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Manuel Alberto Vargas Hernández

No. de cuenta 303096935


Literatura Post Boom

Pedro Lemebel: el esteta pobre

Hace un par de años, el entonces director de TV UNAM, Nicolás Alvarado, escribió


en el diario Milenio una de las columnas más criticadas del periodismo en México
de los últimos años. En su artículo, Alvarado, con un tono bastante snob,
reconoció: “Mi rechazo al trabajo de Juan Gabriel es, pues, clasista: me irritan sus
lentejuelas no por jotas sino por nacas, su histeria no por melodramática sino por
elemental, su sintaxis no por poco literaria sino por iletrada”. Como el mismo
Alvarado reconoce en su columna, asume una posición clasista hacia el finado
Juan Gabriel, pero al mismo tiempo niega ser discriminatorio. Pedro Lemebel, el
escritor chileno, dijo alguna vez que una de las razones por las que se le
marginaba más allá del ser gay era por ser pobre y mapuche. En otras palabras,
aún dentro de la marginalidad se puede ser marginado, como lo podemos
comprobar en el caso de Alvarado quien no criticó a Juan Gabriel por homosexual
sino por naco.
Dentro de la columna de Alvarado dijo preferir la música de David Bowie o
Morrissey. A mi mente vienen otros casos de artistas contemporáneos que caen
en la misma categoría de estos músicos, por ejemplo, el brasileño Caetano Veloso
o el mexicano Horacio Franco. Todos estos personajes mencionados tienen dos
cosas en común: el ser homosexuales y el ser cantantes o estar relacionado con
el ambiente artístico. No obstante, mientras David Bowie o Caetano Veloso han
sido acogidos por las burguesías de sus países o han expresado posturas ultra
derechistas, como es el caso de Caetano Veloso, Juan Gabriel o Pedro Lemebel
han sido objeto de rechazo o critica no por homosexuales sino por pobres y
proletarios.
Desde siempre he admirado a Horacio Franco. Se me hace un dandy de
tiempos modernos. Siempre está en excelente forma física y usa un estilo muy
sugerente al vestir. Además de esto su arte es una extensión de sí mismo, como
todo buen esteta. Según dicen, es uno de los pocos intérpretes que domina la
flauta dulce en México. La historia de Horacio Franco es muy interesante. Él es
originario de uno de los barrios de Iztapalapa. Desde adolecente mostró interés
por la música de cámara o música clásica, como erróneamente la llaman. Estudió
y aprendió a dominar su instrumento en Europa al parecer por medio de una beca.
¿Es posible que artistas como Horacio Franco o Predro Lemebel puedan ser
estetas, dandys de tiempos modernos? ¿Hay algún impedimento social o
económico que los excluya? ¿Demerita de algún modo su origen proletario su
calidad de artistas? En este ensayo señalaré el origen del dandismo desde
tiempos de la Grecia clásica hasta nuestros días y mostraré por qué Pedro
Lemebel fue un esteta de su época en Chile.
Epicuro fue un filósofo griego que nació en la isla de Samos el año 341 a.C.
En el año 306 a.C., fundó su escuela en Atenas llamada El Jardín. El propósito
principal de la filosofía de Epicuro era la felicidad del individuo. En sus Máximas
capitales diría: “Tú llegas a la vejez siguiendo mis consejos y sabiendo distinguir
que es el filosofar para sí mismo y que es el filosofar para la Helade; te felicito”
(Zaranka 79). En otras palabras Epicuro predicaba la felicidad individual por medio
de la filosofía. Por el contrario, La Academia platónica y El Liceo aristotélico
preparaban a los hombres para ejercer cargos públicos en la república. Uno de los
aspectos o ejes sobresalientes del epicureísmo es el placer como medio para
conseguir la felicidad. Esto último fue muy criticado por cristianos y estoicos
quienes tildaban a los epicúreos de libertinos e inmorales. Sin embrago, según se
pude concluir con base en los pocos escritos de Epicuro que existen, los placeres
eran sólo un medio para alcanzar la tranquilidad del ánimo. No se recomendaba
satisfacer todos los placeres sino sólo los que condujeran a una vida feliz y
tranquila:
Todo ser humano desea su propia felicidad, y ésta consiste en el placer
entendido en el sentido amplio de gratificación, cuya manifestación más
elemental y básica es el placer sensible (hedoné). El hombre ha de calcular
sus acciones con vistas a obtener la mayor cantidad posible de placer y la
menor cantidad posible de dolor. Hay que aquilatar así las ventajas y
desventajas de nuestras acciones. El placer atrae, es un bien primordial e
innato. La condición natural o normal de los seres vivientes y a lo que
