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Claudio Naranjo

TRES AMORES
y
TRES CEREBROS

Tierra Desvelada
Ediciones

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Este texto fue publicado originalmente
en el libro “Cosas que vengo diciendo
(sobre el amor, la conciencia, lo terapéutico
y la solución al problema del mundo)”,
(2005, Editorial Kier).

Ilustración de portada: Ashley Mackenzie.

Ningún derecho reservado.


Haz que corra, compártelo, reprodúcelo, piratéalo.
Que los libros no se vuelvan fetiche, ni privilegio.
Que libres sean las palabras, los saberes
y la vida entera.

Primera Edición.
Impreso en Santiago Waria, 2019.

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 Durante mucho tiempo he insistido en que
el meollo de la neurosis es el carácter, y que es del
carácter que debemos ocuparnos si aspiramos a algo
más profundo que la simple mejoría de síntomas psí-
quicos o físicos. Pero más recientemente vengo di-
ciendo que el meollo del carácter o personalidad, a su
vez, es la problemática amorosa. Pues se han origina-
do nuestros problemas emocionales en frustraciones
amorosas, y se perpetúan a través de la interferencia
que nuestra exagerada necesidad de amor —cons-
ciente o no— significa para la expresión de nuestro
potencial amoroso. La salud mental entraña un es-
tado espontáneamente amoroso, y creo que es una
ilusión pensar que pueda encontrarse la felicidad sin
pasar por la capacidad de amar.

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Pero amor es varias cosas, y no una sola; o si es
una sola, propongo que se manifiesta de tres mane-
ras fundamentales, así como la luz blanca que en un
prisma se quiebra en diversos colores. Pienso que hay
tres “colores básicos” de amor, que no siempre están
igualmente desarrollados en una persona dada.

Cuando hablamos del amor, a veces hablamos del


amor cristiano. Cuando se dice “ama al prójimo como
a ti mismo”, es claro que no se trata del mismo amor
del que hablaba Freud; el muy poco cristiano, el amor
erótico.

Muchos han llamado la atención hacia el contraste


entre estos dos amores, designados por los términos
griegos eros y ágape, o por los equivalentes latinos
amor y caritas. El tipo de amor que en la literatura
cristiana se llama ágape o caridad es el que se expre-
sa como generosidad o bondad; y tal es el “amor al
prójimo”, que caracteriza no sólo al camino cristiano
sino a las enseñanzas de todas las religiones. Culmina
esta forma de amor en la compasión, característica
de seres que han llegado lejos en el camino, pero que
es también intrínseco a la naturaleza humana, puesto

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que está presente ya en la experiencia de la materni-
dad. Y no sólo los humanos, naturalmente, sino todos
los mamíferos exhiben la conducta maternal que ex-
presa un amor protector, generoso, auxiliador y po-
tencialmente sacrificado.

Claro que en el mundo humano hay mucha falsifi-


cación de este amor bondadoso y compasivo. Ya que
se lo predica y se lo requiere de nosotros desde la in-
fancia, estamos más o menos programados para ser
buenos; y aun si optamos por rebelarnos, llevamos
en nosotros la expectativa de nuestra cultura. Por eso
prevalece la falsa bondad y tanto abundan sus predi-
cadores, que hay también desconfianza hacia el amor
no sólo entre la gente común y corriente sino entre
los filósofos. Así, por ejemplo, Nietzsche fue un gran
crítico del amor compasivo, que llegó a considerar
una gran mentira. Lástima, pero comprensible, pues
lo que se vende en el mundo cristiano es una com-
pasión aprendida y compulsiva, y pocos conocen la
diferencia entre tal bondad condicionada y la bondad
verdadera y espontánea. Como el mismo Nietzsche
observaba, a veces la gente incluso busca superiori-
dad a través de su gesto virtuoso de perdonar (apa-

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rentemente, al menos) a sus enemigos. Además de
que su magnanimidad les hace sentirse bien, conoce-
mos desde Freud, cómo la bondad constituye a veces
una forma de superar una agresión inaceptable a tra-
vés de una transformación en lo contrario.

Pero existe el amor cristiano más allá del cristianis-


mo y, como decía, lo exhiben en cierta medida hasta
los animales. Sólo es humana la posibilidad de exten-
derlo más allá de los hijos, potencialmente a todos
los humanos e incluso a todos los seres, como amor
universal.

Hoy en día sabemos que tenía razón Gurdjieff, al


decir que somos seres tricerebrados. Dicen hoy los
neurólogos y neurofisiólogos que la porción basal de
nuestro cerebro, que por su función puede llamarse
nuestro cerebro instintivo y por su origen remoto se
designa como arquencéfalo, nos llega desde los rep-
tiles.

Tenemos un reptil interno en este cerebro arcaico,


pero aparte de esta serpiente interna tenemos tam-
bién un cerebro semejante al de nuestros anteceso-

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res mamíferos. Ese “cerebro medio” del que tanto se
ocupó el gran neurofisiólogo español Rof Carballo,
más comúnmente llamado hoy cerebro límbico o ce-
rebro emocional. Hay motivos para considerar este
cerebro medio como nuestro cerebro amoroso pro-
piamente tal, y para pensar que su función está muy
postergada en la vida humana, en virtud del dominio
del cerebro más reciente en nuestra evolución, el
neocórtex o cerebro propiamente humano, asociado
a la corteza cerebral. Por razones culturales, este ha
llegado a funcionar en forma tan represiva respecto
de nuestras partes más primitivas, que funciona en
forma insular, desconectado de los otros dos de tal
manera que ello acarrea consecuencias trágicas no
sólo para la vida individual sino también para nuestra
evolución colectiva. Por ello pienso que tenemos que
recuperar nuestra sabia y santa animalidad denigra-
da; de otra manera, es decir, operando sólo desde la
razón, no sabremos vivir bien ni ser felices.

