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TRES AMORES
y
TRES CEREBROS
Tierra Desvelada
Ediciones
1
Este texto fue publicado originalmente
en el libro “Cosas que vengo diciendo
(sobre el amor, la conciencia, lo terapéutico
y la solución al problema del mundo)”,
(2005, Editorial Kier).
Primera Edición.
Impreso en Santiago Waria, 2019.
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Durante mucho tiempo he insistido en que
el meollo de la neurosis es el carácter, y que es del
carácter que debemos ocuparnos si aspiramos a algo
más profundo que la simple mejoría de síntomas psí-
quicos o físicos. Pero más recientemente vengo di-
ciendo que el meollo del carácter o personalidad, a su
vez, es la problemática amorosa. Pues se han origina-
do nuestros problemas emocionales en frustraciones
amorosas, y se perpetúan a través de la interferencia
que nuestra exagerada necesidad de amor —cons-
ciente o no— significa para la expresión de nuestro
potencial amoroso. La salud mental entraña un es-
tado espontáneamente amoroso, y creo que es una
ilusión pensar que pueda encontrarse la felicidad sin
pasar por la capacidad de amar.
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Pero amor es varias cosas, y no una sola; o si es
una sola, propongo que se manifiesta de tres mane-
ras fundamentales, así como la luz blanca que en un
prisma se quiebra en diversos colores. Pienso que hay
tres “colores básicos” de amor, que no siempre están
igualmente desarrollados en una persona dada.
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que está presente ya en la experiencia de la materni-
dad. Y no sólo los humanos, naturalmente, sino todos
los mamíferos exhiben la conducta maternal que ex-
presa un amor protector, generoso, auxiliador y po-
tencialmente sacrificado.
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rentemente, al menos) a sus enemigos. Además de
que su magnanimidad les hace sentirse bien, conoce-
mos desde Freud, cómo la bondad constituye a veces
una forma de superar una agresión inaceptable a tra-
vés de una transformación en lo contrario.
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res mamíferos. Ese “cerebro medio” del que tanto se
ocupó el gran neurofisiólogo español Rof Carballo,
más comúnmente llamado hoy cerebro límbico o ce-
rebro emocional. Hay motivos para considerar este
cerebro medio como nuestro cerebro amoroso pro-
piamente tal, y para pensar que su función está muy
postergada en la vida humana, en virtud del dominio
del cerebro más reciente en nuestra evolución, el
neocórtex o cerebro propiamente humano, asociado
a la corteza cerebral. Por razones culturales, este ha
llegado a funcionar en forma tan represiva respecto
de nuestras partes más primitivas, que funciona en
forma insular, desconectado de los otros dos de tal
manera que ello acarrea consecuencias trágicas no
sólo para la vida individual sino también para nuestra
evolución colectiva. Por ello pienso que tenemos que
recuperar nuestra sabia y santa animalidad denigra-
da; de otra manera, es decir, operando sólo desde la
razón, no sabremos vivir bien ni ser felices.
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Cierto es que hay muy poca compasión y muy poca
bondad en el mundo, y que ello dice relación con un
escaso desarrollo espiritual, pero también es cierto
que la bondad no es algo que deba de ser inventada,
pues la teníamos al comienzo, yace en nuestra natu-
raleza y sólo necesitamos recuperarla.
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esa idea del pecado original como algo que se trans-
mite genéticamente, y se va comprendiendo que se
trata más bien de un contagio cultural de la neurosis a
través de las generaciones, tal como lo concebía Wil-
helm Reich con su noción de “plaga emocional”).
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la tenemos, parece haberse acompañado de una ex-
traña ceguera respecto de la valoración de la bondad.
Basta, para comprobarlo, una reflexión acerca del
ideal heroico que encarna en Aquiles —modelo cruel
al que acudían los educadores de la antigüedad— o
la observación de que en la religión politeísta de los
griegos no se encuentre ninguna divinidad misericor-
diosa. Los dioses griegos, por lo general, no aman a
los humanos, y encontrarse con ellos era considerado
más un peligro que una gracia.
