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"Nueva Economía Institucional versus Economía Política Institucional.

Cuestiones
teóricas clave"

Fernando López Castellano

Dpto Economía Aplicada

Universidad de Granada

Introducción.-

A principios de la década del noventa del pasado siglo, la concepción del


desarrollo como proceso de acumulación de capital dio paso a una visión que ponía el
acento en la sólida vinculación entre instituciones y desempeño económico. Tal cambio
de visión ha generado una profusa literatura, y en el mundo académico han proliferado
los estudios econométricos sobre los determinantes institucionales del desarrollo
económico de los países, y los debates sobre su alcance explicativo. La influencia de
esta nueva corriente alcanzó a las organizaciones multilaterales y el título del informe
del Banco Mundial (1998), “El consenso post-Washington: las Instituciones Importan”,
es bien elocuente. Con todo, pese a los esfuerzos de la "Nueva Economía Institucional"
(NEI), aún no se dispone de una teoría integral del cambio institucional y el desarrollo
económico; ni siquiera de una "teoría satisfactoria de las instituciones y sus efectos
económicos”. Tal orden de cosas ha dejado muy abierto el debate sobre la causa
primaria del desarrollo y sobre la causalidad en el binomio instituciones-desarrollo.

Con el objetivo de superar las limitaciones y deficiencias de la visión


“superficial”, mejorar la comprensión del papel del Estado, el cambio institucional y el
desarrollo, ha surgido un enfoque alternativo, "explícitamente institucionalista", que
enfatiza en el papel de los factores políticos en la determinación de las políticas del
Estado, y reafirma la importancia de las instituciones que afectan a las acciones
humanas. La "Nueva Economía Institucional" (EPI) hunde sus raíces en el legado
intelectual dejado por Marx, Veblen, Shumpeter, Polanyi o Simon, y olvidado por el
"entusiasmo institucionalista". La EPI subraya el papel "constitutivo" de las acciones
humanas que cumplen las instituciones, frente al papel "restrictivo" del comportamiento
individual que les otorga la NEI; y propone una versión más "culturalista" del cambio
institucional, al que concibe como proyecto material y cultural.
El propósito de esta comunicación es dar cuenta del rico debate generado por
estos dos enfoques "institucionalistas", que abarca temas tales como la carencia de una
definición ampliamente aceptada del término institución; la confusión entre las formas y
las funciones de las instituciones (que se refleja en los indicadores de calidad
institucional y en el "monocultivo" institucional); o la cuestión de la causalidad entre
individuos e instituciones, que obligan a seguir investigando en la teoría, en la historia y
en el trabajo de campo. La discusión involucra a autores como North, Greif, Bates,
Acemoglu, Rodrik, Chang, Evans, Reinert, Toye, Epstein, Lazonick, O´Brien, y
Hogdson.

1.- Instituciones y desarrollo: controversias recientes

Recientemente, Chang (2011a) se ha referido en tono muy crítico al


“monocultivo” institucional, que atribuye a la influencia teórica de la Nueva Economía
Institucional, y ha subrayado que la implantación de “Global Standar Institution” sin
atender al contexto histórico, político y social de los países receptores conduce a negar
la diversidad institucional y presenta resultados muy sesgados a favor de los países ricos
y el capital financiero, en detrimento de los países pobres y el capital industrial. De otro
lado, arguye, la confusión en la literatura institucional dominante sobre el desarrollo
entre formas institucionales y funciones, lleva a construir indicadores de calidad
institucional muy subjetivos. Toda la estructura de incentivos se articula en torno a la
protección de los derechos de propiedad, de ahí que el fracaso de las “buenas” políticas
recomendadas por economistas ortodoxos a las economías en desarrollo y en transición,
se atribuya a la escasa inversión, motivada por la inexistencia de un sistema de derechos
de propiedad seguro y claramente definido. También se parte de una relación antagónica
entre propiedad privada e intervención estatal, que la evidencia histórica desmiente.

Chang cuestiona la validez explicativa y las soluciones prácticas de las dos


aproximaciones del discurso dominante al cambio institucional en los países en
desarrollo. La primera, que denomina voluntarismo (Global Standar Institutions),
mantiene que las instituciones, en tanto producto de la elección racional de los
individuos, se pueden cambiar mediante acciones políticas; la segunda, que tilda de
fatalismo (Acemoglu et al., 2001, 2003, 2005; Engerman y Sokoloff, 2002) subraya la
importancia de patrones inmutables (cultura, geografía o clima) y el poco margen de
maniobra para la acción política. La "dependencia de la senda" hace que, una vez
establecidas, las instituciones tiendan a perpetuar ciertas pautas de interacción humana.

También pone en duda la relación causal entre cultura e instituciones y


desarrollo económico que defiende la literatura ortodoxa. A su juicio, el desarrollo
económico conlleva cambios culturales e institucionales, que pueden hacer que la
causalidad se invierta. Los factores culturales ni son inmutables ni actúan al margen de
los condicionantes sociales, políticos y económicos. Chang destaca la importancia de la
agencia humana, entendida como la posibilidad de los individuos de fijarse metas y
llevarlas adelante, en el cambio institucional. En definitiva, para entender la
configuración de una estructura institucional deben considerarse multitud de factores,
tales como la ideología, la religión o la cultura, y la historia, las invasiones, las
colonizaciones y la geografía (Chang, 2011a).

Más que centrarse en la forma institucional, la primera tarea debería ser


delimitar qué funciones de las instituciones son "esenciales" para promover el desarrollo
económico y definir que concepto de desarrollo se defiende. En principio, deberían
cumplir las funciones de coordinar los planes de desarrollo, fomentar la innovación,
redistribuir el ingreso y favorecer la cohesión social. Pero, si se adoptara el enfoque de
Amartya Sen, sus funciones deberían ser la de desarrollar las capacidades humanas
(Chang, 2011a).

En este trabajo, que resume la línea teórica y metodológica que impregna toda su
obra, Chang propone una nueva agenda de investigación en materia de desarrollo
económico, basada en una estrategia de deconstrucción del discurso dominante sobre
instituciones y desarrollo. Su provocadora interpretación ha tenido la virtud de
revitalizar el debate y abre las puertas a un futuro diálogo con otras propuestas
heterodoxas (Ruccio, 2011; Wallis, 2011; Jameson, 2011; Ros, 2011), e incluso con
autores ortodoxos como Maseland (2011) y Kimenyi (2011), que promete ser muy
productivo.

