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Chechechela

Buchin, Mirko
Chechechela / Mirko Buchin - 1a ed. - Rosario: UNR Editora. Editorial de la
Universidad Nacional de Rosario, 2016.
130 p.; 21 x 15 cm. - (Confingere; 5)
Hernandez, Fausto
Chechechela / Mirko Buchin - 1a ed. - Rosario: UNR Editora. Editorial
ISBN
de la Universidad Nacional de Rosario, 2016.
1.130 p.; 21 Argentina.
Narrativa x 15 cm. - (Confingere
2. Novela. I. ;Título.
2)
CDD A863
ISBN 978-987-702-129-5

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.


CDD
Mariana A863
Buchin
Celia, xilocollage (técnica mixta) de 2016

[Datos de autor de grabado] Detalle de tapa y página 207


Carlos Torrallardona, Billares
Circa 1970, xilografía
Gentileza Juana Torrallardona
© Mirko Buchin
Universidad Nacional de Rosario
© Fausto Hernández 2016
Queda hecho elNacional
Universidad depósito de
queRosario
marca la ley 11.723

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

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www. unreditora.edu.ar / editora@sede.unr.edu.ar
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Chechechela

Mirko Buchin
EL DESVÁN DE LA MEMORIA

Por Emilio A. Bellon

Tal vez hoy no llame tanto la atención, no despierte como


entonces tanto asombro, pero a principios de los años setenta
ver en la vidrieras de las librerías una novela de esta ya clásica
editorial española, seleccionada por un jurado de notables, de
un autor radicado en Rosario, cuyo título comenzaba con uno
de los vocativos más cuestionados en ciertos ámbitos en los que
se marcaba la diferencia entre los usos del habla según la oca-
sión, sí. En aquellos años en los que la sombra del Onganiato
permanecía con su actitud censora en pie, la novela de Mirko
Buchin nos llamaba de manera singular a explorarla, a partici-
par de esta aventura que se cifraba en esa faja con la inscripción
“Un gran relato. Un personaje irresistiblemente atractivo” que
atravesaba su sobrecubierta transparente, ocultando a medias
la imagen de dos figuras femeninas enmarcadas en perspectiva
sobre un fondo horizontal a rayas.
De color naranja –o, como se decía en el barrio, anaran-
jada–, así era la tapa en su parte superior y en sus márgenes.
Así el fondo de su contratapa en la que se dejaba sorprender
una joven, a partir de su cuello, en movimiento ascendente,

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poniendo al descubierto sus tobillos que se prolongaban de sus
largas piernas, asomándose provocativamente por debajo de su
minifalda. Ese movimiento de la imagen que reconoceremos
en el ondular de sus palabras, a lo largo de todo un recorrido
por su imaginería que transita por los sueños de su protagonis-
ta, cuyo nombre pasamos a reconocer a partir del juego que sus
propias variantes va diseñando.
Si bien las formas de la expresión del habla coloquial se
remontan a Echeverría, la literatura gaucha, a los persona-
jes de Florencio Sánchez (dramaturgo al que el propio Mirko
Buchin escenificó en más de una oportunidad), y posterior-
mente Roberto Arlt, Julio Cortázar y Manuel Puig, entre otros
representantes de esa narrativa que entrará tardíamente al “ca-
non”, hasta ese momento sólo en letras de tango la expresión
coloquial “Che” –en tanto vocativo e interjección de origen
múltiple en lo que hace a su incorporación a las variantes
latinoamericanas– no daba nombre a ningún título de obra
literaria alguna.
Iniciada la década del setenta, las pequeñas librerías de
nuestra ciudad daban a conocer la nueva novela de Seix Barral,
Chechechela. Hoy, agotado en sus reediciones posteriores –en
los noventa lo hizo posible la Galería de Arte de nuestro recor-
dado Gilberto Krass–, ha pasado a ser una antológica novela
que ya forma parte de las bibliotecas de quienes pasaron a va-
lorizar la llamada novela de la cultura de masas, derivada del
folletín, a quien Jorge B. Rivera le había dedicado un número
en la mítica y tan esperada en aquellos días colección de la
revista “Capítulo”, en 1968, editada, semana tras semana, por
el Centro Editor de América Latina, perseguida y censurada
años después.
Definido como vocativo y al mismo tiempo como interjec-
ción, el “Che”, que aquí se repite por mandato familiar hasta
alcanzar esa longitud del nombre que el título acusa y que se va
construyendo a lo largo del fluir del pensamiento de la prota-
gonista, se mueve desde mis huellas literarias entre el ambiente
del pueblo que vio nacer a su autor, J. B. Molina, en la misma
provincia de Santa Fe y la idiosincrasia de una joven que habita
un barrio de nuestra ciudad, cuyos espacios son muy reconoci-
bles a través de citaciones directas, a lo largo de esta cautivante
novela. ¿Serán ahora mis propios años los que están hablando
por mí, ya que a través de tantos vocablos, modismos, relacio-
nes al paso, entre tantas otras felicidades que me otorga este
libro, me permiten reconstruir el escenario del barrio de mis
primeros años y escuchar nuevamente a mis vecinos? Y enton-
ces, asoman tras las puertas y ventanas, acariciadas por el sol de
primavera o por la luz lunar tantas Chechechela a las que escu-
chaba como si fueran heroínas de radioteatros o de historias de
amor en los cines cercanos.
Desde la distancia que el tiempo va trazando, los personajes
de esta acariciante novela vuelven a ser puro acto de lenguaje.
Todos ellos se definen desde su propio modo de decir, desde el
modo en que son nombrados por los otros. Y es porque el autor
se ha planteado el desafío de transformar al lenguaje en materia
narrativa. Mirko Buchin escenifica situaciones como si se trata-
ra de un espacio teatral, con sus marcadas entradas y salidas de
personajes, con su sorprendente concepción de la puesta en es-
cena, con la fluidez de un diálogo, que no le teme a la irrupción

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de lo cotidiano, saltando vallas. Hay un puente vinculante entre
su oficio de narrador y de dramaturgo; actividad creativa, que
viene llevando adelante, con apasionada vocación y proyección
pedagógica desde hace décadas.
En tanto mi lectura ha sido posterior a las dos prime-
ras novelas de Manuel Puig, La traición de Rita Hayworth y
Boquitas pintadas, dadas a conocer en 1968 y 1968 respecti-
vamente, publicada por Editorial Jorge Alvárez la primera y
por Sudamericana la segunda, encontré en la novela de Mirko
Buchin los ecos de aquellos personajes que forman parte de ese
gran microcosmos de General Villegas. Sus obras, como ya sa-
bemos, hoy objeto de culto al igual que toda su trayectoria, en
su momento despertó un singular recelo y enojo entre sus ha-
bitantes. En la segunda de estas novelas, Manuel Puig incorpora
el vocablo en carácter de subtítulo la palabra “folletín”.
Dos años antes de la publicación de su nueva novela The
Buenos Aires affair, presentada como novela policial y prohi-
bida años después, Mirko Buchin da a conocer esta obra que,
partiendo de este apelativo “che”, de este rasgo de identidad
de nuestro lenguaje, de este vocablo que llama la atención de
este otro que está cerca de nosotros, se va ampliando desde
una abierta imaginación hasta dar cuenta de toda una atmós-
fera de época, que capta gustos y vivencias, que se expande
desde su capacidad de animar frente a nosotros criaturas que
pendulan entre sus deseos y frustraciones, entre sus esperan-
zados sueños de acuerdo con su clase social y los imperativos
que la tradición impone.
Nuestra protagonista se llama Celia y, avanzadas ya algunas
de sus páginas, sale a nuestro encuentro ese sobrenombre que

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se hará presente en la boca de todos los que la conocen. Desde
su modo de pensar, de sentir y de recrear la realidad, sus sue-
ños apuntan a lo que toda chica de entonces ubicaba como meta
al final del camino. Todo un sueño arropado en un luminoso
blanco reposaba en su almohada, noche tras noche. Y desde
su mirada, desde su modo de ver el mundo a través de conti-
nuas comparaciones con las revistas para las damas y los films
en cartelera –cuando ellas preferían un género, a diferencia
de ellos que, tal vez, porque así debía ser, elegían otro– con la
galería de galanes que enmarcaban sus días.
Celia, para el inmediato lector de estas generosas páginas
que anticipan ese gran despliegue que Mirko jugará de inme-
diato en escenarios teatrales, nos hará partícipes de situaciones
que, en la cercanía de la lectura de las obras de Manuel Puig,
me hacen llegar los reflejos de tantos de sus personajes. Y si
bien Rosario está aquí con sus recorridos desde su presenta-
ción de tarjeta postal, con esquinas que han sido lugar de en-
cuentros, con espacios que se repiten en los álbumes familiares,
desde mi lectura, creo reconocer a algunos personajes que se
mueven por las calles de ambos pueblos, General Vallejos y J. B.
Molina en el que nació Mirko Buchin, y en el que años después
yo comenzaría a desempeñarme como docente.
Mis relecturas de este inolvidable libro, que están marcadas
por momentos de continuado humor y notas de misterio, res-
pecto de tantas expectativas, me llevan a ese cruce de ambas
geografías, fusionadas no sólo en el lenguaje que modela esta
materia tan fértil en prodigiosas alusiones, sino en tantas cons-
trucciones de personajes que se transparentan muy cercanas. Y
al mismo tiempo que se colocan en el dominio de esas ficciones

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que se van recreando continuamente. Nada es estático en esta
novela: el lenguaje fluye desde la fuerza de un pensamiento que
no cesa, como puro acto sentimental, sujeto a lo que llamamos
sentido común, pero que al mismo tiempo se concede de ma-
nera indulgente sus propias licencias.
Nuestro personaje, que en la versión fílmica de fines de los
ochenta, fue definido como “una chica de barrio”, transcri-
be de manera constante el decir de los otros, remarcando las
acotaciones y haciendo notar su propio comentario personal.
Citar al otro es colocar delante el artículo delante del nombre
y esa vecindad ya transparenta la naturaleza del vínculo, al
igual que la presencia de epítetos y las sucesivas comparacio-
nes. Nuestra Chechechela va levantando su castillo estable-
ciendo nexos con el mundo de afuera, a través de las inme-
diatas analogías, que provienen de todo aquello que la invita
a soñar o bien a saber qué es lo que no le debe caer en suerte,
porque no lo merece, ella, que desde ya entrada en la ado-
lescencia pasaría a ser otra de las chicas casaderas del barrio,
que podía encontrar al hombre de sus sueños, su candidato,
en el club social, en un baile de disfraces o, por qué no, en la
intimidad cómplice de un velorio.
Una velada picardía asoma en su mirada y en sus obser-
vaciones. Y, al mismo tiempo, el candor la lleva a ruborizar-
se, más aún cuando pasa a comentar lo que puede pensar de
terceros. En lo que respecta a sí misma, siempre encuentra en
donde apoyarse, en tanto “el mundo está lleno de luz y som-
bras”, tal como lo dice el cura. Su poblada y florecida fantasía
nos lleva por diferentes caminos, adueñándose de la escena,
componiendo diferentes máscaras, haciendo suyo el lenguaje

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de los otros. Y siempre se pregunta, en cada tramo, cómo va a
ser su vida. Esta inquietud, su incertidumbre, funciona como
ese “continuará…” de los folletines que se compraban semanal-
mente en los kioscos de diarios. Esa pregunta se dibuja de nu-
merosas formas, a través de notables recursos, que motorizan
cada una de las “escapadas” que se permite la protagonista. Su
meta apunta a esa consigna que circula desde generaciones an-
teriores: “saber elegir bien”, y sus modelos de mujer oscilan en
ese espacio de transición entre la tradición y el de las mujeres
que gozan de su propio espacio de libertad. Es en esa bisagra,
donde podemos ubicar a nuestra protagonista, que también
sabe jugar a las escondidas.
Una galería de nombres nos permite reconstruir el imagi-
nario de la Chechechela, teniendo en cuenta lo que piensa de
cada uno de ellos, lo que su voz interior nos hace llegar; voz
que se sonoriza en cada uno desde nosotros y que cada uno de
los lectores encontrará tal vez familiar, igualmente por analo-
gía, con alguien de su propia historia. Desde su voz asoma su
entorno, sus amigas, las calles del barrio y las de tantos otros
lugares. Las fotografías de época entre el pueblo y la ciudad se
van superponiendo hasta ir creando su propio espacio ficcional,
ese espacio que se abre como fábula o, mejor, como cuento de
hadas, pero corrido de su lugar habitual. Como todo ese orden
que es impuesto desde afuera y que el mismo lugar se encargará
de ir reacomodando.
Por momentos, la novela despierta una risa contagiante, sin
tregua, no sólo por las situaciones; sino, sobre todo por esas
expresiones que los vuelven tan verosímiles y al mismo tiem-
po tan trabajados como destilados actos de ficción. El lenguaje

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de la Chechechela danza constantemente en nuestra escucha
y su modo de pensarse como “loca pero decente” zigzaguea
en cada página. Si hay un adjetivo que la autodefine –y que
se escuchaba entonces como una manera de subrayar cierta
jerarquía, elegancia y buenos modales– es el que varias veces
ella elige para salir airosa y triunfante, con el porte alto, con
el paso seguro; ese adjetivo es el que asoma en numerosas
páginas y del cual ella se vanagloria, que deriva de un mundo
áureo, que roza el universo del kitsch y que resplandece ya
terminada la fiesta. Para ella, para sentirse conforme con su
modo de ser y actuar, aprendido a la luz de sus modelos, ella
siempre es “regia al fin”.
Nuevamente, en mis recuerdos de lector, vuelven a convivir
los personajes de Manuel Puig con los de Mirko Buchin. Veo,
como en un teatro, a tantos personajes de mi barrio y también
me acerco a los que conocí tiempo después. De igual mane-
ra recuerdo, en este cruce de tiempos, a las puestas de tantas
obras que Mirko con sus actores pusieron en escena, de clá-
sicos, de consagrados autores: Anton Chejov, Eugene Ionesco,
Noel Coward, Roberto Arlt, García Lorca, entre tantos otros.
Y siempre Luigi Pirandello. Y obras de su propia autoría que,
como en el teatro de Pirandello, replanteaban constantemente
los roles y lugares de la escena.
Al mirar hacia atrás, veo que ya su Chechechela forma parte
de su gran compañía de comediantes. Junto a la Mónica y la
Susana, Doña Clara y el Julio, la llorada Doña Asunción, el Titi
y el Alberto, la Haydeé, la señorita Alcira y tantos más. Todos
ellos ya están subiendo a los coches, que los llevarán de gira
por diferentes pueblos, en los que actuarán en los teatros de la

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sociedad española o italiana. Se reaniman las voces de los ra-
dioteatros y despiertan las de las fotonovelas, se encienden las
luces de los clubes de barrio y el baile está a punto de comen-
zar, en la puerta del único cine el rostro de la actriz captura con
su distintivo guiño, los carteles promocionan ese artículo que
llevará a la felicidad.
Se levanta el telón, los actores listos para salir a escena. La
función va a comenzar…

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Chechechela

Primera edición
Barcelona
1971

A mi mujer
Estaban todas las chicas, todas.
Hasta la Caperucita Roja, porque al final, en lugar de tirarle
la renuncia a la cara, la besé y le dije: me caso, señorita Alcira,
pero voy a seguir trabajando lo mismo.
Estaba la Susana, con sombrero, porque había salido de tes-
tigo en el Civil, y la Mónica, vestida toda de blanco con aguje-
ritos, como un queso gruyere a la cal.
Estaba la Haydée, más teñida que nunca y con la cara llena de
envidia, porque a mí me había tocado y a ella quién sabe cuándo.
Y estaba la Marta, y la prima del Saladillo, que lloraba como en
el velorio de Doña Asunción, y Doña Clara que me decía: ¿viste
que te llegó el día, viste? Y yo miraba para todos lados mientras
caminaba saliendo de la iglesia con mi flamante marido almido-
nado, agarrado de mi brazo, y miraba y miraba y no veía nada.
Y pensaba si éste sería el momento culminante en la vida
de una mujer, y si aquí ya se me acababa todo con el sueño
del traje largo y blanco cumplido. La Susana me dijo que me
lo tendría que haber hecho blanco, sí, porque era buena, pero
con lunares.

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Y yo ni siquiera tenía el misterio de la noche de bodas y
todo lo que pasa en la luna de miel, porque esas cosas ya las
había pasado hacía rato y varias veces.
Y pensaba que si hubiese nacido en casa de ricos, mi vida
hubiese sido distinta, porque hubiese estudiado, o hubiese
sido artista, y me hubiese casado con algún abogado por lo
menos. Pero tampoco estaba muy segura, porque la plata no
te hace la suerte.
Y mientras seguía caminando por la iglesia me conformaba.
Por lo menos tenía marido, y una casita, y un empleo, porque
si una no trabaja, todo el día en tu casa no es vida y a la final
terminás por aburrirte.
Y si nunca me aburrí de soltera, menos me iba a aburrir
de casada.

Cuando la Susana me pidió que la acompañase a llevar a la


Mónica al concurso de mascaritas, le dije que sí. Total el Julio
me había dicho que esa tarde no iba a poder salir, aunque
para mí que eran macanas. Pero una no va a andar como de-
tective privado metiéndose en la vida ajena. Claro que en este
caso, no tan ajena, porque si el Julio anda con una, ya de por
sí, no es ajena.
Así que le dije: vamos, Susana. Y fuimos.
De entrada nomás, me dio como un sofocón, porque me lo
veo al Julio con un vaso de vino en una mano y un sandwiche
de chorizo en la otra, charlando con una quiosquera morocha,
como yo, pero mucho más oscura y con una pelambre que
le salía debajo del gorrito blanco que le obligaba a llevar la

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Municipalidad. Y más vale que la Municipalidad se preocupase
por otras cosas.
Así que me le arrimé volando, y ya le iba a gritar: ¡Julio, vos
acá!, cuando me di cuenta que no era el Julio. Tenía la misma
pinta. El mismo corte de cara, así, tirando a gordito, pero sin
ser. Y una forma de agarrar el vaso levantando el dedito chico,
que para mí era el Julio. Pero no era. Di media vuelta y me fui
como había venido.
El tipo me miró como si yo fuese una loca cuando me vio
enfilar tan decidida y sonriente hacia él.Y después, cuando di la
media vuelta en seco, como si estuviese bailando folklore, no sé
qué cara habrá puesto, porque yo ya estaba de espaldas yendo
a buscar a la Susana que se me había perdido entre tanta madre
acompañada de tanto hijo.
–Vení –me dijo la Susana, que apareció detrás de unos pibes
vestidos de gauchos, meta zapatear un malambo en el piso de
tierra levantando una polvareda que se venía el malón. Y entre
la polvareda y puteando bajito salió la Susana, que de india no
tiene nada, porque hasta el secundario empezó.
–Vení –me repitió, porque yo me había dado vuelta de nue-
vo y buscaba con la mirada a ese tipo tan parecido al Julio.
Después de todo, compromiso serio, lo que se dice serio,
con el Julio, no tenía. Porque salir juntos como un año y me-
dio, que él viniese más o menos seguido a casa, zaguanear un
poco y demás, no son cosas que comprometan a nadie, y me-
nos en esta época de guerra, guerrillas y satélites, que aunque
no tengan nada que ver con el Julio ni conmigo, porque el
Julio con la política no la va, y a mí las peleas ni me van ni
me vienen, siempre está bien decirlo, porque te da un aire de

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mujer ejecutiva y profesional, o para decirlo en pocas palabras:
de mujer que está en la cosa. Y no como la Susana, que aunque
haya empezado el secundario, de la “Vosotras” no sale.
–Pero vení –me dijo de nuevo, cargosa, la Susana.
Aunque tenía razón. Yo me había dado vuelta otra vez, por-
que me pareció que el tipo me había hecho una seña con el
sandwiche de chorizo. Pero debe haber sido una ilusión óptica,
o un espejismo, como les pasa a los que van por el desierto, que
ven lo que no existe, porque mirando bien, vi que el sandwi-
che había desaparecido, y tenía en la mano el gorrito blanco de
la quiosquera morocha. Y ojalá que en ese momento hubiese
pasado un inspector de la Municipalidad. Aunque quién sabe si
se animaba a decirle algo, porque las morochas como era ella,
y, para qué vamos a negarlo si nadie me lee el pensamiento,
como soy yo, con un vaso de vino en una mano y un sandwi-
che de chorizo en la otra, somos capaces de comprar a cual-
quier funcionario, por más municipal que sea.
Así que fui, porque la Susana me había llamado por tercera
vez. No fuera cosa que le pasara como le pasó a San Pedro con
Nuestro Señor Jesucristo, que lo llamó tres veces, y todo para
terminar clavado en la cruz, y no sé bien si lo llamó tres veces
o le dijo que no tres veces, pero lo que haya sido, fue tres veces
seguro. Cuestión de números soy bárbara, menos para la qui-
niela, que no la acierto nunca.
–¡Mirá, mirá ésa! ¡En un carnaval infantil! ¡Si hay madres
que tienen coraje che! Ésa vive a la vuelta de casa, y yo misma,
con estas mismas manos –y la Susana abría todos los dedos,
y a lo mejor abría también los de los pies, pero no pude dar-
me cuenta porque se había puesto las sandalias cerraditas que

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compramos juntas en una liquidación, donde, ¡lo que son
las casualidades!, el vendedor que nos atendió parecía primo
hermano del Julio. A tal punto que le pedí que me anotara
el número de teléfono, para confirmarle el parentesco, en el
papel con que me envolvió las sandalias. Porque al final yo
también salí comprándome unas, pero no cerradas como las
de la Susana, sino escotaditas y con unas incrustaciones de
pedrería simulando un racimo de uvas con los tronquitos en-
rulados y todo, que ni la reina de la vendimia. Aunque en esos
concursos siempre hay tongo.
–Con estas mismas manos –repetía la Susana, y suerte que
repetía, porque yo me voy siempre con mis pensamientos a
otra parte y encadeno uno atrás de otro como ristra de chorizos
y me cuento a mí misma mis propias cosas como si yo fuese
otra, y me hablo en voz baja, que a veces no me doy cuenta
y me salen en voz alta y al final, con el apuro que me sacó la
Susana de casa, ni tiempo de comer algo tuve, y si el gordito
parecido al Julio me hubiese invitado, agarraba viaje. Me paré
en puntas de pie para mirar si seguía donde yo lo había visto y
veo que la morocha le estaba sirviendo otro vaso de vino. Era
un muchacho de aguante. Por lo menos para la bebida, porque
para el trabajo con la pinta sola una no puede darse cuenta, y
casarse sí, y por amor también, si mal no viene, que cada una
decida. Pero si el hombre no trabaja para darte todos los gustos,
o por lo menos los más importantes, para qué, ¿eh?
–¿Qué estás diciendo, che loca? –me saltó la Susana, por-
que yo, como de costumbre, había hablado fuerte. Y suerte que
nadie me oyó con el bochinche que armaban los pibes y un
tipo ridículo y fastidioso con un micrófono en la mano, que

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ni hablar sabía, pero nadie se daba cuenta porque ninguno lo
escuchaba.
A la que tuve que escuchar fue a la Susana con el pellizcón
que me dio en el brazo cuando se percató de que yo no la
estaba escuchando y cómo la iba a escuchar, si de golpe me
acordé que no lo había llamado al Julio de la zapatería, y no lo
iba a poder llamar porque el papel con el teléfono me lo pidió
Doña Clara para ir a la carnicería, y ni tiempo tuve de retener
el número en la memoria o de anotarlo en esa Iibretita preciosa
que me regaló el Julio aquella vez que celebramos un aconteci-
miento íntimo, y que bien me podría haber regalado algo más
importante en relación a lo que yo le di, que fue un juego de
cuchillo y tenedor para comer asado, todo trabajado en plata
inoxidable, o algo así me dijeron, pero seguro que era bueno,
porque era caro.
Cuando el Julio me regaló la libretita me hizo un chiste,
porque me dijo: te hago un regalo desnudo.
–¿Por qué? –le dije, y no sabía si ponerme contenta o hacer
como que me escandalizaba.
–¡Porque te regalo una Iibretita en cuero! –y es gracioso el
Julio. Aunque Doña Clara me dice siempre que tenga cuidado,
que el Julio tiene un nosequé que no termina de gustarle.
–¡Con tal que me guste a mí! –le contesto siempre yo.
–Y la tuve que atajar, porque si no, la mataba. Y ahora me
la trae al carnaval disfrazada de Reina Madre. ¡Ja! Reina Madre!
Madre iba a ser si no llegaba a tiempo aquella siesta, ¡pero Rei-
na no! –terminó la Susana–. ¿Y ésa qué hace? –siguió en segui-
da, porque tiene una labia y un poder de observación que no
sé quién más, aunque debe haber, porque Rosario es grande.

