x.
En el pensamiento crítico del siglo xvi, la vida
y la literatura, aunque eran diferenciadas con una
precisión desconocida desde la Antigüedad, vinie­
ron a converger. Esto se puede, ejemplificar en las

1 DQ II, 74; V III, 267.

82
doctrinas de Escalígero, el cual acaba por hacer
indistinguibles el objeto poético y el objeto real1.
El poeta imita la naturaleza; sólo Virgilio llevó a
cabo esta imitación de manera perfecta; luego el
poeta moderno debe imitar a Virgilio (imitando
con ello la naturaleza) si quiere mejorar las con­
diciones morales de su público. Si el argumento,
puesto en esta forma simplificada, apenas puede
persuadir, la desaparición de los límites existen­
tes entre la vida y la literatura, de la que ésta es
sólo una muestra entre el variado conjunto de su
teoría, puede verse, sin embargo, en esa fusión de
la naturaleza con un modelo literario. Los distin­
tos niveles de ficción fueron explorados también.
Así, hallamos a Piccolomini discurriendo sobre
imitaciones de imitaciones, lo que recuerda la his­
toria dentro de otra historia del Quijote·.
Inclinando io adunque allora a credere che cosi fatta
doppia imitazione si potesse con ragion fare; andai dis-
correndo quanto oltra con questa reflessione e moltipli-
cazione si potesse procedere: cioè se non solo doppia si
potesse fare, ma tripla, e quadrupla, e quanto si voglia
finalmente com ’a dire uno che imiti uno altro imitante,
e cosi di mano in mano...
Ed in vero in imitar un imitante, s’imita ancora in
un certo m odo il vero; essendo vero che quel tal’ imita­
to imitante im ita2.

Desde los primeros años del siglo xvn el arte se


había hecho completamente introvertido. Conse­
cuencia de ello fueron algunas desviaciones ópticas
curiosas. Los artistas aplicaban ahora su lente al
propio proceso creador y componían obras de arte
ateniéndose a lo que veían. Lope de Vega escribió
un conocido Soneto de repente, cuyo tema es pre­
cisamente la composición de ese mismo soneto. La
visión irónica hizo posible el «teatro dentro del
* Véase B . W e in b e r g . «Scaliger versus Aristotle on Poetics»,
MPh, XXXIX (1942), 384-89.
2 P i c c o l o m i n i , o p . c i t ., p á g s . 37, 39.

83
teatro», en Hamlet, en la Illusion comique, de Cor­
neille, y en el episodio del retablo de maese Pedro,
en el Quijote, por citar sólo unas cuantas obras.
Creó también las posibilidades que con tanta bri­
llantez explotó Calderón en El gran teatro del mun­
do y en No hay más fortuna que Dios.
Algunos de estos málabarismos que se hacían
con la ficción y que son parte integral del Quijote
continuaron siendo populares entre autores y lec­
tores. Tal es el caso de todo ese aparato de docu­
mentos ficticios e historias que se suponen de se­
gunda mano, que tanto gustaron a los novelistas
europeos a partir del siglo xvn; el procedimiento
debe mucho a Cervantes, aunque no fue Cervantes
quien lo inventó. No obstante, algunas de las in­
venciones cervantinas más artificiosas tuvieron que
esperar desde el siglo xvn hasta el xix antes de
ser otra vez parte significativa en obras de gran­
des escritores. De hecho, los personajes autónomos
de Pérez Galdós, Unamuno y, sobre todo, Pirande­
llo, se hallan precedidos, unos tres siglos antes,
por Don Quijote y Sancho. Lo mismo podríamos
decir de algunas de las ideas que aparecen en es­
critores tan dispares como André Gide y Lewis Ca­
rroll. Mucho antes que Edouard, en Los monederos
falsos, Cervantes escribió un libro acerca de «la
lucha entre lo que la realidad le ofrece y lo que
trata de hacer con lo ofrecido»1 .En Alicia en el
Pais del Espejo, la desolada y violenta reacción
de la protagonista ante la sugerencia hecha por
Carrasclín de que ella es sólo una de las cosas con
que sueña el Rey Negro, recuerda la reacción de
Don Quijote y Sancho cuando ven peligrar su_reár
lidad ante el desafío que representan lo¡? héroes ri-
,vafes de Avellaneda.

1 Citado por E. M. F o r s t e r , Aspectos de la novela (México,


1961). Al igual que otros escritores contemporáneos que tratan
el tema, F o r s t e r olvida la primera novela moderna y llama
«nuevo» al. intento de combinar las dos verdades (pág. 132).

84
Pero la analogía más estrecha con ese «juego de
espejos» que Cervantes utiliza en el Quijote no se
tta en un libro sino en un cuadro. Es más o me­
nos contemporáneo de la novela cervantina, cons­
tituye también, como aquélla, una obra maestra y
el efecto que produce es semejante. Me refiero a
Las Meninas, de Velázquez *. Este cuadro se halla
lleno de trucos. En él está representado el pintor,
trabajando en su propia obra: es la mayor figura
de la escena, pero está casi oculto en la oscuridad,
discretamente al margen. Vemos también la parte
posterior del propio lienzo que estamos contem­
plando. Mitad dentro y mitad fuera de la habita­
ción y, en cierto modo, del cuadro, parada, está la
figura que hay en la puerta de entrada. Se ve al
rey y a la reina reflejados en un espejo de la pa­
red del fondo, en la que hay colgados algunos cua­
dros que apenas distinguimos. Y el espectador se
da cuenta con sorpresa de que está contemplando
el cuadro desde el mismo lugar, próximo al atento
monarca y a su esposa, desde el que en realidad
fue pintado el cuadro. Uno casi se siente tentado
a mirar a su alrededor. ¿Había allí un espejo (co­
sa un tanto dudosa), o es que Velázquez, proyec­
tándose mentalmente fuera de su cuadro, pintó
desde ese lugar, como si él fuera enteramente otra
persona, pintándose —él mismo— en el momento
de trabajar? En cualquier caso, se las arregló pa­
ra estar al mismo tiempo fuera y dentro de su
obra y, lo que es más importante, para hacer que
el espectador penetrara también en ella. «¿Pero
dónde está el marco?», exclamaba Gautier al ver
el cuadro. El comentario de Piccaso fue: «Nos ha­
llamos ante el auténtico pintor de la realidad.»
1 Creo que la analogía se puede llevar todavía más lejos
y es mucho más esencial de lo que sugieren O r t e g a , op. citada,
pág. 169, o H . H a t z f e l d , «Artistic Parallels in Cervantes and
Velázquez», Estudios dedicados a M e n é n d e z P i d a l (Madrid,
1950-57), III, 289, que tratan también este punto. Puede verse
también R o s a l e s , op. cit., II, 198.

85
«Su propósito fue simplemente —ha escrito sir
Kenneth Clark— decir toda la verdad acerca de
una impresión visual completa... manteniendo in­
advertida, una imparcialidad absoluta» K
Todas estas palabras podrían haberse dicho, con
no menor propiedad, referidas a Cervantes y el
Quijote.

1 Sir K en n eth C la r k , The Sunday Times (2 de junio de


1957).
II

PRIMEROS PRINCIPIOS

1. De la épica a la novela
Lo que hace de tirio un poeta no es el
saber rimar o el saber versificar: tampoco
se es abogado sólo p or usar una larga
toga.
S ir Ph il ip S id n e y

El· Canónigo de Toledo prosigue su crítica ad­


versa de las novelas de caballerías en el capítulo
47 de la primera parte del Quijote, donde traza
una especie de plan de la novela ideal, que muy
bien puede interpretarse como una descripción del
Persiles y Sigismunda. Este conocido pasaje es
esencial para comprender la teoría de la novela de
Cervantes. Es la expresión más condensada y com­
pleta de sus ideas sobre lo que tal novela debe ser
y, sobre todo, debe contener. Termina con una
afirmación que es el punto de partida de toda su
teoría de la novela: que la épica puede escribirse
lo mismo en prosa que en verso.
Lo que aquí se nos ofrece no es tanto una teoría
de la novela en general como una teoría de deter­
minado tipo de novela (un tipo de novela que, sin
embargo, atraía especialmente a Cervantes). Cier­
tamente no se trata de una recapitulación de toda
87
su teoría, y menos aún de una descripción de sus
propias realizaciones novelescas. La teoría que
aquí se expone nos sirve para explicar de mane­
ra bastante satisfactoria el Persiles, pero sólo nos
sirve muy parcialmente en el caso del Quijote, y
no nos sirve en absoluto cuando queremos inter­
pretar la exploración psicológica del carácter en
novelas cortas como El curioso impertinente y El
celoso extremeño, o el realismo cómico de obras
escritas en lenguaje vulgar, como Rinconete y.
Cortadillo y El coloquio de los perros. Tampoco
nos explica esta teoría la complejidad del proceso
creador del Quijote. Ello no significa que Cervan­
tes excluya de su novela, ideal todas esas formas
narrativas, pues sabemos que expresamente con­
cede libertad al escritor para utilizar en su obra
muchas variedades de ficción. Pero el énfasis pues­
to en la aventura y la idealización opera en con­
tra de ellas. La mayor importancia del pasaje,
aparte de su significación como punto de partida,
reside en ser un intento de elevar la novela al
nivel de la más apreciada forma de poesía.
Más de una vez se ha sugerido que la idea de
escribir la novela de aventuras perfecta pudo ha­
bérsele ocurrido a Cervantes antes que la idea del
Quijote. En cualquier caso, lo cierto es que, tanto
l'a génesis del Quijote como la del Persiles y Sigis-
munda deben mucho a sus meditaciones en tomo
a la literatura caballeresca.. Seguramente es el au­
tor quien está hablando por boca del Canónigo
cuando éste nos dice que se ha visto tentado a es­
cribir una novela ideal (DQ, I, 48). Sin embargo,
a diferencia de Cervantes en el caso del Persiles,
el Canónigo se sintió desanimado ante la ignoran­
cia e incultura de la mayoría del público e inte-
' rrumpió su obra después de escritas unas cien
páginas.
Sus recomendaciones acerca de lo que la novela
ideal debe contener no son una colección de obser-
88
vaciones hechas sin pensar, sino un conjunto de
ideas expuestas de manera bastante ordenada, co­
mo puede verse al ponerlas en forma de esquema:
La novela ideal ofrece al autor inteligente:

1. Un amplio campo para describir:


a) una variedad de sucesos excepcionales,
b) un héroe ejemplar,
c) acontecimientos trágicos y alegres (cam­
bios de fortuna),
d) una variedad de caracteres,
e) una variedad temática que represente dis­
tintas ramas del saber,
/) una variedad de cualidades y situaciones
humanas ejemplares.

2. Con:
a) un estilo agradable,
b) una invención ingeniosa,
c) verosimilitud.

3. Y con el fin de:


a) alcanzar la perfección estética en una
obra en que los distintos matices se pre­
senten unificados.
b) deleitar y enseñar.

4. Ofrece también la posibilidad de incluir:


a) rasgos de los cuatro géneros literarios
mayores,
b) las mejores cualidades de la poesía y de
la oratoria.
5. Pues la épica puede escribirse tanto en pro­
sa como en verso.
89
El pasaje, como más adelante veremos en deta­
lle, no sólo recuerda a El Pinciano, sino también
a ciertos tratadistas italianos. Los argumentos en
él expuestos proceden en su totalidad de la teo­
ría épica1. Aquí se hallan los puntos principales
de la teoría de la novela de Cervantes. Sólo hay
una omisión fundamental: la referente a la admi­
ración que deben despertar las novelas. Sin em­
bargo, unos momentos antes, el Canónigo había
indicado muy claramente su importancia. Tres ras­
gos de los señalados en el esquema deben ser re­
saltados: la variedad de contenido posible en la
novela, su naturaleza ejemplar y las condiciones
particulares que se necesitan para hacer de ella
una obra de arte (condiciones que subraya Cer­
vantes en otras ocasiones). Constituyen un intento
de conceder al novelista la mayor libertad compa­
tible con las exigencias del arte; de alentarle a que
escriba obras de ficción serias e inteligentes para
el gran público; y de reconciliar la épica y la no­
vela de aventuras en la novela. La observación fi­
nal —«que la épica también puede escribirse en
prosa como en verso»— no es una reflexión volan­
dera, sino la base de todo el razonamiento. Cervan­
tes no vuelve a referirse directamente a la épica
en prosa, pero esta idea era ya entonces casi un
lugar común. A fines del siglo xvu y durante todo
el xviii llegó a ser la idea matriz que serviría para
justificar la novela, cuando la novela era conside­
rada digna de justificación.
Cuando El Pinciano exclama, con aire de quien
ha hecho un descubrimiento, «he caído en la cuen­
ta que la Historia de Etiopía es un poema muy

' La referencia a «todas aquellas acciones que pueden ha­


cer perfecto a un hombre ilustre», ya sea asignándoselas a un
hombre solo, ya a muchos (X, 47; III, 351), proviene de la
cuestión, aún no resuelta, de si el poema épico debe versar
sobre las acciones de un solo hombre o de más de uno.
Cf. El P i n c i a n o , op. cit., III,- 218-19.

90
loado, mas en prosa» ', sus palabras revelan que se
hallaba muy extendido el sentimiento de la sepa­
ración entre la prosa y la poesía. Por razones ob­
vias, existió siempre una distinción, y los escrito­
res de la Antigüedad a menudo se referían explí­
citamente al hecho de que ciertas obras en prosa
fueran de carácter poético y el verso no siempre
fuera necesariamente poesía; pero a pesar de to­
do, la poesía y la prosa no eran consideradas co­
mo dos cosas esencial ni originariamente distintas.
Esta falta de discriminación continuó, con mayor
confusión, durante la Edad Media. Los italianos del
siglo XVI tenían ideas más precisas, pero sus opi­
niones sobre si la poesía podía o no podía escri­
birse en prosa variaban de unos autores a otros.
Es evidente que Giraldi y Tasso, por ejemplo, acep­
taban la idea sin vacilaciones: aquél, al incluir en
la poesía las novelas de caballerías y los romanzi;
éste, al considerar como épica las novelas bizan­
tinas y Flores y Blancaflor2. Escalígero, sin embar­
go, aunque parece haber sido el primero en seña­
lar como modelo para los poetas épicos la Historia
etiópica, de Heliodoro3, sostem'a lá opinión con­
traria e insistía en que la poesía debe ser imitación
en verso. Igual hacía Patrizi. Otros autores, como
Robortelli, Maggi, Varchi, Castelvetro, Piccolomini
y Minturno, aunque aceptaban la doctrina aristoté­
lica de que la esencia de la poesía estriba en la
imitación y no en que esté escrita en verso, admi­
tiendo con ello que pudiera haber poesía en prosa,
consideraban que la mejor poesía era la escrita
en versó.
Los escritores españoles aceptaron la idea sin
tanto rigor crítico. El hecho mismo de que les

1 El P i n c m n o , op. cit., I, 206.


2 G. B. G i r a l d i C i n t h i o , «Risposta a Messer G . B. Pigna»,
Scritti estetici (ed. Milán, 1864), II, 161-62; T a s s o , Del poema
eroico, II, 63.
5 E s c a l í g e r o . op. cit., III, 365.

91
apartara de la aproximación formalista a la lite­
ratura y de la rigurosa delimitación de los géneros
literarios atraería a muchos de ellos. Juan de la
Cueva, por ejemplo, hizo de la invención y no del
verso el criterio para definir la poesía El Pincia­
no se inclinaba a pensar, como Escalígero, aunque
con algunas vacilaciones, que la poesía perfecta re­
quería el verso, pero le seducía claramente la idea
de la épica en prosa y, en numerosas ocasiones,
hizo referencia a la obra modelo de Heliodoro.
Decía categóricamente:
Los amores de Teágenes y Cariolea, dé Heliodoro, y
los de Leucipo y Olitofonte, de Aquiles Tacio, son tan
épica com o la Ilíada y la Eneida; y todos esos libros
de caballerías, cual los cuatro dichos poem as.no tienen,
digo, diferencia alguna esencial que los distinga, ni tam­
p o co esencialmente se diferencia uno de otro por las
condiciones individuales2.

Vives, Soto de Rojas, Lugo y Dávila, Cascales, Lope


de Vega y González de Salas se hallan también
entre los autores que llamaron poesía a obras de
prosa imaginativa. No había nada de extraordina­
rio, nada de original, en la observación de Cervan­
tes. Lo que la transforma en algo significativo es,
en primer lugar, que la usó como base de una
teoría de la prosa narrativa y, en segundo, que en
el Persiles y Sigismundo, trató, casi con seguridad,
de llevarla á la práctica.
Cervantes eligió bien su momento. La novela de
Heliodoro se hallaba entonces en la cumbre de su
carrera ascendente en España. La segunda edición
de la traducción de Fernando de Mena apareció
en Barcelona en 1614, y a ésta siguieron la edición
de Madrid, en 1615, y la de París, en 1616 (la
1 C u e v a , op. cit., I, versos 250-52.
2 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., III, 165-66. No l o g r o e n c o n t r a r e n
E l P i n c i a n o , s in e m b a r g o , u n a t e o r í a d e l a n o v e l a t a n b i e n
d e f i n i d a c o m o l a e n c u e n t r a C A n av a ggio ( o p . c i t ., p á g s . 25, 70 y
s ig u i e n t e s ) .

92
última de las publicadas hasta el siglo xvm). En
el año 1617 se publicó no sólo el Persiles, sino tam­
bién la traducción de la novela de Aquiles Tacio,
Los más fieles amantes Leucipe y Cletifonte, en
versión de Diego de Agreda. Pero hay que recono­
cer que la novela bizantina no llegó a sertan um­
versalmente popular como lo había sido el Ama-
dís de Gaula. Heliodoro era el autor predilecto de
los humanistas, y eran los intelectuales más culti­
vados —hombres y mujeres— quienes se entrete­
nían con la lectura de la Historia etiópica. Nise,
que explica a Celia la naturaleza de la obra en La
dama boba, de Lope de Vega (I, IV), esun buen
ejemplo de ello. La obra se publicó enespañol
sólo unas seis o siete veces durante el siglo xvi y
comienzos del xvn, pero llegó a tener en tan corto
espacio nada menos que cuatro traductores dis­
tintos. En otras palabras: era obra de gran pres­
tigio, pero de circulación limitada.
Aunque en el Siglo de Oro no hubo ningún poe­
ta épico español que pueda equipararse á Camoens,
Tasso o Milton, hay que reconocer a España el
mérito de algunos experimentos notables. Así,
mientras Cervantes intentaba una épica en prosa,
Góngora hacía experimentos con la poesía lírica a
escala épica. Un libro como el Persiles se hallaba
precisamente en la corriente de las ideas literarias
avanzadas de la época y en la vanguardia de la mo­
da literaria. La época de la novela heroica acababa
de comenzar en Europa, y Cervantes señaló el ca­
mino a Gomberville, la Calprenède y Mlle, de
Scudéry. Por ser una nueva novela de un autor
ahora ya famoso, el Persiles tuvo una rápida aco­
gida; se hicieron en poco espacio de tiempo ocho
ediciones y pronto fue traducido a otros idiomas.
En 1619 existía ya una versión inglesa.
No siempre se suele recordar que Cervantes fue
en su época un novelista muy del momento, un
experimentador incansable. Su primera novela res­
93
pondía a la moda pastoril, entonces en boga; sus
Novelas ejemplares fueron, en realidad, como él
pretendía, las primeras de su clase que se publi­
caron en España; y la originalidad del Quijote no
necesita ser resaltada. Había puesto en su última
empresa todas sus esperanzas, mitigadas tan sólo
según parece, por cierta ansiedad. El Persiles «se
atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevi­
do no sale con las manos en la cabeza» (Novelas,
prólogo). Será o el más malo o el mejor de los
libros de entretenimiento compuestos en castella­
no, dice en la dedicatoria de la segunda parte del
Quijote, y se arrepiente de haber dicho «el más
malo», porque sus amigos le han asegurado la
bondad del libro. Lo llama obra de «entretenimien­
to», pues aunque con él trató de dignificar la no­
vela, pretendía, además de esto, que su último
libro fuese una obra de alcance popular. El Persi­
les es una novela bizantina de ambiente contempo­
ráneo y un libro de caballerías actualizado.
Sin embargo, la obra es un fracaso; fracaso que.
en mi opinión, no obedece principalmente a la
falta de verosimilitud, sino al exceso de episodios.
A la luz de esta novela se pueden ver con más cla­
ridad los aciertos y los puntos débiles de la teo­
ría del Canónigo. El énfasis que éste pone en la
ejemplaridad y en la variedad (cualidades que ya
advirtieron los primeros traductores del Persi­
les) 1 va en perjuicio de la creación de caracteres.
El Canónigo antepone claramente las cualidades
abstractas y ejemplares del carácter al carácter
mismo. Su insistencia en la variedad, subrayando
la importancia de la acción, refleja la prioridad que
Aristóteles dio al argumento sobre la creación de
caracteres.

1 «...su variedad puede robarte algunas horas de sueño in­


tempestivo; y su seriedad puede evitar que la ociosidad produz­
ca peores efectos» (The Travels ’ of Persiles and Sigismurída,
Londres, 1619, «To the Reader»), ,

94
Cervantes comprendió claramente lo que mu­
chos novelistas modernos han olvidado: que la na­
rración por la narración misma es la base de la
novela y que es deseo natural de la mayoría de los
lectores saber «qué sucedió después». Y, sin em­
bargo, fracasó donde Heliodoro había triunfado
plenamente. El escritor de la Antigüedad nunca
pierde el hilo principal de su narración, constitui­
do por las aventuras de su héroe y su heroína,
que, dicho sea de paso, son una pareja mucho más
simpática que la formada por Persiles y Sigis-
munda. Abusa menos de la casualidad, el «suspen­
se» se sostiene de una manera más hábil, y el des­
enlace es más espectacular y está mejor preparado.
Los elogios de los humanistas no eran infundados.
Ambos libros constituyen en ciertos aspectos un
refinamiento de la épica. Los héroes de cada uno de
ellos son amantes perfectos más que perfectos sol­
dados. Teágenes posee una «generosidad digna de
Aquiles», se nos dice, pero fundida en un molde
menos violentox. La épica misma había cambiado.
El amor —Tasso y otros escritores estaban de
acuerdo en ello— era también tema adecuado pa­
ra un poema heroico2.
Por una ironía del destino (ironía que Cervantes
habría sabido apreciar), la posteridad ha juzgado
que su «poema épico» no es el Persiles y Sigismun­
do,, sino el Quijote. En el siglo xvm se discutió seria­
mente la naturaleza épica del Quijote y hubo mu­
chas controversias sobre si Cervantes había imita­
do o no a Homero. En el siglo xix los críticos ro­
mánticos alemanes adivinaron algo de la más am­
plia y oculta poesía del Quijote. Consideraron este
libro como una derivación de la novela de caballe­
rías y también como un poema épico. Mientras
tanto, el concepto de imitación literaria perdió to-
1 H e l i o d o r o , ed. cit.,
pág. 146.
2 T a s s o ,, Del poema
eroico, II, 62-63. E l P i n c i a n o admite
también esto mismo, con algunas ligeras restricciones.

95
do el prestigio que hasta entonces había tenido.
«Más alto está Cervantes de una imitación» protes­
taba Urdaneta y en la segunda mital del siglo era
poco menos que una grosería por parte del crítico
sugerir que el Quijote no era del todo original. «Epi­
co» apenas llegó a ser más que un vago superlativo.
Sin embargo, Luis Vidart, que prestó cierta aten­
ción a las teorías literarias de Cervantes, intentó
devolver a la palabra algún significado real2, y esto
mismo ha hecho la crítica cervantina moderna.
Para Cervantes la palabra «épica» poseía cierta­
mente un significado bien definido. Resulta poco
probable que al pensar en el Quijote quisiera atri­
buirle el carácter de una epopeya en prosa, como
hizo con el Persiles, aunque esto no quiere decir que
su obra maestra no deba nada a la épica. Aparte de
las parodias y los recuerdos épicos que el Quijote
contiene, existe una esencial conexión con la épica
a través de la novela de caballerías. Pero la obra es,
a lo sumo, una epopeya burlesca. Le,falta el tono
elevado de la auténtica épica, y su gran seriedad mo­
ral no es heroica, sino de una especie que pertene­
ce, más bien, a la alta comedia. Sin embargo, una
cualidad heroica, que emana principalmente de las
aspiraciones de Don Quijote, penetra en toda la
obra, y Cervantes nos hace asociar su novela a la
épica al indicarnos, en su conclusión sagaz, cómica
y profética, que el nombre de la aldea de Don Quijo­
te no ha sido revelado con el fin de que todas las vi­
llas y lugares de la Mancha puedan contender entre
sí por el honor de tenerle por suyo, como conten­
dieron las siete ciudades de Grecia por Homero
(II, 74).
La épica desempeña también otro papel curioso
en el Quijote. Al igual que las novelas de caballe­
1 A. U k d a n e ta , Cervantes y la crítica (Caracas, 1877), pági­
na 282.
2 «Cervantes, poeta épico», Apuntes críticos (Ma­
L . V id a r t ,
drid, 1877); El «Quijote» y la clasificación de las obras litera­
rias (Madrid, 1882).

96
rías, se halla también, en cierto sentido contenida
en el libro. Cuando el Caballero se imaginaba la his­
toria que, según le han dicho, ha sido escrita sobre
él, atribuye a ésta cualidades que generalmente se
atribuían a la gran poesía épica: «por fuerza había
de ser grandílocua, alta, insigne, magnífica y verda­
dera» (II, 3). Las definiciones que los contemporá­
neos dan a la épica se asemejan a esta concepción
idealizada de su propia historia. «Diremo dunque
—escribía Tasso— che il poema eroico sia imitato­
re d’azione illustre, grande e perfetta fatta narrando
con altissimo verso»
La prosa épica y la novela de caballerías eran una
misma conexión fundamental —y no la disparidad
estética— que existe entre la gran épica y la mala
novela de caballerías. Su punto de vista era esencial­
mente medieval. En la Edad Media como es bien
sabido, no se diferenciaba muy bien a los héroes
de la Antigüedad de los héroes caballerescos. Ambos
existían en un mismo plano y eran igualmente «rea­
les»; no servía para distinguirlos el hecho de que
unos fueran fabulosos y otros históricos. Esta au­
sencia de discriminación era algo que Cervantes no
podía defender, en tanto implicaba un fallo a la
hora de distinguir estéticamente. Era una caracte­
rística de los escritores que a él le parecían más
deplorables. Feliciano de Silva, por ejemplo, oculto
bajo el nombre del «sabio Alquife», decía que no
pqdía ver ninguna diferencia entre las hazañas del
primer Amadís y las de los grandes hombres que le
habían precedido, tales como Héctor y Aquiles o
«Los hazañosos romanos»2. A finales del siglo xvi,
por otra parte, los críticos, aunque conscientes aún
de que la épica y la poesía narrativa tenían un
fundamento común, establecían una distinción de
valores. «Es una cosa —escribía El Pinciano— bus-
1 T a s s o , Del poema eroico, I , 45.
2 P . d e S i l v a , Amadis de Grecia (ed. Sevilla, 1549), prólo­
go. Se publicó por primera vez en 1550.

97
car la esencia de la épica, otra buscar la perfec­
ción en todas sus cualidades» i.
Conscientes de estas diferencias, poetas como
Tasso, en Italia, y Balbuena, en España, trataron
de reconciliar las formas poéticas de la épica y la
poesía narrativa. Pero el intento de Cervantes de
hacer lo mismo con la novela tuvo una significa­
ción mucho mayor en la historia de la literatura
europea. Pues si bien a comienzos del siglo xvn la
épica difícilmente podía considerarse en decaden­
cia, la poesía narrativa estaba destinada en rea­
lidad a ceder el paso a la novela. No vamos a
suponer que Cervantes intuyera todo esto, pero
hay que reconocer que sí vio la relación existen­
te entre la épica antigua, la novela de caballerías
por ella engendrada y lo que sería la descendencia
de ésta última: un tipo de novela que combinara
—así lo esperaba— el atractivo de los libros caba­
llerescos y las nobles virtudes de los poemas épi­
cos. Casualmente, hubo también otro elemento in­
fluyente, de carácter culto, que participó en la
formación de la nueva criatura: la novela bi­
zantina.
El Quijote vino a usurpar, en realidad, el papel
asignado por Cervantes a una novela del tipo del
Persiles y Sigismundo,. Menéndez y Pelayo ha pre­
cisado su significación histórica al caracterizarlo
como «el último de los libros de caballerías, el
definitivo y perfecto, el que concentró en un foco
luminoso la materia difusa, a la vez que, elevando
los casos de la vida familiar a la dignidad de la
epopeya, dio el primero y no superado modelo de
la novela realista moderna» 2.
Con el conocimiento de que la épica podía escri­
birse en prosa, Cervantes tuvo ya una base sobre
la que construir una teoría de la novela. Pero, a
1 E l P i n c i a n o , op.
cit, III, 166.
2 M . M enéndez y P e la y o , Orígenes de la novela (Madrid,
1905-10), introd., I, págs. CCXCVIII-CCXCIX.

98
la larga, este principio le resultó insuficiente. La
historia se abrió paso en la novela con tal intensi­
dad que ya no era adecuada la teoría épica para
tratarla, y esto constituyó un hecho que tuvo con­
secuencias de muy largo alcance.

2. El arte y la naturaleza: la imitación


y la invención
Toda obra de arte es un fragmento de
naturaleza que lleva en sí la marca de un
esfuerzo creador finito.
A. N. W h it e h e a d

En el centro de la teoría literaria de Cervantes


se halla la antigua dicotomía entre el arte y la na­
turaleza. El gran problema que ésta encierra con­
siste en cómo crear una obra de arte con los abun­
dantes y desordenados materiales de la vida. Des­
graciadamente, el axioma básico de que el arte
imita a la naturaleza, como muchos otros de la
época, no resulta muy claro. En la España del
Siglo de Oro, como en cualquier otro país, era un
lugar común que se repetía continuamente: unas
veces se quería significar con él que el arte repre­
senta los fenómenos de la naturaleza (natura natu-
rata); otras, que el arte imita el proceso creador
que da lugar a la naturaleza, la cual es, a su vez,
también creadora (Natura naturans) y, a veces,
ambas ideas aparecían mezcladas. Las dos posibi­
lidades se dan en Cervantes. Don Quijote señala
en cierta ocasión que «el arte, imitando a la na­
turaleza, parece que allí la vence» (I, 50); y Tomás
Rodaja, en El Licenciado Vidriera, dice que «los
buenos pintores imitaban la naturaleza, pero que
los malos la vomitaban». (Es evidente que los es­
critores no diferían en esto de los pintores. La
99
idea de ut pictura poesis, heredada de Horacio,
Plutarco y Simonides de Ceos, era uno de los tó­
picos más frecuentes en la crítica, y figura más
de una vez en Cervantes.)1.
Teniendo en cuenta que la naturaleza podía ser
«artística» y el arte podía ser «natural»,· la dico­
tomía no es tan sencilla como parece a primera
vista; pero éstas son complicaciones en las que no
es necesario insistir. Algunos de los peligros exis­
tentes en la teoría de la imitación se veían miti­
gados, de todas formas, por la noción complemen­
taria de que el arte perfeccionaba a la naturaleza.
Esto dio origen a nuevas dificultades, es cierto, per
ro también trajo consigo la idea de que el arte
no era sólo «copiar». Sirve, asimismo, para recor­
darnos que la imitación no implicaba lo que ac­
tualmente entendemos por «Realismo».
Cervantes no dijo mucho açerca de la imitación
ni reflexionó demasiado en sus escritos sobre el
significado de este difícil término. Probablemente
entendía por imitación «producir» o «crear de
acuerdo con una idea verdadera», como parecen
haber entendido casi todos los tratadistas del si­
glo XVI, anticipándose a Butcher. No meditó en
las implicaciones morales del tema ni en otras ma­
terias análogas que preocuparon a algunos italia­
nos. Pero la doctrina era tan esencial a su teoría
como lo era a casi toda la teoría literaria de la
época. El problema de la verdad artística, que tan
intensamente le preocupaba, dependía de ella.
Cuando su «amigo» le aconseja cómo ha de escri­
bir el Quijote, dice: «Sólo tiene que aprovecharse
de la imitación en lo que fuere escribiendo; que
cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será

1 DQ, II, 71; VIII, 223. Persiles, III, 14; II, 139. Proble­
mas comunes al pintor y al novelista preocupan a Cervantes
en la segunda mitad del Persiles, donde juega varias veces
con la idea de su narración tratada como un cuadro (y tam­
bién, de manera incidental, como una obra teatral).

100
lo que se escribiere»1. Este pasaje, y más aún
aquel otro en que el Canónigb habla de «la verisi­
militud y... la imitación, en quien consiste la per­
fección de lo que se escribe»2, nos recuerdan al
Pinciano cuando escribe: «el poeta que guarda la
imitación y verisimilitud guarda más la perfección
poética»3. El Pinciano describe la imitación como
la «forma» de la poesía, y para Cervantes la vero­
similitud y las cualidades estéticas formales se
mezclan y confunden intrincadamente en la imita­
ción, pues la imitación de lo que es imposible cons­
tituye un «disparate» estético.
Las palabras «imitación» e «invención» parecen
tener hoy un significado casi incompatible. En la
teoría del siglo xvix, en realidad, no hay una dis­
tinción muy clara entre ellas. Tasso, que las exa­
mina minuciosamente, encuentra que «l’imitazione
e l’invencione sono una cosa stessa quanto a la
favola»4. El término retórico inventio se usa a me­
nudo con muy poca o ninguna diferenciación res­
pecto a los términos imitatio, fictio y fabula. Sig­
nifica primariamente el hallazgo de material para
la obra, en tanto que dispositio significa su selec­
ción y organización; pero la distinción entre am­
bas palabras está lejos de ser clara. Cervantes usa
los dos términos (invención y disposición) en este
sentido retórico al final del prólogo de La Galatea.
Vives dice que la invención es principalmente una
tarea de la prudentia del autor, la cual es una com­
binación de su ingenium, su memoria, su judicium
y sus usus rerum5. Se suele insistir, sobre todo, en
la primera de estas cuatro facultades combinadas:
el talento innato. Sin embargo, como la invención
1 DQ, I, pról.; I, 39.
2 DQ, I, 47; III, 349.
3 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., II, 95.
4 T . T a s s o , Apología in difesa della sua «Gerusalemme»,
Opere, IV, 185.
5 J. I». V i v e s , De conscribendis epistolis, Opera, I, 60.

101
no significa dejarse llevar por la fantasía desbor­
dada, sino más bien la «excogitatio rerum verarum
aut veri s i m i l i u m » es natural que se requiera
cierto ejercicio de discriminación intelectual. Lo
ideal es que el material elegido sea tal que pueda
hacerse con él una obra que tenga verosimilitud
y unidad. Pero esto no siempre sucedía en la prác­
tica, aunque los tratadistas clásicos creyesen que
debía suceder. La invención y la verosimilitud no
son idénticas. Al final del Coloquio de los perros,
Peralta admite que la narración que acaba de es­
cuchar manifiesta tina buena invención, pero tiene
serias dudas sobre su verdad. Esto equivale a du­
dar de la verosimilitud de la historia narrada en
tanto que ficción. Así, pues, aunque la. verosimili­
tud es, según Cervantes, una cualidad muy impor­
tante de la invención, una y otra no se hallan ine­
vitablemente unidas.
Cervantes se siente especialmente orgulloso de
sus propias facultades de invención (a las que in­
cluso sus contemporáneos rindieron tributo), y en
más de una ocasión él mismo se felicitaba con es­
te motivo. En el Parnaso reconoce que la inven­
ción es un don natural o «instinto sobrehumano»,
somo él lo llama, y subraya su importancia en la
obra de todo escritor que desee que su nombre sea
recordado2. Entre los dos o tres requisitos que,
según Don Diego de Miranda, han de reunir los
buenos libros, se halla el de que deben admirar y
suspender con la invención (DQ, II, 16). «Procurad
1 Rhetorica ad Herennium, trad, de C a p la n , Loeb C l, li­
bro I, II, 3.
2 «Y sé que aquel instinto sobrehumano,
que de raro inventor tu pecho encierra,
no te le ha dado el padre Apolo en vano.»
(Parnaso, I, 20.)
«Yo soy aquel que en la invención excede
a muchos, y, al que falta en esta parte,
es fuerza que su fama falta quede.»
(Ibid., IV, 55.)

102
:
ί -

que, leyendo vuestra historia..., el discreto se ad­


mire de la invención», dice el amigo del autor en
el prólogo de la primera parte del Quijote. Tam­
bién el Canónigo de Toledo recomienda «ingeniosa
invención», íntimamente asociada con la verosimi-,
litud, al establecer las condiciones que debe reu­
nir la novela de caballerías ideal (I, 47).
La preocupación de Cervantes por la invención,
y la manera como se complace en su propia inven­
ción y en la de otros escritores,, refleja algo de la
actitud que ante ella adoptaron muchos preceptis­
tas de la época. Muy pocos habrán insistido tanto
como él en su importancia. Para Castelvetro, es
la tarea más difícil del poeta y constituye, al mis­
mo tiempo, la esencia de la poesía (sin invención,
simplemente, no se es poeta) K Huarte llega inclu­
so a decir que el Estado debería prohibir que es­
cribieran o publicaran libros aquellos que carez­
can de habilidad inventiva2. El énfasis puesto en
la invención hace resaltar sobremanera el aspecto
creador de la poesía, que tanta importancia ha­
bía tenido para Platón. Para El Pinciano, entre
otros, la invención viene a damos precisamente la
medida de la superioridad del poeta sobre el histo­
riador: «el poeta escribe lo que inventa y el his­
toriador se lo halla guisado»3. Esta exaltación de
la facultad creadora, que era básicamente insepa­
rable de la imitación de la naturaleza, es la mejor
prueba de lo poco que a los escritores estorbaba
esta Ultima doctrina, incluso desde el punto de
vista de la teoría. El entusiasmo con que en Ingla­
terra, sir Philip Sidney, habla del poeta que «con
la fuerza de un soplo divino» crea cosas que su-

1 C a s t e l v e t r o , op. cit., págs. 78, 216.


1 J. H u a rte , Examen de ingenios (edición Leyden, 1591),
folio 60 r.
3 E l P in c ia n o , op. cit., II, 11.

103
peran con mucho los hechos de la naturaleza, es
muy frecuente en obras de crítica literaria!.
El campo de acción del poeta se considera ili­
mitado. Así, queda transformado en un creador
divino, semejante al Todopoderoso, y el poema es
un mundo en miniatura. Como Escalígero y Tasso,
también Carvallo piensa que el poeta crea de la
nada, como Dios2. Algunos escritores sugieren que
hay cosas que no admiten un tratamiento poético,
pero la opinión general es que no existe nada que
el poeta no pueda describir libremente. Es conve­
niente que se le faciliten informaciones y nunca
están de más unas palabras sobre cómo organi­
zar el universo en un poema épico.
Perché non è cosa nè sovra il cielo, nè sotto, né nell’
istesso profondo dell’abisso, che non sia tutto in mano
ed in arbitrio del giudizioso p oeta 3.

Esta comprehensión universal no se limita sólo a


la épica, aunque a veces se considere que la épica
sobresale en este sentido de los demás géneros. En
los muchos elogios, defensas y apologías de la poe­
sía que se escribieron en aquella época, la liber­
tad para tratar sobre cualquier materia de las exis­
tentes bajo el sol, o más allá del sol, es una de las
grandes virtudes adscritas al arte de la poesía en
general. El elogio que hace Cervantes de la poesía
en el Viaje del Parnaso, IV, ofrece un ejemplo
típico.
El novelista dispone de la misma libertad que el
poeta. Algo de esta idea se refleja en las variadas
cláusulas que enumera el Canónigo al darnos su
receta para componer la novela de caballerías
ideal. Cuando Cervantes nos dice que él posee la
«habilidad, suficiencia y entendimiento» necesarios
1 S ir P h i l i p S id n e y , An Apology for Poetry, e n Elizabethan
Critical Essays, e d . d e G . S m ith ( O x f o r d , 1904), I , 157.
2 C a r v a l l o , o p . c it., f o l . 213 v .
3 G i r a l d i , Dei romanzi, pág. 26.

104
para tratar de todo el universo, sus palabras son
también, probablemente, reminiscencia del vasto
campo de acción que se permitía al poeta. Pero el
menos acuciante de sus problemas era encontrar
algo que decir. Lo difícil era dar forma a lo que
la naturaleza le ofrecía y conseguir una obra de
arte que, teniendo unidad y verosimilitud, se su­
jetara al mismo tiempo a las normas exigidas.

3. La imitación de los modelos


La esencia de la caballería reside en la
imitación del héroe ideal.
J. H u iz in g a

En la teoría poética del Renacimiento, como en


la Antigüedad, la imitación de los modelos litera­
rios tenía casi la misma importancia que la imi­
tación de la naturaleza. Doctrina de orígenes oscu­
ros, pero relacionada con la imitación de la natu­
raleza e implícita —se ha dicho— en Aristóteles,
arraigó rápidamente en la teoría y en la práctica
de la literatura. Fue Horacio quien fijó su princi­
pio, aplicado a la poesía; posteriormente fue am­
plificado, adaptándolo de Quintiliano. Los tratados
renacentistas de retórica repetían el ars, imitatio,
exercitatio de la Rhetorica ad Herennium. Vida po­
pularizó la idea y, desde entonces, ésta apareció
regularmente en las poéticas del siglo xvi, y a ella
recurrieron con mucha frecuencia los admirado­
res de Cicerón y de Virgilio. Gracias principalmen­
te a Escalígero, la imitación de los modelos y la
imitación de la naturaleza fueron enganchadas en
el mismo carro, y en el siglo xvn, la Razón condu­
jo a la pareja. En el período romántico se rechazó
este principio fundamental de la teoría clásica, y
105
lo único que de él quedó fue el término reprobato­
rio de «plagio».
La doctrina de la imitación de los modelos con­
tó con adictos que no eran críticos, pero tuvo tam­
bién poderosos detractores, como Castelvetro, en
Italia, y Francisco de Barreda, en España. Estuvo
sujeta en todo tiempo a muy variadas interpreta­
ciones y fue racionalizada y flexibilizada. Se la dis­
tinguía del hurto y la ratería literarios y se reco­
mendaba su uso como ayuda a la inspiración en
general y a la formación del estilo. Se discutía el
número y las clases de los modelos. Se decía a los
escritores que trataran de mejorar a sus modelos,
imitaran tan sólo lo que fuera muy bueno, eligie­
ran de acuerdo con sus necesidades e imitaran de
manera adecuada. Indudablemente, la doctrina ve­
nía a santificar la tradición en el peor de los sen­
tidos, pues llevaba a los no dotados a extremos de
servilismo. Pero también santificaba la tradición
en el mejor de los sentidos, pues aseguraba un ni­
vel alto y fijo, animaba a la emulación y, al ser sus­
ceptible de una interpretación liberal, nunca en­
torpecía el camino al genio original. Además, co­
mo señalaba Lope de Vega, había genios de gran
originalidad, como Góngora, cuya poesía más am­
biciosa era lamentable que trataran de imitarla
escritores de calidad inferior. La imitación, para
ser acertada, exigía el correspondiente chispazo
del genio nativo en el imitador. No bastaba la re­
producción de cosas superficiales*. Como indicaba
Cervantes, de nada servía que un mono tratase de
imitar a un cisne2. La actitud llena de sensatez
que respecto a la imitación literaria prevaleció por
lo general en la España de Cervantes puede resu­
mirse, con palabras de un tratadista de retórica

1 L ope de V ega, Respuesta a un papel, págs. 138-39.


- « M o n a s q u e d e c is n e tie n e n ta lle » ( Parnaso, V I I I , 1 11).

106
del siglo X V I I , diciendo que fue de «prudente liber­
tad»
Nada muestra con más claridad la absoluta com­
patibilidad existente entre la doctrina de la imita­
ción y la originalidad de que tanto se enorgullecía
Cervantes, que el hecho de que la ostentación de
que hace gala en el prólogo de las Novelas ejem­
plares, al decirnos que fue el primero que «nove­
ló» en castellano, se halle precedida por la obser­
vación de que su Parnaso se escribió a imitación
de una obra de Caporali y seguida —en la frase
siguiente— por la afirmación de que su Persiles
se atrevía a competir con la Historia etiópica. Al
interpretar de una manera liberal la doctrina, la
siguió en la práctica y admitió que la estaba si­
guiendo.
Don Quijote expone el precepto básico de esta
doctrina en Sierra Morena, cuando se halla a pun­
to de emprender la imitación en toda regla de un
caballero andante que hace penitencia:
Digo asimismo que, cuando algún pintor quiere salir
famoso en su arte, procura imitar los originales de
los más únicos pintores que sabe; y esta mesma regla
corre p or todos los más oficios o ejercicios de cuenta
que sirven para adorno de las repúblicas (I, 25).

Pero Cervantes, como otros críticos inteligentes,


conoce también los peligros de la doctrina y sabe
que puede llevar —y de hecho lleva— a los exce­
sos y abusos del plagio. En la Adjunta al Parnaso,
entre burlas y veras, distingue en poesía el prés­
tamo legítimo del robo:
Item, se advierte que no ha de ser tenido por ladrón
el poeta que hurtare algún verso ajeno, y le encajare
entre los suyos, com o no sea todo el concepto y toda
la copla entera, que en tal caso tan ladrón es com o
C aco2.
1 P e d r o d e N a v a r r a , o p . c i t ., f o l . 10 v .
2 Adjunta al Parnaso, p á g . 133.

107
El pasaje mismo parece sospechosamente un
«robo» malicioso del Cisne de Apolo, de Carvallo:
Carvallo: Dejando eso aparte, ¿será lícito al poeta
tomar un verso o sentencia breve de otro poeta y
encajarle p or suyo en sus obras?
Lectura: Sí, porque un verso o una sentencia breve,
fácilmente puedo yo decirla, com o la haya dicho
otro, aunque yo jamás se la haya oído...
C.: Y un concepto, ¿podríase tomar de otro poeta?
L.: Como lo ponga en compostura diferente, y p or dife­
rente estilo del que antes tenía, lícito es...
C.: Y tomar una copla entera, o más, o un exordio,
romance ajeno, y encajarlo en mis obras, vendién­
dolo p or propio mío, aprovechándome del trabajo
ajeno, ¿sería permitido?
L: En ninguna manera, porque eso es hurtar1.

Cervantes alude en varias ocasiones a la frecuen­


cia con que se producían tales abusos. También
hay implícita una crítica de este procedimiento en
su presentación irónica de unas cuantas figuras
curiosas y patéticas que aparecen fugazmente en
sus obras. En el capítulo 22 de la segunda parte
del Quijote hallamos al humanista y autor de futu­
ras obras maestras en las que abundan las imi­
taciones. En el Persiles nos encontramos con un
escritor mercenario, cuyo oficio consiste en «en­
mendar y remendar comedias viejas» (III, 2), y
más adelante, con otro personaje muy curioso, el
«moderno y nuevo autor de nuevos y exquisitos
libros», que se dedica a recoger, sin que a él le
cueste ningún esfuerzo, una colección de aforis­
mos de otras gentes (IV, 1).
Las críticas de Cervantes se dirigen sobre todo
contra los préstamos tomados sin discriminación.
Los préstamos deben servir al propósito del es­
critor. Esta idea se halla ilustrada en el episodio
en que Don Quijote discute los versos conmemora­
tivos declamados en las falsas exequias de Altisi-

1 C a b v a ix o , o p . c i t ., f o l . 190 r-v.

108
dora. Allí señala que la estancia tomada de Garci-
laso le parece más bien fuera de lugar. A ello res­
ponde el músico diciendo que no hay nada de
qué maravillarse en esto, pues los poetas jóvenes
de la época escriben como les place y toman pres­
tados sus versos de quien quieren, vengan o no a
cuento; y no hay necedad que no se atribuya a
licencia poética (II, 70). La opinión de Cervantes
es, sencillamente, la clásica. Bodría resumirse con
las palabras que utiliza Agustíh de Rojas: «No es
de pequeña alabanza saber tin hombre aprovechar­
se de lo que hurta, y que venga a propósito de lo
que trata»1.
Es el propio Don Quijote quien explica el pre­
cepto de la imitación de los modelos en el capítu­
lo 25 de la primera parté. El se ha lanzado a su
empresa movido por el ejemplo de los héroes fabu­
losos^ que ha conocido en sus lecturas. No hay na­
da excesivamente insólito en que trate de imitar
la vida de algún héroe ejemplar o quiera emular,
como un cortesano, las mejores cualidades de los
modelos anteriores2. Pero lo que es digno de ser
notado es que su manera de obrar se halla tam­
bién muy próxima a la del artista. Esto obedece
a que él está tratando de vivir la literatura y quie­
re ser no sólo el héroe de su propia historia, sino
también, en tanto que es capaz de controlar los
acontecimientos, su autor. Sus esfuerzos podrían
no haber sido muy significativos en relación con
la imitación artística, si Cervantes no le hubiera
hecho plenamente consciente de. la doctrina. Pero
Cervantes le hace consciente de la misma, y el Ca­
ballero la recuerda para referirla directamente a
su proyectada penitencia. En mi opinión, la re­

1 A. d e R o ja s , El viaje entretenido (ed. Madrid, 1945), p&


gina 510.
2 Véase B. C a s t i g l i o n e , II Libro del Cortegiano (ed. Floren­
cia, 1947), págs. 62-63.

109
cuerda de manera específica en esta ocasión y no
en otra, porque en ningún otro momento encuen­
tra mejor oportunidad de llevar a cabo la que él
imagina ha de ser una imitación realmente esplén­
dida de un caballero andante, una imitación per­
fecta en todos sus detalles. En otras ocasiones,
la imitación que lleva a cabo no puede menos de
resultar imperfecta, porque se ve forzado a depen­
der de gentes y de cosas que no se conducen con
la misma docilidad que posee el material que el
artista suele tener a su disposición. La realidad se
rebela contra él cuando intenta someterla dándole
forma de ficción. Su penitencia, por otra parte, se­
rá, de manera casi exclusiva, la actuación de un
solista.
Desalentado, podemos sospechar, ante el resulta­
do de la aventura de los galeotes, Don Quijote se
retira a Sierra Morena y se repliega sobre sí mis­
mo. Quizá recobre un tanto la confianza perdida
ante el comienzo, que promete ser caballeresco,
del episodio de Cardenio (un ermitaño loco que,
vive en el desierto, como Roldán o Amadís). Tan
admisible es pensar que la nueva hazaña le ha si­
do sugerida por el ejemplo de Cardenio (la vida),
como atribuirla al recuerdo, siempre presente en
él, de los héroes caballerescos (la literatura); lo
primero quizá de manera consciente, lo segundo
inconscientemente. En cualquier caso, decide que
ha llegado el momento de imitar uno de los más
admirables episodios de la vida de Amadís (o de
Roldán) con bastantes posibilidades de éxito. De
aquí las muchas esperanzas que pone en la aven­
tura y la importancia que atribuye a la misma.
Naturalmente, está predestinado a representar la
ya usual parodia cómica, porque incluso cuando
actúa sin depender de nadie, la distancia que me­
dia entre él y sus modelos no puede desaparecer.
(La condición esencial de la imitación literaria,
como observaba un erudito español del siglo xvi,
110
era que existiese, cierto parecido entre el imitador
y el autor imitado)1.
Tenía que haber, aparte de la imitación por la
imitación misma, alguna razón oficial para su pe­
nitencia, y Dulcinea, como es natural, vendría a
facilitársela. Como no tiene motivos para quejarse
de su desdén hacia él, lamentará su ausencia. ÜuJ.-
cinea sólo es una parte de su plan; no es la ver­
dadera causa motriz. La verdadera causa que le
mueve es el deseo de llevar a cabo una hazaña
famosa a imitación de Amadís de Gaula, el cual,
desdeñado por su dama Oriana, cambió su nombre
por el de Beltenebros y se retiró a hacer peniten­
cia en la Peña Pobre. ¿O imitará quizá la locura
de Roldán? En ambos casos, lo cierto es que Dul­
cinea, motivo oficial de su penitencia, queda rele­
gada a ségundo término ante su deseo de realizar
una imitación. ¿Cómo puede imitar a Roldán en
sus locuras, si no le imita también en la ocasión
de ellas?, se pregunta en una fase ya muy avan­
zada de su actuación.
Saborea con fruición, como un artista, el nom­
bre de «Beltenebros» y se siente impulsado por
consideraciones que son, entre otras cosas, artísti-
casNPor una vez, el plan que ha proyectado se
adapta a sus posibilidades. Le será más fácil imi­
tar a Amadís en esto que no en «hender gigantes,
descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar
ejércitos, fracasar armadas y deshacer encanta­
mientos», observa. El escenario es el adecuado pa­
ra el caso. Discurre sobre si debe tomar como
modelo a Amadís o a Roldán. Elige con cuidado el
lugar de su primer discurso solemne, escribe su
carta, insiste en que Sancho presencie parte de su
actuación y, en el capítulo 26, tras deliberar nue­
vamente sobre la elección de un modelo que imi­
tar, se decide al fin por Amadís y sigue adelante
1 S . F o x M o r c i l l o , De imitatione ( c i t a d o por M enéndez y
P e l a y o e n s u s Ideas estéticas, I I , 163).

111
con su empresa. Esta manera de proceder ha sido
considerada, con razón, como la propia de un li­
terato y casi como una «transposición del arte»1.
Es Sancho quien expone demoledoramente la
fundamental inconsistencia de esta «tan rara, tan
felice y tan no vista imitación», como la llama Don
Quijote. Sancho señala lo inadecuado del motivo
que éste profesa. Los modelos de Don Quijote se
vieron forzados a hacer esas penitencias, pero a
él, ¿qué dama le ha desdeñado? ¿Qué razones hay
para suponer que Dulcinea «ha hecho alguna ni­
ñería con móro o cristiano»? La imitación, pues,
está fuera de lugar (crítica que hemos encontrado
ya en un contexto literario convencional). La res­
puesta de Don Quijote constituye una espléndida
muestra de lunatismo:
Ahí está el punto... y ésa es la fineza de m i negocio.
Que volverse loco un caballero andante con causa, ni
grado ni gracias; el toque está en desatinar sin oca­
sión, y dar a entender a m i dama que si en seco hago
esto, ¿qué hiciera en m ojado? (I, 25).

Sólo como pna reflexión surgida evidentemente


mucho después, añade que harta ocasión tiene en
la larga separación. Pero ésta no es una razón
válida, desde luego. Incluso si la penitencia hubie­
ra sido una imitación excelente, al no surgir como
una necesidad del imitador, tenía que resultar gra­
tuita. Esta crítica es de carácter artístico, porque
el objeto de la misma es el arte transpuesto a
la vida.
Casualmente, Don Quijote no es el iónico perso­
naje de la obra que lleva a cabo en su vida imita­
ciones literarias. Sin mencionar a los que actúan
en las fantasías caballerescas planeados por gentes
que en cierto modo se hap contagiado de la lo­
cura del Caballero, la imitación de la literatura se

' Μ. I. G e r h a e d t , op. cit., pág. 19.

112
lleva a cabo, de manera especial, en situaciones
pastoriles que son totalmente independientes de
él. Abundan las reflexiones artísticas acerca de ía
manera como se comportan los amantes de Lean-
dra después de perderla. Anselmo lamenta su au­
sencia poniéndose a cantar «con versos, donde
muestra su buen entendimiento». Eugenio sigue
otro camino «mas fácil», y a su parecer, «más acer­
tado», que consiste en hablar mal de lp, ligereza
de las mujeres (I, 51). De una manera más espec­
tacular, en el capítulo 58 de la segunda parte halla­
mos a los falsos pastores y pastoras con su fingi­
da Arcadia. La diferencia entre éstos y Don Qui­
jote, que aplaude su juego, reside sólo en que ellos
no se engañan a sí mismos, pues saben que se
trata únicamente de un elegante pasatiempo. Cuan­
do el mismo Don Quijote medita en la posibilidad
de seguir la vida pastoril (II, 67), no deja de con­
siderarla igualmente a este nivel mucho menos
serio. V
En la vida real hábía también gentes que se sen­
tían impulsadas a identificarse con los personajes
pastoriles imitando su manera de obrar. Los admi­
radores de L’ÂÈtrée de Honoré d’Urfé vuelven del
revés este roman à clef cuando escriben a su au­
tor en 1624 para decirle:
nous avons depuis peu changé nos vrais noms, après
en avoir autant fait de nos habits, en ceux de vos
ouvrages que nous avons jugé les plus propres et les
plus conformes aux humeurs, actions, histoire, res­
semblance présupposée, parentage d'un chacun et cha­
cune d'entre n ous'.

Por lo que toca a lo caballeresco, había ya anti­


guos precedentes de esta misma actitud. Es de to­
dos conocida la influencia que durante el siglo xv
ejercieron los libros de caballerías en las prácti­
1 H. d ’U r f é , L’Astrée, B ib l. R o m á n ic a (E s t r a s b u r g o , s. a .),
I , 15-16.

113
cas caballerescas. Una vez más, vemos que Don
Quijote es sólo un caso extremo: en él se mezclan,
a gran escala y sin moderación, la emulación heroi­
ca, el afán de perfección propio del cortesano y el
gusto por las representaciones teatrales.
La naturaleza artística de la imitación que él
trata de llevar a cabo es sólo una faceta de su pe­
nitencia en Sierra Morena; no quiero exagerarla.
Este episodio del capítulo 25, sin embargo, ocupa
un lugar único entre las empresas de Don Quijote
y constituye una especie de punto muerto que se
halla situado en el centro de la acción de la prime­
ra parte de la obra, donde resuenan continuamen­
te ecos del tema. Quizá no sea mera casualidad él
hecho de que este momento central coincida con
la ocasión en que Don Quijote lleva a cabo su ten­
tativa más rebuscada y desesperada de vivir la fic­
ción literaria. La imitación de Amadís carece de
todo propósito racional fuera de la imitación por
la imitación misma; no es adecuada a las necesi­
dades del imitador y sólo logra ser superficial y
cómica. Se trata de un principio artístico acepta­
do del· que se hace mal uso, cosa que Cervantes
critica en otras ocasiones.

4. La formación del escritor, natura, studium,


exercitatio

Todos los libros que escribo empiezan


por una iluminación súbita, pero luego
tardo mucho tiempo en darles forma.
R obert P e n n W arren

La antigua cuestión que se planteaba en tiempos


de Platon referida al poeta («¿Nace o se hace, o
ambas cosas a la vez?») seguía planteándose en el
114
Siglo de Oro, referida al escritor de obras imagina­
tivas. Sin duda era una simplificación excesiva de­
cir, como solía decirse, que el poeta nace y el ora­
dor se hace; de ahí que la fórmula de natura, stu­
dium, excercitatio, usada para definir al orador,
se aplicara también al poeta. La opinión más exten­
dida era que el poeta nace sin duda con una habi­
lidad natural, pero sólo podrá alcanzar la perfec­
ción si estudia y aplica las reglas de su arte '. Los
preceptistas, como es lógico, solían hacét hinca­
pié en las reglas. Pero había también quienes in­
sistían en la supremacía de la aptitud natural:
Lope, por ejemplo, en el Arte nuevo, y Francisco ,
López en el prólogo al Romancero general de 1604.
Cervantes, siguiendo en esto la opinión general,
sostiene que una persona nacida con aptitudes poé­
ticas perfecciona estas aptitudes mediante el arte.
En un pasaje en que se ha señalado la influencia
de Juan Huarte2, leemos que la facultad poética
puede recaer en cualquier persona, sea cual fuere
su clase o su profesión:
Posible cosa es que un oficial sea poeta, porque la
poesía no está en las manos, sino en el entendimiento,
y tan capaz es el alma del sastre para ser poeta, co­
m o la de un maese de campo; porque las almas todas
son iguales, y de una misma masa en sus principios
criadas y formadas por su hacedor, y, según la caja
y temperamento del cuerpo donde las encierra, así
parecen ellas más o menos discretas, y atienden y se
aficionan a saber las ciencias, artes o habilidades a
que las estrellas más las inclinan; pero más principal­
mente y propia se dice que el poeta nascitur. Así que
no hay que admirar de que Rutilio sea poeta, aunque
haya sido maestro de danzar (Persiles, I, 18).

1 P o r e j., P . d e H e r r e r a , Obras de Garcilaso de la Vega


con anotaciones de Femando de Herrera (S e v illa , 1580), p á­
g in a 293.
2 R. S a lilla s , Un gran inspirador de Cervantes (M a d rid ,
1905), p á g s. 157-58.

115
Cervantes lamenta su falta de dotes poéticas y nos
dice que intenta salvar esta deficiencia a base de
esfuerzo únicamente (Parnaso, I). Cuando Don Qui­
jote señala que los versos de los caballeros de la
edad pasada tenían más «espíritu» que «primor»
(I, 23), está criticando su fafta de arte (haciéndose
eco al mismo tiempo, incidentalmente, de una acu­
sación que era frecuente hacer en el siglo xvi con­
tra los poetas españoles) Al hablar con Don Diego
se expresa con más amplitud, y de una manera muy
razonable, sobre este asunto:
Porque, según es opinión verdadera, el poeta nace...:
quieren decir que del vientre de su madre el poeta
natural sale poeta; y con aquella inclinación que le
dio el cielo, sin más estudio ni artificio, compone
cosas que hace verdadero al que dijo: Est Dens in no­
bis, etc. También digo que el natural poeta que se
ayudare del arte será mucho m ejor y se aventajará
al poeta que sólo por saber el arte quiere serlo; la
razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza,
sino perfecciónala; así que, mezcladas la naturaleza y
el arte, y el arte con la naturaleza, sacarán un perfec-
tisimo poeta (DQ, II, 16).