Sin embargo, la discusión puede ser muy ardua con otro grupo de autores que
reprueban su discurso y de cuyos comentarios críticos se puede inferir la presencia de
dos posiciones irreconciliables. Así, se califica el trabajo de Chang de compendio de
prejuicios ideológicos e ideas muy cuestionables y contradictorias, irrelevantes y falsas,
y de realizar un análisis simplista de la teoría del Estado de la escuela de la Elección
Pública (Choi, 2011). También se le acusa de minusvalorar el papel de las instituciones
y la importancia de los derechos de propiedad en la dinámica del crecimiento (Boettke
& Fink, 2011; Brouwer, 2011). Y de mantener un discurso muy sesgado, que no aborda
de manera satisfactoria los problemas metodológicos de la Nueva Economía
Institucional ni ofrece alternativas, presenta argumentos desfasados, sin referencia
alguna a sus nuevos avances teóricos sobre instituciones y desarrollo, y engloba bajo la
rúbrica de "discurso dominante" afirmaciones novedosas y provocativas de una minoría
vanguardista, como La Porta et al., e incluso a autores que cuestionan, con sus mismos
argumentos, la idea de monocultivo institucional (Clague, 2011; Nugent, 2011; Keefer,
2011; Shirley, 2011). Además de que su análisis solo comprende parcialmente a la
literatura institucional ortodoxa, se aduce que sus críticas se dirigen a una versión
distorsionada que los policymakers han convertido en malas políticas para el desarrollo
(John and Storr, 2011; Clague, 2011; Nugent, 2011; Wallis, 2011). Otro frente de
ataque se centra en su defensa radical de la planificación central y firme rechazo de la
econometría, apoyados en una metodología muy débil y en pruebas poco sistemáticas y
muy aleatorias, basadas en un uso selectivo de los casos particulares para adaptarlos a
sus planteamientos (Keefer, 2011; De Jong, 2011). Por último, se subraya que
malinterpreta los argumentos de la corriente “fatalista” del cambio (Shirley, 2011) y
crítica infundadamente la supuesta ignorancia de los costes del cambio institucional por
parte de la corriente "voluntarista" (Nugent, 2011; Clague, 2011).

El debate refleja el florecimiento de distintas corrientes institucionalistas en el


seno de la economía y las ciencias sociales y atañe a temas tales como la propia idea de
institución, la concepción del papel del Estado y el mercado en la asignación de
recursos, el cambio institucional y el desarrollo. De la discusión se puede extraer un
inventario de los principales enfoques teóricos que conforman la ciencia social
moderna. Pero, sobre todo, el que el propio Chang denomina visión “superficial” y
economicista, ligado a la "Nueva Economía Institucional" (NEI), y su propuesta
alternativa, "explícitamente institucionalista", la "Economía Política Institucional"
(EPI). Ésta hunde sus raíces en el legado intelectual de Marx, Veblen, Shumpeter,
Polanyi o Simon, y propone una versión del cambio institucional como proyecto
material y cultural (Chang, 2002b); aquél, pese a su pretensión de Political Economy
(Bates, 1995), se configura como uno de los grandes desarrollos dentro del paradigma
económico dominante, que parte de la economía neoclásica y sostiene que las
instituciones determinan el volumen de los costos de transacción y las posibilidades de
desarrollo económico.

La Economía Política Institucionalista (EPI) es un enfoque de “Economía


Política”, porque enfatiza en el papel de los elementos políticos en la determinación de
las políticas públicas; e “institucionalista” porque reafirma el papel de las instituciones
que afectan a las acciones humanas. El reto planteado en los recientes desarrollos del
enfoque por Hodgson, Lazonick, Evans, Rutherford, Burlamaqui y Toye, entre otros,
consiste en generar un análisis que supere la visión convencional de las instituciones
como "restricciones" y ofrezca una explicación más sistemática y general del cambio
institucional (Chang y Evans, 2005). Lo primero implica aceptar que las instituciones
conforman los intereses y las visiones del mundo de los actores económicos. Lo
segundo, que el cambio institucional implica una transformación de las visiones del
mundo que subyacen en las estructuras institucionales.

2.-Instituciones y desarrollo: las lecciones de la historia y las estrategias de


desarrollo

La primera diferencia notable entre los dos enfoques se refiere a la propia


naturaleza de la institución. La Nueva Economía Institucional (NEI) establece una
causación unidireccional, una "causalidad ascendente", en palabras de Hodgson, desde
los individuos hasta las instituciones. El individuo es la unidad básica, sus motivaciones
(funciones de preferencia) están dadas, y se presupone un marco social que gobierna su
interacción. Las instituciones sancionan o premian los comportamientos individuales,
pero no cambian la motivación en sí misma. Partiendo de un “estado de naturaleza”
libre de instituciones y haciendo referencia a un modelo racional del comportamiento
individual, se intenta explicar el nacimiento de instituciones, tales como la empresa, el
mercado o el Estado. Hodgson propone reformular el estado inicial libre de instituciones
desde el que emergen las instituciones, argumentando que en cualquier “estado de la
naturaleza” del que surgen las instituciones, ya existe un gran número de reglas y
normas culturales, y que los individuos nacen en un entorno institucional que les
precede, son individuos institucionalizados (Hodgson, 2006).

El enfoque, “realmente” institucionalista, de la Economía Política Institucional


(EPI) postula una causación bidireccional entre la motivación individual y las
instituciones sociales, lo que significa aceptar que ese entorno institucional que rodea a
los individuos forma sus motivaciones, porque las instituciones encierran valores
(cosmovisión, códigos morales, normas sociales) que los individuos interiorizan. Las
instituciones son estructuras sociales que pueden implicar una "causalidad descendente
reconstituyente", que actúa sobre los hábitos de pensamiento y acción de los individuos.
Las instituciones, al estructurar, restringir y permitir comportamientos individuales,
moldean los comportamientos y cambian las aspiraciones de los agentes. En definitiva,
las instituciones facilitan o restringen el comportamiento individual, y forman a los
individuos en sí mismos, en tanto les inculcan valores o visiones del mundo. Partiendo
de una concepción alternativa de la agencia humana, que rechaza la idea de individuo
maximizador de utilidades y asume el hábito como cimiento de la acción humana y de
las creencias, Hodgson sostiene, con Veblen, que las instituciones son complejos
durables integrados de costumbre y rutinas, y un elemento clave de los procesos
colectivos a través de los que los agentes perciben y comprenden su experiencia. El
actor está inmerso en estructuras sociales históricamente dadas, en permanente
reconstrucción. Por tanto, ni el individuo, ni los factores institucionales tienen una
completa primacía explicativa.

De otro lado, para acercarse a los hechos reales hay que distinguir entre las
organizaciones y las instituciones que las sostienen y superar la identificación de North
de instituciones con normas (Portes, 2007). Con esta definición de las instituciones
como "reglas del juego", como "restricciones que los hombres imponen a la interacción
humana" (North, 1990, 2005), se reducen a una elección más del conjunto de las
realizadas por los individuos en el marco de maximización de la utilidad basada en la
elección racional. La construcción de instituciones es un hecho social y político
(histórico) y no un acto racional aislado por parte de ciertos actores. De la definición de
Chang y Evans (2005) se desprende que las instituciones son "patrones sistemáticos,
integrados por expectativas compartidas, presupuestos no cuestionados, normas
aceptadas y rutinas de interacción, que influyen poderosamente en la conformación de
las motivaciones y el comportamiento de grupos de actores sociales interrelacionados".
Y que estos patrones sistemáticos se encarnan en "organizaciones investidas de
autoridad", tales como la administración pública y las empresas, que cuentan con
normas formales, y pueden imponer sanciones coactivas.