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–En un gesto digno de encomio y aplauso –babeaba el tipo
del micrófono–, la niñita Zulma Mireya –y dijo también el ape-
llido, pero como los conozco y sé que son gente de armar cues-
tión, mejor no repetirlo ni con el pensamiento, porque para
qué quiero más lío si con el Julio ya tengo bastante–. La niñita
Zulma Mireya hace entrega a las distinguidas damas del jurado
de unas hermosas flores. ¡Y pido un aplauso bien fuerte para la
niñita Zulma Mireya con su original disfraz de Sacerdotisa de
la Luna!
Y los parientes de la niñita Zulma Mireya, que habían ido
todos juntos como si fuera una peregrinación a Luján, aplau-
dieron como locos.
La Susana miró desesperada para ver si había algún jardín,
o más no fuera unas nomeolvides cachuzas para regalárselas al
jurado como símbolo, para que la tuvieran presente a la Móni-
ca en el momento de la distribución de premios. Pero no había
más que unos yuyos amarillentos, porque este verano fue terri-
ble y no llovió ni por puta.
Al final me dio lástima la Susana, viéndola mirar aquellos
yuyos, y si yo hubiese tenido una varita mágica la convertía
en caballo así se daba un atracón, o mejor en yegua, para no
tener lío con el sexo. Y por un momento me pareció que mi
deseo se había cumplido, porque la Susana se puso a relinchar
muy fuerte.
–¡No te riás así, che! –le dije. Pero tanto como para decirle
algo, porque unos cuantos se dieron vuelta para mirarnos, y yo
aproveché para esponjearme un poco el cabello, y me acordé
que me olvidé de contarle a la Susana que en una peluquería
del centro me ofrecieron un platal por mi cabello, y dicen

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que es para hacer las pelucas que después se ponen las ricas y
las artistas.
–Pero yo, qué querés –le dije al peluquero, que hace mu-
cho que lo conozco y que tiene un nombre italiano que por
más fuerza que hago no puedo acordarme, porque como es
un nombre de mujer, pero traducido al varón, siempre se
me escapa.
–Pero yo, qué querés, Adelo –pongo por ejemplo, porque
no es Adela el nombre, aunque muy lejos no le anda–. Lo de
las pelucas siempre me ha parecido cosa de muerto –le digo,
y como quise tocar fierro y no tenía nada a mano le agarré
un llaverito que el Adelo tenía colgado en ese bolsillito que
usan los hombres en los pantalones, justo debajo del cinto,
adelante, y el Adelo no sé qué creyó que le iba a agarrar, pero
pegó una espantada que más vale se llamase Adela y todos
contentos.
La Susana relinchaba porque a una piba disfrazada de Lo-
lita Torres se le metió el taco en una juntura de las tablas del
palco escénico donde subían las mascaritas, y vinieron dos
alcagüetes de esos que siempre andan olisquiando por ahí, y
no la podían sacar. Al final la nena salió, pero el zapato no. Y
mientras iban a buscar algunas herramientas, todas las otras
mascaritas que subían tropezaban con el zapato de la Lolita
Torres, ni que fueran burros.
–¡Ahí sube la Mónica, ahí sube la Mónica! –La Susana tem-
blaba de emoción. Y yo también. Porque el del sandwiche pa-
recido al Julio se había arrimado para mirar un poco y estaba
medio atrás mío y medio al costado, lo que me venía regio
porque yo podía mirarlo sin que él se diese cuenta que yo lo

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miraba, y yo veía que él me miraba creyendo que yo no me
daba cuenta que él me miraba.
–¡Ahí sube la Mónica!
Pero no. Subieron los dos alcagüetes con una tenaza o qué
sé yo qué herramienta era, que no voy a perder mi tiempo po-
niendo atención en esas ordinarieces, y sacaron el zapato y se lo
devolvieron a la nena, pobrecita, parecía un tero, con las patas
flaquitas, y como la madre le decía a cada rato: no apoyés el pie
que te podés clavar una astilla y entonces vas a ver qué lindo es
el tétano, la nena se acalambraba con la rodilla doblada. Hasta
que finalmente le devolvieron el zapato y se pasó a otra cosa.
–Esta demora la favorece a la Mónica –me cuchicheó la Su-
sana–, porque le crea suspenso… –y subió la Mónica. Fea no
estaba, hay que decir lo que era. Pero un poco impresionante,
sí. Es que la Susana siempre fue exagerada, tremenda, qué sé yo,
espamentera. Y a pesar que la Mónica tiene una carita muy lin-
da, tiene los ojitos tristes y siempre le digo a la Susana que para
criar una hija así, más vale se hubiese cuidado. Y más habiendo
quedado, como quedó ella, de soltera. Aunque les dijo a todos
que la Mónica era sietemesina, y todos hicieron como que le
creían, pero ninguno se la tragó.
La Mónica así, toda vestida de terciopelo marrón con es-
trases negros y piedras azabaches en la cabeza, estaba preciosa.
Pero cuando anunciaron: la niñita Mónica, y el apellido lo di-
jeron mal, porque dijeron Bayerini, con su original disfraz de
araña pollito, una vieja que estaba en la primera fila pegó un
grito que salió por el micrófono y lo oyeron todos. Y otra por
atrás dijo: ¡pero qué mal gusto!, y por micrófono no alcanzó a
salir, pero nosotras la oímos.

27
Mortificada como la vi a la Susana en ese momento, no la
volví a ver nunca más. Y para colmo yo nerviosa, porque el pa-
recido al Julio estaba ahora a mi lado y como quien no quiere
la cosa, y con el amontonamiento, teníamos los codos juntos.
–¡Tengo una sed! –le dije a la Susana. Y era cierto: se me
había secado la garganta y no va y viene que el Julio éste, mi-
rándome con unos ojos negros como los estrases de la araña
pollito me dice: lamento no tener otro vaso, pero si gusta un
traguito... y dejó la frase en el aire como para darme calce y que
yo siguiera.
Le apreté el brazo a la Susana, pero ella no me sintió por-
que si no, seguro que gritaba. Por primera vez en mi vida no
supe qué decir, hasta que haciendo fuerza se me prendió la
lamparita.
–¿Es cocacola? –le dije usando un registro bajo, que no ten-
go la menor idea de lo que es, salvo que las artistas, en los mo-
mentos en que quieren hacerse las interesantes, usan registro
bajo. El Julio también tiene registro, pero de conductor, y hay
que ver las vueltas que me hace dar con la chatita y suerte que
la chatita no habla, ¡que si no!, pero registro bajo seguro que
no tiene porque si lo usan las artistas, no debe ser cosa que
tenga que usar un hombre como es el Julio, que tantas veces
me lo ha probado.
–No. Es vino –me larga muy suelto de cuerpo.
–¡Pecato! –le dije yo, dándole un tono italiano a mi voz,
como la Sofía, que donde ella trabaja las veo todas, y además
pega con mi tipo italiano, porque no se me va a ocurrir nunca
decirle una palabra en sueco: una, porque yo no sé nada de
sueco, que es dificilísimo y además las cintas suecas no me

28
gustan, será porque no las entendés, me chanta siempre la Ha-
ydée, y otra que para qué me voy a engañar, tipo sueco no ten-
go–. Yo de la cocacola no salgo –le agregué. Y me quedé muy
fresca. Aunque no tanto, porque con la sed que tenía hubiese
agarrado cualquier cosa, aunque, tampoco era cuestión de an-
dar tomando con el primer desconocido que se te aparece, por
más que sea parecido al filo de una, porque con esas pastillas
que te ponen adentro de un vaso los degenerados que tanto
abundan, vos te tomás la coca lo más pancha y contenta, y al
rato estás hecha una pavota y una estúpida y los tipos hacen lo
que quieren con vos, y ya sabemos qué es lo que quieren. Que
tanto los degenerados como los santitos, todos quieren lo mis-
mo. Como el tipo no seguía, me preparé para seguir yo.
–Quién pudiera volver a ser chico para.
Y me corté porque estaba hablando sola. El tipo había des-
aparecido y la Susana corría a la otra punta del escenario para
abarajar a la Mónica, que con el declive de la tarima no iba a
ser la primera que se viniese abajo rodando como las artistas y
las ricachonas en la nieve de las eternas montañas de Bariloche.
Yo agarré y me hice la que me espantaba los mosquitos,
que de verdad había muchos, y dando manotazos en el aire a
la altura de mi cara para disimular un poco la dirección de la
mirada, traté de enfocar al misterioso y cobarde fugitivo.
–Querés creer –le dije a la Susana cuando le conté todo des-
pués, porque siempre le cuento todo a la Susana, aunque sé que
ella mucho no me entiende porque está en otra cosa. Pero nos
conocemos de chiquititas y para mí es una necesidad contarle
mis cosas, y sé que no se las va a repetir a nadie, aunque sospe-
cho que lo que anda diciendo la Haydée de mí, lo debe haber

29
sabido por la Susana, que si descubro que es cierto, agarro y la
mato como que hay Dios.
–¿Querés creer que se había ido de nuevo al quiosco de la
morocha y le estaba pidiendo una cocacola?
Y no pude mirar más porque se armó un revuelo de la ma-
dona. Una madre empezó a gritar y a llorar porque no encon-
traba a su nena disfrazada de ñomo de la floresta. Yo, de haber
escrito ñomo, lo hubiese escrito así, como suena, con la eñe.
Pero después lo leí en un diario y vi que lo escribían con la
ge y la ene.
–¡Claro! –me dijo Doña Clara–, como los ñoquis.
A todo esto, el del micrófono pasaba los datos y los detalles
de la vestimenta de la nena que parecía que ya estaba perdida
para siempre. La gente se empezó a levantar y a tratar de cola-
borar en la búsqueda como si la nenita tuviese premio.
En caso de desgracia siempre es así: todo el mundo resulta
bueno y colabora. Lo malo es cuando hay que colaborar po-
niendo un peso. Entonces todos se hacen los burros y muchas
veces no por falta de voluntad, porque a como está de cara la
vida, cada cual tiene que pensar primero en su propia casa.
Y al final es lo mismo que hacen los que están arriba del go-
bierno, que lo primero que quieren es quedarse todo el tiempo
que pueden sentados allá arriba en el sillón de Don Bernardino
Rivadavia, como ponen en los diarios. Y si es cierto que es el
sillón que usó Don Bernardino Rivadavia, debe estar bastante
viejo y apolillado y antes que el que se siente se venga abajo,
más vale agarran el sillón y lo mandan al Museo Histórico de
Luján, y hacen sentar a los presidentes en uno de esos sillones
funcionales, inflables y modernos que vienen ahora. Y darnos

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una imagen de un país moderno, y no de antiguo y subdesa-
rrollados, que es lo que parece que somos, a pesar de que en la
escuela, por lo menos hasta el sexto grado, que fue lo que yo
terminé, nos decían todo lo contrario. A tal punto que uno no
se imaginaba como todos los países del mundo no se vaciaban
y venían a vivir con nosotros.
Yo creí siempre que la Argentina era la papa, y no la cebolla,
como es ahora, que todo el mundo tiene ganas de llorar.
La Susana tenía su araña pollito agarrada de la mano y hacía
muy bien. Porque otra nena perdida hubiese sido la locura.
En eso veo que el otro Julio se venía acercando con una
botella de cocacola en la mano y un vasito de papel en la otra.
Así que me hice la sonsa, que dicen que la hago regia, y
mandándome la parte de que no lo veía, me puse yo también a
buscar al ñomo de la floresta.
Sufría como una condenada, no voy a negar, porque me
daba cuenta que cuanto más demorara el tipo en alcanzarme,
más se le iba a calentar la cocacola, pero irle al encuentro hu-
biese parecido que la caliente era yo.
Agarré y me fui para un montoncito de eucaliptus que ha-
bía por ahí cerca. Los demás se habían desparramado por todos
lados. Los chicos se subían a los árboles como marabuntas y las
mujeres aprovechaban para estirar las piernas y hablar pestes
del jurado, mirando de tanto en tanto al suelo como si el ñomo
de la floresta estuviese escondido debajo de algún yuyo.
El escenario había quedado vacío, salvo la madre de la per-
dida. ¡Pobrecita! Decirle perdida yo, pero sin mala intención.
Prendida al micrófono lloraba y gritaba: ¡Mirta Karina, Mirta
Karina!

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A mí me parece feo eso de poner dos nombres, y la culpa,
que no me lo digan, la tienen las revistas.
–¿Dónde estás, nena? ¡Papito me mata si te pierdo, Mirta
Karina!
Y lloraba con tanta lágrima que si el micrófono llega a tener
contacto se arma un cortocircuito que la deja seca y la teníamos
que llorar a ella, que era una imprudente. Todo el mundo sabe
que con la electricidad no se juega, el Julio me lo dice siem-
pre, porque él, sin ser electricista, se da maña para todo, desde
arreglar una plancha hasta cambiarle la tela a un paraguas. Eso
tiene de bueno. Pero cuando me dice: hoy no puedo salir, y no
me dice por qué, lo mataría. Eso tiene de malo.
Es que el mundo está lleno de luz y sombra, como dijo el
cura una vez que fui a misa. Y siempre dije que iba a volver,
porque me había gustado, pero la Susana, que es bastante atea,
me saltó que para qué iba a ir otra vez si siempre daban lo
mismo, mejor ir al cine que todas las semanas te cambian el
programa y además está oscuro, dice, y se ríe como si no se
hubiese casado. En fin.
La nena no estaba entre los eucaliptus. Me di cuenta de un
solo vistazo, pero igual me seguía haciendo la que buscaba.
No aguantaba más la sed. Me apoyé en el tronco de un euca-
liptus enorme que me tapaba toda, y me saqué un zapato como
si me hubiese entrado un cascotito, cosa de tener una excusa
para estarme así quietecita, esperando, al reparo de miradas
indiscretas, que el tipo apareciese.
Como se demoraba, me puse el zapato y me saqué el otro.
Tuve tiempo de haber sido ciempiés y de haberme sacado los

32
cincuenta pares de zapatos y vuelta a ponérmelos. Porque del
tipo, ni mu.
Me agaché y asomé la cabeza a la altura del suelo para es-
piar, gracias a la cintura flexible que tengo de cuando fui un
tiempito a aprender danzas a la academia, pero como me salía
caro dejé.
El parecido al Julio estaba a unos cuantos metros con la
botella de cocacola en una mano y el vasito de papel en la otra
mirando para todos lados sin saber para dónde agarrar.
Me había perdido. Parecía mentira, un hombre tan grande
y tan infeliz.
No tuve más remedio que hacerme notar discretamente.
Agarré un cascotito y se lo tiré con disimulo. No sé dónde le
habré pegado, pero le debe haber dolido porque dijo tres o
cuatro cosas de esas gordas que a mí también me encanta decir,
pero no en público, porque las mujeres somos distintas de los
hombres, y para qué vamos a andar esquivando la verdad: pu-
tear no es femenino.
El cascote dio resultado. Sentí pasos. El indio avanzaba. El
corazón me palpitaba con un ruido bárbaro. Me llevé la mano
al pecho y me sentí segura de mi misma ante la evidencia car-
nal que encerraba entre mis dedos: cuerpo tenía. Y eso es una
gran cosa en un mundo materialista y capitalista como es éste,
y hasta si me fuera a vivir a Rusia, tan materialista y comunista,
aunque me tenga que tapar con esos tapados de pieles que acá
son tan caros y allá usan hasta los hombres, al final siempre
llega un momento en que esas cosas caen, y la que tiene, tiene.
Y la que no, pobre.

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Así que me apoyé en el árbol, cerré los ojos y me vi con
toda mi cara ocupando la pantalla de plata del cine imaginario
que tenía en la cabeza, y ya veía avanzar al otro Julio, y ya lo
veía abrazarme, y sentía su boca contra la mía, y sentía que
me hablaba al oído y que me tomaba de la cintura y que me
arqueaba hacia atrás y me sostenía con fuerza mientras yo me
tomaba toda la cocacola directamente de la botella.
Al final me cansé de verme, y no tuve más remedio que
abrir los ojos.
El tipo había pasado de largo y me seguía buscando.
Tirarle otro cascote hubiese sido una redundancia. Así que
me decidí y corrí hacia él.
–¿Encontraron la nenita?
–Yo sí –me dijo y me sonrió. Y ahí al sonreírme me di cuen-
ta que no era tan parecido al Julio como yo había creído en un
primer momento.
–No me diga, ¿y dónde estaba?
–Aquí –me dijo y me sonrió de nuevo, pero de otra manera.
Y ahí me despisté, porque otra vez era igualito al Julio.
Como con esa conversación no íbamos ni para atrás ni para
adelante, yo ataqué decidida.
–Se le va a calentar la cocacola.
–Es para usted. Permítame que la invite y va a tener que to-
mar de la botella porque algún mocoso malcriado me ha tirado
un cascote y ha caído adentro del vaso.
–¡No es nada!
Yo contenta, porque sé que tengo una garganta de cisne,
aunque el Julio, que por ahí es un poco ordinario, dice que

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tengo un lindo pescuezo para retorcérmelo en cuanto me
haga la loca.
–¿Qué querés decir, che estúpido? –le digo yo enojada, por-
que a los hombres hay que tratarlos así, un poco a la macana.
Limpió el pico de la botella con la mano y me la alcanzó.
–¡Quién sabe dónde la habría metido antes! –me retrucó
la Susana cuando le conté, pero ésa nunca está satisfecha con
nada, ni siquiera con el marido, aunque en eso no tiene la cul-
pa, pobre, porque la Pocha, que anduvo con el marido de la
Susana antes de que fuese el marido de la Susana, me dijo que
no valía ni ésto. Pero la Susana no andaba para estar eligiendo,
porque ya tenía una falta y se había quedado como quien dice
con una sola carta en la mano y la tuvo que jugar. Por eso yo
quiero tener cuidado.
La coca estaba divina, aunque yo con la sed que tenía hu-
biese encontrado riquísimo un plato de sopa, y eso que a mí,
la sopa no me pasa.
Entonces me di cuenta que él me miraba tomar y se reía.
–¿De qué se ríe?
–Cosas que se me ocurren, nomás.
–¡Muchas gracias! –le sonreí yo, y le devolví la botella y él
la tiró contra el tronco de un eucaliptus.
–¿No tiene que devolver el envase?
–No tiene ninguna importancia –alcanzó a decir él. Y no
pudo seguir hablando por los aplausos.
Aunque yo estaba un poco mareada, no por la cocacola,
pero tomar de la botella de un saque y con la cabeza para
atrás no es para cualquiera, me di cuenta que la frase, para un
aplauso, no era.

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–Parece que encontraron la nena –me explicó él.
Yo me encaminé como quien no quiere la cosa hacia el eu-
caliptus donde había estado apoyada, porque con el apuro de
que el tipo se me fuera, había salido con un zapato sí y otro no.
Mientras me calzaba sentía la mirada de él que me recorría
todo el cuerpo, que yo, vivísima, procuraba exhibir lenta y de-
talladamente.
Me di vuelta con una sonrisa.
–Todavía no nos hemos presen.
Y nada más. Estaba hablando sola. Decididamente no era
un día favorable. Yo, en los horóscopos mucho no creo, aunque
a veces tienen unas pegadas que me dejan turulata, como la
vez que me salió: cuídese de una amiga rubia que quiere trai-
cionarla. ¿Y qué amiga rubia tengo yo? La Haydée. Porque la
Susana recién de ahora es rubia, y ya sé que la Haydée también
es teñida, pero es teñida de siempre. Así que me puse a vigilarla
y descubrí que se le estaba tirando al Julio. Decí que el Julio es
más bueno que un pan felipe fresco, y no un exaltado de esos
que se pierden detrás de la primera turra que le hace una seña.
Porque con las señas que le hizo la Haydée ese día, se hubiesen
podido jugar dos campeonatos de truco. Aunque yo prefiero la
canasta, porque a la canasta se juega callada y una puede poner
en la radio los bailables de los domingos, mientras que con el
truco, con tanto grito y tanto verso, hay veces que tenés que
sacar afuera a los chicos de los vecinos. Porque que te coman
las facturas que una compra para la ocasión, está bien, pobres
muertos de hambre, pero que se perviertan escuchando esas
guasadas que todo el mundo tiene derecho de decir cuando
está tranquilo en su casa, no.

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El tipo se había ido, así que me fui a buscar a la Susana.
Y es de no creer, pero antes me tuve que apoyar en el tronco
del eucaliptus para sacarme un cascotito que, de verdad, se me
había metido.
No, si cuando Doña Clara dice que Dios castiga sin palo,
tiene razón. Aunque no sé por qué me iba a castigar Dios si no
había hecho nada malo. Todavía.
La Susana, por supuesto, estaba chusmeando con otras madres.
–Los hombres no entienden, no entienden que una quiere
para sus hijos lo que una no ha tenido para sí.
–Yo me he peleado con mi marido, y un poco de razón
tiene, pobre, porque hacerle a la nena esa capa de lentejuelas
doradas me llevó cualquier cantidad de tiempo. ¡Y claro, mi
marido me chillaba! ¡Todos los días bife y ensalada! ¡Qué me
iba a poner a cocinar y a engrasarme los dedos, mire si por una
de ésas arruino las lentejuelas!
–¡Y... ellos qué saben! Nosotras sí, nosotras, que somos ma-
dres y sabemos lo que cuesta y lo que duele tener un hijo.
–¡Usted vio, andá para allá, nena! Para hacerlos sí, ellos
siempre dispuestos. Y una qué va a hacer: decir que sí. Pero
ellos hacen todo, y una ahí... sin poder hacer nada.
–¡Te falta escuela, querida! –tuve ganas de retrucarle, pero a
mí qué me importaban sus asuntos de cama si lo que yo quería
era encontrar a mi misterioso fugitivo.
–Es que a nosotras ya nos criaron así. Por eso yo, para mi
Sandra, quiero otra cosa: que ella sepa ver bien todo desde chi-
ca, para que cuando le llegue el momento elija bien. Y no como
una, que aunque no me puedo quejar, nunca es lo que yo, de
verdad, hubiese querido.

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–¿Cuál es su Sandra?
–Aquella disfrazada de Miss Vía Láctea, con la bikini color
crema y las plumitas azules en el corpiñito.
Yo me rompía el cuello de cisne mirando para todos lados.
–¡Está preciosa! Parece una señorita.
–Sí, pero es muy chica. Y muy inocente. Lo que pasa es que
salió a las hermanas de mi marido, que son todas muy gran-
dotas de cuerpo, y ella qué va a hacer, salió igual. Mío no tiene
nada, nada. Miento, algo tiene, que lo único que sacó como yo.
–¿Sacó? ¿Se cree que su panza es una lotería, señora?, le iba
a decir. Pero no se lo dije.
–Es el cabello. Fíjese. ¿Usted se cree que vengo de la pelu-
quería? No. Todo ondulación natural.
–¡Lástima que ahora se usa tanto el lacio! –le saltó la Susana
que no se pudo callar. ¡La pobre!, como tiene el pelo llovido,
con la tintura se lo arruina más y no hay rulero que la enrole.
–¿Y vos dónde estabas? –me dice. Siempre fue curiosa la
Susana.
–Tomando una coca. Después te cuento.
–Me hubieses avisado, desgraciada. Tengo la garganta seca.
–Sí, como para avisarte estaba. Se me había salido un zapato.
–¿Qué decís, che? Mirá que sos difícil de entender, ¿eh?
–¿Cuál es su nena? –preguntó la de la ondulación natural.
Seguí mirando. Mi hombre misterioso no estaba. La moro-
cha del gorrito tampoco. No aguante más y me acerqué para
investigar.
–¿ Cuál es su nena? –insistió la ondulada.
A mí me estaba preguntando.

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–¿Qué nena? ¡Soy soltera, querida! –le dije orgullosa mien-
tras me alejaba a las chuequeadas. Y no por culpa de mis pier-
nas, que son hermosas y derechitas, sino del piso de tierra. ¡No
hay caso! Cuando una ha nacido en la ciudad, aunque sea en
un barrio, pero con pavimento, hasta el cantero más chico te
resulta campo.
–¡Disculpe! –alcanzó a gritar antes de bajar la voz y hablar
con las demás.
De qué, la Susana no me lo quiso decir nunca. Pero yo sentí
que ella me defendía.
–¡No le permito, señora: la Chechechela es mi amiga!

Chechechela.
En la cédula de identidad figura Celia. Pero nadie me dice
así. Todos me dicen Chechechela.
Creo que la cosa fue así: como me llamo Celia todos me
decían Chela.
–Che Chela, andá a la panadería.
Y yo iba.
–Chechela, ¿trajiste el pan?
Así que Chechela pasó a ser mi sobrenombre. Pero siguió
creciendo.
–Che Chechela, andá a la panadería.
Y yo iba.
–Chechechela, ¿trajiste el pan?
Así que Chechechela.

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Mamita ya no me manda más a comprar el pan, porque no tengo
tiempo, salvo los domingos, pero todos me están diciendo Che
Chechechela.
Ni quiero pensar por dónde andará mi sobrenombre cuan-
do sea una vieja de treinta y cinco años.
Así como está ahora, me gusta. Sobre todo porque el Julio,
para decirlo, pone la boca así, como un hocico, y yo lo muerdo
y me divierto.

Llegué al quiosco. No estaban ni el misterioso ni la del gorrito.


Me encontré con un gordo de delantal blanco más negro que
no sé qué, para no hacer comparaciones feas, que estaba saltan-
do porque los chorizos que pinchaba le escupían chorritos de
grasa caliente con una puntería bárbara.
El gordo se chupó la mano y vino trotando al mostrador,
pero antes de que llegara, yo ya me había dado vuelta y me es-
taba yendo hacia la entrada. O la salida. Depende del lado que
uno se pusiera.
Desde allí podía vigilar todo el asunto y tenerla a mano a la
Susana cuando se le ocurriese volver a la casa.
La gente iba saliendo, pero el tipo no. Me asaltó una duda:
¿y si me estaba esperando entre los eucaliptus?
Arranqué para el lado de los eucaliptus pensando que
quién me iba a decir a mí esa mañana que a la tarde iba a
andar buscando un hombre entre los yuyos. Aunque los eu-
caliptus no son yuyos. Si parece mentira que de árboles tan
grandes saquen nada más que unas pastillitas tan chiquititas.
Pero picantes.