Don Quijote no se detiene ni se extiende en la


cita de Ovidio, que seguramente conocería bastante
bien Don Diego; pero volvemos a encontrarla, jun­
to a la idea general del poeta como profeta, en
otros pasajes de las obras de Cervantes2. A partir
de Aristóteles, la doctrina platónica del «rapto» poé­
tico fue a menudo modificada o criticada, pero
persistió con gran fuerza a través de la Edad Me­
dia y del Renacimiento. Vida, por ejemplo, la usa
para hacer del poeta una especie de semidiós. Los
platónicos como fray Luis de León y Carvallo, sa­
caron un gran partido de esta idea, de la que» ni
siquiera los aristotélicos como Cascales pudieron
1 A sí, F r a n c i s c o b e M e d in a e n l a e d i c i ó n d e G a r c i l a s o hecha
p o r H e r r e r a , «A l o s l e c t o r e s » , p á g . 5; D. G . R e n g i f o , Arte poética
española (Salamanca, 1592), ded1c.
2 Lic. Vidriera, pág. 93. DQ, II, 1; IV, 62.

116
prescindir por completo. Se llegó a usar incluso
para defender el lenguaje tan poco espontáneo de
los poetas cultos o gongorinos1. El Pinciano pre
feria reducir al mínimo el papel de los sobrenatu­
ral en la creación poética2. En Cervantes parece
tratarse de una de esas idées reçues que, aunque
ocupan sin duda un lUgar en su teoría, no están so­
metidas a un examen crítico demasiado riguroso.
Es extraordinario el número de ideas afines ali­
neadas a ambos lados de la simple dicotomía «arte
y naturaleza» en los siglos xvi y x v i i . Este concep­
to constituye el núcleói ideológico de una variada
serie de situaciones y conflictos que se dan en las
obras de Cervantes. Entre estas ideas haÿ una qúe,
aunque a primera vista no lo parezca, tiene una im­
portancia literaria especial. Se relaciona con San­
cho, el cual se halla dentro de la tradición medie­
val, elaborada con más amplitud por Erasmo en
su Encomium moriae, del «sabio necio»3. Me refie­
ro específicamente a su abuso de los refranes y a
la crítica que Don Quijote hace de este procedi­
miento. El asunto se halla íntimamente relaciona­
do con una cuestión que se deja oír con cierta in­
sistencia en la segunda parte de la obra: ¿qué con­
diciones reúne él para ser gobernador? Sancho po­
see la gracia y la sabiduría innatas del labriego,
pero carece de una educación en regla. Un síntoma
de lo primero es su notable facilidad para los re­
franes, en tanto que el uso que de ellos hace, tan
fuera de lugar, refleja lo segundo. En otras pala­
bras: se halla a este respecto bien dotado por la
naturaleza, pero le falta el arte. Cervantes Sólo llega
a desarrollar realmente esta característica de San­
cho en la segunda parte de su obra. Naturalmente,
1 Con este fin la usó A n g u lo y P ulgar , según cita que hace
J. G ar c ía S o r ia n o en su trabajo «Carrillo y los orígenes del cul­
teranismo», BRAE, XIII (1926), 593.
2 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., I, 222 y s ig s .
3 Véase el importante libro de H i r a m H a y d n , The Counter-
Renaissance (Nueva York, 1950), págs 92 y sigs.

117
se habla mucho de la cuestión cuando su amo le
da consejos para llegar a ser un buen gobernador
(II, 43). A veces, Don Quijote muestra cierta admi­
ración irritada, pero por lo general manifiesta su
censura. Lo esencial de su crítica, que es sólo un
eco de lo que otros escritores, desde Quintiliano
a Mal Lara, habían dicho contra el abuso de sen­
tentiae y refranes, es que estos últimos debían ser
usados adecuadamente y con moderación1. La úl­
tima reprimenda que Sancho recibe a cuenta de los
refranes tiene lugar inmediatamente después de
haber referido la anécdota de Orbaneja y haber
hecho la crítica del libro de Avellaneda y de las sar­
gas viejas pintadas que cuelgan de las paredes del
mesón (II, 71). La proximidad de todo ello es sig­
nificativa, pues nos muestra que las objeciones
del Caballero son esencialmente artísticas.
¿Qué significa esta primacía del arte sobre la na­
turaleza? Es evidente que sus significados son muy
varios, pero fundamentalmente hay que ver en ella
la .aplicación de ciertos «controles» reguladores y
el cultivo, por así decirlo, del suelo en que florece
el genio nato. Hay a lo largo de las obras de Cer­
vantes numerosas alusiones que hacen referencia
a este tema.
En primer lugar, el escritor, sea o no genial (con
genio dado por Dios), se enfrenta con un trabajo
muy duro. Necesita esforzarse, ejercitar su entendi­
miento y saber aplicar la experiencia acumulada.
Horacio y Quintiliano, cuyos tratados eran conside­
rados textos fundamentales, insistían sobre todo
en la labor de composición. Para componer histo­
rias y libros de cualquier clase, dice Don Quijote

1 Cf. J. b e M al L a r a : «Hemos de mirar también que los re­


franes tengan orden en el decirlos y escribirlos, porque si toda
nuestra habla y escritura es toda de refranes, pierde su gracia
con la demasiada lumbre» (Filosofía vulgar, Sevilla, 1568, preám­
bulo, 10). Cf. Q u i n t i l i a n o , op. cit., VIII, V, 25 y sigs.

118
al bachiller Sansón Carrasco, es menester un gran
juicio y un maduro entendimiento (II, 3). «No se
escribe con las canas, sino con el entendimiento»,
recuerda Cervantes al irritable Avellaneda, añadien­
do que el entendimiento «suele mejorarse con los
años». ¿Piensa realmente Avellaneda que escribir
un libro requiere poco esfuerzo? (DQ, II, pról.).
Componer la primera parte del Quijote le costó sin
duda al autor algún trabajo (I, pról.). Le gusta re­
ferirse a sus escritos designándolos como frutos de
su ingenio e hijos de su entendimiento1. A pesar
de la persistencia de la doctrina platónica, cada día
se insistía más, hacia finales del siglo xvi, en el es- ,
fuerzo intelectual. De hecho, la mera superación de ■
dificultades llegó a ser por sí misma una meta cada
vez más laudable para el escritor (idea que halla­
mos desarrollada en Castelvetro y alcanza su apo­
geo en las poéticas culteranas y conceptistas).
Al escritor dotado de una gran facilidad natural
le suele resultar difícil contener y encauzar su cau­
dal. Cervantes no se refiere a esto como tema lite­
rario, pero menciona una serie de casos estricta­
mente análogos que vienen a indicarnos claramen­
te su implicación personal en este problema esen­
cial. Parece darse cuenta con mucha claridad de la
necesidad urgente de expresarse por medio de pa­
labras y de la frecuente dificultad para hacerlo real­
mente, sobre todo cuando se está embargado por
un sentimiento intenso. De manera análoga, San­
cho describe los apuros que pasa al querer usar
refranes, con estas palabras:
viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que
riñen p or salir unos con otros; pero la lengua va
arrojando los primeros que encuentra, aunque no ven­
gan a pelo (DQ, II, 43).

1 Galatea, p r ó l.; I , p á g . X L I X . DQ, I , p r ó l.; I , 17. Novelas,


p r ó l., p á g . 23; d e d ic ., p á g . 25.

119
A Clodio, en el Persiles, le aflige una pena distinta;
pero los efectos son los mismos. Sufre de ciertos
impulsos maliciosos que le hacen «bailar la lengua
en la boca y malogrársele entre los dientes más de
cuatro verdades, que andan por salir a la plaza del
mundo» (I, 18). Todavía hallamos otro caso más,
que sugiere a Cervantes su comentario más extenso:
Las aguas en estrecho vaso encerradas, mientras más
priesa se dan a salir, más despacio se derraman, por­
que las primeras, impelidas de las segundas, se de­
tienen, y unas a otras se niegan el paso, hasta que
hace camino la corriente y se desagua. L o mismo
acontece en las razones que concibe el entendimiento
de un lastimado amante que, acudiendo tai vez todas
juntas a la lengua, las unas a las otras impiden, y no
sabe el discurso con cuáles se dé prim ero a entender
su imaginación (Persiles, IV, 11).

En El amante liberal, sin embargo, Mahamut de­


clara como un principio general que lo que se sabe
sentir se sabe también decir, aunque algunas ve­
ces el sentimiento enmudece la lengua. Existe, des­
de luego, una diferencia entre la expresión espontá­
nea y la literaria, pero lo que evidentemente pode­
mos deducir de todo ello es que la expresión ver­
bal requiere reflexión y sosiego, cosas ambas que
se debilitan con el ardor de las emociones y la pre­
cipitación.
No es necesario que nos preguntemos si el crea­
dor de Don Quijote era consciente del poder que tie­
ne la imaginación. Este es tal, comenta en su últi­
ma novela, que la memoria no puede distinguir
las imaginaciones verdaderas de las falsas (Pensi­
les, II, 15). Como escritor, su misión era tener con­
trolados los sueños. A este respecto escribió:
Yo, que siempre guardé el común decoro
en las cosas dormidas y despiertas,
pues no soy troglodita, ni soy moro,

120
de par en par del alma abrí las puertas,
y dejé entrar al sueño p or los ojos,
con premisas de gloria y gusto ciertas *,

Don Quijote, por el contrario, simplemente se aban­


dona a sus sueños. Este es otro aspecto más, que
viene a confirmamos lo que hay en él de artista
manqué. Gran parte de su creación imaginativa
permanece en su pensamiento; sólo allí tiene él li­
bertad, por ejemplo, para pintar a Dulcinea tal y
como desea (I, 25). Sigismunda responde a.1 inten­
to del propio Cervantes, fallido a pesar de sus es­
fuerzos, de dar realidad artística a la mujer ideal,
la cual, en el Quijote, aparece radiante a los ojos
del lector y al mismo tiempo un poco imprecisa
en la mente del héroe. Cervantes explora, como
ningún otro escritor imaginativo había hecho has­
ta entonces, el misterioso territorio en que se en­
cuentran y confluyen no sólo la vida real y el sue­
ño, sino también el arte.
La habilidad natural de ün autor requiere un ejer­
cicio adecuado y condiciones favorables en que
prosperar, así como labor de poda y entrenamien­
to. El escritor necesita experiencia del mundo, tan­
to como experiencia de su arte. Las frecuentes re­
ferencias de Cervantes a la experiencia como guía,
maestra, dueña y señora de las artes, madre de las
ciencias, etcétera, no pierden importancia por el
hecho de constituir tópicos literarios usuales. El
ingenio y la agudeza vienen dados por la experien­
cia, y ésta se adquiere tanto a través de la vida co­
mo a través de los libros; como era de esperar,
Cervantes recomienda las dos cosas: viajar y leer2.
En su vejez, sin embargo, manifiesta cierta prefe­
rencia por la lectura, sosteniendo —no muy since
ramente— que la lectura hecha con atención aven­

1 Parnaso, VI, 84.


2 DQ, II, 25; V, 226. Persiles, II, 6; I, 194. Lic. Vidriera, pág.
76. Coloquio, pág. 202.

121
taja a la observación hecha sin ella (Persiles,
III, 8).
El mismo no pudo gozar a menudo de sosiego
para escribir, pero sostiene la antigua creencia de
que las musas se recrean en las fuentes y en los
bosques y rehuyen los lugares muy visitados por
los hombres1. Si es cierto que el Quijote se engen­
dró en una cárcel, el argumento contra esta idea
popular parece de peso; pero es evidente que Cer­
vantes no consideraba deseables tales condiciones.
El anhela el sosiego y la tranquilidad de los cam­
pos, '((la serenidad de los cielos, el murmurar de
las fuentes, la quietud del espíritu» (DQ, I, pról)2.
El ocio es necesario porque, como Sancho juicio­
samente observa, «las obras que se hacen a priesa
nunca se acaban con la perfección que requieren»
(II, 4). Pero, naturalmente, estas condiciones son
secundarias. El hecho de escribir versos en medio
del sosiego que da el ocio no libra del fracaso al
desdichado autor dramático de que se habla en el
Coloquio. No tiene talento natural que educar.
Todas estas consideraciones se hallan disemina­
das al azar a lo largo de las obras de Cervantes;
no constituyen un razonamiento ordenado. Pero si
las reunimos, descubren una clara conciencia de
ciertos requisitos básicos y ciertos problemas ini­
ciales del escritor, que no estaría fuera de lugar en
un Ars poetica. La inspiración, ese impulso extra-
humano que se apodera del hombre que no ha na­
cido poeta, es necesaria. Todas las almas son igua­
les y por ello la inspiración no se distribuye según
consideraciones sociales. La composición literaria,
sin embargo, no depende sólo de ésta; supone tsftn-
bién un esfuerzo intelectual. Las facultades imagi­

1 Cf., por ejemplo. T á c it o , op. cit., IX, pág. 19; G. V id a , De


arte poética, I, versos 486 y sigs., en el libro de B a t t e a u x Les
Quatre Poétiques (París. 1771), vol. II; R e n g if o , op. cit., pági­
na 22.
2 Cf. La gitanilla, págs. 63-64.

122
/

nativas, de cuya fuerza Cervantes es especialmen­


te consciente, deben ser controladas y canalizadas
de forma que sirvan a los fines de la expresión. El
escritor necesita también experiencia de la vida y
de la literatura. El ocio y el ambiente apacible le
ayudan a su tarea.
Queda todavía por tratar la cuestión de su edu­
cación general.

5. La erudición
Los intereses posibles de un poeta son
ilimitados; cuanto más inteligente sea,
tanto mejor; cuanto más inteligente sea,
es tanto más prqbáble que tenga intere­
ses: nuestra única condición es que los
convierta en poesía, y no se limite a me­
ditar poéticamente sobre ellos.
T. S. ÉL IO T

Para perfeccionar su talento natural por medio


del arte, el poeta no sólo debía conocer todas las
reglas y artificios propios de su oficio, sino que
también debía poseer una buena información gene­
ral acerca de toda clase de materias. El ideal era
que fuese un hombre realmente culto; en teoría, sus
posibles conocimientos no tenían límites. El presti­
gio y la autoridad de que gozaban los antiguos es­
critores griegos y latinos, juntamente con la doc­
trina de la imitación de los modelos, hicieron que
el estudio fuera una necesidad para el poeta. La
erudición poética era, además, el corolario de al­
gunas otras creencias: de la creencia en la función
educadora de la poesía; de la creencia —que Cer­
vantes defendía casi con pasión— en la nobleza in­
herente a la poesía, lo que significaba que ésta de­
bía apartarse del lugar común y de lo vulgar, de la
123
multitud; de la creencia, finalmente, en que la poe­
sía era una especie de compendio de todas las ar­
tes y ciencias e incluía en sí gran parte de la sus­
tancia de la filosofía y de la oratoria.
Este último concepto, heredado de la Antigüedad,
aparecía corrientemente en la teoría poética de la
época, tanto española1 como italiana, aunque hubo
algunos críticos, como el refractario Castelvetro,
que se opusieron a él. En la Antigüedad y en la
Edad Media iba unido generalmente al concepto de
' alegoría. En el Renacimiento encontró terreno ade­
cuado en la teoría estética entonces en boga que re­
quería que la belleza que resulta evidente se com­
pletara y perfeccionara con adornos morales e in­
telectuales. También formaba parte de la idea de
que todas las cosas del universo podían ser mate­
ria de poesía. No nos extrañará, pues, que en los
populares panegíricos de la poesía que se escribie­
ron en aquellos años fuéra acogida esta noción y
explotada sin ningún miramiento2.
Así, pues, el poeta se veía obligado a seguir en
su obra esta concepción de la poesía y a conocer
no sólo la materia propia de su oficio, sino también
algo de todas o casi todas las demás. Lope de Ve­
ga, que aludió más de una vez a la base común en
que se sustentan la poesía y la filosofía, se expre­
só con bastante claridad a este respecto:
No sólo ha de saber eLpoeta todas las ciencias, o
a lo menos principios de todas, pero ha de tener grari-

1 Por ej., S á n c h e z d e L im a , o p . cit., f o l . 27 v.; C a r v a l lo . o p .


cit., fol. 42 v.; P . S o t o d e R o ja s , Discurso sobre la poética, obras
(ed. Madrid, 1950), p á g s . 2Θ-27; C . S u a h e z d e F ig u e r o a , La constan­
te Amarilis (Valencia, 1609), p á g . 42; E l P i n c i a n o , o p . cit., X, 216;
III, 236-37.
2 A s í, A l o n s o d e V a ld é s , Prólogo en alabanza de la poesía en
la obra de Vicente Espinel Rimas diversas (Madrid, 1591);Z>is-
curso en loor de la poesía, curioso trabajo del que es autora
una entusiasta dama peruana anónima, que sirve de prólogo al
Parnaso antartico de obras amatorias (Sevilla, 1608), de D ie g o
M e x ía , fol. 11 r-v; F. V e r a y M e n d o z a , Panegírico por la poesía
(Montilla, 1627), fols 22 r y sigs.

124
dísima experiencia de las cosas que en tierra y mar
suceden, para que ofreciéndose ocasión de acomodar
un ejército o describir una armada, n o hable com o
ciego, y para que los que lo han visto no le vituperen
" y tengan p or ignorante. Ha de saber ni más ni menos
el trato y manera de vivir y costumbres de todo gé­
nero de gente; y, finalmente, todas aquellas cosas de
que se habla, trata y se vive, -porque ninguna hay hoy
en el mundo tan alta o ínfima, de que no se le
ofrezca tratar alguna vez, desde el mismo Criador
hasta el más vil gusano y monstruo de la tierra *.

La Poesía aparece personificada en el capítulo


IV del Viaje del Parnaso de Cervantes, rodeada de
las artes liberales y de las ciencias, que la sirven
y la tratan con «amoroso y tierno afecto» y con
«santísimo respeto», porque saben que así realzan
su propio prestigio. Esta hermosa y santa donce­
lla que representa a la Poesía lo sabe todo; ella
abre los secretos y los cierra; conoce la superfi­
cie de todas las ciencias y la bondad que éstas en­
cierran; con ella mora la divina y moral filosofía;
es, sin comparación posible, la más universal de
todas las ciencias, y no conoce límites. La imagina­
ción idealista de Cervantes se siente atraída, evi­
dentemente, por esta antigua y venerable idea. Prue­
ba de ello es que la repite Don Quijote en otroelo­
gio de la poesía y vuelve a aparecer de nuevo en
boca del Licenciado Vidriera2.
Dado que la teoría de la novela de Cervantes se
basa en la teoría de la poesía, no debemos sorpren­
demos al encontrar que esta doctrina de carácter
enciclopédico entra también a formar parte de su
esquema de la novela de caballerías ideal. Otros
autores coinciden en esto mismo. El portugués
Rodrigues Lobo prescribe «el conocimiento de to­
das las ciencias y disciplinas» como necesario para
el autor de libros de caballerías3. Lope de Vega dice
1 L o p e , de V ega, La Arcadia, BAE, X X X V I I I , 93.
1 DQ, I I , 16; V , 28-29. Lic. Vidriera, p á g . 92.
3 Corte en aldea y noches de invierno,
F . R o d r ig u e s L o b o , tra ­
d u c c ió n e s p a ñ o la (M o n tilla , 1622), fo l. 6 v .

125
que «penetrando los corazones de aquella corteza
[de las novelas de caballerías], se hallan todas las
partes de la filosofía, es a saber, natural, racional
y moral» 1. De igual manera, el Canónigo de Toledo
dice que. el autor de la novela de caballerías ideal
«ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo ex­
celente, ya músico, ya inteligente en las materias
de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrar­
se nigromante, si quisiere» (DQ, I, 47). Hay en este
mismo pasaje una remmiscencia de la conexión
que existe entre poesía y oratoria.

En Cervantes se refleja también la estimación por


el hombre educado y el desdén hacia la plebe ig­
norante que eran comunes a los escritores de su
tiempo. Las expresiones de respeto que prodiga an­
te los escritores elogiados por él en el Parnaso y en
el Canto de Calíope quiza sean más convenciona­
les que sinceras, pero no puede ponerse en duda
el aprecio que sentía por la erudición. Se adhería,
en sus principios generales, a una teoría de la eru­
dición poética —-y, por extensión, literaria— que
hallamos expuesta en la mayor parte de los escri­
tos críticos contemporáneos. Don Quijote recuerda
este precepto cuando habla a Don Diego de los
poetas que no conocen «otras lenguas ni otras cien­
cias que adornen y despierten y ayuden a su natu­
ral impulso» (II, 16). El Brócense dijo, de forma
bastante parecida, que de los millares de poetas
que había en España sólo unos cuantos eran poe­
tas de primera fila: la inmensa mayoría carecía de
«las ciencias, lenguas y doctrina para sabei^ imi­
tar»2. Herrera es quizá quien mejor "ilustra la ten­
dencia de la época cuando expresa su aprobación

1 C ita d o p o r H e n r y T h o m a s , Las novelas de caballerías es­


pañolas y portuguesas, tra d , d e E . P u já is (M a d r id , 1952), p á ­
g in a 119.
2 E l B r ó c e n s e , e d . d e las Obras del excelente poeta Garci-
laso de la Vega (e d . S a la m a n ca , 1581), « A l le c t o r » , p á g s. 4-5.

126
de la oscuridad poética, siempre que ésta proven­
ga de la dificultad del tema tratado y no de la ex­
presión:
la oscuridad que procede de las cosas y de la doctrina
es alabada y tenida entre los que saben en m u ch o1.

La erudición poética era sólo una consecuencia


natural del ideal renacentista del caballero erudito,
para quien los humanistas, en sus tratados peda­
gógicos, habían prescrito unos fundamentos sólidos
de saber libresco.
Evidentemente, algunos tratadistas italianos,
como Vida, Piccolomini y Tasso, vieron el peligro
que para la poesía representa la erudición incon­
trolada y, aunque aceptaban el principio general,
trataron de someterla a una disciplina. En España,
Rengifo, Carvallo y otros autores exigían que el poe­
ta tuviese algunos conocimientos de las demás ar­
tes, ciencias y profesiones, aunque no fuera un ex­
perto en ellas. Sin embargo, los tratadistas del si­
glo XVII, en su mayor parte, tomaron de Herrera
muchas sugerencias, y Carrillo y Sotomayor, en su
Libro de la erudición poética, llegó a basar en esta
doctrina toda una teoría de la poesía. Como señala­
ba el amigo de Cervantes en el prólogo a la prime­
ra parte del Quijote, «el serlo [ser gramático] no
es de poca honra y provecho el día de hoy».
Se tendía a sobreestimar la erudición. Los licen­
ciados universitarios se contaban a docenas. En
consecuencia, Cervantes (que no era uno de ellos)
dirige su crítica más contra los que abusan de la
erüdición que contra quienes la descuidan. Se bur­
ila con frecuencia de los pedantes: suavemente, por
ejemplo, en el caso de Don Lorenzo, el hijo de Don
Diego en el Quijote; con más energía, en el del jo­
ven humanista, primo del diestro en esgrima. Las

1 H errera, Anotaciones, pág. 127.

127
obras del Primo son el ejemplo más claro de erudi­
ción inútil, formada totalmente a base de «cosas
que después de sabidas y averiguadas no importan
un ardite al entendimiento ni a la memoria» (II,
22) 1. Una de sus obras, el Suplemento a Virgilio
Polidoro, constituye probablemente en la intención
de Cervantes, una parodia de un género muy popu­
lar de misceláneas informativas creado por Virgi­
lio Polidoro, tales como la Silva de varia lección,
de Pedro Mexía (misceláneas, conviene añadir, de
las que no obstante se sirvió Cervantes en el Per-
siles) .
El tema de la pedantería aparece en el prólogo
a la primera parte del Quijote y en la supuesta his­
toricidad que se atribuye a toda la novela. En el
citado prólogo, Cervantes se burla de los osten­
tosos adornos eruditos que introducen sus contem­
poráneos incluso en obras de puro entretenimien­
to. Con humor amargo y cierto toque de malicia,
simula estar preocupado porqué su novela se
halla
falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en
las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro
com o veo que están otros libros, aunque sean fabulosos
y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de
Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran
a los leyentes y tienen a sus autores p or hombres leí­
dos, eruditos y elocuentes.

El hecho de que se esté o no burlando de Lope de


Vega, como sostienen los comentaristas, np hace
al caso: era un uso literario muy extendido. Por su
parte, Cervantes declara con cierta fruición que tes
por naturaleza poltrón y perezoso para andar bus­
cando autores que digan lo que él sabe muy bien
1 A . F a r i n e l l i , Dos excéntricos (M a d r id , 1936), p á g . 59, r e ­
c u e r d a a H u a r t e e n r e la c ió n c o n e s t e p a s a je . S o b r e la m is m a
c la s e d e e i n d i c c i ó n in ú til q u e la c o n t e n id a e n la s o b r a s d e l
P r im o , c f . S é n e c a , De brevitate vitae, X I I I : « C u r io D e n ta to
fu e e l p r i m e r o q u e lle v ó e le fa n te s e n su t r iu n fo , e t c .»

128
decir sin ellos. La ironía y la minuciosidad del pró­
logo tienden a oscurecer la cuestión ejemplar que
su autor plantea: la de que el propósito del libro
(que oficialmente es desacreditar las novelas de'
caballerías) debe determinar su propia forma, y
para dar realidad a este propósito no hay necesi­
dad de traer y llevar aforismos tomados de los fi­
lósofos, la Sagrada Escritura u otros libros seme­
jantes. Lo que importa es la realización artística
de la intención del libro, y del éxito de aquélla de­
pende la habilidad del propio autor y no de otros
apoyos que se tomen prestados, por muy vistosos
que éstos puedan resultar.
El consejo irónico que da su amigo al autor acer­
ca de cómo adornar una novela con ornamentos
pseudoeruditos, capaces de impresionar a los lecto­
res, ofrece cierta semejanza con. un pasaje de Lu­
ciano. «Si cometes un solecismo —escribe Lucia­
no—, enmiéndalo a fuerza de descaro, citando al
punto un poeta o un prosista que no existen ni han
existido, y afirmando que aprueba aquel modo de
hablar y que es hombre docto y conocedor pro­
fundo del idioma» K En el prefacio que escribió
El Brócense para la traducción hecha por Gómez
de Tapia de La Lusiada de Camoens (Salamanca,
1580). hay un pasaje (probablemente una alusión
burlesca a Herrera) que nos recuerda también el
prólogo de Cervantes:
Mas porque ha venido a su noticia que hay un dic­
cionario poético, que trata quién fue Faetón, y su
padre y su madre, quién fue Venus y Hércules y sus
genealogías, n o ha querido embutir aquí fábulas ni
orígenes de vocablos ni definiciones de amor, de ira,
de gula, de fortaleza, ni vanagloria, ni propósito de
la muerte, o de la vida, no trae sonetos suyos, ni ajenos,
ni quiso tratar las muchas figuras y tropos que se le

1 L u c ia n o , El maestro de retórica, § 17, Obras completas,


trad, de F. Baráibar (Madrid, 18.!.), III, 384.

129
ofrecían en esta obra, p or ser cosa que para la nave­
gación de las Indias importaba poco, y para los lecto­
res es com o la citóla en el molino.

Asociada a la naturaleza pseudohistórica del Qui­


jote, encontramos también cierta parodia de la eru­
dición. Simular que una obra había sido traducida
de uno o más idiomas extranjeros era un recurso
favorito de los autores de libros de caballerías, e
incluso de algunos escritores, como Ginés Pérez de
Hita, que pretendían pasar por historiadores. Cer­
vantes, desde luego, parodia principalmente este
recurso, pero incidentalmente se está burlando tam­
bién de la pedantería de los eruditos, del culto a la
autoridad de los antiguos y del humanismo deca­
dente y libresco. Todo esto cuadra más con la pri­
mera parte de su obra que con la segunda, donde
las posibilidades de Cide Hamete Benengeli se ha­
llan explotadas al máximo.
Al principio se afirma que la historia de Don
Quijote pertenece a los anales de la Mancha y se
dice que hay más de un cronista. Cuando Cervan­
tes habla en el capítulo 2 de que, según unos autores,
la primera aventura fue la de Puerto Lápice y, se­
gún otros, la de los molinos de viento, no debemos
pensar forzosamente que su intención se reduce a
anticipamos, de manera bastante descuidada, unos
acontecimientos con el fin de excitar nuestra curio­
sidad (las dos aventuras ocurren luego, en la se­
gunda salida, cuando Don Quijote va acompañado
ya por Sancho); puede muy bien estar burlándose
de la forma desordenada en que los historiadores
solían escribir sus crónicas. La descripción del des­
cubrimiento del manuscrito de Benengeli consti­
tuye una nueva burla de la devoción por las anti­
güedades propia de los eruditos, y Cervantes hace
que resulte todavía más ridicula la pretendida his­
toricidad de la obra prestando él mismo atención
a la modernidad de algunos de los libros que se ha-
130
lian en la librería de Don Quijote (I, 9). El hallazgo
de los versos conmemorativos escritos por los aca­
démicos de Argamasilla constituye tin último ejem­
plo de parodia, del mismo carácter que los ante­
riores. Es también una hábil imitación de la des­
cripción que hace Montalvo del hallazgo del ma­
nuscrito de las Sergas de Esplandián (que fue en­
contrado en una tumba que había debajo de una er­
mita, cerca de Constantinopla, y traído a España
por un mercader húngaro)
Entre los dos extremos de la ignorancia y la pe­
dantería, el justo medio reside en la sabiduría ver­
dadera, considerada por Cervantes como necesa­
ria para el poeta —y, por extensión, para el nove­
lista—, ya que la ficción poética se sirve de todas
las ramas del saber. Debe contribuir a enriquecer
el talento natural y no actuar como sustitutivo de
éste. El culto a la autoridad por la autoridad misma
resulta risible; igualmente lo es la vanidad de los
académicos. Aunque la erudición constituya un
ornamento adecuado y deseable de la literatura
imaginativa, debe subordinarse, por encima de to­
do, al propósito artístico de la obra.
Para saber callar en romance y hablar en latín, dis­
creción es menester, hermano Berganza (Coloquio).

Los principios literarios que hemos venido orde­


nando hasta ahora se aplicaban en la literatura
europea occidental, a la naturaleza, función y com­
posición de la poesía. Muchas de las ideas que ire­
mos revisando en capítulos sucesivos pertenece­
rán también al dominio de la poesía. Sin embargo,
algunas de ellas adquirirán, al ser aplicadas a la
prosa narrativa, un relieve que antes no poseían.
La teoría de la novela, modelada a partir de la teo­
ría poética y todavía muy apegada a ella, empieza
a asumir una forma propia. La ruptura definitiva
1 P r ó lo g o d e G . R o d r í g u e z d e M o n t a l v o al Amadís dë Gaula,
e n Libros de caballerías, p á g . 311.

131
se producirá por el punto más débil de la teoría
poética: el de las relaciones entre poesía e his­
toria.
Algunos rasgos de los que en este capítulo he
llamado «primeros principios» ofrecen ya indicios
de nuevos desarrollos. La libertad creadora que se
concedía de manera especial al poeta épico podía
aplicarse, al menos en igual medida, a la novela;
con la ventaja de que al novelista no le afectaban
las exigencias métricas, que a veces suelen impo­
ner restricciones aun en el mejor de los poetas.
Cervantes no era un poeta demasiado bueno, y por
ello, lo primero que señala entre las posibilidades
da la novela es esta libertad. En consecuencia, la
imitación de los modelos, aun cuando era conside­
rada como una forma de gimnasia literaria desti­
nada tan sólo a reforzar la inspiración, podía re­
sultar a la larga, como descubrió el siglo xvm, per­
judicial. La escasez de modelos autorizados en el
terreno de la ficción en prosa contribuyó también
a la libertad de la novela y permitió que ésta se
desarrollara, a veces de forma un tanto torpe, pero
siempre, al menos siguiendo su propio rumbo. Sin
embargo, como era inevitable, la novela había crea­
do ya algunos hábitos, quizá más de los malos
que de los buenos. Cervantes ridiculizó estos hábitos
de tal manera, que la prosa narrativa ya no pudo
seguir siendo la misma que había sido hasta enton­
ces. Lo más curioso de todo es que llevó a cabo
esto en una novela suya propia, que, como resulta­
do de este acto de crítica, vino a alinearse, con un
rigor sin precedentes, junto al mundo del que ema­
na la crítica, el mundo del «aquí» y el «ahora», el
mundo del lector.
Y no es coincidencia que las huellas de otro pri­
mer principio nos lleven al mismo punto. La insis­
tencia con que Cervantes encarece el «propósito» y
la «consciencia» (requisitos indispensables, según el,
en la obra artística) resulta aún más importante si
132
tenemos en cuenta la relativa libertad de que
disfruta el novelista. Esa insistencia supone, en
cierto sentido, que la autoridad disciplinaria que
hasta entonces residía, tradicionalmente, en las
reglas poéticas, debía ser transferida al autor mis­
mo o, cuando menos, que había que hacer mayor
hincapié en la responsabilidad de este último. Los
autores de libros de caballerías ofrecían, en su ma­
yor parte, un ejemplo deleznable de abuso de li­
bertad. Incluso aquellos atributos de los que el
autor tenía cierto derecho a mostrarse orgulloso,
tales como sus conocimientos o su erudición, de­
ben ser mantenidos en el lugar que les correspon­
de, sin permitir que se interfieran con el propósi­
to de la obra. Pero ¿respecto a qué o a quién era
responsable el novelista? Todavía, en buena parte,
respecto a normas estéticas aceptadas y abstrac­
tas, pero también, de una manera que nadie habría
podido sospechar antes de fines del siglo xvi, res­
pecto al lector.

133
Ill

EL AUTOR Y EL LECTOR

1. Funciones de la novela', el placer y el provecho


Aut prodesse volunt aut delectare poetae,
aut simul et iucunda et idonea dicere
vitae.
H oracio

Sólo un número reducido entre los críticos espa­


ñoles del Siglo de Oro penetra en los problemas del
arte literario con la profundidad con que lo hacen
los mejores críticos italianos que tratan el tema.
Pero los escritores españoles de la época muestran
una preocupación aún más honda por los efectos
que la literatura puede producir en el público. Los
críticos de las novelas de caballerías en España se
preocupaban más de los efectos que éstas produ­
cían en el público, y menos de sus cualidades ar­
tísticas formales, que los críticos del romanzo en
Italia.
Las dos funciones gemelas tradicionalmente ads­
critas a la poesía eran la instrucción y el entreteni­
miento, y las cualidades a ellas asociadas eran, res­
pectivamente, la utilidad y el deleite. Se aplicaban
ambas, tanto a la prosa narrativa como a la poesía
o el teatro. En la antigua Grecia, la importancia
relativa de estas dos funciones fue una cuestión
135
de especial interés. No produjo igual solicitación
en el siglo xvi. porque la poesía no ocupaba ya la
misma posición, en el terreno de la educación prác­
tica, que había ocupado en la Antigüedad. La opi­
nión más extendida —de hecho, un auténtico lugar
común— era que la poesía debía desempeñar am­
bas funciones. Durante la época de la Contrarrefor­
ma, sin duda se volvió a insistir sobre todo en la
función didáctica, pero no debemos exagerar esto
último. Escalígero consideraba que el oficio del poe­
ta era enseñar deleitando. Castelvetro, por el con­
trario, pensaba que su misión era, principalmente,
proporcionar placer y entendimiento al pueblo. Pic-
colomini, aun admitiendo las dos funciones, hacía
hincapié sobre todo en la función doctrinal y no
aceptaba que la buena poesía pudiera producir sólo
deleite. Las opiniones de Tasso eran un tanto varia­
bles, pero pensaba que la épica debía ser útil y
agradable a un mismo tiempo. Según otros mu­
chos autores, ambas funciones eran propias de la
poesía. Se llegó a añadir también un tercer requi­
sito, tomado de la retórica: a saber, que la poesía
debía producir emoción. La mayor parte de los crí­
ticos españoles asignaba sin mucha discusión a la
poesía las dos primeras funciones, y a menudo tam­
bién la tercera, aun cuando había entre ellos dife­
rencias en cuanto al énfasis que ponían en las mis­
mas. Pese a las enfáticas declaraciones que hacían
los escritores sobre el carácter edificante de sus
obras, no parece inexacto afirmar que, por lo ge­
neral, tanto los críticos como los demás autores se
fijaban, cada día con más atención, en otra de jas
funciones de la literatura imaginativa: la de delei­
tar. Y esto implicaba, por su parte, un cambio sutil
de la atención, dirigida ahpra hacia el lector, hacia
sus exigencias y reacciones.
Nadie que haya prestado atención a Cervantes
puede dudar de que éste tomara muy en serio las
funciones de la literatura. Sin embargo, en el pró-
136
logo a la primera de sus obras perviven aún hue­
llas de aquella tendencia heredada de la Edad Me­
dia y todavía con mucha vigencia en el Renacimien­
to, que consideraba a la poesía como mero pasa­
tiempo y obligaba al poeta a pedir excusas por per­
der el tiempo dedicándose a tales frivolidades ju­
veniles. El Marqués de Santillana, por ejemplo,
se disculpa de haber escrito sus «decires» y «can­
ciones» diciendo que pertenecían, «con el vestir,
con el justar, con el danzar y con otros tales corte­
sanos ejercicios», a la época de sus ocupaciones
juveniles1. En el mismo tono, esencialmente infra-
valorativo, se expresaba fray Luis de León al escri­
bir su presentación a Portocarrero de lo que cons­
tituye uno de los ejemplos más delicados de poesía
en castellano. De igual manera, Cervantes descri­
be La Galatea, en forma que podría desconcertar­
nos y confundirnos, como un producto de aquella
época de su vida en que, por no haber salido ape­
nas de los límites de la juventud, son todavía líci­
tas semejantes ocupaciones (pról.).
Hay detrás de estas disculpas algo más que sim­
páticas manifestaciones de modestia. No se trata
de disculpas por escribir una poesía poco madura.
Son disculpas por escribir poesía. González de Bo-
badilla llega incluso a empezar su novela pasto­
ril hablando de cosas tan «rateras» como la poe­
sía, y declara también que apenas había termina­
do sus estudios de latín cuando la escribió2. Aun­
que tales excusas contituían una fórmula de todos
aceptada, el hecho de que fueran presentadas con
tanta frecuencia por personas tan devotas de la

! M a r q u é s d e S a n t i l l a n a , Proemio y carta (e d . O x fo r d , 1927),


p á g . 69. E s t a o p in ió n e s a n te r io r a la E d a d M e d ia . P l u t a r c o
c o n s id e r a b a q u e la s c o m p o s ic io n e s p o é t ic a s s o n s ó l o « u n p a sa ­
t ie m p o in fa n til» c o m p a r a d a s c o n la s h a za ñ a s d e lo s g u e r r e r o s
(On the Fame of the Athenians, 350, 8; Moralia tra d , d e P . C.
B a b b itt, L o e b C l, L ib ·).
2 B. G o n z á le z de B o b a d i l la , Ninfas y pastores de Henares
(A lc a lá d e H e n a re s, 1587), f o l . 5 v.

137
poesía como fray Luis de León, Cervantes e in­
cluso Herrera refleja el malestar qué respecto a
la poesía prevalecía en las actitudes del siglo xvi,
antes de que la Poética de Aristóteles llegara a
establecerse de una manera dominante en el terre­
no de la crítica. Había numerosas defensas de la
poesía, y todas eran muy apasionadas, quizá por­
que carecían de los argumentos realmente convin­
centes que vino a proporcionar la obra de Aristó­
teles. Pero la ejemplaridad y el significado alegó­
rico, que fueron las grandes justificaciones medie­
vales de la ficción poética (para la que existía el
nombre menos suave de «mentiras»), ya no pare­
cían suficientes, desde el momento en que cada
día salía de las prensas mayor número de obras
de entretenimiento. La Poética vino a devolver a
la ficción su antigua dignidad. No por ello cesa­
ron las justificaciones y las defensas de la poesía,
pero el tono de las mismas cambió a partir de en­
tonces. La poesía tenía ahora una base sólida en
que apoyarse.
No encontramos más excusas de esta clase en
la obra de Cervantes. Sus numerosas alusiones a
las funciones de la literatura quizá constituyan
lugares comunes, pero no se hallan repetidas dis­
traídamente; es evidente que había reflexionado
sobre ellas. Da más importancia a la función del
entretenimiento, pero hay que reconocer que se to­
ma muy en serio la cuestión del entretenimiento.
En unas cuantas ocasiones, Cervantes aplica a
la literatura el único patrón absoluto por el que
podía ser medida. Según este patrón, sólo los li­
bros sagrados o de devoción eran totalmente pro­
vechosos; comparadas con ellos, las demás obras
tenían que resultar triviales. El resultado era, sen­
cillamente, que toda la literatura qüedabárdividi-
da entre dos extremos, de acuerdo con una fórmu­
la bastante corriente:
138
Los sujetos o son divinos o profanos, y por eso muy
diferentes entre sí; porque los primeros tratan de co­
sas provechosas a la salud del alma, diespertando las
dos principales virtudes, Esperanza y Caridad... Los
segundos emprenden sujetos meramente curiosos, ma­
terias que sólo deleitan al mundo, obras que no alimen­
tan t í espíritu: antes se hallan cercadas y vestidas de
vanidades, com o fundadas sólo en el placer y pasa­
tiempo del ánimo*.

Esta visión austera de la literatura se refleja


a menudo en las ideas de escritores como Cervan­
tes, a quienes indudablemente no podríamos con­
siderar puritanos. El autor del Quijote no pierde
el tiempo en estériles comparaciones, pero, al igual
que muchos moralistas del siglo xvi, opone a ve­
ces el tipo de la literatura moralmente saludable
al de las novelas de caballerías y otras obras frí­
volas. El Canónigo, tratando de canalizar los inte­
reses de Don Quijote, le aconseja que lea no sólo
libros de historia verdadera, sino también de his­
toria sagrada, lecturas que sin duda redundarán
en provecho de su conciencia y en aumento de su
honra (I, 49). Idénticos extremos literarios apare­
cen unidos también en la visita a la imprenta de
Barcelona (II, 62). Marasso ha sugerido ingeniosa­
mente que no hay necesidad de buscar un libro ita­
liano perdido llamado Le Bagatelle, y que la Luz
del alma no es necesariamente la obra que con ese
título escribió fray Felipe de Meneses: el primero
representa las trivialidades literarias, y la segun­
da, los libros de devoción 2. Cuando el Caballero
recobra el juicio en su lecho de muerte, reconoce
que los libros de caballerías son disparatados y
engañosos y se lamenta de que no le quede tiempo
para leer otros que sean «luz del alma» (II, 74).

1 C. S u á r e z d e F ig u e r o a , Plaza universal de todas ciencias


y artes (Madrid, 1615), fol. 125 r-v. Es la versión española de
la Piazza universale, de T o m m a s o G a h z o n i (Venecia, 1587).
2 A. M a r a s s o , Cervantes', la invención del « Quijote» (Bue­
nos Aires, 1954), págs. 257-59.

139
El mero resumen de cuál sea la finalidad de' es­
cribir lo hace el Canónigo de Toledo al decimos
que es «enseñar y deleitar juntamente» (DQ, I,
47) Pero ¿de qué manera se esperaba que una
narración resultara instructiva y útil? Ni Cervan­
tes ni sus lectores podían pretender que La Gala-
tea fuera una obra útil a los ganaderos, como ha­
bía hecho Virgilio al afirmar que enseñaba agricul­
tura con sus Geórgicas. Ciertamente, algo podía
esperarse de la ficción en prosa a este respecto.
El escritor debía ser docto, o al menos bien infor­
mado, y el lector podía confiar en sacar algún pro­
vecho de ello. Pero la función de la prosa narra­
tiva, por lo menos según la entendía Cervantes, no
era estrictamente doctrinal. Se hallaba en relación
principalmente con el concepto de ejemplaridad,
que, a pesar de las nuevas ideas sugeridas en tor­
no a la ficción, todavía influía en la literatura has­
ta extremos que el lector moderno sólo puede apre­
ciar muchas veces mediante un esfuerzo. El efec­
to que produjeron las doctrinas aristotélicas en el
concepto de ejemplaridad consistió fundamental­
mente, como veremos más adelante, en ampliarlo.
Cervantes estaba tan obsesionado por el proble­
ma de la verdad en literatura, que resulta difícil
no llegar a creer que, para él, la «utilidad» de la
prosa narrativa dependía sobre todo de su verdad
poética.
El entretenimiento era, sin embargo, lo princi­
pal. Todo el que haya leído a Cervantes habrá no­
tado la facilidad con que los personajes cervanti­
nos se ponen a contar cuentos o a escuchadlos. Los
cuentos constituyen un pasatiempo agradable para
el auditorio de dentro de las novelas lo mismo que
para el lector. Proporcionan reposo a las mentes,
distracción, «evasión». Una y otra vez se habla en
las novelas de Cervantes del placer que se siente

1 Cf. Coloquio, pág. 163.

140
tras haber escuchado una narración. El entreteni­
miento, Cervantes da a entenderlo claramente, es
la función primordial de la prosa narrativa.
La forma más elevada de placer, en la literatura
imaginativa, proviene de aquella belleza armonio­
sa que es inseparable de la verdad poética de la
obra. Como explicaba León Hebreo, las fantasías
e imaginaciones, aun siendo lindas en apariencia,
no pueden ser realmente bellas, porque ofenden a
la razón intelectual, que las tiene por feas1. Así,
el Canónigo, hablando en contra de los libros de
caballerías, dice:
Y puesto que el principal intento de semejantes libros
sea el deleitar, no sé yo cóm o puedan conseguirlo,
yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates;
que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de
la hermosura y concordancia que ve o contempla eh
las cosas que la vista o la imaginación le ponen delan­
te; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostu­
ra n o nos puede causar contento alguno2.

Si la literatura deleita e instruye no es simple­


mente «porque sirve de algo», sino «porque sirve
de algo a alguien». Su efectividad depende, en par­
te, de la persona que reciba su mensaje. Distintas
clases de literatura gustan a distintas clases de
gente. Esto produce una complicación de impor­
tancia, porque con ello Cervantes admite implíci­
tamente varios niveles operativos. En el nivel más
alto, sólo una verdadera obra de arte puede agra­
dar a una persona entendida como el Canónigo, el
cual desea que se produzca en su mente esa nota
de armonía. En un nivel más bajo, los libros de ca­
ballerías pueden gustar a una persona inculta co­
mo el Ventero, que no siente la menor preocupa­
ción por el «arte». Esos mismos libros disgustan
al Canónigo, pero (y aquí surge la complicación)

1 L eón H ebreo , o p . o it ., p á g . 314.


2 DQ, I , 4 7; I I I , 346-47.

141
también él puede divertirse con ellos, al nivel más
bajo, cuando se dispone a no ejercitar sus faculta­
des críticas.
De mí sé decir que cuando los leo, en tanto que no
pongo la imaginación en pensar que son todos mentira
y liviandad, me dan algún contento; pero cuando caigo
en la cuenta de lo que son, doy con el m ejor dellos en
la pared (DQ, I, 49).

Desde el punto de vista más elevado, este pla­


cer es falso, e incluso cuando los lee sin ejercitar
la crítica acaba por cansarse, como la mayoría de
la gente en circunstancias semejantes.
Y aunque he leído, llevado de un ocioso y falso gusto,
casi el principio de todos los más que hay impresos,
jamás me he podido acomodar a leer ninguno del
principio al cabo, porque me parece que, cuál más, cuál
menos, todos ellos son una mesma cosa, y no tiene
más éste que aquél, ni estotro que el otro (DQ, I, 47).

No llegan a gustarle a causa de sus defectos ar­


tísticos y, además, porque desconocen por comple­
to la función instructiva (aunque sus autores pre­
tendieron frecuentemente lo contrario), exacta­
mente igual que las antiguas fábulas milesias, «que
son cuentos disparatados, que atienden solamente
á deleitar, y no a enseñar; al contrario de lo que
hacen las fábulas apólogas, que deleitan y ense­
ñan juntamente» x.
La enorme popularidad de los libros caballeres­
cos, aunque iba declinando rápidamente, consti­
tuía aún un factor de importancia. No desempeña­
ban la función de entretener como había que ha­
cerlo, pero la desempeñaban aunque fuera de ma­
nera imperfecta. Cervantes se hallaba muy lejos
de ser un snob en materia de literatura. Quería
hacer una prosa narrativa que agradara a ambos
1 Ibid., p á g . 346. Cf. J. L. V iv e s , De ratione dicendi, III,
Opera, I, 144.

142
niveles del público. Se daba perfecta cuenta de la
fascinación que ejercían los libros de caballerías,
de ese elemento hipnótico que existe en el entre­
tenimiento, y que podría darse incluso en un arte
que, según los principios más exigentes, resultase
imperfecto. Don Quijote, que para todo lo demás
se comporta como discreto, se siente hechizado
cuando se trata de libros de caballerías. Esta ha­
bilidad de Cervantes para considerar los libros de
caballerías desde dos niveles (o, para ser más exac­
tos, desde tantos niveles como personajes hay en
el Quijote afectados por ellos) es un ejemplo de
su extraordinaria aptitud para mirar las cosas con
una especie de visión múltiple. Nós ayuda a expli­
car la ambigüedad del juicio que emite acerca del
autor del Tirante el Blanco. El Cura le condena
por sú ineptitud artística (desde el nivel más alto),
tras haber alabado, un momento antes, el libro
(desde el nivel más bajo) por el entretenimiento
que proporciona.
La función primaria de la novela pastoril es tam­
bién el entretenimiento. Así se deduce claramente
de la definición dada por Berganza en el Coloquio,
donde se describen estas novelas como obras «pa­
ra entretenimiento de los ociosos». En el capítu­
lo 6 de la primera parte del Quijote se las llama
«libros de entendimiento». Rodríguez Marín y
otros editores anteriores corrigieron esta palabra
y leyeron «entretenimiento». Parece más probable
que Cervantes las llamara «libros de entreteni­
miento», pero ambas soluciones tienen sentido. Si
lo que escribió fue «entendimiento», habrá que
pensar que estaba diferenciando más aún la nove­
la pastoril de la de caballerías, haciendo hincapié
indirectamente en la función utilitaria e instructi­
va; función que Cervantes no excluía del género
pastoril, ya que llegó a escribir, en el prólogo a
La Galatea, que había mezclado en su obra razo­
nes de filosofía entre algunas amorosas de pasto­
143
res. Podemos suponer que consideraba la discu­
sión filosófica tan instructiva como el entrete­
nimiento.
Lo que, en mi opinión, constituye el juicio defi­
nitivo de Cervantes acerca de la función de la no­
vela procede, en efecto, de una idea muy antigua y
generalizada: la de que la literatura imaginativa
(para el escritor tanto como para el lector) repre­
senta un descanso en las tareas cotidianas y un
alivio de las preocupaciones1. Al proporcionar a
là mente una ocupación agradable, la literatura la
libera momentáneamente de penas y sinsabores.
Puede llegar incluso a procurar un alivio más du­
radero, y por ello tiene cierto valor terapéutico.
Esto equivale a decir que las dos funciones están
unidas, que «delectare» es «prodesse». En las ideas
literarias de los siglos xvi y xvn puede observarse
cierta tendencia a reconciliar dichas funciones, ya
sea en el modo en que lo hace Cervantes o en otros
diversos. Algunos de los mejores tratadistas pare­
cen haberse dado cuenta de que los dos mecanis­
mos eran realmente complicados y no podían des­
ligarse de una manera absoluta. Bernardo de Bal-
buena observaba que lo que es útil siempre lleva
consigo algo de deleite, aun cuando lo contrario
no siempre sea verdad2. La ficción, para Cervan­
tes, ofrece recreación, una recreación provechosa.
A la acusación de que leer novelas es una pérdida
de tiempo, cuando no algo verdaderamente noci­
vo, hay que responder diciendo que las novelas no
constituyen un mero pasatiempo para los ociosos,
sino un entretenimiento para los que están ocupa­
dos, «pues no es posible que esté continuo el arco

1 A sí, P l u t a r c o , Comparison of Aristophanes and Menander,


854, 3; M a r q u é s d e S a n t i l l a n a , « C a r ta a s u h i j o » , Prose and
Verse (L o n d r e s , 1940), p á g . 38; S u á r e z d e F i g u e r o a , Amarilis,
p á g in a 44.
2 B. de B a lb u e n a , Siglo de oro en las selvas de Erifile
Poética,
(M a d r id , 1608), « A l le c to r » , fo l. 2 v . C f. A r i s t ó t e l e s ,
1448 B . V é a s e ta m b ié n E l P i n c i a n o , o p . c it., I , 212.

144
armado1, ni la condición y flaqueza humana se
pueda sustentar sin alguna lícita recreación» (DQ
I, 48).
Puesto que las novelas producen este efecto be­
neficioso en el lector, debemos pensar que tienen
una utilidad social, como los juegos, o como los
jardines y otros lugares agradables ideados para
descanso y recreo. La época, dice Cervantes, se ha­
llaba necesitada de alegres entretenimientos (DQ I,
28). Incluso el Cura admite que hay lugar para ta­
les libros en los estados bien concertados, como lo
hay para los juegos de ajedrez, de pelota y de tru­
ecos (DQ I, 32). Una idea muy parecida a ésta apa­
rece en Piccolomini, que habla de «til] giovamen-
to di ricreare e ristorar le forze dell’animo all’altre
azioni nel modo che fanno i giuochi, gli scherzi,
i follazi ed altri cosi fatti modi di ricreare gli ani­
mi» 2. Cervantes vuelve a usar dicha comparación
ensus Novelas ejemplares:
Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra repú­
blica una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar
a entretenerse, sin daño de barras...

Condición esencial de tales obras, como vere­


mos más adelante, es que sean moralmente inta­
chables, aunque el punto de vista de Cervantes no
es el del asceta.

Sí, que no siempre se está en los templos; no siempre


se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los
negocios, p or calificados que sean. Horas hay de re­
creación donde el afligido espíritu descanse. Para este
efecto se plantan 'las alamedas, se buscan las fuentes,
se allanan las cuestas y se cultivan, con curiosidad,
los jardines3.

1 C f . E l P i n c i a n o , o p . c i t ., I I I , 229-30; J . F e r r e r (s e u d . « B is b e
y V id a l» ), Tratado de las comedias (B a r c e lo n a , 1618), f o l i o 7 v.
2 P ic c o lo m in i, o p . cit., p á g . 371.
3 Novelas, p r ó l., p á g . 22.

145
10
En la teoría cervantina, como en gran parte de
la teoría de la época, las funciones tradicionales
pierden algo de la estrechez y de la rigidez a que
estaban sometidas. En la novela, el entretenimien­
to es lo principal, pues es claro que de él depende
en gran parte la efectividad de la otra función. Hay
grados de placer, lo mismo que hay diferencias de
nivel intelectual entre los distintos lectores; el gra­
do más alto lo ocupa el placer que surge de la con­
templación de la belleza. El entretenimiento es
provechoso e incluso necesario. Las mejóresenos
velas son obras de arte que proporcionan placer,
provecho y recreación. En un comentario que hace
de pasada Don Quijote, se establece la analogía
que quizá combine mejor las ideas de lo provecho­
so y lo deleitable: «Sólo me falta dar al alma su
refacción, como se la daré escuchando el cuento
deste buen hombre» (I, 50). Las narraciones cons­
tituyen un alimento espiritual *.

2. Funciones de la novela: la admiración


T o d a s la s c o s a s s o n a d m ir a d a s o p o r q u e
s o n n u ev as o p o rq u e s o n gran d es.

B acon

En tiempos de Cervantes se pedía a la literatura


algo más, algo que llegó a adquirir una dignidad
semejante a la alcanzada por las funciones tradi­
cionales de la instrucción y el entretenimiento. JLa,
literatura debía despertar admiración en el lector
o en el espectador. Con esta palabra se entendía
fundamentalmente, al parecer, una especie de ex­
citación estimulada por todo lo que fuera excep­

1 Cf. Coloquio, págs. 249-50.

146
cional, ya por su novedad, por su excelencia, o por
otras características extremas. Las causas de ad­
miración variaban desde lo puramente sensacional
hasta lo noble, lo bello o lo sublime. Podemos di­
vidirlas, de una manera amplia, en dos tipos: lo
sorprendente y lo excelente. El concepto de admi­
ración, en su forma más simple, es tan antiguo co­
mo el arte; el narrador oral más primitivo cono­
ce la importancia que tiene sorprender a sus oyen­
tes. Pero en la admiración hay que ver especial­
mente, como han reconocido Croce y otros auto­
res, uno de los principios fundamentales del arte
barroco. Para Cervantes, lo mismo que para Tasso,
uno de los mayores problemas de la literatura con­
sistía en encontrar la manera de reconciliar lo ma­
ravilloso y «admirable» con la verosimilitud.
Los orígenes de esta idea, dentro de la teoría
literaria, se encuentran en la antigüedad. El con­
cepto de admiración se desarrolla a partir de lo es­
tipulado por Aristóteles acerca de la necesidad de
lo maravilloso en la tragedia y especialmente en
la épica. En un pasaje de su Retórica aludió tam­
bién al carácter «admirable» del lenguaje extraño
y no usual Por consiguiente, tanto el asunto co­
mo el estilo podían ser motivo de admiración. En
la teoría cervantina de la novela, el primero es,
con mucho, el más sobresaliente. Una fuente igual­
mente importante se hallaba en el requerimiento
de que la oratoria debía excitar las mentes2. Des­
de luego, el suscitar admiración no puede identifi­
carse con movere, pero la idea debe mucho a la
retórica. El tratado de «Longino», aunque publica­
do por Robortelli en 1554, parece haber sido muy
poco conocido antes de finales del siglo xvn para
que su idea del «rapto» poético pudiera ejercer una
influencia considerable.

1 A r i s t ó t e l e s , Retórica, I I I , II, pág. 181.


2 A sí, p o r e je m p lo , C ic e r ó n , De Oratore, I I , 121.

147
Los italianos del Renacimiento dieron importan­
cia al concepto. Pontano parece haber sido el pri­
mero en elaborarlo en su Actius 1. Robortelli hizo
algunas observaciones sugestivas, que fueron con­
tinuadas por tratadistas posteriores. En especial,
se dio cuenta de las dificultades que surgían ante
las exigencias contrapuestas de lo verosímil y lo
«admirable». En la época en que se publicaron las
poéticas de Minturno y Escalígero, el hecho de des­
pertar admiración fue establecido como una de las
funciones primarias de la poesía. En España, ni
El Pinciano ni Cascales, que analizaron sus tipos y
sus causas, dudaron un momento de su impor­
tancia.
La admiración es una cosa importantísima en cual­
quier especie de poesía: pero mucho más en la heroica.*
Si el poeta no es maravilloso, poca delectación puede
engendrar en los corazonesl.

Cervantes se refiere a ella repetidas veces, con­


siderándola como una reacción del público ante la
narración de unos hechos. Estas referencias suyas
suelen ser muy ligeras, por lo cual la importancia
teórica que para él pudiera tener el concepto hay
que calcularla a partir de numerosas observacio­
nes hechas de pasada. La frecuencia de las mis­
mas, sin embargo, nos indica que daba por supues­
ta la función de la admiración. Cervantes conocía
la doctrina, pero podemos estar seguros de que
esta función, en lo que a él respecta, procedía de
la naturaleza misma de la narración. En el centro
mismo de la novela reside la afición humana a ser
sorprendidos por cosas nuevas, y Cervantes cono­
cía la necesidad de atraer y mantener la atención

1 G i o v a n n i P o n t a n o , Opera omnta (F lo r e n c ia , 1520). U n a d e ­


c u a d o e x tr a c t o d e la o b r a d e P o n t a n o s e h a lla c o m o a p é n d ic e
al li b r o G i r o l a m o F r a c a s t o r o , Naugerius, sive de poetica ûia-
logus, t r a d u c id o al in g lé s p o r R u t h K e l s o , UISLL, I X (1924).
2 C a s c a le s , Tablas, p á g . 146.

148
del lector. El Canónigo exige de las obras de fic­
ción que «admiren, suspendan, alborocen y entre­
tengan, de modo que anden a un mismo paso la ad­
miración y la alegría juntas» (DQ I, 47).
En este pasaje, como en otras ocasiones, se pre­
senta la admiración asociada a la función de de­
leitar. La historia de Rutilio dejó a los oyentes «ad­
mirados y contentos» (Persiles I, 9). Cuando Pe­
riandro cuenta los sucesos de la isla bárbara, «se
suspendió Amaldo, y de nuevo se admiraron y ale­
graron los presentes» (Persiles I, 15). El ventero
de La ilustre fregona promete al corregidor oír
cosas que, «juntamente con darle gusto, le ad­
miren».
Aunque Cervantes no relacione de una manera
específica la admiración con la otra función de la
novela, la función instructiva, probablemente no
se hallaban desligadas una de otra en su mente.
Spingam ve en la admiración una consecuencia
lógica de la creencia renacentista en que la poesía
enseña mediante el ejemplo 1. Esto supone restrin­
gir en exceso el concepto de admiración, pero es
evidente que ambas funciones se hallaban asocia­
das. El sabio humanista Alexio Venegas dice que
el objeto principal de la poesía antigua era enca­
minar a los hombres hacia los preceptos de la filo­
sofía moral «por estilo de admiración»2; Vera y
Mendoza, en su Panegírico, considera que el ob­
jeto del poeta heroico es «admirar y encender el
ánimo de los presentes y por venir», cantando las
gestas de los héroes del pasado3. Por ello, pienso
que no es casualidad que la novela de Cervantes
más calculada para asombrar al lector, el Persiles,
sea también la más edificante.
1 J. E . S p in g a r n , A History of Literary Criticism in the Re­
naissance (Nueva York, 1899), pág. 53.
2 A . V e n e g a s , prefacio, fechado en 1552, a la traducción que
hizo A . A l m a z An de la obra de L. B. A l b e r t i , ElMomo (ed.Ma-
dridj-1598).
3 V e r a y M e n d o z a , op. cit., fol. 19 v.

