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ISSN 2362-289X

Opúsculo
Taller de escritura del Pasaje Pan
Quinta Edición - 11 de Junio 2014
Escriben:
Sandra Aquel - Fernando Artana - Florencia Brid - Sonia Concari
Bernardo Conde Narváez Elía - María Silvia Coronel - Juan Di Pietro
Pablo Ghirardi - Felicitas Maini - Pili Nebreda - Micaela Portela
Alvaro Praino - Richard Still - Carlos Tegiacchi
El objeto perdido por Richard Still

Buscaba un pez de cerámica con la boca abierta y que de alguna forma se sostenía
parado por si mismo.
Pensaba que podría describir ese objeto para días de visita de tíos o abuelos.
Creo que estuvo mucho tiempo en mi casa pero no recuerdo haberlo usado alguna
vez.
Ha de haber sido un gesto de la señora de la casa el ponerlo a disposición para no
tirar en el suelo los carozos de aceituna o dejarlos esparcidos sobre el mantel.
Es tal vez la ternura de un pasado y el deber de tener esas cosas para cuando viene
gente con la que hay que quedar bien.
La fascinación de los objetos frágiles es que perduran cuando es tan fácil que
puedan desaparecer.
Tal vez no haya resistido los últimos cambios en mi casa y en mi vida o quizás mi
mirada lo descuidó un momento, el tiempo exacto para que desapareciera entre las
cosas amadas.

Inventario de escalones por Carlos Tegiacchi

El pasaje tiene cuatro escaleras, cerca de la entrada por la peatonal hay dos enfrenta-
das entre sí, una baja hacia el subsuelo, tiene veinticuatro escalones y está dividida en
tres tramos; y la otra sube rodeando al ascensor y tiene treinta y dos escalones.
Cerca de la entrada por calle Santa Fe hay una escalera que sube, está dividida en tres
tramos y tiene veintinueve escalones, tres menos que la escalera que sube bordeando
al ascensor.
Estas tres escaleras son amplias y del mismo estilo, o muy similar, la altura de los
escalones es igual en todas, pese a esto, para llegar al primer piso por una escalera
son veintinueve escalones y para llegar al mismo lugar por la otra escalera son treinta
y dos. Misterio.
La cuarta escalera está en el patio central, es estrecha y oscura, no tiene la elegancia
de las otras tres y está dividida en dos tramos y tiene treinta escalones.
En el primer piso y a la altura del patio central de la planta baja, hay una plataforma
de metal que une los dos tramos del pasaje, si bien no es una escalera, en el medio
de la misma hay tres peldaños, con lo cual quedan compensando los veintinueve
escalones de la escalera de Santa Fe con los treinta y dos de la más cercana a la pea-
tonal. Misterio develado.
A luz baja por Micaela Portela
La escena transcurre en el galpón de atrás de una verdulería, dos amantes que a su
vez tienen amantes se reúnen para cerrar un acuerdo. Alguien va a morir, ambos de-
ben beneficiarse y todo tiene que salir bien.
Al entrar, Samanta se muestra impasible, lleva una expresión inmutable, mira con
los párpados a media asta y saluda con voz calma. Tito por su parte pone cara de
circunstancia y revuelve una con otra sus manos gruesas. Ella lo mira, el titubea un
“hola”. Samanta no espera invitación y se sienta en la mesa.
El galpón es un espacio terroso, no tiene más que una mesa redonda, cuatro sillas
a su alrededor y un par de cajones vacíos que se disputan la esquina de los provee-
dores. En el ambiente predominan la sombras, una lamparita pelada cuelga desde
lo alto iluminando, en parte, la mesa, y, como colaborando con la penumbre, a las
partículas de polvo que se mueven por al aire. Casi todo es silencio, sólo algunos
ruidos lejanos retumban a duras penas desde la calle o la verdulería.
Tito toma asiento, Samanta deja el bolso a su lado y cruza las piernas. Él alcanza a
escuchar el suave roce de las medias de naylon, ella lo sabe y lo disfruta. Ahora abre
bien los ojos, se lleva la mano al mentón y lo mira con firmeza.
- ¿Y? – pregunta ella.
- Me invitó de pesca, vamos a Tuquillo. Vamos a estar en un lugar aislado, solos…
Lejos es más fácil.
- Estoy de acuerdo.
- Sí, pero necesitamos una coartada, nada es seguro y yo no tengo experiencia... ¿Al-
guien más sabe de esto?
- No pienses tanto Tito, el cielo está de nuestro lado. - Se levanta de la mesa, agarra
el bolso y camina hacia la puerta.
Tito se acerca a la ventana, levanta un poco la persiana, el sol del mediodía le raya el
rostro, mira afuera, en la vereda un anciano con cara de degenerado le cede el paso a
Samanta, ella sonríe de media espalda y cruza la calle. Sabe usar ése cuerpo.
Indisoluble por Fernando Artana