Pretendemos desarrollar la compasión, pero creo


que se equivoca quien piensa que la compasión es so-
lamente un atributo de los bodhishatvas, es decir sólo
algo que aparece con el desarrollo espiritual superior.

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Cierto es que hay muy poca compasión y muy poca
bondad en el mundo, y que ello dice relación con un
escaso desarrollo espiritual, pero también es cierto
que la bondad no es algo que deba de ser inventada,
pues la teníamos al comienzo, yace en nuestra natu-
raleza y sólo necesitamos recuperarla.

Decía, entonces, que hay este amor que podríamos


llamar amor-bondad, que se relaciona con la conduc-
ta maternal y el cerebro medio, y hay un amor eróti-
co o instintivo que en el mundo cristiano ha sido un
amor muy prohibido, demonizado y hasta criminaliza-
do. Conviene tener presente que todas las religiones
son en parte lo que verdadera o esencialmente son,
pero también en parte algo que ha entrado en ellas
desde la patología social de su entorno. El cristianis-
mo se ha dado en el terreno de la cultura patriarcal
de romanos y godos, y ni siquiera los santos se han
salvado de cierta contaminación. Así, por ejemplo,
San Agustín —que fue un gran teólogo y filósofo—
fue también alguien extraordinariamente propenso a
los sentimientos de culpa, y ello tuvo su influencia en
la concepción del pecado original que nos ha legado.
(Hoy en día, los teólogos se están volviendo contra

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esa idea del pecado original como algo que se trans-
mite genéticamente, y se va comprendiendo que se
trata más bien de un contagio cultural de la neurosis a
través de las generaciones, tal como lo concebía Wil-
helm Reich con su noción de “plaga emocional”).

Es interesante observar que así como la cultura


cristiana ha despreciado el cuerpo, la instintividad,
la búsqueda de placer y la alegría, la otra cultura
de la que ha nacido nuestro moderno mundo occi-
dental —la cultura greco-romana— ha despreciado
la compasión. Uno puede darse cuenta a través de
su arte cómo se expresaba más sanamente el eros,
y sabemos que en la escuela, los jóvenes de ambos
sexos hacían gimnasia y luchaban desnudos, sin que
hubiera llegado a ellos la noción de que ello fuese
pecaminoso o indecente. Ello, por sí solo, nos dice
que la vergüenza sexual no es intrínseca a la natura-
leza humana, y personalmente comparto con Freud
y Reich la noción de que muchos de los problemas
que la gente tiene derivan de la sexualidad prohibi-
da y del sentir que parte de su dotación instintiva sea
algo horrible e inconfesable. Pero la salud erótica de
la cultura griega, admirable como sea para quienes no

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la tenemos, parece haberse acompañado de una ex-
traña ceguera respecto de la valoración de la bondad.
Basta, para comprobarlo, una reflexión acerca del
ideal heroico que encarna en Aquiles —modelo cruel
al que acudían los educadores de la antigüedad— o
la observación de que en la religión politeísta de los
griegos no se encuentre ninguna divinidad misericor-
diosa. Los dioses griegos, por lo general, no aman a
los humanos, y encontrarse con ellos era considerado
más un peligro que una gracia.

Decía que tanto el amor erótico como el amor be-


névolo son sanos, y que se relacionan con partes de
nuestro cerebro. Pero me falta agregar que así como
el amor cristiano dice relación con el amor maternal,
el amor erótico “greco-romano” —que es en esen-
cia amor-deseo-que se encamina hacia el placer—
no sólo tiene que ver con el cerebro instintivo, sino
con la parte “hijo” de nuestra naturaleza. En tanto
que la componente materna de nuestra naturaleza
da y cuida, nuestra parte filial es aquella que desea,
y todos llevamos en nosotros ese niño interior que
simplemente quiere ser feliz. Sólo que, así como ha
estado eclipsado en nuestra cultura el amor benévolo

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ante los intereses del dominio y conquista, ha estado
durante muchos siglos postergado este derecho a la
felicidad. Empezó a hacerse explícitamente presente
el derecho a la felicidad, en la legislación, apenas en
los tiempos de la revolución de las colonias, y tal vez
haya sido justamente en reacción a este descuido,
que la constitución norteamericana (inspirada en la
influencia de Stuart Mill) comienza por afirmarlo. En
el mundo religioso ha sido por lo general poco esti-
mado este impulso a la felicidad; la tradición religiosa,
en la práctica, invita a poner la cara larga cuando se
está en cosas tan serias como la meditación o la de-
voción. Más se aprecia el sufrimiento, de modo que
el placer, implícitamente, se siente fuera de lugar; ello
ha sido resultado de una mala comprensión del asce-
tismo, que es un gran camino, pero más una técnica
espiritual que una filosofía de vida. Como bien saben
los tántricos, ayuda al éxtasis místico, abrirse al placer
primero. (Y parece que hasta santos cristianos lo han
intuido, como Santa Teresa, quien decía que en sus
arrobos “el cuerpo participaba, y mucho”).

