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DE LA NOVELA
EN CERVANTES
E. C. RILEY
TEORIA DE LA NOVELA
EN
CERVANTES
Versión castellana
de
Carlo s S ahagún
taurus
Título original: Cervantes’s Theory of the Novel
© Oxford University Press, 1962
Cubierta
de
M anuel R u iz An g eles
P r e f a c i o ................................................................................................................. 9
I. I n t r o d u c c ió n ................................... ................................................... 15
1. Cervantes y la teoría literariade su tiem po......... 15
2. El arte y las reglas............................................... 34
3. Cervantes: su conciencia creadora y su instinto
crítico .................................................................... 52
4. Literatura y vida en el Q uijote........................... 65
II. P r im e r o s p r in c ip io s ......................................................................... 87
1. De la épica a la novela......................................... 87
2. EU arte y la naturaleza: la imitaoión y la in
vención .................................................................. 99
3.: La imitación de los modelos........................... ■... 105
4. La formación del escritor :' natura, studium,
exercitatio.............................................................. 114
5. La erudición........................................................... 123
7
V. Lav erd a d de i o s h e c h o s .............................................................. 255
1. La historia y la ficción ......................................... 255
2. La verosimilitud y lo maravilloso ....................... 278
C o n c l u s ió n ........................................................................................................... 339
A b r e v ia t u r a s ........................................................................................................ 347
B ib l i o g r a f ía ........................................................................................................ 349
r>
PREFACIO
t
12
tas; G. Toffanin, La fine dell’umanesimo (Turin,
1920), cap. 15. C. De Loliis, Cervantes reazionario
(Florencia, 1947); Américo Castro, El pensamiento
de Cervantes (Madrid, 1925), cap. I, que es todavía,
posiblemente, la mejor introducción al tema; algu
nas partes de la obra de M. Casella, Cervantes: II
uChisciottei> (Florencia, 1938, 2 vols.); W. C. Atkin
son, «The Enigma of the Persiles», BSS xxiv (1947),
y «Cervantes, El Pinciano and the Novelas ejem
plares», HR XVI (1948); la introducción de A. del
Campo a su edición del Viaje del Parnaso (Madrid,
1948); A. G. de Amezúa, Cervantes, creador de la
novela corta española (Madrid, 1956-58), vol. I, ca
pítulo 8; y el valioso artículo de J.-F. Canavaggio,
«Alonso López Pinciano y la estética literaria de
Cervantes en el Quijote», ACerv vu (1958). El úni
co libro que conozco dedicado exclusivamente a
este asunto es el de S. Salas Garrido, Exposición
de las ideas estéticas de Cervantes (Málaga, 1905),
que ni con la mejor voluntad puede considerarse
como aprovechable.
Gran parte de los estudios críticos que abarcan
todos los aspectos de la obra cervantina, y muchos
de los trabajos menos generales, incluyen alguna
mención de las teorías de Cervantes o tratan de
poner en relación estas últimas con sus escritos.
Se han publicado, además, algunas exposiciones
más o menos sumarias, tales como la de J. A. Ta
mayo, «Ideas estéticas y literarias de Cervantes»,
RIES, VI (1948), y las de R. del Arco, «Estética cer
vantina en el Persiles» (ibid.) y «Las artes y los ar
tistas en la obra cervantina», ibid., VIII, (1950),
por mencionar sólo algunas de las más recientes.
Otros trabajos críticos que no tratan específica
mente de las teorías literarias de Cervantes han
sido particularmente reveladores. Me refiero, en
especial, a los estudios, algunos de los cuales se
citan en este libro, de Ortega y Gasset, Madariaga,
Bataillon, Hatzfeld, Casalduero, Spitzer, A. A. Par-
13
ker, Mia Gerhardt, Levin, Angel del Río, Avalle-
Arce, Duran, y a los últimos ensayos de Castro re
cogidos ahora en Hacia Cervantes (Madrid, 1957).
Han aparecido algunos más desde que esta obra
quedó lista para la imprenta.
La paginación de las obras de Cervantes que doy
en las notas se refiere a las Obras completas edi
tadas por Schevill y Bonilla (Madrid, 1914-41), ex
cepto en el caso del Quijote. Esta obra la cito por
la edición crítica de P. Rodríguez Marín (Madrid,
1947-49), en diez tomos. La ortografía y la puntua
ción de las citas se han modernizado cuando ha
sido necesario. En esta edición española de mi li
bro hay muy pocos cambios. Se han rectificado
unos cuantos errores y omisiones y se han hecho
dos adiciones bibliográficas. He creído necesario
hacer una ligera adaptación, al dirigirme ahora a
lectores cuya lengua materna es la del más grande
novelista del mundo.
E. C. R.
Trinity College, Dublin.
14
I
INTRODUCCION
16
principalmente filológico de El Brócense a las
obras de Garcilaso, publicó su propia edición, con
abundantes notas, en Sevilla, en 1580. Este libro,
obra de un poeta que era al mismo tiempo un eru
dito, a pesar de que el tema tratado en él era bas
tante limitado, marcó la dirección que había de
seguir la teoría poética en España. El Arte poético
de Sánchez de Lima, que se publicó aquel mismo
año en Alcalá de Henares, al lado del trabajo de
Herrera, quedaba completamente anticuado, si
bien llegó a tener un sucesor, muy superior a él y
más inspirado en sus ideas platónicas, en el Cisne
de Apolo, de Carvallo (Medina del Campo, 1602).
El impulso mayor vino de Italia. No fue una ca
sualidad que el acrecentamiento de la conciencia
crítica entre los escritores españoles de las dos úl
timas décadas del siglo xvi (desarrollo que se ma
nifiesta también entre los escritores ingleses del
mismo período) coincidiese con la divulgación de
las doctrinas poéticas aristotélicas que llegaban de
Italia. La Poética, de Aristóteles, era conocida por
los eruditos italianos ya desde comienzos de siglo
y el proceso de unir sus principios a los de Ars
poetica, de Horacio, se había completado ya hacia
1555 *. Pero fue el comentario de Robortelli a esta
obra, publicado en 1548Λ lo que hizo que se multi
plicara abrumadoramente la serie de tratados y
comentarios que transformaron la crítica europea.
Las doctrinas poéticas aristotélicas dieron origen
inmediatamente a una preocupación crítica por los
fines y los medios, que surgió al darse cuenta de
que en esta nueva era de la imprenta y de las
convulsiones religiosas en Europa, la literatura
era, para bien o para mal, una fuerza social po
derosa. Las consideraciones teóricas nunca pren
' M . T . H er rick , The Fusion o) Horatian and Aristotelian lite
rary criticism, UISLL, XXXII (1946).
2 P . R o b o r t e l l i , In librum Aristotelis de Arte Poetica explica
tiones (Florencia, 1548).
17
dieron en los escritores españoles con tanta fuer
za como en los italianos, y aunque hacia 1590 Es
paña se hallaba en estos asuntos con un retraso
de una generación respecto de Italia, su influencia
fue creciendo constantemente en tiempos de Cer
vantes.
Aunque hasta 1626 no se publicó ninguna tra
ducción española de la Poética1, su contenido era
ya-bien conocido bastante antes de esa fecha. He
rrera estaba claramente familiarizado con las doc
trinas de Aristóteles, pero el primero que propagó
estas doctrináis, en una medida comparable a la
que habían conseguido los tratadistas italianos, fue
López Pinciano en su diálogo Filosofía antigua poé
tica (Madrid, 1596). La relativa novedad de la Poé
tica en la España de entonces se refleja en este
libro mediante un comentario del culto don Ga
briel en que afirma que esta obra de Aristóteles
era desconocida para é l2.
El inteligente y lúcido tratado de El Pinciano
ha venido siendo considerado por la mayoría de
los críticos como la fuente principal de la teoría
de Cervantes. Algunos, en especial Toffanin, de
Lollis y Castro, han dado igual o mayor importan
cia a la influencia de los tratadistas italianos. Lo
cierto es, sin embargo, que nadie ha establecido
aún esa fuente con absoluta certeza.
Hay tres dificultades importantes cuando se
quiere precisar de dónde procede la teoría de Cer
vantes. En primer lugar, éste no hace referéncia á
ninguna autoridad, excepto a unos cuantos clási
cos antiguos como Platón, Horacio y Ovidio. En
segundo lugar, faltan en sus libros pasajes exten
sos que seañ transposición, con el mínimo de alte-
1 A. O r d ó ñ e z da s S e i j a s y T o v a r , La Poética de Aristóteles dada
a nuestra lengua castellana (Madrid, 1626).
2 A. L ó p e z P i n c i a n o , Filosofía antigua poética (ed. Madrid,
1953), X, 192. La segunda edición de esta obra se publicó en Vallar
dolid en 1894.
18
raciones, de obras de teoría literaria o de otra cla
se. Pocos pasajes pueden asignarse a una fuente
específica con la seguridad con que las partes de
doctrina neoplatónica contenidas en La Galatea y
en otros de sus libros se pueden asignar a León
Hebreo y a algunos escritores italianos. Podemos ,
pensar que Cervantes se esforzaba por disfrazar
estos préstamos, pero todos los indicios nos mues
tran que más bien se fiaba de su memoria. Su
apetito voraz por los libros —del que son prueba
sus obras, así como sus propias declaraciones en
este sentido— iba evidentemente acompañado de
una excelente asimilación literaria.
La tercera dificultad reside en que los princi
pales dogmas literarios eran del dominio común.
Los escritores los repiten una y otra vez. La sim
ple coincidencia de un tema principal en Cervan
tes y en otro escritor es, por consiguiente, escasa
mente significativa. Los críticos que han afirmado
la deuda de Cervantes con respecto a El Pinciano
no han áabido valorarla en sus debidos términos.
El hecho de que tanto Cervantes como El Pinciano
hagan referencia a la división de los estilos, por
ejemplo, o se muestren atraídos por la idea de que
la poesía abarca dentro de sí a la filosofía y las
demás artes y ciencias, no nos ofrece en absoluto
la certeza de que el primero de ellos estuviera en
deuda con el segundo1. Temas como el de la prosa
épica, la invención, la imitación, los fines de la
poesía, la complejidad de la verdad y la superio
ridad de la verdad poética sobre la histórica, se
discutían en círculos tan amplios que su común
tratamiento por parte de estos dos escritores no
puede ser, por sí mismo, prueba de dependencia
19
directa1. Otros muchos teóricos se ocuparon de
"estos mismos problemas.
Parece que fue Clemencín2 el primer comentar
rista que nottírlà semejanza entre las doctrinas li
terarias que expone el Canónigo de Toledo al final
del capítulo 47 de la primera parte del Quijote y
las expuestas en la Filosofía antigua poética de El
Pinciano y en las Tablas poéticas de Francisco
Cascales (Murcia, 1617)3. Menéndez y Pelayo se
limitó a decir que las teorías de Cervantes eran
«las mismas, exactamente las mismas que ense
ñaba cualquier Poética de entonces, la de Casca
les, o la de Pinciano»4. Bonilla, Atkinson y Ame-
zúa han llevado a cabo tentativas más serias de
definir la deuda respecto a El Pinciano5. Pero des
de un principio se han dado por sentadas dema
siadas cosas. Se ha llegado incluso a sugerir que
la simple existencia .de la obra de El Pinciano es
suficiente para «no necesitar volver la vista a
Italia»6.
El intento más serio hecho hasta ahora, el de
J. F. Canavaggio en su detallado estudio compara
tivo «Alonso López Pinciano y la estética literaria
de Cervantes en el Quijote», adolece en último tér
mino del mismo defecto. Su conclusión de que nos
vemos obligados «a otorgar a El Pinciano un lugar
preferente entre las posibles fuentes de la estética
literaria del Quijote» 7 es cauta e inteligente, pero
el.hecho es que, habiendo eliminado desde un prin
cipio a los demás opositores, no queda ninguno
20
con quien contrastarlo para dar la preferencia a
El Pinciano. El autor expone con buenos argumen
tos por qué vale la pena estudiar la Filosofía an
tigua poética en relación con el Quijote pero la
dependencia de Cervantes respecto a El Pinciano
sólo puede medirse comparándola con la depen
dencia, si es que la hay, respecto a otras autori
dades. Diremos, pues, que se ’han valorado excesi
vamente las coincidencias de opinión acerca de los
temas principales, coincidencias que podrían mul
tiplicarse con referencia a otros escritores. Sin
embargo, Cánavaggio demuestra lo mucho que las
obras de estos dos autores tienen en común: la
simple enumeración de las correspondencias entre
uno y otro impresiona. Esto contribuye a confir
marse en la creencia de que Cervantes se dejó in
fluir por El Pinciano; conclusión ésta a la que sólo
podemos llegar tras haber ensanchado lo más po
sible el campo de comparación y haber estrechado
nuestra concepción de lo que constituye una coin
cidencia de opiniones que sea significativa. A pesar
de ello, en el mejor de los casos se está trabajan
do sólo con meras probabilidades.
Vilánova ha señalado la influencia de las Tablas
de Cascales en la última novela cervantina, el Per-
siles y Sigismunda2. El tratado de Cascales, según
su biógrafo, se había escrito en 1604, si bien no
se publicó hasta 1617 3; por ello cabe pensar que
Cervantes pudiera haberlo leído. Pero es el caso
que las correspondencias entre las ideas de Cer
vantes y Cascales encuentran fácilmente su para
lelo en las existentes entre las ideas de Cervantes
y los tratadistas italianos, llegando a ser en oca
1 I b í d e m , p á g . 23.
1 A. V il a n o v a ,
«Preceptistas españoles de los siglos x v i y
en la Historia general de las literaturas hispánicas, pu
x v ii» ,
blicada bajo la dirección de D í a z - P l a j a (Barcelona, 1949-1958),
III, 628.
3 J. G a r c ía S o r ia n o , El humanista Francisco Cascales (Ma
drid, 1924), pág. 44.
21
siones estas correspondencias aún más próximas
que las primeras. El mismo Cascales estuvo muy
influido por los italianos, probablemente en ma
yor grado que lo estuvo El Pinciano. Hay que con
siderar la influencia de Cascales como improbable
hasta tanto no se presenten pruebas más persua
sivas.
La incertidumbre que va unida al nombre de El
Pinciano va unida también a los tratadistas italia
nos del siglo XVI, por las mismas razones y en el
mismo grado. Las observaciones de Toffanin re
ferentes a la estancia de Cervantes en Italia duran
te los años comprendidos entre la aparición del
libro de Castelvetro, Poética d’Aristotele volgariz-
zata ed esposta (Viena, 1570) 1, y el de Alessandro
Piccolomini, Annotazioni nel libro délia poetica
d’Aristotele (Venecia, 1575), y aquellas otras que
se refieren a la coincidencia entre sus problemas
y los que preocuparon a Torquato Tasso, han sido
admitidas por De Loliis, Castro y algunos más., C.
Guerrieri-Crocetti ha señalado la influencia de Gi
raldi Çinthio en Cervantes 2. Los nombres de Ro-
bortelli, Fracastoro, Minturno, Maggi, J. C. Esca-
lígero, Muzio, Bernardo Tasso, Varchi, Patrizi y
otros han figurado también en el cuadro de las
comparaciones usuales.
Cervantes tuvo cuatro fuentes distintas de las
que pudo derivar sus principios sobre la novela:
una fuente documental (los tratados de retórica y
poética y los escritos críticos entonces en boga),
sus conversaciones con otros escritores, las obser
vaciones sacadas en sus lecturas de novelas y, por
último, su propia experiencia como novelista,· La
primera es, sin duda, la más importante en lo que
se refiere a sus manifestaciones puramente teóri
cas. Nada sabemos de su segunda fuente. Pode-
1 Cito por la segunda edición. Basilea, 1576.
2 C . G u e r k i e r i - C r o c e t i i , G. B. Giraldi e il pensiero critico del
sec., XVI (Milán, 1932), pág. 441.
22
dos deducir muy poco de las otras dos y sólo nos
permitiremos hacer, a su debido tiempo, alguna
conjetura razonable. La consideración independien
te de sus lecturas puede explicamos la preocupa
ción de Cervantes por ciertos problemas. La tor
peza e irresponsabilidad de muchos autores de
libros de caballerías, y el contraste entre estas
obras y el Orlando furioso, por ejemplo, pudo muy
bien hacerle sentir curiosidad por los principios de
la ficción literaria. Y, desde luego, lo que parece
influencia puede ser sólo una coincidencia casual,
sobre todo cuando se trata de temperamentos si
milares eh una misma época.
Aparte de la manera tan original en que gran
parte de la teoría cervantina interviene en sus no
velas, el hecho mismo de que se halle expresada
enJorma de comentarios ocasionales y pasajes es
porádicos da a sus opiniones una significación que
no habrían tenido si se hubiera ocupado de toda
la materia en un amplio tratado. Un escritor de
obras de ficción no está obligado a expresar teo
rías y opiniones sobre su propio arte. Aunque mu
chas de estas opiniones son lugares comunes y al
gunas son idées recues de poca importancia, apa
recen con demasiada frecuencia, y en gran parte
de los casos con demasiado énfasis, para que poda
mos desecharlas como una especie de adorno in
telectual, que, por otra parte, carecería de sentido.
Las manifestaciones teóricas de un escritor que no
soportaba la erudición afectada ni la pedantería,
merecen, cuando menos, un examen serio.
Me ha parecido más importante tratar de ilus
trar la teoría de Cervantes que ponerme a averi
guar de dónde procede exactamente. Comparando
las distintas manifestaciones teóricas, sin embar
go, podemos sacar algunas conclusiones provisio
nales acerca de las principales fuentes de su teoría
de la prosa novelística, que serán algo más que
meras suposiciones. El campo de la teoría litera-
23
ña hasta los tiempos de Cervantes es inmenso y no
cabe duda de que aún quedan por señalar otros
precedentes de sus ideas. Un estudio completo de
su teoría dramática y poética puede revelamos que
leyó también a otros tratadistas y confirmamos su
deuda respecto a los aquí mencionados. No existe
evidencia externa: sólo podemos comparar unos
textos con otros.
En primer lugar, hay semejanzas en cuanto a
temas generales. En este caso sólo puede consi
derarse significativa la semejanza cuando ambas
partes tratan el tema, o algunos aspectos de él, con
cierta insistencia poco común o de una manera
que no es la usual. En segundo lugar, hay seme
janzas textuales entre pasajes particulares. Aunque
en este caso no puede tampoco desecharse la coin
cidencia fortuita, dichas semejánzas nos dan las
pistas más seguras; pero sólo la semejanza próxi
ma entre los vocablos empleados, la coincidencia
de una série de puntos en breve espacio, o la natu
raleza excepcional de la idea particular que se ex
presa nos autorizan a inferir que Cervantes la to
mó del otro escritor en cuestión.
Dado que tanto los italianos como los españoles
dependían de la teoría literaria de la Antigüedad,
y hasta cierto punto de la de la Edad Media, Cer
vantes pudo haber recurrido directamente a las
fuentes antiguas, o bien, familiarizarse con sus doc
trinas a través de los tratadistas contemporáneos.
Sin duda, algunas obras clásicas, como la Institutio
oratoria, de Quintiliano, el De oratore, de Cicerón,
y quizá la Rhetorica ad Herenñium y el Ars poe
tica, de Horacio, formaban parte de su educación
básica. En todo caso, son ideas aristotélicas, hora
darías y platónicas las que proporcionan, directa
o indirectamente, el fundamento de su teoría. De
la Poética, de Aristóteles, o de tratados que en ella
se basan, derivan muchos de sus principios más
importantes, y la más fundamental entre las cues
24
tiones particulares, aquella que trata de la natura
leza de la verdad en la ficción poética.
El autor del Quijote comparte, con los críticos
griegos tardíos (Plutarco, Dión Crisóstomo y Lu
ciano) una misma preocupación por la relación
existente entre la historia y la ficción poética. No
encuentro claras reminiscencias de los dos prime
ros escritores, aunque habría que recordar la ex
traordinaria popularidad de Plutarco a fines del
siglo XVI. Hay ecos de Luciano, de quien general
mente se considera que ha ejercido, en otros aspec
tos, cierta influencia en la obra de Cervantes. Me
inclino a pensar, sin embargo, que las semejanzas
que pueden descubrirse entre las ideas críticas de
uno y otro son resultado de una influencia indirecta
o bien son pura coincidencia. Dejando aparte paro
dias del tipo de la Historia verdadera, los escritos
específicamente críticos de Luciano no figuran en
las más populares tradiciones italianas del siglo
XVII, ni en la breve selección española de los Diá
logos (León, 1550). Pero todas sus obras se podían
encontrar en latín y, por ello, no debemos descartar
la posibilidad de que Cervantes leyese el influyente
tratado acerca de Cómo ha de escribirse la Historia.
Las teorías de J. C. Escalígero, Piccolomini, Tor
quato Tasso y, problemente, Fracastoro y otros,
eran bien conocidas por El Pinciano. Sin duda fue
a través de él como se transmitieron a Cervantes
algunas de estas doctrinas (es meños probable que
lo fueron a través de Cascales). Pera algunos, pasa
jes cervantinos parecen derivar de escritores ita
lianos sin intermediarios. Las características de
la novela ideal, enumeradas en el capítulo 47 dé
la primera parte del Quijote, recuerdan a Giraldi
Cinthio en su Discorso intorno al comporre dei ro-
manzi (Venecia, 1554) y,-más particularmente, los
escritos de Tasso acerca de la poesía heroica: Dis-
corsi dell'arte poetica e in particolare sopra il poe-
25
ma eroico y Discorsi del poema e r o i c o La enume
ración misma recuerda aquellos catálogos de cláu
sulas donde se dan normas para la composición de
poemas heroicos, que hallamos en obras italianas
de teoría literaria, pero no en El Pinciano. De igual
manera, el comentario de Cervantes acerca de la
variedad de acontecimientos que traen consigo las
largas peregrinaciones se halla visiblemente más
cerca de una observación de Tasso que de otra
observación parecida de El Pinciano. La obsesiva
preocupación del poeta italiano por la verosimili
tud y lo maravilloso reaparece con no menos in
sistencia en Cervantes. Lo mismo ocurre con su
deseo de reconciliar la épica y la novela. Podemos
sospechar que en estos casos se ha ejercido una
influencia literaria directa, pero esto no puede pa
sar de ser una sospecha, sobre todo cuando se tra
ta de cuestiones tan generales.
Hay algunas coincidencias interesantes con las
Añnotazioni de Piccolomini. Una homilía cómica
en la obra de Cervantes sobre la forma correcta de
describir los encantos y atributos de una simple
fregona repite una puntualización hecha ya por
Piccolomini. Su reconocimiento del papel que des
empeña la inteligencia del lector en el funciona
miento de la verosimilitud podría derivar del mis
mo autor. Igualmente podría derivar de él el uso
en el Persiles de dos ejemplos cosmológicos de
unos hechos poco convincentes.
El débito de Cervantes con Vida, Robortelli, Fra-
castoro, Escalígero, Minturno, Castelvetro, Patri-
zi y otros, aun cuando todos ellos contribuyeron
en gran medida a formar la teoría literaria, es me
nos evidente. Podría hacerse, sin embargo, una li
gera excepción a favor de Castelvetro. Aunque mu
chas de sus ideas son totalmente distintas de las
de Cervantes, la importancia inusitada que atribu
26
ye a la historia, considerándola como el cimiento
de la poesía, halla cierto paralelo en la manera en
que Cervantes enlaza la poesía a ía historia en la
novela.
La deuda con El Pinciano, sin ser única, es, des
de luego, importante. Dejando aparte numerosos
temas generales, tales como su notable definición
del objeto de la poesía, ciertos pasajes particula
res (como los que tratan de la admiración y de lo
cómico, del logro de la perfección literaria median
te la imitación y la verosimilitud, y de la compara
ción entre las novelas de caballerías y las fábula^
milesias) se hallan lo suficientemente próximos en
sus detalles a otros pasajes cervantinos como para
sugerir una. dependencia directa. Sus observacio
nes sobre la alegoría pudieron precaver a Cervan
tes acerca de su uso en la novela. Y no resulta in
verosímil que su aproximación, generalmente ra
cional, a la literatura produjera algún efecto en Cer
vantes, aunque esto no es susceptible de prueba.
Lo que tiene todas las trazas de ser un préstamo
del Cisne de Apolo de Carvallo es un pasaje de la
Adjunta al Viaje del Parnaso de Cervantes. Su asun
to es, precisamente, los límites del préstamo poéti
co; Jo cual constituye justamente la especie de jue
go literario que agradaba a Cervantes. Su formula
ción de la importante distinción entre el disparate
intencionado y el no intencionado también pudo
haberle sido sugerida por Carvallo.
Me doy cuenta de que no existe una deuda es
pecial respecto a Herrera, aparte de la frase tan
conocida que aparece en la dedicatoria de la pri
mera parte del Quijote, probablemente tomada de
la dedicatoria que puso Herrera a su edición de
Garcilaso. Pero es posible quç haya reminiscencias
de otras dos obras notables de la época. General
mente se considera que el Examen de ingenios de
Huarte de San Juan, libro conocido internacional
mente, ha influido sólo tangencialmente relaciona
27
da con la teoría literaria, es evidente que su influen
cia se extiende a las ideas de Cervantes sobre la
creación literaria. (II Cortegiano de Castiglione se
halla también en una relación igualmente margi
nal respecto a la teoría literaria cervantina.) El
otro libro es la versión españolizada del no menos
conocido manual de Giovanni della Casa, el Gala-
teo español de Gracián Dantisco, algunos de cuyos
comentarios sobre el estilo muestran cierto pare
cido verbal con los de Cervantes.
Si la influencia de los humanistas del siglo XVI
no hubiera estado tan extendida, nos veríamos ten
tados a incluir también el nombre de Luis Vives
entre las fuentes principales. En realidad, desempe
ñó al menos un papel indirecto en la formación de
la teoría de la novela en Cervantes. La desconfianza
que muestra Cervantes respecto a las falsedades de
la poesía recuerda a Vives más que a ningún otro.
Además de esto, el pasaje del Quijote, I, 47, que
ilustra los disparates de las novelas de caballerías,
recuerda directamente uno de la obra De institutio
ne feminae Christianae, traducida en lengua ver
nácula y muy leída en España1.
Resumiendo: la teoría de la prosa novelística en
Cervantes es predominantemente neoaristotélica, a
la manera de las principales poéticas italianas y es
pañolas de fines del siglo XVI y comienzos del XVII
aunque en ella se mezclan doctrinas neoplatónicas y
otros ingredientes2. Probablemente Cervantes se
28
sirvió más de las poéticas que de las retóricas, y
más de obras en lengua vulgar que de obras latinas,
aunque ni unas ni otras se excluyen necesariamente.
Particularizando más, una cosa es cierta: si estaba
en deuda con El Pinciano, también es verdad que
hay otros autores, tanto italianos como españoles,
que tienen el mismo derecho a ser considerados
como fuentes de su teoría. Las correspondencias
más visibles se dan con El Pinciano, Tasso, Carva
llo, Piccolomini, Huarte, Giraldi Cinthio, Gracián
Dantisco, Vives y quizá Castelvetro, .en este orden
de prioridad aproximadamente1. Cabe pensar, aun
que I ís poco probable, que leyera el manuscrito de
las Tablas poéticas de Cascales. Hay también algu
nas coincidencias con las opiniones críticas de otros
escritores que no constituyen fuentes principales,
pero cuyas palabras pudo haber recordado Cer
vantes como consecuencia de sus extensas lectu
ras. 2. Hay que tener en cuenta, al analizar su teo
ría, sus propias lecturas de novelas y su experien
cia como escritor, si bien unas y otra influyeron
más en su labor credora que en sus declaraciones
de principios. A mi entender, Cervantes buscó una
confirmación de la validez de esos principios, aun
29
cuando fuera capaz de aprovechar el carácter, a
menudo mutuamente contradictorio, de los mis
mos.
No resulta más fácil decir en qué época pudo
leer Cervantes los libros que le proporcionaron la
base de sus opiniones críticas. Desde la primera par
te del Quijote (1605) hasta el Persiles y Sigismundo,,
publicado postumamente en 1617, su teoría de la
novela ofrece en general muy pocos cambios. ErT
éste, como en otros aspectos, hay que establecer
una clara diferencia con su teoría dramática. La
distinta actitud respecto a la comedia, que expre
sa en el Quijote, I, 48, y en el prólogo de sus Ocho
comedias y ocho entremeses (1615), no representa,
creo yo, una modificación tan total como a prime
ra vista parece, sino simplemente un reajuste de
sus opiniones. En prosa novelística, la mayor dife
rencia se da entre su primera novela, La Galátea
(1585), y el Quijote de 1605. Pues aunque resulta
del todo evidente que Cervantes conocía bien la
teoría aristotélica en el momento de escribir el
Quijote, no podemos extraer la misma conclusión
de los comentarios críticos (bastante menos abun
dantes) que aparecen en La Galatea.
Como resultado de todo ello, la tarea de abarcar
totalmente su teoría se simplifica. Pero surgen
complicaciones debido a la esencial ambivalencia
de sus escritos, tan profundamente enraizada en
él. De ella hablaremos con más extensión en otro
capítulo. Esta ambivalencia le permitió sostener a
un mismo tiempo principios que eran contradicto
rios o divergentes. De ella surgen, más que dé
cambios en su manera de pensar, muchas de las
divergencias de sus ideas. Sin duda, algunas de las
inconsistencias que se encuentran incluso en una
misma obra representan realmente cambios de su
pensamiento, pero debemos admitir que siempre
que consideraba que debía alterar sus palabras an
tes de enviar el libro a la imprenta, lo hacía así.
30
Sujnanera de tratar lo pastoril, a veces respetuo
sa y benévola, a veces burlesca, ofrece una de las
muestras más claras de esta ambivalencia. Su re
lación de amor-odio respecto a las novelas de ca
ballerías constituye otra. Si no tenemos muy en
cuenta que Cervantes era capaz de estas simpatías
divididas, no podremos empezar a comprender su
teoría ni tampoco el resto de sus escritos.
Durante una parte considerable del tiempo com
prendido entre diciembre de 1569 y septiembre
de 1575, Cervantes estuvo en Italia, donde las dis
cusiones literarias se hallaban en plena efervescen
cia. Si, como cabría suponer, fue entonces cuando
adquirió la familiaridad que luego manifiesta con
la ideas aristotélicas, resulta muy extraño que estas
ideas no aparezcan en La Galatea. Hay en esta no
vela algunas teorías estéticas importantes, pero la
teoría específicamente literaria —contenida casi
toda en el prólogo y en el Libro VI— nos trae a la
memoria no la teoría aristotélica española o italia
na, sino más bien el Arte poética de Sánchez de
Lima, con su entusiasta y casi apologética justifi
cación de la poesía. La preocupación por la «ver
dad» de la narración, que aparece a lo largo del
Quijote, en el Persiles y también, en ocasiones, en
las Novelas ejemplares, se halla ausente en La Ga
latea. El único acercamiento a ella es una observa
ción en verso, en que se manifiesta que la sustancia
de una narración verdadera reside en su verdad y no
en la manera de contarla. Cervantes muestra cier
ta preocupación por los problemas de la pertinen
cia y la brevedad en la narración, pero sus comen
tarios críticos acerca de las historias contenidas
en La Galatea y el aspecto generalmente distante
de su conciencia crítica ante lo que está escribien
do son insignificantes en comparación con lo que
pueden ofrecemos el Quijote o el Persiles.
La conclusión natural, aunque no inevitable, es
que el acontecimiento decisivo fue la lectura del li-
31
bro de El Pinciano, aparecido en 1596. Pero esto
supondría no tomar en cuenta los dos importan
tes tratados de Tasso. Tasso escribió probable
mente sus Discorsi dell’arte poetica en 1564, aun
que se publicaron por primera vez en 1587. La ver
sión nuevamente escrita y ampliada, los Discorsi
del poema eroico, se empezó, y casi se completó,
en 1587, y se publicó por primera vez en 1594. Si
Cervantes se familiarizó con el contenido de la pri
mera de estas obras en los círculos literarios de
Italia, debemos preguntarnos aún por qué su in
fluencia no apareció en La Galatea y sí sólo, de ma
nera manifiesta, en las novelas posteriores. Es más
probable, por consiguiente, que leyera años des
pués, de vuelta en España, uno de los tratados
publicados por l asso, o los dos, cosa que pudo muy
bien suceder. Parece que no hay forma de saber si
Cervantes leyó primero a Tasso o a El Pinciano.
Las Novelas ejemplares nos sirven de poco para
decidir la cuestión. Sólo cuatro de ellas contienen
manifestaciones teóricas de cierta importancia1.
Las fechas de composición no se conocen con exac
titud en la mayoría de los casos, y bien podrían ha
ber sido revisadas en cualquier momento antes de
1612; cosa más que probable, como nos sugiere la
existencia de las dos versiones distintas del Binco-
nete y Cortadillo y El celoso extremeño.
Es casi seguro, pues, que Cervantes conoció las
poéticas más avanzadas de su época durante los
veinte años que van desde la publicación de La Ga- i
latea a la de la primera parte del Quijote. Este fue,
precisamente, el período en que el impacto de la
teoría crítica procedente de Italia se hizo sentir de
32
manera más general entre los escritores españoles.
Durante los doce años que van de 1605 a .su muer-
te, en 1616, tiempo en que fueron publicadas casi
todas sus obras, es difícil señalar una marcada evo
lución en su teoría. Sin embargo, su interés crítico
por los problemas que afectan a la novela no pare
ce disminuir —si acaso, al contrario— y puedea se
ñalarse uno o dos temas desarrollados a mayor es
cala. Su preocupación por la naturaleza de la ver
dad en la ficción literaria, que incide en cada uno
de los principales aspectos de su teoría, evidente
mente va en aumento. Lo mismo ocurre con sus
escrúpulos, que son parte de esa preocupación,
acerca del uso del lenguaje retórico. Al mismo tiem
po, en El Coloquio de los perros y en el Persiles se
muestra inclinado a llevar sus experiencias hasta los
límites de lo que considera novelísticamente per
misible; dicho en lenguaje teórico, a explorar los
dominios de la verosimilitud y ver hasta qué pun
to pueden incluirse en ella lo excepcional y lo ma
ravilloso.
También es evidente una fluctuación en sus ideas
sobre el problema de la unidad. Lo mismo su ma
nera de novelar que las opiniones críticas que ex
presa muestran tina rigidez de principios mayor en
la primera parte del Quijote que en la segunda, y
de nuevo una distensión de los mismos en el Persi
les. Me inclino una vez más a atribuir esta última
evolución a su deseo de experimentación, aunque
también se amparara en los preceptos de la
épica.
Es una conjetura razonable pensar que un inte
rés crítico latente y sus extensas lecturas de libros
buenos y malos llevaron a Cervantes a reflexionar
acerca de los principios de la ficción literaria. Si
esto fue así, probablemente no avanzó mucho en la
formulación de sus ideas. Pueden haberle servido
de ayuda defensas de la poesía al estilo del Arte
poética de Sánchez de Lima. Su interés por las
33
cuestiones críticas parece haber sido estimulado,
con posterioridad a la publicación de La Galatea,
por la lectura de algún tratadista aristotélico, muy
posiblemente El Pinciano. Pero si Cervantes leyó la
obra del doctor español, no es menos probable que
leyera también a un buen número de autoridades
italianas. No podemos saber qué ocurrió en primer,
lugar. No existe el menor motivo para pensar que
Cervantes tuvo que conocer la obra de los tratadis
tas italianos durante el tiempo que pasó en Italia
en su juventud, y sólo entonces. En el caso de los
Discorsi de Tasso, es incluso sumamente improba
ble. Resulta tentador ver la influencia dominante
de El Pinciano en el Quijote I, y la de escritores
italianos como Tasso, que tanta importancia atri
buyen a la variedad y a lo maravilloso en la épica,
en el Persiles; pero la influencia de los críticos ita
lianos es bien patente también en la primera parte
del Quijote. La obra de El Pinciano pudo llevar a
Cervantes al conocimiento de otros tratadistas, o
bien estos tratadistas pudieron conducirle a El Pin
ciano. Lo primero parece más probable. Pudo tam
bién ampliar sus lecturas de teoría épica, especial
mente para escribir el Persiles, novela que le exigió
leer gran cantidad de libros de toda clase.
35
rrecta de la posición de Cervantes, avalada lamen
tablemente por la autoridad de quien la hacía *. Su
actitud respecto a las reglas era de hecho bastan
te menos simple e inflexible de lo que han creído
muchos críticos, que limitan su atención a los ca
pítulos 47 y 48 de la primera parte del Quijote y a
algunos otros pasajes conocidos.
Respeto a la autoridad quería decir, en primer
lugar, respeto a la autoridad de los antiguos. La
actitud adoptada en tiempo de Cervantes ante la
autoridad de los antiguos es tema demasiado am
plio y complejo para exponerlo en pocas palabras,
pero el rasgo más- importante de su desarrollo fue
la gradual introducción de un espíritu crítico basa
do en la razón y en una cierta observación, espíri
tu que a finales del siglo XVI coexistía torpemen
te asociado con la idea de autoridad. «Aristoteles
imperator noster, omnium bonarum artium dicta
tor perpetus», exclamaba Escálígero, mientras en
buen número de cuestiones fundamentales le con
tradecía categóricamente2. Herrera, cuyo admira
ble comentario constituía un encadenamiento de
citas de Quintiliano, Cicerón y otras autoridades
antiguas y modernas, decía de los antiguos:
Hombres que fueron como nosotros, cuyos sentidos y
juicios padtecen engaño y flaqueza, y así pudieron errar
y erraron, aunque no deshacen estos efectos su exce
lencia, porque no se concedió a la naturaleza humana
alguna seguridad en estas cosas3.
Como escribía un retórico contemporáneo, «la
razón convence como razón y la autoridad conven
ce como razón y autoridad»4. Las alusiones a los
antiguos en las obras de Cervantes muestran que
1 M e n é n d e z y P e l a y o , Ideas estéticas, II, 269.
2 J. O . E s c a l í g e k o , Poetices libri septem (ed. [Heidelberg],
1581), VII, 932.
3 P . d e H ehheha, «Contestación a Prete Jacopín», en Contro
versia sobre sus anotaciones a las obras de Garcilaso de la
Vega (Sevilla, 1870), págs. 84-85.
4 J u a n d e G u z m Á n , op. cit., fol. 120 v.
36
compartía el respeto general hacia ellos. Pero al
mismo tiempo se burlaba de este respeto cuando
era excesivo o falso. El culto de que hace objeto
Don Quijote a la autoridad caballeresca es una pa
rodia benévola de todo el procedimiento.
Muy pocos teóricos se atrevían a declarar con
Escalígero: «Poetam creare instituimus»1; mas lo
cierto es que todos identificaban el arte, en mayor
o menor medida, con las «reglas». El inflexible Cas-
cales, en el prólogo a sus Tablas, remacha el argu
mento de la necesidad de la poética con la adver
tencia aristotélica de que la poesía, por ser un arte,
depende de unos preceptos. Vives incluso, tan ene
migo de la pedantería y de las reglas triviales de la
retórica, considera el arte como una colección de
preceptos universales.
Así, pues, la acostumbrada división de los críti
cos españoles del Siglo de Oro en preceptistas y
antipreceptistas, válida desde un punto de vista
práctico, es realidad muy imprecisa. Resulta fácil
distinguir los dos extremos, pero muchos escrito
res —entre ellos Cervantes— no se hallaban situa
dos de una manera tan clara. Desde ambos lados
existía cierta inclinación hacia el centro. El Pincia
no, tan amigo de lo clásico, admitía, sin embargo,
las limitaciones de las reglas y decía que había poe
tas sin poética y que a veces, aun apartándose de
las reglas del arte, se podía conseguir belleza2. En
el extremo opuesto, sabido es que Lope de -Vega,
siendo, entre los grandes escritores, el que más se
acercó a la situación de un romanticismo desenfre
nado, y aunque profesaba que el genio natural esta
ba por encima de las reglas del arte, era incapaz
de prescindir de ellas en su sistema. Lope, crítico
bien informado y competente, era mucho más pe
dante que Cervantes: una ojeada al prólogo de su
37
Jerusalén conquistada es suficiente païa demostrár
noslo. Identificaba implícitamente el arte y las re
glas al admitir repetidas veces que las comedias
españolas «no guardan el arte». En más de una oca
sión rindió tributo a las autoridades antiguas, cu
yos preceptos había encerrado «con seis llaves» '.
Sin embargo, también él se mostró dispuesto a en
contrar un camino intermedio donde confluyeran
las exigencias del arte con las impuestas por el vul
go, que constituía el público de sus comedias2.
La más importante contribución de España a la
crítica literaria europea de este período fue sin
duda una embrionaria teoría romántica en el tea
tro, pero es un error querer descubrir en ella no
ciones modernas de libertad artística, como hicie
ron los historiadores de la literatura durante el
siglo XIX. Estos supervaloraron con exceso el ca
rácter romántico del Siglo de Oro español, y la
reacción general contra los principios neoclásicos
dejó tras sí algunos conceptos falsos, que han per
sistido tenazmente. Uno de ellos, que todavía es
fácil encontrar, lo constituía la idea de que preo
cuparse de los principios literarios clásicos era si
nónimo de pedantería, idea aplicable al año 1800
más que a 1600. La característica fundamental del
período conocido con el nombre de «barroco» era,
empleando términos sencillos, una tensión entre
las fuerzas clásicas establecidas y las románticas
llenas de dinamismo. Y no se reducía sólo a Es
paña: Inglaterra, por ejemplo, en el mismo perío
do, ofrecía un estrecho paralelismo. Pero este fe
nómeno ha sido constante en la historia cultural
de España. En todo caso, desde la petrificación
1 Así en Respuesta a un papel en razón de la nueva poe
sía: «pues la autoridad de Quintiliano carece de réplica»; y,
refiriéndose a San Agustín, «pienso que su opinión, ninguno
será tan atrevido que la contradiga» (BAE, XXXVIII, 138,
139).
2 L o p e d e V e g a , Arte nuevo de hacer comedias en este
tiempo, ed. de Morel-Fatio, BU, III (1901), versos 153-56.
.38
del genio nacional durante el período barroco —el
más grande de España—, los españoles han sido,
en general, demasiado clásicos para ser románticos
y demasiado románticos para ser clásicos.
Saintsbury precisó que, en su actitud respecto
a las reglas, los escritores del Siglo de Oro se ha
llaban, en su mayoría, «más bien inclinados a di
vidir sus atenciones, o, para usar la antigua y cí
nica definición griega, ”a conservar a la mujer por
conveniencia y por decencia y a la querida por
placer” *. La tensión entre la disciplina y los in
pulsos de la facultad creadora es bien perceptible
en Cervantes. No debemos sorprendemos, pues,
si encontramos en sus obras contradicciones, am
bigüedades y variaciones de opinión en materia de
preceptos, aunque éstas son más evidentes en lo
relativo al teatro que en la novela.
Las exigencias de las reglas variaban de un gé
nero a otro, y la novela, el más moderno de sus
géneros literarios, era el menos sujeto a sus pre
ceptos. Cervantes tenía ciertamente inclinaciones
preceptistas, pero es igualmente cierto que los
preceptos clásicos que él subrayaba eran en rea
lidad principios artísticos importantes y perma
nentes. Dejó sin comentar enormes cantidades de
teoría literaria; no llegó siquiera a mencionar la
catarsis. Al mismo tiempo, se complacía de ma
nera manifiesta en tratar puntos en que la juris
dicción de las reglas establecidas parecía dudosa
o extraña. A veces, su genio crítico parece delei
tarse sacando a relucir las limitaciones y contra
dicciones de las reglas. Mas para él, como para
todos, arte quería decir reglas. La novela era una
forma de arte, y por ello el Cura condenaba a los
autores de libros de caballerías porque no logra
ban «tener advertencia a ningún buen discurso, ni
39
al arte y reglas por donde pudieran guiarse y ha
cerse famosos en prosa» (DQ. I, 48).
En Italia había habido una tentativa de liberar
al romanzo de los preceptos poéticos de Aristóte
les y otras autoridades. Giraldi Cinthio declaraba:
lio mi sono molte volte riso di alcuni, c ’hanno voluto
chiamare gli scrittori dei romanzi sotto le leggi dell’arte
dateci da Aristoteli e da Orazio non considerando
che ne questi nè quegli conobbe questa lingua, nè
questa maniera di comporre ‘ .
40
bilidad, suficiencia y entendimiento para tratar del
universo todo». En cierto momento de su obra El
rufián dichoso, donde expone su teoría dramática,
Cervantes se sirve del conocido argumento anticla-
sicista: pues los tiempos cambian, deben cambiar
también las reglas (argumento casi tan antiguo co
mo las reglas mismas) 1. Pero no llega a aplicarlo
a la novela.
Para Cervantes, que ridiculiza toda clase de pe
dantería, las reglas, si no van acompañadas del
talento, no producirán arte. No pierde mucho tiem
po, sin embargo, en burlarse de las reglas mis
mas. El blanco de sus tiros lo constituyen con
mucha más frecuencia las personas incompetentes
que ignoran los principios esenciales de la crea
ción literaria. El poeta del hospital, descrito por
Berganza en El coloquio, se queja de la imposibi
lidad de encontrar protección que apadrine su
obra, a pesar de haber observado el precepto hora-
ciano que exige dejar pasar una década antes de
publicarla. El poeta conoce con exactitud las re
glas de Horacio, pero a Cervantes no le interesa
burlarse de ellas (a excepción, tal vez, de la regla
de los nueve años); su burla va dirigida a la vani
dad y falta de juicio crítico de tin escritor a todas
luces estúpido. La necedad de éste consiste en es
tar convencido de que ha hallado los requisitos pa
ra escribir un gran poema (requisitos en los que
cree Cervantes): que ha compuesto una obra
«grande en el sujeto, admirable y nueva en la in
vención, grave en el verso, entretenida en los epi
sodios, maravillosa en la división, porque el prin
cipio responde al medio y al fin, de manera que
constituyen el poema alto, sonoro, heroico, delei
table y sustancioso». Como el lector puede imagi
1 P. ej.,
T A c ito , Diálogo de los oradores, XIX, pág. 28;
Institutio oratoria, II, XIII, 2. C f . J. d e l a C u e v a ,
Q u in t ilia n o ,
Ejemplar poético, Clásicos Castellanos (Madrid, 1941), III, ver
sos 523-25.
41
nar, el poema en cuestión es todo lo contrario de
lo que el autor supone. Su asunto, lejos de toda
grandeza, consiste en una serie de necedades pseu-
doheroicas —género tan despreciado por Cervan
tes— escritas en versos endecasílabos llenos de ri
dículos sustantivos esdrújulos.
Cervantes también se daba cuenta, sin duda, de
que lo que podía ser sistematizado en poesía tenía
sus límites, pues reconoce en el Viaje del Parna
so, IV, que la poesía tiene «no sé qué de inescru
table».
Castro apuntó hace tiempo la importancia del si
guiente pasaje, que viene a ser como un sumario
de las principales creencias de Cervantes en ma
teria artística:
«que las cosas que tienen de imposibles
siempre mi pluma se ha mostrado esquiva;
las que tienen vislumbre de posibles
de dulces, de suaves y de ciertas,
explican mis borrones apacibles.
Nunca a disparidad abre las puertas
mi corto ingenio, y hállalas contino
de par en par la consonancia abiertas.
¿Cómo puede agradar un desatino,
si no es que de propósito se hace,
mostrándole al donaire su camino?
Qixe entonces la mentira satisface
cuando verdad parece, y está escrita
con gracia, que al discreto y simple aplace» '.
En un pasaje de su obra Xa entretenida, compa
rable al anterior, Cervantes describe la « concor
dancia» como el producto de un talento discreto
y la «disparidad» como resultado de la necedad2.
Concordancia o consonancia, en la teoría litera-
1 Viaje del Parnaso, VI, 84-85.
«El discreto es concordancia
que engendra la habilidad;
el necio, disparidad
que no hace consonancia.»
(La entretenida; I, pág. 27.)
42
ria de Cervantes, significa la armenia que se esta
blece en la mente del lector al entrar en relación
con la obra. Esta armonía se rompe cuando apa
rece lo disparatado, es decir, lo absurdo e incon
gruente. El término disparate no es, pues, una pa
labra vacía, usada con ligereza, sino una de las
más significativas de su vocabulario crítico Apa
rece con frecuencia en sus comentarios, y es la
palabra clave de su condenación de las novelas de
caballerías. El núcleo de su teoría se halla en estos
dos pasajes, y sus palabras pueden reputarse en
tre las declaraciones más inteligentes de la época
en materia de teoría literaria. Los requisitos prin
cipales de credibilidad, armonía y estilo agradable
pueden considerarse subordinados a dos principios
mayores, que forman la médula de su pensamiento
crítico: la razón y la intención. Sin ellas no puede
existir, según él, ni forma ni significado en una
obra de arte. Las veremos atravesar una y otra
vez sus opiniones críticas. El fin principal de sus
novelas era un modo de reconciliación: imponer
normas minoritarias en los gustos de la mayoría,
hacer que la novela fuese racional.
La idea de consonancia anima sus opiniones so
bre la verosimilitud y la unidad formal. Ambos
conceptos están inseparablemente unidos a sus
ojos, porque considera los defectos en la verosi
militud (cuestión de sustancia) como una imper
fección estética (cuestión de forma). La satisfac
ción intelectual y la estética se combinan, según
él, en la mente del lector. De esta manera la obra
de arte se transforma en un conjunto de delicadas
relaciones entre el autor, la obra y el lector. El ha
berse dado cuenta de ello —cosa que en parte
hay que agradecer a la retórica— es una de las
43
contribuciones más importantes del siglo xvx a la
crítica literaria. En las novelas de Cervantes este
darse cuenta se manifiesta en su objetividad críti
ca, en la conciencia de su poder para controlar y
manipular sus creaciones, y en su sensibilidad res
pecto a las reacciones del lector.
Entre las lecciones que Cervantes pudo haber
aprendido de El Pinciano o de los tratadistas ita
lianos, la más importante es la que enseña que el
escritor debe percatarse por completo de lo que
está haciendo. Aparece en forma de anécdota en
el Quijote, II, 3:
—Ahora digo —dijo Don Quijote— que no ha sido
sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante ha
blador que, a tiento y sin algún discurso, se puso a
escribirla, salga lo que saliere, com o hacía Orbaneja,
el pintor de Ubeda, al cual preguntándole qué pintaba,
respondió: «Lo que saliere.» Tal vez pintaba un gallo,
de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que
con letras góticas escribiese junto a él: «Este es un
gallo.» Y asi debe de ser mi historia, que tendrá nece
sidad de comento para entenderla \
44
Cervantes concede al autor bastante libertad con
tal que éste sepa qué es lo que hace y adonde quie
re ir. Acepta incluso que cometa lo que en otras
circunstancias sería considerado como un atro
pello:
«¿Cómo puede agradar un desatino
si no es que de propósito se hace,
mostrándole el donaire su camino?»
