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CAPÍTULO 7

L A ILUSTRACIÓN ESCOCESA D E LSIGLO X V I I I

El análisis de la fisiocracia del capítulo 5 se propuso principalmente esbozar


el modelo económico que se expone en el famoso tableau économique de Ques-
nay. No constituye un estudio global de la escuela fisiocrática y sirve aún menos
como exposición del pensamiento social en Francia durante la última parte del si-
glo xvm, antes de la Revolución. La propia fisiocracia no gozó más que de una
popularidad fugaz en los círculos intelectuales, pero hubo muchos otros pensado-
res sociales franceses importantes en el período, entre los que se incluye Montes-
quieu, cuyo influyente análisis de la constitución inglesa examinamos en el
capítulo 4. Francia era antes de la Revolución un país de un vigor intelectual ex-
cepcional: Rousseau, Voltaire, Laplace, Lavoisier, Turgot, Condillac, Condorcet,
Diderot y D'Alembert son algunos de los otros nombres que aún se recuerdan
hoy. En las matemáticas, la ciencia natural y las ciencias sociales, todo parecía in-
dicar que Francia se estaba convirtiendo, durante la última parte del siglo xvm, en
la vanguardia intelectual de Occidente. La supremacía francesa sólo podía tener
un rival serio: Escocia.
Es indiscutible que si un observador imparcial del período tuviera que com-
parar a estas dos rivales no habría dudado del resultado final: Francia, un país de
veinticinco millones de habitantes (el doble de la población total del Reino
Unido), atrayendo su propio talento y el del resto de Europa hacia París y la bri-
llante corte de Versalles; Escocia, con millón y medio de habitantes y sin ningún
centro social y político comparable. Fue Escocia, sin embargo, la que se convirtió
en el semillero de la ciencia social moderna, que se desarrolló allí como parte de
un notable florecimiento que abarcó todos los ámbitos de la actividad intelectual.
Desde la perspectiva favorable de principios del siglo xvm, Escocia parecía ser
uno de los lugares de Europa con menos probabilidades de que se crease un foco
de innovación intelectual. Aunque había rechazado la dominación de la Iglesia
católica, había sucedido a ésta una de las formas más rígidas y fanáticas de pro-
testantismo. John Knox (¿15147-1572), el creador del presbiterianismo escocés,
era un firme partidario de la enseñanza oficial, pero consideraba que la función de
130 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

ésta era inculcar una doctrina fijada, no estimular a las mentes inquisitivas. La
Iglesia presbiteriana escocesa absorbía todo el talento intelectual que afloraba a la
superficie en la sociedad y lo ponía al servicio de la eliminación de toda novedad
considerándola herejía. Y luego, de pronto, a mediados del siglo xvm, se despeja-
ron las nieblas de la ignorancia y Escocia pasó de ser uno de los países más atra-
sados de Europa a ser uno de los más civilizados. A figurar, de hecho, durante un
período, en la vanguardia de los acontecimientos que han llevado a los historiado-
res a calificar el siglo xvm como la era de la Ilustración. Esto quizás fuera debido
en parte a los vínculos más íntimos con Inglaterra a partir de la Ley de Unión de
1707, que pasaron a ser definitivos con el fracaso de la rebelión jacobita de 1745;
y no hay duda que tuvieron cierta influencia en el asunto los cambios económicos
que fortalecieron la industria escocesa en la segunda mitad del siglo xvm. Pero los
historiadores confesarán sin dudar que no se ha podido ofrecer, hasta el momento,
una explicación convincente de las razones de esta ascensión de Escocia.
Fuesen cuales fueran las causas, constituyó un fenómeno verdaderamente
notable. Un historiador moderno de Escocia lo describe así:

Escocia avanzó muchísimo en los campos del estudio y de la erudición, de la


escritura fantástica y del arte creador. Sus universidades eran admiradas en todas
partes, se alababa a sus poetas, novelistas y artistas, sus filósofos e historiadores
se ganaron la atención respetuosa de los pueblos civilizados y los libros y revistas
que salían de sus prensas influían en la opinión pública del mundo entero (George
S. Pryde, Scotlandfrom 1603 to the Present Day, 1962, p. 162).

David Hume, él mismo uno de los principales creadores de este fenómeno y su


personalidad más destacada de importancia permanente, escribía ya en 1757:

Es realmente admirable cuántos hombres de talento produce en la actualidad


este país [Escocia]. No es extraño que en una época en que hemos perdido nues-
tros príncipes, nuestros parlamentos, nuestro gobierno independiente, incluso la
presencia de nuestra nobleza principal, y nos sentimos desgraciados por nuestro
acento y nuestra pronunciación, una época en la que hablamos un dialecto muy
I corrupto de la lengua que utilizamos; no es extraño, repito, que tengamos que ser
en estas circunstancias el pueblo que más se distingue en toda Europa por su lite-
ratura (citado porE. C. Mossner, Life of David Hume, 1980, p. 370).

Hume entendía por «literatura» producciones intelectuales de todo género;


Escocia se distinguía en las ciencias tanto como en la filosofía y en las artes. La
escuela de medicina de la Universidad de Edimburgo era tan famosa que afluían a
ella en tropel los estudiantes de todas partes, incluidos los Estados Unidos. Joseph
Black, médico y químico de la Universidad de Glasgow y más tarde de la de Edim-
burgo, contribuyó mucho al progreso de la química elaborando sus teorías del calor
latente y el calor específico. Gracias a su descubrimiento del dióxido de carbono,
los científicos llegaron a la conclusión de que había más de un tipo de gas
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 131

(«aire»). Dos de sus discípulos descubrieron el nitrógeno y el estroncio. Black fue


amigo de James Watt, al que alentó en sus trabajos para crear el motor de vapor,
cuyas consecuencias prácticas fueron trascendentales. James Hutton, otro médico
escocés, en un trabajo leído ante la Real Sociedad de Edimburgo en 1785, inició
una revolución en la ciencia de la geología al afirmar que la historia de la Tierra
se puede explicar extrapolando hacia atrás procesos que aún siguen actuando en
el planeta (como, por ejemplo, la erosión). En las artes, la principal aportación es-
cocesa fue en la arquitectura: los hermanos Adam y otros escoceses dominaron la
arquitectura innovadora en todo el Reino Unido durante este período. Y los esco-
ceses merecen también mención especial como editores, pues iniciaron en 1771 la
Encyclopaedia Britannica, que siguió siendo durante más de un siglo la publica-
ción más importante de su género en inglés. Y la Edinburgh Review, fundada en
1802, fue la primera publicación periódica de alta calidad que consiguió con-
vertirse en característica de la vida intelectual moderna. En 1762, Voltaire co-
mentaba: «Es de Escocia de donde recibimos normas de gusto en todas las
artes: desde el poema épico a la jardinería» (Pryde, p. 176). Esta observación
pretendía ser sin duda un comentario cáustico sobre la presunción de los esco-
ceses, pero a finales de siglo podía haberse formulado como un comentario ló-
gico y natural.
Los pensadores escoceses que más nos interesan son los que aportaron inno-
vaciones a las ciencias sociales. Las principales figuras fueron Francis Hutche-
son, Adam Ferguson, Thomas Reid, Dugald Stewart, Lord Kames (Henry Home),
Lord Monboddo (James Burnet), David Hume y Adam Smith. Los dos últimos
son los que tienen una significación permanente y destacada. No podemos exami-
nar aquí las ideas de todos estos pensadores. Analizaré primero las características
generales más importantes del grupo como un todo en el apartado 1 y prestaré
luego atención especial a las ideas e influencias de David Hume y Adam Smith en
los apartados 2 y 3 respectivamente.