tendemos es al bienestar corporal y mental, que es gratificante y
satisfactorio. El dolor es una perturbación del estado natural. La liberación
del dolor es lo que mide la calidad de nuestras actividades, nuestro grado
de felicidad y satisfacción. El mayor dolor reside en la perturbación mental
que sentimos por las falsas creencias acerca de la naturaleza de las cosas,
de los dioses, del alma o del destino póstumo, creencias vanas.
El epicúreo tiene que mantener una actitud inteligente, lo cual implica en
ocasiones renunciar a objetivos inmediatos, Epicuro aboga por una vida
sencilla, no suntuaria, sin que caigamos en los intentos de satisfacer todos
nuestros deseos de una forma desproporcionada. Epicuro aboga por un
hedonismo cimentado en la idea de que la felicidad está en los placeres del
cuerpo, siempre que sean naturales, moderados y sin excesos, disfrutados
con serenidad. También da mucha importancia a los placeres del alma (la
amistad y los recuerdos agradables, por ejemplo), e incluso afirma que
pueden ser superiores a los del cuerpo, porque los corpóreos sólo se
disfrutan en el presente, mientras que los del alma abarcan el pasado, el
presente y el futuro. La memoria de los placeres pasados puede aminorar
el sufrimiento presente y lo mismo cabe decir ante la expectativa de
placeres futuros.
[…]
Cuando el cuerpo posee todo lo que es necesario (y lo que es necesario
realmente es muy poco), gozamos de un placer que Epicuro llama
katastematikós, "sosegado", "calmo", producto del perfecto equilibrio de los
átomos que componen el cuerpo. El filósofo de Samos no piensa que en
toda circunstancia, por encima de todo, tengamos que satisfacer nuestra
ansia de placer, ya que existen placeres momentáneos que pueden
acarrear dolor, ni tampoco debemos huir de ciertos dolores, ya que, una
vez superados, pueden conllevar placer ulterior. Es, pues, la razón la que
debe intervenir para imponer su elección como contrapunto al instinto
animal puro que nos lleva a buscar, sin pensar, todos los placeres y a huir
de todo dolor. Epicuro clasificaba los deseos en tres categorías: los deseos
naturales y necesarios, como, por ejemplo, el hecho de beber cuando se
siente sed o comer cuando se tiene hambre; los deseos naturales, mas no
necesarios, como aquellos que proporcionan placer, pero son incapaces de
eliminar el dolor, por ejemplo, consumir sólo manjares exquisitos y escasos;
los deseos que no son ni naturales ni necesarios, por ejemplo, los que
nacen de expectativas ilusorias como el ansia de riqueza u honores.
Consecuentemente los únicos deseos que deben obligatoriamente ser
satisfechos son los del primer grupo (Ramos 91-93).
Según comenta Diógenes Laercio, la obra de Epicuro alcanzaba los
trecientos libros. Entre ellos se encontraban Sobre los dioses, Sobre las clases de
vida, Sobre el fin, De elección y aversión, Contra los físicos, Sobre el criterio,
Sobre el sumo bien, Sobre la retórica, etc. En la actualidad, hay muy pocas obras
existentes de Epicuro: la Carta a Heródoto, la Carta Meneceo y las Máximas
capitales, básicamente. Tal vez la razón de que tan pocos libros sobre Epicuro
hayan sobrevivido sea la mala reputación que les atribuyeron personajes como
Cicerón, Séneca y Plutarco. Ser un epicúreo ya desde temprano conllevaba cierto
carácter de marginalidad. Del mismo Epicuro decían que era iletrado y vulgar.
Criticaban su estilo y decían que plagiaba a otros filósofos. Además, El Jardín
acogía a esclavos y a mujeres. Mientras que Cicerón decía que la filosofía debería
estar circunscrita a la clase alta, Epicuro concedía el derecho a filosofar a toda
persona. Como podemos observar la fama de libertinos y amantes de los excesos
venía no de las enseñanzas de Epicuro sino de las afirmaciones de sus
detractores. Hoy en día muchos siguen confundiendo las enseñanzas de Epicuro
con un hedonismo exacerbado:
Podría verse un eco curioso de las proclamas del hedonismo y el culto a la
amistad en las realizaciones de ciertos grupos marginales de jóvenes, que,
al igual que el viejo filósofo, predican y practican el apartamiento de la vida
política y la renuncia a los interesados manejos y manipulaciones de la vida
social, para buscar la felicidad en círculos privados, donde la amistad se
combina con el amor, al servicio del placer y la dicha, acompañados de una
cierta serenidad de ánimo... Es probable, sin embargo, que Epicuro no
hubiese aprobado los slogans pintorescos, o ciertos trazos exóticos, y
dudosamente inspirados por la phronesis, que manifiestan casi todas estas