149
Los escritores del siglo xvii intentaban sobreco­
ger e impresionar a sus lectores no sólo porque
esto fuera agradable, sino para atraer su atención
y dotarles de un talante receptivo mediante el cual
pudiera ser aceptada una lección de moral y fuera
posible comunicarles una verdad universal. Los es­
critores manieristas lograron estos resurtidos sir­
viéndose de medios estilísticos y conceptuales, que
atraían la atención del lector, despertaban su in­
genio y le invitaban a ejercitar su inteligencia. El
lector apreciaba en mayor grado la verdad de lo
propuesto cuando había tenido que luchar para
llegar a ella. Los métodos usados para estimular­
le, sin embargo, implicaban a veces no tanto un
concentrarse en el lector como un auténtico asal­
to, y no estaban desligados de las técnicas com­
bativas de los jesuítas.
La admiración era, en gran parte, un principio
intelectual, pues aunque podía estar relacionada
con la ignorancia, también podía estarlo con la cu­
riosidad, que es el origen de la sabiduría. Lope de
Vega, en una ocasión, la llamó desdeñosamente
«hija de la ignorancia» *, pero en otro momento,
corrigiéndose a sí mismo, se preguntaba: «¿Cómo
puede ser la admiración ignorancia, si el deseo de
saber es natural y la admiración el principio de
haber sabido?»2. Así, pues, al igual que las demás
funciones literarias, en especial la de deleitar, la
admiración presentaba también, en cierto modo,
un doble aspecto, determinado hasta cierto punto
por el nivel intelectual de los lectores a quienes el
autor se dirigía. Sorprender a los instruidos no era
lo mismo que sorprender a los ignorantes. Cervan-
1 L o p e d e V e g a , La Filomena, BAE, X X X V I I I , 491. C f . E r a s -
m o, Encomium moriae (e d . L e ip z ig [1905 ? ] ) , I I , 300-301: « q u i
n o n in te llig u n t, hoc ip s o m a g is a d m ir e n tu r, quo m in u s in -
te llig u n t».
2 L o p e d e V e g a , Laurel de Apolo, BAE, X X X V I I I , p r ó lo g o ,
185. C f. J. L . V i v e s , De instrumento probabilitatis, Opera, I ,
614: « E x a d m ir a tio n e n a s c itu r q u a e r e n d i c u p id ita s » .

150
tes se dio cuenta de ello referido a la comedia, gé­
nero en el cual se abusaba de la admiración con
demasiada frecuencia. No era una virtud especial
dejar con la boca abierta de asombro a unos igno­
rantes mosqueteros (DQ, I, 48; II, 26). Ni llegaría
a sorprenderse el lector verdaderamente sensato
con fáciles despliegues de erudición, inadecuados
en una obra de ficción cuyo propósito es entrete­
ner, como declaraba en el prólogo a la primera
parte del Quijote.
Evidentemente, la admiración es para Cervantes
un sentimiento poderoso, tan sólo algo menos in­
tenso que el espanto1. Su causa principal se halla
en los sucesos mismos:
N o habrá para qué preguntar si se admiraron, o no
los oyentes de la historia de Isabela, pues la historia
misma se trae consigo la admiración, para ponerla en
las almas de los que la escuchan (Persiles, III, 20).

Pero Cervantes sugiere también que puede de­


pender de la manera en que éstos se narren:
y si no os dejare admirados, o yo n o habré sabido
contarlo, o vosotros tendréis el corazón de mármol (Per-
siles, III, 16).

Es oportuno traer aquí una observación de Cas-


cales (que trató el asunto de una manera más sis­
temática que El Pinciano, aunque con menos ima­
ginación que éste). «La admiración —decía— nace
« D e e s p a n to , n o e s t o y e n m í.
M a l d ije ; d e a d m ir a c ió n ,
q u e e s p a n to ja m á s le tu v e .»
(C a s o de los celos, II, pág. 199.)

« ...o c a so nuevo,
d ig n o d e a d m ir a c ió n q u e ca u se e s p a n to .»
( Parnaso, V I I Ï , 112.)

« .. .d e a d m ir a c ió n , q u e lle g u e a s e r e s p a n to .»
(Ibid., I, 22.)

151
de las cosas, de las palabras, de la orden y de la
variedad» 1. Para el autor del Persiles la variedad,
evidentemente, intervenía también en ella. En todo
caso, la «variable historia» de Riela consigue el
efecto apropiado en el auditorio (I, 6).
Y como la sorpresa se halla asociada a la nove­
dad, la invención literaria se supone que debe pro­
ducir admiración. Para los escritores españoles de
la época, la' palabra «invención» implica también
frecuentemente lo ingenioso o lo rebuscado. Usan­
do la palabra en este sentido, el Mayor de Pedro
de Urdemalas observa que las «invenciones nove­
les, o admiran, o hacen reír»2. La distinción que
aquí se sugiere entre lo «admirable» y lo ridículo
se halla también. presente en las palabras de Cer­
vantes cuando nos dice que «los sucesos de Don
Quijote, o se han de celebrar con admiración, o
con risa»3. En mi opinión, la explicación de esta
distinción no del todo evidente hay que buscarla
en la idea de que lo verdaderamente «admirable»
ha de poseer verosimilitud. Cuando no sucede así,
escribe El Pinciano, «la admiración de la cosa se
convierte en risa»4. La consecuencia natural de
esto es que lo que es a un mismo tiempo extraordi­
nario e inverosímil llega a ser fuente de lo cómico,
o al menos de cierto tipo de comicidad. Pero ni
El Pinciano (que habla de las obras teatrales que,
sin serlo en la intención del autor, resultan cómi­
cas, y cuyas opiniones sobre la admiración no son
del todo consistentes a este respecto) ni Cervantes
(que tiene, contra lo que cabría esperar, tan pocas
cosas que decir acerca de lo cómico) desarrollan
1 C a s c a le s , Tablas, p á g . 147.
2 Pedro de Urdemalas, II, pág. 163.
3 DQ, II, 44; VI, 273.
4 E l P i n c i a n o , op. cit., II, 104. H e r r i c k observa que la teow
ría de M a g g i sobre lo «admirable» como fuente importante de
lo cómico era algo inusitado («Comic Theory», págs. 44 y si­
guientes). Sin embargo, la idea de lo que es «admirable» por
su carácter absurdo o grotesco aparece en otros tratadistas,
incluido E l P i n c i a n o , op. cit. II, 61, 63-64.

152
esta idea. El creador de Benengeli y autor del Via­
je del Parnaso, desde luego, conocía en la práctica
la manera de explotar las posibilidades cómicas de
lo que es extraordinario e increíble, pero la idea
no figura en su teoría. Figura, sí, su crítica de lo
cómico no intencionado (que también él sabía uti­
lizar), pero esto era una cosa muy distinta.
La importancia de esta función en la teoría de la
novela de Cervantes proviene de su afición perso­
nal por lo excepcional, por aquello que «es noti­
cia», diríamos hoy, utilizando términos periodísti­
cos. Pero lo excepcional puede ser milagroso, ma­
ravilloso o simplemente insólito, y aquí surge la
dificultad. Porque, seguimos citando a El Pincia-
no, «parece que tienen contradicción lo admirable
y lo verosímil» 1. En el capítulo V veremos de qué
manera intenta reconciliar Cervantes ambos con­
ceptos.
Cervantes apunta la virtual disparidad de los
mismos en observaciones ocasionales. El Virrey,
ante lo que afirma Ana Félix, exclama que «más es
cosa para admirarla que para creerla» (DQ, II, 63).
El autor describe, con bastante habilidad, el asom­
broso salto de quien es con seguridad la primera
mujer paracaidista que aparece en la literatura
como «más para ser admirado que creído» (Persi­
les, III, 15). El encabezamiento del capítulo 23 de
la segunda parte del Quijote advierte que va a tra­
tarse en él de las cosas «admirables» que Don Qui­
jote contó que había visto en la cueva de Monte­
sinos, «cuya imposibilidad y grandeza hace que se
tenga esta aventura por apócrifa». Estos sucesos
extraordinarios, que ofrecían un material tan en­
vidiable, plantearon a Cervantes un problema tan
importante que en su última novela se vio obli­
gado a concluir (no sé hasta qué punto en serio
ni hasta qué punto irónicamente):

1 E l· P i n c i a n o , o p . c i t ., II, 61.

153
Y o digo que m ejor sería no contarlos, según lo acon­
sejan aquellos antiguos versos castellanos que dicen:

Las cosas de admiración


no las digas ni las cuentes:
que no saben todas gentes
cóm o son

Pero Cervantes era incapaz de seguir el consejo


que él mismo había traído a colación. No podía
exorcizar lo «admirable» de su idea de la novela
ni tampoco podía acallar en él la voz de la razón.
La inteligencia tenía que saciarse, pero no a ex­
pensas de la imaginación. Ambas debían llegar a
un arreglo satisfactorio.

3. La moralidad

Pero me inclino a llegar a esta conclu­


sión alarmante: que es precisamente la
literatura que leemos para «divertimos»
o «por puro placer» la que puede ejercer
en nosotros una influencia más grande e
insospechada.
T. S . E l io t

Indudablemente, el problema de las opiniones


religiosas y morales de Cervantes lía sido hinchado
por los críticos, a partir de 1920, hasta más allá
de sus límites reales. Las afiliaciones ideológicas
han prestado apasionamiento a la discusión, y he­
mos visto que Cervantes era descrito, en un extre­
mo como campeón de la Contrarreforma, y en el
otro, como un librepensador solapado, adscribién­
dole igualmente a la mayor parte de las posibles
posiciones intermedias. Ningún punto de vista que
1 Persiles, III, 16; II, 154.

154
pretenda ser exclusivo es satisfactorio, y siempre
se puede ofrecer algún testimonio que justifique
las interpretaciones más dispares. Para clarificar
la imagen es necesario partir del hecho de que hay
en sus obras líneas de pensamiento que se oponen
unas a otras. No es sólo en sus ideas religiosas y
morales donde esto ocurre, ni es él el único gran
escritor europeo de aquel período crítico de la his­
toria que le tocó vivir de quien podamos decir que
esto es verdad. Sin embargo, no nos corresponde
considerar el problema en toda su amplitud; nues­
tra tarea se reduce a determinar el papel de la mo­
ralidad en su teoría de la prosa novelística.
Con todo, no podemos ignorar el hecho de que
en unas cuantas, muy pocas, ocasiones no se pue­
de decir sinceramente que sus novelas se atengan
a ciertos principios elevados de moralidad como
los profesados, señaladamente, en sus Novelas
ejemplares. Existe, además, el caso notorio de su
obra El viejo celoso. ¿Cómo es posible, después
de «tanto ’’cortarse la mano” », en frase de Castro x,
que Cervantes haya publicado este entremés? Sólo
nos cabe hacer conjeturas. La razón principal que
luego sugeriré para justificar los deslices que en­
contramos en sus novelas quizá no resulte inapli­
cable aquí. Es evidente, asimismo, que, siempre
que escribía para el teatro, tendía a disminuir el
rigor sometiéndose al uso popular, y los entreme­
ses constituían un género tradicionalmente obsce­
no. Pero también se ha respondido a ello muy ade­
cuadamente diciendo que la moralidad no es una
cuestión de género literario. Lo que no es posible
discutir es que, según las normas profesadas por
Cervantes (aunque no según las que profesaban
otros escritores de la época, e incluso el censor
que autorizó su publicación), esta obra teatral· es

1 A. C astro, « L a e je m p la r id a d de la s Novelas ce rv a n tin a s»,


Hacia Cervantes, p á g . 348.

155
indecente. Lo importante es no sacar de esta afir­
mación conclusiones falsas. Sería una falsa con­
clusión pensar que el hecho de que Cervantes se
aparte de sus principios es incompatible con su
creencia en esos principios. Por el contrario, am­
bas actitudes suelen ir unidas con bastante fre­
cuencia.
Los deslices que hallamos en sus novelas no
constituyen violaciones muy espectaculares de las
reglas. Hay otras discordancias aún mayores entre
su teoría y su práctica. Tampoco deben exagerarse
desde el punto de vista moral. Sus propias protes­
tas de moralidad han atraído mayor atención ha­
cia esos deslices que la que éstos habrían atraído
por sí mismos. Considerando su obra en conjunto,
Cervantes es uno de los escritores más profunda­
mente morales.
El acusado matiz moral que hallamos en la teo­
ría literaria italiana y española de finales del si­
glo XVI no era únicamente un producto de la Con­
trarreforma, como han supuesto algunos investi­
gadores. El singular regalo que el Concilio de Tren­
to hizo al mundo no fue la preocupación ética por
la literatura. La diferencia de clima moral entre la
España de antes y después de Trento se ha exage­
rado también; fue menos pronunciada allí queden
Italia. El teólogo o el puritano más inflexible de la
época no era más duro con los poetas que lo había
sido Platón en su República, ni más severo respec­
to, a los encantos insidiosos de la poesía que Boe­
cio o los padres de la Iglesia. Los antiguos griegos
habían insistido con mayor empeño en las posibi­
lidades doctrinales de la poesía. La ejemplaridad
fue valorada en la Edad Media mucho más que en
épocas anteriores o posteriores. Los humanistas
del Renacimiento, al considerar las ficciones poé­
ticas, se interesaron muy poco por todo lo qué no
fuera el aspecto puramente instructivo de las
mismas.
156
Lo distintivo de finales del siglo xvi y comien­
zos del XVII fue una peculiar toma de conciencia
respecto a la influencia y el poder de persuasión
que la literatura podía ejercer en un público que
no se reducía ya a unos cuantos cortesanos y eru­
ditos. Como contrapartida, creció la influencia del
público sobre la literatura, y los críticos italianos
del siglo X V I , como ha mostrado Weinberg1, pres­
taron considerable atención a la acción recíproca
ejercida entre el autor, la obra y el auditorio o los
lectores. Es esta interpretación de la literatura
como fuerza activa la que hace que las considera­
ciones de los críticos de la época tengan necesa­
riamente carácter moral. «II fine della poesía è
far l'uomo perfetto e felice», escribía Benedetto
Varchi2. Difícilmente podría estimarse en más el
objeto de la poesía y, por consiguiente, su poder.
Los aspectos principales que el tema presenta
en la teoría de la novela de Cervantes son: la mo­
ralidad sexual, las cualidades ejemplares de la fic­
ción, y el problema de la verdad y la falsedad (que
requiere un capítulo aparte). Creo que, en lo que
a Cervantes se refiere, éste es el orden ascendente
que siguen según su importancia. Cervantes no
llega a profundizar en ciertos problemas que pre­
ocuparon a algunos tratadistas italianos y a unos
cuantos españoles, tales como el de si la represen­
tación gráfica del mal era siempre nociva o no.
Pero se da cuenta, eso sí, de la complejidad de
cualquier problema en el que se hallen envueltos
el bien y el mal.
Parece que el bien y el mal distan tan p oco el uno
del otro, que son com o dos líneas concurrentes, que,

1 B . W e in b e r g , « F r o m A r is to tle t o P s e u d o -A r is to tle », CL, V


(1953); « R o b o r t e l l o o n th e Poetics» y «C a s te lv e t r o ’s T h e o r y ó f
P o e tic s » , a m b o s e n Critics and Criticism, Ancient and Modem,
ed . R . S . C r a n e (C h ic a g o , 1952); ta m b ié n e l a r t ic u lo a n tes c i­
t a d o s o b r e E s c a lig e r o .
2 TOFFANIN, o p . C it., p á g . 97.

157
aunque parten de apartados y diferentes principios,
acaban en un punto (Persiles, IV, 12).

La moralidad de la novela no es de distinta cla­


se que la moralidad de la poesía, y la poesía es en
sí misma buena, aunque los hombres pueden ha­
cer mal uso de ella. Tyrsi había preguntado en el
libro IV de La Galatea:
te demando que me digas cuál loable cosa hay hoy en
el mundo, por buena que sea, que el uso della no
pueda en mal ser convertida. Condénese la filosofía,
porque muchas veces nuestros defectos descubre, y mu­
chos filósofos han sido malos; abrásense las obras de
los heroicos poetas, porque con sus sátiras· y versos
los vicios reprenden y vituperan.

Se trata de un argumento antiguo y muy usado 1.


Cervantes concebía la poesía como «la cifra do se
apura / lo provechoso, honesto y deleitable» como
«gloria de la virtud, pena del vicio» (Parnaso, IV)
y otras muchas cosas por el estilo. Al parecer (Cer­
vantes no es muy preciso en este punto), los versi­
ficadores procaces y despreciables no dañan en lo
esencial este ideal de la poesía, aunque lo ofendan
notablemente. Según este criterio, llega a distin­
guir dos clases de poesía, y se entabla una batalla
entre los seguidores de una y otra en el Parnaso.
Sus opiniones son más pintorescas que consisten­
tes, pero sus simpatías son claras. La naturaleza
de la poesía, al igual que —pongamos por caso—
la de la monarquía, nada tiene que ver con el he­
cho de que pueda haber, lo mismo que hay malos
reyes, malos poetas. Sánchez de Lima expresa esta

1 A sí, e n Rhet ad Herenn., I I , X X V I I , 44; A . d e C a r ta g e n a ,


Libro de Marco Tulio Cicerón que se llama de la retórica,
p r ó l. y d éclic., e n M e n é n d e z y P e la y o , Ideas estéticas, I, apéru-
d ic e 2, p á g . 494; J. d e l E n c i n a , Arte de poesía castellana, ib id .,
a p é n d ic e 5, p á g . 514. L a fu e n te in m e d ia ta d e e s t e p a s a je c e r ­
v a n tin o s e h a lla e n e l Libro di natura d’amore, d e M a r i o
E q u ic o l a , se g ú n P . L ó p e z E s t r a d a , e n « L a in flu e n c ia ita lia n a e n
La Galatea, d e C e r v a n te s», CL, I V (1952), 165.

158
misma idea común, y acusa a los poetas mediocres
y faltos de inspiración de deshonrar a la poesía,
porque «después de haber con ella corrido todos
los públicos mercados, la pusieron en la pasada al­
moneda» Algo más que simple moralidad se halla
implicado aquí, pero la honestidad es parte inte­
grante de este ideal. Tasso habla en nombre de su
época cuando dice que «non ogni piacere sia il fine
della poesía, ma quel solamente, il quale è con-
giunta coll’onestà» 2. El ideal cervantino de la poe­
sía se corresponde muy estrechamente con su ideal
de la belleza femenina, que es imperfecta si no la
acompañan nobles cualidades de entendimiento y
espíritu, y en la cual toda deshonestidad es incon­
cebible.
Cervantes habla con bastante dureza de los poe­
tas como casta, pero su profesión los reviste de
cierta dignidad. Apolo, en la Adjunta al Parnaso,
ordena que a todo poeta, de cualquier calidad y
condición que sea, se le considere como «hijodal­
go», en razón de la generosidad de su profesión.
El poeta, pues, debe a su oficio el ser virtuoso, ya
que en su obra refleja su propia naturaleza. «Si
el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será
también en sus versos», dice Don Quijote (II, 16).
Se trata, por supuesto, de la antigua y venerable
idea de que el buen orador (o predicador, poeta,
erudito, pintor, etc.) ha de ser un hombre bueno3.
Tasso aclara que el poeta que escribe cosas desho­
nestas peca como hombre más que como poeta,
pero dice también que los mejores poetas son ne­
cesariamente hombres buenos.4. De todo esto po­
demos deducir que, en conjunto, Cervantes no sim­
patiza con la forma en que Platón trata a los poe­
1 S á n c h e z de L i m a , o p . c i t ., f o l . 20 r .
2 T a s s o , Del poema eroico, I , 42.
3 A sí, p o r e j e m p l o , Q u i n t i l l a n o , o p . c i t ., I, p r o e m , 9, y X I
i, I ; S a n B a s i l i o , Discurso a los jóvenespara leercon fruto a
los autores paganos, V I ; H e r r e r a , Anotaciones, p á g . 329.
4 T a s s o , Del poema eroico, I , 42.

159
tas en su República, aunque este trato sea recor­
dado con aprobación, de una manera indirecta, pri­
mero al sugerir que los libros de caballerías debe­
rían ser desterrados de la república cristiana (DQ,
I, 47), y más adelante —y esto nos causa verdade­
ro asombro— por boca de la Dueña Dolorida. Esta
quisiera que los autores de versos eróticos fueran
desterrados de su país fingido. Pero a renglón se­
guido —y esto resulta significativo— retira sus car­
gos contra ellos y culpa del daño que éstos hacen
a «los simples que los alaban y las bobas que los
creen» (DQ, II, 38).
Cervantes, pues, cree que la poesía es algo in­
trínsecamente bueno, aun cuando puedan usarla
algunos poetastros de manera que insulte su digni­
dad natural y ocasione perjuicios al público. El
poeta adquiere una responsabilidad para con su
oficio en lo relativo a la virtud y, si admitimos que
la opinión de la Dueña es la del propio Cervantes,
el público tampoco se halla totalmente exento de
responsabilidad, ya que los necios y los simples
estimulan a los poetas inmorales. Quizá su ideal
de la novela sea menos elevado que el que tiene de
su rubia doncella la Poesía, pero como la novela
misma es un tipo de poesía, es inconcebible que
la opinión que hemos reseñado no pueda aplicár­
sele también en lo esencial.
Cervantes condena los libros de caballerías por
tres motivos principales: por motivos morales, por
motivos estilísticos y porque están llenos de false­
dades y de absurdos. Sus críticas más frecuentes
y más categóricas se basan, como las de muchos
escritores del siglo xvi, en el tercer apartado. Si
la Sobrina y el Ama consideran heréticos estos li­
bros y el Cura los condena a un auto de fe, es, so­
bre todo, a causa de su falsedad. Este asociarlos
a lo herético viene a ser una réplica, no intencio­
nada pero divertida, a los críticos ingleses isabeli-
160
nos, que acusaban a los libros de caballerías de
ser típicos ejemplos de la obscenidad de los mon­
jes y de las mentiras de los papas. El Concilio de
Trento, desde luego, condenaba la literatura obs­
cena1, y se ha señalado la concordancia existente
entre el pensamiento tridentino y los distintos ti­
pos de sentencias dictadas contra los libros de ca­
ballerías por el Cura en el Quijote, I, 6: condena­
ción, retención y expurgación2. Hay que indicar,
sin embargo, que existe una diferencia fundamen­
tal: las consideraciones artísticas influyen en los
veredictos del Cura muchísimo más de lo que in­
fluían en los del Santo Oficio. Conviene recordar
también que apenas hubo un libro de caballerías
que fuera prohibido realmente por la Inquisición.
Exceptuando quizá el caso del Tirante el Blanco,
en el escrutinio de la librería no se habla de que
existan inconveniencias morales en las novelas ele­
gidas para comentar. Sin embargo, en otros mo­
mentos, los libros de caballerías son tachados de
indecentes o, con igual frecuencia, se les ridiculiza
por serlo. El Canónigo dice que son «en los amores
lascivos», y comenta la falta de decoro de los im­
probables amoríos reales que presentan: «¿Qué di- '
remos de la facilidad con que una reina o empe­
ratriz heredera se conduce en los brazos de un
andante y no conocido caballero?» (DQ, I, 47). Los
temores de Don Quijote ante la posibilidad de que
Cide Hamete hubiera tratado sus castos amores
con alguna indelicadeza que redundara en descré­
dito de su señora Dulcinea, son comprensibles (II,
3). Aunque, después de todo —sugiere Cervantes
con su humor irónico—, las obras de este tipo son
1 « L ib r i q u i r e s la sc iv a s s iv e o b s c e n a s e x p r o f e s s o tra cta n t,
n a rr a n t a u t d o c e n t, q u u m n o n s o lu m f i d e i s e d e t m o r u m q u i
h u ju s m o d i lib r o r u m le c tio n e fa c ile c o r r u m p i s o le n t, r a t io h a ­
b e n d a sit, o m n in o p r o h ib e n t u r , e t q u i e o s h a b u e r in t se v e r e ab
e p is c o p is p u n ia n tu r » (R e g u la VIX.
2 H . H a tz fe ld , El «Quijote» como obra de arte del lenguaje
(M a d r id , 1949), p á g . 187.

161
tan disparatadas que apenas se puede tomar en se­
rio a esas doncellas.
que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su
virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en
valle; que si no era que algún follón, o algún villano
de hacha y capellina, o algují descomunal gigante las
forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al
cabo de ochenta años, que todos ellos no durmió un
día debajo de tejado, se fue tan entera a la sepultura
com o la madre que la había parido (DQ, I, 9).

Los personajes cervantinos se hallan en des­


acuerdo unos con otros, como si fueran seres hu­
manos reales, en su actitud respecto a dichas no­
velas. La Sobrina, cuyas reacciones son particular­
mente violentas, considera cualquiera de ellas co­
mo «infame y... gastadora de las buenas costum­
bres» (II, 6). Don Diego, con ser persona mucho
más ponderada, viene a decir lo mismo. Considera
los libros de caballerías «tan en daño de las bue­
nas costumbres y tan en perjuicio y descrédito de
las buenas historias» (II, 16). Aunque esta censu:
ra no sea original, es una de las más significati­
vas. Algunos escritores del siglo xvi se daban per­
fecta cuenta del efecto depresivo que la corrupción
del gusto produce en el sistema de valores de la
gente. La segunda objeción de Don Diego se puede
completar con un pasaje de Juan de Valdés, cuya
actitud respecto a las novelas de caballerías no era
distinta a la adoptada por Cervantes:

Diez años, los mejores de mi vida, que gasté en pala­


cios y cortes, no me empleé en ejercicio más virtuoso
que en leer estas mentiras, en las cuales tomaba tanto
sabor que me com ía las manos tras ellas. Y mirad qué
cosa es tener el gusto estragado: que si tomaba en la
mano un libro de los romanzados en latín, que son de
historiadores verdaderos, o a lo menos que son tenidos
por tales, no podía acabar conmigo de leerlos '.

1 J. d e V a l d é s , Diálogo de la lengua, C lás. C ast. (M a d r id ,


1946), p á g . 174.

162
En el capítulo 32 de la primera parte del Quijo­
te Cervantes nos revela un poco qué era lo que
en esas novelas atraía, y a quiénes atraía El Vente­
ro, tras la descripción, digna de Lope, de unos
campesinos que atienden a la lectura de una de es-
t&s novelas, dice que, por su parte, cuando oye ha­
blar de los furibundos y terribles golpes que los
caballeros se dan unos a otros, le vienen ganas de
hacer otro tanto, y quisiera seguir escuchando día
y noche. A Maritornes le gusta oír contar que al­
guna señora está debajo de unos naranjos abraza­
da a su caballero, mientras les hace la guarda una
dueña, muerta de envidia y con mucho sobresalto.
La hija del ventero, .aunque propensa a impacien­
tarse ante tantos melindres amorosos, que le re­
sultan aburridos, prefiere escuchar las lamentacio­
nes que hacen los caballeros cuando están ausen­
tes de sus damas, y algunas veces llega incluso a
llorar al oír esos pasajes. Cervantes ha señalado
así las peores cualidades que en todo tiempo ha
poseído la literatura escrita para las masas: vio­
lencia, erotismo ^ sentimentalismo.
En cuanto a los otros tipos de prosa narrativa,
las novelas pastoriles son declaradas libros salu­
dables, «sin perjuicio de tercero» (DQ, I, 6). Nada
nos dice Cervantes de las novelas picarescas, gé­
nero del que tantas cosas podrían decirse; pero la
única mención que hace de La Celestina contiene
su conocida crítica de esta obra, que sería «divina»
si no ofreciera ese vivido despliegue de lo que en
el hombre existe de animalidad (DQ, I, versos pre­
liminares). La novela de Avellaneda es criticada
por Don Quijote, que se niega a leerla, «pues de las
cosas obscenas y torpes los pensamientos se han
de apartar, cuanto más los ojos» (II, 59). La acu­
sación no es del todo ociosa. Aun cuando el pro­
pio autor hiciera las usuales declaraciones de de­
163
coro V el libro de Avellaneda contiene pasajes de
mayor crudeza y obscenidad que lo que pueda en­
contrarse en las obras de Cervantes.
Llegamos ahora a las propias novelas cervanti­
nas. En lo que se refiere a La Galatea y el Persiles,
no era necesario advertir a los lectores que se tra-
taoa de o oras moralmente inofensivas (especial­
mente la última, con su riqueza de aforismos y la
inocencia casi perversa de sus dos excepcionales
amantes). Pero se hacen afirmaciones respecto al
decoro de la primera parte del Quijote y de las
Novelas ejemplares. El Bachiller dice que la pri­
mera parte es
del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento
que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no
se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta
ni un pensamiento menos que católico2.

El autor de las Novelas ejemplares sostiene que


los requiebros amorosos que en algunas hallarás, son
tan honestos y tan medidos con la razón y discurso
cristiano, que no podrán mover a mal pensamiento al
descuidado y cuidadoso que los leyere3.

Su entendimiento es
sin daño del alma ni del cueipo, porque los ejercicios
honestos y agradables antes aprovechan que dañan...
Una cosa me atreveré a decirte, que si por algún m odo
alcanzara que la lección de estas Novelas pudiera indu­
cir a quien las leyera algún mal deseo o pensamiento,
antes me cortara la mano con que las escribí que sacar­
las en público. Mi edad no está ya para burlarse con la
otra vid a 4.

Consideradas tales afirmaciones como expresión


de un principio novelístico, nada hay de notable
1 A . P . d e A v e lla n e d a , El Quijote, Col. A u stra l (B u e n o s A ires,
1946), p r ó l., p á g . 14.
2 DQ, I I , 3; I V , 97.
3 Novelas, p r ó l., p á g . 22.
4 Ibid., p á g s . 22-23.
en ellas. Que la literatura imaginativa debía ser
moral era una de las «reglas». Pero no es lícito
deducir de ello, como muchos han hecho, que Cer­
vantes citara las reglas sólo para dar a su obra
una especie (ie sello intelectual. La repugnancia
que sentía ante todo envilecimiento de la Poesía,
y los demás testimonios de su teoría, señalan una
fe genuina en el principio de la honestidad de las
obras literarias. En el pasaje del prólogo a las
Novelas ejemplares que acabamos de citar no hay
señales de esa exageración humorística que es evi­
dente en el comentario del Bachiller a la primera
parte del Quijote. Si tenemos en cuenta la alusión
que hace a su edad, es muy poco Rrobable que
haya ironía en sus palabras. Seguramente quiso
decir lo que dijo cuando las escribió.
La discrepancia no es absurda, como en el ca­
so de algunos libros de caballerías, ni ligeramen­
te desagradable, como en algunas novelas pica­
rescas, pero queda en pie el heqho de que no todas
las Novelas son tan inocentes como uno esperaría
después de leer sus declaraciones al respecto. No
lo es, desde luego, El celoso extremeño, ni siquie­
ra en la versión corregida. Resultaría extraño que,
por citar sólo un ejemplo, la atmósfera de sensua­
lidad que envuelve el hogar de Carrizales, descrita
tan a lo vivo, no indujera a la mayoría de los lec­
tores como mínimo a un mal pensamiento.
La excesiva insistencia de Cervantes en la hones­
tidad refleja, sin duda, su inquietud. Pero hay
otras señales de esa inquietud. Presentó el libro
para su aprobación á la censura eclesiástica antes
que a la civil, aunque sólo esta última era estric­
tamente necesaria. Y hay en él, contra lo que era
usual, demasiadas aprobaciones (nada menos que
cuatro). Después de todas estas cosas, quizá se
sintió libre para suavizar el título primitivo, un
165
tanto enfático, que, a juzgar por las referencias de
varias autoridades por cuyas manos pasó el libro,
parece haber sido el de Novelas ejemplares de ho­
nestísimo entretenimiento.
Hay, por lo menos, dos buenas razones por las
que Cervantes pudo haberse sentido inquieto. El
pretendía, muy justamente, ser la primera perso­
na que había escrito en España novelas cortas
que fueran suyas propias. La palabra novela, ade­
más de ser intercambiable, de manera nada adu­
ladora, con palabras como patraña o «ficción men­
tirosa», había de evocar ante el público los nom­
bres de Boccaccio, Bandello y otros novellierí muy
conocidos en España, prototipos de autores las­
civos. Cervantes pudo muy bien haber querido
presentarse como disociado de precedentes de
esta clase. En segundo lugar, es evidente que las
tres narraciones que contiene el manuscrito de Po­
rras de la Cámara le fueron leídas al Cardenal-
arzobispo de Sevilla, si es que no las leyó él per­
sonalmente. Este pudo haber arrugado su céño
eclesiástico lo suficiente como para obligar al au­
tor no sólo a alterar El celoso extremeño, hacer co­
rrecciones en Rinconete y Cortadillo y suprimir
probablemente La tía fingida, sino también a' mos­
trar en el prólogo un entusiasmo excesivo al ha­
blarnos de sus buenas intenciones (aunque habría
que añadir que la idea de ejemplaridad se halla
también muy presente en las versiones del manus­
crito de Porras).
El ideal literario cervantino incluía la pureza co­
mo algo que se daba por sentado; y las cosas que
se dan por sentadas a veces suelen descuidarse.
En mi opinión, la verdad o la falsedad artística de
una obra era una cuestión de mayor importancia
para él que la presencia o ausencia en dicha obra
de unas cuantas escenas de alcoba. En consecuen­
cia, pienso que Cervantes tendía en ocasioiaes a
despreocuparse un poco de las cuestiones morales
166
más limitadas, que a los ojos del público y de las
esferas oficiales parecían de más bulto que a los
suyos. Se trata de la eterna diferencia existente
entre la ética del artista y la ética de la sociedad,
aminorada, sin embargo, porque en el siglo xvn el
artista no se rebelaba: se adaptaba. Las protestas
de honestidad incluidas en el prólogo a las Nove­
las ejemplares representan las reacciones excesiva­
mente enfáticas del escritor ante la necesidad de
ájustar su ética artística a la ética social. No es
ésta la única ocasión en que Cervantes se muestra
ligeramente en desacuerdo con las tendencias de
su época. Las presiones sociales eran muy fuertes,
porque tenían tras ellas todo el peso de la Iglesia
y todo el enfoque que ésta daba a esos problemas.
Pero no hay razones para suponer que llevara a
cabo ese ajustamiento contra su voluntad.
Cervantes sostiene que las Novelas tienen una
virtud positiva, que consiste en ser, como prome­
te el título, activamente ejemplares.

Heles dado nombre de ejemplares, y si bien lo miras,


n o hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejem­
p lo provechoso; y si no fuera p or no alargar este sujeto,
quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se
podría sacar, así de todas juntas, com o de cada una
de por sí. (Pról.)

La última frase significa quizá que él también


considera la ejemplaridad como un atributo co­
mún a todas las narraciones incluidas, mediante
el cual éstas adquieren unidad; unidad que, en
las colecciones de Boccaccio y de la mayor parte
de los novellieri posteriores, viene determinada
por el fondo o marco de la narración. El título de
las Semanas del jardín, obra que Cervantes pro­
mete a los lectores, sugiere que se proponía utili­
zar en ella un artificio similar al de las narracio­
nes con marco. El misterio que encierra la alusión
167
que hace en el prólogo puede servir para ocultar
la sospecha de que la ejemplaridad no tenía un po­
der de cohesión muy grande.
Las afirmaciones de ejemplaridad contaban con
una muy antigua tradición entre los escritores de
prosa novelística, los cuales reclamaban esta vir­
tud para las obras más dispares. Aplicada a obras
tan diferentes como El asno de oro, de.Apuleyo,
y la Diana enamorada, de Gil Polo, es evidente que
su radio de alcance era muy amplio, aunque di­
chas afirmaciones no solían ser muy importantes.
La pretensión de ejemplaridad, que se había trans­
formado en un auténtico lugar común, volvió a
adquirir cierto impulso en la segunda mitad del
siglo X V I , cuando, según Di Francia, Giraldi Cin-
thio dotó por primera vèz a las novelle de un au­
téntico propósito edificante1.
En tiempos de Cervantes, como en la Edad Me­
dia, el significado inmediato de la palabra «ejem­
plar» era que «contiene ejemplos y lecciones mo­
rales». En este sentido, la ejemplaridad se hallaba
asociada de manera particular al cuento. Girola­
mo Bargagli, que expone en su Diálogo de’ Giuochi
interesantes opiniones sobre la novella, hace hin­
capié en la ejemplaridad2. Suárez de Figueroa, que
tanto se preocupaba por la moralidad de las obras
literarias, definía la novela como «una composi­
ción ingeniosísima, cuyo ejemplo obliga a imita­
ción o escarmiento»3. Las definiciones dadas por
Lope de Vega y otros autores se hallan expresa­

1 Novellistica, I I , 63. L a tr a d u c c ió n e s p a ñ o la d e la o b r a d e
G ir a ld i, Hecatommithi, f u e h e c h a p o r G a i t á n d e V o z m e d t a n o c o n
e l t ítu lo d e Primera parte de las cien novelas de M Juan Bau­
tista Giraldo Cinthio (T o le d o , 1590).
1 G. B a r g a g l i , Dialogo de’Giuochi (S ie n a , 1572), p á g . 214.
3 C. S u á r e z d e F ig u e r o a , El pasajero (e d . M a d rid , 1913), p á­
g in a 55. E n la Plaza universal, f o l . 276 v ., h a b la d e l p é s i m o
e f e c t o p r o d u c i d o p o r la s n o v e la s « la s c iv a s » d e B o c c a c c i o , G i r a l ­
d i y C e r v a n t e s e n la s c o s tu m b r e s fe m e n in a s . P e r o S u á r e z d e
F ig u e r o a t r a ta s im p le m e n te d e « m e jo r a r » a s u m o d e l o G a r z o n i
su s titu y e n d o e l n o m b r e d e S t r a p a h o la p o r e l d e C e r v a n t e s .

168
das eh idénticos términos. Cervantes, por supues­
to, entendía también la ejemplaridad en el mismo
sentido. En cinco de sus Novelas llama específica­
mente la atención sobre la lección moral o algún
notable ejemplo que puedan desprenderse de la
obra, y lo mismo hace en otra parte respecto a
algunas de sus historias.
La ejemplaridad es también una de las caracte­
rísticas que señala el Canónigo de Toledo en la
novela ideal. Las figuras y las cualidades ejempla­
res que enumera recuerdan algunas de las que
pueden encontrarse en tratados italianos sobre la
épica y la novela. Así nos habla de
un capitán valeroso con todas las partes que para ser
tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las
astucias de sus enemigos, y elocuente orador persua­
diendo o disuadiendo a sus soldados; maduro en el
consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el
esperar com o en el acometer '.

Este pasaje nos trae a la memoria los «capitani


di molto avvedimento e di molta prodezza» de
que habla Giraldi2. El Canónigo continúa su dis­
curso diciendo que el escritor
puede mostrar las astucias de Ulises, la piedad de
Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héctor,
las traiciones de Sinón, la amistad de Euríalo, la libe­
ralidad de Alejandro, el valor de César, la clemencia y
verdad de Trajano, la fidelidad de Zópiro, la prudencia
de Catón3;

palabras que recuerdan a Tasso:


Si ritrova in Enea l’eccellenza délia pietá, della for-
tezza militare in Achille, della prudenza in Ulisse, e per
venire ai nostri, della lealtà in Amadigi, della costanza
in Bradamante4.
1 DQ, I, 47; III, 350.
2 Dei romanzi, p á g s. 65-66.
3 DQ, I , 47; I I I , 351.
4 Dell’Arte poetica, I, 16. E n Del poema eroico, I I , 60. T a ss o
d etie n e s u e n u m e r a c ió n e n U lises. C í. ta m b ié n M i n t u r ñ o , op .
c it., p á g s . 46 y sig s.

169
Una interpretación de la ejemplaridad en senti­
do estricto podría servir para explicamos algu­
nas de las Novelas ejemplares e incluso el Persiles,
pero apenas serviría para obras como el Coloquio;
se necesita algo más difuso o más sutil. Nada aña­
diré a las muchas interpretaciones de las Novelas
dadas por lós críticos recientes; me limitaré a
hablar de la teoría. Si Cervantes creía que una
obra poseía verdad poética, ¿cómo no iba a creer
que esa obra era, en el sentido más amplio y en
el más alto grado, ejemplar? De acuerdo con los
criterios antirrealistas de la época, se decía que
los personajes debían ser descritos, por razones
de ejemplaridad, como ellos debían ser, o como
no debían ser; es decir, mejores o peores que lo
normal. Don Quijote dice que Homero y Virgilio
pintan a Ulises y Eneas no como ellos fueron, «si­
no como habían de ser, para quedar ejemplo a
los venideros hombres de sus virtudes» (I, 25).
Pero la verdad poética podía residir también én
representaciones menos idealizadas, en las accio­
nes de personajes ficticios que no eran precisamen­
te como debieran ser. Por encima y por debajo de
los avisos y ejemplos edificantes existía una re­
gión en que lo poéticamente verdadero y lo ejem­
plar se reconciliaban, y éste debe haber sido el
sentido amplio en que Cervantes entendía la ejem­
plaridad. Al fin y al cabo, la literatura imaginativa
era ejemplar simplemente por ser representación
de la vida. Todas estas ideas se combinan en la
definición cuasi-ciceroniana de la comedia como
«espejo de la vida humana, ejemplo de las costum­
bres e imagen de la verdad» (DQ, I, 48). De igual
manera vuelven a aparecer combinadas más tarde,
cuando Lugo y Dávila describe el propósito de las
novelas como el de /
poner a los ojos del entendimiento un espejo en que
hacen reflexión los sucesos humanos, para que el hom­
bre, de la suerte que en el cristal se com pone a sí,

170
mirándose en los varios casos que abrazan y repre­
sentan las novelas, componga sus acciones, imitando lo
bueno y huyendo de lo malo

Los autores de libros de caballerías no dudaban


en recomendar sus obras por el provecho que, se­
gún decían, podía derivarse de ellas. Cervantes con­
sideraba que un libro, para que fuera realmente
eficaz en el orden moral, había de ser intelectual­
mente aceptable y había de convencer desde el
punto de vista estético. En los libros de caballe­
rías, por lo general, la inverosimilitud y lo dispa­
ratado de sus historias anulaban esa eficacia. Pero
Cervantes, tan inclinado siempre a considerar las
cosas desde distintos ángulos, no podía menos que
ofrecernos otro punto de vista. Don Quijote quizá
no sea un testigo muy digno de confianza en lo
que se refiere a los libros de caballerías, pero
lleva a cabo una defensa de los mismos no del
todo despreciable. Mezclado con los disparates y
con la ironía inconsciente, existe en ellos un ingre­
diente de verdad. ¿No hay en esas novelas ejem­
plos que puedan servir de estímulo? El, en todo
caso, cree que sí los hay:
¿Quién más honesto y más valiente que el famoso
Amadís de Gaula? ¿Quién más discreto que Palmerín
de Inglaterra? ¿Quién más acomodado y manual que
Tirante el Blanco? ¿Quién más galán que Lisuarte de
Grecia?... (II, 1).

Desde luego, Don Quijote tiene cierta razón al


decir esto. Y no podemos ignorar su pretensión de
haber sido, desde que se hizo caballero andante,
«valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso,
cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de tra­
bajos, de prisiones, de encantos» (I, 50).
Los moralistas y teólogos del siglo xvi no opina­
ban lo mismo que Don Quijote sobre los libros
1 Lugo y D X v ila , Teatro popular, i n t r o d ., p á g . 26.

171
de caballerías. Pero había, otros escritores que sí
opinaban lo mismo. Rodrigues Lobo recuerda a un
valiente capitán portugués, el mejor hombre de su
tiempo, que imitaba con provecho las virtudes de
un héroe de ficción, y a muchas doncellas igual­
mente influidas por los libros1. Sidney sabía de
hombres que se habían sentido inclinados a ser
corteses, liberales y, sobre todo, valientes, al leer
el Amadís de Gaula, «que Dios sabe está muy lejos
de ser un dechado de perfección poética»2. Es evi­
dente que el autor del Quijote se daba cuenta del
poder que ejercían las virtudes ejemplares repre­
sentadas en los libros de caballerías. Lo peor del
caso era que la influencia provechosa de los mis­
mos se veía debilitada a causa de sus disparates..
Como compensación, sin embargo, ocurría lo mis­
mo respecto a su influencia perjudicial. La amena­
za más seria de estos libros residía en la tergiver­
sación de la verdad qiie se ocultaba bajo sus en­
cantos.
Don Quijote sucumbe primero ante esos encan­
tos ilusorios, y sólo después se deja influir por la
ejemplaridad. Cuando se pone en camino para
imitar a aquellos héroes increíbles, está actuando
de una manera que va más allá de los más dis­
paratados sueños de quienes los crearon, pero su
reacción es sólo una muestra, llevada hasta la exa­
geración, de lo que se suponía debía provocar la
literatura heroica. Está reaccionando simplemente
ante el contenido ejemplar de esa literatura, pero
lo hace con más dramatismo del que había previs­
to Castiglione al escribir:
Qual animo è cosí demesso, tímido ed umile che,
leggendo i fatti e le grandezze di Cesare, d ’Alessandro.
di Scipione, d’Annibale e di tanti altri, non s’infiammi
d ’un ardentissimo desiderio d’esser simile a quelli? \
1 R o d r ig u e s L o b o , Corte en aldea, í o l . 11 r.
2 S id n e y , o p . c it., p á g . 173.
3 II Cortegiano, p á g . 108.

172
Don Quijote, por su parte, espera ser «ejemplo
y dechado en los venideros siglos» (I, 47). Pero lo
que resulta claro en la segunda parte es que, iró­
nicamente, lo contagioso es su locura, más que sus
cualidades heroicas.
Para Cervantes, la ficción ofrece ejemplos que
imitar y también ejemplos de los que huir. Al mis­
mo tiempo que nos entretiene, nos dice alguna ver­
dad acerca de la vida. La verdad poética y la mora­
lidad eran, según él, en último término, insepara­
bles. Su actitud básica es, en mi opinión, idéntica
a la adoptada por el más ejemplar de sus héroes,
Persiles, ante la historia de Luisa, la joven esposa
adúltera:
Séase ella libre y desenvuelta com o un cernícalo, que
el toque no está en sus desenvolturas, sino en sus suce­
sos, según lo hallo yo en mi astrologia \

Desde el punto de vista del público, sin embargo,


semejante actitud podía considerarse un tanto irre­
flexiva. No podía esperarse que todos los lectores
se situaran al mismo nivel que el autor. Cervantes
lo reconocía así y por ello volvió a escribir El ce
loso extremeño para las doncellas simples y bobas
que serían incapaces de descubrir, entre los encan­
tos de la seducción, la lección trágica que se des­
prendía de la obra. Porque, cuando pueden dañar
a alguien, «no todas las verdades han de salir en
público ni a los ojos de todos» (Persiles, I, 14).
Las autoridades en la materia daban normas muy
claras a este respecto:
El poeta, forzoso ha de tratar de todo, y decirlo todo,
pues es pintor de lo que en el mundo pasa...

escribía Carvallo. Y, no obstante, añadía:


1 Persiles, I I I , 7; I I , 72. N o d ic e deshonesta, d e s d e lu eg o.
P r e c io s a e s « a l g o d e se n v u e lta ; p e r o n o d e m o d o q u e d e s c u ­
b r ie s e a lg ú n g é n e r o d e d e s h o n e s tid a d » (La gitanilla, p á g in a 32).

173
pero obligación tiene a tratar lo malo com o malo, para
que se evite, y lo bueno com o bueno, para que se
siga *.

4. El autor y el público
Por decirlo de una vez: debe tenerse
p or verdadero y altamente sublime lo que
agrada siempre, y a todos.
L on g in o

Cervantes estaba insinuando que sus Novelas


ejemptares tenían un significado esotérico cuando,
al final de su prólogo al lector, confesaba que no
habría tenido la osadía de dedicarlas al conde de
Lemos si no tuvieran escondido algún misterio que
las realzara. Que este misterio haya que identifi­
carlo con el «sabroso y honesto fruto» de las his­
torias o que ni siquiera llegue a significar nada
importante, es problema que no nos concierne.
Esta venerable idea arranca de los más antiguos
comentaristas griegos de Homero, además de en­
contrarse en la tradición pitagórica de los miste­
rios filosóficos, que muchos eruditos renacentis­
tas continuaron cultivando asiduamente y no sin
provecho; incluso como tópico literario atenuado,
que podía tener o no una gran significación, se
mantuvo con extraordinaria tenacidad durante los
siglos X V I y X V I I . Lo que a nosotros nos concierne
en la afirmación de Cervantes, sin embargo, es la
sugerencia de que entre sus lectores habría unos
que constituirían un grupo privilegiado de inicia­
dos y otros, la mayor parte, que no estarían en el
secreto.
1 C arvallo , op. c i t ., fols. 21(^ v-211 r.

174
Ahora bien, a grandes rasgos, esto se correspon­
de con la division usual que los escritores del Si­
glo de Oro establecían entre dos clases de público:
la de los discretos y la del vulgo. Estas palabras
raras veces eran usadas con toda precisión, pero
representaban la división, aceptada por todos pese
a ser algo artificial, entre lectores cultos y con dis­
cernimiento y lectores incultos y necios *. El defec­
to propio del vulgo, en lo que a los autores se re­
fiere, era su total incapacidad para discriminar.
«[II] vulgo —decía Tasso— suol piú rimirare gli
accidenti che la sostanza delle cose»2. Por eso no
podía apreciar el verdadero arte. El vulgo consti­
tuía la víctima propiciatoria adecuada, cuya estu­
pidez y malicia podían ser atacadas por cualquier
autor cuando éste se daba cuenta de que no era,
o no podía ser, apreciado. Estos ataques no eran
algo ofensivo para el lector, desde el momento en
que cada individuo podía pensar que estaba por
encima de la multitud. Se trataba de tina conve­
niencia que ofrecía diversos aspectos, de una abs­
tracción de proporciones casi alegóricas que tenía,
sin embargo, una base real. Las alusiones al vul­
go están normalmente tan llenas de desprecio que
uno se sorprende al descubrir que, con mucha
frecuencia, el vulgo iba a ver representar las mis­
mas obras teatrales y leía los mismos libros que
los discretos. De hecho, aunque sus niveles eran
muy distintos, el público del escritor estaba for­
mado por unos y otros reunidos.
Para Cervantes el vulgo es el enemigo anónimo
convencional; pocas veces se refiere a él sin ma­
nifestar su antipatía y su desdén. Es la fuerza que
mueve a las hordas groseras de los poetastros en
1 E l « d is c e r n im ie n t o » e s u n a c o n n o t a c ió n p r im a r ia d e l c o n ­
c o n c e p t o c o m p l e jo d e discreción, e s tu d ia d o p o r A . A . P a r k e r en
e l a p é n d ic e a s u e d ic ió n d e No hay más fortuna que Dios (M a n ­
c h e ste r , 1949) y p o r M . J. B a t e s e n «Discreción» in the Works of
Cervantes (W a sh in g to n , 1945).
2 T a s s o , Del poema eroico, I I I , 77.

175
el Parnaso y fomenta la producción de malas obras
teatrales y malas novelas. Es un monstruo colec­
tivo que, por lo general, no resulta individualiza­
do, aunque en las obras de Cervantes haya algu­
nos personajes que puedan considerarse represen­
tativos. El ventero Juan Palomeque, en él Quijote,
es uno de ellos; el «ignorante, que juzga de lo que
no sabe y aborrece lo que no entiende», de quien
nos habla el Licenciado Vidriera, es otro. En La
ilustre fregona, Barrabás, aunque no carece de
cierta agudeza, es también un crítico grosero. Cons­
tituyendo una parte del público en general, se halla
también, en las alusiones de Cervantes, el público
femenino, que leía especialmente novelas (aun
cuando a este público no le habría importado ser
identificado con el vulgo). En el entremés del Viz­
caíno fingido, el músico se burla de las mujeres
que presumen de hablar en culto y no saben nada
de nada, a excepción de lo que han leído en las
novelas pastoriles y caballerescas (y en el Quijote).
Y los versos preliminares de Urganda la Descono­
cida terminan recordándonos que el escritor tiene
un deber más elevado que el de entretener con su
literatura a doncellas (Don Quijote, I).
Para el escritor del Siglo de Oro, el vulgo repre­
senta algo parecido a lo que fue el burgués para
el escritor del siglo xix: las diferencias de clase
venían a añadirse a la acostumbrada acusación de
incultura. Pero Cervantes sabía que sólo acciden­
talmente se trataba de un problema de clases. Don
Quijote dice a Don Diego:
Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo sola­
mente a la gente plebeya y humilde; que todo aquel
que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puefâe y
debe entrar en número de vulgo '.

1 DQ, II, 16; V, 30.

176
Juan de Valdés había expresado una opinión muy
parecida:
Pacheco: ...Os suplico me digáis a quién llamáis ple­
beyos y vulgares.
VaMés: A todos los que son de poco ingenio y poco
juicio.
P.: ¿Y si son altos de linaje y ricos de renta?
V.: Aunque sean cuán altos de linaje y cuán ricos qui­
sieren, en mi opinión serán plebeyos si no son altos
de ingenio y ricos de juicio

Sin embargo, al igual que la mayor parte de los


escritores españoles contemporáneos, Cervantes
tenía lina visión bastante realista de la influencia
que en la práctica ejercían las masas. Nadie que
publique un libro, dice, puede esquivar la senten­
cia de ese «antiguo legislador» (DQ, I, pról.). Lo
cual nos lleva al centro mismo de esta difícil cues­
tión. El hecho de depender de un público nume­
roso estaba adquiriendo cada vez mayor impor­
tancia a los ojos de un nuevo tipo de autor, esen­
cialmente moderno, que no era ya fundamental­
mente el cortesano, el erudito o el clérigo, sino el
escritor profesional, cuya figura empezaba a emer­
ger en el siglo xvi. Seguía habiendo, desde luego,
mecenas, a los que Cervantes, por su parte, trata­
ba en la forma acostumbrada: por lo general, de­
plorando su existencia como institución, aunque
elogiara individualmente al mecenas de turno. Pero
hablaba con el desprecio que ello merecía de la
refinada ficción que consistía en pensar que ios
mecenas iban a proteger a un libro de las críti­
cas adversas2, y la experiencia le mostró doloro-
1 Diálogo de la lengua, e d . c it ., p á g s . 74^5.
2 Novelas, d e d ic ., p á g . 25; Adjunta, p á g . 132. V é a s e ta m b ié n
ib id ., p á g s . 133-34. D e la s o b r a s d e C e rva n te s p o d e m o s e x tr a e r
u n a p in tu r a b a sta n te c o m p le ta d e t o d o e s e m u n d o d e m e ce n a s,
e d ito r e s , im p r e s o r e s , lib r e r o s , c r it ic o s , ju s t a s p o é t ic a s y c o m ­
p a ñ ía s tea tra le s. R . d e l A h co in c lu y e a lg o d e t o d o e s t o e n La
sociedad española en las obras de Cervantes (M a d r id , 1951),
c a p ítu lo s 15, 17, 20.

177
12
sámente que la fama, e incluso la fortuna, para la
mayor parte de los escritores, eran distribuidas en
último término por el público en general.
Tales eran las consabidas recompensas de esta
azarosa profesión. «Bien s é —decía Cervantes—
lo que son tentaciones del demonio, y que una de las
mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento
que puede componer y imprimir un libro con que gane
tanta fama com o dineros, y tantos dineros cuanta fama
(DQ, II, pról.)

Cervantes suele presentar los dos incentivos en


pugna. La verdadera fama no es simplemente el
éxito, sino aquello que se adquiere al escribir ver­
daderas obras de arte, que el vulgo no sabe apre­
ciar. Pero, como decía Lope de Vega, el vulgo es
el que paga, y por consiguiente, para ganar dine­
ro, hay que sacrificar el propio puesto en el tem­
plo de Apolo y escribir para las masas. El pro­
blema de la contraposición entre «obras de cali­
dad» y «obras comerciales», que para el escritor
moderno tiene ya una venerable antigüedad, era,
sin embargo, algo nuevo en el Siglo de Oro. «¿Ga­
nar de comer con los muchos» o ganar «opinión
con los pocos»? (DQ, I, 48). «Esto de la hambre tal
vez hace arrojar los ingenios a cosas que no están
en el mapa»1.
Este dilema se agudizaba aún más al plantearlo
en el medio en que la influencia del público era
más poderosa y exigente: el teatro. Cualquiera que
examine las teorías teatrales de Cervantes tiene
que notar en seguida que éste menciona muy a me­
nudo asuntos de dinero. La comercialización del
arte había adquirido mayor desarrollo en el teatro,
porque entre la obra teatral y el público se inter­
ponían como partes interesadas los actores y los
empresarios. Con una gran penetración, notable

1 La gitanilla, pág. 32.

178
incluso si consideramos que su experiencia fue de
primera mano, echa la culpa de todo a aquellos
que en realidad la tienen en gran parte: los inter­
mediarios que suministran el entretenimiento, las
gentes que ponen en escena obras teatrales y tie­
nen para con el público una responsabilidad más
compleja de lo que suponen, aunque se refugien
en la fácil excusa de que «hay que dar al público
lo que éste solicita». La culpa no está en la gente
«que pide disparates —dice el Canónigo—, sino en
aquellos que no saben representar otra cosa» (DQ,
I, 48). No está en los poetas que componen las
comedias, añade el Cura más adelante, pues «los
representantes no se las comprarían si no fuesen
de aquel jaez; y así el poeta ρτοομ^ acomodarse
con lo que el representante que le ha de pagar su
obra le pide». Según el ideal cervantino, la Poesía
que, como él dice con tanta frecuencia, no perte­
nece a los mercados, en manera alguna puede par­
ticipar en un comercio tan bajo:
n o ha de ser vendible en ninguna manera, si ya no
fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias, o
en comedias alegres y artificiosas1.

Estos son los tres géneros mayores de la poesía


clásica. ¿Qué otra cosa puede haber querido decir
Cervantes que no sea: «a menos que la Poesía quie­
ra seguir siendo un arte de calidad»?
Aquí volvemos a encontrar algo que es caracte­
rístico de Cervantes: su intento de reconciliar lo ,
que antes ha presentado como irreconciliable. Pero
la conclusión apuntada en los capítulos 47 y 48 de
la primera parte del Quijote es precisamente que
el verdadero arte, en las novelas y en las comedias,
no es, ni tiene por qué serlo, incompatible con los
1 DQ, I I , 16; v . 30. N ó te s e e l c in is m o c o n t e n id o e n e l ú ltim o
v e r s o d e l s o n e t o « E l a u to r a s u p lu m a » , s o n e t o q u e s e h a lla
a l c o m ie n z o d e a lg u n o s e je m p la r e s d e la p r im e r a e d ic ió n d e l
Viaje del Parnaso: « q u e y o o s le m a r c o p o r v e n d ib le , y b a sta ».

179
gustos de las masas. El caso de la novela es me­
nos serio y menos grave que el de la comedia, pero
es sustancialmente el mismo, porque también en el
dominio de la novela las obras malas perjudican
a las buenas. El Canónigo, por asociación natural,
salta de un género al otro. El Cura lleva de nuevo
la discusión al terreno de lois libros de caballerías
y termina abogando por el establecimiento de una
forma de censura inteligente (algo totalmente im­
practicable), que serviría para lograr que solamen­
te llegasen al público las buenas comedias y los
buenos libros (I, 48).
Es decir, buenos en sentido artístico. Sus ideas
a este respecto a veces se han entendido mal. Sus
opiniones sugieren la forma de censura de todos
conocida, pero el principio que las anima es muy
distinto. Hay que considerarlas a la luz de la dis­
cusión que se entabla en los párrafos anteriores
acerca de los méritos y deméritos estéticos de los
libros de caballerías y de las obras teatrales escri­
tas para un público numeroso. Naturalmente, la
idea procede del Cura, que ya antes se ha encarga­
do de ejercer la censura en la librería de Don Qui­
jote, ateniéndose a las mismas normas que ahora
propone se acepten a escala nacional.
Es verdad que, pese al humor que envuelve todo
el libro, aquellos que desaprueban las novelas de
caballerías manifiestan ante ellas tales sentimien­
tos de violencia que, por su evidente analogía con
los métodos inquisitoriales, nos hacen recordar las
pasiones puestas en juego por las controversias re­
ligiosas de los siglos xvi y x v i i . Se habla en la obra,
con mucha frecuencia, de quema de libros. Al Cura
y al Barbero, después de haber quemado los de
Don Quijote, no les importaría nada hacer otro
tanto con los pocos que tenía el Ventero, I, 32). El
bueno del Canónigo dice que habría arrojado el
mejor de los libros de caballerías al fuego si cerca
lo tuviera «como a inventores de nuevas sectas y
180
de nuevo modo de vida» (I, 49). La Sobrina y el
Ama, que quieren que la librería del hidalgo sea
rociada con agua bendita, los personifican repeti­
das veces, considerándolos herejes cuyas almas es­
tán condenadas. Pero esto significa, por supuesto,
conceder a la literatura los mayores honores, al
ver en ella una fuerza poderosa capaz de producir
impacto en la vida de las gentes, cosa que no vio
Unamuno al pasar por alto el capítulo del escruti­
nio de la librería en su Vida de Don Quijote y San­
cho K
También es verdad que el Cura propone la cen­
sura con el fin de evitar la producción de come­
dias que constituyan una ofensa personal. Pero esa
«persona inteligente y discreta» de que nos habla
no se limitaría a cerciorarse de que esto no ocurra;
procuraría también «así el entretenimiento del pue­
blo como la opinión de los ingenios de España», e
igualmente «el interés y seguridad de los recitan­
tes». En lo que a los libros de caballerías se refie­
re, la censura facilitaría la publicación de obras
perfectas en su género, como la bosquejada por el
Canónigo, para enriquecer el idioma, hacer que los
libros viejos se oscureciesen al ver la luz los nue­
vos y proporcionar honesto pasatiempo no sólo a
los ociosos, sino también a los más ocupados. No
hay duda de que un censor de estas características
vigilaría también los delitos contra la moral y la
religión, pero la concepción que el Cura tenía del
oficio está realmente menos próxima a la idea ex­
puesta por El Pinciano de crear un cargo, clara­
mente inquisitorial, de «comisario», para examinar
las obras teatrales atendiendo a las «buenas cos­
tumbres» y a la «buena política»2, que a la idea,
atractiva pero impracticable, de Huarte, cuando
nos dice que «a los... que carecen de invención no
1 M. de U nam uno, Vida de Don Quijote y Sancho, C o l. A u s­
tra l (B u e n o s A ire s, 1946), p á g . 49.
2 E l P i n c ia n o , o p . c i t ., I I I , 273.

181
había de consentir la república que escribiesen li­
bros, ni dejárselos imprimir» *.
No obstante, los buenos escritores saben que no
pueden contar con una autoridad tan ilustrada que
les facilite su labor. Publicar un libro es asunto
arriesgado, dice el Bachiller, pues es imposible
componer uno que satisfaga a todos los que lo lean
(DQ, II, 3). Balbuena se preguntaba con pesa­
dumbre:
¿Quién guisara para todos? Si escribo para los sabios
y discretos, la mayor parte del pueblo, que n o entra
en este número, quédase ayuno de mí. Si para el vulgo
y no más, lo muy ordinario y común ni puede set de
gusto ni de p rovech o2.