1. L a filosofía moral escocesa

Para el lector moderno, el término «filosofía moral» indica la rama de la fi-


losofía que trata de la ética: una parte relativamente pequeña de una de las mu-
chas unidades departamentales del temario de la universidad moderna. En el
siglo xvm, el término tenía un sentido mucho más amplio; abarcaba no sólo la to-
talidad de lo que hoy clasificamos como «filosofía», sino la mayoría de las cues-
tiones que incluimos hoy en las divisones de ciencias sociales y humanidades de
una universidad moderna. Los historiadores han llamado con frecuencia la aten-
ción sobre el hecho de que las ciencias sociales evolucionaron a partir de materias
que anteriormente se incluían en la filosofía moral, y a veces se deduce de ahí
que el origen de la ciencia social moderna fue la ética. Esto es históricamente
falso, es un error debido a que se asigna el significado del siglo xx a un término
132 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

del siglo xvm. La materia temática de la filosofía moral que más tarde se convir-
tió en las diversas ciencias sociales no estaba totalmente divorciada de la ética,
pero no tenía una conexión particularmente fuerte con ella.
En realidad, la fuente principal de inspiración de los pensadores del siglo xvm
fueron los éxitos de las ciencias naturales. Se admiraba en especial el sistema de
Newton como un modelo al que debían aspirar los estudiosos. Alexander Pope, el
poeta del siglo xvm, sólo exageraba un poco la opinión de los pensadores de la
Ilustración cuando escribió este famoso pareado en su Ensayo sobre el hombre
(1733-1734):

La naturaleza y sus leyes estaban ocultas en la noche;


dijo Dios «hágase Newton» y todo se hizo luz.

Newton tituló su gran obra Principios matemáticos de filosofía natural


(1687), lo cual demuestra claramente que el término «filosofía» no debería inter-
pretarse en su sentido actual. Llamar a un libro de física «filosofía» parecería hoy
un mal uso del lenguaje, pero en la época de Newton y a lo largo del siglo si-
guiente fue la terminología usual. Samuel Johnson comentó una vez que un libro
de cocina debería estar basado en «principios filosóficos», con lo que se refería a
un conocimiento de las leyes generales que rigen los fenómenos más que a un
simple conjunto de recetas que se siguen sin entenderlas. Cuando un autor del si-
glo xvm califica una proposición de «antifilosófica» quiere decir que carece de lo
que llamaríamos hoy fundamentos «científicos». El uso moderno del término
«ciencia» se inicia a principios del siglo xix. Cuando se utilizaba en el siglo xvm,
como lo utilizó, por ejemplo, Alexander Pope, significaba conocimiento gene-
ral. H. L . Mencken, en su libro The American Language, indica que, todavía en
1890, la palabra «científico» se calificaba en Inglaterra de «americanismo in-
noble».
Durante el siglo xvm se hablaba mucho de ampliar la aplicación de «princi-
pios filosóficos» al campo de la conducta humana. Esto es lo que vino a significar
aproximadamente el término «filosofía moral». El propio Newton había dicho al
terminar su libro Óptica (1704) que, si se perfeccionase la filosofía natural por el
uso del método científico, podían esperarse beneficios también para la filosofía
moral. Probablemente fuera esto lo que pensaba David Hume cuando escribió la
mayor obra filosófica desde Aristóteles y la tituló Tratado sobre la naturaleza
humana, que es una tentativa de introducir el método experimental de razona-
miento en cuestiones morales (1739-1740). Hume no entendía por «método expe-
rimental» los experimentos de laboratorio, sino, más ampliamente, el enfoque
general de las ciencias, que contrastaba notoriamente con los áridos métodos a
priori de la filosofía escolástica. En opinión de Hume, el equivalente del experi-
mento del laboratorio era en los fenómenos sociales la historia, que proporciona
datos empíricos. El método científico, al utilizar las pruebas de la experiencia
aplicándolas a temas morales, llevaría a la creación de una filosofía moral, un
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cuerpo general de conocimientos basado en los principios de la naturaleza hu-


mana, al igual que este método, en manos de hombres como Newton, había
creado la filosofía natural, un conocimiento basado en el descubrimiento de las
leyes fundamentales que rigen los fenómenos naturales.
¿Cómo abordaban los filósofos morales escoceses la «naturaleza hu-
mana»? El punto principal que habría que tener en cuenta es que no enfocaban
al hombre en términos religiosos o teológicos. No se consideraba al hombre
como un hijo de Dios, que participaba de cualidades divinas, con derechos y de-
beres derivados de su condición especial en un cosmos creado por Dios. Era uno
más entre las muchas especies de animales que vivían sobre el planeta; diferente
de los demás animales en aspectos importantes sin duda, pero sin el género de di-
ferenciación categórica en que insistían las religiones que le separaban del resto
del mundo natural. La palabra más importante del término «naturaleza humana»
era la de «naturaleza», interpretada tal como veían la naturaleza los «filósofos na-
turales» (es decir, los físicos, médicos, biólogos y otros científicos). La filosofía
moral no era más que la rama del estudio general de los fenómenos naturales que
trataba del hombre.
Esta visión del hombre no sorprende a alguien familiarizado con el pensa-
miento de Hume, porque Hume era un «escéptico», es decir, un hombre que du-
daba de muchas cosas en las que otros creían firmemente, incluyendo, a este
respecto, los artículos de fe del cristianismo y, en realidad, toda religión. Pero ese
mismo punto de vista sobre la naturaleza humana lo adoptaron también los demás
filósofos morales escoceses, la mayoría de los cuales no compartían el escepti-
cismo religioso de Hume y tendían a hablar libremente de la «Providencia» o la
«Deidad» como si no dudaran de la existencia de un ser trascendente que creó en
un principio y continúa supervisando el universo. Resulta más fácil de entender
cómo los hombres de fe religiosa eran capaces de adoptar el criterio de que la
existencia humana y la conducta del hombre eran fenómenos naturales si tenemos
en cuenta un cambio importante que se produjo en la teología que adoptaron los
intelectuales progresistas durante el siglo xvm.
El problema filosófico más fundamental de la teología es el fundamento de
la propia fe en determinados puntos de la doctrina o, en realidad, en la existencia
misma de un ser supremo. La gran polémica en torno a esta cuestión, que se inició
en el siglo xvn y se prolongó a lo largo del xvm, se desarrolló entre quienes
creían que la prueba de la fe religiosa la proporcionaba la revelación (es decir, por
ejemplo, la obra de Dios mostrada directamente al hombre a través de las Sagra-
das Escrituras, los milagros, etc.) y quienes creían que la prueba se hallaba en los
fenómenos naturales, cuyo orden probaba que habían sido creados por un ser tras-
cendente. Del mismo modo que la existencia de un reloj es prueba de que tiene
que haber habido un relojero, la existencia del mundo natural, tan complejamente
diseñado, es prueba de la existencia de un diseñador cósmico. Isaac Newton, en la
segunda edición de sus Principios, comentaba que «este bellísimo sistema del sol,
los planetas y los cometas sólo podría proceder del consejo y el poder de un ser
I SCOTT
134 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

depart inteligente y poderoso». Para Newton, estudiar la naturaleza era equivalente a es-
Histor tudiar a Dios. En el siglo siguiente esto se convirtió en una defensa de la proposi-
Univei ción más básica de la teología.
autor ( Este enfoque de la teología, al que se denominó «religión natural» o «deísmo»,
(Colur se hizo muy popular entre los intelectuales que se ufanaban de ser modernos, aun-
de nur que las personas religiosas de mentalidad conservadora considerasen que era prác-
ticamente equivalente al ateísmo directo. Su consecuencia fue desviar la atención
especi
de los textos sagrados y los comentarios interminables sobre ellos de generacio-
investí
nes de teólogos y filósofos escolásticos, y orientarla hacia el estudio empírico de
y la m
la obra de Dios en la naturaleza. De este modo el cristiano no tenía que conver-
socialt tirse en un escéptico para adoptar el criterio de que hacer progresar la «filosofía
moral» era estudiar las características del hombre como un fenómeno natural. Por
este medio era precisamente por el que realizaba la religión su primera adaptación
a la ciencia.
Pero no basta con considerar al hombre un fenómeno natural para dotar de
fundamentos a la ciencia social. Si pretendemos establecer leyes generales, como
los demás científicos, ha de haber una uniformidad suficiente en la naturaleza hu-
mana para justificar la validez de proposiciones generales. El rasgo más notable
del pensamiento de los filósofos escoceses fue, en parte, su insistencia en la se-
mejanza de los seres humanos. Se apartaban con ello de forma notoria de la opi-
nión común contemporánea, incluso entre los cultos (o puede que sobre todo
entre ellos). Cuando se encuentra, en un libro del siglo xvm, el término «pueblo»,
lo más probable es que el autor pretenda referirse a mucho menos de la mitad de
la población, excluyendo los «estamentos inferiores», a los que se consideraba
más próximos a las «bestias» que al «pueblo» en su carácter intrínseco, y en su
estatus correspondiente en el orden social. La idea de que los hombres difieren
enormemente era apoyada durante esta época por una corriente continua de cróni-
cas de viajes a tierras inexploradas en las que se destacaban, y exageraban, las
prácticas desconocidas y a veces extrañas que habían observado los viajeros, que
demostraban la existencia de seres que, aunque miembros de la especie biológica
Homo sapiens, no podía considerarse que compartieran una naturaleza común con
los europeos o, al menos, con aquellos europeos que escribían y leían libros.
Sin embargo, los filósofos morales escoceses insistían en la uniformidad de
la naturaleza humana. Las narraciones sobre tierras exóticas las consideraban
prueba de la diversidad de la cultura humana, no de diferencias en la naturaleza
humana básica. Francis Hutcheson advertía contra la tendencia a contemplar con
asombro las prácticas de otras culturas, lo mismo que podríamos contemplar fas-
cinados la conducta de animales extraños. Kames y Monboddo, los miembros del
grupo con mayor interés por lo que hoy llamamos antropología, se tomaron esta
cuestión a pecho y se esforzaron por cribar las crónicas sensacionalistas de cultu-
ras exóticas para obtener el oro auténtico: los rasgos comunes de la humanidad.
David Hume, que fue, como historiador, uno de los creadores de la historiografía
moderna, adoptó la opinión de que «la humanidad es prácticamente la misma, en
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 135

