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B.

Traven

Tierra de la primavera

Chiapas es de los treinta estados que forman los "Estados Unidos de México" el que
queda más al sur. Es al mismo tiempo el estado menos explorado. Bajo diversos puntos
de vista Chiapas es un cuadro reducido de la totalidad del país. Aquí se encuentran
reunidas todas las características geográficas de México, todos los diversos climas de
México, todas las diversas razas de México y también todos los diversos períodos de la
cultura y la civilización mexicanas. No hay mejor lugar en todo México que Chiapas
para estudiar bien en sus raíces los numerosos, difíciles problemas que el pueblo
mexicano, tan querible como inteligentísimo y capaz, busca resolver.
Las impresionantes ruinas de Palenque, con sus grandiosos restos de palacios y templos,
las ruinas de otras ciudades indígenas desaparecidas, abandonadas u olvidadas cerca de
Tonalá, Ocosingo y en muchos otros lugares, demuestran que en Chiapas existió en
otros tiempos una civilización muy avanzada, que no presenta ninguna influencia
asiática o europea y que creció exclusivamente en su propia tierra. Lo que aún espera
ser descubierto en las junglas y selvas de Chiapas bajo los escombros, hoy cubiertos de
vegetación que han dejado los terremotos, las erupciones volcánicas y los
derrumbamientos, quizás lleve un día a reconocer que los primeros pasos de la
civilización y la cultura no han de ser buscados en Asia o en Europa, sino en Chiapas.
En los valles y llanos el estado tiene un clima netamente tropical. En las montañas de la
Sierra Madre, cuyos dos brazos atraviesan todo el estado de oeste a este y de oeste a
sudeste, el clima asemeja a la primavera avanzada de la Europa Central, sin grandes
variaciones a lo largo del año. No hay planta, ni fruto ni animal en la tierra que no pueda
prosperar en alguna parte del estado como en su lugar de origen. En las mesetas se
cultivan trigo, cebada, avena, papas; en las tierras centrales, caña de azúcar, vid,
naranjas, limones, almendras, castañas, aceitunas, nueces, manzanas, peras, cerezas,
duraznos; en las tierras bajas tropicales café, cacao, goma, plátanos, ananá, coco,
algodón. El estado esconde en su tierra piedras preciosas, oro, plata, cobre, hierro en
abundancia, azufre, carbón, petróleo.
A lo largo de la costa del océano Pacífico pasa una línea de ferrocarril, la única del gran
estado, con trescientos cuarenta y seis kilómetros desde la frontera con el estado de
Oaxaca hasta la frontera con Guatemala. Existe una cantidad de buenos mapas oficiales
de la época prerrevolucionaria que indican también las líneas de ferrocarril del interior
del estado. Estas líneas no existen. Han sido preparadas y medidas, pero la realización
es tan costosa a raíz de la irregularidad del terreno montañoso, que deberán pasar
algunos años antes de que puedan ser construidas.
Sólo pocas carreteras nacionales atraviesan el estado. En la estación lluviosa son
intransitables en ciertos trayectos, a pesar de los admirables esfuerzos del gobierno por
ampliar la red de carreteras y a pesar de la paciencia y tenacidad casi sobrehumanas con
que se tratan de defender las ya existentes de la violencia de la poderosa naturaleza
tropical. Bastante a menudo sucede que una parte del camino, cuya construcción quizás
haya costado cien pesos, desaparezca en pocos minutos de la faz de la tierra. Un torrente
arrasador surge de pronto de una roca y arroja toda la carretera doscientos metros más
abajo al abismo. Una gigantesca roca se desprende de la cumbre de la escarpada pared y
queda atravesando la carretera en todo su ancho. Una montaña entera comienza a
desprenderse y modifica el paisaje en tal modo que se debe volver a medir y construir el
camino, haciendo desvíos de kilómetros. Las montañas tropicales no son tan firmes ni
tan aburridas y sosas como los Alpes. Las torrenciales lluvias tropicales bajan arrasando
por los cañones (N.d.t.: en el original escrito con grafía alemana "Canjon") de las altas
montañas como si se rompiera un dique en tiempos de agua alta. Cuando la estación
lluviosa está en su apogeo estas precipitaciones torrenciales caen entre cuatro y cinco
veces por día durante tres a cuatro semanas. Y cada vez con toda la violencia de los
aguaceros.
Pero el hombre, también en México, construye, construye y vuelve a construir, sin
descanso, tenaz y paciente. Una y otra vez se emprenden las reconstrucciones
desafiando las potencias destructoras de la naturaleza. Cada año la obra se vuelve un
poco más firme, un poco más segura y llegará el día en que será tan firme, tan segura y
confiable como cualquier obra semejante en Europa. La obstinada resistencia en la
construcción bajo el ardiente sol tropical y en la lucha contra un infierno de insectos y
pestilencias genera un nuevo tipo de hombres. Somos aún tan jóvenes, adolecemos de
todos los errores, las imperfecciones, las majaderías de los jóvenes. Pero en cambio nos
desborda la fuerza, la osadía y la fe inquebrantable, luminosa de la juventud. Nos mueve
la imperturbable fe de la juventud que cree que todo es posible, que no hay nada
imposible bajo el sol. Somos el futuro. En nuestro continente se están decidiendo los
destinos del próximo milenio. Nuestro continente es la cuna de una nueva cultura. Y
México está de parto, porque a México le toca sufrir los dolores.
*
El estado de Chiapas tiene en línea de aire aproximadamente cuatrocientos kilómetros
de ancho y trecientos de largo. A causa del terreno montañoso las distancias reales son
por término medio una vez y media las de las líneas de aire.
Al este limita con la república de Guatemala, al sur con el océano Pacífico, al oeste con
el estado de Oaxaca y al norte con el estado de Tabasco.
El estado está dividido en los departamentos de Chiapa, Chilón, Comitán, Las Casas, La
Libertad, Mariscal, Mezcalapa, Palenque, Pichucalco, Simojovel, Soconusco, Tonalá y
Tuxtla. La capital es Tuxtla Gutiérrez, sede del gobierno, donde reside el gobernador.
La capital dista unos ciento cuarenta kilómetros de la línea de ferrocarril. El obispo vive
en San Cristóbal Las Casas, una ciudad situada a otros cien kilómetros más del
ferrocarril.
La superficie de Chiapas alcanza de setenta mil a ochenta mil kilómetros cuadrados. No
se puede indicar una cifra precisa porque una parte de las fronteras, especialmente en el
límite con Guatemala son fronteras meramente supuestas, indicadas en un mapa, pero
que nadie ha visto ni medido, dado que se encuentran en zonas inexploradas. El término
medio, unos setenta y cinco mil kilómetros cuadrados, podría considerarse correcto.
El estado cuenta con aproximadamente cuatrocientos mil habitantes, de los cuales al
menos trescientos mil son indios de sangre pura, que hablan su propia lengua y viven en
sus propias ciudades, aldeas y poblaciones, en donde sólo el propio cacique hace las
veces de alcalde o jefe del pueblo. Todos estos indios no sólo mantuvieron la propia
lengua, sino que viven aún según sus propios antiquísimos usos y costumbres, que se
diferencian completamente de los nuestros y que sólo han sufrido una superficial
influencia por parte de los europeos y de la religión católica.
En el estado de Chiapas encontramos al indio, al aborigen del continente, en todos los
grados de civilización.
Los lacandones son enteramente primitivos. Se encuentran en el escalón más primitivo,
no viven en aldeas, no construyen viviendas, salvo eventualmente jacales de ramas y
van casi desnudos.
La mayor parte de los indios del estado pueden ser considerados semicivilizados. Son
indios que viven como pequeños agricultores, generalmente en sus propias comunas.
Tal como los lacandones, también estos indios hablan aún la propia antigua lengua. Se
encuentran aproximadamente en el mismo nivel de civilización que los pequeños
campesinos de las zonas remotas de Europa Central, que no saben leer ni escribir.
Además de estos indios, no civilizados o semicivilizados hay decenas de miles de indios
en el estado de Chiapas que viven en las ciudades entre la población mexicana. Estos
indios se encuentran en el mismo nivel de civilización que los mexicanos y los
europeos. Trabajan como obreros, como comerciantes, como agentes de policía, como
músicos, como empleados de correos, como empleados de la administración municipal
o estatal, como ferroviarios, como arrieros y como conductores de automóvil. Algunos
de ellos son latifundistas, otros poseen muchas casas, hay quienes son comerciantes de
ganado, destiladores de aguardiente, dueños de restaurantes, propietarios de farmacias,
propietarios de hoteles. Muchos de ellos son relativamente ricos, mandan a sus hijos a
estudiar a Ciudad de México, a Nueva York, a París, a Madrid. Estos indios hacen la
misma vida que las restantes clases superiores de la población mexicana, de la cual sólo
los distinguen las características raciales. Algunos de los que viven en este estado han
olvidado la lengua de su nación, pero otros aún la utilizan para comerciar con los de su
raza.
El setenta por ciento de los soldados y suboficiales del ejército mexicano son indios de
sangre pura, los restantes son mestizos. La misma proporción se encuentra en la marina.
Al cuerpo de oficiales del ejército mexicano pertenecen unos cien indios de pura sangre
que llegan hasta los más altos cargos y al generalato. En cuanto a inteligencia, cultura y
capacidad no son en nada inferiores a los otros oficiales. En el gobierno mexicano se
encuentran indios hasta en los cargos más altos, aún entre los ministros. El obispo
Pascual Díaz es indio de pura sangre. Es tan superior en inteligencia y perspicacia al
arzobispo, hijo de españoles inmigrados, que el verdadero jefe de la iglesia católica en
México es Pascual Díaz y no el arzobispo.
Pero aquí no se tratará de estos indios completamente integrados en la civilización
moderna, tanto profesionalmente como en cuanto a modo de vida y papel que
desempeñan en su entorno. Se puede poner en duda que estos indios civilizadísimos
hayan sido realmente absorbidos por la civilización moderna en su ser íntimo, en su
modo de pensar, en su compenetración espiritual con el mundo, en su modo subjetivo y
objetivo de sentir la vida. Yo espero que el indio siga siendo intrínsecamente indio,
porque sólo así podrá dar un aporte fructífero al desarrollo de la humanidad.
Durante la regencia del dictador Porfirio Díaz, 1876-1910, cuyos méritos fueron
injustamente sobrevalorados, los indios en México no estaban mucho mejor que los
esclavos. Cuando los "Estados Unidos de Norteamérica" llegaron a ser una república
libre e independiente, los puritanos, tan píos ellos, que se sienten con derecho a exigir
un lugar especial en el cielo, excluyeron a los esclavos negros de la libertad ganada con
la lucha.
El caso mexicano fue muy distinto. Cuando México se sacudió el yugo español y se
declaró país libre e independiente, todos los esclavos, sin distinción entre negros, rojos
o marrones obtuvieron la libertad. En el antiguo México, antes de la llegada de los
blancos, también había habido esclavos, pero la ley decía:"Ningún hombre nacido en
esta tierra nace esclavo, porque la tierra pare sólo hombres libres." Por eso, en el
antiguo México los hijos de esclavos eran hombres libres. Esta era la situación entre los
indios paganos. Entre los cristianos americanos el esclavista cuidaba mucho que sus
esclavos se reprodujeran mejor que su ganado, porque los hijos de esclavos rendían más
dinero que los terneros. Esa vieja ley india volvió a entrar en vigor en México y fue
ampliada con la declaración de la incompatibilidad de la esclavitud con un pueblo libre
e independiente. Un esclavo negro que lograba huir de su amo en los Estados Unidos y
alcanzaba la frontera mexicana, era hombre libre ni bien pisaba México. Esto constituyó
una de las causas de la guerra de conquista americano-mexicana.
Todos los indios esclavos fueron puestos en libertad cuando México declaró su
independencia. Pero el país era grande, casi tres veces más grande que ahora, los
latifundistas eran poderosos, los indios ignorantes. Y la iglesia, mayor terrateniente y
mayor poseedora de minas, cuya riqueza en tierras y minas de oro y plata superaba la de
todos los otros terratenientes decía a los indios: "Es por voluntad divina que existen
señores y siervos; el siervo fiel y obediente agrada a Dios y en el cielo será colmado de
grandes loas y ricas recompensas."
Durante aquella larga guerra que México tuvo que pelear contra las potencias
extranjeras, contra España, Francia y América, los mexicanos no se podían crear
enemigos a sus espaldas. Es lo que seguramente hubiera ocurrido si hubieran insistido
con demasiada energía en la liberación de los indios. Porfirio Díaz pertenecía a la vieja
escuela, que enseñaba que un país se enriquecía a base de salarios bajos y trabajadores
esclavizados. Vendió el país al gran capital extranjero. El mexicano tenía menos
derechos en su propio país que el extranjero. Para Porfirio Díaz no había una cuestión
obrera, mucho menos aún una cuestión indígena. Este tipo de cuestiones para él no
existían. Obreros e indios no tenían más que obedecer; las huelgas se reprimían a golpe
de fusil, porque eran contrarias al bienestar popular. Bienestar popular era, como
también en otros países, sinónimo de lucro para el gran capital.
