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Deseo de realidad.

Algunas notas sobre experiencia y alteridad


para comenzar a desenjaular la investigación educativa.
Jorge Larrosa.

La transformación se hace necesaria cuando algo que era válido


como real deja de ser real; si se consigue la transformación
entonces otras cosas serán reales; si ninguna otra cosa se vuelve
real, entonces uno sucumbe.
Peter Handke. Fantasías de la repetición.

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Voy a usar la palabra deseo en su sentido más obvio, más común: ése según el cual
deseamos lo que no tenemos, o lo que hemos perdido, o lo que siempre ha estado ahí,
junto a nosotros, pero que nunca será nuestro. El deseo de realidad de mi título está
relacionado con el deseo de vida, con las ganas de vivir. Y el deseo de vivir está ligado
al sentimiento de una cierta desvitalización de la vida. Ese sentimiento que nos hace
decir que esta vida no es vida, o que la vida está en otra parte. Si tenemos ganas de
vivir no es porque no estemos vivos, sino porque vivimos una vida desvitalizada, una
vida a la que le falta vida. Y lo que buscamos es algo así como la vida de la vida, una
vida que esté llena de vida. El deseo, o las ganas, de realidad, tienen que ver entonces
con la sospecha de que a lo que se nos da como real le falta algo. Como si lo que nos
dicen que es, lo que nos dicen que hay, fuera una especie de realidad sin realidad. Y
buscamos entonces algo así como la realidad de la realidad, ese ingrediente, o esa
dimensión, que hace que algo o alguien sea válido como real, que nos dé una cierta
sensación de realidad. Del mismo modo que reclamamos que la vida esté viva,
reclamamos también que la realidad sea real, es decir, que tenga la validez, la fuerza,
la presencia, la intensidad y el brillo de lo real.

Con la palabra investigación me refiero a todas aquellas prácticas y todos aquellos


discursos que se proponen el conocimiento y la transformación de la realidad
educativa. En cualquiera de sus ámbitos, o de sus dimensiones. Y lo que a mí me

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ocurre es que esos discursos raramente me sorprenden, o me conmueven, o me
golpean con lo que antes llamaba “la validez, la fuerza, la presencia, la intensidad o el
brillo de lo real”. Algo que sí me pasa, a veces, con la literatura, las artes, el cine o la
filosofía. Como si el escritor, el artista, el cineasta o el filósofo sí que fueran capaces, a
veces, de esa relación con lo real en la que lo real está lleno de realidad. Y a lo mejor
eso ocurre, precisamente, porque ni el escritor, ni el artista, ni el cineasta ni el filósofo
están preocupados por eso que en la investigación se llama “conocimiento de lo real”
(o, al menos, no por un conocimiento del mismo tipo, no por ese tipo de conocimiento,
el de la investigación, que tal vez podríamos llamar, provisionalmente, conocimiento
objetivante, o conocimiento crítico), ni están preocupados tampoco por eso que en la
investigación se llama “transformación de lo real” (o, al menos, no por una
transformación de tipo técnico o, incluso, de tipo práctico).

Lo que me propongo es hacer resonar eso del deseo de realidad con esas prácticas y
esos discursos que llamamos investigación educativa. Porque tal vez ese deseo de
realidad nos impulse a problematizar nuestras formas de mirar, de decir y de pensar lo
educativo. Y nos ponga en el camino de mirar de otro modo (y a lo mejor podemos
aprender del cine, y de otras artes de la mirada), de decir de otro modo (aprendiendo,
quizá, de la literatura, arte de la palabra), y de pensar de otro modo (aprendiendo aquí
de la filosofía, arte del pensamiento). Para que otro modo de mirar, de decir y de
pensar nos haga encontrar una realidad que merezca ese nombre.

La experiencia no es otra cosa que nuestra relación con el mundo, con los otros, y con
nosotros mismos. Una relación en la que algo nos pasa. El deseo de realidad, entonces,
está ligado a la experiencia en el sentido de que lo real sólo se da en tanto que
experimentado: lo real es lo que nos pasa en la experiencia. La experiencia, por tanto,
es ese modo de relación con el mundo, con los otros y con nosotros mismos en la que
eso que llamamos realidad adquiere esa validez, esa fuerza, esa presencia, esa
intensidad y ese brillo de los que hablaba antes. El deseo de realidad no es muy
diferente del deseo de experiencia. Pero de una experiencia que no esté normada por

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las reglas del saber objetivante o crítico, o por las reglas de la intencionalidad técnica o
práctica.

Por último, lo real, es decir, el “lo” de lo que nos pasa, el “acontecimiento” de lo que
nos acontece, “eso” de lo que hacemos o padecemos en la experiencia, sólo se da en
tanto que otro, es decir, en tanto que escapa a lo que ya sabemos, a lo que ya
pensamos, a lo que ya queremos. Lo real de la experiencia supone una dimensión de
extrañeza, de exterioridad, de alteridad, de diferencia. Por eso el deseo de realidad es
también un deseo de alteridad. Pero de una alteridad que no haya sido previamente
capturada por las reglas de la razón identificante e identificadora. Una alteridad que se
mantenga como tal, sin identificar, sin apropiar, en su dimensión de sorpresa, en su
exterioridad, en su diferencia.

Por eso la dificultad de lo real (el hecho, o el sentimiento, de la que lo real está difícil)
no es muy distinta de la dificultad de la vida (del hecho, o del sentimiento, de que la
vida está difícil), de la dificultad de la experiencia (del hecho, o de la sensación, de que
la experiencia está difícil), y de la dificultad de la alteridad (del hecho, o del
sentimiento, de que la alteridad está difícil).

Y esa dificultad no tiene que ver con lo real, sino con nosotros mismos. Tal vez, con esa
manera de relacionarnos con lo real que estoy llamando, en general, investigación
educativa. Por eso, se trata de una dificultad que sólo podemos abordar en primera
persona, en una relación con nosotros mismos, es decir, interrogando y transformando
nuestras formas de mirar, de hablar, de pensar. Como dice Peter Handke en el
aforismo que he utilizado aquí como emblema, cuando lo real deja de ser válido como
tal, la transformación de sí se hace necesaria. Porque si no hay tal transformación, uno
mismo se vuelve irreal, es decir, sucumbe. Aunque siga haciendo bulto y caminando
por el mundo.

