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Citación
Bourdieu, Pierre (orig. 1998): “La esencia del neoliberalismo”, en Le Monde Doplomatique (Les archives du mensuel).
París, marzo, 1998. Traductor al castellano de Roberto Hernández Montoya. URL de esta copia (vigencia 7‐2‐2013):
http://www.analitica.com/bitblio/bourdieu/neoliberalismo.asp
URL versión digital original con vigencia 7‐2‐2013: http://www.monde‐diplomatique.fr/1998/03/BOURDIEU/10167
Arreglo formato y pdf: blogdelviejotopo (por Vigne) ‐ http://blogdelviejotopo.blogspot.com.es/
Texto en castellano
Como lo pretende el discurso dominante, el mundo económico es un orden puro y perfecto,
que implacablemente desarrolla la lógica de sus consecuencias predecibles y atento a reprimir
todas las violaciones mediante las sanciones que inflige, sea automáticamente o —más
desusadamente— a través de sus extensiones armadas, el Fondo Monetario Internacional
(FMI) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y las políticas
que imponen: reducción de los costos laborales, reducción del gasto público y hacer más
flexible el trabajo. ¿Tiene razón el discurso dominante? ¿Y qué pasaría si, en realidad, este
orden económico no fuera más que la instrumentación de una utopía —la utopía del
neoliberalismo— convertida así en un problema político? ¿Un problema que, con la ayuda de
la teoría económica que proclama, lograra concebirse como una descripción científica de la
realidad?
Esta teoría tutelar es pura ficción matemática. Se fundó desde el comienzo sobre una
abstracción formidable. Pues, en nombre de la concepción estrecha y estricta de la
racionalidad como racionalidad individual, enmarca las condiciones económicas y sociales de
las orientaciones racionales y las estructuras económicas y sociales que condicionan su
aplicación.
Para dar la medida de esta omisión, basta pensar precisamente en el sistema educativo. La
educación no es tomada nunca en cuenta como tal en una época en que juega un papel
determinante en la producción de bienes y servicios tanto como en la producción de los
productores mismos. De esta suerte de pecado original, inscrito en el mito walrasiano (1) de la
«teoría pura», proceden todas las deficiencias y fallas de la disciplina económica y la
obstinación fatal con que se afilia a la oposición arbitraria que induce, mediante su mera
existencia, entre una lógica propiamente económica, basada en la competencia y la eficiencia,
y la lógica social, que está sujeta al dominio de la justicia.
Dicho esto, esta «teoría» desocializada y deshistorizada en sus raíces tiene, hoy más que
nunca, los medios de comprobarse a sí misma y de hacerse a sí misma empíricamente
verificable. En efecto, el discurso neoliberal no es simplemente un discurso más. Es más bien
un «discurso fuerte» —tal como el discurso siquiátrico lo es en un manicomio, en el análisis de
Erving Goffman (2). Es tan fuerte y difícil de combatir solo porque tiene a su lado todas las
fuerzas de las relaciones de fuerzas, un mundo que contribuye a ser como es. Esto lo hace muy
notoriamente al orientar las decisiones económicas de los que dominan las relaciones
económicas. Así, añade su propia fuerza simbólica a estas relaciones de fuerzas. En nombre de
este programa científico, convertido en un plan de acción política, está en desarrollo un
inmenso proyecto político, aunque su condición de tal es negada porque luce como puramente
negativa. Este proyecto se propone crear las condiciones bajo las cuales la «teoría» puede
realizarse y funcionar: un programa de destrucción metódica de los colectivos.
El movimiento hacia la utopía neoliberal de un mercado puro y perfecto es posible mediante la
política de derregulación financiera. Y se logra mediante la acción transformadora y, debo
decirlo, destructivade todas las medidas políticas (de las cuales la más reciente es el Acuerdo
Multilateral de Inversiones, diseñado para proteger las corporaciones extranjeras y sus
inversiones en los estados nacionales) que apuntan a cuestionar cualquiera y todas las
estructuras que podrían servir de obstáculo a la lógica del mercado puro: la nación, cuyo
espacio de maniobra decrece continuamente; las asociaciones laborales, por ejemplo, a través
de la individualización de los salarios y de las carreras como una función de las competencias
individuales, con la consiguiente atomización de los trabajadores; los colectivos para la
defensa de los derechos de los trabajadores, sindicatos, asociaciones, cooperativas; incluso la
familia, que pierde parte de su control del consumo a través de la constitución de mercados
por grupos de edad.
