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Gentiles, temerosos de Dios y judíos mesiánicos

Diácono Orlando Fernández Guerra

Las primeras comunidades cristianas estuvieron integradas por personas procedentes de tres
ámbitos diferentes. Los gentiles, los temerosos de Dios y los judíos mesiánicos. Gentiles era un
término que usaban los israelitas del período bíblico para referirse a todos aquellos que no eran
judíos. Es decir, cualquier otra persona de lengua y cultura mesopotámica, griega, romana, egipcia,
etc., que habitaba en los territorios vecinos de Israel o en los conquistados por el imperio romano, y
cuya religiosidad era fundamentalmente pagana. Los romanos eran bastante tolerantes con las
distintas religiones de los pueblos conquistados mientras no perturbasen la “pax romana”, ni el
sistema tributario impuesto por las políticas imperiales.
Sabemos que las religiones paganas eran casi todas politeístas y sus caprichosos dioses -a
través de sus sacerdotes-, premiaban o castigaban la conducta de los hombres, obligándoles a hacer
grandes ofrendas y continuos sacrificios para aplacar su ira. Estos podían ser tan cruentos como el
sacrificio de humanos, incluso hasta el de los propios hijos. Teniendo en cuenta esto entendemos que
a un pagano le sería muy difícil separarse de su religión para abrazar otra distinta. El miedo a ofender
a sus dioses le mantendría religado a ellos. Así que las conversiones serían lentas durante los
primeros siglos motivadas por la novedad de ese Dios-Amor (1 Jn 4,8.16) que predicaban los
cristianos. La entrada en masa a la Iglesia ocurrió solo después de la conversión del emperador
Constantino.
El segundo grupo estaría integrado por los llamados “temerosos de Dios”, de los que ya he
hablado anteriormente. Eran personas muy cercanas a las comunidades judías pero que nunca se
convertían en prosélitos suyos. Acogían con agrado el monoteísmo hebreo, sus prácticas religiosas y
su ética; pero no aquellas que les diferenciaban realmente del resto de la población, como la
circuncisión, el descanso sabático y las normativas rituales y alimentarias. Muchos de estos creyentes
pertenecían a clases sociales acomodadas y cercanas al poder imperial. A pesar de no poder
comulgar de pleno derecho con la sinagoga, sin embargo, eran sus mecenas ayudándolas económica
y socialmente ante las autoridades civiles, eximiéndoles de algunas prácticas comunes como la del
culto al emperador. De esta manera, ejercían un patronazgo que era muy apreciado por los judíos.
Con la evangelización de los misioneros cristianos, los temerosos de Dios descubrirían un
nuevo rostro del judaísmo, fundamentado en Jesús y abierto a todas las naciones. Esta sería su
oportunidad de pertenecer plenamente al pueblo elegido. Ya no eran necesarias las prácticas rituales
que les excluían de la comunidad de Israel. La única exigencia, además de lo ya asumido por ellos,
era la acogida del evangelio de Jesucristo con fe y la recepción del bautismo, que les agregaba al
nuevo pueblo de Dios, inaugurando con ello la época mesiánica. Con el paso de este grupo tan
influyente de la Sinagoga a la Iglesia los judíos perdieron no solamente a potenciales prosélitos de su
comunidad, sino también el apoyo civil y económico que antes recibían de ellos. La reacción fue de
inmediato rechazo a los misioneros ya que tenían buenas razones para tenerlos cerca.
El tercer grupo lo integraban los judíos mesiánicos. Estos en casi nada se diferenciaban del
resto de sus compatriotas, pues estaban circuncidados y cumplían con todos los preceptos rituales y
legales de pureza. El Templo de Jerusalén -antes de ser destruido por los romanos-, era su centro
religioso más importante y se consideraban descendientes de Abraham. Los diferenciaba solamente
el hecho de que habían reconocido en Jesús al mesías prometido por siglos, habían sido bautizados
en su nombre, y se habían integrado a una comunidad que vivía en la esperanza de la vuelta del
Señor para hacer nuevas todas las cosas (Ap 21,5; 22,20). Los judíos mesiánicos básicamente
procedían de las comunidades judeo-helenistas que vivían en Galilea y en la diáspora. El ambiente
cosmopolita en que se desempeñaban les daba una mentalidad y educación más tolerante y
universalista.
Las comunidades cristianas crecían por todo el Imperio en ambientes urbanos. Y se
configuraban de muy variada manera, ya que sus miembros pertenecían a diversos grupos étnicos,
con culturas y tradiciones diferentes. Y hasta con diferentes clases sociales, pues había entre los
conversos personas ricas y acomodadas, así como funcionarios, soldados, magistrados, pretores,
etc. De la mezcla de estos tres grupos -no sin conflicto dentro de ella, como podemos advertir por los
mismos evangelios y el epistolario paulino y universal-, nació la gran Iglesia Católica.

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