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«Clamor», de Jacques Derrida, como objeto arqueológico

La nueva edición de «Clamor» permite recuperar una de las primeras obras del padre
de la deconstrucción. Este texto, muy deudor de las vanguardias, no ha envejecido
demasiado bien, pero sigue teniendo su interés

Gabriel Albiac
@ABC_CulturalActualizado:27/11/2015 16:13h

Jacques Derrida publica «Glas» en 1974. París vive uno de sus más altos momentos de
esplendor en filosofía. Dentro de un escueto círculo cuyo radio tiene centro en la
Sorbona, uno puede asistir a las lecciones de los más grandes maestros de la segunda
mitad del siglo XX: Lévi-Strauss narra bellas historias tribales desde su cátedra; Michel
Foucault congrega multitudes en sus cursos del Collège; Louis Althusser, desde la
«rue» d’Ulm, persevera como el gran tutor anímico de varias generaciones de
pensadores pasados por esa fábrica de élite académica que es la Escuela Normal
Superior; Jacques Lacan ejerce su despótico magisterio frente al Panteón; Roland
Barthes concita en torno suyo al más brillante equipo de jóvenes semiólogos y
lingüistas... Es un resplandor perfecto, en el cual pocos podrían atisbar la cercanía del
ocaso. Althusser en 1979, Barthes en 1980, Lacan en el 81, Foucault en el 84 irán
abandonando el horizonte... Sólo Lévi-Strauss permanecerá en pie, hasta extinguirse, a
punto de cumplir los 101 años, en 2009.
Cuando «Glas» aparece, Derrida apunta como el más sólido heredero de esa
generación. Y el más unánimemente reconocido como tal por sus mayores. Tiene 44
años. Y una obra ya sólida: la que asentó «De la grammatologie» siete años antes y
confirmaron «La escritura y la diferencia» y «Márgenes». Pero aún queda un largo
recorrido por delante, antes de que, mediados los ochenta, la consagración en el
mundo universitario estadounidense lo convierta en el más influyentes de los
pensadores europeos fuera de Europa.

Deudor de las vanguardias


«Glas», digámoslo de inmediato, no es un libro mayor en la obra de Derrida: él mismo
lo excluyó de la recopilación de trabajos publicados con la cual optó a la obtención de
su Doctorado de Estado, por juzgarlo insuficientemente académico. Y el tiempo ha
pasado por él de modo inocultable. Precisamente, porque es quizá el más hijo de su
tiempo de todos los por él escritos. Un libro osadamente deudor de las vanguardias
literarias, que tanto fascinaron a las gentes de la revista «Tel Quel» por los mismos
años. Y las vanguardias envejecen mal.
Los textos buscan generar en el lector la desazón de un espejeo, tal vez de un
espejismo
En su edición española, que acaba de poner ahora en librerías la editorial La Oficina
con traducción cuidadísima de Cristina de Peretti (máxima autoridad derridiana en
lengua española) y Luis Ferrero Carracedo, la obra es vertida como «Clamor». No es
inexacto, puesto que ese sentido atribuye al término el primer diccionario de la lengua
francesa, el «Trésor» de Nicot, en 1606: clamor, ruido o estruendo. Aunque los
traductores son conscientes de que es la acepción de «repique fúnebre de campana»
o «toque de difuntos», dada por la primera edición del «Diccionario de la Academia
Francesa» en 1694, la que más directamente resuena en el actual vocablo francés. A
partir de ese primer problema, todo el texto está plagado de dificultades para un
traductor riguroso. Peretti y Ferrero los sortean admirablemente, proporcionando un
texto español limpio y comprensible, sin ceder al rigor -artificioso a veces- del original
francés.
La apuesta de Derrida en «Glas» recupera un procedimiento formal al que el autor
había recurrido ya en sus «Márgenes» de dos años antes:la escritura paralela de dos
textos, enfrentados en columnas sobre la misma página y acotados con anotaciones
superpuestas en los márgenes. En la obra de 1972, era este un juego gráfico limitado al
«Tímpano» que abría «Marges» en espejo de un pasaje de Michel Leiris. La apuesta en
«Glas» es de muy otra envergadura. A lo largo de 291 páginas (en el formato grande
de esta edición española), dos textos autónomos, que ni comienzan ni
terminan, buscan generar en el lector la desazón de un espejeo, tal vez de un
espejismo.

En pedazos
El texto de la izquierda habla de Hegel; de Jean Genet, el de la derecha. Sus distintas
tipografías y una muy esmerada maquetación cuidan de hacer que la madeja no se
embrolle. Y el libro, más que libro, busca ser objeto, tal vez obra de arte. Recogiendo
con ello la tradición del «bello libro» que tanto cultivaron las vanguardias.
El resultado era sorprendente en 1974. Hoy, su frescura nos resulta ajada. Aun con
encanto
«Ante todo: dos columnas. Truncadas, por arriba y por abajo, talladas también en su
flanco: incisos, tatuajes, incrustaciones», advierte el autor en la hoja suelta, a modo de
«Se ruega insertar», que –también en eso fiel a la tradición surrealista– busca dar clave
del libro. Que no es un libro, desde luego, para quien lo «firma». Cinco años después
de «L’archéologie du savoir», Derrida no puede ignorar la voladura a la que Michel
Foucault ha sometido las categorías que daban sentido homogéneo a autor y obra.
«Para aquellos a los que les importa la firma, el corpus y lo propio», continúa la hoja
suelta, «declaremos que, poniendo en juego, haciendo pedazos más bien, mi nombre,
mi cuerpo y mi rúbrica, elaboro por las mismas, con todas las letras, los del así
denominado Hegel en una columna, los del así denominado Genet en la otra».
El resultado era sorprendente en 1974. Hoy, su frescura nos resulta ajada. Aun con
encanto. Ni Genet ni Hegel comparecen. Ni literatura ni filosofía. Comparece un
apabullante virtuosismo: escritura sin objeto. Y un narcisismo poco enmascarado. El de
ese que será un día un gran pensador. Y, en 1974, todavía no lo sabe. «Glas» se nos da
hoy como un bello objeto arqueológico. Ya es mucho.

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