El programa neoliberal deriva su poder social del poder político y económico de aquellos cuyos
intereses expresa: accionistas, operadores financieros, industriales, políticos conservadores y
socialdemócratas que han sido convertidos en los subproductos tranquilizantes del laissez
faire, altos funcionarios financieros decididos a imponer políticas que buscan su propia
extinción, pues, a diferencia de los gerentes de empresas, no corren ningún riesgo de tener
que eventualmente pagar las consecuencias. El neoliberalismo tiende como un todo a
favorecer la separación de la economía de las realidades sociales y por tanto a la construcción,
en la realidad, de un sistema económico que se conforma a su descripción en teoría pura, que
es una suerte de máquina lógica que se presenta como una cadena de restricciones que
regulan a los agentes económicos.
La globalización de los mercados financieros, cuando se unen con el progreso de la tecnología
de la información, asegura una movilidad sin precedentes del capital. Da a los inversores
preocupados por la rentabilidad a corto plazo de sus inversiones la posibilidad de comparar
permanentemente la rentabilidad de las más grandes corporaciones y, en consecuencia,
penalizar las relativas derrotas de estas firmas. Sujetas a este desafío permanente, las
corporaciones mismas tienen que ajustarse cada vez más rápidamente a las exigencias de los
mercados, so pena de «perder la confianza del mercado», como dicen, así como respaldar a
sus accionistas. Estos últimos, ansiosos de obtener ganancias a corto plazo, son cada vez más
capaces de imponer su voluntad a los gerentes, usando comités financieros para establecer las
reglas bajo las cuales los gerentes operan y para conformar sus políticas de reclutamiento,
empleo y salarios.
Así se establece el reino absoluto de la flexibilidad, con empleados por contratos a plazo fijo o
temporales y repetidas reestructuraciones corporativas y estableciendo, dentro de la misma
firma, la competencia entre divisiones autónomas así como entre equipos forzados a ejecutar
múltiples funciones. Finalmente, esta competencia se extiende a los individuos mismos, a
través de la individualización de la relación de salario: establecimiento de objetivos de
rendimiento individual, evaluación del rendimiento individual, evaluación permanente,
incrementos salariales individuales o la concesión de bonos en función de la competencia y del
mérito individual; carreras individualizadas; estrategias de «delegación de responsabilidad»
tendientes a asegurar la autoexplotación del personal, como asalariados en relaciones de
fuerte dependencia jerárquica, que son al mismo tiempo responsabilizados de sus ventas, sus
productos, su sucursal, su tienda, etc., como si fueran contratistas independientes. Esta
presión hacia el «autocontrol» extiende el «compromiso» de los trabajadores de acuerdo con
técnicas de «gerencia participativa» considerablemente más allá del nivel gerencial. Todas
estas son técnicas de dominación racional que imponen el sobrecompromiso en el trabajo (y
no solo entre gerentes) y en el trabajo en emergencia y bajo condiciones de alto estrés. Y
convergen en el debilitamiento o abolición de los estándares y solidaridades colectivos (3).
De esta forma emerge un mundo darwiniano —es la lucha de todos contra todos en todos los
niveles de la jerarquía, que encuentra apoyo a través de todo el que se aferra a su puesto y
organización bajo condiciones de inseguridad, sufrimiento y estrés. Sin duda, el
establecimiento práctico de este mundo de lucha no triunfaría tan completamente sin la
complicidad de arreglos precarios que producen inseguridad y de la existencia de un ejército
de reserva de empleados domesticados por estos procesos sociales que hacen precaria su
situación, así como por la amenaza permanente de desempleo. Este ejército de reserva existe
en todos los niveles de la jerarquía, incluso en los niveles más altos, especialmente entre los
gerentes. La fundación definitiva de todo este orden económico colocado bajo el signo de la
libertad es en efecto la violencia estructural del desempleo, de la inseguridad de la estabilidad
laboral y la amenaza de despido que ella implica. La condición de funcionamiento «armónico»
del modelo microeconómico individualista es un fenómeno masivo, la existencia de un ejército
de reserva de desempleados.