comunidades marginales, rebeladas contra las cárceles de la moralidad
burguesa y los hábitos degradantes del consumismo.
Pero sin demorarnos más en la comparación entre la vida en el Jardín y
algunas comunas de varia ideología, podemos señalar como “el malestar
de la cultura”.... la desconfianza en la actuación política como camino para
una felicidad natural, la “contestación” a la educación tradicional con toda
su trasmisión de retórica vacua, y la adopción del lema básico del
hedonismo (que el placer es el bien supremo en un mundo intrascendente),
evocan en nuestro entorno la pervivencia de la lección de Epicuro (Lledó
116).
Entonces, ¿de dónde procede la idea que tenemos sobre el hedonismo y los
hedonistas actuales? Como acabó de señalar las enseñanzas de Epicuro nunca
fomentaron la búsqueda ávida de placeres carnales. Más bien, allá a finales del
siglo XIX en Europa surgieron movimientos afines que dieron lugar a la aparición
del llamado “nuevo hedonismo”. Tanto el decadentismo como el esteticismo dieron
lugar al surgimiento del dandy. La figura del dandy tuvo lugar como reacción al
utilitarismo de las ciudades europeas tras la revolución industrial. Escritores como
Charles Baudelaire o Arthur Rimbaud practicaron el dandismo. Según sus
biógrafos, tanto Baudelaire como Rimbaud vivían en la bohemia de forma
permanente. Se presentaban a las lecturas de poesía borrachos tras varios días
sin bañarse. El mismo Baudelaire contrajo sífilis por su estilo de vida promiscuo.
También se jactaba de haber sostenido relaciones homosexuales en su
adolescencia. Eran, en el sentido más estereotipado de la palabra, unos
hedonistas. Pero el mayor dandy que ha existido, que defendió el dandismo y
explicó que era ser un dandy y edificó aquel monumento mayúsculo al dandismo
en su obra El retrato de Dorian Gray fue Oscar Wilde, el dandy por antonomasia.
Así: "Aquel por fin que no tiene ninguna otra profesión más que la elegancia
disfrutara siempre, en todo momento, de una fisionomía distinta, por
completo aparte. El dandismo es una institución vaga, tan rara como el
duelo; muy antigua, puesto que César, Catilina, Alcibíades nos
proporcionan tipos sorprendentes, muy general puesto que Chateaubriand
la encontró en los bosques ya la orilla de los lagos del Nuevo Mundo. El
dandismo, que es una institución fuera de las leyes, tiene leyes rigurosas a
las que están estrictamente sometidos todos sus súbditos, cualquiera sea
la impetuosidad y la independencia de carácter. Los novelistas ingleses han
cultivado, más que los demás, la novela de high life (...). Esos seres no
tienen otro estado que el de cultivar la idea de lo bello en su persona,
satisfacer sus pasiones, sentir y pensar", escribe efectivamente en un
primer momento, de acuerdo aquí con esos preceptos legados por el propio
Oscar Wilde en su Retrato de Dorian Gray, el insigne autor de las no menos
sublimes, a pesar de su tufo a depravación, Flores del Mal (Schiffer 154).
Pero ¿qué es un dandy? Ante todo creo que no se puede hablar de un dandy
sino de una evolución de éste. Surge en Inglaterra ante todo como una obra de
arte viviente. El dandy se identifica por su buen gusto al vestir, por su genio al
hablar: sus bromas están llenas de ironía y sarcasmo. Al mismo tiempo es un ser
sensible a la belleza. De hecho es devoto al culto a la belleza: sus gestos y
maneras están llenas de encanto y coquetería. Proviene preferentemente de las
clases altas. Ser un dandy requiere de tener suficiente dinero para vivir en el ocio
dedicado al arte. No pueden faltar las idas al teatro o a una función de ópera.
De ahí precisamente la importancia atribuida al aspecto exterior de su ser:
código de vestimenta, atuendo elegante y original, excéntrico y mundano a
la vez (es decir, en el sentido propio de esos términos, "descentrado" y al
mismo tiempo "en" el mundo), poses rebuscadas, gestos refinados,
discursos cultivados, delicadeza de lenguaje, rasgos de ingenio, humor
grave e hiriente (el cinismo), narcisismo a ultranza, actitudes provocadoras,
comportamientos desviados, culto del yo, posiciones ideológicas elitistas,
afinidades electivas (para retomar la célebre y hermosa expresión de
Goethe). Y esto con un fin único pero crucial forjarse así, a través de la
"distinción" (entendida en una doble acepción terminológica de "diferencia"
y de "elegancia"), una identidad personal y social.
[…]
Así, Nathalie Heinich, en el capítulo titulado "Aristocratismo y dandismo.
Una elite singular", escribe muy oportunamente, agregando no obstante un