Y sin embargo, «guisar para todos» era la más


alta aspiración de Cervantes en el terreno literario,
al menos en todas las novelas posteriores a La Ga­
latea, y sería aventurado afirmar que no aspiraba
a lo mismo también en esa obra. Las Novelas ejem­
plares tenían la suficiente variedad como para con­
tener cosas para todos los gustos; el Quijote era
al mismo tiempo una obra de arte y un «bestse­
ller»; el Persiles, evidentemente, constituía una
tentativa de reunir en la novela el prestigio intelec­
tual de la épica, por un lado, y por otro, el atracti­
vo que ejercían en el pueblo los libros de aventu­
ras. Cervantes nos revela, en formas distintas, que
su idea es satisfacer tanto a los «discretos» como
al «vulgo». El Canónigo de Toledo sometió su libro
de caballerías inacabado a la opinión de «hombres
apasionados desta leyenda, dotos y discretos», y
también a la de «otros ignorantes, que sólo atien­
den al gusto de oír disparates» (DQ, I, 48). El ami­
go de Cervantes aconseja a éste que procure que
el Quijote sea una obra tal que satisfaga lo mismo
1 J. H u a r t e , o p . c it., f o l . 60 r.
2 B. de B a lb u e n a , Grandeza mexicana (M é x ic o , 1604), «A l
le c to r » .

182
' al «simple» que al «discreto», al «grave» que al
«prudente» (I, pról.). Y el autor raras veces pierde
la oportunidad de señalar la popularidad univer­
sal del Quijote entre todo género de gentes y,
como él afirmaba con justo orgullo, «en todo
tiempo» *.
En ese fundamental pasaje del Parnaso que ya
hemos mencionado, Cervantes nos dice cuál es su
ideal de la novela: ha de estar escrita con gracia,
en un estilo que agrade a ambos extremos del pú­
blico, «al discreto y al simple». Las referencias a
ese medio estilístico son muy abundantes. Quinti­
liano recomienda la claridad como primera condi­
ción de un buen estilo, al decirnos: «Sermo et doc­
tis probabilis et planus imperitis erit»2. Lope de
Vega nos habla de un estilo «ni... tan grave... que
canse a los que no saben, ni tan desnudo de algún
arte que le remitan al polvo los que entienden»3.
Había escritores que, como Cervantes, se hallaban
interesados por la novela de caballerías y poseían,
al mismo tiempo, grandes cualidades artísticas. To­
dos ellos reconocían que era muy importante pro­
porcionar placer a todo tipo de lectores. Giraldi
exigía del autor de romanzi un estilo tal que «pós-
sa piacere in ogni tempo non pure ai dotti, ma a
tutti gli nomini di quella favella nella quale scri-
ve» 4. Otro novelista, Lugo y Dávila, recomendaba,,
por último, que las colecciones de novelas cortas
tuvieran variedad, con el fin de que «no todo sea
para los doctos ni todo para los vulgares, ni todo
entre estos dos extremos»5.
En el siglo xvi, las circunstancias de las que de­
pende la literatura se estaban ordenando de una
1 Parnaso, IV, 54-55;DQ, II, 8; IV, 82, 95. DQ, II, 40; VI, 184.
2 Q u in tilia n o , Institutio oratoria, t r a d , d e B u t le r , Loeb Cl.
Lib. VIII, II, 22.
3 L o p e d e V eg a , El desdichado por la honra, BAEt XXXVIII, 14.
4 G i r a l d i , Dei romanzi, p á g . 15.
5 L u g o y D á v i l a , o p . c i t ., i n t r o d ., p á g . 27.

183
manera que, en muchos aspectos, podemos consi­
derar moderna. Aquéllas fueron las circunstancias
en que lentamente fue madurante la novela mo­
derna. Lo que más adelante llegaría a constituir el
mercado más sólido del novelista puede entreverse
ya en la descripción que hace Sansón Carrasco de
cómo había sido recibida por el público la prime­
ra parte del Quijote. Es leída por todo género de
gentes, dice, pero «los que más se han dado a su
lectura son los pajes: no hay antecámara de señor
donde no se halle un Don Quijote» (DQ, II, 3). En
otras palabras: es leída por una clase ociosa y edu­
cada, que no era la de los sabios, pero tampoco la
de los ignorantes; una clase que se hallaba a me­
dio camino entre los «discretos» y el «vulgo». Es
cierto que esta clase constituía el principal merca­
do de todos los autores de obras imaginativas; sin
embargo, donde la existencia de un público con di­
nero al que había que abastecer producía efectos
más decisivos era entre los autores dramáticos y
entre los novelistas.
El caso de las obras teatrales era el más espec­
tacular, pues en ellas el dilema planteado al autor
(¿arte o dinero?) se agudizaba mucho más. La exal­
tación que hacía Castelvetro del «diletto della mol-
titudine ignorante e del popolo commune» era ex­
cesiva *, pero nos muestra con elocuencia unas cir­
cunstancias que, aunque no eran del todo nuevas
en la historia de la literatura, entraban ya en una
proporción lo suficientemente distinta como para
plantear un problema que era en realidad nuevo.
Lope de Vega se mostraba tan consciente de este
problema como Castelvetro, y proponía las mis­
mas soluciones que éste. Reconocía también, dé
una manera explícita, que, en lo relativo a la prosa
novelística, la situación era fundamentalmente la
misma. Las novelas cortas, opinaba, «tienen... los

1 C astelv etro , op. c i t ., pág. 679.

184
mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es ha­
ber dado su autor contento y gusto al pueblo, aun­
que se ahorque el arte» l.
A los libros de caballerías, que sedujeron a toda
la Europa occidental, les cabe el honor de ser la
primera manifestación de entretenimiento literario
expresamente escrito y producido para un público
de masas. En este sentido, no había existido antes
nada igual, pues sólo la invención de la imprenta
hizo posible una literatura para las masas. En
cuanto a su número, este público se hallaba lejos
de ser lo que es hoy, pero sus demandas eran sus­
tancialmente las mismas. Dos cosas sucedieron:
apareció el escritor profesional y se vio que la lite­
ratura era un quehacer social. En España, lo mis­
mo que en Inglaterra, donde las circunstancias
eran en muchos aspectos tan parecidas, hubo per­
sonas responsables que se preocuparon seriamente
por los efectos que el teatro podía producir en la
gente. De igual manera, aunque en menor grado,
ocurría en el terreno de la novela.
Para Cervantes, el autor era la persona más res­
ponsable de todas. El autor de novelas no tenía
por qué depender, como dependía el dramaturgo,
ni de la pluralidad del público ni del interés co­
mercial de los intermediarios. Una novela es un
asunto de orden privado en mayor medida que lo
es una obra teatral, y por eso fue con el lector in­
dividual con quien Cervantes (que solía mostrarse
bastante susceptible en sus relaciones con el públi­
co) estableció esos lazos de simpatía en los que
nunca ha sido igualado. Por muy distante y abs­
tracto que pueda parecer su ideal de la Poesía, sus
opiniones sobre la novela se hallan humanizadas
por este sentimiento personal respecto al lector y,
sin ser meramente relativistas, tienen muy en cuen-

L op e de V ega, El desdichado por la honra, p á g . 14.

185
ta las condiciones en que se mueve la literatura
contemporánea. Su conciencia social y su interés
por los libros malos, que sin duda habría horrori­
zado a Boileau y a los críticos neoclásicos, hacen
que sus opiniones sean más modernas que las de
muchos escritores que vivieron un siglo después.
Al escribir novelas, Cervantes se proponía co­
municarse con un público lo más numeroso posi­
ble, sin sacrificar por ello la calidad artística a los
gustos de sus miembros menos cultivados. La obra
de arte literaria, en la teoría de Cervantes, no se
hallaba edificada en el vacío: sus cualidades for­
males, que pasaremos a considerar a continuación,
eran realmente inseparables de los efectos que sin
duda dicha obra producía en el público.

186
IV

LA FORMA DE LA OBRA

1. La variedad y la unidad
Questa e quella parte, cortesissimo sig­
nore, la quale ha data ai nostri tempi
occasione di varíe e lunghe contese a co­
loro «che il furor litterato in guerra
mena».
T asso

Una de las cuestiones críticas más importantes


en la Italia del siglo xvi fue la cuestión de la uni­
dad artística. Era un elemento decisivo en la con­
troversia entablada acerca del romanzo y la épica.
¿Cómo conseguir que un poema heroico agrade
por la variedad de sus episodios, como sin duda
agradaban los de Boiardo y Ariosto, sin quebran­
tar la ley que la razón, y no digamos los tratadis­
tas, dictaba de que la obra debía constituir un todo
único y proporcionado? ¿Por qué apenas había
quien leyera la Italia lïberata de Trissino, que obe­
decía a esta ley, y, en cambio, todo el mundo leía
y admiraba el Orlando furioso, que la quebranta­
ba? Aristóteles, que tanto hincapié hacía en la im­
portancia de una buena construcción de los he­
chos, había elogiado la épica por su capacidad pa­
ra desarrollar simultáneamente muchas partes de
187
la acción. Y estas partes, decía, «si son apropiadas
al tema», constituirán una ventaja del poema épico,
ya que «acrecerán la magnitud del poema, con
ventaja para la magnificencia, distracción de los
oyentes y variedad en desiguales episodios» 1. Cer­
vantes, pese a algunas vacilaciones, acepta en ge­
neral este principio teórico referido a la novela.
Reconoce también que el problema central consis­
te en preguntar: ¿Qué es realmente lo apropiado
al tema? De una manera u otra, alude a este pro­
blema crítico con mayor frecuencia que a ningún
otro, a excepción, quizá, del problema de la ver­
dad literaria.
El arte constituye una imitación de la naturaleza
y «per tal variar natura è bella». Cervantes recuer­
da este conocido verso italiano, y se extiende sobre
el tema en otros lugares, insistiendo en la virtud
especial de la variedad, que consiste en procurar al
lector el placer del cambio2. De acuerdo con esto,
Periandro justifica la inclusión del relato picares­
co de Luisa en el Persiles diciendo «que no parece
mal estar en la mesa de un banquete, junto a un
faisán bien aderezado, un plato de una fresca, ver­
de y sabrosa ensalada» (III, 7). La variedad era
un principio «natural», como la capacidad de in­
vención; todo el mundo estaba de acuerdo en que
servía para vivificar, deleitar, embellecer y enri­
quecer. Era una de las dos cualidades más eviden­
tes que señala el Canónigo de Toledo al hablamos
de su ideal de la novela. La única cosa buena que
éste hallaba en los libros de caballerías era
el sujeto que ofrecían para que un buen entendimiento
pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo y espa­
cioso campo por donde sin empacho alguno pudiese
correr la pluma, describiendo [o descubriendo] naufra­
gios, tormentas, reencuentros y batallas..., pintando ora
1 A r is t ó t e le s , Poética, e d . d e J u a n D . G a r c ía B a c c a (M é x ic o ,
1946), 1459 Β .
2 La Galatea, V ; II, 110. Pedro de Urdemalas, I I I , p á g in a s
21011.

188
un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no
pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama,
honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cris­
tiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bár­
baro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien
mirado; representando bondad y lealtad de vasallos,
grandezas y mercedes de señores

Tales descripciones son características de buena


parte de las obras italianas de teoría poética, en
las que los tratadistas llenaban el «largo y espacio­
so campo» del poema heroico con idéntica o pa­
recida variedad de enumeraciones2. No es éste el
caso del libro de El Pinciano; pero Cascales, que
tanto debe a los italianos, enumera entre otras co­
sas treinta y una especies distintas de caracteres
literarios que pueden encontrarse en los poemas
heroicos3. La lista que hace Tasso recuerda de ma­
nera especial las palabras de Cervantes. El poeta
épico, dice, puede describir

le tempeste, gl’incendi, le navigazioni, i paesi e i luoghi


particolari; si compiaccia nella descrizione delle batta-
glie terrestri e maritime, degli assalti delle città, dell’or-
dinanza dell’esercito e del modo di alloggiare4.

Pero también podía existir variedad en el caos,


cualquiera que fuese su naturaleza, y al artista le
correspondía dotar a su material de una forma
bella. El concepto de «unidad en la variedad» era
uno de esos conceptos bimembres, que unen ideas
antagónicas, tan del gusto de la época. El Pinciano
decía que la fábula debía ser a un mismo tiempo
«una y varia»5, y Tasso reconocía que lo difícil no
era conseguir la váriedad, «ma che l’istessa varie-
1 DQ, I , 47; I I I , 350.
2 G ir a ld i, Del rcmami, p á g s . 43, 65-66; M i n t u r n o , o p . cit.,
p á g in a s 18-19; P. P a t r i z i , Delia poetica (F e r ra ra , 1586); « L a d e ca
d isp u ta ta », p á g . 135.
3 C a s c a l e s , Tablas, p á g . 148.
4 T a s s o , Del poema eroico, I I , 64.
5 E l P i n c i a n o , o p . c it., I I , 39.

189
ta in una sola azione si t r o v i » E l concepto era
muy claro, pero no era tan fácil llevarlo a la prác­
tica. Dicho concepto constituía una preocupación
constante para Cervantes, incluso en los momentos
en que, como en el pasaje que acabamos de citar,
parece que se hace hincapié sobre todo en la va­
riedad. El Canónigo propone que toda esa materia
tan varia sea tratada por «un buen entendimien­
to», por alguien que, sometiéndose a las exigencias
de la invención y la verosimilitud,

sin duda compondrá una tela de varios y hermosos


lizos [o lazos] tejida, que, después de acabada, tal
perfección y hermosura muestre, que consiga el fin
m ejor que se pretende en los escritos2.

Tela es una palabra que Cervantes, como otros es­


critores, suele usar en otros lugares en relación
con el poema de Ariosto3, que era admirado por
su variedad más que por su unidad. Pero es evi­
dente que el Canónigo quiere significar con ella un
único tejido de varios lazos, cuya «perfección» y
«hermosura» suponen, sin embargo, una unidad
orgánica.
Esta idea de unidad orgánica sirve de base al
concepto cervantino de la belleza literaria formal.
Se trata del concepto clásico, heredado de la Anti­
güedad y transmitido por los escritores cristianos,
y aparece, entre otras obras, en La Galatea, IV:

la belleza corporal... consiste en que todas las partes


del cuerpo sean de por sí buenas, y que todas juntas
hagan un todo perfecto y formen un cuerpo propor­
cionado de miembros y suavidad de colores.

1 T a s s o , Del poema eroico, I I I , 79. E l a u t o r s e m u e s t r a m u y


c o n fu s o a l h a b la m o s d e es te p r o b le m a .
2 DQ, I , 47; I I I , 351-52.
i 3 La Galatea, V I ; I I , 209. DQ, I , 6; I 197. L a p a la b r a p r o c e d e
d e l p r o p i o A r i o s t o . C f. o p . cit., ¿ I I I , L X X X I : « l a g r a n te la
c h ’io la v o r o » .

190
Parte de esta definición responde a una de sus
formulas favoritas, la del «todos juntos y cada
uno de por sí», tomada probablemente de Boccac­
cio. Cervantes describe a veces efectos armónicos
más sutiles y complejos: la confusa pero agrada­
ble armonía del canto de los pájaros (Persiles, IV,
7), la «orden desordenada» de una artificiosa fuen­
te, en la cual el arte vence a la naturaleza (DQ, I,
50). Pero, se sirva o no Cervantes, en la construc­
ción de sus novelas y narraciones, de las nociones
de discordia concors entonces en boga, el hecho
es que nunca nos da una elaboración retórica de
estas paradojas.
La analogía entre una criatura viva y una obra
de arte había sido establecida por Platón y Aristó­
teles y, como una advertencia, los escritores po­
dían contar con la gráfica descripción de una figu­
ra monstruosa que hace Horacio al principio de
su Ars poetica. Naturalmente, las poéticas de los
siglos X V I y X V I I exigían también, por lo general,
una unidad que fuese bella. No hay nada perfecto,
decía Minturno, si sus partes no están enlazadas
de una manera ordenada ni poseen una forma ex­
celente1. El Canónigo deplora el incumplimiento
de este principio por parte de los autores de libros
de caballerías:
No he visto ningún libro de caballerías que haga un
cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de
manera que el medio corresponda al principio, y el fin
al principio y al medio; sino que los componen con
tantos miembros, que más parece que llevan intención
a formar una quimera o un monstruo que a hacer una
figura proporcionada2.

Poco tiempo antes había preguntado qué propor­


ción de las partes con el todo y del todo con las
partes podía haber en sus increíbles disparates, de
1 M in tu b n o , o p . c i t ., p á g . 10.
2 DQ, I , 47; I I I , 349.

191
los que daba una serie de ejemplos. La pregunta
parece bastante extraña: ¿qué relación pueçie ha­
ber entre la desproporción y la falta de verosimi­
litud? La respuesta reside en la estrecha asocia­
ción existente entre la unidad y la verosimilitud
en la teoría clásica entonces vigente. La desarmo­
nía intelectual que lo disparatado produce se con­
funde con frecuencia con la desproporción formal,
y la quimera a que se alude tan a menudo es mons­
truosa e imprecisa, porque sus partes son despro­
porcionadas o porque se compone de ficciones in­
creíbles. Así Villén de Biedma, en su comentario
al Ars poética de Horacio, observa que, si falta la
verosimilitud, el resultado «sería semejante a tin
monstruo compuesto de varios disparates» '. La
unidad depende también de la verosimilitud en
otro sentido, igualmente importante en la teoría
cervantina; sentido que resulta de la exigencia
aristotélica de que la sucesión de los episodios de­
bía ser probable o necesaria. Más adelante volve­
remos sobre este punto.
La proporción artística supone una referencia s
la norma de las capacidades humanas. El tamaño
total de una obra debe mantenerse dentro de cier­
tos límites. Desde la Antigüedad al Renacimiento,
la brevedad era enaltecida como una virtud esti­
lística. Los tratados de Retórica y Poética repetían
aún la fórmula clásica: brevitas, claritas, proba­
bilitas. Por otra parte, la épica había despertado
admiración desde antiguo por su riqueza de deta­
lles, aunque no precisamente por su prolijidad. Ni
la Antigüedad ni la Edad Media hallaron un medio
satisfactorio de reconciliar las exigencias dispares
de la abbreviatio y la amplificatio, y el comentario
de Curtius («estos teóricos no parecen haber caído
en la cuenta de que la idea, tan difundida, era ab-
1 J. V i l l é n d e B ie d m a , Q. Horacio Flaco... sus obras con la
declaración magistral en lengua castellana (Granada, 1599), in-
trod., fol. 307 r.

192
surda» ‘) puede aplicarse sin reparos a muchos de
sus sucesores del siglo xvi. Pero lo absurdo de la
cuestión se hallaba mitigado al menos por una cre­
ciente subordinación de los preceptos a la natura­
leza y propósito de la obra.
La importancia de ser breve es algo proverbial
en Cervantes. Seis veces por lo menos se refiere
en sus obras al hecho de que la prolijidad engen­
dra el tedio2. Sin conceder demasiada importancia
a una observación tan poco original, podemos
aceptar que él considera la brevedad como una vir­
tud estilística. La prolijidad era un defecto palpa­
ble de los libros de caballerías (el Canónigo dice
que son «largos en las batallas», DQ, I, 47), aunque
muchos de sus autores hacían gala de evitarla. Es
natural que todo buen narrador ponga cuidado en
no aburrir a sus lectores; un autor como Cervan­
tes, tan consciente de su propia facilidad, tan pro­
penso a la autocrítica y tan sensible a las reaccio­
nes de sus lectores, debía poner inevitablemente
el máximo cuidado en ello. Sus propios personajes
aluden repetidas veces a este tema (aun antes de
que los lectores tengan oportunidad de hacerlo,
anticipándose a éstos). Se disculpan por ser proli­
jos o expresan su intención de no serlo; se aplau­
den unos a otros cuando alguien cuenta un cuento
de manera concisa, o se critican cuando no logran
esta concisión. Todos ellos discurren en términos
muy corteses3.
Resulta sorprendente que la historia que, por su
prolijidad, provoca mayor número de comentarios
adversos en el Persiles sea la que cuenta Perian-
1 Literatura europea y Edad Media latina, I I , p á g . 686.
2 DQ, I , 21; I I , 138; I I , p r ó l.; I V , 38; I I , 26; V . 246. Persiles,
I , 8; I , 57; I I , 15; I , 276; I I , 21; I , 317.
3 La Gaiatea, I ; I , 61; I I I , I , 181; I V , I I , 23; V ; I I , 125,
131-32, p o r m e n c io n a r s ó l o a lg u n o s p a s a je s . El coloquio de los
perros se p re s e n ta , se g ú n s e d ic e , e n f o r m a d e d iá lo g o e n a ten ­
c ió n a la b r e v e d a d (El casamiento engañoso, p á g in a 152). E sta s
p a la b r a s r e c u e r d a n la s d e C ic e ró n e n e l p r e f a c io a su De ami­
citia, m e n c io n a d a s p o r C arvallo , o p . c it., fo l. 130 v.

193
dro, distribuida en varias pláticas. No es que to­
dos los comentarios sobre ella sean desfavorables;
Periandro tiene también sus partidarios, sobre to­
do entre las damas. Pero las muestras de desapro­
bación se suceden, y la más mínima imperfección
que se atribuya al protagonista logra atraer, natu-
realmente, la atención del lector. ¿Qué diablillo crí­
tico inspiró a Cervantes para hacer que Persiles
resultara un tanto aburrido ante algunos de sus
compañeros? «No sé si tenga por cierto —escribe
el autor— de manera que ose afirmar que Mauri­
cio y algunos de los más Oyentes se holgaron de
que Periandro pusiese fin en su plática» (II, 21).
Sigismunda, según parece, tiene la sensibilidad su­
ficiente para darse cuenta del ambiente, y prescin­
de de contar por el momento su propia historia.
La crítica de la historia contada por el protagonis­
ta resulta tanto más curiosa si se tiene en cuenta
que la brevedad en la narración es considerada re­
petidas veces como señal de discreción: así ocurre,
por ejemplo, en el caso de Dorotea y en el de Don
Gregorio (DQ, I, 30; II, 65).
La proporción y la extensión dependen de la res­
puesta que el autor dé a esta pregunta: ¿Qué cosas
son relevantes en una narración? Lo que constitu­
ye un tema digno de ser contado es algo que varía
según las circunstancias. «Dos meses anduvimos
por el mar sin que nos sucediese cosa de conside­
ración alguna, puesto que le escombramos de más
de sesenta navios de corsarios», dice Periandro
(Persiles, II, 16). Repetidas veces, de una manera
irónica, humorística o ambigua, e incluso seria­
mente, Cervantes plantea esta cuestión1. A menu­
do se halla presente en los epígrafes de algunos ca­
1 Cf. A r io s x o :
« L a s c ia t e q u e s t o c a n t o , c h e s e n z a e s s o
p u ô s t a r l ’ i s t o r i a , e n o n s a r a m e n c h ia r a .
M e t t e n d o l o T u r p i n o , a n c h ’i o l ’h o m e s s o . »
(Orlando furioso, XXVIII, II.)

194
pítulos, como es el caso del capítulo 24 de la se­
gunda parte del Quijote.
Pero Cervantes no nos da una única respuesta
que sea consistente y definitiva. Ello no debe sor­
prendemos, dada la extraordinaria dificultad del
problema y su capacidad para sostener opiniones
contrarias. Tres aproximaciones a esta cuestión in­
mediata y práctica aparecen, sucesivamente, en la
primera parte del Quijote, en la segunda parte de
esta misma obra y en el Persiles. La diversidad de
las tres respuestas puede obedecer a un cambio de
su pensamiento o a una nueva definición del prin­
cipio, como parece haber ocurrido entre la prime­
ra y la segunda parte del Quijote; a una aprecia­
ción, todavía bastante indecisa, de la distinta natu­
raleza que poseen los distintos tipos de novela, co­
mo parece ser principalmente el caso de la varia­
ción entre el Quijote y el Persiles; o bien, con mu­
chas probabilidades, a la inhabilidad del autor pa­
ra llegar a una conclusión final definitiva. Sin em­
bargo, hay una o dos ideas consistentes que se re­
piten en sus respuestas, y Cervantes se muestra
consciente, en cada una de sus obras, de la exis­
tencia del problema.
Casi todos los críticos actuales están de acuer­
do en reconocer que la unidad que existe en el
Quijote, incluso en la primera parte de la obra, es
impresionante. Pero el propio Cervantes admitía
que esta unidad es menos perfecta que la conse­
guida en la segunda parte, en que los principios se
hacen más rígidos y apremiantes (quizá las obje­
ciones expuestas por algunos de sus primeros lec­
tores constituyen el impulso inicial que motivó es­
te endurecimiento de los principios). En el capítu­
lo 28 de la primera parte llega casi a justificar teó­
ricamente la variedad por el placer que ésta pro­
duce, lo cual constituye el argumento más convin­
cente que puede exhibirse frente a las exigencias
de unidad artística:
195
gozamos ahora... no sólo de la dulzura de su verda­
dera historia, sino de los cuentos y episodios della, que,
en parte, no son menos agradables y artificiosos y ver­
daderos que la misma historia.
Decir que los episodios son «verdaderos» supone, -
sin embargo, atribuirles una cualidad importante,
en la que habremos de detenernos más adelante.
En la segunda parte del Quijote Cervantes se de­
dica a señalar las diferencias existentes entre un
episodio y una digresión, aunque no establece una
distinción clara entre uno y otro término. Hablan­
do por boca de sus intermediarios, en el capítulo 3
critica la inclusión del Curioso impertinente en la
primera parte. Anticipándose a todo posible crítico
futuro, Sancho llama a su autor «hi de perro» y
Don Quijote le llama «ignorante hablador». En el
capítulo 44, la historia del Cautivo es considerada
también como una digresión, pero todas las demás
historias extrañas a la narración central encuen­
tran una justificación específica en el siguiente pa­
saje, que empieza con una muestra de oscuridad
deliberada y absurda:
Dicen que en el propio original desta historia se lee
que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no
le tradujo su intérprete com o él le había escrito, que
fue de un m odo de queja que tuvo el m oro de sí mismo
p or haber tomado entre manos una historia tan seca
y tan limitada com o ésta de Don Quijote, p or parecerle
que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar
estenderse a otras digresiones y episodios más graves
y entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el
entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un
solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas
era un trabajo incomportable, cuyo fruto n o redundaba
en el de su autor, y que por huir deste inconveniente
había usado en la primera parte del artificio de algu­
nas novelas, com o fueron la del Curioso impertinente
y la del Capitán cautivo, que están com o separadas de
la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son
casos sucedidos al mismo Don Quijote, que no podían
dejar de escribirse '.
1 DQ, II, 44; V I, 267-68.

196
El problema reside, pues, como vemos, en la forma
inmediata en que el autor desarrolle las distintas
historias. El poeta épico Ercilla se había lamenta­
do de lo mismo en términos muy parecidos:
Aunque esta segunda parte de la Araucana no muestra
el trabajo que me cuesta, todavía quien la leyere podrá
considerar el que se habrá pasado en escribir dos libros
de materia tan áspera y de poca variedad, pues desde
el principio hasta el fin no contiene sino una misma
cosa; y haber de caminar siempre por el rigor de una
verdad y camino tan desierto y estéril, paréceme que no
habrá gusto que n o se canse en seguirme. Así, temeroso
de esto, quisiera mil veces mezclar algunas cosas dife­
rentes; pero acordé de no mudar estilo *.

Más adelante, en el mismo capítulo 44 de la segun­


da parte del Quijote, Cervantes nos aclara en qué
deben consistir los episodios:
y así en esta segunda parte no quiso ingerir novelas
sueltas ni pegadizas, sino algunos episorios que lo pare­
ciesen, nacidos de los mesmoS sucesos que la verdad
ofrece, y aun éstos, limitadamente y con solas las pala­
bras que bastan a declararlos \

En otras palabras: los episodios tienen que surgir


de los sucesos de la acción principal, aunque tam­
bién deban parecer separados de ésta y deban te­
ner una extensión limitada y adecuada.
Los preceptistas de la época tienden a conside­
rar que el episodio no es fundamentalmente, como
pensaba Aristóteles, una parte unida al todo, y,
aun cuando no lleguen a coincidir en todos los de­
talles, ofrecen soluciones parecidas ante este deli­
cado problema. Giraldi comenta el placer que pro­
ducen los episodios (él los llama «digressioni»)
cuando parecen surgir del tema mismo3. Minturno

1 A . de E r c i l l a , La Araucana, I I , e d . M a d r id , 1866, I I , «A l
le c t o r » , 7.
2 DQ, I I , 44; V I , 268.
3 G i r a l d i , Dei romami, p á g . 25.

197
considera el episodio como algo «fuori della favo-
la, ma non si fuori che sia strana da lei» '. El Pin­
ciano impone a la épica la difícil condición de que
«los episodios han de estar pegados con el argu­
mento de manera que si nacieran juntos, y se han
de despegar de manera que si nunca lo hubieran
estado»2.
Y sin embargo, por los años en que Cervantes
escribía estas palabras en el Quijote, estaría segu­
ramente escribiendo también el Persiles. Podría ar-
güirse, de modo aceptable, que en esta última no­
vela se observa dicho principio de una manera muy
diluida, ya que cada una de las historias subsidia­
rias presenta, como mínimo, un personaje que se
introduce en la experiencia de Periandro y Auriste-
la (y es, por consiguiente, como si los sucesos fue­
ran vividos por estos últimos). Pero es más proba­
ble que Cervantes considerase su novela de viajes
y aventuras como perteneciente a un género distin­
to, un género que permitía mayor libertad. El Ca­
nónigo habla de la «escritura desatada» de la no­
vela de caballerías ideal (DQ, I, 47), y el autor, re­
firiéndose al Persiles, dice:
Las peregrinaciones largas siempre traen consigo di­
versos acontecimientos; y com o la diversidad se com ­
pone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo
sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos aconte­
cimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda
dónde será bien anudarle3.

Estas palabras nos recuerdan muy de cerca las es­


critas por Tasso sobre La Odisea·.
Laonde per la diversité de’ paesi descritti in tre pere-
grinazioni, θ per la moltitudine e novitá delle, cose
vedute, grandissima conviene che sia la varietá \

1 M i n t u r n o , o p . c it., p á g . 18.
2 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., XII, 173.
3 Persiles, I I I , 10; I I , 100.
4 Del poema eroico, I I I , 82.

198
o también, a mayor distancia, las escritas por El
Pinciano: «la materia es larga para el poeta, por­
que en tantos años de peregrinación se pueden in­
gerir muchos y muy largos episodios» *.
Pero resulta claro que a Cervantes no le satisfa­
ce en absoluto su propia explicación. Las dudas
que le asaltan le llevan a aludir gratuitamente al
problema de la relevancia, sobre todo en el caso
de la historia de Periandro, y se ve forzado a vol­
ver a la justificación de las digresiones por el pla­
cer que produce la variedad. Mauricio y Ladislao,
en una ocasión, juzgan que la plática había sido
algo larga y traída no muy a propósito, pero que,
a pesar de todo, les había gustado (II, 11). Más
adelante, Mauricio critica la narración, señalando
que los episodios que se ponen para ornato de las
historias no deben ser tan largos como la misma
historia. Pero inmediatamente surgen las concesio­
nes: sin duda, Periandro quería demostrar su in­
genio y la elegancia de su entilo. Sin embargo, todo
posible asomo de ironía en estas palabras pasa
inadvertido a Transila, la cual repite la consa­
bida justificación (II, 14).
El experimento que lleva a cabo Cervantes no
constituye un éxito. Aun mostrándonos indulgen­
tes, dada su intención especial, y aun suponiendo
que todos y cada uno de los incidentes tienen al­
guna relevancia temática o simbólica, imaginada
o no por el autor, el organismo no está dotado de
flexibilidad; la multiplicidad de sus partes ha he­
cho imposible su funcionamiento. El libro es una
mezcla confusa de acontecimientos. Las historias
se amontonan una sobre otra. Lo mismo que su­
cede con los refranes de Sancho, las historias lu­
chan unas contra otras por hallar expresión. La
tentación, resistida con éxito en el Quijote, de asig­
nar una historia a cada uno de los personajes, le

1 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., II, 357.

199
vence en su última novela. Sugerir historias de­
trás de los personajes con el fin de dar más vida
y mayor consistencia a la obra es cuestión muy
distinta: así ocurre en el caso de la señora viz­
caína que iba a Sevilla a reunirse con su marido,
el cual estaba a punto de partir hacia América con
un cargo muy honroso (DQ, I, 8). Cervantes, al pa­
recer, se daba cuenta de la relación que existió en
un principio entre la prosa novelística y la conver­
sación o la charla amistosa.
La prolijidad empeora las digresiones, que nun­
ca deben ser largos discursos. El uso de meros
detalles es también parte integrante del problema
de la relevancia. Se consideraba como una de las
características más admirables de la épica el que
ésta poseyese cierta riqueza y amplitud en el trata­
miento de los demás. Pero, como veremos más
adelante, Cervantes pensaba que la novela era imi­
tación de la historia en la misma medida que pro­
sa épica, y la brevedad, por razones obvias, era
una de las cualidades prescritas en los tratados so­
bre el arte de la historia En el terreno dejapro-
sa novelística, ¿había, pues, que servirse de los
detalles abundantemente, o había que usarlos con
moderación? Como era de esperar, en Cervantes
hallamos opiniones contradictorias a este respec­
to. Periandro permite que uno de los narradores
se explaye largamente al contar su historia, ya que
los detalles añaden con frecuencia «gravedad» a
la obra (y esta concesión suya constituye una re­
miniscencia de la teoría épica) (Persiles, III, 7). En
otra ocasión, en la misma novela, el autor declara:
«Las menudencias no piden ni sufren relaciones
largas» (II, 18).
Cervantes, sin embargo, aun manteniendo su ac­

1 L u c ia n o , Cómo ha de escribirse
la Historia, § 56; L . C a ­
brera d e C órd ob a , que llama «divina»
a la brevedad en su
De historia, para entenderla y escribirla (Madrid, 1611); ver fo­
lios 48 r, 84 r.

200
titud equívoca, ofrece un punto de vista impor­
tante acerca del uso de los detalles. Los autores
de libros de caballerías, en su mayor parte fraca­
saron por completo al enfrentarse con el proble­
ma, y Cervantes, fingiendo que, Benengeli es un
historiador fidedigno que trata cíe imitar a dichos
autores con su escrupulosidad (puntualidad), se
burla de la profusión de detalles sin importancia
que hay en esos libros:
Cide Hamete Benengeli fue historiador muy curioso
y muy puntual en todas las cosàs, y échase bien de ver,
pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y
tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde
podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos
cuentan las acciones tan corta y sucintamente, que
apenas nos llegan a los labios, déjándose en el tintero,
ya p or descuido, por malicia o ignorancia, lo más sus­
tancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de
Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro donde
se cuentan los hechos del conde Tomillas, y con qué
puntualidad lo describen todo! (DQ, I, 16).

Por detrás de la ironía, la actitud que adopta


Cervantes frente a los excesivamente recargados
libros de caballerías es muy parecida á la actitud
del Renacimiento frente al arte medieval. El arte
no logra sus efectos mediante una carga abruma­
dora de detalles. La mera abundancia no puede
ser sustitutivo de una forma armoniosa. De ahí
que, en la prosa novelística, la acumulación de
detalles no sirva para conseguir verosimilitud. Lo
que convence es el uso apropiado y expresivo de
toda clase de detalles, subordinados éstos a la
forma y al propósito de la obra. Don Quijote, que
carece por completo de sentido de la verosimili­
tud cuando de libros de caballerías se trata, se
deja engañar por la falsa historicidad de los deta­
lles accesorios que éstos contienen:
¿Habían de ser mentira, y más llevando tanta apa­
riencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la ma-

201
cire, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las
hazañas, punto por punto y día por día, que el tal
caballero hizo, o caballeros hicieron? (I, 50).

La descripción completa, puntual y minuciosa es


inadecuada en las obras de ficción. El poeta, dice
Giraldi, no debe describir los edificios con todos
los detalles con que lo haría un arquitecto, pues
haciendo esto renunciaría a lo que es propio de
la poesía1. Hay como un eco de esta opinión en
el Quijote, II, 18:
Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa
de Don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene
una casa de un caballero labrador y rico; pero al tra­
ductor desta historia le pareció pasar éstas y otras
semejantes menudencias en silencio, porque no venían
bien con el propósito principal de la historia, la cual
tiene más fuerza en la verdad que en las frías di­
gresiones 2.

La verdad universal, que es propia de la novela


lo mismo que lo es de la poesía, no debe quedar
oscurecida por los pormenores. Como ha observa­
do cierto crítico, la simple mención evocadora del
«maravilloso silencio» que reina en la casa de Don
Diego produce una impresión mucho más intensa
que cualquier descripción minuciosa de su inte­
rior 3.
Una descripción ornamental de la casa de Don
Diego habría sido considerada como una fría di­
vergencia de la verdad. En el capítulo 28 de la
primera parte del Quijote, Cervantes, refiriéndose
evidentemente a las historias encadenadas de Car-
denio y Dorotea, llamaba «verdaderos» a los cuen­
tos y episodios contenidos en el libro. En el capí­
tulo 44 de la segunda parte hablaba de «los mes-
1 G ir a ld i, Dei rcrmami, p á g . 62.
2 DQ, I I , 18; V , 59-60.
3 A . S . T r u k b l o o d , « S o b r e la s e le c c ió n a r tís tic a e n e l Quijote:
...lo q u e h a d e ja d o d e e s c r ib ir » ( I I , 44 )», NRFH, X (1956),
48-49.

202
mos sucesos que la verdad ofrece». En el capítu­
lo 8 de la segunda parte, Don Quijote teme que
Cide Hamete pueda haberse apartado del tema
central de la narración para contar otras acciones
fuera de las que requiere «la continuación de una
verdadera historia». Ahora bien, ¿por qué una di­
gresión había de ser menos verdadera que la ac­
ción principal? Tal es la cuestión aquí implicada,
no por extraña menos evidente. Parece haber dos
explicaciones. Una de ellas es que en la sucesión
de los episodios se requiere que haya probabili­
dad o necesidad (es decir, verosimilitud) *. La di­
gresión, como algo distinto del episodio propia­
mente dicho, carece, por definición, de esta rela­
ción de probabilidad o necesidad. El auténtico epi­
sodio se halla unido, pues, a la verdad esencial de
la historia contenida en la acción principal.
La otra explicación es algo más complicada. Po­
dríamos recordar aquí las palabras de Mauricio
(«los episodios que para ornato de las historias se
ponen»), a que antes nos hemos referido, en el
Persiles, II, 14. En las poéticas y retóricas, y en
los tratados de historia, se reconocía generalmente
que los episodios poseían cierta función ornamen­
tal: servían para amplificar, realzar y dar grande­
za a la obra2. Pero el principio ornamental, como
tendremos buena oportunidad de observar más
adelante en este mismo capítulo, estorba eviden­
temente a Cervantes en ocasiones, en tanto que
implica una especie de hinchazón, tergiversación
u oscurecimiento de la realidad de los hechos. Sin
llegar ni por un momento a rechazar la idea de
embellecer la novela mediante brillantes descrip­
ciones, el elemento de artificio que existe en el
arte le preocupa de vez en cuando. El cree, según
1 G i r a l d i , Del romanzi, p á g . 54; M i n t u r n o , o p . c i t ., p á g i n a
10; T a s s o , Del poema eroico, III, 72.
2 Cf. M i n t u r n o , o p . c i t ., p á g . 36; E l P i n c i a n o , o p . c i t ., II,
22; C a s c a le s , Tablas, p á g . 38.

203
parece, que la menor divagación artística puede
apartar al autor del propósito principal de su obra.
Sus escrúpulos son idénticos a los del historia­
dor, cuyo derecho a desviarse de la verdad estric­
ta era discutido por muchos tratadistas1. Podría
pensarse que esos escrúpulos de historiador son
irrelevantes en el terreno de la novela. Pero una
de las notas más originales que se hallan impli­
cadas en la teoría cervantina es ,que la historia
interviene de hecho en la novela de una manera
distinta a como interviene en la poesía.
Hay dos ejemplos de digresiones ostentosas en
la historia de Cardenio. Como es habitual en él,
Cervantes envuelve su propia intervención crítica
en una atmósfera de irónica ambivalencia, pero
aun en esta forma asoman sus escrúpulos. Carde­
nio había planteado ya el problema de la selec­
ción en toda su amplitud cuando promete contar
en breves razones la inmensidad de sus desven­
turas y, sin demorarse en la relación de sus des­
gracias, no dejar de referir cosa alguna que sea de
importancia (DQ, I, 24). En el capítulo 27 de la
primera parte, a una exclamación sumamente retó­
rica («¡Oh Mario ambicioso, oh Catilina cruel...!»,
etcétera) sucede la consideración que se hace a
sí mismo de seguir adelante con su historia. Y,
más adelante, a otra explosión semejante («Oh me­
moria, enemiga mortal de mi descanso...», etc.)
suceden unas palabras en que se disculpa ante los
oyentes por hacer esas digresiones. Pasando por
alto las amables palabras de aprobación y agrado
con que el Cura responde a esas disculpas, lo que
puede notarse es que cada una de estas breves
digresiones constituye una muestra de retórica
pomposa, una hinchazón artística, y por ello, has­
ta cierto punto, una falsificación de los sentimien­
tos del protagonista. Las continuas referencias de
1 P. e j., C astelvetro, op. cit., pág. 5; P iccolomini, op . cit., p á ­
ginas 138-39; C arvallo, op . cit., fo l. 134 r.

204
Cervantes a su pretensión de verdad penetran en
todos los principales compartimentos de su teo­
ría de la novela. Iremos viendo cada vez más cla­
ramente, por ello, lo inseparables que son forma
y contenido. También en esta esfera particular in­
tenta hallar tina reconciliación, dado que ni la ver­
dad ni el ornamento deben rechazarse. En mi opi­
nión, lo que en último término se propone es in­
cluir en sus novelas «sucesos que adornan ir acre­
ditan», como escribe (sin subrayado alguno) en el
epígrafe del capítulo 73 de la segunda parte del
Quijote.
Una y otra vez, a través de las objecciones, dis­
culpas y explicaciones de sus personajes, Cervan­
tes invita al lector a criticar como impropios unos
sucesos narrados, y simultáneamente elude él mis­
mo esas posibles críticas. Don Quijote, secundado
por Maese Pedro, llama al orden al muchacho que
narra la historia representada en el retablo cuando
éste se permite divagar sobre el tema de las cos­
tumbres de los moros (II, 26). La Dueña Dolorida
interrumpe su discurso después de una inoportuna
divagación sobre teoría poética, (II, 38). Periandro
se disculpa de haberse dejado seducir por el en­
canto del sueño que acaba de relatar (Persiles, II,
15). Ambrosio, el amigo íntimo del difunto Grisós-
tomo, será quien explique por qué se incluye en el
Quijote un poema no muy adecuado al caso, com­
puesto por el autor en otra ocasión (I, 14). Cer­
vantes utiliza también el artificio de hacer que una
falta lo parezca menos por comparación. Mauricio
dice a Transila con socarronería que apostaría a
que Periandro se pondrá a describir a continua­
ción toda la esfera celeste, como si los movimien­
tos del cielo importasen mucho a su historia (Per-
siles, II, 14). En otras ocasiones recuerda al lector
las cosas que se ha abstenido de narrar (enrique­
ciendo prodigiosamente a menudo, mediante una
simple sugerencia, la obra). En el Persües nos ad­
205
vierte que el autor había gastado casi todo el pri­
mer capítulo del libro segundo en una definición
de los celos, pero que ésta había sido suprimida
luego por prolija y banal, y con ello —añade sig­
nificativamente— «se viene a la verdad del caso».
Aplica su técnica evasiva con un arte admirable
en el Quijote, donde el autor «pide no se desprecie
su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo q.ue
escribe, sino por lo que ha dejado de escribir»
(II, 44).
La lucha entablada entre la tentación de dejar
correr la pluma y las restricciones que la con­
ciencia artística le imponía se hace aún más evi­
dente en El coloquio de los perros, donde la narra­
ción y la crítica siguen abiertamente caminos pa­
ralelos. Cipión se ve obligado a recordar a Ber­
ganza, en más de una ocasión, que se atenga-al
asunto y no divague1:
C.: ...y por tu vida que calles ya, y sigas tu historia.
B.: ¿Cómo la tengo de seguir, si callo?
C,: Quiero decir que la sigas de golpe, sin que la hagas
que parezca pulpo, según la vas añadiendo colas.
Algunos se sentirán tentados a ver en estas pala­
bras el esbozo de una nueva forma novelística:
la novela-pulpo. Pero esta posibilidad no puede
haberse introducido de una manera consciente en
la teoría cervantina. No es concebible que la uni­
dad orgánica de un cefalópodo pueda correspon­
der a su idea de la belleza novelística.
No resulta fácil resumir sus opiniones sobre la
unidad de la novela, tan diversas, veladas y cam­
biantes. Pero puede decirse que Cervantes consi­
dera, por lo general, que el oficio de novelista
consiste en moldear la variedad de la experiencia
hasta lograr una forma artística coherente que
1 Cf. también Coloquio, págs. 166, 186, 205, 242.

206
satisfaga a la inteligencia, pero no a costa del
placer producido por la variedad. Como su inter­
pretación de la unidad suele ser, cuando menos,
algo equívoca, se ha deducido de ello que a Cer­
vantes no le preocupan personalmente los aspec­
tos formales de la obra, si consigue que ésta agra­
de. Pero, susceptible como es él a los encantos de
la variedad, las pruebas no demuestran que esté
intelectualmente convencido de que el placer que
en ella existe sea el único sustituto adecuado de
la satisfacción estética que produce la coherencia
estructural. ¿Por qué, si no, había de llamar la
atención una y otra vez, por regla general, de una
manera totalmente gratuita, sobre la propiedad o
impropiedad de algunas partes de su obra? ¿Sólo
con el fin de hacer callar a los críticos? Sin duda,
en parte, éste era el motivo; pero si todo se re­
duce a eso, resulta muy extraño que no utilice
nunca a este respecto el método más fácil de auto-
justificación, aquel que consiste en hacer referen­
cia a precedentes famosos. Podía haber traído a
colación a un buen número de ellos, desde Apu­
leyo hasta Ariosto y Mateo Alemán.
Sólo llega a una solución real, teórica y prácti­
ca del problema de la relevancia en la segunda
parte del Quijote. En ella define la unidad más
importante: el episodio. El episodio puede sepa­
rarse de la acción principal en tanto que es algo
completo en sí mismo, pero, al mismo tiempo,
debe surgir de una manera natural y convincente
de la acción principal y no debe ser desproporcio­
nadamente largo (cosa que ocurría con El curioso
impertinente y con la historia del Cautivo). En las
dos partes del Quijote y en el Persiles, Cervantes
tiende a asimilar la unidad a la verosimilitud. Has­
ta los pequeños detalles influyen en la verdad
poética de la prosa novelística. El Persiles cons-
207
tituye, a mi parecer, una tentativa práctica (aun­
que no muy segura de sí) de llegar a un compro­
miso con la variedad mediante la utilización de
una forma más flexible. Tentativa que resulta fa­
llida principalmente porque él recarga demasiado
la estructura. Esa tentativa de llegar a un acuer­
do es, en definitiva, poco menos que una capi­
tulación.
Su teoría literaria no manifiesta preocupación
alguna por las más recónditas especies de unidad
(las unidades temática y simbólica, como opues­
tas a la mera unidad formal *), pese a que ha es­
tado de moda querer encontrarlas a lo largo de
sus obras o adscribirlas a éstas. Desde luego, se
puede demostrar que hay en las obras cervanti­
nas importantes correspondencias de este género,
pero estas demostraciones constituyen en muchos
casos creaciones artificiosas de los críticos más
que auténticas iluminaciones sobre la manera de
componer de Cervantes. Las ideas expresadas en
su obra maestra acerca de la unidad de la nó­
vela se basan en las ideas corrientes entonces acer­
ca de la unidad de la épica. Al ponerlas en prác­
tica, sobre todo en la segunda parte, va más allá
de la mera observancia formal de estas ideas, lle­
gando a conseguir una unidad qué no resulta ni
epidérmica ni escondida bajo una capa de símbo­
los y abstracciones, una unidad que no es ni su­
perficial ni oculta, sino vital. Se halla sostenida
por esos hilos fuertes y sutiles, que enlazan los
acontecimientos exteriores con la más honda in­
timidad de la persona humana.

1 El vinculo de ejemplaridad que posiblemente, se proponía


tuvieran sus Novelas ejemplares vendría a ser una excepción
marginal.

208
2. El estilo y el decoro
Las expresiones deben ser proporciona­
das a la elevación de las sentencias y pen­
samientos. El lenguaje de los semidioses
debe ser sublime, lo mismo que sus vesti­
duras deben ser más ostentosas que las
nuestras.
A ristófanes (Las ranas)

Es lástima que Cervantes, al hablar de la divi­


sión clásica de los estilos, no diga lo suficiente
para hacer que su actitud respecto a ella resulte
clara. Pero lo que probablemente sucede es que,
lo mismo que el noventa por cien de los escrito­
res españoles de la época, tampoco él tenía opinio­
nes muy claras sobre ese asunto. Es una lástima,
porque la extraña forma en que él observa e in­
cumple a un mismo tiempo dicha doctrina es de
gran importancia para sus escritos. Lo sorpren­
dente es que este tema haya merecido tan poca
atención. Todo el mundo puede ver lo insatisfac­
toria e incluso absurda que resulta una rígida je­
rarquía de los estilos literarios, pero, como ha ve­
nido a mostrar un sugestivo estudio de Erich Auer­
bach1, hay que reconocer que no podemos pres­
cindir de esta jerarquía al enfrentarnos con la
literatura anterior al siglo xix.
Al igual que otras doctrinas literarias antiguas,
que se hicieron artificiales e impracticables por­
que la gente trató de atribuirles una validez abso­
luta, la división de los estilos tenía también un
origen racional. Se basaba en la suposición de que
debía existir una adecuada correspondencia entre
1 E. A uerbach, Mimesis. La representación de la realidad en
la literatura occidental (México, 1950).

209
el estilo y el tema tratado. No surgió una clara
división en tres estilos (el alto o sublime, el media­
no o mixto y el bajo o llano) desde la llamada di­
visión teofrástica hasta la época romana, en que
apareció por primera vez en la Rhetorica ad. He­
rennium. Hubo tentativas posteriores de distinguir
otros estilos (Demetrio, por ejemplo, añadió un
cuarto), pero en las retóricas y poéticas escritas
desde la Antigüedad hasta el Renacimiento fue la
más frecuente la división triple, aunque ésta solía
interpretarse de distintas maneras y la terminolo­
gía variaba en unos y otros autores. Debido a la
estrecha relación que los antiguos teóricos esta­
blecían entre el tipo de lenguaje empleado y la dig­
nidad del asunto que se trataba o, en el casó de la
oratoria, la dignidad de las circunstancias, las dis­
tinciones estilísticas acabaron relacionándose con
distinciones de rango '. La jerarquía de los estilos
se vio seriamente amenazada durante la Edad Me­
dia por un motivo del que hablaremos más ade­
lante, pero todos los críticos siguieron cqntando
con ella inevitablemente en tanto que la organi­
zación jerárquica de la Creación misma, con su
«Gran concatenación del Ser», continuó ejerciendo
una fascinación poética en la mente de los hombres,
como sucedió incluso en los momentos en que resul­
taba cada vez más evidente que dicha relación no
guardaba semejanza alguna con la realidad (de
hecho, hasta bien entrado el siglo xvm).
Los teóricos del Renacimiento trataron de aco­
plar los niveles clásicos del estilo a la escala de
valores, cuidadosamente graduada, que todavía se
1 D embthio escribe «La elevación reside también en la na­
turaleza del tema» (Ore Style, trad. Inglesa de W. R. Roberts.
Loeb. Cl. Lib., II, 75). Cf. Q uintiliano , op. cit., V. XIV. 34;
L ongino, Tratado de la sublimidad, XLIII, pág. 239. E l criterio
plenamente social es un descubrimiento de la E da d Media, pero
E dmon F ahal, que cita sólo la Rethorica ad Herennium, no lle­
ga a admitir que el germen de esta idea se halle en la Am·
tigüedad (Les Arts poétiques du X lle et idu X lIIe siècle (Paris,
1924, pág. 86.

210
aplicaba a las gentes y a los objetos en la vida
real. La tragedia y la comedia estaban totalmente
separadas por cuestiones de rango tanto como por
el hecho de que una hacía llorar y la otra reír.
Suárez de Figueroa, citando a cierto «gramático»
(probablemente Cascales), explica con precisión
por qué es un error presentar en las comedias
asuntos de gente noble. No se pueden hacer chis­
tes y burlas a costa de los príncipes. Se les ofen­
dería y clamarían venganza; esto daría lugar a al­
borotos y conclusiones desastrosas; y entraríamos
ya en los dominios de la tragedia K _
Esta teoría «socializada» de los "estilos se ha­
llaba gobernada por el sentido del decoro, tan
arraigado entonces en la vida real. Los personajes
literarios tenían que hablar y actuar como conve­
nía a su situación social y había que escribir sobre
ellos atendiendo a esa situación. (La parodia y lo
burlesco constituían, por supuesto, excepciones in­
tencionadas). Escalígero —el «ciego de Escalíge-
ro», que, según Chapman, no poseía otra cosa que
«espacio, tiempo y palabras con que ocultar su
propia falta de erudición»2.— ideó un sistema ex­
haustivo en el cual las personas y todo lo que con
ellas estuviera relacionado se ordenaban según su
importancia, e incluso los detalles de expresión
se ajustaba a cada una de ellas3. Castelvetro in­
sistía en el rango como signo distintivo4. La no­
vella podía tratar, según Bargagli, de personas de
la clase baja, media e incluso alta5. Para Robor-
telli y los comentaristas posteriores, los hombres
«mejores» de que hablaba Aristóteles eran los me­
jores tanto por su posición social como por su

1 S uárez de F igueroa, El pasajero, pág. 78. Véase C ascales,


Tablas, pág. 180.
2 George Chapm an, p refa cio a los Seven Books of the « Iliad»
of Homer, en Elizabethan Critical Essays, II, 301.
3 E scalîguero, op . cit., III.
4 C astelveiro, op . cit., págs. 35 y sigs.
5 B argagli, op. cit., pág. 209.

211
moralidad. Con una absoluta falta de realismo, se
creía que la virtud, la sabiduría, los buenos moda­
les y la belleza se hallaban encamados en las per­
sonas de rango y fortuna, en tanto que las defi­
ciencias correspondientes se daban tan sólo en las
clases sociales inferiores. La tragedia debía Con­
sentir cierto debilitamiento del carácter en el pro­
tagonista, pero no sucedía lo mismo con la épica:
el héroe épico era el modelo perfecto, el hombre
que «reunía todas las buenas cualidades». Que ta­
les individuos fueran extremadamente raros en la
vida diaria carecía de importancia desde el pun­
to de vista de la literatura. Más bien era un deber
del escritor dotar a los grandes —y no tan divi­
nos— hombres del momento de unas dimensiones
heroicas apropiadas.
Esta estratificación de la literatura produjo in­
evitablemente dificultades insalvables. Sólo de una
forma muy aproximada se pueden mantener cla­
ras y distintas las gradaciones de estilo, de la mis·
ma manera que es imposible impedir que los bue­
nos se junten con los malos. Horacio admitía que
la comedia eleva a veces su tono habitual y la tra­
gedia desciende en ocasiones a un nivel prosaico;
y Quintiliano, que aceptaba los tres estilos princi­
pales, reconocía, sin embargo, que había además
otras muchas gradaciones. La épica planteaba al­
gunos problemas a los teóricos renacentistas, por­
que su comprensión universal permitía cierta mez­
cla de estilos. Pero existía una complicación mu­
cho mayor aún, ya que estas valoraciones a un
tiempo sociales y literarias, como ha señalado
Auerbach, se vieron totalmente alteradas con la
aparición del Cristianismo, que enseñaba nada me­
nos que lo siguiente: que los más humildes eran los
más altos y que todos los seres humanos eran
iguales espiritualmente, sin reparar en sus dife­
rencias materiales. La mezcla de estilos y de gé-
212
ñeros, que persistió durante la Edad Media, debía
no poco a estas ideas cristianas.
Los teóricos de los siglos xvi y xvn se vieron
obligados a moderar sus preceptos, estableciendo
toda elase de excepciones. Vives, siguiendo a Quin­
tiliano, aceptaba que el estilo debía acomodarse
al tema tratado, pero decía que había tantas grada­
ciones de estilo posibles como gamas de color hay
entre el blanco y el negro, o matices de sabor en­
tre lo amargo y lo dulce1. Muzio, atendiendo al
modelo social, admitía descensos en la escala de
los estilos, pero no subidas2. El Pinciano empe­
zaba por asociar de una manera específica los tres
estilos a los tres estados sociales (patricio, media­
no y plebeyo), como consecuencia inevitable de ser
la poesía imitación de la vida. Pero luego recor­
daba que los reyes no utilizan de hecho el estilo
alto en sus conversaciones y que las cosas humil­
des podían ser ennoblecidas por el uso de un len­
guaje elevado. Es más: se inclinaba a pensar que
podía existir un único lenguaje poético, por encima
del nivel del habla común, al cual no podrían apli­
carse estas divisiones del estilo3. Cáscales se vio
obligado a sugerir la utilización de recursos tales
como el de limitar el desarrollo de la acción prin­
cipal a la gente humilde y los episodios a la gente
ilustrada, o viceversa4. Hubo intentos de subdivi-
dir los tres estilos principales, pero sólo sirvieron
para aumentar la confusión reinante.
Dada la habitual actitud respecto a las reglas,
mezcla de respeto y desdén, de los escritores es­
pañoles, no nos extraña que éstos, en su mayor
parte, observen en la práctica sólo muy parcial-

1 J. L. Vives, De causis corruptarum artium, IV; Opera, I,


397. Véase Q uintiliano , op. cit. XII, X, 66-69.
2 G . M u z io , Tre libri di arte poetica, en su s Rime diverse
(Venecia, 1551), foi. 80 r.
3 E l P inciano, op. cit., II, 166 y sigs.
4 C ascales, Tablas, pág. 180.

213
mente la incómoda doctrina de los estilos, cuando
no prescinden de ella por completo. Se hallaban
muy poco dispuestos a abandonar la mezcla de
estilos y de géneros propia de la Edad Media. Sin
embargo, todos los escritores debieron conocer la
doctrina. Esta se manifestaba ante la conciencia
literaria de todos como una presencia, quizá in­
operante, pero real.
La doctrina de los estilos apenas figura en la teo­
ría cervantina que hemos establecido, pero un es­
tudio completo de los efectos producidos por ella
en sus obras vendría a mostrarnos que su impor­
tancia práctica fue muy considerable. Ella nos ex­
plica no sólo su deliberado incumplimiento de las
reglas, sino también la observancia de las mis­
mas en los casos en que esto ocurre. Cervantes
pone al descubierto, en el Quijote, la insuficiencia
de dicha doctrina, no haciendo caso omiso de ella,
sino manipulándola. Sus alusiones a este tema, sin
embargo, se reducen a ser poco más que un reco­
nocimiento de su existencia, aun cuando de manera
inesperada, en un pasaje humorístico del Parnaso
VII, llegue a tocar el fondo de la cuestión al es­
cribir: «Dame una voz al caso acomodada.» En
otra ocasión, nos dice que el verso de sus obras
teatrales tiene el estilo que piden las comedias,
es decir, el más bajo de los tres (Comedias, pról.);
observación que es verdadera hasta el extremo
de constituir virtualmente una perogrullada. Exis­
te también una alusión que se refiere a la novela.
Cuando Periandro y sus acompañantes llegan a un
mesón, el autor escribe que «lo que en él les suce­
dió, nuevo estilo y jiuevo capítulo pide» (Persiles,
III, 15). La observación no parece muy necesaria,
si no fuera porque en dicho capítulo se incluye
efectivamente la llegada de la adúltera Luisa, que
se halla complicada en el episodio más picaresco
de todo el libro.
214
La novela pastoril planteaba un problema espe­
cial, por ser sus personajes «discretos cortesanos»
que aparecían disfrazados de «rústicos pastores».
En principio se consideraba que el estilo apropia­
do a los pastores debía ser ei bajo. Tal era el esti­
lo que Servio había, adscrito a las Eglogas de Vir­
gilio (asignando a las Geórgicas y a la Eneida los
estilos mediano y alto, respectivamente). Así, era
costumbre entre los novelistas del siglo xvi pedir
indulgencia por el «humilde estilo» de sus obras,
tanto en atención a la rusticidad como por su mo­
destia de autores *. Pero Sannazaro había justifi­
cado el «humilde» estilo de la Arcadia y, al. mis­
mo tiempo, se había disculpado por apartarse de
él en ocasiones2. De este modo llegó a ser muy
corriente también disculparse por no escribir en
estilo bajo3. El comentario que hace Cervantes en
el prólogo de La Galatea no aporta nada nuevo:
Bien sé lo que suele condenarse exceder nadie en la
materia del estilo que debe guardarse en ella, pues el
p rín cipe de la poesía latina fu e calum niado en algunas
de sus églogas p or haberse levantado m ás que en las
otras, y así, no tem eré m ucho que alguno condene
haber m ezclado razones de filosofía entre algunas
am orosas d e pastores, que p o ca s veces se levantan a
m ás que a tratar cosas del cam po, y e sto con su acos­
tum brada llaneza, m as advirtiendo — co m o en el dis­
curso d e la ob ra alguna vez se hace— que m uchos
de los disfrazados pastores della lo eran só lo en el
hábito, queda llana esta objeción .