Los indios, sin embargo, habían sido los primeros soldados de la independencia y de la
libertad de México. En los tres siglos en que España dominó México fueron los indios
los únicos que con constantes rebeliones y sublevaciones y con una incansable
propaganda de boca en boca, de tribu en tribu, de pueblo en pueblo mantuvieron
despierta la idea de un México libre e independiente. El libertador mexicano, el
sacerdote Miguel Hidalgo, fue solamente un portavoz de los indios. La primera tropa
con la que partió para sacudir el yugo español, era un grupito de indios de su parroquia.

*
Acerca del sistema del dictador Porfirio Díaz y de la así llamada "edad de oro de
México", que supuestamente existió bajo su gobierno, hay algunas cosas que decir.
Porfirio Díaz había hecho suya una idea; y con su terca obstinación buscó realizarla. Su
idea era: para volver productivo un país como México el capital extranjero es
indispensable; por eso hay que atraer el capital extranjero por todos los medios, hay que
otorgarle todos los privilegios, concesiones y garantías que pide.
En principio y considerando el sistema económico capitalista, esta idea es correcta. Pero
si se quiere hacer para beneficio y ventaja de un pueblo, hay que tener en cuenta muchas
otras cosas.
La industria de los Estados Unidos de Norteamérica fue fundada inicialmente con
capital extranjero, especialmente inglés, alemán, francés y holandés; porque los
americanos carecían de capital. Pero el establecimiento de la industria americana con
ayuda del capital extranjero se llevó a cabo de modo muy distinto de lo que podía
suponer Porfirio Díaz, bastante estúpido, por cierto, en cuestiones de economía política.
Imaginemos que entraran en Alemania capitalistas americanos, franceses, ingleses y
obtuvieran allí concesiones más favorables que el ciudadano alemán, con el único
objetivo de atraer el capital extranjero. Sigamos imaginando que estos capitalistas
extranjeros sacaran todo el carbón, el potasio, toda la madera de Alemania para llevarlos
a Inglaterra, América o Francia donde serían elaborados y manufacturados y que luego
los productos manufacturados se vendieran en Alemania obteniendo una enorme
ganancia. Carbón, minerales, potasio y madera son las riquezas naturales de Alemania.
Si se le quitan estos bienes sin darle en cambio un valor equivalente, Alemania un día
se tiene que ver empobrecida, completamente dependiente de la benevolencia y de la
misericordia del capital extranjero. Durante la gran devaluación después de la guerra,
los capitales extranjeros intentaron hacer en Alemania lo que hicieron bajo Porfirio Díaz
en México. El pueblo alemán ha reconocido a tiempo qué peligro lo amenazaba y frenó
con leyes el robo del irrecuperable patrimonio del pueblo. La consolidación de
Alemania con ayuda del capital americano fue posible porque los norteamericanos no
permitieron que ingleses, franceses y algunas otras naciones pudieran robar.
Si los capitalistas ingleses, alemanes, holandeses y franceses hubieran hecho o sólo
intentado hacer en Estados Unidos lo que los capitalistas extranjeros han hecho en
México, los norteamericanos se hubieran defendido tan eficaz y enérgicamente como
los mexicanos se ven obligados a hacerlo hoy.
Pero en los Estados Unidos de Norteamérica los capitalistas extranjeros no actuaron
como en México. Extrajeron los bienes de la tierra, pero no se los llevaron como
materia prima. Construyeron fábricas en el país y elaboraron los productos allí mismo.
Sólo cantidades relativamente pequeñas de materia prima salieron del país. El ochenta,
quizás el noventa por ciento de los bienes naturales dejaban el país como productos
manufacturados. La dificultad y el costo del transporte de las materias primas
seguramente tuvo algo que ver. Pero esto es secundario.
En los Estados Unidos de Norteamérica el capital extranjero sirvió para el desarrollo del
país. Para poder elaborar y manufacturar las materias primas en el país era necesario
construir fábricas. Cientos de miles, millones de trabajadores encontraron una buena
ocupación, cientos de miles de trabajadores europeos fueron llamados como inmigrantes
para ayudar en la elaboración de las materias primas. Así millones de personas
encontraron su sustento y pudieron mejorar su situación económica. Este millón de
trabajadores bien pagados dieron de comer a cientos de miles de chacareros, sastres,
zapateros, panaderos y tanta otra gente. De este modo un país supo desarrollarse para
llegar a ser lo que es hoy.
Completamente diferente fue la situación en México y lo sigue siendo. El capital
extranjero entra sólo para extraer las materias primas y elaborarlas en los países de
origen de los capitalistas. Mientras dure la extracción de las riquezas de México unos
miles o decenas de miles de mineros y trabajadores de los campos petrolíferos
encontrarán ocupación. El día en que ya todo haya sido extraído, el país será mil veces
más pobre que antes; porque nada habrá sido instalado que, continuando la producción,
pudiera pasar a constituir un valor permanente. El mexicano tiene que comprarle a
precio de oro a los capitalistas extranjeros los productos manufacturados que necesita.
En México sólo hay pocas refinerías de petróleo y poquísimas fundiciones. Ninguna de
las valiosas materias primas es transformada en el país. Los mexicanos tienen que
comprar los productos manufacturados que necesitan a los capitalistas extranjeros
pagando precios prohibitivos.
Los efectos nefastos de la loada política de Porfirio Díaz se hacen evidentes cuando se
piensa que en los casi treinta y cuatro años de su dictadura fueron construidas apenas
dos docenas de fábricas, mientras que en el mismo lapso en otros países, en donde se
manufacturaban los productos mexicanos, se construían cientos de fábricas. Si todos los
productos que durante el gobierno de Porfirio Díaz salieron del país hubieran debido ser
fabricados en México, el país sería actualmente uno de los primeros países
industrializados, mientras hoy es uno de los últimos.
Una parte de los mexicanos, aún aquéllos, que en otros asuntos se muestran capaces de
emitir un juicio, repiten como loros lo que los capitalistas americanos e ingleses y sus
periódicos cuentan al mundo entero sobre la "edad de oro mexicana" . Estos mexicanos
sólo ven los centavos que los capitalistas extranjeros introdujeron, pero no ven los
dólares que el país podría tener hoy, si Porfirio Díaz no hubiese malvendido de modo
tan estúpido las riquezas del país. Si al menos hubiera dado las concesiones a condición
de que sólo los productos manufacturados y sólo una pequeña cantidad de materias
primas pudieran abandonar el país, los capitalistas habrían aceptado con agrado
transformar las materias primas aquí, dado el menor costo de la mano de obra. Lo único
que los capitalistas extranjeros introdujeron en el país fueron los costos de flete y nada
más.
La política aduanera del actual gobierno mexicano es una perniciosa herencia del
gobierno de Porfirio Díaz. En realidad, esta política aduanera no es tal, sino sólo un
sistema para imponer impuestos de aduana que cubran los gastos del estado. La
finalidad más nefasta que un impuesto aduanero podría tener. En realidad son un
disparate; en fin de cuentas no modifican nada de la vida económica de un pueblo, sólo
que la vuelven complicada y confusa. Una solución podría consistir en que el gobierno
impusiera a la exportación de materias primas del país un derecho de exportación del 50
o 60% de su valor, no para los productos agropecuarios, sino para los productos no
renovables, mientras que los productos manufacturados podrían salir libres de derechos
aduaneros o incluso con condiciones de transporte ventajosas o con premios. Los
capitalistas extranjeros necesitan las materias primas de México y si no las pueden
conseguir como tales, no les queda más remedio que transformarlas en el país. Si los
derechos aduaneros han de existir, que por lo menos cumplan con un objetivo en
beneficio de las generaciones futuras. El sistema aduanero de los Estados Unidos de
Norteamérica no es perfecto, pero por lo menos muestra la intención de aprovechar con
una cierta prudencia esta institución superflua. El presupuesto nacional de Porfirio Díaz
se basaba enteramente en este anticuado y absurdo sistema aduanero. Y el pueblo
mexicano todavía no ha logrado liberarse de ese absurdo sistema aduanero de Porfirio
Díaz. Gracias a la "edad de oro de Porfirio Díaz" hoy depende más que nunca de este
sistema absurdo e idiota.
Esta es una de las caras de la "edad de oro en México". La otra cara se presenta así:
durante la regencia de Porfirio Díaz los trabajadores textiles de Orizaba entraron en
huelga porque se estaban muriendo de hambre. Parece que el destino de los trabajadores
textiles de todo el mundo sea escapar a duras penas de la muerte por hambre. Pero
cuando bajo Porfirio Díaz los trabajadores entraban en huelga estaban generalmente en
un estado que seguramente ninguna otra clase trabajadora del mundo había conocido.
Bajo Porfirio Díaz carecían de organización, porque los capitalistas que gobernaban el
país no lo permitían. Y lo que ellos no permitían, era sagrado para Porfirio Díaz.
Porfirio Díaz mandó un comisario a Orizaba que debía preguntar a los fabricantes si
querían conceder a los obreros los sueldos que pedían. Ni remotamente pensaban en
esto, al contrario, declararon que ahora pagarían menos que antes y que si los
trabajadores no volvían inmediatamente a las fábricas bajo las condiciones
preestablecidas, cerrarían las fábricas y sacarían las máquinas del país. Oído esto, el
comisario fue enviado a hablar con los huelguistas. Estos declararon que no podían
trabajar por esos sueldos, y dado que de todas formas se morían de hambre con tales
sueldos, tanto valía morirse de hambre sin volver a las fábricas. Cuando Porfirio Díaz
recibió esta respuesta, envió un regimiento de soldados, hizo arrestar a los jefes de los
huelguistas y a algunas docenas de trabajadores y los mandó fusilar inmediatamente.
Era así como este gran estadista resolvía las huelgas de su gente en favor del capital
extranjero.
Era la loada "edad de oro de México".
Quizás ahora se comience a entender por qué México tuvo una revolución tan larga y
por qué aún ahora no logra encontrar realmente la paz. Hay todavía demasiada gente
que añora aquella "edad de oro de México". Pero nunca, desde que existe la humanidad
hubo una revolución sin motivos.
La última revolución comenzó en el año 1910. Comenzó con la publicación de un
pequeño libro escrito por Francisco Madero, en donde atacaba duramente al dictador
Porfirio Díaz, mientras al mismo tiempo explicaba con claridad el significado del
sistema de gobierno democrático. Los mexicanos tenían una república desde hacía casi
cien años, pero pocas veces habían vivido en democracia. En los treinta y cuatro años de
dictadura de Porfirio Díaz olvidaron lo poco que quizás habían llegado a aprender sobre
derechos y deberes democráticos. No es para maravillarse que la revolución hubiera
durado casi diez años y que aún ahora cada tanto se reavive en tal o cual estado. Como
en otros lados también aquí se echa la culpa de los daños que provoca una revolución a
los revolucionarios, en vez de culpar a aquellos hombres incapaces de entender que su
tiempo y sus ideas pertenecían al pasado, que estaban en el mundo con cincuenta años
de atraso.
Al principio la revolución era en el fondo sólo una revolución sectaria. Había grupos y
camarillas que también querían una parte de la torta, de la cual el viejo Porfirio, ya casi
octogenario, había comido tanto tiempo. Pero desde que la clase obrera se despertó,
desde que alcanzó la conciencia de su existencia, desde que reconoció ser una clase
particular, completamente separada de la burguesía, ya no es posible conducir una
guerra, ya no se puede iniciar una revolución de camarilla sin que la clase obrera se
haga presente para erigirse en clase dominante.
Aunque no hubo movimiento obrero, ni organización, ni disciplina, aquella revolución
sectaria se convirtió rápidamente en una revolución, cuya meta provisoria fue la
liberación de la clase trabajadora. En un cierto sentido la liberación de la clase
trabajadora se asimilaba a la liberación del pueblo mexicano del gran capital extranjero.
A medida que se extendía la revolución se hacía más claro que en cada nueva fase de la
revolución sólo podría permanecer al frente quien contara con el apoyo de los
trabajadores.
Los trabajadores mexicanos tuvieron la suerte de que la revolución no fuera
interrumpida prematuramente "en el interés del pueblo". Tuvieron la gran, hoy tan rara
suerte de no tener jefes ni funcionarios con intereses burgueses que quisieran salvarlos.
No tuvieron ni jefes ni funcionarios ni consejeros. Así fue que la revolución se desangró
hasta el agotamiento total. Y cuando se hubo desangrado, de manera que nadie le
hubiera prestado al estado ni un dólar o un cajón de municiones sin previo pago en oro,
los trabajadores se encontraron en la cúspide con un programa enérgico y radical. Y
eran tan fuertes, que el hombre que ellos querían como presidente de la república lo fue
y tenía que serlo. Habían comprendido algo que muchos otros trabajadores parecen
aprender con dificultad. Habían aprendido que mientras el capitalismo siga utilizando el
dinero en vez de la sabiduría para influir en las elecciones políticas, estas elecciones
deben instrumentarse de modo más moderno para que sea posible hablar de democracia.