importante matiz: "El verdadero dandi no es tanto el que busca ser
admirado como una obra de arte como el que busca singularizarse,
recortarse del común de los mortales, de muchedumbre, del burgués. La
figura del dandi se remite al régimen de singularidad y al mismo tiempo de
inversión excesiva de lo estético. siendo su única diferencia con el artista el
punto de aplicación de ese culto de la apariencia y de la originalidad: el
sujeto creador o el objeto creado. La rareza se vuelve una cualidad, la
desviación un principio, en tanto el arte de gustar, que caracteriza al
“hombre de bien” de la época clásica, se convierte en el arte de gustar
disgustando. (...) Como todo grupo, los dandis se definían menos por lo que
los atraía -lo estético- que por aquello a lo que se oponían. Y la multitud era
su primer enemigo, conforme la ética del régimen de singularidad” (Schiffer
160, 161).
Además, el placer es el objetivo último del dandy. “Puedo resistir todo en la
vida, excepto la tentación”, dijo Oscar Wilde en una de sus obras. Y agregó: “La
mejor manera de librarse de la tentación es caer en ella”. El retrato de Dorian Gray
es el mejor manual sobre el dandismo. En él podemos ver algo de lo que Oscar
Wilde estaba consciente: el hedonismo llevado al extremo conduce a la
autodestrucción del dandy. Sin embrago, Oscar Wilde a pesar de saber de
antemano el destino final del dandy, lo vivió en carne propia. Tras años de una
relación homosexual con Lord Alfred Bruce Douglas fue sentenciado a prisión por
sodomía. Su esposa e hijos se cambiaron el nombre y huyeron del país. Al final,
Wilde murió solo y en la pobreza al poco tiempo de salir de prisión.
Y este esteta supremo que es el dandi, ser para quien arte y belleza son las
dos obras concretas de un mismo ideal de sublimación ("tú te has vertido
para mí en la encarnación visible de este ideal oculto cuyo recuerdo nos
persigue, a nosotros, los demás artistas, como un sueño encantador”, dice
efectivamente Basil Hallward, el pintor del retrato, a su joven y bello
modelo, Dorian Gray), llega de esa manera allí, por el placer del cuerpo (la
res extensa de René Descartes), aunque sea a través de lo que la moral
común considera como el "mal", tanto hasta su sustancia real como hasta,
a través de la elevación del alma (la res cogitans de ese mismo autor de las
Meditaciones metafísicas), su verdadera esencia. En pocas palabras, un
ser que realizó por fin, deslizándose en esas cumbres abismales (para
retomar la expresión, que empleara en un contexto muy diferente,
Alexandre Zinoviev) que son las obras de arte en su más noble expresión,
el sueño loco, incluso la apuesta insensata -humana, demasiado humana-
de ese ateo de fibra mística que era Nietzsche: el de situarse
indefinidamente, planeando entre el infinito del cielo y la finitud de la tierra,
más allá del Bien y el Mal (Schiffer 29).
Por esto el dandy es un ser melancólico, hastiado, lleno de lo que los
ingleses llamaban spleen, pues sabe que al final todo placer es pasajero. “El
dandismo es un sol poniente; como el astro que declina, es soberbio, sin calor y
lleno de melancolía”, dijo Charles Baudelaire en su ensayo “El pintor de la vida
moderna” (Baudelaire 23). Y agregó:
El hombre rico, ocioso, y que, incluso hastiado, no tiene otra ocupación
que correr tras la pista de la felicidad; el hombre educado en el lujo y
acostumbrado desde su juventud a la obediencia de los demás hombres,
aquel en fin que no tiene más profesión que la elegancia, gozará siempre,
en todas las épocas, de una fisonomía distinta, completamente aparte. El
dandismo es una institución vaga, tan extravagante como el duelo
(Baudelaire 21).
¿Significa esto que una persona procedente del proletariado como Pedro
Lemebel no puede ser un dandi? ¿Qué define al dandismo? ¿Cuál es su esencia?
Lo que define al dandi sobre todo es la originalidad; la capacidad de negar las
propias pasiones. Es un esteta en el que el dolor o la búsqueda de la felicidad son
de poca importancia ante el propósito de ser en sí mismo una obra de arte.
Así: "El dandismo no es sin embargo, como muchas personas poco
reflexivas parecen creer, un gusto inmoderado por el acicalamiento y la
elegancia material. Esas cosas no son para el perfecto dandi sino un
símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu. Además, a sus ojos
atentos sobre todo a la distinción, la perfección de la toilette consiste en la
simplicidad absoluta, que es, en efecto, la mejor manera de distinguirse
(Schiffer 154, 155).