45
mente en el primero de los dos pasajes, y con más
probabilidad en el segundo, referido a las Novelas
ejemplares, aunque ciertos críticos los han inter
pretado de manera diferente. En el segundo, el
desatino en que Cervantes estaba pensando pro
bablemente es el extraño fenómeno de los perros
que hablan en El coloquio, algo por lo qué él se
esfuerza en dar posibles explicaciones.
Esta distinción entre el desatino que es delibe
rado y el que no lo es constituye uno de los pun
tos más importantes de la teoría literaria de Cer
vantes. Procede en su origen, probablemente, a
través de Santo Tomás de Aquino, de este aforis
mo de Aristóteles en su Etica a Nicómaco: «En el
arte el que yerra voluntariamente es preferible»I.
Pero, a menos que Cervantes llegara a ello inde
pendientemente, la fuente inmediata más probable
es una observación incidental de Carvallo: «La in
dustria excusa muchas faltas que sin ella lo se
rían» 2.
Ortega y Gasset señaló con exactitud la gran de
bilidad de la novela de caballerías, al observar que,
a diferencia de su progenitora la épica, aquélla re
velaba una falta de fe en la realidad de lo que re
lataba3. Si esto es verdad referido al Amadís de
Gaula, lo es aún más referido a Don Belianís de
Grecia o a Don Olivante de Laura. Una de las co
sas que más desconciertan en los libros de caba
llerías es la ineptitud de sus autores, ya sea para
tratarlos como pura ficción, ya para sostener la
ilusión de realidad. La confusión flagrante entre
historia y ficción, las declaraciones en que se pro
clamaba que las narraciones eran verdaderas al
1 A r i s t ó t e l e s , Etica a Nicómaco, trad, de M. Araujo y J.
Marías (Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959), VI, V,
página 93. Véase M a r g a r e t B a t e s , «Cervantes’ criticism of Tirant
lo Blanch», HR, XXI (1953), 142.
2 C a r v a l l o , op. cit., fol. 171 v.
3 J. O r t e g a y G a s s e t , Meditaciones del «Quijote» (edición
Madrid, 1957), pág. 163.
46
pie de la letra y los artificios que se usaban para
encarecer esta pretensión: todo ello podría haber
estado justificado si existiera un propósito claro.
Pero ese propósito no existe. Las sorprendentes
observaciones de los autores acerca de sus propias
narraciones, y su manera de manejarlas, mues
tran con frecuencia la más entraña mezcla de in
geniosidad e ironía, una especie de convicción a
medias que es sintomática de la degeneración del
género. Se hace difícil interpretar algunas de sus
ridiculas pretensiones (en el capítulo V recogemos
unas cuantas) como algo más que burda ironía,
muy diferente de la ironía fina y penetrante de Lu
ciano o de Rabelais con sus «tant véritables con
tes». Cuando uno pasa a considerar también los
muchos nombres burlescos («Ledaderlín de Fajar-
que», «Famongomadán» «Pintiquiniestra», «Contu-
meliano de Fenicia», «Cataquefarás», «Quirielei-
són») y la autocrítica que aparece en la primera
de las continuaciones del Amadís, Las sergas de
Esplandián1, resulta claro que se trata de una
burla de sí mismo hecha sin mucho entusiasmo y
de una tosca ironía precervantina. Los esforzados
autores apenas parecen conocer sus propios senti
mientos ni el efecto deplorable que producen. Aquí
aparecen, de hecho, algunos de los desatinos o dis
parates no intencionados que tanto irritaban al
autor del Quijote.
Su intolerancia respecto a las ambigüedades de
los libros de caballerías debe mucho, según creo,
a haber aprendido la lección que no aprendieron
sus predecesores. El autor del Quijote, no hay que
olvidarlo, es también el autor de La casa de los ce
los. Esta temprana obra teatral, malísima, se ve
paralizada por la manera ambigua de tratar lo ca
balleresco y lo pastoril; Cervantes parece no darse
cuenta de hasta qué punto está ridiculizando o no
1 G a rci R o d r íg u e z (u O rdóñez) de M o n ta lv o , Las sergas de
Esplandián, BAE, XX, capítulos 98, 99.
47
estos elementos, ni sabe cómo armonizar las dos
actitudes. Con el Quijote aprendió a transformar
la incertidumbre en ironía, y la ironía en un pode-
roso instrumento en manos del novelista.
Es a la luz del principio de que sólo es permisi
ble el desatino intencionado como hay que leer el
juicio paradójico sobre el Tirante el Blanco Este
juicio solía considerarse «el pasaje más oscuro del
Quijote» y ha amontonado sobre sí una abundante
bibliografía crítica. Puesto que las observaciones
de Sanvisenti fueron aceptadas por otros muchos
críticos (aunque no por todos), ya no se puede
dudar razonablemente de su interpretación2. En
el escrutinio de la librería de Don Quijote el Cura
empieza elogiando calurosamenté la novela:
Dádmela acá compadre, que hago cuenta que he ha
llado en él un tesoro de contento y una mina de pasa
tiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, vale
roso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y
el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de
Tirante hizo con el alano, y las agudezas de la doncella
Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda
Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipó
lito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que,
por su estilo, es éste el mejor libro del mundo; aquí
comen los caballeros, y duermen y mueren en sus
camas, y hacen testamento antes de su muerte, con
otras cosas de que todos los demás libros deste género
carecen (DQ, I, 6).
48
Luego, extrañamente, condena al autor;
Con todo eso, os digo que merecía el que le compuso,
pues no hizo tantas necedades de industria, que le
echaran a galeras por todos los días de su vida
49
se siente sobre él la emperatriz? ¿Cómo iba nadie,
en la época de la contrarreforma, a considerar a
este héroe lascivo como el prototipo de virtudes
que el autor se propuso hacer de él evidentemente?
Los otros personajes, por su parte, tampoco son
mejores. La incomparable princesa es una coque
ta. Placerdemivida, que más adelante llega a ser
reina y a quien Tirante describe como una dama
de consumada discreción y vida irreprochable, ac
túa como una desvergonzada celestina. La ya en
trada en años emperatriz permite alegremente que
el escudero Hipólito la arroje al suelo para gozar
de ella, y ambos se hallan demasiado ocupados pa
ra llorar la muerte reciente de Tirante, de Carme-
sina y del emperador en cuanto encuentran la
oportunidad de acostarse juntos una noche. Hay
suficientes razones para interpretar la palabra «ne
cedades» en este contexto del Quijote como «obs
cenidades».
Pero aparte de esto, Cervantes debió juzgar tales
impropiedades como defectos artísticos. Considé
rese, como último ejemplo, este otro episodio, en
el que ya no se puede hablar de indecencia. La
condesa de Warwick se está lamentando de la par
tida inminente de su marido. Como acompañamien
to de sus manifestaciones de dolor, arrastra hacia
sí a $u hijo pequeño cogiéndole del pelo, le da una
bofetada y exclama: «Hijo, llora la dolorosa par
tida de tu padre y harás compañía a la triste de tu
madre.» El niño, muy comprensiblemente, se echa
a llorar, y pronto el conde, su mujer y todas las
dueñas y,damas de la corte empiezan a dar ala
ridos en señal de condolenciaí. La novela, sin em
bargo, tiene muchas cosas buenas; señala una eta
pa importante en la historia de la prosa novelísti
ca y merece ser tomada en consideración como
precursora del propio Quijote. Su estilo vivo, lle
1 M abtohell , o p . c i t ., p á g . 1064.
50
no de pormenores, anticipa notablemente el rea
lismo de la novela moderna en muchos aspectos.
Pero su desmañada y cómica ironía se halla en
desacuerdo con el tono general del libro, que es,
por otra parte, serio y elevado. La ambigüedad de
_ Martorell ha inducido a algunos críticos modernos
a considerar el Tirante como una parodia y a otros
a considerarlo como una obra fundamentalmente
seria. Las dos opiniones tienen su parte de razón.
Constituye un testimonio de la agudeza crítica de
Cervantes, y al mismo tiempo nos demuestra la
diferencia que existe entre ambos escritores, el
hecho de que condenara a su predecesor por no
saber claramente qué estaba haciendo, en un pa
saje que es, a su vez, una muestra de maliciosa y
—podamos sospechar con seguridad— deliberada
ambigüedad .
Cervantes no se nos aparece ni como un riguro
so preceptista ni como un innovador iconoclasta.
En mi opinión, ni siquiera en lo relativo al teatro
su teoría literaria se apoya fundamentalmente en
el principio de que, pues «los tiempos cambian»,
han de cambiar también las reglas del arte. Forma
parte, más bien, de aquellos que consideran que el
arte está sujeto a ciertos principios universales e
inmutables, pero también a condiciones acciden
tales, que son las únicas susceptibles de cambio.
En esto se acerca a Tasso, el cual, a diferencia de
Cervantes, expresó sus ideas de una manera sis
temática y escribió:
l’arte, essendo costante e determinata, non puó com
prendere sotto le sue rególe ció che, dipendendo dalla
instabilité. dell’uso, è mutabile ed incerto
51
conciencia artística. La razón no podía divorciarse
en ningún caso de la concepción del arte, como
las definiciones de los contemporáneos manifies
tan claramente1. El era autor de obras de ficción
y por ello no se preocupaba de codificar todos
los pequeños detalles, ante lo cual su agudo sen
tido crítico, que era muy capaz de llevarle a en
cararse consigo mismo, se habría rebelado sin du
da. Sus principios artísticos expresan el aspecto
crítico y clásico de su pensamiento, que no debe
ría ser desestimado sólo por el hecho de que él
fuera un escritor de grande —y a veces excesiva
mente abundante— imaginación. Debemos decir
algo ahora de estas dos facetas de su tempera
mento.
52
el crítico1. En un estudio de su teoría de la no
vela debemos detenernos necesariamente en la se
gunda de estas facultades, pero no podemos con
siderar su obra imaginativa como algo aparte de
su labor crítica, por lo mismo que él no apartaba
la crítica de sus obras de ficción. No es el único
de los escritores del Siglo de Oro que manifiesta
este dualismo temperamental: es evidente también
en Lope de Vega, por ejemplo, aunque los resul
tados son muy diferentes en su caso. En Cervan
tes la unión entre ambos factores es particular
mente fuerte. Sin ella no habría podido escribirse
el Quijote.
Sus teorías literarias y sus juicios críticos apare
cen en sus libros en diversas formas, convencioria-
les o no. Se hallan, fuera de la obra propiamente
dicha, en prólogos y dedicatorias. Figuran, de ma
nera-directa O-en forma alegórica, en el Viaje del
Parnaso y en la Adjunta, y con anterioridad en el
Canto de Calíope incluido en La Galatea. Se expre
san en comentarios del autor, o pseudoautor, den
tro de la obra, y en comentarios, discusiones y
discursos de sus personajes. Por último, aparecen
integrados en la misma ficción. Lo mismo que Aris
tófanes, pero en mayor escala y de manera más
compleja, Cervantes utiliza la crítica literaria co
mo parte de la sustancia de una obra de entrete
nimiento.
El primer prólogo del Quijote ofrece a este res
pecto una sencilla ilustración de su técnica. En él
Cervantes se describe a sí mismo en la postura
usual de todo escritor: «Con el papel delante, la
pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano
en la mejilla, pensando lo que diría.» Un amigo,
hombre «gracioso y bien entendido» y posiblemen
te no otro que la propia conciencia crítica de Cer
vantes, entra en la habitación y le ofrece su con
1 S. d e M a d a ria g a , Guía del lector del «Quijote» (edición
Buenos Aires, 1947), caps. 1 y 2.
53
sejo. De tal manera impresionan al autor sus ar
gumentos, que decide servirse de ellos para es
cribir su prólogo. En lugar de escribir un ensayo
puramente crítico o tomar notas de sus espontá
neas reflexiones, Cervantes inventa una escena en
que se discuten las preocupaciones y problemas
del autor. Lo verdaderamente significativo de este
prólogo, sin embargo, no es el hecho de que haya
presentado cuestiones críticas en forma de ani
mado diálogo, cosa bastante frecuente, sino que el
punto de partida sea presentarse a sí mismo pen
sando acerca de. ellas. El arte característico y ori
ginal de Cervantes empieza con un acto de distan-
ciamiento de sí mismo y de su obra.
Este dualismo del creador y el crítico adopta
también otras formas y produce otros efectos. A
menudo, estas dos facultades distintas no llegan
a un acuerdo, como sucede hasta cierto punto en
el Persiles. A veces, cuando esperaríamos un juicio
o una conclusión precisos, Cervantes no quiere
—o no puede— comprometerse. Es cierto que saca
un gran partido de estas abstenciones, pero sus
ambigüedades y evasivas son con frecuencia resul
tado de la incertidumbre. En algunos de los pro
blemas que más le preocupan, como el de hacer
que el héroe o la heroína idealizados sean huma
nos y verosímiles, prefiere presentarnos las cosas
en una doble alternativa. El medio favorito que
emplea para eludir el problema de la verosimili
tud es plantearlo directamente, hacer que los per
sonajes lo discutan y, después de inducir al lec
tor poco atento a pensar que el tema ha sido ya
tratado, pasar a otro asunto, dejando el problema
tal y como estaba en un principio. De esa manera,
ha introducido en la narración algo sobre lo que
él, como artista, tiene evidentemente dudas y, al
criticar su aceptación de una manera implícita, ha
señalado la posible inadecuación del tema al mo-
54
mento. Este artificio era ya bien conocido por la
retórica, incluso en tiempos de Aristóteles:
Un remedio contra todo exceso es el conocidísimo:
es preciso que uno mismo se haga adelantándose las
críticas, porque parece que habla con verdad cuanto
no le pasa desapercibido lo que h ace1.
55
Una de las dificultades con que nos encontramos
al querer determinar sus opiniones literarias con
exactitud reside en el hecho de que gran parte de
las ideas que aparecen en sus obras no las expresa
él mismo, sino sus personajes. Con Cervantes, más
que con ningún otro escritor, debemos tener cui
dado al achacar al autor las opiniones de sus per
sonajes inventados. Pero tampoco hay necesidad
de llegar al extremo de desconfiar de todas esas
opiniones sólo porque no están expresadas direc
tamente como propias. Hay algunas notas que nos
pueden servir de guía. Unas veces las opiniones de
sus personajes coinciden con las que él expresa
personalmente en otro lugar. Otras, cuando cierto
número de personajes sensatos, en distintas Obras,
adoptan una misma línea respecto a una determi
nada cuestión, podemos presumir razonablemente
que esta línea es la del autor. Además, éste no de
ja de darnos a menudo alguna indicación del ni
vel general de integridad o inteligencia de un per
sonaje, lo cual supone cierta ayuda cuando quite
mos calcular el valor que hay que atribuir a ía
opinión dada.
Cuando presenta en sus novelas algo que puede
ser llamado un método crítico, éste se asemeja ¿1
de los diálogos. El coloquio de los perros, en que
Berganza va narrando y Cipión hace comentarios
críticos, es el resultado lógico de la propia capaci
dad de Cervantes para la invención y la autocrítica
simultáneas. Aunque el método mismo puede pres
tarse a no sacar conclusiones, la utilidad de acer
carse a un tema como el de los libros de caballe
rías desde numerosos puntos de vista es conside
rable. Hasta Don Quijote es capaz de descubrir
las limitaciones que presentan algunos de los ar
gumentos usados contra ellos por el Canónigo de
Toledo.
El Canónigo y el Cura son los principales porta
voces del Quijote. El propio Don Quijote es impor-
56
tante cuando podemos confiar en él; en la misma
jmédida lo es Sansón Carrasco. Las ideas del Canó
nigo son algo más liberales que las del Cura. La es
trecha correspondencia existente entre las opinio
nes del Canónigo, en el capítulo 47 de la primera
parte, y las del propio Cervantes se comprueba con
el testimonio del Persiles. Por boca del Cura, creo,
habla generalmente la voz de la más estricta con
ciencia crítica del autor. Al mismo tiempo, debe
mos estar preparados a admitir que el Cura habla
también como personaje, es decir, como el ecle
siástico local que se mueve en el ambiente inme
diato a Don Quijote. Con esto no quiero sugerir
que sus opiniones no sean inteligentes: lo son.
Aun cuando podamos sentimos relativamente se
guros de haber sorteado esta especie de dificultad,
todavía nos queda a menudo la ambigüedad en las
opiniones del propio Cervantes. El famoso juicio
sobre Tirante el Blanco, con el que se alaba el
libro y se condena a su autor, era un ejemplo de es
ta ambigüedad. Otro ejemplo, lo es el juicio irónico
que le merecen los Dies libros de fortuna de amor,
de Antonio de Lofraso (Barcelona, 1573).
58
pios y diferentes rumbos. El autor del Quijote per
seguía, hasta cierto punto, ese justo medio que to
do el mundo ha reconocido en sus obras, pero al
mismo tiempo trataba de juntar esos opuestos en
un todo artístico, «formando de contrarios igual
tela» (para decirlo con un verso de su hermoso so
neto de La Galatea)1. Este uso de la antítesis es
esencial, no sólo a su estilo, sino también a toda
la técnica constructiva del Quijote. En cuestiones
estilísticas tenía quizá más libertad, pero en lo re
lativo a opiniones y juicios, por no decir Weltan
schauung, necesitaba una fuerza unitiva. Fuerza
que encontró en la ironía.
Con este término me refiero a lo que algunos
llaman, innecesariamente, «ironía romántica». Po
demos usar la definición dada por Wellek.de este
vocablo, tal y como lo empleó Federico Schlegel,
que tanto admiraba el Quijote, pues es aplicable
con toda exactitud a Cervantes:
La actitud irónica nace al comprender uno cuán para
dójica es la esencia del mundo cóm o una actitud ambi
valente es la tínica que puede abarcarlo en su contra
dictoria totalidad. Supone un conflicto entre lo absoluto
y lo relativo, una conciencia simultánea de lo imposible
y lo necesario que es dar una reseña íntegra de la
realidad. El escritor, pues, debe sentirse ambivalente
respecto a su obra, alzándose por encinta y aparte de
ella, manejándola casi juguetonamente2.
59
en la ironía el instrumento más valioso del nove
lista. Como instrumento puramente crítico es de
limitada utilidad, pues las cuestiones planteadas
quedan sin respuesta. Pero su misma indecisión
tiene una consecuencia importante: abre las puer
tas a otra clase de crítica, más moderna. La mul
tiplicidad de perspectivas posibles permite una vi
sión de las cosas nueva y compleja, una visión ca
si circular, desde todos los ángulos, que no se
ñala cbn precisión la verdad del asunto tratado,
pero circunscribe el área de operación. La ironía
permite a Cervantes hacer crítica al mismo tiempo
que escribe, y presentar puntos de vista distintos
con una imparcialidad notable. Su mayor impor
tancia es, sin embargo, de tipo artístico; .Cervan
tes no es un innovador en cuanto a su método
crítico tanto como lo es por su uso de la ironía
como técnica novelística1.
En el Quijote mantiene; a lo largo de todo el li
bro, lo que es casi un ininterrumpido comentario
sobre su propia ficción. Una y otra vez se sugiere
la crítica, cuando no se expone abiertamente. Por
ejemplo, la responsabilidad por aburrir tal vez al
lector con un extenso discurso sobre la mitológica
Edad die Oro se hace recaer en Don Quijote. No
sólo Cervantes, sino incluso Benengeli, lo dejan
bien sentado, al describir toda esa larga arenga
como algo «que se pudiera muy bien excusar»
(I, 11).
Sin embargo, la ironía de que con tanto éxito se
sirve en el Quijote está expuesta a transformarse
en una intromisión desconcertante en el Persiles,
obra que se halla respecto a la novela anterior en
una relación semejante a la que existe entre Sa-
60
lammbô, de Flaubert y Madame Bovary. En el Persi
les su crítica es a veces demasiado mordaz para
lo frágil que resulta la contextura de la ilusión ima
ginativa. Toma una de sus formas más afortuna-
das en el malicioso comentario del murmurador
Clodio, personaje que muere siendo aún joven;
pues aunque éste sólo se fija en las verdades más
desagradables, puede ser descartado también por
ser un personaje moralmente malo. Sus comenta
rios sobre las personas entre las que él se ve en
vuelto no son crítica «literaria» desde su punto de
vista, pero valen como tal desde el punto de vista
del lector. Ridiculiza la locura de Arnaldo al per
seguir a Auristela. Pone en duda el pretendido pa
rentesco del héroe y la heroína, añadiendo que,
aunque sean realmente hermanos, no puede apro
bar esta «hermandad» de dos que andan juntos
«por mares, por tierras, por desiertos, por cam
pañas, por hospedajes y mesones». ¿Cómo pueden
pensar que van a cambiar fácilmente por dinero
las alhajas de gran valor que usan como moneda?
¿Creen que van a encontrar siempre reyes y prín
cipes que los hospeden y favorezcan? ¿Qué decir
de Transila y de la astrologia de su padre? ¡Qué
cuentos no contará el «bárbaro» cuando vuelva a
su patria! Resulta significativo que Cervantes se
retracte de la crítica implícita en sus últimas pa
labras, deseoso como está por hacer aceptables
para el lector estas sorprendentes historias (II, 5).
Cervantes fue primera y principalmente crítico
de sí mismo. Nadie mejor que él sabía, por ejem
plo, que su inclinación natural por la poesía no
iba acompañada de una habilidad semejante para
escribirla. Ni era tan mal crítico de las obras de
otros autores como todavía se quiere sugerir al
gunas veces. Las páginas de elogios sin discrimi
nación que prodiga a poetas de muy desigual mé
rito en el Canto dé Calíope y en el Viaje del Par
naso no tienen nada que ver con la crítica. Se
61
trata de celebraciones, no de valoraciones críticas.
Durante el Siglo de Oro, el panegírico, la ofensa y
las consideraciones personales se interferían con
tinuamente con la crítica. Cuando Cervantes no es
taba influido por aquéllos, y así ocurre en sus de
claraciones sobre las novelas de caballerías, dio
juicios generalmente justos y, a veces, llenos dé
sutileza.
Lo que en particular necesitaban los escritores
para que esa «auto-consciencia» literaria que en
contramos en las novelas cervantinas se desarro
llase era hacer que sus personajes se mantuvieran
a distancia, comentándolas, de las narraciones o
los versos incluidos en el mismo libro. Esta es
uña característica de las novelle italianas y sus
imitaciones españolas. Hasta cierto^punto deriva,
por consiguiente, del uso que hace Boccaccio en
sus cuentos de un «marco». Entre las historias na
rradas y el lector, Boccaccio intercala un audito
rio imaginario y, aunque muy brevemente, indica
siempre las reacciones de este auditorio. Strapa-
rola, Parabosco, Lucas Hidalgo y Eslava, por men
cionar sólo unos cuantos de sus imitadores italia
nos, usan también este procedimiento, más o me
nos elaborado. Lo mismo ocurre a veces en nove
las largas en que se entretejen historias dentro de
la narración principal o en que parte de ésta es
narrada por uno de los personajes. Es sobre todo
una característica de las novelas pastoriles, en que
los pastores y las ninfas se aplauden unos a otros
sus propios cantos e historias. En la Arcadia, de
Sannazaro, por ejemplo, el canto de Galicio agrada
a todos y cada uno «por razones distintas», razo
nes que se especifican en la novela y nos muestran
cierto discernimiento artístico1. Y en la edición
1 «Alcuni lodarono la giovenil voce piena di armonía ines-
timabile; altri 11 modo suavissimo e dolce, atto ad irretire
qualunque animo stato fusse più ad amore ribello; molti co-
mendarono le rime leggiadre, e tra rustici pastori non usitate;
e di quelli ancora vi furono, che con più ammirazione estolsero
62
aumentada de la Diana, de Montemayor, la sabia
Felicia y sus acompañantes alaban a la bella Fe-
lismona por la «gracia y buenas palabras» con que
ha contado la historia de Abindarráez1.
La, literatura pastoril renacentista contribuyó
bastante al desarrollo de la auto-conciencia lite
raria. Esto era consecuencia de su misma natura
leza, esencialmente lírica. Por ser de naturaleza
lírica, existía cierta comunidad de emociones en
tre el autor, el lector y los personajes; y así, por
lo que se refiere a la novela pastoril, el autor y ej
lector podían participar en la obra mucho más ín
timamente de lo que era usual en la prosa nove
lística ordinaria. De esta manera el mundo de la
ficción pastoril, tan incomprensible e irreal para
la mentalidad moderna, era probablemente aquél
en que entraba con más facilidad el lector culto
del siglo XVI. Pero no sólo había emociones com
partidas; el autor atribuía a sus personajes unas
normas críticas y vina sensibilidad artística que
^estaba seguro compartirían su público de lectores
cultivados o su auditorio. Era inherente a lo pas
toril cierta actitud crítica: la idea de los pastores
que compiten con sus cantos era anterior a Vir
gilio. En el Renacimiento, los personajes pastori
les, tan fácilmente identificables con personas fue
ra de la ficción, se interponían entre el autor y el
público, asumiendo, con sus cantos e historias, los
papeles del artista y su auditorio. Es cierto que es
tos cortesanos disfrazados se entregaban más a
gentilezas corteses que a una verdadera crítica,
pero la introducción dentro de la prosa narrativa
de lo que era al menos una conciencia crítica con
tribuyó a estimular el inmediato desarrollo de la
novela moderna.
No sorprende demasiado, pues, encontrar a ve
ía acutissima sagacità del suo avvedimento» (J. S a n n a z a r o , Ar
cadia, ed. Turin, 1948, pág. 29).
1 J. d e M o n t e m a y o r , Los siete libros de la Diana, Clás. Cast.
(Madrid, 1946), pág. 221, nota.
63
ces en estos autores el reconocimiento —a menu
do tácito— de la irrealidad de su ficción1. Hasta
se puede oír una nota esporádica de ironía en la
novela pastoril española, una nota mucho más su
til y mejor manejada que en los libros de caba
llerías. Cuando la hermosa Selvagia, en la Diana,
llora, todos los demás se unen a ella en el llanto
«por ser un oficio de que tenían gran experien
cia»2. En la misma Galatea, de Cervantes (Libro
VI), en que su acostumbrada y divertida objetivi
dad y su ironía crítica son mínimas, los pastores
y sus damas se dedican, como nueva diversión, a
juegos y agudezas de salón para «no cansar tanto
(sus) oídos con oír siempre lamentaciones de amor
y endechas enamoradas». En El pastor de Fílida3,
Gálvez de Montalvo se burla cínicamente del géne
ro pastoril: nos hallamos ya en el camino que lle
va a la obra Le Berger extravagant, de Sorel.
Hay buenas razones para creer, como-ha mante
nido Castro, que Cervantes aprendió en la novela
pastoril gran parte de su técnica novelística. Es
cribir La Galatea fue, sin duda, una experiencia
fecunda. Sobre todo, pudó instruirle en esa ino
cente complicidad entre el escritor, el lector y los
personajes, que él explota hasta el máximo en el
Quijote. La conciencia crítica que en esta obra
manifiestan sus personajes es proyección dé la
suya propia. Y ésta, a su vez, es parte de un dis-
tanciamiento irónico que no sólo le permite mani
pular su creación de manera prodigiosa, sino que
tiene también consecuencias artísticas importantes.
64
4. Literatura y vida en el Quijote
El verdadero héroe es sépalo o no,
poeta, porque ¿qué sino poesía es el he
roísmo?
Unamuno
66
rejacipnadas con lo caballeresco, es la naturaleza
libresca, fabulosa, de las mismas. La Edad de Oro
de las hazañas caballerescas que él quiso resucitar
tenía que ver muy poco con la auténtica Edad
Media; eran unos tiempos que nunca existieron,
lt>s tiempos imaginarios de los cuentos infantiles
que comienzan con la frase «Erase una vez». La
historia sólo le inspiraba cuando, perdida en la
distancia, se unía a la ficción para convertirse en
leyenda. El disparatado comentario de Byron al
afirmar que Cervantes «hizo desaparecer la caba
llería de España con una sonrisa» muestra una
confusión entre la historia y la literatura no muy
alejada de la del propio caballero loco. Los ideales
utópicos y mesiánicos de Don Quijote pueden ha
ber resultado, a la larga, lo más importante, pero
fueron las novelas de aventuras fabulosas, nos di
ce Cervantes en el primer capítulo de su libro,
las que en un principio cautivaron su imagi
nación:
Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los
libros, así de encantamentos com o de pendencias, bata
llas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas
y disparates imposibles (I, 1).
70
sus modelos caballerescos; y crea, al menos en
parte, la historia de la que él es protagonista. La
diferencia está en que la vida es larga y el baile
dura poco tiempo, y el mundo no está contenido
en una plaza de toros. Pero el impulso que incita
al Caballero a dar a su vida una dimensión épica y
el que embellece cada movimiento del bailador o
del matador es el mismo.
Desgraciadamente, Don Quijote es un mal artis
ta, un artista frustrado. Sobrevalora sus capacida
des y subestima la naturaleza especialmente in
controlable de su material, que es la vida misma.
Lleva a cabo una parodia cómica. Pero en la me
dida en que él es un artista, es lícito hasta cierto
punto aplicar a su proceder algunos principios ar
tísticos. Diré en seguida que no tengo la menor
idea de si estos principios se hallaban consciente
mente en la mente de Cervantes en esta extraña
relación. Probablemente no. Pero es privilegio de
libros como el Quijote que,· contengan mucho más
dé lo que el autor haya querido poner en ellos.
Desde luego, en otras ocasiones Cervantes se preo
cupó mucho por esos principios. Cuando la ficción
literaria y la experiencia «real» están combinadas
en forma tan curiosa, no debemos sorprendernos
si encontramos aplicaciones insólitas de la teoría
literaria. Más adelante, cuando éstas aparezcan, las
señalaremos.
e El Quijote es una novela de múltiples perspec
tivas. Cervantes observa el mundo por él creado
desde los puntos de vista de los personajes y del
lector en igual medida que desde el punto de vista
del autor. Es como si estuviera jugando con espe
jos o con prismas. Mediante una especie de pro
ceso de refracción, añade a la novela —o crea la
ilusión de añadirle— una dimensión más. Anuncia
esa técnica dé los novelistas modernos mediante la
cual la acción se contempla a través de los ojos
71
de uno o más de los personajes en ella implicados,
si bien Cervantes no se identifica con sus propios
caracteres en el sentido acostumbrado.
Lo que desde un punto de vista es ficción, es,
desde otro, «hecho histórico» o «vida». Cervantes
finge, mediante la invención del cronista Benen
geli, que su ficción es histórica (aunque una his
toria un tanto incierta, como veremos más ade
lante). En esta historia se insertan ficciones de
varias clases. Un ejemplo de ellas es la novela
corta del Curiosó impertinente. Otro, de otra espe
cie, lo es la historia de la Princesa Micomicona,
cuento disparatado que se agrega al episodio «his
tórico» de Dorotea, que es, a su vez, parte de la
«historia» de Don Quijote escrita por Benengeli,
contenida en la ficción novelística de Cervantes
que lleva por título Don Quijote. No es necesario
mareamos poniendo más ejemplos. Cuentos e his
torias, desde luego, son tan sólo las partes más
claramente literarias de su novela, la cual cons
tituye un inmenso espectro en el que se incluyen
alucinaciones, sueños, leyendas, engaños y equivo
caciones. La presencia en el libro de quiméricas
figuras caballerescas produce el efecto de que Don
Quijote y Sancho, y el mundo físico en que ambos
se mueven, parezcan, comparados con ellas, más
reales. Con una sola pincelada, Cervantes ensan·
■fchó infinitamente el radio de acción de la prosa
novelística, al incluir en ella, junto al mundo de las
apariencias extemas, el mundo de la imaginación
¿(que existe en los libros tanto como eñ las mentes).
Si el lector adopta el punto de vista de cualquier
compañero de viaje del Caballero y del Escudero
que no esté loco, puede ver el problema de la uni
dad del Quijote desde otro ángulo. Los episodios
o «digresiones» literarias de Cardenio, Leandra,
Claudia Jerónima y otros personajes aparecen en
tonces como verdaderas aventuras, opuestas a las
aventuras fantásticas imaginadas por el Caballero
72
o urdidas para él por otras gentes. Para los per
sonajes, estos episodios son verdaderos; para el
lector que los ve desde fuera son cosas que pu
dieron haber sucedido; para unos y otros son su
cesos extraordinarios, aventuras. Al examinarlos,
resulta claro que las reacciones de Don Quijote
ante ellos y el grado en que interviene en los mis
mos, cuando lo hace, vienen dictados por la natu
raleza del episodio y, al mismo tiempo, por su es
tado mental. Entre él y estos sucesos externos hay,
evidentemente, una relación sutil pero esencial. Es
ta relación no existe, por excepción, en el caso del
Curioso, ni quizá tampoco en el de la historia del
Cautivo; sobre ambos episodios, el mismo Cervan
tes manifestó sus reparosx.
Los episodios se complican con la introducción
de incidentes pastoriles que, precisamente porque
son por naturaleza más librescos que los otros,
ejercen en Don Quijote especial atracción, aunque
éste nunca se sienta capaz de introducirse plena
mente en el mundo pastoril. Cervantes se sirve una
y otra vez de lo pastoril en las historias de Mar
cela y Grisóstomo, en la de la hermosa Leandra,
en las bodas de Camacho y en el episodio de la
fingida Arcadia. En el tema de la interacción de
la vida y la literatura los episodios pastoriles ocu
pan un lugar especial, porque respresentan distin
tos niveles de una región intermedia que no es la
de la ficción fabulosa e imposible a la manera de
los libros de caballerías, ni forma parte del mun
do cotidiano de venteros, barberos y frailes (mun
do que incluye también a, damas moras fugitivas,
seductores, duques y duquesas, que no son menos
reales, aunque sea menos corriente tropezamos
con ellos en la vida diaria).
La visión irónica de Cervantes le permite intro
ducir en las páginas del Quijote cosas que por lo
1 Véase E. C. Riley, «Episodio, novela y aventura en Don
Quijote», ACerv, V <1955-56).
73
general se hallan automáticamente fuera de los li
bros y, al mismo tiempo, manejar la narración de
forma que los personajes principales se sientan
plenamente conscientes del mundo que existe más
allá de las cubiertas del libro. Cervantes incluye
en las páginas de su libro a un autor (a quien se
supone «el autor») llamado Benengeli. Se introdu
ce a sí mismo, de manera incidental, como el hom
bre que presenta al público la ficción de Benen
geli. A veces cita su propio nombre como si se tra
tara de un personaje cuya existencia estuviese uni
da a la de los caracteres: como autor de La Gala-
tea y amigo del Cura; como el soldado «llamado
tal de Saavedra», a quien el Cautivo conoció en
Argel; e indirectamente, también se nos hace re
cordarle como autor del Curioso impertinente,
Rinconete y Cortadillo y La Numancia. Y no es
esto sólo: también introduce al público en la fic
ción. La segunda parte está llena de personajes
que han leído la primera y conocen bien todas las
anteriores aventuras de Don Quijote y Sancho. Lle
ga incluso a introducir en esta segunda parte la
continuación de su rival Avellaneda, dando entra
da al libro mismo y a uno de los personajes per
tenecientes a él. Hace conscientes de sí mismos a
Don Quijote y a Sancho, que se saben héroes lite
rarios de una obra publicada y son, por tanto,
conscientes del mundo exterior a la narración. Las
pretensiones de realidad del falso Quijote, de Ave
llaneda, se transforman, en la segunda parte, en
una cuestión de cierta importancia para los pro
tagonistas. En el capítulo VI serán examinados es
tos aspectos del tema de la vida y la literatura.
Cervantes traza su obra de manera que quede
patente su total control sobre la creación que él
tanto empeño pone én hacer que parezca indepen
diente. Un ejemplo curioso de esto aparece al fi
nal del capítulo 8 de la primera parte. Brusca
mente, Cervantes interrumpe la acción, tal y co
74
mo podría uno desconectar un proyector cinema
tográfico. Todo queda parado en el momento dra
mático en que Don Quijote y el Vizcaíno se hallan
comprometidos en mortal combate. Se les deja
paralizados, con las espadas en alto, mientras Cer
vantes intercala una narración, de varias páginas
de extensión, acerca de cómo descubrió el manus
crito de Benengeli. A menudo se sirve del recurso
de la interrupción como medio de lograr «suspen
se» y dotar a la obra de variedad, lo mismo que ha
bían hecho Ercilla y otros escritores, aunque nun
ca tan gráficamente como en este pasaje1. Esta
destrucción de la ilusión es otra muestra típica
de ironía. Es también una muestra de exhibicio
nismo artístico que sirve para exponer ostentosa
mente el poder del escritor.
Sin embargo, a veces halla dificultades para con
tener sus novelas y narraciones dentro de los lí
mites prescritos por el arte y por la capacidad de
sus lectores. Estas dificultades provienen de la vas
tedad de su visión imaginativa de la vida. A todo
novelista fecundo se le plantea este problema, pero
la vida y la literatura están tan complicadamente
conectadas para Cervantes, que a veces parecen in-
terferirse realmente una y otra. A este respecto re
sultan reveladores un par de pasajes. El galeote
Ginés de Pasamonte tiene ya bien bosquejada su
autobiografía picaresca, pero, aun así, no puede sa
ber qué extensión tendrá. Cuando se le pregunta
si está acabado el libro, replica: «¿Cómo puede es
tar acabado, si aún no está acabada mi vida?»
(DQ, I, 22). El otro pasaje pertenece al Persiles.
Cuando Periandro dice a Arnaldo:
Y por ahora sosiégate, que ayer llegamos a Roma,
y no es posible que en tan breve espacio se hayan fabri-
75
cado discursos, dado trazas y levantado quimeras que
reduzcan nuestras acciones a los felices fines que de
seamos (Persiles, IV, 4).
79
mo ellos1. Un miembro del grupo puede incluso
llevar consigo el Decamerón en el momento en que
deciden pasar el rato dedicados a ese entreteni
miento2. Los ejemplos son de poca importancia,
pero el hecho de que un personaje inventado se
muestre consciente de la ficción literaria como tal
representa un avance y una más complicada ela
boración sobre la mera apropiación para uso par
ticular de los caracteres de ficción creados por
otro autor, que era lo que se hacía corrientemente.
Pero todavía quedaba mucha distancia hasta ha
cer que un personaje fuera consciente de su pro
pia existencia literaria. Atisbos de esta idea piran-
Idelliana aparecen, sin embargo, en una de las no
velas más tempranas, la Historia etiópica, de He
liodoro. «¡Todo es igual que una obra de teatro!»,
exclaman los personajes al referirse a los sucesos
en los que están tomando parte, reconociendo con
ello la semejanza, si no la identidad, con la fic
ción 3. El artificio de Heliodoro, consistente en ha
cer qué sus personajes presten atención a la ex
cepcional naturaleza de la historia narrada, recuer
da sobremanera a Cervantes. Otro procedimiento,
sorprendente para su época, es el usado en la no
table novela renacentista La Lozana andaluza, de
Francisco Delicado. El autor se introduce a sí mis
mo en la obra, no como un personaje importante,
ni siquiera como mero vehículo conductor de la
historia, sino como una especie de registrador, ac
tivamente ocupado en observar y recoger todo lo
que la prostituta Lozana dice y hace. No explota,
sin embargo, las posibilidades de esto, pues en la
1 Por ej., en los Ragkmamenti de Firenzuola. Véase L. DI
Francia, Novellistica (Milán, 1924-25), I, 601-2.
2 Así, en la obra de II L a s c a , Cene (Di Francia, op. cit. I,
622). '
3 Historia etiópica de los amores de Teagenes y Cariclea,
traducción de Femando de Mena, 1587 (ed. Madrid, 1954): cf.
páginas 183-84; también páginas 91, 388; 424. Cervantes pudo
haber leído esta traducción, o la traducción anónima Q u e se
publicó en Amberes en 1554, basada en la versión francesa
de Amyot.
80
conducta de Lozana no influye para nada el saber
se (como se sabe) tema del «retrato» de Delicado *.
La relación personal del escritor con su narra
ción era a menudo muy compleja, y para la com
prensión de la obra era importante que esta rela
ción se hallase expresada claramente. La distin
ción entre el Dante autor y el Dante peregrino ha
Sido considerada «fundamental para la total es
tructura» de su poema 2. En el siglo xvx puede ob
servarse que la mucha confusión existente va dan
do paso a una clarificación de la posición del au
tor frente a su propia obra. La Arcadia adolece del
fracaso de Sannazaro al intentar definir con clari
dad su papel dentro de la obra y su posición, fuera
de ella, como escritor. La confusión acerca de quién
es cada uno de los personajes en las Eglogas, de
Garcilaso, proviene de la mezcla que hace el poe
ta entre asuntos personales de su propia experien
cia, detalles de las vidas y personalidades de sus
amigos íntimos, y pura ficción. Los autores de li
bros de caballerías sentían la necesidad de un cier
to distanciamiento y, para lograrlo, aparentemente
se disociaban ellos mismos de la ficción, pero en
realidad sólo confundían la cuestión. Bandello, mu
cho más perspicaz, suscitó, sin embargo, otras
cuestiones, al tratar de usar la objetividad como
coartada moral, negando toda responsabilidad del
autor por los crímenes y vicios de sus personajes.
Una mayor complejidad de actitudes morales, más
rica y convincente, fue ideada por Mateo Alemán,
que usó la forma autobiográfica habitual en los au
tores de novelas picarescas. En su Guzmán de Al-
farache combinó con éxito notable la objetividad
1 A. V il a n o v a , cuya edición he manejado (Barcelona, 1952),
sugiere que la obra de D e l i c a d o inspiró a Cervantes a este res
pecto: «Cervantes y La Lozana andaluza», Insula, número 77
(mayo 1952). Es una suposición en extremo dudosa.
2 F r a n c i s F e k g u s s o n , citado por R. H. G r e e n , «Dante’s «Alle
gory oí Poets» and the mediaeval theory of Poetic Fiction»,
CL, IX (1957), 124.
81
y el método autobiográfico. La conversación del
picaro hacía posible esto último: una vez enmen
dada su vida, el personaje podía mirar hacia atrás
y escribir sobre sí mismo como si se tratara de
«un hombre distinto».
Aunque el método de Alemán no era el mismo
que el de Cervantes (pues este último, en primer
lugar, nunca presentó una narración en prosa co
mo sucedida a él mismo), las realizaciones pecu
liares de ambos novelistas exigían un sentido muy
desarrollado de la diferencia existente entre la
ficción poética y el hecho histórico; y este sentido
se desarrolló como consecuencia de la difusión al
canzada por las doctrinas poéticas aristotélicas,
que justificaban la ficción poética atendiendo a la
verdad universal en ella contenida. Una acentuada
conciencia de la relación que existe entre la vida
y la literatura hizo posible el grado de autonomía
—que no admite paralelo— alcanzado por Don Qui
jote y Sancho, y permitió también al autor man
tenerse a distancia de su obra y, simultáneamente,
verse envuelto en ella, operación muy compleja,
pero que ya no toleraba confusiones. Al tener con
fianza en su libertad y en su poder para controlar
plenamente la obra, el autor podía entonces, como
Dios, estar al mismo tiempo dentro y fuera de su
propia creación. Cervantes, al final de su novela,
se aleja de su creación y hace decir a Cide Hame-
te —o más bien, hace que diga su pluma—: «Para
mí sólo nació Don Quijote, y yo para él: él supo
obrar y yo escribir», para terminar reafirmando
la identidad de ambos con las palabras «solos los
dos somos para en uno»x.
En el pensamiento crítico del siglo xvi, la vida
y la literatura, aunque eran diferenciadas con una
precisión desconocida desde la Antigüedad, vinie
ron a converger. Esto se puede, ejemplificar en las
82
doctrinas de Escalígero, el cual acaba por hacer
indistinguibles el objeto poético y el objeto real1.
El poeta imita la naturaleza; sólo Virgilio llevó a
cabo esta imitación de manera perfecta; luego el
poeta moderno debe imitar a Virgilio (imitando
con ello la naturaleza) si quiere mejorar las con
diciones morales de su público. Si el argumento,
puesto en esta forma simplificada, apenas puede
persuadir, la desaparición de los límites existen
tes entre la vida y la literatura, de la que ésta es
sólo una muestra entre el variado conjunto de su
teoría, puede verse, sin embargo, en esa fusión de
la naturaleza con un modelo literario. Los distin
tos niveles de ficción fueron explorados también.
Así, hallamos a Piccolomini discurriendo sobre
imitaciones de imitaciones, lo que recuerda la his
toria dentro de otra historia del Quijote·.
Inclinando io adunque allora a credere che cosi fatta
doppia imitazione si potesse con ragion fare; andai dis-
correndo quanto oltra con questa reflessione e moltipli-
cazione si potesse procedere: cioè se non solo doppia si
potesse fare, ma tripla, e quadrupla, e quanto si voglia
finalmente com ’a dire uno che imiti uno altro imitante,
e cosi di mano in mano...
Ed in vero in imitar un imitante, s’imita ancora in
un certo m odo il vero; essendo vero che quel tal’ imita
to imitante im ita2.
83
teatro», en Hamlet, en la Illusion comique, de Cor
neille, y en el episodio del retablo de maese Pedro,
en el Quijote, por citar sólo unas cuantas obras.
Creó también las posibilidades que con tanta bri
llantez explotó Calderón en El gran teatro del mun
do y en No hay más fortuna que Dios.
Algunos de estos málabarismos que se hacían
con la ficción y que son parte integral del Quijote
continuaron siendo populares entre autores y lec
tores. Tal es el caso de todo ese aparato de docu
mentos ficticios e historias que se suponen de se
gunda mano, que tanto gustaron a los novelistas
europeos a partir del siglo xvn; el procedimiento
debe mucho a Cervantes, aunque no fue Cervantes
quien lo inventó. No obstante, algunas de las in
venciones cervantinas más artificiosas tuvieron que
esperar desde el siglo xvn hasta el xix antes de
ser otra vez parte significativa en obras de gran
des escritores. De hecho, los personajes autónomos
de Pérez Galdós, Unamuno y, sobre todo, Pirande
llo, se hallan precedidos, unos tres siglos antes,
por Don Quijote y Sancho. Lo mismo podríamos
decir de algunas de las ideas que aparecen en es
critores tan dispares como André Gide y Lewis Ca
rroll. Mucho antes que Edouard, en Los monederos
falsos, Cervantes escribió un libro acerca de «la
lucha entre lo que la realidad le ofrece y lo que
trata de hacer con lo ofrecido»1 .En Alicia en el
Pais del Espejo, la desolada y violenta reacción
de la protagonista ante la sugerencia hecha por
Carrasclín de que ella es sólo una de las cosas con
que sueña el Rey Negro, recuerda la reacción de
Don Quijote y Sancho cuando ven peligrar su_reár
lidad ante el desafío que representan lo¡? héroes ri-
,vafes de Avellaneda.
84
Pero la analogía más estrecha con ese «juego de
espejos» que Cervantes utiliza en el Quijote no se
tta en un libro sino en un cuadro. Es más o me
nos contemporáneo de la novela cervantina, cons
tituye también, como aquélla, una obra maestra y
el efecto que produce es semejante. Me refiero a
Las Meninas, de Velázquez *. Este cuadro se halla
lleno de trucos. En él está representado el pintor,
trabajando en su propia obra: es la mayor figura
de la escena, pero está casi oculto en la oscuridad,
discretamente al margen. Vemos también la parte
posterior del propio lienzo que estamos contem
plando. Mitad dentro y mitad fuera de la habita
ción y, en cierto modo, del cuadro, parada, está la
figura que hay en la puerta de entrada. Se ve al
rey y a la reina reflejados en un espejo de la pa
red del fondo, en la que hay colgados algunos cua
dros que apenas distinguimos. Y el espectador se
da cuenta con sorpresa de que está contemplando
el cuadro desde el mismo lugar, próximo al atento
monarca y a su esposa, desde el que en realidad
fue pintado el cuadro. Uno casi se siente tentado
a mirar a su alrededor. ¿Había allí un espejo (co
sa un tanto dudosa), o es que Velázquez, proyec
tándose mentalmente fuera de su cuadro, pintó
desde ese lugar, como si él fuera enteramente otra
persona, pintándose —él mismo— en el momento
de trabajar? En cualquier caso, se las arregló pa
ra estar al mismo tiempo fuera y dentro de su
obra y, lo que es más importante, para hacer que
el espectador penetrara también en ella. «¿Pero
dónde está el marco?», exclamaba Gautier al ver
el cuadro. El comentario de Piccaso fue: «Nos ha
llamos ante el auténtico pintor de la realidad.»
1 Creo que la analogía se puede llevar todavía más lejos
y es mucho más esencial de lo que sugieren O r t e g a , op. citada,
pág. 169, o H . H a t z f e l d , «Artistic Parallels in Cervantes and
Velázquez», Estudios dedicados a M e n é n d e z P i d a l (Madrid,
1950-57), III, 289, que tratan también este punto. Puede verse
también R o s a l e s , op. cit., II, 198.
85
«Su propósito fue simplemente —ha escrito sir
Kenneth Clark— decir toda la verdad acerca de
una impresión visual completa... manteniendo in
advertida, una imparcialidad absoluta» K
Todas estas palabras podrían haberse dicho, con
no menor propiedad, referidas a Cervantes y el
Quijote.
PRIMEROS PRINCIPIOS
1. De la épica a la novela
Lo que hace de tirio un poeta no es el
saber rimar o el saber versificar: tampoco
se es abogado sólo p or usar una larga
toga.
S ir Ph il ip S id n e y
2. Con:
a) un estilo agradable,
b) una invención ingeniosa,
c) verosimilitud.
90
loado, mas en prosa» ', sus palabras revelan que se
hallaba muy extendido el sentimiento de la sepa
ración entre la prosa y la poesía. Por razones ob
vias, existió siempre una distinción, y los escrito
res de la Antigüedad a menudo se referían explí
citamente al hecho de que ciertas obras en prosa
fueran de carácter poético y el verso no siempre
fuera necesariamente poesía; pero a pesar de to
do, la poesía y la prosa no eran consideradas co
mo dos cosas esencial ni originariamente distintas.