Pero aparte de estos dos amores, me parece, hay


también un tercero: también hay un amor que tiene

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que ver con la amistad, y que no es necesariamente
protector ni entraña una búsqueda de placer, sino que
tiene que ver con el aprecio, con la admiración, con el
respeto y con los ideales. La estimación no es erótica
ni es generosa: es una tercera cosa, y los griegos la
llamaban philía. Es lo que uno busca en la amistad, lo
que uno encuentra en cada persona a quien valora,
sólo que hay una gradiente que va de la aceptación a
la estima y el respeto, a la admiración y por último, a
la adoración. Hay amistades interesadas, como la que
se da entre dos a quienes les gusta jugar tenis. Se uti-
lizan mutuamente, pues cada uno le sirve al otro res-
pecto de la satisfacción de un gusto. Hay amistades
manipulativas también, en que en nombre de la amis-
tad se trata de obtener otras cosas; pero la verdadera
amistad es una en la que uno se interesa en el otro
porque el otro tiene alguna cualidad espiritual o hu-
mana admirable que estimula el propio crecimiento.

Todo esto tiene que ver con lo que significa la figura


del padre para el niño. La madre es quien lo protege,
pero la madre mira al padre; la madre ama al padre, y
el niño, que lo percibe, hace lo mismo. Siendo la ma-
dre quien satisface sus necesidades, su primer amor,

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pasa luego del vínculo exclusivo con la madre a una
etapa en que se vincula más al padre, que es al co-
mienzo algo así como el representante del mundo. Y
sus valores pasan a ser los valores de la madre; lo que
implica que sus valores encarnan en el padre.

El padre representa también aquello que se quiere


imitar, pues el amor-valor o amor admirativo es por
naturaleza imitativo: nos conformamos internamente
según aquello que respetamos, aquello que admira-
mos y valoramos, y en ello está el origen de los víncu-
los de autoridad.

Un psiquiatra francés de hace medio siglo —Hubert


Benoit— hablaba de amor-adoración, y ello me pa-
rece apropiado en virtud de que, así como culmina
el amor benevolente en compasión, culmina el amor
apreciativo en la adoración, que consiste en la per-
cepción del otro como divino. La persona verdade-
ramente enamorada es una persona que adora a la
persona amada, pero la culminación de la adoración
está en el amor a Dios, en la piedad, devoción o como
quiera que se llame. Y puede manifestarse tal devo-
ción aun cuando la idea de Dios no sea importante

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para una persona; tal vez como dedicación al creci-
miento interior, al dharma o camino, lo que implica
sed de desarrollo de la conciencia y amor a lo que se
intuye como fin del camino: amor a eso hacia donde
nos encaminamos. O en amor a la vida, a la verdad, la
belleza, la justicia, en fin, a los valores transpersona-
les, diríamos en el lenguaje de hoy.

Me parece que este tipo de amor tan íntimamente


relacionado con la figura del padre como con los va-
lores y con el aprendizaje cultural, es el que más de-
pende de nuestro cerebro intelectual; por lo que se lo
podría considerar el más propiamente humano. Pero
no es estrictamente humano, por cuanto, como los
otros dos amores, tiene precedentes arcaicos y tan-
to fundamento biológico como aquellos; el imitar ya
se observa en los pájaros, por ejemplo, que amoldan
sus cantos a aquellos que escuchan. Nosotros hemos
perfeccionado tanto el mecanismo, que tenemos una
cultura que cada generación imita de la precedente y
a su vez transmite. También de generación en genera-
ción se transmite a través de la imitación el lenguaje,
que se aprende al comienzo imitando los sonidos de
los padres, los grandes. Y volviendo a las aves, imagi-

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no que muchos conocerán los experimentos famosos
de Lorenz con gansos, por los que recibió el premio
Nobel en los tiempos en que yo era aún estudiante
de medicina. Investigaba el impulso del pájaro recién
salido del huevo, a seguir a la madre. ¿Cómo puede
explicarse esto? ¿Quién le enseñó? Claro que no se lo
enseñó nadie; está programado genéticamente. Y un
pollito de incubadora —que no ha tenido una madre
a quien seguir— sigue a la persona que maneja la in-
cubadora. Tal vez todos conocemos gallineros en que
todos los pollitos siguen a quien les trae el alimento.
Pudiéramos interpretarlo “antropomórficamente” y
decir que se trata de unos pollitos muy interesados,
y nos puede parecer lógico que sigan al que tiene el
alimento. Pero nos equivocaríamos al pensar así: su
impulso de seguir a alguien los ha llevado a establecer
con alguien un vínculo de seguimiento que es ante-
rior al sentido práctico.

Es interesante saber que los experimentos han de-


mostrado que, si se les pone a unos polluelos o patos
recién empollados, una caja de zapatos o un reloj des-
pertador en movimiento, aun estos objetos se con-
vierten en blanco del imprinting —que así se llama el

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mecanismo— tornándose en cierto modo en madres
sustitutas. Seguirán entonces al reloj o a la caja de
zapatos, y no a personas ni aves. Pues el programa
innato es seguir al primer objeto en movimiento que
se presente, y es con este que se establece un vínculo
permanente. Y en nosotros ocurre en cierta medida
algo semejante: ¿acaso no es común que en el amor
de pareja se busque al padre o a la madre? Pero sobre
todo, tenemos un impulso a seguir, que se relaciona
con el amor admirativo. Por ello mismo, esta forma
de amor entraña un proceso espontáneo de apren-
dizaje, como Aristóteles señaló en su análisis de la
amistad. En ella, generalmente uno es el admirador
y otro el admirado, y la amistad es la ocasión de una
gradual asimilación de los valores que percibimos o
le atribuimos a la persona a quien nos ha acercado la
estimación.