En la teoría del Estado ortodoxa siempre está latente el dilema político


fundamental: como monopolista de la violencia crea las reglas del juego, pero su poder
también le permite violarlas (Weingast, 1995). El Estado cumple la función clave de
asegurar los derechos de propiedad y garantizar el cumplimiento de los contratos para
reducir los costos de transacción, aumentar la riqueza y fomentar el crecimiento, pero
deben diseñarse mecanismos de acción colectiva que limiten su capacidad predatoria,
porque, como actor interesado en la economía, cuenta con incentivos para comportarse
de forma oportunista, con el fin de maximizar las rentas de quienes tienen acceso al
proceso oficial de toma de decisiones (North, 2005; Shirley, 2008). La concepción del
Estado "como un Leviatán maximizador de ingresos" (Brennan y Buchanan, 1980)
explica la persistencia de instituciones ineficaces: los dirigentes "depredadores",
buscando maximizar la renta socaban los derechos de propiedad y los incentivos para la
inversión (Levi, 1988). Esta caricatura del Estado ineficiente, depredador, y recaudador
de impuestos, se acentúa en los países en desarrollo, donde el control político de los
gobernantes es débil y no están consolidadas las instituciones democráticas (Toye,
1987).

Detrás de la imagen ortodoxa del Estado se esconde la visión del egoísmo como
teoría de la motivación y del comportamiento humano y la negación de la naturaleza
“pública” de las motivaciones de los políticos y burócratas estatales, pero los individuos
pueden estar motivados por el egoísmo más extremo o el más puro altruismo (Steinmo y
Lewis, 2011). Las instituciones no son sólo un conjunto de restricciones dentro de las
cuales los políticos y los burócratas individuales maximizan su utilidad racionalmente,
sino que confieren legitimidad, autoridad y poder a quienes participan en ellas (Toye,
1994). Como escribía Röpke (1966), deben existir valores éticos más elevados que
puedan ser invocados con éxito, tales como la justicia, el espíritu público, el altruismo,
o la buena voluntad, e individuos que piensen “institucionalmente”, esto es, que tengan
conciencia del deber propio más allá de la lealtad personal u organizativa (Heclo, 2009),
y que al integrarse en la vida pública, terminen interiorizando valores “públicamente
orientados”. En todo caso, tanto el comportamiento como las motivaciones de los
personajes públicos pueden cambiarse mediante la exhortación ideológica, directa,
enfatizando en la ética del servicio público en el proceso de entrenamiento burocrático,
o indirecta, cambiando las instituciones que les rodean (Chang, 2007).

De otro lado, la evidencia historia no corrobora la idea de Brennan y Buchanan


(1981) de que el ciudadano percibe la capacidad fiscal como reflejo del poder de
coacción del Estado. La capacidad del Estado es una variable crítica en los casos
exitosos de desarrollo, aún en el caso extremo de que se tratara del depredador de la
Elección pública. Chang (1995) sostiene que la prosperidad de los países de Asia
oriental fue producto de una amplia intervención estatal, sobre todo en materia de
política industrial. La fortaleza de esos estados para fomentar el desarrollo se debió a lo
que Evans (2007) ha llamado “autonomía arraigada”, esto es, la combinación de una
burocracia weberiana con la existencia de lazos estructurales fuertes con otros grupos
importantes de la sociedad civil. El papel del Estado se acrecienta en un mundo
schumpeteriano basado en la competencia y la innovación (Burlamaqui, 2000; Jessop,
2003). Un enfoque técnico y apolítico de la fiscalidad ignora el papel que cumplen los
impuestos en la capacidad del Estado y su gobernanza, y como indicador objetivo de su
poder y legitimidad para impulsar el desarrollo (Di John, 2007, 2009, 2010). La
incapacidad del Estado para articular un sistema fiscal y legal unificado y no
discriminatorio era el freno principal para el crecimiento económico premoderno
(Epstein, 2009). La teoría ortodoxa entiende que la naturaleza del problema fiscal en los
países en desarrollo radica en el despilfarro, pero la causa real reside en su incapacidad
recaudatoria, reflejo de su dificultad para suscitar legitimidad política y de su debilidad
institucional en materia de administración y gestión tributaria (Chang, 2002a).

Desde un enfoque holista, Chang (2002b) subraya que el mercado es una


institución más de un sistema capitalista que está formado, además por otras
instituciones, tales como las empresas y el Estado, como creador y regulador de las
instituciones que gobiernan las relaciones y como institución política, así como otras
instituciones informales como la convención social (Chang (2002b). El mercado es una
construcción política, definida por una serie de instituciones, formales e informales, que
regulan la participación, el objeto de intercambio y los derechos y obligaciones de los
agentes que intervienen. Afirmar que el libre mercado es un elemento esencial del
desarrollo económico es una declaración política, porque para definir un mercado libre
es preciso detallar la estructura de derechos y obligaciones de los participantes y no
participantes en el caso de externalidades (Chang, 2011b). La idea de competencia
también es ambigua, porque donde los neoliberales ven un “fracaso” del mercado
(monopolio, duopolio), los economistas institucionalistas ven “un éxito organizativo”
(Lazonick, 1991).

Históricamente, la creación de mercados nacionales en Occidente coincidió con


la creación y expansión de las instituciones estatales (Polanyi, 2001; Epstein, 2009). El
Estado mercantilista inglés creó unos marcos de seguridad internos y externos en los
que se podía cumplir y hacer cumplir las leyes y derechos, que permitieron el desarrollo
de una economía de mercado (O‟Brien, 2006). De otro lado, la existencia de un
gobierno eficaz es una precondición para la transición a la economía de mercado,
porque los intercambios voluntarios no pueden producirse en un vacío institucional. El
estudio de Shaoguang (2003) sobre China pone de manifiesto que el desarrollo del
mercado requiere un arduo proceso de «legitimación», sustentado en la coerción, y que
una economía de mercado no puede existir sin instituciones jurídicas, administrativas y
tributarias eficaces, que definan los derechos de propiedad; promulguen las leyes; hagan
cumplir los contratos y recauden impuestos. En cierto sentido, estas instituciones son
«bienes públicos» necesarios para que los mercados funcionen.

2.1.-Las lecciones de la historia

En un influyente artículo, Olson (1996) se interrogaba sobre el origen de las


divergencias de ingresos entre países ricos y pobres y se contestaba atribuyéndoselas a
las diferencias de calidad de sus instituciones y de sus políticas económicas. Con estas
premisas y la propuesta interpretativa de North sobre el nacimiento y evolución del
mundo occidental, y los posteriores intentos de proyectar la experiencia europea a otros
ámbitos (North et al, 2002), el enfoque institucional se ha extendido al estudio de la
colonización en dos líneas, que Coastworth (2008) ha denominado “economía política
de la conquista” y “economía política del fracaso económico”. La primera, sostiene que
las modalidades de colonización determinaron diferentes instituciones políticas,
económicas y sociales y éstas explicarían las divergencias de tasas de crecimiento
(Acemoglu, et al., 2005). La segunda, que la abundancia de población indígena y de
recursos explican la aparición de un alto grado de desigualdad económica y política que
habría constituido una rémora decisiva para el desarrollo económico (Engerman &
Sokoloff, 2005). Estas instituciones de ley, orden y propiedad implantadas durante las
primeras etapas del colonialismo son la base de las instituciones actuales (Glaeser, La-
Porta, López de Silanes y Shleifer, 2007).