Esta falta de discriminación continuó, con mayor
confusión, durante la Edad Media. Los italianos del
siglo XVI tenían ideas más precisas, pero sus opi
niones sobre si la poesía podía o no podía escri
birse en prosa variaban de unos autores a otros.
Es evidente que Giraldi y Tasso, por ejemplo, acep
taban la idea sin vacilaciones: aquél, al incluir en
la poesía las novelas de caballerías y los romanzi;
éste, al considerar como épica las novelas bizan
tinas y Flores y Blancaflor2. Escalígero, sin embar
go, aunque parece haber sido el primero en seña
lar como modelo para los poetas épicos la Historia
etiópica, de Heliodoro3, sostem'a lá opinión con
traria e insistía en que la poesía debe ser imitación
en verso. Igual hacía Patrizi. Otros autores, como
Robortelli, Maggi, Varchi, Castelvetro, Piccolomini
y Minturno, aunque aceptaban la doctrina aristoté
lica de que la esencia de la poesía estriba en la
imitación y no en que esté escrita en verso, admi
tiendo con ello que pudiera haber poesía en prosa,
consideraban que la mejor poesía era la escrita
en versó.
Los escritores españoles aceptaron la idea sin
tanto rigor crítico. El hecho mismo de que les
91
apartara de la aproximación formalista a la lite
ratura y de la rigurosa delimitación de los géneros
literarios atraería a muchos de ellos. Juan de la
Cueva, por ejemplo, hizo de la invención y no del
verso el criterio para definir la poesía El Pincia
no se inclinaba a pensar, como Escalígero, aunque
con algunas vacilaciones, que la poesía perfecta re
quería el verso, pero le seducía claramente la idea
de la épica en prosa y, en numerosas ocasiones,
hizo referencia a la obra modelo de Heliodoro.
Decía categóricamente:
Los amores de Teágenes y Cariolea, dé Heliodoro, y
los de Leucipo y Olitofonte, de Aquiles Tacio, son tan
épica com o la Ilíada y la Eneida; y todos esos libros
de caballerías, cual los cuatro dichos poem as.no tienen,
digo, diferencia alguna esencial que los distinga, ni tam
p o co esencialmente se diferencia uno de otro por las
condiciones individuales2.
92
última de las publicadas hasta el siglo xvm). En
el año 1617 se publicó no sólo el Persiles, sino tam
bién la traducción de la novela de Aquiles Tacio,
Los más fieles amantes Leucipe y Cletifonte, en
versión de Diego de Agreda. Pero hay que recono
cer que la novela bizantina no llegó a sertan um
versalmente popular como lo había sido el Ama-
dís de Gaula. Heliodoro era el autor predilecto de
los humanistas, y eran los intelectuales más culti
vados —hombres y mujeres— quienes se entrete
nían con la lectura de la Historia etiópica. Nise,
que explica a Celia la naturaleza de la obra en La
dama boba, de Lope de Vega (I, IV), esun buen
ejemplo de ello. La obra se publicó enespañol
sólo unas seis o siete veces durante el siglo xvi y
comienzos del xvn, pero llegó a tener en tan corto
espacio nada menos que cuatro traductores dis
tintos. En otras palabras: era obra de gran pres
tigio, pero de circulación limitada.
Aunque en el Siglo de Oro no hubo ningún poe
ta épico español que pueda equipararse á Camoens,
Tasso o Milton, hay que reconocer a España el
mérito de algunos experimentos notables. Así,
mientras Cervantes intentaba una épica en prosa,
Góngora hacía experimentos con la poesía lírica a
escala épica. Un libro como el Persiles se hallaba
precisamente en la corriente de las ideas literarias
avanzadas de la época y en la vanguardia de la mo
da literaria. La época de la novela heroica acababa
de comenzar en Europa, y Cervantes señaló el ca
mino a Gomberville, la Calprenède y Mlle, de
Scudéry. Por ser una nueva novela de un autor
ahora ya famoso, el Persiles tuvo una rápida aco
gida; se hicieron en poco espacio de tiempo ocho
ediciones y pronto fue traducido a otros idiomas.
En 1619 existía ya una versión inglesa.
No siempre se suele recordar que Cervantes fue
en su época un novelista muy del momento, un
experimentador incansable. Su primera novela res
93
pondía a la moda pastoril, entonces en boga; sus
Novelas ejemplares fueron, en realidad, como él
pretendía, las primeras de su clase que se publi
caron en España; y la originalidad del Quijote no
necesita ser resaltada. Había puesto en su última
empresa todas sus esperanzas, mitigadas tan sólo
según parece, por cierta ansiedad. El Persiles «se
atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevi
do no sale con las manos en la cabeza» (Novelas,
prólogo). Será o el más malo o el mejor de los
libros de entretenimiento compuestos en castella
no, dice en la dedicatoria de la segunda parte del
Quijote, y se arrepiente de haber dicho «el más
malo», porque sus amigos le han asegurado la
bondad del libro. Lo llama obra de «entretenimien
to», pues aunque con él trató de dignificar la no
vela, pretendía, además de esto, que su último
libro fuese una obra de alcance popular. El Persi
les es una novela bizantina de ambiente contempo
ráneo y un libro de caballerías actualizado.
Sin embargo, la obra es un fracaso; fracaso que.
en mi opinión, no obedece principalmente a la
falta de verosimilitud, sino al exceso de episodios.
A la luz de esta novela se pueden ver con más cla
ridad los aciertos y los puntos débiles de la teo
ría del Canónigo. El énfasis que éste pone en la
ejemplaridad y en la variedad (cualidades que ya
advirtieron los primeros traductores del Persi
les) 1 va en perjuicio de la creación de caracteres.
El Canónigo antepone claramente las cualidades
abstractas y ejemplares del carácter al carácter
mismo. Su insistencia en la variedad, subrayando
la importancia de la acción, refleja la prioridad que
Aristóteles dio al argumento sobre la creación de
caracteres.
94
Cervantes comprendió claramente lo que mu
chos novelistas modernos han olvidado: que la na
rración por la narración misma es la base de la
novela y que es deseo natural de la mayoría de los
lectores saber «qué sucedió después». Y, sin em
bargo, fracasó donde Heliodoro había triunfado
plenamente. El escritor de la Antigüedad nunca
pierde el hilo principal de su narración, constitui
do por las aventuras de su héroe y su heroína,
que, dicho sea de paso, son una pareja mucho más
simpática que la formada por Persiles y Sigis-
munda. Abusa menos de la casualidad, el «suspen
se» se sostiene de una manera más hábil, y el des
enlace es más espectacular y está mejor preparado.
Los elogios de los humanistas no eran infundados.
Ambos libros constituyen en ciertos aspectos un
refinamiento de la épica. Los héroes de cada uno de
ellos son amantes perfectos más que perfectos sol
dados. Teágenes posee una «generosidad digna de
Aquiles», se nos dice, pero fundida en un molde
menos violentox. La épica misma había cambiado.
El amor —Tasso y otros escritores estaban de
acuerdo en ello— era también tema adecuado pa
ra un poema heroico2.
Por una ironía del destino (ironía que Cervantes
habría sabido apreciar), la posteridad ha juzgado
que su «poema épico» no es el Persiles y Sigismun
do,, sino el Quijote. En el siglo xvm se discutió seria
mente la naturaleza épica del Quijote y hubo mu
chas controversias sobre si Cervantes había imita
do o no a Homero. En el siglo xix los críticos ro
mánticos alemanes adivinaron algo de la más am
plia y oculta poesía del Quijote. Consideraron este
libro como una derivación de la novela de caballe
rías y también como un poema épico. Mientras
tanto, el concepto de imitación literaria perdió to-
1 H e l i o d o r o , ed. cit.,
pág. 146.
2 T a s s o ,, Del poema
eroico, II, 62-63. E l P i n c i a n o admite
también esto mismo, con algunas ligeras restricciones.
95
do el prestigio que hasta entonces había tenido.
«Más alto está Cervantes de una imitación» protes
taba Urdaneta y en la segunda mital del siglo era
poco menos que una grosería por parte del crítico
sugerir que el Quijote no era del todo original. «Epi
co» apenas llegó a ser más que un vago superlativo.
Sin embargo, Luis Vidart, que prestó cierta aten
ción a las teorías literarias de Cervantes, intentó
devolver a la palabra algún significado real2, y esto
mismo ha hecho la crítica cervantina moderna.
Para Cervantes la palabra «épica» poseía cierta
mente un significado bien definido. Resulta poco
probable que al pensar en el Quijote quisiera atri
buirle el carácter de una epopeya en prosa, como
hizo con el Persiles, aunque esto no quiere decir que
su obra maestra no deba nada a la épica. Aparte de
las parodias y los recuerdos épicos que el Quijote
contiene, existe una esencial conexión con la épica
a través de la novela de caballerías. Pero la obra es,
a lo sumo, una epopeya burlesca. Le,falta el tono
elevado de la auténtica épica, y su gran seriedad mo
ral no es heroica, sino de una especie que pertene
ce, más bien, a la alta comedia. Sin embargo, una
cualidad heroica, que emana principalmente de las
aspiraciones de Don Quijote, penetra en toda la
obra, y Cervantes nos hace asociar su novela a la
épica al indicarnos, en su conclusión sagaz, cómica
y profética, que el nombre de la aldea de Don Quijo
te no ha sido revelado con el fin de que todas las vi
llas y lugares de la Mancha puedan contender entre
sí por el honor de tenerle por suyo, como conten
dieron las siete ciudades de Grecia por Homero
(II, 74).
La épica desempeña también otro papel curioso
en el Quijote. Al igual que las novelas de caballe
1 A. U k d a n e ta , Cervantes y la crítica (Caracas, 1877), pági
na 282.
2 «Cervantes, poeta épico», Apuntes críticos (Ma
L . V id a r t ,
drid, 1877); El «Quijote» y la clasificación de las obras litera
rias (Madrid, 1882).
96
rías, se halla también, en cierto sentido contenida
en el libro. Cuando el Caballero se imaginaba la his
toria que, según le han dicho, ha sido escrita sobre
él, atribuye a ésta cualidades que generalmente se
atribuían a la gran poesía épica: «por fuerza había
de ser grandílocua, alta, insigne, magnífica y verda
dera» (II, 3). Las definiciones que los contemporá
neos dan a la épica se asemejan a esta concepción
idealizada de su propia historia. «Diremo dunque
—escribía Tasso— che il poema eroico sia imitato
re d’azione illustre, grande e perfetta fatta narrando
con altissimo verso»
La prosa épica y la novela de caballerías eran una
misma conexión fundamental —y no la disparidad
estética— que existe entre la gran épica y la mala
novela de caballerías. Su punto de vista era esencial
mente medieval. En la Edad Media como es bien
sabido, no se diferenciaba muy bien a los héroes
de la Antigüedad de los héroes caballerescos. Ambos
existían en un mismo plano y eran igualmente «rea
les»; no servía para distinguirlos el hecho de que
unos fueran fabulosos y otros históricos. Esta au
sencia de discriminación era algo que Cervantes no
podía defender, en tanto implicaba un fallo a la
hora de distinguir estéticamente. Era una caracte
rística de los escritores que a él le parecían más
deplorables. Feliciano de Silva, por ejemplo, oculto
bajo el nombre del «sabio Alquife», decía que no
pqdía ver ninguna diferencia entre las hazañas del
primer Amadís y las de los grandes hombres que le
habían precedido, tales como Héctor y Aquiles o
«Los hazañosos romanos»2. A finales del siglo xvi,
por otra parte, los críticos, aunque conscientes aún
de que la épica y la poesía narrativa tenían un
fundamento común, establecían una distinción de
valores. «Es una cosa —escribía El Pinciano— bus-
1 T a s s o , Del poema eroico, I , 45.
2 P . d e S i l v a , Amadis de Grecia (ed. Sevilla, 1549), prólo
go. Se publicó por primera vez en 1550.
97
car la esencia de la épica, otra buscar la perfec
ción en todas sus cualidades» i.
Conscientes de estas diferencias, poetas como
Tasso, en Italia, y Balbuena, en España, trataron
de reconciliar las formas poéticas de la épica y la
poesía narrativa. Pero el intento de Cervantes de
hacer lo mismo con la novela tuvo una significa
ción mucho mayor en la historia de la literatura
europea. Pues si bien a comienzos del siglo xvn la
épica difícilmente podía considerarse en decaden
cia, la poesía narrativa estaba destinada en rea
lidad a ceder el paso a la novela. No vamos a
suponer que Cervantes intuyera todo esto, pero
hay que reconocer que sí vio la relación existen
te entre la épica antigua, la novela de caballerías
por ella engendrada y lo que sería la descendencia
de ésta última: un tipo de novela que combinara
—así lo esperaba— el atractivo de los libros caba
llerescos y las nobles virtudes de los poemas épi
cos. Casualmente, hubo también otro elemento in
fluyente, de carácter culto, que participó en la
formación de la nueva criatura: la novela bi
zantina.
El Quijote vino a usurpar, en realidad, el papel
asignado por Cervantes a una novela del tipo del
Persiles y Sigismundo,. Menéndez y Pelayo ha pre
cisado su significación histórica al caracterizarlo
como «el último de los libros de caballerías, el
definitivo y perfecto, el que concentró en un foco
luminoso la materia difusa, a la vez que, elevando
los casos de la vida familiar a la dignidad de la
epopeya, dio el primero y no superado modelo de
la novela realista moderna» 2.
Con el conocimiento de que la épica podía escri
birse en prosa, Cervantes tuvo ya una base sobre
la que construir una teoría de la novela. Pero, a
1 E l P i n c i a n o , op.
cit, III, 166.
2 M . M enéndez y P e la y o , Orígenes de la novela (Madrid,
1905-10), introd., I, págs. CCXCVIII-CCXCIX.
98
la larga, este principio le resultó insuficiente. La
historia se abrió paso en la novela con tal intensi
dad que ya no era adecuada la teoría épica para
tratarla, y esto constituyó un hecho que tuvo con
secuencias de muy largo alcance.
1 DQ, II, 71; VIII, 223. Persiles, III, 14; II, 139. Proble
mas comunes al pintor y al novelista preocupan a Cervantes
en la segunda mitad del Persiles, donde juega varias veces
con la idea de su narración tratada como un cuadro (y tam
bién, de manera incidental, como una obra teatral).
100
lo que se escribiere»1. Este pasaje, y más aún
aquel otro en que el Canónigb habla de «la verisi
militud y... la imitación, en quien consiste la per
fección de lo que se escribe»2, nos recuerdan al
Pinciano cuando escribe: «el poeta que guarda la
imitación y verisimilitud guarda más la perfección
poética»3. El Pinciano describe la imitación como
la «forma» de la poesía, y para Cervantes la vero
similitud y las cualidades estéticas formales se
mezclan y confunden intrincadamente en la imita
ción, pues la imitación de lo que es imposible cons
tituye un «disparate» estético.
Las palabras «imitación» e «invención» parecen
tener hoy un significado casi incompatible. En la
teoría del siglo xvix, en realidad, no hay una dis
tinción muy clara entre ellas. Tasso, que las exa
mina minuciosamente, encuentra que «l’imitazione
e l’invencione sono una cosa stessa quanto a la
favola»4. El término retórico inventio se usa a me
nudo con muy poca o ninguna diferenciación res
pecto a los términos imitatio, fictio y fabula. Sig
nifica primariamente el hallazgo de material para
la obra, en tanto que dispositio significa su selec
ción y organización; pero la distinción entre am
bas palabras está lejos de ser clara. Cervantes usa
los dos términos (invención y disposición) en este
sentido retórico al final del prólogo de La Galatea.
Vives dice que la invención es principalmente una
tarea de la prudentia del autor, la cual es una com
binación de su ingenium, su memoria, su judicium
y sus usus rerum5. Se suele insistir, sobre todo, en
la primera de estas cuatro facultades combinadas:
el talento innato. Sin embargo, como la invención
1 DQ, I, pról.; I, 39.
2 DQ, I, 47; III, 349.
3 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., II, 95.
4 T . T a s s o , Apología in difesa della sua «Gerusalemme»,
Opere, IV, 185.
5 J. I». V i v e s , De conscribendis epistolis, Opera, I, 60.
101
no significa dejarse llevar por la fantasía desbor
dada, sino más bien la «excogitatio rerum verarum
aut veri s i m i l i u m » es natural que se requiera
cierto ejercicio de discriminación intelectual. Lo
ideal es que el material elegido sea tal que pueda
hacerse con él una obra que tenga verosimilitud
y unidad. Pero esto no siempre sucedía en la prác
tica, aunque los tratadistas clásicos creyesen que
debía suceder. La invención y la verosimilitud no
son idénticas. Al final del Coloquio de los perros,
Peralta admite que la narración que acaba de es
cuchar manifiesta tina buena invención, pero tiene
serias dudas sobre su verdad. Esto equivale a du
dar de la verosimilitud de la historia narrada en
tanto que ficción. Así, pues, aunque la. verosimili
tud es, según Cervantes, una cualidad muy impor
tante de la invención, una y otra no se hallan ine
vitablemente unidas.
Cervantes se siente especialmente orgulloso de
sus propias facultades de invención (a las que in
cluso sus contemporáneos rindieron tributo), y en
más de una ocasión él mismo se felicitaba con es
te motivo. En el Parnaso reconoce que la inven
ción es un don natural o «instinto sobrehumano»,
somo él lo llama, y subraya su importancia en la
obra de todo escritor que desee que su nombre sea
recordado2. Entre los dos o tres requisitos que,
según Don Diego de Miranda, han de reunir los
buenos libros, se halla el de que deben admirar y
suspender con la invención (DQ, II, 16). «Procurad
1 Rhetorica ad Herennium, trad, de C a p la n , Loeb C l, li
bro I, II, 3.
2 «Y sé que aquel instinto sobrehumano,
que de raro inventor tu pecho encierra,
no te le ha dado el padre Apolo en vano.»
(Parnaso, I, 20.)
«Yo soy aquel que en la invención excede
a muchos, y, al que falta en esta parte,
es fuerza que su fama falta quede.»
(Ibid., IV, 55.)
102
:
ί -
103
peran con mucho los hechos de la naturaleza, es
muy frecuente en obras de crítica literaria!.
El campo de acción del poeta se considera ili
mitado. Así, queda transformado en un creador
divino, semejante al Todopoderoso, y el poema es
un mundo en miniatura. Como Escalígero y Tasso,
también Carvallo piensa que el poeta crea de la
nada, como Dios2. Algunos escritores sugieren que
hay cosas que no admiten un tratamiento poético,
pero la opinión general es que no existe nada que
el poeta no pueda describir libremente. Es conve
niente que se le faciliten informaciones y nunca
están de más unas palabras sobre cómo organi
zar el universo en un poema épico.
Perché non è cosa nè sovra il cielo, nè sotto, né nell’
istesso profondo dell’abisso, che non sia tutto in mano
ed in arbitrio del giudizioso p oeta 3.
104
para tratar de todo el universo, sus palabras son
también, probablemente, reminiscencia del vasto
campo de acción que se permitía al poeta. Pero el
menos acuciante de sus problemas era encontrar
algo que decir. Lo difícil era dar forma a lo que
la naturaleza le ofrecía y conseguir una obra de
arte que, teniendo unidad y verosimilitud, se su
jetara al mismo tiempo a las normas exigidas.
106
del siglo X V I I , diciendo que fue de «prudente liber
tad»
Nada muestra con más claridad la absoluta com
patibilidad existente entre la doctrina de la imita
ción y la originalidad de que tanto se enorgullecía
Cervantes, que el hecho de que la ostentación de
que hace gala en el prólogo de las Novelas ejem
plares, al decirnos que fue el primero que «nove
ló» en castellano, se halle precedida por la obser
vación de que su Parnaso se escribió a imitación
de una obra de Caporali y seguida —en la frase
siguiente— por la afirmación de que su Persiles
se atrevía a competir con la Historia etiópica. Al
interpretar de una manera liberal la doctrina, la
siguió en la práctica y admitió que la estaba si
guiendo.
Don Quijote expone el precepto básico de esta
doctrina en Sierra Morena, cuando se halla a pun
to de emprender la imitación en toda regla de un
caballero andante que hace penitencia:
Digo asimismo que, cuando algún pintor quiere salir
famoso en su arte, procura imitar los originales de
los más únicos pintores que sabe; y esta mesma regla
corre p or todos los más oficios o ejercicios de cuenta
que sirven para adorno de las repúblicas (I, 25).
107
El pasaje mismo parece sospechosamente un
«robo» malicioso del Cisne de Apolo, de Carvallo:
Carvallo: Dejando eso aparte, ¿será lícito al poeta
tomar un verso o sentencia breve de otro poeta y
encajarle p or suyo en sus obras?
Lectura: Sí, porque un verso o una sentencia breve,
fácilmente puedo yo decirla, com o la haya dicho
otro, aunque yo jamás se la haya oído...
C.: Y un concepto, ¿podríase tomar de otro poeta?
L.: Como lo ponga en compostura diferente, y p or dife
rente estilo del que antes tenía, lícito es...
C.: Y tomar una copla entera, o más, o un exordio,
romance ajeno, y encajarlo en mis obras, vendién
dolo p or propio mío, aprovechándome del trabajo
ajeno, ¿sería permitido?
L: En ninguna manera, porque eso es hurtar1.
1 C a b v a ix o , o p . c i t ., f o l . 190 r-v.
108
dora. Allí señala que la estancia tomada de Garci-
laso le parece más bien fuera de lugar. A ello res
ponde el músico diciendo que no hay nada de
qué maravillarse en esto, pues los poetas jóvenes
de la época escriben como les place y toman pres
tados sus versos de quien quieren, vengan o no a
cuento; y no hay necedad que no se atribuya a
licencia poética (II, 70). La opinión de Cervantes
es, sencillamente, la clásica. Bodría resumirse con
las palabras que utiliza Agustíh de Rojas: «No es
de pequeña alabanza saber tin hombre aprovechar
se de lo que hurta, y que venga a propósito de lo
que trata»1.
Es el propio Don Quijote quien explica el pre
cepto de la imitación de los modelos en el capítu
lo 25 de la primera parté. El se ha lanzado a su
empresa movido por el ejemplo de los héroes fabu
losos^ que ha conocido en sus lecturas. No hay na
da excesivamente insólito en que trate de imitar
la vida de algún héroe ejemplar o quiera emular,
como un cortesano, las mejores cualidades de los
modelos anteriores2. Pero lo que es digno de ser
notado es que su manera de obrar se halla tam
bién muy próxima a la del artista. Esto obedece
a que él está tratando de vivir la literatura y quie
re ser no sólo el héroe de su propia historia, sino
también, en tanto que es capaz de controlar los
acontecimientos, su autor. Sus esfuerzos podrían
no haber sido muy significativos en relación con
la imitación artística, si Cervantes no le hubiera
hecho plenamente consciente de. la doctrina. Pero
Cervantes le hace consciente de la misma, y el Ca
ballero la recuerda para referirla directamente a
su proyectada penitencia. En mi opinión, la re
109
cuerda de manera específica en esta ocasión y no
en otra, porque en ningún otro momento encuen
tra mejor oportunidad de llevar a cabo la que él
imagina ha de ser una imitación realmente esplén
dida de un caballero andante, una imitación per
fecta en todos sus detalles. En otras ocasiones,
la imitación que lleva a cabo no puede menos de
resultar imperfecta, porque se ve forzado a depen
der de gentes y de cosas que no se conducen con
la misma docilidad que posee el material que el
artista suele tener a su disposición. La realidad se
rebela contra él cuando intenta someterla dándole
forma de ficción. Su penitencia, por otra parte, se
rá, de manera casi exclusiva, la actuación de un
solista.
Desalentado, podemos sospechar, ante el resulta
do de la aventura de los galeotes, Don Quijote se
retira a Sierra Morena y se repliega sobre sí mis
mo. Quizá recobre un tanto la confianza perdida
ante el comienzo, que promete ser caballeresco,
del episodio de Cardenio (un ermitaño loco que,
vive en el desierto, como Roldán o Amadís). Tan
admisible es pensar que la nueva hazaña le ha si
do sugerida por el ejemplo de Cardenio (la vida),
como atribuirla al recuerdo, siempre presente en
él, de los héroes caballerescos (la literatura); lo
primero quizá de manera consciente, lo segundo
inconscientemente. En cualquier caso, decide que
ha llegado el momento de imitar uno de los más
admirables episodios de la vida de Amadís (o de
Roldán) con bastantes posibilidades de éxito. De
aquí las muchas esperanzas que pone en la aven
tura y la importancia que atribuye a la misma.
Naturalmente, está predestinado a representar la
ya usual parodia cómica, porque incluso cuando
actúa sin depender de nadie, la distancia que me
dia entre él y sus modelos no puede desaparecer.
(La condición esencial de la imitación literaria,
como observaba un erudito español del siglo xvi,
110
era que existiese, cierto parecido entre el imitador
y el autor imitado)1.
Tenía que haber, aparte de la imitación por la
imitación misma, alguna razón oficial para su pe
nitencia, y Dulcinea, como es natural, vendría a
facilitársela. Como no tiene motivos para quejarse
de su desdén hacia él, lamentará su ausencia. ÜuJ.-
cinea sólo es una parte de su plan; no es la ver
dadera causa motriz. La verdadera causa que le
mueve es el deseo de llevar a cabo una hazaña
famosa a imitación de Amadís de Gaula, el cual,
desdeñado por su dama Oriana, cambió su nombre
por el de Beltenebros y se retiró a hacer peniten
cia en la Peña Pobre. ¿O imitará quizá la locura
de Roldán? En ambos casos, lo cierto es que Dul
cinea, motivo oficial de su penitencia, queda rele
gada a ségundo término ante su deseo de realizar
una imitación. ¿Cómo puede imitar a Roldán en
sus locuras, si no le imita también en la ocasión
de ellas?, se pregunta en una fase ya muy avan
zada de su actuación.
Saborea con fruición, como un artista, el nom
bre de «Beltenebros» y se siente impulsado por
consideraciones que son, entre otras cosas, artísti-
casNPor una vez, el plan que ha proyectado se
adapta a sus posibilidades. Le será más fácil imi
tar a Amadís en esto que no en «hender gigantes,
descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar
ejércitos, fracasar armadas y deshacer encanta
mientos», observa. El escenario es el adecuado pa
ra el caso. Discurre sobre si debe tomar como
modelo a Amadís o a Roldán. Elige con cuidado el
lugar de su primer discurso solemne, escribe su
carta, insiste en que Sancho presencie parte de su
actuación y, en el capítulo 26, tras deliberar nue
vamente sobre la elección de un modelo que imi
tar, se decide al fin por Amadís y sigue adelante
1 S . F o x M o r c i l l o , De imitatione ( c i t a d o por M enéndez y
P e l a y o e n s u s Ideas estéticas, I I , 163).
111
con su empresa. Esta manera de proceder ha sido
considerada, con razón, como la propia de un li
terato y casi como una «transposición del arte»1.
Es Sancho quien expone demoledoramente la
fundamental inconsistencia de esta «tan rara, tan
felice y tan no vista imitación», como la llama Don
Quijote. Sancho señala lo inadecuado del motivo
que éste profesa. Los modelos de Don Quijote se
vieron forzados a hacer esas penitencias, pero a
él, ¿qué dama le ha desdeñado? ¿Qué razones hay
para suponer que Dulcinea «ha hecho alguna ni
ñería con móro o cristiano»? La imitación, pues,
está fuera de lugar (crítica que hemos encontrado
ya en un contexto literario convencional). La res
puesta de Don Quijote constituye una espléndida
muestra de lunatismo:
Ahí está el punto... y ésa es la fineza de m i negocio.
Que volverse loco un caballero andante con causa, ni
grado ni gracias; el toque está en desatinar sin oca
sión, y dar a entender a m i dama que si en seco hago
esto, ¿qué hiciera en m ojado? (I, 25).
112
lleva a cabo, de manera especial, en situaciones
pastoriles que son totalmente independientes de
él. Abundan las reflexiones artísticas acerca de ía
manera como se comportan los amantes de Lean-
dra después de perderla. Anselmo lamenta su au
sencia poniéndose a cantar «con versos, donde
muestra su buen entendimiento». Eugenio sigue
otro camino «mas fácil», y a su parecer, «más acer
tado», que consiste en hablar mal de lp, ligereza
de las mujeres (I, 51). De una manera más espec
tacular, en el capítulo 58 de la segunda parte halla
mos a los falsos pastores y pastoras con su fingi
da Arcadia. La diferencia entre éstos y Don Qui
jote, que aplaude su juego, reside sólo en que ellos
no se engañan a sí mismos, pues saben que se
trata únicamente de un elegante pasatiempo. Cuan
do el mismo Don Quijote medita en la posibilidad
de seguir la vida pastoril (II, 67), no deja de con
siderarla igualmente a este nivel mucho menos
serio. V
En la vida real hábía también gentes que se sen
tían impulsadas a identificarse con los personajes
pastoriles imitando su manera de obrar. Los admi
radores de L’ÂÈtrée de Honoré d’Urfé vuelven del
revés este roman à clef cuando escriben a su au
tor en 1624 para decirle:
nous avons depuis peu changé nos vrais noms, après
en avoir autant fait de nos habits, en ceux de vos
ouvrages que nous avons jugé les plus propres et les
plus conformes aux humeurs, actions, histoire, res
semblance présupposée, parentage d'un chacun et cha
cune d'entre n ous'.
113
cas caballerescas. Una vez más, vemos que Don
Quijote es sólo un caso extremo: en él se mezclan,
a gran escala y sin moderación, la emulación heroi
ca, el afán de perfección propio del cortesano y el
gusto por las representaciones teatrales.
La naturaleza artística de la imitación que él
trata de llevar a cabo es sólo una faceta de su pe
nitencia en Sierra Morena; no quiero exagerarla.
Este episodio del capítulo 25, sin embargo, ocupa
un lugar único entre las empresas de Don Quijote
y constituye una especie de punto muerto que se
halla situado en el centro de la acción de la prime
ra parte de la obra, donde resuenan continuamen
te ecos del tema. Quizá no sea mera casualidad él
hecho de que este momento central coincida con
la ocasión en que Don Quijote lleva a cabo su ten
tativa más rebuscada y desesperada de vivir la fic
ción literaria. La imitación de Amadís carece de
todo propósito racional fuera de la imitación por
la imitación misma; no es adecuada a las necesi
dades del imitador y sólo logra ser superficial y
cómica. Se trata de un principio artístico acepta
do del· que se hace mal uso, cosa que Cervantes
critica en otras ocasiones.
115
Cervantes lamenta su falta de dotes poéticas y nos
dice que intenta salvar esta deficiencia a base de
esfuerzo únicamente (Parnaso, I). Cuando Don Qui
jote señala que los versos de los caballeros de la
edad pasada tenían más «espíritu» que «primor»
(I, 23), está criticando su fafta de arte (haciéndose
eco al mismo tiempo, incidentalmente, de una acu
sación que era frecuente hacer en el siglo xvi con
tra los poetas españoles) Al hablar con Don Diego
se expresa con más amplitud, y de una manera muy
razonable, sobre este asunto:
Porque, según es opinión verdadera, el poeta nace...:
quieren decir que del vientre de su madre el poeta
natural sale poeta; y con aquella inclinación que le
dio el cielo, sin más estudio ni artificio, compone
cosas que hace verdadero al que dijo: Est Dens in no
bis, etc. También digo que el natural poeta que se
ayudare del arte será mucho m ejor y se aventajará
al poeta que sólo por saber el arte quiere serlo; la
razón es porque el arte no se aventaja a la naturaleza,
sino perfecciónala; así que, mezcladas la naturaleza y
el arte, y el arte con la naturaleza, sacarán un perfec-
tisimo poeta (DQ, II, 16).
116
prescindir por completo. Se llegó a usar incluso
para defender el lenguaje tan poco espontáneo de
los poetas cultos o gongorinos1. El Pinciano pre
feria reducir al mínimo el papel de los sobrenatu
ral en la creación poética2. En Cervantes parece
tratarse de una de esas idées reçues que, aunque
ocupan sin duda un lUgar en su teoría, no están so
metidas a un examen crítico demasiado riguroso.
Es extraordinario el número de ideas afines ali
neadas a ambos lados de la simple dicotomía «arte
y naturaleza» en los siglos xvi y x v i i . Este concep
to constituye el núcleói ideológico de una variada
serie de situaciones y conflictos que se dan en las
obras de Cervantes. Entre estas ideas haÿ una qúe,
aunque a primera vista no lo parezca, tiene una im
portancia literaria especial. Se relaciona con San
cho, el cual se halla dentro de la tradición medie
val, elaborada con más amplitud por Erasmo en
su Encomium moriae, del «sabio necio»3. Me refie
ro específicamente a su abuso de los refranes y a
la crítica que Don Quijote hace de este procedi
miento. El asunto se halla íntimamente relaciona
do con una cuestión que se deja oír con cierta in
sistencia en la segunda parte de la obra: ¿qué con
diciones reúne él para ser gobernador? Sancho po
see la gracia y la sabiduría innatas del labriego,
pero carece de una educación en regla. Un síntoma
de lo primero es su notable facilidad para los re
franes, en tanto que el uso que de ellos hace, tan
fuera de lugar, refleja lo segundo. En otras pala
bras: se halla a este respecto bien dotado por la
naturaleza, pero le falta el arte. Cervantes Sólo llega
a desarrollar realmente esta característica de San
cho en la segunda parte de su obra. Naturalmente,
1 Con este fin la usó A n g u lo y P ulgar , según cita que hace
J. G ar c ía S o r ia n o en su trabajo «Carrillo y los orígenes del cul
teranismo», BRAE, XIII (1926), 593.
2 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., I, 222 y s ig s .
3 Véase el importante libro de H i r a m H a y d n , The Counter-
Renaissance (Nueva York, 1950), págs 92 y sigs.
117
se habla mucho de la cuestión cuando su amo le
da consejos para llegar a ser un buen gobernador
(II, 43). A veces, Don Quijote muestra cierta admi
ración irritada, pero por lo general manifiesta su
censura. Lo esencial de su crítica, que es sólo un
eco de lo que otros escritores, desde Quintiliano
a Mal Lara, habían dicho contra el abuso de sen
tentiae y refranes, es que estos últimos debían ser
usados adecuadamente y con moderación1. La úl
tima reprimenda que Sancho recibe a cuenta de los
refranes tiene lugar inmediatamente después de
haber referido la anécdota de Orbaneja y haber
hecho la crítica del libro de Avellaneda y de las sar
gas viejas pintadas que cuelgan de las paredes del
mesón (II, 71). La proximidad de todo ello es sig
nificativa, pues nos muestra que las objeciones
del Caballero son esencialmente artísticas.
¿Qué significa esta primacía del arte sobre la na
turaleza? Es evidente que sus significados son muy
varios, pero fundamentalmente hay que ver en ella
la .aplicación de ciertos «controles» reguladores y
el cultivo, por así decirlo, del suelo en que florece
el genio nato. Hay a lo largo de las obras de Cer
vantes numerosas alusiones que hacen referencia
a este tema.
En primer lugar, el escritor, sea o no genial (con
genio dado por Dios), se enfrenta con un trabajo
muy duro. Necesita esforzarse, ejercitar su entendi
miento y saber aplicar la experiencia acumulada.
Horacio y Quintiliano, cuyos tratados eran conside
rados textos fundamentales, insistían sobre todo
en la labor de composición. Para componer histo
rias y libros de cualquier clase, dice Don Quijote
118
al bachiller Sansón Carrasco, es menester un gran
juicio y un maduro entendimiento (II, 3). «No se
escribe con las canas, sino con el entendimiento»,
recuerda Cervantes al irritable Avellaneda, añadien
do que el entendimiento «suele mejorarse con los
años». ¿Piensa realmente Avellaneda que escribir
un libro requiere poco esfuerzo? (DQ, II, pról.).
Componer la primera parte del Quijote le costó sin
duda al autor algún trabajo (I, pról.). Le gusta re
ferirse a sus escritos designándolos como frutos de
su ingenio e hijos de su entendimiento1. A pesar
de la persistencia de la doctrina platónica, cada día
se insistía más, hacia finales del siglo xvi, en el es- ,
fuerzo intelectual. De hecho, la mera superación de ■
dificultades llegó a ser por sí misma una meta cada
vez más laudable para el escritor (idea que halla
mos desarrollada en Castelvetro y alcanza su apo
geo en las poéticas culteranas y conceptistas).
Al escritor dotado de una gran facilidad natural
le suele resultar difícil contener y encauzar su cau
dal. Cervantes no se refiere a esto como tema lite
rario, pero menciona una serie de casos estricta
mente análogos que vienen a indicarnos claramen
te su implicación personal en este problema esen
cial. Parece darse cuenta con mucha claridad de la
necesidad urgente de expresarse por medio de pa
labras y de la frecuente dificultad para hacerlo real
mente, sobre todo cuando se está embargado por
un sentimiento intenso. De manera análoga, San
cho describe los apuros que pasa al querer usar
refranes, con estas palabras:
viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que
riñen p or salir unos con otros; pero la lengua va
arrojando los primeros que encuentra, aunque no ven
gan a pelo (DQ, II, 43).
119
A Clodio, en el Persiles, le aflige una pena distinta;
pero los efectos son los mismos. Sufre de ciertos
impulsos maliciosos que le hacen «bailar la lengua
en la boca y malogrársele entre los dientes más de
cuatro verdades, que andan por salir a la plaza del
mundo» (I, 18). Todavía hallamos otro caso más,
que sugiere a Cervantes su comentario más extenso:
Las aguas en estrecho vaso encerradas, mientras más
priesa se dan a salir, más despacio se derraman, por
que las primeras, impelidas de las segundas, se de
tienen, y unas a otras se niegan el paso, hasta que
hace camino la corriente y se desagua. L o mismo
acontece en las razones que concibe el entendimiento
de un lastimado amante que, acudiendo tai vez todas
juntas a la lengua, las unas a las otras impiden, y no
sabe el discurso con cuáles se dé prim ero a entender
su imaginación (Persiles, IV, 11).
120
de par en par del alma abrí las puertas,
y dejé entrar al sueño p or los ojos,
con premisas de gloria y gusto ciertas *,
121
taja a la observación hecha sin ella (Persiles,
III, 8).
El mismo no pudo gozar a menudo de sosiego
para escribir, pero sostiene la antigua creencia de
que las musas se recrean en las fuentes y en los
bosques y rehuyen los lugares muy visitados por
los hombres1. Si es cierto que el Quijote se engen
dró en una cárcel, el argumento contra esta idea
popular parece de peso; pero es evidente que Cer
vantes no consideraba deseables tales condiciones.
El anhela el sosiego y la tranquilidad de los cam
pos, '((la serenidad de los cielos, el murmurar de
las fuentes, la quietud del espíritu» (DQ, I, pról)2.
El ocio es necesario porque, como Sancho juicio
samente observa, «las obras que se hacen a priesa
nunca se acaban con la perfección que requieren»
(II, 4). Pero, naturalmente, estas condiciones son
secundarias. El hecho de escribir versos en medio
del sosiego que da el ocio no libra del fracaso al
desdichado autor dramático de que se habla en el
Coloquio. No tiene talento natural que educar.
Todas estas consideraciones se hallan disemina
das al azar a lo largo de las obras de Cervantes;
no constituyen un razonamiento ordenado. Pero si
las reunimos, descubren una clara conciencia de
ciertos requisitos básicos y ciertos problemas ini
ciales del escritor, que no estaría fuera de lugar en
un Ars poetica. La inspiración, ese impulso extra-
humano que se apodera del hombre que no ha na
cido poeta, es necesaria. Todas las almas son igua
les y por ello la inspiración no se distribuye según
consideraciones sociales. La composición literaria,
sin embargo, no depende sólo de ésta; supone tsftn-
bién un esfuerzo intelectual. Las facultades imagi
122
/
5. La erudición
Los intereses posibles de un poeta son
ilimitados; cuanto más inteligente sea,
tanto mejor; cuanto más inteligente sea,
es tanto más prqbáble que tenga intere
ses: nuestra única condición es que los
convierta en poesía, y no se limite a me
ditar poéticamente sobre ellos.
T. S. ÉL IO T
124
dísima experiencia de las cosas que en tierra y mar
suceden, para que ofreciéndose ocasión de acomodar
un ejército o describir una armada, n o hable com o
ciego, y para que los que lo han visto no le vituperen
" y tengan p or ignorante. Ha de saber ni más ni menos
el trato y manera de vivir y costumbres de todo gé
nero de gente; y, finalmente, todas aquellas cosas de
que se habla, trata y se vive, -porque ninguna hay hoy
en el mundo tan alta o ínfima, de que no se le
ofrezca tratar alguna vez, desde el mismo Criador
hasta el más vil gusano y monstruo de la tierra *.
125
que «penetrando los corazones de aquella corteza
[de las novelas de caballerías], se hallan todas las
partes de la filosofía, es a saber, natural, racional
y moral» 1. De igual manera, el Canónigo de Toledo
dice que. el autor de la novela de caballerías ideal
«ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo ex
celente, ya músico, ya inteligente en las materias
de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrar
se nigromante, si quisiere» (DQ, I, 47). Hay en este
mismo pasaje una remmiscencia de la conexión
que existe entre poesía y oratoria.
126
de la oscuridad poética, siempre que ésta proven
ga de la dificultad del tema tratado y no de la ex
presión:
la oscuridad que procede de las cosas y de la doctrina
es alabada y tenida entre los que saben en m u ch o1.
127
obras del Primo son el ejemplo más claro de erudi
ción inútil, formada totalmente a base de «cosas
que después de sabidas y averiguadas no importan
un ardite al entendimiento ni a la memoria» (II,
22) 1. Una de sus obras, el Suplemento a Virgilio
Polidoro, constituye probablemente en la intención
de Cervantes, una parodia de un género muy popu
lar de misceláneas informativas creado por Virgi
lio Polidoro, tales como la Silva de varia lección,
de Pedro Mexía (misceláneas, conviene añadir, de
las que no obstante se sirvió Cervantes en el Per-
siles) .
El tema de la pedantería aparece en el prólogo
a la primera parte del Quijote y en la supuesta his
toricidad que se atribuye a toda la novela. En el
citado prólogo, Cervantes se burla de los osten
tosos adornos eruditos que introducen sus contem
poráneos incluso en obras de puro entretenimien
to. Con humor amargo y cierto toque de malicia,
simula estar preocupado porqué su novela se
halla
falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en
las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro
com o veo que están otros libros, aunque sean fabulosos
y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de
Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran
a los leyentes y tienen a sus autores p or hombres leí
dos, eruditos y elocuentes.
128
decir sin ellos. La ironía y la minuciosidad del pró
logo tienden a oscurecer la cuestión ejemplar que
su autor plantea: la de que el propósito del libro
(que oficialmente es desacreditar las novelas de'
caballerías) debe determinar su propia forma, y
para dar realidad a este propósito no hay necesi
dad de traer y llevar aforismos tomados de los fi
lósofos, la Sagrada Escritura u otros libros seme
jantes. Lo que importa es la realización artística
de la intención del libro, y del éxito de aquélla de
pende la habilidad del propio autor y no de otros
apoyos que se tomen prestados, por muy vistosos
que éstos puedan resultar.
El consejo irónico que da su amigo al autor acer
ca de cómo adornar una novela con ornamentos
pseudoeruditos, capaces de impresionar a los lecto
res, ofrece cierta semejanza con. un pasaje de Lu
ciano. «Si cometes un solecismo —escribe Lucia
no—, enmiéndalo a fuerza de descaro, citando al
punto un poeta o un prosista que no existen ni han
existido, y afirmando que aprueba aquel modo de
hablar y que es hombre docto y conocedor pro
fundo del idioma» K En el prefacio que escribió
El Brócense para la traducción hecha por Gómez
de Tapia de La Lusiada de Camoens (Salamanca,
1580). hay un pasaje (probablemente una alusión
burlesca a Herrera) que nos recuerda también el
prólogo de Cervantes:
Mas porque ha venido a su noticia que hay un dic
cionario poético, que trata quién fue Faetón, y su
padre y su madre, quién fue Venus y Hércules y sus
genealogías, n o ha querido embutir aquí fábulas ni
orígenes de vocablos ni definiciones de amor, de ira,
de gula, de fortaleza, ni vanagloria, ni propósito de
la muerte, o de la vida, no trae sonetos suyos, ni ajenos,
ni quiso tratar las muchas figuras y tropos que se le
129
ofrecían en esta obra, p or ser cosa que para la nave
gación de las Indias importaba poco, y para los lecto
res es com o la citóla en el molino.
131
se producirá por el punto más débil de la teoría
poética: el de las relaciones entre poesía e his
toria.
Algunos rasgos de los que en este capítulo he
llamado «primeros principios» ofrecen ya indicios
de nuevos desarrollos. La libertad creadora que se
concedía de manera especial al poeta épico podía
aplicarse, al menos en igual medida, a la novela;
con la ventaja de que al novelista no le afectaban
las exigencias métricas, que a veces suelen impo
ner restricciones aun en el mejor de los poetas.
Cervantes no era un poeta demasiado bueno, y por
ello, lo primero que señala entre las posibilidades
da la novela es esta libertad. En consecuencia, la
imitación de los modelos, aun cuando era conside
rada como una forma de gimnasia literaria desti
nada tan sólo a reforzar la inspiración, podía re
sultar a la larga, como descubrió el siglo xvm, per
judicial. La escasez de modelos autorizados en el
terreno de la ficción en prosa contribuyó también
a la libertad de la novela y permitió que ésta se
desarrollara, a veces de forma un tanto torpe, pero
siempre, al menos siguiendo su propio rumbo. Sin
embargo, como era inevitable, la novela había crea
do ya algunos hábitos, quizá más de los malos
que de los buenos. Cervantes ridiculizó estos hábitos
de tal manera, que la prosa narrativa ya no pudo
seguir siendo la misma que había sido hasta enton
ces. Lo más curioso de todo es que llevó a cabo
esto en una novela suya propia, que, como resulta
do de este acto de crítica, vino a alinearse, con un
rigor sin precedentes, junto al mundo del que ema
na la crítica, el mundo del «aquí» y el «ahora», el
mundo del lector.
Y no es coincidencia que las huellas de otro pri
mer principio nos lleven al mismo punto. La insis
tencia con que Cervantes encarece el «propósito» y
la «consciencia» (requisitos indispensables, según el,
en la obra artística) resulta aún más importante si
132
tenemos en cuenta la relativa libertad de que
disfruta el novelista. Esa insistencia supone, en
cierto sentido, que la autoridad disciplinaria que
hasta entonces residía, tradicionalmente, en las
reglas poéticas, debía ser transferida al autor mis
mo o, cuando menos, que había que hacer mayor
hincapié en la responsabilidad de este último. Los
autores de libros de caballerías ofrecían, en su ma
yor parte, un ejemplo deleznable de abuso de li
bertad. Incluso aquellos atributos de los que el
autor tenía cierto derecho a mostrarse orgulloso,
tales como sus conocimientos o su erudición, de
ben ser mantenidos en el lugar que les correspon
de, sin permitir que se interfieran con el propósi
to de la obra. Pero ¿respecto a qué o a quién era
responsable el novelista? Todavía, en buena parte,
respecto a normas estéticas aceptadas y abstrac
tas, pero también, de una manera que nadie habría
podido sospechar antes de fines del siglo xvi, res
pecto al lector.
133
Ill
EL AUTOR Y EL LECTOR
137
poesía como fray Luis de León, Cervantes e in
cluso Herrera refleja el malestar qué respecto a
la poesía prevalecía en las actitudes del siglo xvi,
antes de que la Poética de Aristóteles llegara a
establecerse de una manera dominante en el terre
no de la crítica. Había numerosas defensas de la
poesía, y todas eran muy apasionadas, quizá por
que carecían de los argumentos realmente convin
centes que vino a proporcionar la obra de Aristó
teles. Pero la ejemplaridad y el significado alegó
rico, que fueron las grandes justificaciones medie
vales de la ficción poética (para la que existía el
nombre menos suave de «mentiras»), ya no pare
cían suficientes, desde el momento en que cada
día salía de las prensas mayor número de obras
de entretenimiento. La Poética vino a devolver a
la ficción su antigua dignidad. No por ello cesa
ron las justificaciones y las defensas de la poesía,
pero el tono de las mismas cambió a partir de en
tonces. La poesía tenía ahora una base sólida en
que apoyarse.
No encontramos más excusas de esta clase en
la obra de Cervantes. Sus numerosas alusiones a
las funciones de la literatura quizá constituyan
lugares comunes, pero no se hallan repetidas dis
traídamente; es evidente que había reflexionado
sobre ellas. Da más importancia a la función del
entretenimiento, pero hay que reconocer que se to
ma muy en serio la cuestión del entretenimiento.
En unas cuantas ocasiones, Cervantes aplica a
la literatura el único patrón absoluto por el que
podía ser medida. Según este patrón, sólo los li
bros sagrados o de devoción eran totalmente pro
vechosos; comparadas con ellos, las demás obras
tenían que resultar triviales. El resultado era, sen
cillamente, que toda la literatura qüedabárdividi-
da entre dos extremos, de acuerdo con una fórmu
la bastante corriente:
138
Los sujetos o son divinos o profanos, y por eso muy
diferentes entre sí; porque los primeros tratan de co
sas provechosas a la salud del alma, diespertando las
dos principales virtudes, Esperanza y Caridad... Los
segundos emprenden sujetos meramente curiosos, ma
terias que sólo deleitan al mundo, obras que no alimen
tan t í espíritu: antes se hallan cercadas y vestidas de
vanidades, com o fundadas sólo en el placer y pasa
tiempo del ánimo*.
139
El mero resumen de cuál sea la finalidad de' es
cribir lo hace el Canónigo de Toledo al decimos
que es «enseñar y deleitar juntamente» (DQ, I,
47) Pero ¿de qué manera se esperaba que una
narración resultara instructiva y útil? Ni Cervan
tes ni sus lectores podían pretender que La Gala-
tea fuera una obra útil a los ganaderos, como ha
bía hecho Virgilio al afirmar que enseñaba agricul
tura con sus Geórgicas. Ciertamente, algo podía
esperarse de la ficción en prosa a este respecto.
El escritor debía ser docto, o al menos bien infor
mado, y el lector podía confiar en sacar algún pro
vecho de ello. Pero la función de la prosa narra
tiva, por lo menos según la entendía Cervantes, no
era estrictamente doctrinal. Se hallaba en relación
principalmente con el concepto de ejemplaridad,
que, a pesar de las nuevas ideas sugeridas en tor
no a la ficción, todavía influía en la literatura has
ta extremos que el lector moderno sólo puede apre
ciar muchas veces mediante un esfuerzo. El efec
to que produjeron las doctrinas aristotélicas en el
concepto de ejemplaridad consistió fundamental
mente, como veremos más adelante, en ampliarlo.