Puede ser de interés a propósito de este proceso


de asimilación de valores, mencionar que en años
recientes ha surgido una nueva disciplina científica a
la que se ha dado el nombre de “memética” —por
analogía con la genética— en la que se habla de “me-
mes”: unidades culturales análogas a los genes, que

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parecen estar dotadas de una voluntad de autoperpe-
tuación de la que somos el vehículo: ideas que pasan
de persona a persona, reproduciéndose y creciendo;
ideas fecundas que cristalizan y se transmiten, ac-
tuando como aglutinantes de nuestra experiencia.
Independientemente de lo que pensemos de la me-
mética (cuya visión de las cosas equivale a la de los
genetistas, que consideran a las gallinas como apara-
to reproductor de los huevos), sirva aquí para llamar
la atención acerca de cómo nuestro impulso a asimi-
lar lo que valoramos —función del amor admirativo—
subyace en la perpetuación de la cultura.

Pienso que un aspecto significativo del autocono-


cimiento sea entender la propia vida desde la pers-
pectiva de los tres amores. Es decir: no sólo desde la
perspectiva del amor, sino de sus tres variedades o
caras. Pienso que la felicidad que todos, consciente
o inconscientemente, anhelamos depende princi-
palmente de un sentimiento de plenitud que refleja
el que seamos seres completos, y que ello a su vez
se traduce en un equilibro del amor. Lo más común,
sin embargo, es que se tenga mucho de alguno de
estos amores y demasiado poco de algún otro. Hay

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personas que llamamos “cariñosas”, pero sufren de
una inhibición del amor erótico, y ello trae a su vez
problemas. Y me parece que por lo general, la gente
busca llenar la insatisfacción resultante de la falta de
realización de alguno entre los tres amores, con un
amor diferente, como es el caso de quien, sin saberlo,
busca el éxtasis erótico a través de la devoción.

Pero para comprender el subdesarrollo del amor es


necesario que prestemos atención a cómo éste de-
riva en gran medida del sobredesarrollo de algo así
como un falso amor, que a su vez no es más que una
sed de amor idealizada. Pues aparte de los amores
propiamente tales —erótico, admirativo y generoso
o protector— hay amores parasitarios, es decir “amo-
res” cuya raíz es una carencia. Y la necesidad de amor,
por más que se disfrace de amor, es una adicción. Y
es tal necesidad de amor la que constituye el mayor
obstáculo al amor propiamente tal.

Cuando nuestro amor parasitario es satisfecho,


nuestro ego está contento y podemos expresar amor
de verdad; cuando nuestro ego está frustrado, la ten-
tación de castigar a quien nos frustra o de retirarnos

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es demasiado grande. Todos podemos amar cuando
es más fácil; pero cuando nuestro orgullo ha sido he-
rido, es probable que nos venguemos con nuestro
desamor. Y si lo comprendemos cabalmente, nos da-
remos cuenta cuán condicional es nuestro amor.

Uno quiere que le den eso, y eso puede ser el amor


romántico del seductor o del hedonista que, de esa
manera, llena sus carencias, o el deseo de admiración
del narcisista o la exagerada necesidad de apoyo y
protección de las personas dependientes.

Así, tal como se nos puede describir a través de una


fórmula que especifique el amor más desarrollado y
el más eclipsado, también se nos puede caracterizar
según una fórmula semejante en lo que concierne
a los tres “amores parásitos” o carenciales. Amores
carenciales que a su vez se disfrazan de generosos,
conviene reiterar; pues puede no ser una buena es-
trategia para conseguir amor, ir por el mundo mos-
trando la propia necesidad y frustración: los que per-
siguen el amor, a menudo intuyen que es más fácil
establecer vínculos de amor disfrazando su carencia,
y apareciendo como quien está lleno de amor para

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repartir. Si uno quiere tanto que lo quieran, uno dice
“te quiero tanto”. Y tampoco uno que quiere mucho
que lo admiren puede revelar su narcisismo dicien-
do “¡por favor, admírame!” Sabe que así va perdido.
Tiene que encubrir esa necesidad, si quiere parecer
admirable, y tal vez entrar en un intercambio de apre-
cio. “Me interesan tanto tus ideas, hablemos de ello”.
Generalmente, el seducido es uno al que le falta tanto
el amor, que no discrimina la calidad de lo que se le
ofrece. Como un caballo que tiene tanta hambre que
se va con cualquiera que le ofrezca un terrón de azú-
car (un cuatrero puede muy fácilmente robar caballos
hambrientos), así uno que está hambriento de amor
es muy propenso a las ilusiones. Y tanto más cuan-
do somos más jóvenes. Hay quienes precisan sufrir
la decepción muchas veces para llegar a conocer la
diferencia entre el amor de verdad y el amor carencial
disfrazado.