Desde la “Nueva Economía Política del desarrollo”, ligada al


neoinstitucionalismo de elección racional, se analizan los fundamentos políticos del
desarrollo estudiando la violencia como fuente de prosperidad (Bates, 2001; López y
Lizárraga, 2006). Recientemente, se ha profundizado en esta línea de investigación
planteando una estrecha relación entre el control de la violencia y el desarrollo. En este
sentido, se sostiene que el problema común a todas las sociedades consiste en regular la
violencia, y que del modo de hacerlo depende el desarrollo. A su vez, el modo de
regulación de la violencia está determinado por las instituciones, las organizaciones y
las creencias. Se confronta una sociedad en estado natural, donde el control del poder y
la riqueza por las élites y se usa la violencia para mantener privilegios, con una sociedad
de entrada abierta, caracterizada por la existencia de normas impersonales, mercados y
competencia (North, D., Wallis, W.S. & Weingast, 2009).

A partir de la idea de que el análisis ortodoxo del desarrollo es ahistórico, Chang


revisa la base histórica de las teorías del desarrollo, reformulando la pregunta de Olson
en los siguientes términos: ¿cómo, de verdad, se hicieron ricos los países ricos?.
(Chang, 2007, 2011b). Para llevar a cabo la tarea de deconstrucción del discurso sobre
el desarrollo en perspectiva histórica, se sumerge en la historia económica y describe el
desarrollo como parte de un proceso social dinámico, que no puede ajustarse a un
modelo único de crecimiento recomendable a los países en desarrollo. En este sentido,
comparte con los estructuralistas su respuesta crítica a la modernización (el mundo
menos desarrollado no alcanzará la prosperidad siguiendo el camino trazado por las
naciones desarrolladas) (Coastworth, 2008), y propone una agenda de investigación
muy ambiciosa: “Buscar pautas históricas permanentes, construir teorías para
explicarlas y aplicar estas teorías a problemas contemporáneos, teniendo en cuenta al
mismo tiempo los cambios en las circunstancias tecnológicas, institucionales y
políticas” (Chang, 2002a). Además de desmitificar el discurso vigente, su “asalto a la
ortodoxia económica” llega al corazón de la metodología neoclásica, basada en la
abstracción y en la deducción, y, con un giro metodológico que rememora el
methodenstreit decimonónico, reivindica el enfoque inductivo basado en la experiencia
histórica.

Su investigación arroja resultados radicalmente distintos de los descritos en las


reinterpretaciones del pasado con miradas actuales, tanto en lo referente al “buen
gobierno”, cuanto a las "buenas" políticas. La primera constatación es que el “buen
gobierno” en su dimensión histórica ha seguido, en el caso europeo, un “largo y
turbulento camino hacia el desarrollo institucional”. En cuanto a las “buenas políticas”,
apoyándose en la crítica de F. List a la “doctrina cosmopolita” de Smith y otros
partidarios del libre cambio. y en los estudios sobre la relación entre prosperidad y
proteccionismo o libre cambio a la luz de la realidad económica histórica (Bairoch,
1994), sostiene que, salvo excepciones, todos los países hoy desarrollados aplicaron
activamente políticas industriales, comerciales y tecnológicas para promover industrias
nacientes durante sus etapas de actualización. Tal es el caso de Inglaterra o Estados
Unidos, dos mitos del “laissez faire”, que desoyen el “consejo” de Adam Smith de no
desarrollar industrias manufactureras y protegen las “industrias nacientes” (Chang,
2007). Como subraya Reinert, el perfil de especialización productivo elegido es una
variable determinante del crecimiento económico y del desarrollo, hasta el punto que
podría relacionarse la forma de inserción en la economía mundial con la matriz
institucional de un país. En la fase inicial de su desarrollo industrial, las economías más
exitosas del planeta buscaron la competencia imperfecta dinámica, mediante una
política de prohibiciones de importación y exportación, e implantación de tarifas. Los
países ricos se especializaron en la exportación de productos manufacturados mientras
que la periferia colonial se mantuvo tecnológicamente subdesarrollada y dedicó sus
esfuerzos a la producción de materias primas para las metrópolis. En la actualidad se
sigue incentivando a los países subdesarrollados a especializarse en las ventajas
comparativas que proporciona la naturaleza, mientras que en las regiones avanzadas se
estimulan las ventajas creadas por el hombre (Reinert, 1995, 2007).

Chang constata que durante las tres décadas posteriores a la segunda Guerra
mundial, tanto los países ricos como los países en vías de desarrollo, experimentaron
índices de crecimiento muy superiores a los de la “primera globalización” (1870-1913)
con programas de intervención bien diseñados y severos controles sobre los
movimientos de capital internacional. Sólo un episodio de “amnesia histórica”, fruto de
una reescritura de la historia, podría explicar el olvido de casos tan paradigmáticos
como el de la denominada “edad de oro del capitalismo”. Chang (2002a) muestra que la
mayoría de los países pobres tuvo mayor crecimiento económico en los años sesenta y
setenta, cuando aplicaron políticas económicas activas, que en los veinte años
siguientes, cuando abandonaron esas políticas a favor de las reformas institucionales de
ajuste estructural. En todos los países que lograron un crecimiento económico sostenido
(los tigres Asiáticos, China, Chile, India, Botswana), a la vez que se definían y
protegían los derechos de propiedad privada, se aplicaron políticas públicas sociales, de
provisión de infraestructuras y de apoyo a la innovación tecnológica y a la inversión
productiva. El triunfo del “idiosincrático” modelo asiático se sustentó en un formidable
gasto de energía política y recursos económicos y no en el legado histórico o cultural.
Rebate, así la idea de la existencia de culturas más preparadas para el desarrollo
económico que otras y que éstas sean inmutables en el largo plazo, en particular, la
historia causal que traza Huntington (Harrison y Huntington, 2000) para demostrar la
importancia de la cultura en el desigual desempeño de Ghana y Corea del Sur, en el
periodo 1960-1990. Para comprender el cambio social, subraya, hay que disociar la
cultura de la “ilusión del destino”, porque la cultura puede modificarse mediante la
exhortación ideológica y la política educativa, apoyadas en cambios en las instituciones
y las políticas económicas (Chang, 2007; Sen, 2007).

Chang concluye sus investigaciones con una reflexión provocadora y que


encierra una doble crítica, a las políticas macroeconómicas recomendadas y al discurso
ideológico subyacente: tras las recomendaciones en materia económica e institucional
de los “Árbitros” de las “buenas políticas” y el “buen gobierno” a los países en
desarrollo se esconde un intento de “retirar la escalera” para que no accedan al progreso.
Entre las estrategias que les alejan de la prosperidad, se plantea la regulación estatal del
sistema financiero como “represión financiera”, se penaliza la supuesta “irracionalidad”
del Estado y se avala la privatización de los servicios del bienestar (Chang, 2002a,
2007).