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No había hecho ni la mitad del camino cuando me encuen-
tro con la Susana que venía arrastrando a la Mónica encapricha-
da con no sé qué cosa y chillando como una bestia.
–¡En cuanto lleguemos a casa te baño con flit!
La Susana estuvo mal al decirle eso, porque la nena no en-
tendía de ironías, y después de todo, la idea de disfrazarla de
araña pollito había sido de ella. Pero la Mónica, pobre inocente,
se calló contenta pensando que flit era una colonia o algo por
el estilo.
–¡Vamos para casa, Chechechela, antes de que haga una bar-
baridad! ¡Y no sigás llorando, Mónica, porque no te llevo al
diario a sacarte la foto!
La Susana estaba fuera de sí, y sin motivo, porque la Mónica
en cuanto sintió lo del flit se había callado la boca.
–He venido a amargarme, nada más. Pero desde mañana
mismo empiezo a prepararme para el año que viene. Y vos,
Chechechela a ver si me conseguís alguna revista brasileña que
ahí sí que salen disfraces como la gente, y no como este de ara-
ña pollito que lo saqué del carnaval de Corrientes. ¡Qué querés,
che, con la gente de este país de mierda que a la final ni disfra-
zarse saben!
Tomamos un taxi, porque con la Mónica disfrazada, en óm-
nibus no íbamos a ir.
Primero subió la Mónica que ocupaba casi todo el taxi ella
sola. Después la Susana, que se le sentó al lado.
–Vos sentate adelante, al lado del señor. Para qué vamos a
estar apretadas si ahí hay un lugar vacío.
Así que me senté al lado del chófer.

41
Con lo temperamental que soy, empecé a mirarlo de reojo,
como quien no quiere la cosa, y el corazón me dio un vuelco:
¡el chófer tenía el perfil del Julio!
Era increíble. Todo el mundo se parecía al Julio.
Me di vuelta de golpe y la miré a la Susana. Cosa rara, no se
parecía al Julio.

Por un momento se me hizo una laguna y no sabía si mi ma-


rido era el Julio, alguien que no se parecía al Julio, o alguien
idéntico al Julio.
Iba a torcer la cabeza para mirarlo. Pero cambié de idea.
Cerré los ojos y seguí caminando bien agarradita, mi mari-
do que, fuese quien fuese, iba a saber llegar hasta la puerta de
la iglesia sin hacerme atropellar ningún banco.

Había terminado de bañarme. La tarde no había sido una gran


cosa, pero salvo impedimento grave no le podía decir a la Susa-
na que no la acompañaba.
La Susana es amiga del alma y me ha hecho muchos favores,
aunque yo también se los he hecho a ella, y a lo mejor yo más
a ella que ella a mí, pero no voy a andar con cuestiones de celos
y mezquindades como dicen que andan las coristas y las bata-
clanas que muestran las piernas y lo demás: que son capaces de
matarse por una estupidez.
Me sequé bien y me puse el vestido de las buenas ocasiones.
No fuera cosa que apareciese el Julio a buscarme, me encontra-
ra vestida de entrecasa y me tuviese que esperar. Yo sé que eso
no le gusta a ningún hombre. Ellos te piden algo, y lo quieren
en seguida y no tienen paciencia para esperar. Pero no lo hacen

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por maldad sino que ya lo tienen en la naturaleza. Suerte que
somos las mujeres las que tenemos que esperar nueve meses
para tener un chico, porque si fueran los hombres, el mundo
se hubiese vaciado hace rato.
Aunque que el Julio me encontrase desarreglada no me hu-
biese importado mucho. Yo sé que soy como la Sofía, cuanto
más desarreglada, más hermosa. Pero todo tiene su límite y no
sé si el Julio sabe apreciar verdaderamente el valor de esas cosas.
Me puse las seis gotitas reglamentarias de extracto. Una en
la nuca, una. Dos en la carnecita blanda de las orejas, tres. Dos
en la muñeca, cinco. Y una en el nacimiento de mis ebúrneos
senos, seis. Y me quedé muy contenta.
Pensar que el Julio a veces dice que soy exigente. Se metiera
con la Haydée, sabría lo que es exigencia. Porque la Haydée es
terrible, nadie ni nada la conforma y siempre anda cambiando
de novio, pero con tanto cambio está agarrando una fama que
en cuanto se descuide va a ser otra Rubia Mireya.
El elástico de los calzones me andaba mal. Yo igual los se-
guía usando, porque antes de tirar nada, lo pienso dos veces y
de una sábana hago dos fundas, y de dos fundas seis pañuelos,
y cuando se me gastan los pañuelos ya no puedo hacer nada y
los tiro. Pero me da lástima.
Me levanté la pollera y me estaba mirando el elástico para
ver qué cuernos le pasaba, cuando se abrió la puerta de golpe y
en un relámpago se me hizo que era el Julio que entraba como
Marlon Brando rompiendo todo.
–¡Se murió doña Asunción esta tarde!
La Susana entró como un ventarrón.
–Mirá vos –le contesté, pero no me extrañó mucho porque

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doña Asunción ya estaba bastante decrépita y hacía tiempo que
toda la cuadra estaba esperando que se cortara de un momen-
to a otro, aunque un día la vieja estaba que se moría y venían
todos los parientes y la vieja se levantaba y los echaba a todos
y se mandaba una raviolada de órdago y al día siguiente estaba
que se moría de nuevo. Así es la vida, con su continuo vaivén.
Pero la Susana es así, espamentera. Si me acuerdo que cuan-
do la tuvo a la Mónica, aunque todo el barrio la había visto
con una panza impresionante, que yo nunca he visto a nadie
que engordara tanto porque se le empezó a notar a los quince
minutos de haber quedado, cuando volvió del sanatorio con la
Mónica en los brazos, al bajar del taxi, vio que en la cuadra se
había amontonado gente como si viniese el propio Presidente
de la República Argentina a repartir viviendas para los pobres,
y gritaba: ¡tuve una nena, tuve una nena! Y claro, la gente se
quedó un poco cortada con tanta bulla, porque a no ser que
hubiese parido un lavarropas, pongo por caso, por el tamaño
de la panza, no había más que dos posibilidades: nene o nena.
Pero la Susana gritaba como una loca de contenta, y al final,
la gente para que se calmase la empezó a aplaudir y ella igual
seguía gritando, pero con tanto aplauso nadie la oía, hasta que
por ahí dijo ¡gracias!, ¡gracias!, y se metió en la casa manoteán-
dose una teta para darle a la Mónica, que ya era la hora y la
inocente lloraba.
–¡Esta tarde! Por la hora debe haber sido justo cuando la
Mónica subía al escenario. ¡Y pensar que antes de salir la vimos
sentada en la puerta, y al pasar la Mónica, doña Asunción le
tocó la cabeza y le dijo que estaba preciosa y que iba a ganar,
mirá vos, ganar! ¿Tomando fresco, doña Asunción?, le dije yo.

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Y, vino no puedo, me contestó ella. Vos sabés, Chechechela que
tomaba mucho. El que más la va a sentir va a ser el almacenero
de la esquina. ¡Pero mirá si soy yegua, che!, la vieja caliente
todavía y yo sacándole el cuero. Bueno, todo el mundo sabe
que tomaba. Y hacía bien. ¿Quién le quita lo tomado, no? Vivió,
gozó, chupó y se murió. ¡Mirá cuando nos toque a nosotras,
Chechechela!
–¡Querida! –le dije yo y toqué la estatua de Santa Teresita
del Divino Niño Jesús que tengo en la mesita de luz y era lo
único de fierro que había en la pieza.
–Así que esta noche estamos de velorio. Vamos juntas en
cuanto acueste a la Mónica, ¿querés?, que la voy a acostar en
seguida ¡porque está de cansada!, ¡y yo no te digo nada, con los
nervios de esta tarde! ¡Mirá qué manera de terminar el carnaval!
–A mí me parece al pelo, Susana. Se acaba el Carnaval y em-
pieza la Cuaresma.
–Después paso –y dio un portazo que la Santa Teresita del
Divino Niño Jesús quedó tecleando sobre el mármol de la me-
sita de luz, y ese ruido me hizo pensar en el frío de la muerte y
en doña Asunción castañeteando los dientes.
Como la puerta andaba mal, que le tengo que decir al Julio
que me la arregle, se volvió a abrir. La putié al oficio mudo
a la Susana porque yo seguía ocupada con el elástico de los
calzones. Al final le hice un nudito y dejé un arreglo más pro-
fundo para otro momento, rogando no me fuera a pasar lo que
le pasó a la Haydée en un baile, cuando estaban de moda los
calipsos, y ella se quería hacer la moderna y dale con la cade-
ra para acá y dale con la cadera para allá, y tac, se le cortó el
elástico y la Haydée quedó como ñandú boleado. Si el Tito, que

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estaba bailando con ella no la agarra, se rompe la cara contra
el suelo. Pero en un baile todo pasa. Y el Tito también se pasó y
aprovechó, que el Tito no es ningún sonso, porque la Haydée al
sentirse así, al aire, se desató más todavía, total ya no tenía nada
que se le pudiese romper. Y esto va en todo sentido.
Yo rogué que no me llegara a pasar a mí en el velorio. Claro
que en un velorio una se está más quieta y no se anda zango-
loteando de aquí para allá, pero si me llegara a pasar, saco el
muerto y me acuesto yo en el cajón. De vergüenza.
Mamita ya estaba ayudando a preparar a doña Asunción y
corriendo los muebles del comedor donde la iban a velar y ta-
pando con colchas bordó los muebles que no se podían correr,
y descolgando los espejos, y haciendo todas esas cosas piadosas
que se hacen cada vez que algún pariente se muere.
Así que me fui al patio y me senté un rato debajo del limo-
nero. Y me puse a pensar en el Julio.
Aunque estábamos en febrero.

El velorio estuvo regio.


Porque una se aburre si se queda sentada en una silla con-
tra una pared, pero siendo de confianza una va a la cocina, se
ofrece para hacer café, servir alguna bebida y anda de aquí para
allá y la pasa regia. Y como era toda gente conocida del barrio,
la única que no se divertía era doña Asunción.
–Pobrecita –dijo la Marta–, si parece que mamá estuviese
escuchando todo.
La Marta siempre le había dicho che vieja a la madre, pero al
morir volvió al mamá que le pareció más respetuoso.

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–Che, Marta –saltó una prima que había venido del Saladi-
llo–, si no tenés una blusa más seria, ponete un pulóver enci-
ma, ¿querés?
–¡Vos estás loca! ¡Con este calor!
Tenía razón la Marta, que en eso del luto es moderna.
–¡No seás así, ché! –seguía la prima.
La Marta se encogió de hombros y fue a espantar una mosca
fastidiosa que había tomado la nariz de doña Asunción por la
calle Córdoba a las siete de la tarde: iba y venía aburrida y con-
tenta de ver siempre lo mismo.
–Aunque más no sea para cuando venga el Tití a despedirse
de la tía, ¡pobre tía!, ¡que él la quería tanto! –insistía la cargosa.
El Titi.
Por ahí me di cuenta que ya había sentido un montón de
veces ese nombre, así que cuando la prima le preguntó a uno
qué pasaba: ¿pero seguro que le avisaron al Titi?, yo le pregunté
a ella: ¿y quién es el Titi?
–El ahijado de la tía.
–¡Ah!
Y me quedé tranquila.
Los muchachos del barrio empezaron a caer al velorio como
a las tres de la mañana, cuando los bailes ya habían terminado
y algunos venían con la cabeza llena de papel picado, porque
aquí en el club de la otra cuadra siempre hay alguna pavota que
todavía anda con esas antigüedades. Todos llegaban, pedían café
para bajar lo que habían tomado en el baile, miraban un mo-
mento a doña Asunción, movían la cabeza para los dos lados y
se iban a la vereda a contar cuentos verdes.

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Al rato había tal bochinche en la puerta que la prima del
Saladillo, que la iba de capataza en el velorio, salió para pedir
un poco de silencio.
La muchachada estaba toda en el oscuro, porque ningún ve-
cino quiere pagar para poner las luces de mercurio en el barrio.
Si total, dicen, y tienen razón, en seguida se queman o las roban,
¿y para qué tanto gasto? Para juntar bichos y joder a las parejas.
Cuando salió la capataza a retar a los bochincheros, uno le
hizo con la boca un ruido que siempre causa risa, por lo menos
en las cintas italianas, que son las que más se parecen a la vida
de una. La prima se puso fula.
–¡Respeten a la tía!
–A la tía te la respetamos –dijo uno haciendo la voz finita
para que no lo conocieran–, ¡a la que no respetamos es a vos!
La del Saladillo se metió adentro y no asomó más la cara. Y
hacía bien, porque era bastante fea la pobre.
Pero volvió a salir cuando llegó el Titi y se le abalanzó para
llevarlo del brazo hasta el cajón, como si el Titi fuese un inváli-
do y un estúpido y no pudiese encontrar el cajón por su cuenta.
Todos los parientes empezaron a llorar más fuerte, como se
acostumbra hacer cada vez que llega alguien, y se lamentaban
diciendo de todo.
La que no dijo nada fui yo cuando le vi la cara al Titi.
Era el parecido al Julio.
Corrí a meterme en la cocina porque no quería que me
viese antes de que yo hubiese pensado algo.
Pero esta cornuda prima del Saladillo se me asoma a la co-
cina y va y me dice: che, Chechechela, traéle un café al Titi,
¿querés?

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–Sí –le dije.
Y me tomé mi tiempo. Le busqué un pocillo que no estu-
viese cachado, y con la manija entera. Le busqué una cucharita,
le eché un poco de aliento y la froté con el repasador para que
estuviese bien lustrosa.
El espejo del comedor estaba colgado en la cocina, así que
ahí nomás me pude arreglar un poco sin llamar la atención.
Tomé el café con la derecha. Metí la panza adentro, no por-
que una tenga vientre, pero después de los dieciseis ya no es lo
mismo. Me humedecí los labios. Parpadié cinco veces, porque
leí en la “Damas y Damitas”, que ya no sale más, que eso le da
mucho brillo a los ojos, y avancé hacia el cajón.
–Titi –le dije, usando por segunda vez en el día mi registro
bajo y arriesgando una carta fuerte con esa audacia de llamarlo
por el nombre. Aunque Titi debía de ser sobrenombre, porque
por la pinta, aunque en ese momento lo tenía de espaldas, se
me puso que tenía que llamarse Abelardo.
El Titi se dio vuelta y me miró.
Los demás no escucharon nada, salvo doña Asunción, con
ese sentido que dicen tienen los muertos. Nadie escuchó lo
que me dijo el Titi con esa mirada donde había un grito de
alegría por haberme encontrado, un grito de miedo por temor
de volverme a perder y un grito de precaución pidiéndome
prudencia.
Todos esos gritos los sentí yo, pero lo único que oyeron
los demás, si es que alguien nos prestaba atención, salvo la
prima del Saladillo que con cara de aflicción le sobaba el bra-
zo, fue: ¿sí?
–¿Un café?

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Y ya iba a parpadear otras cinco veces acordándome de la
“Damas y Damitas”, pero pensé que sería una exageración y
con tanto brillo podría ocurrir una catástrofe.
–¿No tiene una cocacola?
¡Bainggg!, me hizo algo en la cabeza, porque yo me espera-
ba cualquier cosa menos eso.
–Tomate un cafecito caliente, Titi, tomate un cafecito ca-
liente, que la noche es larga y vos habrás estado trabajando
todo el día y estarás cansado, Titi, ¡aceptale ese cafecito a la
Chechechela!
–Siendo así… –y el Titi me sacó el pocillo de las manos.
Tomó un trago, y cuando iba a tomar el segundo, esta cor-
nuda prima del Saladillo que seguía franeleándole el brazo, le
dio tal sacudida que el pocillo se vino al suelo salpicando en su
caída a la pobre doña Asunción.
–¡Manchaste a la tía, Titi! –empezó a gritar la saladilla, y
salió corriendo a buscar una esponja para limpiarla.
Volvió en seguida y empezó a frotarle la ropa frenética-
mente.
–¡No sale, no sale, pobre tía, encima de morirse le viene a
pasar ésto! ¡Bien dicen que las desgracias nunca vienen solas!
La Marta se arrimó a ver por qué había tanto bochinche y
estoy segura que con cristiana resignación habrá pensado que
qué le hacía una mancha más al tigre.
–¡No sale, no sale! –se ponía cada vez más nerviosa la fro-
tadora–. Che, Marta, ¿si la cambiamos, eh? ¿Si la cambiamos?
–¡Vos estás loca! Fuera una mancha de vino... no digo no,
pero siendo de café…

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–¡Qué disgusto! ¡Pero qué disgusto!
El disgusto ahora. Pero el gusto se lo había dado antes to-
queteándolo al Titi.
–¡Me voy a tomar algo fuerte para que se me pase! –y se fue
para la cocina, donde entre llanto y llanto las botellas de anís y
de ginebra corrían que daba gusto.
Yo me agaché y junté el pocillo, que por una de esas casua-
lidades no se había roto, y me fui también para la cocina.
Abrí la heladera, para ver si había una cocacola y quedar
como una reina. Pero no había nada de nada, porque como
siempre me dice el Julio: en los velorios se come más que en
los casamientos porque la desgracia ajena abre el apetito más
que la felicidad.
Aunque eso de la felicidad en los casamientos podría dis-
cutirse largo y tendido, que es como le gusta discutir al Julio.
–¡Chancho! –le digo yo.
Pero se lo digo jugando, porque más de una vez, charlando
y sacando cuenta de los casados que conocíamos, no encontra-
mos ni uno que pudiésemos haber dicho: a ése le fue bien, o
ésa la pegó.
Y por eso me dan bronca a veces las revistas. Siempre sacan
las novias todas sonrientes y los novios también, pero todos
sabemos que la cosa es muy distinta y que debajo del traje
blanco se esconden muchas cosas oscuras. Aunque yo, si llego
a conseguir que el Julio se case, conmigo claro, no me va a
importar la desgracia de los demás y voy tratar de estar toda mi
vida sonriendo como en las revistas, que en una de esas tienen
razón y lo que pasa es que la gente no entiende y se cree que
“lo de casarse es una farra, y que lo del casamiento es la prime-

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ra noche y nada más, pero yo sé que es una cosa seria y real, y
que la realidad no tiene por qué ser fea, si en el mundo hay de
todo y todo viene mezclado.
Cerré la heladera. La prima de la Marta ya se había manda-
do unas cuantas copitas de anís y para no servirse tan seguido
estaba tomando en una taza de café con leche, que si alguien se
caía adentro y no sabía nadar, se ahogaba.
Me volví para el centro de la fiesta, donde descansaba la
pobre doña Asunción, y llegué justo cuando la Marta, para di-
simular la mancha de café le ponía encima del vestido, porque
estaba con vestido y no con mortaja ¡que es tan fúnebre!, dos
varitas de conejito y como comentaba doña Clara: el conejito
no es flor de velorio. Y que con lo que habíamos puesto todos
los vecinos se hubiesen podido conseguir mejores flores. Pero
ya se sabe que hasta en estos casos de muerte, los vivos nunca
faltan y además todo es comercio.
Doña Clara miraba para todos lados a ver con qué podía
empalmar la cuereada, o si podía pescar al vuelo alguna copita
más de bebida blanca, porque doña Clara es afecta a todo y no
era cuestión de lindar haciendo ascos en un velorio, y menos
en el de doña Asunción, que en paz descanse, que se la tiene
bien ganada, porque en vida la familia no le dio respiro.
Yo empecé a cruzar la pieza en todas direcciones, como
si estuviese haciendo algo, y tan bien hacía eso de no hacer
nada que la Marta me dijo: pero che, Chechechela, ¡descansá
un poco! Y yo le sonreí y acomodé una corona que se había
chingueado y no se podía leer la cinta violeta con letras doradas
que decían: de sus vecinos con afecto, que parecía el título de
una de esas cintas de espionaje, que son las únicas que le gustan

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al Julio, y que feas no son, pero como yo le digo, el día que la
Sofía haga una de pistoleros, ese día vos y yo vamos a estar en
la gloria porque se habrán unido nuestros gustos. En cine, por
supuesto, porque en el aspecto físico, ya están.
Al Titi se lo había tragado la tierra.
Volví a la cocina para ver si se lo tenía acaparado la prima
de la Marta, pero justo en ese momento ella volvía para apo-
yarse en la puerta de la pieza mortuoria con la taza de anís en
la mano y desde allí lloraba bajito y con hipo, que no sé si era
que le faltaba el aire o le sobraba el anís.
En ese momento pasó por la calle un coche lleno de mu-
chachos que salían del baile y seguro que eran de otro barrio,
porque al ver tanta gente en la vereda y a los muchachos rién-
dose y jaraneando, empezaron a gritar: ¡Vivan los novios! ¿No
hay colada?
–¡Qué barbaridad, pero qué barbaridad! ¡Esta es la nueva ola!
–No, si la nueva ola ya pasó. ¡Estos deben ser los jipis!
Y entonces la del Saladillo propuso un Padrenuestro por
doña Asunción, como acto de desagravio. Y como a esas cosas
nadie se niega, la prima anunció: Padrenuestro por la finada tía
Asunción que en paz descanse.
Y empezó: Dios te salve, María.
Yo, habiendo dejado de rezar después de la primera comu-
nión me di cuenta en seguida que el Padrenuestro no era.
Pero de todos modos, a las tres frases, seguro que por el
anís, se cortó porque no se acordaba más, y para disimular se
puso a llorar a los gritos.
Doña Clara terminó el Ave Maria, que era eso lo que había
empezado a rezar la otra, y siguió con el Padrenuestro y así,

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rezo va, rezo viene, siguió la cosa con doña Asunción siempre
muerta, pero desagraviada.
Después volvió el silencio y la tranquilidad.
El que no volvía era el Titi, y eso ya me estaba resultando
misterioso.
En un momento la electricidad hizo un guiño y quedó la
casa a oscuras. No fue más que un segundo, pero todos gri-
taron, y como por arte de magia, cuando volvió la luz, el Titi
estaba a mi lado.
–¿Me consiguió la cocacola? –me dice.
–Me cansé de buscarlo –le contesto.
–Mis vicios –me dice–, fui a comprar cigarrillos. ¿Fuma,
Chechechela? –y me mira directamente a los ojos bien adentro.
–¿Son rubios? –me defendí yo manteniéndole la mirada.
–Negros –siguió él, que por lo visto tenía respuesta
para todo.
–¡Pecato! –saqué a relucir yo, tanto como para recordarle
lo de la tarde–, pero deme uno igual, que alguna vez hay
que probar.
Me puse el cigarrillo en la boca y justo cuando él me arrima
el fósforo, la cornuda ésta del Saladillo larga la taza al suelo y
grita mirando fijo al cajón:
–¡Parpadeó la tía!
Yo sentí un frío en la nuca que me puso toda la piel de gallina.
¡Doña Asunción que me mira, doña Asunción que se le-
vanta!, pensé.
Y no.
Era el Julio que me miraba serio desde la puerta de la
cocina.

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Me di vuelta rápido y ¡tac!, ocurrió lo terrible: se me cortó
el elástico de los calzones.

Me llegara a ocurrir ahora, saliendo de la iglesia toda de blanco,


hasta los calzones, me muero.
Pero también creí que me iba a morir en el velorio, que
hubiera hecho más juego, y no me morí.
Cuanto más, me pasara ahora, no sabría si salir corriendo
para adelante o volver para el altar.
Llegado el caso hubiese corrido para adelante, porque de
blanco y sin calzones, seguro que los santos me arruinan el
matrimonio para toda la vida.
–¿Qué te pasa, Cheche?, me susurró mi flamante marido a
mi lado.
Y la voz era la de él nomás.

Las dos estábamos indecisas, pero aquella tarde que volvía-


mos con la Susana de la Florida en el doscientos cinco, nos
decidimos.
Veníamos apretadas como salchichas de viena envasadas al
vacío, que son riquísimas. Cuando el Julio sabe que hago arroz,
se queda aunque nadie lo invite, porque es loco por el arroz,
por las salchichas y por mí.
En el asiento de atrás, saltando agarradas del caño del asien-
to de adelante para no partirse la cabeza contra el techo, dos
chicas venían charlando.
–Que querés con la Peti, si es una tirifila. No quiere venir
más a la Florida a pasar el día porque se ha hecho socia del

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Provincial. Mucho va a conseguir ahí. Más que un empleadito
no saca che, qué querés con ese ambiente.
Nosotras paramos la oreja, cosa de entretenernos y de que
el viaje nos pareciese más corto y también por esa curiosidad
femenina que siempre tenemos las mujeres.
–Seguro –empalmó la otra–, yo me quedo con la Flori. So-
bre todo si podés venir de mañana. Siempre caen una punta de
muchachos bien.
–¿Bien qué?
–Bien.
–¡Ah!, ¡permiso!
Se bajaron dando codazos y empujones con los bolsos y
dejando los asientos vacíos, que nosotras agarramos en seguida
y un olor, que si se bañaran en otro lado además de la Florida,
y se pasasen la barrita de desodorante debajo del brazo y se
pusiesen sus correspondientes seis gotitas de extracto, olerían
distinto, y tendrían más suerte en la vida. Parece mentira que
no hayan leído nunca en tanta revista como anda por ahí, esos
chistes que salen, donde siempre hay una chica que no se da
cuenta, y una amiga íntima en un cuadrito del medio la pone
en la onda, y en el último cuadrito la chica está chapando a lo
perro con el muchacho sin que ningún mal olor se interponga
para nunca jamás entre ellos.
Así que, como ya estábamos con ganas, y nos dimos cuen-
ta que las chicas tenían razón, con la Susana no lo pensamos
más: seguimos yendo a la Florida, pero nos hicimos socias de
Gimnasia.
En realidad, ninguna de las dos buscaba nada, porque la
Susana con el marido y la Mónica, ya tiene bastante, y yo con

56
el Julio, para qué te voy a contar. Pero por el roce. Y en una de
ésas, por lo que putas pudiera.
La pileta del parque es regia, regia. Claro que en la honda no
nos metíamos porque ni la Susana ni yo sabemos nadar, pero al
metro cincuenta nos animábamos y hacíamos como que nadá-
bamos al lado de la cadena de las boyas, moviendo los brazos
como vimos que hacían todos, pero caminando. Total nadie se
daba cuenta.
Estábamos haciendo eso, cuando tuve que agarrarme fuerte
al verlo al Julio charlando con el bañero al lado de los cinco
metros. Una porque sé que el Julio no es afecto a las piletas,
según me explicó, por un complejo que se agarró cuando era
chico: la madre lavaba ropa para afuera y desde entonces no
puede ver ningún tipo de piletas. Y otra, porque socio de Gim-
nasia yo sabía que no era.
–¡Julio!, le grité yo sacudiendo la mano.
El Julio dio vuelta la cabeza hacia donde yo estaba y me miró.
–¡Julio!, le volví a gritar, mirá el Julio, Susana.
Pero a ella justo se le había ocurrido hacer la plancha y le
había fallado como de costumbre. Así que estaba escupiendo
agua hasta por las orejas.
–¡Acá te falla y tan bien que te sale en los bailes! –la car-
gué–. ¡Mirá el Julio te digo!
Pero el Julio ya se había zambullido como un pescado, y
me extrañó que supiese largarse, y venía con unas brazadas que
parecía Tarzán de cuando íbamos con la Susana a las matinées
del Echesortu, y tampoco sabía que el Julio nadase tan bien.
Al llegar donde estábamos nosotras, se hizo otra zambullida,
pasó debajo de la cadena de las boyas y salió justito al lado mío.

