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CUENTOS DE JAPÓN # 2

EL MUNDO ANIMAL

LA variedad de los animales que participan activamente en los cuentos es muy


grande, pero entre ellos destacan algunos que aparecen con mayor frecuencia. Uno
de estos animales es el zorro, o la zorra, a veces solo y a veces en relación con
otros animales como tejones, serpientes, etc.; contrariamente a la habitual visión del
zorro que ofrecen las fábulas occidentales, para Japón la astucia maligna se
convierte en ingenio y la rapacidad en otras cualidades más positivas'.

En la tradición china el zorro es un animal, al igual que en Occidente, astuto y


peligroso, de vida extraordinariamente larga, durante la cual va adquiriendo poderes
mágicos como el de transformarse en diversas cosas o personas, siendo uno de sus
disfraces predilectos el de hermosa mujer que trae problemas a los hombres.
Evidentemente, hay excepciones tan notables como Ren, la zorra encantada de She
Jiji (siglo VIII). Junto a este aspecto maligno existe también otro muy semejante al de
los duendes occidentales, traviesos y enredadores. Sin embargo, los zorros
japoneses suelen estar caracterizados por el ingenio, apareciendo habitualmente en
los cuentos como presencias divertidas o benignas.

LA SEÑORA ZORRAY EL LEÑADOR

Hace mucho tiempo vivía en una aldea situada a los pies de una montaña un
anciano leñador tan pobre de dinero como de familia, pues había enviudado mucho
tiempo atrás y desde entonces vivía solo en su choza. Podríamos pensar que la
soledad y la pobreza habían hecho del anciano un hombre triste y amargado, pero
no era así. Cada mañana nuestro hombre cogía su hacha2 y se marchaba a la
montaña, donde recogía leña durante todo el día para volver al anochecer cargando
un enorme haz.

Un buen día volvía el leñador a su casa, tan cargado como siempre, cuando vio,
entre las parras, algo que saltaba. Se acercó un poco y se dio cuenta de que era
una pequeña zorrita de ojos grandes y mirada encantadora, que intentaba una y
otra vez alcanzar un racimo de uvas. Pero eran en vano todos los esfuerzos del
cachorrito, pues era muy pequeña para la altura del racimo.

—Pobre pequeña —dijo el leñador— eres todavía demasiado chiquitína para


alcanzarlas, y también para separarte de tu madre. Ten, toma, antes de que te
hagas daño —siguió diciéndole aquel buen hombre al tiempo que cortaba el raci -
mo y se lo daba—; pero debes prometerme que volverás enseguida con tu madre
y tus hermanos. Hala, venga, date prisa, no vaya a verte algún cazador o alguien
que te pretenda comer.

Tan sólo cuando vio al cachorro desaparecer con el racimo entre los dientes, el viejo
leñador continuó su camino. Pero la zorrita no se fue y, escondida entre los arbustos y
las piedras, le siguió durante un buen rato hasta que, temiendo adentrarse de-
masiado por terrenos desconocidos, se detuvo y, desde la cumbre de una colina, le
vio alejarse mientras pensaba cómo demostrarle su agradecimiento por el favor que
acababa de hacerle.

Pasó algún tiempo y el leñador siguió su vida de trabajo sin perder su alegría, a
pesar de la dureza que suponía el trabajo de cortar y cargar leña. Un día se dio
cuenta de que necesitaba algunas cosas y se encaminó por la mañana temprano al
mercado, que estaba en una aldea no demasiado cercana. Se entretuvo todo el día
entre el bullicio del mercado y emprendió el regreso a casa con la tarde ya
avanzada. Como no quería que le sorprendiese la noche a medio camino, procuró
darse prisa. Cuando el sol empezaba a ponerse, y tras un recodo del camino, se
encontró con la pequeña zorrita que le estaba esperando junto al camino; a pesar
de la poca luz la reconoció en seguida, pero como no podía entretenerse si no quería
tener un mal encuentro con bandoleros o con las Criaturas Peludas, decidió no
entretenerse habiéndola. Sin embargo, el animalillo le siguió durante un trecho y,
después, empezó a cruzarse una y otra vez delante de sus pies.