2.-

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La cuestión es que lo real está difícil, cada vez más difícil. Sobre todo ahora que el
mundo ha sido completamente realizado y por tanto nos da una extraña sensación de
irrealidad. Porque todo lo que hay, o lo que nos dicen que hay, ha sido objetivado,
ordenado, categorizado y determinado, es decir, ha sido echado a perder como real.
Mi punto de partida, o mi petición de principio, es que lo real está difícil. Lo que
pretendo es apelar a una complicidad de entrada, a la complicidad en la sensación de
que lo real está difícil, en la sensación de que no solo tenemos problemas con la idea
de realidad, o con el concepto de realidad, o con el conocimiento de la realidad, o con
la transformación de la realidad, sino con la realidad misma. Aunque para clarificar un
poco lo que quiero decir con eso de la dificultad de lo real quizá sea conveniente hacer
alguna consideración previa.

Podemos decir, para empezar, que lo real no es objeto, que no se da por objetivación o
por cosificación. De hecho, la relación sujeto-objeto (la posición de un sujeto
objetivante) nos separa de lo real. Por eso, la objetivación y la cosificación de lo que
hay que produce la ciencia objetiva y objetivante nos da la realidad de una manera
particular, de una manera que, a mi juicio, des-realiza lo real, es decir, lo vacía de
realidad, lo echa a perder. El tipo de relación con lo que hay que no lo echa a perder no
parte de ninguna posición sino que es, literalmente, ex-posición. El sujeto de la
experiencia es un sujeto ex-puesto, es decir, receptivo, abierto, sensible y vulnerable.
Un sujeto, además, que no construye objetos sino que se deja afectar por
acontecimientos. Lo real no es lo que está enfrente, lo que está ante nosotros, sino lo
que nos afecta, lo que nos pasa. El deseo de realidad, entonces, sería un deseo de
acontecimiento.

En segundo lugar, lo real no es representación. Cuando nos constituimos en sujetos del


saber y del poder, de la teoría y de la práctica, fabricamos realidad, un cierto tipo de
realidad. A veces decimos que partimos de ella, a veces la investigamos, a veces la
diagnosticamos, pero en esas operaciones lo que hacemos es convertir la realidad en
“realidad”, es decir, en una representación o en un doble de sí misma. No hace mucho,
en Granada, paseando por la Alhambra, oí a alguien decir que la Alhambra había sido

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víctima del alhambrismo, en el sentido de que las distintas reconstrucciones del
palacio se habían hecho para satisfacer ciertos estereotipos orientalistas de los
consumidores de imágenes exóticas. La Alhambra se había convertido en un doble
irreal de sí misma, en un doble que la había echado a perder como realidad,
precisamente por obra de los alhambristas, de aquellos que habían querido realizarla.
Y lo mismo podríamos decir, me parece, de Oriente y el orientalismo, de Cataluña y el
catalanismo, de Marx y el marxismo, de las mujeres y el feminismo, de la realidad y el
realismo. Porque lo real, lo que es válido como real, lo que tiene la fuerza, y el brillo y
la intensidad de lo real, es presencia y no representación. Esa presencia que desborda
cualquier representación. De lo que se trata, y de ahí la dificultad, no es tanto de
conocer, o de objetivar, o de representar el mundo, sino de estar presentes en él. Por
eso el deseo de realidad sería también un deseo de presencia.

Podríamos decir, en tercer lugar, que lo real no es intencional. Las intenciones sobre lo
real, incluso las mejores intenciones, también nos separan de lo real, también lo des-
realizan y lo echan a perder en tanto que lo fabrican a la medida de nuestros objetivos,
en tanto que lo convierten en la materia prima de una transformación o de una
modificación posible, en tanto lo convierten en puro material disponible para nuestra
intervención. También no hace mucho, esta vez en Buenos Aires, en un seminario
sobre la educación de la mirada, alguien hizo una especie de genealogía de ese curioso
dispositivo que llamamos “distancia crítica”, ese dispositivo según el cual es preciso
tomar distancias frente a lo que hay y llenar esa distancia de una actitud crítica. Ese
gesto que consiste en separarse de algo, señalarlo con el dedo, y decir: no me gusta, y
preguntarse ¿cómo puedo cambiarlo?, ¿cómo puedo hacer para que sea otra cosa que
lo que es, para que sea lo que a mí me gustaría que fuera?. Y en el contexto de esa
conversación, alguien dijo que a lo mejor sería bueno sustituir la distancia crítica por la
aproximación amorosa. De hecho, el sujeto de la crítica es el sujeto del juicio, el que no
puede evitar juzgar lo que hay. Y tal vez sería bueno explorar qué es eso de la
aproximación amorosa, de esa relación con lo que hay que se hace a partir de la
proximidad y a partir de la amorosidad. Porque tal vez el deseo de realidad sea
también un deseo de cercanía. Y un deseo de afirmación. No de negación crítica, o de

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juicio crítico, sino de afirmación amorosa de lo que hay. En cualquier caso, el tipo de
relación con lo que hay que no lo echa a perder tal vez no sea el de la intención sino el
de la atención. Porque atención e intención son inversamente proporcionales. Cuanto
más intención, menos atención, y al revés. Cuanto más crítica y más juicio, menos
atención, y al revés. Y el sujeto de la experiencia no es un sujeto intencional, ni crítico,
ni jurídico, sino un sujeto atento.

Por último, podríamos decir que lo real no es lógico. Lo real no tiene causa ni finalidad,
no puede remitirse a la lógica de las causas y las finalidades, ni a la lógica de las
determinaciones causales ni a la de las determinaciones teleológicas. Lo real no puede
remitirse a la lógica del tiempo orientado, ese que da a lo que existe, a lo que hay, un
sentido, una dirección, un origen y un destino, una orientación. Lo real escapa al
principio de razón suficiente, a ese que dice que nihil est sine ratione, que nada existe
sin razón, a ese principio que quiere que todo tenga una determinación, una lógica,
una explicación dada o posible, una razón de ser, una meta, un objetivo, una finalidad.
Lo real es gratuito o absurdo, resiste a la inteligibilidad. Por eso la voluntad de
inteligibilidad, la voluntad de explicación, también nos separan de lo real, también lo
des-realizan, también lo echan a perder, en el sentido de que nos dan lo real en tanto
que racional y sólo en tanto que racional. De ahí que el deseo de realidad sea también
un deseo de sorpresa, entendiendo por sorpresa el modo de existencia de todo aquello
que es inexplicable, incomprensible, es decir, que no tiene razón de ser. O, dicho de
otro modo, el modo de existencia de lo inconcebible, es decir, de lo que no podemos
subsumir bajo ningún concepto, de lo que no tenemos ni idea.