La violencia estructural pesa también en lo que se ha llamado el contrato laboral (sabiamente
racionalizado y convertido en irreal por «la teoría de los contratos»). El discurso organizacional
nunca habló tanto de confianza, cooperación, lealtad y cultura organizacional en una era en
que la adhesión a la organización se obtiene en cada momento por la eliminación de todas las
garantías temporales (tres cuartas partes de los empleos tienen duración fija, la proporción de
los empleados temporales continúa aumentando, el empleo «a voluntad» y el derecho de
despedir un individuo tienden a liberarse de toda restricción).
Así, vemos cómo la utopía neoliberal tiende a encarnarse en la realidad en una suerte de
máquina infernal, cuya necesidad se impone incluso sobre los gobernantes. Como el marxismo
en un tiempo anterior, con el que en este aspecto tiene mucho en común, esta utopía evoca la
creencia poderosa —la fe del libre comercio— no solo entre quienes viven de ella, como los
financistas, los dueños y gerentes de grandes corporaciones, etc., sino también entre aquellos
que, como altos funcionarios gubernamentales y políticos, derivan su justificación viviendo de
ella. Ellos santifican el poder de los mercados en nombre de la eficiencia económica, que
requiere de la eliminación de barreras administrativas y políticas capaces de obstaculizar a los
dueños del capital en su procura de la maximización del lucro individual, que se ha vuelto un
modelo de racionalidad. Quieren bancos centrales independientes. Y predican la subordinación
de los estados nacionales a los requerimientos de la libertad económica para los mercados, la
prohibición de los déficits y la inflación, la privatización general de los servicios públicos y la
reducción de los gastos públicos y sociales.
Los economistas pueden no necesariamente compartir los intereses económicos y sociales de
los devotos verdaderos y pueden tener diversos estados síquicos individuales en relación con
los efectos económicos y sociales de la utopía, que disimulan so capa de razón matemática. Sin
embargo, tienen intereses específicos suficientes en el campo de la ciencia económica como
para contribuir decisivamente a la producción y reproducción de la devoción por la utopía
neoliberal. Separados de las realidades del mundo económico y social por su existencia y sobre
todo por su formación intelectual, las más de las veces abstracta, libresca y teórica, están
particularmente inclinados a confundir las cosas de la lógica con la lógica de las cosas.
Estos economistas confían en modelos que casi nunca tienen oportunidad de someter a la
verificación experimental y son conducidos a despreciar los resultados de otras ciencias
históricas, en las que no reconocen la pureza y transparencia cristalina de sus juegos
matemáticos y cuya necesidad real y profunda complejidad con frecuencia no son capaces de
comprender. Aun si algunas de sus consecuencias los horrorizan (pueden afiliarse a un partido
socialista y dar consejos instruidos a sus representantes en la estructura de poder), esta utopía
no puede molestarlos porque, a riesgo de unas pocas fallas, imputadas a lo que a veces llaman
«burbujas especulativas», tiende a dar realidad a la utopía ultralógica (ultralógica como ciertas
formas de locura) a la que consagran sus vidas.
Y sin embargo el mundo está ahí, con los efectos inmediatamente visibles de la
implementación de la gran utopía neoliberal: no solo la pobreza de un segmento cada vez más
grande de las sociedades económicamente más avanzadas, el crecimiento extraordinario de
las diferencias de ingresos, la desaparición progresiva de universos autónomos de producción
cultural, tales como el cine, la producción editorial, etc., a través de la intrusión de valores
comerciales, pero también y sobre todo a través de dos grandes tendencias. Primero la
destrucción de todas las instituciones colectivas capaces de contrarrestar los efectos de la
máquina infernal, primariamente las del Estado, repositorio de todos los valores universales
asociados con la idea del reino de lo público. Segundo la imposición en todas partes, en las
altas esferas de la economía y del Estado tanto como en el corazón de las corporaciones, de
esa suerte de darwinismo moral que, con el culto del triunfador, educado en las altas
matemáticas y en el salto de altura (bungee jumping), instituye la lucha de todos contra todos
y el cinismo como la norma de todas las acciones y conductas.