En realidad, tenemos en nosotros ambas cosas:


nuestra esencia es amorosa, pero está interferida
porque vive prisionera dentro de otro personaje, que
es nuestro yo neurótico. Pero no es una cosa tan ab-
soluta. Gurdjieff solía decir que la gente está comple-

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tamente dormida, o aun muerta: pues mientras haya
un ego, este puede dominar totalmente nuestra vida,
impidiendo que entre en funciones la otra parte. Tal
manera de proponer las cosas tiene sus virtudes prác-
ticas en el camino, pues si uno dice que en realidad
hay una parte en nosotros que es verdaderamente
amorosa en tanto que también hay otra que es caren-
cial, y que las dos conviven en el mismo cuerpo, uno
podría quedarse demasiado tranquilo. Las tradicio-
nes espirituales tienen a veces un elemento de tram-
pa, que es importante por cuanto el ego es un gran
tramposo, y los maestros espirituales a través de la
historia han desarrollado cierta capacidad de trampe-
ros: cierta astucia para hacernos más fácil el camino.
Juegan al ajedrez con el ego astuto del discípulo o lo
tratan con una severidad necesaria como antídoto a
la indulgencia o a las limitaciones de la “buena educa-
ción”. Así, un maestro zen, típicamente no acepta que
tengas razón “en parte”. No, no: te toca la campana
para que te vayas. En su presencia no caben respues-
tas a medias.

Se le atribuye a Salomón haber dicho que no hay


nada nuevo bajo el sol, y me parece que a veces lo

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que parece novedad es sólo una forma diferente bajo
la cual se redescubre lo que se sabía siempre. Sospe-
cho que sea el caso con mi idea del equilibrio entre
los tres amores. En primer lugar, es una variación de
la idea que planteaba el gran visionario chileno Toti-
la Albert respecto de nuestras componentes internas
Padre, Madre e Hijo; y también de la idea ya men-
cionada de Gurdjieff, de un equilibrio entre nuestros
cerebros o “centros”: instintivo, emocional e intelec-
tual. Y también encontramos la idea en la gran fórmu-
la que Cristo proponía como resumen de toda la ley o
camino. Al decir que en ella se resume “toda la ley” se
refería, naturalmente, a la Ley de Moisés, es decir, a
toda la tradición de sus antepasados. La formulación
“ama al prójimo como a ti mismo y a Dios sobre todas
las cosas” (que ya se encuentra en el Deuteronomio)
implica los tres amores.

El amor a sí mismo es amor de criatura, que apunta a


la propia felicidad. Se puede decir que uno no se ama
a sí mismo si no ama a su niño interior, o incluso a su
animalito interior, pues el niño pequeño que continúa
siendo nuestra psiquis más arcaica es un ser instinti-
vo. Quien tiene tal amor a sí mismo no lo condiciona

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a tales cosas como el ser bueno o sacarse buena nota
en el colegio, para no decir nada de ser perfecto; en el
mejor de los casos, es una forma de amor incondicio-
nal, como el de una madre hacia un niño pequeñito.

Respecto del amor al prójimo, es el amor protector


y benévolo, que se asocia a la generosidad, a la em-
patía, a la solidaridad y más ampliamente a la bene-
volencia. Ya lo hemos comprendido como la voz de
nuestra parte materna.

En el amor a Dios, en cambio, reconocemos el


amor-adoración; ese amor que a través de un acto de
imaginación creativa, efectivamente genera algo que
enriquece a la realidad: infunde valor en la realidad
con su percepción del otro, de tal manera que puede
decirse que es un amor que se torna creación de la
idealidad del otro o de lo otro.

Una vez que comprendemos que estamos destinados


a tornarnos en seres efectivamente tricerebrados, ca-
paces de integrar nuestros tres amores de tal manera
que nuestra vida se torne en un abrazo intrapsíquico
a tres, comprenderemos también cuán divididos es-

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tamos, tanto en lo intra- como en lo inter-personal.
Llevamos en nosotros el eco de los conflictos entre
nuestros padres, además de los que tuvimos con cada
uno de ellos, conflictos que deben ser sanados para
que podamos recuperar ese vínculo sano original en
que cada una de nuestras personas interiores respeta
y quiere el bien de las restantes.

Asistente: El proceso de valorar, ¿cómo se da?


¿Cómo sería eso?

Claudio: El proceso de valorar es algo que puede


estar interferido, pero comenzamos teniéndolo. Más
generalmente, cada uno de los tres amores es parte
de nuestro ser esencial, y los tuvimos más aparente-
mente en algún momento. La desvaloración, en cam-
bio, es secundaria, reactiva o defensiva, tal como la
inhibición sexual o la malevolencia. Sabemos, particu-
larmente desde Freud, cómo el miedo es un enemigo
del sexo. Hablaba Freud de un temor a la castración,
y aunque no sea este universal sino en un sentido fi-
gurado, en bastantes personas se lo puede descubrir
como una fantasía inconsciente. Y es cierto que cre-
cer en el mundo civilizado implica cierta asociación

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entre placer y miedo al castigo, un sentir: “si me doy
el gusto me va a ir mal”, “está prohibido darse el gus-
to”. De la misma manera tiene la valoración sus “ene-
migos internos”, de modo que nuestra capacidad de
aprecio respecto de lo que nos rodea ha sido inhibida
a través de nuestro desarrollo. Puede, por ejemplo,
haber sido interferida por el orgullo. SI uno es orgu-
lloso quiere estar por encima de los demás, y para
sentirse superior, el orgulloso desarrolla una actitud
consciente o inconscientemente despectiva. En la tra-
dición cristiana se pone el orgullo como el primero de
los pecados capitales, y es razonable que así sea por-
que se concibe a los pecados capitales como interfe-
rencias con la vida espiritual; y el orgullo, inhibiendo
el amor-adoración, tiene como principal consecuen-
cia el alejamiento de lo divino. El orgullo lo hace sen-
tirse a uno demasiado satisfecho consigo mismo, tan
satisfecho que ya no mira al cielo. Una vez, una per-
sona orgullosa (después de alguno de los ejercicios
introspectivos que hacemos en la introducción a la
psicología de los eneatipos) se sintió muy conmovida
al descubrir que era tanto el espacio que ella ocupa-
ba que no había espacio en su mundo interior para sí
misma y a la vez para Dios. Me pareció un momento

25
de insight profundo.