Él es indisoluble. Cuesta verlo como una parte. El bar no es el bar sin Aldo, y Aldo no
es Aldo sin el bar. Como las mesas, las sillas, la botella que está en su mesa y el vaso que
está en su mano. Él está allí, atemporal. Pero el todo también es
indisoluble de la voz. Y la voz es indisoluble de la poesía y de la reflexión, y de los poet-
as que sueltan sus versos a través de su boca. Todo es un caldo de imágenes y palabras
encadenadas que hacen el milagro de alimentar el espíritu de sus oyentes. Es indisoluble
del vino que lo estimula y de los gestos que lo acompañan. Los labios que se mueven
aún cuando la voz cesa, los dientes que se aprietan y se aflojan, las manos imprecisas que
amagan el ademán ampuloso pero se quedan a mitad de camino entre la cordialidad y la
timidez.

Acodado en la vidriera como buscando mimetizarse en la frontera del cuadro, indeciso


entre llamar o no la atención, aunque sepa que no podrá eludirla, él está allí, atempo-
ral, indisoluble también de los grises del bar. El gris del humo de cigarrillo. El gris de
la semi-sonrisa y de la semi-mirada. El gris de la franja lateral de su pelo, arrebujado e
interferido, que ondearía si consiguiera viento. El gris difuso de las luces que se filtran
como pidiendo permiso. El gris del fondo negro nocturno del bar. El gris del azul mari-
no del saco. El gris del vino rojo que colorea la cara. El gris de las aureolas invisibles que
flotan enredadas por sobre su calvicie. El gris de su historia que fue perdiendo urgen-
cia y al final se estancó en esa mesa como todos los demás proyectos y todas las demás
intenciones.

Lázarus por Felicitas Maini

La comida era agria, el plato y la cuchara eran de estaño; parecía ser una sopa gris,
aguachenta pero al menos estaba tibia….comida caliente, mucho más que lo
habitual. Esa noche Chick soñó con pan recién hecho, como el que había robado en
la tienda la noche anterior, pan que no probó, los negros de la casa grande se lo arre-
bataron con desesperación.
Nunca olvidó el incidente, le quedó la imagen del hambre, el sonido del hambre, la cara
del hambre. Eso lo marcó.
Se volvió en el barro, por el sendero oscuro y pegajoso que llevaba a la miseria que llam-
aban casa, él, otros hermanos y una mujer macilenta y desgreñada, y un hombre del que
era mejor escapar…pero a veces no había salida, algunos borrachos son certeros en su
ira.
Y siempre la pelea terminaba en el desmayo.
Y ella lo arrastraba a la cama, lo cuidaba como si lo quisiera.
Y una rara noche se tomaron un descanso cerca del pobre fuego.
Ese día Chick supo que ese no era su nombre, que en realidad no tenía uno, que Chick
venía de Pollo, cara de pollo le decían, ojos saltones, boca como en pico, cogote flaco y
piernas arqueadas.
Ese día se prometió ser otro, vivir como otro…y eligió otro nombre.
Lázaro.
Se lo escuchó al pastor, un hombre enorme con voz de trueno, que con cara de asco, se
obligaba a venir una vez al año a traer la palabra de Dios a los “desplazados”, así decía,
por no decirles basura blanca, comedores de arcilla, mugre del pantano, “menos que un
negro” y así los nombraba cuando se sacaba la sotana y terminaba la caridad.
Lázaro, un nombre con promesas de ropa buena, comida diaria y vida lejos del
barro. Lázaro resucitaba. Volvía de la muerte. Retomaba la vida.
Chick se volvió Lázaro. Pero antes de ser Lázaro dejo de ser Chick.
Por un tiempo no fue nadie.
Esperó el verano, y un día no volvió.
Anduvo por ahí, mendigando, espiando, aprendiendo a sobrevivir, a ganar un poco, has-
ta que lo atrapó el pastor durmiendo bajo el lastimoso techo que llamaba granero. Los
golpes fueron muchos, pero mayor fue la ganancia. Lo obligó a robar para él, o con él,
y fue su única escuela de vida, y de púlpito…le oyó predicar y aprendió. Se quedó unos
años.
Hasta ahí fue Lázaro.
Unos años después, el pueblo recibió con honores a Lazarus Morell, caballero antiguo
del Sur, predicador y aventurero.
Venía para quedarse.
Desvelado por Alvaro Praino
Son las cuatro de la mañana: estoy desvelado. Afuera debe de hacer cinco grados.
Adentro no mucho más. Estoy vestido solamente con un bóxer pero igual salgo
de la cama. El frio del cerámico es contundente, el respaldo de la silla también. Me
enfrento a la máquina y tecleo: mis pies están helados, se me endurecen los dedos y
tengo temblores. No se me cruza por la cabeza vestirme o volver a la cama. Miro las
teclas que esperan la orden para atacar. Las yemas de mis dedos las acarician pero no
las hunden. Espero. Mi cuerpo ya no lucha por mantener la temperatura. Ahora sí
el frio está adentro mío. Me cuesta mover los dedos y el vapor que salía de mi boca
desapareció. Ahora sí es hora de empezar a escribir una historia que se escriba con el
cuerpo.