¿Puede esperarse que la extraordinaria masa de sufrimiento producida por esta suerte de
régimen político‐económico pueda servir algún día como punto de partida de un movimiento
capaz de detener la carrera hacia el abismo? Ciertamente, estamos frente a una paradoja
extraordinaria. Los obstáculos encontrados en el camino hacia la realización del nuevo orden
de individuo solitario pero libre pueden imputarse hoy a rigideces y vestigios. Toda
intervención directa y consciente de cualquier tipo, al menos en lo que concierne al Estado, es
desacreditada anticipadamente y por tanto condenada a borrarse en beneficio de un
mecanismo puro y anónimo: el mercado, cuya naturaleza como sitio donde se ejercen los
intereses es olvidada. Pero en realidad lo que evita que el orden social se disuelva en el caos, a
pesar del creciente volumen de poblaciones en peligro, es la continuidad o supervivencia de
las propias instituciones y representantes del viejo orden que está en proceso de
desmantelamiento, y el trabajo de todas las categorías de trabajadores sociales, así como
todas las formas de solidaridad social y familiar. O si no...
La transición hacia el «liberalismo» tiene lugar de una manera imperceptible, como la deriva
continental, escondiendo de la vista sus efectos. Sus consecuencias más terribles son a largo
plazo. Estos efectos se esconden, paradójicamente, por la resistencia que a esta transición
están dando actualmente los que defienden el viejo orden, alimentándose de los recursos que
contenían, en las viejas solidaridades, en las reservas del capital social que protegen una
porción entera del presente orden social de caer en la anomia. Este capital social está
condenado a marchitarse —aunque no a corto plazo— si no es renovado y reproducido.
Pero estas fuerzas de «conservación», que es demasiado fácil de tratar como conservadoras,
son también, desde otro punto de vista, fuerzas de resistencia al establecimiento del nuevo
orden y pueden convertirse en fuerzas subversivas. Si todavía hay motivo de abrigar alguna
esperanza, es que todas las fuerzas que actualmente existen, tanto en las instituciones del
Estado como en las orientaciones de los actores sociales (notablemente los individuos y grupos
más ligados a esas instituciones, los que poseen una tradición de servicio público y civil) que,
bajo la apariencia de defender simplemente un orden que ha desaparecido con sus
correspondientes «privilegios» (que es de lo que se les acusa de inmediato), serán capaces de
resistir el desafío solo trabajando para inventar y construir un nuevo orden social. Uno que no
tenga como única ley la búsqueda de intereses egoístas y la pasión individual por la ganancia y
que cree espacios para los colectivos orientados hacia la búsqueda racional de fines
colectivamente logrados y colectivamente ratificados.
¿Cómo podríamos no reservar un espacio especial en esos colectivos, asociaciones, uniones y
partidos al Estado: el Estado nación, o, todavía, mejor, al Estado supranacional —un Estado
europeo, camino a un Estado mundial— capaz de controlar efectivamente y gravar con
impuestos las ganancias obtenidas en los mercados financieros y, sobre todo, contrarrestar el
impacto destructivo que estos tienen sobre el mercado laboral. Esto puede lograrse con la
ayuda de las confederaciones sindicales organizando la elaboración y defensa del interés
público. Querámoslo o no, el interés público no emergerá nunca, aun a costa de unos cuantos
errores matemáticos, de la visión de los contabilistas (en un período anterior podríamos haber
dicho de los «tenderos») que el nuevo sistema de creencias presenta como la suprema forma
de realización humana.
Notas
1. Auguste Walras (1800‐66), economista francés, autor de De la nature de la richesse et de l’origine de
la valeur [sobre la naturaleza de la riqueza y el origen del valor) (1848). Fue uno de los primeros que
intentaron aplicar las matemáticas a la investigación económica.
2. Erving Goffman. 1961. Asylums: Essays On The Social Situation Of Mental Patients And Other
Inmates [Manicomios: ensayos sobre la situación de los pacientes mentales y otros reclusos]. Nueva
York: Aldine de Gruyter.