—Pero bueno, —dijo una de las veces, en que casi tropezó con ella— ¿se puede
saber qué haces? Parece como si me quisieras decir algo. A ver, ven que te coja
y me dices lo que sea—. Naturalmente, la zorrita no se dejó coger, pero tampoco
escapó—. Me parece, me parece, que tú quieres llevarme a alguna parte. Está
bien, te sigo.

Eso era precisamente lo que quería el animalito que, al instante, se metió por unos
senderillos cada vez más enrevesados y ocultos, sin dejar de volverse para
asegurarse de que el leñador seguía sus pasos. A pesar de lo difícil de los
caminos por los que le llevaba la zorrita y la poca luz que quedaba ya, el anciano
ni se perdía ni se retrasaba. Así llegaron a la guarida de la familia de la cachorrita.
A la entrada jugaban sus hermani-tos, que no parecieron extrañarse ni mucho ni
poco ante la presencia del desconocido, grande y casi invisible por la oscuridad
creciente.

—Vaya, vaya, mi pequeña amiga, ¡me has traído a tu casa!; es una invitación muy
cortés por tu parte.

Estaba hablando todavía cuando vio sobre un cojín plano a la Señora Zorra
acostada. A simple vista pudo darse cuenta de que estaba enferma, a pesar de lo
cual se incorporó y saludó con toda cortesía.

—Mi hija —dijo después de los saludos— me ha contado lo amable y bondadoso


que fue usted cogiéndole las uvas, y deseaba agradecérselo personalmente, pero,
como estoy enfer ma, no he podido ir. Sin embargo, no es correcto retrasar la
demostración de nuestra gratitud; por eso me he permitido en viar a mi pequeña
para que le esperara junto al camino. Espero no haberle causado molestia alguna.

—Es para mí un honor inesperado tener el placer de conocerla, Señora Zorra, pero
nada hay que agradecer, salvo su gentil invitación.

Pasaron un buen rato en estas y otras amabilidades semejantes; el leñador se


encontraba muy a gusto allí, pero no quería demorarse más, pues los caminos eran
peligrosos por la noche3.

Cuando ya se estaba despidiendo de la Señora Zorra, ésta sacó de debajo del


cojín una caperuza roja y se la dio.

—Es una nadería que quizás pueda serle útil en algún momento. Tiene algunas
virtudes muy peculiares y hay que tratarla con cuidado, como sin duda va a hacer
usted.

Se despidieron y la zorrita le llevó de nuevo al camino. Llegó a su casa sin


encontrar problemas ni con salteadores ni con fantasmas.
A la mañana siguiente, el leñador se levantó como todos los días y, como todos los
días, se dispuso a ir al bosque, pero cuando salió de su casa se dio cuenta de
que hacía fresco y pensó que sería un buen momento para estrenar el regalo de la
Señora Zorra. Así lo hizo y apenas se puso la caperuza oyó:

—Parece que los fríos se adelantan este año.


—Sí, pero todavía nos quedan días de sol.

Pero, por más que buscó a su alrededor, no había nadie que mantuviese semejante
conversación cerca; se quitó la caperuza y, ante su sorpresa, dejó de oír las
voces. Pensando que sería el sonido de la brisa entre las ramas, se volvió a poner
la caperuza dispuesto a iniciar su trabajo. Tan pronto como lo hizo las
conversaciones volvieron a dejarse oír, y no era una o dos, sino muchas. Así
comprobó el anciano que la caperuza le permitía oír y entender las conversaciones
no sólo de los pájaros, a quienes había oído charlar sobre el tiempo, sino también
de las plantas y los demás animalillos del bosque. Claro que también había
entendido a la Señora Zorra sin llevar la caperuza, pero había sido porque le había
hablado en lenguaje humano; con la caperuza, por el contrario, les entendía
cuando los animales y las plantas hablaban su propio idioma.