Compraventa por Pili Nebreda


Detesto la calidez de tus firmes brazos
rodeando mis hombros,
tus profundos ojos gritando deseo,
las promesas cursis , babeadas en mi oído.
Aborrezco tu recorrer sin pausa
cada curva,
cada espacio ardiente de mi cuerpo
vibrante tu corazón marcando el ritmo.
Abomino de tu cuerpo sobre el mío,
de su ondular en la cadencia de mis suspiros.
Desprecio tus sutiles manos,
etéreas,
o fogosas
hurgando los recónditos escondites del misterio,
del placer.
Cuando hayas colmado mi cuerpo de vacío
te irás,
dejarás un beso en el hueco de mi ombligo
y tus obscenos pesos en mi almohada.
por Bernardo Conde Narváez Elía
EN ALGUN APARTADO RINCON DEL UNIVERSO CENTELLEANTE,
DESPARRAMADOS EN INMURABLES SISTEMAS SOLARES, HUBO
UN ASTRO EN QUE ANIMALES INTELIGENTES INVENTARON
EL CONOCIMIENTO.
NIETZCHE

No recuerdo el nombre de la perrita, tampoco el del perrito vecino, eso sí, las ca-
sas donde vivían estaban una al lado de la otra. Él salía seguido a la calle, no se si se
escapaba, o en algún momento del día lo dejaban salir a caminar, correr, jugar. Ella
nunca, siempre adentro, pero con un jardín inmenso delante de la casa, con árboles
añosos, plantas de todo tipo y césped muy verde. Allí corría, se sentaba al sol, jugaba
con quien se le acercaba, ladraba.
Un día el la vio, se acercó al alambrado y ella hizo lo mismo. Él de la parte de afuera,
ella desde adentro.
Se miraron, les brillaron sus ojos, se movieron las orejas, brincaron, saltaban en el
mismo lugar, las colas no paraban de ir de u lugar a otro, y la piel erizada de felici-
dad. Hablaron mucho, sin palabras, se dijeron cosas muy lindas.
Ella era fina, suave, de raza; él no, era además un poco tosco, bruto, sin ninguna raza
conocida, pero se adaptaba a la situación cuando la veía, y al acercarse al alambrado
cambiada su actitud: era educado, prudente, cálido y muy afectuoso con ella. Se
gustaban mucho… se querían mas.
Estuvieron meses así, visitándose en el alambrado, siempre cada uno de su lado,
mirándose, seduciéndose, muy felices a su manera y a la manera que la situación
permitía; y aún los días grises, ellos veían el sol, y en los fríos, ellos estaban cálidos y
su felicidad era inmensa.
Después de años, ella enfermó y estuvo mucho tiempo dentro de la casa, pero nada
impidió que él fuera todos los días al alambrado a esperarla, extrañarla, rogar que
apareciera, o desear que no le hubiera sucedido nada malo. Nunca faltó: asistencia
perfecta que exigía el amor. Porque sí, estaban enamorados.
Ella murió, él nunca lo supo, sí lo sintió, el amor se encargó de hacérselo saber.
Tenaz y más enamorado que nunca continuó yendo siempre, hasta que un día,
quizás ya pasado el duelo, decidió quedarse al lado del alambrado, de la parte de
afuera – como siempre –, no regresar más a su casa, no comer, ni tomar nada. Segu-
ramente para morir rápido e irse con ella.
A los pocos días lo hizo. Hoy estarán felices de nuevo, en el cielo… los perros tam-
bién van al cielo.
Sus dueños, que los querían mucho, habrán recordando a Alejandra Pizarnik, quien
dijo: “…estoy sufriendo porque alguien ha creado un silencio para mí”.
Hijo de los cielos por Juan Di Pietro
Los ojos llorosos de Lara deformaban su entorno interior y exterior. El mensaje
parpadeante de la computadora apenas podía distinguirse. Como una señal de car-
retera en medio de una noche lluviosa, el “¿Desea eliminar archivos antiguos?” en-
cerraba varias preguntas en una misma. Una simple acción de consecuencias ahoga-
das en la intrascendencia luego de ver el contenido de la bitácora. Los últimos cien
años se agolparon en su memoria con el peso de las exequias del tiempo. ¿Dónde