Todas las pasiones interfieren con el amor, aunque


algunas más con una u otra entre sus formas. Mal po-
drían las pasiones ser favorables a la benevolencia,
por ejemplo (a menos que sea fingida), en vista de
que todas ellas tienen un fondo carencial que no se
aviene con la generosidad. La lujuria, por ejemplo, es
una búsqueda de intensidad que lo quiere todo sin
contemplaciones para nadie, de modo que la persona
anda por el mundo en actitud de escoger el mejor pe-
dazo. ¿Cómo podría ser compatible con la compasión,
esta disposición a la guerra? Su situación es como la
del gigante de Pinocho. ¿Lo recuerdan? El que pesca a
Pinocho y lo mete en una jaula, para luego explotarlo
y exhibirlo. Decía este gigante que cuando estaba por
sentir compasión le daban ganas de estornudar. La
compasión amenazaba la salud del pobre: lo ablanda-
ba. E igual respecto del amor valorativo. Si el progra-
ma es “tienes que ser fuerte y arrasar con cualquiera
que se te ponga por delante” ¿cómo puede compren-
derse que tanto la compasión como el aprecio hacia
los demás sean algo infinitamente precioso? Aquello
de intuir la divinidad o budeidad intrínseca del otro

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no va con la compulsión de comérselos.

Asistente: ¿El amor erótico sería posible por varias


personas a la vez de una manera profunda y auténti-
ca?

Claudio: Freud decía que todos los niños son “per-


versos polimorfos”. Desde el punto de vista social, la
promiscuidad es tenida como una perversión, pero
al parecer la multiplicidad de los vínculos de placer
está latente en el niño. Después se produce la foca-
lización de ese amor, pero esa focalización está muy
teñida por programas propios de la vida civilizada. En
la cultura patriarcal, la mujer le pertenece a un hom-
bre, y es seguramente el hombre el que creó la forma
de matrimonio que conocemos. Él es su dueño, en el
sentido de propiedad: la mujer, en el patriarcado tra-
dicional, le sirve al hombre para sembrar los hijos en
ella y como ayuda. Incluso la concepción freudiana de
la situación edípica tiene que ver con ese hecho de
que la mujer sea propiedad del marido. El hijo no tie-
ne acceso a la mujer en cuanto mujer, como es el caso
entre los animales: la mujer le pertenece al padre y
el crimen más grande de Edipo no es el incesto, es el

27
ponerse en el lugar del padre. De los dos crímenes de
Edipo —el del incesto y el del parricidio— el más gra-
ve dentro de la cultura griega era el de matar al padre.

Toda nuestra vida está más condicionada por usos


históricos, de lo que nos percatamos. Así, por ejem-
plo, los tibetanos tienen una cultura en la que es
frecuente que las mujeres vivan con dos hombres
o más, y prefieren casarse con hermanos, que ya se
quieren bien entre sí. Tal vez ello haya surgido ante
cierta escasez de hombres, determinada por el hecho
de que muchos hombres se internan en los monas-
terios. Tampoco los esquimales exhibían la posesivi-
dad de los occidentales, por lo menos hasta algunos
decenios atrás. Cuando los visitaban occidentales, era
común que tuviesen la oportunidad de conocer su
tradicional forma de hospitalidad hacia el viajero: el
dueño de casa le prestaba a su mujer para que tuvie-
se el placer de recibir cariño también. Así es que, cla-
ro: lo erótico no necesariamente se da en relaciones
exclusivas, sino que ha sido condicionado por fuerzas
sociales, entre las cuales está la inseguridad. Eso no
quiere decir que la monogamia no sea en nuestro
mundo, a menudo, una expresión de madurez.

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Yo siempre digo que al ser humano no lo conoce-
mos: al ser humano como realmente es, más allá
de los condicionamientos y más allá de la neurosis
transmitida por su entorno. Sólo cuando tengamos
una sociedad sana podremos conocer al ser humano,
pues entonces se actualizarán sus potencialidades.
Hasta entonces, más vale tener amplitud de criterio.
Dentro de la vida actual, yo creo que la monogamia
puede ser, muchas veces, la solución más sana, pero
al contestarte como he hecho, he querido afirmar
que también puede ser al revés, y tal vez sea sano
relativizar nuestra cultura con sus usos y costumbres.
Pues es cuestionable que haya habido culturas sanas.
Creo que desde los glaciares, cuando pasamos mucha
hambre y al parecer aprendimos a devorarnos los se-
sos (entre los primeros restos humanos hay muchos
cráneos perforados), ha empezado nuestra deshuma-
nización. Aprendimos a desensibilizarnos, y aprendi-
mos el canibalismo que ahora se aprecia en las rela-
ciones internacionales y en la falta de generosidad
con que nos tratamos, de modo que bien pudiéramos
hablar de un cripto-canibalismo.