De lo contrario, la democracia no tiene ningún valor para el obrero. Ni el anterior
presidente Obregón ni el actual Calles son socialistas en el sentido que se daría a esa
palabra en Europa. En el gobierno hay pocos socialistas. Tampoco bajo los
gobernadores de cada uno de los estados, que tienen un gran poder, hay muchos
socialistas. Pero la gente elegida por los trabajadores -quien no cuenta con el apoyo de
los obreros tiene poca o ninguna posibilidad de hacerse ver - son hombres, verdaderos
hombres. Mantienen las promesas que han hecho a los trabajadores antes de las
elecciones. En muchos casos, quisiera decir en la mayoría de los casos, una vez en el
poder, van mucho más allá de sus promesas.
Cuando se desencadenó la última revolución, los indios supieron enseguida
instintivamente que era una revolución para ellos porque era una revolución para los
trabajadores. Los indios se colocaron inmediatamente al lado de los obreros. Cuando
aquí se habla de indios, se habla de aquéllos que se diferencian netamente por lengua,
costumbres, ocupaciones de la clase obrera industrial urbana, formada en parte por
indios, en parte por mestizos. Es decir que se trata de indios no europeizados.
Los indios entendieron claramente desde un principio, que si los trabajadores ganaban la
revolución, la cuestión india se resolvería, porque la cuestión india y la cuestión obrera
están íntimamente ligadas. En México no se puede resolver la cuestión obrera si no se
resuelve contemporáneamente la cuestión india.
Hasta en un estado tan apartado como Chiapas los indios se sublevaron en el segundo
año de la revolución. No tenían armas. Con las primitivas herramientas de labranza
marcharon en columnas hacia la capital gobernativa del estado, hacia Tuxtla Gutiérrez,
a ver al gobernador. Fueron recibidos. Y fueron recibidos con modales sumamente
civilizados. Las tropas del gobierno conservador los recibieron en la carretera, algunas
millas fuera de la ciudad. Los soldados apresaron a unos cuarenta indios y los llevaron
al palacio del gobernador, donde les cortaron las orejas. Este acto horrendo se hacía con
la mayor crueldad. Les cortaban la oreja a golpe de machete. En muchos casos cortaban
también la mejilla. Hecho esto fotografiaron oficialmente a estas desgraciadas criaturas
que fueron mandadas de regreso a casa para relatar a sus congéneres lo que cabía
esperar si osaban nuevamente ir a lo del gobernador para preguntarle qué pensaba de sus
antiquísimos derechos. Estas fotografías existen todavía y todo visitante puede
encontrarlas y verlas en las casas de la ciudad de Tuxtla Gutiérrez. Yo también las vi
allí. Nuevas, se vendían en las tiendas a cinco y diez centavos cada una. Corría el año
1911. Cuando los revolucionarios alcanzaron finalmente el estado de Chiapas, dieron a
los indios las armas que les sobraban. Terminada la revolución, los indios no
devolvieron las armas. Las conservan aún hoy.
Hablando de los actos de horror cometidos contra los indios, es el momento de decir
que el palo del suplicio y el escalpo de los que tanto se habla en las historias de indios,
no son un invento de ellos. Originariamente el indio no conocía suplicios y torturas.
Fueron los conquistadores blancos quienes utilizaron por primera vez contra los indios
el palo de suplicio y el escalpo y éstos pagaron con la misma moneda. Cuando los
españoles comenzaron a saquear el continente apenas descubierto, en Europa florecía la
inquisición. Y los suplicios maquinados y aplicados en las cámaras de tortura de los
tribunales de la inquisición fueron fielmente imitados por las bandas de facinerosos
españoles y algo más tarde por franceses e ingleses en el continente que dominaban
completamente. Como los indios eran salvajes paganos se los podía someter con
tranquila conciencia a torturas más terribles que a los cristianos. Cortés festejó su
ingreso en tierra mexicana cortando las manos a cincuenta indios. La inquisición causó
estragos en México hasta el inicio de la guerra de independencia en 1821. A quien
poseía una rica mina de oro o plata o una rica chacra, a la que la iglesia había echado el
ojo sin poder conseguirla en modo legal, se lo acusaba de blasfemia o herejía, se lo
torturaba hasta arrancarle la confesión y finalmente se lo quemaba en la hoguera. El
procedimiento resulta clarísimo cuando se piensa que todos los bienes de quien era
condenado por el tribunal de la inquisición pasaban a manos de la iglesia. Hubo un
tiempo en que la iglesia en México poseía nueve décimos del total de la tierra
cultivable. Hoy, que México está gobernado por hombres que se ríen del infierno, de la
excomunión y del Vaticano, la iglesia grita al mundo entero: represión de la libertad de
culto en México. Podemos estar bien seguros de que cuando una iglesia, no importa
cuál, habla de represión de la libertad de conciencia, hay siempre bienes terrenales de
por medio. El trabajador mexicano es envidiable; tiene una buena enseñanza intuitiva.
Pero no sólo mirar, aprende; y aprovecha en su favor lo que aprende.

En México hay todavía hoy terratenientes que poseen más de cinco millones de
hectáreas de tierra; son casi incontables los que aún hoy poseen más de cien mil
hectáreas. Después de la revolución, los grandes terratenientes habían tenido que
restituir toda la tierra que antiguamente había sido tierra ejidal (tierra comunal) de los
indios. Recién con esta restitución los indios fueron verdaderamente libres e
independientes. Porque libertad sin independencia económica no es libertad, sino, en el
mejor de los casos, un gorro frigio, que ni siquiera llega a calentar las orejas en
invierno.
Cada familia india tiene una cierta parcela de tierra. El tamaño del terreno depende de la
calidad y fertilidad de la tierra, en segundo lugar, de la cantidad de bocas que la familia
tiene que alimentar. Cada parcela de tierra es lo suficientemente grande como para
poder alimentar bien a toda la familia y al mismo tiempo, es lo suficientemente pequeña
como para que la familia no pueda tomar un trabajador asalariado. La parcela no se
delimita exactamente; si alguien se siente con fuerzas para trabajar una cantidad de
tierra mayor, la recibe. Pero si para trabajarla ocupa a alguien que no pertenece a la
familia, se le vuelve a reducir la cantidad de tierra asignada.
La tierra convierte al indio en absoluto señor de sus asuntos. Si no tiene ganas de
trabajar para una finca de café o de cacao (plantación), nadie lo puede obligar; nadie lo
puede obligar a trabajar por cinco centavos (once centésimos de marco), como debió
hacerlo bajo la dictadura de Porfirio Díaz. En aquellos tiempos el indio podía ser
obligado por la policía a trabajar para el finquero (propietario de una plantación). Si el
indio sentía nostalgia de su familia -a veces se lo obligaba a trabajar a ciento cincuenta
kilómetros de su pueblo- y huía o se negaba a ir al trabajo, lo transportaban a la
plantación como ganado. Hoy no se le puede pagar menos de un peso (2,10 marcos) por
día. Si abandona su trabajo, el plantador ya no tiene el derecho de hacerlo apresar por
soldados. Antes de la revolución los agentes de los plantadores emborrachaban a los
indios o, valiéndose de otros trucos, les metían un anticipo de un peso en la mano.
Entonces el plantador adquiría derechos sobre ese hombre, porque había percibido un
anticipo sobre el sueldo. Si el hombre no iba solo, era la policía quien lo arrancaba de su
casa y de su familia para llevarlo a la plantación. Porque se había vuelto un desertor.
Hoy esto ya no es posible. El anticipo no le da al patrón derechos sobre el hombre. Por
supuesto que los plantadores, que como todos los empresarios se unen mucho más
rápido que los trabajadores, introdujeron un sistema de listas negras, de manera que el
trabajador que ha recibido un anticipo y no se presenta a trabajar no es empleado por
ningún otro plantador. Pero los soldados ya no les ayudan a cazar a sus hombres. En la
mayoría de los casos, es un agente quien se ocupa de contratar a los trabajadores. El
agente paga los anticipos y es responsable ante el plantador de que el trabajador se
presente. Como en el período de la cosecha de café los plantadores ocupan dos, tres o
cuatrocientos indios, que hoy piden por lo menos un peso por día, es fácil imaginar que
los propietarios de las plantaciones digan de este gobierno que es bolchevique, mientras
cantan loas a los dorados tiempos de México bajo el gobierno de Pórfiro Díaz.
La tierra ejidal no puede ser vendida ni comprada. Si una familia se extingue o emigra,
la tierra vuelve a la comunidad. Cada familia nueva que se forma, obtiene la cantidad de
tierra que le corresponde según el número de miembros.
El modo de cultivación varía mucho. En algunas comunas cada familia cultiva la tierra
independientemente de todos los otros miembros de la tribu. En otras comunas que he
visto, la tierra es labrada por todos los hombres adultos conjuntamente.
Los indios choles trabajan la tierra colectivamente, acompañándose con música. Los
instrumentos musicales son primitivos tambores y flautas. Frecuentemente los hombres
que labran, cantan con la música. Y así el trabajo se va haciendo al ritmo de la música y
con alegría.
En algunas comunas la cosecha se hace individualmente. Cada familia cosecha en su
propia tierra. Esto sucede frecuentemente incluso en aquellas comunas en que la tierra
se cultiva en común. En otras comunas se cosecha en forma colectiva y cada familia
recibe lo que ha rendido su parcela de tierra. Y hay comunas en que se junta la totalidad
de la cosecha y cada familia recibe la cantidad que necesita para llenar sus bocas, una
vez que la cosecha ha sido repartida entre las cabezas de la comunidad. En algunas
comunas deciden de año en año cómo proceder. En todos los casos en que la labranza y
la cosecha se hacen en forma colectiva, cada familia se ocupa de un pequeño terreno
cerca de la casa, donde cultiva en forma tolmente individual. Una familia crea un jardín
de flores, otra planta un vegetal particularmente amado por un miembro de la familia,
aquélla otra planta bananas, manzanas o limones o lo que le guste.
Que yo sepa, hay ciertos frutos como algodón, caña de azúcar, café, tabaco que siempre
se plantan y cosechan en forma colectiva, aun en los casos en que todos los otros frutos
del campo se produzcan individualmente. Estos productos especiales se reparten en el
momento de la cosecha a los miembros de la comuna. Después de la repartición, los que
ese año no tendrán necesidad de algodón, cambian su parte por el tabaco que tiene un
vecino o por el azúcar de caña de otro vecino, que quizás necesite algodón pero no
tenga ningún interés en tener tanto tabaco o café.
La venta de la cosecha se realiza en forma exclusivamente individual. Por eso se ven
con frecuencia en las calles de una ciudad mexicana, en los barrios indios, un indio o
una india sentados con una canasta llena de algodón que ofrecen para vender. A veces
no es más de un kilogramo de algodón. Los indios no venden el algodón desprendido de
su cáscara. Sospecho que es porque el comprador generalmente también es un indio,
que como comprador prevenido, se quiere asegurar de no estar comprando mercancía
falsificada.
Esta economía comunal de los indios no presenta ninguna influencia del moderno
comunismo. De los indios, salvo aquéllos que son trabajadores urbanos, ninguno hasta
ahora escuchó nada de socialismo, ni de comunismo o bolchevismo. La economía
comunal es una antiquísima forma de economía de los indios, que fue destruida por los
conquistadores. Todas las rebeliones de los indios en los últimos cuatrocientos años,
desde que los blancos les quitaron la tierra, tuvieron siempre sus raíces en el reclamo:
restablecimiento de la antigua comuna india.
El gobierno actual trabaja con ahínco buscando crear una moderna economía
cooperativa basándose en la vieja comuna india. A lo largo y a lo ancho del país
establece bancos agrarios, que trabajan sobre la base de la reciprocidad, y puestos de
entrega de modernos utensilios de labranza, que trabajan asimismo como cooperativas.