todas las épocas y lugares, hasta el punto de que la historia no nos informa de
nada nuevo o extraño a este respecto. Su utilidad principal es únicamente descu-
brir los principios constantes y universales de la naturaleza humana».
La adopción de este punto de vista por Adam Smith se convirtió en el funda-
mento de la teoría económica, como luego veremos. Es importante apuntar aquí
que se convirtió también en la base de la economía normativa, pues cuando Smith
investigó «la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones», incluía a to-
dos los habitantes dentro del término «nación», lo que le llevó inmediatamente a
declarar (para sorpresa de algunos de sus contemporáneos) que una nación no
puede considerarse rica si sus clases más bajas (que constituyen el mayor nú-
mero) son pobres. Antes de Adam Smith la actitud habitual era considerar a los
miembros de la clase trabajadora proveedores necesarios de fuerza de trabajo en
una empresa cuyo principal objetivo era aumentar el poder y la magnificencia de
la «nación», representada por sus «estamentos superiores». A l considerar a la
clase trabajadora parte integrante de la nación cuya cultura y riqueza estudiaban,
Smith y el resto de escoceses prepararon las bases para el desarrollo del utilita-
rismo, que se convirtió en la filosofía social más influyente del siglo xix. Fue
Francis Hutcheson quien acuñó el lema «la mayor felicidad para el mayor nú-
mero», frase que Jeremy Bentham y sus discípulos utilizaron como credo utili-
tarista.
A los filósofos morales escoceses les interesaba sobre todo la conducta so-
cial del hombre. Pero se trataba de una mayor precisión en el enfoque más que
una limitación del campo, puesto que, en su opinión, el hombre es por naturaleza
un animal social. El hombre no es único en este aspecto, igual que no lo es en
otros. Lord Kames pensaba que se podía aclarar en parte la socialidad humana es-
tudiando la conducta de otras especies de mamíferos que viven en grupos, e hizo
algunos intentos de reunir información sobre ello. Lo que diferencia al hombre
del resto de los animales es que su vida social se desarrolla por medio de una es-
tructura de instituciones sociales, muy complejas en las sociedades avanzadas,
que desempeñan funciones esenciales en la enculturación de los menores y orga-
nizan las actividades de los individuos en una empresa colectiva coordinada. Así
pues, el gran interés de los escoceses por las instituciones sociales era reflejo de
su opinión de que el hombre es inevitablemente un ser social, y que su capacidad
para llevar una buena vida y mejorar en ella depende de la calidad de su organiza-
ción política, social y económica. Los filósofos escoceses prestaron atención res-
petuosa a la tesis de Rousseau de que las instituciones sociales son perjudiciales y
pervierten el carácter primario del hombre en su estado natural idílico, pero el
francés con quien estuvieron más de acuerdo fue Montesquieu, que afirmaba que
era puro disparate concebir al hombre como otra cosa que una criatura social. «El
hombre nace en sociedad y en ella permanece», era un comentario de Montes-
quieu que los moralistas escoceses citaban a menudo.
Para los filósofos escoceses, y para algunos otros escritores del momento, el
carácter dual del hombre planteaba un problema que se relaciona con el núcleo
136 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

básico de la ciencia social. Como individuos somos egocéntricos, pero como


miembros de la sociedad albergamos sentimientos de benevolencia hacia otros y
a veces actuamos de una forma que refleja altruismo más que egoísmo. ¿Cómo se
armonizan estas características aparentemente opuestas? Ya vimos que Hume
analizaba el problema del orden social exclusivamente en función del egoísmo;
los individuos egocéntricos suscriben un contrato social y se someten a un sobe-
rano, no por el bien de los demás o por algo que pudiese describirse vagamente
como el «bien público», sino cada uno en beneficio propio. Este prístino indivi-
dualismo no atraía a los filósofos escoceses, ni como psicología ni como ciencia
social. La gran aportación de Adam Smith fue demostrar que el poder de un sobe-
rano absoluto no es el único medio de conseguir orden social en un mundo de in-
dividuos egocéntricos, pero su primer libro, Teoría de los sentimientos morales
(1759), estaba dedicado a un estudio de psicología social, y no en la tendencia del
hombre a desear el bienestar de los demás.
Smith no ofrece ninguna solución al conflicto evidente entre egoísmo y be-
nevolencia, dando así origen a un debate, que no ha cesado aún, sobre si los senti-
mientos morales y la riqueza de las naciones son o no contradictorios en su
concepción de la naturaleza psicológica del hombre. Pero algunos de los contem-
poráneos escoceses de Smith sí abordaron el problema. David Hume afirmaba, en
su Tratado sobre la naturaleza humana, que todo el mundo tiene en cuenta el
bienestar de las demás personas, pero que no se le da tanta importancia como al
propio. La importancia que se le otorgue puede ser grande si la otra persona es un
miembro de la familia, pero disminuye respecto a los menos próximos, y puede
llegar a ser muy pequeña cuando se considera el bienestar de personas que perte-
necen a culturas muy distintas. Lo que Hume tenía en la cabeza era la idea de lo
que los sociólogos modernos llaman «distancia social». Es decir, argumentaba que,
si bien no se desdeña completamente el bienestar de los demás, se desconsidera
progresivamente a medida que aumenta la distancia social. Algunos autores (en-
tre ellos Francis Hutcheson, profesor de Smith) habían trazado ya, antes de
Hume, un paralelismo entre los efectos de la distancia social y la ley de la atrac-
ción gravitatoria de Newton, afirmando incluso que la mencionada tendencia psi-
cológica se ajustaba a la fórmula específica de éste, según la cual la fuerza de
atracción entre dos masas es inversamente proporcional al cuadrado de la distan-
cia que las separa. La ciencia social de principios del siglo xix dejó a un lado el
problema de cómo pueden armonizarse la benevolencia y el egoísmo como pro-
piedades de la naturaleza humana, debido al predominio de la psicología utilita-
rista, centrada exclusivamente en el propio interés, pero el problema volvió a
plantearse en la sociología moderna y, recientemente, en la economía, siguiendo
la misma línea de enfoque que había propuesto Hume dos siglos antes.
En cuanto al sector de la ciencia social que había experimentado un desarro-
llo significativo antes de la época de la Ilustración escocesa (la teoría política), los
moralistas escoceses rechazaron con firmeza la metodología imperante. Como vi-
mos en el capítulo 4, el enfoque del análisis político que adoptaron Hobbes y
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 137