Cervantes estaba tan obsesionado por el proble
ma de la verdad en literatura, que resulta difícil
no llegar a creer que, para él, la «utilidad» de la
prosa narrativa dependía sobre todo de su verdad
poética.
El entretenimiento era, sin embargo, lo princi
pal. Todo el que haya leído a Cervantes habrá no
tado la facilidad con que los personajes cervanti
nos se ponen a contar cuentos o a escuchadlos. Los
cuentos constituyen un pasatiempo agradable para
el auditorio de dentro de las novelas lo mismo que
para el lector. Proporcionan reposo a las mentes,
distracción, «evasión». Una y otra vez se habla en
las novelas de Cervantes del placer que se siente
140
tras haber escuchado una narración. El entreteni
miento, Cervantes da a entenderlo claramente, es
la función primordial de la prosa narrativa.
La forma más elevada de placer, en la literatura
imaginativa, proviene de aquella belleza armonio
sa que es inseparable de la verdad poética de la
obra. Como explicaba León Hebreo, las fantasías
e imaginaciones, aun siendo lindas en apariencia,
no pueden ser realmente bellas, porque ofenden a
la razón intelectual, que las tiene por feas1. Así,
el Canónigo, hablando en contra de los libros de
caballerías, dice:
Y puesto que el principal intento de semejantes libros
sea el deleitar, no sé yo cóm o puedan conseguirlo,
yendo llenos de tantos y tan desaforados disparates;
que el deleite que en el alma se concibe ha de ser de
la hermosura y concordancia que ve o contempla eh
las cosas que la vista o la imaginación le ponen delan
te; y toda cosa que tiene en sí fealdad y descompostu
ra n o nos puede causar contento alguno2.
141
también él puede divertirse con ellos, al nivel más
bajo, cuando se dispone a no ejercitar sus faculta
des críticas.
De mí sé decir que cuando los leo, en tanto que no
pongo la imaginación en pensar que son todos mentira
y liviandad, me dan algún contento; pero cuando caigo
en la cuenta de lo que son, doy con el m ejor dellos en
la pared (DQ, I, 49).
142
niveles del público. Se daba perfecta cuenta de la
fascinación que ejercían los libros de caballerías,
de ese elemento hipnótico que existe en el entre
tenimiento, y que podría darse incluso en un arte
que, según los principios más exigentes, resultase
imperfecto. Don Quijote, que para todo lo demás
se comporta como discreto, se siente hechizado
cuando se trata de libros de caballerías. Esta ha
bilidad de Cervantes para considerar los libros de
caballerías desde dos niveles (o, para ser más exac
tos, desde tantos niveles como personajes hay en
el Quijote afectados por ellos) es un ejemplo de
su extraordinaria aptitud para mirar las cosas con
una especie de visión múltiple. Nós ayuda a expli
car la ambigüedad del juicio que emite acerca del
autor del Tirante el Blanco. El Cura le condena
por sú ineptitud artística (desde el nivel más alto),
tras haber alabado, un momento antes, el libro
(desde el nivel más bajo) por el entretenimiento
que proporciona.
La función primaria de la novela pastoril es tam
bién el entretenimiento. Así se deduce claramente
de la definición dada por Berganza en el Coloquio,
donde se describen estas novelas como obras «pa
ra entretenimiento de los ociosos». En el capítu
lo 6 de la primera parte del Quijote se las llama
«libros de entendimiento». Rodríguez Marín y
otros editores anteriores corrigieron esta palabra
y leyeron «entretenimiento». Parece más probable
que Cervantes las llamara «libros de entreteni
miento», pero ambas soluciones tienen sentido. Si
lo que escribió fue «entendimiento», habrá que
pensar que estaba diferenciando más aún la nove
la pastoril de la de caballerías, haciendo hincapié
indirectamente en la función utilitaria e instructi
va; función que Cervantes no excluía del género
pastoril, ya que llegó a escribir, en el prólogo a
La Galatea, que había mezclado en su obra razo
nes de filosofía entre algunas amorosas de pasto
143
res. Podemos suponer que consideraba la discu
sión filosófica tan instructiva como el entrete
nimiento.
Lo que, en mi opinión, constituye el juicio defi
nitivo de Cervantes acerca de la función de la no
vela procede, en efecto, de una idea muy antigua y
generalizada: la de que la literatura imaginativa
(para el escritor tanto como para el lector) repre
senta un descanso en las tareas cotidianas y un
alivio de las preocupaciones1. Al proporcionar a
là mente una ocupación agradable, la literatura la
libera momentáneamente de penas y sinsabores.
Puede llegar incluso a procurar un alivio más du
radero, y por ello tiene cierto valor terapéutico.
Esto equivale a decir que las dos funciones están
unidas, que «delectare» es «prodesse». En las ideas
literarias de los siglos xvi y xvn puede observarse
cierta tendencia a reconciliar dichas funciones, ya
sea en el modo en que lo hace Cervantes o en otros
diversos. Algunos de los mejores tratadistas pare
cen haberse dado cuenta de que los dos mecanis
mos eran realmente complicados y no podían des
ligarse de una manera absoluta. Bernardo de Bal-
buena observaba que lo que es útil siempre lleva
consigo algo de deleite, aun cuando lo contrario
no siempre sea verdad2. La ficción, para Cervan
tes, ofrece recreación, una recreación provechosa.
A la acusación de que leer novelas es una pérdida
de tiempo, cuando no algo verdaderamente noci
vo, hay que responder diciendo que las novelas no
constituyen un mero pasatiempo para los ociosos,
sino un entretenimiento para los que están ocupa
dos, «pues no es posible que esté continuo el arco
144
armado1, ni la condición y flaqueza humana se
pueda sustentar sin alguna lícita recreación» (DQ
I, 48).
Puesto que las novelas producen este efecto be
neficioso en el lector, debemos pensar que tienen
una utilidad social, como los juegos, o como los
jardines y otros lugares agradables ideados para
descanso y recreo. La época, dice Cervantes, se ha
llaba necesitada de alegres entretenimientos (DQ I,
28). Incluso el Cura admite que hay lugar para ta
les libros en los estados bien concertados, como lo
hay para los juegos de ajedrez, de pelota y de tru
ecos (DQ I, 32). Una idea muy parecida a ésta apa
rece en Piccolomini, que habla de «til] giovamen-
to di ricreare e ristorar le forze dell’animo all’altre
azioni nel modo che fanno i giuochi, gli scherzi,
i follazi ed altri cosi fatti modi di ricreare gli ani
mi» 2. Cervantes vuelve a usar dicha comparación
ensus Novelas ejemplares:
Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra repú
blica una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar
a entretenerse, sin daño de barras...
1 C f . E l P i n c i a n o , o p . c i t ., I I I , 229-30; J . F e r r e r (s e u d . « B is b e
y V id a l» ), Tratado de las comedias (B a r c e lo n a , 1618), f o l i o 7 v.
2 P ic c o lo m in i, o p . cit., p á g . 371.
3 Novelas, p r ó l., p á g . 22.
145
10
En la teoría cervantina, como en gran parte de
la teoría de la época, las funciones tradicionales
pierden algo de la estrechez y de la rigidez a que
estaban sometidas. En la novela, el entretenimien
to es lo principal, pues es claro que de él depende
en gran parte la efectividad de la otra función. Hay
grados de placer, lo mismo que hay diferencias de
nivel intelectual entre los distintos lectores; el gra
do más alto lo ocupa el placer que surge de la con
templación de la belleza. El entretenimiento es
provechoso e incluso necesario. Las mejóresenos
velas son obras de arte que proporcionan placer,
provecho y recreación. En un comentario que hace
de pasada Don Quijote, se establece la analogía
que quizá combine mejor las ideas de lo provecho
so y lo deleitable: «Sólo me falta dar al alma su
refacción, como se la daré escuchando el cuento
deste buen hombre» (I, 50). Las narraciones cons
tituyen un alimento espiritual *.
B acon
146
cional, ya por su novedad, por su excelencia, o por
otras características extremas. Las causas de ad
miración variaban desde lo puramente sensacional
hasta lo noble, lo bello o lo sublime. Podemos di
vidirlas, de una manera amplia, en dos tipos: lo
sorprendente y lo excelente. El concepto de admi
ración, en su forma más simple, es tan antiguo co
mo el arte; el narrador oral más primitivo cono
ce la importancia que tiene sorprender a sus oyen
tes. Pero en la admiración hay que ver especial
mente, como han reconocido Croce y otros auto
res, uno de los principios fundamentales del arte
barroco. Para Cervantes, lo mismo que para Tasso,
uno de los mayores problemas de la literatura con
sistía en encontrar la manera de reconciliar lo ma
ravilloso y «admirable» con la verosimilitud.
Los orígenes de esta idea, dentro de la teoría
literaria, se encuentran en la antigüedad. El con
cepto de admiración se desarrolla a partir de lo es
tipulado por Aristóteles acerca de la necesidad de
lo maravilloso en la tragedia y especialmente en
la épica. En un pasaje de su Retórica aludió tam
bién al carácter «admirable» del lenguaje extraño
y no usual Por consiguiente, tanto el asunto co
mo el estilo podían ser motivo de admiración. En
la teoría cervantina de la novela, el primero es,
con mucho, el más sobresaliente. Una fuente igual
mente importante se hallaba en el requerimiento
de que la oratoria debía excitar las mentes2. Des
de luego, el suscitar admiración no puede identifi
carse con movere, pero la idea debe mucho a la
retórica. El tratado de «Longino», aunque publica
do por Robortelli en 1554, parece haber sido muy
poco conocido antes de finales del siglo xvn para
que su idea del «rapto» poético pudiera ejercer una
influencia considerable.
147
Los italianos del Renacimiento dieron importan
cia al concepto. Pontano parece haber sido el pri
mero en elaborarlo en su Actius 1. Robortelli hizo
algunas observaciones sugestivas, que fueron con
tinuadas por tratadistas posteriores. En especial,
se dio cuenta de las dificultades que surgían ante
las exigencias contrapuestas de lo verosímil y lo
«admirable». En la época en que se publicaron las
poéticas de Minturno y Escalígero, el hecho de des
pertar admiración fue establecido como una de las
funciones primarias de la poesía. En España, ni
El Pinciano ni Cascales, que analizaron sus tipos y
sus causas, dudaron un momento de su impor
tancia.
La admiración es una cosa importantísima en cual
quier especie de poesía: pero mucho más en la heroica.*
Si el poeta no es maravilloso, poca delectación puede
engendrar en los corazonesl.
148
del lector. El Canónigo exige de las obras de fic
ción que «admiren, suspendan, alborocen y entre
tengan, de modo que anden a un mismo paso la ad
miración y la alegría juntas» (DQ I, 47).
En este pasaje, como en otras ocasiones, se pre
senta la admiración asociada a la función de de
leitar. La historia de Rutilio dejó a los oyentes «ad
mirados y contentos» (Persiles I, 9). Cuando Pe
riandro cuenta los sucesos de la isla bárbara, «se
suspendió Amaldo, y de nuevo se admiraron y ale
graron los presentes» (Persiles I, 15). El ventero
de La ilustre fregona promete al corregidor oír
cosas que, «juntamente con darle gusto, le ad
miren».
Aunque Cervantes no relacione de una manera
específica la admiración con la otra función de la
novela, la función instructiva, probablemente no
se hallaban desligadas una de otra en su mente.
Spingam ve en la admiración una consecuencia
lógica de la creencia renacentista en que la poesía
enseña mediante el ejemplo 1. Esto supone restrin
gir en exceso el concepto de admiración, pero es
evidente que ambas funciones se hallaban asocia
das. El sabio humanista Alexio Venegas dice que
el objeto principal de la poesía antigua era enca
minar a los hombres hacia los preceptos de la filo
sofía moral «por estilo de admiración»2; Vera y
Mendoza, en su Panegírico, considera que el ob
jeto del poeta heroico es «admirar y encender el
ánimo de los presentes y por venir», cantando las
gestas de los héroes del pasado3. Por ello, pienso
que no es casualidad que la novela de Cervantes
más calculada para asombrar al lector, el Persiles,
sea también la más edificante.
1 J. E . S p in g a r n , A History of Literary Criticism in the Re
naissance (Nueva York, 1899), pág. 53.
2 A . V e n e g a s , prefacio, fechado en 1552, a la traducción que
hizo A . A l m a z An de la obra de L. B. A l b e r t i , ElMomo (ed.Ma-
dridj-1598).
3 V e r a y M e n d o z a , op. cit., fol. 19 v.
149
Los escritores del siglo xvii intentaban sobreco
ger e impresionar a sus lectores no sólo porque
esto fuera agradable, sino para atraer su atención
y dotarles de un talante receptivo mediante el cual
pudiera ser aceptada una lección de moral y fuera
posible comunicarles una verdad universal. Los es
critores manieristas lograron estos resurtidos sir
viéndose de medios estilísticos y conceptuales, que
atraían la atención del lector, despertaban su in
genio y le invitaban a ejercitar su inteligencia. El
lector apreciaba en mayor grado la verdad de lo
propuesto cuando había tenido que luchar para
llegar a ella. Los métodos usados para estimular
le, sin embargo, implicaban a veces no tanto un
concentrarse en el lector como un auténtico asal
to, y no estaban desligados de las técnicas com
bativas de los jesuítas.
La admiración era, en gran parte, un principio
intelectual, pues aunque podía estar relacionada
con la ignorancia, también podía estarlo con la cu
riosidad, que es el origen de la sabiduría. Lope de
Vega, en una ocasión, la llamó desdeñosamente
«hija de la ignorancia» *, pero en otro momento,
corrigiéndose a sí mismo, se preguntaba: «¿Cómo
puede ser la admiración ignorancia, si el deseo de
saber es natural y la admiración el principio de
haber sabido?»2. Así, pues, al igual que las demás
funciones literarias, en especial la de deleitar, la
admiración presentaba también, en cierto modo,
un doble aspecto, determinado hasta cierto punto
por el nivel intelectual de los lectores a quienes el
autor se dirigía. Sorprender a los instruidos no era
lo mismo que sorprender a los ignorantes. Cervan-
1 L o p e d e V e g a , La Filomena, BAE, X X X V I I I , 491. C f . E r a s -
m o, Encomium moriae (e d . L e ip z ig [1905 ? ] ) , I I , 300-301: « q u i
n o n in te llig u n t, hoc ip s o m a g is a d m ir e n tu r, quo m in u s in -
te llig u n t».
2 L o p e d e V e g a , Laurel de Apolo, BAE, X X X V I I I , p r ó lo g o ,
185. C f. J. L . V i v e s , De instrumento probabilitatis, Opera, I ,
614: « E x a d m ir a tio n e n a s c itu r q u a e r e n d i c u p id ita s » .
150
tes se dio cuenta de ello referido a la comedia, gé
nero en el cual se abusaba de la admiración con
demasiada frecuencia. No era una virtud especial
dejar con la boca abierta de asombro a unos igno
rantes mosqueteros (DQ, I, 48; II, 26). Ni llegaría
a sorprenderse el lector verdaderamente sensato
con fáciles despliegues de erudición, inadecuados
en una obra de ficción cuyo propósito es entrete
ner, como declaraba en el prólogo a la primera
parte del Quijote.
Evidentemente, la admiración es para Cervantes
un sentimiento poderoso, tan sólo algo menos in
tenso que el espanto1. Su causa principal se halla
en los sucesos mismos:
N o habrá para qué preguntar si se admiraron, o no
los oyentes de la historia de Isabela, pues la historia
misma se trae consigo la admiración, para ponerla en
las almas de los que la escuchan (Persiles, III, 20).
« ...o c a so nuevo,
d ig n o d e a d m ir a c ió n q u e ca u se e s p a n to .»
( Parnaso, V I I Ï , 112.)
« .. .d e a d m ir a c ió n , q u e lle g u e a s e r e s p a n to .»
(Ibid., I, 22.)
151
de las cosas, de las palabras, de la orden y de la
variedad» 1. Para el autor del Persiles la variedad,
evidentemente, intervenía también en ella. En todo
caso, la «variable historia» de Riela consigue el
efecto apropiado en el auditorio (I, 6).
Y como la sorpresa se halla asociada a la nove
dad, la invención literaria se supone que debe pro
ducir admiración. Para los escritores españoles de
la época, la' palabra «invención» implica también
frecuentemente lo ingenioso o lo rebuscado. Usan
do la palabra en este sentido, el Mayor de Pedro
de Urdemalas observa que las «invenciones nove
les, o admiran, o hacen reír»2. La distinción que
aquí se sugiere entre lo «admirable» y lo ridículo
se halla también. presente en las palabras de Cer
vantes cuando nos dice que «los sucesos de Don
Quijote, o se han de celebrar con admiración, o
con risa»3. En mi opinión, la explicación de esta
distinción no del todo evidente hay que buscarla
en la idea de que lo verdaderamente «admirable»
ha de poseer verosimilitud. Cuando no sucede así,
escribe El Pinciano, «la admiración de la cosa se
convierte en risa»4. La consecuencia natural de
esto es que lo que es a un mismo tiempo extraordi
nario e inverosímil llega a ser fuente de lo cómico,
o al menos de cierto tipo de comicidad. Pero ni
El Pinciano (que habla de las obras teatrales que,
sin serlo en la intención del autor, resultan cómi
cas, y cuyas opiniones sobre la admiración no son
del todo consistentes a este respecto) ni Cervantes
(que tiene, contra lo que cabría esperar, tan pocas
cosas que decir acerca de lo cómico) desarrollan
1 C a s c a le s , Tablas, p á g . 147.
2 Pedro de Urdemalas, II, pág. 163.
3 DQ, II, 44; VI, 273.
4 E l P i n c i a n o , op. cit., II, 104. H e r r i c k observa que la teow
ría de M a g g i sobre lo «admirable» como fuente importante de
lo cómico era algo inusitado («Comic Theory», págs. 44 y si
guientes). Sin embargo, la idea de lo que es «admirable» por
su carácter absurdo o grotesco aparece en otros tratadistas,
incluido E l P i n c i a n o , op. cit. II, 61, 63-64.
152
esta idea. El creador de Benengeli y autor del Via
je del Parnaso, desde luego, conocía en la práctica
la manera de explotar las posibilidades cómicas de
lo que es extraordinario e increíble, pero la idea
no figura en su teoría. Figura, sí, su crítica de lo
cómico no intencionado (que también él sabía uti
lizar), pero esto era una cosa muy distinta.
La importancia de esta función en la teoría de la
novela de Cervantes proviene de su afición perso
nal por lo excepcional, por aquello que «es noti
cia», diríamos hoy, utilizando términos periodísti
cos. Pero lo excepcional puede ser milagroso, ma
ravilloso o simplemente insólito, y aquí surge la
dificultad. Porque, seguimos citando a El Pincia-
no, «parece que tienen contradicción lo admirable
y lo verosímil» 1. En el capítulo V veremos de qué
manera intenta reconciliar Cervantes ambos con
ceptos.
Cervantes apunta la virtual disparidad de los
mismos en observaciones ocasionales. El Virrey,
ante lo que afirma Ana Félix, exclama que «más es
cosa para admirarla que para creerla» (DQ, II, 63).
El autor describe, con bastante habilidad, el asom
broso salto de quien es con seguridad la primera
mujer paracaidista que aparece en la literatura
como «más para ser admirado que creído» (Persi
les, III, 15). El encabezamiento del capítulo 23 de
la segunda parte del Quijote advierte que va a tra
tarse en él de las cosas «admirables» que Don Qui
jote contó que había visto en la cueva de Monte
sinos, «cuya imposibilidad y grandeza hace que se
tenga esta aventura por apócrifa». Estos sucesos
extraordinarios, que ofrecían un material tan en
vidiable, plantearon a Cervantes un problema tan
importante que en su última novela se vio obli
gado a concluir (no sé hasta qué punto en serio
ni hasta qué punto irónicamente):
1 E l· P i n c i a n o , o p . c i t ., II, 61.
153
Y o digo que m ejor sería no contarlos, según lo acon
sejan aquellos antiguos versos castellanos que dicen:
3. La moralidad
154
pretenda ser exclusivo es satisfactorio, y siempre
se puede ofrecer algún testimonio que justifique
las interpretaciones más dispares. Para clarificar
la imagen es necesario partir del hecho de que hay
en sus obras líneas de pensamiento que se oponen
unas a otras. No es sólo en sus ideas religiosas y
morales donde esto ocurre, ni es él el único gran
escritor europeo de aquel período crítico de la his
toria que le tocó vivir de quien podamos decir que
esto es verdad. Sin embargo, no nos corresponde
considerar el problema en toda su amplitud; nues
tra tarea se reduce a determinar el papel de la mo
ralidad en su teoría de la prosa novelística.
Con todo, no podemos ignorar el hecho de que
en unas cuantas, muy pocas, ocasiones no se pue
de decir sinceramente que sus novelas se atengan
a ciertos principios elevados de moralidad como
los profesados, señaladamente, en sus Novelas
ejemplares. Existe, además, el caso notorio de su
obra El viejo celoso. ¿Cómo es posible, después
de «tanto ’’cortarse la mano” », en frase de Castro x,
que Cervantes haya publicado este entremés? Sólo
nos cabe hacer conjeturas. La razón principal que
luego sugeriré para justificar los deslices que en
contramos en sus novelas quizá no resulte inapli
cable aquí. Es evidente, asimismo, que, siempre
que escribía para el teatro, tendía a disminuir el
rigor sometiéndose al uso popular, y los entreme
ses constituían un género tradicionalmente obsce
no. Pero también se ha respondido a ello muy ade
cuadamente diciendo que la moralidad no es una
cuestión de género literario. Lo que no es posible
discutir es que, según las normas profesadas por
Cervantes (aunque no según las que profesaban
otros escritores de la época, e incluso el censor
que autorizó su publicación), esta obra teatral· es
155
indecente. Lo importante es no sacar de esta afir
mación conclusiones falsas. Sería una falsa con
clusión pensar que el hecho de que Cervantes se
aparte de sus principios es incompatible con su
creencia en esos principios. Por el contrario, am
bas actitudes suelen ir unidas con bastante fre
cuencia.
Los deslices que hallamos en sus novelas no
constituyen violaciones muy espectaculares de las
reglas. Hay otras discordancias aún mayores entre
su teoría y su práctica. Tampoco deben exagerarse
desde el punto de vista moral. Sus propias protes
tas de moralidad han atraído mayor atención ha
cia esos deslices que la que éstos habrían atraído
por sí mismos. Considerando su obra en conjunto,
Cervantes es uno de los escritores más profunda
mente morales.
El acusado matiz moral que hallamos en la teo
ría literaria italiana y española de finales del si
glo XVI no era únicamente un producto de la Con
trarreforma, como han supuesto algunos investi
gadores. El singular regalo que el Concilio de Tren
to hizo al mundo no fue la preocupación ética por
la literatura. La diferencia de clima moral entre la
España de antes y después de Trento se ha exage
rado también; fue menos pronunciada allí queden
Italia. El teólogo o el puritano más inflexible de la
época no era más duro con los poetas que lo había
sido Platón en su República, ni más severo respec
to, a los encantos insidiosos de la poesía que Boe
cio o los padres de la Iglesia. Los antiguos griegos
habían insistido con mayor empeño en las posibi
lidades doctrinales de la poesía. La ejemplaridad
fue valorada en la Edad Media mucho más que en
épocas anteriores o posteriores. Los humanistas
del Renacimiento, al considerar las ficciones poé
ticas, se interesaron muy poco por todo lo qué no
fuera el aspecto puramente instructivo de las
mismas.
156
Lo distintivo de finales del siglo xvi y comien
zos del XVII fue una peculiar toma de conciencia
respecto a la influencia y el poder de persuasión
que la literatura podía ejercer en un público que
no se reducía ya a unos cuantos cortesanos y eru
ditos. Como contrapartida, creció la influencia del
público sobre la literatura, y los críticos italianos
del siglo X V I , como ha mostrado Weinberg1, pres
taron considerable atención a la acción recíproca
ejercida entre el autor, la obra y el auditorio o los
lectores. Es esta interpretación de la literatura
como fuerza activa la que hace que las considera
ciones de los críticos de la época tengan necesa
riamente carácter moral. «II fine della poesía è
far l'uomo perfetto e felice», escribía Benedetto
Varchi2. Difícilmente podría estimarse en más el
objeto de la poesía y, por consiguiente, su poder.
Los aspectos principales que el tema presenta
en la teoría de la novela de Cervantes son: la mo
ralidad sexual, las cualidades ejemplares de la fic
ción, y el problema de la verdad y la falsedad (que
requiere un capítulo aparte). Creo que, en lo que
a Cervantes se refiere, éste es el orden ascendente
que siguen según su importancia. Cervantes no
llega a profundizar en ciertos problemas que pre
ocuparon a algunos tratadistas italianos y a unos
cuantos españoles, tales como el de si la represen
tación gráfica del mal era siempre nociva o no.
Pero se da cuenta, eso sí, de la complejidad de
cualquier problema en el que se hallen envueltos
el bien y el mal.
Parece que el bien y el mal distan tan p oco el uno
del otro, que son com o dos líneas concurrentes, que,
157
aunque parten de apartados y diferentes principios,
acaban en un punto (Persiles, IV, 12).
158
misma idea común, y acusa a los poetas mediocres
y faltos de inspiración de deshonrar a la poesía,
porque «después de haber con ella corrido todos
los públicos mercados, la pusieron en la pasada al
moneda» Algo más que simple moralidad se halla
implicado aquí, pero la honestidad es parte inte
grante de este ideal. Tasso habla en nombre de su
época cuando dice que «non ogni piacere sia il fine
della poesía, ma quel solamente, il quale è con-
giunta coll’onestà» 2. El ideal cervantino de la poe
sía se corresponde muy estrechamente con su ideal
de la belleza femenina, que es imperfecta si no la
acompañan nobles cualidades de entendimiento y
espíritu, y en la cual toda deshonestidad es incon
cebible.
Cervantes habla con bastante dureza de los poe
tas como casta, pero su profesión los reviste de
cierta dignidad. Apolo, en la Adjunta al Parnaso,
ordena que a todo poeta, de cualquier calidad y
condición que sea, se le considere como «hijodal
go», en razón de la generosidad de su profesión.
El poeta, pues, debe a su oficio el ser virtuoso, ya
que en su obra refleja su propia naturaleza. «Si
el poeta fuere casto en sus costumbres, lo será
también en sus versos», dice Don Quijote (II, 16).
Se trata, por supuesto, de la antigua y venerable
idea de que el buen orador (o predicador, poeta,
erudito, pintor, etc.) ha de ser un hombre bueno3.
Tasso aclara que el poeta que escribe cosas desho
nestas peca como hombre más que como poeta,
pero dice también que los mejores poetas son ne
cesariamente hombres buenos.4. De todo esto po
demos deducir que, en conjunto, Cervantes no sim
patiza con la forma en que Platón trata a los poe
1 S á n c h e z de L i m a , o p . c i t ., f o l . 20 r .
2 T a s s o , Del poema eroico, I , 42.
3 A sí, p o r e j e m p l o , Q u i n t i l l a n o , o p . c i t ., I, p r o e m , 9, y X I
i, I ; S a n B a s i l i o , Discurso a los jóvenespara leercon fruto a
los autores paganos, V I ; H e r r e r a , Anotaciones, p á g . 329.
4 T a s s o , Del poema eroico, I , 42.
159
tas en su República, aunque este trato sea recor
dado con aprobación, de una manera indirecta, pri
mero al sugerir que los libros de caballerías debe
rían ser desterrados de la república cristiana (DQ,
I, 47), y más adelante —y esto nos causa verdade
ro asombro— por boca de la Dueña Dolorida. Esta
quisiera que los autores de versos eróticos fueran
desterrados de su país fingido. Pero a renglón se
guido —y esto resulta significativo— retira sus car
gos contra ellos y culpa del daño que éstos hacen
a «los simples que los alaban y las bobas que los
creen» (DQ, II, 38).
Cervantes, pues, cree que la poesía es algo in
trínsecamente bueno, aun cuando puedan usarla
algunos poetastros de manera que insulte su digni
dad natural y ocasione perjuicios al público. El
poeta adquiere una responsabilidad para con su
oficio en lo relativo a la virtud y, si admitimos que
la opinión de la Dueña es la del propio Cervantes,
el público tampoco se halla totalmente exento de
responsabilidad, ya que los necios y los simples
estimulan a los poetas inmorales. Quizá su ideal
de la novela sea menos elevado que el que tiene de
su rubia doncella la Poesía, pero como la novela
misma es un tipo de poesía, es inconcebible que
la opinión que hemos reseñado no pueda aplicár
sele también en lo esencial.
Cervantes condena los libros de caballerías por
tres motivos principales: por motivos morales, por
motivos estilísticos y porque están llenos de false
dades y de absurdos. Sus críticas más frecuentes
y más categóricas se basan, como las de muchos
escritores del siglo xvi, en el tercer apartado. Si
la Sobrina y el Ama consideran heréticos estos li
bros y el Cura los condena a un auto de fe, es, so
bre todo, a causa de su falsedad. Este asociarlos
a lo herético viene a ser una réplica, no intencio
nada pero divertida, a los críticos ingleses isabeli-
160
nos, que acusaban a los libros de caballerías de
ser típicos ejemplos de la obscenidad de los mon
jes y de las mentiras de los papas. El Concilio de
Trento, desde luego, condenaba la literatura obs
cena1, y se ha señalado la concordancia existente
entre el pensamiento tridentino y los distintos ti
pos de sentencias dictadas contra los libros de ca
ballerías por el Cura en el Quijote, I, 6: condena
ción, retención y expurgación2. Hay que indicar,
sin embargo, que existe una diferencia fundamen
tal: las consideraciones artísticas influyen en los
veredictos del Cura muchísimo más de lo que in
fluían en los del Santo Oficio. Conviene recordar
también que apenas hubo un libro de caballerías
que fuera prohibido realmente por la Inquisición.
Exceptuando quizá el caso del Tirante el Blanco,
en el escrutinio de la librería no se habla de que
existan inconveniencias morales en las novelas ele
gidas para comentar. Sin embargo, en otros mo
mentos, los libros de caballerías son tachados de
indecentes o, con igual frecuencia, se les ridiculiza
por serlo. El Canónigo dice que son «en los amores
lascivos», y comenta la falta de decoro de los im
probables amoríos reales que presentan: «¿Qué di- '
remos de la facilidad con que una reina o empe
ratriz heredera se conduce en los brazos de un
andante y no conocido caballero?» (DQ, I, 47). Los
temores de Don Quijote ante la posibilidad de que
Cide Hamete hubiera tratado sus castos amores
con alguna indelicadeza que redundara en descré
dito de su señora Dulcinea, son comprensibles (II,
3). Aunque, después de todo —sugiere Cervantes
con su humor irónico—, las obras de este tipo son
1 « L ib r i q u i r e s la sc iv a s s iv e o b s c e n a s e x p r o f e s s o tra cta n t,
n a rr a n t a u t d o c e n t, q u u m n o n s o lu m f i d e i s e d e t m o r u m q u i
h u ju s m o d i lib r o r u m le c tio n e fa c ile c o r r u m p i s o le n t, r a t io h a
b e n d a sit, o m n in o p r o h ib e n t u r , e t q u i e o s h a b u e r in t se v e r e ab
e p is c o p is p u n ia n tu r » (R e g u la VIX.
2 H . H a tz fe ld , El «Quijote» como obra de arte del lenguaje
(M a d r id , 1949), p á g . 187.
161
tan disparatadas que apenas se puede tomar en se
rio a esas doncellas.
que andaban con sus azotes y palafrenes, y con toda su
virginidad a cuestas, de monte en monte y de valle en
valle; que si no era que algún follón, o algún villano
de hacha y capellina, o algují descomunal gigante las
forzaba, doncella hubo en los pasados tiempos que, al
cabo de ochenta años, que todos ellos no durmió un
día debajo de tejado, se fue tan entera a la sepultura
com o la madre que la había parido (DQ, I, 9).
162
En el capítulo 32 de la primera parte del Quijo
te Cervantes nos revela un poco qué era lo que
en esas novelas atraía, y a quiénes atraía El Vente
ro, tras la descripción, digna de Lope, de unos
campesinos que atienden a la lectura de una de es-
t&s novelas, dice que, por su parte, cuando oye ha
blar de los furibundos y terribles golpes que los
caballeros se dan unos a otros, le vienen ganas de
hacer otro tanto, y quisiera seguir escuchando día
y noche. A Maritornes le gusta oír contar que al
guna señora está debajo de unos naranjos abraza
da a su caballero, mientras les hace la guarda una
dueña, muerta de envidia y con mucho sobresalto.
La hija del ventero, .aunque propensa a impacien
tarse ante tantos melindres amorosos, que le re
sultan aburridos, prefiere escuchar las lamentacio
nes que hacen los caballeros cuando están ausen
tes de sus damas, y algunas veces llega incluso a
llorar al oír esos pasajes. Cervantes ha señalado
así las peores cualidades que en todo tiempo ha
poseído la literatura escrita para las masas: vio
lencia, erotismo ^ sentimentalismo.
En cuanto a los otros tipos de prosa narrativa,
las novelas pastoriles son declaradas libros salu
dables, «sin perjuicio de tercero» (DQ, I, 6). Nada
nos dice Cervantes de las novelas picarescas, gé
nero del que tantas cosas podrían decirse; pero la
única mención que hace de La Celestina contiene
su conocida crítica de esta obra, que sería «divina»
si no ofreciera ese vivido despliegue de lo que en
el hombre existe de animalidad (DQ, I, versos pre
liminares). La novela de Avellaneda es criticada
por Don Quijote, que se niega a leerla, «pues de las
cosas obscenas y torpes los pensamientos se han
de apartar, cuanto más los ojos» (II, 59). La acu
sación no es del todo ociosa. Aun cuando el pro
pio autor hiciera las usuales declaraciones de de
163
coro V el libro de Avellaneda contiene pasajes de
mayor crudeza y obscenidad que lo que pueda en
contrarse en las obras de Cervantes.
Llegamos ahora a las propias novelas cervanti
nas. En lo que se refiere a La Galatea y el Persiles,
no era necesario advertir a los lectores que se tra-
taoa de o oras moralmente inofensivas (especial
mente la última, con su riqueza de aforismos y la
inocencia casi perversa de sus dos excepcionales
amantes). Pero se hacen afirmaciones respecto al
decoro de la primera parte del Quijote y de las
Novelas ejemplares. El Bachiller dice que la pri
mera parte es
del más gustoso y menos perjudicial entretenimiento
que hasta agora se haya visto, porque en toda ella no
se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta
ni un pensamiento menos que católico2.
Su entendimiento es
sin daño del alma ni del cueipo, porque los ejercicios
honestos y agradables antes aprovechan que dañan...
Una cosa me atreveré a decirte, que si por algún m odo
alcanzara que la lección de estas Novelas pudiera indu
cir a quien las leyera algún mal deseo o pensamiento,
antes me cortara la mano con que las escribí que sacar
las en público. Mi edad no está ya para burlarse con la
otra vid a 4.
1 Novellistica, I I , 63. L a tr a d u c c ió n e s p a ñ o la d e la o b r a d e
G ir a ld i, Hecatommithi, f u e h e c h a p o r G a i t á n d e V o z m e d t a n o c o n
e l t ítu lo d e Primera parte de las cien novelas de M Juan Bau
tista Giraldo Cinthio (T o le d o , 1590).
1 G. B a r g a g l i , Dialogo de’Giuochi (S ie n a , 1572), p á g . 214.
3 C. S u á r e z d e F ig u e r o a , El pasajero (e d . M a d rid , 1913), p á
g in a 55. E n la Plaza universal, f o l . 276 v ., h a b la d e l p é s i m o
e f e c t o p r o d u c i d o p o r la s n o v e la s « la s c iv a s » d e B o c c a c c i o , G i r a l
d i y C e r v a n t e s e n la s c o s tu m b r e s fe m e n in a s . P e r o S u á r e z d e
F ig u e r o a t r a ta s im p le m e n te d e « m e jo r a r » a s u m o d e l o G a r z o n i
su s titu y e n d o e l n o m b r e d e S t r a p a h o la p o r e l d e C e r v a n t e s .
168
das eh idénticos términos. Cervantes, por supues
to, entendía también la ejemplaridad en el mismo
sentido. En cinco de sus Novelas llama específica
mente la atención sobre la lección moral o algún
notable ejemplo que puedan desprenderse de la
obra, y lo mismo hace en otra parte respecto a
algunas de sus historias.
La ejemplaridad es también una de las caracte
rísticas que señala el Canónigo de Toledo en la
novela ideal. Las figuras y las cualidades ejempla
res que enumera recuerdan algunas de las que
pueden encontrarse en tratados italianos sobre la
épica y la novela. Así nos habla de
un capitán valeroso con todas las partes que para ser
tal se requieren, mostrándose prudente previniendo las
astucias de sus enemigos, y elocuente orador persua
diendo o disuadiendo a sus soldados; maduro en el
consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el
esperar com o en el acometer '.
169
Una interpretación de la ejemplaridad en senti
do estricto podría servir para explicamos algu
nas de las Novelas ejemplares e incluso el Persiles,
pero apenas serviría para obras como el Coloquio;
se necesita algo más difuso o más sutil. Nada aña
diré a las muchas interpretaciones de las Novelas
dadas por lós críticos recientes; me limitaré a
hablar de la teoría. Si Cervantes creía que una
obra poseía verdad poética, ¿cómo no iba a creer
que esa obra era, en el sentido más amplio y en
el más alto grado, ejemplar? De acuerdo con los
criterios antirrealistas de la época, se decía que
los personajes debían ser descritos, por razones
de ejemplaridad, como ellos debían ser, o como
no debían ser; es decir, mejores o peores que lo
normal. Don Quijote dice que Homero y Virgilio
pintan a Ulises y Eneas no como ellos fueron, «si
no como habían de ser, para quedar ejemplo a
los venideros hombres de sus virtudes» (I, 25).
Pero la verdad poética podía residir también én
representaciones menos idealizadas, en las accio
nes de personajes ficticios que no eran precisamen
te como debieran ser. Por encima y por debajo de
los avisos y ejemplos edificantes existía una re
gión en que lo poéticamente verdadero y lo ejem
plar se reconciliaban, y éste debe haber sido el
sentido amplio en que Cervantes entendía la ejem
plaridad. Al fin y al cabo, la literatura imaginativa
era ejemplar simplemente por ser representación
de la vida. Todas estas ideas se combinan en la
definición cuasi-ciceroniana de la comedia como
«espejo de la vida humana, ejemplo de las costum
bres e imagen de la verdad» (DQ, I, 48). De igual
manera vuelven a aparecer combinadas más tarde,
cuando Lugo y Dávila describe el propósito de las
novelas como el de /
poner a los ojos del entendimiento un espejo en que
hacen reflexión los sucesos humanos, para que el hom
bre, de la suerte que en el cristal se com pone a sí,
170
mirándose en los varios casos que abrazan y repre
sentan las novelas, componga sus acciones, imitando lo
bueno y huyendo de lo malo
171
de caballerías. Pero había, otros escritores que sí
opinaban lo mismo. Rodrigues Lobo recuerda a un
valiente capitán portugués, el mejor hombre de su
tiempo, que imitaba con provecho las virtudes de
un héroe de ficción, y a muchas doncellas igual
mente influidas por los libros1. Sidney sabía de
hombres que se habían sentido inclinados a ser
corteses, liberales y, sobre todo, valientes, al leer
el Amadís de Gaula, «que Dios sabe está muy lejos
de ser un dechado de perfección poética»2. Es evi
dente que el autor del Quijote se daba cuenta del
poder que ejercían las virtudes ejemplares repre
sentadas en los libros de caballerías. Lo peor del
caso era que la influencia provechosa de los mis
mos se veía debilitada a causa de sus disparates..
Como compensación, sin embargo, ocurría lo mis
mo respecto a su influencia perjudicial. La amena
za más seria de estos libros residía en la tergiver
sación de la verdad qiie se ocultaba bajo sus en
cantos.
Don Quijote sucumbe primero ante esos encan
tos ilusorios, y sólo después se deja influir por la
ejemplaridad. Cuando se pone en camino para
imitar a aquellos héroes increíbles, está actuando
de una manera que va más allá de los más dis
paratados sueños de quienes los crearon, pero su
reacción es sólo una muestra, llevada hasta la exa
geración, de lo que se suponía debía provocar la
literatura heroica. Está reaccionando simplemente
ante el contenido ejemplar de esa literatura, pero
lo hace con más dramatismo del que había previs
to Castiglione al escribir:
Qual animo è cosí demesso, tímido ed umile che,
leggendo i fatti e le grandezze di Cesare, d ’Alessandro.
di Scipione, d’Annibale e di tanti altri, non s’infiammi
d ’un ardentissimo desiderio d’esser simile a quelli? \
1 R o d r ig u e s L o b o , Corte en aldea, í o l . 11 r.
2 S id n e y , o p . c it., p á g . 173.
3 II Cortegiano, p á g . 108.
172
Don Quijote, por su parte, espera ser «ejemplo
y dechado en los venideros siglos» (I, 47). Pero lo
que resulta claro en la segunda parte es que, iró
nicamente, lo contagioso es su locura, más que sus
cualidades heroicas.
Para Cervantes, la ficción ofrece ejemplos que
imitar y también ejemplos de los que huir. Al mis
mo tiempo que nos entretiene, nos dice alguna ver
dad acerca de la vida. La verdad poética y la mora
lidad eran, según él, en último término, insepara
bles. Su actitud básica es, en mi opinión, idéntica
a la adoptada por el más ejemplar de sus héroes,
Persiles, ante la historia de Luisa, la joven esposa
adúltera:
Séase ella libre y desenvuelta com o un cernícalo, que
el toque no está en sus desenvolturas, sino en sus suce
sos, según lo hallo yo en mi astrologia \
173
pero obligación tiene a tratar lo malo com o malo, para
que se evite, y lo bueno com o bueno, para que se
siga *.
4. El autor y el público
Por decirlo de una vez: debe tenerse
p or verdadero y altamente sublime lo que
agrada siempre, y a todos.
L on g in o
174
Ahora bien, a grandes rasgos, esto se correspon
de con la division usual que los escritores del Si
glo de Oro establecían entre dos clases de público:
la de los discretos y la del vulgo. Estas palabras
raras veces eran usadas con toda precisión, pero
representaban la división, aceptada por todos pese
a ser algo artificial, entre lectores cultos y con dis
cernimiento y lectores incultos y necios *. El defec
to propio del vulgo, en lo que a los autores se re
fiere, era su total incapacidad para discriminar.
«[II] vulgo —decía Tasso— suol piú rimirare gli
accidenti che la sostanza delle cose»2. Por eso no
podía apreciar el verdadero arte. El vulgo consti
tuía la víctima propiciatoria adecuada, cuya estu
pidez y malicia podían ser atacadas por cualquier
autor cuando éste se daba cuenta de que no era,
o no podía ser, apreciado. Estos ataques no eran
algo ofensivo para el lector, desde el momento en
que cada individuo podía pensar que estaba por
encima de la multitud. Se trataba de tina conve
niencia que ofrecía diversos aspectos, de una abs
tracción de proporciones casi alegóricas que tenía,
sin embargo, una base real. Las alusiones al vul
go están normalmente tan llenas de desprecio que
uno se sorprende al descubrir que, con mucha
frecuencia, el vulgo iba a ver representar las mis
mas obras teatrales y leía los mismos libros que
los discretos. De hecho, aunque sus niveles eran
muy distintos, el público del escritor estaba for
mado por unos y otros reunidos.
Para Cervantes el vulgo es el enemigo anónimo
convencional; pocas veces se refiere a él sin ma
nifestar su antipatía y su desdén. Es la fuerza que
mueve a las hordas groseras de los poetastros en
1 E l « d is c e r n im ie n t o » e s u n a c o n n o t a c ió n p r im a r ia d e l c o n
c o n c e p t o c o m p l e jo d e discreción, e s tu d ia d o p o r A . A . P a r k e r en
e l a p é n d ic e a s u e d ic ió n d e No hay más fortuna que Dios (M a n
c h e ste r , 1949) y p o r M . J. B a t e s e n «Discreción» in the Works of
Cervantes (W a sh in g to n , 1945).
2 T a s s o , Del poema eroico, I I I , 77.
175
el Parnaso y fomenta la producción de malas obras
teatrales y malas novelas. Es un monstruo colec
tivo que, por lo general, no resulta individualiza
do, aunque en las obras de Cervantes haya algu
nos personajes que puedan considerarse represen
tativos. El ventero Juan Palomeque, en él Quijote,
es uno de ellos; el «ignorante, que juzga de lo que
no sabe y aborrece lo que no entiende», de quien
nos habla el Licenciado Vidriera, es otro. En La
ilustre fregona, Barrabás, aunque no carece de
cierta agudeza, es también un crítico grosero. Cons
tituyendo una parte del público en general, se halla
también, en las alusiones de Cervantes, el público
femenino, que leía especialmente novelas (aun
cuando a este público no le habría importado ser
identificado con el vulgo). En el entremés del Viz
caíno fingido, el músico se burla de las mujeres
que presumen de hablar en culto y no saben nada
de nada, a excepción de lo que han leído en las
novelas pastoriles y caballerescas (y en el Quijote).
Y los versos preliminares de Urganda la Descono
cida terminan recordándonos que el escritor tiene
un deber más elevado que el de entretener con su
literatura a doncellas (Don Quijote, I).
Para el escritor del Siglo de Oro, el vulgo repre
senta algo parecido a lo que fue el burgués para
el escritor del siglo xix: las diferencias de clase
venían a añadirse a la acostumbrada acusación de
incultura. Pero Cervantes sabía que sólo acciden
talmente se trataba de un problema de clases. Don
Quijote dice a Don Diego:
Y no penséis, señor, que yo llamo aquí vulgo sola
mente a la gente plebeya y humilde; que todo aquel
que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puefâe y
debe entrar en número de vulgo '.
176
Juan de Valdés había expresado una opinión muy
parecida:
Pacheco: ...Os suplico me digáis a quién llamáis ple
beyos y vulgares.
VaMés: A todos los que son de poco ingenio y poco
juicio.
P.: ¿Y si son altos de linaje y ricos de renta?
V.: Aunque sean cuán altos de linaje y cuán ricos qui
sieren, en mi opinión serán plebeyos si no son altos
de ingenio y ricos de juicio
177
12
sámente que la fama, e incluso la fortuna, para la
mayor parte de los escritores, eran distribuidas en
último término por el público en general.
Tales eran las consabidas recompensas de esta
azarosa profesión. «Bien s é —decía Cervantes—
lo que son tentaciones del demonio, y que una de las
mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento
que puede componer y imprimir un libro con que gane
tanta fama com o dineros, y tantos dineros cuanta fama
(DQ, II, pról.)
178
incluso si consideramos que su experiencia fue de
primera mano, echa la culpa de todo a aquellos
que en realidad la tienen en gran parte: los inter
mediarios que suministran el entretenimiento, las
gentes que ponen en escena obras teatrales y tie
nen para con el público una responsabilidad más
compleja de lo que suponen, aunque se refugien
en la fácil excusa de que «hay que dar al público
lo que éste solicita». La culpa no está en la gente
«que pide disparates —dice el Canónigo—, sino en
aquellos que no saben representar otra cosa» (DQ,
I, 48). No está en los poetas que componen las
comedias, añade el Cura más adelante, pues «los
representantes no se las comprarían si no fuesen
de aquel jaez; y así el poeta ρτοομ^ acomodarse
con lo que el representante que le ha de pagar su
obra le pide». Según el ideal cervantino, la Poesía
que, como él dice con tanta frecuencia, no perte
nece a los mercados, en manera alguna puede par
ticipar en un comercio tan bajo:
n o ha de ser vendible en ninguna manera, si ya no
fuere en poemas heroicos, en lamentables tragedias, o
en comedias alegres y artificiosas1.
179
gustos de las masas. El caso de la novela es me
nos serio y menos grave que el de la comedia, pero
es sustancialmente el mismo, porque también en el
dominio de la novela las obras malas perjudican
a las buenas. El Canónigo, por asociación natural,
salta de un género al otro. El Cura lleva de nuevo
la discusión al terreno de lois libros de caballerías
y termina abogando por el establecimiento de una
forma de censura inteligente (algo totalmente im
practicable), que serviría para lograr que solamen
te llegasen al público las buenas comedias y los
buenos libros (I, 48).
Es decir, buenos en sentido artístico. Sus ideas
a este respecto a veces se han entendido mal. Sus
opiniones sugieren la forma de censura de todos
conocida, pero el principio que las anima es muy
distinto. Hay que considerarlas a la luz de la dis
cusión que se entabla en los párrafos anteriores
acerca de los méritos y deméritos estéticos de los
libros de caballerías y de las obras teatrales escri
tas para un público numeroso. Naturalmente, la
idea procede del Cura, que ya antes se ha encarga
do de ejercer la censura en la librería de Don Qui
jote, ateniéndose a las mismas normas que ahora
propone se acepten a escala nacional.
