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“Utopía”: felicidad en ningún lugar

Por
 Filosofía&Co
 -
26 febrero, 2018

    

"La isla de Utopía tiene una anchura de 320 kilómetros en su parte media
(que es la más ancha). Esta anchura continúa por la mayor parte del suelo
salvo que poco a poco se adentra (...).", escribe Tomás Moro en su
famosísima obra. Versión coloreada por Przykuta y bajo licencia PD-Art,
PD-old.
Cuando Tomás Moro, en 1515, en Flandes, escribió la segunda parte
de Utopía, esa que da cuenta pormenorizada de cómo se organiza la
isla maravillosa, seguramente no era consciente del empujón que
aquel libro significaría para el género utópico ni de
las implicaciones en la política, la filosofía y la literatura que aquella
obra tendría.

Suele pasar con las obras geniales. Lo son tanto que cada uno –
léase cada corriente– las quiere para su causa. Utopía tiene tantos
significados, tantas voces y tantas interpretaciones que escoger una u otra
es casi una opción personal. Se cumple de nuevo que cada uno lee su
propia versión de Utopía. Así, es lícito pensar en Utopía como una
ensoñación de su autor que imaginó una arcadia idílica e inalcanzable
donde los ciudadanos viven en armonía sin mayor trascendencia. Y vale.
Pero también lo es
imaginar a un Moro muy preocupado por los acontecimientos de su época –
él era un hombre muy, muy de su época– y con ganas de denuncia.
Valiente como era y prudente, también lo era, igual ideó una broma
literaria, un chiste de esos que te congelan la sonrisa
porque lo que desvelan es la cruda realidad. Así, señalando todo
lo maravilloso y extraño que tenía ese lugar llamado Utopía y
sus moradores, lo que hacía era desvelar cuán infames y equivocadas eran
algunas prácticas legales y aplaudidas en la Inglaterra de
principios del XVI.

El libro es controvertido desde su primera palabra: el título. Atendiendo a la


etimología griega estaría compuesta por ou + topos. Si la primera es la
partícula de la negación, se trataría de un no-lugar, de lo que no existe. Lo
que sí existe es otra partícula, eu,
que significa “bien, lo bueno”. Ambas parecen confluir en el significado que
al final y con el tiempo se le dio a “utopía”, algo así como lo bueno, que,
por desgracia, no existe.

Obra provechosa, agradable e ingeniosa


“Utopía”, de Tomás Moro, en la edición especial que
Ariel publicó con motivo de su quinto centenario, en 2016.
En el caso de Utopía se puede decir que se trata de un libro que
no necesita presentación. Efectivamente ya la tiene. El autor se
refiere a él como “obra provechosa, agradable e ingeniosa sobre la
mejor organización de una república y sobre la nueva isla
llamada Utopía”. También se presenta a sí mismo como el “muy ilustre
y famoso sir Tomás Moro, caballero”. Siempre, incluso en las circunstancias
más dramáticas de su vida, como su encierro y condena a muerte, Moro fue
aficionado al humor, a los juegos de palabras, a la ironía, la chanza, de
modo que uno nunca puede estar seguro del grado de seriedad con el que
hay que tomarse sus páginas; hay que elegirlo y por eso es tan personal la
lectura de  Utopía.

El libro se inicia con una carta ficticia del autor a su amigo real Peter Giles.
En ella, además de los pertinentes saludos, le manda disculpas y
explicaciones sobre el retraso en redactar los puntos fuertes de una charla
mantenida con maese Rafael, un explorador que había vivido cinco años en
la isla de Utopía, para que su amigo la complete con sus recuerdos o
puntualizaciones. Moro viene a decir que estaba muy liado. Después de una
sucesión de sus numerosas tareas concluye: “Entre tales cosas aquí
repasadas transcurren los días, los meses, los años. Entonces
¿cuándo escribo?”.
Utopía como ejemplo