Locke fue concebir la institución del Estado como una maquinaria creada por una
actuación definida, un contrato o alianza acordada por individuos en el «estado de
naturaleza». En mi opinión, creo que los escoceses se daban cuenta de que Hob-
bes y Locke no pretendían que se interpretara esto literalmente como descripción
histórica de unos sucesos reales, pero les parecía gravemente engañoso incluso
como esquema hipotético o metafórico. David Hume, Adam Smith, Adam Fergu-
son y otros atacaron con firmeza el concepto de sociedad basado en un contrato.
El concepto de «estado de naturaleza» se consideraba inadmisible, puesto que el
hombre siempre había vivido dentro de un marco de instituciones sociales, y algu-
nas en concreto, como el Estado, se habían ido formando de un modo natural y gra-
dual. Pensar que hubiera podido instituirse el Estado por medio de un contrato
diferenciado, o incluso pensar que constituía un contrato implícito o un contrato hi-
potético era, en su opinión, una forma estéril de abordar su estudio.
Esta actitud frente a la teoría contractual de la sociedad y del Estado se gene-
ralizó durante el siglo xix. Aunque se seguía respetando a Locke por su filosofía
empírica del conocimiento y por el impulso liberal de su teoría política, perdió
apoyo el enfoque contractual. A medida que fue desarrollándose la ciencia polí-
tica, fue centrándose sobre todo en la evolución de las instituciones políticas y de
sus papeles funcionales en la organización social. Ha habido en años recientes un
resurgir de la teoría contractual, del que es ejemplo en el campo de la filosofía
ética la obra de John Rawls Teoría de la justicia (1971), y el análisis de las insti-
tuciones colectivas que ha iniciado The Calculus of Consent (1962) de J. M . Bu-
chanan y Gordon Tullock.
Como indicábamos en el capítulo 4, cuando analizábamos la teoría política del
siglo xvn, Hobbes sostenía que era necesario un gobierno de poder sin limitaciones
para el mantenimiento del orden social, para impedir que estallase el conflicto anár-
quico de todos contra todos. Los moralistas escoceses no sólo rechazaban la con-
cepción de la sociedad de Hobbes basada en una alianza entre sus miembros, sino
también su concepción del papel del Estado en el orden social. Para ellos, la so-
ciedad funciona como una empresa coordinada en gran parte porque se autogo-
bierna, al igual que sucede en el mundo natural. Todo newtoniano puede
argumentar sin problemas que Dios hizo las leyes de la naturaleza pero que, una
vez establecidas, son esas leyes, no la intervención de Dios, quienes controlan la
órbita de los planetas o la caída de una piedra. Los filósofos escoceses considera-
ron el campo de la conducta humana regido, de modo similar, por leyes semejan-
tes a las leyes de la naturaleza, no por leyes hechas por soberanos o legisladores y
aplicadas por la policía y los tribunales.
Suele atribuirse a Adam Smith la idea de que el sistema social se apoya en
un mecanismo natural de orden espontáneo, debido a la importancia que esa idea
tiene en La riqueza de las naciones, pero ésta era una concepción de la sociedad
generalizada entre los moralistas escoceses y no hay ningún motivo real para atri-
buirla específicamente a Smith, que nunca la reclamó como suya. Como vimos en
el capítulo 5, los fisiócratas tenían en Francia la misma idea. Este concepto de un
138 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

orden espontáneo (orden social sin que nadie dé órdenes; orden sin estructura je-
rárquica) tuvo una enorme importancia en la evolución posterior de las ciencias
sociales, especialmente de la economía. A partir del siglo xvm puede conside-
rarse que toda la economía (incluida la economía marxiana) es en parte un análi-
sis de cómo opera este orden espontáneo, como base necesaria para valorar sus
funciones según los objetivos o fines previstos o como fundamento de propuestas
para modificar su funcionamiento o para sustituirlo por otros métodos de coordi-
nación, con el fin de lograr una mayor eficacia en la consecución de esos objeti-
vos o de otros. La cuestión de cómo se logra y se mantiene el orden social es
también, claro está, un tema básico de otras ciencias sociales, y una cuestión de
gran importancia en la filosofía política. La idea de orden espontáneo se analizará
más detenidamente en este mismo capítulo y en el capítulo 10, donde veremos
que algunas versiones de ella proceden del concepto metafísico de «armonía na-
tural», una idea que no es atribuible a Adam Smith ni al resto de los filósofos es-
coceses. Pero tendremos que aplazar, por ahora, el análisis de esta cuestión.
Antes de dar por terminado este repaso de los escritores escoceses del si-
glo xvm hemos de abordar otra cuestión. He procurado no denominarlos con
un término colectivo como «escuela escocesa», y menos aún con un epónimo
como «hutchesonianos» o «smithianos», o algo similar. El motivo de ello es que,
aunque el grupo compartía las ideas generales que hemos expuesto, discrepaban
en muchas cuestiones y estaban satisfechos de discrepar; ninguno de ellos sentía
necesidad de ajustar sus opiniones a las de otro con el fin de llegar a una doctrina
común. No tenían un «jefe», no formaban una secta, no hacían propaganda de un
conjunto de ideas que consideraran un núcleo doctrinal. Se conocían bien entre
ellos y discutían, pero sin pretender fundar ningún tipo de institución. Esto con-
trasta notoriamente con los fisiócratas, y, como veremos más adelante, con nume-
rosas tendencias de la ciencia social del siglo xix. Uno de los temas importantes
que se halla presente a lo largo de la historia de la ciencia social es la tendencia de
los científicos sociales a formar facciones dedicadas a defender una doctrina o a
propagarla, en vez de realizar investigación científica (y a veces como si lo
fuera). Los moralistas escoceses, curiosamente, estaban libres de esta caracterís-
tica tan generalizada de la naturaleza humana.

2. David Hume (1711-1776)

David Hume era el más pequeño de los tres hijos de Joseph Hume, el cual vi-
vía una vida desahogada desarrollando conjuntamente las actividades de abogado
en Edimburgo y propietario rural de una finca modesta que había heredado de sus
antepasados. El biógrafo moderno de Hume dice de la familia que «aunque no
destacaban por su riqueza, los progenitores de David Hume disfrutaban de una
posición desahogada y eran lo suficientemente distinguidos para transmitir cierto
orgullo de estirpe a su hijo más famoso» (E. C. Mossner, The Life of David Hume,
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 139

1980, p. 7). Joseph Hume murió cuando David tenía sólo dos años de edad, así
que las influencias de la primera etapa de su educación, que constituiría la base de
la formación del gran filósofo, deben atribuirse a su madre, que no volvió a ca-
sarse y se consagró a la administración de la hacienda y a educar a sus hijos. La
instrucción inicial de éstos corrió a cargo de tutores hasta que se consideró a Da-
vid y a su hermano lo suficientemente preparados como para ingresar en la Uni-
versidad de Edimburgo. Sucedió esto en 1722, cuando David tenía 11 años y su
hermano John, 13; en el siglo xvm los jóvenes maduraban antes que hoy. David es-
tuvo tres años en Edimburgo y al parecer fue durante ese período cuando empezó a
desarrollar las ideas que tanto habrían de influir en la filosofía occidental.
David, al ser el más pequeño de los dos hijos, sabía desde la juventud que
tendría que ganarse la vida, porque, de acuerdo con la institución imperante del
mayorazgo, la finca familiar la heredaría su hermano mayor. El tenía una pequeña
herencia propia, suficiente para vivir, pero nada más. Decidió hacer fortuna, y ha-
cerse famoso además, escribiendo, y empezó a hacerlo con toda seriedad hacia
los dieciocho años, dedicándose a estructurar las tesis de un libro que se publica-
ría diez años después con el título de Tratado sobre la naturaleza humana (vols. I
y I I , 1739, vol. I I I , 1740). Hume acabó logrando fama y fortuna, pero no como
había pensado. La atención que se otorgó al Tratado fue escasa y no se vendió lo
suficiente para que se publicara una segunda edición en vida del autor. Hume in-
tentó superar la impopularidad del Tratado publicando una versión corregida y
simplificada de sus ideas que tituló Ensayos sobre el entendimiento humano
(1748) e Investigación sobre los principios de la moral (1751). Estos libros no tu-
vieron las consecuencias deseadas respecto a la popularidad de Hume como escri-
tor, pero éste había empezado a publicar al mismo tiempo trabajos breves sobre
cuestiones políticas y sociales que fueron muy bien recibidos y le proporcionaron
mucha fama como pensador y como maestro de la prosa inglesa. En la década de
1750 empezó a escribir y a publicar, en volúmenes sucesivos, su Historia de In-
glaterra (6 vols., 1754-1762), que consolidó su reputación en el mundo literario.
Hume no fue reconocido en vida como filósofo importante: en realidad, no lo fue
hasta que Immanuel Kant comprendió que había planteado el problema más im-
portante de la filosofía y consagró su propia inteligencia vigorosa a dar solución a
lo que pasó a conocerse como el «problema de la inducción». Gran parte del pen-
samiento filosófico importante de los dos últimos siglos ha girado en torno a este
problema, y a otros problemas que planteó Hume. La importancia de éste en la fi-
losofía occidental es hoy indiscutible.
El que se menospreciara a Hume como filósofo durante su vida no significa
que pasasen inadvertidas sus ideas. Su filosofía era escéptica, inducía a dudar de
muchas cosas que anteriormente se daban por supuestas. Respecto a la religión,
resultaba evidente para cualquier lector que Hume no era cristiano, que dudaba de
la validez de los argumentos que pretendían demostrar la existencia de Dios y, en
realidad, de que fuese demostrable por algún método racional semejante proposi-
ción. Además, es evidente que tenía una pobre opinión de las instituciones reli-
140 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