3. Ver los dos números dedicados a « Nouvelles formes de domination dans le travail » [nuevas formas
de dominación en el trabajo], Actes de la recherche en sciences sociales, Nº 114, setiembre de 1996, y
115, diciembre de 1996, especialmente la introducción por Gabrielle Balazs y Michel Pialoux, « Crise du
travail et crise du politique » [crisis del trabajo y crisis política], Nº 114: p. 3‐4.
Texto original en francés
Le monde économique est‐il vraiment, comme le veut le discours dominant, un ordre pur et
parfait, déroulant implacablement la logique de ses conséquences prévisibles, et prompt à
réprimer tous les manquements par les sanctions qu’il inflige, soit de manière automatique,
soit ‐ plus exceptionnellement ‐ par l’intermédiaire de ses bras armés, le FMI ou l’OCDE, et des
politiques qu’ils imposent : baisse du coût de la main‐ d’oeuvre, réduction des dépenses
publiques et flexibilisation du travail ? Et s’il n’était, en réalité, que la mise en pratique d’une
utopie, le néolibéralisme, ainsi convertie en programme politique, mais une utopie qui, avec
l’aide de la théorie économique dont elle se réclame, parvient à se penser comme la
description scientifique du réel ?
Cette théorie tutélaire est une pure fiction mathématique, fondée, dès l’origine, sur une
formidable abstraction : celle qui, au nom d’une conception aussi étroite que stricte de la
rationalité identifiée à la rationalité individuelle, consiste à mettre entre parenthèses les
conditions économiques et sociales des dispositions rationnelles et des structures
économiques et sociales qui sont la condition de leur exercice.
Il suffit de penser, pour donner la mesure de l’omission, au seul système d’enseignement, qui
n’est jamais pris en compte en tant que tel en un temps où il joue un rôle déterminant dans la
production des biens et des services, comme dans la production des producteurs. De cette
sorte de faute originelle, inscrite dans le mythe walrasien (1) de la « théorie pure », découlent
tous les manques et tous les manquements de la discipline économique, et l’obstination fatale
avec laquelle elle s’accroche à l’opposition arbitraire qu’elle fait exister, par sa seule existence,
entre la logique proprement économique, fondée sur la concurrence et porteuse d’efficacité,
et la logique sociale, soumise à la règle de l’équité.
Cela dit, cette « théorie » originairement désocialisée et déshistoricisée a, aujourd’hui plus que
jamais, les moyens de se rendre vraie, empiriquement vérifiable. En effet, le discours
néolibéral n’est pas un discours comme les autres. A la manière du discours psychiatrique dans
l’asile, selon Erving Goffman (2), c’est un « discours fort », qui n’est si fort et si difficile à
combattre que parce qu’il a pour lui toutes les forces d’un monde de rapports de forces qu’il
contribue à faire tel qu’il est, notamment en orientant les choix économiques de ceux qui
dominent les rapports économiques et en ajoutant ainsi sa force propre, proprement
symbolique, à ces rapports de forces. Au nom de ce programme scientifique de connaissance,
converti en programme politique d’action, s’accomplit un immense travail politique (dénié
puisque, en apparence, purement négatif) qui vise à créer les conditions de réalisation et de
fonctionnement de la « théorie » ; un programme de destruction méthodique des collectifs.
Le mouvement, rendu possible par la politique de déréglementation financière, vers l’utopie
néolibérale d’un marché pur et parfait, s’accomplit à travers l’action transformatrice et, il faut
bien le dire, destructrice de toutes les mesures politiques (dont la plus récente est l’AMI,
Accord multilatéral sur l’investissement, destiné à protéger, contre les Etats nationaux, les
entreprises étrangères et leurs investissements), visant à mettre en question toutes les
structures collectives capables de faire obstacle à la logique du marché pur : nation, dont la
marge de manoeuvre ne cesse de décroître ; groupes de travail, avec, par exemple,
l’individualisation des salaires et des carrières en fonction des compétences individuelles et
l’atomisation des travailleurs qui en résulte ; collectifs de défense des droits des travailleurs,
syndicats, associations, coopératives ; famille même, qui, à travers la constitution de marchés
par classes d’âge, perd une part de son contrôle sur la consommation.