Otro aspecto importante del desarrollo institucional a tener en cuenta es el efecto


producido por el cambio técnológico experimentado en los últimos años en las
instituciones, que exige una creación de instituciones e instrumentos de política
económica del tamaño de la generada durante la etapa de formación y consolidación de
los estados modernos (Chang & Evans, 2005). La creación de nuevas instituciones
requiere ampliar la idea de "reglas de juego" a la esfera internacional, para incluir el
peso de los intereses políticos y económicos de los países desarrollados (Arellano y
Lepore, 2009). Por su parte, los países en vías de desarrollo tienen que realizar dos
tareas urgentes: deconstruir el argumento de la teoría del crecimiento económico
favorable a la recepción de flujos de capital y establecer controles de capital para
reducir su movilidad, y sustituir la actual arquitectura financiera por otro modelo que
restaure el control del sistema financiero por parte de las entidades públicas para
garantizar su papel de impulsor de la actividad productiva (Kregel, 2004).
2.2.-Las estrategias de desarrollo

Uno de los argumentos centrales del discurso dominante es que las instituciones
clave para el desarrollo son las que “salvaguardan los derechos de propiedad” y
garantizan el cumplimiento de los contratos. Así se desprende de las recomendaciones
de Shirley (2008) a los países en desarrollo de dos grupos de instituciones, las que
fomentan el intercambio, mediante la reducción de los costos de transacción y el
aumento de la confianza, y las que influyen en el Estado para proteger la propiedad
privada de la expropiación. También se puede extraer de la noción de buena gobernanza
de Dixit (2009), entendida como la que asegura tres prerrequisitos esenciales de las
economías de mercado: los derechos de propiedad, el cumplimiento de los contratos y la
provisión de bienes públicos. O de la definición de "buena organización" social de
Acemoglu et alt. (2000), identificada con un conjunto de instituciones políticas,
económicas y sociales que aseguran los derechos de propiedad de la mayoría de la
sociedad.

Pese a su centralidad en el discurso y a su importancia en la creación de


indicadores cuantitativos de la calidad institucional, el concepto de “sistema de derechos
de propiedad” no está claramente definido. Ante la dificultad de agregar en una sola
institución la compleja red institucional que la conforman (derecho inmobiliario,
legislación sobre planeamiento urbano, derecho impositivo, hereditario, contractual,
derecho societario, de quiebras, propiedad intelectual, costumbres sobre la propiedad
común), se reconceptualiza bajo la rúbrica de “riesgo de expropiación” (Chang, 2011b).
Como ironiza Pzeworski, (2004), su uso como medida de calidad institucional es tan
ampliamente aceptado que se ha convertido en el "Nuevo Testamento" de la literatura
neoinstitucionalista. También se acepta la proposición de que la propiedad privada es
más eficiente que la pública, y se ignora la diversidad de formas que pueden adoptar los
derechos de propiedad, como demostró Ostrom a nivel teórico, y la experiencia de
países como China, Singapur, o Finlandia, a nivel empírico (Chang, 2005, 2011b). En
efecto, tradicionalmente, la propiedad privada y la propiedad estatal se han planteado
como las alternativas de solución óptima para resolver el dilema entre el interés propio y
el bien colectivo, pero Ostrom (1990, 2008) demostró las posibilidades de los actores de
crear sus propios arreglos institucionales obligatorios para escapar a la «tragedia de los
comunes» en la gestión de los recursos naturales.
Para medir la calidad institucional, en los estudios empíricos recientes se usan
tres indicadores: la calidad de la gobernanza; el nivel de protección legal de la
propiedad privada y el respeto de la legislación pertinente, y las limitaciones impuestas
a los dirigentes políticos (Edison, 2003). El primero, se obtiene como promedio de seis
indicadores de desarrollo institucional: voz y rendición de cuentas (elecciones libres,
derechos políticos, libertades civiles y libertad de prensa); estabilidad política y
ausencia de violencia (riesgo de derrocamiento del gobierno por medios
anticonstitucionales o violentos); eficacia del gobierno (calidad de los servicios públicos
y eficiencia e independencia de la función pública); carga regulatoria (ausencia relativa
de controles gubernamentales sobre los mercados de bienes, el sistema bancario y el
comercio internacional); Estado de derecho (protección de las personas y la propiedad
contra la violencia y el robo, sistema judicial independiente y exigibilidad contractual),
y ausencia de corrupción pública (inexistencia de abuso del poder público para fines
privados) (Kaufman, Kraay y Zoido-Lobaton, 1999); el segundo se refiere al grado de
protección de la propiedad privada (La Porta, López-de-Silanes, Shleifer y Vishny,
1998; Acemoglu, Johnson y Robinson, 2001; Rodrik, Subramanian y Trebbi 2002); y el
tercero a las restricciones institucionales a los dirigentes políticos (Acemoglu, Johnson,
Robinson y Thaicharoen, 2003).

Para Chang (2011b), La Porta et al. (1998) defienden la superioridad de las


“common law” sobre otros tipos de instituciones jurídicas, argumento antiguo y central
en la literatura institucional ortodoxa, y de mayor influencia real que los avances en la
teoría de juegos y en la economía experimental. Se trata de la idea de la economía
ortodoxa institucional con mayor ascendencia en los indicadores de evaluación
institucional del Banco Mundial, en la serie Governance Matters, criterio clave en la
asignación de la ayuda, y en el índice "Doing Business", de gran circulación y enorme
influencia entre los policymakers de los países en desarrollo (Michaels, 2009). La
importancia del índice en los medios de comunicación y en los círculos financieros de
los donantes es tal que el propio La Porta et al. (2008) señala que ha alentado reformas
normativas en muchos países. En su estudio de caso, Jung-En Woo (2007) presenta
evidencias que contraponen la supuesta superioridad de los sistemas de leyes
anglosajones (ley civil) sobre los mecanismos de leyes informales (la ley tradicional) a
la hora de alcanzar un mayor grado de desarrollo y critica que se utilice la supuesta
historia de los estados desarrollados para proponer reformas realizadas en estadios
posteriores de desarrollo.

En los índices de calidad de Kaufmann et al. (1999, 2002, 2003) coexisten


variables que captan diferencias en las formas de las instituciones (democracia política,
justicia independiente, burocracia) con otras de las funciones que cumplen (imperio de
la ley, respeto de la propiedad privada, cumplimiento de los contratos). El desarrollo
requiere el cumplimiento de determinadas funciones, pero éstas pueden realizarse por
diversas formas institucionales, adaptadas al contexto concreto y etapa histórica de cada
sociedad. En la combinación institucional deseable hay un fuerte elemento de
especificidad del contexto que surge de las diferencias históricas, geográficas, de
economía política u otras condiciones iniciales. En otras palabras, las innovaciones
institucionales no se transplantan bien (Chang, 2005; Rodrik y Subramanian, 2003). La
interacción entre instituciones de movimiento lento (cultura, valores, creencias y normas
sociales) y movimiento rápido (instituciones políticas) explica la dificultad de
trasplantar instituciones a contextos culturales diferentes y la existencia de diversidad de
instituciones para el desarrollo (Roland, 2004). La experiencia de China, India y el
Sudeste Asiático muestra que crecieron combinando "elementos ortodoxos con herejías
locales" (Rodrik, 2006; 2004).