Es verdad que, pese al humor que envuelve todo
el libro, aquellos que desaprueban las novelas de
caballerías manifiestan ante ellas tales sentimien
tos de violencia que, por su evidente analogía con
los métodos inquisitoriales, nos hacen recordar las
pasiones puestas en juego por las controversias re
ligiosas de los siglos xvi y x v i i . Se habla en la obra,
con mucha frecuencia, de quema de libros. Al Cura
y al Barbero, después de haber quemado los de
Don Quijote, no les importaría nada hacer otro
tanto con los pocos que tenía el Ventero, I, 32). El
bueno del Canónigo dice que habría arrojado el
mejor de los libros de caballerías al fuego si cerca
lo tuviera «como a inventores de nuevas sectas y
180
de nuevo modo de vida» (I, 49). La Sobrina y el
Ama, que quieren que la librería del hidalgo sea
rociada con agua bendita, los personifican repeti
das veces, considerándolos herejes cuyas almas es
tán condenadas. Pero esto significa, por supuesto,
conceder a la literatura los mayores honores, al
ver en ella una fuerza poderosa capaz de producir
impacto en la vida de las gentes, cosa que no vio
Unamuno al pasar por alto el capítulo del escruti
nio de la librería en su Vida de Don Quijote y San
cho K
También es verdad que el Cura propone la cen
sura con el fin de evitar la producción de come
dias que constituyan una ofensa personal. Pero esa
«persona inteligente y discreta» de que nos habla
no se limitaría a cerciorarse de que esto no ocurra;
procuraría también «así el entretenimiento del pue
blo como la opinión de los ingenios de España», e
igualmente «el interés y seguridad de los recitan
tes». En lo que a los libros de caballerías se refie
re, la censura facilitaría la publicación de obras
perfectas en su género, como la bosquejada por el
Canónigo, para enriquecer el idioma, hacer que los
libros viejos se oscureciesen al ver la luz los nue
vos y proporcionar honesto pasatiempo no sólo a
los ociosos, sino también a los más ocupados. No
hay duda de que un censor de estas características
vigilaría también los delitos contra la moral y la
religión, pero la concepción que el Cura tenía del
oficio está realmente menos próxima a la idea ex
puesta por El Pinciano de crear un cargo, clara
mente inquisitorial, de «comisario», para examinar
las obras teatrales atendiendo a las «buenas cos
tumbres» y a la «buena política»2, que a la idea,
atractiva pero impracticable, de Huarte, cuando
nos dice que «a los... que carecen de invención no
1 M. de U nam uno, Vida de Don Quijote y Sancho, C o l. A u s
tra l (B u e n o s A ire s, 1946), p á g . 49.
2 E l P i n c ia n o , o p . c i t ., I I I , 273.
181
había de consentir la república que escribiesen li
bros, ni dejárselos imprimir» *.
No obstante, los buenos escritores saben que no
pueden contar con una autoridad tan ilustrada que
les facilite su labor. Publicar un libro es asunto
arriesgado, dice el Bachiller, pues es imposible
componer uno que satisfaga a todos los que lo lean
(DQ, II, 3). Balbuena se preguntaba con pesa
dumbre:
¿Quién guisara para todos? Si escribo para los sabios
y discretos, la mayor parte del pueblo, que n o entra
en este número, quédase ayuno de mí. Si para el vulgo
y no más, lo muy ordinario y común ni puede set de
gusto ni de p rovech o2.
182
' al «simple» que al «discreto», al «grave» que al
«prudente» (I, pról.). Y el autor raras veces pierde
la oportunidad de señalar la popularidad univer
sal del Quijote entre todo género de gentes y,
como él afirmaba con justo orgullo, «en todo
tiempo» *.
En ese fundamental pasaje del Parnaso que ya
hemos mencionado, Cervantes nos dice cuál es su
ideal de la novela: ha de estar escrita con gracia,
en un estilo que agrade a ambos extremos del pú
blico, «al discreto y al simple». Las referencias a
ese medio estilístico son muy abundantes. Quinti
liano recomienda la claridad como primera condi
ción de un buen estilo, al decirnos: «Sermo et doc
tis probabilis et planus imperitis erit»2. Lope de
Vega nos habla de un estilo «ni... tan grave... que
canse a los que no saben, ni tan desnudo de algún
arte que le remitan al polvo los que entienden»3.
Había escritores que, como Cervantes, se hallaban
interesados por la novela de caballerías y poseían,
al mismo tiempo, grandes cualidades artísticas. To
dos ellos reconocían que era muy importante pro
porcionar placer a todo tipo de lectores. Giraldi
exigía del autor de romanzi un estilo tal que «pós-
sa piacere in ogni tempo non pure ai dotti, ma a
tutti gli nomini di quella favella nella quale scri-
ve» 4. Otro novelista, Lugo y Dávila, recomendaba,,
por último, que las colecciones de novelas cortas
tuvieran variedad, con el fin de que «no todo sea
para los doctos ni todo para los vulgares, ni todo
entre estos dos extremos»5.
En el siglo xvi, las circunstancias de las que de
pende la literatura se estaban ordenando de una
1 Parnaso, IV, 54-55;DQ, II, 8; IV, 82, 95. DQ, II, 40; VI, 184.
2 Q u in tilia n o , Institutio oratoria, t r a d , d e B u t le r , Loeb Cl.
Lib. VIII, II, 22.
3 L o p e d e V eg a , El desdichado por la honra, BAEt XXXVIII, 14.
4 G i r a l d i , Dei romanzi, p á g . 15.
5 L u g o y D á v i l a , o p . c i t ., i n t r o d ., p á g . 27.
183
manera que, en muchos aspectos, podemos consi
derar moderna. Aquéllas fueron las circunstancias
en que lentamente fue madurante la novela mo
derna. Lo que más adelante llegaría a constituir el
mercado más sólido del novelista puede entreverse
ya en la descripción que hace Sansón Carrasco de
cómo había sido recibida por el público la prime
ra parte del Quijote. Es leída por todo género de
gentes, dice, pero «los que más se han dado a su
lectura son los pajes: no hay antecámara de señor
donde no se halle un Don Quijote» (DQ, II, 3). En
otras palabras: es leída por una clase ociosa y edu
cada, que no era la de los sabios, pero tampoco la
de los ignorantes; una clase que se hallaba a me
dio camino entre los «discretos» y el «vulgo». Es
cierto que esta clase constituía el principal merca
do de todos los autores de obras imaginativas; sin
embargo, donde la existencia de un público con di
nero al que había que abastecer producía efectos
más decisivos era entre los autores dramáticos y
entre los novelistas.
El caso de las obras teatrales era el más espec
tacular, pues en ellas el dilema planteado al autor
(¿arte o dinero?) se agudizaba mucho más. La exal
tación que hacía Castelvetro del «diletto della mol-
titudine ignorante e del popolo commune» era ex
cesiva *, pero nos muestra con elocuencia unas cir
cunstancias que, aunque no eran del todo nuevas
en la historia de la literatura, entraban ya en una
proporción lo suficientemente distinta como para
plantear un problema que era en realidad nuevo.
Lope de Vega se mostraba tan consciente de este
problema como Castelvetro, y proponía las mis
mas soluciones que éste. Reconocía también, dé
una manera explícita, que, en lo relativo a la prosa
novelística, la situación era fundamentalmente la
misma. Las novelas cortas, opinaba, «tienen... los
184
mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es ha
ber dado su autor contento y gusto al pueblo, aun
que se ahorque el arte» l.
A los libros de caballerías, que sedujeron a toda
la Europa occidental, les cabe el honor de ser la
primera manifestación de entretenimiento literario
expresamente escrito y producido para un público
de masas. En este sentido, no había existido antes
nada igual, pues sólo la invención de la imprenta
hizo posible una literatura para las masas. En
cuanto a su número, este público se hallaba lejos
de ser lo que es hoy, pero sus demandas eran sus
tancialmente las mismas. Dos cosas sucedieron:
apareció el escritor profesional y se vio que la lite
ratura era un quehacer social. En España, lo mis
mo que en Inglaterra, donde las circunstancias
eran en muchos aspectos tan parecidas, hubo per
sonas responsables que se preocuparon seriamente
por los efectos que el teatro podía producir en la
gente. De igual manera, aunque en menor grado,
ocurría en el terreno de la novela.
Para Cervantes, el autor era la persona más res
ponsable de todas. El autor de novelas no tenía
por qué depender, como dependía el dramaturgo,
ni de la pluralidad del público ni del interés co
mercial de los intermediarios. Una novela es un
asunto de orden privado en mayor medida que lo
es una obra teatral, y por eso fue con el lector in
dividual con quien Cervantes (que solía mostrarse
bastante susceptible en sus relaciones con el públi
co) estableció esos lazos de simpatía en los que
nunca ha sido igualado. Por muy distante y abs
tracto que pueda parecer su ideal de la Poesía, sus
opiniones sobre la novela se hallan humanizadas
por este sentimiento personal respecto al lector y,
sin ser meramente relativistas, tienen muy en cuen-
185
ta las condiciones en que se mueve la literatura
contemporánea. Su conciencia social y su interés
por los libros malos, que sin duda habría horrori
zado a Boileau y a los críticos neoclásicos, hacen
que sus opiniones sean más modernas que las de
muchos escritores que vivieron un siglo después.
Al escribir novelas, Cervantes se proponía co
municarse con un público lo más numeroso posi
ble, sin sacrificar por ello la calidad artística a los
gustos de sus miembros menos cultivados. La obra
de arte literaria, en la teoría de Cervantes, no se
hallaba edificada en el vacío: sus cualidades for
males, que pasaremos a considerar a continuación,
eran realmente inseparables de los efectos que sin
duda dicha obra producía en el público.
186
IV
LA FORMA DE LA OBRA
1. La variedad y la unidad
Questa e quella parte, cortesissimo sig
nore, la quale ha data ai nostri tempi
occasione di varíe e lunghe contese a co
loro «che il furor litterato in guerra
mena».
T asso
188
un lamentable y trágico suceso, ahora un alegre y no
pensado acontecimiento; allí una hermosísima dama,
honesta, discreta y recatada; aquí un caballero cris
tiano, valiente y comedido; acullá un desaforado bár
baro fanfarrón; acá un príncipe cortés, valeroso y bien
mirado; representando bondad y lealtad de vasallos,
grandezas y mercedes de señores
189
ta in una sola azione si t r o v i » E l concepto era
muy claro, pero no era tan fácil llevarlo a la prác
tica. Dicho concepto constituía una preocupación
constante para Cervantes, incluso en los momentos
en que, como en el pasaje que acabamos de citar,
parece que se hace hincapié sobre todo en la va
riedad. El Canónigo propone que toda esa materia
tan varia sea tratada por «un buen entendimien
to», por alguien que, sometiéndose a las exigencias
de la invención y la verosimilitud,
190
Parte de esta definición responde a una de sus
formulas favoritas, la del «todos juntos y cada
uno de por sí», tomada probablemente de Boccac
cio. Cervantes describe a veces efectos armónicos
más sutiles y complejos: la confusa pero agrada
ble armonía del canto de los pájaros (Persiles, IV,
7), la «orden desordenada» de una artificiosa fuen
te, en la cual el arte vence a la naturaleza (DQ, I,
50). Pero, se sirva o no Cervantes, en la construc
ción de sus novelas y narraciones, de las nociones
de discordia concors entonces en boga, el hecho
es que nunca nos da una elaboración retórica de
estas paradojas.
La analogía entre una criatura viva y una obra
de arte había sido establecida por Platón y Aristó
teles y, como una advertencia, los escritores po
dían contar con la gráfica descripción de una figu
ra monstruosa que hace Horacio al principio de
su Ars poetica. Naturalmente, las poéticas de los
siglos X V I y X V I I exigían también, por lo general,
una unidad que fuese bella. No hay nada perfecto,
decía Minturno, si sus partes no están enlazadas
de una manera ordenada ni poseen una forma ex
celente1. El Canónigo deplora el incumplimiento
de este principio por parte de los autores de libros
de caballerías:
No he visto ningún libro de caballerías que haga un
cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de
manera que el medio corresponda al principio, y el fin
al principio y al medio; sino que los componen con
tantos miembros, que más parece que llevan intención
a formar una quimera o un monstruo que a hacer una
figura proporcionada2.
191
los que daba una serie de ejemplos. La pregunta
parece bastante extraña: ¿qué relación pueçie ha
ber entre la desproporción y la falta de verosimi
litud? La respuesta reside en la estrecha asocia
ción existente entre la unidad y la verosimilitud
en la teoría clásica entonces vigente. La desarmo
nía intelectual que lo disparatado produce se con
funde con frecuencia con la desproporción formal,
y la quimera a que se alude tan a menudo es mons
truosa e imprecisa, porque sus partes son despro
porcionadas o porque se compone de ficciones in
creíbles. Así Villén de Biedma, en su comentario
al Ars poética de Horacio, observa que, si falta la
verosimilitud, el resultado «sería semejante a tin
monstruo compuesto de varios disparates» '. La
unidad depende también de la verosimilitud en
otro sentido, igualmente importante en la teoría
cervantina; sentido que resulta de la exigencia
aristotélica de que la sucesión de los episodios de
bía ser probable o necesaria. Más adelante volve
remos sobre este punto.
La proporción artística supone una referencia s
la norma de las capacidades humanas. El tamaño
total de una obra debe mantenerse dentro de cier
tos límites. Desde la Antigüedad al Renacimiento,
la brevedad era enaltecida como una virtud esti
lística. Los tratados de Retórica y Poética repetían
aún la fórmula clásica: brevitas, claritas, proba
bilitas. Por otra parte, la épica había despertado
admiración desde antiguo por su riqueza de deta
lles, aunque no precisamente por su prolijidad. Ni
la Antigüedad ni la Edad Media hallaron un medio
satisfactorio de reconciliar las exigencias dispares
de la abbreviatio y la amplificatio, y el comentario
de Curtius («estos teóricos no parecen haber caído
en la cuenta de que la idea, tan difundida, era ab-
1 J. V i l l é n d e B ie d m a , Q. Horacio Flaco... sus obras con la
declaración magistral en lengua castellana (Granada, 1599), in-
trod., fol. 307 r.
192
surda» ‘) puede aplicarse sin reparos a muchos de
sus sucesores del siglo xvi. Pero lo absurdo de la
cuestión se hallaba mitigado al menos por una cre
ciente subordinación de los preceptos a la natura
leza y propósito de la obra.
La importancia de ser breve es algo proverbial
en Cervantes. Seis veces por lo menos se refiere
en sus obras al hecho de que la prolijidad engen
dra el tedio2. Sin conceder demasiada importancia
a una observación tan poco original, podemos
aceptar que él considera la brevedad como una vir
tud estilística. La prolijidad era un defecto palpa
ble de los libros de caballerías (el Canónigo dice
que son «largos en las batallas», DQ, I, 47), aunque
muchos de sus autores hacían gala de evitarla. Es
natural que todo buen narrador ponga cuidado en
no aburrir a sus lectores; un autor como Cervan
tes, tan consciente de su propia facilidad, tan pro
penso a la autocrítica y tan sensible a las reaccio
nes de sus lectores, debía poner inevitablemente
el máximo cuidado en ello. Sus propios personajes
aluden repetidas veces a este tema (aun antes de
que los lectores tengan oportunidad de hacerlo,
anticipándose a éstos). Se disculpan por ser proli
jos o expresan su intención de no serlo; se aplau
den unos a otros cuando alguien cuenta un cuento
de manera concisa, o se critican cuando no logran
esta concisión. Todos ellos discurren en términos
muy corteses3.
Resulta sorprendente que la historia que, por su
prolijidad, provoca mayor número de comentarios
adversos en el Persiles sea la que cuenta Perian-
1 Literatura europea y Edad Media latina, I I , p á g . 686.
2 DQ, I , 21; I I , 138; I I , p r ó l.; I V , 38; I I , 26; V . 246. Persiles,
I , 8; I , 57; I I , 15; I , 276; I I , 21; I , 317.
3 La Gaiatea, I ; I , 61; I I I , I , 181; I V , I I , 23; V ; I I , 125,
131-32, p o r m e n c io n a r s ó l o a lg u n o s p a s a je s . El coloquio de los
perros se p re s e n ta , se g ú n s e d ic e , e n f o r m a d e d iá lo g o e n a ten
c ió n a la b r e v e d a d (El casamiento engañoso, p á g in a 152). E sta s
p a la b r a s r e c u e r d a n la s d e C ic e ró n e n e l p r e f a c io a su De ami
citia, m e n c io n a d a s p o r C arvallo , o p . c it., fo l. 130 v.
193
dro, distribuida en varias pláticas. No es que to
dos los comentarios sobre ella sean desfavorables;
Periandro tiene también sus partidarios, sobre to
do entre las damas. Pero las muestras de desapro
bación se suceden, y la más mínima imperfección
que se atribuya al protagonista logra atraer, natu-
realmente, la atención del lector. ¿Qué diablillo crí
tico inspiró a Cervantes para hacer que Persiles
resultara un tanto aburrido ante algunos de sus
compañeros? «No sé si tenga por cierto —escribe
el autor— de manera que ose afirmar que Mauri
cio y algunos de los más Oyentes se holgaron de
que Periandro pusiese fin en su plática» (II, 21).
Sigismunda, según parece, tiene la sensibilidad su
ficiente para darse cuenta del ambiente, y prescin
de de contar por el momento su propia historia.
La crítica de la historia contada por el protagonis
ta resulta tanto más curiosa si se tiene en cuenta
que la brevedad en la narración es considerada re
petidas veces como señal de discreción: así ocurre,
por ejemplo, en el caso de Dorotea y en el de Don
Gregorio (DQ, I, 30; II, 65).
La proporción y la extensión dependen de la res
puesta que el autor dé a esta pregunta: ¿Qué cosas
son relevantes en una narración? Lo que constitu
ye un tema digno de ser contado es algo que varía
según las circunstancias. «Dos meses anduvimos
por el mar sin que nos sucediese cosa de conside
ración alguna, puesto que le escombramos de más
de sesenta navios de corsarios», dice Periandro
(Persiles, II, 16). Repetidas veces, de una manera
irónica, humorística o ambigua, e incluso seria
mente, Cervantes plantea esta cuestión1. A menu
do se halla presente en los epígrafes de algunos ca
1 Cf. A r io s x o :
« L a s c ia t e q u e s t o c a n t o , c h e s e n z a e s s o
p u ô s t a r l ’ i s t o r i a , e n o n s a r a m e n c h ia r a .
M e t t e n d o l o T u r p i n o , a n c h ’i o l ’h o m e s s o . »
(Orlando furioso, XXVIII, II.)
194
pítulos, como es el caso del capítulo 24 de la se
gunda parte del Quijote.
Pero Cervantes no nos da una única respuesta
que sea consistente y definitiva. Ello no debe sor
prendemos, dada la extraordinaria dificultad del
problema y su capacidad para sostener opiniones
contrarias. Tres aproximaciones a esta cuestión in
mediata y práctica aparecen, sucesivamente, en la
primera parte del Quijote, en la segunda parte de
esta misma obra y en el Persiles. La diversidad de
las tres respuestas puede obedecer a un cambio de
su pensamiento o a una nueva definición del prin
cipio, como parece haber ocurrido entre la prime
ra y la segunda parte del Quijote; a una aprecia
ción, todavía bastante indecisa, de la distinta natu
raleza que poseen los distintos tipos de novela, co
mo parece ser principalmente el caso de la varia
ción entre el Quijote y el Persiles; o bien, con mu
chas probabilidades, a la inhabilidad del autor pa
ra llegar a una conclusión final definitiva. Sin em
bargo, hay una o dos ideas consistentes que se re
piten en sus respuestas, y Cervantes se muestra
consciente, en cada una de sus obras, de la exis
tencia del problema.
Casi todos los críticos actuales están de acuer
do en reconocer que la unidad que existe en el
Quijote, incluso en la primera parte de la obra, es
impresionante. Pero el propio Cervantes admitía
que esta unidad es menos perfecta que la conse
guida en la segunda parte, en que los principios se
hacen más rígidos y apremiantes (quizá las obje
ciones expuestas por algunos de sus primeros lec
tores constituyen el impulso inicial que motivó es
te endurecimiento de los principios). En el capítu
lo 28 de la primera parte llega casi a justificar teó
ricamente la variedad por el placer que ésta pro
duce, lo cual constituye el argumento más convin
cente que puede exhibirse frente a las exigencias
de unidad artística:
195
gozamos ahora... no sólo de la dulzura de su verda
dera historia, sino de los cuentos y episodios della, que,
en parte, no son menos agradables y artificiosos y ver
daderos que la misma historia.
Decir que los episodios son «verdaderos» supone, -
sin embargo, atribuirles una cualidad importante,
en la que habremos de detenernos más adelante.
En la segunda parte del Quijote Cervantes se de
dica a señalar las diferencias existentes entre un
episodio y una digresión, aunque no establece una
distinción clara entre uno y otro término. Hablan
do por boca de sus intermediarios, en el capítulo 3
critica la inclusión del Curioso impertinente en la
primera parte. Anticipándose a todo posible crítico
futuro, Sancho llama a su autor «hi de perro» y
Don Quijote le llama «ignorante hablador». En el
capítulo 44, la historia del Cautivo es considerada
también como una digresión, pero todas las demás
historias extrañas a la narración central encuen
tran una justificación específica en el siguiente pa
saje, que empieza con una muestra de oscuridad
deliberada y absurda:
Dicen que en el propio original desta historia se lee
que llegando Cide Hamete a escribir este capítulo, no
le tradujo su intérprete com o él le había escrito, que
fue de un m odo de queja que tuvo el m oro de sí mismo
p or haber tomado entre manos una historia tan seca
y tan limitada com o ésta de Don Quijote, p or parecerle
que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar
estenderse a otras digresiones y episodios más graves
y entretenidos; y decía que el ir siempre atenido el
entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un
solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas
era un trabajo incomportable, cuyo fruto n o redundaba
en el de su autor, y que por huir deste inconveniente
había usado en la primera parte del artificio de algu
nas novelas, com o fueron la del Curioso impertinente
y la del Capitán cautivo, que están com o separadas de
la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son
casos sucedidos al mismo Don Quijote, que no podían
dejar de escribirse '.
1 DQ, II, 44; V I, 267-68.
196
El problema reside, pues, como vemos, en la forma
inmediata en que el autor desarrolle las distintas
historias. El poeta épico Ercilla se había lamenta
do de lo mismo en términos muy parecidos:
Aunque esta segunda parte de la Araucana no muestra
el trabajo que me cuesta, todavía quien la leyere podrá
considerar el que se habrá pasado en escribir dos libros
de materia tan áspera y de poca variedad, pues desde
el principio hasta el fin no contiene sino una misma
cosa; y haber de caminar siempre por el rigor de una
verdad y camino tan desierto y estéril, paréceme que no
habrá gusto que n o se canse en seguirme. Así, temeroso
de esto, quisiera mil veces mezclar algunas cosas dife
rentes; pero acordé de no mudar estilo *.
1 A . de E r c i l l a , La Araucana, I I , e d . M a d r id , 1866, I I , «A l
le c t o r » , 7.
2 DQ, I I , 44; V I , 268.
3 G i r a l d i , Dei romami, p á g . 25.
197
considera el episodio como algo «fuori della favo-
la, ma non si fuori che sia strana da lei» '. El Pin
ciano impone a la épica la difícil condición de que
«los episodios han de estar pegados con el argu
mento de manera que si nacieran juntos, y se han
de despegar de manera que si nunca lo hubieran
estado»2.
Y sin embargo, por los años en que Cervantes
escribía estas palabras en el Quijote, estaría segu
ramente escribiendo también el Persiles. Podría ar-
güirse, de modo aceptable, que en esta última no
vela se observa dicho principio de una manera muy
diluida, ya que cada una de las historias subsidia
rias presenta, como mínimo, un personaje que se
introduce en la experiencia de Periandro y Auriste-
la (y es, por consiguiente, como si los sucesos fue
ran vividos por estos últimos). Pero es más proba
ble que Cervantes considerase su novela de viajes
y aventuras como perteneciente a un género distin
to, un género que permitía mayor libertad. El Ca
nónigo habla de la «escritura desatada» de la no
vela de caballerías ideal (DQ, I, 47), y el autor, re
firiéndose al Persiles, dice:
Las peregrinaciones largas siempre traen consigo di
versos acontecimientos; y com o la diversidad se com
pone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo
sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos aconte
cimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda
dónde será bien anudarle3.
1 M i n t u r n o , o p . c it., p á g . 18.
2 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., XII, 173.
3 Persiles, I I I , 10; I I , 100.
4 Del poema eroico, I I I , 82.
198
o también, a mayor distancia, las escritas por El
Pinciano: «la materia es larga para el poeta, por
que en tantos años de peregrinación se pueden in
gerir muchos y muy largos episodios» *.
Pero resulta claro que a Cervantes no le satisfa
ce en absoluto su propia explicación. Las dudas
que le asaltan le llevan a aludir gratuitamente al
problema de la relevancia, sobre todo en el caso
de la historia de Periandro, y se ve forzado a vol
ver a la justificación de las digresiones por el pla
cer que produce la variedad. Mauricio y Ladislao,
en una ocasión, juzgan que la plática había sido
algo larga y traída no muy a propósito, pero que,
a pesar de todo, les había gustado (II, 11). Más
adelante, Mauricio critica la narración, señalando
que los episodios que se ponen para ornato de las
historias no deben ser tan largos como la misma
historia. Pero inmediatamente surgen las concesio
nes: sin duda, Periandro quería demostrar su in
genio y la elegancia de su entilo. Sin embargo, todo
posible asomo de ironía en estas palabras pasa
inadvertido a Transila, la cual repite la consa
bida justificación (II, 14).
El experimento que lleva a cabo Cervantes no
constituye un éxito. Aun mostrándonos indulgen
tes, dada su intención especial, y aun suponiendo
que todos y cada uno de los incidentes tienen al
guna relevancia temática o simbólica, imaginada
o no por el autor, el organismo no está dotado de
flexibilidad; la multiplicidad de sus partes ha he
cho imposible su funcionamiento. El libro es una
mezcla confusa de acontecimientos. Las historias
se amontonan una sobre otra. Lo mismo que su
cede con los refranes de Sancho, las historias lu
chan unas contra otras por hallar expresión. La
tentación, resistida con éxito en el Quijote, de asig
nar una historia a cada uno de los personajes, le
1 E l P i n c i a n o , o p . c i t ., II, 357.
199
vence en su última novela. Sugerir historias de
trás de los personajes con el fin de dar más vida
y mayor consistencia a la obra es cuestión muy
distinta: así ocurre en el caso de la señora viz
caína que iba a Sevilla a reunirse con su marido,
el cual estaba a punto de partir hacia América con
un cargo muy honroso (DQ, I, 8). Cervantes, al pa
recer, se daba cuenta de la relación que existió en
un principio entre la prosa novelística y la conver
sación o la charla amistosa.
La prolijidad empeora las digresiones, que nun
ca deben ser largos discursos. El uso de meros
detalles es también parte integrante del problema
de la relevancia. Se consideraba como una de las
características más admirables de la épica el que
ésta poseyese cierta riqueza y amplitud en el trata
miento de los demás. Pero, como veremos más
adelante, Cervantes pensaba que la novela era imi
tación de la historia en la misma medida que pro
sa épica, y la brevedad, por razones obvias, era
una de las cualidades prescritas en los tratados so
bre el arte de la historia En el terreno dejapro-
sa novelística, ¿había, pues, que servirse de los
detalles abundantemente, o había que usarlos con
moderación? Como era de esperar, en Cervantes
hallamos opiniones contradictorias a este respec
to. Periandro permite que uno de los narradores
se explaye largamente al contar su historia, ya que
los detalles añaden con frecuencia «gravedad» a
la obra (y esta concesión suya constituye una re
miniscencia de la teoría épica) (Persiles, III, 7). En
otra ocasión, en la misma novela, el autor declara:
«Las menudencias no piden ni sufren relaciones
largas» (II, 18).
Cervantes, sin embargo, aun manteniendo su ac
1 L u c ia n o , Cómo ha de escribirse
la Historia, § 56; L . C a
brera d e C órd ob a , que llama «divina»
a la brevedad en su
De historia, para entenderla y escribirla (Madrid, 1611); ver fo
lios 48 r, 84 r.
200
titud equívoca, ofrece un punto de vista impor
tante acerca del uso de los detalles. Los autores
de libros de caballerías, en su mayor parte fraca
saron por completo al enfrentarse con el proble
ma, y Cervantes, fingiendo que, Benengeli es un
historiador fidedigno que trata cíe imitar a dichos
autores con su escrupulosidad (puntualidad), se
burla de la profusión de detalles sin importancia
que hay en esos libros:
Cide Hamete Benengeli fue historiador muy curioso
y muy puntual en todas las cosàs, y échase bien de ver,
pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y
tan rateras, no las quiso pasar en silencio; de donde
podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos
cuentan las acciones tan corta y sucintamente, que
apenas nos llegan a los labios, déjándose en el tintero,
ya p or descuido, por malicia o ignorancia, lo más sus
tancial de la obra. ¡Bien haya mil veces el autor de
Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro donde
se cuentan los hechos del conde Tomillas, y con qué
puntualidad lo describen todo! (DQ, I, 16).
201
cire, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las
hazañas, punto por punto y día por día, que el tal
caballero hizo, o caballeros hicieron? (I, 50).
202
mos sucesos que la verdad ofrece». En el capítu
lo 8 de la segunda parte, Don Quijote teme que
Cide Hamete pueda haberse apartado del tema
central de la narración para contar otras acciones
fuera de las que requiere «la continuación de una
verdadera historia». Ahora bien, ¿por qué una di
gresión había de ser menos verdadera que la ac
ción principal? Tal es la cuestión aquí implicada,
no por extraña menos evidente. Parece haber dos
explicaciones. Una de ellas es que en la sucesión
de los episodios se requiere que haya probabili
dad o necesidad (es decir, verosimilitud) *. La di
gresión, como algo distinto del episodio propia
mente dicho, carece, por definición, de esta rela
ción de probabilidad o necesidad. El auténtico epi
sodio se halla unido, pues, a la verdad esencial de
la historia contenida en la acción principal.
La otra explicación es algo más complicada. Po
dríamos recordar aquí las palabras de Mauricio
(«los episodios que para ornato de las historias se
ponen»), a que antes nos hemos referido, en el
Persiles, II, 14. En las poéticas y retóricas, y en
los tratados de historia, se reconocía generalmente
que los episodios poseían cierta función ornamen
tal: servían para amplificar, realzar y dar grande
za a la obra2. Pero el principio ornamental, como
tendremos buena oportunidad de observar más
adelante en este mismo capítulo, estorba eviden
temente a Cervantes en ocasiones, en tanto que
implica una especie de hinchazón, tergiversación
u oscurecimiento de la realidad de los hechos. Sin
llegar ni por un momento a rechazar la idea de
embellecer la novela mediante brillantes descrip
ciones, el elemento de artificio que existe en el
arte le preocupa de vez en cuando. El cree, según
1 G i r a l d i , Del romanzi, p á g . 54; M i n t u r n o , o p . c i t ., p á g i n a
10; T a s s o , Del poema eroico, III, 72.
2 Cf. M i n t u r n o , o p . c i t ., p á g . 36; E l P i n c i a n o , o p . c i t ., II,
22; C a s c a le s , Tablas, p á g . 38.
203
parece, que la menor divagación artística puede
apartar al autor del propósito principal de su obra.
Sus escrúpulos son idénticos a los del historia
dor, cuyo derecho a desviarse de la verdad estric
ta era discutido por muchos tratadistas1. Podría
pensarse que esos escrúpulos de historiador son
irrelevantes en el terreno de la novela. Pero una
de las notas más originales que se hallan impli
cadas en la teoría cervantina es ,que la historia
interviene de hecho en la novela de una manera
distinta a como interviene en la poesía.
Hay dos ejemplos de digresiones ostentosas en
la historia de Cardenio. Como es habitual en él,
Cervantes envuelve su propia intervención crítica
en una atmósfera de irónica ambivalencia, pero
aun en esta forma asoman sus escrúpulos. Carde
nio había planteado ya el problema de la selec
ción en toda su amplitud cuando promete contar
en breves razones la inmensidad de sus desven
turas y, sin demorarse en la relación de sus des
gracias, no dejar de referir cosa alguna que sea de
importancia (DQ, I, 24). En el capítulo 27 de la
primera parte, a una exclamación sumamente retó
rica («¡Oh Mario ambicioso, oh Catilina cruel...!»,
etcétera) sucede la consideración que se hace a
sí mismo de seguir adelante con su historia. Y,
más adelante, a otra explosión semejante («Oh me
moria, enemiga mortal de mi descanso...», etc.)
suceden unas palabras en que se disculpa ante los
oyentes por hacer esas digresiones. Pasando por
alto las amables palabras de aprobación y agrado
con que el Cura responde a esas disculpas, lo que
puede notarse es que cada una de estas breves
digresiones constituye una muestra de retórica
pomposa, una hinchazón artística, y por ello, has
ta cierto punto, una falsificación de los sentimien
tos del protagonista. Las continuas referencias de
1 P. e j., C astelvetro, op. cit., pág. 5; P iccolomini, op . cit., p á
ginas 138-39; C arvallo, op . cit., fo l. 134 r.
204
Cervantes a su pretensión de verdad penetran en
todos los principales compartimentos de su teo
ría de la novela. Iremos viendo cada vez más cla
ramente, por ello, lo inseparables que son forma
y contenido. También en esta esfera particular in
tenta hallar tina reconciliación, dado que ni la ver
dad ni el ornamento deben rechazarse. En mi opi
nión, lo que en último término se propone es in
cluir en sus novelas «sucesos que adornan ir acre
ditan», como escribe (sin subrayado alguno) en el
epígrafe del capítulo 73 de la segunda parte del
Quijote.
Una y otra vez, a través de las objecciones, dis
culpas y explicaciones de sus personajes, Cervan
tes invita al lector a criticar como impropios unos
sucesos narrados, y simultáneamente elude él mis
mo esas posibles críticas. Don Quijote, secundado
por Maese Pedro, llama al orden al muchacho que
narra la historia representada en el retablo cuando
éste se permite divagar sobre el tema de las cos
tumbres de los moros (II, 26). La Dueña Dolorida
interrumpe su discurso después de una inoportuna
divagación sobre teoría poética, (II, 38). Periandro
se disculpa de haberse dejado seducir por el en
canto del sueño que acaba de relatar (Persiles, II,
15). Ambrosio, el amigo íntimo del difunto Grisós-
tomo, será quien explique por qué se incluye en el
Quijote un poema no muy adecuado al caso, com
puesto por el autor en otra ocasión (I, 14). Cer
vantes utiliza también el artificio de hacer que una
falta lo parezca menos por comparación. Mauricio
dice a Transila con socarronería que apostaría a
que Periandro se pondrá a describir a continua
ción toda la esfera celeste, como si los movimien
tos del cielo importasen mucho a su historia (Per-
siles, II, 14). En otras ocasiones recuerda al lector
las cosas que se ha abstenido de narrar (enrique
ciendo prodigiosamente a menudo, mediante una
simple sugerencia, la obra). En el Persües nos ad
205
vierte que el autor había gastado casi todo el pri
mer capítulo del libro segundo en una definición
de los celos, pero que ésta había sido suprimida
luego por prolija y banal, y con ello —añade sig
nificativamente— «se viene a la verdad del caso».
Aplica su técnica evasiva con un arte admirable
en el Quijote, donde el autor «pide no se desprecie
su trabajo, y se le den alabanzas, no por lo q.ue
escribe, sino por lo que ha dejado de escribir»
(II, 44).
La lucha entablada entre la tentación de dejar
correr la pluma y las restricciones que la con
ciencia artística le imponía se hace aún más evi
dente en El coloquio de los perros, donde la narra
ción y la crítica siguen abiertamente caminos pa
ralelos. Cipión se ve obligado a recordar a Ber
ganza, en más de una ocasión, que se atenga-al
asunto y no divague1:
C.: ...y por tu vida que calles ya, y sigas tu historia.
B.: ¿Cómo la tengo de seguir, si callo?
C,: Quiero decir que la sigas de golpe, sin que la hagas
que parezca pulpo, según la vas añadiendo colas.
Algunos se sentirán tentados a ver en estas pala
bras el esbozo de una nueva forma novelística:
la novela-pulpo. Pero esta posibilidad no puede
haberse introducido de una manera consciente en
la teoría cervantina. No es concebible que la uni
dad orgánica de un cefalópodo pueda correspon
der a su idea de la belleza novelística.
No resulta fácil resumir sus opiniones sobre la
unidad de la novela, tan diversas, veladas y cam
biantes. Pero puede decirse que Cervantes consi
dera, por lo general, que el oficio de novelista
consiste en moldear la variedad de la experiencia
hasta lograr una forma artística coherente que
1 Cf. también Coloquio, págs. 166, 186, 205, 242.
206
satisfaga a la inteligencia, pero no a costa del
placer producido por la variedad. Como su inter
pretación de la unidad suele ser, cuando menos,
algo equívoca, se ha deducido de ello que a Cer
vantes no le preocupan personalmente los aspec
tos formales de la obra, si consigue que ésta agra
de. Pero, susceptible como es él a los encantos de
la variedad, las pruebas no demuestran que esté
intelectualmente convencido de que el placer que
en ella existe sea el único sustituto adecuado de
la satisfacción estética que produce la coherencia
estructural. ¿Por qué, si no, había de llamar la
atención una y otra vez, por regla general, de una
manera totalmente gratuita, sobre la propiedad o
impropiedad de algunas partes de su obra? ¿Sólo
con el fin de hacer callar a los críticos? Sin duda,
en parte, éste era el motivo; pero si todo se re
duce a eso, resulta muy extraño que no utilice
nunca a este respecto el método más fácil de auto-
justificación, aquel que consiste en hacer referen
cia a precedentes famosos. Podía haber traído a
colación a un buen número de ellos, desde Apu
leyo hasta Ariosto y Mateo Alemán.
Sólo llega a una solución real, teórica y prácti
ca del problema de la relevancia en la segunda
parte del Quijote. En ella define la unidad más
importante: el episodio. El episodio puede sepa
rarse de la acción principal en tanto que es algo
completo en sí mismo, pero, al mismo tiempo,
debe surgir de una manera natural y convincente
de la acción principal y no debe ser desproporcio
nadamente largo (cosa que ocurría con El curioso
impertinente y con la historia del Cautivo). En las
dos partes del Quijote y en el Persiles, Cervantes
tiende a asimilar la unidad a la verosimilitud. Has
ta los pequeños detalles influyen en la verdad
poética de la prosa novelística. El Persiles cons-
207
tituye, a mi parecer, una tentativa práctica (aun
que no muy segura de sí) de llegar a un compro
miso con la variedad mediante la utilización de
una forma más flexible. Tentativa que resulta fa
llida principalmente porque él recarga demasiado
la estructura. Esa tentativa de llegar a un acuer
do es, en definitiva, poco menos que una capi
tulación.
Su teoría literaria no manifiesta preocupación
alguna por las más recónditas especies de unidad
(las unidades temática y simbólica, como opues
tas a la mera unidad formal *), pese a que ha es
tado de moda querer encontrarlas a lo largo de
sus obras o adscribirlas a éstas. Desde luego, se
puede demostrar que hay en las obras cervanti
nas importantes correspondencias de este género,
pero estas demostraciones constituyen en muchos
casos creaciones artificiosas de los críticos más
que auténticas iluminaciones sobre la manera de
componer de Cervantes. Las ideas expresadas en
su obra maestra acerca de la unidad de la nó
vela se basan en las ideas corrientes entonces acer
ca de la unidad de la épica. Al ponerlas en prác
tica, sobre todo en la segunda parte, va más allá
de la mera observancia formal de estas ideas, lle
gando a conseguir una unidad qué no resulta ni
epidérmica ni escondida bajo una capa de símbo
los y abstracciones, una unidad que no es ni su
perficial ni oculta, sino vital. Se halla sostenida
por esos hilos fuertes y sutiles, que enlazan los
acontecimientos exteriores con la más honda in
timidad de la persona humana.
208
2. El estilo y el decoro
Las expresiones deben ser proporciona
das a la elevación de las sentencias y pen
samientos. El lenguaje de los semidioses
debe ser sublime, lo mismo que sus vesti
duras deben ser más ostentosas que las
nuestras.
A ristófanes (Las ranas)
209
el estilo y el tema tratado. No surgió una clara
división en tres estilos (el alto o sublime, el media
no o mixto y el bajo o llano) desde la llamada di
visión teofrástica hasta la época romana, en que
apareció por primera vez en la Rhetorica ad. He
rennium. Hubo tentativas posteriores de distinguir
otros estilos (Demetrio, por ejemplo, añadió un
cuarto), pero en las retóricas y poéticas escritas
desde la Antigüedad hasta el Renacimiento fue la
más frecuente la división triple, aunque ésta solía
interpretarse de distintas maneras y la terminolo
gía variaba en unos y otros autores. Debido a la
estrecha relación que los antiguos teóricos esta
blecían entre el tipo de lenguaje empleado y la dig
nidad del asunto que se trataba o, en el casó de la
oratoria, la dignidad de las circunstancias, las dis
tinciones estilísticas acabaron relacionándose con
distinciones de rango '. La jerarquía de los estilos
se vio seriamente amenazada durante la Edad Me
dia por un motivo del que hablaremos más ade
lante, pero todos los críticos siguieron cqntando
con ella inevitablemente en tanto que la organi
zación jerárquica de la Creación misma, con su
«Gran concatenación del Ser», continuó ejerciendo
una fascinación poética en la mente de los hombres,
como sucedió incluso en los momentos en que resul
taba cada vez más evidente que dicha relación no
guardaba semejanza alguna con la realidad (de
hecho, hasta bien entrado el siglo xvm).
Los teóricos del Renacimiento trataron de aco
plar los niveles clásicos del estilo a la escala de
valores, cuidadosamente graduada, que todavía se
1 D embthio escribe «La elevación reside también en la na
turaleza del tema» (Ore Style, trad. Inglesa de W. R. Roberts.
Loeb. Cl. Lib., II, 75). Cf. Q uintiliano , op. cit., V. XIV. 34;
L ongino, Tratado de la sublimidad, XLIII, pág. 239. E l criterio
plenamente social es un descubrimiento de la E da d Media, pero
E dmon F ahal, que cita sólo la Rethorica ad Herennium, no lle
ga a admitir que el germen de esta idea se halle en la Am·
tigüedad (Les Arts poétiques du X lle et idu X lIIe siècle (Paris,
1924, pág. 86.
210
aplicaba a las gentes y a los objetos en la vida
real. La tragedia y la comedia estaban totalmente
separadas por cuestiones de rango tanto como por
el hecho de que una hacía llorar y la otra reír.
Suárez de Figueroa, citando a cierto «gramático»
(probablemente Cascales), explica con precisión
por qué es un error presentar en las comedias
asuntos de gente noble. No se pueden hacer chis
tes y burlas a costa de los príncipes. Se les ofen
dería y clamarían venganza; esto daría lugar a al
borotos y conclusiones desastrosas; y entraríamos
ya en los dominios de la tragedia K _
Esta teoría «socializada» de los "estilos se ha
llaba gobernada por el sentido del decoro, tan
arraigado entonces en la vida real. Los personajes
literarios tenían que hablar y actuar como conve
nía a su situación social y había que escribir sobre
ellos atendiendo a esa situación. (La parodia y lo
burlesco constituían, por supuesto, excepciones in
tencionadas). Escalígero —el «ciego de Escalíge-
ro», que, según Chapman, no poseía otra cosa que
«espacio, tiempo y palabras con que ocultar su
propia falta de erudición»2.— ideó un sistema ex
haustivo en el cual las personas y todo lo que con
ellas estuviera relacionado se ordenaban según su
importancia, e incluso los detalles de expresión
se ajustaba a cada una de ellas3. Castelvetro in
sistía en el rango como signo distintivo4. La no
vella podía tratar, según Bargagli, de personas de
la clase baja, media e incluso alta5. Para Robor-
telli y los comentaristas posteriores, los hombres
«mejores» de que hablaba Aristóteles eran los me
jores tanto por su posición social como por su
211
moralidad. Con una absoluta falta de realismo, se
creía que la virtud, la sabiduría, los buenos moda
les y la belleza se hallaban encamados en las per
sonas de rango y fortuna, en tanto que las defi
ciencias correspondientes se daban tan sólo en las
clases sociales inferiores. La tragedia debía Con
sentir cierto debilitamiento del carácter en el pro
tagonista, pero no sucedía lo mismo con la épica:
el héroe épico era el modelo perfecto, el hombre
que «reunía todas las buenas cualidades». Que ta
les individuos fueran extremadamente raros en la
vida diaria carecía de importancia desde el pun
to de vista de la literatura. Más bien era un deber
del escritor dotar a los grandes —y no tan divi
nos— hombres del momento de unas dimensiones
heroicas apropiadas.
Esta estratificación de la literatura produjo in
evitablemente dificultades insalvables. Sólo de una
forma muy aproximada se pueden mantener cla
ras y distintas las gradaciones de estilo, de la mis·
ma manera que es imposible impedir que los bue
nos se junten con los malos. Horacio admitía que
la comedia eleva a veces su tono habitual y la tra
gedia desciende en ocasiones a un nivel prosaico;
y Quintiliano, que aceptaba los tres estilos princi
pales, reconocía, sin embargo, que había además
otras muchas gradaciones. La épica planteaba al
gunos problemas a los teóricos renacentistas, por
que su comprensión universal permitía cierta mez
cla de estilos. Pero existía una complicación mu
cho mayor aún, ya que estas valoraciones a un
tiempo sociales y literarias, como ha señalado
Auerbach, se vieron totalmente alteradas con la
aparición del Cristianismo, que enseñaba nada me
nos que lo siguiente: que los más humildes eran los
más altos y que todos los seres humanos eran
iguales espiritualmente, sin reparar en sus dife
rencias materiales. La mezcla de estilos y de gé-
212
ñeros, que persistió durante la Edad Media, debía
no poco a estas ideas cristianas.
Los teóricos de los siglos xvi y xvn se vieron
obligados a moderar sus preceptos, estableciendo
toda elase de excepciones. Vives, siguiendo a Quin
tiliano, aceptaba que el estilo debía acomodarse
al tema tratado, pero decía que había tantas grada
ciones de estilo posibles como gamas de color hay
entre el blanco y el negro, o matices de sabor en
tre lo amargo y lo dulce1. Muzio, atendiendo al
modelo social, admitía descensos en la escala de
los estilos, pero no subidas2. El Pinciano empe
zaba por asociar de una manera específica los tres
estilos a los tres estados sociales (patricio, media
no y plebeyo), como consecuencia inevitable de ser
la poesía imitación de la vida. Pero luego recor
daba que los reyes no utilizan de hecho el estilo
alto en sus conversaciones y que las cosas humil
des podían ser ennoblecidas por el uso de un len
guaje elevado. Es más: se inclinaba a pensar que
podía existir un único lenguaje poético, por encima
del nivel del habla común, al cual no podrían apli
carse estas divisiones del estilo3. Cáscales se vio
obligado a sugerir la utilización de recursos tales
como el de limitar el desarrollo de la acción prin
cipal a la gente humilde y los episodios a la gente
ilustrada, o viceversa4. Hubo intentos de subdivi-
dir los tres estilos principales, pero sólo sirvieron
para aumentar la confusión reinante.
Dada la habitual actitud respecto a las reglas,
mezcla de respeto y desdén, de los escritores es
pañoles, no nos extraña que éstos, en su mayor
parte, observen en la práctica sólo muy parcial-
213
mente la incómoda doctrina de los estilos, cuando
no prescinden de ella por completo. Se hallaban
muy poco dispuestos a abandonar la mezcla de
estilos y de géneros propia de la Edad Media. Sin
embargo, todos los escritores debieron conocer la
doctrina. Esta se manifestaba ante la conciencia
literaria de todos como una presencia, quizá in
operante, pero real.
La doctrina de los estilos apenas figura en la teo
ría cervantina que hemos establecido, pero un es
tudio completo de los efectos producidos por ella
en sus obras vendría a mostrarnos que su impor
tancia práctica fue muy considerable. Ella nos ex
plica no sólo su deliberado incumplimiento de las
reglas, sino también la observancia de las mis
mas en los casos en que esto ocurre. Cervantes
pone al descubierto, en el Quijote, la insuficiencia
de dicha doctrina, no haciendo caso omiso de ella,
sino manipulándola. Sus alusiones a este tema, sin
embargo, se reducen a ser poco más que un reco
nocimiento de su existencia, aun cuando de manera
inesperada, en un pasaje humorístico del Parnaso
VII, llegue a tocar el fondo de la cuestión al es
cribir: «Dame una voz al caso acomodada.» En
otra ocasión, nos dice que el verso de sus obras
teatrales tiene el estilo que piden las comedias,
es decir, el más bajo de los tres (Comedias, pról.);
observación que es verdadera hasta el extremo
de constituir virtualmente una perogrullada. Exis
te también una alusión que se refiere a la novela.
Cuando Periandro y sus acompañantes llegan a un
mesón, el autor escribe que «lo que en él les suce
dió, nuevo estilo y jiuevo capítulo pide» (Persiles,
III, 15). La observación no parece muy necesaria,
si no fuera porque en dicho capítulo se incluye
efectivamente la llegada de la adúltera Luisa, que
se halla complicada en el episodio más picaresco
de todo el libro.
214
La novela pastoril planteaba un problema espe
cial, por ser sus personajes «discretos cortesanos»
que aparecían disfrazados de «rústicos pastores».
En principio se consideraba que el estilo apropia
do a los pastores debía ser ei bajo. Tal era el esti
lo que Servio había, adscrito a las Eglogas de Vir
gilio (asignando a las Geórgicas y a la Eneida los
estilos mediano y alto, respectivamente). Así, era
costumbre entre los novelistas del siglo xvi pedir
indulgencia por el «humilde estilo» de sus obras,
tanto en atención a la rusticidad como por su mo
destia de autores *. Pero Sannazaro había justifi
cado el «humilde» estilo de la Arcadia y, al. mis
mo tiempo, se había disculpado por apartarse de
él en ocasiones2. De este modo llegó a ser muy
corriente también disculparse por no escribir en
estilo bajo3. El comentario que hace Cervantes en
el prólogo de La Galatea no aporta nada nuevo:
Bien sé lo que suele condenarse exceder nadie en la
materia del estilo que debe guardarse en ella, pues el
p rín cipe de la poesía latina fu e calum niado en algunas
de sus églogas p or haberse levantado m ás que en las
otras, y así, no tem eré m ucho que alguno condene
haber m ezclado razones de filosofía entre algunas
am orosas d e pastores, que p o ca s veces se levantan a
m ás que a tratar cosas del cam po, y e sto con su acos
tum brada llaneza, m as advirtiendo — co m o en el dis
curso d e la ob ra alguna vez se hace— que m uchos
de los disfrazados pastores della lo eran só lo en el
hábito, queda llana esta objeción .
215
que magnífico, pero era elegante y adornado, no
rudo, y correspondía al estilo de la poesía lírica.
Se hizo cada vez más elevado, hasta alcanzar su
apoteosis en los dos poemas mayores de Góngora.
