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Con los ojos bien abiertos por Sonia Concari

Una vez más estaba en ese estado de pánico que lo inmovilizaba. Por alguna razón que
desconocía, el equipo de iluminación de emergencia no se había encendido, y aunque lo que
quería era buscar desesperadamente unas velas, que siempre tenía a mano en cada estante
de cada mueble de cada rincón de la casa, su cuerpo no podía moverse. Deseaba correr
hacia la ventana y abrir la persiana que permitiría que las luces de otros edificios disiparan la
penumbra del cuarto, pero sus piernas no le obedecían. Intentó cerrar los ojos e imaginarse
bajo un sol radiante, siguiendo las instrucciones de su psicólogo, pero los párpados se
negaban a hacerlo. El terror se incrementaba y un sudor frío corría sobre su frente, deslizaba
por las sienes y alcanzaba sus pómulos.

El corte duró solo unos minutos; la luz le devolvió a Juan la calma, y las emociones le dieron
permiso a los pensamientos. Respiró hondo, tomó un vaso de agua y pensó que debía buscar
seriamente una solución a su problema. Psiquiatras, psicoanalistas, terapias de grupo, libros
de autoayuda, todo había sido un fracaso. En los últimos años había recurrido a todo aquello
que le recomendaban: PNL, curas sanadores, constelaciones familiares, ayurveda,
decodificación biológica... nada había funcionado.

Solo podía dormir con la luz encendida. De niño lloraba cuando la luz se cortaba y quedaba
entonces inmerso en una oscuridad total, indefenso ante el ataque de sus monstruos. Más
grande, aún los sentía en su espalda, agazapados en la negrura que lo cubría todo; los sabía
capaces de aniquilarlo ante el menor movimiento, y se quedaba estático, con los ojos
abiertos, casi desorbitados en el esfuerzo por percibir un leve resplandor que lo sacara de ese
infierno.

Evitando el mundo de las tinieblas, se acostumbró a dormir cada vez menos. Con frecuencia
no estaba seguro si había estado dormitando o solo había transitado por ese estado de
transformación en el que se va ingresando en un leve sueño, perdiendo lentamente la
consciencia, pero a la vez, siendo consciente de ello. Intentó dormir con los ojos abiertos, y
esa idea lo obsesionó.

Buscó información sobre el tema y encontró relatos acerca de comportamientos de sujetos


sometidos a la privación del sueño, en los que se informaba que el torturado lograba ingresar
en un sueño total por algunos segundos, aún con los ojos abiertos. Devoró relatos de
pacientes con problemas de insomnio, artículos médicos y tratamientos clínicos. Exploró
sobre drogas para inducir y para evitar el sueño. Aun mientras estaba trabajando, seguía
pensando en cómo lograr dormir sin cerrar los ojos.

Con frecuencia se imaginaba sobre un colchón mullido, sintiendo el olor de las sábanas
limpias, mirando esa araña de caireles que heredara de su madrina, relajado, disfrutando de
ese momento previo a quedarse dormido. Anhelaba lograr dormirse así, sintiéndose sereno,
libre de angustia, disfrutando el momento de acostarse en lugar de sufrirlo.

Una mañana llegó la encomienda que esperaba. Con cuidado, desenvolvió el paquete que
cubría el par de adminículos. Le recordó ese otro que usara en su infancia, durante años,
cuando se acostaba por las noches: un elemento de ortodoncia removible, para corregir la
deformación de su paladar superior. Un alambre rígido sujetaba una prótesis que debía
colocar en su boca, y que se mantenía en el lugar por medio de una banda elástica que
pasaba por detrás de su cabeza. Ahora contemplaba ese otro alambre de acero, también
rígido pero mucho más delgado, que formaba dos semicírculos de los que se erguían unas
diminutas puntas redondeadas.

Se ubicó delante del espejo y siguiendo las imágenes del folleto, colocó con cuidado uno de
los aparatos en su ojo derecho y sintió cómo las puntas de acero penetraban bajo sus
párpados. Se asombró de que no lo lastimaran y la imagen de su ojo gigantesco le pareció
irreconocible. Los hilos de sangre sobre el globo blanco se veían como grafismos creados por
una mano temblorosa. Solo su ojo izquierdo se permitía pestañear o estar cerrado. El
desorbitado seguía allí, igual de grande, igual de abierto. “Genial” –pensó- mientras se sacaba
cuidadosamente el aparato.

Recordó cómo le había sido arrancado ese otro alambre de la ortodoncia fija, atrapado bajo la
carne de su paladar, cubriendo de sangre la chaquetilla blanca del dentista y el dolor
insoportable. Solo hubo lágrimas en las mejillas de su madre, mientras lo sostenía con fuerza
contra el sillón. La había odiado por ese tratamiento y por muchas otras razones, que nunca
le mencionó.

Esperó impaciente que el sol se ocultara. Cenó tarde, como todos los días. Buscó en la
biblioteca “La naranja mecánica” y comenzó a leerlo por enésima vez. Continuó hasta que los
bostezos lo obligaron a interrumpir la lectura. Evaluó que tenía suficiente sueño como para
probar in situ el artilugio. Se lo colocó como lo había hecho horas antes, ahora en ambos ojos
y se acostó. La luz de la luna inundaba la habitación a través de la ventana totalmente abierta.
Se recostó de espaldas e intentó dormir como había hecho tantas veces, construyendo con
sus pensamientos una playa de aguas cristalinas bajo un sol abrazador. Tendido sobre la
arena, metía sus manos en ella y la sentía escurrir entre los dedos, cuando se percató que
estaba tirando de la sábana. “Casi lo logro” –pensó-.

Comenzó a sentir ardor. Se levantó y buscó unas gotas que se colocó en los ojos enrojecidos.
Experimentó cierto alivio y volvió a la cama para reiniciar una vez más el viaje. Entrenado
durante años para no dormir, luchaba ahora porque el sueño lo transportara a esa dimensión
a la que hacía mucho tiempo no llegaba. Trató de tranquilizarse y pensar en nada. “Voy a
estar bien. Puedo dormirme con los ojos abiertos”.

El sol invadía el cuarto cuando la señora de la limpieza abrió la puerta. Al entrar, las partículas
de polvo se exhibieron en un ballet sutil. Juan estaba tendido sobre su cama, tapado con el
cubrecama de raso bordeaux, que sostenía con ambas manos, a la altura del mentón.
Sorprendida, la mujer comenzó a hablar mientras avanzaba de puntillas: “Señor Juan, no
sabía que estaba en la casa. ¿Está enfermo?” Cuando estuvo a su lado, se espantó gritando:
“¡Señor! ¡Qué le han hecho!” Los ojos de Juan estaban hinchados, secos, opacos,
desmesuradamente abiertos y sin vida. El aparato aún estaba en su sitio y le confería un
aspecto grotesco, casi siniestro, que contrastaba con la sonrisa que se insinuaba en su boca.
La mujer atinó a tocarle una de las manos; la sentió fría y supo que estaba muerto.

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