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–¡Ju!
¡El lío!, no alcancé a decirlo.
No era. Yo no sé qué me pasaba últimamente, porque si
fuese que el Julio se me hubiese ido a Europa, pongo por caso,
y yo de extrañeza en cada hombre viese al Julio, me entendería.
Pero así, que lo veo prácticamente todos los días, salvo cuando
pasan un montón y no aparece ni me dice después por dónde
anduvo. O cuando tiene reunión en el sindicato, que nunca me
quiere llevar porque dice que nosotras las mujeres para la po-
lítica no servimos, y yo le digo: ¿y la Indira Ghandi, eh? ¿Y la
Reina Isabelita de Inglaterra, eh?
Y el Julio me pregunta si la Indira Ghandi o la Reina Isabe-
lita de Inglaterra irían con él al sindicato.
Yo le tengo que contestar que no. Y con eso me mata.
–¿Me llamabas a mí? –me tuteó el tipo y era la primera vez
que lo veía en mi vida.
–No. Perdóneme –yo lo usteaba–, me confundí con un mu-
chacho amigo que se llama Julio.
–Como yo.
–Lo que son las coincidencias –empezó la Susana–, que si
bien no busca nada, si se le presenta algo, ella se larga para ver
qué pasa. Total, la Mónica está siempre en la piletita chica y
ella se saca el anillo, para que el sol no le deje la marca, dice.
Aunque conmigo tendría que franquearse y no decir esas estu-
pideces que no conducen a nada.
Yo aproveché que el tipo empezó a charlar con la Susana.
–Permiso.

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Empecé a nadar hacia la escalerita, pero como el tipo ni me
oyó ni me miró, dejé de hacerme la artista y seguí caminando,
pero sin mover los brazos, como hacen tantas.
Me tiré al sol y me puse a vigilarla a la Susana, porque que
macaneara un poco, estaba bien, que por algo una es mujer,
pero no que se hiciese la loca a fondo, porque no por tener yo
dos meses menos que ella, dejé de considerarme siempre la
mayor y un poco responsable de lo que hiciera. Aunque como
me dice siempre la Susana cuando nos peleamos: ¡dejá de
joder con la responsabilidad, que si fuera cierto yo no estaría
casada ahora!
Y razón tiene, pero una no puede tampoco ser el ángel de la
guarda, aunque a mí unas alas blancas me quedarían preciosas,
con las espaldas que tengo.
La Susana se debe haber deschavado en seguida que no sabía
nadar, porque el tipo la tenía agarrada de la cintura y ella pata-
leaba y movía los brazos de tal manera, que al lado mío, unos
mocositos flacos como espárragos, con unos pantaloncitos ri-
dículos, pero que nadaban bien, no les vamos a restar mérito,
dijeron fuerte tratando de hacer reír a la concurrencia: ¡mirá
ésa, le dio un ataque de epilepsia!
Menos mal que el elemento del club es regio, regio, porque
hubiese sido en la pileta del club del barrio, que todavía no tie-
ne, pero si sube la lista verde en las próximas elecciones, dicen
que la hacen, se arma una que Dios te libre.
Yo me hacía la que estaba sola y me reía también muy can-
cherita, aunque por dentro me sentía como Judas vendiendo a
Nuestro Señor Jesucristo.

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La Susana era muy bruta, o el tipo la había agarrado para la
joda, porque por ahí él la soltó y ella cayó al fondo cuan larga
era apareciendo al instante largando más agua que la Fontana
de Trevi, que la he visto en tantas películas, y en una con mi
Sofía querida.
Al rato los vi que empezaron a salir y fueron para el quios-
quito, pero no alcancé a ver si el tipo la invitaba con algo, o era
nada más que una invitación para ponerse a la sombra.
Empecé a darme vuelta y vuelta al sol, como un panqueque,
porque con el quemado la ropa te luce más, y como me pasa
siempre cuando estoy sola, me puse a pensar en el Julio y en
lo que había pasado la otra noche cuando se me apareció de
pronto en el velorio.
Yo me arreglé bien, porque que doña Asunción se pusiese
a parpadear, no era problema para mí. Si la vieja estaba viva no
había más que dejar el cajón de nuevo en la cochería hasta una
próxima oportunidad, que no podía tardar, y despedir a los
vecinos con un: buenas noches, muchas gracias, disculpen la
molestia y será hasta la próxima.
Y lo de los calzones caídos, con el tumulto que se armó y
una corona que estaba más deshojada que árbol en el mes de
Julio, ¡qué cosa!, ¡no me lo puedo sacar de la cabeza!, nadie se
dio cuenta.
Y el Titi, no sé si fue por miedo a doña Asunción, por miedo
al Julio, o por qué cuernos, llegó antes que nadie a la vereda en
el desbande que se produjo.
La cosa que, de la noche, saqué dos cosas en limpio.
Primero: que con el Titi no creo que llegue a ninguna parte
porque tiene muchas vueltas.

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Segundo: que en cuanto renueve el crédito que tengo desde
hace años en “La Favorita”, tiro mis calzones y me compro to-
dos de estrech, que aunque me den mucho calor, me lo aguan-
to, y por lo menos estoy segura.
En eso me distraje mirando una hormiga que pasaba al lado
mío con una hojita de yuyo al hombro, y no sé por qué me
acordé del Julio, si yo nunca lo había visto con una bolsa al
hombro ni tampoco pude enterarme nunca de qué sindicato es.
Pero yo creo que es un muchacho bueno y serio.
El diente de oro que tiene lo ayuda mucho, porque le da un
nosequé de ejecutivo, como me dice siempre la Susana. ¡Claro,
la pobre!, el marido de ella no tiene pinta de nada. Uno lo mira
y no sabe decir si está mirando un empleado municipal o un
changador, y ni siquiera la edad le podés calcular, que a veces
parece que tuviese veintisiete, y otras cincuenta y tres.
A todo esto, de la Susana ni noticia. Así que le eché de mi
lugar un vistazo a la Mónica que se había trenzado con otra
nena por un baldecito de plástico que no valía una mierda: yo
lo encuentro por la calle y no lo levanto. Y si lo levanto es para
tirarlo a la basura. Pero los chicos son así, hay que entenderlos,
no como la Susana que es muy bruta, por más que ella repita
siempre que le encantaba la pedagogía y que lo que aprendió
en el secundario… y pone los ojos en blanco.
Y yo ahí tendría que agarrar y decirle que si algo aprendió
ya se lo olvidó y que no haga tanto bombo con el secundario,
porque no lo terminó, y lo de terminó va porque soy amiga del
alma, que en realidad lo que tendría que decirle es que apenas
lo empezó, y en primer año quedó libre en seguida por las fal-
tas y no la reincorporaron por bruta.

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Pero para qué le voy a matar las ilusiones y las veleidades,
si hay otras en la cuadra que son peores y una no les dice nada,
porque para repartir justicia en el mundo vino Nuestro Señor
Jesucristo, pero hace muchos años, y no hay miras de que vuel-
va, así que hasta que no venga el comunismo, esto no se arre-
gla. Siempre me lo dice el Julio y yo le digo ¡callate que te van
a meter preso!, y él se ríe como un pavo y la pava debo ser yo
porque no me doy cuenta por qué.
Entonces apareció el Julio a mi lado.
Me extrañó mucho porque estaba muy tostado como si re-
cién llegase de Mar del Plata, y me sonreía como nunca, y me
dio un beso en el cachete y yo me puse toda colorada y le dije
¡Julio, no!, ¡que estamos los dos casi desnudos y tanta gente
bañándose! Pero él dijo que no le importaba y me besaba de
nuevo buscándome la boca, que es lo más sabroso de la cara, y
yo le decía ¡Julio, te volviste loco, Julio!, y la gente nos miraba
y el Julio se acostó al lado mío y me empezó a decir unas cosas
como nunca me había dicho antes y a proponerme casamiento,
que estaba cansado de que cogiéramos así,
–¡Julio!

a las escondidas y que en el taller metalúrgico donde trabajaba


–¡Por fin me entero!
lo iban a habilitar y el patrón le iba a prestar plata para com-
prarse una casita y que si las cosas seguían así él se iba a borrar
de afiliado al partido,
–¿Qué partido, Julio?
y nos íbamos a casar por la iglesia y para mostrarme que era

62
un tipo regio se sacó un revólver que llevaba metido adentro
de la malla y lo tiró a la pileta honda, y se me vino encima y
empezó a hacerme cosquillitas en mi cuello de cisne y de golpe
ya no me hacía más cosquillitas y me apretaba y me apretaba y
me apretaba y yo me asusté y me puse a gritar.
–¡No me matés, no me matés, no me matés!
–¡Che, loca! ¿Todavía que te saco un montón de hormigas
que te andan caminando por el cogote te ponés a gritarme?
Vamos, que la Mónica está muy colorada y esta noche no va a
poder dormir.
Ni le pregunté cómo le había ido, porque se veía a la legua
que estaba con la neura encima.
Así que nos fuimos en silencio, menos la Mónica que llo-
raba porque estaba flechada y por ese baldecito de mierda que
ni que hubiese sido uno de esos juguetes mecánicos que están
tan de moda pero que son una porquería, porque en seguida se
descomponen, y ni el Julio, que es tan habilidoso con las ma-
nos, además de lo que sabe hacer con otras partes del cuerpo,
te los arregla.

¿Y quién me arregla a mí este casamiento si me sale mal?


¿Pero por qué me va a salir mal si como en tanta cinta yo
me había casado con algo nuevo, algo viejo, algo prestado y
algo azul?
–Vos no te fiés –me dijo la Susana–, que eso le puede traer
suerte a las norteamericanas, pero no a nosotras.

63
La Marta cayó por casa para pedir prestada alguna ropa de color
discreto, porque luto riguroso no se iba a poner. Pero tampoco
quería salir los primeros días hecha un colorinche, porque para
qué, ¿no es cierto?
Mamita se puso a buscar, y algo encontró. Mucho no, por-
que en casa somos todos de temperamento más bien alegre,
a lo italiano, como la Sofía, y los colores sobrios preferimos
dejarlos para más adelante.
–Decime, che Marta –aproveché yo en un momento que
estuvimos las dos solas–, ese Titi, ¿qué es tuyo?
–Mío nada che. Es un ahijado que tenía mamá.
–Lo que me dijo tu prima entonces. ¿Y qué tal es? ¿De qué
trabaja?
–Mirá... , mucho no lo conozco, porque a casa no venía
nunca, pero creo que trabaja en la policía.
–¿No me digás? ¿Es vigilante?
–No, es de ésos que andan de civil, qué sé yo, algo así.
Y mientras conversábamos se me vino a la memoria el Lito,
el hijo del verdulero de la otra cuadra, que es un mocosito que
no tiene cinco años ¡y ya tiene una boca! que un día la va a ma-
tar a la madre del disgusto que le va a dar. Y la pobre ni siquiera
tiene el consuelo de decirle: eso aprendiste en la escuela, ¿eh?
¿Eso aprendiste? Y echarle la culpa a la maestra como hacen
tantas.Y aquella vez, el Lito, cuando yo fui a comprar carbón, se
me arrima a la salida y me dice: che Chechechela, ¿te gustaría
tener un cachorro de policía? Y yo, que sé que no tengo pacien-
cia con los animales, aunque me darían menos disgustos que
los hombres, pero tanto como para seguirle la conversación al
inocente, le digo: sí.

64
–Entonces ¡hacete coger por un vigilante! –me contesta el
desgraciado, y yo le tiré con el paquete de carbón y le erré y
se rompió el paquete en la vereda y tuve que volver a comprar
otro y le conté al padre lo que me había dicho el hijo, pero
cambiándole la palabra, que no le iba a decir: coger. Que creo
que le dije que me había dicho: andá a hacer la porquería con
un vigilante, y el padre dijo que lo iba a retar y a fajar bien
fajado, y a lo mejor era cierto, pero yo me di cuenta que tenía
ganas de reírse, y sé, positiva, que él daría cualquier cosa por
ser el vigilante del asunto.
–Y tu prima, la del Saladillo, ¿por qué hacía tanto lío con
el Titi?
–Y… vos viste, ésa es loca y con cualquiera se calienta, y
como nadie le da bola porque es fiera… viste.
En eso volvió mamita con unas blusas lilas y blancas que
había encontrado y la Marta se fue, contenta, a seguir recolec-
tando ropa.
Yo, como estaba acalorada por el sol que había tomado en
la pileta, me agarré la radio a transistores y me senté debajo del
limonero a escuchar la novela.

La cosa se había puesto fea sin que yo me diese cuenta, porque


plata para pagar el chantaje que me quería hacer ese desgracia-
do que había sido el primer hombre que había entrado en mi
vida, no iba a conseguir nunca. Además, si pagaba, sabía que
después me iba a seguir pidiendo plata, y yo por nada del mun-
do hubiese querido que el Julio se enterase de lo que yo había
tenido con ese hombre, que tenía un apellido importante, pero
poca vergüenza. Claro que yo muy culpable, no era, porque

65
una chica sin experiencia cae en las garras de cualquiera, pero
el Julio no lo iba a entender.
Si en casa se enteraban, era la deshonra. Ni pensar en lo
que quedaría de papito. La carrera de mi hermano se cortaba
de golpe. Joyas, no podía vender ni empeñar, porque no tenía,
y además, en el empeño no te dan nada y para peor perdés un
tiempo bárbaro.
Pedirle ayuda a mi mejor amiga, la Susana, imposible, por-
que justo se había ido de viaje.
Contarle todo al Julio, antes muerta.
Y no me quedaban más que dos días de plazo y después la
vergüenza pública.
Estaba en un callejón sin salida. Con todo esto del concurso
de mascaritas y del velorio de doña Asunción no había pensado
en nada y recién ahora volvía al asunto.
Pero no tenía ganas de hacerme mala sangre.
Así que dejé de ponerme en lugar de la pobre chica de la
novela, como hago siempre, y apagué la radio, porque las pilas
ya estaban gastadas y hacían un ruido de la madona y además
tenía que ir a la puerta a ver si venía el Julio y me llevaba a dar
una vuelta.
Vueltas y vueltas daba yo en la cama antes de casarme.
Pero ahora ya estaba hecho. Aunque a mí me habían dicho
que se podía anular si no pasaba nada entre el marido y la
mujer después del casorio. Pero llegado el caso no iba a poder
probar nada, si yo ya había estado en la cama con mi marido,
claro que antes que fuera mi marido.
Mejor no pensar en esas cosas y estar sonriente y con los
ojos bien abiertos para sacarme la foto a la salida de la iglesia.

66
La Susana había conseguido prestada una maquinita de sa-
car fotos, así que se compró un rollo para sacarle algunas a la
Mónica en el patio de la casa.
Para que no se notara la pared del fondo, que estaba fea,
pero era el único lugar donde le daba un poco de sol, colgó
un quillango que usa de cubrecama en invierno, porque ahora
¡quién lo aguanta!, y que había comprado cuando se fue a Cór-
doba de luna de miel.
La Mónica, de araña pollito, apoyada contra el quillango
peludo hacía un efecto impresionante, pero antes de criticar
decidí callarme la boca y esperar a que salieran las fotos. Si
todos hicieran lo mismo y no empezaran a criticar las cosas ni
bien empiezan y tuviesen paciencia para esperar los resultados,
que es lo que cuenta, el mundo sería otra cosa.
El rollito venía para treinta y seis poses, que el Julio me ha
contado que hay algunos que conocen más, pero no poses de
fotos, se entiende, sino posturas de cama, que hasta hay parejas
degeneradas que se sacan fotos en esos momentos, y me ima-
gino que al menos, por un poquitito de delicadeza no irán a
hacer ampliaciones para ponerlas en el comedor.
La Susana no iba a gastar las treinta y seis poses con la mis-
ma ropa, así que la hizo cambiar a la Mónica y me pidió que la
acompañase a sacarle fotos al monumento.
Yo, que no tenía nada que hacer, porque para eso estaba de
vacaciones, y del Julio ni noticia, la acompañé.
En una de ésas me lo encontraba al Julio en el centro, que
sé que va seguido a jugar al billar, y me enteraba qué era lo que
le andaba pasando.

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La Susana le sacó un montón de fotos a la Mónica: al lado
del fuego del soldado desconocido, una. Con una pierna en
cada escalón de la escalinata como si estuviese subiendo, otra.
Con una pierna en cada escalón como si estuviese bajando,
otra. Otra que se viese la bandera al fondo. Y otra contra el mo-
numento propiamente dicho.
Pero treinta y seis fotos son muchas fotos, por más que la
Susana tenga adoración con la Mónica, que como ella le dice:
porque te quiero te aporreo, y le da unas biabas bárbaras por
cualquier estupidez y le grita ¡mierda!, y después se la come a
besos y le dice ¡perdóname, madre!
Al final se la agarró conmigo.
Me sacó una apoyada en el reborde mirando hacia el río Pa-
raná como esperando que vengan los barcos que nunca vienen
porque este puerto antes sí que era importante, pero ahora ni
para pasear sirve, porque a cada rato se hunde un pedazo.
Otra me quiso sacar en un costado, apoyada, pero me di
cuenta que arriba mío había un señor con todo afuera, de pie-
dra, se entiende, o de mármol, que para el caso es lo mismo, y
que estaba muy fresco mirando el porvenir.
–Aquí no –le dije–, que después no la voy a poder mostrar.
Al final sería lo mismo que si me hubiese sacado como los
degenerados.
Entonces me sacó sentada en uno de los escalones con la
mirada perdida hacia lo alto. Después la tuve que sacar yo con-
tra la fuente que está abajo con unos chorros hermosos, pero
moja todo el frente del monumento y siempre me hace acordar
el día que entré equivocada al baño de los hombres en el club

68
del barrio, aunque la yegua de la Haydée dice que lo hice a
propósito, pero yo juro y juro que no.
Como todo llega en la vida, gracias a Dios, llegó el momen-
to en que se acabaron las fotos, la Susana metió la maquinita
en el bolso y aprovechamos para dar una vuelta por el centro.
Por cada bar que pasábamos miraba adentro para ver si lo
veía al Julio. La Susana se paraba en cuanta tienda encontraba
por la calle Córdoba, y la Mónica en todas las vidrieras deslum-
brada con cualquier porquería. Y eso que le digo a la Susana:
sacala más seguido al centro a esta chica que parece una chúca-
ra criada entre los animales del campo.
La cosa es que demorábamos como una hora por cada
cuadra.
–¡Chechechela! –me gritan.
Yo me quería hacer la burra y pasar de largo por la vereda
donde trabajo, pero la que estaba de turno en la mesa de ofertas
que ponen prácticamente en la calle, me vio de lejos.
Así que me le arrimé.
–Vos sí que vas fácil, desgraciada –me dice la Nancy–, te
falta poco para que se acabe, ¿no?
–¡Che, si recién empiezo! ¿Por acá qué tal, la Caperucita
Roja, cómo anda?
–¡Ah! ¡Cada vez más loca, che!
–¿Quién es la Caperucita Roja? –saltó la Susana.
–Perdoname –le digo–. Nancy, una amiga. Te presento.
Susana.
Las dos se sonrieron y se dijeron al mismo tiempo esas
palabras entre dientes que se dicen siempre, no como el Julio

69
que apreta la mano fuerte y dice: ¡servidor! Algunas envidio-
sas me dicen que es un anticuado, pero ésas son estúpidas
que se las tiran de modernas y dicen: ¿cotevá?, y en seguida
se les acaba la modernidad y tienen que empezar a hablar del
tiempo. Me pudren.
–Es la jefa de personal. Le pusimos Caperucita Roja porque
siempre lleva una canasta en lugar de cartera.
–Permiso, ¿señora? –y se tuvo que poner a atender a una
gorda que, por la pinta, ¡si me las conoceré a todas!, lo único
que quería era revolver un poco para después ir a comprar en-
frente que venden más cara, pero tienen más nombre.
–¡Chau, Nancy! –aproveché yo para escaparme–, ¡saludos
a las chicas! –y me fui antes que me viese la Caperucita Roja,
que a veces le tenemos más miedo a ella que al Lobo. El Lobo
es el gerente, y le decimos Lobo porque tiene unos dientes que
impresionan. Y lo peor es que son postizos, y digo yo: para
hacerse postizos se hubiera hecho algo mejor, ¿porque si no
para qué?
Nos paramos un rato a mirar las fotos del cine Radar, y la
Susana aprovechó que había un montón de muchachos, para
hacer cáscara y llamar la atención hablando fuerte y pronun-
ciando los nombres de los artistas extranjeros.
Al final lo único que consiguió fue que entre las risas uno
dijera: ¡che, qué mal anda la Pitman últimamente!
Así que se le acabaron las ínfulas y empezamos a seguir
hasta Corrientes para pegar la vuelta por la otra vereda, cuando
al cruzar Mitre; que siempre es un lío porque todo el mundo te
atropella, ¡me lo veo al Julio!

70
–¡Mirá el Julio! –le digo a la Susana, y salgo corriendo para
la esquina donde estaba parado, solo. Eso me fijé en seguida y
me puse contenta, porque con tanta chirusita como anda mo-
viendo el traste con la minifalda por el centro es muy fácil para
un hombre, y más con la pinta del Julio, encontrar compañía.
Justo cuando llego al lado del Julio, éste me salta al estribo
del doscientos siete y yo me quedé haciendo señas como el
penado catorce.
Un poco de bronca me dio, pero no mucha, porque alcancé
a verle la sonrisa grande que me hizo y a oír el ¡Chau! que me
gritó con esa voz que tiene.
Los hombres, no es ninguna novedad, son los hombres,
y quién sabe cuánto tiempo hacía que estaba esperando el
ómnibus.
La Susana que no me había oído cuando se lo mostré al
Julio porque la Mónica se le había soltado de la mano y quería
cruzar sola, apareció a mi lado abriéndose paso a codazos y sin
tener la delicadeza de bajar un poco la voz, me larga: ¡che loca!,
¿qué tenés que salir corriendo así?
–Vamos a tomar un helado –invité yo–, tanto como para
que se dejara de seguir molestando, aunque por dentro me
puse a pensar si en realidad no era una loca y me hacía ilusio-
nes al divino botón de casarme con el Julio, y justo que pienso
eso me doy cuenta que paso enfrente de “La Valenciana”, y que
no me iba a casar nunca y en seguida di vuelta la cabeza de
golpe para que no se me llenaran los ojos de lágrimas porque
en una vidriera había un traje de novia en un maniquí, que
parecía que estaba haciendo un corte de manga, que me hizo
sufrir terriblemente.

71
Si una viene al centro es para ventilarse un poco y cambiar
las caras del barrio. Y no para amargarse.
–¡Qué andan haciendo chicas! –doña Clara nos agarró a los
besos como si hiciese siglos que no nos veíamos.
Al final tuve que comprar helados para cuatro, y otra vez
que la Susana me invite a salir con ella al centro, le digo que no.

¿Si le hubiese dicho que no al cura?


Pero le dije que sí.
Lo único que me queda ahora, es esperar.