giosas organizadas. La Iglesia católica incluyó su nombre en el índice de libros


prohibidos en 1761, citando simplemente opera omnia (todas sus obras), prohi-
biendo así todos los escritos del gran hereje, anteriores y futuros, de un modo
simple e indiscriminado. La Iglesia de Escocia intentó excomulgarle en 1755-
1757. La tentativa fracasó, principalmente porque se reconoció que se basaba en
el supuesto anacrónico de que Hume estaba sometido a la jurisdicción de la Igle-
sia. En otra época, o en otro país, Hume habría sido quemado y sus libros con él,
pero en la Escocia del siglo xvm la asamblea general de la Iglesia presbiteriana
escocesa sólo consiguió ponerse en ridículo. Sin embargo, la oposición a Hume
por su escepticismo general y sus opiniones sobre la religión bastó para impedir
que se le nombrase para un puesto de profesor universitario, cosa que a él le ha-
bría gustado. El ataque más vigoroso de Hume a la religión no se publicó hasta
después de su muerte, aunque lo había escrito veinticinco años antes {Diálogos
sobre la religión natural, 1779).
Dentro del ámbito de este estudio hemos de limitarnos a abordar el signifi-
cado de Hume para la historia y la filosofía de las ciencias sociales. La filosofía
general de Hume, tratando como trata de la naturaleza del conocimiento y la con-
dición de conceptos tan cruciales como la causalidad, no es separable de los te-
mas fundamentales de la filosofía de la ciencia social, pero embarcarse en el
estudio de su filosofía del conocimiento en su relación con la ciencia social, sería
una tarea demasiado ardua. Así pues, en el cuerpo general del texto que sigue me
limitaré a centrarme en las aportaciones más directas de Hume a la ciencia social.
En las «notas» que siguen a este apartado se ofrece un breve esbozo de la filosofía
general de la ciencia de Hume, y se intenta mostrar su relación con cuestiones
como las que se plantearon en el capítulo 3 sobre las «leyes sociales».
Ya nos referimos antes, en el apartado 1, a la tensión que existía en el pensa-
miento de la Ilustración escocesa entre el reconocimiento del hombre como una
criatura social y la insistencia en su individualidad. Esta tensión ideológica es no-
toria en el pensamiento de David Hume. Veamos cómo intentó resolverla.
El problema se centra en la dualidad de egoísmo y benevolencia en la natu-
raleza del hombre. Thomas Hobbes había afirmado que el hombre es una criatura
absolutamente egocéntrica, tanto en el «estado de naturaleza» como, después del
contrato, en la sociedad civil. Hume rechazó la posición de Hobbes porque según
él no reconocía que la sociedad es parte de la naturaleza del hombre. ¿Significa
eso que el hombre es benévolo por naturaleza con sus semejantes? Como decía-
mos antes, Hume sostenía, siguiendo a otros filósofos escoceses, que el hombre
es egoísta en el sentido de que valora su propio bienestar por encima del de los
demás. Pero no hasta el punto de que asigne un valor cero a éste. Una persona
egocéntrica puede sacrificar su propio bienestar por el de los demás si la pérdida
es para él pequeña y la ganancia grande para otros. Además, un individuo valora-
ría el bienestar de otros de forma distinta según su proximidad social a él, una
idea que se relaciona con una proposición importante de la sociología social: la
tendencia de la mayoría de los individuos a prescindir del bienestar de otros en
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 141

proporción directa con su grado de «distancia social» respecto a ellos. Partiendo


de este razonamiento, se comprende fácilmente lo que Hume pensaba al afirmar
que el problema de la justicia sólo surge en un mundo de escasez económica, cu-
yos habitantes muestran una «generosidad reducida» hacia sus semejantes. De-
bido a la escasez no puede aumentar el bienestar de todos de forma ilimitada, por
lo que surge el problema de cómo han de distribuirse entre los individuos los es-
casos bienes de los que se dispone; «generosidad limitada» no es más que la
forma que tiene Hume de expresar lo que los sociólogos modernos llaman «des-
cuento de distancia social».
Hume razonaba a veces como si las cuestiones morales no fuesen más que
cuestión de costumbre y de convención, lo que parecería llevarnos a un grado de
relativismo moral que pocas personas estarían dispuestas a aceptar. Pero su obje-
tivo principal a este respecto no era socavar nuestros juicios morales, sino poner
en entredicho los argumentos con que se defendían; al igual que en su examen de
la religión no atacaba las doctrinas concretas del cristianismo, ni las de ninguna
otra religión, sino las «demostraciones» que los creyentes esgrimían pretendiendo
demostrar que sus doctrinas eran verdaderas. Hume sostenía que no es posible de-
mostrar la veracidad (o la falsedad) de afirmaciones relativas al bien y al mal mo-
ral (o a cualquier otro juicio de valor). La primera parte del libro I I I del Tratado
sobre la naturaleza humana, que contiene su argumentación sobre este punto, ter-
mina atacando a los que van de afirmaciones que incluyen la forma verbal es a las
que incluyen la forma verbal debería sin admitir que pertenecen a ámbitos del
discurso categóricamente distintos. Esta argumentación de Hume desencadenó una
polémica que se ha prolongado hasta el presente, conocida en la literatura filosófica
como la dicotomía «ser/deber» o «hecho/valor». Hay aún grandes esperanzas de
que los mundos del «ser» y el «deber» puedan conectarse rigurosamente, que la
moralidad pueda llegar a ser «científica», derivarse del conocimiento empírico
del mundo material; o «lógica» derivada del razonamiento deductivo partiendo de
premisas axiomáticas. Nadie ha conseguido demostrar hasta el momento convin-
centemente cómo puede efectuarse esa conexión, de modo que parece probable
que sea correcta la propuesta de Hume de que, por incómodo que pueda resultar-
nos, no podemos considerar los juicios morales y otros juicios de valor derivables
de pruebas empíricas y/o de un razonamiento a priori.
Esto no significa que las cuestiones morales no puedan discutirse racional-
mente o que el conocimiento empírico no tenga ninguna relación con ellos, y
Hume proseguía en el resto del libro tercero del Tratado hablando incisivamente
sobre la justicia y otras cuestiones similares. Partía para ello de que la observa-
ción de la conducta provoca en los demás ciertos sentimientos de aprobación o
desaprobación, igual que otros datos sensoriales nos producen «impresiones» res-
pecto a las propiedades físicas de los objetos. Las limitaciones de espacio que nos
hemos marcado no nos permiten examinar más profundamente aquí la teoría mo-
ral de Hume, pero deberíamos añadir dos cosas sobre ella anticipando nuestro
análisis posterior. Primero, la relación que establece Hume entre el sentido moral
142 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

y sentimientos de «placer» y «dolor» asociados con la observación de la buena y


la mala conducta formaban parte de una vía de pensamiento que desembocaría en
la filosofía del utilitarismo, que se convirtió en una influencia poderosa en la teo-
ría y la práctica social en el siglo xix. En segundo lugar, la teoría de Hume invita
a una mayor investigación de cómo desarrolla el hombre un «sentido moral». Esta
investigación fue el tema de Teoría de los sentimientos morales (1759), el primer
libro de Adam Smith.
Prestemos ahora un poco de atención a la teoría política de Hume. Vimos en
el capítulo 4 cómo Hobbes atribuía la aparición del poder del Estado a las defi-
ciencias extremas del estado de naturaleza, y cómo Locke consideraba que el Es-
tado era una invención institucional cuya finalidad era garantizar a cada individuo
el disfrute de sus derechos naturales. Hume tenía una pobre opinión de todas las
versiones de la teoría contractual del Estado, y prefería considerarlo como un ele-
mento necesario de una institución mayor (la sociedad) que se había desarrollado
de un modo mucho más espontáneo y natural de lo que la teoría contractual pre-
suponía. Para entender la posición de Hume a este respecto hemos de volver al
concepto de escasez. He aquí un pasaje del Tratado (libro III, parte I I , sección II):