trazar la frontera entre lo vivido y lo no vivido? Como un recuerdo traspapelado en
un libro, la partida un siglo atrás desde un moribundo planeta, volvió a su mente
con la lontananza de imágenes desenfocadas. Junto a otros adelantados, científicos
como ella, zarparon en busca de un destino habitable. A partir de allí, los hechos
se sucedieron uno a uno con golpes inmisericordes. Ningún otro adelantado había
llegado a las coordenadas fijadas en la hoja de ruta. La nave de Dorian apareció con
los últimos vahos de la desesperanza. La desolación y el vacío al ver las imágenes de
la Tierra, ahora convertida en un erial de roca y muerte, la sumió en la apatía de los
que asumen la vida como un lastre a ser abandonado. Se sentía inmersa en un mar
cuyas aguas oscuras la ahogaban sin siquiera tocarla. La fe y pasión del último hom-
bre fueron los restos del naufragio de los cuales asirse. De rasgos duros y miradas
esquivas, pero llenas de significado, Dorian insufló en ella la posibilidad de negarle
la existencia al punto final. Como si fuese un caso de Folie à deux, compartían una
misma visión. No sería la primera vez que la humanidad se encontrase en el umbral
de la extinción. Sólo ellos podían evitar el fin.
Lara no podía. Las estructuras que creyó fijas en su interior se derrumbaron como el
alba de un día borrascoso. Todo lo que creía por cierto, por verdadero, se había fun-
dido en un mar de polvo cósmico. Sólo el sosiego de esos brazos la mantenía en pie.
La cruz que colgaba del cuello de su compañero se le antojaba una burla maldita.
Una antigualla de madera en el solsticio de las convicciones perdidas. Pero resabios
de lo que alguna vez fue su fe vivían en el andar de ese hombre. Siguieron camino.
Él no era un creyente sin un plan. Se necesitaban. Lara había encontrado su eje en
los cálculos para determinar una nueva trayectoria. Dorian, en la recalibración de
los sensores para efectuar mediciones viajando en FTL. Nuevos ciclos de viajes en
criogénesis se sucedieron. Por momentos, Lara lograba olvidar razones y porqués,
simplemente se entregaba a esos lapsos en los cuales su cuerpo permanecía inactivo,
apagado, esperando a ser resucitado. En teoría, ningún tipo de actividad cerebral de-
bería desarrollarse una vez encerrada en su prisión de éxtasis. Sin embargo, con cada
despertar, Lara experimentaba evocaciones de un sueño. Siempre el mismo sueño.
Una sensación de embriagante irrealidad la arropaba. Pero todo desaparecía con la
urgencia del temor siempre latente. Despertar y encontrarse nuevamente sola en el
espacio. Cada vez que la figura de Dorian se dibujaba del otro lado de la esclusa, la
calma de su tempestad interior se apoderaba de ella. ¿Qué sentía por Dorian? ¿Qué
la unía a él además de ser los últimos esbozos de una civilización que languidecía en
su agonía? Lara se lo preguntaba como un erudito en busca del conocimiento perdi-
do. ¿Lo que sentía era verdadero o sólo la consecuencia lógica del momento?. “Nun-
ca estamos solos, somos nosotros y nuestras circunstancias” solía decirle su padre.
“¿Qué es estar sola?” era la pregunta siguiente a un recuerdo que se
desvanecía como la imagen de una postal ajada. Su padre nunca supo contestarle.
Antes del fin, en su vida nunca supo qué era la soledad. Pero tampoco supo hallar el
reverso a una moneda que se le escapaba como arena entre los dedos. ¿Cuál de las
dos Laras había vivido en estado de suspensión, bajo la inercia de los caminos
inexplorados?. ¿Qué clase de persona necesita saborear las mieles del apocalipsis
para saber lo que es amar?. La voz de sus instintos cubría su sentir con un halo de
culpa.

