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Opúsculo
Taller de escritura del Pasaje Pan
Quinta Edición - 11 de Junio 2014
Escriben:
Sandra Aquel - Fernando Artana - Florencia Brid - Sonia Concari
Bernardo Conde Narváez Elía - María Silvia Coronel - Juan Di Pietro
Pablo Ghirardi - Felicitas Maini - Pili Nebreda - Micaela Portela
Alvaro Praino - Richard Still - Carlos Tegiacchi
El objeto perdido por Richard Still
Buscaba un pez de cerámica con la boca abierta y que de alguna forma se sostenía
parado por si mismo.
Pensaba que podría describir ese objeto para días de visita de tíos o abuelos.
Creo que estuvo mucho tiempo en mi casa pero no recuerdo haberlo usado alguna
vez.
Ha de haber sido un gesto de la señora de la casa el ponerlo a disposición para no
tirar en el suelo los carozos de aceituna o dejarlos esparcidos sobre el mantel.
Es tal vez la ternura de un pasado y el deber de tener esas cosas para cuando viene
gente con la que hay que quedar bien.
La fascinación de los objetos frágiles es que perduran cuando es tan fácil que
puedan desaparecer.
Tal vez no haya resistido los últimos cambios en mi casa y en mi vida o quizás mi
mirada lo descuidó un momento, el tiempo exacto para que desapareciera entre las
cosas amadas.
El pasaje tiene cuatro escaleras, cerca de la entrada por la peatonal hay dos enfrenta-
das entre sí, una baja hacia el subsuelo, tiene veinticuatro escalones y está dividida en
tres tramos; y la otra sube rodeando al ascensor y tiene treinta y dos escalones.
Cerca de la entrada por calle Santa Fe hay una escalera que sube, está dividida en tres
tramos y tiene veintinueve escalones, tres menos que la escalera que sube bordeando
al ascensor.
Estas tres escaleras son amplias y del mismo estilo, o muy similar, la altura de los
escalones es igual en todas, pese a esto, para llegar al primer piso por una escalera
son veintinueve escalones y para llegar al mismo lugar por la otra escalera son treinta
y dos. Misterio.
La cuarta escalera está en el patio central, es estrecha y oscura, no tiene la elegancia
de las otras tres y está dividida en dos tramos y tiene treinta escalones.
En el primer piso y a la altura del patio central de la planta baja, hay una plataforma
de metal que une los dos tramos del pasaje, si bien no es una escalera, en el medio
de la misma hay tres peldaños, con lo cual quedan compensando los veintinueve
escalones de la escalera de Santa Fe con los treinta y dos de la más cercana a la pea-
tonal. Misterio develado.
A luz baja por Micaela Portela
La escena transcurre en el galpón de atrás de una verdulería, dos amantes que a su
vez tienen amantes se reúnen para cerrar un acuerdo. Alguien va a morir, ambos de-
ben beneficiarse y todo tiene que salir bien.
Al entrar, Samanta se muestra impasible, lleva una expresión inmutable, mira con
los párpados a media asta y saluda con voz calma. Tito por su parte pone cara de
circunstancia y revuelve una con otra sus manos gruesas. Ella lo mira, el titubea un
“hola”. Samanta no espera invitación y se sienta en la mesa.
El galpón es un espacio terroso, no tiene más que una mesa redonda, cuatro sillas
a su alrededor y un par de cajones vacíos que se disputan la esquina de los provee-
dores. En el ambiente predominan la sombras, una lamparita pelada cuelga desde
lo alto iluminando, en parte, la mesa, y, como colaborando con la penumbre, a las
partículas de polvo que se mueven por al aire. Casi todo es silencio, sólo algunos
ruidos lejanos retumban a duras penas desde la calle o la verdulería.
Tito toma asiento, Samanta deja el bolso a su lado y cruza las piernas. Él alcanza a
escuchar el suave roce de las medias de naylon, ella lo sabe y lo disfruta. Ahora abre
bien los ojos, se lleva la mano al mentón y lo mira con firmeza.
- ¿Y? – pregunta ella.