Desde la tardecita estaba esperando en la puerta para ver si el


Julio venía.
–¡Chechechelaaaaa!
–¡Quéééééééeeeee!
Al final ¿yo qué sabía del Julio? Sabía que vivía por Ludue-
ña, pero lo que se dice la calle, aunque más no fuera la cortada
o el pasaje, nunca me lo había dicho. El número sí, que se le
escapó aquella vez que le acertó con cien pesos a la cabeza a
las tres cifras: el siete cuarenta. Y cien pesos a las dos cifras: el
cuarenta, también a la cabeza. Y me dijo: las veces que vengo
jugando el número de casa y me viene a salir justo ahora.
No sé por qué me dijo justo ahora, porque cuando le pre-
gunté, son cosas de hombres, me dijo.
Pero como salimos a comer afuera a una parrilla de la Avenida
Pellegrini, y después me compró un corte de género fantástico
junto con un figurín extranjero para que no me anduviese rom-
piendo la cabeza eligiendo modelo, y fuimos al cine todas las no-
ches de la semana y nos pusimos al día porque hacía mucho que

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no me llevaba, y hasta una vez fuimos noche y trasnoche, fue
un viernes, y la Caperucita Roja a la mañana siguiente me pegó
cada levante bárbaro, porque yo estaba dormida y me equivo-
caba en todas las facturas, pero a mí qué me importaba si había
pasado una semana regia, y como había estado yo con mi Julio,
seguro que ella no había estado nunca con ninguno.
Por eso está siempre tan histérica la Caperucita, y sufre
cuando hay fiestas o es domingo, porque ella fuera del trabajo
no sabe qué hacer, llega tempranito antes que nadie y se va
después que todas, ¡si será boluda! Al principio creíamos que
era para quedarse a coger con el Lobo Feroz, pero después nos
dimos cuenta que no y que lo único que la satisface es trabajar
y trabajar, si será turra.
–¡Y vení a comer de una vez!
–¡Y ya va!
El Julio siempre me refriega el sindicato por la nariz cuan-
do no puede venir, pero nunca me dice en cuál y por más que
miro en “La Capital” en la parte de gremiales las listas de todas
las comisiones que eligen, nunca vi el nombre de él.
–A lo mejor usa seudónimo –me cargó un día la Susana.
–Salí, loca, ¿te creés que es un artista de cine?
–¡Si no venís de una vez te tiro todo a la basura!
Ni le contesté, porque mamita es así. Si una le retruca se
pone nerviosa y es capaz de tirar la comida en serio, aunque
después la tenga que sacar de la basura y lavarla y la llore dos
días seguidos, como la vez que hizo un pollo a la cacerola y
en vez de echarle un chorrito de vinagre como ella acostum-
bra, que le da un sabor tan rico, va y le echa un chorrito de
detergente, eso le pasó por tener todas las botellas mezcladas

73
y andar siempre apurada, y se hizo tanta espuma que el pollo
parecía una de esas artistas de cine bañándose con el jabón Lux
de Tocador.
–Que te la tiro, ¿eh?
–¡Voy!
Y fui, porque esperar al novio es algo muy lindo, pero es-
perarlo con la panza vacía, a la larga se hace molesto y más
vale tener energías porque no sé por qué, me parece que con
el Julio la cosa va a ir para largo y no es cuestión de andar de-
bilitándome. Después flaca y tísica, ¿de dónde saco otro novio?
–Sacate una silla a la puerta que te van a salir várices de tan-
to esperar parada.
Se me atragantó el bocado de tallarines recalentados del me-
diodía, porque por más que una madre nunca te va a decir nada
con ironía, había dado justo con la frase en la llaga.
–¡Los tallarines no son comida de verano, mamita! –dije
yo tanto como para cambiar la conversación y porque en eso
de la comida me lleva bastante el apunte desde que conseguí
el trabajo que tengo y traigo un sueldo a casa todos los meses.
Pero no había caso, tenía los pensamientos más enredados
que los fideos en el plato.
Sentí la puerta de calle y me levanté como para salir co-
rriendo, pero me frené a tiempo para que el Julio no creyera
que soy una desesperada, que no es el caso.
Se abrió la puerta y entró la Mónica.
–Dice si le puede prestar un huevo que se olvidó de com-
prar y no tiene para las milanesas.
Me dio bronca. No por el pechazo, que ya estoy acostum-
brada, sino por la desilusión.

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–Yo te lo llevo.
Y salí, tanto como para estirar las piernas. En una mano la
Mónica y en la otra el huevo.

Y el que tenía del brazo ahora, ¿no sería un huevo también?


Aunque ojalá fuera. Por lo menos iba a saber hacerme un
hijo llegado el momento. Es decir: una vez que tuviese toda la
casa puesta de la pe a la pa.
Pero por ahora estaba a salvo. Me casé de blanco y sin panza.
No todas pueden decir lo mismo.

Cuando la Susana me dijo que estaba gruesa de nuevo, yo me


quise morir, porque si no se daba vuelta con la Mónica, ¡qué
iba a hacer con otro más!
Segura segura, la Susana no estaba. Pero llevaba varios días
de atraso y sospechaba con fundamento.
Yo trataba de tranquilizarla porque la pobre estaba bastante
preocupada, y le decía que en una de ésas no era nada más que
un atraso grande, que a mí también me ha pasado, y ella se
calmaba un poco, pero no mucho.
–¿Te vino el cartero? –le preguntaba yo cuando la cruzaba
por la mañana.
–Ni noticia.
–A lo mejor a la tarde te viene un expreso –la alentaba yo.
Después de tres días nos tuvimos que declarar vencidas.
–¿Pero vos no te cuidabas? –le pregunté yo, que pese a que
son cosas íntimas, con la Susana no tenía problemas. Si nos co-
nocíamos desde que éramos chicas.

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–Y... qué sé yo, vos viste cómo son los hombres, seguro no
sé, ¡como él nunca me dijo nada!
–¿ Y las pastillas que toman todas ahora?
–Mirá, él no quiso, dice que esas cosas nuevas te traen el
cáncer, así que no quiso.
–Y bueno, mija, qué le vas a hacer, por lo menos tenés todos
los pañales de la Mónica, que aunque te salga varón te sirven.
Pero la pobre no se conformaba.
–Me pasase a mí una cosa así, me muero. Y conmigo todos
los de casa. Pero no había peligro porque yo no le tenía miedo
al cáncer y mi pildorita diaria no me la olvidaba nunca, no
porque cogiese todos los días, sino porque una chica moderna
siempre tiene que estar preparada, porque un descuido te cues-
ta una vida nueva.
La primera caja me la regaló el Julio cuando empezamos a
afilar y él me pidió en seguida la prueba de amor. Y yo un día
me negué, pero después no me iba a andar haciendo la antigua,
que la vida es corta y si no te dejás con uno te dejás con otro.
Además, y creo que el Julio ni se dio cuenta, yo ya le había
dado la prueba de amor, hace mucho, al muchacho que repar-
tía la mercadería en el almacén y que después no trabajó más
y no lo volví a ver. Creo que Cacho se llamaba. Y el Cacho tuvo
suerte, sí, seguro que se llamaba Cacho, porque yo ya estaba
dispuesta a todo, y no por ser rea, sino de miedo: tanto me
habían dicho que eso era lo que más tenía que cuidar, y que
cuidado con salir sola de noche que alguno me iba a agarrar
por la fuerza, y que me cuidara, y... ¡qué tanta vuelta! Al final no
hacía más que pensar en eso y no veía la hora de que me pasara
para quedarme tranquila.

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Así que me decidí y lo elegí al Cacho.
Suerte que lo elegí a él, porque después no apareció más
por el barrio y entonces no corría peligro de que se lo contase
a nadie, que siempre es lo que más jode a una mujer: no lo que
haya hecho, sino lo que andan contando.
Lo que me molestaba a mí, era que últimamente había me-
ses que tomaba la caja entera y con el Julio más de un: ¡por fin
te veo! no pasábamos.
Por suerte para la Susana, ella tenía los servicios sociales
del marido en un sanatorio de lo mejor de lo mejor. Porque
siempre pasa así, los sanatorios los hacen para los ricos y al
final tienen que caer con los pobres, que son los que tienen
menos plata, pero más enfermedades y más hijos, y con eso el
sanatorio va adelante.
Y a todo esto, una seguía viviendo esta vida sonsa, pero lin-
da, y no me quejaba, y menos en ese momento, cuando estaba
por cumplir los años y Doña Clara me había invitado para ir a
un casamiento al campo y todo sería regio, si no hubiese sido
porque a los tres días se me terminaban las vacaciones.

Ahora sí que se me terminaron las vacaciones de soltera. Y


cuando corte la torta de novios en el lunch que hacemos en
el salón de fiestas del club del barrio, me voy a sentir como si
cortase, en forma simbólica, la cinta de la llegada al final de la
carrera de toda mujer soltera. Premio: un hombre.

Torta con velitas una ya no hace, porque es bastante grandulo-


na, pero en algo hay que esmerarse ese día. No es cuestión de
hacerlo pasar desapercibido.

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Así que hice un bizcochuelo borracho, que es el que más le
gusta al Julio. Me salió esponjoso y bien alto, y eso que el hor-
no me falló porque de los nervios, a cada rato iba abrirlo para
espiar, y eso es lo peor que le pueda pasar a una torta.
Tempranito apareció por casa la Susana, que, como siempre,
había rebuscado entre sus cosas alguna porquería presentable.
La envolvió en una servilletita de papel con firuletes, se creía
que yo no las conocía y tengo una pila en casa, y le pegó una
etiquetita de una casa de regalos de la galería Libertad, como si
con eso pudiese engañar a alguien.
Pero yo no me voy a poner a fijar en esas cosas sobre todo
en este momento en que anda tan preocupada con el gasto que
se le viene encima.
Pasaron dos o tres parientes, no tanto para saludarme, como
para ver si había algo de comer, que quien más quien menos,
todos, salvo los artistas que están en Buenos Aires, los ricacho-
nes que están en el gobierno y los acomodados que están en
todas partes, tienen la crisis en su casa, y cuando pueden comer
de arriba en cualquier lado, no se hacen de rogar.
La Haydée pasó con un pañuelito bordado por ella misma,
dijo, que debe ser mentira, porque no tiene habilidad ni para
apretarse los granitos de la cara, aunque por lo mal bordado, a
lo mejor era cierto y lo había bordado ella.
–Tomá, Chechechela –me dijo la falsa–. iY feliz cumplea-
ños!, aunque después de los veinte tenemos que cumplir uno
cada tres años, che, por lo menos hasta que nos casemos, que
después ya no importa.
Y me besuqueó la cara por los dos lados.

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Siempre me impresiona la Haydée porque no puedo sopor-
tar la gente con la cara grasienta: es como besar una aceituna.
La invité con un pedazo de torta y un vaso de cerveza.
En eso llegó más gente, y la Haydée sin decir nada, se sirvió
otro pedazo más grande, y como vio que la pesqué cuando se
lo estaba cortando, para disimular me dice: ¿cuántos huevos le
pusiste, Chechechela, que te salió tan livianito?
Los de casa no me regalaron nada, porque ya sos grandota
para esas pavadas, me dijeron, y yo dije tienen razón.
Pero en el fondo me dolió, como me duele todos los años,
porque para esas cosas no hay edad.
Yo esperaba a ver con qué me caía el Julio de regalo.
Así que me fui a la puerta a esperarlo y justo, doblando la
esquina, me lo veo venir y corro a buscarlo como si tuviese alas
en mis hermosas piernas, y le grito: ¡Ju... ti!
Porque era el Titi.
Me frené un poco en seco y traté de seguir como si estu-
viese haciendo un mandado hasta el almacén de don Francisco,
a pesar de que no le compramos nunca porque es muy carero
y preferimos caminar una cuadra más hasta el “Del Porvenir”,
pero como el Titi esas cosas no las sabe, estuve, una vez más,
regia regia.
–Cómo está, Chechechela –me sonrió con todos sus dientes
y no tenía ninguno de oro, así que o era pobre, o tenía una
dentadura de fierro.
–Haciendo los mandados –le digo.
Y no sabía dónde poner las manos porque no llevaba ni un
bolso, ni siquiera el que me compró el Julio el año pasado en
la estación fluvial cuando hicieron una exposición con todas

79
cosas de los indios, y el bolso era a tal punto hermoso que todo
el barrio me lo envidió más que el anillo de aguamarina que
me compré con el primer mes de sueldo, pero a plazos.
En eso pasó la Mónica, que ella sí estaba haciendo los man-
dados y volvía del almacén con un sifón de soda. ¡Cuántas veces
le tengo dicho a la Susana que algún día le va a pasar una des-
gracia con esos sifones!
–¡Feliz cumpleaños, che Chechechela! –me dice la mocosa.
–¡Gracias, tesoro! –le dije yo revolviéndole cariñosamente
el pelo con la mano. Total ya estaba despeinada, y yo con ese
gesto maternal le demostraba al Titi mi calidez humana.
–Pero la felicito, Chechechela –me dijo el Titi, y sin darme
tiempo a decir nada, metió la mano en el bolsillo.
–Sirvasé, y perdone que no sabía, sino hubiese sido otra cosa.
Y me dio una libretita de plástico, de esas que hacen algunas
casas para regalar de propaganda.
Pero, claro, si no sabía, no tenía derecho a criticarlo en nada,
y más sospechando que el Julio, que sabía, no me iba a cumplir.
–Muchas gracias, no tendría que haberse molestado –alcan-
cé a decir yo mientras pensaba que tantos conocidos como para
llenar dos libretitas, con la que me había regalado el Julio y que
todavía no había estrenado porque los números que necesitaba
los sabía de memoria, no tenía.
–¿Y usted, qué anda haciendo por aquí?
–Visitando los amigos, y las amigas.
–Gracias –le dije yo, y me sentí como una estúpida porque
no sé qué le estaba agradeciendo.
Lo que pasaba era que el Titi me atraía, no sé por qué, pero
me hacía una cosa. Era bárbaro.

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Tanto como para fijar un poco más ese encuentro, porque
en los otros no habíamos concretado nada de nada, agarro y se
me ocurre decirle: ¡qué oportunidad para estrenar esta libretita
con el número de su teléfono!
–No tengo –me dice.
–Pero sin duda tendrá dirección –seguí yo, que se me esca-
paba si era brujo.
Y era.
–No vale la pena que se la dé, porque en estos días me
mudo.
–Déme la nueva entonces.
–Es que no sé dónde va a ser porque me tengo que decidir
entre dos o tres cosas.
–El que tiene plata hace lo que quiere.
–No se crea, Chechechela. ¿Y dónde va esta noche a festejar
su cumpleaños?
–Yo también tengo que decidirme entre dos o tres invita-
ciones –le dije, y te cagué, pensé–, pero seguro que salgo con
unos amigos en barra –seguí mintiendo en voz alta, que si el
Julio no aparecía, pasaba la noche más aburrida del año.
–¡Que se divierta entonces, y que termine bien el día!
Y se despidió sin insistir ni ésto, que es lo que hubiese co-
rrespondido en alguien como yo creía que era el Titi. Me dejó
un poco en seco, cosa que nunca me hubiese esperado.
Al que seguí esperando fue al Julio que no apareció en toda
la noche.
Así que cuando la Susana salió un rato a la puerta para ha-
cerme compañía, dijo ella, pero en realidad para que yo se la
hiciera a ella, y me dijo ¿querés que te lea el horóscopo? le dije:

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mirá... y me vinieron a la boca tres o cuatro barbaridades de
esas gordas, pero si se las digo, en una de ésas le hago perder
el chico.
–¡...qué chatita parecida a la del Julio! –terminé cambiando
de tono.
–Che, loca, ¿qué chatita? ¿No ves que eso es un yip?
Para qué seguir discutiendo. Agarré y me fui a dormir.

A dormir.
A dormir me voy a ir esta noche, en forma legal y llena de
bendiciones con este hombre que tengo a mi lado y con el que
ya he dormido, es un decir, en forma ilegal y sin bendiciones.
Espero que todo esto no me amargue para el resto del viaje.

A doña Clara se le casaba la hija de una amiga que había venido


con ella de Italia, y como era en uno de esos pueblitos de mala
muerte, y como estaba invitada y no quería ir sola por si le pa-
saba algo en el viaje, y como el pasaje era barato y salíamos a la
mañana y volvíamos al día siguiente y la noche la pasábamos
en la fiesta, me pidió que la acompañase, que ella me pagaba
el pasaje.
Yo muchas ganas de ir no tenía. Porque a mí, el campo, no
sé si será porque nunca he ido, me parece aburrido y ¡tan dis-
tinto de la ciudad!
Pero de pensar que el Julio de mierda, que todavía no había
aparecido, venía a buscarme y yo no estaba y mamita le decía:
no, Julio, la Chechechela se fue a un casamiento al interior, le
dije: vamos, doña Clara, total estoy de vacaciones.
Así que fuimos.

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Salimos en el tren de la tarde porque el de la mañana lo
perdimos. Doña Clara creyó que yo la iba a pasar a buscar a ella
y yo creí que ella me iba a pasar a buscar a mí.
Cuando nos dimos cuenta de la confusión era tarde. Salimos
a la esquina a esperar el ómnibus, o en último caso un taxi, que
yo me ofrecí a pagar, y ni el uno ni el otro. Estuvimos como
veinte minutos en la esquina, muy paquetonas las dos. Yo, pre-
ciosa, con lo difícil que era vestirse para un caso así donde
había que combinar el turismo con el casamiento.
Doña Clara estaba amargada porque se había perdido la co-
milona del medio día después del civil, pero como yo ya con-
sideraba el día arruinado, lo tomé todo a risa.
Así que para la tarde quedamos combinadas en que yo la
pasaba a buscar, porque nos quedaba más cerca de la parada del
ómnibus que va a la estación.
Un ratito antes de la hora que habíamos dicho, me fui para
lo de doña Clara. La puerta estaba cerrada con llave y no con-
testaba nadie. Yo no soy exagerada, pero lo primero que pensé,
como vive sola, es que se había muerto adentro.
Me volví a casa para preguntarle a mamita qué podía-
mos hacer.
En eso me la veo venir a doña Clara, que como tenía miedo
de perder de nuevo el tren, o se había confundido otra vez,
había ido para casa a buscarme y nos debimos haber cruzado
en el camino sin vernos. La cuestión que llegamos justos para
el tren de la tarde.
Con el calor y el traqueteo del viaje, doña Clara se quedó
dormida en seguida, y fue una suerte, porque yo no tenía ganas
de charlar.

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Me puse a pensar en el Julio. Pensaba y pensaba, y cuanto
más pensaba, más fuerza tenía que hacer porque el Titi se me
mezclaba y yo no quería.
Me imaginaba que volvía a casa y me lo encontraba al Julio
esperándome, o por lo menos encontraba algún paquete gran-
de con un regalo importante, o más no fuera un papelito que
dijera de su puño y letra: Querida Chechechela, ésta es para
desearte muy feliz cumpleaños y para decirte que fijés fecha.
Que es el mejor regalo que le podía hacer a una chica como
yo. Con la sensibilidad que tengo.
Mientras miraba por la ventanilla veía las villas miserias y
los ranchitos hechos con latas de aceite y bolsas de arpillera y
pensaba: mirá si el Julio o el Titi, que de ninguno de los dos
sabía la dirección, viviesen en unas casitas así. Y me veía yo,
llegando toda de blanco y de largo, recién casada, y los chicos
me pedían chirolas, y los chanchos se me arrimaban a olerme
el vestido, y algún desgraciado me tiraba encima un vaso de
vino, y los chicos me tiraban barro y yo, de novia toda sucia, y
me corría un escalofrío.
Porque como dijo la tía Josefa que es hermana de mamita:
antes puta que pobre, y no quiso seguir el curso de corte y con-
fección y se fue de la casa a vivir la vida. Y parece que mal no le
ha ido, porque por más que la familia la tiene bastante a menos,
salvo cuando le tienen que pedir unos pesos prestados, que ella
nunca los niega, la ropa se la compra toda hecha y siempre está
muy contenta y riéndose.
Y no sé si era porque el campo y las vacas me pusieron tris-
te, o por mi tía Josefa, que yo me doy cuenta que a veces eso
de que se ríe tanto es para disimular, me agarró una angustia,

84
pero una angustia, que si doña Clara hubiese estado despierta,
hasta soy capaz de ponerme a charlar con ella de cualquier cosa.
Al fin llegamos. Nos bajamos doña Clara, yo, y el juego
de pirex para mesa y horno con florecitas, que la vieja lle-
vaba de regalo.
En la estación había unos cuantos muchachos que me mi-
raron con cara de extrañados, como si en vez de una chica de
la ciudad hubiese llegado el Papa de incógnito con bermudas
floreados y anteojos negros. Pero los muchachos de pueblo son
así, de tan aburridos, cualquier cosa les llama la atención.
–¡Mirá cómo te miran, che, Chechechela! –me dijo bajito
doña Clara–, aprovechá que en el campo hay muchachos bue-
nos y con plata, porque con ese Julio que no sé de dónde lo
sacaste, no vas a ir lejos, no.
Ni le contesté.
Porque no le iba a decir que al Julio lo había sacado del cen-
tro, de la calle Córdoba, para ser más justa mirando la vidriera
de Bonafide, y él, que yo no sabía quién era, me dijo no sé qué,
que con mirar tanto dulce me iba a poner más gordita y que
así estaba muy bien y yo le sonreí, y él siguió con algo que me
hizo reír fuerte, y yo que soy tan simpática y que caminamos
un poco, y que me sacó una cita y así fue.
Y como además tenía que tener un cuidado bárbaro para
no quebrarme los tacos con tanta vereda despareja, se me
fue pasando el tiempo y antes de poder abrir la boca llega-
mos a la casa.
La madre de la novia empezó a gritar de contento cuando
la vio a doña Clara.

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–¡Si no venías te mataba, desgraciada! ¿Cómo no viniste a la
mañana? ¿Y esta chica vino con vos? ¡Póngase cómoda, chica!
Doña Clara le contestaba lo que podía, que era bastante,
pero había un bochinche bárbaro con la novia vistiéndose en la
pieza, con la modista, y con que nadie podía entrar para verla,
pero había que alcanzarle agua, y una aguja, y un alfiler, y un
pedazo de hilo, y una almohada y la mar en coche.
–Vos hacé de cuenta que estás en tu casa porque si esperás
que te atienda estás lista, y usted lo mismo, chica –dijo la ma-
dre de la novia, que aunque no salía de madrina se había com-
prado un sombrero igualito a la gorra de baño que me pongo
para ir a la pileta de Gimnasia, porque la que me pongo para ir
a la Florida es toda sencilla y ordinaria.
Así que con Doña Clara nos refrescamos un poco, y al rato
fuimos para la iglesia porque la novia ya iba a estar lista y quería
que nos fuéramos todos para que nadie la viera. Doña Clara, que
ya conocía el pueblo, arrancó conmigo otra vez por esas veredas,
que había lugares donde no había, y llegamos a la iglesia. Bastan-
te pobretona a Dios gracias. Claro que eso no quiere decir nada
porque es así como yo creo que tienen que ser todas las iglesias,
y los curas andar vestidos con sencillez y como Dios manda, y
no con esas polleras moradas y esas capas, como vi a uno en la
plaza enfrente de la Catedral, que para qué vaya decir una cosa
por otra: me dieron unas ganas de tener un cortecito así para ha-
cerme un vestido de fiesta, con más escote por supuesto, porque
yo tengo algo que mostrar y el cura no, por lo menos a esa altura.
Yo me fui a sentar más bien por adelante para ver todo de
primera fila, pero Doña Clara me dijo no, quedémonos atrás,
así la vemos entrar.

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Nos fuimos para atrás y me puse a mirar todo, porque otra
oportunidad de ir a ese lugar no se me iba a presentar nunca
y no me gusta desaprovechar nada por más aburrido que sea.
Me puse a carpetear la llegada de los parientes y del público en
general.
Era facilísimo darse cuenta de cuáles eran los unos y cuáles
los otros, porque los parientes estaban todos disfrazados de casa-
miento. Las mujeres con vinchas de pedrería y tocaditos de flores
como cuando yo estaba en quinto grado y tomé parte en la fiesta
de la escuela haciendo de primavera, y lo que más me gustó fue
esa vez que la Haydée hacía de invierno, que estaba justo, con
el frío que tenía en el alma, de chica, porque ahora tiene una
calentura permanente. Los hombres estaban todos de oscuro y
bien trajeados, que eso se sigue viendo en el campo, porque en
la ciudad yo sé que hay muchas que se casan sin sombrero en
el civil y el novio de esport, pero hay que ver si es por moda o
porque son secos y no tienen otra cosa que ponerse.
Por la puerta del camarín donde se viste el cura, ¡che, loca,
la sacristía!, me saltó la Susana cuando le conté a la vuelta, se
asomaba de tanto en tanto el novio y a veces la madrina, que se
había enchufado un sombrero con unos colgantes que parecía
un velador con caireles y como ella era petisa y gorda estaba
justo de mesita de luz.
Los pibes de la calle armaban un bochinche bárbaro mien-
tras esperaban a ver qué iban a ligar, si confites o monedas, que
por mí, hubiesen sido castañazos.
–¡Viene la novia, viene la novia!
Doña Clara estiraba el cogote para todos lados. Se lo tuve
que mirar fijo porque creí en un momento, que era de goma.

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–Mirá, che, Chechechela cuando vos estés en estos tran-
ces, ¿eh?
–Sí –le contesté yo, sin romperme la cabeza buscando algu-
na frase apropiada o irónica sobre mi situación, total la vieja era
bastante bruta y sin duda no iba a saber interpretarme.
Miré ligero para el lado del altar para ver cómo entraba el
novio y si era parecido al Julio, pero no, era completamente
distinto. No sé si por el físico o porque todavía no me lo podía
imaginar al Julio en una situación así.
La novia pasó delante nuestro y doña Clara me arrastró del
brazo.
–¡Ahora vamos para adelante, Chechechela, así la vemos
cuando se casa!
Enfilamos para adelante.
–¡Ahora vamos para atrás, Chechechela, así la vemos cuan-
do sale!
Y enfilamos para atrás.
Al final caminé tanto adentro de la iglesia que no veía la
hora de sentarme.
Para colmo, al salir, me cayó una lluvia de confites en la
cabeza y todos los pibes se tiraron alrededor mío y casi me vol-
tean. Y todos pibes no eran, o en el campo son muy avivados,
porque en el tumulto sentí una mano que se me metía entre las
piernas mucho más arriba de las rodillas, que por más que me
lo juren, no lo creo: ¡esa mano, confite no buscaba!
–¡Vení, Chechechela, vamos a darle un beso a la Queti!
Yo, malditas las ganas que tenía de darle un beso a la Queti,
pero fui pateando a unos cuantos pibes que seguían alrededor
mío, y ojalá que la haya ligado el avivado.