“¿Desea eliminar archivos antiguos?”. Lara oprimió el botón en la pantalla y en


centésimas de segundo el pasado se empezó a construir a partir del ahora. “Todo
lo que alguna vez fue ya no lo será” susurró. Sin embargo, la imagen del secreto de
Dorian no podía escapar de su memoria. ¿Quién era ese hombre? ¿Era la personifi-
cación de lo que nunca tuvo? ¿O era el genocida que reveló ese pasado ya sepulta-
do?. ¿Acaso la purga del ayer había comenzado con Dorian? “Buscamos monstruos
en cuentos de hadas cuando deberíamos hacerlo en nuestro interior”. Nuevamente
el tono aleccionador de su padre volvía a nacer para luego evanescerse.
Lara se dirigió al baño y comenzó con la ardua tarea de tratar de limpiar su mirar.
Hurgó a tientas en el botiquín hasta finalmente encontrar lo que buscaba. La tijera
de metal descansaba adormecida en la palma de su mano como un archipiélago de
lágrimas de níquel. Con cuidado cortó las junturas de la bata que llevaba puesta.
Aún portaba el atuendo que debía vestir en la cámara de criogénesis. La tela sintética
cayó como un telón que se resiste a ceder, mostrando tras de sí el escenario que era
su cuerpo desnudo. Se miró al espejo y contempló la traslucidez cadenciosa de un
cuerpo que ya no era el suyo. No se reconocía. Con sigilo se dirigió hacia dónde se
hallaba Dorian. Se encontraba en la sala de máquinas oteando un panel atiborrado
de circuitería. Dejó caer el torno láser al contemplar la presencia mesiánica de Lara.
Ella arremolinó sus brazos por detrás del cuello de Dorian y lo besó etéreamente.
Imperceptiblemente, introdujo la tijera por debajo de su bata. Este se estremeció, en
principio por el roce gélido del metal contra su piel. Luego, al sentir el corte. La tela
quedó a sus pies contemplando el relieve de su cuerpo enjuto.
Lo llevó de la mano hasta una de las compuertas y ordenó a la computadora que los
preparase para una caminata espacial. Un haz de luz inmaculado recorrió sus cuer-
pos aún fundidos, recubriéndolos con una fina capa de gel. El mismo fue adoptando
cierta consistencia sin llegar a ser rígido. La atmósfera dentro del traje era distinta
a la de la nave. Como si se encontrasen en una cámara de reverberación, podían
sentir el ritmo sinfónico de sus propias respiraciones. Sus cuerpos se acompasaron
a la música de sus suspiros y caricias. La compuerta se abrió y la luz dedos soles los
encegueció brevemente. Sin recuperar del todo la visión, saltaron hacia la nada y
el todo. Se quedaron contemplando el lienzo grandilocuente de aquel planeta. Un
solo continente se alzaba sobre sus aguas terráqueamente azules. Como si hubiesen
viajado al pasado, una versión muy libre de Pangea se delineaba ante ellos. Las to-
nalidades geológicas eran interrumpidas una vez más por ese azul hipnótico. Podían
distinguir diferentes capas cromáticas, como si el cielo de una ciudad sumergida es-
tuviese recubierto por las aguas. Un enorme mar interior reinaba en la región central
del continente. Lara no sabía qué sentir. Atrapada entre las luces de dos soles, sentía
que la estrella más lejana la bañaba con el dolor de su alma desdoblada. El sol más
cercano la convenció a dejar que el vacío primigenio de una nueva era la penetrase.
Se entrelazó a Dorian como si toda su vida fuese un ayer pensado y construido para
aquel ahora. Se dejó poseer y sintió sus gemidos en el vacío perderse y volver a sur-
gir con mayor intensidad. El placer al sentir néctar de Dorian fue como una ventisca
que desgarró los cimientos de su humanidad, dejando atrás esa condición. Se creyó
omnisciente. Pudo ver el futuro. La era del Hijo de los Cielos había comenzado.