Para que lo que hay tenga esa fuerza, ese brillo y esa intensidad que lo hagan válido
como real, tal vez no sirva ni la razón objetivante, ni la razón instrumental, ni la razón
representativa, ni la razón jurídica, ni la razón crítica, ni la razón explicadora. Y quizá
tengamos que explorar formas de relación con el mundo, con los otros y con nosotros
mismos que hagan justicia al acontecimiento, a la presencia, a la cercanía, a la
afirmación, a la sorpresa.

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3.-
Veamos ahora un retrato del realista, o del realidófilo, o del maniático de la realidad,
tal como lo describe Peter Handke en Historias de niños: “Y conste que los maniáticos
de la realidad no eran los meros tiranos de la época; antes bien, con su medición del
grado de realidad, recordaban a aquellos bandos de las más antiguas batallas navales
que, concluido el combate, solían contar los cadáveres y los restos flotantes para
calcular así la victoria o la derrota. Si se hacía caso de tales fiscales natos, resulta
entonces que con su forma de contar los mundos –los más relevantes de los cuales eran
el tercero y el cuarto- acallaban una culpa secreta. Tales realidófilos o gente del
montón que, desde tiempos inmemoriales eran, sin duda, legión, se le aparecían al
hombre como existencias sin sentido; muy alejados ya de la creación y muertos desde
hacía largo tiempo, continuaban con sus cosas, tan sanos, no dejando tras de sí nada a
lo que asirse y no sirviendo ya para otra cosa que para la guerra. Además era inútil
discutir con ellos, pues constantemente se veían confirmados por las catástrofes que
sucedían a diario. Decidió pues negar irrevocablemente la entrada a tan sombríos
huéspedes y “no dejar que sus barcos le cerraran el paso al mar” nunca más. Y sólo
entonces volvió a percibir el murmullo de una realidad”.

El maniático de la realidad, o el realidófilo, o simplemente el realista, es un contable,


un fiscal, un guerrero, un resentido con la vida, alguien en suma que se relaciona con
el mundo, con los otros y consigo mismo desde el punto de vista de la contabilidad, del
juicio, de la victoria o la derrota, y de la culpa. Es alguien que aparta la realidad en
tanto que echa a perder la salida al mar. Y quizás la salida al mar, el deseo y la
posibilidad de salir al mar, sea otro nombre de ese deseo y esa posibilidad de
acontecimiento, de presencia, de cercanía, de afirmación y de sorpresa con el que
hemos relacionado antes el deseo de realidad.

Y no deja de ser interesante que, en el texto de Handke, ese murmullo de una realidad
haya sido producido por la convivencia con una niña, la misma que atraviesa las
páginas de ese dietario maravilloso que se titula El peso del mundo. Hace ya tiempo, en

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un texto a propósito de la infancia, del enigma de la infancia, cité un aforismo de
Handke que dice lo siguiente: “nada de lo que se dice sobre la infancia es real, sólo lo
es aquello que, encontrándola, lo cuenta”. Tal vez por eso los realidófilos son los que
siempre hablan sobre, los que tienen ideas y opiniones sobre todo, sobre cualquier
cosa, los que saben… pero que precisamente por eso no encuentran. Imagino al pobre
Peter acosado por los que saben qué es un niño y que habría que hacer con él, por los
que saben cómo es y cómo debería ser una relación con un niño… y viéndose obligado
a negarles la entrada, precisamente para que la realidad de la infancia, y de su relación
con la infancia, fueran todavía posibles.

4.-
Quizá podamos contrastar la figura del realista con la del sujeto atento. Tal vez
podamos explorar brevemente la atención como una relación con el mundo, con los
otros y con nosotros mismos que no pase por la intención, ni por la representación, ni
por el juicio, ni por la categorización, ni por la tematización, ni por la contabilidad, ni
por el cálculo, ni por la guerra, ni por la objetivación.

La atención se relaciona, en primer lugar, como el estar presente. En inglés, attending…


por ejemplo a meeting, or a conference, significa estar ahí. Por eso, desde la atención,
lo real es el resultado de una cierta forma de estar presente en nuestra relación con el
mundo, con los otros y con nosotros mismos. Y estar presente es lo contrario de estar
ausente, de estar distraído, de estar desconectado.

Hay una frase de Kafka que dice así: “la vida es una distracción permanente que ni
siquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae”. De lo que la vida
distrae, parece decir Kafla, no es de algo que pudiera estar fuera de la vida, o en otro
lugar que la vida, sino de la vida misma. La vida, las exigencias y las rutinas de la vida,
determinadas formas de vivir y de sentir y de contar la vida, nos hacen ausentarnos de
la vida. Y lo mismo podríamos decir de la realidad: la realidad, ciertas maneras de
construir lo real, ciertas maneras de estar en relación con el mundo, con los otros y

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con nosotros mismos, nos distraen de la realidad. Y lo peor es que, cuando esos modos
se convierten en totalitarios, cuando agotan todo el espacio y todo el tiempo, cuando
saturan cualquier forma de relación, ni siquiera podemos tomar conciencia de aquello,
lo real, de lo cual nos distraen. Como si la manera que tienen los realidófilos, en el
texto de Handke, de ser realistas respecto a la infancia y a la relación con la infancia,
les impidiera, justamente, estar presentes en esa realidad, es decir, encontrarla.

La atención se relaciona, en segundo lugar, con el cuidado. En español, atender a algo


o a alguien significa tratarlo bien, cuidarlo, estar atento a lo que le gusta, a lo que
necesita, a lo que le hace sentirse bien. Por eso, desde la atención, lo real es el
resultado de una cierta forma de cuidado del mundo, de los otros y de nosotros
mismos. Y cuidar es lo contrario de descuidar, de esa actitud que implica indiferencia y,
sobre todo, in-deferencia.