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Nos creemos muy civilizados, pero la locura se
hace evidente en lo mal que funciona el mun-
do. Podemos hablar de una neurosis colectiva o
decir que hemos caído del paraíso, como era el
uso antiguo: no sólo hemos caído del vientre de
nuestra madre individual, sino que como espe-
cie hemos perdido hace mucho tiempo la salud
de la condición animal original, tal vez por de-
signio y Providencia, como condición preliminar
a una superación. Al menos en algunos mitos se
presentan la caída y el demonio como equiva-
lentes de un buen entrenamiento: algo destina-
do a que llegáramos a ser algo más conscientes
de lo que habríamos sido como animales sin
complicaciones. Claro que en las culturas de dis-
tinto tipo, siempre ha habido hombres liberados
y ¿cómo se han manifestado esos hombres? Tal
vez en forma muy diversa.

Asistente: La sensación que tengo es que partir


de esa idea de que en algún momento hubo un
amor original o algo a lo que se tiene que volver
nos aleja del momento; tengo la sensación de
que el amor total está en cada momento y no

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nos sirve pretender vivir de la idea de que algo que
fue muy bueno tiene que volver, del principio de la in-
fancia o de la humanidad, pues el amor total está en
cada momento y se puede encontrar en cada instante.

Claudio: Buena suerte: yo creo en el camino de tra-


bajar en el momento, y me parece que no sólo sea un
camino muy respetable, sino tal vez el camino supre-
mo. Si tuviera que jerarquizar los caminos, tal vez pon-
dría el trabajo de la conciencia en el aquí ahora como
el camino más sabio; pero a la mayor parte de la gen-
te no le resulta, y creo que necesitamos echar mano
de todos los recursos. Me parece que si indagaras en
lo que les ha servido a las personas, encontrarías que
muchas que han estado tratando de encontrar en el
momento el amor tendrán que decir que esta mirada
para atrás (que les ha llevado a la comprensión y re-
elaboración del sufrimiento) les ha servido. No creo
que debamos ser muy dogmáticos con que el camino
es uno o el otro, pues las dos cosas son válidas. Y es
claro que uno podría tomar la posición de que no hay
que pensar en el pasado, pero somos creaturas pen-
santes, y no creo que tengamos que descerebrarnos.
Si no ¿en qué queda el ideal de convertirnos en seres

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humanos completos? Usamos el pensamiento, y lo
que hay que combatir es el vicio del pensamiento, el
vicio de “enrollarnos”. Bueno, yo me estoy enrollando
aquí (risas) por responder a estas preguntas, que son
interesantes pero que desvían un poco del propósito
de esta charla acerca de los tres amores, cual es… sí,
dime lo que quieres decir y después retomamos.

Asistente: Yo estoy escuchando que se está hablan-


do de un amor de madre relacionado con lo emocio-
nal y un amor de padre relacionado con salir hacia el
mundo, con lo relacional.

Claudio: Más bien con lo intelectual, y con los idea-


les y valores que nos orientan.

Asistente: Y entonces también estamos hablando


del niño y del proceso del niño en relación con la in-
fancia.

Claudio: Y con lo instintivo.

Asistente: Yo me pregunto, cómo queda el mito edí-


pico en este proceso…

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Claudio: Hagamos un paréntesis sobre el Edipo. No
es tan relevante a esto, pero es interesante. A veces
se ha dicho que “el Edipo” es el shiboleth del psicoa-
nálisis. (Shiboleth es una palabra que nos llega desde
la historia antigua del pueblo judío, y designa algo así
como una peculiaridad provinciana, pues original-
mente se refería a forma característica de pronunciar
de los benjaminitas). Yo aun diría que “el Edipo” es
el fetiche del psicoanálisis. La simple realidad es que
la neurosis nos viene de la situación de amor y odio
entre los padres y uno mismo (así como entre ellos)
durante la infancia, en la tríada original.

Y no cabe duda de que nuestra formación tiene lu-


gar en el seno de este contexto de padre y madre, y
en el movimiento del amor y del odio; del amor in-
satisfecho que se transforma en odio y el deseo de
amor y la percepción del amor entre los padres. Todo
esto, que la gente vive en nuestro trabajo y entiende
muy bien sin usar la palabra Edipo, el psicoanálisis lo
llama “Edipo”. Y al llamarlo “Edipo” lo conceptualiza
en forma que le da un sesgo particular. En primer lu-
gar, se afirma que el niño tiene un deseo sexual hacia

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la madre (o la niña hacia el padre) y eso a veces es
cierto, pero no siempre, y no creo que sea necesaria-
mente lo esencial. Yo pienso que el deseo de amor
es lo más importante, y la sexualización es una cosa
derivada que se le superpone. Y como está tan prohi-
bida, se crea un problema adicional. Alguien aquí me
decía: “Cómo hago yo con esta culpa epídica” y yo le
digo: “Corta con eso, que está pasado de moda” (ri-
sas). Los californianos, en la década de 1970 decían:
“sex is good, incest is best”: (está bien el sexo, pero el
incesto es aun mejor): una posición desafiante, que
transmite el metamensaje: “Dejémonos de tabúes
convencionales”. Hay algo en último término un poco
convencional en la gravedad de esa prohibición, y
está claro que se transmite a través de las generacio-
nes, por introyección.