- Me invitó de pesca, vamos a Tuquillo. Vamos a estar en un lugar aislado, solos…
Lejos es más fácil.
- Estoy de acuerdo.
- Sí, pero necesitamos una coartada, nada es seguro y yo no tengo experiencia... ¿Al-
guien más sabe de esto?
- No pienses tanto Tito, el cielo está de nuestro lado. - Se levanta de la mesa, agarra
el bolso y camina hacia la puerta.
Tito se acerca a la ventana, levanta un poco la persiana, el sol del mediodía le raya el
rostro, mira afuera, en la vereda un anciano con cara de degenerado le cede el paso a
Samanta, ella sonríe de media espalda y cruza la calle. Sabe usar ése cuerpo.
Indisoluble por Fernando Artana
Él es indisoluble. Cuesta verlo como una parte. El bar no es el bar sin Aldo, y Aldo no
es Aldo sin el bar. Como las mesas, las sillas, la botella que está en su mesa y el vaso que
está en su mano. Él está allí, atemporal. Pero el todo también es
indisoluble de la voz. Y la voz es indisoluble de la poesía y de la reflexión, y de los poet-
as que sueltan sus versos a través de su boca. Todo es un caldo de imágenes y palabras
encadenadas que hacen el milagro de alimentar el espíritu de sus oyentes. Es indisoluble
del vino que lo estimula y de los gestos que lo acompañan. Los labios que se mueven
aún cuando la voz cesa, los dientes que se aprietan y se aflojan, las manos imprecisas que
amagan el ademán ampuloso pero se quedan a mitad de camino entre la cordialidad y la
timidez.
La comida era agria, el plato y la cuchara eran de estaño; parecía ser una sopa gris,
aguachenta pero al menos estaba tibia….comida caliente, mucho más que lo
habitual. Esa noche Chick soñó con pan recién hecho, como el que había robado en
la tienda la noche anterior, pan que no probó, los negros de la casa grande se lo arre-
bataron con desesperación.
Nunca olvidó el incidente, le quedó la imagen del hambre, el sonido del hambre, la cara
del hambre. Eso lo marcó.
Se volvió en el barro, por el sendero oscuro y pegajoso que llevaba a la miseria que llam-
aban casa, él, otros hermanos y una mujer macilenta y desgreñada, y un hombre del que
era mejor escapar…pero a veces no había salida, algunos borrachos son certeros en su
ira.
Y siempre la pelea terminaba en el desmayo.
Y ella lo arrastraba a la cama, lo cuidaba como si lo quisiera.
Y una rara noche se tomaron un descanso cerca del pobre fuego.
Ese día Chick supo que ese no era su nombre, que en realidad no tenía uno, que Chick
venía de Pollo, cara de pollo le decían, ojos saltones, boca como en pico, cogote flaco y
piernas arqueadas.
Ese día se prometió ser otro, vivir como otro…y eligió otro nombre.
Lázaro.
Se lo escuchó al pastor, un hombre enorme con voz de trueno, que con cara de asco, se
obligaba a venir una vez al año a traer la palabra de Dios a los “desplazados”, así decía,
por no decirles basura blanca, comedores de arcilla, mugre del pantano, “menos que un
negro” y así los nombraba cuando se sacaba la sotana y terminaba la caridad.
Lázaro, un nombre con promesas de ropa buena, comida diaria y vida lejos del
barro. Lázaro resucitaba. Volvía de la muerte. Retomaba la vida.
Chick se volvió Lázaro. Pero antes de ser Lázaro dejo de ser Chick.
Por un tiempo no fue nadie.
Esperó el verano, y un día no volvió.
Anduvo por ahí, mendigando, espiando, aprendiendo a sobrevivir, a ganar un poco, has-
ta que lo atrapó el pastor durmiendo bajo el lastimoso techo que llamaba granero. Los
golpes fueron muchos, pero mayor fue la ganancia. Lo obligó a robar para él, o con él,
y fue su única escuela de vida, y de púlpito…le oyó predicar y aprendió. Se quedó unos
años.
Hasta ahí fue Lázaro.