De todos los animales que pueblan el globo terráqueo no hay ninguno con el que
parezca a primera vista haber mostrado la naturaleza más crueldad que con el hombre,
por las innumerables necesidades y carencias con las que le ha cargado y por la
debilidad de los medios que le proporciona para satisfacer esas necesidades.

Pero el hombre, aunque inferior a otros animales como individuo, es capaz


de aumentar su poder por asociación social:

Sólo por la sociedad es capaz de superar sus deficiencias, y elevarse hasta


una posición de igualdad con las otras criaturas, e incluso alcanzar una superiori-
dad sobre ellas. Por la sociedad se compensan todas sus debilidades; y aunque en
esa situación sus necesidades se multiplican constantemente, sus capacidades
aumentan aún más, y le hacen sentirse en todos los aspectos más satisfecho y fe-
liz de lo que podría llegar a ser en su condición salvaje y solitaria.

Así pues, en opinión de Hume, Dios nunca había dado al hombre dominio
sobre la tierra, ni estaba dotado el hombre con capacidad física suficiente para
disputársela a otros animales, pero había alcanzado el predominio a través de la
organización social. Hume se adelantó a Adam Smith al percibir que la especiali-
zaron funcional («división del trabajo») es el origen del gran poder productivo
del hombre, al comprender que la especialización exige comercio y al percibir
que un sistema de mercados no puede funcionar sin una estructura básica de nor-
mas comunes de conducta establecidas y aplicadas por la autoridad del Estado. La
tarea real de la ciencia política es, por tanto, estudiar las diversas formas de orga-
nización estatal para poder conseguir generalizaciones que sean independientes
de las características personales de quienes ocupan cargos oficiales (véase el en-
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 143

sayo de Hume «Que la política debe ser reducida a una ciencia»). Desde la época
de Platón a nuestros días, el estudio de la política ha sido una disciplina mixta,
centrándose unos científicos políticos en personalidades y tratando cada aconteci-
miento político como más o menos único, y analizando otros la estructura de la
organización social e intentando llegar a principios generales aplicables a muchos
acontecimientos y condiciones de carácter político. Es evidente que Hume pen-
saba en esto último cuando se refería a la posibilidad de convertir la política en
una «ciencia». Probablemente hubiera llegado a la conclusión de que esto es mu-
cho más difícil de lo que suponía de haber podido examinar el desarrollo de la
ciencia política en los dos siglos posteriores a su muerte.
La posición de Hume respecto a la economía quizás hubiera sido diferente,
puesto que ha resultado ser mucho más fácil «reducir a una ciencia» el estudio de
los fenómenos económicos. Hume no escribió ninguna obra general de economía,
pero algunos de sus escritos breves sobre temas económicos tienen un gran inte-
rés desde el punto de vista de la historia y de la filosofía de la ciencia social. Sólo
analizaré aquí el más famoso de ellos, el de la «balanza de comercio». Este trabajo
es un precedente de La riqueza de las naciones (1776) de Adam Smith porque
Hume argumenta en él en contra de las tarifas aduaneras y de otras intervenciones
del Estado en el comercio internacional, pero su principal interés reside en la
forma de desarrollar la argumentación, en la que se anticipa claramente a la meto-
dología de la economía moderna.
La cuestión del comercio internacional, y la política del Estado en relación
con él, era uno de los asuntos dominantes de la polémica sobre el papel del Estado
que tuvo lugar a lo largo del siglo xvin. Hacía mucho que las relaciones interna-
cionales constituían un objetivo primordial del análisis político y del interés aca-
démico, pero antes del siglo xvn, en países como Inglaterra, el interés se centraba
sobre todo en cuestiones como las sucesiones dinásticas, las alianzas por tratado o
por matrimonio y, por supuesto, la guerra. Durante el siglo xvn la expansión del
comercio provocó un desplazamiento del interés de los aspectos políticos de las
relaciones internacionales a los aspectos económicos, no sólo porque el comercio
en sí estaba adquiriendo cada vez una mayor importancia, sino por la notoria rele-
vancia que tenía en cuestiones no económicas, como el poder militar, la influen-
cia diplomática, etc.
Este nuevo interés por el comercio internacional como «un asunto de Es-
tado», en palabras de Hume, formaba parte de una tendencia más general de la
política económica a la que los historiadores han dado el nombre de «mercanti-
lismo». Este término no alude a un sistema coherente de teorías e ideas económi-
cas, sino al conjunto heterogéneo de políticas que se desarrollaron poco a poco
durante los siglos xvn y xvm y que constituían, en la época de Hume, un extenso
complejo de normas que afectaban a casi todos los aspectos de la actividad eco-
nómica. La regulación del comercio internacional mediante tarifas, embargos y
otros instrumentos era una parte de este complicado complejo de regulación eco-
nómica. Su objetivo principal era conseguir una «balanza favorable del comer-
144 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

ció», que las exportaciones excediesen a las importaciones. Se defendía esto con
varios argumentos, uno de los cuales era que esa balanza comercial favorable sig-
nificaría un aflujo al país de lingotes y monedas (oro y plata), que se consideraba
en cierto sentido sumamente deseable.
Hume abordó esta cuestión de un modo que ha caracterizado a la economía a
partir de entonces en tres aspectos importantes: 1) en vez de disputar sobre si una
reserva mayor de metales preciosos es deseable o no, se preguntó si era en reali-
dad alcanzable. 2) Para responder a la primera cuestión examinó los efectos se-
cundarios y terciarios de un aumento de los metales preciosos. 3) Para llevar esta
investigación de los efectos a una conclusión (en vez de continuar indefinida-
mente) utilizó un concepto de la mecánica física: el equilibrio. La argumentación
de Hume puede expresarse del modo siguiente:

Inglaterra Otros países

Aumento de dinero
Subida de precios
Aumento de importaciones Aumento de exportaciones
Disminución de exportaciones Disminución de importaciones
Salida de dinero Entrada de dinero

¿Qué sucedería si aumentara bruscamente la oferta monetaria del país? Se


produciría inmediatamente un aumento de los precios. Esto movería a los ingleses
a consumir más productos extranjeros, puesto que pasarían a ser relativamente
baratos, y los extranjeros consumirían menos productos ingleses, puesto que pa-
sarían a ser relativamente caros. El efecto sería que Inglaterra importaría más y
exportaría menos, y el metal monetario se enviaría a otros países en pago, y estos
países importarían menos y exportarían más. Los precios empezarían a caer en-
tonces en Inglaterra y a aumentar en otros países. Este proceso continuaría hasta
que hubiese salido de Inglaterra metal suficiente para que en otros países subieran
los precios hasta volver a la relación anterior. Del análisis de Hume se deduce clara-
mente que éste consideraba que el mismo análisis demostraba por qué una política
de restringir el comercio internacional a través de tarifas aduaneras y prohibiciones
tendría efectos contraproducentes similares. Si Inglaterra reducía las importacio-
nes, su exceso de exportaciones produciría un aflujo de metales monetarios que
elevaría los precios, con lo que..., etc., etc.
Se trata de un modelo de equilibrio prototípico: presupone un estado de
equilibrio de las relaciones; introduce una modificación; sigue la cadena de con-
secuencias hasta que se restaura el equilibrio; compara el nuevo equilibrio con el
anterior para ver cuáles son las consecuencias permanentes de la modificación, si
es que hay alguna. (Hume demostró también en otros ensayos que pueden produ-
cirse acontecimientos importantes durante la transición de un equilibrio a otro,
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 145

una cuestión que los economistas no han empezado a examinar analíticamente


hasta fechas recientes.) Todos los elementos individuales del modelo de Hume
eran bien conocidos en su época, pero él fue el primer autor, o uno de los prime-
ros, y desde luego el más destacado, que los agrupó en un modelo de equilibrio.
Es por esto por lo que, pese a lo reducido de sus escritos económicos, ocupa un
primer puesto en la historia intelectual como uno de los primeros economistas
analíticos. Los fisiócratas fueron más globales en su enfoque, pero Hume fue más
incisivo metodológicamente.