LE programme néolibéral, qui tire sa force sociale de la force politico‐économique de ceux
dont il exprime les intérêts ‐ actionnaires, opérateurs financiers, industriels, hommes
politiques conservateurs ou sociaux‐démocrates convertis aux démissions rassurantes du
laisser‐faire, hauts fonctionnaires des finances, d’autant plus acharnés à imposer une politique
prônant leur propre dépérissement que, à la différence des cadres des entreprises, ils ne
courent aucun risque d’en payer éventuellement les conséquences ‐, tend globalement à
favoriser la coupure entre l’économie et les réalités sociales, et à construire ainsi, dans la
réalité, un système économique conforme à la description théorique, c’est‐à‐dire une sorte de
machine logique, qui se présente comme une chaîne de contraintes entraînant les agents
économiques.
La mondialisation des marchés financiers, jointe au progrès des techniques d’information,
assure une mobilité sans précédent de capitaux et donne aux investisseurs, soucieux de la
rentabilité à court terme de leurs investissements, la possibilité de comparer de manière
permanente la rentabilité des plus grandes entreprises et de sanctionner en conséquence les
échecs relatifs. Les entreprises elles‐mêmes, placées sous une telle menace permanente,
doivent s’ajuster de manière de plus en plus rapide aux exigences des marchés ; cela sous
peine, comme l’on dit, de « perdre la confiance des marchés », et, du même coup, le soutien
des actionnaires qui, soucieux d’obtenir une rentabilité à court terme, sont de plus en plus
capables d’imposer leur volonté aux managers, de leur fixer des normes, à travers les
directions financières, et d’orienter leurs politiques en matière d’embauche, d’emploi et de
salaire.
Ainsi s’instaurent le règne absolu de la flexibilité, avec les recrutements sous contrats à durée
déterminée ou les intérims et les « plans sociaux » à répétition, et, au sein même de
l’entreprise, la concurrence entre filiales autonomes, entre équipes contraintes à la
polyvalence et, enfin, entre individus, à travers l’ individualisation de la relation salariale :
fixation d’objectifs individuels ; entretiens individuels d’évaluation ; évaluation permanente ;
hausses individualisées des salaires ou octroi de primes en fonction de la compétence et du
mérite individuels ; carrières individualisées ; stratégies de « responsabilisation » tendant à
assurer l’auto‐exploitation de certains cadres qui, simples salariés sous forte dépendance
hiérarchique, sont en même temps tenus pour responsables de leurs ventes, de leurs produits,
de leur succursale, de leur magasin, etc., à la façon d’« indépendants » ; exigence de l’«
autocontrôle » qui étend l’« implication » des salariés, selon les techniques du « management
participatif », bien au‐delà des emplois de cadres. Autant de techniques d’assujettissement
rationnel qui, tout en imposant le surinvestissement dans le travail, et pas seulement dans les
postes de responsabilité, et le travail dans l’urgence, concourent à affaiblir ou à abolir les
repères et les solidarités collectives (3).
L’institution pratique d’un monde darwinien de la lutte de tous contre tous, à tous les niveaux
de la hiérarchie, qui trouve les ressorts de l’adhésion à la tâche et à l’entreprise dans
l’insécurité, la souffrance et le stress, ne pourrait sans doute pas réussir aussi complètement si
elle ne trouvait la complicité des dispositions précarisées que produit l’insécurité et
l’existence, à tous les niveaux de la hiérarchie, et même aux niveaux les plus élevés, parmi les
cadres notamment, d’une armée de réserve de main‐d’oeuvre docilisée par la précarisation et
par la menace permanente du chômage. Le fondement ultime de tout cet ordre économique
placé sous le signe de la liberté, est en effet, la violence structurale du chômage, de la
précarité et de la menace du licenciement qu’elle implique : la condition du fonctionnement «
harmonieux » du modèle micro‐économique individualiste est un phénomène de masse,
l’existence de l’armée de réserve des chômeurs.
Cette violence structurale pèse aussi sur ce que l’on appelle le contrat de travail (savamment
rationalisé et déréalisé par la « théorie des contrats »). Le discours d’entreprise n’a jamais
autant parlé de confiance, de coopération, de loyauté et de culture d’entreprise qu’à une
époque où l’on obtient l’adhésion de chaque instant en faisant disparaître toutes les garanties
temporelles (les trois quarts des embauches sont à durée déterminée, la part des emplois
précaires ne cesse de croître, le licenciement individuel tend à n’être plus soumis à aucune
restriction).