Los cepillos de dientes por Sonia Concari


Crecieron entre viñedos y álamos, con un fondo de montañas grises y blancas; se
conocieron en la escuela, a los 13 años ya eran noviecitos y tiempo después dejaron
juntos el sur de Mendoza para estudiar en Rosario. Él sería agrimensor y ella cum-
pliría su deseo de ser física. Pablo se alojó con otros muchachos mientras Virginia
estuvo contenida por las hermanas del Madre Cabrini, y de acuerdo mutuo, sus
cepillos de dientes no se encontrarían sino hasta después del casamiento.
Bailaron con Creedence, descubrieron los Beatles y se amaron con The Carpenters.
La música los unió como lo hizo la soledad y la añoranza por la familia lejana, el es-
fuerzo por terminar la carrera y las penurias por llegar a fin de mes. A costa de horas
de estudio y noches de confesiones, tejieron en esa época algunas amistades, pocas e
incondicionales. En el pequeño departamento que alquiló Virginia cuando se cansó
de quedarse sola y encerrada en el pensionado a partir de las nueve de la noche,
siempre estaba el cepillo de dientes de su mejor amiga.
Después del 24 de marzo, con tantos compañeros desaparecidos, volvieron a Men-
doza. Los recuperó la montaña, la cual mansamente se entregó ante los teodolitos
de él, mientras ella se dedicaba a enseñar sobre los secretos de la naturaleza. Como
había sido siempre, de a dos, plantaron a mano los árboles que convertirían a una
hectárea virgen y árida en su nuevo hogar. En pocos años, mientras se fueron agre-
gando nuevos cepillos en el único baño de la casa, Pablo añadía aviones a su hobby
de aeromodelismo mientras Virginia sumaba cursos, carreras y hasta un doctorado.
Con el tiempo, acompañando sueños de independencia y repitiendo el éxodo pasa-
do, de los cinco cepillos que había, quedaron nuevamente dos. Entonces, como una
leona que había estado dormida, la montaña se cobró la presa que antes la había
sometido y Pablo se quedó atrapado entre sus fauces. No fue fácil para ella despren-
derse de las cosas que habían sido de él, pero finalmente lo dejó ir. Finalmente, un
día se deshizo también del cepillo que había estado siempre junto al suyo. Hoy, un
monito marrón y una princesita con cabezas de cerda, acompañan el cepillo de
Virginia.

Cuatro por Sandra Aquel


Codiciados barrotes
que aprisionan la duda.
Desvelan los sueños
ciegan el alma.

Lujosa prisión
que consume emociones.
Tortura, convierte
o mata.

Alguna vez, cada tanto,


alguien escapa.
Y dibuja su angustia
dándole alas.
El día del temblor por Pablo Ghirardi
Dieciocho de abril del 62, ese fue el día del temblor.
Era domingo, por lo cual me desperté un poco más tarde de lo habitual, general-
mente lo hago a las seis, cuando despunta el sol. Los fines de semana lo estiro hasta
las nueve, medio forzado, pero lo estiro.
Calenté el agua para el mate, corté las rodajas de pan francés, las corto gruesas, para
que queden crocantes por fuera y tiernas por dentro. Mientras tanto repasé el equipo
que jugaba contra El Atlético en unas horas, necesitábamos esos tres puntos y
Gutiérrez, nuestro as de espadas, hacía rato que no pegaba una.
Me senté frente al televisor, mate y tostadas sobre la mesa ratona. El partido comen-
zaba a las once, mala hora, en realidad lo de buena o mala lo determina el resultado;
cuando perdemos el resto del día es una lenta agonía. Los goles en contra se repiten
en mi mente uno tras otro, ni hablar si el árbitro comete un error que nos perju-
dique… soy capaz de insultarlo indefinidamente en idiomas que ni dios conoce.
Quince minutos, parejo, ya fumé dos cigarrillos y no puedo dejar de mover las pier-
nas, me sudan las manos, estrujo la camiseta que me regalo Morales, el máximo go-
leador de la historia del club. Ya no hay nueves como él, espigado, grácil; esos tipos
que en una baldosa le pintan la cara al más rústico de los defensores, sin que puedan
acertarle una de las mil patadas que le tiran.
Primer tiempo, las tablas en el marcador me duelen, el más sombrío de los temores
se empieza a materializar. Comienza a llover, no, soy yo que el que llora. Por eso no
fui a la cancha, porque sé que los hombres no lloran… en público, pero sí que llo-
ran, como chicos, moqueando, sin consuelo.
Era real, esa maldita mañana inolvidable, mi pesadilla se hacía realidad, mi equipo se
iba al descenso y con él, mis banderas, mi barrio, mis amigos, mi viejo…
Dieciocho de abril, el día del temblor, el día en que la tierra se abrió, y nos llevó un
poquito más abajo.
Birome sobre papel por María Silvia Coronel
Pablo juega con su birome. Ya la dio vuelta seis veces, la puso
de punta sobre la hoja, la invirtió y apuntó al techo.
Ahora sí comenzó a escribir. A veces duda, se detiene en un
punto, parece que lo dibujara. La levanta, la sostiene en el aire,
la levita por unos interminables segundos y de allí la lanza en
picada sobre el cuaderno. De pronto fluye, nada sobre el papel.
Hace casi un minuto que se detuvo. La dio vuelta una vez más,
otra vez y otra vez. Aprieta la perillita de la base, la punta con
tinta se retrae. Ahora vuelve a salir. Cuanto más se detiene más
me intriga. ¿Cuántas palabras no dichas habitarán en esa
birome, en ese corazón, en ese papel?