Desde ese día, ir a cortar leña dejó de ser un trabajo para el leñador, pues gustaba
de oír lo que decían las criaturas del bosque; aquellos sonidos, entre los que
había vivido tantos años, cobraron un nuevo sentido. Descubrió que las grullas son
sabias, que conversan sobre Buda y cosas espirituales que son difíciles de
entender para los hombres; que los gorriones son traviesos y decidores; que los
halcones hablan igual que los samurais; y que los ruiseñores cantan,
precisamente, lo que siempre han creído los hombres: canciones melancólicas de
amor. Los bambúes son bondadosos y refinados; los pinos en sus charlas
semejan antiguos generales, fuertes y con muchos años sobre sus cortezas; los
lotos se entienden bien con las grullas; y los crisantemos tienen alma de poeta. Las
margaritas son charlatanas; las peonías, aristócratas; la hiedra, sibilina; y la flor
del cerezo, valiente4.

Era hermoso oírles a todos menos, quizás, a águilas y hortensias5, pero


especialmente a los simpáticos gorriones y a los sesudos cuervos. Así se le
pasaban las horas al anciano leñador sin enterarse ni del tiempo ni del cansancio del
trabajo. Una de esas mañanas, mientras cortaba leña, oyó a un grupo de gorriones
piar al alejarse volando:

—¿Sabéis que la hija del hombre más rico del pueblo está enferma?
No pudo el leñador oír el resto de la conversación, pues se alejaron
rápidamente, y ya sabemos todos a la velocidad con que los gorriones van de
acá para allá. Sin embargo, posados en una rama justo encima del anciano
estaban dos hermosos y cabales cuervos. Y uno de ellos le preguntó al otro:

—¿Es cierto, mi querido amigo, lo que van diciendo esos insensatos?


—Así parece, mi respetado colega —contestó el segundo cuervo.
—Según yo sé —intervino un tercero posándose en la rama con pesado aleteo— la
pobre niña está así por culpa de una maldición.
—Ciertamente —dijo el segundo cuervo—, así lo aseguran los cuervos más
ancianos.
—¿Quién ha podido maldecir a la pobre criatura?
—Parece ser que su padre ha construido un granero muy grande junto al
alcanforero.
—¿Aquel hermoso alcanforero? —graznó con añoranza, que al leñador le pareció
de amores, el primer cuervo.
—Sí, aquél. Lo malo es que como el granero es tan grande, está oprimiendo
demasiado al árbol y éste, en venganza contra el padre, ha enfermado a la niña;
una niña encantadora, por otra parte.

Después cambiaron de conversación y, finalmente, acordaron ir a otro árbol para


contemplar un paisaje que, según el primero de los cuervos, era bellísimo en
aquella época.

Sin embargo, nuestro hombre no tenía el ánimo para paisajes, pues le había dejado
muy preocupado oír que una niñita estaba enferma. Creo recordar que ya hemos
dicho que era persona sumamente bondadosa, y por supuesto no podía quedarse
de brazos cruzados ante tal situación; así que se encaminó directamente a la casa
del rico del lugar. Efectivamente, allí estaba el alcanforero y, a su sombra, un
enorme granero. Era un árbol espléndido, añoso y fuerte, pero ahora, a simple vista,
se apreciaba que estaba enfermo; con las hojas lacias, las ramas quebradas y,
envolviéndolo, un aire de tristeza. Buscó al padre de la niña y dueño del alcanforero
que, como podemos suponer, estaba sumamente preocupado; por eso, cuando el
leñador le dijo que quizás pudiera ayudarle a recuperar la salud de la niña, el buen
padre se entusiasmó y le prometió compensarle de mil maneras si lo conseguía.