Cervantes debió sentirse atraído teóricamente por
el estilo mediano para su utilización en la prosa
narrativa seria, pues dicho estilo, aunque sencillo,
era elegante y permitía el uso de adornos; se le
consideraba, por otra parte, el más adecuado para
las obras históricas y el más a propósito para pro
ducir placer en los lectores. Pero su acierto más ori
ginal y de más efecto lo constituyó el uso de estilos
contrapuestos en el Quijote. En esta obra desmon
tó, una tras otra, las piezas de la doctrina y las vol
vió a montar dándoles una nueva forma artística. Al
mismo tiempo, este experimento debe ser conside
rado como una manera de explotar las posibilidades
estilísticas de la épica, que no sólo podía albergar
dentro de sí a la tragedia y a la comedia, sino que
—al ser, como decía Minturno, una pintura del uni
verso— «comprende en sí misma todos los estilos,
todas las formas y todos los retratos: pues a menu
do, abandonando las empresas elevadas, desciende
a las obras humildes» *. Cervantes aplicó esta no
ción a su novela de caballerías ideal, que debe con
tener sucesos trágicos y también acontecimientos
alegres, y admitió que la escritura de estás novelas
daba lugar a que el autor pudiera
V
mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas
aquellas partes que encierran en sí las dulcísimas y
agradables ciencias de la poesía y de la oratoria
(DQ, I, 47).
216
Cervantes. Había figurado ya en las doctrinas de
Platón y Aristóteles; Horacio había insistido sobre
él en su Ars poetica; y todavía se siguió insistiendo
durante el siglo xvm. El decoro se hallaba especial
mente vinculado a la teoría dramática y a la retó
rica, pero también se aplicaba en poesía y en nove
la. Lo mismo que las tres unidades, el decoro se des
tinaba fundamentalmente a asegurar una moderada
verosimilitud, pero cuando era prescrito de una ma
nera dogmática e interpretado demasiado al pie de
la letra, producía el efecto contrario. En tanto que
doctrina de la «propiedad», el decoro, si hubiera
sido observado estrictamente, habría supuesto la
desaparición de la creación de caracteres. Juan de
Valdés lo define de una manera muy clara:
Cuando querem os decir que uno se gobierna en su
m anera de vivir con form e al estado y con d ición que
tiene, decim os que guarda el d ecoro. E s p rop io este
vocablo d e los representantes d e com edias, los cuales
entonces se decía que guardaban bien el d ecoro cuando
guardaban lo que convenía a las personas que repre
sentaban '.
217
N o sé có m o te digo estas verdades, que se suelen
fundar en la experiencia de m uchos ca sos y ' en el
d iscu rso d e m uchos años, n o llegando los m íos a diez
y siete.
218
diaria. De todo ello resulta con frecuencia una cu
riosa especie de doble responsabilidad: el autor es
responsable del tratamiento artístico del tema, los
personajes lo son de comportarse como deben ha
cerlo en la vida los seres reales. Si obran de una
manera descarada, la culpa corresponde al autor,
pero pueden muy bien actuar indecorosamente en
una forma que resulte aceptable, sin embargo, des
de el punto de vista artístico.
Mezclar lo sagrado con lo profano constituía una
violación de la doctrina, deplorada por todos, por
la cual el autor podía lógicamente suponer que se
ría considerado responsable. «Mescolare nelle cose
divine il paganesimo con la cristianità è cosa fuori
d’ogni decoro» Cervantes, en el prólogo a la pri
mera parte del Quijote, se refiere irónicamente a
aquellos que guardan «un decoro tan ingenioso, que
en un renglón han pintado un enamorado distraído
y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un
contento y un regalo oílle o leelle». Esta manera de
escribir, añade luego, es un «género de mezcla de
quien no se ha de vestir ningún cristiano entendi
miento». Naturalmente, aquí entraban en juego con
sideraciones de prudencia religiosa al igual que de
prudencia artística. Desde muy antiguo habían exis
tido ya prescripciones contrarias a esta clase de
mezclas2.
El vicio contrario a la virtud de la propiedad era
la creación de caracteres estereotipados, de que es
taban plagadas las obras teatrales clásicas, con sus
«típicos» viejos y sus no menos «típicos» jóvenes,
criados y otros personajes. Aristóteles los describió
en su Retórica y Horacio en el Ars poetica. Cervan
tes rindió tributo a este rígido concepto en el pro
ceso contra las comedias contemporáneas que lleva
a cabo en el Quijote, I, 48. Dicho principio actuaba
1 G iraldi, Dei romami, pág. 71.
2 Así 6 an I sidoro, Etymologiarum sive originum libri XX,
II, XVI.
219
también en el culto a las figuras y ejemplares ar-
quetípicos, como aquellos de los que hablaba el Ca
nónigo al trazar el esquema de la novela de caba
llerías ideal. Afortunadamente, la vida encontraba
el modo de abrirse camino a través de las conven
ciones literarias. En vista de que Homero había
prescindido con tanta frecuencia del decoro y Te-
rencio había manifestado su descontento respecto
a los caracteres más usuales de la comedia antigua,
a los teóricos del Siglo de Oro les resultaba difícil
no hacer concesiones. Cueva admitía que el autor
se apartara de la norma establecida siempre que
fuera por alguna razón expresa de ejemplaridad
El Pinciano admitía esto mismo en atención a la ad
miración que pudiera despertar la obra y, además,
porque pensaba que las excepciones que se daban
en la vida podían ser imitadas en las comedias, en
las cuales estaba permitida cierta libertad2. Porque
hay tantas excepciones que se salen del orden,^natu
ral de las cosas, decía Carvallo, que en ese caso no
es un error pintarlas tal y como son en realidad3.
Cascales resumió la situación, quizá con omayor
exactitud que los demás: «Aristóteles dio la regla
general —escribía— y la naturaleza la excepción»4.
El decoro era ciertamente una de las cualidades
que en las obras de Cervantes más alabaron sus
contemporáneos. Pero aunque éste hubiera obser
vado los preceptos servilmente, cosa que no hacía,
no tenía por qué manifestar escrúpulos cuando se
apartara ocasionalmente de la norma. En realidad,
es aún más complicada. Volviendo a establecer un
paralelo con Velázquez, diremos que con frecuen
cia Cervantes simultáneamente violaba y no viola
ba, sin embargo, las leyes del decoro. El resultado
220
era una forma de presentación de caracteres tan
inescrutable como la utilizada por Velázquez.
Al igual que la mayoría de los españoles, Cervan
tes manifiesta un sentido del decoro muy vigoroso
en lo que se refiere a la conducta en la vida, pero
este sentido del decoro aparece en sus novelas, algu
nas veces combinado con el decoro literario. La
crítica del poema pretencioso que hace Barrabás
en La ilustre fregona se basa fundamentalmente en
la afirmación de que usar un lenguaje tan ampuloso
para cantar a una fregona es algo impropio y absur
do. El esfuerzo, considera Barrabás (y,' desde lue
go, a la postre, se ve que está en un error) no es
adecuado a la ocasión. Para los lectores del si
glo XVII, el título de esta novela corta resultaría se
guramente más paradójico de lo que nos parece
hoy. Habría resultado atractivo e intencionado inci
tarle a uno a la lectura del libro para llegar a des
cubrir cómo era posible que una fregona fuese ilus
tre. En esta narración, como en la historia similar
de la gitanilla ilustre, la paradoja se halla resuelta
sin merma del decoro. Las obligaciones de Cons
tanza en la posada, habría que añadir, se reducían
significativamente a fregar plata y no loza.
" La propia naturaleza del Quijote hace que resulte
difícil con frecuencia diferenciar el decoro literario
del decoro de la vida real. El Caballero, que cons
tantemente dirige su atención a los libros de caba
llerías para hallar un precedente a sus actos, pre
tende que opere en su propia vida un decoro que
es en gran parte literario, y trata de imponerlo tam
bién a su escudero, excesivamente hablador. Sin em
bargo, olvidando una importante norma del corte
sano, que obliga a obrar a cada uno de acuerdo con
su edad V no llega a pensar nunca que su imitación
de un valeroso caballero andante resulte ridicula
por ser impropia de un hidalgo pobre y de edad ma-
221
dura. Y lo que es aún peor: como ha señalado Mar
tín de Riquér, Don Quijote nunca fue caballero ni
pudo haberlo sido, porque estaba loco, era pobre y
había sido armado caballero una vez por escarnio l.
El decoro de la vida real y el decoro literario se
combinan también en el comentario que hace el Ca
nónigo acerca de la promiscuidad con que actúan
las reinas y emperatrices en los libros de caballe
rías (DQ, I, 47). Dicha promiscuidad es considerada
tan impropia como poco probable. La propiedad así
concebida era una parte importante del decoro,, «II
decoro non si puo separar dall’onesto», escribía
Tasso2. En realidad, el decoro era parte integrante
de la moralidad. Los esparcimientos amorosos de
Dorotea con Don Fernando eran señal de que la da
ma no podía ser una princesa, observaba Sancho
grosera y maliciosamente (DQ, I, 46). Semejante
conducta, en una enamorada de sangre real como
Auristela, habría resultado, por supuesto, inconce
bible (Persiles, IV, 11).
«Lo bueno y lo malo de los príncipes es más ejem
plar y, por consiguiente, de mayor trascendencia,
que lo bueno y lo malo de las personas particula
res», escribió Puttenhan en Inglaterra3. Lo mismo
que la ejemplaridad, la doctrina del estilo y la del
decoro formaban parte también de una visión idea
lista del mundo, que estaba empezando a resquebra
jarse bajo las presiones de la ciencia alrededor del
año 1600. Sin embargo, Cervantes, al igual que otros
escritores, todavía podía hacer un comentario como
el siguiente:
Nunca en humildes sujetos, o pocas veces, hacen su
asiento virtudes grandes, y la belleza del cuerpo mu-
1 M. de R iquer, «Don Quijote, caballero por escarnio», Clav,
V II (1956).
1 Tasso, Del poema eroico, III, 85.
3 G eorge P uttenham , The Art of English Poesy, en Eliz. Crit.
Essays, II, 45.
222
^chas veces es indicio de la belleza del alma (Persiles,
I V , 4 ).
223
que se halle ensombrecida fatalmente, a los ojos de
los demás, por la necesidad y la miseria y sea tra
tada con menosprecio *. Y el tema de que la autén
tica nobleza en nada depende de la posición social
de cada uno es un lugar común de sus obras y, en
general, de todas las obras del Siglo de Oro. Lo sor
prendente es que todas estas opiniones contrapues
tas no se excluían mutuamente; coexistían y llega
ban a coincidir en una misma obra.
El principio de la selección literaria hecha de
acuerdo con el decoro queda establecido con toda
seriedad en el Persiles:
n o todas las cosas que suceden son buenas para con
tadas, y podrían pasar sin serlo y sin quedar m enos
cabada la historia: acciones hay que, p o r grandes,
deben callarse, y otras que, p o r bajas, n o deben de
cirse 2.
224
ciones en que participa y, lo que es más, de si su
cronista habrá sabido cómo sacar buen partido de
los hechos que realzan su prestigio, desechando to
do lo que fuera indigno de su persona. En realidad
le gustaría que todos sus actos, y en la forma en
que el autor los presenta, tuviesen una dignidad
y una nobleza que estuvieran en consonancia con
sus aspiraciones heroicas.
El propio Don Quijote no habría sabido expresar
el carácter idealizador de la épica mejor que lo ex
presan estas palabras de Cascales:
Las acciones épicas están fundadas sobre los hechos
de caballería y de la virtud heroica, y tiran a dar
suma excelencia al caballero que se celebra1.
Don Quijote, desde luego, está intentando salvar la
distancia que separa la vida de la poesía para llegar
a ser el superhombre épico, el retrato perfecto y
acabado que supere al propio modelo real. Quiere
exceder a la vida. Le resulta bastante fácil modelar
a Dulcinea según esos principios, ya que ésta nunca
llega a materializarse. Pero es distinto lograr esto
mismo en su propio caso, ligado como él está
—quiéralo o no— a su existencia histórica.
Aunque él aspire a esa existencia plenamente poé
tica, ni siquiera puede ignorar del todo la realidad
histórica. La diferencia que existe entre ambas se
discute con amplitud en el capítulo 3 de la segunda
parte. Ahora ya sabe Don Quijote que existe real
mente un sabio encantador que narra su historia,
y cree que éste está obligado a contarla en forma tal
que queden reflejadas en el héroe las mayores vir
tudes:
—A lo que yo imagino —dijo don Quijote—, no hay
historia humana en el mundo que no tenga sus alti
bajos, especialmente las que tratan de caballerías; las
cuales nunca pueden estar llenas de prósperos sucesos.
1 Cascales, «A don Tomás Tamayo y Vargas», Cartas filoló
gicas, Clás. Cast. (Madrid, 1930-41), XI, 33.
225
!
226
niñeado para los héroes literarios. Nadie conocía
mejor aquel principio cómico infalible que consiste
en hacer caer por tierra, de un golpe, el ideal, con
sólo recordar lo que de animalidad hay en la exis
tencia humana. La esencia cómica del Quijote re
side, como ha observado Harry Levin, en ser mo
delo persistente de todo el libro «el modelo del ar
te que se siente cohibido al confrontarlo con la na
turaleza» ’.
Lo mismo que Don Quijote se veía obligado a re
conocer que toda historia tiene sus altibajos, Cer
vantes expresa su repugnancia ante el estilo unifor
me y el decoro absoluto.
No siempre va en un mismo peso la historia, ni la
pintura pinta cosas grandes y magnificas, ni la poesía
conversa siempre por los cielos. Bajezas admite la his
toria; la pintura, hierbas y retamas en sus cuadros;
y la poesía tal vez se realza cantando cosas humil
des2.
227
sibles, sobre todo al comienzo de la segunda parte.
Aunque considera, en definitiva, que el tema caba
lleresco de la historia de Cide Hamete es garantía
suficiente de un tratamiento adecuadamente gran
dioso, en un principio se llena de recelos y se siente
depender sin remedio de la buena voluntad del sa
bio, que, si amigo, engrandecerá sus hazañas; si ene
migo, las rebajará envileciéndolas (II, 3). Poco an
tes se ha considerado la posibilidad de tratar satíri
camente el tema de Angélica la Bella (II, 1). El libro
está lleno de dobles versiones de un mismo aconte
cimiento. Bastará recordar uno de los casos más
manifiestos. Al hablarnos de la primera salida de
Don Quijote, por un lado se nos describe la ocasión
tal y como él la ve, envuelta en toda la retórica
caballeresca, entre los esplendores de una aurora
mitológica; por otra, se nos presenta la escena tal
y como la ve el lector, descrita más mediante su-
gerencias que de una manera directa. La parodia
termina diciéndonos qμe el famoso caballero Don
Quijote, dejando su ocioso lecho de plumas, subió
sobre su famoso caballo Rocinante y comenzó a ca
minar por el antiguo y conocido campo de Montiel.
El autor se limita a comentar, con laconismo: «Y
era la verdad que por él caminaba» (I, 2). La comi
cidad de esta contradicción proviene de ser una con
tradicción de estilo, en el sentido más amplio de
este término. Lo importante es establecer en qué
consiste la verdad de los hechos narrados.
229
jamás dicen o escriben alguna cosa igual a lo que
ella fue, sino que siempre añaden alguna cosa o de
malo o de bueno, ¿por qué los poetas, que son imi
tadores de estos tales, como en las demás cosas, no
los imitarán en éstas? Añado que, si el poeta pintase
iguales como los hombres son, carecerían del mover
o admiración, la cual es una parte importantísima
para uno de los fines de la poética, digo, para el de
leite1.
3. La dicción
...expresando melodiosamente y con
propiedad los conceptos de la razón, lo
cual constituye el objeto del lenguaje.
S ir P h i l i p S idney
230
narrativa comunes ya al uno, ya al otro, ya a los
tres estilos principales que evidentemente valoraba
Cervantes. No es necesario que tratemos de ellas
con amplitud. Los comentarios de Cervantes son de
tres clases: observaciones directas acerca de la dic
ción literaria; observaciones acerca del lenguaje,
que tienen una importancia estilística; y comenta
rios sobre la manera en que se hallan contadas las
historias contenidas en sus obras. La mayoría co
rresponden a la tercera clase y, aunque todas las
historias a que se refieren sean literatura, hay que
recordar que de una manera estricta sus comenta
rios se aplican preferentemente a la narración oral.
Cervantes consideraba el estilo como algo muy
importante. No sólo Don Diego supone que las obras
de entretenimiento deben deleitar por su lenguaje
(Don Quijote, II, 16), sino que varios libros de ca
ballerías son condenados por motivos estilísticos
exclusivamente. El Canónigo los presenta, por lo
general, como de estilo duro (Don Quijote, I, 47),
y el Cura condena especialmente al Amadís de Gau
la, de Feliciano de Silva, y el Florismarte (o Felix-
marte) de Hircania, de Melchor Ortega, por razo
nes estilísticas CDQ, I, 6). Es más, aunque no hay
que destruir el chiste de Cervantes tomándole de
masiado en serio, el hecho es que llega a decimos
que Don Quijote había perdido el juicio al tratar
de entender la singular prosa de Feliciano de Silva
Y de todos [los libros de caballerías], ningunos le
parecían tan bien como los que compuso el famioso
Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa y
aquellas entrincadas razones suyas le parecían de per
las, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros
y cartas de desafíos, donde en muchas partes hallaba
escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón
me quejo de la vuestra fermosura.» Y también cuando
leía: «Los altos cielos que de vuestra divinidad divina
mente con las estrellas os fortifican y os hacen mere
cedora del merecimiento que merece la vuestra gran
deza.,»
231
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio,
y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sen
tido, que no se lo sacara ni las entendiera el mismo
Aristóteles, si resucitara para solo ello (1,1).
Por desgracia para Silva, se trataba de uno de
esos ejemplos de repetición que había que evitar,
citado ya por el autor de la Rhetorica ad Heren
nium". «Nam cuius rationis ratio non extet, ei / ra
tioni ratio non est fidem habere admodum» i. Este
juego de palabras pueril usado por Silva, aunque
responde a un género muy admirado durante el si
glo XV, conocido por Juan del Encina con el nom
bre de gala « redoblado», había sido ridiculizado ya
por Diego Hurtado de Mendoza antes de serlo por
Cervantes. «¿Paréceos, amigo —preguntaba aquél
en su carta al capitán Salazar— que sabría yo ha
cer un medio libro de Don Florisel de Niquea.,. y
que sabría decir ”la razón de la razón que tan sin
razón por razón tengo” para alabar vuestro li
bro?» 2.
La complicación innecesaria es uno de los ího-
tivos más frecuentes de la crítica estilística de Cer
vantes. En el capítulo 71 de la segunda parte, Don
Quijote censura a Sancho por hacer uso de ella. Es
también una de las faltas adscritas en el Parna
so, VII, a cierto novelista llamado Pedrosa, que en
la batalla de los libros disparó cuatro novelas «de
una intrincada y mal compuesta prosa, / de un
asunto sin jugo y sin donaire». Esta censura se re
laciona en parte con otro motivo que se repite: la
censura de la afectación, vicio del que los humanis
tas habían abominado especialmente. «Llaneza, mu
chacho —grita maese Pedro—, no te encumbres,
que toda afectación es mala» (DQ. II, 26)3.
Entre los libros de caballerías hay unas cuantas
honrosas excepciones, tales como el Palmerín de
1 Rhet. ad Herennium, IV, XII, 18.
1 Carta al capitán Salazar, BAE, XXXVI, 549.
3 Véase también: DQ, II, 12; IV, 257-58; II, 43; VI, 247-48.
Vizcaíno fingido, pág. 103. Cueva de Salamanca, pág. 131.
232
Inglaterra, que el Cura recomienda por sus «razo
nes cortesanas y claras» (DQ, I, 6). Otra excepción
la constituye el Tirante el Blanco, siempre que la
frase «por su estilo... el mejor libro del mundo» no
equivalga simplemente a «por su camino... el me
jor y más único de cuantos deste género han salido
a la luz del mundo», palabras que usa el Cura al
hablar de la novela de Lofraso. Sin embargo, Cer
vantes cree que, por lo general, los libros de caba
llerías no pueden competir en cuanto al estilo con
las novelas pastoriles, que en el Coloquio se des
criben como «bien escritas». Las cualidades estilís
ticas particulares que él recomienda son de lo más
obvio, y no es necesario que nos detengamos en
ellas. Sólo unas cuantas de sus aserciones merecen ,
destacarse. Para contar bien una historia se requie
re, en primer lugar, discreción *. Esta es igualmente
necesaria en la conversación usual si se quiere usar
adecuadamente el lenguaje, según pontifica el Li
cenciado en el capítulo 19 de la segunda parte del
Quijote, dirigiéndose a los presentes. Producto de
ella es un lenguaje «puro, propio, elegante y cla
ro» a un mismo tiempo. De todas estas cualidades',
que pueden considerarse como virtudes estilísticas
principales en la teoría cervantina, la propiedad es
quizá el resultado más inmediato de la práctica de
la discreción. Las autoridades en la materia solían
incluirla entre las más importantes virtudes del es
tilo 2. Periandro la describe como «la salsa» de las
historias narradas (Persiles, III, 7).
Tres términos que se pueden aplicar evidentemen
te a sus propios escritos y son además muy impor
tantes dentro de su vocabulario crítico son los de
gracia, donaire y apacibilidad, palabras con que se
expresan los conceptos afines de «atractivo», «sol
1 Cf. Las dos úoncellas, pág. 34. DQ, I, 52; III, 409.
2 Así L. G raciAn D antisoo: «También deben ser las palabras
lo más apropiadas que se puedan a lo que se quiere mostrar
por ellas» (Galateo español, ed. Madrid, 1943, página 122).
233
tura» y «forma armoniosa». Con el primero de ellos,
Cervantes trata de agradar tanto al lector discreto
como al simple. El segundo sirve, al igual que la
propiedad, para hacer aceptable el disparate litera
rio. El tercero se usa para caracterizar el libro de
caballerías ideal (DO, I, 47). Los dos primeros apa
recen también a menudo entre las alabanzas tribu
tadas a sus personajes por su manera de narrar
una historia
Pero hay virtudes encaminadas a lograr un tono
más elevado y una mayor riqueza en lo que se escri
be, como las hay encaminadas a conseguir claridad
y sencillez. Cervantes recomienda en particular una
forma de perífrasis que viene exigida por el buen
gusto. A veces son necesarios los circunloquios para
evitar la obscenidad o la grosería. Era éste un asun
to delicado, pues, como señalaba Herrera, la inde
cencia podía ocultarse en el sonido mismo de las
palabras de significado más inocente2. Cipión dice
en el Coloquio:
Ese es el error que tuvo el que dijo que no era
torpedad ni vicio nombrar las cosas por sus propios
nombres, como si no fuese mejor, ya que sea forzoso
nombrarlas, decirlas por circunloquios y rodeos, que
templen la asquerosidad que causa el oírlas por sus
mismos nombres. Las honestas palabras dan indicio
de la honestidad del que las pronuncia o las escribe3.
234
Hay en este mismo libro ejemplos de palabras
educadas acompañadas de las correspondientes pa
labras vulgares. Uno de ellos es decir «boca» o «la
bios» en vez de «hocico»; «vientre» y no «panza»
o «barriga» K Algo parecido se halla entre los con
sejos de Don Quijote a Sancho, en que el primero
dice que la gente delicada emplea ahora «erutar»
y no «regoldar» (DQ, II, 43). La Dueña Dolorida,
que, por su parte, se muestra también muy delica
da, prefiere decir «oídos» en lugar de «orejas» (Don
Quijote, II, 38).
En el prólogo a La Galatea Cervantes rindió tri
buto a la lengua española por la oportunidad que
ésta ofrecía de mostrar aquella diversidad de con
ceptos que era tan natural a sus escritores. En esto
se hallaban de acuerdo tanto los autores españoles
como los extranjeros2. Se consideraba que el espa
ñol era especialmente apto para toda clase de jue
gos de palabras, equívocos y conceptos. La palabra
concepto todavía no poseía el significado que más
tarde había de darle Gracián. Los contemporáneos
de Cervantes, como El Pinciano, seguían definién
dola, en lo fundamental, en los mismos términos
que había usado Nebrija un siglo antes, como «ima
gen que de la cosa el entendimiento forma dentro
de sí»3. De acuerdo con estas definiciones dice Don
Quijote: «La pluma es lengua del alma: cuales fue-
235
ren los conceptos que en ella se engendraren, tales
serán sus escritos [los del poeta]» (II, 16).
Los conceptos eran algo propio de la poesía amo
rosa, aunque no se limitaban a ella. El amigo del
autor del Quijote aconseja a éste que los dé a en
tender sin intrincarlos ni oscurecerlos {DQ, I, pról.),
peligros a los que estaban expuestos de manera es
pecial. El protagonista del libro, sirviéndose de una
comparación muy popular en el Renacimiento, vuel
ve los ojos al mito de la Edad de Oro, presentán
donosla como un tiempo en que, de la misma ma
nera que las doncellas eran hermosas y honestas sin
necesidad de llevar adornos, muy al contrario de lo
que ocurría con las cortesanas del siglo xvn, así
también los conceptos amorosos del alma se expre
saban simple y sencillamente, tal y como habían
sido concebidos, sin necesidad de decorarlos con
perífrasis artificiosas (I, 11). De lo que Cervantes
desconfiaba era precisamente del artificio, de los
«aderezos». La razón de esta actitud, de la que nos
ocuparemos en el último apartado de este capítulo,
puede hallarse en una observación que expone Tas-
so: «La gonfiezza nasce dai concetti, se quelli di
troppo gran lunga eccederanno il vero» '. Debemos
añadir que Cervantes se preocupaba más de no so
brepasar la verdad que de todo exceso estilístico.
Pero un concepto sólo era reconocible por las cua
lidades especiales que lo caracterizaban dentro del
discurso ordinario, y el adjetivo aprobatorio que
Cervantes aplica con más frecuencia a esta palabra
era, si no me equivoco, el de «alto»2. ¿Cómo lograr
1 T asso, Dell’arte poetica, III, 33.
2 Por ejemplo: «Agudos, graves, sutiles y levantados» (La
Galatea, pról., I, pág. XXVIII); «bien dispuestos y subidos»
(ibidem, VI; II, 215); «altos y extraños» (ibidem, VI; II, 238);
«agradables..., profundos, altos, discretos» («Quintillas en loor
de López Maldonado» por su Cancionero, pág. 46); «la alteza de
sus conceptos» (Lic. Vidriera, pág. 94); «dulcísimos..., altos,
graves y discretos» (DQ, II, 20; V, 116).
236
que un concepto fuera natural y claro y al mismo
tiempo elevado y digno de ser recordado?
Tras este problema particular y de poco bulto se
halla para Cervantes todo el dilema estilístico de la
novela. ¿Cómo decorar la novela con los bellos y
deseables adornos de la poesía, sin sacrificar la es
tricta verosimilitud que le es esencial? Dividido co
mo él estaba entre la opulencia verbal del poeta
y la sobriedad del historiador, sus preferencias esti
lísticas tendían a inclinarse en teoría hacia esa gra
cia que agradara a todos los gustos, gracia que logró
también en la práctica. Pero ni siquiera esta fórmu
la estilística de lo agradable, que hallamos en el cen
tro de la teoría cervantina, podía hacerle olvidar
una distinción fundamental entre dos tipos de na
rraciones. Cipión afirma con todo vigor en el Co
loquio:
los cuentos, unos encierran y tienen la gracia en ellos
m ism os, otros en el m o d o d e contarlos; quiero decir,
que algunos hay que, aunque se cuenten sin preám
b u los y ornam entos d e palabras, dan con ten to: otros
hay que es m enester vestirlos de palabras, y co n dem os
traciones del rostro y d e las manos, y con m udar la
voz, se hacen algo d e nonada, y d e flo jo s y desmayados,
se vuelven agudos y gustosos.
237
na la reducía a sus términos más sencillos al defi
nir dos clases de narraciones: una, «natural e his
tórica»; la otra, «artificial y poética» '.
El ajuste de estos dos conceptos discrepantes en
gendró el Quijote.
4. El ornato y la hipérbole
Toda hipérbole trasciende lo posible.
D emetrio
238
de arte debe completarse con un contenido moral e
intelectual), se evidencia plenamente en sus héroes
ideales y, sobre todo, en sus heroínas, mezcla de
belleza, virtud e inteligencia.
Pero sería absurdo que Cervantes describiera las
virtudes morales y las dotes intelectuales como
«adornos» que embellecen a una persona (cosa que
hace a, menudo, como otros escritores de la época) ',
si el «adorno» sólo significara una forma superficial
de embellecimiento de la que puede fácilmente pres-
cindirse. En realidad, aunque la palabra «adorno»
tenía evidentemente ese sentido, podía significar
también una cualidad más profunda, de la que deri
vaba su verdadero valor. Podía representar algo in
terior y llegar, en último término, a depender de
ello. Como ha señalado Herrero García, el adorno
era considerado como una especie de reclamo que
servía para atraer la atención hacia la belleza; pero
si ésta no existía, se transformaba en un estafador
de la atención y no obtenía del espectador sino el
desprecio2. No resulta caprichoso, pues, describir
a los personajes de la ficción idealista, tan genero
samente dotados física, intelectual y moralmente,
como caracteres «adornados», a los que era natural
y adecuado describir con un lenguaje ornamental.
Se trataba, en realidad, de una analogía estilística.
Las «flores y figuras» que embellecen los escritos,
decía Herrera, no sólo deben mostrar la carne y
sangre de la obra, sino también sus nervios, de for
ma que pueda juzgarse su fuerza por el color que
tiene3. Al igual que en los seres humanos, el ornato
externo de una obra debía estar unido también al
contenido interior.
1 P. ej., Lic. Vidriera, pág. 92. La señora Cornelia, pág. 70.
DQ, I, dedic.; i, 14; I, 14; I, 391; II, 6; IV, 151; II, 16; V, 31;
II, 42; VI, 241.
2 M . H errero G arcía, «Ideas estéticas del teatro clásico es
pañol», RIES, V (1944), 90.
3 H errera, Anotaciones, pág. 292. Puede ser reminiscencia de
lo que dice M inturno acerca del estilo adornado, op. cit., pá
gina 435.
239
Cervantes, como casi todos los escritores, se sen
tía inclinado a servirse de la ornamentación. Los
adornos nunca pueden ofender, señala en el Persiles.
Pero, dada su preocupación obsesiva por la verdad,
se ve obligado a añadir que también sirven para cu
brir muchas faltas (IV, 7).
Al parecer, se daba cuenta de que, al retratar ca
racteres idealizados —personas raras y excepciona
les, cuando no del todo perfectas—, el autor apenas
podía evitar el uso de cierta forma de elogio. Cer
vantes no sugiere que tales seres no sean merece
dores de alabanza, y menos aún que no puedan exis
tir, pero advierte con mucha frecuencia que lo que
se dice incluso de gentes excepcionales en la vida
real raras veces constituye la verdad exacta; puede
variar desde una ligera alteración de los hechos a la
más falsa adulación. Por lo general, para inspirar
y despertar admiración, y que ésta fuese edificante,
había que retratar lo excepcional o lo ideal, y esto
significa casi siempre recurrir a procedimientos
de realce y exageración. Pero si el escritor echaba
mano de estos procedimientos, ¿podía seguir estan
do seguro de convencer? Si no lograba convencer,
todos sus otros propósitos resultaban debilitados.
En la vida ordinaria, el elogio y todo lo que éste
traía consigo aparecían como algo sospechoso,
pues con harta frecuencia la verdad real quedaba
puesta en duda. Cervantes solía relacionar la adu
lación y la mentira, y en el Viaje del Parnaso, IV,
las presenta como hermanas, siguiendo en esto la
manera alegórica tradicional.
En el prólogo a las Novelas ejemplares planteó
el asunto con toda claridad:
pensar que dicen puntualmente la verdad los tales
elogios, es disparate, por no tener punto preciso ni
determinado las alabanzas ni los vituperios1.
240
El presupuesto ideológico de todo ello nos lo
ofrece una cita de El Pinciano:
la verdad está en punto y la mentira es todo lo que
no es este punto de verdad'.
241
del verdadero cuento,
que en la pura verdad tiene su asiento ‘.
242
No logró resolverlo realmente más que en el Qui
jote, y no siempre.
Pero existe un ingrediente importante de la «ele
vación» estilística (palabra que no es sinónimo de
«ornamentación») que Cervantes siempre trató con
mucha cautela e incluso con recelo. Se hallaba
constituido por las pomposas’ alusiones mitológi
cas o históricas. En la versión definitiva del Celo
so extremeño suprimió las siguientes muestras de
ornato grandioso :
no así como el impío Bireno, que se fue huyendo del
lecho donde dejaba sola a la sin ventura y engañada
Olimpia, sino con la rabia que el celoso Vulcano bus
caba a su querida, dejó las odiosas plumas;
y;
Yo fénix que busqué y junté la leña con que me abra
sase1.
Y termina preguntándose:
1 Versión del manuscrito de Porras en la ed. cit. de las No
velas, págs. 245 y 259.
243
Pero ¿para qué hago yo tan disparatadas comparacio
nes? (III, 17).
244
Cervantes siente la necesidad de recurrir a la hi
pérbole en la mayoría de sus novelas, pero, sobre
todô en el Persiles y Sigismundo,. Desde el mo
mento en que aparecen el héroe y la heroína se
nos hace saber que no existe alabanza que pueda
hacerles justicia (lo cual, desde luego, no es sino
otra forma de alabarlos). La fama de la belleza
de Auristela se extiende por toda Roma, y ni si
quiera los más «discretos ingenios» saben cómo
encarecerla (IV, 4). Sin embargo, cuando al entrar
ésta en la ciudad, un romano que, a lo que se cree,
debía ser poeta, se permite hacer un elogio, breve
pero profuso, de su belleza, Cervantes' llama a
estas alabanzas «tan hipérboles como no necesa
rias» (IV, 3). La verdad debía producir su propio
efecto sin recurrir a alusiones y comparaciones mi
tológicas como las usadas por el romano (que ha
bía comparado a Auristela con Venus y la había
llamado «movible imagen»). La observación que
Auristela hace sobre SinforOsa expresa esta misma
idea: «Yo digo que tiene creíble hermosura; digo
creíble, porque es tal, que no ha menester que
exageraciones la levanten ni hipérboles la engran
dezcan» (II, 4).
Los elogios excesivos, al menos en los casos sus
ceptibles de comprobación, anulan sus propios fi
nes, uno de los cuales es causar admiración1. Pe
riandro interrumpe con delicadeza a Antonio en
sus alabanzas de Lisboa, diciéndole que les deje
algo para descubrir y admirar por sí mismos (III,
1). Las palabras más significativas que acerca del
tema se dicen en la novela están puestas también
en boca de Periandro. Ilustran de manera inmejo
rable el dilema en que se halla Cervantes al que
rer comunicar la magnitud de lo excepcional sin
hacerse sospechoso de estar haciendo un pane
gírico:
245
las hipérboles alabanzas, por más que lo sean, han de
parar en pimíos limitados: decir que una mujer es
un ángel es encarecimiento de cortesía, pero no de
obligación. Sola en ti, dulcísima hermana mía, se quie
bran reglas, y cobran fuerzas de verdad los encareci
mientos que se dan a tu hermosura *.
246
nal, «en. su punto» antes- que buscar palabras para
encarecerlo^ La Angular posición de Benengeli,
tan a menudo encomiado como historiador pun
tual, le permite a Cervantes, desde luego, presen
tarnos las dos alternativas. Pero, a veces, y esto
no ocurre sólo en el Persiles, falta la ironía y sólo
nos queda la ambivalencia cervantina consistente
en criticar una exageración poética y, al mismo
tiempo, querer que los lectores la acepten. Los
cantos rústicos de notable calidad, observa, por
ejemplo, son más exageraciones de los poetas que
cosas que se escuchan realmente en los campos;
pero el canto de Cardenio, que provocaba esta .ob
servación, es de una calidad tan excepcional que
nos Vemos obligados a aceptar su realidad (DQ,
I, 27).
Las definiciones corrientes de la hipérbole ha
brían puesto en guardia a Cervantes. Quintiliano,
que expuso algunos comentarios sagaces sobre su
uso, llamaba a ésta «decens veri superiectio» 2. Ne
brija la definía diciendo que «es cuando por acre
centar o menguar alguna cosa decimos algo que
traspasa la verdad»3, Gracián Dantisco observaba:
No menos que las afectaciones suelen ser los encare
cimientos mal recibidos y malos para ser creídos; y
en nuestro común hablar se debe dejar para los poetas
y fabuladores \
247
de incomodidad. Tasso y Sidney podían hablar de
adornar la verdad con nuevos colores y embelle
cer la materia histórica El Pinciano y Cascales,
del ornato de la verdad2. Pero es evidente que el
autor del Quijote tenía sus dudas sobre si la ver
dad —incluso la verdad de las ficciones— podía
ser tratada así sin que sufriera deterioro alguno.
Sin embargo, seguía pensando qué las cosas de
bían presentar esa doble alternativa. Consecuen
cia de ello fue el tratamiento equívoco que da a
ciertos temas, considerados convencionalmente co
mo obligatorios en una descripción ornamental
(sobre todo, el tema de los paisajes a la hora del
alba y el de las mujeres hermosas)3. El tema de
la belleza femenina es el que se relaciona de una
manera más inmediata con su teoría literaria. Solía
ser celebrada recurriendo a metáforas que impli
caban gran cantidad de joyas suntuosas, orbes ce
lestiales y cosas por el estilo. Era un tópicio muy
trillado y, como tal, se prestaba a la parodiaba la
caricatura y a efectos de contraste violento, de los
que Cervantes, como otros escritores, se sirvió lo
mejor que pudo.
Apolo, en la Adjunta al Parnaso, con cierta di
vertida ironía, permite a los poetas que confieran
a sus damas atributos tomados de los cielos, así
como que puedan decir que están enamorados aun
que no lo estén y puedan poner a sus damas los
nombres de Amarili, Anarda, Pilis, etc. (e incluso
Juana Téllez, si así conviene). Don Quijote le dice
a Sancho que no todas las Amarilis, Filis, Silvias
y otras tales de que está llena la literatura son da
mas de carne y hueso, sino criaturas de ficción
(I, 25); y el Bachiller, más adelante, se refiere a
1 T asso, Del poema eroico, II, 55; S idney, op. cit., pág. 169.
2 E l P inciano, op. cit., II, 199; C ascales, Tablas, pág. 133.
’ Véase E. C. R iley , « ” E1 alba bella que las perlas cria” »;
dawn-description in the novels of Cervantes», BHS, X X X III
(1956).
248
tales damas diciendo que son poetizaciones de mu
jeres reales (II, 73). Pero, a excepción de la novela
pastoril, Cervantes parece reacio a considerar la
prosa narrativa como simple ficción. Raras veces
la considerará aislada de la realidad histórica. Es
ta aversión a romper los lazos con la realidad jus
tifica el tratamiento, en ocasiones burlesco, am
biguo o francamente crítico, que da a las cosas be
llas poéticamente transformadas. No es una nega
ción de su belleza, sino una crítica de la manera
en que las metáforas deslumbrantes llegan a estor
bar su correcta aprehensión.
En teoría, el lenguaje que se utilice debe obede
cer a los dictados del decoro. La crítica que hace
Barrabás del poema contenido en La ilustre fre
gona constituye una exposición cómica de este
principio:
Dijérasla... que es tiesa com o un espárrago, entona
da co m o un plum aje, blanca c o m o una leche, honesta
co m o un fraile novicio, m elindrosa y zahareña co m o
una m uía d e alquiler, y m ás dura que un pedazo de
argamasa, que, com o esto le dijeras, ella lo entendiera
y se h o lg a ra 1.
249
más no era que estas comparaciones fueran ade
cuadas, sino que fueran exactas.
Las comparaciones que figuran en sus propias
novelas manifiestan toda una serie de actitudes di
versas. Hay, en ocasiones, una utilización seria de
los tópicos. Hay también la objetividad estudiada,
la burla franca, y la mezcla desconcertante de acep
tación y de crítica1. Donde esto último se iHáni-
fiesta de una manera más obvia es en la descrip
ción retórica que Don Quijote hace de Dulcinea:
en ella se vienen a hacer verdaderos to d o s lo s im posi
bles y quim éricos atributos d e belleza que lo s poetas
dan a sus dam as: que sus ca b ellos son o ro , Sil frente
cam p os elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus o jo s so
les, sus m ejillas rosas, sus labios coraies, perlas sus
dientes, alabastro su cuello, m árm ol su p ech o, m arfil
sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la
vista hum ana encubrió la honestidad son tales, según
yo p ien so y entiendo, que sólo la discreta con sidera
ció n puede encarecerlas, y n o com pararlas (I , 13).
250
Avendaño y Carriazo no reaccionan ante ella de la
misma manera. Sólo su enamorado Avendaño ha
bla de ella con «extraordinarias alabanzas y gran
des hipérboles». En otro lugar, demuestra Cer
vantes la singularidad del punto dé vista del ena
morado:
Habíase sentado en él alma del m aestresala la belle
za d e la doncella... y parecióle que n o eran lágrimas
lo que lloraba, sino a ljófa r o ro ció d e lo s prados, y
aún las subía de punto, y las llegaba a perlas orienta
les (DQ, II, 49).
t
251
el acto de «imitar a la naturaleza» podemos verla
en la definición que Covarrübias da de la palabra
en su diccionario: «la compostura de alguna cosa
o fingimiento». Pero las cosas que se hacen con el
fin de que se parezcan al objeto real contienen
inevitablemente un elemento de falsedad, y por ello
la idea de artificio solía sugerir la de mentira, «ta
verdad siempre fue enemiga del artificio», decía
Loper. Sin embargo, el artificio era algo necesario,
según Rey de Artieda:
252
ejecución era algo muy importante para aquellos
que, como Cervantes, advertían con agudeza el ele
mento de falsedad existente en el arte. Cervantes
sabía, tan bien como Tasso, que «ogni finzione è
inganno»1; pero se esforzaba por hacer que sus
vividos simulacros de realidad estuvieran urdidos
de tal manera que el lector pudiera llegar a acep
tarlos aun a sabiendas de que se trataba de ilu
siones artísticas. Esto requería del lector una fran
ca participación, que peligraba cuando se le obli
gaba a hacer un esfuerzo de credulidad demasiado
grande. Cervantes se inquietaba, por tanto, si la
materia resultaba hinchada o excesivamente poli
cromada, aun cuando las bellezas ornamentales de
la prosa y la idealización del personaje fueran tan
necesarias para él como lo eran los ideales caba
llerescos para Don Quijote. A diferencia de Don
Quijote, sin embargo, él sentía la necesidad de que
esas bellezas ornamentales y esa idealización arrai
garan en el material imperfecto de la existencia
humana. Consiguió esto en la mejor de sus no
velas; en su última obra intentó, sin éxito, otra
aproximación. Sus dudas y dificultades se expre
saban mediante indicaciones indirectas, mediante
contradicciones, ambigüedades e ironías; no se for
mulaban claramente como problema literario.
Estos escrúpulos, propios de Cervantes, no eran
frecuentes entre los críticos y poetas contempo
ráneos. Señalan también la diferencia existente en
tre nuestro autor y los novelistas anteriores. Más
bien recuerdan el intento de legislación, equívoco
y semihumorístico, llevado a cabo por Vives en su
breve diálogo alegórico, titulado Vertías fucata,
para regular las diez condiciones en que la Ver
dad podía emperifollarse en obsequio de la Poe
253
sía1. Pero los escrúpulos de Cervantes coincidían
en lo esencial con los de los pensadores baconia-
nos y cartesianos del siglo xvn, que eran los autén
ticos herederos de Vives. Su dilema novelístico era
parte integrante de la crisis ideológica europea de
la época, crisis que motivó la separación entre la
poesía y la filosofía natural. ¿Qué rumbo debía
emprender la novela? La literatura imaginativa
del Siglo de Oro se movía, por lo general, por un
camino que Cervantes no podía recorrer sin que
le asaltaran dudas, ni tampoco sin mirar alrede
dor. La dificultad de la cuestión residía en el pro
blema de la relación entre la historia y la poesía.
254
V
1. La historia y la ficción
...plega a Dios que no sea mentirosito,
que sería lo peor de todo.
C ervantes , La gitonilla
256
evidentemente, tiene sus orígenes en la antigua idea
de que la épica tenía por objeto conmemorar las
hazañas de los hombres célebres: el rapsoda pro
clamaba que las hazañas eran verdaderas y que le
habían sido reveladas por las Musas). Para mayor,
confusión, no había en español una palabra que
sirviera para distinguir la novela larga de la his
toria: una y otra se designaban con el nombre de
historia.
Pero también se abría paso un incansable espí
ritu de investigación. Se exploraban nuevos mun
dos de erudición y los humanistas descubríanla su
vez, los antiguos. La necesidad de separar la rea
lidad y la ficción se iba imponiendo en todas las
esferas y también afectaba a la literatura imagi
nativa. Empieza a manifestarse una considerable
preocupación por este tema, debido a que el mun
do cristiano se había visto escindido por una cri
sis religiosa y las ideas falsas —o «equivocadas»—
habían resultado altamente perniciosas. Los libros
impresos facilitaban una mayor difusión de las
ideas y la literatura influía cada vez más en la
vida de las gentes, lo cual no era considerado fa
vorable. «Como [el vulgo] no sepa distinguir lo
aparente de lo verdadero, piensa que cualquier li
bro impreso tiene autoridad para que le crean lo
que dijere», escribía Alexio Venegas K Ciertamente,
las opiniones del Ventero y de Don Quijote (I, 32,
50) tenían precedentes en el mundo real: un libro
publicado con licencia real no podía relatar men
tiras. ¿Era correcto que tales gentes estuvieran ex
puestas a los embustes fascinantes de la ficción
literaria incluso en materias incontrovertibles? ¿Te
nía realmente justificación la literatura de entrete
nimiento? Pocas cuestiones como ésta han contri
buido tanto a estimular el florecimiento de la crí
tica moderna.
1 A. Venegas, Primera parte de las diferencias de libros (ed.
Valladolid, 1583), pról.
257
Con la difusión de la Poética, de Aristóteles, en
Italia, a partir de la segunda mitad del siglo χνι,
la suprema autoridad del filósofo vino a justificar
la ficción poética y a explicar a las gentes su dife
rencia respecto a la historia, si bien la explicación
no fue tan convincente como para evitar un debate
interminable. Con palabras del personaje cervanti
no Sansón Carrasco,
el poeta puede contar o cantar las cosas, no como
fueron, sino como debían ser; y el historiador las ha
de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin
añadir ni quitar a la verdad cosa a lg u n a '
258
tar cómica, y lo suficientemente viva aún para que
su crítica no esté fuera de lugar. Esta actitud es
tá compendiada en la réplica, totalmente inconse
cuente, que el Caballero opone a la objeción del
Canónigo de que los libros de caballerías son men
tirosos: «Léalos y verá el gusto que recibe de su
leyenda» (I, 50).
Cervantes critica las novelas de caballerías des
de la posición aristotélica. Su falta de verdad poé
tica es la mayor objección que encuentra. Pero
esta objección va también acompañada por una
profunda y humanística desconfianza en los efec
tos perjudiciales que, sin proponérselo, producen
en la verdad histórica. La credulidad sin discri-
minación de Don Quijote representa un caso ex
tremo, pero ya había tenido precedentes en la vi
da real. Su progreso gradual hacia la cordura pue
de incluso describirse como un lento proceso de
autoeducación que, siguiendo el curso evolutivo
de las ideas del siglo xvi, termina con la austera
lección del desengaño. Es sintomático del mejora
miento de sus condiciones mentales el hecho de que
cuando en el capítulo 8 de la segunda parte pone
ejemplos de hazañas famosas a Sancho, los tome
en su totalidad de la historia antigua y moderna
en vez de tomarlos, como antes, de las narracio
nes fabulosas.
Cervantes no podía menos de extrañarse ante la
actitud decididamente ambigua que muchos auto
res del género caballeresco tenían para con sus
propios poemas y novelas. De acuerdo con las exi
gencias del público, escribían obras que, en sen
tido estricto, eran de entretenimiento, y sentían,
sin embargo, la necesidad de darles una justifica
ción de más peso. Ciertamente, pretendían que
eran obras ejemplares o de significación alegórica,
pero estas pretensiones no sólo eran dudosas en
su caso, sino que, además, habían perdido gran
parte del poder que ejercían en una época en que
259
comenzaba a considerarse importante saber si una
cosa había sucedido verdaderamente o si era o no
así en la realidad. Cuando sir Philip Sidney decía
que «un ejemplo inventado servía a los fines de la
enseñanza tan bien como un ejemplo verdadero» l,
estaba diciendo algo que la Edad Media había da
do por sentado; «ejemplo» es aquí la palabra cla
ve. La idea no había dejado de tener actualidad,
péro la distinción que marca anuncia una nueva
época de más espíritu crítico. A diferencia de Cer
vantes, los novelistas de finales del siglo xv y co
mienzos del χνι no conocían la justificación (aris
totélica de la ficción poética; sólo tenían la amar
ga conciencia de que no podían defenderse con ra
zones válidas de la acusación —que los hombres
cultos de su época les lanzaban despreciativamen
te— de que escribían un montón de disparatadas
mentiras. En el mejor de los casos reincidían en
tina burda y cómica ironía, cuando no en una con
fusión sin límites. He aquí algunos ejemplos.
Montalvo, con un humor equívoco, habla de la
confianza que debe merecernos el autor de Las ser
gas de Esplandián:
Aunque en las cosas d e Amadís alguna duda co n
razón se p odía poner, en las de este caballero [Esplan
dián] se debe tener m ás creencia, p orq u e este m aestro
[Elisabat] solam ente lo que vio y su p o d e personas
de fe qu iso d eja r en e s c r ito 2.
260
no hay razón para tomarlas por mentiras. Si po
demos creer en las grandes hazañas pasadas y ac
tuales que los españoles han llevado a cabo en
Italia y en las Indias, por tierra y por mar, conti
núa diciendo, ¿por qué no creer también las que
narra en su libro? La novela de Oliveros de Cas
tilla, concluye confusa y piadosamente:
Y pues que a Dios n o hay c o s a im posible, ninguno
d ebe tener en m ucho lo con ten id o en este presente
libro, ca D ios perm ite m uchas m aravillosas cosas, y
p o r nuestra doctrina hace m u ch os m ilagros p o r con
firm arn os en la fe y p on em os en el verdadero cam ino
de la salvación... A m é n 1.