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Doña Clara empezó a los besos con la Queti y después con
la madre de la Queti, y se pusieron las dos a llorar como locas.
Yo la besé a la Queti, y después haciéndome la burra lo besé
al novio, que no era mi tipo, pero un hombre es un hombre, y
te aumenta la estadística.
Y ahí quedé de nuevo encerrada en un grupito de parientes.
Todos besaban a la novia, al novio, a los padrinos, y no sé qué
cara tendría yo, que también me besaban a mí.
Decí que tomé todo a la chacota, y continuamente me es-
taba imaginando a mamita diciéndole al Julio aquello de: no,
Julio, la Chechela está en el interior y me sentía regia.
–¡Che, Alberto, llévala a doña Clara y a la chica en el auto
vos que tenés lugar!
Subimos un montón. Eso de que el Alberto tenía lugar, no sé
de dónde lo habrá sacado la vieja, pero al final entramos todos.
El Alberto, que debía ser pariente de alguno de los no-
vios, me miró de una manera, pero de una manera, ¡bárbara!
Y arrancó.
Chechechela, me dije yo, me parece que el interior va a
quedar lleno de corazones destrozados.
–¿Qué se te rompió, Chechechela? –me dijo bajito doña
Clara que, o adivinaba el pensamiento, o yo, como de costum-
bre, había pensado en voz alta sin darme cuenta.
En eso nos pasó el coche de los novios, y todos los del auto,
hasta el Alberto que manejaba, se pusieron a gritar y a aplaudir
y en seguida todos volvieron a gritar más fuerte porque casi los
chocamos. Yo también grité. Una, para no tener que contestarle
a doña Clara y otra, porque donde fueres, haz lo que vieres.

89
Llegamos a la casa de la novia, que era donde se hacía la
fiesta y todos se bajaron como desesperados para correr aden-
tro, así que me quedé sola con el Alberto, que se dio vuelta para
mirarme.
–Usted no es del pueblo, ¿no? –me dijo.
–La primera vez que vengo –le dije. Y la última, pensé.
–Pásese adelante, así se lo hago conocer, total, hasta que
sirvan la comida tenemos tiempo.
–No soy tan materialista –le contesté.
Me pasé adelante, le sonreí como hago siempre que quiero
ganar tiempo, me acomodé un poco el pelo, y sentí una cosa
dura en la cabeza. Me asusté pensando que me había salido un
quiste. Pero no. Era un confite. Tirarlo me pareció un desprecio.
Comerlo, no tenía ganas. Así que se lo ofrecí al Alberto que me
dijo gracias y se lo mandó de un saque.
Arrancó y empezó a pasearse por todo el pueblo para flo-
rearse él, estoy segura, porque con una chica como yo, el auto
le quedaba adornado.
–Esta es la calle del centro.
–¡Cuántos negocios! –mentí yo. Porque no había más que
tres: una farmacia, una verdulería y un bar.
–La confitería –me señaló con el dedo.
–Tienen para divertirse –seguí yo haciéndome la cancherita.
–No tanto como en la ciudad.
–Eso es verdad.
–La plaza.
–¡Cuánto verde!
Y esta vez era cierto. Porque era un yuyal impresionante
en medio del cual me pareció ver, tapado por los yuyos, a un

90
hombre haciendo sus necesidades, pero mirando mejor me di
cuenta que era un busto de San Martín.
–Este es el club.
Aquí me quedé calladita la boca, porque no se veía más
que una cancha de bochas y un despacho de bebidas lleno de
viejos, y tampoco era cuestión de andar diciendo bolazos para
contentarlo al Alberto que estaba chocho con el pueblo y al fin
de cuentas yo recién lo conocía al pueblo y al Alberto, y hasta
el momento no sabía para qué lado lo iba a agarrar yo a él, ni
para qué lado me iba a agarrar él a mí.
Después de mostrarme un montón de pavadas más, y como
las calles del pueblo ya las habíamos recorrido todas y no había
nada más que ver, volvimos para la casa de la novia.
–¿Vino con su novio? –me dijo el Alberto mientras frenaba.
–No, con doña Clara –me reí yo–, mi novio quedó en
Rosario.
–Señal que no la debe querer mucho para dejarla venir sola.
–Lo que pasa es que me tiene mucha confianza. Gracias por
el paseo, estuvo muy lindo.
–Gracias a usted por la compañía.
–¡Cómo lo va a retar su novia si nos ha visto!
–No me va a retar nada porque no tengo.
–¡Cómo no va a tener novia un muchacho como usted, con
esa pinta!
–¡Sí, pinta de bruto!
Y no era cierto. Pinta de bruto no tenía. Un poco campuso,
eso sí. Pero atrayente. No al estilo del Julio, que ya era exqui-
sito, ni como el Titi, que tanto se parecía al Julio, a veces, sino
completamente distinto.

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Y aquí estaba yo, sola en el pueblo, porque doña Clara no
contaba, ¿y quién me conocía? ¿Y quién me iba a ver otra vez?
¿Y si me largaba a joder un poco para ver qué pasaba, eh?
Entramos a la casa llena de gente que gritaba, que se reía y
que se besaba, porque los casamientos son como los velorios,
ahí se encuentran todos los parientes, y lo que no se va en flo-
res se va en regalos, y pasamos al patio donde estaban prepara-
das las mesas todas con manteles de papel blanco, y cualquier
cantidad de sillas para cualquier cantidad de invitados.
–Sentate con la gente joven, Chechechela –me invitó doña
Clara, que pasó a mi lado divertida como una piba de quince–,
¡y divertite!, que la noche es larga.
Me senté con el Alberto en una punta, lejos de los novios,
pero cerca de donde entraban y salían las comidas, que es lo
mejor en estos casos, me dijo el Alberto, así podemos atajar las
mejores fuentes.
La verdad que comimos regio y tomamos mucho vino,
porque el Alberto siempre me llenaba la copa, o si no se la
llenaba yo.
Y chiste va, chiste viene, nos divertíamos como locos ti-
rándole migas de pan a unas tías de la novia que parecían
gallinas picoteadas de viruela y no se daban cuenta quiénes
eran los que andaban tirando, y miraban para todos lados sin
pescarnos nunca.
–¡Vivan los novios! ¡Viva la madrina! ¡Viva la cocinera!
Ahí vivía todo el mundo, y si no gritaron ¡Viva la Cheche-
chela! fue porque nadie conocía mi sobrenombre. Al Alberto le
dije que me llamaba Celia, lo que era cierto, y además, ocupado
como estaba en juntar su pierna con la mía, no tenía tiempo

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para nada, y doña Clara se había olvidado de mí, como dicen
en el barrio que se olvidó del marido a la semana de muer-
to y le puso en el nicho un ramo de flores de plástico de la
mejor calidad, no por el afecto, como pensaron unos pocos,
sino para ir al cementerio lo menos posible, como pensaron
los más.
A todo esto me enteré que después de la comida iba a haber
baile porque un primo de la novia tocaba el acordeón, ¡que ins-
trumento que me gusta!, y había otro pariente con una batería
y un vecino con no sé qué otra cosa, y entre todos formaban
una orquestita.
Cuando ya andábamos por el postre, una ensalada de frutas
con vermut fuerte como para voltear a un cura, que ésos sí que
tienen cultura alcohólica, me dice el Julio, que si no, no se expli-
ca cómo aguantan su vinito de misa en misa, que no sería nada
el vino a la mañana, sino que se lo tengan que tomar en ayunas y
a veces empiezan a las seis y como en continuado, hasta las once
no paran, salió al medio una flaca bastante histérica y pidió silen-
cio un montón de veces, pero nadie le llevaba el apunte.
Y cómo se lo iban a llevar si ya había unos cuantos que es-
taban medio borrachos, pero alegres, no tristes.
Así que igual empezó a anunciar tratando de tapar el bo-
chinche.
–Como regalo a los novios que hoy empiezan a caminar
juntos rumbo a la felicidad y al amor.
–¡Y a la cama! –gritó uno, y todos se rieron.
–¡...La Chili les va a bailar… la jota!
Y empezó a aplaudir ella misma y dos o tres turras la
siguieron.

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Apareció la Chili, que después me enteré que era la hija de
la flaca, una mocosita con más humos que los espirales, y se
puso en pose en medio de las mesas esperando que empezara
la música.
Quedó dura como dos minutos, como jugando a las esta-
tuas. De repente arrancó un disco por allá a lo lejos, porque el
tocadiscos no lo habían podido traer más cerca por no sé qué
cuestión de enchufe.
La nena empezó a agitarse y a patalear como si hubiese aga-
rrado un cable pelado, que eso fue lo que le pasó una vez a la
Mónica de la Susana, claro que la
Mónica no estaba vestida de española como estaba ésta.
–¡Dale un beso a los novios, Chili! –dijo la flaca madre his-
térica en cuanto terminó el pataleo y se acallaron los aplausos
de los estúpidos que nunca faltan.
Fue la Chili, le dio un beso a cada novio y recibió un enor-
me pedazo de torta.
–¡Dame que te lo cuido! –se lo sacó la madre y se sentó
cerca de donde yo estaba, comentando que la Chili en zapateo
le había sacado diez, pero que en castañuelas la tenía un poco
atrasada, y que con un poco de suerte, y si ella la empujaba, a
los doce años se le recibía de danzas españolas, que era mejor
que el clásico, porque el clásico acá en el campo no lo entien-
den, y lo español es más alegre, usted vio, decía, y se metía en
la boca un pedazo de la torta de la Chili, los pasodobles, yo era
chica y estaban de moda y hoy día se siguen bailando.
Yo pude pescar tantos detalles de la Chili, la madre y la jota,
porque el Alberto, que era regio, se ponía cada vez más audaz,
no sé si sería la bebida o costumbre de la gente del campo,

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pero la pierna derecha mía y la izquierda de él, prácticamente
no tenían secreto debajo de la mesa, que gracias a Dios, tenía
un mantel de papel bastante largo, y a veces dejando caer un
pedazo de pan o un tenedor, me tocaba la pierna con la mano.
Yo me hacía la distraída para ver hasta dónde llegaba, y ade-
más porque a santo de qué me iba a andar privando de un
sano esparcimiento físico, por el momento, y espiritual más
adelante, porque quién sabía qué podía salir de todo eso. Para
no decir una cosa por otra: yo tenía unas ganas bárbaras de
hacerme la loca.
Y justo se armó el baile.
Tuvimos que esperar un poco para sacar algunas mesas y
correr sillas, pero quedó brutal. Después tuvimos que esperar
que los novios bailaran el vals de los novios, se entiende. Y des-
pués la novia con el padrino y el novio con la madrina.
Después empezamos nosotros.
Al Alberto no lo paraba nadie. Se las sabía todas: pasodobles,
valses, twises, chamamés, tangos, foxtrots, milongas, cualquier
cosa, la cuestión era no soltarme y más siendo yo tan buena
compañera para bailar que si el que me lleva sabe, hace cual-
quier cosa conmigo.
Bailando, se entiende.
El Alberto me tenía bien apretadita, y cuando me aflojaba
para bailar un poco suelto, era para disfrutar con el encon-
tronazo enseguida. Yo tenía un no sé qué adentro, que estaba
hecha una loca, pero decente.
Hasta que por ahí me agarró una duda y me puse seria de
golpe: ¿no me habría puesto el Alberto una de esas pastillitas
que transforman a una santa en una rea en un minuto?

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Pero lo miré bien y me di cuenta que no, que con esa carita
de ángel, que no sé cómo no me había dado cuenta antes, y la
ropa, que se veía en seguida que en mala posición no estaba, y
además con auto, no podía ser de ésos.
A lo mejor terminaba teniendo razón doña Clara y mi por-
venir estaba con un muchacho de pueblo y no con el Julio que
todavía no sabía dónde vivía, ni con el Titi, que tampoco me lo
había dicho, aunque a lo mejor era cierto lo de la mudanza, y
yo de mal pensada que soy nomás, le desconfiaba.
–¿Dónde vive, Alberto? –se me ocurre a mi preguntarle apro-
vechando un mejilla a mejilla. Para mí era una pregunta clave.
–En seguida la llevo –me contestó, y no sé por qué, si yo no
le había pedido tal cosa.
–¡Bailá la conga, Chechechela! –me gritó doña Clara que
pasó bailando con un viejo.
¡Pobre doña Clara! Debe haber creído que la conga estaba
de moda todavía y me quería hacer lucir, sin saber siquiera que
la conga es un baile de conjunto.
Alguno la tiene que haber sentido porque se oyeron unos
gritos: ¡La conga! ¡La conga! Y ahí nomás se armó el trencito y
todos zangoloteándose para aquí y para allá, conga, conga, la
engancharon a la novia. Al novio, a todos, salvo a los músicos y
empezamos a recorrer la casa entrando en una pieza y saliendo
por otra, entrando por la cocina y saliendo por el baño, que la
Susana no me lo quería creer, pero por una puerta se pasaba
de la cocina al baño, y al final está bien, creo yo, porque todo
tiene su relación, y entrando y saliendo de las piezas y del patio
y hasta la calle para volver a entrar por otra puertita que daba
directamente al patio.

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Los que entraron por esa puertita fueron los otros, por-
que el Alberto, que me tenía bien agarrada de las caderas
con la excusa de la conga, cortó el trencito cuando salimos a
la calle.
–Vení para el auto.
Yo me asombré un poco de tanta confianza, porque hasta
ese momento no nos habíamos tuteado. Pero lo seguí porque
después de todo me había atendido espléndidamente durante
la noche y no me había hecho faltar mi pata de pollo ni mi
costillita de cerdo, mamita dice chancho, pero a mí me parece
ordinario, porque en ese casamiento había de todo, y no como
en los de la ciudad, que con una mezcla de bebidas ordinarias y
repugnantes, unos bocaditos con mayonesa rancia y masas vie-
jas te arreglan, ni me había faltado tampoco un vasito de ape-
ritivo para empezar, vino blanco y vino tinto para seguir, vino
dulce con la torta y sidra para el final. En fin, no hubo nada que
criticar, aunque no me sorprendió, porque doña Clara ya me
lo había dicho, y si hubiesen sido roñas para hacer fiesta, doña
Clara no venía.
Las pocas cuadras que hicimos con el auto las hicimos lige-
rísimo, porque el Alberto tenía unas copas de más, y yo tam-
bién, y ya sabe lo que son los hombres cuando manejan.
–Bajá y vení –me dijo abriendo la puerta de una casita que
en la oscuridad se veía modesta pero muy linda, y yo pensé en
seguida en el Julio, tantos meses y ni siquiera una dirección, y
el Alberto, que al fin de cuenta no era más que un compañero
de fiesta, ya me llevaba a la casa, toda con malvones adelante.
–¡Qué irá a decir su mamá cuando me vea! –tartamudié yo,
emocionada.

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–Nada. Está en el casamiento.
–Su papá entonces.
–Nada. Murió hace mucho.
–Cuánto lo siento –dije yo ya adentro de la casa acordándo-
me del velorio de doña Asunción cuando se me había cortado
el elástico de los calzones y felicitándome porque el que me
estaba bajando el Alberto en ese momento, era de estrech.
–¡Pero, Alberto! –protesté yo un poco, tanto como para de-
cir algo.
–¿Qué?
–Nada.
Aunque le podía haber dicho que la malla metálica del reloj
pulsera estaba muy fría, que se me había ido un zapato debajo
de la cama y que íbamos a tener que prender la luz para bus-
carlo después, o que había algo en la cama que me hacía mal
en la espalda.
Pero no iba a decir una estupidez en esos momentos, por-
que una chica de verdad tiene que saber soportar ciertas cosas
si quiere llegar a algo en la vida y disimular los inconvenientes
de detalles siempre que el conjunto sea positivo.
Así que le dije: ¡Alberto!, y me salió con registro bajo sin
darme cuenta, y seguimos adelante con lo nuestro haciendo to-
das las cosas que se hacen en esas ocasiones y que ya se traen en
la sangre, como el pato que sabe nadar ni bien sale del huevo,
pero que requieren cierta práctica para llegar a buen fin y sacar
un real provecho.
–¡Qué van a decir los novios! –arriesgué yo en un momen-
to en que el silencio era tan espeso que me dio miedo que el
Alberto se hubiese dormido y no lo pudiese despertar y nos

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agarrara el día, pero él me hizo una caricia muy íntima, muy
enérgica y muy suave a la vez, y a mí me dieron ganas de que-
darme ahí para siempre y olvidarme de los ruidos de la ciudad
y de la Caperucita Roja, olvidarme de todo, de todo, hasta del
Julio, que, ni me animaba a pensarlo, pero entre el Alberto y el
Julio: el Alberto.
Porque lo que me hizo sentir el Alberto esa noche no me lo
había hecho sentir el Julio con tantas veces como lo habíamos
hecho, y eso que el Julio se ve a la legua que es un muchacho
de ciudad y que lógicamente tiene que tener más experiencia
que uno del campo.
–Volvamos, no sea cosa que se den cuenta –me cuchicheó
en la oreja.
–Por qué habla tan bajito si estamos solos.
Yo no me decidía a tutearlo, pero hablé bien fuerte para
hacerme la desprejuiciada.
–En la pieza de al lado está durmiendo una tía –me contestó
en el mismo tono.
–¡Pero, Alberto! –cuchichié yo ahora.
–Pero es completamente sorda.
–¡Habérmelo dicho antes! –que es una frase que sirve para
cualquier ocasión y da un aire de arrepentimiento y de haber
sido traída con engaños, que nunca queda mal en ninguna mu-
jer aunque sea ella la que haya tomado la delantera.
Así que nos recompusimos un poco, encontramos mi zapa-
to a la luz de un fósforo, y vuelta al auto rumbo a la fiesta.
–¡Chechechela, cómo hiciste eso! ¡Qué pecado! –me abara-
jó doña Clara en cuanto llegamos.

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Yo me puse toda colorada, porque por más que hubiese
sido pecado no era para andar a los gritos.
–¡Sirvieron champán cuando se fueron los novios y vos te
lo perdiste!
–¡Algunas nacemos sin suerte para esas cosas Doña Clara!
–Seguí divirtiéndote que el tren sale a las seis y mucho.
El Alberto se consiguió una botella de sidra, nos sentamos
en un rincón del patio y nos pusimos a charlar.
Porque tanta comida, tanto baile, tanto tanto todo, estába-
mos los dos cansados.
Evidentemente yo le había gustado, porque a más de aten-
derme, servirme toda la noche y demás, me contó toda su vida
y un montón de cosas de esas que no se cuentan más que a los
íntimos o con los que uno se siente muy bien y a gusto, aunque
recién se conozcan.
Me contó dónde vivía, y yo ya conocía la casa, aunque poco
y sin luz salvo la de la luna que entraba por una ventana junto
con la del farol de la esquina y cuando prendimos el fósforo,
que cuántos años tenía, que cómo se llamaba, que dónde traba-
jaba, que lo que pensaba hacer, que lo que había estudiado, que
la ropa que se iba a comprar este invierno, todo, todo, todo,
supe todo del Alberto en una sola noche que pasamos juntos
en una fiesta, y no sabía nada del Julio en tantos y tantos meses
que andábamos.
Y yo le conté todo de mí, salvo las cosas que no me favo-
recían, y del Julio le mentí bastante, y al Titi ni se lo nombré,
y quedé como una chica regia que esa noche había hecho una
locura, pero regia al fin.

100
Como quien no quiere la cosa, se hizo la hora del tren, así
que Doña Clara me llamó para que nos despidiéramos, agrade-
cer y todas esas cosas, y yo le dije que el Alberto nos iba a llevar
a la estación con el auto.
–¿Viste, Chechechela, viste? No hay como los muchachos
del campo para darte el gusto.
Y yo no tenía más remedio que darle la razón a ella, y mi
dirección al Alberto cuando antes de subir al tren me dijo que
teníamos que volver a vernos para seguir charlando y repetir lo
de esta noche, y yo ya me veía regando los malvones de la casita
que había visitado esa noche en circunstancias tan especiales, y
la verdad que pensaba que la vida sería regia si uno no tuviese
nada más que hacer que arreglar sus asuntos personales.
El tren arrancó, doña Clara se quedó dormida en seguida,
lo vi al Alberto que se iba en el auto levantando una polvareda,
y si en el vidrio de la ventanilla hubiese aparecido la palabra
FIN sobre el sol que se estaba levantando en el horizonte, yo
hubiese salido del cine diciendo: ¡qué película tan triste, pero
qué hermosa!

Hermoso y triste había sido mi casamiento. Hermoso por mí,


que había quedado hecha un figurín con un modelito de novia
de lo mejor de lo mejor.
Y triste porque ya se acababa todo y había que sacarse los
disfraces y todo eso. Y también porque todo lo hermoso siem-
pre es triste porque vos sabés que a la larga, no te dura.

–El Julio te vino a buscar anoche, nena, y yo le dije que te ha-


bías ido con doña Clara a una comilona en el campo.

101
–¡Pero, mamita, qué tanto detalle! ¿No te dije que le dijeras
que me había ido a un casamiento en el interior?
–No importa, nena, si igual me entendió.
–¡Pero no es lo mismo, mamita!
–Sabés que se me había atrancado la cerradura del ropero
justo cuando él vino y querés creer que con una horquillita del
pelo me la abrió en un momentito, mirá si será habilidoso, así
que lo invité con un vaso de vino y después se fue, pero me
dijo que hasta la semana que viene no iba a poder volver.
Y bueno, yo vacante otra semana, porque el Titi, como alma
en pena, nunca sabía en qué momento se me iba a aparecer, y
el Alberto, que era la novedad del momento, allá en el campo.
Buscarme más candidatos no me parecía prudente, porque
tres es un buen número, y tener más ya no es de chica decente.
Pero algo tenía que hacer, sino en cuanto me descuidara
ya era una solterona y se me iba a retirar, aunque todavía tenía
mucho hilo en el carretel. La vida es un suspiro. Hoy estamos y
mañana nos estamos yendo.
Así que decidí atacar de frente a los tres: el que primero
quedara enganchado, me casaba y listo. Total un poco enamo-
rada de los tres estaba. El Julio era lo oficial, digamos. El Titi lo
misterioso. Y el Alberto la aventura del campo.
Resuelta como estaba, me fui a dormir para estar bien fresca
y descansada para empezar al día siguiente.

Mañana empieza mi vida de casada.


El casado casa quiere. Y la casa la tengo.

102
Pero se me hace que con eso sólo no voy a ser feliz y que
para conseguir la felicidad voy a tener que trabajar como para
conseguir cualquier otra cosa.

El lunes tuve que empezar a trabajar.


Los miserables días de vacaciones se me habían terminado
y ahora tenía que esperar que el año diese toda la vuelta para
poder descansar un poco, porque sábado a la tarde y domingo
todo el día no es lo mismo, no te rinde, el sábado porque tenés
toda la semana por detrás, y el domingo porque tenés toda la
semana por delante.
Las chicas contentas, me besaron todas, aunque son más
falsas que los collares de perlas de la sección fantasías. La Ca-
perucita Roja me dijo que esperaba que viniese con ánimos
de trabajar fuerte, y el Lobo Feroz me dijo buenos días y nada
más. Pero me miró con esa mirada que tiene que yo siento que
me toquetea por todos lados y no se anima, porque como una
es del pueblo y él tiene plata, no se va a rebajar y se tiene que
conformar con la mujer de él y con alguna otra de su misma
calaña, de esas que cada vez que se sacan los calzones tienen
que presentar un papel sellado tamaño oficio al obispado, que
ni les da el permiso para que se los saquen, sino para que se los
bajen un poquito y eso es incomodísimo. Claro que así andan
también, con esas caras de insatisfechas que todo el mundo se
da cuenta.
Por eso yo no le pido permiso más que a mi conciencia. Y
suerte que siempre me dice que sí.
Yo, preparada para mis cuatro horas de pie hasta el me-
diodía, que voy a ver si renuncio pronto, en cuanto me case,

103
porque si no, de las várices no me salva ni Nuestro Señor Jesu-
cristo, pasé una mañana bastante tranquila.
Para mejor nos han puesto música funcional, porque como
dijo el Lobo Feroz en un discurso que se mandó haciéndonos
creer que eso era un beneficio para nosotras, se había descu-
bierto que hasta las vacas dan más leche si sienten música fun-
cional.
A mí no me hizo nada sentir eso, pero yo vi que la Cape-
rucita Roja se puso toda colorada y trató de taparse un poco el
busto cruzando los brazos y poniéndose delante un cuadernito
que siempre lleva, como si la fuesen a ordeñar a ella, pobre
estúpida. La música funcional es muy linda en un primer mo-
mento, o para los clientes que entran, están un ratito y salen,
pero para una que está todo el día, termina llenándote los ova-
rios, como dijo la Gorda, que es muy mal hablada, pero la me-
jor de todas.
Así que cuando me tocó estar en la mesa que han puesto
prácticamente en la vereda, me puse muy contenta, porque por
lo menos cambiaba el bochinche de la música funcional por el
bochinche de la calle Córdoba, que arruinada y todo, siempre
está hermosa.
Era el destino: pasa el Titi, me ve y se me arrima sonriendo
como un artista.
–¡Chechechela, qué sorpresa!
–¡Sorpresa la mía!
–No. La mía.
–Bueno, bah… , de los dos.
–¿Qué anda haciendo por acá, Chechechela?