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ante los intereses del dominio y conquista, ha estado
durante muchos siglos postergado este derecho a la
felicidad. Empezó a hacerse explícitamente presente
el derecho a la felicidad, en la legislación, apenas en
los tiempos de la revolución de las colonias, y tal vez
haya sido justamente en reacción a este descuido,
que la constitución norteamericana (inspirada en la
influencia de Stuart Mill) comienza por afirmarlo. En
el mundo religioso ha sido por lo general poco esti-
mado este impulso a la felicidad; la tradición religiosa,
en la práctica, invita a poner la cara larga cuando se
está en cosas tan serias como la meditación o la de-
voción. Más se aprecia el sufrimiento, de modo que
el placer, implícitamente, se siente fuera de lugar; ello
ha sido resultado de una mala comprensión del asce-
tismo, que es un gran camino, pero más una técnica
espiritual que una filosofía de vida. Como bien saben
los tántricos, ayuda al éxtasis místico, abrirse al placer
primero. (Y parece que hasta santos cristianos lo han
intuido, como Santa Teresa, quien decía que en sus
arrobos “el cuerpo participaba, y mucho”).
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que ver con la amistad, y que no es necesariamente
protector ni entraña una búsqueda de placer, sino que
tiene que ver con el aprecio, con la admiración, con el
respeto y con los ideales. La estimación no es erótica
ni es generosa: es una tercera cosa, y los griegos la
llamaban philía. Es lo que uno busca en la amistad, lo
que uno encuentra en cada persona a quien valora,
sólo que hay una gradiente que va de la aceptación a
la estima y el respeto, a la admiración y por último, a
la adoración. Hay amistades interesadas, como la que
se da entre dos a quienes les gusta jugar tenis. Se uti-
lizan mutuamente, pues cada uno le sirve al otro res-
pecto de la satisfacción de un gusto. Hay amistades
manipulativas también, en que en nombre de la amis-
tad se trata de obtener otras cosas; pero la verdadera
amistad es una en la que uno se interesa en el otro
porque el otro tiene alguna cualidad espiritual o hu-
mana admirable que estimula el propio crecimiento.
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pasa luego del vínculo exclusivo con la madre a una
etapa en que se vincula más al padre, que es al co-
mienzo algo así como el representante del mundo. Y
sus valores pasan a ser los valores de la madre; lo que
implica que sus valores encarnan en el padre.
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para una persona; tal vez como dedicación al creci-
miento interior, al dharma o camino, lo que implica
sed de desarrollo de la conciencia y amor a lo que se
intuye como fin del camino: amor a eso hacia donde
nos encaminamos. O en amor a la vida, a la verdad, la
belleza, la justicia, en fin, a los valores transpersona-
les, diríamos en el lenguaje de hoy.
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no que muchos conocerán los experimentos famosos
de Lorenz con gansos, por los que recibió el premio
Nobel en los tiempos en que yo era aún estudiante
de medicina. Investigaba el impulso del pájaro recién
salido del huevo, a seguir a la madre. ¿Cómo puede
explicarse esto? ¿Quién le enseñó? Claro que no se lo
enseñó nadie; está programado genéticamente. Y un
pollito de incubadora —que no ha tenido una madre
a quien seguir— sigue a la persona que maneja la in-
cubadora. Tal vez todos conocemos gallineros en que
todos los pollitos siguen a quien les trae el alimento.
Pudiéramos interpretarlo “antropomórficamente” y
decir que se trata de unos pollitos muy interesados,
y nos puede parecer lógico que sigan al que tiene el
alimento. Pero nos equivocaríamos al pensar así: su
impulso de seguir a alguien los ha llevado a establecer
con alguien un vínculo de seguimiento que es ante-
rior al sentido práctico.
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mecanismo— tornándose en cierto modo en madres
sustitutas. Seguirán entonces al reloj o a la caja de
zapatos, y no a personas ni aves. Pues el programa
innato es seguir al primer objeto en movimiento que
se presente, y es con este que se establece un vínculo
permanente. Y en nosotros ocurre en cierta medida
algo semejante: ¿acaso no es común que en el amor
de pareja se busque al padre o a la madre? Pero sobre
todo, tenemos un impulso a seguir, que se relaciona
con el amor admirativo. Por ello mismo, esta forma
de amor entraña un proceso espontáneo de apren-
dizaje, como Aristóteles señaló en su análisis de la
amistad. En ella, generalmente uno es el admirador
y otro el admirado, y la amistad es la ocasión de una
gradual asimilación de los valores que percibimos o
le atribuimos a la persona a quien nos ha acercado la
estimación.
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parecen estar dotadas de una voluntad de autoperpe-
tuación de la que somos el vehículo: ideas que pasan
de persona a persona, reproduciéndose y creciendo;
ideas fecundas que cristalizan y se transmiten, ac-
tuando como aglutinantes de nuestra experiencia.
Independientemente de lo que pensemos de la me-
mética (cuya visión de las cosas equivale a la de los
genetistas, que consideran a las gallinas como apara-
to reproductor de los huevos), sirva aquí para llamar
la atención acerca de cómo nuestro impulso a asimi-
lar lo que valoramos —función del amor admirativo—
subyace en la perpetuación de la cultura.