El énfasis en la forma se debe a que favorece la recomendación de políticas,


dado que propone una solución concreta a un problema institucional. Pero, no existen
evidencias empíricas que corroboren que los gobiernos más eficientes son los que
aplican las instituciones estándares del buen gobierno (Andrews, 2010). Andrews
(2008) advierte sobre el peligro de los indicadores de eficiencia, que parten de una
concepción determinista de desarrollo deseable a partir una imagen idílica de los
gobiernos de los países desarrollados y que fomentan un isomorfismo peligroso. Los
indicadores adecuados para países desarrollados son de dudosa aplicación en países en
vías de desarrollo porque tratan de instituciones formales, cuya efectividad depende, en
gran medida, del apoyo de instituciones informales (normas, códigos de conducta y
factores culturales), de capital importancia en las sociedades tradicionales.

Además de caer en el isomorfismo, el trasplante institucional ignora los costes


de las reformas institucionales. La tradición institucional ortodoxa apoya
explícitamente, o tolera implícitamente, los intentos de reformas radicales e
institucionales costosas impuestas a las antiguas economías socialistas y a muchos
países en desarrollo durante las últimas décadas (Chang, 2011b). El trasplante en la
Unión soviética aplicó la idea de la NEI de reforma de "arriba abajo", que plantea que
las instituciones están determinadas por leyes redactadas por líderes políticos y el
cambio institucional se produce a través de decisiones políticas y nuevas leyes, y asume
la existencia de un único conjunto de instituciones óptimas. El caso Chino ilustra la
visión, más gradual y evolutiva del cambio institucional, «de abajo arriba», que
considera las instituciones como normas sociales, costumbre, tradiciones, creencias y
valores de los individuos en sociedad, que emergen espontáneamente y que luego son
formalizadas en leyes escritas (Easterly, 2008).

3.- La literatura institucional ortodoxa: avances recientes

Chang (2011b) liga los avances recientes en materia de instituciones y desarrollo


a la literatura académica, y sostiene que las aportaciones de ciertos autores ortodoxos
como North y de la economía experimental y la teoría de juegos, responden a cambios
abstractos, sin influencia en los hechos y las políticas económicas del desarrollo, y que
no modifican su valoración de la ortodoxia económica institucional. La econometría
sofisticada, los experimentos controlados, y otras "pruebas sistemáticas" de la
metodología ortodoxa deben completare con otros tipos de pruebas empíricas, como
series temporales, narraciones históricas y estudios históricos comparativos. Sus
ejemplos de relación positiva entre las políticas proteccionistas y la prosperidad
muestran que la interpretación ortodoxa de la evidencia empírica es seriamente
cuestionable, o errónea. Para Toye (1987), la incorporación de la teoría de juegos y de la
elección racional son simples mecanismos de defensa de la teoría ortodoxa, y para
Portes (2007), el progreso del análisis neoinstitucionalista sólo ha alcanzado al
abandono de los supuestos irreales de la economía neoclásica, pero sigue ignorando una
rica herencia teórica y no ha definido claramente los conceptos fundamentales.

Sin embargo, otros autores sostienen que la incorporación de argumentos


provenientes de un gran número de trabajos teóricos y empíricos ha estimulado a los
investigadores a crear nuevas estructuras conceptuales para estudiar cómo funcionan las
instituciones, como cambian y como afectan al desempeño económico. Autores como
Evans (2007) subrayan la dificultad que presenta la elaboración de indicadores de
calidad institucional, pero valoran positivamente las recientes investigaciones de
Acemoglu, Johnson y Robinson (2005), y los últimos trabajos de North (2005) como
propuestas metodológicas a seguir. También se afirma que la NEI ha asumido un perfil
más interdisciplinar y ha adoptado un carácter más pluralista (Dixit, 2009).

En la misma línea, hace una década, Williamson (2000) admitía la inexistencia


de una teoría unificada sobre las instituciones, y apostaba por el pluralismo. En la
actualidad, Bates (2010) sostiene que aún existen definiciones discordantes y
concepciones divergentes sobre la naturaleza y los orígenes de las instituciones. El
cambio institucional era definido por Levi (1992) como un giro en las reglas que
constriñen o incentivan los comportamientos sociales. Desde la aproximación de las
instituciones como equilibrio se enfatiza en la teoría de la motivación, y se sostiene que
la clave del cambio institucional no reside en variar las reglas, sino en cambiar las
motivaciones de los jugadores y las pautas de comportamiento en un sentido de
autoreforzamiento (Greif & Kingston, 2011).

Lewis y Steinmo (2011) captan un cambio ontológico en la definición de las


instituciones, que atribuyen a la influencia de la teoría evolutiva en los "nuevos
institucionalistas". Se ha pasado de identificarlas con restricciones del comportamiento
independientes, auto-reforzadoras y estables, a verlas como conjuntos de normas, reglas
y creencias incrustadas en un contexto social y político más amplio (Greif & Laitin,
2004; Streeck & Thelen, 2005), como “regularidades compartidas de comportamiento o
rutinas de una población” (Mantzavinos, North y Shariq (2004), o, incluso, como una
forma de capital (Bates, 2010). Se afirma que el propio North ha adquirido una
perspectiva evolucionista sobre la formación y transformación institucional, mostrando
“cierto grado de convergencia” con las ideas de los viejos institucionalistas (Rutherford,
2001; Nelson, 2003), lo que permite establecer vías de diálogo con los continuadores de
esta tradición (Caballero, 2011). North (2005) reconoce la influencia de la literatura
evolucionista, pero rechaza la analogía entre la evolución biológica y la económica,
porque en ésta el desempeño está modelado por la intencionalidad de los actores,
expresada por medio de las instituciones que crean. En su explicación se acierta a ver
una causalidad bidireccional: los agentes forman sus creencias a partir de la realidad y
las trasladan a las instituciones, estableciéndose una estructura de incentivos que
influyen en su conducta; las acciones modifican la realidad y se genera un proceso de
retroalimentación.
La NEI ha modificado el postulado de la racionalidad instrumental y lo ha
sustituido por el de "racionalidad limitada" de Simon (1989). Como sostiene North
(2005), lo que normalmente se entiende como elección racional es la incorporación del
proceso de pensamiento al contexto social e institucional más general y no responde a
un proceso cognitivo individual. También se ha superado el individualismo
metodológico, con un giro hacia el “individualismo institucional”, escenificado por
North, que sitúa la acción individual y a las estructuras socioinstitucionales en el mismo
nivel analítico, sin que se anulen (Toboso, 2011).

El fuerte impulso dado a los estudios econométricos ha permitido establecer


correlaciones entre variables institucionales como la seguridad de los derechos de
propiedad, el cumplimiento de la ley, y la economía y la política; los estudios históricos
han mostrado el papel de las instituciones en las trayectorias a largo plazo del desarrollo
industrial y comercial, y los trabajos sobre países en desarrollo y países en transición al
capitalismo están sacando a la luz los retos del cambio institucional. Han proliferado los
estudios de caso (North y Weingast, 1989) y ha aumentado el uso de experimentos para
comprender la complejidad del comportamiento y comprobar la hipótesis de
racionalidad con claros efectos sobre los supuestos básicos de la microeconomía
(Ostrom, 2007). Desde la elección racional, se han producido extensiones de la NEI,
profundizando en la observación y el trabajo de campo, como en la propuesta de
"narrativa analítica institucional" (Bates et al, 1998), y estudiando la dinámica del
cambio institucional, como el programa de investigación del "análisis institucional
histórico y comparativo" (Greif and Aoki, 2004), que asume la importancia del contexto
histórico, y se apoya teóricamente en la teoría de juegos y en el concepto de
dependencia de la trayectoria institucional (Caballero y Vázquez, 2011).