104
–Ya lo ve, vendiendo. ¿Por qué no se lleva alguna linda fan-
tasía para su novia?
–Primero voy a tener que conseguirla.
–No me va a decir que le va a dar trabajo encontrar novia a
un hombre como usted que siempre tiene una vincha de estrás
para toda la vida y que hasta son lavables y tienen la cualidad
de servir tanto para el día como para la noche y que están en
oferta por hoy solamente, caballero.
Terminé todo eso de un solo tirón porque no sé qué habrá
olfateado la Caperucita Roja que vino a hacer como que con-
trolaba un precio.
–Voy a llevar esta vincha verde, señorita, engranó el Titi en
seguida muy cancherito y guiñándome un ojo con picardía.
–¿Se la envuelvo o la lleva puesta, caballero? –me emba-
taté yo.
Menos mal que la Caperucita Roja ya se había ido para el
bosque.
–Llévesela puesta usted, Chechechela, y acépteme este
regalo.
–Pero, Titi...
–No me diga Titi, que es sobrenombre de cuando era chico.
Me llamo Walter.
–Qué nombre divino... ¡Walterl
–Más o menos, Chechechela. Más divino es el suyo. Y me-
jor envuélvame la vincha y se la doy esta noche si usted me lo
permite.
–A las diez en la puerta de casa, Walter –dije bajito–. Son
doscientos cincuenta pesos, si se molesta en caja, caballero –
dije fuerte.

105
Y yo, que cuando empiezo a pensar no me frena nadie, ya
me veía renunciando al trabajo y haciéndole un corte de manga
a todos, y casándome con un velo de tul blanco con estrás, que
lo iba a comprar en otro lado y no ahí, porque si no, seguro
que me traía mala suerte.

Mala suerte o buena suerte.


Crucé los dedos, calentitos adentro de los guantes blancos.
Los deditos de los pies seguro que me van a traer suerte
porque los tengo cruzados, encimados me dijo el pedicuro,
pero para mí que es lo mismo y la suerte, espero que me haga
más caso a mí que al pedicuro.
Además entré a la iglesia a las siete en punto. Y eso también
me tiene que traer suerte.

A las diez menos cuarto en punto estaba lista en la puerta de


casa, porque para el Titi, digo el Walter, trabajando en la policía,
la puntualidad tenía que ser una cosa muy importante.
Y me parece bien que así sea, porque si un hombre no te
cumple en todo, estás lista.
Con el Titi Walter, que llegó a las diez clavadas, nos pusimos
a jugar a que yo no sabía qué era el regalo, pero nos pusimos
así... por pavear, sin ponernos de acuerdo antes, que yo pensé:
¡a la puta!, somos iguales.
–Le traigo un regalito de sorpresa Chechechela.
–¿No me diga, Walter? ¿A ver si adivino? Dígame con qué
empieza.
–Con vi.
–¿Una botella de vino?

106
–Frío.
–¿Vino frío?
–No. Que no acierta y yo la voy a ayudar si usted me lo
permite. Vin, vin ...
–¡Vinchal
–¡Caliente y se quemó! ¡Sírvase! –y el que se quemaba era él
que tenía las manos como brasas.
Después de cuatro o cinco pavadas más, de agradecida, le di
un beso en el cachete, y como él no se lo esperaba, se hizo un
silencio.
Lo rompió el Titi saliendo con algo que yo ni me lo es-
peraba.
–A ese muchacho, Julio, ¿hace mucho que no lo ve, Che-
chechela?
–Ahora que me lo dice, fíjese que sí, Walter, hace mucho,
recién ahora pongo atención en eso. ¿Por qué me lo pregunta?
–¿Usted, Chechechela, es amiga de él, o hay algo más?
–¡Pero, Walter, por favor! Somos amigos, nada más, com-
pañeros, que a veces me ha invitado a bailar. ¿Y usted, ya se
mudó?
Yo lo ataqué directamente, porque no sé si era lo que sabía
que el Walter trabajaba en la policía, ese interrogatorio me ha-
bía puesto los nervios de punta.
–Sí.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una billetera toda de
cuero de cocodrilo, que a mí me enloquecería tener un con-
junto de zapatos, cartera, cinturón y guantes.
–¡Sirvasé, su casa!

107
Y zápate, me enchufó una tarjeta con su nombre y apellido,
que era lo de menos, ¡y la dirección!, que era lo de más.
–Sí, Walter, sí.
Se lo dije emocionada como una estúpida, porque para
mí eso era como un pedido de casamiento y más valía Titi en
mano, que Julio volando y Alberto en el campo.
–¡Hasta cualquier noche de éstas, Chechechelal
Y me devolvió el beso en el cachete, pero medio le erró
porque yo torcí la cara a propósito y casi casi me lo da en la
boca, y se fue en lugar de aprovechar mi buena disposición.
Me quedé con la vincha en la mano, una confusión en la
cabeza, y en el corazón el sentimiento de que había una mez-
colanza en todo eso y sin saber si, además de la vincha, me iba
a quedar con algo bueno.

¿Y me quedé con algo bueno?


¿Habré elegido? ¿O me eligieron a mí?
Basta de filosofía, Chechechela, que cuando una sale de la
iglesia no hay que pensar en nada, sino sonreír y estar hermosa
y hacer poner verde de envidia a las falsas que han venido a
verme para cuerear.
Y ya me voy a vengar cuando les toque el turno a ellas.

Yo estaba cerca de la puerta de entrada mirando para la calle,


porque la próxima clienta que entrara me tocaba a mí, cuando
lo veo al Julio, ¡mi Julio!, por la vereda de enfrente.
Me abalancé hacia la puerta para chistarlo, o hacerle una
seña siquiera, cualquier cosa.
–¡Señorita Celia, turno!

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–¡La puta que te parió, Caperucita Roja de mierda! –dije
bajito–. ¡Sí, señorita Alcira! –dije fuerte.
Siempre tengo miedo de equivocarme y decir sí, señorita
Alcira, bajito, y la puta que te parió, Caperucita Roja de mierda,
fuerte. Lo que armaría un escándalo de la madona.
Así que estuve todo el día con bronca y atendiendo a las
clientas con cara de perro y malos modales, pero nadie se dio
cuenta porque es la costumbre de la casa y de la ciudad en ge-
neral. Todos dicen que no hay ciudad como Rosario para tratar
mal a la gente que compra. Que se jodan. Porque si compran
es porque tienen plata, y el que tiene plata trigo limpio no es,
porque hoy en día no es como antes, que con el trabajo uno
se enriquecía, que hoy si no es con algún chanchullo, y si te lo
apaña el gobierno, mejor, nadie sale adelante.
Y de ejemplo aquí estoy yo: siempre trabajando.
De chiquitita le hacía los mandados a una vieja con plata
que vivía en la cuadra y que después se murió, y en buena hora,
porque me daba un racimo de uvas y si tenía más de diez gra-
nos le sacaba el resto, y me retaba porque a mí me gustaba más
el café que el mate cocido y decía que yo tenía muchos vicios
y que si seguía así ya iba a ver cuando fuera grande, y ya más
grande lo único que vi fue lo que vi trabajando de sirvienta,
que hoy le dicen mucama, como si tuvieran vergüenza, pero yo
era sirvienta, y a mucha honra.
Y después empleada, que es lo que soy ahora, y siempre
sin un peso en la cartera, ni en la libreta de ahorro, pero eso sí,
honrada como la que más, porque cuando he cogido ha sido
por amor y por ganas, y no por una entrada al cine y una con-
fitería después, como hacen tantas.

109
A la noche, cuando llegué a casa, ya se me había pasado la
neura, así que salí un rato a caminar por la cuadra con la Susa-
na, para aplastar cascarudos, como dice ella.
Me siguió contando cómo le iba con el embarazo, que
pronto cumplía los tres meses, y que la Mónica algo debía adi-
vinar porque estaba muy pegota, y que los nombres los tenía
elegidos: si era varón, Elbio Luis, aunque al marido le gustaba
Juan Carlos, pero es muy común, y si es nena, María Carla, y al
marido le gustaba Silvina Luján, porque es muy devoto, ¿sabés?
Pero yo le dije que no, porque Elbio Luis no es común y suena
lindo, y María es clásico, como la Cumparsita, que a todo el
mundo le gusta, y Carla, qué sé yo... ¿viste? suena tan así... que
María Carla es regio.
Yo la dejaba hablar y hablar porque estaba muy interesada
mirando una sombra de hombre que a una cuadra, tengo una
vista bárbara de lejos pero de cerca no, venía caminando.
Se me hacía que era el Julio.
Pero no la iba a interrumpir a la Susana tan embalada como
estaba.
Sí. Era el Julio. Lo reconocí por esa manera de caminar que
tiene, así, un poco con la rodilla para afuera.
Justo estábamos en la puerta de casa cuando siento que la
Susana agarra y me dice: oia, mirá, Chechechela, ahí viene el
Julio.
–Sí –le digo yo, ya lo estaba viendo.
–¿Tenés ojos en el culo, ché? Si estás mirando para el otro lado.
Me di vuelta y efectivamente, el Julio venía por donde me
había dicho la Susana.

110
Por una corazonada me fijé bien en el que yo había creído
que era el Julio. Y era el Titi.
Los dos avanzaban hacia mí con paso de hombre, y yo, po-
bre indefensa Chechechela, ya veía mi foto en el diario, pero no
en sociales de casamiento, sino en policía.
La situación se iba a poner tensa, porque yo para colmo
estaba con la vincha que me había regalado el Titi.
Y sin nada del Julio puesto, no por culpa mía, sino porque
el vestido aquel de cuando celebramos la quiniela no era para
entrecasa, y la libretita de cuero y el bolso trenzado no eran de
ponerse y otra cosa no me había regalado.
El Julio ya me alcanzaba por la derecha. El Titi por la iz-
quierda, la del corazón, alcancé a pensar en mis nervios. Me
apoyé de espaldas contra la pared. No me quedaba más esca-
patoria que afrontar la situación con altura, o salir disparando
como una cobarde hacia la calle.
Esa misma calle donde veo que se para un auto todo em-
barrado y siento que uno de adentro me grita: ¡Viste que vine,
Celia!
El Alberto.
Se produjo un silencio. Hasta el motor del auto se paró.
El Titi, el Julio, la Susana y yo, nos quedamos parados, du-
ros y en silencio como si estuviésemos oyendo los inmortales
acordes del Himno Nacional Argentino.

El Himno Nacional Argentino y la Marcha Nupcial.


Dos músicas que siempre me han gustado con locura.
Y me tuve que contener para no reírme pensando que si
en vez de la Marcha Nupcial me estuviesen tocando el Himno,

111
tendría que quedarme paradita hasta que terminara, y no sa-
lir, como estoy haciendo ahora, tratando de llevar el compás,
sonriendo y dando cabezazos de saludos a todos los que han
venido a verme.

Está bien que la Susana sea de confianza, pero tiene una pun-
tería para entrar a mi pieza, qué digo para entrar, para abrirme
la puerta de par en par en los momentos más inoportunos que
me hincha bastante.
–¡Estoy con pérdida!
–¿Dónde?
–Allí.
–No te quedés parada, che bestia, andá recostate, ¿querés?
La pobre Susana tenía unos dolores bárbaros debajo de la
cintura, igualitos igualitos que cuanto la tuve a la Mónica, de-
cía, y vení, acompañame al sanatorio que el Negro está tra-
bajando.
Así que me terminé de vestir lo más bien, pensando que
seguro nos íbamos a topar con algún médico joven, porque los
sábados, los médicos viejos que ya tienen la carrera hecha, ni
aparecen por el sanatorio, salvo que les caiga alguna artista o
alguna ricachona, y por un médico joven lo cambiaba al Julio,
al Titi y al Alberto juntos.
Siempre me gustaron los hombres con guardapolvo, pero
no maestros, pobres, con el sueldo de hambre que tienen, y
con chapa en la puerta.
Aunque llegado el caso lo pensaría muy bien antes de
decidirme.

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Nos atendió, tal cual me lo había imaginado, un doctorcito
que estaba de guardia y que no tenía anillo de casamiento en la
mano, que es lo primero que le miro yo a los hombres. Porque
así una sabe cómo tiene que comportarse y si hay esperanzas
de algo.
El mediquito la revisó y le dijo que volviera volando a su
casa a meterse en cama con reposo absoluto y le recetó unas
inyecciones, que yo las odio, porque por más que vos consigás
una enfermera mujer que te las ponga, no por eso tenés que
dejar de mostrar el culo como si fuese cualquier cosa, lo que no
es justo, aunque sea necesario.
El doctorcito ni me miró. Pensándolo bien fui una estúpida
en hacerme alguna ilusión, porque los médicos, y sobre todo
los de señoras, están tan acostumbrados a ver tanta cosa y en tal
estado, que yo creo que ya no le deben encontrar ningún gusto
a nada, y si querés un médico por marido lo tenés que agarrar
cuando todavía son estudiantes, porque después estás lista.
Cuando fui a la farmacia a comprar las inyecciones apro-
veché para pesarme. Ni un kilo de más, ni un kilo de menos.
Yo siempre me mantengo en línea, y eso que no me privo de
nada y gracias a Dios me puedo dar todos los gustos. Claro que
no tengo ningún gusto estrafalario de esos que te arruinan o te
envician para toda la vida.
Muy contenta me bajé de la balanza y me compré un fras-
quito de esmalte para las uñas porque si me quedaba a acom-
pañarla a la Susana hasta que llegase el marido, en algo me iba
a tener que entretener, porque la Susana, ¡pobre!, para charla
no estaba.

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A la Susana no le gustó ni medio cuando le dije que el que
iba a venir a ponerle las inyecciones era un hombre.
–¿Pero qué querés? ¿En la situación en que estás todavía te
hacés la delicada? Si ellos ni miran, ¿qué te creés que son, che?
El muchacho que vino era un amor. Jovencito, limpito, bien
estudiante. Pero no era mi tipo. Y, además, mucho más joven
que yo, y eso no me gusta, porque ¿para qué?, habiendo tanto
material disponible de la edad de una.
La Susana, con lo suelta que es, se puso toda colorada cuan-
do se tuvo que bajar un poco los calzones y el muchacho le
pasó el algodoncito mojado con alcohol.
Ella me había recomendado que no fuese a salir de la pieza
mientras estuviese el enfermero, pero yo, en cuanto vi la aguja,
cerré los ojos, que si el tipo la violaba a la Susana en ese mo-
mento, a no ser que la Susana gritara, ni me iba a enterar.
–¿Se siente mal, señorita?
Abrí los ojos y vi que ya había guardado casi todas sus cosas.
–No, estaba pensando –le dije para impresionarlo.
Pensando.
Y qué otra cosa podía hacer sino pensar en lo desgraciado
que eran los hombres. Pensaba en la otra noche, cuando para
iniciar una conversación conveniente, le dije al Alberto mien-
tras le hacía señas de que tuviese cuidado: ¡pero cómo está de
sucio el auto!
–Justamente te iba a preguntar –mintió él, que pese a ser
del campo adivinó en seguida la situación, dónde hay una esta-
ción de servicio por aquí cerca.
–Yo voy para ese lado y le indico –dijo el Julio, y se subió
al lado del Alberto.

114
–Y ya que hay lugar, voy yo también –el Titi se subió atrás–,
así me acerca –dijo, pero no aclaró adónde.
Y yo, cancherita me arrimé al auto y mirando un poco a
todos, dije en general:
–Mi novio, dos amigos.
Sin decir cuál era quién ni quién era cuál, y ellos chochos se
dieron la mano, el Julio dijo:
–¡Servidor!
Y el auto arrancó y todos me gritaron:
–¡Chau y hasta luego!
Y yo me quedé de golpe pasando del calor del susto al frío
de la salvación, y de la abundancia de acompañantes nocturnos
a la miseria de quedarme sola con la Susana, y de la compañía
a la soledad, y... ¡ma sí!, que se descornaran entre ellos, y yo me
voy a dormir, a ver si se les da por volver a los tres juntos dentro
de un rato y ¡Chau, Susana!
–¿Por qué te vas, Chechechela, no podés esperar un rato más
hasta que venga el Negro que me da miedo quedarme sola?
–¡Pero si eso te lo dije la otra noche!
–No te entiendo.
Es durísima la Susana.
Así que acompañé al estudiante de doctorcito, y como yo
iba caminando delante para mostrarle el camino y moviendo
las caderas para no perder la práctica, sentía la mirada del
doctorcito clavada como la filosa aguja de una inyección.
Y al final él también era un hombre debajo del guardapol-
vo, como son hombres los curas debajo de la sotana.

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Después volví a la pieza de la Susana a pintarme las uñas,
porque una mujer no debe descuidar nunca su presencia ni
aunque se case, como hacen tantas, pero allá ellas.

Y así hice yo. Me casé.


Pero no pienso abandonarme nunca, nunca.
Ni aunque mi marido me resulte un fracaso, pero un fraca-
so de esos de película.

–Mirá, Julio: hace ya bastante tiempo que nos conocemos, o


mejor dicho, que vos me conocés a mí, porque yo a vos muy
poco, y ha llegado el momento en que tengo que empezar una
nueva página en mi vida porque nosotros así no podemos se-
guir y contestame ésto, nada más te pido: ¿vos tenés intencio-
nes serias conmigo o me tenés para la farra? Si lo nuestro no se
concreta, ¿sabés cómo voy a terminar yo?
¿Sabés, eh? ¿Y si lo sabés, por qué no concretás? No me
vas a decir que tenés que juntar mucha plata, como te he oído
decir a veces, porque con poco se casa una pareja hoy día, que
no es como antes, que las mujeres llenaban los baúles de ropa y
los hombres compraban los juegos de dormitorio, de comedor
y demás, como si después del casamiento cerraran todos los
negocios para no volver a abrir nunca más. Así, Julio, que tomá
una decisión de una vez y poneme al tanto en seguida o a la
brevedad posible de las siguientes cosas: primero, dónde vivís.
Segundo, dónde trabajás. Y tercero y último y principal, qué
pensás hacer conmigo.
¡Ah, sí!, en cuanto lo viese al Julio le largaba todo este dis-
curso que yo trataba de aprender de memoria mientras iba en

116
el ómnibus, mientras esperaba que la Caperucita Roja me grita-
se ¡turno!, o mientras le hacía compañía a la Susana.
Y en cuanto el Julio me contestara, yo iba a saber lo que
tenía que hacer con mi vida, con el Titi, con el Alberto y con
cuanto hombre se me pusiera a tiro, porque así, con empuje,
iba a salir adelante como había salido la Sofía en tanta cinta
donde al principio se las había visto bien negras.

La que me mira con mirada negra es la Haydée. Pero yo igual le


sonrío como a todo el mundo.
Y cuando ella se case, si se casa, seguro que voy a ir a verla
a la iglesia con mis nietos. Y yo, vieja y con nietos voy a estar
regia. Y ella, vieja y de blanco, si se anima, va a estar ridícula.

Lo que me pasaba a mí estaba lejos de ser una cinta.


El Julio aparecía de tanto en tanto, aunque últimamente más
seguido, y me sacaba a pasear en la chatita, y más últimamente
todavía en un auto, que yo le pregunté: ¿de dónde sacaste plata
para comprártelo, Julio?, y él me contestó que lo tenía a prue-
ba, y que si todo le iba bien y le salía un negocio redondo que
tenía entre manos con dos amigos, nos casábamos en seguida y
nos íbamos a vivir lejos, y en una de esas al extranjero.
Entonces yo ya no me animaba a largarle el discurso que te-
nía preparado y que nunca terminaba de aprender de memoria
porque cada día, o se me ocurría una cosa nueva, o le cambiaba
el principio.
Y como él tomó la delantera con todos esos planes tan fabu-
losos, yo le decía: sí, Julio, sí, como vos digás.

117
Entonces sí, cuando estaba con él, pensaba que mi vida
era una película. Pero cuando me quedaba sola y no tenía
nada concreto ni siquiera era un noticiario argentino, que
son tan malos.
El Titi también me invitaba a salir. Claro que nunca tuvo
para mí ni una palabra ofensiva ni un avance comprometedor,
ni para mí ni para él, y me trataba casi como si ya estuviése-
mos casados, es decir, fríamente, como veo que hacen tantos y
tantos matrimonios, que terminan por darme bronca, porque
entonces, ¿todo para qué? y muy de tarde en tarde aparecía
el Alberto y pasábamos unas horas regias, porque qué sé yo...
como él no era de aquí, yo me sentía muy libre, como me dije-
ron que hacen todas las mujeres cuando se mandan un viajecito
a Europa, que aquí no le aflojan a nadie, y en cuanto ponen el
pie en el barco, con el camarero nomás ya empiezan.
Así estaba yo con el Alberto, que afortunadamente era un
muchacho muy respetuoso, muy limpio, y muy hombre.
Y siendo yo muy mujer, nos llevábamos regio.

Regio.
Este casamiento resultó un éxito. La iglesia está llena.Y afue-
ra también hay mucha gente.
A lo mejor es para el casamiento de más tarde, pero igual
abulta en el mío.

–Viste, Chechechela –me dijo la Susana al salir del sanatorio,


porque al final le tuvieron que hacer un raspaje. La pobre
lloró muchísimo. Y pensar que hay tantas que lo hacen como
quien va a la peluquería para hacerse las mechitas, que yo una

118
vez me las hice pero me las borré en seguida porque no me
quedaban.
–Viste, Chechechela, si parece que Dios nos hizo con rabia
a las mujeres, todo lo peor para nosotras, el asunto que te viene
todos los meses, los dolores con los hijos, todo nosotras y ellos
lo más panchos, siempre les toca lo más lindo.
–Qué le vamos a hacer, Susana, no te preocupés que ya
pasó todo.
–Sí, pasar pasó. Pero en cualquier momento me pasa de
nuevo y ojalá que a vos no te pase nunca.
Yo, por las dudas crucé los dedos, porque si de casada es
horrible que te pase una cosa así, ¡imagínate de soltera!

Nunca me imaginé que pudiese ser tan larga una iglesia.


Será porque vamos saliendo despacito, como las agujas del
reloj que caminan pero no se las ve.
–Salí bien despacito, Chechechela, que así te lucís bien –me
había dicho doña Clara.
Y yo le hacía caso y lo iba frenando a mi marido cuando
quería acelerar el paso.

Parecía como si la vida de soltera se me estuviese por acabar,


porque el Julio concretó definitivo.
–Si me sale bien el fato que tengo entre manos, preparate
que nos casamos en Montevideo, pero por civil nada más, por-
que a mí la Iglesia...
A mí tampoco, únicamente por el traje largo. Pero en una
de ésas lo convencía al Julio. Y si no lo convencía me hacía un
vestido blanco para el civil, pero corto.

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Si en el civil uno se pudiese casar de largo y pusiesen un
poco de música, ¿la iglesia para qué?
–¿En Montevideo? ¿Y cómo hacemos con los de casa?
–Les mandamos una postal.

Fotos tamaño postal me voy a hacer varias.


Y ampliación, una para el comedor.
Si este fotógrafo no se apura me lo voy a llevar por delante.

El Titi me dijo muy serio si a mí no me gustaría acompañarlo


en la vida.
–¿A dónde?
Yo le pregunté, porque en una de ésas me quería llevar tam-
bién a Montevideo y nos encontrábamos los tres allá.
–En la vida del hogar, Chechechela, y con esto le estoy di-
ciendo si tiene algún inconveniente en casarse conmigo.
Yo, que no soy estúpida, entendía muy bien lo que me es-
taba diciendo, y me frené para no contestarle que el único in-
conveniente sería si me casaba antes con el Julio.
–Déme tiempo para pensarlo –le pedí.
–El que necesite, Chechechela. Yo voy a estar muy ocupado
estos días y no voy a poder venir, pero si se decide, mándeme
unas líneas, o mejor una postal con un SÍ grandote detrás, así
cuando llego a casa encuentro su respuesta al abrir la puerta, y
usted ya tiene la dirección.
Yo, fría.
Porque se había puesto de acuerdo con el Julio, o se habían
puesto de moda las postales.

120
Mamita me viene siguiendo atrás, de madrina. Está hermosa
mamita.
El padrino es un amigo de él, porque el padre murió hace
mucho y los tíos viven todos lejos.
Está bastante bien el amigo. Si hasta tengo ganas de darme
vuelta y pedirle a mamita que hagamos cambio.

–Me voy a trabajar del todo al campo, Chechechela, así que si


querés, nos casamos y te venís a vivir conmigo a la chacra.
–¿Pero no vivís en el pueblo?
–Tenemos una casa en el pueblo, pero el trabajo está en el
campo, y ahí tenés todo lo que podés necesitar y vamos a estar
fenómenos.
–Necesito tiempo para pensarlo, Alberto.
–Pensalo todo lo que quieras.
–En cuanto me decida te mando una postal.
Yo siempre fui de encontrar soluciones a las cosas.
Y mientras nos vestíamos, porque el pedido había sido des-
pués de, yo pensaba si la postal iba a ser con el Monumento a
la Bandera o con el Parque Independencia.

Espero que el correo haya funcionado poco con motivo de mi


casamiento, y que haya más regalos que telegramas.
Por lo pronto, la Susana me regaló un juego de copas. Doña
Clara un mantel de té. Y la Haydée un velador. ¡Pobre! La que
tiene que tener la vela es ella.