Cuidar, en ese sentido, tiene que ver con el arte de las distancias, con el saber guardar
las distancias. Hay un poema de Antonio Cícero en el que podría cambiarse “guardar”
por “cuidar”. El poema dice así:
Guardar una cosa no es esconderla o encerrarla.
En cofre no se guarda cosa alguna.
Guardar una cosa es ojearla, observarla, mirarla por
admirarla, o sea iluminarla o ser por ella iluminado.
Guardar una cosa es vigilarla, o sea hacer vigilia por
ella, o sea velar por ella, o sea estar despierto por ella,
o sea estar por ella o ser por ella.
Por eso se guarda mejor el vuelo de un pájaro
que un pájaro sin vuelos.
Por eso se escribe, por eso se dice, por eso se publica,
por eso se declara o se declama un poema:
para guardarlo.
Para que él, a su vez, guarde lo que guarda.

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El cuidado (del otro, del mundo, de nosotros mismos) podría ser algo parecido a ese
guardar (el vuelo de un pájaro, y no a un pájaro sin vuelos). Cuidar no tiene que ver
con encerrar, definir, determinar, tematizar, analizar, investigar. El cuidado se da en un
entre, es algo que se da entre las personas, entre los lenguajes, entre los cuerpos,
entre los lugares, entre los saberes. Entonces cuidar es una forma de guardar las
distancias… de perder las distancias malas (las del poder, las de la indiferencia, las de la
hostilidad, las de la vigilancia, las que nos separan mal de nosotros mismos, del mundo
y de los otros) y de tomar las buenas (las de la conversación, las de la libertad, las de la
compañía, las de la atención, las de la hospitalidad, las que nos acercan bien a nosotros
mismos, al mundo y a los otros). Cuidar exige buscar y conseguir la justa distancia: ni
demasiado cerca ni demasiado lejos, en el equilibrio justo entre el estar y el no estar,
entre las presencias y las ausencias, entre las palabras y los silencios, entre el hacer y el
no hacer, entre la intervención y el dejar en paz. Cuidar supone mantener la diferencia
como diferencia. Y desde ahí, desde la diferencia, establecer una relación.

La atención se relaciona, en tercer lugar, con la escucha. En francés, attendre es


escuchar. Y también en español se puede decir atiende a lo que digo en el sentido de
escucha lo que digo. Por eso, desde la atención, lo real es el resultado de una cierta
forma de escuchar el mundo, a los otros y a nosotros mismos.

Pero escuchar no es lo mismo que comprender: la escucha no está necesariamente


normada por la voluntad de explicación, ni siquiera por la voluntad de comprensión.
Hay una frase de Derrida que podría ilustrar este punto: “…sin comprender nunca,
¿escuchas?”. Algo así como: ¿hay una forma de escuchar que mantiene al otro
inexplicable e inexplicado, inaccesible en su incomprensibilidad? A veces nos pasa que
no queremos que nos expliquen, que nos comprendan. Lo que queremos es,
simplemente, que nos escuchen. Como si sólo en esa escucha atenta, respetuosa,
silenciosa, que sabe guardar la distancia, pudiéramos ofrecer (y encontrar) lo que
verdaderamente somos y lo que verdaderamente nos pasa, es decir, lo que ni siquiera
nosotros sabemos que somos y que nos pasa.

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Escuchar, entonces, sería atender a la intimidad de la lengua tal como la expone José
Luis Pardo en La intimidad, y de la que no puedo prescindir de transcribir una cita
larga: “Toda palabra lleva en su ser la marca ilegible de la intimidad, el modo en que les
sonó y les supo a quienes la dijeron, y el modo en que le suena y le sabe a quien hoy la
dice, su voz; y, evidentemente, esa marca sólo puede ser implícita: yo nunca sabré
cómo le sonó a otro esa palabra que yo ahora digo, pero saboreo ese no-saber (sé de
él) en el gusto que la palabra deja en mi boca. No siento lo que el otro dijo o lo que el
otro siente, siento lo que calló, siento su silencio que nunca podré convertir en
significado porque, justamente, es sentido (por mí), un sentido que nunca podré
convertir en información porque justamente es sabido (sápido) para mí. Y me lo callo.
Lo mantengo en secreto al decir esa palabra, guardo ese secreto cada vez que hablo.
Es, por tanto, un secreto a voces, porque mi voz lo comunica cada vez que suena,
porque es el secreto que comparten (que guardan juntos) todos los que tienen voz. No
es que el otro nunca pueda estar seguro de lo que yo quiero decir, es que ni siquiera yo
puedo estarlo de todo lo que quieren decir las palabras que me oigo pronunciar. Una
nunca está seguro con las palabras, precisamente porque transmiten intimidad, porque
la contagian (…). La conversación íntima es aquella en la que uno participa no para
informarse de algo que otro sabe o para hacer algo a otro, sino para oír cómo suena lo
que dice otro, para escuchar la música más que la letra de su comunicación, para
saborear su lengua. Ahí, la conversación nos gusta o nos disgusta, nos deja un resabio y
un regusto, un tacto mejor o peor porque el otro nos alude, nos pasa su juego mediante
contraseñas implícitas, en una pasión comunicativa marcada por su fragilidad y su
indigencia, que no necesita ni puede dar explicaciones (la intimidad es aquello de lo
que no estoy obligado a dar explicaciones a nadie) o salir de dudas. Una conversación
íntima es aquella en la que callar tiene sentido”.

La atención se relaciona, en cuarto lugar, con la espera. En francés, attendre es


esperar. Por eso, desde la atención, lo real es el resultado de una cierta manera de
esperar, de dar tiempo y espacio para que lo real, tal vez, aparezca. Una cierta manera
de darle tiempo al tiempo y espacio al espacio para la venida del mundo, para la
venida del otro, y para la venida de nosotros mismos.

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Por eso la atención exige también saber respetar los tiempos y espacios de cada uno:
darse tiempo y dar tiempo (al otro, al mundo, a uno mismo), darse espacio y dar
espacio (al otro, al mundo, a uno mismo). Y crear espacios y tiempos libres de
cualquier función, de cualquier utilidad: lo suficientemente anchos y largos para que
permitan los entres, las relaciones, los movimientos, las transformaciones. Para que
algo pase entre nosotros, para que algo nos pase.

Lo real no puede darse por supuesto, sino que es el resultado de una cierta actitud que
aquí he llamado atención. Y tal vez las formas dominantes de fabricar lo real en
nuestros saberes y en nuestras prácticas constituyen obstáculos para el estar presente,
para el cuidado, para la escucha o para la espera. Sólo si les negamos la entrada
podremos impedir que nos cierren el paso al mar y podremos tratar de percibir el
murmullo de una realidad.