Yo creo que Freud entendió el mito de Edipo a


medias, al considerarlo principalmente alusivo a la
sexualidad y la prohibición. El mito de Edipo tiene dos
partes, pues son dos las tragedias de Sófocles que lo
dramatizan. La primera es la de Edipo Tey, cuya esen-
cia es lo que se llama hubris o arrogancia espiritual,
característica de uno que llegó a ese momento del

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camino en que se enfrentó con la Esfinge, contestó su
famosa pregunta (que en el fondo equivale a “quién
eres”). El que contesta esa pregunta a partir de su
contacto con el misterio corre un gran peligro de en-
vanecerse, y Edipo Rey versa sobre la vida de uno que
se sintió “el más” o más bien “el más que más”. Para
subrayarlo, insiste mucho Sófocles en que Edipo es
el hombre más distinguido y extraordinario del mun-
do. Pero el que llega a ese momento de la evolución
espiritual, luego se viene abajo. En la presentación
cristiana de las etapas del camino interior, la etapa
siguiente a la así llamada “vía iluminativa” se llama la
“noche oscura del alma”; y en el Edipo se representa
su comienzo como una peste. Es un equivalente de
lo que en la leyenda del Rey Arturo aparece como “la
tierra baldía”: se vuelve estéril la naturaleza, a conse-
cuencia de su pecado.

Pero Edipo continúa su aventura veinte años des-


pués en Colona, y Sófocles describe a Edipo en Co-
lona, ciego, ya que al fin de la tragedia anterior se
ha quitado los ojos en expiación de su gran culpa y
también se ha exiliado. Salió de su pueblo, y ahora lo
vemos llegar a la madurez espiritual.

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Y es parte de esta madurez espiritual el que se haya
dado cuenta de la exageración e injusticia de su auto-
castigo. Había actuado en forma convencional al abo-
rrecerse, quitarse los ojos y exiliarse, puesto que todo
lo ocurrido había sido voluntad de los Dioses: ¿cómo
podría ser culpable si por más que trató de evadir el
oráculo este se cumplió? Estaba más allá de él. Conse-
cuentemente, al final de su recorrido lo encontramos
como una persona que ya no tiene culpa y ya sabe
defenderse de las acusaciones de Creonte.

Edipo es uno de los héroes de la antigua Grecia, y


su historia es una de las variaciones en torno al “mito
del héroe”. Todos los grandes héroes griegos son por-
tadores de alguna gran cosa, pero lo que Edipo tie-
ne que ofrecer no es, como en el caso de Hércules
o Teseo, la fuerza. Ni es un héroe que tiene poderes
curativos, ni principalmente un profeta. Es, más bien,
un héroe que tiene la capacidad de bendecir. El orá-
culo ha dicho que la tierra donde muera y sea ente-
rrado Edipo, quedará bendecida. Y Edipo elige morir
en Atenas, para darle a Atenas antes que a Tebas, su
bendición. Tebas, su tierra, era entonces el centro

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de la cultura griega, y según Sófocles, es a Edipo (a
quien Tebas ha repudiado) que se debe el auge pos-
terior de Atenas. Dicho sea de paso, los héroes eran
tan adorados en Grecia como los Dioses, y aun más,
solemnemente. Lo que más se puede comparar a la
cultura cristiana en la antigua Grecia, era justamente
el solemne culto de los héroes, a través del cual se
invocaba su bendición.

El primer Edipo —Oedipus Tyranus— tiene mucho


de novela policial y podría decirse que es el precur-
sor de las novelas policiales, en vista de que narra un
proceso de búsqueda de la verdad acerca de quién
es el culpable, hasta descubrir que el culpable era él
mismo. Constituye una potente metáfora de lo que
ocurre en la psicoterapia, y yo creo que eso fue lo que
le impresionó tanto a Freud, a quien este proceso de-
tectivesco del descubrimiento de sí mismo se le hizo
el prototipo del autoconocimiento. Pero insistió de-
masiado en la universalidad del asunto sexual, que,
yo creo, es secundario. Hace poco me topé con un
comentario sobre el Tao hecho por un filósofo con-
temporáneo, un lógico matemático de mucho humor.
Comenta esa frase del Tao-te-ching que dice que el

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Tao es la madre de todas las cosas aunque en reali-
dad dice Lao-Tse que “el Tao es la abuela de Dios”,
una buena manera de aludir a un principio femenino
original. Este autor, que es un armenio, dice: Yo amo
el Tao, ¿por qué será que amo tanto el Tao? Porque
el Tao es la naturaleza femenina misteriosa, yo amo
lo misterioso y yo amo lo femenino. A ver ¿Por qué
amo tanto lo femenino y lo misterioso?, ¿será por el
amor que le tengo a mi hermana? A ver: algo original,
algo más antiguo …Ah ¡mi madre, mi madre! ¡Ah sí,
qué interesante! ¿Será que amo el Tao entonces por-
que amo a mi madre? Y comenta entonces cómo les
resulta divertido a los chinos Edipo y el pensamiento
de que pudiera el amor al Tao, el amor a la naturale-
za, venir al amor de la madre. Pues a los chinos les
parece extraordinario que la madre se considere una
cosa tan extraordinaria, tan diversa del resto de los
mortales como para quererla u odiarla tanto. Se les
hace divertida la neurosis de los occidentales. Y yo
creo que en ello se revela una actitud muy saluda-
ble: mientras más madura la persona, más se llega a
sentir que los padres son personas. Y que todas las
personas son iguales, igualmente divinas, igualmente
contaminadas por lo otro. Bueno, ya hemos hablado

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bastante y sólo quería darles algún material inspira-
dor antes de invitarlos a descubrir algunas cosas más
sobre los obstáculos del amor. Después de este largo
prólogo, entonces, les propongo investigarlo. Porque
si es cierta esta idea de que es el amor lo que nos
hace felices, lo importante no es que consigamos ser
queridos, sino que logremos comprender y superar
los obstáculos que nos impiden movilizar nuestro po-
tencial amoroso.

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