Unos años después, el pueblo recibió con honores a Lazarus Morell, caballero antiguo
del Sur, predicador y aventurero.
Venía para quedarse.
Desvelado por Alvaro Praino
Son las cuatro de la mañana: estoy desvelado. Afuera debe de hacer cinco grados.
Adentro no mucho más. Estoy vestido solamente con un bóxer pero igual salgo
de la cama. El frio del cerámico es contundente, el respaldo de la silla también. Me
enfrento a la máquina y tecleo: mis pies están helados, se me endurecen los dedos y
tengo temblores. No se me cruza por la cabeza vestirme o volver a la cama. Miro las
teclas que esperan la orden para atacar. Las yemas de mis dedos las acarician pero no
las hunden. Espero. Mi cuerpo ya no lucha por mantener la temperatura. Ahora sí
el frio está adentro mío. Me cuesta mover los dedos y el vapor que salía de mi boca
desapareció. Ahora sí es hora de empezar a escribir una historia que se escriba con el
cuerpo.
No recuerdo el nombre de la perrita, tampoco el del perrito vecino, eso sí, las ca-
sas donde vivían estaban una al lado de la otra. Él salía seguido a la calle, no se si se
escapaba, o en algún momento del día lo dejaban salir a caminar, correr, jugar. Ella
nunca, siempre adentro, pero con un jardín inmenso delante de la casa, con árboles
añosos, plantas de todo tipo y césped muy verde. Allí corría, se sentaba al sol, jugaba
con quien se le acercaba, ladraba.
Un día el la vio, se acercó al alambrado y ella hizo lo mismo. Él de la parte de afuera,
ella desde adentro.
Se miraron, les brillaron sus ojos, se movieron las orejas, brincaron, saltaban en el
mismo lugar, las colas no paraban de ir de u lugar a otro, y la piel erizada de felici-
dad. Hablaron mucho, sin palabras, se dijeron cosas muy lindas.
Ella era fina, suave, de raza; él no, era además un poco tosco, bruto, sin ninguna raza
conocida, pero se adaptaba a la situación cuando la veía, y al acercarse al alambrado
cambiada su actitud: era educado, prudente, cálido y muy afectuoso con ella. Se
gustaban mucho… se querían mas.
Estuvieron meses así, visitándose en el alambrado, siempre cada uno de su lado,
mirándose, seduciéndose, muy felices a su manera y a la manera que la situación
permitía; y aún los días grises, ellos veían el sol, y en los fríos, ellos estaban cálidos y
su felicidad era inmensa.
Después de años, ella enfermó y estuvo mucho tiempo dentro de la casa, pero nada
impidió que él fuera todos los días al alambrado a esperarla, extrañarla, rogar que
apareciera, o desear que no le hubiera sucedido nada malo. Nunca faltó: asistencia
perfecta que exigía el amor. Porque sí, estaban enamorados.
Ella murió, él nunca lo supo, sí lo sintió, el amor se encargó de hacérselo saber.
Tenaz y más enamorado que nunca continuó yendo siempre, hasta que un día,
quizás ya pasado el duelo, decidió quedarse al lado del alambrado, de la parte de
afuera – como siempre –, no regresar más a su casa, no comer, ni tomar nada. Segu-
ramente para morir rápido e irse con ella.
A los pocos días lo hizo. Hoy estarán felices de nuevo, en el cielo… los perros tam-
bién van al cielo.
Sus dueños, que los querían mucho, habrán recordando a Alejandra Pizarnik, quien
dijo: “…estoy sufriendo porque alguien ha creado un silencio para mí”.