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personas que llamamos “cariñosas”, pero sufren de
una inhibición del amor erótico, y ello trae a su vez
problemas. Y me parece que por lo general, la gente
busca llenar la insatisfacción resultante de la falta de
realización de alguno entre los tres amores, con un
amor diferente, como es el caso de quien, sin saberlo,
busca el éxtasis erótico a través de la devoción.
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es demasiado grande. Todos podemos amar cuando
es más fácil; pero cuando nuestro orgullo ha sido he-
rido, es probable que nos venguemos con nuestro
desamor. Y si lo comprendemos cabalmente, nos da-
remos cuenta cuán condicional es nuestro amor.
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repartir. Si uno quiere tanto que lo quieran, uno dice
“te quiero tanto”. Y tampoco uno que quiere mucho
que lo admiren puede revelar su narcisismo dicien-
do “¡por favor, admírame!” Sabe que así va perdido.
Tiene que encubrir esa necesidad, si quiere parecer
admirable, y tal vez entrar en un intercambio de apre-
cio. “Me interesan tanto tus ideas, hablemos de ello”.
Generalmente, el seducido es uno al que le falta tanto
el amor, que no discrimina la calidad de lo que se le
ofrece. Como un caballo que tiene tanta hambre que
se va con cualquiera que le ofrezca un terrón de azú-
car (un cuatrero puede muy fácilmente robar caballos
hambrientos), así uno que está hambriento de amor
es muy propenso a las ilusiones. Y tanto más cuan-
do somos más jóvenes. Hay quienes precisan sufrir
la decepción muchas veces para llegar a conocer la
diferencia entre el amor de verdad y el amor carencial
disfrazado.
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tamente dormida, o aun muerta: pues mientras haya
un ego, este puede dominar totalmente nuestra vida,
impidiendo que entre en funciones la otra parte. Tal
manera de proponer las cosas tiene sus virtudes prác-
ticas en el camino, pues si uno dice que en realidad
hay una parte en nosotros que es verdaderamente
amorosa en tanto que también hay otra que es caren-
cial, y que las dos conviven en el mismo cuerpo, uno
podría quedarse demasiado tranquilo. Las tradicio-
nes espirituales tienen a veces un elemento de tram-
pa, que es importante por cuanto el ego es un gran
tramposo, y los maestros espirituales a través de la
historia han desarrollado cierta capacidad de trampe-
ros: cierta astucia para hacernos más fácil el camino.
Juegan al ajedrez con el ego astuto del discípulo o lo
tratan con una severidad necesaria como antídoto a
la indulgencia o a las limitaciones de la “buena educa-
ción”. Así, un maestro zen, típicamente no acepta que
tengas razón “en parte”. No, no: te toca la campana
para que te vayas. En su presencia no caben respues-
tas a medias.
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que parece novedad es sólo una forma diferente bajo
la cual se redescubre lo que se sabía siempre. Sospe-
cho que sea el caso con mi idea del equilibrio entre
los tres amores. En primer lugar, es una variación de
la idea que planteaba el gran visionario chileno Toti-
la Albert respecto de nuestras componentes internas
Padre, Madre e Hijo; y también de la idea ya men-
cionada de Gurdjieff, de un equilibrio entre nuestros
cerebros o “centros”: instintivo, emocional e intelec-
tual. Y también encontramos la idea en la gran fórmu-
la que Cristo proponía como resumen de toda la ley o
camino. Al decir que en ella se resume “toda la ley” se
refería, naturalmente, a la Ley de Moisés, es decir, a
toda la tradición de sus antepasados. La formulación
“ama al prójimo como a ti mismo y a Dios sobre todas
las cosas” (que ya se encuentra en el Deuteronomio)
implica los tres amores.
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a tales cosas como el ser bueno o sacarse buena nota
en el colegio, para no decir nada de ser perfecto; en el
mejor de los casos, es una forma de amor incondicio-
nal, como el de una madre hacia un niño pequeñito.
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tamos, tanto en lo intra- como en lo inter-personal.
Llevamos en nosotros el eco de los conflictos entre
nuestros padres, además de los que tuvimos con cada
uno de ellos, conflictos que deben ser sanados para
que podamos recuperar ese vínculo sano original en
que cada una de nuestras personas interiores respeta
y quiere el bien de las restantes.