El estilo pastoril llegó a ser, en consecuencia, mix­


to o mediano. En teoría, era un estilo sencillo más
1 Así lo hacen M ontemayor, op. cit., dedic., pág. 3; L ofraso,
op. cit., «A los lectores»; González de B obadilla, op. cit., «Quin­
tillas a su libro»; B . L ópez de E nciso, Desengaño de celos
(Madrid, 1586), pról.
2 S annazaro, op. cit., págs. 163, 165.
3 En el interesante y erudito ensayo que sirve de prefacio
a su Siglo de oro, B albuena justifica su estilo diciendo que las
novelas pastoriles se dirigen a los lectores doctos y no a los
ignorantes, y que no son obras de historia, sino poesía en prosa
(«Al lector», fol. 3 r.).

215
que magnífico, pero era elegante y adornado, no
rudo, y correspondía al estilo de la poesía lírica.
Se hizo cada vez más elevado, hasta alcanzar su
apoteosis en los dos poemas mayores de Góngora.
Cervantes debió sentirse atraído teóricamente por
el estilo mediano para su utilización en la prosa
narrativa seria, pues dicho estilo, aunque sencillo,
era elegante y permitía el uso de adornos; se le
consideraba, por otra parte, el más adecuado para
las obras históricas y el más a propósito para pro­
ducir placer en los lectores. Pero su acierto más ori­
ginal y de más efecto lo constituyó el uso de estilos
contrapuestos en el Quijote. En esta obra desmon­
tó, una tras otra, las piezas de la doctrina y las vol­
vió a montar dándoles una nueva forma artística. Al
mismo tiempo, este experimento debe ser conside­
rado como una manera de explotar las posibilidades
estilísticas de la épica, que no sólo podía albergar
dentro de sí a la tragedia y a la comedia, sino que
—al ser, como decía Minturno, una pintura del uni­
verso— «comprende en sí misma todos los estilos,
todas las formas y todos los retratos: pues a menu­
do, abandonando las empresas elevadas, desciende
a las obras humildes» *. Cervantes aplicó esta no­
ción a su novela de caballerías ideal, que debe con­
tener sucesos trágicos y también acontecimientos
alegres, y admitió que la escritura de estás novelas
daba lugar a que el autor pudiera
V
mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas
aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y
agradables ciencias de la poesía y de la oratoria
(DQ, I, 47).

Algo esencial a la teoría de los estilos era el de­


coro, que ejerció una influencia más positiva en
«...in sé comprende
ogni stilo, ogni forma, ogni ritratto:
perché spesso lasciando l’alte imprese
discende a l’opre umili...» (op. cit., fol. 80 r.).

216
Cervantes. Había figurado ya en las doctrinas de
Platón y Aristóteles; Horacio había insistido sobre
él en su Ars poetica; y todavía se siguió insistiendo
durante el siglo xvm. El decoro se hallaba especial­
mente vinculado a la teoría dramática y a la retó­
rica, pero también se aplicaba en poesía y en nove­
la. Lo mismo que las tres unidades, el decoro se des­
tinaba fundamentalmente a asegurar una moderada
verosimilitud, pero cuando era prescrito de una ma­
nera dogmática e interpretado demasiado al pie de
la letra, producía el efecto contrario. En tanto que
doctrina de la «propiedad», el decoro, si hubiera
sido observado estrictamente, habría supuesto la
desaparición de la creación de caracteres. Juan de
Valdés lo define de una manera muy clara:
Cuando querem os decir que uno se gobierna en su
m anera de vivir con form e al estado y con d ición que
tiene, decim os que guarda el d ecoro. E s p rop io este
vocablo d e los representantes d e com edias, los cuales
entonces se decía que guardaban bien el d ecoro cuando
guardaban lo que convenía a las personas que repre­
sentaban '.

El Pinciano y Cueva presentan el decoro como


una de las partes de la verosimilitud2, y Cascales
recuerda el precepto de la Retórica que dice que la
narración será verosímil si las cosas narradas co­
rresponden a «personas, tiempos, lugares y ocasio­
nes» 3; precepto que Cervantes no se olvida de cum­
plir ni siquiera en sueños (Parnaso, IV). La preocu­
pación de Cervantes porel decoro como parte de la
verosimilitud justifica los frecuentes comentarios
que éste hace acerca de la discreción, excepcional
para sus años, que muestran algunos de sus jóvenes
héroes y heroínas. En La fuerza de la sangre, Leo­
cadia razona de esta curiosa manera:
1 V aldés, op . cit., pág. 137.
2 E l P inciano, op . cit., II, 75 y sigs.; C ueva, op . cit., I, versos,
178-80.
3 Cascales, Tablas, pág. 126.

217
N o sé có m o te digo estas verdades, que se suelen
fundar en la experiencia de m uchos ca sos y ' en el
d iscu rso d e m uchos años, n o llegando los m íos a diez
y siete.

De igual forma se llama la atención sobre la sor­


prendente madurez de juicio de Galatea, Preciosa,
Periandro y Auristela1. Tal precocidad plantea el
problema de hasta qué punto la sabiduría natural,
la educación y la experiencia, cada una de por sí,
configuran a un personaje. Dicho problema surge
de una manera particular en el caso de Sancho,
cuyo ingenio y elocuencia sorprenden, en ocasiones,
a todo el mundo. Por ello mismo (es decir, por la
«quijotización» del lenguaje de Sancho), el «traduc­
tor» del Quijote considera que la conversación sos­
tenida entre éste y su mujer Teresa en el capítulo 5
de la segunda parte tiene que ser apócrifa. Sin em­
bargo, cualesquiera que sean los argumentos y ex­
plicaciones que se den a los casos que acabamos
de mencionar, todos ellos implican una cuéstión de
decoro. , ,·
La definición dada por Valdés nos muestra que,
aparte de la necesaria adecuación denlas palabras
empleadas, el decoro ofrece dos aspectos. Cervantes
manifiesta su preocupación por los dos. Uno. de
ellos es el aspecto estrictamente literario y se refie­
re a los atributos con que el autor dota a sus per­
sonajes para que éstos parezcan vivos de una mane­
ra aceptable. Parte importante de ello es el lengua­
je que el autor pone en boca de los personajes. El
Cura elogia el Palmerín de Inglaterra por su acer­
tado uso del decoro a este respecto (DQ, I, 6). El
otro aspecto, que a menudo se combina con el ante­
rior, consiste en aplicar a la literatura ese instinto
tan desarrollado de lo que era el decoro en la vida

1 La Galatea, V; II, 149. La gitanilla, pág. 56. Persiles, III,


7; II, 77, y IV, 9; II, 268. Cf. Esplandián, pág. 406: «Pues siendo
tan mozo, no cabía en él dar consejo de anciano.»

218
diaria. De todo ello resulta con frecuencia una cu­
riosa especie de doble responsabilidad: el autor es
responsable del tratamiento artístico del tema, los
personajes lo son de comportarse como deben ha­
cerlo en la vida los seres reales. Si obran de una
manera descarada, la culpa corresponde al autor,
pero pueden muy bien actuar indecorosamente en
una forma que resulte aceptable, sin embargo, des­
de el punto de vista artístico.
Mezclar lo sagrado con lo profano constituía una
violación de la doctrina, deplorada por todos, por
la cual el autor podía lógicamente suponer que se­
ría considerado responsable. «Mescolare nelle cose
divine il paganesimo con la cristianità è cosa fuori
d’ogni decoro» Cervantes, en el prólogo a la pri­
mera parte del Quijote, se refiere irónicamente a
aquellos que guardan «un decoro tan ingenioso, que
en un renglón han pintado un enamorado distraído
y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un
contento y un regalo oílle o leelle». Esta manera de
escribir, añade luego, es un «género de mezcla de
quien no se ha de vestir ningún cristiano entendi­
miento». Naturalmente, aquí entraban en juego con­
sideraciones de prudencia religiosa al igual que de
prudencia artística. Desde muy antiguo habían exis­
tido ya prescripciones contrarias a esta clase de
mezclas2.
El vicio contrario a la virtud de la propiedad era
la creación de caracteres estereotipados, de que es­
taban plagadas las obras teatrales clásicas, con sus
«típicos» viejos y sus no menos «típicos» jóvenes,
criados y otros personajes. Aristóteles los describió
en su Retórica y Horacio en el Ars poetica. Cervan­
tes rindió tributo a este rígido concepto en el pro­
ceso contra las comedias contemporáneas que lleva
a cabo en el Quijote, I, 48. Dicho principio actuaba
1 G iraldi, Dei romami, pág. 71.
2 Así 6 an I sidoro, Etymologiarum sive originum libri XX,
II, XVI.

219
también en el culto a las figuras y ejemplares ar-
quetípicos, como aquellos de los que hablaba el Ca­
nónigo al trazar el esquema de la novela de caba­
llerías ideal. Afortunadamente, la vida encontraba
el modo de abrirse camino a través de las conven­
ciones literarias. En vista de que Homero había
prescindido con tanta frecuencia del decoro y Te-
rencio había manifestado su descontento respecto
a los caracteres más usuales de la comedia antigua,
a los teóricos del Siglo de Oro les resultaba difícil
no hacer concesiones. Cueva admitía que el autor
se apartara de la norma establecida siempre que
fuera por alguna razón expresa de ejemplaridad
El Pinciano admitía esto mismo en atención a la ad­
miración que pudiera despertar la obra y, además,
porque pensaba que las excepciones que se daban
en la vida podían ser imitadas en las comedias, en
las cuales estaba permitida cierta libertad2. Porque
hay tantas excepciones que se salen del orden,^natu­
ral de las cosas, decía Carvallo, que en ese caso no
es un error pintarlas tal y como son en realidad3.
Cascales resumió la situación, quizá con omayor
exactitud que los demás: «Aristóteles dio la regla
general —escribía— y la naturaleza la excepción»4.
El decoro era ciertamente una de las cualidades
que en las obras de Cervantes más alabaron sus
contemporáneos. Pero aunque éste hubiera obser­
vado los preceptos servilmente, cosa que no hacía,
no tenía por qué manifestar escrúpulos cuando se
apartara ocasionalmente de la norma. En realidad,
es aún más complicada. Volviendo a establecer un
paralelo con Velázquez, diremos que con frecuen­
cia Cervantes simultáneamente violaba y no viola­
ba, sin embargo, las leyes del decoro. El resultado

1 C ueva, op. cit., III, versos 634-36.


2 E l P inciano , op. cit., II, 361, 81.
3 C arvallo, op. cit., fols. 166 ν,-167 r.
4 Cascales, Tablas, pág. 61.

220
era una forma de presentación de caracteres tan
inescrutable como la utilizada por Velázquez.
Al igual que la mayoría de los españoles, Cervan­
tes manifiesta un sentido del decoro muy vigoroso
en lo que se refiere a la conducta en la vida, pero
este sentido del decoro aparece en sus novelas, algu­
nas veces combinado con el decoro literario. La
crítica del poema pretencioso que hace Barrabás
en La ilustre fregona se basa fundamentalmente en
la afirmación de que usar un lenguaje tan ampuloso
para cantar a una fregona es algo impropio y absur­
do. El esfuerzo, considera Barrabás (y,' desde lue­
go, a la postre, se ve que está en un error) no es
adecuado a la ocasión. Para los lectores del si­
glo XVII, el título de esta novela corta resultaría se­
guramente más paradójico de lo que nos parece
hoy. Habría resultado atractivo e intencionado inci­
tarle a uno a la lectura del libro para llegar a des­
cubrir cómo era posible que una fregona fuese ilus­
tre. En esta narración, como en la historia similar
de la gitanilla ilustre, la paradoja se halla resuelta
sin merma del decoro. Las obligaciones de Cons­
tanza en la posada, habría que añadir, se reducían
significativamente a fregar plata y no loza.
" La propia naturaleza del Quijote hace que resulte
difícil con frecuencia diferenciar el decoro literario
del decoro de la vida real. El Caballero, que cons­
tantemente dirige su atención a los libros de caba­
llerías para hallar un precedente a sus actos, pre­
tende que opere en su propia vida un decoro que
es en gran parte literario, y trata de imponerlo tam­
bién a su escudero, excesivamente hablador. Sin em­
bargo, olvidando una importante norma del corte­
sano, que obliga a obrar a cada uno de acuerdo con
su edad V no llega a pensar nunca que su imitación
de un valeroso caballero andante resulte ridicula
por ser impropia de un hidalgo pobre y de edad ma-

1 Castiglione, op. cit., pág. 161.

221
dura. Y lo que es aún peor: como ha señalado Mar­
tín de Riquér, Don Quijote nunca fue caballero ni
pudo haberlo sido, porque estaba loco, era pobre y
había sido armado caballero una vez por escarnio l.
El decoro de la vida real y el decoro literario se
combinan también en el comentario que hace el Ca­
nónigo acerca de la promiscuidad con que actúan
las reinas y emperatrices en los libros de caballe­
rías (DQ, I, 47). Dicha promiscuidad es considerada
tan impropia como poco probable. La propiedad así
concebida era una parte importante del decoro,, «II
decoro non si puo separar dall’onesto», escribía
Tasso2. En realidad, el decoro era parte integrante
de la moralidad. Los esparcimientos amorosos de
Dorotea con Don Fernando eran señal de que la da­
ma no podía ser una princesa, observaba Sancho
grosera y maliciosamente (DQ, I, 46). Semejante
conducta, en una enamorada de sangre real como
Auristela, habría resultado, por supuesto, inconce­
bible (Persiles, IV, 11).
«Lo bueno y lo malo de los príncipes es más ejem­
plar y, por consiguiente, de mayor trascendencia,
que lo bueno y lo malo de las personas particula­
res», escribió Puttenhan en Inglaterra3. Lo mismo
que la ejemplaridad, la doctrina del estilo y la del
decoro formaban parte también de una visión idea­
lista del mundo, que estaba empezando a resquebra­
jarse bajo las presiones de la ciencia alrededor del
año 1600. Sin embargo, Cervantes, al igual que otros
escritores, todavía podía hacer un comentario como
el siguiente:
Nunca en humildes sujetos, o pocas veces, hacen su
asiento virtudes grandes, y la belleza del cuerpo mu-
1 M. de R iquer, «Don Quijote, caballero por escarnio», Clav,
V II (1956).
1 Tasso, Del poema eroico, III, 85.
3 G eorge P uttenham , The Art of English Poesy, en Eliz. Crit.
Essays, II, 45.

222
^chas veces es indicio de la belleza del alma (Persiles,
I V , 4 ).

Estas ideas, tan curiosas como generalizadas, que


la experiencia y la doctrina cristiana hacían consi­
derar familiares, hallan expresión vigorosa en sus
héroes y heroínas ideales, modelos de perfección a
los que no faltan ni la superioridad en cuestiones
mundanas ni los dones espirituales. Al lector mo­
derno le'resulta muy difícil aceptar el hecho de la
relación necesaria y explícita entre las deslumbran­
tes cualidades de esos héroes1, aun cuando todavía
perduren huellas de esta relación en lo poco que
conserva la novela moderna de los héroes y heroí­
nas tradicionales. La insistencia de Cervantes en la
verosimilitud parece no tener sentido para el lector
moderno. Pero no debemos cometer el error de
confundir la verosimilitud con el realismo. Para Cer­
vantes, estos personajes inverosímiles son poética­
mente verdaderos. El ideal es llegar a una poetiza­
ción de la realidad que no sea, como lo es la fanta­
sía, fundamentalmente falsa. Y sin embargo, la idea­
lización literaria le producía cierta inquietud a cau-
- sa de los procedimientos, laudatorios hasta lo hi­
perbólico, que ésta implicaba. Lo que se intentaba
con ella era, en realidad, la sujeción de una clase
de verosimilitud (lo que «podía ser») a otra (lo que
«debía ser»).
Es cierto que podían citarse pasajes que expre­
san un punto de vista del todo opuesto al punto de
vista idealista que acabamos de mencionar. Don
Quijote, por ejemplo, dice que en un hombre feo
pueden existir también hermosas cualidades mora­
les (II, 58). En otro lugar, Cervantes reconoce que
la sabiduría puede darse en un hombre pobre aun-
1 Por ejemplo, la relación entre riqueza, nacimiento y modar
les, entre modales y belleza, y entre belleza y nacimiento, es
presentada como algo que salta a la vista en el Persiles, I, 9; I,
G5; en el Persiles, II, 2; I, 163, y en Las dos doncellas, pág. 30,
respectivamente.

223
que se halle ensombrecida fatalmente, a los ojos de
los demás, por la necesidad y la miseria y sea tra­
tada con menosprecio *. Y el tema de que la autén­
tica nobleza en nada depende de la posición social
de cada uno es un lugar común de sus obras y, en
general, de todas las obras del Siglo de Oro. Lo sor­
prendente es que todas estas opiniones contrapues­
tas no se excluían mutuamente; coexistían y llega­
ban a coincidir en una misma obra.
El principio de la selección literaria hecha de
acuerdo con el decoro queda establecido con toda
seriedad en el Persiles:
n o todas las cosas que suceden son buenas para con ­
tadas, y podrían pasar sin serlo y sin quedar m enos­
cabada la historia: acciones hay que, p o r grandes,
deben callarse, y otras que, p o r bajas, n o deben de­
cirse 2.

También el Quijote está lleno de alusiones humo­


rísticas a esta misma idea. Así, por ejemplo, la dis­
creción de Benengeli al suprimir los «particulares
capítulos» acerca de la amistad entre Rocinante
y el rucio de Sancho (II, 12), o las numerosas alu­
siones a sucesos «dignos de recordación». Incluso
en los momentos en que se hace referencia al héroe
y a la heroína, el principio de la idealización es
idéntico en ambas novelas, aunque en una es trata­
do con toda seriedad y en la otra en forma humo­
rística. Periandro y Auristela, esos dos «ángeles hu­
manados» (IV, 12), poco se diferencian de la visión
luminosa que Don Quijote tiene de sí mismo y de
Dulcinea, aunque carezcan de los adornos mágicos
de lo caballeresco. Desde el momento en que el Ca­
ballero se considera a sí mismo como un héroe lite­
rario idealizado, sus inquietudes respecto al papel
que está representando adquieren un sesgo clara­
mente literario. Se preocupa del decoro de las ac-
1 Coloquio, págs. 247-48.
2 Persiles, III, 10; II, 100.

224
ciones en que participa y, lo que es más, de si su
cronista habrá sabido cómo sacar buen partido de
los hechos que realzan su prestigio, desechando to­
do lo que fuera indigno de su persona. En realidad
le gustaría que todos sus actos, y en la forma en
que el autor los presenta, tuviesen una dignidad
y una nobleza que estuvieran en consonancia con
sus aspiraciones heroicas.
El propio Don Quijote no habría sabido expresar
el carácter idealizador de la épica mejor que lo ex­
presan estas palabras de Cascales:
Las acciones épicas están fundadas sobre los hechos
de caballería y de la virtud heroica, y tiran a dar
suma excelencia al caballero que se celebra1.
Don Quijote, desde luego, está intentando salvar la
distancia que separa la vida de la poesía para llegar
a ser el superhombre épico, el retrato perfecto y
acabado que supere al propio modelo real. Quiere
exceder a la vida. Le resulta bastante fácil modelar
a Dulcinea según esos principios, ya que ésta nunca
llega a materializarse. Pero es distinto lograr esto
mismo en su propio caso, ligado como él está
—quiéralo o no— a su existencia histórica.
Aunque él aspire a esa existencia plenamente poé­
tica, ni siquiera puede ignorar del todo la realidad
histórica. La diferencia que existe entre ambas se
discute con amplitud en el capítulo 3 de la segunda
parte. Ahora ya sabe Don Quijote que existe real­
mente un sabio encantador que narra su historia,
y cree que éste está obligado a contarla en forma tal
que queden reflejadas en el héroe las mayores vir­
tudes:
—A lo que yo imagino —dijo don Quijote—, no hay
historia humana en el mundo que no tenga sus alti­
bajos, especialmente las que tratan de caballerías; las
cuales nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos.
1 Cascales, «A don Tomás Tamayo y Vargas», Cartas filoló­
gicas, Clás. Cast. (Madrid, 1930-41), XI, 33.

225
!

—Con todo eso —respondió el Bachiller—, diceni al­


gunos que han leído la historia que se holgaran se les
hubiera olvidado a los autores della algunos de los
infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al
señor don Quijote.
—Ahí entra la verdad de la historia —dijo Sancho.
—También pudieran callarlos por equidad, —dijo don
Quijote—, pues las acciones que ni mudan ni alteran
la verdad de la historia no hay para qué escribirlas,
si han de redundar en menosprecio del señor de la
historia. A fe que no fue tan piadoso Eneas como
Virgilio le pinta, ni tan pmdente Ulises cómo le des­
cribe Homero1.
—Así es —replicó Sansón—; pero uno es escribir
como poeta, y otro como historiador2.

Hacer que el tema se desviara en la dirección que


hubiera gustado a Don Quijote habría sido hacer
lo que Cascales llamaba mudar la cosa3.
El autor de poesía heroica no debía ocuparse de
los asuntos triviales de la vida diaria. Tasso escri­
bía: «Lasci da parte le [cose] necessarie come il
mangiare e l’apparechiar le vivande, ó le descriva
brevemente»4. De acuerdo con esto, Don Quijote no
se considera preparado para hacer frente a las ne­
cesidades prácticas, que nada tienen de heroicas. Al
comienzo mismo de su carrera, el primer Ventero
le dice que tenga por cierto que si los autores de
libros de caballerías nunca mencionaron que los
caballeros andantes llevaran en sus viajes la bolsa
bien provista, camisas limpias y un botiquín, era
sólo porque se trataba de algo tan evidente que no
era necesario escribirlo (I, 3). Nadie mejor que
Cervantes conocía que, a los ojos de los lectores,
esta especie de servidumbre del autor tenía un sig-
1 Cf. Ariostú:
«Non si pietoso Enea, né forte Achille
fu, come è fama, né si fiero Ettore.»
(Op. cit., XXXV, XXV.)
C astro, Pensamiento, págs. 32-33, n. 2, piensa que este pasaje
recuerda a E oboktelli más que a A riosto.
2 DQ, II, 3; IV, 85-86.
3 Cascales, Tablas, pág. 137.
4 T asso, Del poema eroico, II, 65.

226
niñeado para los héroes literarios. Nadie conocía
mejor aquel principio cómico infalible que consiste
en hacer caer por tierra, de un golpe, el ideal, con
sólo recordar lo que de animalidad hay en la exis­
tencia humana. La esencia cómica del Quijote re­
side, como ha observado Harry Levin, en ser mo­
delo persistente de todo el libro «el modelo del ar­
te que se siente cohibido al confrontarlo con la na­
turaleza» ’.
Lo mismo que Don Quijote se veía obligado a re­
conocer que toda historia tiene sus altibajos, Cer­
vantes expresa su repugnancia ante el estilo unifor­
me y el decoro absoluto.
No siempre va en un mismo peso la historia, ni la
pintura pinta cosas grandes y magnificas, ni la poesía
conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la his­
toria; la pintura, hierbas y retamas en sus cuadros;
y la poesía tal vez se realza cantando cosas humil­
des2.

Este pasaje constituye, al menos en parte, una


justificación ad hoc, y sería, por tanto, engañoso
considerarlo como algo categórico y terminante.
Cervantes no es tan consecuente como para permi­
timos aceptar esto al pie de la letra. Se muestra
sensible a las exigencias del decoro y de la división
de estilos tanto como a sus limitaciones. Tiene con­
ciencia de la inseparabilidad del fondo y de la for­
ma, pero al mismo tiempo cree sinceramente en la
existencia de un fondo de verdad, inmutable e irre­
ductible, al que en nada afectan las variaciones for­
males. Uno de los logros más notables del Quijote
consiste en resaltar la existencia de ese fondo de
verdad inmutable, presentando el mismo tema en
diferentes versiones o estilos.
El Caballero se muestra plenamente consciente
de la variedad de los procedimientos literarios po­
' L evin , «Example of Cervantes», pág. 79.
J Persiles, III, 14; II, 139.

227
sibles, sobre todo al comienzo de la segunda parte.
Aunque considera, en definitiva, que el tema caba­
lleresco de la historia de Cide Hamete es garantía
suficiente de un tratamiento adecuadamente gran­
dioso, en un principio se llena de recelos y se siente
depender sin remedio de la buena voluntad del sa­
bio, que, si amigo, engrandecerá sus hazañas; si ene­
migo, las rebajará envileciéndolas (II, 3). Poco an­
tes se ha considerado la posibilidad de tratar satíri­
camente el tema de Angélica la Bella (II, 1). El libro
está lleno de dobles versiones de un mismo aconte­
cimiento. Bastará recordar uno de los casos más
manifiestos. Al hablarnos de la primera salida de
Don Quijote, por un lado se nos describe la ocasión
tal y como él la ve, envuelta en toda la retórica
caballeresca, entre los esplendores de una aurora
mitológica; por otra, se nos presenta la escena tal
y como la ve el lector, descrita más mediante su-
gerencias que de una manera directa. La parodia
termina diciéndonos qμe el famoso caballero Don
Quijote, dejando su ocioso lecho de plumas, subió
sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a ca­
minar por el antiguo y conocido campo de Montiel.
El autor se limita a comentar, con laconismo: «Y
era la verdad que por él caminaba» (I, 2). La comi­
cidad de esta contradicción proviene de ser una con­
tradicción de estilo, en el sentido más amplio de
este término. Lo importante es establecer en qué
consiste la verdad de los hechos narrados.

El realismo de la novela de los siglos xix y xx


es, en lo esencial, producto de su propia época. Es
una consecuencia literaria del moderno sentido his­
tórico, y sólo llegó a afirmarse plenamente cuando
la crisis de los valores y creencias tradicionales, de
los que dependían el decoro y la doctrina de los es­
tilos, se hallaba ya muy avanzada. El autor de obras
literarias aprendió, como el historiador y el hom­
bre de ciencia (y en gran medida lo aprendió de
228
ellos), que las cosas importantes no tenían por qué
producir necesariamente una fuerte impresión. Ha­
blando en términos generales, hasta un determina­
do momento en el siglo xvm es más exacto consi­
derar lo que usualmente se llama «realismo» como
algo propio de aquellas obras escritas en el estilo
bajo, que solían estar relacionadas con lo cómico.
En el momento en que esas obras trascendieron lo
cómico, su interés se hizo, como decía Ortega, «ex-
trapoético», científico1.
El realismo contemporáneo, por supuesto, tiene
sus raíces en el pasado. Observaciones que sorpren­
den por su modernidad se hallan ya en obras como
Tirante el Blanco, La Lozana andaluza o La vida y
hechos de Estebanillo González (novela picaresca
que contiene el punto de vista particular y a ras de
tierra de un soldado sobre la brutalidad de la gue­
rra, anticipándose, por un amplio margen, al pun­
to de vista de Stendhal). El hecho de que los auto­
res pretendieran con frecuencia que la prosa narra­
tiva era historia, y como tal más verdadera y exacta
que la poesía, actuaba de contrapeso, muy ligero,
respecto a los dogmas. Pero en tanto que las creen­
cias en que se basaban el decoro y la división de es­
tilos continuaron firmes en gran medida, los escri­
tores que mezclaban estilos y quebrantaban las re­
glas no pudieron sustraerse del todo a su influen­
cia. Apenas existía una concepción teórica del rea­
lismo. De hecho, la teoría poética era decididamen­
te antirrealista. El poeta que tratara las cosas tal
y como eran en la realidad estaría traicionando su
arte. Hugo, el inteligente, activo y sincero interlocu­
tor del Pinciano, dice:
Yo soy de parecer que pocas veces los poetas pintan
a los hombres iguales como ellos fueron; y esto por
mayor imitación... Si los hombres por vicio natural
que tienen, y aun los históricos, por la causa misma,

1 O rtega, Meditaciones, pág. 184.

229
jamás dicen o escriben alguna cosa igual a lo que
ella fue, sino que siempre añaden alguna cosa o de
malo o de bueno, ¿por qué los poetas, que son imi­
tadores de estos tales, como en las demás cosas, no
los imitarán en éstas? Añado que, si el poeta pintase
iguales como los hombres son, carecerían del mover
o admiración, la cual es una parte importantísima
para uno de los fines de la poética, digo, para el de­
leite1.

Los estrechos dogmas literarios del decoro y del


estilo reflejan una visión del mundo, hoy ya anti­
cuada, que se ordena según líneas jerárquicas. El
Quijote nos da una perspectiva irónica desde la cual
la antigua visión del mundo se combina con otra
esencialmente moderna, en que coexisten los ideales
exaltados y el más bajo materialismo como partes,
distintas pero inseparables, de la experiencia huma­
na. En esa novela presentaba Cervantes no uñ trozo
de la vida, sino, en mayor medida que hubiera po­
dido hacerlo hasta entonces ningún autor de obras
de ficción, la totalidad de la existencia.

3. La dicción
...expresando melodiosamente y con
propiedad los conceptos de la razón, lo
cual constituye el objeto del lenguaje.
S ir P h i l i p S idney

Las referencias al estilo que de pasada hacen los


escritores se hallan expuestas a resultar nebulosas
y nada esclarecedoras, sobre todo en una época en
que los juicios críticos apenas pueden, por lo gene­
ral, separarse de las lisonjas, por un lado, y, por
otro, de los denuestos. Aun reconociendo esto, todar
vía es posible señalar ciertas cualidades de la prosa
1 E l P inciano, op. cit., I, 248-49.

230
narrativa comunes ya al uno, ya al otro, ya a los
tres estilos principales que evidentemente valoraba
Cervantes. No es necesario que tratemos de ellas
con amplitud. Los comentarios de Cervantes son de
tres clases: observaciones directas acerca de la dic­
ción literaria; observaciones acerca del lenguaje,
que tienen una importancia estilística; y comenta­
rios sobre la manera en que se hallan contadas las
historias contenidas en sus obras. La mayoría co­
rresponden a la tercera clase y, aunque todas las
historias a que se refieren sean literatura, hay que
recordar que de una manera estricta sus comenta­
rios se aplican preferentemente a la narración oral.
Cervantes consideraba el estilo como algo muy
importante. No sólo Don Diego supone que las obras
de entretenimiento deben deleitar por su lenguaje
(Don Quijote, II, 16), sino que varios libros de ca­
ballerías son condenados por motivos estilísticos
exclusivamente. El Canónigo los presenta, por lo
general, como de estilo duro (Don Quijote, I, 47),
y el Cura condena especialmente al Amadís de Gau­
la, de Feliciano de Silva, y el Florismarte (o Felix-
marte) de Hircania, de Melchor Ortega, por razo­
nes estilísticas CDQ, I, 6). Es más, aunque no hay
que destruir el chiste de Cervantes tomándole de­
masiado en serio, el hecho es que llega a decimos
que Don Quijote había perdido el juicio al tratar
de entender la singular prosa de Feliciano de Silva
Y de todos [los libros de caballerías], ningunos le
parecían tan bien como los que compuso el famioso
Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y
aquellas entrincadas razones suyas le parecían de per­
las, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros
y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba
escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón
me quejo de la vuestra fermosura.» Y también cuando
leía: «Los altos cielos que de vuestra divinidad divina­
mente con las estrellas os fortifican y os hacen mere­
cedora del merecimiento que merece la vuestra gran­
deza.,»

231
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio,
y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sen­
tido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo
Aristóteles, si resucitara para solo ello (1,1).
Por desgracia para Silva, se trataba de uno de
esos ejemplos de repetición que había que evitar,
citado ya por el autor de la Rhetorica ad Heren­
nium". «Nam cuius rationis ratio non extet, ei / ra­
tioni ratio non est fidem habere admodum» i. Este
juego de palabras pueril usado por Silva, aunque
responde a un género muy admirado durante el si­
glo XV, conocido por Juan del Encina con el nom­
bre de gala « redoblado», había sido ridiculizado ya
por Diego Hurtado de Mendoza antes de serlo por
Cervantes. «¿Paréceos, amigo —preguntaba aquél
en su carta al capitán Salazar— que sabría yo ha­
cer un medio libro de Don Florisel de Niquea.,. y
que sabría decir ”la razón de la razón que tan sin
razón por razón tengo” para alabar vuestro li­
bro?» 2.
La complicación innecesaria es uno de los ího-
tivos más frecuentes de la crítica estilística de Cer­
vantes. En el capítulo 71 de la segunda parte, Don
Quijote censura a Sancho por hacer uso de ella. Es
también una de las faltas adscritas en el Parna­
so, VII, a cierto novelista llamado Pedrosa, que en
la batalla de los libros disparó cuatro novelas «de
una intrincada y mal compuesta prosa, / de un
asunto sin jugo y sin donaire». Esta censura se re­
laciona en parte con otro motivo que se repite: la
censura de la afectación, vicio del que los humanis­
tas habían abominado especialmente. «Llaneza, mu­
chacho —grita maese Pedro—, no te encumbres,
que toda afectación es mala» (DQ. II, 26)3.
Entre los libros de caballerías hay unas cuantas
honrosas excepciones, tales como el Palmerín de
1 Rhet. ad Herennium, IV, XII, 18.
1 Carta al capitán Salazar, BAE, XXXVI, 549.
3 Véase también: DQ, II, 12; IV, 257-58; II, 43; VI, 247-48.
Vizcaíno fingido, pág. 103. Cueva de Salamanca, pág. 131.

232
Inglaterra, que el Cura recomienda por sus «razo­
nes cortesanas y claras» (DQ, I, 6). Otra excepción
la constituye el Tirante el Blanco, siempre que la
frase «por su estilo... el mejor libro del mundo» no
equivalga simplemente a «por su camino... el me­
jor y más único de cuantos deste género han salido
a la luz del mundo», palabras que usa el Cura al
hablar de la novela de Lofraso. Sin embargo, Cer­
vantes cree que, por lo general, los libros de caba­
llerías no pueden competir en cuanto al estilo con
las novelas pastoriles, que en el Coloquio se des­
criben como «bien escritas». Las cualidades estilís­
ticas particulares que él recomienda son de lo más
obvio, y no es necesario que nos detengamos en
ellas. Sólo unas cuantas de sus aserciones merecen ,
destacarse. Para contar bien una historia se requie­
re, en primer lugar, discreción *. Esta es igualmente
necesaria en la conversación usual si se quiere usar
adecuadamente el lenguaje, según pontifica el Li­
cenciado en el capítulo 19 de la segunda parte del
Quijote, dirigiéndose a los presentes. Producto de
ella es un lenguaje «puro, propio, elegante y cla­
ro» a un mismo tiempo. De todas estas cualidades',
que pueden considerarse como virtudes estilísticas
principales en la teoría cervantina, la propiedad es
quizá el resultado más inmediato de la práctica de
la discreción. Las autoridades en la materia solían
incluirla entre las más importantes virtudes del es­
tilo 2. Periandro la describe como «la salsa» de las
historias narradas (Persiles, III, 7).
Tres términos que se pueden aplicar evidentemen­
te a sus propios escritos y son además muy impor­
tantes dentro de su vocabulario crítico son los de
gracia, donaire y apacibilidad, palabras con que se
expresan los conceptos afines de «atractivo», «sol­

1 Cf. Las dos úoncellas, pág. 34. DQ, I, 52; III, 409.
2 Así L. G raciAn D antisoo: «También deben ser las palabras
lo más apropiadas que se puedan a lo que se quiere mostrar
por ellas» (Galateo español, ed. Madrid, 1943, página 122).

233
tura» y «forma armoniosa». Con el primero de ellos,
Cervantes trata de agradar tanto al lector discreto
como al simple. El segundo sirve, al igual que la
propiedad, para hacer aceptable el disparate litera­
rio. El tercero se usa para caracterizar el libro de
caballerías ideal (DO, I, 47). Los dos primeros apa­
recen también a menudo entre las alabanzas tribu­
tadas a sus personajes por su manera de narrar
una historia
Pero hay virtudes encaminadas a lograr un tono
más elevado y una mayor riqueza en lo que se escri­
be, como las hay encaminadas a conseguir claridad
y sencillez. Cervantes recomienda en particular una
forma de perífrasis que viene exigida por el buen
gusto. A veces son necesarios los circunloquios para
evitar la obscenidad o la grosería. Era éste un asun­
to delicado, pues, como señalaba Herrera, la inde­
cencia podía ocultarse en el sonido mismo de las
palabras de significado más inocente2. Cipión dice
en el Coloquio:
Ese es el error que tuvo el que dijo que no era
torpedad ni vicio nombrar las cosas por sus propios
nombres, como si no fuese mejor, ya que sea forzoso
nombrarlas, decirlas por circunloquios y rodeos, que
templen la asquerosidad que causa el oírlas por sus
mismos nombres. Las honestas palabras dan indicio
de la honestidad del que las pronuncia o las escribe3.

Estas palabras nos recuerdan el Galateo español,


donde se nos dice que si un caballero va a narrar
algunas historias, debe procurar
que no tengan palabras deshonestas, ni sucias, ni tan
puercas que puedan causar asco a quien le oye; pues
se puede decir por rodeos y términos limpios y hones­
tos, sin nombrar claramente cosas semejantes4.
1 La Galatea, I; I, 51. DQ, I, 12; I, 341; I, 36; III, 133.
Persiles, II, 11; I, 238; II, 12; I, 244; III, 7; II, 77.
2 H errera, Anotaciones, pág. 603.
3 Coloquio, pág. 183.
4 L. G racian D antisco, op. cit., pág. 101.

234
Hay en este mismo libro ejemplos de palabras
educadas acompañadas de las correspondientes pa­
labras vulgares. Uno de ellos es decir «boca» o «la­
bios» en vez de «hocico»; «vientre» y no «panza»
o «barriga» K Algo parecido se halla entre los con­
sejos de Don Quijote a Sancho, en que el primero
dice que la gente delicada emplea ahora «erutar»
y no «regoldar» (DQ, II, 43). La Dueña Dolorida,
que, por su parte, se muestra también muy delica­
da, prefiere decir «oídos» en lugar de «orejas» (Don
Quijote, II, 38).
En el prólogo a La Galatea Cervantes rindió tri­
buto a la lengua española por la oportunidad que
ésta ofrecía de mostrar aquella diversidad de con­
ceptos que era tan natural a sus escritores. En esto
se hallaban de acuerdo tanto los autores españoles
como los extranjeros2. Se consideraba que el espa­
ñol era especialmente apto para toda clase de jue­
gos de palabras, equívocos y conceptos. La palabra
concepto todavía no poseía el significado que más
tarde había de darle Gracián. Los contemporáneos
de Cervantes, como El Pinciano, seguían definién­
dola, en lo fundamental, en los mismos términos
que había usado Nebrija un siglo antes, como «ima­
gen que de la cosa el entendimiento forma dentro
de sí»3. De acuerdo con estas definiciones dice Don
Quijote: «La pluma es lengua del alma: cuales fue-

1 Ibidem, pág. 99.


1 «Pare ancor che ai Spagnoli sia assai proprio il mottegl··
giare» (C astiglione, op. cit., pág. 201). C f. C abrera de Córdoba,
op. cit., fol. 86 V.; Juan de Jáuregui, Discurso poético (Madrid,
1624), pág. 205.
3 E l P inciano, op. cit., II, 204; Cf. C ascales, Tablas, página
205; S uárez de F igueroa, El pasajero, pág. 159, y A. de N ebrija,
Reglas de la ortografía castellana, en Gramática de la lengua
castellana (ed. Oxford, 1926), pág. 237. La evolución que sufre
la noción de concepto puede verse en la frase de C arvallo:
«Tomar y concebir un pensamiento delicado y sobre él discu­
rrir y discantar cosas Utiles, de las cuales conciba el que
lo oye lo que con ordinario modo no se dice» (op. cit., fols.
120 v-121 r.).

235
ren los conceptos que en ella se engendraren, tales
serán sus escritos [los del poeta]» (II, 16).
Los conceptos eran algo propio de la poesía amo­
rosa, aunque no se limitaban a ella. El amigo del
autor del Quijote aconseja a éste que los dé a en­
tender sin intrincarlos ni oscurecerlos {DQ, I, pról.),
peligros a los que estaban expuestos de manera es­
pecial. El protagonista del libro, sirviéndose de una
comparación muy popular en el Renacimiento, vuel­
ve los ojos al mito de la Edad de Oro, presentán­
donosla como un tiempo en que, de la misma ma­
nera que las doncellas eran hermosas y honestas sin
necesidad de llevar adornos, muy al contrario de lo
que ocurría con las cortesanas del siglo xvn, así
también los conceptos amorosos del alma se expre­
saban simple y sencillamente, tal y como habían
sido concebidos, sin necesidad de decorarlos con
perífrasis artificiosas (I, 11). De lo que Cervantes
desconfiaba era precisamente del artificio, de los
«aderezos». La razón de esta actitud, de la que nos
ocuparemos en el último apartado de este capítulo,
puede hallarse en una observación que expone Tas-
so: «La gonfiezza nasce dai concetti, se quelli di
troppo gran lunga eccederanno il vero» '. Debemos
añadir que Cervantes se preocupaba más de no so­
brepasar la verdad que de todo exceso estilístico.
Pero un concepto sólo era reconocible por las cua­
lidades especiales que lo caracterizaban dentro del
discurso ordinario, y el adjetivo aprobatorio que
Cervantes aplica con más frecuencia a esta palabra
era, si no me equivoco, el de «alto»2. ¿Cómo lograr
1 T asso, Dell’arte poetica, III, 33.
2 Por ejemplo: «Agudos, graves, sutiles y levantados» (La
Galatea, pról., I, pág. XXVIII); «bien dispuestos y subidos»
(ibidem, VI; II, 215); «altos y extraños» (ibidem, VI; II, 238);
«agradables..., profundos, altos, discretos» («Quintillas en loor
de López Maldonado» por su Cancionero, pág. 46); «la alteza de
sus conceptos» (Lic. Vidriera, pág. 94); «dulcísimos..., altos,
graves y discretos» (DQ, II, 20; V, 116).

236
que un concepto fuera natural y claro y al mismo
tiempo elevado y digno de ser recordado?
Tras este problema particular y de poco bulto se
halla para Cervantes todo el dilema estilístico de la
novela. ¿Cómo decorar la novela con los bellos y
deseables adornos de la poesía, sin sacrificar la es­
tricta verosimilitud que le es esencial? Dividido co­
mo él estaba entre la opulencia verbal del poeta
y la sobriedad del historiador, sus preferencias esti­
lísticas tendían a inclinarse en teoría hacia esa gra­
cia que agradara a todos los gustos, gracia que logró
también en la práctica. Pero ni siquiera esta fórmu­
la estilística de lo agradable, que hallamos en el cen­
tro de la teoría cervantina, podía hacerle olvidar
una distinción fundamental entre dos tipos de na­
rraciones. Cipión afirma con todo vigor en el Co­
loquio:
los cuentos, unos encierran y tienen la gracia en ellos
m ism os, otros en el m o d o d e contarlos; quiero decir,
que algunos hay que, aunque se cuenten sin preám ­
b u los y ornam entos d e palabras, dan con ten to: otros
hay que es m enester vestirlos de palabras, y co n dem os­
traciones del rostro y d e las manos, y con m udar la
voz, se hacen algo d e nonada, y d e flo jo s y desmayados,
se vuelven agudos y gustosos.

Hay aquí un eco claro no sólo de CicerónJ, sino


también de los consejos prácticos acerca de cómo
contar una historia que encontramos en miscelá­
neas y manuales contemporáneos. Bargagli, por
ejemplo, requería que el narrador de novelle pose­
yera también aquellas cualidades histriónicas2, Pero
esta distinción era también estrictamente literaria,
y en la teoría del Siglo de Oro se aplicaba de una
manera habitual y en formas muy diversas. Balbue-
1 «Duo enim sunt genera facetiarum, quorum alterum re
tractatur, alterum dicto» (De Oratore, II, 1).
2 «...bisogna anche accompagnarlo con la voce, con i gesti
e con la pronunzia in modo che la persona si contrafaccia della
quale si racconta» (op. cit., pág. 216).

237
na la reducía a sus términos más sencillos al defi­
nir dos clases de narraciones: una, «natural e his­
tórica»; la otra, «artificial y poética» '.
El ajuste de estos dos conceptos discrepantes en­
gendró el Quijote.

4. El ornato y la hipérbole
Toda hipérbole trasciende lo posible.
D emetrio

A la hora de escribir sus novelas pocas dificulta­


des se le plantearon a Cervantes mayores que la de
comunicar al lector, sin que pareciera que estaba
exagerando, las cualidades sobresalientes y dignas
de admiración de sus personajes idealizados. Aun­
que rechace el retrato directo de lo fantástico, no
rechaza la representación literaria del ideal, pero
en ocasiones se muestra descontento de los medios
convencionales existentes para comunicarlo. Al ha­
cer esto, critica un importante principio relaciona­
do con la idealización: el principio del ornato. La
relación que entre ambos existe quizá no resulte
evidente de una manera inmediata. Son necesarias,
por ello, imas palabras que la expliquen.
La belleza, dice Lënio en La Galatea, IV, es de
dos clases, corpórea e incorpórea. La primera pue­
de ser animada o inanimada; la segunda se divide
en «las virtudes y ciencias del alma». La belleza per­
fecta sólo se halla en la unión de la corpórea y la
incorpórea. Esta fórmula estética, además de tener
consecuencias importantes en la teoría literaria ge­
neral de Cervantes (la belleza formal de una obra
1 Prólogo de B albuena, recogido en J. V an H orne, «El Ber­
nardo of Bernardo de Balbuena», UISLL, X II (1927), pági­
na 146.

238
de arte debe completarse con un contenido moral e
intelectual), se evidencia plenamente en sus héroes
ideales y, sobre todo, en sus heroínas, mezcla de
belleza, virtud e inteligencia.
Pero sería absurdo que Cervantes describiera las
virtudes morales y las dotes intelectuales como
«adornos» que embellecen a una persona (cosa que
hace a, menudo, como otros escritores de la época) ',
si el «adorno» sólo significara una forma superficial
de embellecimiento de la que puede fácilmente pres-
cindirse. En realidad, aunque la palabra «adorno»
tenía evidentemente ese sentido, podía significar
también una cualidad más profunda, de la que deri­
vaba su verdadero valor. Podía representar algo in­
terior y llegar, en último término, a depender de
ello. Como ha señalado Herrero García, el adorno
era considerado como una especie de reclamo que
servía para atraer la atención hacia la belleza; pero
si ésta no existía, se transformaba en un estafador
de la atención y no obtenía del espectador sino el
desprecio2. No resulta caprichoso, pues, describir
a los personajes de la ficción idealista, tan genero­
samente dotados física, intelectual y moralmente,
como caracteres «adornados», a los que era natural
y adecuado describir con un lenguaje ornamental.
Se trataba, en realidad, de una analogía estilística.
Las «flores y figuras» que embellecen los escritos,
decía Herrera, no sólo deben mostrar la carne y
sangre de la obra, sino también sus nervios, de for­
ma que pueda juzgarse su fuerza por el color que
tiene3. Al igual que en los seres humanos, el ornato
externo de una obra debía estar unido también al
contenido interior.
1 P. ej., Lic. Vidriera, pág. 92. La señora Cornelia, pág. 70.
DQ, I, dedic.; i, 14; I, 14; I, 391; II, 6; IV, 151; II, 16; V, 31;
II, 42; VI, 241.
2 M . H errero G arcía, «Ideas estéticas del teatro clásico es­
pañol», RIES, V (1944), 90.
3 H errera, Anotaciones, pág. 292. Puede ser reminiscencia de
lo que dice M inturno acerca del estilo adornado, op. cit., pá­
gina 435.

239
Cervantes, como casi todos los escritores, se sen­
tía inclinado a servirse de la ornamentación. Los
adornos nunca pueden ofender, señala en el Persiles.
Pero, dada su preocupación obsesiva por la verdad,
se ve obligado a añadir que también sirven para cu­
brir muchas faltas (IV, 7).
Al parecer, se daba cuenta de que, al retratar ca­
racteres idealizados —personas raras y excepciona­
les, cuando no del todo perfectas—, el autor apenas
podía evitar el uso de cierta forma de elogio. Cer­
vantes no sugiere que tales seres no sean merece­
dores de alabanza, y menos aún que no puedan exis­
tir, pero advierte con mucha frecuencia que lo que
se dice incluso de gentes excepcionales en la vida
real raras veces constituye la verdad exacta; puede
variar desde una ligera alteración de los hechos a la
más falsa adulación. Por lo general, para inspirar
y despertar admiración, y que ésta fuese edificante,
había que retratar lo excepcional o lo ideal, y esto
significa casi siempre recurrir a procedimientos
de realce y exageración. Pero si el escritor echaba
mano de estos procedimientos, ¿podía seguir estan­
do seguro de convencer? Si no lograba convencer,
todos sus otros propósitos resultaban debilitados.
En la vida ordinaria, el elogio y todo lo que éste
traía consigo aparecían como algo sospechoso,
pues con harta frecuencia la verdad real quedaba
puesta en duda. Cervantes solía relacionar la adu­
lación y la mentira, y en el Viaje del Parnaso, IV,
las presenta como hermanas, siguiendo en esto la
manera alegórica tradicional.
En el prólogo a las Novelas ejemplares planteó
el asunto con toda claridad:
pensar que dicen puntualmente la verdad los tales
elogios, es disparate, por no tener punto preciso ni
determinado las alabanzas ni los vituperios1.

1 Novelas, pról., pág. 21.

240
El presupuesto ideológico de todo ello nos lo
ofrece una cita de El Pinciano:
la verdad está en punto y la mentira es todo lo que
no es este punto de verdad'.

Pero inmediatamente nos preguntamos: ¿Qué


relación puede tener esto con el novelista, cuyo
oficio consiste en escribir ficciones? El hecho es
que los escrúpulos que manifiesta Cervantes son
los de un concienzudo historiador para quien la
imparcialidad fuera algo axiomático. Empezamos
a damos cuenta de que, para Cervantes, los pro­
blemas del novelista son tanto los del historiador
como los del poeta que escribe una epopeya en
prosa.
Era algo por todos aceptado que la historia y la
poesía hablaban idiomas diferentes y que la ver­
dad pura y simple era enemiga del estilo rebus­
cado. Por consiguiente, prevenir al historiador
contra el uso de un lenguaje adornado y exagera­
do constituía, en realidad, un lugar común de la
crítica. «Con tanta copia de decir y con tanto or­
namento de palabras no se puede juntar el enten­
dimiento, a quien pertenece saber, de raíz, la ver­
dad», escribía Huarte2. El Pinciano decía que la
llaneza y la simplicidad eran compañeras de la
verdad3. Cascales daba el nombre de «verdadero»
a todo lenguaje espontáneo y sin adornos4. Cer­
vantes mismo expresaba ya una idea parecida en
obras tan tempranas como La Galatea, en que es­
cribía:
...que no está en la elegancia
y modo de decir el fundamento
y principal sustancia

1 E l P inciano, op. cit., I, 267.


2 Examen, fo l. 111 r.
3 Filosofía antigua poética, II, 208.
4 Cascales, Tablas, pág. 106.

241
del verdadero cuento,
que en la pura verdad tiene su asiento ‘.

Dicho de otra manera, esto significa que a Cer­


vantes no le satisfacía el lenguaje retórico. La re­
tórica tendía a persuadir y a conmover. Las autori­
dades más competentes habían insistido en que
los temas debían ser de los que no admiten ob-
jecciones, pero la retórica era asociada tradicio­
nalmente con la alteración o falseamiento de la
verdad por medio de las llamadas tentadoras del
lenguaje. Con la «coloración» retórica no se pre­
tendía iluminar la verdad de los hechos; se pre­
tendía hacer que los hechos resultasen más atrac­
tivos. Pero no era fácil conseguirlo sin esta «colo­
ración». Cervantes no podía prescindir de ella ni
tampoco aceptarla a ojos cerrados.
Podemos estar seguros de que no quería pres­
cindir del lenguaje atrayente e hinchado de la poe­
sía. Sin embargo, se solía estar dé acuerdo en que
los poetas hablaban ion lenguaje que les era pecu­
liar2. Este lenguaje se considera más elevado
que el usado con otros fines (idea que, uniéndose
a la división de los estilos, puso en un apuro a
algunos de los críticos más atentos)3. Para Cer­
vantes el problema consistía en hallar la manera
de conservar la belleza ornamental y el noble idea­
lismo característicos de la poesía más apreciada,
sin por ello sacrificar la capacidad de convicción.

1 La Galatea, III; I, 211.


2 Así Muzio, op. cit., fol. 89 v.; H errera, Anotaciones, pág.
575; C ueva, op. cit., III, versos 725-26.
3 E l P inciano trata este asunto con gran penetración (op.
cit., II, 181 y sigs.), pero ni siquiera su Don Gabriel llega a
otra conclusión que no sea la de que los tres estilos han de
subir cada uno un grado por encima de la naturaleza del tema
correspondiente, transformándose en mediano, alto o altísimo;
en otras palabras; que el estilo poético puede ser siempre
altísimo (pág. 211). C ascales, con más vaguedad aún, sitúa los
tres estilos por encima del nivel común «humano», ya que la
poesía es algo «divino» (Tablas, página 103).

242
No logró resolverlo realmente más que en el Qui­
jote, y no siempre.
Pero existe un ingrediente importante de la «ele­
vación» estilística (palabra que no es sinónimo de
«ornamentación») que Cervantes siempre trató con
mucha cautela e incluso con recelo. Se hallaba
constituido por las pomposas’ alusiones mitológi­
cas o históricas. En la versión definitiva del Celo­
so extremeño suprimió las siguientes muestras de
ornato grandioso :
no así como el impío Bireno, que se fue huyendo del
lecho donde dejaba sola a la sin ventura y engañada
Olimpia, sino con la rabia que el celoso Vulcano bus­
caba a su querida, dejó las odiosas plumas;

y;
Yo fénix que busqué y junté la leña con que me abra­
sase1.

Podríamos aceptar que hubiera suprimido la pri­


mera de ellas por ser tosca y confusa, y la segun­
da, por ser muy poco apropiada. Pero cuando en
el Persiles Ruperta exclama para sus adentros: «Sí
que no espantó la braveza de Holofemes a la hu­
mildad de Judit...», resultan ya muy claras las ra­
zones de esa actitud peculiarmente cervantina que
consiste en pensar las cosas dos veces. La desigual­
dad de la analogía hace reaccionar inmediatamente
a Ruperta:
verdad es que la causa suya fue muy diferente ide la
mía: ella castigó a un enemigo de Dios, y yo quiero
castigar a un enemigo que no sé si lo es mío; a ella
le puso el hierro en las manos el amor de su patria, y
a mí me lo pone el de mi esposo.

Y termina preguntándose:
1 Versión del manuscrito de Porras en la ed. cit. de las No­
velas, págs. 245 y 259.

243
Pero ¿para qué hago yo tan disparatadas comparacio­
nes? (III, 17).

Quizá Cervantes haya recogido aquí la indica­


ción de El Pinciano, el cual observaba que en là
prosa no resulta tan necesario un lenguaje alto y
peregrino como en los poemas con metro '. Sea
como fuere, el sentido autocrítico de Cervantes,
tal y como se nos presenta en las meditaciones de
Ruperta, no se reduce a simples consideraciones
de propiedad y parece ir más allá de la mera apo­
logía de las digresiones, que antes hemos señalado
al tratar de las elaboraciones retóricas de Cárde­
nlo. Parece atentar contra el mismo ideal poético
de la ejemplaridad. Si hubiera que insistir en una
exacta correspondencia de las circunstancias, aca­
barían perdiéndose lastimosamente las oportuni­
dades de toda reminiscencia ejemplar.
El artificio esencial de esta clase de lenguaje era
la hipérbole, usada en metáforas y comparacio­
nes. Como explicaba Fray Luis de León:
los que mucho quieren encarecer una cosa, alabando
y declarando sus propiedades, dejan de decir los voca­
blos llanos y propios y dicen los nombres de las cosas
en que más perfectamente se halla aquella propiedad
y calidad de lo que loan, lo cual da mayor encareci­
miento y mayor gracia a lo que se dice; como lo hace
aquel gran poeta toscano, que, habiendo de loar los
cabellos, los llama oro; a los labios, rosa o grana; a
los dientes, perlas; a los ojos, lumbres o estrellas2.

El enamorado, sobre todo, utiliza este lenguaje,


sirviéndose de hipérboles que toma prestadas, ob­
servaba Rodrigues Lobo, porque apenas puede en­
contrar en toda la creación nada que pueda com­
pararse con los atributos de su dama3.
1 ' E l P inciano, o p . cit., II, 184.
1 L u ís de León, Traducción literal y declaración del libro
de los cantares de Salomón, BAE, XXXVII, 270. Cf. Luciano,
Acerca de los,retra¡tos, § 19.
3 R odrigues L obo, o p . cit., fols. 85 v-87 v.

244
Cervantes siente la necesidad de recurrir a la hi­
pérbole en la mayoría de sus novelas, pero, sobre
todô en el Persiles y Sigismundo,. Desde el mo­
mento en que aparecen el héroe y la heroína se
nos hace saber que no existe alabanza que pueda
hacerles justicia (lo cual, desde luego, no es sino
otra forma de alabarlos). La fama de la belleza
de Auristela se extiende por toda Roma, y ni si­
quiera los más «discretos ingenios» saben cómo
encarecerla (IV, 4). Sin embargo, cuando al entrar
ésta en la ciudad, un romano que, a lo que se cree,
debía ser poeta, se permite hacer un elogio, breve
pero profuso, de su belleza, Cervantes' llama a
estas alabanzas «tan hipérboles como no necesa­
rias» (IV, 3). La verdad debía producir su propio
efecto sin recurrir a alusiones y comparaciones mi­
tológicas como las usadas por el romano (que ha­
bía comparado a Auristela con Venus y la había
llamado «movible imagen»). La observación que
Auristela hace sobre SinforOsa expresa esta misma
idea: «Yo digo que tiene creíble hermosura; digo
creíble, porque es tal, que no ha menester que
exageraciones la levanten ni hipérboles la engran­
dezcan» (II, 4).
Los elogios excesivos, al menos en los casos sus­
ceptibles de comprobación, anulan sus propios fi­
nes, uno de los cuales es causar admiración1. Pe­
riandro interrumpe con delicadeza a Antonio en
sus alabanzas de Lisboa, diciéndole que les deje
algo para descubrir y admirar por sí mismos (III,
1). Las palabras más significativas que acerca del
tema se dicen en la novela están puestas también
en boca de Periandro. Ilustran de manera inmejo­
rable el dilema en que se halla Cervantes al que­
rer comunicar la magnitud de lo excepcional sin
hacerse sospechoso de estar haciendo un pane­
gírico:

1 Cf. E l P inciano , op. cit., II, 142-43.

245
las hipérboles alabanzas, por más que lo sean, han de
parar en pimíos limitados: decir que una mujer es
un ángel es encarecimiento de cortesía, pero no de
obligación. Sola en ti, dulcísima hermana mía, se quie­
bran reglas, y cobran fuerzas de verdad los encareci­
mientos que se dan a tu hermosura *.

Lo excepcional, por definición, no está sometido


a reglas. Pero ¿cómo convencer al lector de que
el caso es verdaderamente excepcional?
Esta ambivalencia se halla en la raíz misma de
la ironía cómica que da coherencia al Quijote, pe­
ro falta casi siempre en el Persiles. La ironía le
permite a Cervantes hacer de ese dilema parte in­
tegrante de su gran novela de contradicciones. A
nadie puede inquietarle la paradoja existente en la
referencia que hace Don Quijote a Dulcinea lla­
mándola «sujeto sobre quien puede asentar bien
toda alabanza, por hipérbole que sea» (II, 73). Se
toman toda clase de precauciones: el que habla
es un loco; Dulcinea es una criatura imaginaria;
y entre Cervantes y su narración se interpone siem­
pre Benengeli. En tales condiciones los elogios
siempre pueden considerarse como bromas del mo­
ro Benengeli. Así ocurre en la aventura de Don
Quijote con el león, en el capítulo 17 de la segun­
da parte. Tras una larguísima apostrofe que le de­
ja casi sin aliento y después de intentar hallar al­
gunas hipérboles, Cide Hamete no encuentra pala­
bras para encarecer los hechos de Don Quijote y
decide dejarlos «en su punto», para que sean ellos
mismos los que le alaben. Luego pasa a relatar el
incidente tal y como ocurrió: la perezosa e insul­
tante indiferencia del león haciendo que el indu­
dable despliegue de valor de Don Quijote resulte
ridiculamente inadecuado.
Al igual que Benengeli, Cervantes o sus portavo­
ces prefieren, en ocasiones, dejar algo excepcio­

1 Persiles, II, 2; I, 164.

246
nal, «en. su punto» antes- que buscar palabras para
encarecerlo^ La Angular posición de Benengeli,
tan a menudo encomiado como historiador pun­
tual, le permite a Cervantes, desde luego, presen­
tarnos las dos alternativas. Pero, a veces, y esto
no ocurre sólo en el Persiles, falta la ironía y sólo
nos queda la ambivalencia cervantina consistente
en criticar una exageración poética y, al mismo
tiempo, querer que los lectores la acepten. Los
cantos rústicos de notable calidad, observa, por
ejemplo, son más exageraciones de los poetas que
cosas que se escuchan realmente en los campos;
pero el canto de Cardenio, que provocaba esta .ob­
servación, es de una calidad tan excepcional que
nos Vemos obligados a aceptar su realidad (DQ,
I, 27).
Las definiciones corrientes de la hipérbole ha­
brían puesto en guardia a Cervantes. Quintiliano,
que expuso algunos comentarios sagaces sobre su
uso, llamaba a ésta «decens veri superiectio» 2. Ne­
brija la definía diciendo que «es cuando por acre­
centar o menguar alguna cosa decimos algo que
traspasa la verdad»3, Gracián Dantisco observaba:
No menos que las afectaciones suelen ser los encare­
cimientos mal recibidos y malos para ser creídos; y
en nuestro común hablar se debe dejar para los poetas
y fabuladores \

Pero Cervantes había llegado a ver en el nove­


lista algo más que un mero fabulador y algo dis­
tinto de un poeta. No conozco a ningún otro es­
critor de su época para quien la exageración poé­
tica haya producido unos síntomas tan manifiestos
1 Así, en La Galatea, I; I, 41. DQ, I, 33; III, 47. Persiles,
III, 17; II, 165.
2 Q uintiliano , Inst, orat., VIII, VI, 67.
3 N ebrija, Gramática castelkma, pág. 136. G iraldi, Dei ro-
manzi, pág. 176, y T asso, DelVarte poetica, III, 32, describen la
hipérbole en forma similar.
4 G raciAn D antisoo, op. cit., pág. 77.