5.-
En Memorias del subsuelo, Fiodor Dostoyevski escribe lo siguiente: Todos nos hemos
deshabituado de la vida, todos somos más o menos inválidos. Tan deshabituados
estamos que a veces casi sentimos repugnancia ante la vida verdadera, la vida “viva”, y
por eso mismo no toleramos que nos la recuerden. Algo similar podría decirse de lo
real: todos nos hemos deshabituado de lo real, todos nos hemos acomodado tanto y
tan perfectamente a ciertos modos de relación con los otros, con el mundo y con
nosotros mismos que ya lo real no es nuestro hábito, nuestro hábitat, nuestra
habitación, nuestra casa. Y eso nos hace inválidos, por comodidad, por no poder y no
saber y seguramente no querer ya abandonar nuestras posiciones, nuestras posturas,
nuestras imposturas, nuestros puntos de vista, nuestras maneras confortables de
mirar, de decir, de pensar. Pero no sólo nosotros somos inválidos, sino que lo real
mismo se nos ha hecho inválido, ha perdido validez, fuerza, presencia, intensidad,
brillo. Y tan distraídos estamos, tan impacientes, tanto nos hemos descuidado, tanto

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hemos renunciado a nuestra capacidad de escucha, que ya sentimos repugnancia a la
realidad “real”, y nos da miedo, y no toleramos que nos la recuerden.

En La mujer zurda, de Peter Handke, hay un niño que ha terminado una redacción
sobre cómo se imagina una vida mejor. Y lo que ha escrito es lo siguiente: “Me gustaría
que no hiciera frío ni calor. Que sople siempre un viento tibio; de vez en cuando una
tormenta en la que la gente tiene que acurrucarse. Los coches desaparecen. Las casas
serían rojas. Los arbustos serían oro. La gente lo sabría todo y no necesitaría aprender
nada más. Se viviría en islas. En las calles los coches están abiertos y se puede entrar
cuando se está cansado. Ya no se está cansado. Los coches no son de nadie. Por la
noche la gente no se va nunca a la cama. La gente se duerme allí mismo donde está.
No llueve nunca. De todos los amigos, hay siempre cuatro, y la gente que uno no
conoce desaparece. Todo lo que uno no conoce desaparece”. Una vida mejor, dice el
niño, es una vida en lo que no hay nada desconocido, en la que no hay dolor ni
soledad, y en la que no tenemos miedo. Tal vez nuestros saberes y nuestras prácticas,
nuestras maneras de mirar, de decir y de pensar, nuestras maneras de relacionarnos
con el mundo, con los otros y con nosotros mismos, no sean otra cosa sino tristes
garantías de una vida de ese tipo: de una vida que se ha puesto a salvo de lo real en la
medida misma en que lo ha fabricado a la medida de su saber, de su poder y de su
voluntad, es decir, en la medida que lo ha des-realizado.

Por eso el deseo de realidad requiere ponerse en movimiento, exponerse, acercarse,


tratar de salir de esos lugares confortables, seguros y asegurados, en los que estamos
demasiado protegidos, demasiado bien instalados: buscar nuestra propia
transformación. Y para eso el primer requisito, y el más difícil, es no tener miedo. O
luchar contra nuestro miedo: a lo desconocido de los otros, del mundo, y de nosotros
mismos, sobre todo de nosotros mismos.

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Matar a Platón es un poemario de Chantal Maillard que problematiza nuestra relación
con lo real, con el acontecimiento, con lo que pasa y con lo que nos pasa. Podríamos
decir que su intención (si es que un poemario tiene intenciones) es obligar al lector a
mirar su propia mirada, desfamiliarizar o desnormalizar o desregular la mirada del
lector para, tal vez, hacer posible el mirar de otro modo.

En el primer poema, algo pasa. Hay un accidente, un acontecimiento: un camión


atropella a un hombre en un espacio urbano. Enseguida el lugar del acontecimiento se
convierte en una especie de escenario y crece, a su alrededor, una aglomeración de
miradas. “Está creciendo el número de espectadores. No como una marea, no: como
crecen los sueños cuando el que sueña quiere saber qué se le oculta. Crecen desde los
huecos, desde los callejones, desde la trasparencia de las ventanas, desde la trama, el
argumento, complicando la historia ocupan las rendijas, los ojos de las tejas, cruzan
por las cornisas, por los desagües bajan, crecen en todas direcciones, dispersando
complican, añaden, superponen, indagan desde dentro lo que fuera no alcanzan,
gigantesco cuerpo vampiro que procura saberse vivo por un tiempo, saberse vivo por
más tiempo, saberse vivo tras la página que le invita a crecer, denso, fluido y
compacto, urdiendo sus defensas al tiempo que investigan la manera de saber sin
sufrir, de ver sin ser vistos”. La escritora problematiza esas miradas, se incluye entre
ellas, y a la vez se pregunta cómo escribir el acontecimiento, cómo escribirlo sin
traicionarlo, sin reducirlo, sin simplificarlo, sin convertirlo en una idea, en un concepto,
sin idealizarlo, sin des-realizarlo, sin echarlo a perder. Así, en relación al
acontecimiento, a lo real (pero no hay que olvidar que se trata de un real escrito), se
teje una red de perspectivas ficcionales y metaficcionales de modo que el
acontecimiento (lo real en tanto que acontecimiento) acontece en esa red de miradas.
No hay, por tanto, ningún real apriorístico, independiente de su representación, de su
escritura, del modo como nos ponemos o nos exponemos a él, sino que el
acontecimiento no está separado de la forma como lo miramos, como lo
interpretamos, como lo escribimos. El reto es no urdir defensas, no adormecerse en la
falsa visión de la repetición, de lo acostumbrado, de lo naturalizado, de lo
normalizado… y hacerse capaz de una mirada atenta a lo singular, a lo único, a lo

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inexplicable, una mirada que singulariza lo que ve y, a la vez, nos singulariza en el acto
mismo de verlo.