261
tiguos héroes griegos en extraña mezcolanza con
-otros romanos y caballerescos. Se «despierta» de
esta experiencia como de un sueño (el episodio
guarda una ligera semejanza con el de la Cueva
de Montesinos), ve que conserva en sus manos el
libro de Don Olivante que le ha dado la Señora
Hipermea y concluye diciendo: «Vi ser verdad y
cosa a que debía dar entera fe y crédito.» Nos ha
llamos muy lejos de la madura ironía de Cervan
tes, que puede resultar desconcertante, pero no
engañosa. Por ejemplo, el comentario absurdo que
deliberadamente pone en boca de Sancho al ha
blamos de la historia de La Torralba, nos da la
medida en que ha superado las ingenuas ambi
güedades de los autores caballerescos: «Quien me
contó este cuento me dijo que era tan cierto y
verdádero, que podía bien, cuando lo contase a
otro, afirmar y jurar que lo había visto todo» (I,
20). En sus mejores momentos, la ironía de Cer
vantes (aunque menos cáustica) es tan poco equí
voca como la de Luciano en su Historia verdadera,
parodia de las narraciones heroicas extravagantes
en la que el Renacimiento reconoció una enorme
afinidad con su propio espíritu.
En gran parte de los autores del siglo xvi que
escriben antes de la divulgación de la Poética, de
Aristóteles, se puede descubrir la incómoda sen
sación de que la ficción poética está en desventaja
comparada con la realidad histórica; pero fueron
muy pocos los que reaccionaron tan absurda y
desconcertantemente como lo habían hecho los au
tores de libros de caballerías. Es manifiesto un
creciente sentido de la responsabilidad entre los
poetas épicos, pero la mentalidad de muchos es
critores seguía siendo claramente ingenua. Son car
racterísticos los penosos esfuerzos que Luis Zapa
ta realizó para separar la historia de la ficción
en la dedicatoria de su Cario famoso (Valencia,
262
1561) y ël uso de asteriscos que, al señalar en el
texto los episodios ficticios, servían para evitar con
fusiones en el lector K
Después de la divulgación de la Poética, las no
velas de caballerías se consideraron falsas en un
doble sentido: desde el punto de vista histórico,
porque no habían ocurrido en la realidad; y desde
el punto de vista poético, porque jamás pudieron
ni debieron ocurrir. La alternativa que se propo
nía como deseable era o buena prosa épica, como
la Historia etiópica, o historia verdadera —profa
na o, aún mejor, sagrada—, tal como él Cura y el
Canónigo recomiendan en los capítulos 32 y 49
de la primera parte del Quijote. A pesar de la es
timación que Cervantes sentía por la épica y de lo
mucho que valoraba la verdad universal contenida
en la buena ficción, la historia seguía teniendo pa
ra él una enorme ventaja sobre la poesía: compa
rada con esta última, poseía una relativa certeza.
La total confusión en la mente alucinada de »
Don Quijote entre lo que de ninguna manera podía
ser verdadero, lo que podía serlo y lo que real
mente lo era, refleja, así, el pensamiento confuso
de una época de transición. Cuando el Caballero
defiende ante el Canónigo sus lecturas favoritas -
recurre a un maremágnum de leyendas en que he
chos y fábulas se confunden. La infanta Floripes,
Fierabrás, Héctor, Aquiles, los doce Pares, el rey
Artús, Tristán e Iseo, y Otros, son tan verdaderos
para él como lo son el Cid, Femando de Guevara,
Pedro Barba o Suero de Quiñones. Y pregunta:
¿No quedan aún pruebas tangibles de Pierres y
Magalona, del Cid y de Roldán? El Canónigo se
queda «admirado... de oír la mezcla que Don Qui
jote hacía de verdades y mentiras» (I, 49). Pero
aunque él tenga razón y Don Quijote esté equivo-
263
cado, no sale muy bien parado de la disputa. Tra
ta de poner las cosas en orden, aceptando esto,
rechazando aquello y poniendo en duda lo otro,
pero sus dudas, repulsas, objecciones y concesio
nes presentan un pobre aspecto frente a la esplén
dida certeza de Don Quijote. Advertimos ahora el
indudable atractivo que tiene la idealización ro
mántica del Caballero que nos ofrece Unamuno.
La confusa y apasionada defensa que hace Don
Quijote no carece totalmente de sentido. Sus pa
labras hallan el modo de sugerimos que los prin
cipios del Canónigo no son absolutamente infali
bles. ¿De manera que sus héroes no son históri
cos? Bien, y ¿qué importa a las generaciones veni
deras si un personaje famoso existió o no en la
realidad? Como Unamuno se preguntaba, cuándo
un hombre muere y su memoria pasa a otros
hombres, ¿en qué se diferencia a fin de cuentas
de una de esas ficciones poéticas? *. y más aún,
siguiendo las observaciones de Eugenio d’Ors, si
se condena a los héroes de los cuentos de hadas,
¿por qué limitarse a ellos? ¿Qué privilegio tiene
Ulises para ser dispensado?2. ¿Debe ser expul
sada la fantasía pura —aquello que se escribe por
que sí, sin otro motivo que lo justifique, y no co
mo símbolo de algo o como apólogo— de las filas
de la buena literatura, sólo porque represente lo
que no pudo nunca ocurrir? La defensa de Don
Quijote implica como casi siempre, sólo se tra
ta de implicaciones, que el concepto usual de ve
rosimilitud era, a ese respecto, demasiado restrin
gido. Así era, en efecto, y ello proporcionó a Cer
vantes no pocas molestias.
La crítica cervantina de las novelas pastoriles
es diferente. Aunque el Cura condene cuatro entré"
las nueve que se examinan al hacer el escrutinio
1 Unamuno, op. cit., pág. 113.
2 E. d’Ors, «Fenomenología de los libros de caballerías», BRAE,
XXVII (1947-48), 92-93.
264
de la librería del Caballero, y desapruebe lo que de
mágico hay en la Diana, y aunque Mercurio acuse
a Lofraso de mentiroso y Berganza mismo diga
que al principio se había dejado engañar por esta
clase de libros, su delito es mucho menor que el
de las novelas de caballerías. El Cura, cuyos jui
cios van siendo progresivamente menos severos
a medida que pasa de las novelas de caballerías
à lás pastoriles, y de éstas a la poesía propiamen
te épica o lírica, los considera también menos per
niciosos (DQ, I, 6). Y ello porque son ficciones de
carácter decididamente poético y no tratan de dis
frazarse de otra cosa distinta. Nadie puede dejarse
engañar por ellos durante mucho tiempo, como
nos aclara Berganza al damos su definición de
los mismos:
265
mundo ideal de los universales poéticos y repre
senta, fundamentalmente, la quintaesencia de la
experiencia amorosa. Se trata de una poetización
que ensalza el amor —y sus emociones concomi
tantes—, sustrayéndolo a las circunstancias histó
ricas y contingentes para emplazarlo otra vez (pues
siempre es necesario un marco donde encuadrar
lo) en ambientes idílicos. Por todo esto y porque,
además, su culto de la sencillez supone, a fin de
cuentas, la más extrema afectación, la novela pas
toril incita a la parodia y a la burla. La crítica de
Cervantes, humorística e indulgente, puede descri
birse como la intromisión del sentido de la reali
dad histórica en este mundo de pura poesía. El
ejemplo más conocido es aquel en que Berganza
describe en el Coloquio el contraste entre las ocu
paciones típicas de las Amarilis, Lisardos y demás
personajes literarios análogos y aquellas otras de
los pastores reales, que pasaban «lo más del día
espulgándose, o remendando sus abarcas».
Las continuas alusiones a la verdad del Quijote
recuerdan humorísticamente las tradicionales pro
testas de los autores de novelas caballerescas y de
otros libros, pero son algo más que una parodia.
Aunque el contexto pueda resultar cómico, aseve
raciones como la siguiente: «ninguna [historia] es
mala como sea verdadera», no tienen una inten
ción propiamente burlesca. Existen dos tipos de »
verdad en literatura y, por ello, la «verdad» puede
tener un doble sentido. Las pretensiones de Cer
vantes al afirmar que su libro debería ser consi
derado como verdadero en sentido estricto están
expuestas de tal manera que nadie puede darles,
crédito. Pero, al mismo tiempo, a través de ellas,
está afirmando la verdad de su libro en el único /
sentido posible: el de la verdad poética. Las dos
verdades no están confundidas: están unidas. Si
a pesar de las precauciones que toma Cervantes
algún lector fuera tan necio como pada dejarse ·
266
engañar, toda pretensión de historicidad queda
anulada en el prólogo de la primera parte con es
tas palabras: «ni caen debajo de la cuenta de sus
fabulosos disparates las puntualidades de la ver
dad». Se refiere, por supuesto, a la verdad histó
rica, o más bien a la verdad científica, como acla
ra inmediatamente después, al advertir que nadie
espere de su obra una precisión científica o mate
mática ni un rigor lógico -1.
Cuando Cervantes contrasta la verdad del Qui
jote con la pseudohistoricidad y los embustes sin
sentido de las novelas de caballerías, se está com
portando a su manera como los poetas épicos del
siglo XVI, que se esforzaban por marcar la diferen
cia entre sus poemas y las novelas de caballerías
u otras invenciones fabulosas. Pero hay aún otra
muestra más de sutileza. Dentro de la ficción de
Cervantes, las hazañas de Don Quijote ocurrieron
realmente —«históricamente»—, en tanto que no
podemos decir lo mismo de las hazañas de los hé
roes caballerescos. La certeza histórica que poseen
las hazañas de Don Quijote dentro de la ficción
equivale a su verdad poética cuando el lector las
considera, desde fuera, como una parte de dicha
ficción. Las novelas de caballerías, en cambio, ca
recen de verdad poética desde cualquier, punto de
vista que se las considere. Así, cuando Don Diego,
en el capítulo 16 de la segunda parte, o el autor
en las palabras que cierran la novela, contrastan
al «verdadero» Don Quijote y sus proezas con los
-héroes «fingidos» de las novelas de caballerías y
sus hazañas, están afirmando la superioridad ar
tística de la creación de Cervantes, porque la ver
dad poética sólo se consigue en las grandes obras
de arte. La fama de su héroe eclipsará por ello la
de los héroes caballerescos. Paralelamente, la rea
lidad histórica de Don Quijote y de Sancho dentro
267
de la novela queda identificada con .su superiori
dad artística respecto a los protagonistas rivales
de la obra de Avellaneda. Examinaremos este pun
to en el capítulo yi.
268
ΙΟ)1. Fantasías como ésta nos recuerdan una de
las formas particularmente vanas y pedantescas de
la crítica literaria que florecía en su época, y muy
bien pudieran interpretarse como una parodia in
directa de ellas. El sentido común le dictaría se
guramente a Cervantes que, en lo referente a am
bos tipos de error u omisión, no se debía abusar
de licencias poéticas y que la, exactitud y consisten
cia internas formaban parte de la verosimilitud
(parte que, diremos de pasada, llegó a tener una
gran importancia entre los novelistas del s. x v i i i ).
Pero también sabía que las inexactitudes triviales
no perjudicaban a la verosimilitud, como tampoco
ésta podía lograrse con la sola multiplicación de
detalles insignificantes.
Otra de las maneras en que se hacía patente su
empeño en conseguir el más alto grado de verdad
poética era la vaguedad con que frecuentemente alu
día a los detalles exactos, como nombres («un lu
gar de la Mancha»), fechas, edades y números. Es
evidente que, al menos hasta cierto punto, se trata
ba de una técnica preconcebida; y lo era segura
mente por reacción también contra el estilo inefi
cazmente documental de los autores de libros de
caballerías, cuya profusión de pormenores ño logra
ba verosimilitud. La ridicula historia que cuenta
Sancho en el capítulo 20 de la primera parte es, en
tre otras cosas, una reductio ad absurdum del abu
so del detalle. En un laberinto de innecesarios por
menores, Sancho echaba a perder no sólo lo que de
verdad poética pudiera haber en la historia narra
da, sino incluso la historia misma.
Sin embargo, a pesar de que Cervantes sabía cuál
de las dos verdades tenía prioridad en la novela,
su teoría literaria se caracteriza por su inclinación
a considerar más fundamental mantener la verdad
\
269
histórica que la poética. En la práctica, él siempre
mide la distancia que le separa de la primera, aun
que dirija sus esfuerzos al logro de la segunda. Su
respeto por la verdad histórica, susceptible de ser
averiguada, resulta evidente, y muchas de sus ob
servaciones proceden directamente de la teoría de
la historia:
habiendo y debiendo ser los h istoriadores puntuales,
verdaderos y n o nada apasionados, ...n i e l interés ni
el m iedo, e l rencor ni la afición, n o les hagan torcer
del cam in o de la verdad, cuya m adre es la historia,
ém ula del tiem po, dep ósito d e las acciones, testigo de
lo pasado, ejem p lo y a viso de lo presente, advertencia
d e lo p o r venir ‘.
271
tóricos forma parte fundamental de su interpreta
ción de la verosimilitud. No obstante, del falsea
miento de la historia surgieron dos grandes proble
mas. Uno de ellos (que será examinado en la segun
da parte de este capítulo) es aquel que tanto le in
quieta en su última novela: ¿no puede el novelista
sacar ventajas del hecho de que a veces la verdad
resulte más extraña que la ficción? El otro es: ¿no
corre el novelista el riesgo de engañar al lector o, al
menos, de entorpecer con mentiras su aprehensión
de la verdad? No hay que olvidar que Cervantes
escribía lo mismo para el lector ignorante que para
el ilustrado.
Quien había inventado como personaje al lector
de novelas más crédulo del mundo difícilmente se
arriesgaría a engañar a otros lectores con la suya
propia. Recurriendo sobre todo a Cide Hamete (re
curso que examinaremos en el capítulo VII), Cer
vantes logra que el Quijote considerado como histo
ria esté contenido en una envoltura de inequívoca
ficción. Cervantes no mezclaba verdad y falsedad
sin discriminación. (Es el demonio mismo, dice la
bruja en el Coloquio, quien «con una verdad mezcla
mil mentiras».) Por supuesto que la invención y la
realidad deben confundirse en una obra imaginati
va, pero los teóricos de la época eran conscientes
del peligro que ello implicaba. Robortelli aceptaba
que los hechos verdaderos se mezclaran con los fal
sos siempre que las conclusiones a las que se llegara
fuesen verdaderas1. Carvallo decía que la ficción
poética no debe ser escrita «con ánimo de enga
ñar» 2. Cervantes fue menos explícito, pero sabien
do como sabía que una mentira era tanto más efec
tiva cuanto más se valía de la verdad conocida, sus
opiniones no pueden diferir mucho de las de los teó
ricos citados.
272
Hay una alegoría en la Agudeza y arte de ingenio
de Gracián en la que
viéndose la Verdad despreciada y aun perseguida, aco
gióse a la Agudeza... Abrió los o jo s la Verdad, d io des
de entonces en andar con artificio, usa d e las invencio
nes, introdúcese p or rodeos, vence co n estratagemas,
pinta lejos lo que está m uy cerca.,., y, p o r ingenioso
circunloquio, viene siem pre a parar en el pu nto .de
su in ten ción 1.
273
18
otra muy diferente que fuese el autor mismo quien
las hiciera1.
El lector moderno puede sentir a veces que las
continuas repeticiones de Cervantes sobre el tema
de la verdad y la ficción llegan al borde de lo excén
trico. Nos viene a la memoria el desventurado Tasso
y su desvío hacia la locura. Pero incluso teniendo
en cuenta lo que en la preocupación de Cervantes
era peculiarmente suyo, el problema debe ser con
siderado dentro del contexto ideológico del siglo xvi
y en relación con el del siglo xvn. La completa in
diferencia con que se consideraba si se estaba tra
tando de hechos reales o de fábulas era superviven
cia de una antigua manera de pensar que comen
zaba a resultar intolerable en la época en que él es
cribía; y Cervantes no estaba preparado, como los
escritores posteriores iban a estarlo, para aceptar
que debía recaer totalmente en el lector la respon
sabilidad por el uso que éste hiciera de su capaci
dad de discriminación. Parodiaba en el Quijote la
confusión de los autores caballerescos, y no lo ha
cía reproduciendo esa confusión, sino ilustrando
con ella la complejidad de la relación que existe
entre lo universal poético y lo particular histórico.
Nos falta tratar de llegar a algunas conclusiones
acerca del lugar que ocupaba la novela en relación
con la historia y la poesía. Del tratamiento que Cer
vantes da a ambas en el Quijote se siguen algunas
conclusiones. Por desgracia, él no las escribió expre
samente, de manera que sólo podemos adivinar has-
1 A m ezúa, op. cit., II, 243-44, cree que esta observación es
literalmente verdadera (aunque quizá se tratara de una inter
polación hecha por Porras de la Cámara) y que había sido
suprimida por C e rv a n te s tal vez para no ofender a personas
que aún vivían. Dado que tales pretensiones eran moneda ca-
rriente entre los escritores de ficción del siglo xvi, y conocidos
los antecedentes claramente literarios del Celoso extremeño, y
la falta de pruebas que acrediten una base histórica a esta no
vela, la explicación de A m ezúa parece menos recomendable que
la que ofrecemos aquí.
274
ta qué punto llegó a tener conciencia de ellas. Con
cede a la historia un grado de atención mayor que
la generalidad de los teóricos de su tiempo. Al con
centrar su interés en la verdad ideal de la poesía,
tendían a descuidar la historia. Pero la historia no
godía mantenerse alejada de la poesía, e incluso en
là teoría se resistía a quedar ignorada y hacía sentir
su presencia en todo momento. Así Castelvetro, aun
que distinguiéndolas cuidadosamente, especialmen
te en lo que se refiere a sus fines respectivos, con
sidera que el arte poético depende en gran parte
del arte histórico. Mantiene que «non si dee potere
avere perfetta e convenevole notizia della poesía per
arte poetica... se prima non s’ha notizia compiuta
e distinta dell’arte storica» 1. Tasso nos recuerda,
que las verdades universales se infieren de la ex
periencia de varios casos particulares2. El Pinciano
hace notar el hecho curioso de que, en teoría, una
sola obra puede ser . poesía e historia al mismo
tiempo:
1 Poética, pág. 5.
2 T . T asso, Lesione... sopra il sonetto, «Questa vida mortal»,
ec. di Monsignor della Casa. En: Opere, IV, 243.
3 El P inciano , op, cit., II, 10-11.
‘ Cascales, Tablas, pág. 27. C í. A ristóteles, Poética, 1451 B.
275
tamente más compleja que lo que pudiera hacer su
poner la simple afirmación de su dicotomía.
Las repetidas alusiones de Cervantes a la necesi
dad de ser históricamente exacto, por muy festivas
que sean, refuerzan el hecho de que la historia for
ma parte integrante del Quijote. No se puede sepa
rar a los dos héroes de ía historia particular, que
pertenece a ellos tanto como ellos pertenecen a la
historia. El tiempo y el lugar han de ser en España,
en 1600. Sus aventuras imaginarias serán tales como
pudieran haber sucedido, sin violentarlas. Sin em
bargo, Don Quijote y Sancho no serían seres huma
nos completos si los universales no pudieran ser
predicados como parte de su experiencia. El Quijo
te, la primera gran novela psicológica, se centra en
estos dos seres humanos y abraza ambas verdades
poéticas, la histórica y la ideal. El logro de Cervan
tes corresponde a lo que El Pinciano, en un pasaje
cuya-importancia han subrayado los modernos in
vestigadores, describe como objeto de la poesía:
E l o b je to no es la mentira, que sería coin cidir con
;la sofística, ni la historia, que sería tom ar la m ateria
“al h istórico; y, n o siendo historia, porqu e toca fábulas,
ni mentira, porque toca historia, tiene p o r o b je to el
verosím il que todo lo abraza '.
276
historia, no era ya un elemento importante de la
poesía» K Fue en esta situación, y con el Quijote,
cuando la novela se separó de la poesía y se con
virtió en lo que iba a ser, esencialmente y en las lí
neas fundamentales de su proceso evolutivo, la no
vela moderna, en la cual lo verdadero, en el sèntido
en que sè llama verdadero al objeto de la historia,
ha persistido como un elemento importante. Todo
un complejo de impulsos ideológicos y temperamen
tales alentaba las nuevas orientaciones que Cervan
tes dio a la prosa narrativa, pero debe señalarse
que en la teoría poética del siglo xvi apuntaban ya
algunas de estas ideas. Se consideraba a la poesía,
y en particular a la épica, como «historia fingida»2,
con palabras de Bacon. Cervantes dignificó esta
fórmula, no sólo respetando escrupulosamente los
derechos de la verdad histórica, sino poniendo en
práctica dicha fórmula de la manera más exacta e
inequívoca.
Falta aún considerar un problema al que ya nos
hemos referido. ¿No formaban parte efe la historia
lo excepcional, lo maravilloso y lo increíble? Tales
cosas proporcionaban una gran parte del placer, y
no escasa parte de la instrucción, que pudieran ob
tenerse de la poesía. ¿Cómo deberían ser manejadas
por el novelista, que no disfrutaba de lá absolute,
libertad del poeta ni podía exigir con demasiado
empeño la cooperación del lector bien dispuesto
aunque en actitud crítica? ¿Qué cosas son compa
tibles con la verosimilitud y cuáles no lo son? En
contraremos la respuesta a estas preguntas en el
Persiles y Sigismunda, libro que muchos de los crí
ticos modernos más acreditados han rechazado por
su falta de verosimilitud.
— '--------- > ' ■
1 J. A. M a z z e o , «A Seventeenth-century Theory of Metaphy
sical Poetry», RR, XLII (1951), 255.
2 F ra n c is B acon , extracto de The Advancement of Learning,
II, en English Critical Essays (Sixteenth, Seventeenth and Eigh
teenth Centuries), ed. E. D. Jones (Londres, 1947), página 89.
C f. C astelvetro, op. cit., pág. 28; E l P in ciano , op. cit., III, 216.
277
2. La verosimilitud y lo maravilloso
278
dado de lado a algunos de ellos, quizá el libro hu
biera sido mejor. Para alcanzar un concepto sufi
cientemente claro de lo que Cervantes entendía por
verosimilitud, téndremos que examinar sus realiza
ciones prácticas, ya que sus afirmaciones teóricas
sobre el tema, aunque no dejan de tener importan
cia, en manera alguna nos aclaran totalmente las
cosas.
Los críticos modernos han interpretado equivoca
damente el concepto de verosimilitud en Cervan
tes por una razón fundamental: olvidan la insis
tencia con que las teoríás poéticas exigían lo ma
ravilloso (exigencias que se oponían a aquellas otras
que la verosimilitud reclamaba). Frente al énfasis
que Escalígero o El Pinciano ponían en esta últi
ma, pueden oponerse las declaraciones de la época
acerca de la importancia que tiene el suscitar admi
ración. «Ma chi non sa il fine della poesía esser la
Tneraviglia?», preguntaba Mintumo'1. «La poesía...
senza meraviglia non puô Iode acquistar», decía
Muzio 2. Todas las opiniones coincidían en que am
bas cualidades eran imprescindibles en poesía y de
bían armonizarse aunque esto fuera muy difícil.
Diversissim e sono... queste due nature, il meraviglio-
s o e l’verisimlle, e in guisa diverse d ie sono quasi
contrarie fra loro; liondim eno l’una e l’altra nel p o e
m a è necessaria, m a fa m estieri che arte d i eccelente
poeta sia quella che insieme l’a c c o r d i3.
279
si la cosà n o es probable, ¿quién se m aravillará de
aquello que n o apruebe?
280
quio nos indica también que su concepto de la ve
rosimilitud se ha hecho más amplio. Pero tampoco
podemos estar seguros de ello, porque ya en el
Quijote (I, 47) se acepta la inclusión en la novela
ideal de ligeras nociones de astrologia y nigroman
cia. Sin embargo, a pesar de todo, es probable que
al ampliar sus lecturas con libros de teoría épica,
libros de viajes e' informaciones exóticas, aumenta
ra en él la confianza en sus facultades de nove
lista y que un público cada vez más sofisticado en
tre los lectores de novelas contribuyera a los ex
perimentos que sobre el control de la fantasía hizo
Cervantes en sus últimos años.
La diferencia que existe entre el uso que hace
de lo extraordinario y el que se hacía en los libros
de caballerías condenados por él equivale a la dife
rencia entre la fantasía controlada y la incontro
lada. La falta de control se manifiesta en el desdén
hacia las reacciones que puedan suscitarse en la in
teligencia del lector. Ningún lector que se pare a
considerar sus extravagancias puede cuerdamente
gozar del deleite que los libros de caballerías, al
igüal que las antiguas fábulas milesias, intentan co
municar. La comparación que se hace en el Quijo
te (I, 47) nos recuerda al Pinciano:
las ficcion es que n o tienen im itación y verisimilitud
no son fábulas, sino disparates, co m o algunas d e las
que antiguamente llam aron milesias, agora libros de
caballerías, los cuales tienen acaecim ientos fuera de
tod a buena im itación y sem ejanza a v e r d a d 1.
281
héroe derrota a una armada de un millón de hom
bres, u otras cosas por el estilo? Este pasaje es se
mejante a otro de Vives:
282
indeciso al enjuiciar criticamente el idealismo lite
rario, pero censura abiertamente lo fantástico.
La verosimilitud no reside tan sólo en el conte
nido de la obra. Depende del establecimiento de una
relación especial con el lector, de un ajuste delica
do entre el poder de persuasión del escritor y la re
ceptividad del lector. En ningún aspecto como en
éste llega a basar Cervantes con más claridad su
idea de la literatura como comunicación:
tanto la mentira es m e jo r cuanto m ás parece verda
dera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo
du doso y posible. Hanse de casar las fábulas menti
rosas con el entendimiento d e los qu e las leyeren,
escribiéndose de suerte, que, facilitando los im posi
bles, allanando las grandezas, suspendiendo lo s áni
m os, adm iren, suspendan, alborocen y entretengan1.
283
lación armónica entre el entendimiento del lector
y los acontecimientos narrados:
conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y
gusto y con tanta verosim ilitud que, a despecho· y pe
sar de la mentira, que hace disonancia en el entendi
m iento, form e una verdadera a rm o n ía 1.
284
cuar la ficción a la inteligencia del lector (es decir,
yendo a encontrarle a mitad del camino).
Debemos considerar ahora las formas que adopta
ba lo maravilloso y las diversas maneras en que el
escritor podía tratar cada una de ellas.
En el Persiles, como en las novelas cortas de
Cervantes, la fuente más fecunda de admiración no
reside en lo prodigioso ni en lo sobrenatural, sino
en los acontecimientos sorprendentes que se produ
cen en la vida ordinaria. Según Cervantes, estos
acontecimientos resultan, a la larga, insuficientes,
pero son los medios principales de los que se vale
para proporcionar a los lectores sorpresas agrada
bles. El lector moderno debe alejar de su mente’los
criterios realistas y aceptar el hecho de que ningu
no de los accidentes y coincidencias que llenan las
historias de Cervantes son, en sí mismos, imposi
bles, ni ajenos al orden natural.
La peripecia o «inversión de las cosas en senti
do contrario» y la anagnórisis o «reconocimiento»
eran consideradas en la teoría aristotélica como dos
de los mejores y más seguros medios para conse
guir una sorpresa agradable ’ . Lugo y Dávila, al apli
car ambas a la prosa narrativa, decía que la virtud
más excelente de la acción de una novela corta era
suscitar admiración mediante un suceso qüe, aun
dependiendo del azar, no contuviera nada que no
pudiera ser creído2. Naturalmente, estos procedi
mientos son esenciales a la narración, y Cervantes
habría hecho usó de ellos aunque no hubiera leído
una palabra de teoría literaria; sin embargo, figu
ran claramente en su propia teoría de la novela.
Por añadidura, uno se pregunta si no será algo más
que mera coincidencia el hecho de que los capítulos
iniciales del Persiles guarden semejanza, más aún
que con la Historia etiópica, con la historia de
1 A r i s t ó t e l e s , Poética, 1452 A. Véase E l P in c ia n o , op. cit., II,
28; C a s c a l e s , Tablas, pág. 23.
2 L ugo y D á v ila , o p . cit., in tro d ., p á g . 23.
285
Ifigenia, que Aristóteles utilizó como ejemplo para
ilustrar estos puntos, y que El Pinciano1y otros au
tores resumieron también.
La doctrina que Aristóteles había expuesto tan
cuidadosamente hacía mucho tiempo que había sido
objeto de interpretaciones más superficiales. La
peripecia se había convertido, según la interpreta
ción popular, en una simple vicisitud de la fortuna.
No creo que signifique otra cosa para Cervantes.
Es cierto que no se da, generalmente, «en la se
cuencia probable o necesaria de los hechos». Suele
consistir casi siempre en una serie de circunstan
cias adversas que se convierten en favorables, y
Cervantes parece conformarse con que tanto sus
peripecias como sus reconocimientos no sean im
posibles. El «alegre y no pensado acontecimiento»
que el Canónigo menciona como una parte consti
tutiva de la novela ideal (DQ, I, 47) es una peripe
cia o vicisitud de la fortuna en sentido favorable,
combinada con frecuencia con un reconocimiento.
El sentido que la palabra tiene para Cervantes re
sulta evidente, porque cuando en el Persiles Transí-
la se reúne inesperadamente con Mauricio y La
dislao, la referencia a este suceso se hace precisa
mente utilizando las mismas palabras que había
empleado el Canónigo2.
Estos procedimientos artificiosos al lector moder
no le saben a poco. Todos esos encuentros afortu
nados en islas remotas e improbables de los mares
del Norte nos parecen inverosímiles en sumo grado.
286
Es curioso que, pese a que el lector moderno está
mucho más dispuesto que Cervantes a aceptar sin
^ningún asomo de crítica lo fantástico, no pueda, sin
embargo, asimilar los artificios arguméntales anti
guos. Para Cervantes y sus contemporáneos, esos
artificios extraordinarios, pero no increíbles, eran
lo más prominente de la ficción. Abundan también
en sus Novelas ejemplares, y en Las dos doncellas
se llega a un auténtico abuso de los mismos. Lo
que, como muchos otros escritores de la época, nó
parece haber recordado Cervantes es que las coin
cidencias son poco frecuentes de por sí y que, cuan
do se dan en rápida sucesión, el efecto acumulati
vo que producen es el de la falta de verosimilitud.
No parece haberlo recordado, a pesar de que El
Pinciano lo había advertido ya en su libro haciendo
notar que era un pecado en el que caen, sobre todo,
los autores teatrales1.
La reconciliación de lo insólito con lo posible
que, sirviéndose de éstos y otros medios, propone
Cervantes se halla de acuerdo con la idea de Bar-
gagli acerca de la novella, en la cual debe haber
—nos dice— algo nuevo y notable y un cierto veri
símil raro: «cioé che verisímilmente possa accade
re, ma che pero di rado addivenga»2. El comenta
rio cervantino que mejor puede parangonarse con
éste es el que hace Don Fernando acerca de la natu
raleza de la novela corta al hablamos de la historia
del Cautivo, historia sobre la cual ni siquiera el
Cura puede albergar dudas: «Todo es peregrino y
raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspen
den a quien los oye» (DQ, I, 42). La palabra pere
grino, usada con tanta frecuencia por Cervantes, es
la palabra que resume mejor esta cualidad de cosa
a un tiempo extraordinaria y creíble3.
287
Antes de abordar el análisis de las formas más
espectaculares de lo maravilloso, tenemos que con
siderar brevemente un caso especial. Mé refiero a
aquel tipo de ficción imposible cuya finalidad fun
damental es alegórica o simbólica. En El curioso
impertinente, Lotario, al hablar del episodio del
vaso mágico contenido en el Canto XLIII del Or
lando furioso, justifica la falta de verosimilitud de
esa ficción poética diciendo que contiene valiosos
«secretos morales» (DQ, I, 33). Los «secretos mo
rales» eran también la raison d’être de la alegoría.
Sin embargo, Cervantes (cuya narración está inspi
rada en parte, evidentemente, en el episodio de
Ariosto, si bien no utiliza en ella lo mágico) parece
haber llegado a albergar ciertas dudas sobre la con
veniencia de usar en la novela esta antigua forma
de ficción (las novelas son algo distinto de los poe
mas o de las obras teatrales). Solamente la usa una
Vez, y de una manera claramente convencional, en
relación con el Canto de Caliope, incluido en su nó
vela más temprana, la poética Galatea. E incluso
aquí, la milagrosa aparición de la Musa no tiene
nada que ver con los argumentos de ninguna de las
historias que la novela contiene: la intención del
autor es, sencillamente, alabar a los poetas es
pañoles.
El otro momento en que aparece en sus novelas
esta clase de ficción tiene lugar en el Persiles, don
de adopta una forma frustrada y equívoca en grado
sumo. Periandro se entera, de oídas, de que existe
un extraño museo de pintura en Roma, donde se
conmemora a los hombres célebres futuros. Los
nombres están ya en los rótulos; sólo falta colocar
los retratos. Periandro acoge esta información con
una singular falta de entusiasmo:
D uro se m e hace creer que de tan atrás se tom e
el cargo de aderezar las tablas donde se hayan de
pintar los que están p o r venir, que, en efecto, en esta
288
ciudad, cabeza del mundo, están otras maravillas de ■
mayor admiración (IV, 6).
289
jote y el Sancho de Avellaneda y el incidente de la
cueva de Montesinos. El primero constituye uno de
esos disparates o absurdos intencionados que tanto
abundan en la teoría cervantina (pero cuya narra
ción, sin embargo, con muy pocas excepciones, Cer
vantes prefiere confiar a un intermediario); e inclu
so este absurdo manifiesto permanece ajeno a la
narración propiamente dicha. El segundo supone
una introducción desconcertante dentro de la fic
ción de lo que es nada menos que un hecho histó
rico, a saber: que otro autor escribió sobre un Qui
jote y un Sancho que no eran los de Cervantes. El
tercero queda sin explicación: es una mixtificación
deliberada. Incluso Benengeli se lava las manos y
hace responsable de la historia a Don Quijote, que
fue el que la contó. Cervantes nos da varias pistas
contradictorias, habla prolijamente en torno al in
cidente y, por último, deja al lector que juzgue por
sí mismo (II, 24). Es ocioso preguntar si lo que
Don Quijote contó fue un sueño, una invención pre
meditada o cualquier otra cosa. Cervantes nunca se
propuso que lo supiéramos.
Las aventuras y prodigios del Persiles y Sigis
mundo, están ideados con la intención de que un
lector discreto del siglo xvn pueda aceptarlos. Ade
más de abundar en encuentros fortuitos y cambios
de fortuna, la novela está llena de prodigios, que
fundamentalmente pertenecen a dos tipos distintos:
en primer lugar, prodigios naturales, que pueden
ser o bien acontecimientos fantásticos que tengan
una explicación racional, o bien hechos extraños,
pero auténticos, del mundo real; y en segundo lu
gar, fenómenos sobrenaturales. Esta división se
corresponde de cerca con la que hace el propio Cer
vantes, siguiendo la línea marcada por Pomponazzi
o Torquemada ‘:
290
los m ilagros suceden fuera del orden d e la naturaleza,
y los m isterios son aquellos que parecen m ilagros y
n o lo son, sino casos que acontecen raras veces (II, 2).
292
Lo que es a un mismo tiempo extraño y familiar
puede encontrarse también entre los prodigios ra
cionales del Persiles. Cervantes comenta de pasada
cómo da dentera oír el ruido de un cuchillo al cor
tar paño; de qué manera un hombre puede temblar
delante de un ratón, otro, al ver cortar en rodajas
un rábano, y otro no puede soportar la presencia
de unas aceitunas en la mesa (II, 5). Finalmente
nos recuerda la naturaleza maravillosa del ciclo
continuo de la existencia humana (III, 21) y nos ha
bla también del amor, que realiza los mayores mila
gros (I, 23).
294
y II se corresponde estrechamente con los mapas
existentes y las descripciones de los geógrafos1.
Schevill y Bonilla han señalado cómo usa, si no to
das, algunas de las relaciones geográficas, historias
de viajes y misceláneas de Niccolb Zeno, Quirino,
Ólao Magno, Torquemada, Solino, Thámara, Mexía
y el Inca Garcilaso. Del monstruo marino denomi
nado fisiter o náufrago hablan Torquemada «y casi
todas las misceláneás del siglo xvi, Solino, Tháma
ra y otros», dicen sus editores2. No comprendemos
por qué Cervantes iba a saber que ninguna de esas
misceláneas era digna de confianza ni por qué iba
a ser más escrupuloso al inventar una narración
que Se desarrollaba en países remotos. Es absurdo
reprocharle que no estuviera dotado de un sentido
de la verosimilitud propio de los hombres del si
glo XX.
Amezúa, De Lollis, Castro y otros han examinado
sus opiniones sobre brujerías, astrologia y licañtro-
pía en el contexto general de su pensamiento y en
el dé su época. La presencia de estos temas en su
obra debería ser considerada también a la luz de la
teoría épica. Lo maravilloso era necesario en la
épica; pero, puesto que las antiguas deidades pa
ganas no podían proveer convenientemente de ello,
debían suministrarlo las intervenciones sobrenatu
rales reconocidas por los cristianos: ángeles, demo
nios o seres dotados por Dios o por Satán de po
deres extraordinarios, como santos, magos y ha
das3. Todo ello, por supuesto, debía ser manejado
con prudencia, pero la aceptación en poesía de là
nigromancia no implicaba necesariamente que el es
critor creyese en ella. Aristóteles y las supremas au
1 R . B e lt r á n y R ó zp id e , La pericia geográfica de Cervantes
demostrada con la «Historia dte tos trabajos de Persiles y Si-
gismunda» (Madrid, 1924).
2 S c h e v i l l y B o n i l l a , ed. cit., I, 348, nota.
3 Así, T asso , Dell’arte poetica, I, 13; cf. C arvallo, op. cit., fol.
134 V.; B albuena , El Bernardo, pról., pág. 146; C ascales, Tablas,
página 132.
295
toridades literarias permitían que se incluyera en
una obra aquello que, no siendo necesariamente
verdadero, estaba de acuerdo con las creencias po
pulares. Tasso, al hablar de estos asuntos, decía
que el poeta no debía hacer caso de la verdad exac
ta al tratar de cosas que los hombres cultos consi
deran, con razón, imposibles; le bastaba en tales
casos adherirse a la opinión popularl. Las hechice
rías, los hombres lobos y las adivinaciones astroló
gicas que hay en el Persiles pertenecían, en la creen
cia popular, a esta clase de objetos.
Cuando Cervantes habla de astrologia lo hace con
menos evasivas que cuando trata de cosas de ma
gia. Aunque somete la astrologia a sus dudas e in-
certidumbres, en el Persiles se hacen y se cumplen
algunas predicciones. A pesar del consenso de la
creencia popular, introduce la magia negra con más
vacilaciones. Siendo remiso a permitir las licencias
propias de la poesía en su prosa narrativa, no sólo
somete a discusión las hechicerías, sino que toma
aún más precauciones. Presenta a gentes de las que
se dice que son brujas, que se llaman a sí mismas
brujas de una clase o de otra que parecen brujas
y se comportan como brujas, cayendo en éxtasis
(en el Coloquio) y manejando ungüentos que se pre
sume son diabólicos. Pero él, in propria persona,
nunca las presenta realizando milagros más espec
taculares que el de hacer que una persona caiga
enferma y luego se cure, lo cual es insignificante
si lo comparamos con las habilidades que dice po
seer Zenotia en el Persiles (II, 8), por ejemplo. Cer
vantes les permite estos pequeños poderes, o me
jor, como él se esfuerza por explicarnos, es Dios
quien se los permite (IV, 10). Sobre todo, él consi
dera a las brujas como mujeres engañadas, y aun
que admite que puedan poseer ciertos secretos (lo
cual, de hecho, en términos modernos, puede justi
296
ficarse racionalmente si lo consideramos como un
conocimiento de las drogas y los fenómenos de hip
nosis), él, personalmente, nunca las describe trans
formando a los hombres en animales, volando a tra
vés del aire o haciendo otras cosas de este estilo.
Cuidadosamente, Cervantes confía a algunos in
termediarios la narración de las manifestaciones
más exageradas de lo maravilloso. El monstruo ma
rino, los hombres lobos, el vuelo por el aire desde
Italia a Noruega, todo ocurre, en narraciones de se
gunda mano. No son otra cosa en la acción de la no
vela que cuentos que se narran, y el auditorio —y
no digamos el lector— queda en libertad de creerlos
o no creerlos. Numerosas autoridades, antiguas y
modernas, recomiendan éstos o análogos procedi
mientos. Aristóteles decía que una cosa improba
ble, si no se puede evitar, debe quedar fuera del
argumento; Horacio pensaba que las cosas maravi
llosas deben ser narradas por un actor, pero no re
presentadas en escena; Luciano opinaba que si en
la narración se interpone alguna fábula extraordi
naria, el escritor puede decirla, pero sin garantizar
su verdad, para que el lector la juzque conforme a
su criterio: el escritor no debe arriesgarse inclinán
dose a un lado o a otro, a favor o en contra Aná
logamente piensan los teóricos de los siglos xvi y
XVII. Robortelli considera que encomendar la na
rración a un tercero es un procedimiento muy útil
para tratar de lo sobrenatural2; y las palabras de
Balbuena sobre El Bernardo sirven de manera ad
mirable a este respecto:
P rocuré que la persona del autor hablase en él lo
m enos que fu e posible, con qu e también se p u d o aña
dir a la fábula más deleite; siéndole p o r esta vía per
m itido el extenderse a cosa s m ás admirables, sin
297
perder la verisim ilitud; p orqu e si la person a d el p o e
ta contara los m onstruos d e Creta o el origen d e la
ciudad d e Granada, careciera lo u n o y lo o tr o d e apa
riencia d e verdad; mas referidos estos ca sos p o r ter
cera persona, queda con to d o lo admirable, y el autor
n o fuera d e lo verisímil; porque, si n o lo es que Gra·
vinia se convirtiese en árbol, y E stordián en gusano
d e seda, eslo, y m uy posible, que aquellos cuentos
anduviesen en las bocas de los h om bres d e aquel
m undo
298
clase de problemas cuasi-literarios de confianza y
autoridadde persuasión y de creencia; problemas
que él somete a examen tanto en el Quijote II co
mo en el Persiles y Sigismunda. Suceden cosas
verdaderas en el mundo, señala Cervantes, de las
que là. imaginación no podría tener una visión co
rrecta antes de que ocurrieran, aunque lo inten
tara; y si no queremos que sean tenidas por apó
crifas, tenemos que ayudar al establecimiento de
su veracidad con juramentos, o al menos con el
buen crédito de quien las cuenta (..Persiles, III, 16).
Sin embargo, queda bastante claro que ninguna de
estas ayudas ofrece garantías de verdad para Cer
vantes. Periandro fuerza en alto grado la cortesía
de sus oyentes, según opinión de uno de ellos, y
la cortesía, como queda dicho varias veces, es algo
a lo que tienen que apelar a menudo los narrado
res de historias. Un auditorio discreto, con cierta
experiencia del mundo, es el más adecuado para
dar muestras de esa cortesía. La buena disposición
para aceptar la narración dice bastante en favor
del oyente; las dudas, las sospechas o el escepti
cismo son generalmente antipáticos. La nobleza
de Don Quijote en la segunda parte no disminuye
en aquellas ocasiones en que manifiestamente pre
fiere estar engañado a aceptar las desagradables
consecuencias que trae consigo el no creer. Aun
que no se refieran directamente a la literatura,
estas consideraciones cervantinas muestran la me
dida en que le preocupaba esa reciprocidad entre
autor y lector, que es, según él, parte imprescindi
ble de la ficción literaria.
Las numerosas aserciones hechas por personajes
ficticios de que la historia que ellos narran es sor
prendente pero verdadera tienen por objeto recor
dar al lector que algunas veces la verdad es real
mente tan extraña como la ficción. De este modo re-
1 V ives discu te estos tem as en De instr. prob., págs. 626 y
siguientes.
299
sulta más fácil aceptar la ficción, y en todo caso,
si el lector piensa poner objecciones, únicamente
puede acusar al personaje ficticio de embustero.
Encontramos aquí la verosimilitud de que hablaba
el Canónigo de Toledo actuando de manera un tan
to inesperada. El autor necesita el consentimiento
del lector y, por ello, debe recordarle de vez en
cuándo que, como dijo Aristóteles, «es verosímil
pasen cosas contra lo verosímil mismo» *.
Así, al relatar los acontecimientos en verdad fan
tásticos del Persiles, Cervantes se pone a salvo de
una de estas .tres maneras, y a veces de las très:
en ocasiones sitúa el suceso en una región poco co
nocida, donde, según los libros autorizados que ha
leído, pudo haber ocurrido tal acontecimiento, a
falta de pruebas que demuestren lo contrario; otras
veces narra cosas que están de acuerdo con las-
creencias populares; o bien pone el relato en boca
de uno de sus personajes inventados. Este uso de
lo sobrenatural, lejos de indicar indiferencia por
la verdad histórica, evidencia un respeto por ella
no superado por ningún poeta épico de su tiempo.
Bargagli pensaba lo mismo que Cervantes cuando
concedía menos licencias a la novella que a la poe
sía: lo sobrenatural iba perfectamente en poesía,
pero entre las novelle, «men’belle e meno perfette
si tengono quelle che maghe, incanti e cose fatate
contengono», decía2. Cervantes trató de encontrar
la forma de conservar la antigua magia en un gé
nero en que había que respetar la verdad histó
rica. Es cierto que no siempre lo hizo de una ma
nera muy hábil: se extralimitaba en el uso de lo
maravilloso y luego mostraba demasiadas dudas
al respecto. Esto y, más aún, el exceso de inciden
tes de toda clase, me parecen los grandes fallos de
la obra, pero realmente no puede reprochársele
1 A r is t ó t e le s , Poética, 1461 B.
2 B a rg a g li, op. cit., pág. 211.
300
falta de verosimilitud en el sentido que para Cer
vantes tenía esta palabra.
302
justo en que el otro ha terminado la lectura. La
novela está envuelta en misterios, dudas y sueños.
En el preámbulo a la narración, los dos con
tendientes ponen fin a sus discusiones. El alférez
deja de insistir en la veracidad de su historia, y el
Licenciado, bajo estas condiciones, accede a acep
tarla. Dentro del ámbito de una obra de ficción
vemos realizado aquí ese forcejeo delicado que
tanto preocupaba a Cervantes y que suele darse
entre el autor y el lector para llegar a un enten
dimiento. Campuzano llega incluso a referirse a
sus escritos como a «esos sueños o disparates, que
no tienen otra cosa de bueno si no es el poderlos
dejar cuando enfaden» K Aun dichas por boca de
uno de sus personajes, esas palabras con que Cer
vantes se refiere a una de sus propias obras son
demasiado duras. A pesar de sus razonamientos y
mixtificaciones, aún parece incapaz de aceptar sin
escrúpulos la fantasía por la que se siente tan atraí
do. Sin embargo, en la breve discusión con que fi
naliza el cuento, Peralta suaviza la severidad de sus
juicios y considera que la historia está lo bas
tante bien compuesta, aunque todo sea fingido y
no haya pasado nunca, como para que el Alférez
pase adelante con la segunda parte. Se muestra
consciente de su artificio e invención (términos
asociados específicamente con la ficción y no con
la historia) y admite que le ha procurado una re
creación del entendimiento. Con cierto esfuerzo,
Cervantes parece haber llegado a aceptar que su
propia historia no es otra cosa que una obra de
ficción bien compuesta, como lo son los mucho
menos embarazosos «sueños» de las novelas pas
toriles (conclusión que al lector moderno le resul
tará obvia, pero que para él no era tan evidente).
La fantasía se halla en la frontera del arte donde
el ensueño se evade de esa «despierta centinela»
303
que es la razón *. El creador de Don Quijote, de
Tomás Rodaja, de Carrizales y de Anselmo sabía
muy bien lo que significaban la locura y las obse
siones neuróticas, y conocía la fascinación hipnóti
ca que ejercen los monstruos al acecho que se ocul
tan en las cuevas de Montesinos del entendimien
to. La razón, decía Vives, hace uso de los fantas
mas, pero no se mezcla con ellos2. «Todo lo que
nos pasa en la fantasía es tan intensamente que
no hay que diferenciarlo de cuando vemos real y
verdaderamente», dice la bruja en el Coloquio. Es
claro que el peligro de la fantasía reside en que,
al admitirla, se reduce el poder que tiene la razón
para distinguir lo real de lo falso. Si algunas veces
Cervantes parece aferrarse obsesivamente a la rea
lidad histórica, lo hace por razones de salubridad.
D os h oras dorm í y m ás a lo discreto,
sin que im aginaciones n i vapores
el cerebro tuviesen inquieto.
La suelta fantasía entre mil flores
mfe puso en un pradillo, que exhalaba
de Pancaya y Sabea los olores.
E l agradable sitio se llevaba
tras sí la vista, que, durm iendo, viva
m u ch o m ás que despierta se m ostraba.
Palpable vi, m as n o sé si lo escriba
que a las cosas que tienen de im posibles
siem pre m i.p lu m a se ha m ostrado esq u iva 3.
304
igual modo lo fantástico. Lope de Vega, en cier
ta ocasión, hace la misma distinción de una mane
ra mucho más explícita. Cuando contemplamos una
pintura de ninfas, nos dice, lo que nos agrada es la
representación femenina, de la cual teníamos ya
upa experiencia inmediata. Pero, ¿qué placer pue
de hallarse en algunas fantasías monstruosas ta
les como una pintura de la guerra de los Titanes,
si no es el que proviene de la contemplación de los
colores y la destreza técnica del pintor? ·. Si pres
cindimos de su significado simbólico, como hace
Lope aquí, la respuesta es, por supuesto, que lo
monstruoso y lo sobrenatural agradan por su cali
dad de cosas extrañas (algo que Lope sabe muy
bien aunque no sea en forma tan racionalista). Cer
vantes, aunque comparta la opinión de Lope, tam
bién lo sabe. Por consiguiente, lo que intenta en el
Persiles es mantener el encanto de lo sobrenatural
desposeyéndolo, al mismo tiempo, de autoridad y
de poder.
Su desasosiego frente al realce de la realidad his
tórica que supone la idealización, sin embargo, nos
da la medida de su preocupación por un problema
novelístico que es ciertamente más decisivo que el
que planteaba la fantasía. Este problema surge de
la potencial discrepancia entre lo ideal y lo posible
(discrepancia que no aparecía para nada en el con
cepto de verosimilitud heredado de la Antigüedad).
Nada hay más característico de ese mundo antiguo
que iba desapareciendo en la época de Cervantes
que el desconocer la diferencia existente entre lo
que debía ser y lo que podía ser. El Quijote, entre
otras muchas cosas, demuestra que existe realmen
te esa diferencia.