247
de incomodidad. Tasso y Sidney podían hablar de
adornar la verdad con nuevos colores y embelle­
cer la materia histórica El Pinciano y Cascales,
del ornato de la verdad2. Pero es evidente que el
autor del Quijote tenía sus dudas sobre si la ver­
dad —incluso la verdad de las ficciones— podía
ser tratada así sin que sufriera deterioro alguno.
Sin embargo, seguía pensando qué las cosas de­
bían presentar esa doble alternativa. Consecuen­
cia de ello fue el tratamiento equívoco que da a
ciertos temas, considerados convencionalmente co­
mo obligatorios en una descripción ornamental
(sobre todo, el tema de los paisajes a la hora del
alba y el de las mujeres hermosas)3. El tema de
la belleza femenina es el que se relaciona de una
manera más inmediata con su teoría literaria. Solía
ser celebrada recurriendo a metáforas que impli­
caban gran cantidad de joyas suntuosas, orbes ce­
lestiales y cosas por el estilo. Era un tópicio muy
trillado y, como tal, se prestaba a la parodiaba la
caricatura y a efectos de contraste violento, de los
que Cervantes, como otros escritores, se sirvió lo
mejor que pudo.
Apolo, en la Adjunta al Parnaso, con cierta di­
vertida ironía, permite a los poetas que confieran
a sus damas atributos tomados de los cielos, así
como que puedan decir que están enamorados aun­
que no lo estén y puedan poner a sus damas los
nombres de Amarili, Anarda, Pilis, etc. (e incluso
Juana Téllez, si así conviene). Don Quijote le dice
a Sancho que no todas las Amarilis, Filis, Silvias
y otras tales de que está llena la literatura son da­
mas de carne y hueso, sino criaturas de ficción
(I, 25); y el Bachiller, más adelante, se refiere a

1 T asso, Del poema eroico, II, 55; S idney, op. cit., pág. 169.
2 E l P inciano, op. cit., II, 199; C ascales, Tablas, pág. 133.
’ Véase E. C. R iley , « ” E1 alba bella que las perlas cria” »;
dawn-description in the novels of Cervantes», BHS, X X X III
(1956).

248
tales damas diciendo que son poetizaciones de mu­
jeres reales (II, 73). Pero, a excepción de la novela
pastoril, Cervantes parece reacio a considerar la
prosa narrativa como simple ficción. Raras veces
la considerará aislada de la realidad histórica. Es­
ta aversión a romper los lazos con la realidad jus­
tifica el tratamiento, en ocasiones burlesco, am­
biguo o francamente crítico, que da a las cosas be­
llas poéticamente transformadas. No es una nega­
ción de su belleza, sino una crítica de la manera
en que las metáforas deslumbrantes llegan a estor­
bar su correcta aprehensión.
En teoría, el lenguaje que se utilice debe obede­
cer a los dictados del decoro. La crítica que hace
Barrabás del poema contenido en La ilustre fre­
gona constituye una exposición cómica de este
principio:
Dijérasla... que es tiesa com o un espárrago, entona­
da co m o un plum aje, blanca c o m o una leche, honesta
co m o un fraile novicio, m elindrosa y zahareña co m o
una m uía d e alquiler, y m ás dura que un pedazo de
argamasa, que, com o esto le dijeras, ella lo entendiera
y se h o lg a ra 1.

Piccolomini había expresado una idea notable­


mente parecida: '
Chiamera (p er esem pio) una persona civile le ca m i
d'una bianca donna c a m i d ’alabastro o ver d ’avorio;
d ove ch 'u n rozzo contadino o un vil p astore le chia-
m erá c a m i di ricotta o d i ca cio o di calcina. Chiame­
ra parim ente una persona urbana le labra d ’una bella
donna rubini e li denti perle; d ove ch ’un u om d i villa,
ch e non vide m ai perle o rubini, chiam erà vino quelle
labra e quei denti lum achette2.

Sin embargo, lo que a Cervantes preocupaba


1 La ilustre fregona, pág. 310. El mozo de muías sevillano
habla usado antes algunas imágenes rústicas de este tipo para
describir a Costanza.
2 P iccolomiot, o p . cit., pág. 323.

249
más no era que estas comparaciones fueran ade­
cuadas, sino que fueran exactas.
Las comparaciones que figuran en sus propias
novelas manifiestan toda una serie de actitudes di­
versas. Hay, en ocasiones, una utilización seria de
los tópicos. Hay también la objetividad estudiada,
la burla franca, y la mezcla desconcertante de acep­
tación y de crítica1. Donde esto último se iHáni-
fiesta de una manera más obvia es en la descrip­
ción retórica que Don Quijote hace de Dulcinea:
en ella se vienen a hacer verdaderos to d o s lo s im posi­
bles y quim éricos atributos d e belleza que lo s poetas
dan a sus dam as: que sus ca b ellos son o ro , Sil frente
cam p os elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus o jo s so­
les, sus m ejillas rosas, sus labios coraies, perlas sus
dientes, alabastro su cuello, m árm ol su p ech o, m arfil
sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la
vista hum ana encubrió la honestidad son tales, según
yo p ien so y entiendo, que sólo la discreta con sidera­
ció n puede encarecerlas, y n o com pararlas (I , 13).

Esto es absurdo desde el punto de vista lógico.


¿Cómo pueden ser «verdaderos» lo «imposible» y
lo «quimérico»? La respuesta es clara: sólo pue­
den serlo en la mente de un loco. Sin embargo,
se trata, en esencia, de la misma contradicción
que encontrábamos en las observaciones que hace
Periandro sobre la belleza de Auristela.
El hecho de que la mente de Don Quijote sea el
crisol en que se produce la transformación de Dul­
cinea indica ya una solución del problema, hacia
la cual avanza Cervantes de manera indecisa. Don
Quijote, lo mismo que Periandro y otros persona­
jes, es un enamorado; y los enamorados (inclui­
dos los poetas que fingen estar enamorados y de­
sean se les considere movidos por la locura) no
ven a sus damas con los mismos ojos que el resto
de la gente. La ilustre fregona es hermosa, pero
1 Así, p. ej., respectivamente: El amante liberal, pág. 139. El
licenciado Vtdnera, p£gs. 9495. La gran sultana, páginas 135-36.

250
Avendaño y Carriazo no reaccionan ante ella de la
misma manera. Sólo su enamorado Avendaño ha­
bla de ella con «extraordinarias alabanzas y gran­
des hipérboles». En otro lugar, demuestra Cer­
vantes la singularidad del punto dé vista del ena­
morado:
Habíase sentado en él alma del m aestresala la belle­
za d e la doncella... y parecióle que n o eran lágrimas
lo que lloraba, sino a ljófa r o ro ció d e lo s prados, y
aún las subía de punto, y las llegaba a perlas orienta­
les (DQ, II, 49).
t

Cervantes puede burlarse del enamorado, pero


nunca dice que lo que el enamorado ve es abso­
lutamente falso. Lleva las cosas un poco más lejos
que Vives, el cual decía que en las cosas referen­
tes a la amada, el enamorado no podía ser un tes­
tigo digno de crédito, ya que la pasión es enemiga
de la verdad1. El pasaje que sigue, tomado del
Curioso impertinente, nos lleva, por último, a al­
go que viene a ser casi una concepción relativista
de la verdad:
—L uego ¿tod o aquello que los poetas enam orados
dicen es verdad?
—E n cuanto poetas, n o la dicen — respondió Lota-
rio— ; m as en cuanto enam orados, siem pre quedan
tan cortos co m o v erd a d eros2.

Sin embargo, como ya es característico en él,


Cervantes no logra sacar conclusiones de la idea
aquí apuntada.
En la palabra artificio se resumía la selección,
organización, adaptación y ornamentación del ma­
terial del escritor, que hemos considerado en este
capítulo. Esta palabra significa todo el proceso me­
diante el cual un artífice daba forma a una obra
de arte. La relación que existía entre el artificio y
1 V ives , De irntr prob., pág. 615.
2 DQ, X, 34; III, 71.

251
el acto de «imitar a la naturaleza» podemos verla
en la definición que Covarrübias da de la palabra
en su diccionario: «la compostura de alguna cosa
o fingimiento». Pero las cosas que se hacen con el
fin de que se parezcan al objeto real contienen
inevitablemente un elemento de falsedad, y por ello
la idea de artificio solía sugerir la de mentira, «ta
verdad siempre fue enemiga del artificio», decía
Loper. Sin embargo, el artificio era algo necesario,
según Rey de Artieda:

Y como a secas la verdad no aplace,


es necesario que el poeta sabio
con artificio lo [sic] disponga y trace2.

La discrepancia existente entre el artificio y la


verdad auténtica se hace evidente también en al­
gunos comentarios de Cervantes. El Cautivo pre­
senta su narración, que es en gran medida (aunque
no totalmente) histórica, como verdadera y no
igualada tal vez por ninguna de las ficciones que
suelen componerse con «curioso y pensado artifi­
cio» (DQ, I, 38). Al final del Coloquio de los perros,
el Licenciado, que se niega a creer en la verdad de
la historia narrada, alaba su artificio y su compo­
sición. Hay aquí, pues, un dato más para pensar
en una posible reconciliación.. Sin duda, es el de­
seo de llevar a cabo precisamente esa reconcilia­
ción lo que mueve a Cervantes a decirnos que los
cuentos y episodios contenidos en la primera parte
del Quijote son a un mismo tiempo «artificiosos y
verdaderos» (I, 28). La verdad poética de los mis­
mos no se ve —o no debía verse— comprometida
por el artificio.
La existencia de una intención recta y una hábil
1 L ope de V ega, Triunfo de la fe, BAE, XXXVIII, pról., pá­
gina 160.
2 R. R ey de Artieda, «Carta al ilustrísimo marqués de Cué­
llar sobre la comedia», Discursos, epistolas y epigramas de
Artemidoro (Zaragoza, 1605), fol. 90 r.

252
ejecución era algo muy importante para aquellos
que, como Cervantes, advertían con agudeza el ele­
mento de falsedad existente en el arte. Cervantes
sabía, tan bien como Tasso, que «ogni finzione è
inganno»1; pero se esforzaba por hacer que sus
vividos simulacros de realidad estuvieran urdidos
de tal manera que el lector pudiera llegar a acep­
tarlos aun a sabiendas de que se trataba de ilu­
siones artísticas. Esto requería del lector una fran­
ca participación, que peligraba cuando se le obli­
gaba a hacer un esfuerzo de credulidad demasiado
grande. Cervantes se inquietaba, por tanto, si la
materia resultaba hinchada o excesivamente poli­
cromada, aun cuando las bellezas ornamentales de
la prosa y la idealización del personaje fueran tan
necesarias para él como lo eran los ideales caba­
llerescos para Don Quijote. A diferencia de Don
Quijote, sin embargo, él sentía la necesidad de que
esas bellezas ornamentales y esa idealización arrai­
garan en el material imperfecto de la existencia
humana. Consiguió esto en la mejor de sus no­
velas; en su última obra intentó, sin éxito, otra
aproximación. Sus dudas y dificultades se expre­
saban mediante indicaciones indirectas, mediante
contradicciones, ambigüedades e ironías; no se for­
mulaban claramente como problema literario.
Estos escrúpulos, propios de Cervantes, no eran
frecuentes entre los críticos y poetas contempo­
ráneos. Señalan también la diferencia existente en­
tre nuestro autor y los novelistas anteriores. Más
bien recuerdan el intento de legislación, equívoco
y semihumorístico, llevado a cabo por Vives en su
breve diálogo alegórico, titulado Vertías fucata,
para regular las diez condiciones en que la Ver­
dad podía emperifollarse en obsequio de la Poe­

1 T . T asso, La Cavailctta, om ero delta poesía toscana: Dia­


logo. En Opere, IV, 229.

253
sía1. Pero los escrúpulos de Cervantes coincidían
en lo esencial con los de los pensadores baconia-
nos y cartesianos del siglo xvn, que eran los autén­
ticos herederos de Vives. Su dilema novelístico era
parte integrante de la crisis ideológica europea de
la época, crisis que motivó la separación entre la
poesía y la filosofía natural. ¿Qué rumbo debía
emprender la novela? La literatura imaginativa
del Siglo de Oro se movía, por lo general, por un
camino que Cervantes no podía recorrer sin que
le asaltaran dudas, ni tampoco sin mirar alrede­
dor. La dificultad de la cuestión residía en el pro­
blema de la relación entre la historia y la poesía.

1 Veritas fucata, sive de Licentia poetica, quantum Poetis


liceat a Veritate abscedere. Publicado en Lovaina, en 1522, no
está incluido en la edición de Basilea, de 1555, pero figura en
la de Mayans: J. L. V ives , Opera omnia (Valencia,· 1782-1790),
vol. II; también en la admirable traducción española de las
Obras completas, de V ives , hecha por L. Riber (Madrid, 1947-
1948), vol. I.

254
V

LA VERDAD DE LOS HECHOS

1. La historia y la ficción
...plega a Dios que no sea mentirosito,
que sería lo peor de todo.
C ervantes , La gitonilla

Aunque en los comienzos del siglo xvi los espa­


ñoles y los portugueses se aíanaban por trazar los
mapas de vastas extensiones del globo, el fabulo-
sg mundo de la imaginación propio de la Europa
medieval tardaba en desaparecer. Se combinaba
en extraña confusión con aquel otro que se estaba
descubriendo entonces. La mayor parte de la gçn-
te, sin embargo, no se preocupaba, como no se ha­
bían preocupado sus antecesores, de establecer
grandes diferencias entre verdad y ficción, con tal
que una narración les asombrara por su carácter
extraordinario, Estaban dispuestos a aceptarlo to­
do, y los relatos de los viajeros no contribuyeron
en un principio a disipar esta credulidad. Incluso
los rudos exploradores estaban tan dispuestos a
creer en centauros, sirenas, hombres sin cabeza u
hombres con cola, como aquellos que se quedaban
en casa. En época ya bien avanzada, en la segunda
mitad del siglo xvi, se extendió el rumor de que
255
había sido visto un unicornio en Florida1. Y al
mismo tiempo que los conquistadores portugueses
y españoles diseñaban continentes, en sus respec­
tivos países de origen las fantasías caballerescas
alcanzaban su máximo apogeo.
El hecho de que se descubrieran ciertamente
cosas nuevas y exóticas en lugares lejanos fue una
de las razones por las que monstruos y prodigios
no parecían «sobrenaturales», sino «naturales»,
pues eran considerados como posibles caprichos o
aberraciones de una naturaleza todopoderosa. Has­
ta Vives aceptaba seriamente la noticia de que en
lugares tan poco exóticos como Nápoles y Flandes
era corriente que las mujeres diesen a luz anima­
les. Pero en vez de atribuir este insólito hecho a
poderes mágicos o sobrenaturales, daba una ex­
plicación «natural» de lo más torpe, diciendo que
ello era debido a que contraían un humor concen­
trado y pútrido por estar sometidas a una dieta
de verduras y cerveza2.
La idea de que podía ser importante distinguir
lo que era un hecho verificable de aquello que no
lo era ganaba terreno lentamente en el siglo xvi.
Todavía la historia se revestía de ficción y la fic­
ción se disfrazaba de historia. Despreocupadamen­
te los historiadores salpicaban sus historias de le­
yendas y fábulas o incluso las novelaban delibera­
damente. Los autores de obras de ficción, de acuer­
do con la antigua tradición, continuaban afirman­
do que la historia que narraban era: verdadera
(adtestatio rei visae) y con ello trataban de impre­
sionar y conmover al lector3 (procedimiento que,

1 L e w is Hanke, Aristotle and the American Indians (Lon­


dres, 1959), pág. 6.
2 J. L. V ive s, De amima et vita I, Opera II, 501.
3 Sobre la regularidad con que los autores medievales de
narraciones heroicas en prosa proclamaban que sus obras eran
verdaderas y se cuidaban de llamar embusteros a los autores
de narraciones en verso, véase J. C. D un lop, History of Prose
Fiction, revisada por W ilson (Londres, 1888), I, 146.

256
evidentemente, tiene sus orígenes en la antigua idea
de que la épica tenía por objeto conmemorar las
hazañas de los hombres célebres: el rapsoda pro­
clamaba que las hazañas eran verdaderas y que le
habían sido reveladas por las Musas). Para mayor,
confusión, no había en español una palabra que
sirviera para distinguir la novela larga de la his­
toria: una y otra se designaban con el nombre de
historia.
Pero también se abría paso un incansable espí­
ritu de investigación. Se exploraban nuevos mun­
dos de erudición y los humanistas descubríanla su
vez, los antiguos. La necesidad de separar la rea­
lidad y la ficción se iba imponiendo en todas las
esferas y también afectaba a la literatura imagi­
nativa. Empieza a manifestarse una considerable
preocupación por este tema, debido a que el mun­
do cristiano se había visto escindido por una cri­
sis religiosa y las ideas falsas —o «equivocadas»—
habían resultado altamente perniciosas. Los libros
impresos facilitaban una mayor difusión de las
ideas y la literatura influía cada vez más en la
vida de las gentes, lo cual no era considerado fa­
vorable. «Como [el vulgo] no sepa distinguir lo
aparente de lo verdadero, piensa que cualquier li­
bro impreso tiene autoridad para que le crean lo
que dijere», escribía Alexio Venegas K Ciertamente,
las opiniones del Ventero y de Don Quijote (I, 32,
50) tenían precedentes en el mundo real: un libro
publicado con licencia real no podía relatar men­
tiras. ¿Era correcto que tales gentes estuvieran ex­
puestas a los embustes fascinantes de la ficción
literaria incluso en materias incontrovertibles? ¿Te­
nía realmente justificación la literatura de entrete­
nimiento? Pocas cuestiones como ésta han contri­
buido tanto a estimular el florecimiento de la crí­
tica moderna.
1 A. Venegas, Primera parte de las diferencias de libros (ed.
Valladolid, 1583), pról.

257
Con la difusión de la Poética, de Aristóteles, en
Italia, a partir de la segunda mitad del siglo χνι,
la suprema autoridad del filósofo vino a justificar
la ficción poética y a explicar a las gentes su dife­
rencia respecto a la historia, si bien la explicación
no fue tan convincente como para evitar un debate
interminable. Con palabras del personaje cervanti­
no Sansón Carrasco,
el poeta puede contar o cantar las cosas, no como
fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha
de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin
añadir ni quitar a la verdad cosa a lg u n a '

Esta peculiar definición omite «lo que podía


ser», que es la alternativa en poesía de «lo que
debía ser». Como escribe Herrera, la poesía repre­
senta las cosas «cómo pueden, o deben ser»2. Es­
ta doble interpretación es muy importante en la
teoría cervantina, como veremos más adelante.
También debemos fijamos en la referencia que ha­
ce Cervantes a la tarea del historiador: es una
preocupación muy característica en él.
En el ambiente intelectual de la época en que
füe creado el Quijote, la antigua credulidad y la
capacidad de admiración coexistían con un nacien­
te empirismo. El impulso que animaba los vigoro­
sos esfuerzos de Vives para establecer la verdad
(o al menos para acercarse a ella) en la historia
y en la filosofía, llevándole a censurar la confu­
sión entre hechos y fábulas que manifestaba la
historia griega de los primeros tiempos y a con­
denar las falsedades de la Legenda .aurea, era en
esencia el mismo impulso que animaba a Cervan­
tes en su crítica de las novelas de caballerías. Don
Quijote ejemplifica una actitud mental lo bastan-'
te decadente ya alrededor del año 1600 para resul-

1 DQ, II, 3; IV, 86.


2 Herrera, Anotaciones, pág. 329.

258
tar cómica, y lo suficientemente viva aún para que
su crítica no esté fuera de lugar. Esta actitud es­
tá compendiada en la réplica, totalmente inconse­
cuente, que el Caballero opone a la objeción del
Canónigo de que los libros de caballerías son men­
tirosos: «Léalos y verá el gusto que recibe de su
leyenda» (I, 50).
Cervantes critica las novelas de caballerías des­
de la posición aristotélica. Su falta de verdad poé­
tica es la mayor objección que encuentra. Pero
esta objección va también acompañada por una
profunda y humanística desconfianza en los efec­
tos perjudiciales que, sin proponérselo, producen
en la verdad histórica. La credulidad sin discri-
minación de Don Quijote representa un caso ex­
tremo, pero ya había tenido precedentes en la vi­
da real. Su progreso gradual hacia la cordura pue­
de incluso describirse como un lento proceso de
autoeducación que, siguiendo el curso evolutivo
de las ideas del siglo xvi, termina con la austera
lección del desengaño. Es sintomático del mejora­
miento de sus condiciones mentales el hecho de que
cuando en el capítulo 8 de la segunda parte pone
ejemplos de hazañas famosas a Sancho, los tome
en su totalidad de la historia antigua y moderna
en vez de tomarlos, como antes, de las narracio­
nes fabulosas.
Cervantes no podía menos de extrañarse ante la
actitud decididamente ambigua que muchos auto­
res del género caballeresco tenían para con sus
propios poemas y novelas. De acuerdo con las exi­
gencias del público, escribían obras que, en sen­
tido estricto, eran de entretenimiento, y sentían,
sin embargo, la necesidad de darles una justifica­
ción de más peso. Ciertamente, pretendían que
eran obras ejemplares o de significación alegórica,
pero estas pretensiones no sólo eran dudosas en
su caso, sino que, además, habían perdido gran
parte del poder que ejercían en una época en que
259
comenzaba a considerarse importante saber si una
cosa había sucedido verdaderamente o si era o no
así en la realidad. Cuando sir Philip Sidney decía
que «un ejemplo inventado servía a los fines de la
enseñanza tan bien como un ejemplo verdadero» l,
estaba diciendo algo que la Edad Media había da­
do por sentado; «ejemplo» es aquí la palabra cla­
ve. La idea no había dejado de tener actualidad,
péro la distinción que marca anuncia una nueva
época de más espíritu crítico. A diferencia de Cer­
vantes, los novelistas de finales del siglo xv y co­
mienzos del χνι no conocían la justificación (aris­
totélica de la ficción poética; sólo tenían la amar­
ga conciencia de que no podían defenderse con ra­
zones válidas de la acusación —que los hombres
cultos de su época les lanzaban despreciativamen­
te— de que escribían un montón de disparatadas
mentiras. En el mejor de los casos reincidían en
tina burda y cómica ironía, cuando no en una con­
fusión sin límites. He aquí algunos ejemplos.
Montalvo, con un humor equívoco, habla de la
confianza que debe merecernos el autor de Las ser­
gas de Esplandián:
Aunque en las cosas d e Amadís alguna duda co n
razón se p odía poner, en las de este caballero [Esplan­
dián] se debe tener m ás creencia, p orq u e este m aestro
[Elisabat] solam ente lo que vio y su p o d e personas
de fe qu iso d eja r en e s c r ito 2.

El autor del Caballero Platir (Valladolid, 1533), an­


ticipándose al reproche que pudiera hacérsele por
escribir «facecias y fábulas vanas», e incapaz, al
mismo tiempo, de distinguir literariamente entre
un hecho extraordinario y una ficción increíble,
se defiende en el prólogo de su obra argumentan­
do que, precisamente porque sus narraciones son
tan fuera de lo corriente que causan admiración,
1 Sidney, op. cit., pág. 169.
1 M ontalvo, Esplandián, pág. 427.

260
no hay razón para tomarlas por mentiras. Si po­
demos creer en las grandes hazañas pasadas y ac­
tuales que los españoles han llevado a cabo en
Italia y en las Indias, por tierra y por mar, conti­
núa diciendo, ¿por qué no creer también las que
narra en su libro? La novela de Oliveros de Cas­
tilla, concluye confusa y piadosamente:
Y pues que a Dios n o hay c o s a im posible, ninguno
d ebe tener en m ucho lo con ten id o en este presente
libro, ca D ios perm ite m uchas m aravillosas cosas, y
p o r nuestra doctrina hace m u ch os m ilagros p o r con­
firm arn os en la fe y p on em os en el verdadero cam ino
de la salvación... A m é n 1.

El desdichado poeta Jerónimo de Arbolanche, que


parece —y tiene razones para ello— haber sufrido
de un complejo de inferioridad crónico, y a quien
Cervantes pone a la cabeza de las hordas de poe­
tastros en el capítulo VII del Parnaso, repite ridi­
culamente, una y otra vez, que no sabe componer
ni cuentos ni poemas dudosos, que no es un em­
bustero como Menandro, que no relata como ver­
daderas las mil locuras que alberga su imagina­
ción, que no siente inclinación por disparates ta­
les como los de Juan del Encina (ninguna de cu­
yas aseveraciones es verdadera)2. ¿Se engañaban
realmente a sí mismos estos autores caballeres­
cos? A veces nos sentimos inclinados a pensarlo.
La ironía con que Antonio de Torquemada pre­
senta su obra Don Olivante de Laura (Barcelona,
1564), es más acusada, pero igualmente desconcer­
tante. A manera de prólogo, relata una fantasía en
la que describe su encuentro con un grupo de an­
1 Oliveros de Castilla, NBAE, XI, 522.
1 J. de A rb ola n ch e, Los nueve libros de las Habidas (Zara­
goza, 1566), «Respuesta del autor». Cervantes dice:
«De verso y prosa el puro desatino
nos dio a entender que de Arbolanche eran
las Habidas pesadas de contino.»
( Parnaso, VII; pág. 98.)

261
tiguos héroes griegos en extraña mezcolanza con
-otros romanos y caballerescos. Se «despierta» de
esta experiencia como de un sueño (el episodio
guarda una ligera semejanza con el de la Cueva
de Montesinos), ve que conserva en sus manos el
libro de Don Olivante que le ha dado la Señora
Hipermea y concluye diciendo: «Vi ser verdad y
cosa a que debía dar entera fe y crédito.» Nos ha­
llamos muy lejos de la madura ironía de Cervan­
tes, que puede resultar desconcertante, pero no
engañosa. Por ejemplo, el comentario absurdo que
deliberadamente pone en boca de Sancho al ha­
blamos de la historia de La Torralba, nos da la
medida en que ha superado las ingenuas ambi­
güedades de los autores caballerescos: «Quien me
contó este cuento me dijo que era tan cierto y
verdádero, que podía bien, cuando lo contase a
otro, afirmar y jurar que lo había visto todo» (I,
20). En sus mejores momentos, la ironía de Cer­
vantes (aunque menos cáustica) es tan poco equí­
voca como la de Luciano en su Historia verdadera,
parodia de las narraciones heroicas extravagantes
en la que el Renacimiento reconoció una enorme
afinidad con su propio espíritu.
En gran parte de los autores del siglo xvi que
escriben antes de la divulgación de la Poética, de
Aristóteles, se puede descubrir la incómoda sen­
sación de que la ficción poética está en desventaja
comparada con la realidad histórica; pero fueron
muy pocos los que reaccionaron tan absurda y
desconcertantemente como lo habían hecho los au­
tores de libros de caballerías. Es manifiesto un
creciente sentido de la responsabilidad entre los
poetas épicos, pero la mentalidad de muchos es­
critores seguía siendo claramente ingenua. Son car
racterísticos los penosos esfuerzos que Luis Zapa­
ta realizó para separar la historia de la ficción
en la dedicatoria de su Cario famoso (Valencia,
262
1561) y ël uso de asteriscos que, al señalar en el
texto los episodios ficticios, servían para evitar con­
fusiones en el lector K
Después de la divulgación de la Poética, las no­
velas de caballerías se consideraron falsas en un
doble sentido: desde el punto de vista histórico,
porque no habían ocurrido en la realidad; y desde
el punto de vista poético, porque jamás pudieron
ni debieron ocurrir. La alternativa que se propo­
nía como deseable era o buena prosa épica, como
la Historia etiópica, o historia verdadera —profa­
na o, aún mejor, sagrada—, tal como él Cura y el
Canónigo recomiendan en los capítulos 32 y 49
de la primera parte del Quijote. A pesar de la es­
timación que Cervantes sentía por la épica y de lo
mucho que valoraba la verdad universal contenida
en la buena ficción, la historia seguía teniendo pa­
ra él una enorme ventaja sobre la poesía: compa­
rada con esta última, poseía una relativa certeza.
La total confusión en la mente alucinada de »
Don Quijote entre lo que de ninguna manera podía
ser verdadero, lo que podía serlo y lo que real­
mente lo era, refleja, así, el pensamiento confuso
de una época de transición. Cuando el Caballero
defiende ante el Canónigo sus lecturas favoritas -
recurre a un maremágnum de leyendas en que he­
chos y fábulas se confunden. La infanta Floripes,
Fierabrás, Héctor, Aquiles, los doce Pares, el rey
Artús, Tristán e Iseo, y Otros, son tan verdaderos
para él como lo son el Cid, Femando de Guevara,
Pedro Barba o Suero de Quiñones. Y pregunta:
¿No quedan aún pruebas tangibles de Pierres y
Magalona, del Cid y de Roldán? El Canónigo se
queda «admirado... de oír la mezcla que Don Qui­
jote hacía de verdades y mentiras» (I, 49). Pero
aunque él tenga razón y Don Quijote esté equivo-

1 Sobre el interesante caso que representa B andello en Italia,


véase T. G. G r i f f i t h , Bandello’s Fiction (Oxford, 1955).

263
cado, no sale muy bien parado de la disputa. Tra­
ta de poner las cosas en orden, aceptando esto,
rechazando aquello y poniendo en duda lo otro,
pero sus dudas, repulsas, objecciones y concesio­
nes presentan un pobre aspecto frente a la esplén­
dida certeza de Don Quijote. Advertimos ahora el
indudable atractivo que tiene la idealización ro­
mántica del Caballero que nos ofrece Unamuno.
La confusa y apasionada defensa que hace Don
Quijote no carece totalmente de sentido. Sus pa­
labras hallan el modo de sugerimos que los prin­
cipios del Canónigo no son absolutamente infali­
bles. ¿De manera que sus héroes no son históri­
cos? Bien, y ¿qué importa a las generaciones veni­
deras si un personaje famoso existió o no en la
realidad? Como Unamuno se preguntaba, cuándo
un hombre muere y su memoria pasa a otros
hombres, ¿en qué se diferencia a fin de cuentas
de una de esas ficciones poéticas? *. y más aún,
siguiendo las observaciones de Eugenio d’Ors, si
se condena a los héroes de los cuentos de hadas,
¿por qué limitarse a ellos? ¿Qué privilegio tiene
Ulises para ser dispensado?2. ¿Debe ser expul­
sada la fantasía pura —aquello que se escribe por­
que sí, sin otro motivo que lo justifique, y no co­
mo símbolo de algo o como apólogo— de las filas
de la buena literatura, sólo porque represente lo
que no pudo nunca ocurrir? La defensa de Don
Quijote implica como casi siempre, sólo se tra­
ta de implicaciones, que el concepto usual de ve­
rosimilitud era, a ese respecto, demasiado restrin­
gido. Así era, en efecto, y ello proporcionó a Cer­
vantes no pocas molestias.
La crítica cervantina de las novelas pastoriles
es diferente. Aunque el Cura condene cuatro entré"
las nueve que se examinan al hacer el escrutinio
1 Unamuno, op. cit., pág. 113.
2 E. d’Ors, «Fenomenología de los libros de caballerías», BRAE,
XXVII (1947-48), 92-93.

264
de la librería del Caballero, y desapruebe lo que de
mágico hay en la Diana, y aunque Mercurio acuse
a Lofraso de mentiroso y Berganza mismo diga
que al principio se había dejado engañar por esta
clase de libros, su delito es mucho menor que el
de las novelas de caballerías. El Cura, cuyos jui­
cios van siendo progresivamente menos severos
a medida que pasa de las novelas de caballerías
à lás pastoriles, y de éstas a la poesía propiamen­
te épica o lírica, los considera también menos per­
niciosos (DQ, I, 6). Y ello porque son ficciones de
carácter decididamente poético y no tratan de dis­
frazarse de otra cosa distinta. Nadie puede dejarse
engañar por ellos durante mucho tiempo, como
nos aclara Berganza al damos su definición de
los mismos:

Vine a entender lo que pienso que deben d e creer


todos, que todos aquellos lib ros son cosa s soñadas y
bien escritas, para entretenim iento d e lo s ociosos, y
n o verdad algu n a1.

El género pastoril no tiene nada que ver con la


historia; y «verdad histórica» es lo que Berganza
entiende aquí por «verdad». La'distancia que se­
para la vida pastoril de lo real, aunque variable,
está más claramente definida que la que separa
esta última de la caballeresca, porque su género
de fantasía es menos disparatado y porque, al
mismo tiempo, no se trata de contemporizar y con­
fundirse con la realidad histórica. El género pasto­
ril y el caballeresco tienen, por supuesto, una afi­
nidad, como Don Quijote agudamente señala. Re­
firiéndose al preámbulo con que el cabrero em­
pieza la historia de Leandro, comenta: «Tiene este
caso un no sé qué de sombra de aventura de caba­
llería» (I, 50). Pero el género pastoril es, dentro
de la ficción de la época, el que más se acerca al
1 Coloquio, pág. 166.

265
mundo ideal de los universales poéticos y repre­
senta, fundamentalmente, la quintaesencia de la
experiencia amorosa. Se trata de una poetización
que ensalza el amor —y sus emociones concomi­
tantes—, sustrayéndolo a las circunstancias histó­
ricas y contingentes para emplazarlo otra vez (pues
siempre es necesario un marco donde encuadrar­
lo) en ambientes idílicos. Por todo esto y porque,
además, su culto de la sencillez supone, a fin de
cuentas, la más extrema afectación, la novela pas­
toril incita a la parodia y a la burla. La crítica de
Cervantes, humorística e indulgente, puede descri­
birse como la intromisión del sentido de la reali­
dad histórica en este mundo de pura poesía. El
ejemplo más conocido es aquel en que Berganza
describe en el Coloquio el contraste entre las ocu­
paciones típicas de las Amarilis, Lisardos y demás
personajes literarios análogos y aquellas otras de
los pastores reales, que pasaban «lo más del día
espulgándose, o remendando sus abarcas».
Las continuas alusiones a la verdad del Quijote
recuerdan humorísticamente las tradicionales pro­
testas de los autores de novelas caballerescas y de
otros libros, pero son algo más que una parodia.
Aunque el contexto pueda resultar cómico, aseve­
raciones como la siguiente: «ninguna [historia] es
mala como sea verdadera», no tienen una inten­
ción propiamente burlesca. Existen dos tipos de »
verdad en literatura y, por ello, la «verdad» puede
tener un doble sentido. Las pretensiones de Cer­
vantes al afirmar que su libro debería ser consi­
derado como verdadero en sentido estricto están
expuestas de tal manera que nadie puede darles,
crédito. Pero, al mismo tiempo, a través de ellas,
está afirmando la verdad de su libro en el único /
sentido posible: el de la verdad poética. Las dos
verdades no están confundidas: están unidas. Si
a pesar de las precauciones que toma Cervantes
algún lector fuera tan necio como pada dejarse ·
266
engañar, toda pretensión de historicidad queda
anulada en el prólogo de la primera parte con es­
tas palabras: «ni caen debajo de la cuenta de sus
fabulosos disparates las puntualidades de la ver­
dad». Se refiere, por supuesto, a la verdad histó­
rica, o más bien a la verdad científica, como acla­
ra inmediatamente después, al advertir que nadie
espere de su obra una precisión científica o mate­
mática ni un rigor lógico -1.
Cuando Cervantes contrasta la verdad del Qui­
jote con la pseudohistoricidad y los embustes sin
sentido de las novelas de caballerías, se está com­
portando a su manera como los poetas épicos del
siglo XVI, que se esforzaban por marcar la diferen­
cia entre sus poemas y las novelas de caballerías
u otras invenciones fabulosas. Pero hay aún otra
muestra más de sutileza. Dentro de la ficción de
Cervantes, las hazañas de Don Quijote ocurrieron
realmente —«históricamente»—, en tanto que no
podemos decir lo mismo de las hazañas de los hé­
roes caballerescos. La certeza histórica que poseen
las hazañas de Don Quijote dentro de la ficción
equivale a su verdad poética cuando el lector las
considera, desde fuera, como una parte de dicha
ficción. Las novelas de caballerías, en cambio, ca­
recen de verdad poética desde cualquier, punto de
vista que se las considere. Así, cuando Don Diego,
en el capítulo 16 de la segunda parte, o el autor
en las palabras que cierran la novela, contrastan
al «verdadero» Don Quijote y sus proezas con los
-héroes «fingidos» de las novelas de caballerías y
sus hazañas, están afirmando la superioridad ar­
tística de la creación de Cervantes, porque la ver­
dad poética sólo se consigue en las grandes obras
de arte. La fama de su héroe eclipsará por ello la
de los héroes caballerescos. Paralelamente, la rea­
lidad histórica de Don Quijote y de Sancho dentro

1 DQ, I, pról.; I, 39. Véase también DQ, I, 52; III, 424.

267
de la novela queda identificada con .su superiori­
dad artística respecto a los protagonistas rivales
de la obra de Avellaneda. Examinaremos este pun­
to en el capítulo yi.

Cervantes sabía que las mayores obligaciones


del novelista no consistían en respetar la verdad
histórica o en conseguir la verdad científica. Na­
die mejor que él sabía que «para sacar una verdad
en limpio menester son muchas pruebas y reprue­
bas» l. Por ello, si daba importancia a los detalles
minuciosos, lo hacía más por su valor artístico
que por su posible exactitud histórica. Prodiga
abundantemente las notas de humor irónico al co­
mentar el afán de precisión en el uso de los de­
talles. Sin embargo, detrás de la burla se halla
el conocido argumento aristotélico que afirmaba
que un error histórico en poesía es de menor im­
portancia que un error artístico2. Los errores his­
tóricos pueden ser de dos clases: el error en los
hechos históricos usuales que existe fuera de la
ficción (es la clase de error a que se refería Aris­
tóteles), y el error que existe dentro de la ficción.
El primero surge en la teoría de Cervantes refe­
rido, sobre todo, a otro tipo de obras que no es
el dé la novela. El segundo, que aparece con bas­
tante frecuencia en el Quijote, puede consistir o
en una simple inconsecuencia o en el intento fa- ‘
llido, al que se alude de pasada con seriedad bur­
lona, de esclarecer algún detalle en sí mismo sin
importancia (como el de saber si lo que montaban
las tres labradoras eran pollinos o pollinas) (II,

1 DQ, II, 26; V, 244. Estas palabras recuerdan aquellas otras


de Cabrera de Córdoba: «Antes porque es ordinario y cierto el
variar, habrá de argumentar sobre probables en la diversidad de
los hechos que le refieren, para sacar en limpio la fineza de la
verdad, y establecer lo que más verdadero o verisímil le pare­
ciere» (De historia, fol. 10 v.).
2 Así, Herrera, Anota/sumes, págs. 682-83; E l P in cian o, que in­
troduce algunas modificaciones, op. cit., II, 78-81.

268
ΙΟ)1. Fantasías como ésta nos recuerdan una de
las formas particularmente vanas y pedantescas de
la crítica literaria que florecía en su época, y muy
bien pudieran interpretarse como una parodia in­
directa de ellas. El sentido común le dictaría se­
guramente a Cervantes que, en lo referente a am­
bos tipos de error u omisión, no se debía abusar
de licencias poéticas y que la, exactitud y consisten­
cia internas formaban parte de la verosimilitud
(parte que, diremos de pasada, llegó a tener una
gran importancia entre los novelistas del s. x v i i i ).
Pero también sabía que las inexactitudes triviales
no perjudicaban a la verosimilitud, como tampoco
ésta podía lograrse con la sola multiplicación de
detalles insignificantes.
Otra de las maneras en que se hacía patente su
empeño en conseguir el más alto grado de verdad
poética era la vaguedad con que frecuentemente alu­
día a los detalles exactos, como nombres («un lu­
gar de la Mancha»), fechas, edades y números. Es
evidente que, al menos hasta cierto punto, se trata­
ba de una técnica preconcebida; y lo era segura­
mente por reacción también contra el estilo inefi­
cazmente documental de los autores de libros de
caballerías, cuya profusión de pormenores ño logra­
ba verosimilitud. La ridicula historia que cuenta
Sancho en el capítulo 20 de la primera parte es, en­
tre otras cosas, una reductio ad absurdum del abu­
so del detalle. En un laberinto de innecesarios por­
menores, Sancho echaba a perder no sólo lo que de
verdad poética pudiera haber en la historia narra­
da, sino incluso la historia misma.
Sin embargo, a pesar de que Cervantes sabía cuál
de las dos verdades tenía prioridad en la novela,
su teoría literaria se caracteriza por su inclinación
a considerar más fundamental mantener la verdad
\

1 Otros ejemplos en DQ, II, 3; IV, 84-85; V, 267; II, 60;

269
histórica que la poética. En la práctica, él siempre
mide la distancia que le separa de la primera, aun­
que dirija sus esfuerzos al logro de la segunda. Su
respeto por la verdad histórica, susceptible de ser
averiguada, resulta evidente, y muchas de sus ob­
servaciones proceden directamente de la teoría de
la historia:
habiendo y debiendo ser los h istoriadores puntuales,
verdaderos y n o nada apasionados, ...n i e l interés ni
el m iedo, e l rencor ni la afición, n o les hagan torcer
del cam in o de la verdad, cuya m adre es la historia,
ém ula del tiem po, dep ósito d e las acciones, testigo de
lo pasado, ejem p lo y a viso de lo presente, advertencia
d e lo p o r venir ‘.

La fórmula ciceroniana (testis temporum, etc.) se


encuentra con mucha frecuencia en obras de la épo­
ca, al igual que las referencias a la importancia de
la veracidad y la imparcialidad2. Cuando Cervantes
invoca a la Musa al principio del capítulo VII del
Parnaso, sus palabras son irónicas y el motivo es
ficticio en extremo, pero el sentimiento que le ani­
ma es idéntico al del historiador. Solicita «una sutil
y bien cortada pluma, / no de afición ni de pasión
llevada», para escribir clara y honestamente3. Tam­
bién con bastante ironía, Don Quijote, al saber que
hay escrito un libro que trata de él, pronuncia las
más apasionadas palabras que se hayan dicho nunca
sobre el tema de los historiadores que mienten:
los historiadores que de mentiras se valen habían de
ser quemados, como los que hacen moneda falsa...
La historia es como cosa sagrada; porque ha de ser
1 DQ, I, 9; I, 286.
2 Así, V ives , De rationi dicendi, III, 139; F.Ρ λ τ ρ ιζι ,Della
historia (Venecia, 1560), fol. 26 r; C arvallo, pp. cit., fol. 135 r.
1 En uno d e sus sonetos a B. R u f f i n o di C h iam bery, señala
c o m o virtu d es literarias d el p erfecto h istoria d or las d e «verdad,
orden, e stilo cla ro y llan o» (pág. 19). Cf. Juan C osta: «Es narrar
ció n verdadera, clara y c o n ord en distinta d e algunas cosas
pasadas o presen tes» (cita d o p o r Cabrera he Córdoba, o p . cit.,
fol. 11 r.).
verdadera, y donde está la verdad, está Dios, en cuanto
a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos que así
componen y arrojan libros de sí como si fuesen bu­
ñuelos

El Canónigo, atribuye a la historia todas las fun­


ciones propias de la buena literatura: la instruc­
ción, el deleite y la capacidad para despertar ad­
miración. Alaba la autoridad de la historia a la ma­
nera de Vives2, asegurando que ésta proporcionará
al Caballero lecturas dignas de su entendimiento,
de las que saldrá «erudito en la historia, enamora­
do de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado
en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin
cobardía» (I, 49). Y en el capítulo VII del Parnaso,
a quien Cervantes asigna la tarea de separar lo bue­
no de lo malo en la confusa batalla de los libros
es a un historiador riguroso, Pedro Mantuano, gran­
de escudriñador de toda historia, que criticó al Pa­
dre Mariana por introducir fábulas en su Historia
de España. (Mariana, dicho sea de paso, no es elo­
giado en el poema.)
La entera dignidad de la historia reside en el he­
cho dé que ésta lleva el sello de la verdad (Persiles,
III, 10), y la labor del historiador es más fácil que
la del novelista, porque aquél sólo tiene que decir
la verdad («parézcalo o no lo parezca», Persiles, III,
18). En sus dos obras principales, el Quijote y el
Persiles, Cervantes simplemente simula que su fic­
ción es historia. Lo .que distingue esta simulación
de los desmañados esfuerzos con que los autores
de libros de caballerías habían tratado de hacer lo
mismo es su conocimiento de que la tarea del nove­
lista es distinta de la tarea del historiador. Pero la
mëra simulación de que sus novelas son hechos his­
1 DQ, II, 3; IV, 97-98, Cf. Luciano, Cómo ha de escribirse
la Historia, § 39, Obras completas, ed. cit., II, 233.
2 «...ex qua tantum utilitatis potest colligi, nempe usus re­
rum, et prudentiae, tum formationis morum ex alienis exem­
plis ut optima factu sequamur, sicuti Livius inquit, prava de­
vitemus» (De ratione dicendi, III, 139).

271
tóricos forma parte fundamental de su interpreta­
ción de la verosimilitud. No obstante, del falsea­
miento de la historia surgieron dos grandes proble­
mas. Uno de ellos (que será examinado en la segun­
da parte de este capítulo) es aquel que tanto le in­
quieta en su última novela: ¿no puede el novelista
sacar ventajas del hecho de que a veces la verdad
resulte más extraña que la ficción? El otro es: ¿no
corre el novelista el riesgo de engañar al lector o, al
menos, de entorpecer con mentiras su aprehensión
de la verdad? No hay que olvidar que Cervantes
escribía lo mismo para el lector ignorante que para
el ilustrado.
Quien había inventado como personaje al lector
de novelas más crédulo del mundo difícilmente se
arriesgaría a engañar a otros lectores con la suya
propia. Recurriendo sobre todo a Cide Hamete (re­
curso que examinaremos en el capítulo VII), Cer­
vantes logra que el Quijote considerado como histo­
ria esté contenido en una envoltura de inequívoca
ficción. Cervantes no mezclaba verdad y falsedad
sin discriminación. (Es el demonio mismo, dice la
bruja en el Coloquio, quien «con una verdad mezcla
mil mentiras».) Por supuesto que la invención y la
realidad deben confundirse en una obra imaginati­
va, pero los teóricos de la época eran conscientes
del peligro que ello implicaba. Robortelli aceptaba
que los hechos verdaderos se mezclaran con los fal­
sos siempre que las conclusiones a las que se llegara
fuesen verdaderas1. Carvallo decía que la ficción
poética no debe ser escrita «con ánimo de enga­
ñar» 2. Cervantes fue menos explícito, pero sabien­
do como sabía que una mentira era tanto más efec­
tiva cuanto más se valía de la verdad conocida, sus
opiniones no pueden diferir mucho de las de los teó­
ricos citados.

1 R obortelli, o p . cit., pág. 2.


2 C arvallo, op. cit., fo l. 22 r.

272
Hay una alegoría en la Agudeza y arte de ingenio
de Gracián en la que
viéndose la Verdad despreciada y aun perseguida, aco­
gióse a la Agudeza... Abrió los o jo s la Verdad, d io des­
de entonces en andar con artificio, usa d e las invencio­
nes, introdúcese p or rodeos, vence co n estratagemas,
pinta lejos lo que está m uy cerca.,., y, p o r ingenioso
circunloquio, viene siem pre a parar en el pu nto .de
su in ten ción 1.

En los últimos años de la vida de Cervantes la lite­


ratura estaba entrando en la Edad de la Agudeza.
La manera en que aquel trata el tema de la verdad
y la apariencia en el Quijote II y en el Persiles
muestra cómo, por su parte, no carecía de agudeza,
e indudablemente la observación de Don Quijote de
que «no se pueden ni deben llamar engaños... los
que ponen la mira en virtuosos fines» (II, 22) tiene
una aplicación literaria en su teoría; pero aunque
en muchos aspectos Cervantes perteneciera^ a aque­
lla edad, en otros más importantes no formaba par­
te de ella. Sobre todo en lo que respecta a la ver­
dad y a la ficción, puso todo su empeño en evitar
al lector el riesgo de un malentendido. Sus propias
mixtificaciones son condescendientes; en manera al­
guna dogmáticas. No abandonaba al lector ante los
peligros de una falsa interpretación y mantenía ha­
cia él un sentido de la responsabilidad que pudiera
parecer ingenuo según el criterio de la mayoría de
los escritores del siglo xvn posteriores a su muerte.
Por otra parte, quedan suficientes pruebas de que
en el curso de sú carrera se fue haciendo cada vez
más riguroso. El manuscrito de Porras, que contie­
ne El celoso extremeño, termina con las siguientes
palabras: «el cual caso, aunque parece fingido y fa­
buloso, fue verdadero». Palabras que fueron elimi­
nadas en la edición de 1613. Una cosa era que los
personajes inventados hicieran tales afirmaciones y
1 B. G racián, Agudeza y arte de ingenio (ed. Madrid, 1944),
páginas 578-79.

273
18
otra muy diferente que fuese el autor mismo quien
las hiciera1.
El lector moderno puede sentir a veces que las
continuas repeticiones de Cervantes sobre el tema
de la verdad y la ficción llegan al borde de lo excén­
trico. Nos viene a la memoria el desventurado Tasso
y su desvío hacia la locura. Pero incluso teniendo
en cuenta lo que en la preocupación de Cervantes
era peculiarmente suyo, el problema debe ser con­
siderado dentro del contexto ideológico del siglo xvi
y en relación con el del siglo xvn. La completa in­
diferencia con que se consideraba si se estaba tra­
tando de hechos reales o de fábulas era superviven­
cia de una antigua manera de pensar que comen­
zaba a resultar intolerable en la época en que él es­
cribía; y Cervantes no estaba preparado, como los
escritores posteriores iban a estarlo, para aceptar
que debía recaer totalmente en el lector la respon­
sabilidad por el uso que éste hiciera de su capaci­
dad de discriminación. Parodiaba en el Quijote la
confusión de los autores caballerescos, y no lo ha­
cía reproduciendo esa confusión, sino ilustrando
con ella la complejidad de la relación que existe
entre lo universal poético y lo particular histórico.
Nos falta tratar de llegar a algunas conclusiones
acerca del lugar que ocupaba la novela en relación
con la historia y la poesía. Del tratamiento que Cer­
vantes da a ambas en el Quijote se siguen algunas
conclusiones. Por desgracia, él no las escribió expre­
samente, de manera que sólo podemos adivinar has-
1 A m ezúa, op. cit., II, 243-44, cree que esta observación es
literalmente verdadera (aunque quizá se tratara de una inter­
polación hecha por Porras de la Cámara) y que había sido
suprimida por C e rv a n te s tal vez para no ofender a personas
que aún vivían. Dado que tales pretensiones eran moneda ca-
rriente entre los escritores de ficción del siglo xvi, y conocidos
los antecedentes claramente literarios del Celoso extremeño, y
la falta de pruebas que acrediten una base histórica a esta no­
vela, la explicación de A m ezúa parece menos recomendable que
la que ofrecemos aquí.

274
ta qué punto llegó a tener conciencia de ellas. Con­
cede a la historia un grado de atención mayor que
la generalidad de los teóricos de su tiempo. Al con­
centrar su interés en la verdad ideal de la poesía,
tendían a descuidar la historia. Pero la historia no
godía mantenerse alejada de la poesía, e incluso en
là teoría se resistía a quedar ignorada y hacía sentir
su presencia en todo momento. Así Castelvetro, aun­
que distinguiéndolas cuidadosamente, especialmen­
te en lo que se refiere a sus fines respectivos, con­
sidera que el arte poético depende en gran parte
del arte histórico. Mantiene que «non si dee potere
avere perfetta e convenevole notizia della poesía per
arte poetica... se prima non s’ha notizia compiuta
e distinta dell’arte storica» 1. Tasso nos recuerda,
que las verdades universales se infieren de la ex­
periencia de varios casos particulares2. El Pinciano
hace notar el hecho curioso de que, en teoría, una
sola obra puede ser . poesía e historia al mismo
tiempo:

Im aginad que un autor com p o n e un volum en en Es­


paña d e obra y acción, que, en el tiem po que ella hace
y finge, suceda realm ente en la Persia o en la India...
E l que la escribiese en la España sería poeta, y el
que en la India o adonde aconteció, h is tó r ic o 3.

Cascales contradice al Pinciano, argumentando que


el autor que la escribiese en la India sería también
poeta si su narración se correspondiera en todos
sus aspectos con la que hubiese escrito el poeta
de España, respetando el principio de la verosimi­
litud4. Quienquiera que lleve razón, una cosa está
clara: la relación entre historia y poesía era cier-

1 Poética, pág. 5.
2 T . T asso, Lesione... sopra il sonetto, «Questa vida mortal»,
ec. di Monsignor della Casa. En: Opere, IV, 243.
3 El P inciano , op, cit., II, 10-11.
‘ Cascales, Tablas, pág. 27. C í. A ristóteles, Poética, 1451 B.

275
tamente más compleja que lo que pudiera hacer su­
poner la simple afirmación de su dicotomía.
Las repetidas alusiones de Cervantes a la necesi­
dad de ser históricamente exacto, por muy festivas
que sean, refuerzan el hecho de que la historia for­
ma parte integrante del Quijote. No se puede sepa­
rar a los dos héroes de ía historia particular, que
pertenece a ellos tanto como ellos pertenecen a la
historia. El tiempo y el lugar han de ser en España,
en 1600. Sus aventuras imaginarias serán tales como
pudieran haber sucedido, sin violentarlas. Sin em­
bargo, Don Quijote y Sancho no serían seres huma­
nos completos si los universales no pudieran ser
predicados como parte de su experiencia. El Quijo­
te, la primera gran novela psicológica, se centra en
estos dos seres humanos y abraza ambas verdades
poéticas, la histórica y la ideal. El logro de Cervan­
tes corresponde a lo que El Pinciano, en un pasaje
cuya-importancia han subrayado los modernos in­
vestigadores, describe como objeto de la poesía:
E l o b je to no es la mentira, que sería coin cidir con
;la sofística, ni la historia, que sería tom ar la m ateria
“al h istórico; y, n o siendo historia, porqu e toca fábulas,
ni mentira, porque toca historia, tiene p o r o b je to el
verosím il que todo lo abraza '.

En el Quijote queda resuelto prácticamente el pro­


blema que abrumaba a los teóricos italianos de la
Contrarreforma: cómo armonizar lo universal con
lo particular. Por primera vez, en esta obra, la no­
vela ostenta triunfalmente su propio ámbito. No es
historia ni tampoco es poesía. Su centro está entre
ambas y al mismo tiempo las incluye.
Durante la primera mitad del siglo xvn se llegó
a la conclusión de que «lo verdadero, en el sentido
que llamamos verdadero al objeto que persigue la
1 E l P in c ia n o , op cit., I, 220. E l P in c ia n o es aquí deudor de,
P ic c o lo m i n i : véase P. V. C e fre ta , «Alessandro Piccolomini’s C ofti-
- mentary on the Poetics of Aristotle», SRen, IV (1957), 148.

276
historia, no era ya un elemento importante de la
poesía» K Fue en esta situación, y con el Quijote,
cuando la novela se separó de la poesía y se con­
virtió en lo que iba a ser, esencialmente y en las lí­
neas fundamentales de su proceso evolutivo, la no­
vela moderna, en la cual lo verdadero, en el sèntido
en que sè llama verdadero al objeto de la historia,
ha persistido como un elemento importante. Todo
un complejo de impulsos ideológicos y temperamen­
tales alentaba las nuevas orientaciones que Cervan­
tes dio a la prosa narrativa, pero debe señalarse
que en la teoría poética del siglo xvi apuntaban ya
algunas de estas ideas. Se consideraba a la poesía,
y en particular a la épica, como «historia fingida»2,
con palabras de Bacon. Cervantes dignificó esta
fórmula, no sólo respetando escrupulosamente los
derechos de la verdad histórica, sino poniendo en
práctica dicha fórmula de la manera más exacta e
inequívoca.
Falta aún considerar un problema al que ya nos
hemos referido. ¿No formaban parte efe la historia
lo excepcional, lo maravilloso y lo increíble? Tales
cosas proporcionaban una gran parte del placer, y
no escasa parte de la instrucción, que pudieran ob­
tenerse de la poesía. ¿Cómo deberían ser manejadas
por el novelista, que no disfrutaba de lá absolute,
libertad del poeta ni podía exigir con demasiado
empeño la cooperación del lector bien dispuesto
aunque en actitud crítica? ¿Qué cosas son compa­
tibles con la verosimilitud y cuáles no lo son? En­
contraremos la respuesta a estas preguntas en el
Persiles y Sigismunda, libro que muchos de los crí­
ticos modernos más acreditados han rechazado por
su falta de verosimilitud.
— '--------- > ' ■
1 J. A. M a z z e o , «A Seventeenth-century Theory of Metaphy­
sical Poetry», RR, XLII (1951), 255.
2 F ra n c is B acon , extracto de The Advancement of Learning,
II, en English Critical Essays (Sixteenth, Seventeenth and Eigh­
teenth Centuries), ed. E. D. Jones (Londres, 1947), página 89.
C f. C astelvetro, op. cit., pág. 28; E l P in ciano , op. cit., III, 216.

277
2. La verosimilitud y lo maravilloso

...lina época mitad científica y mitad


mágica, mitad escéptica y mitad crédula,
mirando hacia atrás en dirección a Maun-
deville y hacia adelante a Newton.
B asil W illey ‘

...o la crítica no puede nunca estar conforme con


Cervantes en lo que sean desatinos y mentiras, q he-'
mos de aceptar como posibles todos los episodiofe de
Persiles y Sigismunda y de las Novelas exemplares,
lo cual es demasiado. Claro está que, en el fondo,
Cervantes no se preocupó mucho ni poco de lo ver­
dadero, sino que atendió preferentemente a la ame­
nidad, a la dulzura del relato y del estilo.

A Cervantes le habría mortificado este juicio de


Schevill y Bonilla, que expresa claramente la opi­
nión moderna más difundida KEl concepto de vero­
similitud en el que insiste no significa ciertamente
lo que nosotros entendemos por dicha palabra, pe­
ro resulta perfectamente comprensible. La interpre­
tación errónea de este concepto ha dado origen a
muchos juicios equivocados acerca de su última
obra. El Persiles no es una buena novela; pero tam­
poco es un síntoma de decadencia senil, ni es en rea­
lidad (como ha llegado a afirmarse seriamente) su
primera novela, con los signos de la inmadurez, en
vez de la última. Tampoco es verdad que al escri­
birla diera de lado a todos sus principios literarios
para entregarse a románticos ensueños. Si hubiera
1 S c h e v i l l y B o n illa , ed. Novelas ejemplares, introducción,
III, 373. Cf. Persiles, introd., I, págs. XVI-XVII. También Castro
considera el libro como «conscientemente inverosímil de la
cruz a la fecha» y cita a Ortega: «El Persiles nos garantiza que
Cervantes quiso la inverosimilitud como tal inverosimilitud»
(Pensamiento, pág. 95).

278
dado de lado a algunos de ellos, quizá el libro hu­
biera sido mejor. Para alcanzar un concepto sufi­
cientemente claro de lo que Cervantes entendía por
verosimilitud, téndremos que examinar sus realiza­
ciones prácticas, ya que sus afirmaciones teóricas
sobre el tema, aunque no dejan de tener importan­
cia, en manera alguna nos aclaran totalmente las
cosas.
Los críticos modernos han interpretado equivoca­
damente el concepto de verosimilitud en Cervan­
tes por una razón fundamental: olvidan la insis­
tencia con que las teoríás poéticas exigían lo ma­
ravilloso (exigencias que se oponían a aquellas otras
que la verosimilitud reclamaba). Frente al énfasis
que Escalígero o El Pinciano ponían en esta últi­
ma, pueden oponerse las declaraciones de la época
acerca de la importancia que tiene el suscitar admi­
ración. «Ma chi non sa il fine della poesía esser la
Tneraviglia?», preguntaba Mintumo'1. «La poesía...
senza meraviglia non puô Iode acquistar», decía
Muzio 2. Todas las opiniones coincidían en que am­
bas cualidades eran imprescindibles en poesía y de­
bían armonizarse aunque esto fuera muy difícil.
Diversissim e sono... queste due nature, il meraviglio-
s o e l’verisimlle, e in guisa diverse d ie sono quasi
contrarie fra loro; liondim eno l’una e l’altra nel p o e ­
m a è necessaria, m a fa m estieri che arte d i eccelente
poeta sia quella che insieme l’a c c o r d i3.

Tasso encontró que de su teoría derivaban grandes


dificultades, y cambió de opinion en escritos poste­
riores. Pero la mayoría de los aristotélicos coinci­
dían en que no se puede admirar aquello que es
increíble.
t
Para engendrar, pues, m aravilla suelen lo s poetas ha­
cer ficcion es de cosas probables y verosím iles: porque

1 L’Arte poética, pág. 120.


1 Arte poética, fol. 80 v.
3 Tasso, Del poema eroico, II, 57.

279
si la cosà n o es probable, ¿quién se m aravillará de
aquello que n o apruebe?

Cuando Cervantes se debate con el problema de


la verosimilitud en la prosa narrativa se está refi­
riendo a las formas más extravagantes de lo extra­
ordinario. Hay una excepción importante: la crí­
tica que de El curioso impertinente hace el Cura.
B ien... m e parece esta novela, p ero n o m e puedo
persuadir que esto sea verdad; y si es fingido, fingió
mal el autor, porqu e no se puede im aginar que haya
m arid o tan necio, que quiera hacer tan costosa expe­
riencia co m o Anselmo. Si este ca so se pusiera entre
un galán y una dama, pudiérase llevar; p ero entre mar
rido y m ujer, algo tiene del im posible (DQ, I, 35).