—No quiero nada, salvo que me permitas pasar la noche en tu jardín, y mañana te
podré decir con toda seguridad si podemos hacer algo por tu hija.
Permitió eso y hubiera permitido cualquier cosa con tal de poder ayudar a su niña;
llevaba muchos días junto a su colchoneta6 y empezaba a desesperar. Toda la familia
se alegró, como cabe imaginar, y se alteraron todos tanto que el leñador se llegó a
preguntar cómo podría decirles que no se podía hacer nada, si tal era el caso.
Llegó la noche y todos entraron en la gran casa, todos menos el leñador,
naturalmente. Esperó hasta la medianoche, cuando toda la aldea dormía; entonces
se puso la caperuza y escuchó. Pasó largo rato sin oír nada, y ya comenzaba a
impacientarse, cuando el alcanforero se quejó:

—Cada día me haces más daño, ¡ay!, estás demasiado lleno, no lo resistiré mucho
más tiempo —se lamentaba el árbol hablando con el granero, que, lógicamente, no
le contestaba.
Hasta entonces el leñador tan sólo había oído a los animales y a las plantas, ni una
sola vez se le ocurrió intervenir en sus conversaciones, así que no sabía si podía
hablar con ellos, pero valía la pena probar.

—Buenas noches, Señor Alcanforero, —saludó cortesmen-te— le ruego me


disculpe si le causo alguna molestia, pero he oído sus quejas y me pregunto si
acaso se deben al granero que tiene a su lado.

—Sí, es por su culpa, está tan repleto, es tan grande, que me está matando. Por
eso, para vengarme de su dueño, he hecho que la niña enfermara.

—¿Podría entender que si le quitasen tan molesto edificio la niña sanaría?


—Por supuesto, pero ¿quién puede hacer que el ricachón quite de aquí su
granero?

Cuando amaneció, el leñador se presentó ante el desesperado padre y le contó lo


que ocurría. Ni que decir tiene que el rico ordenó quitar el granero inmediatamente
y que a los pocos días la niña jugaba bajo el alcanforero, rebosando los dos salud y
alegría.

Aunque nuestro leñador no quería recibir recompensa alguna, tanto y tanto


insistieron los padres de la pequeña en ofrecérsela, que hubiera sido una
imperdonable descortesía no aceptarla. Y fue tan grande la que le dieron los padres
de la niña que pudo vivir siempre sin tener que trabajar, aunque siguió yendo al
bosque todos los días a escuchar a los animales; no olvidó entonces llevar a la
Señora Zorra y a los zorritos mucha pasta de soja, que como todo el mundo sabe
es la comida favorita de los zorros 7, y que ayudó a que la Señora Zorra se
recuperase de su enfermedad.

NOTAS:
2
El hacha japonesa recibe el nombre de ono. Esta herramienta, así como la
hoz, kama, y las dedicadas a la trilla, tonfa y nunchaku, forman un grupo de
instrumentos agrícolas que, por las necesidades defensivas del campesinado,
se convirtieron en armas sin variar su forma, mediante el desarrollo de
técnicas específicas dentro de las artes marciales.
3
Ya vimos en el volumen I la situación social que generaba el bandidaje por
las rutas japonesas y la creencia en espíritus atormentados que habitaban en
parajes solitarios haciendo más peligrosos esos caminos.

4
He procurado dar en este párrafo uno de los sentidos simbólicos que la
cultura japonesa otorga a grulla, halcón, bambú, pino, loto, peonía, hiedra y
flor de cerezo. Su simbología es más profunda y variada, como tendremos
ocasión de ver.
5
Animal y flor que entre otras, como la lechuza, tienen unas connotaciones
supersticiosas de mala suerte.
6
En las casas japonesas no existe la cama tal y como la entendemos en
Occidente; son colchonetas más o menos gruesas que durante el día
permanecen enrolladas y cuando son necesarias se extienden en el suelo
7
La pasta de soja es un alimento habitual en la cocina japonesa, y forma
parte de una gran cantidad de platos como la sopa roja de miso (pasta de soja
fermentada con sal y levadura, es más bien un desayuno), el tofit (pasta blan-
quecina semejante al queso fresco, elaborada a base de soja), y el shoyo
(salsa marrón hecha de soja fermentada, usada como condimento del pescado
crudo y las legumbres confitadas o hervidas).

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