Su concepto de verosimilitud es complicado por
que se refiere a dos clases distintas. Según una de
ellas, la invención no debe estar reñida con la apre
1 Lope de Vega, El peregrino en su patria, IV, Obras sueltas
(ed. Madrid, 1776-79), V, 299.
305
hensión que de la realidad pueda tener un hombre
inteligente, en la cual hay muchas cosas que pue
den considerarse ciertas (aunque sea necesaria una
interpretación prudente), y otras que son dudosas,
como, por ejemplo, las formas de lo sobrenatural.
Estas últimas cosas deben presentarse como dudo
sas. Según el otro aspecto de la verosimilitud, la in
vención debía corresponderse con una representa
ción ideal del mundó basada en principios paralógi-
cos. Aquí lo sobrenatural no ocupa un lugar distin
to al que ocupaba en la anterior interpretación. La
división entre los dos tipos de verosimilitud, que
de manera fragmentaria implica la división de esti
los, puede verse en formas diferentes a lo largo de
sus novelas. Pero el Quijote es la única obra impor
tante donde realmente logra armonizar las dos cla
ses de verosimilitud, situándolas en la única rela
ción en que pueden aparecer en este munoo y en la
novela moderna. Su idea de la verosimilitud, tan
extraordinariamente amplia, incluye «lo que debía
ser» como parte de una experiencia que «pudó ser».
También resulta complicado su concepto de la ve
rosimilitud porque, en ciertos aspectos, es excesi
vamente amplio, de manera que la palabra llega
casi a referirse simplemente a lo que no es posible,
lo cual trae como resultado el abuso de lo acciden
tal. En otros aspectos, es excesivamente restringido,
lo que le lleva no sólo a utilizar los métodos recono
cidos para hacer intelectualmente aceptable lo ma
ravilloso, sino al subterfugio menos convencional
de tratar el problema al nivel histórico, sirviéndose,
como Castro observa acertadamente, de «procedi
mientos intelectuales, realmente extraestéticos» *.
La obsesión de Cervantes por el problema de la
verdad y la falsedad literarias, que en cierta mane
ra viene a continuar la «antigua querella» entre la
poesía y la filosofía, era inseparable de la crisis
306
ideológica de la época, con su fe desesperada y sus
dudas agónicas. Formaba parte de una cuestión
más importante, tan enigmática para él como lo
era para Sancho el caso del juramento y la horca.
El conflicto patente en sus escritos entre las exigen
cias de lo maravilloso y las de lo verosímil se co
rresponde también con el conflicto de su propio
temperamento que hizo posible la creación de Don
Quijote y Sancho. Tras el problema literario se es
conde no sólo su amor a la verdad y su devoción
por el arte, sino una profunda preocupación por
lqs seres humanos, a los que era imperdonable en
gañar.
307
VI
310
lebración, que se reflejaba siempre, al menos en la
elección del material. El historiador se refería muy
pocas veces a temas que no fueran considerados
memorables en sentido popular y por consenso uni
versal. Su tarea consistía en «la narración de públi
cos negocios o particulares acciones, no comunes,
sino singulares y famosas» l.
La dificultad para Cervantes no residía en la con
memoración misma, sino en los casi ineludibles pe
ligros de exageración y de lisonja que la acompaña
ban. Al final de Las dos doncellas, observa que los
poetas de aquel tiempo «exageran» la hermosura y
los sucesos de las dos doncellas a las que tienen
ocasión de celebrar. Parece que Cervantes nunca
pudo abandonar sus dudas acerca de si la lisonja
era legítima, incluso en verso. En el capítulo IV del
Parnaso, Mercurio, «el Dios parlero», la acepta
cuando se muestra con elegancia y artificio; Apolo,
por su parte, prohibe que la lisonja y la adulación
atraviesen los umbrales de su casa {Adjunta). Es
casi seguro que Cervantes simpatizaba con ambos
personajes.
Inevitablemente se refugia en la ironía y el hu
mor. Hay en el Quijote frecuentes alusiones burles
cas al pomposo y gastado clisé de la inmortaliza-
ción artística. La belleza de Dulcinea exige ser pin
tada y grabada en cuadros, mármoles y bronces por
los pinceles y buriles de Parrasio Timantes, Apeles
y Lisipo, y alabada con toda la retórica de Cicerón
y Demóstenes (II, 32). Don Quijote, con más leal
tad que veracidad, alaba la «parsimonia y limpie
za» de las costumbres de Sancho en el comer como
dignas de una conmemoración igualmente durade
ra (II, 62). Abundan las alusiones a «acontecimien
tos dignos de escritura y de memoria eterna». Hay
encomios burlescos en verso, que abren y cierran la
311
primera parte de la novela. Pero más notable y más
irónico que cualquiera de ellos es el hecho de que
a través de todo el libro exista —no escrita, pero
omnipresente— una historia de Don Quijote conven-
cionalmente encomiástica, con toda la comicidad
que resulta de su falta de adecuación. Sin esta his
toria, la narración de Don Quijote que ahora leemos
sería algo muy distinto de la novela de Cervantes,
porque, aunque dicha historia encomiástica no esté
expresada por escrito, existe en la mente misma del
Caballero e informa sus acciones*
El hecho de que las bases de la conmemoración
poética hubieran sido en su origen de tipo históri
co no fue nunca causa de desánimo para los escri
tores de pura ficción. En realidad, servía al propó
sito de los autores de novelas caballerescas, ya que
añadía a sus ficciones una apariencia histórica. Fin
gían éstos perpetuar los nombres y hazañas de sus
héroes como si en realidad hubieran existido *. Cer
vantes los imita en esto, pero introduce diversas
complicaciones. En primer lugar, convence firme
mente a Don Quijote, en la primera parte, de que
está siendo objeto de conmemoración. En segundo
lugar, en la segunda parte de la obra, sitúa a Don
Quijote y a Sancho frente a la evidencia de su ce
lebridad literaria, que es tan incontestable para el
lector como para ellos. Así, el hecho histórico de la
fama de la primera parte de la novela queda intro
ducido en la ficción de la siguiente, y al hacer esto
Cervantes elimina la frontera que separa el mundo
interior de la obra artística del mundo viviente ex
terior. Por último, sin mencionarlo nunca directa
mente, esboza un contraste entre el libro que Don
Quijote imagina se está escribiendo sobre él y el qué
realmente se ha escrito, y ello constituye la ironía
312
suprema —y la comedia y la tragedia— de la obra
de Cervantes.
Como todos los héroes épicos, Don Quijote busca
la fama. Pero una de las cosas que le caracterizan
es la peculiar atracción que en él ejerce el alcanzar
la inmortalidad por medio de la letra impresa. Ello
se debe a que su propia inspiración procede casi en
su totalidad de los libros. Se ve a sí mismo a través
del mismo cristal que a sus héroes. Si logra su per
petuación en létra impresa, ella será la prueba tan-.
gible de su propia fama.
Una d e las cosas —d ijo a esta sazón don Quijote—
que m ás debe d e dar contento a un h om b re virtuoso y
em inente es verse, viviendo, andar co n buen nom bre
p or las lenguas de las gentes, im preso y en estampa
(II, 3).
314
Bien es verdad que soy algo m alicioso, y que tengo
m is ciertos asom os d e bellaco; p e ro to d o lo cu bre y
lo tapa la gran capa de la sim pleza mía, siem pre natu
ral y nunca artificiosa (II, 8).
316
de ello Sin embargo, el efecto que consigue es
aumentar la ya notable profundidad del libro. Tam
bién arroja una mayor luz sobre su teoría de la
novela. En sus manos, un antiguo artificio de la
prosa narrativa ofrece posibilidades inesperadas.
Por supuesto, Benengeli puede relacionarse con los
pseudoautores de las novelas de caballerías o de
las Guerras civiles de Granada2, de Ginés Pérez de
Hita, pero el verdadero autor lo maneja con un co
nocimiento tal de los principios literarios que no se
puede comparar con los conocimientos rudimenta
rios que tenían los otros novelistas. Aunque Cervan
tes hace de él un personaje deliberadamente absur
do, Benengeli supone un gran refinamiento sobre el
maestro Elisabet de Montalvo, por ejemplo, el cual,
en cierto momento de la obra, aparece, con gran
desconcierto por parte del lector, en un viaje por
mar con los héroes, tomando notas al dictado de
sus aventuras \
También se puede relacionar a Benengeli con los
numerosos intermediarios, simples narradores de
cuentos, que abundan en las novelas de Cervantes
y a los que él recurre a menudo, como ya hemos
visto. A nadie se le ocurre pensar ni por un momen
to que la responsabilidad de la ficción no corres
ponda al autor, pero el lector es llevado fácilmente
a aceptar esa simulación —y, por consiguiente, la
ficción— como tal ficción. Cervantes se cuida mu
cho de aclarar que se trata de una impostura e in
duce al lector a participar en el juego.
Condales precedentes, es sumamente improbable
que el recurso al autor ficticio pueda ser en Cer-
1 Esto es todo lo que puede decirse del sabio que aparece
en el Quijote de Avellaneda. En realidad. Avellaneda prescinde
de B enengeli, y su libro es presentado por un tal AlisolAn (op.
cit., pág. 15).
2 «...ahora nuevamente sacado de un libro arábigo, cuyo au
tor de vista fue un moro llamado Aben Hamin, natural de Gra
nada» (G. P érez de Hita, Guerras civiles de Granada, BAE, III,
513).
3 M on talvo, Esplandián, pág. 453.
317
vantes resultado de sus lecturas sobre teoría litera
ria. Pero las ventajas que supone el relatar los
acontecimientos a través de otra persona habían si
do señalados ya por los tratadistas, a algunos de los
cuales él había leído casi con seguridad. Muchos de
ellos daban gran importancia a las virtudes de la
objetividad y la imparcialidad. Castelvetro pone al'
narrador en la disyuntiva de elegir entre ser parte
interesada (passionato) o ser imparcial como debe
serlo el historiador, considerando obvio cuál de las
dos cosas es preferible K El Pinciano señala, entre
otras cosas, que un autor podía expresar sus opinio
nes mucho mejor por boca de un tercero, que ha
ciéndose él mismo portavoz de ellas2. Y aquí teñe-'
mos lo que escribía Piccolomini:
n on p aren do lien fatto che il poeta, toltosi l’abito del
poeta, si scuopra com e interessato, ed aderente piü
ad un fatto che ad un’altro e piü ad una persona che
ad un’altra, in quel che narra; e per conseguente de-
roghi e n uochi in questa guisa alla crédibilité e d alla
fed e di quel che ei dice. Oltra che in tal guisa vien’
a m ostrar superbia in attribuire a se q u ello che ha
da esser liberamente dei lettori e degli ascoltatori:
cioè il discorrere, il giudicare, il lodare, il biasim are
o altra co sa fare che appartenga a co lo r ch e leggono;
doven do il p oeta apparir com e neutrale e lasciar li
b e ro ilg iu d iz io agli altri sopra le cose ch e egli im i
tando narra. N on im ita dunque il poeta, e per con se
guente non è poeta, m entre ch ’ei parla n on co m e p o e
ta m a com e giudicante, consignante e s im ili3.
318
muestra inseguro y no sabe si intervenir en pri
mera persona o en tercera; en cierta ocasión habla
del libro como de «esta traducción» (II, 1); se per
mite intercalar en la narración las dificultades que
se le plantean como novelista (así, en II, 2); y de
vez en cuando deja paso a una ironía cómica poco
conveniente (como cuando, en un pasaje muy seme
jante a otro de la antigua novela de Apuleyo, co
menta: «No sé cómo se supo que había hablado a
solas estas u otras semejantes razones» *). Las razo
nes por las que Cervantes hacé un uso tan inseguro
del artificio, aunque no son suficientes para discul
par lo que está mal escrito, resultan claras. Ni po
día prescindir de las ventajas que suponía el uso
de un procedimiento análogo al de Benengeli ni en
contraba la forma de mezclarlo con una narración
ficticia sin recurrir a la ironía cómica. Una ironía
que no fuera cómica podía correr el riesgo de enga
ñar al lector. Y el Persiles no era una novela có
mica.
Cide Hamete ocupa una posición peculiar en el
Quijote. Se halla, al mismo tiempo, en una situa
ción periférica respecto á la narración y central en
el libro. Se mantiene entre el autor verdadero y la
narración, y entre la narración y el lector. Cervan
tes se relega a sí mismo a un segundo plano al con
siderarse el «padrastro» literario de Don Quijote y
no su «padre» (I, pról.), «el segundo autor» (I, 8),
«el curioso que tuvo cuidado de hacerla traducir
[la historia]» (II, 3), o simplemente «el traductor»
(II, 18). El verdadero traductor es el «morisco al
jamiado» del capítulo 9 de la primera parte, que tra
319
dujo el manuscrito de Benengeli. No volvemos a oír
hablar de este personaje, pero en rigor constituye
un intermediario más, y con todos y cada uno de
ellos la «veracidad» de las aventuras de Don Qui
jote se aleja un poco más del lector. En conjunto,
en la realización del Quijote interviene un número
sorprendente de agentes, porque además de los ya
citados, están los autores que de manera imprecisa
se mencionan en los primeros capítulos, y en el ca
pítulo último, la pluma del moro Benengeli llega a
adquirir una entidad quizá lo bastante singular co
mo para ser incluida también entre el número de
los autores.
Cide Hamete es, con mucho, el más importante
de todos ellos. Es narrador, intermediario y, por de
recho propio y a su manera, uno de los personajes.
No debemos ocuparnos de él como narrador. En su
segundo aspecto, como intermediario, se separa a
veces de la narración, lo mismo que Cervantes, para
hacer comentarios marginales que tienen por obje
to preparar al lector para algo que va a suceder es
timulando quizá su curiosidad (II, 10, 17), o des
viar del verdadero autor los posibles ataques de la
crítica. Esta anticipación de las emociones a veces
llega a desarmar completamente al lector. «¡Bendi
to sea Alá!», exclama por tres veces, cuando Don
Quijote y Sancho inician por fin sus viajes después
de todos los preliminares con que se abre la segun
da parte (II, 8). El éxito de esta mediación de Be
nengeli no procede solamente de la delicadeza con
que Cervantes le presenta, sino también de su ge
mina preocupación por los sentimientos del lector,
preocupación que en nada disminuye por el hecho
de que el autor esté realizando al mismo tiempo sus
propios fines. Precisamente, aunque resulte extra
ño, es mediante la introducción de este tercer ele
mento como Cervantes establece con el lector esa in
timidad que los novelistas del siglo xix tan bien su
pieron apreciar, sin llegar a caer nunca en la des
320
alentadora camaradería a la que estos últimos fue
ron propensos. No eran nuevas en la literatura de
ficción las apelaciones al lector, pero la importan
cia que evidentemente tiene para los autores del
Guzmân de Alfarache y del Quijote el mantener con
tacto con él —cada uno a su manera— marca un
hito fundamental en la historia de la novela.
El autor-fantasma árabe es un personaje adecua
damente misterioso y sombrío. No se le permite
materializarse tangiblemente en el mundo acerca
del cual escribe, como lo hacen los que désempeñan
un papel semejante al suyo en los relatos de Es-
plandián o La Lozana andaluza. Pero se rumorea
que es pariente del arriero que corteja a Maritor
nes (I, 16). Don Quijote siempre es consciente de
que existe un cronista de sus hazañas; Sancho, qué
evidentemente empieza por imaginárselo como un
hombre corriente encargado de registrar sus suce
sos y los de su amo (I, 21), liega a aceptar, más
adelante, su omnipresencia. Don Quijote y Sancho
son dos personajes que dependen de un autor, a
quien aceptan, pero en quien no están muy intere
sados; les basta con que éste les describa de una
manera adecuada. El autor y los personajes respe
tan recíprocamente su independencia, y estos últi
mos ni por un momento llegan a considerarse a sí
mismos como marionetas de Benengeli. Sancho co
noce la verdad sobre el robo de su asno y, si exis
ten incoherencias en la narración de este suceso en
la primera parte, es porque «el historiador se en
gañó o ya sería descuido del impresor» (II, 4). Sólo
en muy raras ocasiones cree Don Quijote que Be
nengeli influye en ellos sobrenaturalmente. Tiene
que haber sido el sabio historiador el que haya me
tido en la cabeza de Sancho la feliz idea de llamar
a su amo «el Caballero de la Triste Figura», dice
(1 ,19). En otra ocasión, pone sus esperanzas en que
Cide Hamete le encuentre un linaje de reyes ade
cuado (I, 21). Cide Hamete existe en un plano pe-
321
. culiarísimo suyo y representa, sin embargo, otro de
los distintos niveles del ser que se encuentran en
el libro. Pero en una de sus joviales exclamaciones
Cervantes le cita entre sus criaturas, al lado de la
imaginaria Dulcinea y de los personajes «reales»
Don Quijote y Sancho: «¡Oh autor celebérrimo!
¡Oh don Quijote dichoso! ¡Oh Dulcinea famosa! ¡Oh
Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada uno
de por%í viváis siglos infinitos, para gusto y gene
ral pasatiempo de los vivientes» (II, 40).
Puede decirse que aún hay alguien más en esta
extraordinaria novela que ha intervenido en la crea
ción de Benengeli. Me refiero a Don Quijote mismo,
cuya paternidad es atribuida al moro. En el ca
pítulo 1.° de la primera parte Cervantes habla de
manera imprecisa de los autores que han escrit<J
acerca de Don Quijote, pero la primera alusión a un
solo sabio como autor de la historia procede del
propio Don Quijote (I, 2). El Caballero se inventa
un cronista, que es al mismo tiempo un encantador,
y se aplica a creer en él. En cierto sentido, pues,
Cide Hamete surge de la convicción de Don Quijote
de que dicho cronista tiene que existir. Pertenece,
como Dulcinea, al mundo eminentemente literario
que Don Quijote crea para sí mismo. Sin embargo,
a diferencia de aquélla, llega a hacerse milagrosa
mente real, y la prueba de su existencia nos la da la
publicación de la primera parte. Las implicaciones
que esto trae consigo son extraordinarias. Benen
geli viene a justificar todas las creencias de Don
Quijote, porque su existencia real demuestra que los
encantadores de los libros de caballerías existen en
la realidad y no sólo en la imaginación del hidalgo
(cuestión sobre la cual, sin embargo, discretamente,
Cervantes procura no insistir). Aunque es evidente
que la idea concreta de lo que va a ser Benengeli
surge en Cervantes con bastante retraso (no se le
menciona hasta el capítulo 9 y solamente adquiere
su plena entidad en là segunda parte), en realidad
322
un desconocido Benengeli existía ya en la'mente de
nuestro caballero desde el momento de su primera
salida en busca de aventuras.
Inmanente y trascendente en relación con el mun
do de su narración, creador quizá creado por su
propia criatura, este mago que registra los hechos
posee algunas de las desconcertantes, característi
cas de la divinidad. Pero el concepto del poeta
como creador divino era familiar en los siglos xvi
y xvxi.
Si se considera el libro en su totalidad, la distin
ción entre el autor verdadero y el supuesto se des
vanece. Cide Hamete, lo mismo que Cervantes en el
prólogo a la primera parte, habla de «mi deseo» de
desacreditar los libros de caballerías (II, 74); y la
indicación, «cuyo lugar no quiso poner Cide Hame
te puntualmente» se une a la que'hace Cervantes en
primera persona: «de cuyo nombre no quiero acor
darme» (I, 1). Lo cual, después de todo, es como
debiera ser.
La existencia de Cide Hamete es una especie de
burla, y tan afortunada que se perdona casi siem
pre su evidente despropósito. Es el único ejemplo
de total inverosimilitud en el libro, si exceptuamos
a Don Alvaro Tarfe, que es un caso peculiar seme
jante; pero lo importante es, precisamente, esa falta
de verosimilitud. Porque, al hacer responsable de
la narración a un personaje a todas luces increíble,
Cervantes pone a salvo su vivido simulacro de reali
dad histórica envolviéndolo en una atmósfera de
ficción. La narración no peligra, a pesar de las bre
chas que él abre en su estructura. No existe confu
sión. Cervantes trata por todos los medios a su al
cance de hacer a Don Quijote y Sancho tan «reales»
como sea posible, pero se cuida igualmente de que
el lector los acepte como productos «artísticos».
Incluso el uso de la frase «dice la historia», co
rriente en las novelas de caballerías, que por su
323
parte ayuda a conferir cierta independencia a la na
rración, encierra probablemente un equívoco. Se ha
sugerido plausiblemente que la frase pudiera ser re
miniscencia de la palabra árabe gála, que equivale,
aproximadamente, a «cuenta el narrador». Según
R. S. Willis, esto es «un vestigio de la forma del
isnád, la larga serie de autoridades que sirve para
introducir y acreditar el texto de un hadith o relato
de una acción o un dicho del Profeta... El supuesto
es, desde luego, que la verdad más auténtica es la
que emana de Mahoma, y la serie tiende a remon
tarse hasta él para llegar lo más cerca posible» 1.
De esta manera, la última garantía de la verdad de
la narración sería nada menos que Mahoma. La idea
se adapta muy bien al humor irónico del verda
dero autor y al carácter equívoco del autor su
puesto.
En el caso de Benengeli, Cervantes nos deja abru
mados mediante el uso de cierta ambigüedad en
las expresiones. De nuevo se pone en duda la con
fianza que merece el narrador, y los testimonios que
se alegan son absolutamente contradictorios. Por
una parte se le presenta como un historiador mode
lo, como «muy curioso y muy puntual en todas las
cosas» (I, 16), un «fidedigno autor» (II, 61), la «flor
de los historiadores» (I, 52), etc. Por otra parte, Be
nengeli es un moro, y era «muy propio de los de
aquella nación ser mentirosos» (I, 9) y «de los mo
ros no se podía esperar verdad alguna» (II, 3). Para
confundirnos más aún, jura en cierta ocasión «como
católico cristiano» (II, 27). Es, por tanto, una para
doja cómica, alguien a quien tenemos que creer y.
a quien no tenemos que creer. Tampoco es un his
toriador normal en otro aspecto: es un mago sabio,
y a éstos, como señala Don Quijote, «no se les encu
bre nada de lo que quieren escribir» (II, 2).
1 R. S. W illis , The Phantom Chapters of the « Quijote» (Nue
va York, 1953), pág. 101. C le m e n c ín , Don Quijote, II, 2, nota 2,
también sugiere que la frase pueda ser de origen arábigo.
324
Se ha sostenido con argumentos convincentes que
cuando Cervantes decidió llamar a su cronista «Cide
Hamete Benengeli» podía muy bien estar pensando
no sólo en los sabios de las novelas caballerescas o
en el autor ficticio de Pérez de Hita, sino en los
morabitos u hombres sagrados de Argel, donde es
tuvo cautivo tanto tiempo K Generalmente se les lla
maba «Cide», eran venerados como sabios y se les
atribuían habilidades nigrománticas. Benengeli com
parte con ellos el mismo título y las mismas cua
lidades. Como mago, tiene el privilegio de conocer
los pensamientos más insignificantes y los senti
mientos más triviales de sus personajes. Se insiste
varias veces en este privilegio, propio de los autores
de libros de caballerías en general y del autor del
Quijote en particular. Cada caballero andante, dice
Don Quijote,
tenía uno o d os sabios, co m o d e m olde, que n o sola
mente escribían sus hechos, sino que pintaban sus
más m ínim os pensamientos y niñerías, p o r más escon
didas que fuesen (I, 9).
325
riosidad que tuvo en. contarnos las sem inim as d e ella,
sin d ejar cosa, p or menuda que fuese, que no la sa
case a luz distintamente. Pinta lo s pensam ientos, des
cu bre las imaginaciones, responde a las tácitas, acla
ra las dudas, resuelve lo s argum entos; finalmente, los
átom os del m ás cu rioso deseo m anifiesta (II, 40).
326
peta el compromiso que el novelista adquiere res-
pëcto a la historia. Al desacreditarle diciendo que
es moro, pone de manifiesto que la novela no narra
hechos que deban ser creídos al pie de la letra. Al
tratarle como encantador, reconoce que el novelis
ta tiene derecho a operar en regiones extrahistóri-
cas. Cervantes nos hace darnos cuenta de cuál es
la naturaleza de la verdad novelística y del carác
ter ficticio de la novela.
De esta manera, el antiguo artificio, al ser paro
diado por Cervantes, es mucho más que un artifi
cio. Le permite satisfacer una necesidad de su tem
peramento: la de criticar su propia invención y al
mismo tiempo desviar las posibles críticas hacien
do recaer la responsabilidad, humorísticamente, en
ese «galgo de su autor», el único que debe ser cen
surado si la historia carece de algo que debiera te-
riér (I, 9). Como sugiere esta advertencia, ni siquie
ra la narración de Cide Hamete es exhaustiva. Tan
sólo es uno de los libros que el Quijote contiene.
3. El «Quijote» de Avellaneda
V álam e Dios, y c o n cuánta gana debes
de estar esperando ahora, lector ilustre, o
quier plebeyo, este p rólog o, creyendo ha-
llar en él venganzas, riñas y vituperios del
autor del segundo D on Q uijote, digo, de
aquel que dicen que se engendró en Tor-
desillas y n a ció en Tarragona.
C ervantes, Don Quijote, II
328
propia y genuina segunda parte, considerando el
libro desde estos dos niveles: cómo una obra de fic
ción literaria, según el punto de vista suyo y del
lector, y como un «hecho» que debe ser probado o
refutado, en lo que se refiere a Don Quijote y
Sancho.
Para Cervantes, el mérito supremo de una obra
de ficción reside en su verdad poética. El problema
fundamental en este caso es el de la verdad de la
obra. Aquí, como en otros lugares, la palabra «ver
dad» tiene dos posibles significados: verdad histó
rica para Don Quijote y para Sancho, verdad poéti
ca para Cervantes y el lector. De este modo, la
cuestión de la «realidad» de los acontecimientos
que se sucedeft en la continuación de Avellaneda es
la misma que la de su valor literario. Rechazar la
primera supone rechazar también la segunda. El
caso es sustancialmente el mismo que el de las no
velas de caballerías, a cuyos héroes se propone
eclipsar Don Quijote: su realidad histórica (dentro
de la ficción) equivale a. su mayor verdad poética
(tal y como la ve el lector). Sólo que esta vez el
asunto exige una mayor urgencia, ya que queda por
probar la falsedad de la historia de Avellaneda. Cer
vantes deja a sus dos héroes la tarea de destruir a
Avellaneda. De este modo, su mayor crítica yace
permanentemente- sepultada entre las páginas del
Quijote. Por eso pudo muy bien mostrarse mesu
rado en el prólogo.
Inesperadamente, Avellaneda ha proporcionado
a Cervantes la oportunidad de dar un nuevo sesgo
al problema de la historia y la ficción y convertir
una materia crítica en materia novelística. De he
cho, Cervantes aprovecha tan bien la irrupción de
Avellaneda en sus dominios, que casi se podría pen
sar que si la continuación espúrea no hubiera exis
tido, habría tenido que inventarla. Sin embargo, to
do ello constituye una especie de juego literario,
como lo era el artificio de Benengeli, y Cervantes,
329
herido por la rudeza de su imitador y ofendido por
su torpe imitación, lo lleva aún más lejos de lo ne
cesario. La mixtificación cómica final no basta para
disfrazar su enojo ni deja de ser por ello un exa
men crítico.
La crítica literaria más importante está expresa
da, directa o indirectamente, de tres maneras estre
chamente relacionadas entre sí. Avellaneda, como
se recordará, es semejante a Orbaneja, que pinta
ba «lo que saliere» (II, 71). Cuando se trae a co
lación su libro, se hace la observación de que las
historias fingidas son buenas y deleitables en la me
dida en que son verdaderas o lo aparentan (II, 62).
Y se nos dice que si la historia «fuere buena, fiel
y verdadera, tendrá siglos de vida, pero si fuere
mala, de su parto a la sepultura no será muy largo
el camino» (II, 70). En una palabra: el libro es ar
tísticamente malo, carece de verdad poética y no
perdurará.
Es lógico que todos estos comentarios literarios
provengan del verdadero y poético Don Quijote;
pero desde su punto de vista, el hecho fundamen
tal que hay que establecer es que la historia es es
púrea. En estas circunstancias, el grado de objeti
vidad a que llega Cervantes es notable. Hay real
mente una cierta similitud irónica entre la manera
en que Don Quijote y Sancho tratan ahora a Ave
llaneda y la manera en que han tratado a Benen
geli en el capítulo 3. Las objeciones a algunos pun
tos concretos son parecidas en uno y otro caso. Ni
el autor veraz ni el falso son tratados con mucha
indulgencia por los héroes. A ambos se les com
para con Orbaneja (II, 3, 71). Don Quijote asegu
ra que no le importa quién sea el que vaya, a retra
tarle, con tal de que no le maltraten (II, 59).
Nada de lo que Avellaneda cuenta les ha sucedi
do a los verdaderos héroes. Cabe preguntar dos co
sas: ¿Sucedió de alguna manera? En caso afirmati
vo —y ésta es una pregunta muy perturbadora—,
330
- ¿a quiénes sucedió? La reacción normal de Don Qui
jote y Sancho es considerar a Avellaneda un embus
tero. Pero Cervantes no deja la cosa aquí. A partir
del capítulo 59, los héroes van a vivir acosados por
la posibilidad de que unos impostores, reflejo irri
sorio de ellos mismos, se hallen en libertad. Uno
de los más misteriosos problemas de todo el libro,
el de la identidad personal, se convierte desde aho
ra en problema de primordial importancia para
Don Quijote y Sancho. No sólo han tenido que lu
char con falsos caballeros, Merlines espúreos, due
ñas fingidas, galeotes disfrazados de titiriteros, la
cayos que hacen de adalides y Dulcineas transfor
madas y encantadas, sino que ahora tienen que ha
cerlo con verdaderos simulacros de ellos mismos.
Don Quijote, el gran actor de papeles románticos,
se encuentra con que alguien ha estado represen
tando el papel de Don Quijote. Su identidad ha sido
desafiada, su fama amenazada. Es difícil imaginar
nada más penoso para nuestro caballero. Ningún
encantador malévolo podría haber asestado un gol
pe más duro en su amor propio.
Aunque no sean más que débiles insinuaciones,
existen, sin embargo, curiosas anticipaciones de la
situación que se plantea, ya avanzado el libro, a
partir del momento en que los héroes tienen noticia
por primera vez de sus rivales. Don Quijote había
temido ya la existencia de otro impostor en una
ocasión. El Caballero del Bosque proclama haber
vencido anteriormente, en singular batalla, a un tal
Don Quijote. Nuestro hidalgo, al vencerle a él, le
conjura a «confesar y creer» que aquel otro caba
llero «no fue ni pudo ser Don Quijote de la Mancha,
sino otro que se le parecía» (II, 14). Y Sancho se
presenta a la Duquesa de esta extraña manera:
y aquel escudero suyo que anda, o d eb e andar, en
la tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo,
si n o es que m e trocaron en la cuna; quiero decir,
que m e trocaron en la estam pa (II, 30).
331
Quizá, como algunos críticos han sospechado, Cer
vantes ya había oído hablar del Quijote de Avella
neda antes de escribir el capítulo 59. Quizá estas
«premoniciones» se deban a cambios y retoques
posteriores del propio autor. Pero también es pro
bable que ninguna de las dos cosas sea cierta y que
estos pasajes muestren simplemente la habilidad
con que Cervantes supo integrar en la segunda par
te dél Quijote la crítica del libro de Avellaneda, con
siguiendo con ello una brillante variación en los
temas que ya contenía la novela.
Debemos señalar algunas diferencias fundamenta
les. El verdadero Don Quijote, como él mismo in
forma vehementemente a Don Juan y a Don Jeró
nimo, no está ya desenamorado de Dulcinea (II, 59).
Tampoco es cierto que el verdadero Sancho sea soez
y nada gracioso, ni que sea glotón o borracho, co
mo el de Avellaneda (II, 59, 62). Más de una vez se
esfuerzan por poner en claro quiénes son en reali
dad. Y al menos tienen la satisfacción de ver que
aquellas personas con quienes se encuentran nun
ca lo ponen en duda; lo cual es un homenaje que,
indirectamente, Cervantes rinde a su propia y su
perior fuerza creadora. Don Quijote es aceptado in
mediatamente por los caballeros que hay en la po
sada, e igualmente es recibido en Barcelona como
el verdadero, y no el falso, Don Quijote (II, 61).
El hecho de que la obra de Avellaneda no sea
desechada simplemente como falsa se debe en gran
parte, según creo, a que Cervantes piensa que in
cluso la mala literatura puede ejercer una gran in
fluencia en la vida real. A pesar de su poca calidad,
el falso Quijote es un hecho histórico con el que
hay que contar: aunque sus protagonistas no sean
verdaderos, el libro existe y ha sido leído por milla
res de personas. Su existencia es un hecho total
mente ajeno a su propia ficción, pero íntimamente
relacionado con ella. Así, el libro de Avellaneda in
tervendrá en la segunda parte de la obra de Cervan-
332
tes de la misma manera en que ha intervenido en
ella la primera parte. La verdadera primera parte y
la falsa segunda parte adquieren la misma impor
tancia que habían tenido, en los capítulos anterio
res, la historia verdadera y las narraciones caballe
rescas falsas, respectivamente. La irrupción del Qui
jote de Avellaneda es especialmente dramática, por
que el curso de la narración y las fortunas del Ca
ballero se alteran decisivamente cuando éste decide
cambiar sus planes y rehúsa pasar por Zaragoza,
según se nos aclara, simplemente para dar un men
tís al autor rival (II, 60).
Las cosas no llegan a su punto culminante hasta
el encuentro con Don Alvaro Tarfe. Hasta el capítu
lo 72 no ha habido confirmación de que los pseudo-
héroes fueran otra cosa que malévolas invenciones,
No es que en ese capítulo se pruebe su existencia,
pero la aparición en él de uno de los personajes
del libro de Avellaneda introduce realmente una
complicación, por no decir una confusión, que hu
biera sido mejor evitar. El amigo del falso Don
Quijote, al menos a partir de este momento, «exis
te» como existen los verdaderos Don Quijote y San
cho. No hay duda de que Cervantes pensó que la
satisfacción de hacer que uno de los personajes de
Avellaneda rindiera homenaje a sus propios y su
periores protagonistas y renegara de los de su crea
dor bien merecía sacrificar un poco las exigencias
de la lógica y la verosimilitud, Váyase lo uno por
lo otro.
El problema conduce directamente a la identifi
cación de los héroes. Don Alvaro no tarda en ad
mitir la completa diversidad entre los que ahora
conoce y los que conoció entonces. Como ya se ha
señalado, el único criterio que le lleva a decidirse
por los verdaderos Don Quijote y Sancho y a con
siderarlos como los héroes genuinos es un criterio
estéticoLos verdaderos protagonistas convencen;
1 G erhardt, «Don Quijote»: La vie et les livres, pág. 38.
333
los falsos Don Quijote y Sancho no convencen.
¿Quiénes eran entonces? Cervantes no proporciona
otra respuesta mejor a esta inevitable pregunta que
la de decirnos que necesariamente han de ser obra,
de los encantadores, especie de personajes quijotes
cos a quienes se pueden achacar todos los males.
El mismo Don Alvaro de Tarfe propone esta solu
ción. Ha sido victima de alguna poderosa especie
de alucinación mágica. Esta solución resulta clara
mente insatisfactoria. Con la sola excepción de Be
nengeli, de todos los demás encantadores que apa
recen en el Quijote puede darse una explicación ló
gica que los justifique. Lo más que se puede decir es
que, al menos, hay aquí una cierta analogía: el Qui
jote de Avellaneda también queda «fuera» de la his
toria narrada. Puesto que el libro, valga lo que val
ga, existe sin lugar a dudas, se puede, en consecuen
cia aunque no sea estrictamente honesto, censurar
a su autor por cualquier confusión a que dé lugar.
Los héroes verdaderos cuentan ahora con un tes
tigo vital que los defienda. Piden al amigo y patro
cinador del falso Don Quijote una solemne declara
ción, legalmente redactada y ratificada delante del
alcalde del lugar, de que sólo ellos son los verdade
ros Don Quijote y Sancho. Ello se lleva a cabo de
bidamente,
con lo que quedaron d on Q uijote y Sancho m uy ale
gres, c o m o si les im portara m u ch o sem ejante d ecla
ración y n o m ostrara cla ro la diferencia d e lo s d os
d o n Q uijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus
palabras (II, 72).
335
En el celo con que Alemán y Cervantes defienden
sus propias creaciones se advierte, además de una
reacción personal ante la ofensa, el sello del cambio
de los tiempos. Este celo es análogo a la preocupa
ción obsesiva de Tasso por su Gerusalemme libe-
rata y al énfasis con que Montaigne llegaba a iden
tificarse a sí mismo con sus Essais. Es cierto que
en España, a principios del siglo xvn, apenas se pen
saba que él autor pudiera tener un especial dere
cho de propiedad sobre sus obras; pero el nuevo
individualismo artístico se iba sobreponiendo gra
dualmente al carácter comunitario y anónimo que
toda aproximación al arte y la literatura había te
nido durante la Edad Media. Es significativo que
Avellaneda creyera necesario recordar a los lecto
res que el hecho de que su continuación de la pri
mera parte del Quijote no la hubiera escrito el
primitivo autor tenía ya precedentes K Este crecien
te sentido de la individualidad del escritor iba acom
pañado de un mayor reconocimiento de la partici
pación del lector o el auditorio en una obra. Am
bas nociones fueron muy importantes en la histo
ria de las ideas literarias. Ambas son bien visibles
en Cervantes, el cual consideraba su novela como
una creación personal, y como tal le imprimía un
sello particular.
Estaba seguro de que su «verdadero» Don Qui
jote tenía una existencia poética de la que carecían
tanto los increíbles héroes caballerescos como el
protagonista de la infortunada parodia de Avella
neda, «que quiso ser él, y no acertó a serlo» (Co
medias, dedic.). Al mundo de Don Quijote y San
cho, con sus personajes reales y llenos de vida.como
el Cura o Maritornes, sus personajes semiliterarios
1 «...sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente
autor esta «Segunda parte», pues no es nuevo el proseguir una
historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores
de Angélica y de sus sucesos? Las Arcadias, diferentes las han
escrito; la Diana no es toda de una mano» (op. cit. pról., pá
gina 13).
336
como Grisdstomo y Marcela, su quimérica Dulcinea,
los fabulosos Amadises y Belianises, y su periférico
narrador Benengeli, él añadió dos nuevas, y fantas
magóricas figuras, que se mueven de una manera
incierta, pero fatal, entre la ficción y la realidad.
Considerada tan sólo como crítica la acusación que
hace Cervantes a la obra de su imitador es de escasa
importancia. Pero la forma en que suele hacer esta
acusación resulta significativa. El peso de la misma
reside en el hecho de que el Quijote de Avellaneda
es artísticamente malo y carece de verdad poética;
los dos héroes cervantinos son poéticamente verda
deros y, por consiguiente, «existen»; los de Avella
neda no lo son y, en consecuencia no existen real
mente, aunque, como los hechizos de un nigroman
te, puedan aparentarlo. Considerada como un mis
terio cómico, la idea resulta menos acertada que la
de Cide Hamete, aunque temáticamente no podía
estar mejor integrada en la novela. Quizá no sea una
crítica meditada y serena, pero era la más seria que
él supo hacer y, comparando el libro de Avellaneda
—pues es inevitable hacerlo— con su propia obra,
resulta justificada.
Nos hemos referido en este capítulo a tres ver
siones diferentes de la historia de Don Quijote: la
versión idealizada que hace el propio caballero, la
historia de Benengeli y la versión de Avellaneda,
que queda rechazada en el libro. Estas tres versio
nes bastan para sugerir al lector del Quijote la po
sible existencia de otras aproximaciones al tema por
parte del autor; pues de hecho hay en potencia un
infinito número de versiones, interpretaciones y
puntos de vista. Están englobadas en el Quijote me
diante alusiones o deducciones, todas las posibles
versiones parciales de la historia de Don Quijote.
No tendría sentido especular acerca de cuál de es
tas versiones es la más acertada o la más completa,
puesto que el objeto de todas ellas es producto de
337
una invención. Pero Cervantes ha conseguido que
su invención parezca independiente de todas las ver
siones, utilizando el sencillo artificio de llamar la
atención discretamente sobre la variedad de las po
sibles interpretaciones. Hay en la literatura pocos
personajes como los cervantinos; que éstos estén
tan llenos de vida y sean tan reales y al mismo
tiempo tan evasivos se debe al hecho de que Cer
vantes, como parte integrante de la representación,
recurre en ocasiones a otros puntos de vista distin
tos de los del narrador inmediato y nos los recuer
da repetidamente. «Mirad, Sancho —dijo la Duque
sa—, que por un ladito no se ve el todo de lo que se
mira» (II, 41).
El mejor método para conseguir ver un objeto
en su totalidad y a un mismo tiempo es colocar es
pejos que reflejen los lados ocultos a la vista. Me
diante un procedimiento literario equivalente, se
alcanza en el Quijote una nueva dimensión. Los
pintores del Renacimiento italiano sabían que la
imagen reflejada en el espejo produce, curiosamen
te, un mayor efecto de realidad; Velázquez también
lo sabía. Y Cervantes, estuviera o no al corriente de
dicho fenómeno físico, consiguió también este efec
to. El Quijote es una especie de truco de ilusionista
(por algo Benengeli es un mago). Entre los reflejos
.de reflejos (de los que hablaba Piccolomini), -la
realidad y la ilusión se hacen indiscernibles (¿o aca
so se distinguen?), pero, como en los buenos jue
gos de manos, el hecho de que sepamos que todo es
ilusorio no destruye el efecto, sino que lo aumenta.
338
CONCLUSION
340
aquellos principios siguieron siendo considerados
como absolutos, pero de hecho la crítica literaria,
incluso en tiempos de Cervantes, se fue haciendo
cada vez más relativista. (La influencia dominante
del «gusto» —expresión de las distintas normas par
ticulares de un público selecto, enmascarada bajo
la apariencia de una norma de validez universal—
en las ideas literarias del siglo xvm, era sintomáti
ca de la crisis inminente de la teoría neoclásica.)
Es una característica especial de la teoría cervanti
na de la novela el amplio enfoque que éste da a su
crítica, mediante el cual autor y lector quedan me
jor encuadrados en ella. Este enfoque está implí
cito en sus opiniones sobre los disparates delibe
rados y sobre la forma en que actúa la verosimili
tud, y es evidente en sus observaciones sobre la di
versidad de las reacciones de 1os lectores ante
las novelas de caballerías. Poco a poco las obras
literarias empezaban a ser juzgadas más por las
reacciones del lector que según un concepto abs
tracto de género literario. En el siglo xvi, el inte
rés por los efectos que la literatura pudiera produ
cir en el público vino a influir grandemente en esta
evolución.
El problema central que se planteaba en las poé
ticas de la segunda mitad de este siglo era el de la
relación entre poesía e historia. Pero lo que más
claramente se desprende de la versión imaginativa
que Cervantes da a esta cuestión en el Quijote es
que dicho problema trascendía con mucho los lími
tes de la teoría crítica y pertenecía propiamente a la
filosofía. En el siglo xvn, efectivamente, la natura
leza de la verdad y la ficción llegó a ser el objeto
primordial de la investigación filosófica.
La aptitud para la objetividad irónica que Cer
vantes manifiesta se debe en gran parte a su pe
netrante conocimiento del enigma que esta relación
encierra y también a su convicción de que el escri
tor tiene que tener un propósito racional al escribir
341
sus obras. La mayor crítica que Cervantes hace de
los autores de libros de caballerías es acusarles de
no ser enteramente conscientes de lo que están
realizando en sus propias ficciones. Sus mismas no
velas están también llenas de incertidumbres, pero,
a diferencia de los otros autores, él se muestra mu
cho más consciente de esas incertidumbres. Para
llegar a tener esta consciencia de lo que está reali
zando en su obra, el escritor debe ser capaz de man
tenerse a cierta distancia de la misma, para obser
varla como un espectador desinteresado e incluso
observarse a sí mismo en el momento de escribir.
Cuando Cervantes en el Quijote —como Velázquez
en Las Meninas— se sitúa mentalmente fuera de sí
mismo y considera desde allí la obra que está rea
lizando, para a continuación ubicar toda la escena
—artista, obra, público, todo— en dicha obra, lleva
a cabo, de una manera artística, un acto de objeti
vidad mental que es característico del pensamiento
europeo de aquellos años de alrededor de 1600. Un
acto análogo, «ensayado» años antes por Montaig
ne, daría origen al primer axioma de la filosofía
de Descartes.
En la ficción de Cervantes, la coexistencia de dos
mundos claramente distintos refleja la potencial di
versidad que existe entre los dos aspectos de la,ve
rosimilitud: lo ideal y lo posible. Al lector moder
no le puede parecer desconcertante que estos dos
mundos coexistan, sin integrarse, en el ámbito de
una única narración como La ilustre fregona. En
uno de ellos, la vida está recortada, perfeccionada
y, como si dijéramos, organizada de antemano de
acuerdo con un modelo ideal; en el otro se represen
ta la vida en el contexto de la más usual experien
cia diaria. La diferencia entre ambos mundos es,
sólo en parte, expresión de la doctrina tradicional
de los estilos que, como ya hemos visto, era obser
vada por Cervantes sólo en algunos aspectos, si
bien es cierto que esta doctrina complicaba grande-
342
mente las cosas. Realmente, la diferencia entre am
bos corresponde a la diferencia entre el Quijote y
el Persiles, y no fue casual que en la primera de
estas obras Cervantes alterara completamente las
normas estilísticas y encontrara al mismo tiempo la
relación más armónica que jamás consiguió entre lo
poéticamente ideal y lo históricamente posible. En
el Persiles, Cervantes deriva hacia lo poéticamente
ideal, anulando el modo de relación que había esta
blecido en su obra anterior.
La primera parte del Quijote apareció el mismo
año en que Bacon publicaba The Advancement of
Learning y en que Kepler acababa de terminar su
Astronomia nova. En tiempos de Cervantes, el acon
tecimiento que había de tener más importantes con
secuencias era el nacimiento de la ciencia, y la ca
racterística predominante del pensamiento europeo
en los primeros años del siglo xvn fue su ambiva
lencia ideológica. El universo medieval comenzaba
a .declinar; su centro había sido desplazado y ahora
giraba alrededor del sol. Pero el modelo mecánico
de Newton todavía no había reemplazado al antiguo
esquema ideal. Las viejas teorías sobre el mundo
eran esencialmente poéticas; aquellas otras que co
menzaban a insinuarse eran esencialmente científi
cas. Las oscilaciones de Cervantes entre sus dos
mundos de ficción reflejan en cierto sentido la am
bigüedad que existía frente a estas dos concepcio
nes del mundo. El pensamiento español del si
glo XVII, en líneas generales, derivó rápidamente
hacia una postura rígida, aunque decorativa, de ad
hesión a las viejas ideas. Quizá el Persiles y Sigis-
munda represente la decisión final de Cervantes de
unir firmemente la novela a la poesía, porque lo
más importante era la verdad poética, y la grande
za de la épica ejercía una poderosa atracción. Pero
si tenemos en cuenta su repugnancia a tomar deci
siones finales y la manera en que se aferra a la
verdad histórica incluso en esta novela, podemos
343
llegar a una conclusión más plausible: la de que,
como muchos enigmáticos autores de la época isa-
belina, Cervantes obedecía simplemente al mismo
impulso que había conducido a Kepler, un cientí
fico, a continuar su revolucionaria Astronomia nova
con el De harmonice mundi, libro que (a excepción
de la tercera ley del movimiento de los planetas) es,
desde el punto de vista científico, un cuento fantás
tico claramente idealista.
La principal contribución de Cervantes a la teo
ría de la novela fue un producto, nunca formulado
rigurosamente, de su método imaginativo y crítico
a un tiempo. Consistía en la afirmación, apenas ex
plícita de que la novela debe surgir del material his
tórico de la experiencia diaria* por mucho que se
remonte a las maravillosas alturas de la poesía.
Aunque el novelista sólo podía ser veraz a la ma
nera en que lo era el poeta, necesitaba conocer la
historia en mayor medida que el poeta. Lo cual,
más que una mera repetición del dogma de la vero-
similitud, era el esbozo de una importante —y casi
indispensable— función de la novela moderna: la
de dar una idea de lo que Hazlitt llamó «la trama
y la estructura de la sociedad como realmente es».
Es aquí donde se produce la divergencia entre no
vela y poesía.
De esta manera, Cervantes situó la nóvela más
allá del concepto de prosa épica, que, aunque conti
nuaba siendo la mayor garantía de honorabilidad
para el género novelístico, no era de mucha utili
dad ni siquiera cuando se le amañaba según el gus
to popular. Todo ello condujo, por ley natural a la
desaparición de los libros de caballerías. Sólo como
épica burlesca, en manos de Fielding (precedido
siempre por el ejemplo del Quijote), logró tener
una continuidad literaria la noción de prosa épica.
La eficaz revisión que Cervantes hizo de este con
cepto tuvo su origen en su interés humanístico por
la inviolabilidad de la verdad histórica, que ni si
344
quiera la justificación aristotélica de la ficción poé
tica había logrado destruir. De este mismo interés
habían surgido los métodos de la moderna investi
gación científica, y aunque el ambiente ideológico
en que éstos florecieron fue, a la larga, pernicioso
para la poesía, no sucedió lo mismo con la novela.
Bargagli había insinuado que lo sobrenatural estaba
fuera de lugar en la novella, aunque no sucediera
lo mismo en la épica. Pero la novela moderna debe
a Cervantes más que a ningún otro autor la revi
sión del concepto de prosa épica, aunque esta revi
sión haya que atribuirla más a su ejemplo que a sus
preceptos y aunque el mismo Cervantes sólo lle
gara a intuir las implicaciones de dicha revisión.
Los problemas de la verdad y la ficción, la reali
dad y la ilusión, que preocuparon al siglo xvn como
preocuparon a Cervantes, eran para él problemas
críticos en uno de sus aspectos. Cervantes supo cap
tar imaginativamente, más como novelista que como
teórico, todo lo que estos problemas implicaban.
Pero, al ser consciente de que se trataba de proble
mas críticos, pudo conseguir en el Quijote esa ex
traordinaria ilusión de experiencia humana que no
es una reducción ni una deformación de esa ex
periencia humana, sino un esclarecimiento de su
naturaleza.
345
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ESTE LIBRO SE TERM INO DE IMPRIMIR
EN EL MES DE NOVIEMBRE DE 1981
EN LOS TALLERES GRAFICOS EMA
MIGUEL YUSTE, 37
M ADRID-17