Hijo de los cielos por Juan Di Pietro
Los ojos llorosos de Lara deformaban su entorno interior y exterior. El mensaje
parpadeante de la computadora apenas podía distinguirse. Como una señal de car-
retera en medio de una noche lluviosa, el “¿Desea eliminar archivos antiguos?” en-
cerraba varias preguntas en una misma. Una simple acción de consecuencias ahoga-
das en la intrascendencia luego de ver el contenido de la bitácora. Los últimos cien
años se agolparon en su memoria con el peso de las exequias del tiempo. ¿Dónde
trazar la frontera entre lo vivido y lo no vivido? Como un recuerdo traspapelado en
un libro, la partida un siglo atrás desde un moribundo planeta, volvió a su mente
con la lontananza de imágenes desenfocadas. Junto a otros adelantados, científicos
como ella, zarparon en busca de un destino habitable. A partir de allí, los hechos
se sucedieron uno a uno con golpes inmisericordes. Ningún otro adelantado había
llegado a las coordenadas fijadas en la hoja de ruta. La nave de Dorian apareció con
los últimos vahos de la desesperanza. La desolación y el vacío al ver las imágenes de
la Tierra, ahora convertida en un erial de roca y muerte, la sumió en la apatía de los
que asumen la vida como un lastre a ser abandonado. Se sentía inmersa en un mar
cuyas aguas oscuras la ahogaban sin siquiera tocarla. La fe y pasión del último hom-
bre fueron los restos del naufragio de los cuales asirse. De rasgos duros y miradas
esquivas, pero llenas de significado, Dorian insufló en ella la posibilidad de negarle
la existencia al punto final. Como si fuese un caso de Folie à deux, compartían una
misma visión. No sería la primera vez que la humanidad se encontrase en el umbral
de la extinción. Sólo ellos podían evitar el fin.
Lara no podía. Las estructuras que creyó fijas en su interior se derrumbaron como el
alba de un día borrascoso. Todo lo que creía por cierto, por verdadero, se había fun-
dido en un mar de polvo cósmico. Sólo el sosiego de esos brazos la mantenía en pie.
La cruz que colgaba del cuello de su compañero se le antojaba una burla maldita.
Una antigualla de madera en el solsticio de las convicciones perdidas. Pero resabios
de lo que alguna vez fue su fe vivían en el andar de ese hombre. Siguieron camino.
Él no era un creyente sin un plan. Se necesitaban. Lara había encontrado su eje en
los cálculos para determinar una nueva trayectoria. Dorian, en la recalibración de
los sensores para efectuar mediciones viajando en FTL. Nuevos ciclos de viajes en
criogénesis se sucedieron. Por momentos, Lara lograba olvidar razones y porqués,
simplemente se entregaba a esos lapsos en los cuales su cuerpo permanecía inactivo,
apagado, esperando a ser resucitado. En teoría, ningún tipo de actividad cerebral de-
bería desarrollarse una vez encerrada en su prisión de éxtasis. Sin embargo, con cada
despertar, Lara experimentaba evocaciones de un sueño. Siempre el mismo sueño.
Una sensación de embriagante irrealidad la arropaba. Pero todo desaparecía con la
urgencia del temor siempre latente. Despertar y encontrarse nuevamente sola en el
espacio. Cada vez que la figura de Dorian se dibujaba del otro lado de la esclusa, la
calma de su tempestad interior se apoderaba de ella. ¿Qué sentía por Dorian? ¿Qué
la unía a él además de ser los últimos esbozos de una civilización que languidecía en
su agonía? Lara se lo preguntaba como un erudito en busca del conocimiento perdi-
do. ¿Lo que sentía era verdadero o sólo la consecuencia lógica del momento?. “Nun-
ca estamos solos, somos nosotros y nuestras circunstancias” solía decirle su padre.
“¿Qué es estar sola?” era la pregunta siguiente a un recuerdo que se
desvanecía como la imagen de una postal ajada. Su padre nunca supo contestarle.
Antes del fin, en su vida nunca supo qué era la soledad. Pero tampoco supo hallar el
reverso a una moneda que se le escapaba como arena entre los dedos. ¿Cuál de las
dos Laras había vivido en estado de suspensión, bajo la inercia de los caminos
inexplorados?. ¿Qué clase de persona necesita saborear las mieles del apocalipsis
para saber lo que es amar?. La voz de sus instintos cubría su sentir con un halo de
culpa.
Lujosa prisión
que consume emociones.
Tortura, convierte
o mata.
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Coordinadores:
Corina Moscovich & Eugenio Previgliano