No, hoy no por Sandra Aquel


No quisiera morir un día como hoy,
que llueve, que las hormonas bailan tango,
que solo cuenta lo que no fue, lo que no
pasó.
Nunca un día como hoy, cuando ganaron
los casi, los si hubiese, los muy tarde.

Quisiera morir un día, que de tan soleado,


dé lástima irse. El día de un comienzo,
de una cita, de una promesa.
Que sea otro día, hoy no. Otro día
cuando todo sea ansias de vivir mañana.
El mate por María Silvia Coronel
El lugar de la ceremonia era el patio de la casa colonial.
Él empleaba mucho tiempo en preparar el lugar. Su silueta atravesaba el damero
del piso acercando todo lo necesario: la sillita tijera de madera, el pequeño banquito
para su pierna enferma, el termo, la bombilla curva, las diez bolsitas con yuyos nati-
vos secados con esmero, la yerba prolijamente tamizada: era un ritual, y lo celebraba
todos los días al atardecer.
Su figura era delgada, ya encorvada por el peso de los años, y sin embargo nunca se
detenía, ni se quejaba. La alegría de servir lo mantenía en pie, y le dibujaba la sonrisa
amplia, franca.
Comenzaba a cebar los mates. Antes que nada los testeaba para saber que estaban
a punto como para ser compartidos. Religiosamente inclinaba el termo con doble
pico metálico y corcho en la base con una suavidad exquisita, de modo que las
pequeñas gotas de agua caliente cayeran de a una, de a poco, sobre la yerba virgen.
Es más, jamás dejaba de hacer lo mismo sobre el pico de la bombilla, entre mate
y mate, para que el convite fuera perfecto, puro, higiénico, como todo invitado se
merece. Y luego lo secaba prolijamente para que quien lo besara con placer no se
diera cuenta de que no era el único.
De a poco, la ronda a su alrededor se formaba naturalmente, sin esfuerzo. Todos
hablaban, generalmente discutían de política, o bien discurrían sobre la mejor forma
de cocinar el próximo bacalao para Semana Santa, empezando por cómo y dónde
conseguir el mejor, y siguiendo por la elección del aliño perfecto. Él no hablaba
mucho, pero su sonrisa siempre acompañaba la pasión, el entusiasmo, la idea. Era
humilde y muy sabio. Yo siempre lo observaba. A muchos les exasperaría su parsi-
monia, su cadencia santiagueña extrema, su paz. Yo lo admiraba en silencio. Él era
el mejor. Y el ritmo de sus mates era el preciso. Ni antes ni después, lo suficiente
como para alimentar el máximo deseo sin sentirse desalentado por la espera. Casi no
hablaba y sin embargo tenía a todos a su alrededor, expectantes.
Ése era mi abuelo Tatita.
Muchos años después, ya casada, las mateadas sólo tenían lugar en el verano, duran-
te las tardes de playa. La magia se reproducía únicamente en esas rondas de
sillas sobre la arena, contemplando la infinita línea que suele separar el cielo del mar.
Generalmente eran momentos silenciosos, en que cada miembro de la familia leía su
libro predilecto.
Mi hijo Nicolás no conoció a su bisabuelo. Nació apenas un par de meses después
de morir Tatita. Tal vez por eso me sorprendió una de esas largas tardes de estudio
con un: “Ma, ¿nosotros tenemos mate?”. Y allí mismo corrí entusiasmada a desem-
polvar el equipo de los veranos.
Creo que fue entonces cuando Nicolás inauguró su propia ceremonia: ya no de
calabaza perfecta, ni con la bombilla curva, ni el lavado del pico. Fueron innumera-
bles sesiones de mates modernos, más veloces, y entre risas, integrales y tangentes,
los mates se lavaban rápido.
Y en cuanto a mí, hace tan sólo un par de años, deseo que llegue ese momento
especial de algunas mañanas, en que Juan me convida en con un mate exquisito,
técnicamente cuidado, cebado con pasión. Admito que lo bebo con una energía
desmesurada, que violo las normas de etiqueta que me inculcaron: “¡no hagas ruido
al final!”.
¿Habrá un mate para cada corazón, habrá un tiempo para cada quien, un mate para
cada tiempo?
Me tranquiliza saber que el mate nos atraviesa y nos liga, como tantas inasibles
sensaciones que habitarán por siempre en nuestro imaginario familiar.