En definitiva, muchos neointitucionalistas se han hecho eco de la advertencia de


Hodgson (2001), relativa al problema de la especificidad de los fenómenos económicos
que planteara la Escuela Histórica y de la necesidad de una teoría económica más
sensible a la variedad de situaciones históricas y geográficas existentes. La teoría del
cambio institucional endógeno de Greif (2006) destaca la idea de especificidad del
contexto y estudia la motivación endógena combinando un enfoque de agencia con otro
estructural para mostrar la importancia de la historia en las preferencias actuales de los
individuos. Lewis y Steinmo plantean que la literatura sobre el cambio institucional
podría beneficiarse del marco de la teoría evolutiva sobre las fuentes de cambio
institucional endógeno gradual y de su explicación de los orígenes de las preferencias
humanas. Según ésta, el marco actual de preferencias es a la vez producto de la
estructura social y de la genética, y lo que genera el cambio gradual es la constante
interacción entre estrategias adaptativas de los agentes y selección institucional y
ambiental. La característica de las instituciones socio-económicas no es el equilibrio,
sino el cambio evolutivo gradual. Esto significa que la historia no bascula de un
equilibrio a otro, es un proceso dinámico que evoluciona continuamente, en el que tanto
las preferencias como las situaciones varían, y cuya interacción impulsa la evolución.
Para estos autores, en la actualidad existe un amplio consenso en torno a la visión
ontológica básica de que las instituciones, las ideas y el ambiente cambian en un
proceso coevolutivo. (Lewis y Steinmo, 2011). En definitiva, parafraseando a Keynes,
se puede afirmar que la teoría evolutiva ofrece un marco general, dentro del cual se
pueden situar teorías particulares (Hodgson, 2002).

Todos estos estudios han puesto de manifiesto las debilidades del modelo de
crecimiento neoclásico como base de las políticas de desarrollo y el rechazo del
monocultivo. Se advierte que las instituciones occidentales han surgido a través de un
largo proceso de adaptación y no pueden copiarse al pie de la letra en los países en
desarrollo, y que la dependencia de la senda incide en la gradualidad del cambio y
dificulta la importación de instituciones occidentales (North, 2005; Shirley, 2008).

En concreto, Greif (2002) propone una agenda de investigación a partir de la


idea de que el desarrollo económico es un proceso histórico complejo en el que factores
económicos, políticos, sociales y culturales se interrelacionan para influir sobre el
bienestar de los individuos. Su programa de análisis incide en el estudio de la herencia
histórica de una sociedad expresada en sus instituciones y sus aspectos económicos,
políticos, sociales y culturales. El Estado se concibe como reflejo de la sociedad en la
que está inmerso, y su funcionamiento depende de la estructura de incentivos que
enfrentan los diversos individuos que constituyen su aparato. Por su parte, los mercados
no funcionan en el vacío y dependen de instituciones formales (derechos de propiedad y
seguridad contractual) e informales, que determinan los sujetos que intervienen, los
intercambios que se realizan y los términos del intercambio.
4.-A modo de reflexión

Como se decía más arriba, desde la literatura ortodoxa se argumenta que la obra
de North y otros institucionalistas ha tenido un doble impacto: en el mundo académico,
produciendo avances en la teoría y en el método; en las agencias del desarrollo,
reorientando los programas del fundamentalismo del mercado al fomento del buen
gobierno (Bates, 2010). Desde la literatura crítica se relativizan los avances,
reduciéndolos al ámbito académico, y se subraya que, en la práctica, tal influencia ha
conducido a la propuesta de monocultivo con resultados muy negativos, porque la
imposición externa de patrones institucionales reduce la posibilidad de que las
sociedades desplieguen su capacidad de construir sus propias instituciones que les
permitan opciones sociales efectivas (Rodrik, 1999). Se destaca la importancia de la
interacción entre instituciones formales e informales, y del grado de legitimidad del
cambio institucional en una cultura concreta, y se propone impulsar la capacidad de
deliberación, experimentación e innovación institucional de los propios países en
desarrollo, en lugar de adoptar instituciones occidentales (Evans, 2004; Chang, 2006).

Del debate entre ambas posiciones se desprende que hay que superar el
argumento de que “las instituciones importan” y profundizar en la naturaleza de las
instituciones para entender los factores que influyen en el bienestar social y plantear la
estrategia adecuada. De la literatura generada solo se puede inferir que instituciones y
desarrollo se influyen recíprocamente. Las instituciones son una causa más del
desarrollo, como la oferta de factores o la tecnología, que afectan a la oferta de factores
y su uso, pero estos factores, a su vez, inciden sobre el crecimiento, lo que, a su vez,
influye en la evolución de las instituciones (Pzeworski, 2004). El propio North (2006)
reconocía la carencia de una teoría dinámica adecuada que permitiera describir la
naturaleza no ergódica del mundo, explicar cómo se desarrolló el mundo desarrollado y
cómo realizar la transición del subdesarrollo al desarrollo.

En general, se admite que las instituciones no solo restringen las opciones, sino
que también instauran los criterios mismos por los que las personas descubren sus
preferencias. Sin embargo, para North, el dilema consiste en explicar la creación de las
condiciones favorables a la existencia de mercados con bajos costos de transacción y un
creciente bienestar material. Y, en materia de desarrollo sigue planteando la creación de
instituciones políticas que provean los bienes públicos básicos para el buen
funcionamiento de una economía, y pongan límites al poder gubernamental (North,
2005). La recomendación de instituciones que favorecen el crecimiento avalada por la
literatura ortodoxa no tiene en cuenta el papel de las instituciones como amortiguadores
contra la inestabilidad de un sistema guiado por la destrucción creativa (Evans y
Chang). En las dimensiones sociales (corrupción y capital social), económicas
(funcionamiento de los mercados y respeto a la propiedad privada) y políticas (libertad
y estabilidad políticas) que se incluyen en la construcción de indicadores de la calidad
institucional, se prescinde de la política social.

Pero, identificar "instituciones" que fomentan el crecimiento con la forma en que


los actores interactúan en un mercado con bajos costos de transacción y la normativa y
estructura organizativa que favorece esa interacción, y con la creencia en los valores
capitalistas, empobrece el análisis (Nelson y Sampat, 2001). Como sostienen Rodrik y
Subramanian (2003), la literatura ortodoxa enfatiza en las instituciones económicas
creadoras de mercado, en detrimento de las que lo regulan, lo estabilizan y lo legitiman.
Es decir, las que aseguran su funcionamiento y minimizan los riesgos de conflicto,
mediante medidas redistributivas y de protección social. La visión de la política
redistributiva como mera creación de rentas improductivas, minimiza el papel de la
distribución en la persistencia de instituciones disfuncionales y en el fracaso de la
acción colectiva, lo que esteriliza el debate (Bardhan, 2001, 2005). Chang (2004),
crítica la concepción ortodoxa de la política social como red de protección residual, que
no considera su significativa contribución al desarrollo, como en el caso de las políticas
sociales “escondidas” o “sustitutas” llevadas a cabo en la experiencia de desarrollo del
sudeste asiático. Y Mkandawire (2001) subraya que la política social debe concebirse
como la principal preocupación del desarrollo social, y situarse al mismo nivel que la
política económica, para asegurar un desarrollo equitativo y socialmente duradero.