Esa noche en la cama, sola, me puse a pensar como una loca,


porque todos dicen que los locos y los chicos son los que

121
cantan las verdades, y para decir verdades hay que pensarlas
antes. Porque si no tenés que tener un mate bárbaro para decir
cosas grandes sin pensarlas, y que te salgan bien.
Y pensaba que era como si yo tuviese un cuadernito nuevo,
que me gustaba tanto en la escuela empezar los cuadernos y
creía que me iba a sacar muy bien diez todos los días, y después
la maestra me ponía todos mal y regular con lápiz colorado.
Después del primer mal ya no me importaba, y lo mismo le
pasa a tantas mujeres con los hombres, que se cuidan como
si fuesen cuadernitos nuevos, pero en cuanto un hombre les
escribe la primera página y quedan borroneadas y desprolijas,
después no les importa, aunque la gente hable, como doña Cla-
ra refiriéndose a las mellizas que viven a la vuelta de casa.
–Esas mellizas son malas.
Y tuvo que aclarar porque nadie entendió lo que quiso decir.
–Bah..., putas.
Y hay quien dice que las dos no son, sino una sola, pero
como son tan parecidas, lo que hace una le repercute a la otra
por más que sea una santa, y que además le viene de familia, de
parte de madre, que parece que lo único que no le había pasado
por encima era el tranvía. Y doña Clara podría actualizarse un
poco y decir ómnibus, pero ella las remata con un refrán:
–Puta la madre, putas las hijas, puta la manta que las cobija.
Así que yo estaba con mi cuadernito nuevo donde iba a es-
cribir una marcha nupcial, porque la música siempre te acom-
paña en los momentos más importantes de la vida, aunque uno
la haya agarrado para la joda en la escuela, claro que no por
culpa de la música sino por la profesora que teníamos, una vie-
ja que se equivocaba siempre y le daba cada manotazo al piano,

122
que se lo tenía que hacer sostener por los muchachos gran-
dotes de sexto grado, de esos que van con pantalones largos y
parecen más maestros que los maestros, y que nos hacían reír
cuando ensayábamos el Himno Nacional Argentino y cuando
cantábamos oíd el ruido de rotas cadenas, hacían como que
tiraban la cadena del baño, y las chicas nos reíamos y la vieja
del piano se daba vuelta y nos gritaba: ¡respeten lo que cantan,
ya que no me respetan a mí!
Y como tenía que sacar a alguno, y con los varones no se
animaba porque a la salida le iban a tirar gomerazos, casi siem-
pre se la agarraba conmigo.
Porque yo de chica era muy distinta de lo que soy ahora,
que me puse alta y grande cuando me vino el desarrollo.
La de música me gritaba: ¡andate afuera machona!
¿Y yo qué más quería? Salía y al rato alguno de los mu-
chachos pedía permiso para ir al baño y se quedaba a charlar
conmigo.
A veces nos sentábamos detrás de una planta grande de li-
gustro en el patio, y fue ahí donde por primera vez le di una
chupada a un cigarrillo, que quedé tan mareada ¡y con unas
ganas de devolver! que nunca se me borró esa impresión. Y por
eso mismo, hoy día, no soy afecta al cigarrillo, y si a veces hago
como que fumo alguno es para parecer moderna y no pasar
por tula.
Así que estaba yo con mi cuadernito nuevo, y tenía que
tratar de no distraerme con mis pensamientos porque me iba
a quedar dormida y quería aclarar bastante el asunto para sa-
ber qué actitud iba a tomar de mañana en adelante, porque si
seguía pensando en cosas que me habían pasado, y casi todas

123
eran de la escuela, porque como dice el marido de la Susana:
¡la vida, qué escuela! ¡La escuela, qué vida!, no iba a resolver
nunca a quién le mandaba la postal que decidiría mi destino.
El Alberto era regio, y se veía que con él no me iba a faltar
nada de nada, pero el campo no terminaba de convencerme,
porque una cosa es una estancia o un chalecito de fin de sema-
na donde pasar unos días o una temporadita, y otra es la chacra,
donde por más que tengás todas las comodidades, si tenés que
pasarte toda la vida, te cansás.
Y más si te empezás a llenar de hijos, que era lo más pro-
bable, porque los chacareros, con tanto aire puro que toman y
tanta comida fresca que comen, y no esa comida envasada que
comemos aquí en la ciudad, tienen una polenta que en seguida
te hacen sonar, y más con lo que dice a cada rato el gobierno:
que el país necesita muchos brazos fuertes para el campo.
Pero los del gobierno son vivos, y eso lo dicen de la boca
para afuera y para los demás, y se quedan con el culo bien
pegado a los sillones con aire acondicionado, y que se sacri-
fiquen los pavos.
El Walter, y trataba de no decirle más Titi porque no es nom-
bre para marido, parecía tan serio, tan qué sé yo, aunque un
poquitito chapado a la antigua, y me daba miedo. No fuera a
ser cosa que él quisiera que yo estuviese todo el día adentro,
ocupada con las cosas de la casa y nunca me dejase salir afuera
de miedo a que le metiese los cuernos, lo que sería un bolazo,
porque los cuernos una se los puede meter a cualquier marido,
en cualquier lugar y a cualquier hora, y con decirle al sodero,
pongo por caso, pase un momento que le pago, y estar un poco
desvestida, así como al descuido, con la experiencia que tienen

124
los repartidores a domicilio en esas cosas, a cualquier marido
se jode. Y si se lo merece, mejor. Y si no se lo merece, ojos que
no ven corazón que no siente.
Y el Julio, bueno, el Julio era un caso aparte. Tantos y tantos
meses de considerarlo como novio oficial y sin embargo… no
me podía sacar de adentro esa cosa que yo de él sabía muy poco.
La Susana a veces me decía que yo era muy boluda y que no
me daba cuenta de las cosas y que parecía una muñequita en
una vidriera esperando que alguien me comprara y me llevara,
y yo le decía que no, porque yo no me vendía.
Y les daba vuelta y más vuelta a los tres en la cabeza y no me
podía decidir por ninguno.
El Alberto era el primero por orden alfabético, pero el últi-
mo por lo del campo, y el TiWalter tenía casa en la ciudad, pero
qué sé yo... y el Julio me quería llevar al extranjero y… qué sé
yo también.
Lo mejor era tratar de dormir y esperar a ver qué me pasa-
ba, y confiar en el futuro y en que el angelito de la guarda que
todos tenemos cuando somos chicos, y dicen que lo seguimos
teniendo siempre, lo único que nadie le lleva más el apunte, me
ayude a elegir bien.
Y me hice el propósito de ir el domingo a la iglesia para
que Dios me ayudase un poco y también San Antonio que es
tan cumplidor con las novias, de paso para imaginarme como
quien dice, a mi misma entrando por ese pasillo largo y ancho
entre los bancos todos decorados con tules y satenes y rasos
y ramos de gladiolos rosas en cada moño y música en el aire
y en el altar un cura todo revestido de blanco y decorado con
puntillas color crema.

125
Las chicas del trabajo hicieron una vaquita y me dieron
la plata.
–¡Para que te comprés lo que te haga falta! –me dijeron.
Pero con lo que juntaron no tengo mucho que elegir.

Salimos todas juntas, como salimos siempre, apuradas para que


la Caperucita Roja no nos alcanzara y dejarla sola, y me veo al
Julio esperándome en la esquina.
–¡Las dejo, chicas, que me espera mi novio!
–¿De dónde lo sacaste, ché?
–¡Presentámelo desgraciada!
–¿No tiene un hermano?
Me empezaron a joder las otras hablando bajito y riéndose
como las chicas de los colegios de monjas cuando pasan los
muchachos del nacional.
El Julio me agarró del brazo con esa manaza fuerte que tie-
ne y me dijo que lo tenía que ayudar en un asunto.
–Mirá que si es de escribir a máquina yo escribo con un
solo dedo, ¿eh? ¿Dónde tenés el auto? ¿O estás con la chatita
de nuevo?
¡Qué ingenua yo!
El Julio tenía otro auto muy lindo y discreto, sin farolerías,
y me dijo que al otro le fallaba el motor y que lo había cam-
biado por éste.
Me subí y saqué el codo por la ventanilla como si desde mi
nacimiento no me hubiese bajado del auto, y en eso pasaron las
chicas y me miraban, y miraban el auto, y lo miraban al Julio,
y se reían.
–¡Chaucito! –les grité contenta.

126
–¡Chaucito! –me contestaron ellas y se reían más que yo y
hacían con la mano como que me iban a dar una paliza.
Y el Julio arrancó. ¡Qué distinto se ve el centro de arriba de
un auto cuando una deja de ser caminante que putea a los autos
que no dejan pasar y una pierde el ómnibus!
Ahora yo puteaba a los de a pie que no nos dejaban pasar.
Al final es todo lo mismo: nadie deja pasar a nadie y todos pu-
tean, claro que de arriba del auto se putea contento y de abajo
con amargura, pero puteada al fin. Y tanto que joden todos con
la madre, y la madre de aquí y la madre de allá, y bronce para
un monumento y tutifruti, pero al final a la primera que todos
putean es a la madre, y es la primera que cae en la volteada,
porque la puta que te parió te lo dice claro, porque si te parió
es tu madre.
Empezamos a dar vueltas por el centro y después por el
bulevar, en una estación de servicio cargamos nafta, y todo sin
hablar, porque él estaba pensando, me decía, y yo esperando a
ver qué pasaba, si me llevaba a comer o a dónde.
Al fin agarramos para el lado de la Avenida Alberdi, que está
tan linda ahora, y yo chocha, porque leí en el diario, que sa-
liendo de la ciudad por la avenida, han puesto un motel que
parece regio, y con pileta de natación, y seguro que el Julio me
llevaba para estar dos horas juntos, que más no íbamos a poder
porque yo tenía que volver a trabajar.
Cuando el Julio paró a las pocas cuadras, a mí se me vino
el alma a los pies, pero miré para ver si había alguna chopería,
o alguna parrilla, o algo cerca. Pero nada. Para colmo, el Julio
se baja y me dice: esperame y no te bajés del auto por nada
del mundo, y se alejó un poco, se paró, prendió un cigarrillo,

127
sacudió el fósforo para apagarlo, después lo sopló como hace
siempre, lo tiró para atrás y siguió caminando y al llegar a la
esquina se dio vuelta, me miró y me hizo un gesto que no
entendí qué me quería decir, pero igual saqué la mano por la
ventanilla y lo saludé, y el Julio dobló, y yo no supe por qué me
fijaba tanto en todo lo que hacía el Julio.
Me puse a mirar el auto que era lindísimo y ojalá que lo
compre, como me dijo que iba a hacer si le andaba bien.
Y con un autazo así, seguro que tenía casa con garaje, y
si yo me casaba con un tipo que tenía casa con garaje y auto
dentro, seguro que no iba a tener que trabajar más, y me veía
llegando tarde al trabajo, y que la Caperucita Roja se me venía
al humo para retarme, y yo sin decirle buenas tardes, perro, le
entregaba la renuncia y gritando ¡chau, chicas!, me iba a vivir
mi vida de lujo por esas calles del centro de la segunda ciudad
de la república.
Al rato me cansé de pensar y cada momento que pasaba me
sentía más aburrida y con más hambre.
Para colmo no tenía en la cartera más que unas cuantas chi-
rolas para el ómnibus, así que si no hubiese sido por el hambre,
con el calorcito del sol y lo cómoda que estaba en el asiento,
me hubiese dormido mucho antes, hasta que con esa puntería
que tengo para despertarme todas las mañanas sin despertador,
abrí los ojos de golpe, y me faltaban veinte minutos apenas para
entrar al trabajo, y si el Julio no venía en seguida llegaba tarde.
Me bajé. Si me retaba que me retara, total, si nos casába-
mos..., así me iba acostumbrando.
Me fui para la esquina y justo que le hago señas al ómnibus,
un montón de gente empezó a correr por la media cuadra y a

128
gritar y se sintieron unos cuantos cuetes que sonaron como si
fueran tiros, y el ómnibus arrancó, y yo que había soñado des-
pierta tantas cosas, ahí estaba de nuevo entre la masa sudorosa
rumbo al trabajo, contenta porque me tocó boleto capicúa, y
metiéndome, mentalmente, la renuncia en el culo.

Julio, Walter, Alberto.


Uno estaba al lado mío saliendo de la iglesia.
Regalo de los otros no tenía. De uno todavía tenía esperan-
zas. Seguro que no me iba a fallar.
El otro..., para qué acordarme si hoy tiene que ser día de
alegría.

Toda esa tarde anduve nerviosa, pero nerviosa de veras. De


nervios y de hambre. La Caperucita Roja me retó un montón
de veces.
Yo, para vengarme, mientras llegara el momento de refre-
garle mi renuncia, me robé una peinetita caquera, no porque
la necesitase, ni porque me gustara, si era horrible, pero para
desquitarme en algo y sentirme yo más viva que ella, y que la
estaba jodiendo.
Al volver a casa a la tarde, cansada y hambrienta como una
perra, al doblar la esquina, el corazón me dio un vuelco: en
frente de casa había un coche de la policía y un tipo charlando
con mamita en la puerta.
–Yegua de mierda, Caperucita Roja de mierda, por una pei-
netita de mierda hacerme una denuncia y ensuciar un nombre
y un apellido, y en cuanto me suelten te hago la de la madrastra

129
de Blancanieves, pero en vez de clavarte la peineta en la cabeza
te la clavo en el culo, Caperucita Roja podrida de mierda.
Todo eso pensaba yo mientras los vecinos que estaban en
la puerta me miraban con los ojos como el dos de oro y ni me
contestaban el saludo por mirarme.
Yo abrí la cartera y saqué la peineta, porque me imaginé
que confesando, y cuando el tipo viese que era lo que yo había
robado, le iba a meter una multa a la Caperucita Roja por haber
molestado a las autoridades por tan poca cosa.
En eso me vio mamita y se me vino al humo.
–¡Nena, nena!
Era lo único me decía.
–No te hagás problema, mamita, que no es nada.
Y estiré la mano con la peineta para mostrársela al tipo, y
el tipo en lugar de mirar el cuerpo del delito miraba el cuerpo
de la delincuente, y me pidió que lo acompañara un momento
para una identificación.
–Que va a identificar una peineta –casi le digo.
Pero para no meter la pata y adelantarme a los aconteci-
mientos, me pasé la peineta por el pelo y la dejé escondidita.
–En seguida vuelvo, mamita. Quédate tranquila.
–¡Nena, nena! –seguía mamita.
–¿EI señor tiene documentos?
Porque yo no me iba a dejar llevar en auto por un descono-
cido cualquiera.
Pero tenía. Sacó un carnet todo plastificado con foto, sellos,
firmas y otro montón de pavadas que sirven para que el gobier-
no tenga ocupado a medio país sin hacer nada.

130
No como nosotras, las vendedoras, que estamos las prime-
ras cuatro horas de pie, y las otras cuatro horas paradas, como
decimos siempre.
Subí al coche con el señor de los documentos, que arrancó
como debe arrancar Fangio, aunque nunca lo vi, porque yo con
las carreras de autos no la voy, pero que Fangio arranca ligero lo
sabe cualquiera sin ser aficionado, y vi cómo todos los vecinos,
que se veían chiquitos en el espejo de adelante, al revés que mis
ojos, que se veían grandes y hermosos, corrían hacia donde es-
taba mamita apoyada en un árbol con una mano en el corazón
y la vista fija en el auto en que se llevaban a su Chechechela del
alma, que era yo.
Al tipo que manejaba no le pude sacar ni una palabra.
Entonces pensé si en vez de la peineta no sería que me que-
rían meter presa porque me acostaba con el Julio, cuando me
llevaba, y con el Alberto cuando venía a la ciudad, y entonces
yo venía a ser una infractora de la ley de profilaxis. Pero me
quedé tranquila, porque yo lo hacía por amor y no por lucro.
Y tanto pensar, ni me di cuenta que nos habíamos metido
en un edificio enorme, todo gris, que siempre había visto de
afuera, cuando iba en el doscientos, y pasamos por unos patios
grandes, y se veían policías por todos lados, y bajamos y aga-
rró y me dijo sigamé, y pasamos un pasillo y después por un
corredor y un patiecito al fondo, lleno de latas viejas y botellas
vacías, todo muy triste y muy feo y más que ya era nochecita,
y me hizo entrar en una piecita donde hacía bastante frío y al
principio no se veía nada y el tipo entonces prendió la luz y lo
primero que vi fueron dos mesas como de mármol, y una es-
taba vacía y la otra estaba tapada con una sábana, y yo de golpe

131
me puse a gritar porque me di cuenta en seguida que debajo de
la sábana había un muerto.
–No se asuste, chica –me dijo el tipo cariñosamente.
Pero que no me iba a asustar de encontrarme de golpe con
algo así y ojalá me hubiesen llevado por la peineta.
–Éste ya no le puede hacer mal a nadie y dígame si lo
conoce.
Y yo, que estaba contra la puerta queriendo salir, pero la
puerta debía estar cerrada con llave porque no se abría, y des-
pués me di cuenta que se abría para el otro lado, me serené
un poco y me fui arrimando despacito y vi cómo el tipo lo
destapaba un poco al que estaba en la mesa y después bajaba la
sábana hasta el pecho y en un primer momento no me di cuen-
ta, porque una cosa era verlo al Julio con vida y otra era verlo
muerto ahí encima de un mármol y sentir que querés hablar
para preguntar cómo fue, y quién fue, y dónde fue, y por qué
fue y si hay posibilidades de que se salve, pero sabía que no
se podía salvar porque estaba muerto, y lo único que me salía
era lo que estaba gritando y quería también salir corriendo y
no podía encontrar la puerta y creí que la habían sacado y por
ahí veo que la puerta se abre, pero lejos de donde yo la estaba
buscando y entró el Titi y me hizo callar despacito y me agarró
del hombro y me acariciaba la cabeza y yo lo único que sentía
era la peineta clavada en el pelo y me parecía que si el Titi me
la tocaba se iba a dar cuenta que era robada.
El Titi me sacó de allí y me llevó a otra pieza y me hizo dar
un café bien fuerte y amargo en una taza grande y yo me lo
tomé de un trago y de caradura pedí más, y pasamos a otra pie-

132
za donde me preguntaron un montón de cosas sobre el Julio, y
yo dije todo lo que sabía, menos que cogíamos juntos.
Al final, lo que sabía no era mucho, y después que lo largué
me agarró un aflojamiento y unas ganas de estar en la cama
tranquila, o en el campo, con el Alberto, sin pensar en nada y
sentir las vacas gritando en el patio.
Entre lo que yo conté y lo que me contaron ellos, llegué a la
conclusión que yo no tenía la culpa si el pobre Julio había sido
toda su vida un raterito de mala muerte, que la mala muerte
la tuvo ahora, y que se le había dado por ponerse a la moda y
asaltar un banco, con lo vigilado que están, y la falta que hace
tener buen marote para eso, porque con ver dos o tres pelícu-
las de asaltos no basta, que una cosa es el cine y otra cosa es la
vida, y me hubiese hecho caso a mí y hubiese visto todas las de
Sofía, estaría feliz y contento, y yo no sabía si tenía cómplices
políticos como en casi todos los asaltos de ahora.
Y bajando la voz decían que había que averiguar bien, por-
que antes de caer, cuando se armó el tiroteo, parece que alcan-
zó a gritar ¡rajá Che Chechela!, o algo así. Y el Che Chechela
debe ser alguno de estos guerrilleros comunistas que se vienen
para la ciudad y que lo debe haber engatusado a este pobre in-
feliz con esas ideas revolucionarias, y hay que encontrar al Che
Chechela ¡cueste lo que cueste!
Y a mí me agarraron unas ganas de reírme, y me di el gusto
y me reía a carcajadas, y me preguntaban ¿qué le pasa, señori-
ta?, y creían que era un ataque de nervios y quisieron darme
una cachetada, y me la dieron, y yo la devolví, y la mía fue
más fuerte, y entre tanta risa alcancé a decirles ¡yo soy la Che
Chechela, boludos!, y no podía parar de reírme y los otros me

133
miraban con cara de nada, menos el Titi que no podía hablar
porque estaba aguantando la risa, que no se iba a deschavar
delante de los superiores, pero yo sí, que a mí qué mierda me
importaba, y el Titi al fin pudo explicar que yo en un tiempo
había sido amiga del muerto, pero que ahora era novia de él y
nos vamos a casar pronto, y a mí se me cortó la risa en seco, y
que yo era una buena chica, que se llama Celia, y que le dicen
Chela, y que Chechechela, y que con su permiso la voy a llevar
a la casa que la madre debe estar asustada.
Yo estaba como borracha cuando el Tití me hizo subir a
otro auto, que no era de él sino del trabajo, y salimos de ese
lugar tan feo y me dio como un escalofrío de pensar que ahí
se quedaba el Julio, y me apreté contra el Titi pensando en el
Alberto, y el Titi empezó a consolarme y a decirme pobrecita,
si yo hubiese sabido te avisaba antes, y cuando me enteré ya
estabas ahí, ¡pobrecita!
Y a mí me agarraron unas ganas bárbaras de eso, y le pedí
que me llevara a cualquier parte y él qué se iba a imaginar qué
era lo que yo le estaba pidiendo, y como no me entendía tuve
que ser más explicativa y me sentí un poco molesta, porque
siempre es el hombre el que tiene que tomar la delantera, y no
hacerla pasar a la mujer por buscadora y calentona.
Pero como hoy en día anda todo al revés, no quedaba tan
mal que yo me lo estuviese atracando y no haciéndome la es-
túpida hasta el último momento en que pasa lo que le pasa
todos los días a tantas y tantas, para que el mundo siga siendo
mundo, y sino más vale que Dios y Nuestro Señor Jesucristo y
Santa Teresita del Divino Niño Jesús, y San Antonio, y toda la

134
compañía del cielo digan se acabó, y manden un terremoto de
San Puta y el fin del mundo, todo junto.

–¡Qué pensará usted de mí, Chechechela!, me dijo el Walter


después de, y me dejó fría, porque ésa era la frase que siempre
decía yo en circunstancias parecidas.
Y además me extrañó que me siguiera tratando de usted
después de, y él me dijo que era costumbre de familia, y que
al padre y a la madre, cuando vivían, también los había tratado
de usted y que ése era el respeto que ya se iba perdiendo y que
a los hijos que tuviésemos los íbamos a educar bien y mandar
a los colegios de curas, que son los mejores, y que la mujer
debe ser de su casa aunque tenga que seguir trabajando afuera,
como iba a ser mi caso, porque el sueldo de él en la policía no
alcanzaba para nada, y que qué me parecía si fijábamos fecha
para dentro de cuarenta y cinco días, que era el momento en
que se podía tomar la licencia.

Estaban todas las chicas, todas, hasta la Caperucita Roja, porque


al final, en lugar de tirarle la renuncia a la cara, la besé y le dije
me caso, señorita Alcira, pero voy a seguir trabajando, y la Su-
sana con sombrero, porque había salido de testigo en el Civil,
y la Mónica, vestida de blanco con agujeritos, y la Haydée, más
teñida que nunca, y la Marta, y la prima del Saladillo, llorando
como en el velorio de doña Asunción porque ya perdía todas
las esperanzas con el Titi, y doña Clara que me decía ¿viste que
te llegó el día, Chechechela, viste?, y yo miraba y miraba para
todos lados mientras salía de la iglesia con el Titi duro, agarrado
de mi brazo, y pensaba si éste sería el momento culminante en

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la vida de una mujer, y si aquí ya se acababa todo con el sueño
del traje largo y blanco, que la Susana me dijo que me lo ten-
dría que haber hecho blanco, sí, porque soy buena, pero con
lunares, y ni siquiera tenía el misterio de la noche de bodas y
la luna de miel, porque yo esas cosas ya las había pasado hacía
rato y varias veces, y pensaba que si yo hubiese nacido en casa
de alguna familia rica mi vida hubiese sido distinta porque hu-
biese estudiado, o hubiese sido artista, y me hubiese casado
con algún abogado, por lo menos, pero tampoco estaba segura,
porque la plata no te hace la suerte, y me conformaba porque
por lo menos tenía marido y una casita modesta, para qué el
lujo, y un empleo, que al final si una no trabaja, todo el día en
la casa no es vida y terminás por aburrirte, como tampoco hu-
biese sido vida irme a vivir al campo con el Alberto.
Y yo miraba y miraba y no lo veía por ninguna parte, pobre
Alberto, que en vez de recibir una postal con el sí, recibió la
participación de mi casamiento con el Titi, y me agarraba una
tristeza y se me llenaban los ojos de lágrimas y todos decían
que era de alegría y entre la cortina de agua que tenía en la cara
veía que paraba frente a la iglesia un coche todo embarrado y
el Alberto sonriendo y sin guardarme rencor se bajaba y me
saludaba de lejos con la mano y se me acercaba y yo lo veía her-
moso, y cada vez más parecido al Julio, él sí, y no el pelotudo
que tenía del brazo, y me dieron unas ganas bárbaras de hacer
como en tanta cinta y subirme al auto del Alberto, embarrado
y todo, y salir corriendo a todo lo que da, y que el Walter se
quedara ahí y no verlo nunca más, nunca más, ¡pobre Titi!, que
al final no tenía ninguna culpa, porque a mí nadie me había

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obligado a decirle que sí, y una vida no se decide en una noche
de calentura como había hecho yo, y calentura por calentura
mucho más caliente, más lindo y mejor había sido siempre con
el Alberto, y por lo menos mi vida hubiese cambiado del todo
y no tendría que seguir trabajando con la Caperucita Roja hasta
que me jubilara, y cuando el Alberto vino a besarme, y yo me-
dia tapada por el tul lo besé en la boca, nadie se dio cuenta, y
si se dieron cuenta qué me importa, empecé a pensar si lo que
me pasaba no sería que en realidad yo era una reverenda puta,
pero aunque así fuese, también tenía derecho a la felicidad,
y cuando el Alberto, con los ojitos emocionados me dijo que
seás muy feliz, Chechechela, ahí sí me di cuenta que todo, pero
todo, me había salido exactamente para la misma mierda.

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Mariana Buchin,
Celia, xilocollage (técnica mixta) de 2016.
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