El tímido voyeur por Florencia Brid


Abrió el grifo de agua caliente mientras repasaba una y otra vez el encuentro de esa
tarde: la vuelta de llave, los tacos, el saludo. Igual que siempre. Pero esta vez había
algo raro. Algo en su mirada, quizás, en sus gestos. Un aire de soltura revelaba que
ya no era su niña. Por supuesto que no era suya, nunca lo fue, en todo caso ya no era
una niña.
Invadido por el vapor de la ducha, se preguntó qué habría pasado si se hubiera lan-
zado. Si durante los treinta y seis segundos que duraba el trayecto de María hasta su
oficina a la hora de entrada –donde no se cruzaban debido a la impuntualidad de
ella– o en los treinta y seis del trayecto de salida –cuando él se quedaba resolviendo
asuntos de su jefe– hubiera hecho algo más que observarla. Eran setenta y dos se-
gundos por día, seis minutos por semana laboral, veinticuatro por mes, doscientos
ochenta y ocho al año, mil cuatrocientos cuarenta minutos que significan veinticu-
atro horas en los cinco años que llevaban de compañeros. Un día entero como es-
pectador. ¿Y qué había hecho? Nada. Apenas unas fatuas fotografías mentales de su
cuerpo, su ropa, su pelo, sus uñas.
Cerró los ojos y sintió las manos de María acariciándolo bajo el agua; la boca en su
cuello y el olor a jabón que imaginó tendría, fiel a su estilo de chica suave de uñas
cortas y no mordidas. Le fascinaba su belleza natural, sus ojos comunes y las mejil-
las enrojecidas por el calor, los poros abiertos. Una melena color canela caía hasta
su ombligo, provocándolo. Y en sus oídos penetraba la voz grave de ella, seductora,
como cada mañana cuando le deseaba un buen día. Este sí que era uno bueno. “Voy
a bañarme más seguido” alcanzó a decir y se dobló de placer antes de abrir los ojos.
Ese día decidió conquistar a María: era hora de ser impuntual.
El Taller de Escritura del Pasaje Pan viene funcionando desde mayo de 2013 en la
oficina 9B de esta tradicional galería, bajo la propuesta “Desarrolla tu Proyecto
Literario” (DTPL), pero en el mismo local ya había residido la Organización Viaje
de Estudio de Arquitectura (OVEA) que sorteaba un Ford Mustang 0Km y
colorado, el que supo estar expuesto en otra galería, más joven que el Pasaje Pan, a
un par de cuadras, sobre la calle Córdoba. Precisamente en esta cuadra se lo solía
ver rondando al detective Palacios, que tenía su escritorio en la misma oficina 9B, y
un día-antes de que OVEA hiciera sede allí- quitó del frente la puerta vidriada para
que se pudiera ver el cartel de la puerta, también colorado, con letras blancas, que
decía: “Agencia Cóndor”. A pesar de pasarse la vida investigando, Palacios murió,
pero algo de él – ¿su fantasma?- vive en una novela de Martini, donde se nombra a
un detective que tiene una agencia llamada “Águila”, pero en la planta alta y según
“Crimen en el Pasaje”, un libro de Lucrecia Mirad, -que muchos compran en el
Pasaje Pan- habría una puerta secreta que comunica varios escritorios permitiendo
un comercio, oculto a la luz del día, pero intensamente fructuoso, mientras que Juan
Martini narra un crimen execrable, también en el pasaje Pan, durante el crepúsculo
del día, que es el horario en que funcionamos.

El taller, en tanto, sigue produciendo.

Corina Moscovich y Eugenio Previgliano

Taller de escritura del Pasaje Pan

Lunes y Miércoles de 19:30 a 21:30 hs.


Pasaje Pan, Of. 9 B. Tel. 3413306459

tallerdescriturapasajepan@gmail.com

Coordinadores:
Corina Moscovich & Eugenio Previgliano

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