Desde una perspectiva radical se argumenta que un verdadero giro institucional


implicaría ignorar las estrategias de desarrollo y las prescripciones de política pública
recomendadas por los "malos samaritanos" y consistentes con la estructura global
existente del poder económico (Chang, 2007). Si se quiere criticar el enfoque ortodoxo
institucional hay que plantear una interpretación alternativa de la relación instituciones
y desarrollo y proponer instituciones acordes con dicha interpretación. Desde una óptica
marxista, Ruccio (2011) parte de las siguientes premisas: las instituciones existentes en
los países en desarrollo reproducen las relaciones de explotación capitalista, porque
están formadas por las normas formales e informales que garantizan la apropiación de la
plusvalía por parte del capital; el excedente se distribuye de tal forma que fortalece
dichas instituciones y asegura las condiciones institucionales que lo han generado. Su
propuesta es crear instituciones alternativas que fortalezcan formas de no-explotación,
de desarrollo económico y social, y permitan a los productores directos del excedente su
apropiación.

Otro aspecto fundamental sobre el que Dutt (2011) llamaba la atención es el


relativo a la necesaria distinción entre crecimiento y desarrollo. En la nueva teoría del
crecimiento, la idea de buenas instituciones se vincula al logro de los fines establecidos
por la teoría económica ortodoxa. Acemoglu (2009) no distingue entre crecimiento y
desarrollo económico, argumentando que la evidencia sugiere una estrecha relación
entre las medidas de ingreso per cápita y otras medidas de desarrollo más generales. Se
sigue considerando el crecimiento del ingreso, estimado mediante índices de mercado,
la medida fundamental del desarrollo, y los fines sociales y políticos secundarios y
subordinados implícitamente a este indicador. Sin embargo, gran parte de las diferencias
de renta a nivel internacional pueden explicarse por la “herencia social” en materia de
educación, sanidad, infraestructuras y dotaciones colectivas (Sen, 1999).

La nueva economía institucional reflexiona en clave de desempeño económico


de los países para lograr el desarrollo, medido en términos de crecimiento de la
producción y de la renta. Se vincula la industrialización al desarrollo y se identifica país
desarrollado con país industrializado. El propio Chang, frente a la opinión de los
librecambistas, que abogan por concentrarse en la agricultura, o de los profetas de la
economía posindustrial que lo hacen por los servicios, se posiciona a favor de la
industria manufacturera, elemento diferenciador, históricamente, de los países ricos y
pobres. En su apoyo cita la defensa de Gerschenkron del papel de las instituciones
estatales y las relaciones financiero-industriales en las políticas de industrialización
tardía (Chang, 2007).

Stiglitz apuesta por ampliar el concepto de desarrollo, superar el fetichismo del


PIB y centrar el análisis en los estándares de vida (crecimiento sostenido y desarrollo de
la democracia). Su propuesta de desarrollo como "transformación de la sociedad"
implica "pensar científicamente", mediante la participación y el diálogo, para no
identificar crecimiento del PIB con desarrollo y, parafraseando a Hirschman, ir de la
economía a la política y a los asuntos sociales (Stiglitz, 2007). Hay que escapar de las
metáforas de producción y desarrollo y de su proyección institucional, cambiar
instituciones que regulan la valoración mercantil y considerar los costes sociales y
ambientales, y modificar la teoría de la propiedad, las leyes laborales y de protección
social.

Un nuevo concepto de desarrollo obliga a construir nuevos “imaginarios”


institucionales que introduzcan la noción de que las prioridades económicas, la
distribución de la riqueza y la estrategia de desarrollo deben establecerse mediante
procesos democráticos. Evans (2005) propone seguir la agenda de Sen y plantear el
debate público sobre la distribución de los bienes colectivos y de la estrategia de
desarrollo como piedra angular de cualquier proyecto de cambio institucional. La
propuesta de diálogo y compromiso de la comunidad de usuarios para solucionar la
„tragedia de los comunes‟ de Ostrom se sitúa en esa línea, y Chang (2007), en clara
sintonía con Sen, reivindica la noción de democracia entendida como “gobierno
mediante el debate”, porque inmuniza contra el mercado y genera valores (Sen, 2006,
2007). Frente al sistema político liberal, que basa la participación en el voto secreto, en
la democracia deliberativa, el voto expresa un juicio sobre la opción política más
adecuada para promover el bien común, y no la satisfacción de preferencias individuales
(Fung & Wright 2003).

Sen niega que el PIB sea una medida adecuada para comparar niveles de
bienestar y sitúa el tema de la elección pública de alternativas en el centro del
desarrollo. Su concepción del desarrollo como un proceso de expansión de las libertades
fundamentales se aleja de las visiones estrictas de desarrollo identificadas con el
crecimiento del producto nacional bruto, con el aumento de las rentas personales, con la
industrialización, con los avances tecnológicos o con la modernización social. El
crecimiento del PIB se considera un medio para expandir las libertades de que disfrutan
los miembros de la sociedad, pero se advierte que las libertades dependen de las
instituciones sociales y económicas (sanidad y educación), y de los derechos políticos y
humanos (libertad de participación política), cuya importancia no se mide por su
contribución al PIB o al fomento de la industrialización. Esta concepción del desarrollo
permite apreciar simultáneamente el papel de las instituciones en el proceso de
desarrollo, y reconocer el influyente papel de los valores sociales y de las costumbres
vigentes en las libertades de que disfrutan los individuos. La operatividad de este
enfoque depende de la valoración, mediante discusión pública, de los componentes de la
calidad de vida o del bienestar (Sen, 1999).

La teoría del desarrollo asumía que las preferencias eran exógenas, evitando las
cuestiones relativas a la elección pública, y planteando una definición tecnocrática de
los medios necesarios para aumentar la renta nacional. El enfoque de la capacidad
convierte en endógeno el proceso de formación de preferencias colectivas y en el núcleo
del análisis se sitúa la determinación de los mecanismos institucionales necesarios para
fomentar el debate público, es decir en las instituciones que facilitan las decisiones
colectivas sobre los fines del desarrollo. Esta estrategia participativa requiere
comprometer a la población en la discusión sobre los objetivos del desarrollo, las reglas
y los medios necesarios para conseguirlos. Además, como el cambio institucional
significa no solo la redefinición de reglas formales sino fundamentalmente la
realización de intereses y poder, la iniciativa está condenada al fracaso a menos que se
involucre a las élites en el proyecto (Portes, 2007). Para lograr esas formas deliberativas
de gobernanza económica que posibiliten a las personas elegir el tipo de vida que
valoran, a partir de las configuraciones institucionales existentes, Evans (2005) plantea
dos vías: nivelar el terreno cultural, diversificando las fuentes de información que recibe
el ciudadano, y crear capacidad colectiva para expandir la propia capacidad, invirtiendo
en la expansión de las oportunidades para la discusión y el intercambio públicos.

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