En el libro primero –de los dos en que se divide Utopía–, los


tres amigos charlan sobre las particularidades de ese territorio que
el explorador Rafael Hythloday conoció al desviar su ruta de la de Vespucio.
Sus justas y buenas leyes pueden servir como ejemplo de sus ciudades,
países y reinos “para corregir sus faltas, enormidades y errores”. Ante el
conocimiento y la experiencia del viajero, los amigos le animan a entrar en
la corte de algún rey para instruirle con sus consejos y así engrandecer la
república. Sin embargo, el sabio viajero reniega de esta posibilidad.
Desconfía de gobernantes interesados solo en hazañas bélicas,
gestas caballerescas y todos los tipos de exhibición de poder sin respeto
ni cariño ni cuidado por sus gobernados. “Si yo propusiera a cualquier rey
decretos justos (…) ¿no pensáis que sin tardanza me despedirían o bien me
convertirían en objeto de irrisión?”. O se volverían contra él y lo
perseguirían hasta matarlo, que es lo que le pasó a Moro, cuando se negó a
reconocer a Enrique VIII como cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra.
Había entrado a su servicio en 1517, un año después de escribir
en Utopía reflexiones como las anteriores.

“Si yo propusiera a cualquier rey decretos justos (…) ¿no pensáis que sin
tardanza me despedirían o bien me convertirían en objeto de irrisión?”

El maldito dinero

El segundo libro lo ocupa el pormenorizado relato de


la organización de la feliz república. Es detallado y descriptivo,
al menos en principio. Empieza con la ubicación geográfica, la distribución
del territorio… Y aquí Moro apunta ya una de sus obsesiones. Hablará de
ella en distintos contextos del libro, en diversos ámbitos: el deseo, la
avaricia, el ansia de posesión ya sea de riquezas, poder o tierras como
fuente de todos los males y desgracias tanto para las repúblicas como para
los individuos que las habitan. Al hablar de geografía, anota: “Ninguna de
estas ciudades desea extender sus fronteras y límites de
sus demarcaciones, pues se consideran más bien los trabajadores que los
poseedores de sus tierras”. Al hablar del día a día de los utopienses, un
pueblo que reniega de atesorar y aborrece el dinero, explica que para hacer
la compra va a la plaza del mercado y allí
“el padre o cabeza de familia va a buscar todo lo que él y los
suyos necesitan y se lo lleva sin dinero, sin intercambio, sin fianza,
prenda ni garantía”. ¿Por qué se ha de pensar que aquel hombre tenga que
pedir más de lo suficiente si está seguro de que nunca le
faltará?

“Ninguna de estas ciudades desea extender sus fronteras y límites de


sus demarcaciones pues se consideran más bien los trabajadores
que los poseedores de sus tierras”

Es un pueblo con tesoro, sí, pero este lo reservan para casos


de “riesgo extremo o peligro repentino” y sobre todo para
alquilar soldados, a los mejores y a los más brutos, pues de los suyos
nadie va a la guerra fuera de sus fronteras si no quiere. Su desprecio por la
riqueza y su orden invertido de valores hace que “con el oro y la plata
construyan normalmente los orinales” y que no concedan ningún honor “a
las suntuosas vestiduras”, lo cual da lugar a divertidos malentendidos a la
hora de negociar o tratar con otras repúblicas. Según avanza la narración el
tono va subiendo en la crítica hacia el dinero y la riqueza y es al
final, cuando a Moro se le calienta la boca, cuando denuncia por la de
Hythloday que Utopía “no sólo es la mejor sino la única que con justo
derecho puede reclamar y atribuirse el nombre de república y comunidad
de bienes. Pues en otros lugares también hablan del bien común, pero todo
el mundo procura su ganancia privada.
Donde nada es privado los asuntos públicos son seriamente atendidos”.
Prosigue con la comparación de los dos tipos de territorios: “¿Quién no
sabe que morirá de hambre si no consigue algunas provisiones para sí
mismo aunque la república nunca haya sido tan próspera?” En Utopía, en
cambio no hay pobres ni mendigos, “aunque nadie tiene nada, todo el
mundo es rico, pues ¿qué mayor riqueza hay que vivir alegres y contentos
(…) sin
preocuparse de la propia manutención?