Finalmente también se intenta regular la venta de las cosechas en forma cooperativa. En
los estados del norte y del centro de la república, donde los indios alcanzaron un mayor
nivel de civilización, la moderna idea de cooperación ha conquistado en los últimos tres
años enormes territorios obteniendo resultados sorprendentemente buenos. Claro que el
gobierno tiene que luchar contra un gigante que no se encuentra dentro del país, sino
fuera. Cada vez que el gobierno mexicano quiere imprimir un parágrafo de la nueva
constitución surgida de la revolución, el gobierno americano presenta una nueva nota
enérgica, con la que amenaza más o menos veladamente al gobierno mexicano, de
interrumpir las relaciones diplomáticas en caso de que México se atreva a crear leyes
consideradas demasiado buenas para su pueblo. Tales notas de protesta del gobierno
americano se podrán comprender mejor si se viene a saber que un latifundista
americano posee tres cuartos de millón de hectáreas en México. Ni hablemos de las
posesiones en tierra y en valores que controlan las grandes compañías petroleras y
mineras americanas. Dos ministros del actual gobierno americano, el ministro de
Relaciones Exteriores y el ministro del Tesoro son, a través del prudente desvío de sus
familias, los accionarios principales de dos de las más poderosas compañías petroleras
en México. El gobierno americano no trabaja solamente en el interés de sus propios
grandes capitalistas, sino también en el interés del gran capital europeo, especialmente
del inglés. Además: los intereses encontrados del gran capital americano e inglés, que
luchan ambos por la supremacía en la tierra, harán estallar la próxima guerra, en la que
los objetos de litigio serán México y China. Si los trabajadores del mundo no pierden la
ocasión una segunda vez, la imagen política y económica del mundo podría modificarse
enormemente a causa de este conflicto entre Inglaterra y América. En este conflicto al
pueblo alemán le tocará en suerte hacer de mercenario a los capitalistas americanos. La
actual política americana se mueve abiertamente y sin escrúpulos en esa dirección.

*
Antes de la revolución los indios no participaban de la cultura general. Dominaba la
idea de que un indio ignorante fuera más trabajador y más barato que un indio que
supiera leer y escribir. La iglesia, en calidad de capitalista más rico, apoyaba esa idea. Y
tenía otro motivo para hacerlo. Un cura, un sacerdote católico de México, me contó
abiertamente en una ocasión, que la iglesia se debía oponer a la escolarización de los
indios, porque un indio instruido no podría nunca ser tan buen creyente como un indio
ignorante. Y esto es bien cierto.
Estos pobres indios ignorantes gastan sus últimos centavos en comprar velas para la
iglesia o para colgarles corazoncitos, piernitas, bracitos, caritas, pies y manos de plata a
sus santos. Y de estos santos las iglesias mexicanas están llenas. Ni bien el indio
empieza a instruirse, comienza a reflexionar sobre los gastos para las velas o para los
adornos plateados y busca probar su eficacia con mayor atención. Prefiere ir a lo de un
médico matriculado a la vecina ciudad en vez de ir a quemar velas en la iglesia, para
curar a su mujer o sus hijos de viruela negra o de otra enfermedad grave.
Actualmente casi todas las ciudades indias de una cierta importancia cuentan con una
escuela. Donde todavía no la hay, seguramente la habrá dentro de un año.
Frecuentemente la escuela es sólo una choza india. Pero en muchas ciudades o poblados
indios hay una casa comunal en la que la escuela ocupa el mejor lugar. Frecuentemente
el aula no está amueblada. Los niños están sentados en el suelo, en semicírculo
alrededor del maestro que se sienta en una silla o, a veces, sencillamente sobre una caja.
Los niños apoyan sobre las rodillas una pizarra o un trozo de papel, a veces sólo un
pedazo de papel madera y se largan a escribir. Los libros de lectura son tan raros, que
los niños se las tienen que arreglar con dos o tres por clase. A pesar de esto es
asombroso lo rápido y lo mucho que aprenden los niños. Se ayudan mutuamente. Aun
en la escuela reina el mismo espíritu comunitario, que llena toda la vida de los indios.
Entre los indios no se conoce la ambición individual en la escuela. Nadie llega a ser el
primero de la clase por haber respondido a una pregunta, que su compañero no sabía. En
la escuela no hay ni celadores, ni sargentos o rangos semejantes a los que se han ido
creando en las escuelas europeas. En lugar del silencio reina la algarabía. Todos hablan
al mismo tiempo. Uno escribe mientras el otro lee en voz alta o baja. Y como tienen que
mirar el mismo libro entre tres, cuatro o seis, los niños se amontonan. El silencio dura
sólo el tiempo en que el maestro cuenta o explica algo que interesa a todos por igual.
Yo mismo compartí las clases con los niños, hice excursiones solo con el maestro o con
toda la escuela, participé en las fiestas escolares en ocasión de festividades nacionales -
5 de mayo y 16 de septiembre - y frecuenté durante meses, junto a indios adultos, la
escuela nocturna. Porque de noche hay también clases para adultos que quieren
aprender a leer y escribir. Y siempre me vi empujado a comparar con la educación, tal
como se maneja en EE.UU. y en Europa. En Europa reina la ambición individual, aquí,
entre los indios, reina la ambición común. Ninguno busca sobrepasar al otro, para ser el
primero o el premiado. Cuando alguien ha aprendido a leer y escribir una palabra, no
aprende la siguiente, hasta no haber ayudado a su vecino a hacerlo tan bien como él
mismo. Recién entonces se siente realmente satisfecho y aprende una nueva palabra.
Aun los soldados del ejército, entre los cuales sólo pocos saben leer y escribir, proceden
así. Ni bien tienen una hora libre se sientan juntos y se enseñan mutuamente a leer y
escribir. Del mismo modo aprenden a manejar las armas.
En la mayoría de los estados de México la escuela es obligatoria. Pero la obligatoriedad
se aplica escasamente. En las ciudades más grandes se puede ejercer un control más
enérgico. En las grandes ciudades hay aulas e instalaciones como en Norteamérica o en
Europa. También el sistema de enseñanza es europeo, aunque con menos rigor y
disciplina que en Alemania, donde a los niños frecuentemente se los trata como a
reclutas prusianos.
En numerosas ciudades y aldeas indias existen escuelas con todas las instalaciones que
uno espera encontrarse en una buena institución. Y su número crece mes a mes.
En los Estados Unidos de Norteamérica hay docentes hombres sólo en las universidades
y en las escuelas superiores, naturalmente al lado de las docentes mujeres. En las
escuelas primarias hay sólo maestras mujeres.
En México, por el contrario, es más bien como en Europa. La cantidad de docentes
hombres supera ampliamente la de enseñantes mujeres. Allí donde la población es
exclusivamente india hay sólo maestros hombres, porque un indio no mandaría nunca a
su hijo a aprender con una mujer. Allí, donde la población es mixta, es decir, mexicana,
mestiza e india, se pueden encontrar también maestras. En estos sitios a los indios no les
importa mandar a sus hijos a lo de una maestra.
Allí donde la población es puramente india no he visto nunca una niña en la escuela,
sólo varones. Pero, donde la población es mixta los indios mandan a menudo también a
sus hijas a la escuela. En estos casos puede ser que haya muchas más niñas que niños en
la clase. Las maestras mexicanas, en general, provienen de las clases más elevadas de la
población. Estas personas, a veces tan frágiles, frecuentemente sacrifican su vida por el
pueblo y por su misión. Han crecido en medio de la civilización moderna,
acostumbradas a todas las comodidades que ofrece la vida moderna y un día se van a los
pueblos de la jungla, de la selva, que se encuentran a doscientos o trescientos kilómetros
de la estación de trenes más próxima, tienen que soportar viajes a caballo o a mula que
espantarían a una mujer europea, apenas se le contaran algunos detalles. Estas mujeres
viven luego en medio de un ambiente completamente extraño, luchando cotidianamente
contra la malaria, la fiebre amarilla, los insectos más repugnantes hasta que deben ser
enterradas antes de llegar a la flor de la edad. Y otra maestra está ya pronta para partir.
No son los 25 pesos de salario que las atraen a los rincones más apartados del país.
Como dactilógrafa en la ciudad podría ganar cinco veces más. Tampoco es la sed de
aventura lo que las lleva. No es otra cosa que un profundo amor por algo que les parece
sagrado, un amor completamente ajeno al europeo, que sólo se puede comprender si se
conocen el pueblo y la historia de su liberación de aquellas potencias, que quieren
llenarse de las riquezas naturales de este país. Porque hasta el día de hoy las riquezas de
México fueron su maldición. Las hienas y los buitres acechan al cadáver. Y si hasta
ahora no lograron reducir a cadáver a este país lleno de vitalidad, que se levanta una y
otra vez, es porque las hienas no se lo dejan a los buitres y los buitres lo defienden de
las hienas. Y los maestros y maestras que parten hacia los rincones más lejanos de la
tierra, saben muy bien que la libertad del país no se defiende con las armas, sino
enseñando el alfabeto.
Ni bien el indio le toma el gusto a la instrucción, se vuelve asombrosamente ansioso por
aprender más. En la medida de sus posibilidades, el gobierno ha realizado en el poco
tiempo de su existencia, una obra extraordinaria para satisfacer las espectativas de una
juventud deseosa de aprender. El estado de Chiapas erigió una notable escuela industrial
en Tuxtla Gutiérrez. La escuela tiene su propio edificio, que debe ser considerado como
el más bello de la ciudad al lado del palacio de gobierno. El cuerpo docente es excelente
y la instalación interna es digna de una exposición.
En esta escuela se dedica la mañana a la formación intelectual, que en cuanto a valor se
puede equiparar a una escuela secundaria europea. Se enseñan inglés, francés y latín.
Por la tarde se estudian los oficios. Hay clases de agricultura con aplicación práctica en
huertos y campos. Y hay clases de ebanistería, carpintería, construcción de coches,
arquitectura elemental. Además hay clases de dibujo, tallado y diseño de modelos. A
esto se agregan clases de tejido en telar o de alfombras y otras para aprender a formar,
cocer y decorar la vajilla de barro. Aparte, hay varios cursos para la confección de
objetos artísticos o de utilidad. Un curso se dedica a la conducción doméstica, donde las
niñas aprenden a cocinar, a remendar los vestidos y donde estudian los fundamentos de
la puericultura. El día en que yo visité la escuela, se estaba dictando una clase sobre el
valor nutritivo de los alimentos, sobre la composición de los platos más nutritivos, sanos
y al mismo tiempo simples. El curso se desarrollaba en forma moderna y científica y
basándose en las últimas investigaciones.
Una escuela de este tipo puede ser para un europeo una cosa vieja y archiconocida. Pero
el cuadro adquiere otro relieve si se considera que en esta escuela de cada cien alumnos,
setenta son indios puros que todavía usan su propia lengua cuando hablan entre ellos,
que nacieron y crecieron en comunas indias puras. Estos jóvenes, quince años antes, es
decir antes de la revolución y bajo el viejo régimen, no hubieran tenido la posibilidad ni
siquiera de aprender a escribir el propio nombre.
Cada comunidad del estado debe elegir a un niño para mandarlo a esta escuela
industrial. Aquí pasa entre dos y seis años, según su formación anterior. El estado de
Chiapas solventa todos los gastos. El actual gobernador del estado de Chiapas cuida de
esta escuela como si quisiera convertirla en el centro de formación de todo el país. Cada
peso que logra ahorrar, es destinado a esta escuela.
Pero es de lamentar que todos los modelos originales que se utilizan en esta escuela
sean europeos, generalmente franceses. Sería mejor animar a los alumnos a usar la
propia fantasía, y en todo caso, si necesitan modelos para copiar, que se sirvan de la
cantidad y variedad de tesoros artísticos indígenas.
Pero el mexicano tiene un rasgo de debilidad en su carácter. Todavía no ha adquirido
conciencia de la propia cultura, única y originalísima. Salvo de la música y de sus
canciones, se avergüenza de todas las otras manifestaciones de su cultura. Y en cambio
admira todo lo que es americano o europeo y lo encuentra bello y digno de ser copiado.
Y lamentablemente lo copia; y demasiado bien. Ha hecho de la Ciudad de México una
ciudad que podría ser Bruselas u otra semejante. El mexicano se siente halagado cuando
se le dice que una ciudad o cualquier otra cosa es tan linda como en Inglaterra o en
Francia. Siguiendo su impulso a imitar empieza a imitar las leyes inmigratorias
americanas y a los burócratas europeos, a pesar de la repulsión que siente por unas y
otros en el fondo de su alma. Siempre teme no ser considerado por los ciudadanos de
otras naciones, si no imita totalmente el modelo americano o europeo. Pero en verdad,
sólo se hace respetar cuando intenta hacer valer su cultura y la contrapone
decididamente a la europea. Es apreciable que los jóvenes artistas mexicanos
manifiesten cada vez más el carácter mexicano. La arquitectura que se ve hoy en
México es, como muchas otras manifestaciones, una lamentable mezcla de español-
francés-americano con un toque de mexicano.
Al lado de muchas cosas superfluas o dañinas también se imita mucho de lo bueno, de
manera que hay una cierta compensación. Ejemplo de esto son sobre todo el servicio
sanitario y el bienestar social. Pero yo creo que en estos aspectos el impulso no vino
tanto de la sed de imitación, sino más bien de la influencia decisiva de la clase
trabajadora socialista. Son los trabajadores y sólo ellos, quienes insisten constantemente
ante el gobierno y los gobernadores de los estados para que no descuiden el servicio
sanitario. Es que el trabajador también en este caso, y como siempre, es la primera, la
segunda y la última víctima. Allí donde el gobierno no actúa con suficiente prontitud,
son los trabajadores socialistas los que instalan puestos de vacunación en los locales de
los partidos o de los sindicatos. Allí vacunan gratuitamente dos horas por día. Son los
obreros los que salen los domingos para ir a los pueblos y a los ranchos para dar charlas
más o menos buenas sobre normas higiénicas. Son los obreros los que van a los campos
para controlar que no se esté plantando marihuana, que es una planta que contiene una
sustancia tóxica narcótica con efectos mucho más devastantes que el opio.