¿Qué es pues esta pasión que, convertida en doctrina, ha hecho adeptos


dominadores, esta institución no escrita que ha formado una casta tan
altiva? Es, ante todo, la necesidad ardiente de hacerse una originalidad,
contenida en los límites exteriores de las conveniencias. Es una especie de
culto de sí mismo, que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que
se encuentra en otro, en la mujer, por ejemplo; que puede sobrevivir incluso
a todo aquello que llamamos ilusiones. Es el placer de sorprender y la
satisfacción orgullosa de no sorprenderse nunca. Un dandi puede ser un
hombre hastiado, puede ser un hombre doliente; pero, en este último caso,
sonreirá como el lacedemonio bajo la mordedura del zorro (Baudelaire 22)

Ya que, acerca de lo que nosotros mismos hayamos podido decir respecto


de esta emblemática figura del dandi, nada se ha identificado formalmente,
fuera del individualismo, en ese retrato: la extrema pero sobria elegancia
ligada a una suerte de misticismo ateo; el arte de la apariencia asociado a
una santidad casi crística; el sentido del absoluto y de la trascendencia; la
puesta en evidencia del espíritu a través del cuerpo; el sensualismo
cerebral, el ideal aristocrático; el cinismo como contrapartida del
estoicismo, la ilusión pensada como regla de moral; el dominio de sí a
pesar del culto de la belleza; el rigor protestante e incluso luterano; el
gusto por la nada y la propensión la melancolía (el spleen); la soledad
como contrapartida de la lucidez (Schiffer 152).
Pedro Lemebel, el autor de “Anacondas en el parque”, una de las crónicas de
su libro La esquina es mi corazón, describe el hedonismo de los gays proletarios al
final de la dictadura chilena. Sin un centavo en el bolsillo para ir a un hotel aunque
sea de quinta, el placer derivado del coito homosexual furtivo es como el chute de
heroína de un homeless person a plena luz del día de bajo de un puente. En “Los
New Kids del bloque”, Lemebel rememora su infancia y adolescencia en los viejos
edificios de bienestar social de la clase trabajadora santiagueña donde los chicos
del bloque fuman si acaso un pitillo de marihuana o reunidos en la esquina
esperan a quien robar mientras su vieja lava ajeno para mantener a la familia. De
pantalón casimir, comprado tal vez en un tianguis o en una tienda de saldos, y de
tacones altos de charol, Lemebel es un informante de la noche, un cronista de
concupiscencias propias y ajenas y al mismo tiempo es un apóstol del nuevo
hedonismo. No es un dandi homosexual vestido elegantemente de hombre. Más
bien es la última expresión del dandy: no un dandy homosexual sino un dandy
marica.
Ya sea de forma oral o escrita, me parece muy significante la postura que
asumió Lemebel ante su propia homosexualidad a la cual llamaba “la
deconstrucción de la loca”. Con este término Lemebel asumía un papel de
provocación y rebeldía ante la marginalidad en que la burguesía confinaba a los
homosexuales. Como todo buen dandy, Lemebel proyectaba su propia
individualidad a su obra artística. Ya sea en forma de crónica o de performance o