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entre placer y miedo al castigo, un sentir: “si me doy
el gusto me va a ir mal”, “está prohibido darse el gus-
to”. De la misma manera tiene la valoración sus “ene-
migos internos”, de modo que nuestra capacidad de
aprecio respecto de lo que nos rodea ha sido inhibida
a través de nuestro desarrollo. Puede, por ejemplo,
haber sido interferida por el orgullo. SI uno es orgu-
lloso quiere estar por encima de los demás, y para
sentirse superior, el orgulloso desarrolla una actitud
consciente o inconscientemente despectiva. En la tra-
dición cristiana se pone el orgullo como el primero de
los pecados capitales, y es razonable que así sea por-
que se concibe a los pecados capitales como interfe-
rencias con la vida espiritual; y el orgullo, inhibiendo
el amor-adoración, tiene como principal consecuen-
cia el alejamiento de lo divino. El orgullo lo hace sen-
tirse a uno demasiado satisfecho consigo mismo, tan
satisfecho que ya no mira al cielo. Una vez, una per-
sona orgullosa (después de alguno de los ejercicios
introspectivos que hacemos en la introducción a la
psicología de los eneatipos) se sintió muy conmovida
al descubrir que era tanto el espacio que ella ocupa-
ba que no había espacio en su mundo interior para sí
misma y a la vez para Dios. Me pareció un momento
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de insight profundo.
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no va con la compulsión de comérselos.
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ponerse en el lugar del padre. De los dos crímenes de
Edipo —el del incesto y el del parricidio— el más gra-
ve dentro de la cultura griega era el de matar al padre.
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Yo siempre digo que al ser humano no lo conoce-
mos: al ser humano como realmente es, más allá
de los condicionamientos y más allá de la neurosis
transmitida por su entorno. Sólo cuando tengamos
una sociedad sana podremos conocer al ser humano,
pues entonces se actualizarán sus potencialidades.
Hasta entonces, más vale tener amplitud de criterio.
Dentro de la vida actual, yo creo que la monogamia
puede ser, muchas veces, la solución más sana, pero
al contestarte como he hecho, he querido afirmar
que también puede ser al revés, y tal vez sea sano
relativizar nuestra cultura con sus usos y costumbres.
Pues es cuestionable que haya habido culturas sanas.
Creo que desde los glaciares, cuando pasamos mucha
hambre y al parecer aprendimos a devorarnos los se-
sos (entre los primeros restos humanos hay muchos
cráneos perforados), ha empezado nuestra deshuma-
nización. Aprendimos a desensibilizarnos, y aprendi-
mos el canibalismo que ahora se aprecia en las rela-
ciones internacionales y en la falta de generosidad
con que nos tratamos, de modo que bien pudiéramos
hablar de un cripto-canibalismo.
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Nos creemos muy civilizados, pero la locura se
hace evidente en lo mal que funciona el mun-
do. Podemos hablar de una neurosis colectiva o
decir que hemos caído del paraíso, como era el
uso antiguo: no sólo hemos caído del vientre de
nuestra madre individual, sino que como espe-
cie hemos perdido hace mucho tiempo la salud
de la condición animal original, tal vez por de-
signio y Providencia, como condición preliminar
a una superación. Al menos en algunos mitos se
presentan la caída y el demonio como equiva-
lentes de un buen entrenamiento: algo destina-
do a que llegáramos a ser algo más conscientes
de lo que habríamos sido como animales sin
complicaciones. Claro que en las culturas de dis-
tinto tipo, siempre ha habido hombres liberados
y ¿cómo se han manifestado esos hombres? Tal
vez en forma muy diversa.
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nos sirve pretender vivir de la idea de que algo que
fue muy bueno tiene que volver, del principio de la in-
fancia o de la humanidad, pues el amor total está en
cada momento y se puede encontrar en cada instante.
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humanos completos? Usamos el pensamiento, y lo
que hay que combatir es el vicio del pensamiento, el
vicio de “enrollarnos”. Bueno, yo me estoy enrollando
aquí (risas) por responder a estas preguntas, que son
interesantes pero que desvían un poco del propósito
de esta charla acerca de los tres amores, cual es… sí,
dime lo que quieres decir y después retomamos.
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Claudio: Hagamos un paréntesis sobre el Edipo. No
es tan relevante a esto, pero es interesante. A veces
se ha dicho que “el Edipo” es el shiboleth del psicoa-
nálisis. (Shiboleth es una palabra que nos llega desde
la historia antigua del pueblo judío, y designa algo así
como una peculiaridad provinciana, pues original-
mente se refería a forma característica de pronunciar
de los benjaminitas). Yo aun diría que “el Edipo” es
el fetiche del psicoanálisis. La simple realidad es que
la neurosis nos viene de la situación de amor y odio
entre los padres y uno mismo (así como entre ellos)
durante la infancia, en la tríada original.