En aquella escuela industrial de Chiapas todos los alumnos y todas las alumnas tienen la
obligación de asistir a un curso de "primeros auxilios" para poder pasar el examen de la
Cruz Roja. Todos los domingos la escuela manda una cantidad de comisiones
compuestas de alumnos que han aprobado este examen a los pueblos donde visitan a
hombres y mujeres de su tribu, cuyo idioma saben hablar y a quienes conocen por los
lazos familiares. Aquí hablan con los indígenas sobre problemas de salud, sobre cómo
disminuir la altísima mortalidad infantil, sobre la importancia de la higiene corporal, de
la casa y de los alimentos y sobre las medidas que hay que tomar cuando se manifiestan
los primeros síntomas de tal o cual enfermedad. Como todos los alumnos regresan a sus
aldeas natales durante las vacaciones, tienen la posibilidad de difundir consejos útiles y
necesarios hasta en los puntos más alejados del estado. Esta actividad de los niños,
algunos de los cuáles son ya muchachos, allana el camino a las comisiones
gubernamentales, que ahora recorren el país para vacunar a la gente y dejarles una
cantidad de buenos consejos. En cientos de casos sería imposible vacunar a los indios.
Pequeños ejércitos de soldados deberían acompañar a las comisiones cada vez que éstas
intentaran vacunar o siquiera tocar a un niño. Pero los alumnos encuentran el modo de
hablar con su tribu y cuando llega la comisión que no cuenta con más de tres o cuatro
hombres, los indios ya no los atacan o se esconden en el monte, sino que saben que sus
hijos y ellos mismos serán protegidos de la viruela negra. El trabajo de la comisión
gubernamental se termina en pocas horas con toda tranquilidad y los indios están a
salvo de una epidemia que en México y en América Central ha exterminado distritos
enteros.

Cada comuna india, habitada exclusivamente por indios, constituye un estado soberano
e independiente, reconocido y respetado por el gobierno.
El alcalde de una comuna de este tipo es un indio de sangre pura. Ningún otro, ni
siquiera un mestizo puede llegar a alcalde. Es elegido por los indios de sangre pura de
su comunidad. Naturalmente los indios eligen siempre a su propio cacique como
alcalde, es decir al hombre que, por razón del derecho hereditario o de sucesión o por
otras razones, pertenece a los nobles y elegibles de su tribu.
Para cumplir con los requisitos constitucionales, el gobierno debe confirmarlo en el
cargo. Hasta ahora no he oído de ningún caso, en que el gobierno hubiera negado el
reconocimiento a un alcalde elegido por los indios.
Durante una solemne ceremonia el electo recibe de manos del gobernador o de su
representante el bastón con el botón plateado que lleva grabada una cita relacionada con
el cargo. Este bastón, generalmente de ébano, puede tener la longitud de un bastón de
caminar, pero frecuentemente es mucho más largo. Es la insignia del cargo y de la
autoridad del cacique. Cada vez que sale de su casa, lleva consigo el bastón.
Generalmente se lo lleva debajo del brazo y no lo usa como apoyo para caminar. Si el
cacique necesita un bastón -como lo usa la gente en la montaña- utiliza uno especial.
Cuando el cacique lleva su bastón, su pueblo lo considera intocable. En este caso es
inmune al arresto como un senador, incluso ante funcionarios mexicanos. El cacique es
demasiado consciente de su dignidad y de su alto cargo como para cometer
voluntariamente un hecho que lo ponga en conflicto con la ley.
Cuando el gobierno quiere honrar particularmente a ciertos caciques que se han
destacado por una acción o por cualquier razón, les confiere una borla de seda que se
coloca alrededor del bastón, debajo del botón plateado.
El título oficial del cacique es "Presidente de Municipalidad" o alcalde. Cuando se
entra en contacto con el cacique, hay que dirigirse a él usando este título. Es igual al que
lleva el alcalde de Ciudad de México o de las restantes ciudades del país. En los pueblos
se usa el título "alcalde" (N.d.T.: en español con grafía alemana en el original,
"Alkalde"), que equivale a intendente o jefe del pueblo. Pero aun en los pueblos donde
el alcalde es un cacique, se lo llama, por cortesía, Señor Presidente (N.d.T.: en español
con grafía alemana en el original, "Senjor Presidente").
Pero no hay que pensar que este título sea para el cacique sólo un título y nada más.
Quien crea esto se puede llevar grandes sorpresas. El cacique elegido es en realidad
alcalde en funciones de su ciudad. Los miembros de la tribu dependen sólo de su
autoridad y no de la autoridad del gobierno mexicano. Sólo el cacique es juez en las
cuestiones de la tribu y de la comuna. Sus ordenanzas y prescripciones son reconocidas
y respetadas por el gobierno como leyes para su tribu y su comuna. Como estas
prescripciones se refieren sólo a esa tribu y a esa comuna, no entran nunca en conflicto
con la ley mexicana. Si el cacique manda que en su comuna no se pueda vender
aguardiente, es una ley válida para su comuna y si ordena que en su comuna los
vendedores mexicanos no puedan ofrecer mercancía o cierto tipo de ella, el gobierno no
protegerá al comerciante expulsado de la comuna.
El cacique raramente actúa solo. Tiene por consejeros a los ancianos y nobles de la tribu
y también a aquellos miembros de su pueblo que por distintos motivos, quizás por haber
vivido en ciudades mexicanas, le puedan dar buenos consejos. También en su calidad de
juez comenta todos los casos con los ancianos y consejeros de su comuna. Su aspiración
no es ser un autócrata, simplemente se siente responsable de su tribu.
Si un indio perteneciente a una comuna india independiente es sorprendido cometiendo
una acción ilegal en una ciudad mexicana, las autoridades advierten al cacique que
viene a buscar al hombre. En general, el pobre diablo la pasa mucho peor con su cacique
que con el juez. El tribunal mexicano lo trataría con mayor indulgencia que su cacique,
quien en estas cosas no bromea.
En general, se puede decir que el indio que aún vive en el seno de su pueblo,
difícilmente cometa un grave crimen. Pero las noches en Chiapas son largas. Apenas el
sol se pone, ya es de noche. Durante casi todo el año la noche y el día tienen la misma
duración. A los mexicanos y a los extranjeros que viven en Chiapas, alejados de los
centros civilizados, agolpados en pequeñas ciudades, completamente circundados por
indios, muy superiores en número, les gusta mucho reunirse en las largas noches y
contarse historias. Naturalmente el tema de las historias son los indios. Todo lo que se
llega a contar de los secretos poderes mágicos de los indios, de los misterios de su vida,
de su fuerza sobrehumana, de sus increíbles habilidades, acciones, hazañas, crímenes
llega al infinito. Todos tienen un testigo que pueda confirmar lo contado, porque
sucedió a su abuelo o a su abuela, al cuñado del vecino, al tío de la mujer, a la tía del
finado compadre. Cada vez que se vuelve a contar la historia y cada vez que se la
escucha en boca de otro que la repite, se vuelve más truculenta. Todos juran que la
historia es la pura verdad y que sucedió exactamente como dice el relato. Si uno se
atreve a dudar de la veracidad, enseguida citan a una docena de nombres de respetables
ciudadanos que pueden ser consultados al respecto. Si uno dice que no cree la historia o
que duda de ella, todos le echan en cara ser sólo un viajero de paso que no puede
conocer la tierra y a su gente como quienes han pasado aquí toda su vida, como quienes
han nacido aquí y tienen a los abuelos ya nacidos aquí. Tras lo cual, uno queda
derrotado. A esto se agrega que la gente cree en sus propias historias, mucho más que en
el evangelio.
Hay que defenderse con todas las fuerzas interiores de estos narradores para no
sucumbir a su influencia. Esta gente está en un constante estado de tensión, como todos
aquéllos que, en algún lado, se encuentran cercados por una raza extraña.
La dificultad para mantenerse cerca de la realidad radica en que todas las historias que
se cuentan tienen en su base un acontecimiento real, que sólo con los sucesivos cuentos
se va transformando en un relato monstruoso. En todos los casos en que logré llegar al
núcleo de la historia, descubrí que aquel crimen horroroso, aquella fechoría
aparentemente misteriosa había sido cometida por un mestizo o por un indio criado en
la miseria de un suburbio mexicano y que naturalmente había adquirido las costumbres
y las ideas de las capas que en todas partes pululan en el basural de la civilización.
Quiero contar aquí, a grandes rasgos, una de esas historias de terror.
Un día se difundió por todo el estado la noticia de que en el camino entre Huixtla y
Chicomuselo un blanco y su acompañante indio habían sido cruelmente asesinados por
indios. Se decía que habían sido arrojados, hechos pedazos, a los abismos que bordean
una larga parte del camino y que la suma quedada en manos de los indios superaba los
diez mil pesos en plata pura.
Así comenzaba la historia. Es de imaginarse en qué se convirtió después de varias
semanas de ser repetida noche tras noche por narradores que se esforzaban por causar
mayor impresión que sus predecesores. Analizando un poco más de cerca, se comprobó
que la historia había sucedido realmente y en el fondo, tal como había sido contada.
La verdad pura y despojada de los hechos era ésta: un joven hombre blanco había
aceptado el encargo de llevar una suma de dinero contante desde Tapachula, la estación
de trenes, hasta un distrito norteño, a unos cientos de kilómetros de distancia. El dinero
debía servir a los plantadores de café para pagar los salarios. El hombre, empleado en
una plantación de café, había recibido correctamente el dinero entregado por el agente
del banco. Había escondido luego el dinero en latas de petróleo de 5 galones de
capacidad, cargado las latas sobre una mula de carga, tras lo cual, se había marchado
con un mulero indio. Nadie sospechaba que en esas latas había dinero contante. Los
transportes de dinero a través del país se realizan siempre bajo los disfraces más
extraños. Ninguna compañía asume seguros para transportes de este tipo o similares.
Hay que agregar que cada año cientos de miles de pesos de plata son llevados a través
del estado por hombres solos. Los transportes son más seguros que en los Estados
Unidos.
Obviamente si se llega a saber que tal o cual atraviesa el país transportando dinero
contante, el dinero y muchas veces el hombre están perdidos. Tampoco vale la pena
hacer acompañar estos transportes por soldados, porque es muy costoso y no
necesariamente más seguro. En los desfiladeros y allí donde los caminos bordean
precipicios, bastan cuatro hombres para detener y demoler a gusto a una compañía de
soldados. Pero el hombre de nuestro relato no había hecho bien el equipaje. Una noche,
al entrar en una posada, el dinero tintineó al descargar. Tuvo que cambiar el equipaje y
fue observado. Con lo cual el destino del dinero había quedado marcado. Al día
siguiente, al pasar por un lugar propicio, tres hombres con las caras cubiertas por
pañuelos le cayeron encima. Es raro que se llegue a luchar. El primero que alza el
revolver gana. El que es sorprendido no tiene más remedio que vaciar los bolsillos y
darse por contento si no le sucede nada más.
Los bandidos, que quizás eran novatos en el negocio, estaban tan nerviosos como el
hombre y dejaron escapar varios tiros. Así sucedió que el mulero fuera herido
superficialmente y escapara gritando como un poseído. El hombre asaltado, que hasta
ese momento seguía montado en su caballo, al oír gritar desesperadamente a su
muchacho, vio que la cosa se ponía seria, clavó las espuelas y partió galopando en la
dirección contraria. La mula de carga cayó en manos de los bandidos.
El mulero llegó finalmente al poblado X y el hombre blanco al poblado Y del lado
opuesto. Llegado aquí, sano y salvo, comenzó a avergonzarse por haber facilitado tanto
las cosas a los bandidos y por no haber asistido mejor a su sirviente. Ni bien uno se
encuentra al reparo, las cosas parecen mucho menos peligrosas, tal como uno se
avergüenza al sol de la mañana de los temores que una pesadilla causó por la noche.
Para encontrar suficientes atenuantes, contó una historia espeluznante, a la cual podía
dar cualquier forma, creyendo que su muchacho indio había sido muerto y que, por lo
tanto, no había ningún testigo que temer.
El muchacho entretanto había llegado al poblado opuesto X. También él veía ahora el
asalto con mayor calma y se avergonzaba por haber abandonado tan cobardemente a su
señor. Y también él, para colocar su fuga bajo una luz más benévola, contó casi la
misma historia que su amo, al que creía muerto. Había sido asaltado por una horda y
antes de poder defenderse, su amo había sido abatido a tiros, despedazado con un
machete y arrojado al abismo. El mismo podía mostrar una pequeña herida.