Imagino que esta crítica es más rigurosa que la


que hubieran hecho la mayoría de los lectores del
siglo XX. En nuestros días nadie que esté regular­
mente impuesto en novela, cine o teatro, se extra­
ñaría de un caso psiquiátrico apremiante como es
el de Anselmo. Sin embargo, la crítica del Cura es
insólita, porque Cervantes casi nunca se preocupa
de esta clase de improbabilidad.
Si en el Quijote (I, 6) Cervantes no hubiera habla­
do por boca del Cura y si sus palabras hubieran
sido un poco menos equívocas, habríamos podido
sacar algunas conclusiones acerca de la evolución
de sus ideas sobre la verosimilitud, considerando la
manera en que trata el Jardín de flores curiosas,
miscelánea de peregrinas informaciones escrita por
el autor de Don Olivante2. Cervantes, en el Persi­
les, hace un amplio uso de esta obra, que había
condenado manifiestamente en 1605. El hecho de
que no tengan precedentes en anteriores novelas
las incursiones en los azarosos reinos de la fanta­
sía, que se llevan a cabo en el Persiles y en el Colo­
1 C ascales, Tablas, p á g . 147. C f. E l P in c ia n o , o p . cit., II, 62.
2 A. de T orquemada, Jardín de flores curiosas (ed. Madrid,
1943).

280
quio nos indica también que su concepto de la ve­
rosimilitud se ha hecho más amplio. Pero tampoco
podemos estar seguros de ello, porque ya en el
Quijote (I, 47) se acepta la inclusión en la novela
ideal de ligeras nociones de astrologia y nigroman­
cia. Sin embargo, a pesar de todo, es probable que
al ampliar sus lecturas con libros de teoría épica,
libros de viajes e' informaciones exóticas, aumenta­
ra en él la confianza en sus facultades de nove­
lista y que un público cada vez más sofisticado en­
tre los lectores de novelas contribuyera a los ex­
perimentos que sobre el control de la fantasía hizo
Cervantes en sus últimos años.
La diferencia que existe entre el uso que hace
de lo extraordinario y el que se hacía en los libros
de caballerías condenados por él equivale a la dife­
rencia entre la fantasía controlada y la incontro­
lada. La falta de control se manifiesta en el desdén
hacia las reacciones que puedan suscitarse en la in­
teligencia del lector. Ningún lector que se pare a
considerar sus extravagancias puede cuerdamente
gozar del deleite que los libros de caballerías, al
igüal que las antiguas fábulas milesias, intentan co­
municar. La comparación que se hace en el Quijo­
te (I, 47) nos recuerda al Pinciano:
las ficcion es que n o tienen im itación y verisimilitud
no son fábulas, sino disparates, co m o algunas d e las
que antiguamente llam aron milesias, agora libros de
caballerías, los cuales tienen acaecim ientos fuera de
tod a buena im itación y sem ejanza a v e r d a d 1.

Porque, ¿cómo puede encontrarse deleite —pregun­


ta el Canónigo, que es un lector discreto— al es­
cuchar que un adolescente divide en dos mitades
a un gigante grande como una torre, o que un solo
1 E l P in c ia n o , op.
cit., II, 8. Cf. también el prefacio de
V enegas a El Momo y el prólogo a sus Diferencias de <libros.
La diferenciación de las fábulas responde a una antigua forma
de clasificación literaria (a la que alude E l P in c ia n o , op. cit.,
II, 12) que puede encontrarse en San Isidoro, op. cit., I, XL.

281
héroe derrota a una armada de un millón de hom­
bres, u otras cosas por el estilo? Este pasaje es se­
mejante a otro de Vives:

Cuando se ponen a contar algo, ¿qué placer o qué


gusto puede haber adonde tan abiertamente, tan loca
y tan descarada mienten? El uno mató él sólo veinte
hombres y el otro treinta. El otro, traspasado con seis­
cientas heridas y dejado por muerto, el día siguiente
se levanta sano y bueno, y cobradas sus fuerzas, si a
Dios place, toma a hacer armas con dos gigantes y
mátalos, y de allí sale cargado de oro y plata, y joyas
y sedas, y tantas otras cosas que apenas las levaría
una carraca de genoveses. ¿Qué locura es tomar pla­
cer de estas vanidades?1.

El goce inteligente de la ficción es imposible si no


existe verosimilitud. Y, a pesar de estar hecha por
un hombre cuyo mayor defecto era precisamente
la falta total de sentido de la verosimilitud en lo
que toca a lo caballeresco, la observación de Don
Quijote de que «las historias fingidas tanto tienen
de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la ver­
dad o la semejanza dellá» (II, 62), sigue siendo el
principio básico.
La distancia que separa las novelas pastoriles de
la vida cotidiana no es tan grande como la que exis­
te entre ésta y las novelas de caballerías, y la falta
de verosimilitud y el idealismo de las primeras no
suscita en Cervantes críticas tan severas. Pero ante
el uso promiscuo que Montemayor hace de lo mági­
co como un deus ex machina en la Diana, el Cura
ejerce su autoridad de censor y recomienda supri­
mir todo lo que se refiere a la sabia Felicia y al
agua encantada (DQ, I, 6)2. Cervantes se muestra

1 De institutione feminae Christianae, I, Opera, II, 658. [El


texto castellano corresponde a la traducción hecha por Juan
Justiniano con el título de Libro llamado instrucción de la mu­
jer cristiana, según la edición de S. Fernández Ramírez, Madrid,
1936, pág. 33 (¿V. del Γ.)]
2 Cf. Berganza, en el Coloquio, pág. 165.

282
indeciso al enjuiciar criticamente el idealismo lite­
rario, pero censura abiertamente lo fantástico.
La verosimilitud no reside tan sólo en el conte­
nido de la obra. Depende del establecimiento de una
relación especial con el lector, de un ajuste delica­
do entre el poder de persuasión del escritor y la re­
ceptividad del lector. En ningún aspecto como en
éste llega a basar Cervantes con más claridad su
idea de la literatura como comunicación:
tanto la mentira es m e jo r cuanto m ás parece verda­
dera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo
du doso y posible. Hanse de casar las fábulas menti­
rosas con el entendimiento d e los qu e las leyeren,
escribiéndose de suerte, que, facilitando los im posi­
bles, allanando las grandezas, suspendiendo lo s áni­
m os, adm iren, suspendan, alborocen y entretengan1.

La fuerza que posee el contraste entre lo maravi­


lloso y lo novelísticamente aceptable, tal y como
aparece en este pasaje tantas veces citado por los
críticos, ha sido debilitada por muchos editores y
traductores. Algunos editores, como Hartzenbusch
y Schevill y Bonilla, se muestran partidarios de
reemplazar la palabra dudoso de la primera frase
por gustoso o deleitoso, de grafía parecida; otros,
como Clemencín y Rodríguez Marín, interpretan
erróneamente su significado, que creen ser el de
verosímil. Pero «dudoso», en ese fragmento, se opo­
ne a «posible»: la ficción más deleitable, pues, es
aquella que, aun conteniendo muchas cosas que por
sër extraordinarias inspiran duda, no por ello deja
de ser posible. La antítesis se agudiza hasta llegar
a la paradoja momentos después, cuando Cervan­
tes habla de «facilitar los imposibles». El escritor
no excluirá de su obra los sucesos extraordinarios:
hará lo posible para que éstos resulten aceptables
al lector. Para lograr esto debe establecerse una re­

1 DQ, I, 47: III, 349.

283
lación armónica entre el entendimiento del lector
y los acontecimientos narrados:
conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y
gusto y con tanta verosim ilitud que, a despecho· y pe­
sar de la mentira, que hace disonancia en el entendi­
m iento, form e una verdadera a rm o n ía 1.

No es frecuente encontrar entre los teóricos con­


temporáneos una penetración tal en las funciones
reales de la verosimilitud que pueda compararse a
la que encontramos en estos pasajes cervantinos,
a pesar de su brevedad. Nos vienen a la memoria
inmediatamente las agudas observaciones de Picco-
lomini acerca de las ocasiones en que, por un mo­
mento, queda en suspenso la incredulidad. Este atri­
buye el efecto de sentirse transportado por lectu-
ras que, sin embargo, se reconocen como absoluta­
mente falsas, al impacto de las imágenes que las pa­
labras del autor evocan en la mente del lector antes
de que éste se pare a considerar la verdad o false­
dad del asunto. Dicho efecto se mantiene sólo el
tiempo que dura la lectura y desaparece en cuanto
el entendimiento reflexiona sobre su falsedad2. Es­
to nos recuerda las palabras usadas por el Canó­
nigo de Toledo cuando nos dice que podía deleitar­
se con las novelas de caballerías hasta el momento
en que se paraba a considerar que eran «mentira
y liviandad». Cervantes piensa que es misión del
novelista tratar de prevenir esa reacción del lector
y procurar que éste deje en suspenso voluntaria­
mente su incredulidad, haciendo lo posible por ade­

1 Persiles, III, 10; II, 100.


2 Annotazioni, págs. 150-51. Me refiero especialmente a este
pasaje: «...le quali immagini, offerendosi all’ ihtelletto prima
ch’ei si rifletta a considerare o a giudicare se veritá o se fal-
sitá n’apportano, fan quello afetto che detto abbiamo; il quale
pochissimo tempo dura, cicé tanto a punto’ quanto dura la
lettura o la narrazione; e come prima s’awertisce e si consi­
dera e si pesa con l’intelletto la falsita del fatto, subito il detto
effetto si disperde e diventa vano» (pág. 151).

284
cuar la ficción a la inteligencia del lector (es decir,
yendo a encontrarle a mitad del camino).
Debemos considerar ahora las formas que adopta­
ba lo maravilloso y las diversas maneras en que el
escritor podía tratar cada una de ellas.
En el Persiles, como en las novelas cortas de
Cervantes, la fuente más fecunda de admiración no
reside en lo prodigioso ni en lo sobrenatural, sino
en los acontecimientos sorprendentes que se produ­
cen en la vida ordinaria. Según Cervantes, estos
acontecimientos resultan, a la larga, insuficientes,
pero son los medios principales de los que se vale
para proporcionar a los lectores sorpresas agrada­
bles. El lector moderno debe alejar de su mente’los
criterios realistas y aceptar el hecho de que ningu­
no de los accidentes y coincidencias que llenan las
historias de Cervantes son, en sí mismos, imposi­
bles, ni ajenos al orden natural.
La peripecia o «inversión de las cosas en senti­
do contrario» y la anagnórisis o «reconocimiento»
eran consideradas en la teoría aristotélica como dos
de los mejores y más seguros medios para conse­
guir una sorpresa agradable ’ . Lugo y Dávila, al apli­
car ambas a la prosa narrativa, decía que la virtud
más excelente de la acción de una novela corta era
suscitar admiración mediante un suceso qüe, aun
dependiendo del azar, no contuviera nada que no
pudiera ser creído2. Naturalmente, estos procedi­
mientos son esenciales a la narración, y Cervantes
habría hecho usó de ellos aunque no hubiera leído
una palabra de teoría literaria; sin embargo, figu­
ran claramente en su propia teoría de la novela.
Por añadidura, uno se pregunta si no será algo más
que mera coincidencia el hecho de que los capítulos
iniciales del Persiles guarden semejanza, más aún
que con la Historia etiópica, con la historia de
1 A r i s t ó t e l e s , Poética, 1452 A. Véase E l P in c ia n o , op. cit., II,
28; C a s c a l e s , Tablas, pág. 23.
2 L ugo y D á v ila , o p . cit., in tro d ., p á g . 23.

285
Ifigenia, que Aristóteles utilizó como ejemplo para
ilustrar estos puntos, y que El Pinciano1y otros au­
tores resumieron también.
La doctrina que Aristóteles había expuesto tan
cuidadosamente hacía mucho tiempo que había sido
objeto de interpretaciones más superficiales. La
peripecia se había convertido, según la interpreta­
ción popular, en una simple vicisitud de la fortuna.
No creo que signifique otra cosa para Cervantes.
Es cierto que no se da, generalmente, «en la se­
cuencia probable o necesaria de los hechos». Suele
consistir casi siempre en una serie de circunstan­
cias adversas que se convierten en favorables, y
Cervantes parece conformarse con que tanto sus
peripecias como sus reconocimientos no sean im­
posibles. El «alegre y no pensado acontecimiento»
que el Canónigo menciona como una parte consti­
tutiva de la novela ideal (DQ, I, 47) es una peripe­
cia o vicisitud de la fortuna en sentido favorable,
combinada con frecuencia con un reconocimiento.
El sentido que la palabra tiene para Cervantes re­
sulta evidente, porque cuando en el Persiles Transí-
la se reúne inesperadamente con Mauricio y La­
dislao, la referencia a este suceso se hace precisa­
mente utilizando las mismas palabras que había
empleado el Canónigo2.
Estos procedimientos artificiosos al lector moder­
no le saben a poco. Todos esos encuentros afortu­
nados en islas remotas e improbables de los mares
del Norte nos parecen inverosímiles en sumo grado.

1 «Siendo una doncella a punto de ser degollada en sa­


crificio, fue desaparecida de aquellos que la querían sacrifi­
car y llevada a una región remota a ser sacerdotista, en la
cual región era costumbre sacrificar a los extranjeros que
allí aportaban. Sucedió, pues, que después de algunos días arri­
bó a aquella tierra un hermano de la doncella, el cual fue preso
y llevado, según la costumbre que allí había, a que fuese sa­
crificado por la mano de la hermana, y, al tiempo que le querían
sacrificar, se conocieron los hermanos, que fue causa de la
salvación del hermano» (op. cit., II, páginas 18-19).
2 Persiles, I, 12; I, 83.

286
Es curioso que, pese a que el lector moderno está
mucho más dispuesto que Cervantes a aceptar sin
^ningún asomo de crítica lo fantástico, no pueda, sin
embargo, asimilar los artificios arguméntales anti­
guos. Para Cervantes y sus contemporáneos, esos
artificios extraordinarios, pero no increíbles, eran
lo más prominente de la ficción. Abundan también
en sus Novelas ejemplares, y en Las dos doncellas
se llega a un auténtico abuso de los mismos. Lo
que, como muchos otros escritores de la época, nó
parece haber recordado Cervantes es que las coin­
cidencias son poco frecuentes de por sí y que, cuan­
do se dan en rápida sucesión, el efecto acumulati­
vo que producen es el de la falta de verosimilitud.
No parece haberlo recordado, a pesar de que El
Pinciano lo había advertido ya en su libro haciendo
notar que era un pecado en el que caen, sobre todo,
los autores teatrales1.
La reconciliación de lo insólito con lo posible
que, sirviéndose de éstos y otros medios, propone
Cervantes se halla de acuerdo con la idea de Bar-
gagli acerca de la novella, en la cual debe haber
—nos dice— algo nuevo y notable y un cierto veri­
símil raro: «cioé che verisímilmente possa accade­
re, ma che pero di rado addivenga»2. El comenta­
rio cervantino que mejor puede parangonarse con
éste es el que hace Don Fernando acerca de la natu­
raleza de la novela corta al hablamos de la historia
del Cautivo, historia sobre la cual ni siquiera el
Cura puede albergar dudas: «Todo es peregrino y
raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspen­
den a quien los oye» (DQ, I, 42). La palabra pere­
grino, usada con tanta frecuencia por Cervantes, es
la palabra que resume mejor esta cualidad de cosa
a un tiempo extraordinaria y creíble3.

1 El Pinciano, op. cit., II, 70.


2 Bahgagli, op. cit., pág. 210.
5 Asi, DQ, I, 2; I, 105; I, 47; III, 345; II, 63; VIII, 112. Persiles,
I, 6; I, 54; I, 17; I, 292; II, 21; I, 323.

287
Antes de abordar el análisis de las formas más
espectaculares de lo maravilloso, tenemos que con­
siderar brevemente un caso especial. Mé refiero a
aquel tipo de ficción imposible cuya finalidad fun­
damental es alegórica o simbólica. En El curioso
impertinente, Lotario, al hablar del episodio del
vaso mágico contenido en el Canto XLIII del Or­
lando furioso, justifica la falta de verosimilitud de
esa ficción poética diciendo que contiene valiosos
«secretos morales» (DQ, I, 33). Los «secretos mo­
rales» eran también la raison d’être de la alegoría.
Sin embargo, Cervantes (cuya narración está inspi­
rada en parte, evidentemente, en el episodio de
Ariosto, si bien no utiliza en ella lo mágico) parece
haber llegado a albergar ciertas dudas sobre la con­
veniencia de usar en la novela esta antigua forma
de ficción (las novelas son algo distinto de los poe­
mas o de las obras teatrales). Solamente la usa una
Vez, y de una manera claramente convencional, en
relación con el Canto de Caliope, incluido en su nó­
vela más temprana, la poética Galatea. E incluso
aquí, la milagrosa aparición de la Musa no tiene
nada que ver con los argumentos de ninguna de las
historias que la novela contiene: la intención del
autor es, sencillamente, alabar a los poetas es­
pañoles.
El otro momento en que aparece en sus novelas
esta clase de ficción tiene lugar en el Persiles, don­
de adopta una forma frustrada y equívoca en grado
sumo. Periandro se entera, de oídas, de que existe
un extraño museo de pintura en Roma, donde se
conmemora a los hombres célebres futuros. Los
nombres están ya en los rótulos; sólo falta colocar
los retratos. Periandro acoge esta información con
una singular falta de entusiasmo:
D uro se m e hace creer que de tan atrás se tom e
el cargo de aderezar las tablas donde se hayan de
pintar los que están p o r venir, que, en efecto, en esta

288
ciudad, cabeza del mundo, están otras maravillas de ■
mayor admiración (IV, 6).

Este manejo negligente de un antiguo procedimien­


to, que se halla en la tradición romérica y virgiliana
de aquellos artificios, comunes a la épica, la narra­
ción caballeresca y la pastoril, que tenían por ob­
jeto la conmemoración convencional o profética,
nos permite entrever que Cervantes tenía fundadas
sospechas de que no era un procedimiento adecua­
do a la nueva prosa épica representada por la no­
vela de aventuras. Una racionalización de sus du­
das, y quizá incluso el origen de ellas, puede encon­
trarse en El Pinciano, que puso de manifiesto cómo,
mientras la perfección poética se consigue funda­
mentalmente mediante la imitación y la verosimili­
tud, el poeta que hace uso de la alegoría, compues­
ta de ficciones fantásticas, da a su obra un valor
esencialmente doctrinal y filosófico Cervantes
nunca estuvo dispuesto a dar tan gran preponde­
rancia a la función instructiva, de la novela sobre
el entretenimiento. Por muy edificante que sea el
Persiles, sigue siendo una novela y no un tratado
moral.
El Quijote no es una novela de aventuras mara­
villosas como el Persiles. Tampoco se basa en un
suceso milagroso, como ocurre con El coloquio de
los perros. Trata de un hombre a quien la lectura
de novelas llenas de maravillas y acontecimientos
milagrosos ha trastornado el juicio. Contiene gran
cantidad de misterios y sucesos extraños, pero más
tarde o más temprano, de, todos ellos, a excepción
de tres, se da al lector una explicación racional. És­
tas tres excepciones son: el problema de la exis­
tencia real de Benengeli, el de la existencia del Qui-
1 El Pinciano, op. cit., IX, 95. El autor añade que combinar
la imitación (es decir, la imitación que posee verosimilitud) con
la alegoría es «miel sobre hojuelas», y en eso reside la verda­
dera perfección del arte (pág. 96).

289
jote y el Sancho de Avellaneda y el incidente de la
cueva de Montesinos. El primero constituye uno de
esos disparates o absurdos intencionados que tanto
abundan en la teoría cervantina (pero cuya narra­
ción, sin embargo, con muy pocas excepciones, Cer­
vantes prefiere confiar a un intermediario); e inclu­
so este absurdo manifiesto permanece ajeno a la
narración propiamente dicha. El segundo supone
una introducción desconcertante dentro de la fic­
ción de lo que es nada menos que un hecho histó­
rico, a saber: que otro autor escribió sobre un Qui­
jote y un Sancho que no eran los de Cervantes. El
tercero queda sin explicación: es una mixtificación
deliberada. Incluso Benengeli se lava las manos y
hace responsable de la historia a Don Quijote, que
fue el que la contó. Cervantes nos da varias pistas
contradictorias, habla prolijamente en torno al in­
cidente y, por último, deja al lector que juzgue por
sí mismo (II, 24). Es ocioso preguntar si lo que
Don Quijote contó fue un sueño, una invención pre­
meditada o cualquier otra cosa. Cervantes nunca se
propuso que lo supiéramos.
Las aventuras y prodigios del Persiles y Sigis­
mundo, están ideados con la intención de que un
lector discreto del siglo xvn pueda aceptarlos. Ade­
más de abundar en encuentros fortuitos y cambios
de fortuna, la novela está llena de prodigios, que
fundamentalmente pertenecen a dos tipos distintos:
en primer lugar, prodigios naturales, que pueden
ser o bien acontecimientos fantásticos que tengan
una explicación racional, o bien hechos extraños,
pero auténticos, del mundo real; y en segundo lu­
gar, fenómenos sobrenaturales. Esta división se
corresponde de cerca con la que hace el propio Cer­
vantes, siguiendo la línea marcada por Pomponazzi
o Torquemada ‘:

' Cf. Torquemada, Jardín, págs. 14-15, 18.

290
los m ilagros suceden fuera del orden d e la naturaleza,
y los m isterios son aquellos que parecen m ilagros y
n o lo son, sino casos que acontecen raras veces (II, 2).

El Persiles se caracteriza por su empeño en ra­


cionalizarlo todo. Cuando una dama es vista descen­
diendo suavemente desde lo alto de una elevada to­
rre hacia la tierra, Cervantes nos explica cómo sus
vestidos han hecho las veces de una especie de para-
caídas («campana y alas») y que ello es «cosa posi­
ble, sin ser milagro» (III, 14). Queda cuidadosamen­
te señalado que cuando el grupo de peregrinos sale
inesperadamente de una oscura cueva a un valle
hermosísimo, no se trata de magia (III, 18). Cuan­
do, de camino hacia Roma, encuentran un retrato
de Auristela colgado de un árbol, y luego otro en
la ciudad, también de estos hechos se dan explica­
ciones naturales (IV, 2, 6). Lo milagroso se resuelve
en un anticlimax racionalista cuando la iglesia que
iba a ser destruida por el fuego se mantiene intacta
«no por milagro», sino porque las puertas son de
hierro y el fuego en realidad no es muy grande
(III, 11).
En cuanto a las maravillas naturales del mundo,
debe excusarse a Cervantes por admitir algunas
cosas que el lector moderno rechazaría. El no po­
día saber que si curiosidades tales como el esquiar
son ciertas, la versión que acepta de la historia na­
tural del «pájaro bamaclas» era ficticia. Estas mez­
clas de informaciones falsas y auténticas se podían
encontrar generalmente en las páginas de algún
libro autorizado. Ciertamente era más fácil, en los
primeros años del siglo xvn, creer en la historia
del «pájaro barnaclas» que en las extrañas propor­
ciones que tienen los días y las noches en las regio­
nes árticas, aunque esto último se pudiera demos­
trar matemáticamente (IV, 12). No menos increí­
bles resultaban, a los ojos de los inexpertos, aque­
llos .hechos cosmológicos que Bartolomé, el guia­
dor de bagajes, se resistía a creer. (Periandro, entre
291
risas, trata de aclarar sus dudas.) A Bartolomé le
es muy difícil creer en «la grandeza de este sol que
nos alumbra, que, con no parecer mayor que una
rodela, es muchas veces mayor que toda la tierra»,
y aceptar la idea de que «debajo de nosotros hay
otras gentes a quien llaman antípodas, sobre cuyas
cabezas los que andamos acá arriba traemos pues­
tos los pies, cosa que me parece imposible» l.
El hecho de que este pasaje debió escribirse pre­
cisamente cuando el problema de la cosmología co-
pernicana estaba en un momento crítico y en torno
a Galileo se cernían nubes de tormenta, sugiere al­
gunas especulaciones fascinantes. Pero estas digre­
siones del Persiles tienen una larga historia tras
de sí: entre los precedentes de estas ideas tenemos
—y no es el menos importante— el hecho de que
San Agustín y Lactancio habían negado la existen­
cia de los antípodas. Como de costumbre, es difícil
determinar la fuente en la que se apoya Cervantes.
Schevill y Bonilla, en sus notas a este pasaje, se­
ñalan su gran semejanza con otro pasaje del Co­
loquio del sol de Pedro Mexía. Pero merece ser no­
tado también que El Pinciano cita el ejemplo de
que el sol es mayor que la tierra como una posibi­
lidad que no convence a la mayoría de los hom­
bres2. Aún resulta más sorprendente que las dos
observaciones citadas más arriba, que Cervantes
pone en boca del «rústico astrólogo» Bartolomé,
aparezcan en el comentario de Piccolomini a la Poé­
tica de Aristóteles:
ch ’il sole sia m olto m aggior della terra; e che genti
si truovi nell’op p osto em isperio al n ostro che tenga
volte le piante d ei piedi in con tra alie piante de; piedi
nostri; ed altre cosí fatte veritá dagli im periti con
d ifficoltà cred u te3.

1 Persiles, III, U; II, 111.


2 E l P inciano, op . cit., II, 69.
3 P iccolomini, o p . cit., pág. 392.

292
Lo que es a un mismo tiempo extraño y familiar
puede encontrarse también entre los prodigios ra­
cionales del Persiles. Cervantes comenta de pasada
cómo da dentera oír el ruido de un cuchillo al cor­
tar paño; de qué manera un hombre puede temblar
delante de un ratón, otro, al ver cortar en rodajas
un rábano, y otro no puede soportar la presencia
de unas aceitunas en la mesa (II, 5). Finalmente
nos recuerda la naturaleza maravillosa del ciclo
continuo de la existencia humana (III, 21) y nos ha­
bla también del amor, que realiza los mayores mila­
gros (I, 23).

Quedan por ver los aspectos más fabulosos de


la obra, lo monstruoso y lo sobrenatural, que tam­
bién figuran en El coloquio de los perros. En am­
bas obras, Cervantes rodea su ficción de precaucio­
nes. En el Persiles, trata a sus fabulosos habitan­
tes de islas extrañas, sus hombres lobos, brujos y
astrólogos, estrictamente dé. acuerdo con las reco­
mendaciones dé la teoría épica contemporánea.
Realmente las precauciones de Cervantes rebasan
las exigencias del poeta épico más escrupuloso.
A excepción del encantamiento de Julia, de la his­
toria de Claricia y la camisa encantada y de algu­
nos comentarios de astrologia, todo lo demás ocu­
rre en los Libros I y II: es decir, en lugares distan­
tes y poco conocidos. Existe una diferencia entre es­
tos lugares y las regiones completamente ficticias
que inventaban los autores de novelas caballerescas
(«tierras... que ni las descubrió Tolomeo ni las vio
Marco Polo») (DQ, 1, 47). Son lugares del mundo
que Cervantes y la mayoï parte de sus lectores des­
conocían, pero de los que en cierta manera daban fe
algunas autoridades reconocidas, por muy absurdo
que ello pueda parecemos hoy. Si se aceptaban los
testimonios de estas autoridades, no era imposible
que hubiera países, gentes y acontecimientos tales
como los que él describe en su libro. Aquellas lati-
293
tudes donde popularmente se suponía que abunda­
ban los casos de hechicería, eran latitudes poética­
mente probables. Tasso, que sitúa su propio Torris-
mondo en el misterioso Norte, dice acerca de ellas:
fra p o p o li lontani e ne'paesi incogniti possia m o finger
m oite co se d i leggieri senza togliere autorità alia favo-
la. Perí) d i G ottia e di N orvegia e d i Svevia e d i Is-
landa, o dell’Indie Orientali o d i paesi d i n u ovo ritro-
vati nel vastissim o océano oltre le co lon n e «¡¡.’B reóle,
si dee prender la materia de’ si fatti p o e m il.

Piccolomini considera que «quando da persona che


noi tenessimo degnissima di fede ci fusser rac-
contate alcune azioni di persone di molto lontan
paese», esas acciones constituyen un tipo de niate-
rial idóneo para el poeta2. El Pinciano, refiriéndose
a Heliodoro, cuenta cómo «con fingir reina y prin­
cesa de tierras ignotas, cumplió con la verosimili­
tud el poeta, porque nadie podría decir que en Etio­
pía no hubo rey Hidaspes ni reina Persina»3. Era
un recurso épico reconocido por todos el uso que
Cervantes hace del antiguo procedimiento de la le­
janía; procedimiento que no utiliza para justificar'
lo absolutamente imposible, sino como una ayuda
para hacer de lo extraordinario algo susceptible de
ser creído.
Desde un punto de vista estrictamente moderno,
lo que llama la atención en la prosa narrativa de
Cervantes no es el absurdo, sino la manera en que
trata concienzudamente de documentar este absur­
do. El Persiles es su obra más estudiada, aquella
para la cual hizo más indagaciones y lecturas. Con
gran precisión basó su narración en los conoci­
mientos que más crédito le merecían entre aquellos
que le eran asequibles. Beltrán y Rózpide ha obser­
vado que la geografía que aparece en los Libros I

1 Del poema eroico, II, 63.


2 P ic c o lo m in i, op . cit., pág. 150.
3 E l P inciano, o p . cit., II, 331-32.

294
y II se corresponde estrechamente con los mapas
existentes y las descripciones de los geógrafos1.
Schevill y Bonilla han señalado cómo usa, si no to­
das, algunas de las relaciones geográficas, historias
de viajes y misceláneas de Niccolb Zeno, Quirino,
Ólao Magno, Torquemada, Solino, Thámara, Mexía
y el Inca Garcilaso. Del monstruo marino denomi­
nado fisiter o náufrago hablan Torquemada «y casi
todas las misceláneás del siglo xvi, Solino, Tháma­
ra y otros», dicen sus editores2. No comprendemos
por qué Cervantes iba a saber que ninguna de esas
misceláneas era digna de confianza ni por qué iba
a ser más escrupuloso al inventar una narración
que Se desarrollaba en países remotos. Es absurdo
reprocharle que no estuviera dotado de un sentido
de la verosimilitud propio de los hombres del si­
glo XX.
Amezúa, De Lollis, Castro y otros han examinado
sus opiniones sobre brujerías, astrologia y licañtro-
pía en el contexto general de su pensamiento y en
el dé su época. La presencia de estos temas en su
obra debería ser considerada también a la luz de la
teoría épica. Lo maravilloso era necesario en la
épica; pero, puesto que las antiguas deidades pa­
ganas no podían proveer convenientemente de ello,
debían suministrarlo las intervenciones sobrenatu­
rales reconocidas por los cristianos: ángeles, demo­
nios o seres dotados por Dios o por Satán de po­
deres extraordinarios, como santos, magos y ha­
das3. Todo ello, por supuesto, debía ser manejado
con prudencia, pero la aceptación en poesía de là
nigromancia no implicaba necesariamente que el es­
critor creyese en ella. Aristóteles y las supremas au­
1 R . B e lt r á n y R ó zp id e , La pericia geográfica de Cervantes
demostrada con la «Historia dte tos trabajos de Persiles y Si-
gismunda» (Madrid, 1924).
2 S c h e v i l l y B o n i l l a , ed. cit., I, 348, nota.
3 Así, T asso , Dell’arte poetica, I, 13; cf. C arvallo, op. cit., fol.
134 V.; B albuena , El Bernardo, pról., pág. 146; C ascales, Tablas,
página 132.

295
toridades literarias permitían que se incluyera en
una obra aquello que, no siendo necesariamente
verdadero, estaba de acuerdo con las creencias po­
pulares. Tasso, al hablar de estos asuntos, decía
que el poeta no debía hacer caso de la verdad exac­
ta al tratar de cosas que los hombres cultos consi­
deran, con razón, imposibles; le bastaba en tales
casos adherirse a la opinión popularl. Las hechice­
rías, los hombres lobos y las adivinaciones astroló­
gicas que hay en el Persiles pertenecían, en la creen­
cia popular, a esta clase de objetos.
Cuando Cervantes habla de astrologia lo hace con
menos evasivas que cuando trata de cosas de ma­
gia. Aunque somete la astrologia a sus dudas e in-
certidumbres, en el Persiles se hacen y se cumplen
algunas predicciones. A pesar del consenso de la
creencia popular, introduce la magia negra con más
vacilaciones. Siendo remiso a permitir las licencias
propias de la poesía en su prosa narrativa, no sólo
somete a discusión las hechicerías, sino que toma
aún más precauciones. Presenta a gentes de las que
se dice que son brujas, que se llaman a sí mismas
brujas de una clase o de otra que parecen brujas
y se comportan como brujas, cayendo en éxtasis
(en el Coloquio) y manejando ungüentos que se pre­
sume son diabólicos. Pero él, in propria persona,
nunca las presenta realizando milagros más espec­
taculares que el de hacer que una persona caiga
enferma y luego se cure, lo cual es insignificante
si lo comparamos con las habilidades que dice po­
seer Zenotia en el Persiles (II, 8), por ejemplo. Cer­
vantes les permite estos pequeños poderes, o me­
jor, como él se esfuerza por explicarnos, es Dios
quien se los permite (IV, 10). Sobre todo, él consi­
dera a las brujas como mujeres engañadas, y aun­
que admite que puedan poseer ciertos secretos (lo
cual, de hecho, en términos modernos, puede justi­

1 T asso, Dell’arte poetica, I, 13-14.

296
ficarse racionalmente si lo consideramos como un
conocimiento de las drogas y los fenómenos de hip­
nosis), él, personalmente, nunca las describe trans­
formando a los hombres en animales, volando a tra­
vés del aire o haciendo otras cosas de este estilo.
Cuidadosamente, Cervantes confía a algunos in­
termediarios la narración de las manifestaciones
más exageradas de lo maravilloso. El monstruo ma­
rino, los hombres lobos, el vuelo por el aire desde
Italia a Noruega, todo ocurre, en narraciones de se­
gunda mano. No son otra cosa en la acción de la no­
vela que cuentos que se narran, y el auditorio —y
no digamos el lector— queda en libertad de creerlos
o no creerlos. Numerosas autoridades, antiguas y
modernas, recomiendan éstos o análogos procedi­
mientos. Aristóteles decía que una cosa improba­
ble, si no se puede evitar, debe quedar fuera del
argumento; Horacio pensaba que las cosas maravi­
llosas deben ser narradas por un actor, pero no re­
presentadas en escena; Luciano opinaba que si en
la narración se interpone alguna fábula extraordi­
naria, el escritor puede decirla, pero sin garantizar
su verdad, para que el lector la juzque conforme a
su criterio: el escritor no debe arriesgarse inclinán­
dose a un lado o a otro, a favor o en contra Aná­
logamente piensan los teóricos de los siglos xvi y
XVII. Robortelli considera que encomendar la na­
rración a un tercero es un procedimiento muy útil
para tratar de lo sobrenatural2; y las palabras de
Balbuena sobre El Bernardo sirven de manera ad­
mirable a este respecto:
P rocuré que la persona del autor hablase en él lo
m enos que fu e posible, con qu e también se p u d o aña­
dir a la fábula más deleite; siéndole p o r esta vía per­
m itido el extenderse a cosa s m ás admirables, sin

Poética, 1460 A .; H o r a c io , Ars poetica, v e r s o s


1 A r is t ó t e le s ,
179-88; L u cia n o , Cómo ha de escribirse la Historia, § 60. Cf. D ió n
C risó sto m o , Discourses, XI, 34.
2 R o b o rte lli, op . cit., pág. 87.

297
perder la verisim ilitud; p orqu e si la person a d el p o e ­
ta contara los m onstruos d e Creta o el origen d e la
ciudad d e Granada, careciera lo u n o y lo o tr o d e apa­
riencia d e verdad; mas referidos estos ca sos p o r ter­
cera persona, queda con to d o lo admirable, y el autor
n o fuera d e lo verisímil; porque, si n o lo es que Gra·
vinia se convirtiese en árbol, y E stordián en gusano
d e seda, eslo, y m uy posible, que aquellos cuentos
anduviesen en las bocas de los h om bres d e aquel
m undo

En el caso de la narración más fabulosa del Per-


siles, aquella en que Rutilio viaja volando a través
de Europa (la clase de proeza que las brujas se
jactan de realizar), Cervantes se cuida de señalar
cómo el personaje que cuenta la historia no era co­
mo para inspirar mucha confianza. Sólo al final
—se nos dice— trata de enmendar su conducta
«porque él quería acabar bien la vida, hasta en­
tonces mala» (II, 21).
Las dudas que podamos tener los lectores acerca
de la integridad de Rutilio en nada disminuyen las
que tenía el autor que inventó el personaje. Ruti­
lio cuenta una historia fantástica, pero desde, el
momento en que se deja abierta la posibilidad dé
que sea un embustero, la verosimilitud de la no­
vela queda intacta. La misma posibilidad se da en
los demás personajes inventados que narran una
historia extraordinaria. Pero ¿qué podemos hacer
nosotros y el auditorio de Periandro, cuando el más
noble de los héroes relata un cuento absolutamente
increíble acerca de un salto milagroso sobre la
grupa de un caballo (II, 20)? Cervantes impone
maliciosamente a los oyentes y al lector el terrible
dilema de aceptar lo increíble o dudar de una per­
sona que goza del mayor crédito. En este caso, co­
mo en el de la Cueva de Montesinos, la mixtificar
ción es completa.
El método usado por Cervantes provoca toda

1 El Bernardo, pról., pág. 148.

298
clase de problemas cuasi-literarios de confianza y
autoridadde persuasión y de creencia; problemas
que él somete a examen tanto en el Quijote II co­
mo en el Persiles y Sigismunda. Suceden cosas
verdaderas en el mundo, señala Cervantes, de las
que là. imaginación no podría tener una visión co­
rrecta antes de que ocurrieran, aunque lo inten­
tara; y si no queremos que sean tenidas por apó­
crifas, tenemos que ayudar al establecimiento de
su veracidad con juramentos, o al menos con el
buen crédito de quien las cuenta (..Persiles, III, 16).
Sin embargo, queda bastante claro que ninguna de
estas ayudas ofrece garantías de verdad para Cer­
vantes. Periandro fuerza en alto grado la cortesía
de sus oyentes, según opinión de uno de ellos, y
la cortesía, como queda dicho varias veces, es algo
a lo que tienen que apelar a menudo los narrado­
res de historias. Un auditorio discreto, con cierta
experiencia del mundo, es el más adecuado para
dar muestras de esa cortesía. La buena disposición
para aceptar la narración dice bastante en favor
del oyente; las dudas, las sospechas o el escepti­
cismo son generalmente antipáticos. La nobleza
de Don Quijote en la segunda parte no disminuye
en aquellas ocasiones en que manifiestamente pre­
fiere estar engañado a aceptar las desagradables
consecuencias que trae consigo el no creer. Aun­
que no se refieran directamente a la literatura,
estas consideraciones cervantinas muestran la me­
dida en que le preocupaba esa reciprocidad entre
autor y lector, que es, según él, parte imprescindi­
ble de la ficción literaria.
Las numerosas aserciones hechas por personajes
ficticios de que la historia que ellos narran es sor­
prendente pero verdadera tienen por objeto recor­
dar al lector que algunas veces la verdad es real­
mente tan extraña como la ficción. De este modo re-
1 V ives discu te estos tem as en De instr. prob., págs. 626 y
siguientes.

299
sulta más fácil aceptar la ficción, y en todo caso,
si el lector piensa poner objecciones, únicamente
puede acusar al personaje ficticio de embustero.
Encontramos aquí la verosimilitud de que hablaba
el Canónigo de Toledo actuando de manera un tan­
to inesperada. El autor necesita el consentimiento
del lector y, por ello, debe recordarle de vez en
cuándo que, como dijo Aristóteles, «es verosímil
pasen cosas contra lo verosímil mismo» *.
Así, al relatar los acontecimientos en verdad fan­
tásticos del Persiles, Cervantes se pone a salvo de
una de estas .tres maneras, y a veces de las très:
en ocasiones sitúa el suceso en una región poco co­
nocida, donde, según los libros autorizados que ha
leído, pudo haber ocurrido tal acontecimiento, a
falta de pruebas que demuestren lo contrario; otras
veces narra cosas que están de acuerdo con las-
creencias populares; o bien pone el relato en boca
de uno de sus personajes inventados. Este uso de
lo sobrenatural, lejos de indicar indiferencia por
la verdad histórica, evidencia un respeto por ella
no superado por ningún poeta épico de su tiempo.
Bargagli pensaba lo mismo que Cervantes cuando
concedía menos licencias a la novella que a la poe­
sía: lo sobrenatural iba perfectamente en poesía,
pero entre las novelle, «men’belle e meno perfette
si tengono quelle che maghe, incanti e cose fatate
contengono», decía2. Cervantes trató de encontrar
la forma de conservar la antigua magia en un gé­
nero en que había que respetar la verdad histó­
rica. Es cierto que no siempre lo hizo de una ma­
nera muy hábil: se extralimitaba en el uso de lo
maravilloso y luego mostraba demasiadas dudas
al respecto. Esto y, más aún, el exceso de inciden­
tes de toda clase, me parecen los grandes fallos de
la obra, pero realmente no puede reprochársele

1 A r is t ó t e le s , Poética, 1461 B.
2 B a rg a g li, op. cit., pág. 211.

300
falta de verosimilitud en el sentido que para Cer­
vantes tenía esta palabra.

Al lector moderno no le afecta demasiado la in­


credibilidad del Coloquio de los perros. Es evi­
dente que a Cervantes sí le afectaba. Es la única
novela suya basada en algo que es, lisa y llana­
mente, imposible. Trata de justificarla utilizando
por lo menos tres procedimientos distintos, e in­
cluso así no queda muy satisfecho.
Los perros no mantienen conversaciones en es­
pañol. El fenómeno requiere una explicación. Hay
tres posibilidades. En primer lugar, que a pesar
de todo, Campuzano esté diciendo realmente la
verdad. Si esto es así, debe haber intervenido casi
con seguridad la magia, pues de otra manera, co­
mo sugiere Cipión al principio del coloquio, se tra­
taría de un caso portentoso. En segundo lugar,
que Campuzano, hallándose en estado febril en el
hospital, soñara o imaginara delirando toda la his­
toria. Y en tercer lugar, que la inventara o con
la maliciosa intención de engañar, o simplemente
como un cuento ameno para pasar el rato. Ningu­
na de estas tres posibilidades, que recuerdan las
que se refieren a la Cueva de Montesinos, puede
verificarse de una manera concluyente y, por tan­
to, hay aquí de nuevo una total mixtificación. La
fantasía puede justificarse o por su relación con
las supersticiones populares, o como un posible
sueño, o también como una historia referida por
un personaje ficticio de dudosa integridad. Que
Cervantes no acudiera al procedimiento más di­
recto y más claro es muy significativo; ello nos da
la medida de su meticulosidad en lo que se refiere
a la verdad literaria. Le hubiera bastado presentar
la novela a sus contemporáneos como una fábula
moral para que ésta quedara justificada. Incluso
Castelvetro admitía que estas fábulas de animales,
301
desprovistas de verdad literaria y de verosimilitud,
podían fácilmente agradar e instruir1.
El Coloquio es la única de sus Novelas ejempla­
res que está relacionada con otra de las historias
y atribuida al protagonista de ella; circunstancia
que ha sido objeto de numerosos comentarios crí­
ticos. Cervantes tenía un buen motivo para hacer
esto, aparte de que le asistieran otras razones.
Necesitaba que alguien que no fuera él mismo con­
tara una historia que resultaba manifiestamente
inverosímil. También era preferible que el narra­
dor fuera un personaje como Rutilio, cuya credi­
bilidad era cuestionable. Había que dejar esto bien
claro y, usando cualquier otro método distinto
del que usa Cervantes, probablemente habrían he­
cho falta muchas notas marginales suplementarias.
En el preámbulo y al principio del coloquio se
discute abundantemente la credibilidad del suce­
so, con la intención de hacer más aceptable la fic­
ción y presentarla de un modo más incitante. En­
contramos aquí procedimientos típicamente cer­
vantinos que arrojan alguna luz sobre el proble­
ma de la verdad. Campuzano está siempre dispues­
to a recurrir a los juramentos y su insistencia hace
que Peralta no crea en la historia, más plausible,
del Casamiento engañoso. Hay notas cómicas que
expresan ciertas dudas, como «yo oí y casi vi con
mis ojos a estos dos perros», o «y casi por las mis­
mas palabras que hataa oído lo escribí otro día».
Más adelante se nos sugiere en forma alarmante,
a la manera de Lewis Carroll, que son los propios
perros quienes están soñando toda la historia5.
Y además, Campuzano se duerme mientras Peral­
ta lee su manuscrito y despierta en el momento

1 Poética, pág. 24.


2 «...vengo a pensar y creer que todo lo que hasta aquí he)·
mos pasado y lo que estamos pasando es sueño, y que somos
perros» (Coloquio, pág. 228).

302
justo en que el otro ha terminado la lectura. La
novela está envuelta en misterios, dudas y sueños.
En el preámbulo a la narración, los dos con­
tendientes ponen fin a sus discusiones. El alférez
deja de insistir en la veracidad de su historia, y el
Licenciado, bajo estas condiciones, accede a acep­
tarla. Dentro del ámbito de una obra de ficción
vemos realizado aquí ese forcejeo delicado que
tanto preocupaba a Cervantes y que suele darse
entre el autor y el lector para llegar a un enten­
dimiento. Campuzano llega incluso a referirse a
sus escritos como a «esos sueños o disparates, que
no tienen otra cosa de bueno si no es el poderlos
dejar cuando enfaden» K Aun dichas por boca de
uno de sus personajes, esas palabras con que Cer­
vantes se refiere a una de sus propias obras son
demasiado duras. A pesar de sus razonamientos y
mixtificaciones, aún parece incapaz de aceptar sin
escrúpulos la fantasía por la que se siente tan atraí­
do. Sin embargo, en la breve discusión con que fi­
naliza el cuento, Peralta suaviza la severidad de sus
juicios y considera que la historia está lo bas­
tante bien compuesta, aunque todo sea fingido y
no haya pasado nunca, como para que el Alférez
pase adelante con la segunda parte. Se muestra
consciente de su artificio e invención (términos
asociados específicamente con la ficción y no con
la historia) y admite que le ha procurado una re­
creación del entendimiento. Con cierto esfuerzo,
Cervantes parece haber llegado a aceptar que su
propia historia no es otra cosa que una obra de
ficción bien compuesta, como lo son los mucho
menos embarazosos «sueños» de las novelas pas­
toriles (conclusión que al lector moderno le resul­
tará obvia, pero que para él no era tan evidente).
La fantasía se halla en la frontera del arte donde
el ensueño se evade de esa «despierta centinela»

1 Casamiento engañoso, pág. 152.

303
que es la razón *. El creador de Don Quijote, de
Tomás Rodaja, de Carrizales y de Anselmo sabía
muy bien lo que significaban la locura y las obse­
siones neuróticas, y conocía la fascinación hipnóti­
ca que ejercen los monstruos al acecho que se ocul­
tan en las cuevas de Montesinos del entendimien­
to. La razón, decía Vives, hace uso de los fantas­
mas, pero no se mezcla con ellos2. «Todo lo que
nos pasa en la fantasía es tan intensamente que
no hay que diferenciarlo de cuando vemos real y
verdaderamente», dice la bruja en el Coloquio. Es
claro que el peligro de la fantasía reside en que,
al admitirla, se reduce el poder que tiene la razón
para distinguir lo real de lo falso. Si algunas veces
Cervantes parece aferrarse obsesivamente a la rea­
lidad histórica, lo hace por razones de salubridad.
D os h oras dorm í y m ás a lo discreto,
sin que im aginaciones n i vapores
el cerebro tuviesen inquieto.
La suelta fantasía entre mil flores
mfe puso en un pradillo, que exhalaba
de Pancaya y Sabea los olores.
E l agradable sitio se llevaba
tras sí la vista, que, durm iendo, viva
m u ch o m ás que despierta se m ostraba.
Palpable vi, m as n o sé si lo escriba
que a las cosas que tienen de im posibles
siem pre m i.p lu m a se ha m ostrado esq u iva 3.

Hemos distinguido dos aspectos de lo fabuloso


en la teoría de la prosa narrativa de Cervantes:
lo fantástico y lo idealizado (lo grotesco puede con­
siderarse como el polo opuesto de esto último).
Cervantes admite que lo idealizado se justifique
por sí mismo, aunque no sin mostrar las dudas
que ya expusimos en el capítulo V, de las que vol­
veremos a hablar en seguida. Pero no justifica de
1 «...despierta centinela... la razón, que corrige y enfrena
nuestros desordenados deseos» (Galatea, IV; II, 64).
2 V iv e s , De anima et vita, II, 521.
3 Parnaso, VI, pág. 84.

304
igual modo lo fantástico. Lope de Vega, en cier­
ta ocasión, hace la misma distinción de una mane­
ra mucho más explícita. Cuando contemplamos una
pintura de ninfas, nos dice, lo que nos agrada es la
representación femenina, de la cual teníamos ya
upa experiencia inmediata. Pero, ¿qué placer pue­
de hallarse en algunas fantasías monstruosas ta­
les como una pintura de la guerra de los Titanes,
si no es el que proviene de la contemplación de los
colores y la destreza técnica del pintor? ·. Si pres­
cindimos de su significado simbólico, como hace
Lope aquí, la respuesta es, por supuesto, que lo
monstruoso y lo sobrenatural agradan por su cali­
dad de cosas extrañas (algo que Lope sabe muy
bien aunque no sea en forma tan racionalista). Cer­
vantes, aunque comparta la opinión de Lope, tam­
bién lo sabe. Por consiguiente, lo que intenta en el
Persiles es mantener el encanto de lo sobrenatural
desposeyéndolo, al mismo tiempo, de autoridad y
de poder.
Su desasosiego frente al realce de la realidad his­
tórica que supone la idealización, sin embargo, nos
da la medida de su preocupación por un problema
novelístico que es ciertamente más decisivo que el
que planteaba la fantasía. Este problema surge de
la potencial discrepancia entre lo ideal y lo posible
(discrepancia que no aparecía para nada en el con­
cepto de verosimilitud heredado de la Antigüedad).
Nada hay más característico de ese mundo antiguo
que iba desapareciendo en la época de Cervantes
que el desconocer la diferencia existente entre lo
que debía ser y lo que podía ser. El Quijote, entre
otras muchas cosas, demuestra que existe realmen­
te esa diferencia.
Su concepto de verosimilitud es complicado por­
que se refiere a dos clases distintas. Según una de
ellas, la invención no debe estar reñida con la apre­
1 Lope de Vega, El peregrino en su patria, IV, Obras sueltas
(ed. Madrid, 1776-79), V, 299.

305
hensión que de la realidad pueda tener un hombre
inteligente, en la cual hay muchas cosas que pue­
den considerarse ciertas (aunque sea necesaria una
interpretación prudente), y otras que son dudosas,
como, por ejemplo, las formas de lo sobrenatural.
Estas últimas cosas deben presentarse como dudo­
sas. Según el otro aspecto de la verosimilitud, la in­
vención debía corresponderse con una representa­
ción ideal del mundó basada en principios paralógi-
cos. Aquí lo sobrenatural no ocupa un lugar distin­
to al que ocupaba en la anterior interpretación. La
división entre los dos tipos de verosimilitud, que
de manera fragmentaria implica la división de esti­
los, puede verse en formas diferentes a lo largo de
sus novelas. Pero el Quijote es la única obra impor­
tante donde realmente logra armonizar las dos cla­
ses de verosimilitud, situándolas en la única rela­
ción en que pueden aparecer en este munoo y en la
novela moderna. Su idea de la verosimilitud, tan
extraordinariamente amplia, incluye «lo que debía
ser» como parte de una experiencia que «pudó ser».
También resulta complicado su concepto de la ve­
rosimilitud porque, en ciertos aspectos, es excesi­
vamente amplio, de manera que la palabra llega
casi a referirse simplemente a lo que no es posible,
lo cual trae como resultado el abuso de lo acciden­
tal. En otros aspectos, es excesivamente restringido,
lo que le lleva no sólo a utilizar los métodos recono­
cidos para hacer intelectualmente aceptable lo ma­
ravilloso, sino al subterfugio menos convencional
de tratar el problema al nivel histórico, sirviéndose,
como Castro observa acertadamente, de «procedi­
mientos intelectuales, realmente extraestéticos» *.
La obsesión de Cervantes por el problema de la
verdad y la falsedad literarias, que en cierta mane­
ra viene a continuar la «antigua querella» entre la
poesía y la filosofía, era inseparable de la crisis

1 C astro, Pensamiento, p á g . 96.

306
ideológica de la época, con su fe desesperada y sus
dudas agónicas. Formaba parte de una cuestión
más importante, tan enigmática para él como lo
era para Sancho el caso del juramento y la horca.
El conflicto patente en sus escritos entre las exigen­
cias de lo maravilloso y las de lo verosímil se co­
rresponde también con el conflicto de su propio
temperamento que hizo posible la creación de Don
Quijote y Sancho. Tras el problema literario se es­
conde no sólo su amor a la verdad y su devoción
por el arte, sino una profunda preocupación por
lqs seres humanos, a los que era imperdonable en­
gañar.

307
VI

HEROES, AUTORES Y RIVALES


EN EL «QUIJOTE»

1. La conmemoración de los héroes


Cantaba a lo s h éroes y se acompañaba
con una lira arm oniosa.
H omero, La Ilíada

La fama literaria de Don Quijote y Sancho ofre­


ce el ejemplo más notable de cómo se entrecruzan
en la obra de Cervantes el plano literario y el pla­
no vital. El Caballero, especialmente, aspira a ser
celebrado en obras literarias, vive para ver esta as­
piración suya convertida en realidad y continúa su
carrera dentro de la ficción aclamado como el hé­
roe de lo que era, en la vida real, un «bestseller»
novelístico. La idea es sorprendentemente original
y, a la escala en que la usa Cervantes, debe de ser
también única en obras de ficción (volveremos a en­
contrar una idea algo parecida en las narraciones
posteriores del Padre Brown de G. K. Chesterton).
En éste, como en los otros dos temas que compo­
nen el presente capítulo, los límites entre teoría li­
teraria y obras imaginativas desaparecen, pero el
complicado juego entre la literatura y la vida al
que se entrega Cervantes gana en significado si lo
consideramos sobre un fondo teorético.
309
Probablemente la más antigua de todas las doc­
trinas literarias era la que declaraba que la finali­
dad fundamental de la poesía consistía en celebrar
a los grandes hombres y sus hazañas. Unida a la
idea de ejemplaridad, esta doctrina era aún sorpren­
dentemente vigorosa en los siglos xvi y xvn. Según
De Ñores, el poema heroico fue inventado para ala­
bar y exaltar a los príncipes bondadosos y justos,
presentándolos como modelos ante los demás *. Pa­
ra Herrera, la conmemoración poética era una «se­
gunda vida» que resistía al tiempo y a «la oscuri­
dad y silencio del olvido»2. Generalmente se consi­
deraba que la poesía era lo más noble, puesto que
así ennoblecía a los demás. Los acontecimientos
públicos memorables3, las virtudes heroicas de los
hombres y la belleza y bondad de las mujeres4eran
considerados como los temas de celebración funda­
mentales, aunque hubiera también otros.
Es obvio que Cervantes aceptó y puso en prácti­
ca la doctrina de la celebración poética: escribió él
Canto de Calíope, el Viaje del Parnaso y La Numan­
tia. Lo que interesa en su actitud respecto a esta
cuestión son las reservas insinuadas, las contradic­
ciones implícitas que le surgen al ser consciente
de que esta doctrina no tenía en cuenta sutilezas
tales como la distinción entre hechos históricos y
ficciones poéticas. La conmemoración consistía en
novelar la historia en mayor o menor grado median­
te los procedimientos ornamentales y laudatorios
que a él tanto le estorbaban. Transfigurada por la
retórica y embellecida con la idealización, ya no
era ciertamente pura historia, pero recababa para
sí algunas de las prerrogativas de la historia. Re­
cíprocamente, hay que añadir que la técnica histó­
rica no pudo prescindir de la antigua idea de ce­

1 Citado por T o ffan in , Fine dell’umanesimo, pág. 145.


2 H errera, Anotaciones, pág. 337.
1 S uárez de F igueroa, Constante Amarilis, pág. 44.
* Discurso en loor, fol. 25 r.

310
lebración, que se reflejaba siempre, al menos en la
elección del material. El historiador se refería muy
pocas veces a temas que no fueran considerados
memorables en sentido popular y por consenso uni­
versal. Su tarea consistía en «la narración de públi­
cos negocios o particulares acciones, no comunes,
sino singulares y famosas» l.
La dificultad para Cervantes no residía en la con­
memoración misma, sino en los casi ineludibles pe­
ligros de exageración y de lisonja que la acompaña­
ban. Al final de Las dos doncellas, observa que los
poetas de aquel tiempo «exageran» la hermosura y
los sucesos de las dos doncellas a las que tienen
ocasión de celebrar. Parece que Cervantes nunca
pudo abandonar sus dudas acerca de si la lisonja
era legítima, incluso en verso. En el capítulo IV del
Parnaso, Mercurio, «el Dios parlero», la acepta
cuando se muestra con elegancia y artificio; Apolo,
por su parte, prohibe que la lisonja y la adulación
atraviesen los umbrales de su casa {Adjunta). Es
casi seguro que Cervantes simpatizaba con ambos
personajes.
Inevitablemente se refugia en la ironía y el hu­
mor. Hay en el Quijote frecuentes alusiones burles­
cas al pomposo y gastado clisé de la inmortaliza-
ción artística. La belleza de Dulcinea exige ser pin­
tada y grabada en cuadros, mármoles y bronces por
los pinceles y buriles de Parrasio Timantes, Apeles
y Lisipo, y alabada con toda la retórica de Cicerón
y Demóstenes (II, 32). Don Quijote, con más leal­
tad que veracidad, alaba la «parsimonia y limpie­
za» de las costumbres de Sancho en el comer como
dignas de una conmemoración igualmente durade­
ra (II, 62). Abundan las alusiones a «acontecimien­
tos dignos de escritura y de memoria eterna». Hay
encomios burlescos en verso, que abren y cierran la

1 S u á r e z d é F ig u e r o a , El pasajero, p á g . 56. En la Plaza univer­


sal, fol. 167 r, se atribuye esta afirmación a R o b o r te lli.

311
primera parte de la novela. Pero más notable y más
irónico que cualquiera de ellos es el hecho de que
a través de todo el libro exista —no escrita, pero
omnipresente— una historia de Don Quijote conven-
cionalmente encomiástica, con toda la comicidad
que resulta de su falta de adecuación. Sin esta his­
toria, la narración de Don Quijote que ahora leemos
sería algo muy distinto de la novela de Cervantes,
porque, aunque dicha historia encomiástica no esté
expresada por escrito, existe en la mente misma del
Caballero e informa sus acciones*
El hecho de que las bases de la conmemoración
poética hubieran sido en su origen de tipo históri­
co no fue nunca causa de desánimo para los escri­
tores de pura ficción. En realidad, servía al propó­
sito de los autores de novelas caballerescas, ya que
añadía a sus ficciones una apariencia histórica. Fin­
gían éstos perpetuar los nombres y hazañas de sus
héroes como si en realidad hubieran existido *. Cer­
vantes los imita en esto, pero introduce diversas
complicaciones. En primer lugar, convence firme­
mente a Don Quijote, en la primera parte, de que
está siendo objeto de conmemoración. En segundo
lugar, en la segunda parte de la obra, sitúa a Don
Quijote y a Sancho frente a la evidencia de su ce­
lebridad literaria, que es tan incontestable para el
lector como para ellos. Así, el hecho histórico de la
fama de la primera parte de la novela queda intro­
ducido en la ficción de la siguiente, y al hacer esto
Cervantes elimina la frontera que separa el mundo
interior de la obra artística del mundo viviente ex­
terior. Por último, sin mencionarlo nunca directa­
mente, esboza un contraste entre el libro que Don
Quijote imagina se está escribiendo sobre él y el qué
realmente se ha escrito, y ello constituye la ironía

1 Así, en Amadís de Gaula, prólogo de M o n t a l v o , página 309;


Tirante, pról., págs. 1060-61; Amadís de Grecia, prólogo;. Orlando
furioso, XXXV, X X II y sigs.

312
suprema —y la comedia y la tragedia— de la obra
de Cervantes.
Como todos los héroes épicos, Don Quijote busca
la fama. Pero una de las cosas que le caracterizan
es la peculiar atracción que en él ejerce el alcanzar
la inmortalidad por medio de la letra impresa. Ello
se debe a que su propia inspiración procede casi en
su totalidad de los libros. Se ve a sí mismo a través
del mismo cristal que a sus héroes. Si logra su per­
petuación en létra impresa, ella será la prueba tan-.
gible de su propia fama.
Una d e las cosas —d ijo a esta sazón don Quijote—
que m ás debe d e dar contento a un h om b re virtuoso y
em inente es verse, viviendo, andar co n buen nom bre
p or las lenguas de las gentes, im preso y en estampa
(II, 3).

Desde el momento en que emprende su primera


salida, en el capítulo 2 de la primera parte, está con­
vencido de que sus grandes hazañas (dignas tam­
bién de ser conservadas permanentemente en bron­
ce, mármol y pintura) están siendo registradas por
un sabio encantador. La idea de la celebridad litera­
ria y, más tarde, la evidencia de que ya la ha alcan­
zado, producen un decidido efecto en su carácter.
La conciencia de que alguien está tomando nota de
sus actos es evidente en la mayoría de sus aventu­
ras. El hecho de tener un papel que representar
añade a su locura este matiz insistente de obstina­
ción. Al comienzo de la segunda parte, cuando se
entera de que verdaderamente ya es famoso, recibe
la noticia con gran curiosidad y avidez (II, 2); pe­
ro, con esa prudencia que muestra algunas veces
cuando sus ilusiones pueden correr el riesgo de ser
destruidas por la realidad, nunca trata de leer el
libro que se ha escrito sobre él (hacerlo habría pro­
ducido, ciertamente, enormes complicaciones). La
confirmación de que es un héroe literario aumenta
perceptiblemente su arrogancia, llegando a vanaglo-
313
riarse ante Don Diego de ser conocido en casi todas
las naciones del mundo por la publicación de unos
treinta mil ejemplares de su historia (II, 16).
El efecto que la fama literaria produce en Sancho
es aún mayor. Aunque a éste no le interesa la glo­
ria de la misma manera que a Don Quijote —y Cas-
tiglione había señalado que el hombre ignorante no
puede, por serlo, apreciar la plenitud de la glo­
ria 1—, en manera alguna es enemigo de una cierta
publicidad, una vez que se ha hecho a la idea (I, 21).
Cuando se entera de que él, Sancho, ha sido citado
en la historia de Benengeli y de que hay personas a
quienes su conversación gusta más que nada en el
libro, su vanidad queda halagada y se siente com­
placido «infinitamente» de que el autor no haya ha­
blado mal de él (II, 3). En el capítulo 8 de la se­
gunda parte, se muestra un tanto receloso y suplica
servilmente un trato clemente por parte de los his­
toriadores; luego, volviendo a una real o afectada
indiferencia, afirma su independencia respecto a
ellos. Pero es evidente que la conciencia de que se
le cita en letra impresa le ha afectado. A partir de
ese momento adquiere desenvoltura y seguridad y
habla más que nunca, en un proceso que vienen a
reforzar los encuentros de la segunda parte. Su pre­
sunción aumenta cuando declara su identidad a
Don Alvaro de Tarfe diciendo: «El verdadero San­
cho Panza soy yo, que tengo más gracias que llo­
vidas... y tales y tantas, que... hago reír a todo el
mundo» (II, 72). Pero esta nueva vanidad no deja
de traer consigo algo bueno. Con ella adquiere un
nuevo conocimiento de sí y es capaz de observarse
y describirse a sí mismo como si fuera otra per­
sona:
1 «Ma chi non sente la dolcezza delle lettere, saper ancor non
pub quanta sia la grandezza délia gloria cosl lungamente da
esse conservata» (op. cit., pág. 108).