On voit ainsi comment l’utopie néolibérale tend à s’incarner dans la réalité d’une sorte de
machine infernale, dont la nécessité s’impose aux dominants eux‐mêmes. Comme le marxisme
en d’autres temps, avec lequel, sous ce rapport, elle a beaucoup de points communs, cette
utopie suscite une formidable croyance, la free trade faith (la foi dans le libre‐échange), non
seulement chez ceux qui en vivent matériellement, comme les financiers, les patrons de
grandes entreprises, etc., mais aussi chez ceux qui en tirent leurs justifications d’exister,
comme les hauts fonctionnaires et les politiciens, qui sacralisent le pouvoir des marchés au
nom de l’efficacité économique, qui exigent la levée des barrières administratives ou
politiques capables de gêner les détenteurs de capitaux dans la recherche purement
individuelle de la maximisation du profit individuel, instituée en modèle de rationalité, qui
veulent des banques centrales indépendantes, qui prêchent la subordination des Etats
nationaux aux exigences de la liberté économique pour les maîtres de l’économie, avec la
suppression de toutes les réglementations sur tous les marchés, à commencer par le marché
du travail, l’interdiction des déficits et de l’inflation, la privatisation généralisée des services
publics, la réduction des dépenses publiques et sociales.
SANS partager nécessairement les intérêts économiques et sociaux des vrais croyants, les
économistes ont assez d’intérêts spécifiques dans le champ de la science économique pour
apporter une contribution décisive, quels que soient leurs états d’âme à propos des effets
économiques et sociaux de l’utopie qu’ils habillent de raison mathématique, à la production et
à la reproduction de la croyance dans l’utopie néolibérale. Séparés par toute leur existence et,
surtout, par toute leur formation intellectuelle, le plus souvent purement abstraite, livresque
et théoriciste, du monde économique et social tel qu’il est, ils sont particulièrement enclins à
confondre les choses de la logique avec la logique des choses.
Confiants dans des modèles qu’ils n’ont pratiquement jamais l’occasion de soumettre à
l’épreuve de la vérification expérimentale, portés à regarder de haut les acquis des autres
sciences historiques, dans lesquels ils ne reconnaissent pas la pureté et la transparence
cristalline de leurs jeux mathématiques, et dont ils sont le plus souvent incapables de
comprendre la vraie nécessité et la profonde complexité, ils participent et collaborent à un
formidable changement économique et social qui, même si certaines de ses conséquences leur
font horreur (ils peuvent cotiser au Parti socialiste et donner des conseils avisés à ses
représentants dans les instances de pouvoir), ne peut pas leur déplaire puisque, au péril de
quelques ratés, imputables notamment à ce qu’ils appellent parfois des « bulles spéculatives »,
il tend à donner réalité à l’utopie ultraconséquente (comme certaines formes de folie) à
laquelle ils consacrent leur vie.
Et pourtant le monde est là, avec les effets immédiatement visibles de la mise en oeuvre de la
grande utopie néolibérale : non seulement la misère d’une fraction de plus en plus grande des
sociétés les plus avancées économiquement, l’accroissement extraordinaire des différences
entre les revenus, la disparition progressive des univers autonomes de production culturelle,
cinéma, édition, etc., par l’imposition intrusive des valeurs commerciales, mais aussi et surtout
la destruction de toutes les instances collectives capables de contrecarrer les effets de la
machine infernale, au premier rang desquelles l’Etat, dépositaire de toutes les valeurs
universelles associées à l’idée de public, et l’imposition, partout, dans les hautes sphères de
l’économie et de l’Etat, ou au sein des entreprises, de cette sorte de darwinisme moral qui,
avec le culte du winner, formé aux mathématiques supérieures et au saut à l’élastique,
instaure comme normes de toutes les pratiques la lutte de tous contre tous et le cynisme.