Así llegaron dos relatos a Tapachula, al punto de partida. Un cuento decía que el blanco
había sido matado y despedazado y el otro cuento decía claramente que el indio era el
muerto y despedazado. Al final ambos resultaban muertos, hechos pedacitos y arrojados
al abismo. Así la historia llegó a los diarios. La suma robada alcanzaba en realidad sólo
a unos novecientos pesos. Pero para mejor condimento de la historia, llegaron a ser más
de diez mil pesos. Durante semanas nadie osó salir a los caminos.
Poco a poco se llegó a saber por las autoridades que los dos asaltados estaban aún en
vida y que sólo había sido robado el dinero. Los diarios publicaron la noticia de tal
modo, que nadie podía sospechar que se tratara de los mismos que supuestamente
habían sido despedazados. Es que el corresponsal del diario no quería que su lindo
cuento acabara arruinándosele.
Los cuentistas habían adornado tanto el cuento, que ni ellos mismos podían creer que
los dos viajeros, que las autoridades habían encontrado con vida, pudieran ser los
protagonistas de su relato. Tenía que tratarse de otra gente. Y como habían pasado
semanas y meses, ya no había modo de verificarlo exactamente. Y además la historia
era demasiado buena como para dejarla de lado durante las largas noches. Era
demasiado buena y truculenta, como para querer empañar su efecto agregando la sobria
corrección. Como no se dan nombres cuando se cuentan estas historias, y sólo se habla
de un viajero blanco con su acompañante indio, es fácil -y sé que ha sucedido
realmente- que aquél que fuera despedazado y arrojado al abismo pueda estar sentado
escuchando la historia, sin que se le ocurra ni por asomo que él mismo es el
protagonista de ese cuento. A tal punto la historia se habrá ido alejando del hecho real.
Otro hecho acaecido en Chiapas durante mi estadía y bastante cerca del lugar, fue
contado con igual arte impresionante.
Tres mexicanos, que viajaban cerca de La Concordia, fueron sorprendidos por la noche.
Encontraron un jacal abandonado cerca del camino y allí se acostaron a dormir. A la
mañana siguiente pasaron dos viajeros a caballo y al ver unos buitres sobrevolando la
choza, desmontaron y encontraron a los tres hombres decapitados. Las cabezas habían
desaparecido. En los bolsillos no había nada que pudiera indicar nombres o domicilios
de los asesinados. Los dos viajeros dejaron los cuerpos tal como los habían encontrado
y cabalgaron "horrorizados" hasta el próximo destacamento militar, donde relataron lo
visto. Antes de llegar al destacamento, por supuesto que habían alardeado contando la
historia a todos los que encontraban por el camino, en todos los pueblos y fincas
aisladas por las que pasaban. Y como siempre sucede cuando el interlocutor hace algún
gesto de incredulidad o no muestra suficiente interés, hay que cargar las tintas, de
manera que también el más incrédulo o el menos interesado caiga preso del horror. Esto
sucederá mientras haya hombres que deseen hacer parar la oreja a otros. El
destacamento militar envió inmediatamente algunos hombres a la choza. Cuando llegó
la comisión, también los cuerpos habían desaparecido. Los buitres habían devorado todo
y los pocos huesos y jirones de vestidos que habían quedado no permitían identificar a
las víctimas. El oyente prevenido encontrará en la historia circunstancias accesorias que
lo harán dudar de la veracidad del relato.
Pero aquí la historia se cree, se la cuenta una y otra vez, la gente teme viajar y el
gobierno es acusado de no hacer lo suficiente para proteger a la gente. Esta última
observación ya explica por qué estas historias se difunden. Porque según la gente que
desea el infierno al gobierno actual, estas cosas no sucedían durante el régimen de
Porfirio Díaz. Suceden sólo desde que los indios tienen derechos y ya no respetan más a
los blancos; suceden sólo desde que el obrero es tratado decentemente y comienza a
acostumbrarse a una vida más humana.
Pero el pueblo cree estas historias porque de hecho pueden ser verdaderas. Sucede,
como yo mismo lo he visto, que indios o bandidos decapiten a personas para evitar la
identificación de los muertos o para asegurarse de que estén bien muertos. Dado que,
por las grandes distancias, pueden pasar varios días antes de que los militares lleguen a
los lugares de los hechos, es posible que los buitres dejen sólo los huesos de tres
hombres. Y porque tales historias pueden ser verdaderas, porque cosas semejantes
pueden suceder realmente, por esta razón, hechos que quizás sucedieran cien años atrás,
son traídos nuevamente a la luz, modernizados y explotados con fines políticos. Y no
sólo con fines políticos, también con fines capitalistas. Si alguien descubre una tierra
rica en petróleo o una vena de plata, o una fértil tierra de cultivo o indígenas que
trabajan por poco o excelentes bosques, entonces hace circular historias truculentas para
alejar a la gente que podría arruinarle el negocio. Este método no es sólo empleado por
individuos, no sólo por grandes compañías capitalistas, sino también por estados con
intereses imperialistas.
Está claro que no todos los habitantes de México o del lejano Chiapas son ángeles o
niñitos inocentes. Pero, en general, es más seguro viajar en Chiapas que en cualquier
lugar de los Estados Unidos de Norteamérica.
Tampoco hay que llegar a suponer que los indios no cometan nunca crímenes. Son
criaturas humanas y como tales están sujetos a las debilidades, a los errores y a las
pasiones humanas con sus consecuencias. Pero sus principios morales son más elevados
que los nuestros, porque son más sinceros y están menos entretejidos con hipocresía y
falsedad que los nuestros.
En EE.UU. (United States = Estados Unidos de Norteamérica) es por cierto curioso el
modo de tratar a los indios. Corresponde a la extraña hipocresía que contamina la vida
pública de América. Al americano amante de la libertad le pareció normal seguir
teniendo al negro en esclavitud mientras él hacía la revolución luchando por la libertad
y la independencia; le pareció muy normal atacar México, débil e inerme, para quitarle
más de la mitad del país; le pareció perfectamente compatible con sus sentimientos
libertarios guerrear contra España so pretexto de liberar del yugo las colonias de Cuba,
Filipinas, Puerto Rico para ponerlas, una vez liberadas, bajo su soberanía. Partió a la
guerra de 1917 proclamando no perseguir fines de lucro, sino querer llevar al mundo
paz y democracia y volvió de la guerra con las fortunas confiscadas a los alemanes y
austríacos que vivían en América, con las mayores y más bellas naves alemanas, con la
colonia alemana de Samoa. No permite que ni México ni ninguna otra de las repúblicas
centroamericanas promulguen y apliquen leyes en favor del interés popular. El hecho de
que millones de americanos, entre los cuales se encuentran los espíritus más sutiles y
valiosos, estigmaticen y combatan esta política hipócrita e imperialista nos permite
esperar confiados que algún día el pueblo americano se ponga realmente del lado de la
libertad en la que pensaron los hombres que los llamaron a la guerra por la
independencia contra Inglaterra y que respondían a las mismas influencias espirituales
que los paladines de la gran revolución francesa.
Se habla y se escribe del indio como del único propietario legítimo del suelo americano,
como del hombre al que pertenecen la tierra y sus tesoros por herencia natural. En la
práctica, sin embargo, el indio en EE.UU. es el desheredado, el expulsado, el mendigo,
el jinete del circo. A los indios se les adjudican reservas como compensación por la
tierra que les fue quitada. Para las reservas han sido elegidas las peores tierras que se
podían encontrar. Para no dejarlos morir de hambre se les dieron regularmente limosnas,
una especie de seguro de desempleo. Pero el dios de los indios pareció tener compasión
de sus hijos desvalijados y desheredados. Así sucedió que los indios de algunas reservas
que eran un verdadero desierto encontraran petróleo, por lo cual la tierra adquirió más
valor que la mejor tierra de cultivo. Inmediatamente volvieron a ser expulsados. Y allí
donde no fue posible, gracias a la resistencia de millones de americanos decentes, que se
opusieron a una tal humillación, se instalaron hienas y buitres humanos que, siguiendo
las reglas del bandidaje permitido por la ley, explotaron a los indios hasta dejarlos en
cueros. Los someten a los procesos judiciales más estúpidos e injustificados para que
una media docena de hábiles abogados pueda sacar cientos de miles de dólares.
Engañándolos los obligan a comprar las cosas más increíbles que ellos ni comprenden,
ni necesitan, ni saben cómo utilizar. Al mismo tiempo sigue la lucha sin escrúpulos de
los grandes magnates del petróleo, que emplean todos los medios que el capitalismo
moderno les pone a disposición para quitar a los indios también las últimas tierras
adjudicadas. Agentes de las poderosas compañías cometen asesinatos en las reservas y
enseguida entran en acción detectives privados que juran haber visto a tal o cual indio -
al que quieren destruir- en el momento en que iba o se alejaba del lugar del crimen.
Otros agentes encuentran en casa del indio objetos de pertenencia del asesinado. Los
herederos del indio acusado son secuestrados o desaparecen completamente. Los
testigos que el indio cita en su favor, son acusados de falso juramento o se los corrompe
en tal modo que ya no recuerdan más nada.
El indio en EE.UU. no es un ciudadano americano ante la ley, mientras que un usurero
de Varsovia o un tratante de blancas de Odessa se puede convertir de la noche a la
mañana en un ciudadano americano, al que nadie puede tocar sin vérselas con el ejército
americano. Si mediante trucos logra robar tierra en México y el gobierno mexicano
quiere quitarle la tierra habida en forma injusta o ilegal, llega enseguida una nota de
protesta desde Washington que defiende con todos los medios de la alta diplomacia el
derecho privado del delincuente que en Lodz no podía dejarse ver a la luz del sol.
Pero el indio, que vive en suelo americano desde hace doce mil años aproximadamente,
quizás desde la época aún más remota en que su antepasado comenzaba a tambalearse
sobre sus dos piernas, este indio apenas si es tolerado en EE.UU..
En México es muy diferente. Desde la revolución el indio es considerado y respetado
como ciudadano mexicano con plenos derechos, sin importar cuál sea su grado de
civilización en cada caso. Aunque ande harapiento y no hable una palabra de español, el
mexicano lo respeta más que a un extranjero, no importa que éste sea americano,
español o de cualquier otro país. Nadie en México observa al indio con la compasión o
el sentimentalismo con que en EE.UU. miran a los últimos restos de una raza en otros
tiempos gallarda.
Todo extranjero que intente ofender a un indio en México, o burlarse de él, aunque ande
en harapos y esté borracho tendrá que vérselas enseguida con todos los mexicanos que
casualmente se encuentren cerca. Y nadie osaría engañar al indio que viene a la ciudad
a vender sus productos. El mexicano es extraordinariamente cortés, hospitalario y
solidario; pero en estas cosas no le gustan las bromas.
El mexicano no habla de su hermano indio en forma sentimentaloide como
frecuentemente se hace con gesto piadoso más al norte. El mexicano considera al indio
como a un hermano. Cuando el mexicano habla del pueblo mexicano o de la nación
mexicana, incluye, sin pensarlo dos veces, a los indios de su país. Un americano o un
canadiense no lo harían jamás. El sentimiento de superioridad de los ingleses no les
permite considerar como hermano a alguien que no sea blanco. El blanco es dios y
señor, el inglés es el dios y señor supremo y todo lo demás que también anda viviendo
y reptando por la tierra son criaturas, en el mejor de los casos "human creatures". El
hecho de que el no-blanco tuviera un alto grado de civilización en la época en que el
antepasado del dios supremo, imbuido de auténtico espíritu británico, chupaba los sesos
del cráneo de sus enemigos asesinados, no hace mella en su sentimiento de
superioridad.
Aunque no todos los mexicanos piensen lo mismo de los objetivos del actual gobierno,
todo el pueblo está de acuerdo en apoyar al gobierno cuando se trata de la
escolarización de los indios. Un pequeño sector se opone a esta tarea simplemente por
intereses personales, de tipo capitalista, reaccionario o eclesiástico.
El motivo que impulsa a hacer el esfuerzo por dar al indio mayores posibilidades de
desarrollo, no es un sentimiento caritativo. Aquí hay otra razón determinante. Así como
hasta ahora no hay una nación americana, así tampoco existe hasta hoy una mexicana,
una argentina, una brasilera. Estas naciones han alcanzado hoy el mismo grado de
desarrollo que el que tenía Gran Bretaña entre los siglos nueve y doce. Los países del
continente americano tienen lenguas europeas, como durante el tiempo del imperio
romano, los nuevos países hablaban el latín. Pero ya hoy se habla en América un inglés
distinto del de Inglaterra y en México un español que difiere del de España. Pero en
México, salvo un pequeñísimo porcentaje, todo el pueblo tiene una parte de sangre
india. El mexicano indígena se diferencia tanto en aspecto y en gestos del español, que
es imposible confundirlos. El mexicano busca lo que todo pueblo joven, criar un pueblo
mexicano puro. Desde la revolución trabaja conscientemente en esta dirección. Tiene
instintivamente la sensación de que una íntima unión con los habitantes primitivos
pueda hacer surgir una auténtica raza mexicana. Cree intuitivamente que el resultado
podrá ser una excelente raza, una raza que se adaptará naturalmente a las características
del país, del clima y de la tierra y se convertirá en una nueva raza puramente americana
que poco a poco poblará todo el continente.