En Utopía no hay pobres ni mendigos, “aunque nadie tiene nada todo el


mundo es rico”

En las conclusiones se pone retador: “Ahora quisiera ver si alguien se


atreve a comparar con esa equidad la justicia de otras naciones. Reniego
de Dios si puedo encontrar ningún signo ni señal de equidad y justicia
en ellas”. Y esto, recordemos, en palabras de un prestigioso jurista
que trabajaba para el rey igual no era algo muy ¿adecuado? Correcto, en
absoluto, pero valiente, un rato…

¿Leyes, tratados? Cuantos menos, mejor

Sin movernos del final del libro, donde se encontraba el Moro


más exaltado, el autor denuncia la perversa complicidad de
ricos, poderosos y legisladores para validar las injusticias: “Los
ricos, tanto por fraude particular como por leyes públicas, cada día
esquilman y arrebatan al pobre parte de sus medios de vida diarios. Si
antes parecía injusto recompensar con ingratitud los esfuerzos que han sido
beneficiosos para la república, ahora (…) lo llaman justicia”. Anteriormente,
más allá de las desigualdades y las injusticias, que es lo que le saca de
quicio, se había referido al proceder habitual de
la república para resolver sus asuntos internos y externos. En cuanto a los
primeros, tiene una máxima memorable: “Tienen muy pocas leyes, pues
para un pueblo instruido y organizado así muy pocas bastan”. Lo
contrapone a la cantidad de leyes “ciegas e
intrincadas” que existen en otros países… Para ellos, la palabra, el amor y
la solidaridad natural son más fuertes que cualquier tratado.

“Tienen muy pocas leyes, pues para un pueblo instruido y organizado así


muy pocas bastan”
En cuanto a las relaciones exteriores, tienen aún menos leyes o pactos en
este caso: ninguno. Así lo han decidido en vista del poco aprecio y respeto
que en otras partes del mundo reciben los pactos entre príncipes. ¿Hace
falta recordar que firma la obra un jurista que trabajaba mano a mano con
el rey? Una relación condenada a no salir bien…

La religión en Utopía

Ilustración de la primera edición de “Utopía”, de


Tomás Moro, en 1516. Bajo licencia PD-Art.
Una de las pocas leyes que existen en Utopía la hizo el rey
para garantizar la libertad religiosa en vista de las “continuas
disensiones y conflictos” que causaba entre sus habitantes, de modo
que “sería legal que cada hombre siguiera y favoreciera la religión que le
viniera en gana y que podía hacer todo lo posible para atraer a otro a su
doctrina mientras lo hiciera pacífica, suave, calmada y sobriamente (…)”.
Ahí Tomás Moro también se muestra comprometido y valiente. Era católico
(y llegará a ser santo de esta Iglesia), pero su compromiso más que con
ese credo –que también y hasta el martirio– era con la libertad religiosa.
No aceptó que su rey, Enrique VIII, decidiera montarse una religión a su
medida porque le venía mal que el papa de Roma no le dejara casarse
con la que quería y que encima obligara a todo un país a seguirle.
Como Moro explica en la supuesta ficción que es Utopía, lo que pasó
después (en la realidad) es que diversas leyes hechas para la ocasión –la
ley de supremacía y la ley de traiciones– se encargaron de sancionar la
voluntad real, es decir, la real gana o el capricho del rey. Tomás Moro, que
nunca aceptó la supremacía del rey en cuestiones religiosas, fue
encarcelado y decapitado en 1535.

Una república muy moderna y un gran “pero”: la esclavitud

Para su época, el libro supuso una revolución, una locura, pero


para las que vinieron después, también. Tuvieron que pasar siglos
antes de que Tomás Moro apareciera a ojos de la modernidad como un
visionario además de todas las cosas que también fue (y fueron
muchas). La ecología y la sostenibilidad no existían en aquella época. O
igual es que no se decían así. Se llamaba agricultura y esta era una gran
preocupación, afición y tarea de los utopienses. Cada casa tenía un huerto
y su cultivo “es una ciencia común a todos ellos, hombres y mujeres, en la
cual todos son expertos y hábiles. En ella se instruyen desde su infancia”.