314
Bien es verdad que soy algo m alicioso, y que tengo
m is ciertos asom os d e bellaco; p e ro to d o lo cu bre y
lo tapa la gran capa de la sim pleza mía, siem pre natu­
ral y nunca artificiosa (II, 8).

Experimenta, al menos en parte, una desilusión


en la ínsula Barataría, donde aprende cuánta ver­
dad encierra el consejo de Don Quijote de conocerse
a sí mismo y conocer los propios límites. Creo que
puede decirse que la conciencia de su personalidad
literaria ha contribuido a sembrar en él la semilla
de un sentido del deber para consigo mismo.
Así, la fama literaria que los dos héroes adquie­
ren como resultado del éxito popular de la novela
de 1605 influye en sus caracteres. El efecto es más
notable en el caso de Sancho, a quien la fama lite­
raria sorprende más que a Don Quijote. Tiene una
profunda influencia en sus aventuras (y, por consi­
guiente, indirectamente, también en sus caracte­
res), ya que una gran parte de los incidentes del
segundo libro no podrían haber ocurrido si los per­
sonajes que intervienen en ellos no hubieran teni­
do noticias previas de Don Quijote y Sancho ni hu­
bieran sabido recibirles como a hombres célebres ni
hubieran sabido qué esperar de ellos. Las conse­
cuencias de todo ello son más serias para Don Qui­
jote, porque su fama es su propia ruina. La segunda
parte de la novela narra la historia, infinitamente
triste y maravillosamente cómica, de su desilusión.
Se le trata una y otra vez, especialmente en el pa­
lacio de los Duques, de una manera que es una pa­
rodia insistente, casi como una pesadilla, de lo que,
gracias a la primera parte del libro, se podía espe­
rar de él por adelantado. Se le trata adoptando una
actitud de deferencia burlona y humillante hacia lo
que es su propia vérsión de su propia historia, que
el público conoce ya por la primera parte. La parte
primera le «conmemoraba» no como él deseaba sçr
conmemorado, sino como era en realidad, como una
persona que se consideraba a sí misma —y deseaba
315
que así le considerasen— un hombre distinto del
que en realidad era. Nunca la versión de la vida de
un hombre, tradicionalmente lisonjera y poética­
mente conmemorativa, fue yuxtapuesta tan cruel­
mente a la cruda realidad. Y, sin embargo, aquella
realidad había sido en gran parte modelada por la
versión poética que de ella tenía la mente de nues­
tro hombre.
El Quijote contiene dentro de sí mismo otros li­
bros diferentes. El que hemos estado considerando
celebra al héroe en el sentido idealista convencio­
nal que era característico de la épica y de las no­
velas caballerescas. La novela de Cervantes simula
también celebrar al héroe del mismo modo pero
más bien nos relata «toda la verdad» acerca de él.
En esta obra prepirandelliana desaparece el marco
que separa la obra del mundo del lector y se ma­
nifiesta claramente lo que William Empson ha lla­
mado «el horizonte que se nos revela tras cada ho­
rizonte» de la ironía cervantina1. Sin embargo, al
final eclipsa a sus héroes y gana para sí mismo
una fama literaria tan duradera como ninguna otra.

2. El recurso a los autores ficticios


...aunque parezco padre, so y padrastro
d e D on Quijote.
C ervantes ,

Si al fingir Cervantes que la historia de Don Qui­


jote estaba escrita por un historiador arábigo lla­
mado Cide Hamete Benengeli nd hubiera tenido más
interés ni pretendido otra cosa que parodiar un
gastado artificio, habría poco que decir aquí acerca
1 W. E m pson , Some Versions o f Pastoral (Londres, 1935), pá­
gina 198.

316
de ello Sin embargo, el efecto que consigue es
aumentar la ya notable profundidad del libro. Tam­
bién arroja una mayor luz sobre su teoría de la
novela. En sus manos, un antiguo artificio de la
prosa narrativa ofrece posibilidades inesperadas.
Por supuesto, Benengeli puede relacionarse con los
pseudoautores de las novelas de caballerías o de
las Guerras civiles de Granada2, de Ginés Pérez de
Hita, pero el verdadero autor lo maneja con un co­
nocimiento tal de los principios literarios que no se
puede comparar con los conocimientos rudimenta­
rios que tenían los otros novelistas. Aunque Cervan­
tes hace de él un personaje deliberadamente absur­
do, Benengeli supone un gran refinamiento sobre el
maestro Elisabet de Montalvo, por ejemplo, el cual,
en cierto momento de la obra, aparece, con gran
desconcierto por parte del lector, en un viaje por
mar con los héroes, tomando notas al dictado de
sus aventuras \
También se puede relacionar a Benengeli con los
numerosos intermediarios, simples narradores de
cuentos, que abundan en las novelas de Cervantes
y a los que él recurre a menudo, como ya hemos
visto. A nadie se le ocurre pensar ni por un momen­
to que la responsabilidad de la ficción no corres­
ponda al autor, pero el lector es llevado fácilmente
a aceptar esa simulación —y, por consiguiente, la
ficción— como tal ficción. Cervantes se cuida mu­
cho de aclarar que se trata de una impostura e in­
duce al lector a participar en el juego.
Condales precedentes, es sumamente improbable
que el recurso al autor ficticio pueda ser en Cer-
1 Esto es todo lo que puede decirse del sabio que aparece
en el Quijote de Avellaneda. En realidad. Avellaneda prescinde
de B enengeli, y su libro es presentado por un tal AlisolAn (op.
cit., pág. 15).
2 «...ahora nuevamente sacado de un libro arábigo, cuyo au­
tor de vista fue un moro llamado Aben Hamin, natural de Gra­
nada» (G. P érez de Hita, Guerras civiles de Granada, BAE, III,
513).
3 M on talvo, Esplandián, pág. 453.

317
vantes resultado de sus lecturas sobre teoría litera­
ria. Pero las ventajas que supone el relatar los
acontecimientos a través de otra persona habían si­
do señalados ya por los tratadistas, a algunos de los
cuales él había leído casi con seguridad. Muchos de
ellos daban gran importancia a las virtudes de la
objetividad y la imparcialidad. Castelvetro pone al'
narrador en la disyuntiva de elegir entre ser parte
interesada (passionato) o ser imparcial como debe
serlo el historiador, considerando obvio cuál de las
dos cosas es preferible K El Pinciano señala, entre
otras cosas, que un autor podía expresar sus opinio­
nes mucho mejor por boca de un tercero, que ha­
ciéndose él mismo portavoz de ellas2. Y aquí teñe-'
mos lo que escribía Piccolomini:
n on p aren do lien fatto che il poeta, toltosi l’abito del
poeta, si scuopra com e interessato, ed aderente piü
ad un fatto che ad un’altro e piü ad una persona che
ad un’altra, in quel che narra; e per conseguente de-
roghi e n uochi in questa guisa alla crédibilité e d alla
fed e di quel che ei dice. Oltra che in tal guisa vien’
a m ostrar superbia in attribuire a se q u ello che ha
da esser liberamente dei lettori e degli ascoltatori:
cioè il discorrere, il giudicare, il lodare, il biasim are
o altra co sa fare che appartenga a co lo r ch e leggono;
doven do il p oeta apparir com e neutrale e lasciar li­
b e ro ilg iu d iz io agli altri sopra le cose ch e egli im i­
tando narra. N on im ita dunque il poeta, e per con se­
guente non è poeta, m entre ch ’ei parla n on co m e p o e ­
ta m a com e giudicante, consignante e s im ili3.

Sin duda, Cervantes se sirve una y otra vez de los


intermediarios con un agudo conocimiento de las
ventajas que reporta al autor esa objetividad, esté
o no conseguida obedeciendo conscientemente a un
principio literario. Tan buen uso hizo del artifició
en el Quijote, que fue incapaz de prescindir com­
pletamente de él en el Persiles. En esta obra se
1 Poética, pág. 55. Véase también ibid., págs. 148, 545.
2 Filosofía antigua poética, III, 208-209.
3 P iccolomini, op. cit., pág. 386.

318
muestra inseguro y no sabe si intervenir en pri­
mera persona o en tercera; en cierta ocasión habla
del libro como de «esta traducción» (II, 1); se per­
mite intercalar en la narración las dificultades que
se le plantean como novelista (así, en II, 2); y de
vez en cuando deja paso a una ironía cómica poco
conveniente (como cuando, en un pasaje muy seme­
jante a otro de la antigua novela de Apuleyo, co­
menta: «No sé cómo se supo que había hablado a
solas estas u otras semejantes razones» *). Las razo­
nes por las que Cervantes hacé un uso tan inseguro
del artificio, aunque no son suficientes para discul­
par lo que está mal escrito, resultan claras. Ni po­
día prescindir de las ventajas que suponía el uso
de un procedimiento análogo al de Benengeli ni en­
contraba la forma de mezclarlo con una narración
ficticia sin recurrir a la ironía cómica. Una ironía
que no fuera cómica podía correr el riesgo de enga­
ñar al lector. Y el Persiles no era una novela có­
mica.
Cide Hamete ocupa una posición peculiar en el
Quijote. Se halla, al mismo tiempo, en una situa­
ción periférica respecto á la narración y central en
el libro. Se mantiene entre el autor verdadero y la
narración, y entre la narración y el lector. Cervan­
tes se relega a sí mismo a un segundo plano al con­
siderarse el «padrastro» literario de Don Quijote y
no su «padre» (I, pról.), «el segundo autor» (I, 8),
«el curioso que tuvo cuidado de hacerla traducir
[la historia]» (II, 3), o simplemente «el traductor»
(II, 18). El verdadero traductor es el «morisco al­
jamiado» del capítulo 9 de la primera parte, que tra­

1 Persiles, III, 17; II, 164. Cf. A puleyo, en la traducción de


principios del Renacimiento que probablemente conocía Cer­
vantes: «Aquí, por ventura, tú, lector escrupuloso, reprehenderás
lo que yo digo y dirás así: —Tú, asno malicioso, ¿dónde pu­
diste saber lo que afirmas y cuentas que hablaban aquellas
mujeres en secreto, estando tú ligado a la piedra de la tahona
y tapados los ojos?» (La metamorfosis o El asno de oro, trad,
de D iego L ópez de Cortegana (?), ed. Madrid, 1920, página 288).

319
dujo el manuscrito de Benengeli. No volvemos a oír
hablar de este personaje, pero en rigor constituye
un intermediario más, y con todos y cada uno de
ellos la «veracidad» de las aventuras de Don Qui­
jote se aleja un poco más del lector. En conjunto,
en la realización del Quijote interviene un número
sorprendente de agentes, porque además de los ya
citados, están los autores que de manera imprecisa
se mencionan en los primeros capítulos, y en el ca­
pítulo último, la pluma del moro Benengeli llega a
adquirir una entidad quizá lo bastante singular co­
mo para ser incluida también entre el número de
los autores.
Cide Hamete es, con mucho, el más importante
de todos ellos. Es narrador, intermediario y, por de­
recho propio y a su manera, uno de los personajes.
No debemos ocuparnos de él como narrador. En su
segundo aspecto, como intermediario, se separa a
veces de la narración, lo mismo que Cervantes, para
hacer comentarios marginales que tienen por obje­
to preparar al lector para algo que va a suceder es­
timulando quizá su curiosidad (II, 10, 17), o des­
viar del verdadero autor los posibles ataques de la
crítica. Esta anticipación de las emociones a veces
llega a desarmar completamente al lector. «¡Bendi­
to sea Alá!», exclama por tres veces, cuando Don
Quijote y Sancho inician por fin sus viajes después
de todos los preliminares con que se abre la segun­
da parte (II, 8). El éxito de esta mediación de Be­
nengeli no procede solamente de la delicadeza con
que Cervantes le presenta, sino también de su ge­
mina preocupación por los sentimientos del lector,
preocupación que en nada disminuye por el hecho
de que el autor esté realizando al mismo tiempo sus
propios fines. Precisamente, aunque resulte extra­
ño, es mediante la introducción de este tercer ele­
mento como Cervantes establece con el lector esa in­
timidad que los novelistas del siglo xix tan bien su­
pieron apreciar, sin llegar a caer nunca en la des­
320
alentadora camaradería a la que estos últimos fue­
ron propensos. No eran nuevas en la literatura de
ficción las apelaciones al lector, pero la importan­
cia que evidentemente tiene para los autores del
Guzmân de Alfarache y del Quijote el mantener con­
tacto con él —cada uno a su manera— marca un
hito fundamental en la historia de la novela.
El autor-fantasma árabe es un personaje adecua­
damente misterioso y sombrío. No se le permite
materializarse tangiblemente en el mundo acerca
del cual escribe, como lo hacen los que désempeñan
un papel semejante al suyo en los relatos de Es-
plandián o La Lozana andaluza. Pero se rumorea
que es pariente del arriero que corteja a Maritor­
nes (I, 16). Don Quijote siempre es consciente de
que existe un cronista de sus hazañas; Sancho, qué
evidentemente empieza por imaginárselo como un
hombre corriente encargado de registrar sus suce­
sos y los de su amo (I, 21), liega a aceptar, más
adelante, su omnipresencia. Don Quijote y Sancho
son dos personajes que dependen de un autor, a
quien aceptan, pero en quien no están muy intere­
sados; les basta con que éste les describa de una
manera adecuada. El autor y los personajes respe­
tan recíprocamente su independencia, y estos últi­
mos ni por un momento llegan a considerarse a sí
mismos como marionetas de Benengeli. Sancho co­
noce la verdad sobre el robo de su asno y, si exis­
ten incoherencias en la narración de este suceso en
la primera parte, es porque «el historiador se en­
gañó o ya sería descuido del impresor» (II, 4). Sólo
en muy raras ocasiones cree Don Quijote que Be­
nengeli influye en ellos sobrenaturalmente. Tiene
que haber sido el sabio historiador el que haya me­
tido en la cabeza de Sancho la feliz idea de llamar
a su amo «el Caballero de la Triste Figura», dice
(1 ,19). En otra ocasión, pone sus esperanzas en que
Cide Hamete le encuentre un linaje de reyes ade­
cuado (I, 21). Cide Hamete existe en un plano pe-
321
. culiarísimo suyo y representa, sin embargo, otro de
los distintos niveles del ser que se encuentran en
el libro. Pero en una de sus joviales exclamaciones
Cervantes le cita entre sus criaturas, al lado de la
imaginaria Dulcinea y de los personajes «reales»
Don Quijote y Sancho: «¡Oh autor celebérrimo!
¡Oh don Quijote dichoso! ¡Oh Dulcinea famosa! ¡Oh
Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada uno
de por%í viváis siglos infinitos, para gusto y gene­
ral pasatiempo de los vivientes» (II, 40).
Puede decirse que aún hay alguien más en esta
extraordinaria novela que ha intervenido en la crea­
ción de Benengeli. Me refiero a Don Quijote mismo,
cuya paternidad es atribuida al moro. En el ca­
pítulo 1.° de la primera parte Cervantes habla de
manera imprecisa de los autores que han escrit<J
acerca de Don Quijote, pero la primera alusión a un
solo sabio como autor de la historia procede del
propio Don Quijote (I, 2). El Caballero se inventa
un cronista, que es al mismo tiempo un encantador,
y se aplica a creer en él. En cierto sentido, pues,
Cide Hamete surge de la convicción de Don Quijote
de que dicho cronista tiene que existir. Pertenece,
como Dulcinea, al mundo eminentemente literario
que Don Quijote crea para sí mismo. Sin embargo,
a diferencia de aquélla, llega a hacerse milagrosa­
mente real, y la prueba de su existencia nos la da la
publicación de la primera parte. Las implicaciones
que esto trae consigo son extraordinarias. Benen­
geli viene a justificar todas las creencias de Don
Quijote, porque su existencia real demuestra que los
encantadores de los libros de caballerías existen en
la realidad y no sólo en la imaginación del hidalgo
(cuestión sobre la cual, sin embargo, discretamente,
Cervantes procura no insistir). Aunque es evidente
que la idea concreta de lo que va a ser Benengeli
surge en Cervantes con bastante retraso (no se le
menciona hasta el capítulo 9 y solamente adquiere
su plena entidad en là segunda parte), en realidad
322
un desconocido Benengeli existía ya en la'mente de
nuestro caballero desde el momento de su primera
salida en busca de aventuras.
Inmanente y trascendente en relación con el mun­
do de su narración, creador quizá creado por su
propia criatura, este mago que registra los hechos
posee algunas de las desconcertantes, característi­
cas de la divinidad. Pero el concepto del poeta
como creador divino era familiar en los siglos xvi
y xvxi.
Si se considera el libro en su totalidad, la distin­
ción entre el autor verdadero y el supuesto se des­
vanece. Cide Hamete, lo mismo que Cervantes en el
prólogo a la primera parte, habla de «mi deseo» de
desacreditar los libros de caballerías (II, 74); y la
indicación, «cuyo lugar no quiso poner Cide Hame­
te puntualmente» se une a la que'hace Cervantes en
primera persona: «de cuyo nombre no quiero acor­
darme» (I, 1). Lo cual, después de todo, es como
debiera ser.
La existencia de Cide Hamete es una especie de
burla, y tan afortunada que se perdona casi siem­
pre su evidente despropósito. Es el único ejemplo
de total inverosimilitud en el libro, si exceptuamos
a Don Alvaro Tarfe, que es un caso peculiar seme­
jante; pero lo importante es, precisamente, esa falta
de verosimilitud. Porque, al hacer responsable de
la narración a un personaje a todas luces increíble,
Cervantes pone a salvo su vivido simulacro de reali­
dad histórica envolviéndolo en una atmósfera de
ficción. La narración no peligra, a pesar de las bre­
chas que él abre en su estructura. No existe confu­
sión. Cervantes trata por todos los medios a su al­
cance de hacer a Don Quijote y Sancho tan «reales»
como sea posible, pero se cuida igualmente de que
el lector los acepte como productos «artísticos».
Incluso el uso de la frase «dice la historia», co­
rriente en las novelas de caballerías, que por su

323
parte ayuda a conferir cierta independencia a la na­
rración, encierra probablemente un equívoco. Se ha
sugerido plausiblemente que la frase pudiera ser re­
miniscencia de la palabra árabe gála, que equivale,
aproximadamente, a «cuenta el narrador». Según
R. S. Willis, esto es «un vestigio de la forma del
isnád, la larga serie de autoridades que sirve para
introducir y acreditar el texto de un hadith o relato
de una acción o un dicho del Profeta... El supuesto
es, desde luego, que la verdad más auténtica es la
que emana de Mahoma, y la serie tiende a remon­
tarse hasta él para llegar lo más cerca posible» 1.
De esta manera, la última garantía de la verdad de
la narración sería nada menos que Mahoma. La idea
se adapta muy bien al humor irónico del verda­
dero autor y al carácter equívoco del autor su­
puesto.
En el caso de Benengeli, Cervantes nos deja abru­
mados mediante el uso de cierta ambigüedad en
las expresiones. De nuevo se pone en duda la con­
fianza que merece el narrador, y los testimonios que
se alegan son absolutamente contradictorios. Por
una parte se le presenta como un historiador mode­
lo, como «muy curioso y muy puntual en todas las
cosas» (I, 16), un «fidedigno autor» (II, 61), la «flor
de los historiadores» (I, 52), etc. Por otra parte, Be­
nengeli es un moro, y era «muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos» (I, 9) y «de los mo­
ros no se podía esperar verdad alguna» (II, 3). Para
confundirnos más aún, jura en cierta ocasión «como
católico cristiano» (II, 27). Es, por tanto, una para­
doja cómica, alguien a quien tenemos que creer y.
a quien no tenemos que creer. Tampoco es un his­
toriador normal en otro aspecto: es un mago sabio,
y a éstos, como señala Don Quijote, «no se les encu­
bre nada de lo que quieren escribir» (II, 2).
1 R. S. W illis , The Phantom Chapters of the « Quijote» (Nue­
va York, 1953), pág. 101. C le m e n c ín , Don Quijote, II, 2, nota 2,
también sugiere que la frase pueda ser de origen arábigo.

324
Se ha sostenido con argumentos convincentes que
cuando Cervantes decidió llamar a su cronista «Cide
Hamete Benengeli» podía muy bien estar pensando
no sólo en los sabios de las novelas caballerescas o
en el autor ficticio de Pérez de Hita, sino en los
morabitos u hombres sagrados de Argel, donde es­
tuvo cautivo tanto tiempo K Generalmente se les lla­
maba «Cide», eran venerados como sabios y se les
atribuían habilidades nigrománticas. Benengeli com­
parte con ellos el mismo título y las mismas cua­
lidades. Como mago, tiene el privilegio de conocer
los pensamientos más insignificantes y los senti­
mientos más triviales de sus personajes. Se insiste
varias veces en este privilegio, propio de los autores
de libros de caballerías en general y del autor del
Quijote en particular. Cada caballero andante, dice
Don Quijote,
tenía uno o d os sabios, co m o d e m olde, que n o sola­
mente escribían sus hechos, sino que pintaban sus
más m ínim os pensamientos y niñerías, p o r más escon ­
didas que fuesen (I, 9).

Más adelante, se sorprende de que el autor haya


introducido en la primera parte otras novelas cor­
tas y cuentos, siendo así que podía haber llenado
un gran volumen con sólo registrar los «pensamien­
tos, suspiros, lágrimas, buenos deseos» y «aconte­
cimientos» del hidalgo (II, 3). Y cuando Cervantes
nos recuerda la deuda que tenemos con Cide Ha­
mete (con una cierta ironía, ya que sus palabras
suponen una advertencia indirecta frente al exce­
so de detalles de las novelas de caballerías), di
ce así:
Real y verdaderam ente todos los que gustan d e se­
m ejantes historias co m o ésta deben m ostrarse agra­
decidos a Cide Hamete, su autor prim ero, p o r la cu­
1 G. L. Stagg, «E l sabio Cide Hamete Venengeli», BHS,
X X X III (1956), 2E1 y sigs.

325
riosidad que tuvo en. contarnos las sem inim as d e ella,
sin d ejar cosa, p or menuda que fuese, que no la sa­
case a luz distintamente. Pinta lo s pensam ientos, des­
cu bre las imaginaciones, responde a las tácitas, acla­
ra las dudas, resuelve lo s argum entos; finalmente, los
átom os del m ás cu rioso deseo m anifiesta (II, 40).

Pero los pensamientos, imaginaciones e intencio­


nes de cada uno pertenecen a la clase de cosas que
Castelvetro llama en su Poética «cose incerte», co­
sas no susceptibles de comprobación, de las que no
puede decirse que tengan verdad histórica, aunque
constituyan legítimamente una parte de la acción
en las obras poéticas *. Sólo por esta razón las pre­
tensiones de certeza histórica que tiene la narración
de Benengeli son fabulosos desatinos. Los cronistas
no pueden conocer los pensamientos más escondi­
dos de sus personajes (a menos, por supuesto, que
sean también magos).
Benengeli el mago es también Benengeli el poe­
ta. Pero ignorar su otro título porque no esté es­
cribiendo verdadera historia sería una equivoca­
ción. Las persistentes alusiones a la historia en el
Quijote son quizá caprichosas, pero no contuma­
ces. Dirigen la atención hacia el substrato de reali­
dad histórica en que debía fundamentarse lo que
«podía ser» en la imaginación. Como cronista, aun­
que sea un cronista poco digno de crédito, Benen­
geli está obligado a respetar la verdad histórica.
Como mago, conoce las cosas ocultas de las que
la historia no puede dar testimonio, cosas que per­
tenecen al dominio de la poesía. Por eso opera en
un terreno que abarca a ambas, a la historia y a la
poesía. En otras palabras: Benengeli está represen­
tando al novelista, que es en parte historiador y
en parte poeta. Ya hemos visto que el tratamiento
que Cervantes da a la historia y a la ficción en el
Quijote nos lleva a la misma conclusión. Al presen­
tar a Benengeli como un historiador, Cervantes res­
1 Castelvetro, o p . cit., págs. 208-10.

326
peta el compromiso que el novelista adquiere res-
pëcto a la historia. Al desacreditarle diciendo que
es moro, pone de manifiesto que la novela no narra
hechos que deban ser creídos al pie de la letra. Al
tratarle como encantador, reconoce que el novelis­
ta tiene derecho a operar en regiones extrahistóri-
cas. Cervantes nos hace darnos cuenta de cuál es
la naturaleza de la verdad novelística y del carác­
ter ficticio de la novela.
De esta manera, el antiguo artificio, al ser paro­
diado por Cervantes, es mucho más que un artifi­
cio. Le permite satisfacer una necesidad de su tem­
peramento: la de criticar su propia invención y al
mismo tiempo desviar las posibles críticas hacien­
do recaer la responsabilidad, humorísticamente, en
ese «galgo de su autor», el único que debe ser cen­
surado si la historia carece de algo que debiera te-
riér (I, 9). Como sugiere esta advertencia, ni siquie­
ra la narración de Cide Hamete es exhaustiva. Tan
sólo es uno de los libros que el Quijote contiene.

3. El «Quijote» de Avellaneda
V álam e Dios, y c o n cuánta gana debes
de estar esperando ahora, lector ilustre, o
quier plebeyo, este p rólog o, creyendo ha-
llar en él venganzas, riñas y vituperios del
autor del segundo D on Q uijote, digo, de
aquel que dicen que se engendró en Tor-
desillas y n a ció en Tarragona.
C ervantes, Don Quijote, II

La respuesta de Cervantes al insolente autor que


se ocultaba bajo el pseudónimo de Avellaneda toma
distintas formas. Replica en los mismos términos
a los insultos personales de éste y toma represalias
a su vez, lo cual es bastante comprensible si cón-
327
sideramos la agresividad de la provocación. Trata
específicamente uno o dós temas, como el comen­
tario de Avellaneda sobre la naturaleza de las No­
velas ejemplares1 y el supuesto ataque a Lope de
Vega. El resto lo constituyen críticas del libro de
Avellaneda de muy distinta índole. Muchas de estas
críticas están escritas en forma de alusiones inju­
riosas que no pueden considerarse como juicios me­
ditados. La culminación de todas ellas se encuentra
en el capítulo 70 de la segunda parte, en que Alti-
sidora describe su quevedesca visita al infierno,
donde incluso los diablos encuentran el libro de­
masiado malo para usarlo como proyectil al jugar a
la pelota.
Hay muy pocas críticas detalladas y específicas.
Las tres observaciones hechas por Don Quijote en
II, 59, cuando por vez primera oye hablar del li­
bro y le echa una ojeada, no merecen ser tenidas
en cuenta desde el punto de vista de la crítica lite­
raria, si bien son interesantes por otras razones. El
comentario que hace uno de los dos caballeros que
están en la venta introduce una significativa com­
plicación. Las justas de Zaragoza, dice Don Juan,
tuvieron lugar «en una sortija falta de invención,
pobre de letras, pobrísima de libreas, aunque rica
de simplicidades» (II, 59)2. ¿Significa esto una va­
loración de tipo literario, o se está criticando sim­
plemente la organización de un torneo auténtico?
Ello depende de que Cervantes acepte el libro de
Avellaneda como ficción o como realidad. Cervan­
tes mismo trata de esta continuación espúrea en su
1 Cervantes da las gracias a A vellaneda por haber dicho que
eran buenas, aunque más satíricas que ejemplares, y replica
que no podían haber sido buenas si no hubieran tenido un poco
de todo (DQ, II, pról.; IV, 31-32). L o cual implica que en una
colección de novelas es deseable la variedad. Cf. Lope , El desdi­
chado por la honra, pág. 14.
2 Cf. lo que dice C astiglione acerca de las cosas que son
necesarias en tales ocasiones: «e porrá cura d’aver cavallo con
vaghi guamimenti, abiti ben intesi, motti appropriati ed inven-
zioni ingeniose» (op. cit., pág. 150).

328
propia y genuina segunda parte, considerando el
libro desde estos dos niveles: cómo una obra de fic­
ción literaria, según el punto de vista suyo y del
lector, y como un «hecho» que debe ser probado o
refutado, en lo que se refiere a Don Quijote y
Sancho.
Para Cervantes, el mérito supremo de una obra
de ficción reside en su verdad poética. El problema
fundamental en este caso es el de la verdad de la
obra. Aquí, como en otros lugares, la palabra «ver­
dad» tiene dos posibles significados: verdad histó­
rica para Don Quijote y para Sancho, verdad poéti­
ca para Cervantes y el lector. De este modo, la
cuestión de la «realidad» de los acontecimientos
que se sucedeft en la continuación de Avellaneda es
la misma que la de su valor literario. Rechazar la
primera supone rechazar también la segunda. El
caso es sustancialmente el mismo que el de las no­
velas de caballerías, a cuyos héroes se propone
eclipsar Don Quijote: su realidad histórica (dentro
de la ficción) equivale a. su mayor verdad poética
(tal y como la ve el lector). Sólo que esta vez el
asunto exige una mayor urgencia, ya que queda por
probar la falsedad de la historia de Avellaneda. Cer­
vantes deja a sus dos héroes la tarea de destruir a
Avellaneda. De este modo, su mayor crítica yace
permanentemente- sepultada entre las páginas del
Quijote. Por eso pudo muy bien mostrarse mesu­
rado en el prólogo.
Inesperadamente, Avellaneda ha proporcionado
a Cervantes la oportunidad de dar un nuevo sesgo
al problema de la historia y la ficción y convertir
una materia crítica en materia novelística. De he­
cho, Cervantes aprovecha tan bien la irrupción de
Avellaneda en sus dominios, que casi se podría pen­
sar que si la continuación espúrea no hubiera exis­
tido, habría tenido que inventarla. Sin embargo, to­
do ello constituye una especie de juego literario,
como lo era el artificio de Benengeli, y Cervantes,

329
herido por la rudeza de su imitador y ofendido por
su torpe imitación, lo lleva aún más lejos de lo ne­
cesario. La mixtificación cómica final no basta para
disfrazar su enojo ni deja de ser por ello un exa­
men crítico.
La crítica literaria más importante está expresa­
da, directa o indirectamente, de tres maneras estre­
chamente relacionadas entre sí. Avellaneda, como
se recordará, es semejante a Orbaneja, que pinta­
ba «lo que saliere» (II, 71). Cuando se trae a co­
lación su libro, se hace la observación de que las
historias fingidas son buenas y deleitables en la me­
dida en que son verdaderas o lo aparentan (II, 62).
Y se nos dice que si la historia «fuere buena, fiel
y verdadera, tendrá siglos de vida, pero si fuere
mala, de su parto a la sepultura no será muy largo
el camino» (II, 70). En una palabra: el libro es ar­
tísticamente malo, carece de verdad poética y no
perdurará.
Es lógico que todos estos comentarios literarios
provengan del verdadero y poético Don Quijote;
pero desde su punto de vista, el hecho fundamen­
tal que hay que establecer es que la historia es es­
púrea. En estas circunstancias, el grado de objeti­
vidad a que llega Cervantes es notable. Hay real­
mente una cierta similitud irónica entre la manera
en que Don Quijote y Sancho tratan ahora a Ave­
llaneda y la manera en que han tratado a Benen­
geli en el capítulo 3. Las objeciones a algunos pun­
tos concretos son parecidas en uno y otro caso. Ni
el autor veraz ni el falso son tratados con mucha
indulgencia por los héroes. A ambos se les com­
para con Orbaneja (II, 3, 71). Don Quijote asegu­
ra que no le importa quién sea el que vaya, a retra­
tarle, con tal de que no le maltraten (II, 59).
Nada de lo que Avellaneda cuenta les ha sucedi­
do a los verdaderos héroes. Cabe preguntar dos co­
sas: ¿Sucedió de alguna manera? En caso afirmati­
vo —y ésta es una pregunta muy perturbadora—,
330
- ¿a quiénes sucedió? La reacción normal de Don Qui­
jote y Sancho es considerar a Avellaneda un embus­
tero. Pero Cervantes no deja la cosa aquí. A partir
del capítulo 59, los héroes van a vivir acosados por
la posibilidad de que unos impostores, reflejo irri­
sorio de ellos mismos, se hallen en libertad. Uno
de los más misteriosos problemas de todo el libro,
el de la identidad personal, se convierte desde aho­
ra en problema de primordial importancia para
Don Quijote y Sancho. No sólo han tenido que lu­
char con falsos caballeros, Merlines espúreos, due­
ñas fingidas, galeotes disfrazados de titiriteros, la­
cayos que hacen de adalides y Dulcineas transfor­
madas y encantadas, sino que ahora tienen que ha­
cerlo con verdaderos simulacros de ellos mismos.
Don Quijote, el gran actor de papeles románticos,
se encuentra con que alguien ha estado represen­
tando el papel de Don Quijote. Su identidad ha sido
desafiada, su fama amenazada. Es difícil imaginar
nada más penoso para nuestro caballero. Ningún
encantador malévolo podría haber asestado un gol­
pe más duro en su amor propio.
Aunque no sean más que débiles insinuaciones,
existen, sin embargo, curiosas anticipaciones de la
situación que se plantea, ya avanzado el libro, a
partir del momento en que los héroes tienen noticia
por primera vez de sus rivales. Don Quijote había
temido ya la existencia de otro impostor en una
ocasión. El Caballero del Bosque proclama haber
vencido anteriormente, en singular batalla, a un tal
Don Quijote. Nuestro hidalgo, al vencerle a él, le
conjura a «confesar y creer» que aquel otro caba­
llero «no fue ni pudo ser Don Quijote de la Mancha,
sino otro que se le parecía» (II, 14). Y Sancho se
presenta a la Duquesa de esta extraña manera:
y aquel escudero suyo que anda, o d eb e andar, en
la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo,
si n o es que m e trocaron en la cuna; quiero decir,
que m e trocaron en la estam pa (II, 30).

331
Quizá, como algunos críticos han sospechado, Cer­
vantes ya había oído hablar del Quijote de Avella­
neda antes de escribir el capítulo 59. Quizá estas
«premoniciones» se deban a cambios y retoques
posteriores del propio autor. Pero también es pro­
bable que ninguna de las dos cosas sea cierta y que
estos pasajes muestren simplemente la habilidad
con que Cervantes supo integrar en la segunda par­
te dél Quijote la crítica del libro de Avellaneda, con­
siguiendo con ello una brillante variación en los
temas que ya contenía la novela.
Debemos señalar algunas diferencias fundamenta­
les. El verdadero Don Quijote, como él mismo in­
forma vehementemente a Don Juan y a Don Jeró­
nimo, no está ya desenamorado de Dulcinea (II, 59).
Tampoco es cierto que el verdadero Sancho sea soez
y nada gracioso, ni que sea glotón o borracho, co­
mo el de Avellaneda (II, 59, 62). Más de una vez se
esfuerzan por poner en claro quiénes son en reali­
dad. Y al menos tienen la satisfacción de ver que
aquellas personas con quienes se encuentran nun­
ca lo ponen en duda; lo cual es un homenaje que,
indirectamente, Cervantes rinde a su propia y su­
perior fuerza creadora. Don Quijote es aceptado in­
mediatamente por los caballeros que hay en la po­
sada, e igualmente es recibido en Barcelona como
el verdadero, y no el falso, Don Quijote (II, 61).
El hecho de que la obra de Avellaneda no sea
desechada simplemente como falsa se debe en gran
parte, según creo, a que Cervantes piensa que in­
cluso la mala literatura puede ejercer una gran in­
fluencia en la vida real. A pesar de su poca calidad,
el falso Quijote es un hecho histórico con el que
hay que contar: aunque sus protagonistas no sean
verdaderos, el libro existe y ha sido leído por milla­
res de personas. Su existencia es un hecho total­
mente ajeno a su propia ficción, pero íntimamente
relacionado con ella. Así, el libro de Avellaneda in­
tervendrá en la segunda parte de la obra de Cervan-
332
tes de la misma manera en que ha intervenido en
ella la primera parte. La verdadera primera parte y
la falsa segunda parte adquieren la misma impor­
tancia que habían tenido, en los capítulos anterio­
res, la historia verdadera y las narraciones caballe­
rescas falsas, respectivamente. La irrupción del Qui­
jote de Avellaneda es especialmente dramática, por­
que el curso de la narración y las fortunas del Ca­
ballero se alteran decisivamente cuando éste decide
cambiar sus planes y rehúsa pasar por Zaragoza,
según se nos aclara, simplemente para dar un men­
tís al autor rival (II, 60).
Las cosas no llegan a su punto culminante hasta
el encuentro con Don Alvaro Tarfe. Hasta el capítu­
lo 72 no ha habido confirmación de que los pseudo-
héroes fueran otra cosa que malévolas invenciones,
No es que en ese capítulo se pruebe su existencia,
pero la aparición en él de uno de los personajes
del libro de Avellaneda introduce realmente una
complicación, por no decir una confusión, que hu­
biera sido mejor evitar. El amigo del falso Don
Quijote, al menos a partir de este momento, «exis­
te» como existen los verdaderos Don Quijote y San­
cho. No hay duda de que Cervantes pensó que la
satisfacción de hacer que uno de los personajes de
Avellaneda rindiera homenaje a sus propios y su­
periores protagonistas y renegara de los de su crea­
dor bien merecía sacrificar un poco las exigencias
de la lógica y la verosimilitud, Váyase lo uno por
lo otro.
El problema conduce directamente a la identifi­
cación de los héroes. Don Alvaro no tarda en ad­
mitir la completa diversidad entre los que ahora
conoce y los que conoció entonces. Como ya se ha
señalado, el único criterio que le lleva a decidirse
por los verdaderos Don Quijote y Sancho y a con­
siderarlos como los héroes genuinos es un criterio
estéticoLos verdaderos protagonistas convencen;
1 G erhardt, «Don Quijote»: La vie et les livres, pág. 38.

333
los falsos Don Quijote y Sancho no convencen.
¿Quiénes eran entonces? Cervantes no proporciona
otra respuesta mejor a esta inevitable pregunta que
la de decirnos que necesariamente han de ser obra,
de los encantadores, especie de personajes quijotes­
cos a quienes se pueden achacar todos los males.
El mismo Don Alvaro de Tarfe propone esta solu­
ción. Ha sido victima de alguna poderosa especie
de alucinación mágica. Esta solución resulta clara­
mente insatisfactoria. Con la sola excepción de Be­
nengeli, de todos los demás encantadores que apa­
recen en el Quijote puede darse una explicación ló­
gica que los justifique. Lo más que se puede decir es
que, al menos, hay aquí una cierta analogía: el Qui­
jote de Avellaneda también queda «fuera» de la his­
toria narrada. Puesto que el libro, valga lo que val­
ga, existe sin lugar a dudas, se puede, en consecuen­
cia aunque no sea estrictamente honesto, censurar
a su autor por cualquier confusión a que dé lugar.
Los héroes verdaderos cuentan ahora con un tes­
tigo vital que los defienda. Piden al amigo y patro­
cinador del falso Don Quijote una solemne declara­
ción, legalmente redactada y ratificada delante del
alcalde del lugar, de que sólo ellos son los verdade­
ros Don Quijote y Sancho. Ello se lleva a cabo de­
bidamente,
con lo que quedaron d on Q uijote y Sancho m uy ale­
gres, c o m o si les im portara m u ch o sem ejante d ecla ­
ración y n o m ostrara cla ro la diferencia d e lo s d os
d o n Q uijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus
palabras (II, 72).

El público lector no necesita tal declaración. La


disparidad artística entre las dos parejas de prota­
gonistas es suficiente. Pero los héroes sí la necesi­
tan, para quedarse tranquilos. De todos modos, es
lo único que ellos pueden hacer para acabar con los
fantasmas de Avellaneda.
La obra de Avellaneda, más que ninguna otra co-
334
sa, es lo que lleva a Cervantes a reclamar, de esta
manera indirecta, los derechos de propiedad de la
historia de Don Quijote. Así, Don Juan habría que­
rido que se ordenara, si fuera posible, que nadie
excepto Cide Hamete se atreviese a escribir acerca
del gran Don Quijote (II, 59). La reclamación de
Cervantes queda reforzada en el último capítulo, y
se toma otra precaución legal cuando el Cura pide
al escribano que testifique la muerte de Don Qui­
jote para evitar que algún otro autor le resucite fal­
samente y haga inacabables historias de sus haza­
ñas. Hay que evitar que se escriban otras continua­
ciones mediocres.
Aunque las represalias de Cervantes contra su ri­
val toman una forma no común, había existido, sin
embargo, un caso análogo no muchos años antes.
El paralelo no es exacto, pero es demasiado próxi­
mo para que lo pasemos por alto. Mateo Alemán
había visto anticipada su continuación del Guzmán
de Alfarache por la de un tal Juan Martí, que es­
cribía bajo el nombre de Mateo Luján de Sayave-
dra *. En el libro segundo de su propia segunda par­
te (1604), Alemán presenta al ratero Sayavedra co­
mo el hermano de Martí, asociándolos estrechamen­
te. Mateo Alemán le despacha con pocas palabras.
Le presenta como un embustero, que roba a Guz­
mán y acaba convirtiéndose, adecuadamente, en su
criado, ya que es evidente que no posee la capaci­
dad de éste ni tiene la industria suficiente para ser
un picaro. Sayavedra acaba volviéndose loco du­
rante la travesía de Italia a España, anda de un
lado a otro gritando «Yo soy la sombra de Guzmán
de Alfarache» y, por último, salta por la borda y se
ahoga2.

1 La teoría, expuesta por P. üroussac, de que A vellaneda era


M artí fue eficazmente desautorizada por A. M orel-Fatio , «Le
Don Quichotte, d’ÁvelIaneda», BH v. (1903).
2 M. A lemán , Guzmán de Alfarache, II, en La novela picaresca
española, ed. A. Valbuena Prat (Madrid, 1946), páginas 491-92.

335
En el celo con que Alemán y Cervantes defienden
sus propias creaciones se advierte, además de una
reacción personal ante la ofensa, el sello del cambio
de los tiempos. Este celo es análogo a la preocupa­
ción obsesiva de Tasso por su Gerusalemme libe-
rata y al énfasis con que Montaigne llegaba a iden­
tificarse a sí mismo con sus Essais. Es cierto que
en España, a principios del siglo xvn, apenas se pen­
saba que él autor pudiera tener un especial dere­
cho de propiedad sobre sus obras; pero el nuevo
individualismo artístico se iba sobreponiendo gra­
dualmente al carácter comunitario y anónimo que
toda aproximación al arte y la literatura había te­
nido durante la Edad Media. Es significativo que
Avellaneda creyera necesario recordar a los lecto­
res que el hecho de que su continuación de la pri­
mera parte del Quijote no la hubiera escrito el
primitivo autor tenía ya precedentes K Este crecien­
te sentido de la individualidad del escritor iba acom­
pañado de un mayor reconocimiento de la partici­
pación del lector o el auditorio en una obra. Am­
bas nociones fueron muy importantes en la histo­
ria de las ideas literarias. Ambas son bien visibles
en Cervantes, el cual consideraba su novela como
una creación personal, y como tal le imprimía un
sello particular.
Estaba seguro de que su «verdadero» Don Qui­
jote tenía una existencia poética de la que carecían
tanto los increíbles héroes caballerescos como el
protagonista de la infortunada parodia de Avella­
neda, «que quiso ser él, y no acertó a serlo» (Co­
medias, dedic.). Al mundo de Don Quijote y San­
cho, con sus personajes reales y llenos de vida.como
el Cura o Maritornes, sus personajes semiliterarios
1 «...sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente
autor esta «Segunda parte», pues no es nuevo el proseguir una
historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores
de Angélica y de sus sucesos? Las Arcadias, diferentes las han
escrito; la Diana no es toda de una mano» (op. cit. pról., pá­
gina 13).

336
como Grisdstomo y Marcela, su quimérica Dulcinea,
los fabulosos Amadises y Belianises, y su periférico
narrador Benengeli, él añadió dos nuevas, y fantas­
magóricas figuras, que se mueven de una manera
incierta, pero fatal, entre la ficción y la realidad.
Considerada tan sólo como crítica la acusación que
hace Cervantes a la obra de su imitador es de escasa
importancia. Pero la forma en que suele hacer esta
acusación resulta significativa. El peso de la misma
reside en el hecho de que el Quijote de Avellaneda
es artísticamente malo y carece de verdad poética;
los dos héroes cervantinos son poéticamente verda­
deros y, por consiguiente, «existen»; los de Avella­
neda no lo son y, en consecuencia no existen real­
mente, aunque, como los hechizos de un nigroman­
te, puedan aparentarlo. Considerada como un mis­
terio cómico, la idea resulta menos acertada que la
de Cide Hamete, aunque temáticamente no podía
estar mejor integrada en la novela. Quizá no sea una
crítica meditada y serena, pero era la más seria que
él supo hacer y, comparando el libro de Avellaneda
—pues es inevitable hacerlo— con su propia obra,
resulta justificada.
Nos hemos referido en este capítulo a tres ver­
siones diferentes de la historia de Don Quijote: la
versión idealizada que hace el propio caballero, la
historia de Benengeli y la versión de Avellaneda,
que queda rechazada en el libro. Estas tres versio­
nes bastan para sugerir al lector del Quijote la po­
sible existencia de otras aproximaciones al tema por
parte del autor; pues de hecho hay en potencia un
infinito número de versiones, interpretaciones y
puntos de vista. Están englobadas en el Quijote me­
diante alusiones o deducciones, todas las posibles
versiones parciales de la historia de Don Quijote.
No tendría sentido especular acerca de cuál de es­
tas versiones es la más acertada o la más completa,
puesto que el objeto de todas ellas es producto de
337
una invención. Pero Cervantes ha conseguido que
su invención parezca independiente de todas las ver­
siones, utilizando el sencillo artificio de llamar la
atención discretamente sobre la variedad de las po­
sibles interpretaciones. Hay en la literatura pocos
personajes como los cervantinos; que éstos estén
tan llenos de vida y sean tan reales y al mismo
tiempo tan evasivos se debe al hecho de que Cer­
vantes, como parte integrante de la representación,
recurre en ocasiones a otros puntos de vista distin­
tos de los del narrador inmediato y nos los recuer­
da repetidamente. «Mirad, Sancho —dijo la Duque­
sa—, que por un ladito no se ve el todo de lo que se
mira» (II, 41).
El mejor método para conseguir ver un objeto
en su totalidad y a un mismo tiempo es colocar es­
pejos que reflejen los lados ocultos a la vista. Me­
diante un procedimiento literario equivalente, se
alcanza en el Quijote una nueva dimensión. Los
pintores del Renacimiento italiano sabían que la
imagen reflejada en el espejo produce, curiosamen­
te, un mayor efecto de realidad; Velázquez también
lo sabía. Y Cervantes, estuviera o no al corriente de
dicho fenómeno físico, consiguió también este efec­
to. El Quijote es una especie de truco de ilusionista
(por algo Benengeli es un mago). Entre los reflejos
.de reflejos (de los que hablaba Piccolomini), -la
realidad y la ilusión se hacen indiscernibles (¿o aca­
so se distinguen?), pero, como en los buenos jue­
gos de manos, el hecho de que sepamos que todo es
ilusorio no destruye el efecto, sino que lo aumenta.

338
CONCLUSION

La teoría de la novela que hemos reconstruido


en las paginas precedentes a partir de las observa­
ciones críticas de Cervantes o deduciéndola, cuando
ha sido necesario, de su aplicación práctica de los
principios poéticos entonces en boga, es una teoría
amplia, pero no exhaustiva; coherente, pero no
siempre consecuente consigo misma. Adolece de fal­
ta de conclusiones. Nos defrauda también su silen­
cio acerca de gran parte de los rasgos más sobresa­
lientes de su propio arte. Apenas dice nada sobre
la naturaleza de lo cómico (tema que El Pinciano
había tratado con bastante amplitud) ni sobre las
particulares exigencias del cuentb, y tampoco ex­
plica los procesos que dieron por resultado la crea­
ción del Quijote. Pocas cosas nos ofrecen sus direc­
tas manifestaciones teóricas que puedan aplicarse
a esta novela (aunque algunas de esas manifestacio­
nes, tales como su definición del episodio en la se­
gunda parte, son de gran interés para este tema).
Pero lo cierto es que nada de lo que hubiera podido
decir sobre la naturaleza de la prosa novelística del
siglo XVI constituye una declaración tan elocuente
como lo es su propia novela, que narra la historia
de un hombre que trató de transformar en vida lo
que era ficción. Esta metamorfosis de la crítica en
invención imaginativa representa el triunfo final del
instinto creador de Cervantes sobre su instinto
crítico.
339
Considerado sólo como teórico de la literatura, no
puede parangonarse con Tasso, por ejemplo; pero
fue uno de los primeros escritores europeos —quizá
el primero— que tuvo una teoría de la novela de
considerable importancia. Su contribución más ori­
ginal al tema, a la que nos referiremos en seguida,
tomó la forma de un resultado, pero fue un resul­
tado de importancia capital. Además, algunas de sus
observaciones críticas, aun no siendo del todo origi­
nales, adquirieron dentro de su teoría una significa­
ción que no habían tenido hasta entonces: así ocu­
rre, por ejemplo, con sus opiniones sobre los dis­
parates deliberados, sobre el uso de las hipérboles
poéticas y sobre la forma en que actuaba la vero­
similitud.
Los teóricos contemporáneos, lo mismo que Cer­
vantes, estaban muy interesados en conciliar los
principios literarios en pugna. En la propia teoría
cervantina se evidencian muy claramente las exigen­
cias dispares del arte y la naturaleza, de la origina­
lidad y là imitación de modelos literarios, del pú­
blico ilustrado y el vulgo, de la instrucción y el en­
tretenimiento, de la unidad y la variedad, del arti­
ficio y la sencillez, de la admiración y la verosimili­
tud. La mayor parte de estos temas traían consigo
otros problemas inmediatos, que él, como novelis­
ta, tenía que resolver. Quizá el más importante de
todos fuera el tema del arte y la naturaleza (que
implicaba el doble problema de someter el talento
creador a una disciplina crítica y conseguir una
obra de arte utilizando la vida como materia prima).
Las reglas y principios formulados en las poéticas
del siglo XVI cambiaron poco en los dos siglos si­
guientes, pero la actitud frente a ellas fue modifi­
cándose lentamente. Como nos recuerda Spingam,
«la historia de esa actitud es la historia de la crí­
tica durante los siglos xvn y x v iii » K La mayoría de
1 J. K. S pingarn, «The Origins of Modem Criticism», MPh,
I (1904), 493.

340
aquellos principios siguieron siendo considerados
como absolutos, pero de hecho la crítica literaria,
incluso en tiempos de Cervantes, se fue haciendo
cada vez más relativista. (La influencia dominante
del «gusto» —expresión de las distintas normas par­
ticulares de un público selecto, enmascarada bajo
la apariencia de una norma de validez universal—
en las ideas literarias del siglo xvm, era sintomáti­
ca de la crisis inminente de la teoría neoclásica.)
Es una característica especial de la teoría cervanti­
na de la novela el amplio enfoque que éste da a su
crítica, mediante el cual autor y lector quedan me­
jor encuadrados en ella. Este enfoque está implí­
cito en sus opiniones sobre los disparates delibe­
rados y sobre la forma en que actúa la verosimili­
tud, y es evidente en sus observaciones sobre la di­
versidad de las reacciones de 1os lectores ante
las novelas de caballerías. Poco a poco las obras
literarias empezaban a ser juzgadas más por las
reacciones del lector que según un concepto abs­
tracto de género literario. En el siglo xvi, el inte­
rés por los efectos que la literatura pudiera produ­
cir en el público vino a influir grandemente en esta
evolución.
El problema central que se planteaba en las poé­
ticas de la segunda mitad de este siglo era el de la
relación entre poesía e historia. Pero lo que más
claramente se desprende de la versión imaginativa
que Cervantes da a esta cuestión en el Quijote es
que dicho problema trascendía con mucho los lími­
tes de la teoría crítica y pertenecía propiamente a la
filosofía. En el siglo xvn, efectivamente, la natura­
leza de la verdad y la ficción llegó a ser el objeto
primordial de la investigación filosófica.
La aptitud para la objetividad irónica que Cer­
vantes manifiesta se debe en gran parte a su pe­
netrante conocimiento del enigma que esta relación
encierra y también a su convicción de que el escri­
tor tiene que tener un propósito racional al escribir
341
sus obras. La mayor crítica que Cervantes hace de
los autores de libros de caballerías es acusarles de
no ser enteramente conscientes de lo que están
realizando en sus propias ficciones. Sus mismas no­
velas están también llenas de incertidumbres, pero,
a diferencia de los otros autores, él se muestra mu­
cho más consciente de esas incertidumbres. Para
llegar a tener esta consciencia de lo que está reali­
zando en su obra, el escritor debe ser capaz de man­
tenerse a cierta distancia de la misma, para obser­
varla como un espectador desinteresado e incluso
observarse a sí mismo en el momento de escribir.
Cuando Cervantes en el Quijote —como Velázquez
en Las Meninas— se sitúa mentalmente fuera de sí
mismo y considera desde allí la obra que está rea­
lizando, para a continuación ubicar toda la escena
—artista, obra, público, todo— en dicha obra, lleva
a cabo, de una manera artística, un acto de objeti­
vidad mental que es característico del pensamiento
europeo de aquellos años de alrededor de 1600. Un
acto análogo, «ensayado» años antes por Montaig­
ne, daría origen al primer axioma de la filosofía
de Descartes.
En la ficción de Cervantes, la coexistencia de dos
mundos claramente distintos refleja la potencial di­
versidad que existe entre los dos aspectos de la,ve­
rosimilitud: lo ideal y lo posible. Al lector moder­
no le puede parecer desconcertante que estos dos
mundos coexistan, sin integrarse, en el ámbito de
una única narración como La ilustre fregona. En
uno de ellos, la vida está recortada, perfeccionada
y, como si dijéramos, organizada de antemano de
acuerdo con un modelo ideal; en el otro se represen­
ta la vida en el contexto de la más usual experien­
cia diaria. La diferencia entre ambos mundos es,
sólo en parte, expresión de la doctrina tradicional
de los estilos que, como ya hemos visto, era obser­
vada por Cervantes sólo en algunos aspectos, si
bien es cierto que esta doctrina complicaba grande-
342
mente las cosas. Realmente, la diferencia entre am­
bos corresponde a la diferencia entre el Quijote y
el Persiles, y no fue casual que en la primera de
estas obras Cervantes alterara completamente las
normas estilísticas y encontrara al mismo tiempo la
relación más armónica que jamás consiguió entre lo
poéticamente ideal y lo históricamente posible. En
el Persiles, Cervantes deriva hacia lo poéticamente
ideal, anulando el modo de relación que había esta­
blecido en su obra anterior.
La primera parte del Quijote apareció el mismo
año en que Bacon publicaba The Advancement of
Learning y en que Kepler acababa de terminar su
Astronomia nova. En tiempos de Cervantes, el acon­
tecimiento que había de tener más importantes con­
secuencias era el nacimiento de la ciencia, y la ca­
racterística predominante del pensamiento europeo
en los primeros años del siglo xvn fue su ambiva­
lencia ideológica. El universo medieval comenzaba
a .declinar; su centro había sido desplazado y ahora
giraba alrededor del sol. Pero el modelo mecánico
de Newton todavía no había reemplazado al antiguo
esquema ideal. Las viejas teorías sobre el mundo
eran esencialmente poéticas; aquellas otras que co­
menzaban a insinuarse eran esencialmente científi­
cas. Las oscilaciones de Cervantes entre sus dos
mundos de ficción reflejan en cierto sentido la am­
bigüedad que existía frente a estas dos concepcio­
nes del mundo. El pensamiento español del si­
glo XVII, en líneas generales, derivó rápidamente
hacia una postura rígida, aunque decorativa, de ad­
hesión a las viejas ideas. Quizá el Persiles y Sigis-
munda represente la decisión final de Cervantes de
unir firmemente la novela a la poesía, porque lo
más importante era la verdad poética, y la grande­
za de la épica ejercía una poderosa atracción. Pero
si tenemos en cuenta su repugnancia a tomar deci­
siones finales y la manera en que se aferra a la
verdad histórica incluso en esta novela, podemos
343
llegar a una conclusión más plausible: la de que,
como muchos enigmáticos autores de la época isa-
belina, Cervantes obedecía simplemente al mismo
impulso que había conducido a Kepler, un cientí­
fico, a continuar su revolucionaria Astronomia nova
con el De harmonice mundi, libro que (a excepción
de la tercera ley del movimiento de los planetas) es,
desde el punto de vista científico, un cuento fantás­
tico claramente idealista.
La principal contribución de Cervantes a la teo­
ría de la novela fue un producto, nunca formulado
rigurosamente, de su método imaginativo y crítico
a un tiempo. Consistía en la afirmación, apenas ex­
plícita de que la novela debe surgir del material his­
tórico de la experiencia diaria* por mucho que se
remonte a las maravillosas alturas de la poesía.
Aunque el novelista sólo podía ser veraz a la ma­
nera en que lo era el poeta, necesitaba conocer la
historia en mayor medida que el poeta. Lo cual,
más que una mera repetición del dogma de la vero-
similitud, era el esbozo de una importante —y casi
indispensable— función de la novela moderna: la
de dar una idea de lo que Hazlitt llamó «la trama
y la estructura de la sociedad como realmente es».
Es aquí donde se produce la divergencia entre no­
vela y poesía.
De esta manera, Cervantes situó la nóvela más
allá del concepto de prosa épica, que, aunque conti­
nuaba siendo la mayor garantía de honorabilidad
para el género novelístico, no era de mucha utili­
dad ni siquiera cuando se le amañaba según el gus­
to popular. Todo ello condujo, por ley natural a la
desaparición de los libros de caballerías. Sólo como
épica burlesca, en manos de Fielding (precedido
siempre por el ejemplo del Quijote), logró tener
una continuidad literaria la noción de prosa épica.
La eficaz revisión que Cervantes hizo de este con­
cepto tuvo su origen en su interés humanístico por
la inviolabilidad de la verdad histórica, que ni si­
344
quiera la justificación aristotélica de la ficción poé­
tica había logrado destruir. De este mismo interés
habían surgido los métodos de la moderna investi­
gación científica, y aunque el ambiente ideológico
en que éstos florecieron fue, a la larga, pernicioso
para la poesía, no sucedió lo mismo con la novela.
Bargagli había insinuado que lo sobrenatural estaba
fuera de lugar en la novella, aunque no sucediera
lo mismo en la épica. Pero la novela moderna debe
a Cervantes más que a ningún otro autor la revi­
sión del concepto de prosa épica, aunque esta revi­
sión haya que atribuirla más a su ejemplo que a sus
preceptos y aunque el mismo Cervantes sólo lle­
gara a intuir las implicaciones de dicha revisión.
Los problemas de la verdad y la ficción, la reali­
dad y la ilusión, que preocuparon al siglo xvn como
preocuparon a Cervantes, eran para él problemas
críticos en uno de sus aspectos. Cervantes supo cap­
tar imaginativamente, más como novelista que como
teórico, todo lo que estos problemas implicaban.
Pero, al ser consciente de que se trataba de proble­
mas críticos, pudo conseguir en el Quijote esa ex­
traordinaria ilusión de experiencia humana que no
es una reducción ni una deformación de esa ex­
periencia humana, sino un esclarecimiento de su
naturaleza.

345
ABREVIATURAS
EMPLEADAS EN EL TEXTO

ACerv Anales Cervantinos. Madrid.


BAE Biblioteca de Autores Españoles. Madrid.
BH Bulletin Hispcmque Bordeaux.
BHS Bulletin of Hispanic Studies. Liverpool.
BRAE Boletín de la Real Academia Española. Madrid.
BSS Bulletin of Spanish Studies. Liverpool.
CL Comparative Literature. Eugene, Oregon.
Clav Clavileño. Madrid.
DQ Don Quijote
HR Hispanic Review. Philadelphia.
MPh Modem Philology. Chicago.
NBAE Nueva Biblioteca de Autores Españoles. Madrid.
NRFH Nueva Revista de Filología Hispánica.México.
RFE Revista de Filología Española. Madrid.
RIEs Revista de Ideas Estéticas Madrid.
RLC Revue de Littérature Comparée. París.
RR Rózname Review. New York.
SRen Studies in the Renaissance. New York.
UISLL University of Illinois Studies in Language and Li­
terature.
B IB L IO G R A F IA

Lo que sigue aquí no es una lista completa de las obras con­


sultadas, sino sólo de aquellas que se citan o a las que se hace
referencia en este estudio. Las obras anónimas se ordenan según
el título de las mismas. Los prefacios que no han sido escritos
por el propio autor del libro en que aparecen se incluyen bajo
el nombre del que los escribió.

A lberti, L eon B attista, véase V enegas de B usto.


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novela picaresca española. Madrid, 1946.
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ticos. Madrid, 1953.
— V éase O rdóñez das S eijas y T ovar.
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359
ESTE LIBRO SE TERM INO DE IMPRIMIR
EN EL MES DE NOVIEMBRE DE 1981
EN LOS TALLERES GRAFICOS EMA
MIGUEL YUSTE, 37
M ADRID-17

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