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la madre (o la niña hacia el padre) y eso a veces es
cierto, pero no siempre, y no creo que sea necesaria-
mente lo esencial. Yo pienso que el deseo de amor
es lo más importante, y la sexualización es una cosa
derivada que se le superpone. Y como está tan prohi-
bida, se crea un problema adicional. Alguien aquí me
decía: “Cómo hago yo con esta culpa epídica” y yo le
digo: “Corta con eso, que está pasado de moda” (ri-
sas). Los californianos, en la década de 1970 decían:
“sex is good, incest is best”: (está bien el sexo, pero el
incesto es aun mejor): una posición desafiante, que
transmite el metamensaje: “Dejémonos de tabúes
convencionales”. Hay algo en último término un poco
convencional en la gravedad de esa prohibición, y
está claro que se transmite a través de las generacio-
nes, por introyección.
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camino en que se enfrentó con la Esfinge, contestó su
famosa pregunta (que en el fondo equivale a “quién
eres”). El que contesta esa pregunta a partir de su
contacto con el misterio corre un gran peligro de en-
vanecerse, y Edipo Rey versa sobre la vida de uno que
se sintió “el más” o más bien “el más que más”. Para
subrayarlo, insiste mucho Sófocles en que Edipo es
el hombre más distinguido y extraordinario del mun-
do. Pero el que llega a ese momento de la evolución
espiritual, luego se viene abajo. En la presentación
cristiana de las etapas del camino interior, la etapa
siguiente a la así llamada “vía iluminativa” se llama la
“noche oscura del alma”; y en el Edipo se representa
su comienzo como una peste. Es un equivalente de
lo que en la leyenda del Rey Arturo aparece como “la
tierra baldía”: se vuelve estéril la naturaleza, a conse-
cuencia de su pecado.
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Y es parte de esta madurez espiritual el que se haya
dado cuenta de la exageración e injusticia de su auto-
castigo. Había actuado en forma convencional al abo-
rrecerse, quitarse los ojos y exiliarse, puesto que todo
lo ocurrido había sido voluntad de los Dioses: ¿cómo
podría ser culpable si por más que trató de evadir el
oráculo este se cumplió? Estaba más allá de él. Conse-
cuentemente, al final de su recorrido lo encontramos
como una persona que ya no tiene culpa y ya sabe
defenderse de las acusaciones de Creonte.
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de la cultura griega, y según Sófocles, es a Edipo (a
quien Tebas ha repudiado) que se debe el auge pos-
terior de Atenas. Dicho sea de paso, los héroes eran
tan adorados en Grecia como los Dioses, y aun más,
solemnemente. Lo que más se puede comparar a la
cultura cristiana en la antigua Grecia, era justamente
el solemne culto de los héroes, a través del cual se
invocaba su bendición.
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Tao es la madre de todas las cosas aunque en reali-
dad dice Lao-Tse que “el Tao es la abuela de Dios”,
una buena manera de aludir a un principio femenino
original. Este autor, que es un armenio, dice: Yo amo
el Tao, ¿por qué será que amo tanto el Tao? Porque
el Tao es la naturaleza femenina misteriosa, yo amo
lo misterioso y yo amo lo femenino. A ver ¿Por qué
amo tanto lo femenino y lo misterioso?, ¿será por el
amor que le tengo a mi hermana? A ver: algo original,
algo más antiguo …Ah ¡mi madre, mi madre! ¡Ah sí,
qué interesante! ¿Será que amo el Tao entonces por-
que amo a mi madre? Y comenta entonces cómo les
resulta divertido a los chinos Edipo y el pensamiento
de que pudiera el amor al Tao, el amor a la naturale-
za, venir al amor de la madre. Pues a los chinos les
parece extraordinario que la madre se considere una
cosa tan extraordinaria, tan diversa del resto de los
mortales como para quererla u odiarla tanto. Se les
hace divertida la neurosis de los occidentales. Y yo
creo que en ello se revela una actitud muy saluda-
ble: mientras más madura la persona, más se llega a
sentir que los padres son personas. Y que todas las
personas son iguales, igualmente divinas, igualmente
contaminadas por lo otro. Bueno, ya hemos hablado
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bastante y sólo quería darles algún material inspira-
dor antes de invitarlos a descubrir algunas cosas más
sobre los obstáculos del amor. Después de este largo
prólogo, entonces, les propongo investigarlo. Porque
si es cierta esta idea de que es el amor lo que nos
hace felices, lo importante no es que consigamos ser
queridos, sino que logremos comprender y superar
los obstáculos que nos impiden movilizar nuestro po-
tencial amoroso.
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