El acontecimiento es lo real en tanto que nos reclama. El poema 20 dice así: “Para que
algo acontezca no basta un accidente, no es suficiente un muerto, ni dos, ni dos
millones. Un acontecimiento es un olor que espera que alguien lo respire, una herida
que aguarda encarnarse, el agua de un torrente inundando los poros, una mirada que
cruza el aire y encuentra a alguien que le hace señas y en la seña, en ella, se reconoce.
Uno puede negarse al acontecimiento y convertir su historia en un simple resumen de
lo ocurrido, pasos que no devienen cruce y se apagan en vida, o se secan. Uno puede
negarse a saberse en el otro, basta con acercarse a todo con un walkman conectado a
la carne, enfundado el cerebro en aquella sustancia impermeable que nos inmuniza,
basta con refugiarse en un desmayo a tiempo, en el deseo de amar, u ocultarse en la
furia o el número de una cuenta bancaria. De hecho, lo más frecuente es que llevemos
cosida el alma a su forro como los trajes nuevos sus bolsillos, para evitar que se
deformen por el peso”.

Pero, al mismo tiempo, el acontecimiento es indiscernible de los signos, de las


palabras, como se sugiere el poema 24: “Aquel hombre aplastado sin el cual el poema
no tendría sentido es el único al que, por más que yo me empeñe, no puedo describir
sin invención –y eso es lo que lo hace singular”. O el poema 21: “Cuando algo acontece
no hay escapatoria: toda mirada tiene lugar en el destello, toda voz es un signo, toda
palabra forma parte del mismo texto”. Por eso el acontecimiento es inseparable de los
espectadores, de las maneras como lo miran y lo dicen, de las maneras como lo
inventan. Lo real acontece en tanto que es mirado y que es dicho, porque los
espectadores también acontecen en el accidente. El acontecimiento es lo que se teje
entre el hombre aplastado y los que se distribuyen a su alrededor, incluyendo el
escritor que lo escribe. Así, en el poema 14: “Ellos miran un punto, un cerco o un alud,
algo que ha sucedido, un algo que se ensancha, les llama, les succiona, se adentran en
el cerco y suceden en él al tiempo que les miro, ellos suceden dentro del punto que se

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ensancha, me cerca, me succiona, y es otra mirada que nos observa a todos y escribo lo
que usted acaba de mirar”.

Los transeúntes son atraídos por lo sucedido, crecen y surgen en torno a lo sucedido,
como un gigantesco cuerpo vampiro. De lo que se trata es del alejamiento de todos
ellos, de su distancia respecto al dolor del hombre aplastado, de la comodidad del
saber sin sufrir, del ver sin ser vistos, de la protección que da el saberse en un
escenario. Los espectadores ponen en juego una serie de mecanismos de
inmunización, de anestesia, de defensa, para no perder el equilibrio. En el poema 14:
“La seriedad es una variante del olvido: nos ayuda a ser otro, a construir distancias, a
creer que la piel es un límite. Y es porque somos serios que no sentimos en los labios el
aliento del hombre que agoniza a pocos metros de distancia; gracias a nuestra seriedad
el impacto no logra hacernos perder el equilibrio”. Entre esos mecanismos de
inmunización está el reducir el acontecimiento a número, a estadística, en el poema 8:
“Una mujer temblorosa aprieta el brazo de su acompañante. Él vuelve hacia ella un
rostro tan largo como un número de serie y dice: “el sesenta por ciento de los muertos
por accidente en carretera son peatones”. La mujer deja de temblar: todo está
controlado. A punto estuvo de creer que algo anormal ocurría, algo a lo cual debía
responder con un grito, un espasmo, un ligero anticipo de la carne ante la gran salida,
pero no: aquello es conocido y ya no la involucra; le pertenece a otros. Y él añade: “han
llamado a una ambulancia”, y ella se relaja, su angustia la abandona: el orden nos
exime de ser libres, de despertar en otro, de despertar por otro. A punto estuvo de
gritar, desde esa carne ajena, pero el orden contuvo a tiempo ese delirio”. O el reducir
lo real a noticia, en la voz radiofónica que aparece en el poema 10. O a pretexto para el
sentimentalismo, también en el poema 10. O, simplemente, el gesto de apartarse y
volver a casa, como en el poema 27: “Volvamos cada uno a lo que nos distingue: esa
historia concreta, personal, que nos mantiene a salvo –mientras tanto”. En todos los
casos, se trata de convertir lo espantoso en normal, en algo que puede ser explicado,
categorizado, ordenado, clasificado, tematizado, en algo sobre lo que se puede hablar,
opinar, en algo que se puede comprender o explicar, en algo de lo que podemos

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alejarnos después de habernos recuperado de la sorpresa, en algo que contaremos al
llegar a casa, en algo, incluso, que nos proporciona un cierto placer emocional.

El último poema dice lo siguiente: “Yo no soy inocente. ¿Lo es usted? La realidad está
aquí, desplegada. Lo real acontece en lo abierto. Infinito. Incomparable. Pero el ansia
de repetirnos instaura las verdades. Toda verdad repite lo inefable, toda idea
desmiente lo-que-ocurre. Pero las construimos por miedo a contemplar la enorme
trama de aquello que acontece en cada instante: todo lo que acontece se desborda y
no estamos seguros del refugio. Bien pensado es posible que Platón no sea responsable
de la historia: delegamos con gusto, por miedo o por pereza, lo que más nos importa”.

7.
Eso del deseo de realidad lo tomé del título de un libro sobre poesía de Miguel Casado.
El libro se subtitula “tres notas de poética” y empieza con una cita de André Breton,
del Primer Manifiesto Surrealista, del de 1924, que dice lo siguiente: “la experiencia
está confinada en una jaula, en cuyo interior da vueltas y vueltas sobre sí misma, y de
la que cada vez es más difícil hacerla salir…”.

Después de mi petición de principio de que lo real está difícil, fundamentalmente por


culpa de los realistas o de los realidófilos o de los maniáticos de la realidad, y por culpa
también de nuestra propia pereza y de nuestra propia cobardía, tal vez podamos
tratar de conectar el deseo de realidad de mi título, y del título de Casado, con la
experiencia enjaulada del fragmento de Breton. Algunas preguntas podrían ser las
siguientes: ¿no será que con la experiencia se nos ha enjaulado también la realidad?
¿no será que no conocemos lo real, sea eso lo que sea, sino en tanto que mediado o
encasillado o enjaulado por las operaciones de categorización, de tematización, de
ordenación, de jerarquización, de abstracción, etc., que constituyen las lógicas de
nuestros saberes y de nuestras prácticas? ¿o no será que la realidad, sea eso lo que
sea, está fuera de la jaula y por eso no podemos sentirla, o percibirla, desde una
experiencia enjaulada? ¿o no será que somos nosotros los que estamos enjaulados