como militante político, Lemebel hacía de su persona, su persona artística, una
originalidad a la que daba culto a través de su ingenio, a través de su narrativa, a
través de ese estilo que caracoleaba entre lo kitsch y lo jocoso, entre lo lúdico y lo
tropical, pero sobre todo entre lo proscrito y lo humano. En su ensayo “Pedro
Lemebel: revelación y rebelión en sus crónicas desde el margen”, Fernando
Checa acierta al afirmar que Lemebel proyecta su homosexualidad a la ciudad. En
otras palabras, como un auténtico dandy, se vuelve él mismo una originalidad y la
proyecta a su quehacer literario:
Esas crónicas constituyen una narrativa erótica y que erotiza, típica en toda
la obra del autor; más aún, que homosexualiza la realidad citadina, que
busca sacar a la luz una realidad vergonzante (para algunos) y que, como
se señaló, va en contra del orden patriarcal de la modernidad y lo interpela,
subvierte y desacraliza a través no solo de exponer ese mundo, que
muchos quisieran mantenerlo oculto, sino también de un estilo irónico,
delirante, paródico, sarcástico, audaz, pero no carente de compasión,
humor, renitencias lingüísticas populares, intensidad… ternura (Checa
167).

En conclusión, Pedro Lemebel por su originalidad, por su culto a sí mismo,


por su ingenio, por su estilo irónico y mordaz pero con un dejo de melancolía, por
hacer de su vida una obra de arte a través de la literatura o el teatro y por último
por su búsqueda de la felicidad a través del placer es un auténtico hedonista y un
auténtico dandy. “Invítame a pecar. Quiero pecar contigo”. Es la letra de la canción
en voz de Paquita la del barrio que introducía el programa de radio de Pedro
Lemebel, Crónicas de Pedro Lemebel. No pudo haber existido una mejor canción
para introducir el programa de alguien que escribió desde la marginalidad y para
los marginados. Pedro Lemebel es la última expresión posmoderna y neoliberal
del dandi: un esteta pobre, un dandy proletario.
Bibliografía

Baudelaire, Charles. “El pintor de la vida moderna”. Arte y modernidad. Buenos


Aires: Prometeo, 2009.
Caro, Sebastián. Epicuro: Epístola a Heródoto. Santiago: Universidad de Chile,
2008.
Checa-Montúfar, Fernando. "Pedro Lemebel: revelación y rebelión en sus crónicas
desde el margen". Palabra Clave, vol. 19, no. 1, 2016, pp. 156-184. Editorial
Universidad de La Sabana.
Lledó, Emilio. El epicureísmo: una sabiduría del cuerpo, del gozo y de la amistad.
Barcelona: Montesinos, 1987.
Oyarzún, Pablo. Epicuro: carta a Meneceo. Santiago: Universidad de Chile, 1994.
Ramos, Enrique. De Platón a los neoplatónicos: escritura y pensamiento griegos.
Madrid: Editorial Sintesis, 2006.
Schiffer, Daniel. Filosofía del dandismo. Una estética del alma y del cuerpo
(Kierkegaard, Wilde, Nietzsche, Baudelaire). Buenos Aires: Nueva Visión,
2009.
Simion, Minodora. A new hedonism in Oscar Wilde´s novel The Picture of Dorian
Gray. Târgu-Jiu: Constantin Brâncuşi University, 2015.
Zaranka, Juozas. Epicuro. Máximas y exhortaciones. Bogotá: Universidad
Nacional, 1962.

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