NOTA 1: LA EPISTEMOLOGÍA DE HUME

Ya indicamos en el capítulo 4 que, aunque John Locke ejerció una gran in-
fluencia en la política occidental a través de su segundo Tratado sobre el go-
bierno, su importancia en la filosofía de la ciencia se debe a sus esfuerzos para
determinar los fundamentos empíricos del conocimiento en el Ensayo sobre el
entendimiento humano. También hemos de apuntar que la posición que Hume
ocupa en la filosofía de la ciencia no nos la indica adecuadamente un examen l i -
mitado de sus obras políticas, económicas e históricas. En el capítulo 4 expusi-
mos la teoría del conocimiento de Locke sin hacer comentarios. No es posible
exponer la historia y la filosofía de la ciencia social sin prestar más atención a la
aportación de Hume a la filosofía fundamental que la dedicada a Locke. En esta
nota se ofrece un breve resumen de la epistemología de Hume, su teoría de cómo
el hombre adquiere conocimiento, lo cual provocó en la filosofía occidental una
conmoción tan profunda que persiste aún. Hume siguió a Locke en su plantea-
miento de que el conocimiento se basa en la experiencia empírica, pero, en vez de
proporcionarnos seguridad, consideró que este hecho nos lleva a plantearnos du-
das fundamentales sobre las bases de nuestro conocimiento. Como dijo Bertrand
Russell: «En Hume, la filosofía empirista culminó en un escepticismo que nadie
podía refutar y nadie podía aceptar.» A partir de Hume, la única filosofía abierta
al individuo racional no será una filosofía correcta, pues no hay ninguna, sino una
filosofía que posee sólo la virtud negativa de evitar ser totalmente errónea, ridi-
cula e irrelevante para los intereses humanos.
La epistemología de Hume es «empírica» en dos sentidos: primero, destaca
que nuestro conocimiento se basa en todas las impresiones que recibimos a través
de nuestros sentidos; y segundo, reconoce que la teoría del conocimiento es en sí
misma una ciencia empírica que investiga el funcionamiento de la inteligencia
humana. La opinión de Hume sobre la inteligencia es que se trata de un aparato
razonador, pero no tiene nada sobre lo que razonar hasta que no se lo proporcio-
nan los datos sensoriales. En el lenguaje moderno es, en origen, como un ordena-
dor que sale de la fábrica y aún no se le ha introducido información ni se le han
instalado programas. Hume rechazaba por completo, al igual que Locke, la doc-
trina de que la mente estuviera dotada, por su propia naturaleza, de «ideas inna-
146 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

tas». Incluso conceptos tan fundamentales como espacio, tiempo y la relación


causa-efecto procedían, según Hume, de la experiencia.
Continuando su análisis de la inteligencia, Hume dividía todos los fenóme-
nos mentales en dos categorías: «impresiones», es decir, experiencias sensoriales
inmediatas; e «ideas», es decir, recuerdos de las impresiones que se han experi-
mentado o reflexiones sobre ellas. Para Hume estaba claro que la experiencia sen-
sorial es la materia prima de todo conocimiento; las ideas, los conceptos
generales, las teorías, los universales y todas las cosas similares son secundarias o
derivadas. Esta opinión, la de que todo conocimiento se deriva de la experiencia
sensorial, nos lleva directamente al «problema de la inducción». Independiente-
mente de cuántos cisnes hayamos visto, y de los que hayan podido ver otros, no
hay ninguna justificación para formular la proposición de que todos los cisnes son
blancos. Si todos los cisnes que se han observado han sido blancos puedo decir
esto, pero afirmar que la blancura es una propiedad de todos los cisnes no está ga-
rantizado, puesto que no se han observado todos los cisnes (pasados, presentes y
futuros) y no es posible observarlos. Como lo que la ciencia pretende es estable-
cer proposiciones empíricas generales, el argumento de Hume significa que los
científicos están embarcados en una empresa cuyo éxito es imposible. Esto no es
sólo cierto en casos triviales, como una proposición sobre el color de los cisnes,
sino que es aplicable a todas las proposiciones universales, incluyendo lo que los
científicos llaman «leyes de la naturaleza». En vez de calificar la filosofía de
Hume como «empírica», quizás fuera más exacto decir de ella que muestra los lí-
mites del empirismo, lo cual dista mucho de permitir a los científicos hacer lo que
más desean, es decir, descubrir leyes universales de la naturaleza.
La teoría del conocimiento de Hume tiene cierta significación especial en rela-
ción con el concepto de causalidad. Comentábamos en el capítulo 3 que la mayoría
de los científicos no están satisfechos con simples generalizaciones empíricas o con
proposiciones puramente analíticas, como las de la lógica deductiva. Buscan co-
nexiones entre fenómenos empíricos que se ajusten a la relación particular de
causa y efecto. Los científicos pretenden decir algo más que «hubo una tormenta
eléctrica sobre el bosque Monroe entre las dos y las cuatro de la tarde el 16 de ju-
lio de 1960 y al día siguiente se observó allí un incendio forestal». Les gustaría
decir: «el incendio forestal fue causado por la tormenta eléctrica». Según el
punto de vista de Hume, esta afirmación se basa en el supuesto de que existe en
el mundo real un tipo de relación, causalidad, que nuestros sentidos no pueden
percibir.
El propio Hume utilizó libremente los términos «causa» y «efecto». No que-
ría extirparlos de nuestro idioma; su objetivo era aclarar su significado. El soste-
nía que la relación de causalidad no era una propiedad del mundo real (o, más
correctamente, no puede demostrarse que sea ese tipo de propiedad), sino un fe-
nómeno psicológico, relacionado con el funcionamiento de la mente, no del
mundo material. Si observamos repetidamente dos fenómenos juntos, dice Hume,
produciéndose uno regularmente después del otro, creamos el «hábito» de esperar
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 147

que siempre se produzcan en ese orden, y es a esa expectativa a lo único que nos
referimos cuando afirmamos que los hechos están vinculados causalmente. Si en-
tendemos por «causa» que hay una conexión necesaria entre los dos aconteci-
mientos, entendemos demasiado. No podemos saber si hay conexiones necesarias
en el mundo real, por tanto el concepto de causalidad sólo alude a la tendencia
psicológica de extrapolar experiencias del pasado hacia el futuro: «Todos nuestros
razonamientos relativos a causas y efectos se derivan sólo de la costumbre.» Así
pues, concluía Hume, para gran desasosiego de los filósofos desde entonces:

no es la razón la que guía la vida, sino la costumbre. Es la única que fuerza a la in-
teligencia, en todos los casos, a suponer el futuro adaptable al pasado. Por muy
simple que pueda parecer este paso, la razón no sería capaz de darlo en toda la
eternidad.

(De este argumento de Hume se hace eco hoy la teoría epistemológica del
«convencionalismo», que explicaremos más adelante en el capítulo 18, apar-
tado 1.2.)
Quizás resulte ya más claro para el lector por qué no se consideró en el capí-
tulo 3 que las «leyes causales» expresaban una conexión firme y necesaria entre
los hechos. El modelo INIS esbozado allí utiliza el concepto de necesidad, pero
de un modo mucho más laxo. El ataque de Hume a la causalidad es válido si con-
cebimos las «leyes de la naturaleza» como leyes del mismo tipo que las proposi-
ciones analíticas de la lógica formal. Hume obligó a los filósofos y científicos a
abandonar la idea de una «lógica de inducción», pero eso no significa que deba
abandonarse por completo el concepto de causalidad. (Para un breve resumen de
la epistemología de Hume, escrito por él mismo, véase su Abstract of a Treatise
of Human Nature, 1740.)