Peut‐on attendre que la masse extraordinaire de souffrance que produit un tel régime politico‐
économique soit un jour à l’origine d’un mouvement capable d’arrêter la course à l’abîme ? En
fait, on est ici devant un extraordinaire paradoxe : alors que les obstacles rencontrés sur la
voie de la réalisation de l’ordre nouveau ‐ celui de l’individu seul, mais libre ‐ sont aujourd’hui
tenus pour imputables à des rigidités et des archaïsmes, et que toute intervention directe et
consciente, du moins lorsqu’elle vient de l’Etat, par quelque biais que ce soit, est d’avance
discréditée, donc sommée de s’effacer au profit d’un mécanisme pur et anonyme, le marché
(dont on oublie qu’il est aussi le lieu d’exercice d’intérêts), c’est en réalité la permanence ou la
survivance des institutions et des agents de l’ordre ancien en voie de démantèlement, et tout
le travail de toutes les catégories de travailleurs sociaux, et aussi toutes les solidarités sociales,
familiales ou autres, qui font que l’ordre social ne s’effondre pas dans le chaos malgré le
volume croissant de la population précarisée.
Le passage au « libéralisme » s’accomplit de manière insensible, donc imperceptible, comme la
dérive des continents, cachant ainsi aux regards ses effets, les plus terribles à long terme.
Effets qui se trouvent aussi dissimulés, paradoxalement, par les résistances qu’il suscite, dès
maintenant, de la part de ceux qui défendent l’ordre ancien en puisant dans les ressources
qu’il recelait, dans les solidarités anciennes, dans les réserves de capital social qui protègent
toute une partie de l’ordre social présent de la chute dans l’anomie. (Capital qui, s’il n’est pas
renouvelé, reproduit, est voué au dépérissement, mais dont l’épuisement n’est pas pour
demain.)
MAIS ces mêmes forces de « conservation », qu’il est trop facile de traiter comme des forces
conservatrices, sont aussi, sous un autre rapport, des forces de résistance à l’instauration de
l’ordre nouveau, qui peuvent devenir des forces subversives. Et si l’on peut donc conserver
quelque espérance raisonnable, c’est qu’il existe encore, dans les institutions étatiques et aussi
dans les dispositions des agents (notamment les plus attachés à ces institutions, comme la
petite noblesse d’Etat), de telles forces qui, sous apparence de défendre simplement, comme
on le leur reprochera aussitôt, un ordre disparu et les « privilèges » correspondants, doivent
en fait, pour résister à l’épreuve, travailler à inventer et à construire un ordre social qui
n’aurait pas pour seule loi la recherche de l’intérêt égoïste et la passion individuelle du profit,
et qui ferait place à des collectifs orientés vers la poursuite rationnelle de fins collectivement
élaborées et approuvées.
Parmi ces collectifs, associations, syndicats, partis, comment ne pas faire une place spéciale à
l’Etat, Etat national ou, mieux encore, supranational, c’est‐à‐dire européen (étape vers un Etat
mondial), capable de contrôler et d’imposer efficacement les profits réalisés sur les marchés
financiers et, surtout, de contrecarrer l’action destructrice que ces derniers exercent sur le
marché du travail, en organisant, avec l’aide des syndicats, l’élaboration et la défense de l’
intérêt public qui, qu’on le veuille ou non, ne sortira jamais, même au prix de quelque faux en
écriture mathématique, de la vision de comptable (en un autre temps, on aurait dit d’« épicier
») que la nouvelle croyance présente comme la forme suprême de l’accomplissement humain.
Pierre Bourdieu
Sociologue, professeur au Collège de France.
(1) NDLR : par référence à Auguste Walras (1800‐1866), économiste français, auteur de De la nature de la richesse
et de l’origine de la valeur (1848) ; il fut l’un des premiers à tenter d’appliquer les mathématiques à l’étude
économique.
(2) Erving Goffman, Asiles. Etudes sur la condition sociale des malades mentaux, Editions de Minuit, Paris, 1968.
(3) On pourra se reporter, sur tout cela, aux deux numéros des Actes de la recherche en sciences sociales consacrés
aux « Nouvelles formes de domination dans le travail » (1 et 2), no 114, septembre 1996, et no 115, décembre
1996, et tout spécialement à l’introduction de Gabrielle Balazs et Michel Pialoux, « Crise du travail et crise du
politique », no 114, p. 3‐4.