Pero para poder acoger al indio, al que necesita para producir tal raza, lo debe llevar a
un grado de civilización superior. El modo más simple e inmediato de realizarlo es, por
ahora, acercarlo al propio grado de cultura.
En México viven diez, quizás once millones de indios de sangre pura. Considerando una
población total de quince millones, estos once millones constituyen la masa básica que
se podría emplear ventajosamente para hacer nacer una nueva raza. La biología nos
enseña que la fusión de dos razas opuestas da siempre como resultado una raza un tercio
o la mitad más pertinaz y resistente que cada una de las dos razas originarias. Mientras
en los EE.UU. la fusión se produce siempre partiendo de una misma raza básica, la
caucásica, en México se fusionan dos razas completamente distintas. El mayor éxito lo
cosecharán los mexicanos. No se puede predecir cuál será el camino de esta nueva raza,
si se desarrollará hasta llegar a ser la raza dominante del mundo o si bajo la influencia
de nuevas ideas y experiencias se hará cargo de la tarea más difícil y más noble de crear
una cultura completamente nueva, capaz de enterrar la cultura europea. Algunos rasgos
del carácter de los indios y ciertos amagues que hicieron antes de la llegada de Colón
me llevan a suponer que esta raza será la creadora de una cultura nueva completamente
no-europea. El país mexicano vio surgir por lo menos tres grandiosas culturas distintas.
Ninguna de ellas se prodigó, ninguna se agotó, ninguna llegó a recorrer ni el tercio de su
camino. ¿ Porqué no habría de provenir de un país tan virginal la nueva cultura, para
madurar finalmente?
El difícil problema que el pueblo mexicano debe resolver ahora es cómo fundir a los
indios, desde el punto de vista de la cultura y de la civilización, tan íntimamente con la
nación mexicana, que mexicano e indio se vuelva un concepto idéntico. Este problema
es mucho más difícil que la absorción de millones de inmigrantes en EE.UU.. La tarea
que el pueblo mexicano espera llevar a cabo, es según mi parecer, la más bella y noble
que el hombre jamás haya realizado. Se trata de una conquista enteramente pacífica, que
responde sólo a intenciones culturales y civilizadoras. Sólo quien vive en el país, quien
conoce el país y a sus habitantes, sabe cuán difícil es la tarea de reunir en un pueblo
algo así como doscientos setenta pueblos distintos, con distintas lenguas, costumbres y
condiciones de vida. Hay que conocer al mexicano culto, su orgullo racial, su fina
sensibilidad en materia de cultura, todas cualidades heredadas de la sangre de los
audaces y orgullosos españoles, que en los siglos quince y dieciséis crearon un imperio,
desafiando mares completamente desconocidos, que durante siglos resistieron a los
embates de los moros en Europa y que finalmente los expulsaron sin ayuda de ningún
otro pueblo europeo. Hay que conocer este refinadísimo orgullo racial del mexicano
para valorar lo que significa para él incluir al indio en su ámbito cultural. Y que el
mexicano haga esto, desoyendo la voz de su orgullo racial, a pesar de que debería
resistirse con toda su alma, pone de manifiesto una grandeza y nobleza puramente
humanas, como no se han visto hasta ahora en toda la historia de la humanidad, en
ningún lugar y en ninguna época. Todas las fusiones raciales anteriores y las
formaciones de nuevas naciones a partir de distintos pueblos se habían dado siempre
bajo la compulsión de las armas y con la intención de llevar a la raza dominante a ser la
capa superior de la nueva nación. Aquí la conquista es pacífica y lo que aquí se sacrifica
es lo que a los hombres más cuesta sacrificar: el orgullo. El europeo nunca está obligado
a convivir con razas de color. Por eso el europeo no podrá entender nunca el sacrificio
que significa para la raza de señores el dejar de lado el orgullo para abrazar, besar y
llamar de corazón hermanos a seres que su educación y su sentimiento profundo le
hacen ver como inferiores. En los cuatrocientos años de dominio ilimitado, la Iglesia
nunca intentó nada semejante. Esta tarea la cumplen ahora los hombres y mujeres
mexicanos más finos y nobles, aquéllos que hoy en México son excomulgados o viven
bajo la amenaza de la excomunión.
Claro que se puede entender cómo es que el mexicano ve a su compatriota indio con
ojos bien distintos del americano. El americano tiene sólo trecientos ochenta mil indios
en su vasto país, por lo cual, aun si hubiera aprendido a considerar al indio como a un
ciudadano con iguales derechos, la cuestión para él sería distinta.

*
En México viven aproximadamente doscientas setenta naciones indias distintas, que se
diferencian por la lengua, los usos y costumbres y por la vestimenta. Aquí nombraré
algunas de las más importantes; y sólo aquéllas que hablan su propio idioma, es decir ni
español, ni ninguna otra lengua europea. Entre las naciones más pequeñas aquí no
citadas, algunas están tan estrechamente emparentadas que deben ser consideradas
como tribus de una nación mayor. En el recuento de la población de las naciones citadas
no fueron tenidos en cuenta los niños menores de cinco años.
Los amusgos 4800 almas, los cahuimones 1025, los cuicatecas 9600, los chinantecas
20500, los chochonas 1500, los huaves 3250, los huaxtecas 30000, los mayos 12200, los
mazahuas 8050, los mazatecas 39600, los mixes 26100, los popolocas 15300, los
tarahumaras 23600, los tarascos 34350, los tepehuanos 3360, los totonacos 64200, los
triquises 4100, los yaquises 2700. De las naciones que viven cerca de la frontera con los
EE.UU. hemos contado sólo los que viven del lado mexicano.
Las grandes naciones son: los mayas 234700, los mixtecas 156500, los otomíes 212000,
los zapotecas 214600 y la mayor, los aztecas o mexicanos 471700 almas. El nombre
México fue tomado de esta nación. El número de aztecas indica que ni ellos ni su lengua
se extinguieron, como en cambio se cree frecuentemente en Europa. Aún hoy se enseña
la lengua y hay miles de estudiantes y otras personas que la estudian. La cantidad de
aztecas en realidad es por lo menos el quíntuplo; aquí hemos citado sólo los que no
hablan español, es decir, los que hablan su lengua primitiva y viven en sus propias
ciudades y pueblos.
Según los censos gubernamentales, en México más de dos millones de personas de más
de cinco años hablan exclusivamente la lengua india. Dado que enteras naciones e
innumerables tribus y grupos no llegan a ser contados durante los censos, la cantidad
real es mucho mayor. Las naciones indias del estado de Chiapas no se han mencionado
todavía aquí.
En México, la cantidad de indios supera en tal modo la de extranjeros, que todos éstos
juntos no aportan más que una gota de sangre a la raza mexicana. Sin contar a los
chinos, en México hay 48.000 extranjeros que no hablan español como lengua materna.
La amplia mayoría de los extranjeros llegan solteros al país. En el 90 por ciento de los
casos se casan con una mexicana, especialmente si piensan quedarse en el país.
Desde un punto de vista sociológico, los descendientes de primera generación de un
blanco y de una india de pura sangre, generalmente son inferiores. Casi siempre se
evidencian fuertemente los defectos de ambas razas. Esta generación produce bandidos
y criminales, si una buena educación y un buen entorno no debilitan y regulan los
rasgos negativos del carácter. Pero con cada generación sucesiva la raza mejora. Los
instintos destructores de la primera generación se convierten en las sucesivas, en
impulsos emprendedores, constructivos y creadores.
Las naciones indias se diferencian unas de otras por lengua y costumbres. Las tribus se
diferencian por los dialectos. Estos dialectos, que existen dentro de una misma nación,
pueden ser tan diferentes, que los miembros de una tribu difícilmente comprenden a los
miembros de otra. Los miembros de las distintas tribus de una misma nación se
diferencian por pequeñas características de la vestimenta y particularmente -al menos en
Chiapas- por la forma de los sombreros. Y además hay familias que viven en pequeños
grupos, que sumando varios, forman una tribu. Algunas son grandes familias, tan
íntimamente ligadas, que es difícil distinguir los diversos lazos maritales y de
parentesco. Que sea correcto hablar de nación contraponiendo el término a tribu, se hace
evidente en el hecho de que los mayas hablan una lengua que se diferencia tanto de la
lengua de los aztecas, como el alemán del francés, aunque tal como entre estas dos
lenguas hay relaciones de parentesco. Algo semejante sucede con las lenguas de todas
las naciones indias. En qué medida las tribus se diferencian en el seno de las naciones se
desprende del hecho que los miembros de de numerosas tribus viven en enemistad con
otras tribus de la misma nación y que nunca hay matrimonios exogámicos. La cantidad
de población no es indicativa para la formación del concepto de nación. En relación con
el pueblo alemán, los pocos cientos de vendos que viven en Alemania forman una
nación, mientras que los meclenburgueses, los hessen y los sajones constituyen tribus.

Estas son las naciones indias de Chiapas: 1. los indios nahua. Viven en los
departamentos de Soconusco y Tonalá. Estos departamentos pertenecen a la zona
puramente tropical y costean el Océano Pacífico. En sus orígenes, mucho antes de la
llegada de Colón esta nación vivía en el altiplano central de México, desde donde se
marchó hacia el sur a causa de la superpoblación. La nación es una mezcla de sangre
tolteca y azteca. Los toltecas vivían en el México Central antes de la llegada de los
aztecas. La lengua de los nahoas es una mezcla de nahuatl (el idioma de los aztecas) y
del idioma que hablaban los primitivos habitantes que encontraron al llegar aquí abajo.
Los inmigrantes se mezclaron con los primitivos habitantes, perdiendo toda semejanza
con los antepasados toltecas y aztecas. La antigua lengua hoy es hablada sólo por
pequeñas familias que viven en los lejanos distritos montañosos. Todos los demás
indios nahoas hablan español. Por el hecho de vivir a lo largo de la línea férrea
adoptaron la vestimenta y las costumbres de los mexicanos. En todo sentido constituyen
una nación civilizada.
2. Los indios quichés. Viven en el departamento de Soconusco. Una parte vive del otro
lado de la frontera, en Guatemala. Hablan español. Algunas familias hablan una mezcla
de mal español con una lengua india desconocida.
3. Los indios mames. Viven en el departamento de Mariscal. Es un distrito de alta
montaña y poco conocido. Se extiende a lo largo de la frontera con Guatemala. Hablan
su propia lengua. Son más de 10.000, para el censo se alcanzaron a contar 6.160
mayores de cinco años.
4. Los indios cakchiqueles. Viven en el departamento de Mariscal. La mayor parte de
esta nación vive en Guatemala.
5. Los indios chaneabales. Viven en el departamento de Comitán. Tienen su propia
lengua y la prefieren al español. Los clanes y las familias que viven en las ciudades o
en sus alrededores, en contacto con mexicanos, hablan español.
6. Los indios choles. Viven en el departamento de Palenque, un distrito tropical. Queda
aún por descubrir si son los últimos restos de aquel misterioso pueblo que construyó
aquellos grandiosos templos y palacios que hoy se conocen bajo el nombre de "la
antigua ciudad de Palenque". Hablan su propia lengua. La cantidad de miembros de esta
nación alcanza aproximadamente 15.000, durante un censo se llegaron a contar 10.350.
7. Los indios tzeltales viven en los departamentos La Libertad, Las Casas y Chilón. La
cantidad comprobada es de 25.900. Teniendo en cuenta que los niños menores de cinco
años no se cuentan y que numerosas viviendas se desconocen o no se encuentran por
estar en zonas montañosas, selváticas o en la jungla o por otras razones, esta cifra puede
ser aumentada en un cincuenta por ciento para acercarse a la verdad. Los indios tzeltales
tienen un curioso sistema para designar a sus caciques; un sistema que se conserva
intacto hasta hoy. Nadie puede ser cacique por ser hijo, sobrino o primo del viejo
cacique; nadie puede ser cacique por pertenecer a los nobles de la nación o de la tribu.
Ni la riqueza ni el coraje, ni una gran fuerza corporal ni una particular inteligencia
pueden elevar a un hombre al rango de cacique. Cacique sólo puede llegar a ser el
miembro del pueblo que haya ocupado el cargo más humilde que la tribu pueda asignar,
quien haya desempeñado la tarea más ínfima que se deba llevar a cabo en favor de la
comuna. Y que sucesivamente haya ido ocupando los cargos superiores hasta que le
falte ocupar un solo lugar de la escala, el más alto, el cargo de cacique. Y si ha ejercido
sus cargos para satisfacción de la comuna, sin que se le pueda reprochar nada en lo que
respecta a su desempeño, entonces tendrá derecho a ser cacique cuando se libere el
cargo.