NOTA 2: PSICOLOGÍA DE LA ASOCIACIÓN

Está claro, por la corta distancia que hemos recorrido en la descripción de la


historia de la ciencia social, que un elemento decisivo de su desarrollo fue la idea
de una naturaleza humana uniforme. Hume no sólo lo dio por supuesto en sus es-
critos políticos, éticos y económicos, sino que abordó la epistemología como un
estudio psicológico, una investigación de la parte de la naturaleza humana rela-
cionada con el funcionamiento de la mente. La insistencia de Hume en el proceso
mental de «asociación» constituyó el fundamento de una importante corriente de
la teoría psicológica que persiste hasta el presente.
Como hemos visto en la nota 1, la proposición central de la teoría del cono-
cimiento de Hume es que es imposible ir más allá de los datos que aportan las im-
presiones sensoriales. Cuando hablamos de la existencia de relaciones necesarias
(como las que hay entre el rayo y el incendio forestal) lo único que hacemos es in-
148 HISTORIA Y FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS SOCIALES

dicar nuestra disposición psicológica a asociar impresiones sensoriales que son


contiguas en el espacio y en el tiempo. Las categorías universales (por ejemplo,
«todos los cisnes») son también en opinión de Hume construcciones mentales que
reflejan la disposición de la mente a asociar impresiones particulares similares
entre sí. Hume utilizó mucho esta teoría psicológica de la asociación y la consi-
deró, en realidad, el rasgo más distintivo de su Tratado. En más de una ocasión
indica que considera que el principio de asociación ocupa el mismo papel en el
estudio de la naturaleza humana que el principio de «atracción» (la «gravedad»
de Newton) en las ciencias naturales, e indudablemente piensa en esto cuando se
refiere al Tratado como «un intento de introducir el método experimental de ra-
zonamiento en las cuestiones morales». La idea de Hume es muy similar a la de la
psicología conductista experimental moderna. Su análisis de «la razón de los ani-
males» en el Tratado (I, III, X V I ) es especialmente sorprendente cuando apunta
la semejanza del razonamiento animal y el razonamiento humano en su uso de la
asociación y el desarrollo de la conducta a través de lo que llamaríamos hoy el
proceso de «condicionamiento».
Si queremos profundizar un poco más en el asunto, hemos de efectuar un
breve repaso de la obra de un contemporáneo de Hume, el físico inglés David
Hartley (1705-1757). No hay ninguna prueba de que Hartley y Hume se influye-
ran, ni siquiera de que se conocieran o de que mantuvieran correspondencia, pero
el uso que ambos hacen del principio de asociación es tan similar que esta co-
rriente de pensamiento de la historia de la psicología se denomina a veces «teo-
ría Hume-Hartley». Hartley leyó a Locke y se quedó impresionado, al igual que
Hume, por la idea de que la mente elabora su interpretación del mundo a partir
de lo que recibe a través de las impresiones sensoriales. Newton había dicho en
su Óptica (1704) que los datos visuales pasan del ojo al cerebro por medio de «vi-
braciones» que se transmiten a través de los nervios ópticos. Hartley generalizó
esta afirmación y llegó a la conclusión de que todos los fenómenos mentales pro-
ceden de estas «vibraciones» y que nuestros procesos de pensamiento consisten
en asociaciones de los fenómenos mentales que se producen de ese modo. Publicó
sus opiniones en un libro titulado Observaciones sobre el hombre: su estructura,
su deber y sus expectativas (1749). El «asociacionismo», como se denominó, se
convirtió durante un tiempo en la escuela de psicología dominante, y ejerció una
gran influencia en las ciencias sociales, sobre todo a principios del siglo xix, en
que la adoptaron los primeros utilitarios. El Análisis de los fenómenos de la mente
humana (1829) de James Mili, por ejemplo, era una exposición directa y una am-
pliación de la psicología asociativa de Hume y Hartley.
Una de las razones de la influencia de Hartley fue que éste consiguió expo-
ner sus ideas psicológicas de una forma atractiva tanto para los científicos como
para las personas religiosas. Su uso de la teoría de las «vibraciones» de Newton
atrajo a los científicos porque vinculaba fenómenos psicológicos a una función fi-
siológica de la «estructura» del hombre, que era como Hartley llamaba al cuerpo
humano. Joseph Priestley, el famoso químico, fue un seguidor entusiasta del aso-
LA ILUSTRACIÓN ESCOCESA DEL SIGLO XVIII 149

ciacionismo y publicó en 1775 una versión reducida de las Observaciones de


Hartley que influyó muchísimo en Jeremy Bentham, el fundador del utilitarismo.
Al mismo tiempo, Hartley reconocía el «deber» del hombre y su «expectativa»
religiosa y utilizaba su psicología para aclarar la experiencia religiosa y para jus-
tificar la doctrina cristiana de un mundo futuro mejor. El asociacionismo se ha-
bría abierto paso sin duda en la psicología moderna sin Hartley, ya que era
suficiente la influencia de Hume como filósofo, cuando se hizo poderosa, para
garantizarle una consideración suficiente, pero, como consecuencia de las Obser-
vaciones de Hartley, se difundió mucho más de prisa, y quizás mucho más de lo
que hubiera podido hacerlo.

3. Adam Smith (1723-1790)

Adam Smith nació en el pueblo de Kirkcaldy, cerca de Edimburgo. Su pa-


dre, jefe de aduanas en Kirkcaldy, murió antes de que naciera él, de modo que
Adam Smith, lo mismo que David Hume, fue educado por una madre viuda y jo-
ven que siguió siendo su amiga y compañera hasta la ancianidad. Smith, también
como Hume, permaneció soltero toda su vida. A los catorce años, después de ter-
minar sus estudios en la escuela de Kirkcaldy, se matriculó en la Universidad de
Glasgow, donde estuvo sometido a la influencia de un gran maestro y pensador,
Francis Hutcheson, que fue, si es que se puede destacar a alguien, la primera per-
sonalidad sobresaliente de la Ilustración escocesa. Después de licenciarse en
Glasgow, fue a Oxford con una beca y estuvo allí seis años. Oxford estaba com-
pletamente estancada por entonces y parece ser que lo que Smith aprendió du-
rante este período, que fue mucho, se debió casi exclusivamente a sus propias
lecturas. Regresó a Escocia en 1746. En 1751 ingresó en el cuerpo docente de la
Universidad de Glasgow, en principio como profesor de lógica; un año después se
convirtió en profesor de filosofía moral, y fue entonces cuando estructuró las
ideas que le llevaron a publicar en 1759 su primer libro, Teoría de los sentimien-
tos morales.
La fama de Adam Smith había empezado a difundirse como consecuencia de
sus lecciones antes de 1759, pero la publicación de los Sentimientos morales le si-
tuó en la vanguardia de los pensadores de Europa. Condujo directamente a la fase
siguiente de su carrera: en 1764 se convirtió en tutor del joven duque de Buc-
cleugh y, como era habitual, llevó a su discípulo a realizar un viaje por Europa,
especialmente por Francia. Estuvo en París durante el cénit de los fisiócratas y co-
noció a las principales personalidades de aquella escuela así como a la mayoría
del resto de intelectuales franceses destacados del período.
Sus deberes como tutor terminaron en 1766, tras su regreso a Inglaterra, y
Smith comenzó a trabajar en un libro que tenía pensado escribir desde que era un
joven de veintitantos años. En 1776 apareció esta obra monumental: Investiga-
ción sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. Se convirtió en
•• Éste libro nos dice lo que son las ciencias sociales y cómo han llegadc
a ser lo que son. Las ideas que nos pertenecen tiene su propia historia y
esta obra nos descubre de dónde provienen.»
JAMES B U C H A N A N
Premio Nobel de Economía, 1986

Se trata de una obra capital que se transformará en un clásico. Scott


Gordon ha escrito lo que no sólo es un estudio académico y útil del
desarrollo de las ideas... hasta el día de hoy, sino también una obra muy
atractiva y amena.»
The Economic Journal

"• (lardón luí creado una obra de una inusual autoridad cu


'' »*''/ de las ciencias sociales. El libro es

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