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junto con la experiencia, y damos vueltas y más vueltas sobre nosotros mismos, sin
ningún real, sin ningún otro, sin ningún exterior, sin ningún acontecimiento, sin
ninguna sorpresa, sin nada distinto a nosotros mismos (o a nuestras proyecciones, o a
nuestros deseos, o a lo que ya sabemos, lo que ya pensamos, lo que ya queremos…)
que nos toque, o que nos pase, o que nos haga frente? ¿no será el deseo de realidad
algo así como un deseo de desenjaular la experiencia, de hacerla salir, de abrirla hacia
el afuera? ¿un deseo de desenjaularlos a nosotros mismos? ¿un deseo de salir de lo
que ya sabemos, de lo que ya pensamos, de lo que ya queremos? ¿un deseo de dejar
de dar vueltas sobre nosotros mismos? ¿un deseo de alteridad en definitiva? Y, por
último, ¿qué significa que ese deseo de realidad, ese deseo de experiencia, ese deseo
de alteridad, estén formulados por la poesía y en relación a la poesía y, más
concretamente, en relación a esa constelación poética tocada por el surrealismo y
marcada por la pretensión de cambiar la vida?

La experiencia enjaulada es lo mismo y otra cosa que la famosa desaparición de la


experiencia tal como fue elaborada en algunos textos famosos de la Filosofía Crítica de
la primera mitad del siglo, notablemente de Walter Benjamin y de Teodor W. Adorno.
Si la imagen del declive o de la desaparición o de la crisis de la experiencia constituye
un gesto nostálgico aunque, eso sí, orientado críticamente, la imagen del
enjaulamiento de la experiencia construye un gesto de rebeldía: ¿cómo salir de aquí?
De lo que se trata es de liberar la experiencia, de hacerla salir de la jaula, de conseguir
una forma de libertad, en suma, que tiene que ver con lo exterior, con lo abierto: con
lo real.

8.
En una conversación sobre la película El sol del membrillo, Víctor Erice dijo lo siguiente:
“siempre he recordado a Rossellini cuando dice que hay que tener confianza en lo real”.
Y Antonio López apostilla: “y paciencia, Víctor, y paciencia”. El cineasta y el pintor
también saben de la dificultad de lo real, también saben que lo real no puede darse
por supuesto. Tal vez la confianza sea un sinónimo de la fe, y la paciencia sea un modo

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de referirse a la esperanza. Podríamos añadir entonces la caridad, el amor, y
tendríamos las tres virtudes teologales. Pero no referidas a dios, sino al mundo, a los
otros, a lo real. Sólo la confianza, la paciencia y la amorosidad pueden ponernos en una
relación en la que el mundo, los otros y nosotros mismos tengan la validez, el brillo, la
fuerza y la intensidad de lo real.

La confianza tal vez tenga que ver con lo que no se sabe. Si es así, lo real es lo que no
se sabe, pero en cuya posibilidad hay que creer, hay que tener confianza.

La paciencia tiene que ver quizá con la temporalidad de la espera (en tanto que es
distinta de la temporalidad del proyecto, que siempre es impaciente). La temporalidad
del proyecto, de la intencionalidad, es una temporalidad cerrada que encierra al sujeto
en sí mismo, que le hace incapaz de estar atento a la sorpresa. El proyecto supone un
tiempo cerrado: un tiempo en el cual la alteridad y la alteración son imposibles,
porque se los ve como amenaza. La temporalidad de la espera, sin embargo, es una
temporalidad abierta: no es anticipación sino atención, disponibilidad, escucha, la
única forma de temporalidad en la que puede darse lo inesperado.

Por último, y en relación con la amorosidad, quizás sólo nos relacionamos de verdad
con lo real a partir del sí, a partir de la afirmación o la aceptación de lo real. Una
aceptación que siempre es a pesar de todo. El amor nos hace videntes (y no ciegos,
como dicen los que no saben lo que es el amor). Aunque sea difícil, muy difícil, amar el
mundo.

9.
Hasta aquí, la palabra “atención” ha salido dos veces. La primera, en relación a la
intencionalidad: la atención como inversamente proporcional a la intención, como una
relación pura con lo real en la que éste aparece como un fin en sí mismo y no como un
medio para otra cosa. La segunda, como una actitud, o una forma de relación con lo
real, que tiene que ver con la presencia, el cuidado, la escucha y la espera. Pero la

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atención también está relacionada con la fe, la esperanza y la caridad, esas tres
virtudes teologales que he traducido por confianza, paciencia y amorosidad y que he
tratado de situar, no en la relación con dios, sino en la relación con el mundo, con los
otros y con nosotros mismos, es decir, en la relación con lo real. Tal vez algunos
fragmentos de Simone Weil podrían ayudarnos en este punto.

En La condición obrera, Simone Weil decía que “la atención es la única facultad del
alma que da acceso a Dios”. Pero sabemos que, para Simone Weil, como para muchas
tradiciones místicas, Dios no se conoce sino que se padece, no somos nosotros los que
vamos a Dios, sino que es Dios el que viene a nosotros. Además, la teología de Simone
Weil tiene algo de panteísta, casi al modo de Spinoza, en el sentido de una cierta
inmanencia de lo divino. Así, si producimos un viraje hacia lo intramundano que, en
esencia, no sería demasiado ajeno al pensamiento de Weil, podríamos decir, quizá,
que la atención es la única facultad que da acceso a lo real, es decir, que nos abre a la
venida de lo real, del mundo, de los otros, de nosotros mismos. La atención, en
definitiva, purgada de sus resonancias religiosas, no es otra cosa que una disciplina de
la mirada, un ejercicio o una ascesis de la mirada. En La gravedad y la gracia, Simone
Weil es muy clara: “la atención es un método para el ejercicio de la inteligencia, que
consiste en mirar”. Y, un poco más adelante: “la atención ha de ser una mirada y no un
apego”. Pero la mirada, para Simone Weil, no es interpretación, ni control, ni
apropiación, sino iluminación. La mirada es lo que revela lo real, lo que le deja brillar
con luz propia, lo que le deja estar en su propia luz, y, en ese sentido, lo realiza: “No
tratar de interpretarlos, sino simplemente mirarlos hasta que brote de ellos la luz”.