Su distribución del tiempo también es la actual. Incluso mejorada: “Dividen


el día y la noche en 24 horas justas dedicando y asignando solo seis de
estas horas al trabajo”.
La formación es para hombres y mujeres “según les incline la naturaleza”.
Este punto es algo que Moro tenía particularmente interiorizado, pues se
preocupó mucho de instruir a todos sus hijos con esmero y por igual: a sus
tres hijas y a su hijo. Por ello puede ser considerado abiertamente
feminista, aunque en otros epígrafes sí habla de la mujeres “como más
débiles”: pero, claro, ese es un debate que se ha zanjado en España antes
de ayer con la inclusión por la RAE del matiz despectivo en la acepción que
definía al
conjunto de las mujeres como “sexo débil”.
En la organización jerárquica familiar ellas “dependen de sus maridos, los
hijos de sus padres y los más jóvenes de los mayores”. Se casan a los 18
años; ellos a los 22 y antes del matrimonio los esposos se han de ver
totalmente desnudos para evitar “decepciones” posteriores. Por si acaso,
en Utopía también existe el divorcio. Y en uno de los grupos religiosos de
los que conviven en la dichosa república, el sacerdocio no excluye a las
mujeres.

Antes del matrimonio los esposos se han de ver totalmente desnudos


para evitar “decepciones” posteriores. Por si acaso, en Utopía también
existe el divorcio

También comenta que otros “herejes” defienden “que las almas de los
animales son inmortales y eternas”, idea que debidamente pasada por el
filtro de los siglos está en el debate actual sobre los derechos de los
animales. Hablando de animales, la caza la
describen como algo “relegado a sus matarifes”, no practicado por hombres
libres, “pues la consideran el aspecto más bajo, más vil y abyecto de la
carnicería”. Los utopienses cazan por necesidad.

A veces, las páginas de Utopía son de una


actualidad sobrecogedora y su claridad, capaz de arrojar luz sobre la
literatura brumosa que se cierne sobre algunos debates. Si creías que en
el siglo XVI no se hablaba de eutanasia, atiende: “Pero si la enfermedad es
no sólo incurable sino llena de continuo sufrimiento y angustia, entonces
los sacerdotes y los magistrados exhortan al hombre viendo que no es
capaz de hacer ninguna función vital y que sobreviviendo a su propia
muerte es perjudicial y molesto para los demás y pesado para sí mismo, a
que se decida a no consentir más esa pestilente y dolorosa enfermedad (…)
y se desembarace a sí mismo de esta dolorosa vida como de una prisión o
de un potro
de tormento, o permita de buen grado que otro le libere de ella”.
A pesar de la clarividencia de muchos de sus asertos, Utopía tiene un
defecto mayúsculo: es una república esclavista. La esclavitud no es una
casta, ni una herencia, sino un castigo “por delitos odiosos”. No convierten
en esclavos “a los prisioneros capturados en batalla, a menos que sea
batalla que entablan ellos, ni a los hijos de esclavos (…) A muchos los
importan a veces pagando muy poco por ellos o en verdad, las más de las
veces, obteniéndolos gratuitamente”. Y es que la república los necesita
para su funcionamiento. Los esclavos realizan tareas de servicio público.
Se encargan por ejemplo, de limpiar los animales muertos y prepararlos
para la cocina (que hacen las mujeres, por cierto, por
turnos). Y es que los utopienses comen en grandes comedores donde
“todos los trabajos inferiores, todo el servicio y las cargas con todas las
labores pesadas y los bajos menesteres son realizados por esclavos”.

Utopía necesita esclavos para su funcionamiento. Estos realizan tareas


de servicio público

“Utopía”: elige tu propia aventura

Con sus muchas luces y sus pocas sombras, Utopía es un


libro complejo, una reflexión tensa sobre el ser y el deber ser, entre
la realidad y el deseo, en vocabulario de Luis Cernuda. Es un
relato personalizable, del tipo de los de “elige tu propia aventura”, pues
es imposible no ir comparando según se avanza la lectura los
grandes problemas y conflictos de la época actual con aquellos que más
o menos abiertamente señalaba el autor entonces. Seguramente esa fuera
la intención de Moro, pero a saber. Eso sí, sabedor de los riesgos que corría
al firmar su obra en ocasiones intenta, en vano, poner algo de distancia:
“Hemos acometido –afirma en un plural de modestia– la tarea de mostrar
y declarar sus costumbres y ordenamientos y no de defenderlos”. Distancia
que se esfuma en la siguiente frase: “Pero ciertamente creo esto: que sean
como fueren estos decretos, no hay en ningún lugar del mundo ni un
pueblo más excelente ni una república más floreciente”. Bien por los que
hablan claro. Bien por los valientes, aunque les cueste la cabeza.

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