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lo que sentimos como con lo que hacemos. Tiene que ver con
dónde estamos situados dentro de un modo de producción
concreto, ya seamos esclavos, agricultores autónomos, arren-
datarios agrícolas, dueños de capital, financieros, vendedores
de nuestra propia fuerza de trabajo, pequeños propietarios, o
lo que sea. El marxismo no ha perdido fuelle social porque
quienes se gradúan actualmente por Eton ya no aspiren las
haches al hablar, ni porque los príncipes de la casa real vomi-
ten entre los coches aparcados en el exterior de las discotecas
como el resto de los mortales, ni porque otras formas de dis-
tinción de clase más antiguas se hayan difuminado gracias a la
acción de ese disolvente universal conocido por el nombre de
dinero. El hecho de que la aristocracia europea se sienta hon-
rada hoy en día de codearse con Mick Jagger no ha tenido
efecto alguno a la hora de aproximarnos más a una sociedad
sin clases.
Mucho se ha hablado de la supuesta desaparición de la clase
obrera. Pero antes de entrar en ese tema, ¿qué podemos decir
del no tan cacareado paso a mejor vida de la alta burguesía tra-
dicional o de la clase media alta? Como bien ha apuntado Peiry
Anderson, la clase de hombres y mujeres retratados de forma
inolvidable por novelistas como Marcel Proust y Thomas
Mann está casi extinguida en la actualidad. «En líneas genera-
les —escribe Anderson—, la burguesía tal como la conocían
Baudelaire, Marx, Ibsen, Rimbaud, Groz o Brecht (o incluso
Sartre u O'Hara) es ya cosa del pasado». A los socialistas, sin
embargo, no debería entusiasmarles ese obituario. Y es que,
como Anderson comenta también, «en vez de ese sólido anfi-
teatro, tenemos ahora un acuario de formas flotantes y evanes-
centes, como son las de los proyectistas y los gerentes, los audi-
tores y los conserjes, los administradores y los especuladores
del capital contemporáneo: consecuencias de un universo mo-
netario que no conoce fijaciones sociales ni identidades esta-
bles».1 La clase cambia de composición continuamente. Pero
eso no significa que se disipe sin dejar rastro.
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Debe formarse una clase que tenga cadenas radicales, una clase que
esté en la sociedad civil pero que no sea una clase de la sociedad civil,
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una clase que sea la disolución de todas las clases, un sector de la so-
ciedad cuyo sufrimiento le confiera un carácter universal, y que no
reclame un resarcimiento particular porque la injusticia de la que ha
sido objeto no es una injusticia particular, sino una injusticia en ge-
neral. Debe formarse un sector de la sociedad que no invoque nin-
gún estatus tradicional, sino solamente un estatus humano. [...] Que,
en una palabra, sea una pérdida total de la humanidad y que solo
pueda compensarse mediante una compensación total de la humani-
dad. Esta disolución de la sociedad, en forma de clase particular, es
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que no está del todo dentro ni fuera de ella, el lugar donde ese
modo de vida se ve obligado a enfrentarse a las contradiccio-
nes mismas que lo constituyen. Como la clase obrera no tiene
ningún interés propio que proteger en el statu quo, es parcial-
mente invisible dentro de él; pero por esa misma razón, es
capaz de prefigurar un futuro alternativo. Supone la «disolu-
ción» de la sociedad en cuanto que la niega: es la basura o el
producto de desecho para el que el orden social no puede ha-
llar un sitio real. Sirve, por lo tanto, de síntoma de la ruptura
y la reconstrucción radicales que harían falta para que fuera
verdaderamente incluida. Pero viene a ser también la disolu-
ción de la sociedad presente en un sentido más positivo, pues
es la clase que, cuando llegue al poder, abolirá la sociedad de
clases definitivamente y por completo. Los individuos se ha-
llarán entonces libres por fin del corsé impuesto por la clase
social y serán capaces de florecer como ellos mismos. En ese
sentido, además, la clase obrera es también «universal» por-
que, en su empeño por transformar su propia situación, puede
bajar el telón final del sórdido relato de la sociedad de clases
como tal.
He ahí, pues, otra ironía o contradicción: el hecho de que
la clase solo pueda superarse mediante la propia clase. El mar-
xismo está tan absorto en un concepto como el de clase social
únicamente porque aspira a hacer realidad su reverso. El pro-
pio Marx entendía, al parecer, la clase social como una forma
de alienación. Llamar a unos hombres y a unas mujeres sim-
plemente «trabajadores» o «capitalistas» significa enterrar su
individualidad singular bajo una categoría despersonalizada.
Pero se trata de una alienación que solo puede deshacerse des-
de el interior. Únicamente yendo hasta las últimas consecuen-
cias de la clase (y, por lo tanto, aceptándola como una realidad
social en vez de desear fervientemente su desaparición) podrá
ser desmantelada. Justamente lo mismo ocurre con la raza y el
género. N o basta con tratar a cada individuo como si fuera
único, como sucede con aquellos «liberales» estadounidenses
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