Por eso la atención es un esfuerzo, tal vez el mayor de los esfuerzos, pero es un
esfuerzo que tiene algo de negativo. Su objetivo es dejar el pensamiento vacío y
penetrable. Se trata, por tanto, de una teoría del conocimiento que se enuncia no
desde la actividad del sujeto, sino desde su pasividad o, mejor, desde su pasión. En La
levedad y la gracia se dice que: “todo aquello que yo denomino “yo” debe ser pasivo.
De mí sólo se requiere la atención, esa atención que es tan plena que hace que el “yo”
desaparezca. Privar de la luz de la atención a todo aquello que denomino “yo” y

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dirigirla a lo inconcebible”. De ahí que la estrategia principal de la atención no sea la
voluntad, sino la espera, la espera paciente, discreta y cuidadosa para hacer que el
sujeto encuentre algo que no sea lo que él mismo ha proyectado, para que conocer no
sea capturar, aprehender, poseer, sino, literalmente, dejarse invadir, dejarse decir
alguna cosa.

La atención está orientada a lo real, a lo que es, a lo que existe, pero consiste,
fundamentalmente, en un ejercicio con nosotros mismos o, mejor, contra nosotros
mismos. Al menos en el sentido de que debe colocarnos a la altura de lo real, debe
permitirnos hacerle justicia (lo que no es lo mismo, claro, que juzgarlo). Por eso, en los
Cuadernos, Weil dice que “lo que está presente ante el espíritu cuando la atención se
relaja es bajo”. Tan bajo, podríamos decir, como nosotros mismos, como nuestra
cobardía y nuestra pereza, como nuestra incapacidad de presencia, de cuidado, de
escucha y de espera. La atención es, por tanto, receptividad y, por eso mismo, requiere
un ejercicio de humildad, un esfuerzo sostenido de lucha contra nuestra arrogancia,
contra nuestra complacencia en nosotros mismos, en nuestro saber, en nuestro poder,
y en nuestras buenas intenciones. En La levedad y la gracia se nos dice que: “la virtud
de la humildad no es otra cosa que la capacidad de atención”. Por eso, la atención es la
facultad que nos da acceso a lo que no sabemos, a lo que no podemos y a lo que no
queremos, es decir, a lo inconcebible, es decir, a lo real.

La atención, desde luego, supone el amor. En La levedad y la gracia se nos dice que: “la
atención es lo mismo que la oración: presupone la fe y el amor”. Y en Espera de Dios,
Simone Weil dice que “el amor es la mirada del alma” y, por eso, es constituyente de
lo real. Yo no sé muy bien que es el amor (prefiero hablar de amorosidad), tampoco sé
muy bien qué es la oración (prefiero hablar de aceptación o, por usar una palabra que
sí pertenece al vocabulario de Weil, de consentimiento) y tampoco sé muy bien qué es
el alma, pero me parece que hay que tomar en serio que sólo una mirada que acepta
lo real tal como es, que dice que sí a lo real, que consiente en lo real, puede hacerlo
aparecer en su ser entero, en su entereza, en su plenitud, en su verdad. En La levedad
y la gracia se dice que: “la atención está ligada al deseo. No a la voluntad, sino al

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deseo. O, más exactamente, al consentimiento”. El deseo (el deseo de realidad, por
ejemplo) no está aquí normado por la voluntad, sino por el consentimiento, es decir,
por la aceptación, por la afirmación. Por eso la atención es amor, porque “confiere a
las cosas y a los seres a nuestro alrededor, tanto cuanto nos es posible, la plenitud de la
realidad”.

La atención realiza, podríamos decir, porque es una mirada amorosa, porque


constituye lo real en su plenitud, no en lo que debería ser, en su falta de ser, sino en su
ser mismo o, mejor, en su existencia. Por eso la falta de amorosidad, no realiza, sino
que des-realiza, es decir, echa a perder lo real como real. En los Cuadernos,
encontramos la siguiente máxima: “Es bien aquello que da más realidad a los seres y a
las cosas, y mal, aquello que se la quita”. O, en La levedad y la gracia: “Monotonía del
mal: nada nuevo, todo en él es equivalente. Nada real, todo en él es imaginario”. El mal
tiene que ver con esa monotonía que repite, que homogeneiza y que, por tanto, sólo
nos da imaginaciones, es decir, proyecciones de nosotros mismos. El bien, por el
contrario, tiene que ver con la singularidad, con la sorpresa. Por eso, la atención,
cuando está atravesada de amor, tiene poder realizador, en especial respecto a los
otros. Así, en los Cuadernos: “saber (¡saber con toda el alma!) que el prójimo existe
realmente es lo más valioso y deseable que hay”. O, en La levedad y la gracia: “La
creencia en la existencia de otros seres humanos como tales es amor”.

10.
“La atención es el alma del estudio”, dice Simone Weil en La espera de Dios. Y también:
“la formación de la facultad de la atención es el fin verdadero y casi el único interés del
estudio”. Por otra parte, en La levedad y la gracia escribe que “la enseñanza no
debería tener otro fin que el ejercicio de la atención”. Y añade: “Todos los demás
beneficios de la instrucción carecen de interés”. Además, hemos visto que la atención
es una disciplina de la mirada, un ejercicio orientado a la constitución de una forma de
mirar que nos dé acceso a lo real, que “realice” lo real. De ahí su papel clave en la
educación.

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Pero sólo una persona atenta puede educar a los otros en la atención. Por eso, a mí me
parece que debemos empezar por nosotros mismos. Desenjaulando la investigación
educativa, es decir, transformando nuestros modos de mirar, de decir y de pensar la
educación. De ahí que eso del deseo de realidad no pueda decirse en tercera persona.
Como si fueran los otros, siempre los otros, los que tienen una experiencia enjaulada.
La crítica, si es que esa palabra aún tiene sentido, no puede formularse ya más en
tercera persona. Ya está bien de ponernos siempre a salvo. Los que tenemos un
problema con la realidad somos, en primer lugar, nosotros. Por eso, para desenjaular
la experiencia, para acceder a una realidad que está cada vez más difícil, tenemos que
comenzar a mirar de qué está hecha la jaula, nuestra jaula. La investigación educativa
tiene que ser, no ya una investigación sobre la educación, sino, sobre todo, una
investigación que eduque al investigador, es decir, que lo transforme. La investigación
como un ejercicio de exposición, de presencia, de paciencia, de escucha, de atención.
Sólo así, tal vez, podremos encontrar algo que no sea sólo una proyección de nosotros
mismos, algo que sea válido como real.

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