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FRANCISCO ARIZA·DOMINGO, 16 DE JUNIO DE 2019
La palabra “cultura” es una de las más denigradas hoy en día, junto a la de tradición,
mito o símbolo. El listón ha quedado tan bajo que no es para nada extraño que Franz
Kafka, ese “visionario” que alertó del alma más oscura del hombre del siglo XX,
escribiera una novela en donde la “metamorfosis” del protagonista no consistía en su
trasformación en un ser capaz de reconocer sus posibilidades suprahumanas (como
el Lucio del El Asno de Oro de Apuleyo, obra también conocida precisamente como
La Metamorfosis), sino su mutación en una “cucaracha” monstruosa, perfecta
metáfora de los aspectos más inferiores del ser humano.
Esta es la “labor” propia de una Tradición sapiencial que a pesar de todo continúa
viva, pues como dijo el profeta: “Dios está más cerca de ti que tu propia yugular”. El
origen de esa Tradición primigenia se sitúa precisamente en un jardín: el Jardín del
Paraíso, que es el Cielo descendido en la Tierra. En la Alquimia a veces es llamado
hortus conclusus, “huerto cerrado”, como si efectivamente se tratase de un atanor
hermético donde las “raíces” de las plantas que en él se cultivan (los seres
humanos), no se nutren, sin embargo, de la substancia de la Tierra, sino de la esencia
del Cielo, o sea de las ideas del Mundo Inteligible. Esta concepción la tuvo ya
Platón cuando en el Timeo (89 c) señaló que “el hombre es una planta celeste, lo que
significa que es como un árbol invertido, cuyas raíces tienden hacia el cielo y las
ramas hacia abajo, hacia la tierra”.
Lo que dice Platón nos recuerda a esa otra tradición cabalística que habla igualmente
de las “raíces de las plantas”, pero también de aquellos que “devastaron el jardín”,
refiriéndose al Jardín del Paraíso, al Pardés. René Guénon, en un capítulo de
Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada (titulado justamente “Las raíces de
las plantas”) añade que quienes causaron esa devastación y cortaron las raíces de las
plantas, habían alcanzado un grado donde todavía era posible extraviarse. O sea que
desconocían la dimensión metafísica de lo que significa estar “enraizado” en el
Principio.
En otro orden, esa misma soberbia es propia de la desmesura de aquellos que hoy en
día están creando un nuevo modelo de sociedad dirigido por la “inteligencia
artificial” (su propio nombre ya la define) hasta en sus más íntimos detalles. Los
nuevos parámetros culturales serán impuestos por los hombres colonizados por los
engendros tecnológicos. Una humanidad que ha sido preparada mentalmente para
aceptar semejante estado de cosas representa un “gregarismo” de nuevo cuño,
distinto y más sofisticado, que el de la simple “masa”. Todas las mentes de ese
nuevo gregarismo estarán conectadas al “Gran Hermano Computador”. Riámonos de
los fascismos y dictaduras de todo cuño que hemos conocido hasta ahora.
En una sociedad así no habrá cultura, sencillamente. Y no la habrá porque esa falsa
“nueva humanidad” no reconocerá ningún tipo de herencia espiritual e intelectual de
la “otra humanidad” (nosotros), considerada como inferior con respecto a ella, que
será el resultado de la más compleja creación del “reino de la cantidad”. Por este
hecho a los ufanos integrantes de esa humanidad cibernética les estará vedado
cualquier pensamiento de orden metafísico, que es al fin y al cabo la esencia de la
verdadera cultura. ¿Podemos acaso imaginar al hombre cibernético concibiendo la
idea del No Ser y la Suprema Identidad, por ejemplo?
Así pues, en esa sociedad futura, ¿qué símbolos, qué mitos, qué ritos, qué estados
intermediarios para conocer las ideas y principios del Mundo Inteligible sustituirán a
los que todavía conforman el imaginario de nuestra humanidad actual, a pesar de
todo? ¿Qué modelo del cosmos sustentado en las correspondencias entre los
distintos planos y mundos de una Creación orgánica y viva se ofrecerá a esa “nueva
humanidad”. ¿O acaso piensan sus ideólogos, de hoy y de mañana, que no existe tal
Mundo Inteligible porque ellos son incapaces de concebirlo, y por ese mismo
expediente lo niegan? Evidentemente esto nos recuerda de nuevo el relato
cabalístico de aquellos que entraron en el jardín y lo devastaron porque no habían
alcanzado el grado suficiente para conocer sus “frutos” y “tesoros” espirituales.
Esta es, en verdad, la cuestión, y el tema que ha de ocupar nuestro tiempo, el que
todavía nos queda antes de la llegada definitiva de esa terra incognita, que en
verdad no será sino la victoria momentánea de una sociedad que el propio Guénon
denominó como la “gran parodia”. Francisco Ariza