8. Los indios chiapas viven en el departamento de Chiapa. Son los restos de una gran
nación india que mucho antes de la llegada de Colón emigró a Nicaragua. Algunos
miembros de aquellos clanes que viven en la ciudad de Suchiapa hablan aún la antigua
lengua primitiva. Con la muerte de estas pocas personas desapareció también esta
lengua. En el año 1921 había aún 566 indios en el distrito que hablaban sólo esta
lengua.
9. Los indios zoques. Viven en los departamentos de Tuxtla, Mezcalapa, Simojovel y
Pichucalco. Una gran cantidad de miembros de este pueblo indio viven en las ciudades
de Tuxtla Gutiérrez, Zintalapa y Jiquipilas, donde viven entre la población mexicana y
han abandonado su lengua y sus costumbres. Pero unos 15.000 hablan sólo la antigua
lengua india y desconocen el español. En este pueblo se dio el caso de que algunas
tribus que durante generaciones habían hablado el español, abandonaran nuevamente
esta lengua para volver a la propia. En algunas circunscripciones fueron los mexicanos y
los mestizos que viven y comercian allí, los que llegaron a adoptar la lengua india. Por
alguna razón muchas familias mexicanas y españolas se marcharon de esta zona y
cuando se perdió el contacto con los extraños y la necesidad de hablar el español ya no
era tal, la lengua europea desapareció.
10. Los indios tzotziles viven en el departamento Las Casas y en las fronteras de esta
circunscripción.
11. Los indios nahua-tzotziles. Viven en el departamento de Chiapas, sólo en dos
ciudades, Soyalo y San Gabriel, habitadas exclusivamente por estos indios. Este pueblo
no es ni enteramente nahoa, ni enteramente tzotzil. Es una mezcla de estos dos pueblos,
pero ha perdido toda semejanza con uno u otro. Este pueblo es tan distinto de los dos
pueblos que le dieron origen, como un día lo será el pueblo americano de cualquier
pueblo europeo. Estos indios hablan español y además su propia lengua india, según
vayan necesitando para sus intereses económicos. La lengua se desarrolló partiendo del
nahuatl de los aztecas y de la lengua de los indios tzotzil, pero ninguno de ellos puede
entenderse con un indio tzotzil o con un azteca.
Esta nación está formada por los descendientes de los colonos indios que los españoles
llevaron del México Central, especialmente de Tlaxcala y Texcoco hasta aquí abajo.
Grandes grupos de estos colonos habían acompañado a los españoles como tropas
auxiliares. Llegaron con los mejores privilegios que jamás los indios pudieron conseguir
de los españoles. Su difícil misión consistía en defender la tierra conquistada aquí abajo
contra los indígenas, que organizaban una rebelión tras otra, una sublevación tras otra
para echar a los blancos invasores. A estos colonos se les enseñó el español para que
pudieran prestar mejores servicios. Constituyeron también la base desde la cual la
iglesia pudo difundir su poder por el lejano estado de Chiapas.
12. Los indios lacandones. Viven en el departamento de Chilón. Es el mayor
departamento del estado. Tiene 270 kilómetros de largo y 100 kilómetros de ancho. El
Usumacinta forma la frontera con Guatemala. El Usumacinta es un poderoso río que ha
sido explorado sólo en pocas partes. Todavía no ha sido visto en toda su longitud. Los
indios afirman que por enteros trayectos desaparece de la superficie de la tierra y sigue
su curso subterráneamente hasta volver a aparecer en algún sitio. Esto sucede también
con otros ríos del estado.
El país de los lacandones, hasta donde sé, fue visitado una sola vez y sólo en sus zonas
fronterizas. Era un viajero americano. El interior de este amplio territorio es
completamente desconocido. Altas montañas accidentadas, grandes pantanos, cursos de
agua torrentosos, bosques y junglas tupidas dificultan enormemente los viajes por este
territorio.
Los habitantes de este gran distrito, los lacandones, viven en estado totalmente
primitivo. No tienen viviendas fijas. Pocos de ellos han visto a un blanco. A veces
aparecen algunos indios lacandones, que quizás habiten en zonas fronterizas, en alguna
u otra ciudad cercana al distrito, para cambiar sus productos por otro tipo de mercancía.
Hasta donde pueden hacerse entender cuentan de muchos indios que viven en el interior
del territorio y de las ciudades que habría allí. Pero es imposible moverlos a hacer de
guía o acompañante. No quieren dejar a sus familias y a sus pueblos. Además parecen
tener mucho miedo de los habitantes del interior del país y no sólo de ellos, sino
especialmente de los peligros desconocidos que están al acecho y que deben resultar
monstruosos a los ojos de esta gente ignorante y supersticiosa.
Durante el verano de 1926 intenté dos veces llegar a esa tierra ignota. Era en realidad el
verdadero motivo de mi viaje a Chiapas. Pero la primera vez cometí el error de
agregarme a un grupo que, una vez llegado a la frontera del distrito, cambió de planes y
la segunda vez la estación lluviosa inició en forma tan inesperada y violenta que el viaje
ya no era realizable. Ya una estación lluviosa normal vuelve intransitables los caminos
por varios días. Así que uno se puede imaginar la situación en una zona donde ni
siquiera hay caminos, donde uno se debe abrir el camino a machete para pasar con la
mula. Puede suceder que uno se encuentre completamente atrapado, sin poder
retroceder ni avanzar. Detrás de uno crece un pantano de la noche a la mañana, o surge
un torrente y por delante uno se encuentra con una gigantesca montaña que se
desmorona, por un lado altas paredes rocosas, del otro quebradas, abismos, grietas por
las que, a causa del tipo de piedra y de la vegetación intrincada, es imposible bajar para
buscar el agujero por donde salir, ni siquiera dejando todo el equipaje y los animales de
montar y de carga.
Pero por lo menos mi intención de visitar a los indios lacandones me llevó a lo de sus
vecinos más cercanos, los indios tzotziles. Y los encontré tan llenos de particularidades,
tan llenos de innumerables cosas interesantes que fui ricamente recompensado por la
desilusión de no haber visto al pueblo de los lacandones. Todavía queda por demostrar
si hubiera sido posible vivir, experimentar y ver tantas cosas lindas como las que
encontré entre los tzotziles.
*
La nación india más grande del estado de Chiapas está constituida por los zoques, que
pueblan los tres departamentos de Tuxtla, Mezcalapa y Pichucalco. Viven en treinta
ciudades y seguramente sesenta aldeas y poblaciones. Considerando la cantidad de
aquéllos que sólo hablan la lengua india, esta nación obviamente llega sólo al tercer
lugar.
Por la cantidad de ciudades pobladas, la nación que les sigue es la de los indios
tzotziles, que pueblan todo el departamento de Las Casas. Estos indios viven en
veintiséis ciudades y en ciento veinte aldeas y poblaciones. Estos últimos cuentan por lo
menos con tres familias cada uno.
Para evitar falsas impresiones cabe acotar que aquí muchas veces se da el nombre de
ciudad a lo que según parámetros europeos no merece tal nombre. Una ciudad es un
conjunto de viviendas en la cual las casas forman una o varias calles y están agrupadas.
Un pueblo , en cambio, es una conjunto de viviendas, en la que las casas están
distribuidas en forma completamente irregular sobre una superficie amplia. La
comunidad ciudadana tiene un "Presidente de Municipalidad" como jefe y el pueblo
cuenta como tal al "Alcalde" (N.d.T: con grafía alemana en el original, "Alkalde"). Pero
ni siquiera así se llega a establecer una clara diferencia. Bien pronto uno llega a percibir,
tanto en México como en EE.UU., cuándo un sitio debe llamarse ciudad y cuándo
pueblo. Aquí todo el desarrollo es diferente al europeo. Frecuentemente es el hecho de
contar con una oficina postal y telegráfica lo que determina que un sitio tenga carácter
de ciudad. A veces bastan una o dos tiendas para dar ese carácter. El hecho de que todas
las construcciones, hotel, banco, correo, iglesia incluidos sean sólo de madera no
constituye ni en México ni en EE.UU. razón para llamar pueblo a ese sitio. Muchas
ciudades indias tienen solamente casas de barro o de ramas o de hojas de palmera, salvo
quizás la municipalidad, construida en ladrillo, pero que también podría ser de madera,
barro o piedra. Naturalmente también en este apartado estado de Chiapas hay una
cantidad de ciudades que por su aspecto exterior no se diferencian en nada de una
ciudad europea, sólo que la mayoría de las casas están construidas a modo español y no
europeo nórdico. Calles enteras de Tuxtla Gutiérrez o de Chiapa de Corzo o de Tonalá
podrían ser trasladadas a alguna pequeña ciudad del sur de Alemania sin causar
asombro a nadie. Pero cuando se escucha hablar de una ciudad en el continente
americano, es aconsejable no hacerse una idea general de su aspecto, sino mantener sólo
el concepto de conjunto de viviendas organizado y cerrado que se administra a sí
mismo.
Los tzotziles llegan a unas sesenta mil almas. El número de los mayores de cinco años
que hablan solamente tzotzil alcanza 22.000.
Los tzotziles viven en las ciudades de San Cristóbal Las Casas, San Felipe Escatepec,
Chamula, Huixtán, San Lucas, Ixtapa, Zinacantan, Zapaluta, Socoltenango, San
Bartolomé de los Llanos, Totolapa, Concordia, Chiapill, Magdalena, San Andrés, San
Miguel Mitontic, Santa Marta, Santiago, San Pedro Chenalo, Asunción Hueitiupam,
Plátanos, San Juan, San Pablo Chalchihuitan, Santa Catalina Hueitiupa, Santa Catarina
Pantelhó, Simojovel.
Algunas de estas ciudades tienen una población mixta. San Cristóbal tiene, tanto como
para dar un ejemplo, treinta europeos incluidos los españoles; 3.000 mexicanos; 2.000
tzotziles, que hablan español e indio y más de 9.000 habitantes que tienen por lo menos
cuatro veces más sangre india que blanca. Todas estas personas hablan español, pero
han conservado una cantidad de palabras indias que utilizan en sus conversaciones
cotidianas.
En la mayoría de las restantes ciudades del ámbito de esta nación no vive ningún blanco
y sólo raramente habitantes mexicanos. En estas ciudades los únicos no indios son el
secretario de municipalidad y el maestro de la escuela.
Dado que los alcaldes indios, que pertenecen todos a la generación de Porfirio Díaz, no
saben leer ni escribir, el estado les da un secretario, el "Secretario de Municipalidad".
Este funcionario es al mismo tiempo agente de correos, telegrafista, intérprete. Tiene
algunos conocimientos de la lengua que se habla en el distrito. Para cubrir este cargo, el
gobierno elige gente muy calma, sensata y con mucho tacto. Las bestias que se ven a
veces en la policía o desempeñando otros cargos en Europa Central no servirían para
este puesto. El indio no tolera ni un décimo de lo que aguanta un habitante de Europa
Central bien amaestrado.
El secretario está subordinado al cacique. Antes de entrar en posesión de su cargo recibe
precisas instrucciones del gobierno de no ejercer ningún tipo de influencia sobre el
cacique ni hacerle ningún tipo de propuesta sobre el modo de gobernar su tribu. En la
medida en que el secretario tiene la posibilidad de hacerlo, registra los nacimientos, las
defunciones, los matrimonios, los cambios de propiedad de las tierras comunales,
registraciones que el gobierno necesita para fines estadísticos. Informa al gobierno de
las enfermedades y de la manifestación improvisa de epidemias en los humanos o en los
animales, para que el gobierno pueda venir en ayuda. Extiende los documentos que
algún miembro de la nación pueda necesitar para lo que fuere. Prepara el camino de las
comisiones de vacunación y sanidad y para las comisiones constructoras de caminos y
las de agrimensura. Comunica al cacique los proyectos que el gobierno tiene en relación
con la mejora de las condiciones de vida de los indios.
Una de las tareas más importantes que el secretario debe cumplir bajo el gobierno actual
es la de defender su circunscripción de explotadores mexicanos o extranjeros. Protege al
indio contra los explotadores de la fuerza de trabajo y de la ignorancia de los indios.
Informa a los indios sobre salarios y contribuciones que deben exigir en las plantaciones
o para otro tipo de trabajo. Les dice cuáles son los precios que deben pedir por sus
productos en las ciudades y también los precios que deben pagar por lo que compren
allí. Por eso los propietarios de tiendas españoles y mexicanos no tienen vida fácil bajo
este gobierno cuando quieren venderle a un indio un retazo de tela de algodón en cinco
pesos cuando podrían venderlo en dos con ganancia. He aquí otro de los motivos por los
que mucha gente no aprecia a este gobierno y que la lleva a añorar los dorados tiempos
de Porfirio Díaz.
El número de mexicanos que conoce suficientemente bien la lengua india como para
poder desempeñarse como secretarios o maestros de escuela en las ciudades indias no es
muy grande. Por eso muchas veces son mestizos, de padre mexicano y madre india.
Todavía no he encontrado un mestizo de madre blanca y padre indio.
Por el contrario, he encontrado entre los indios chamulas una mujer, que con cabello
rubio y ojos claros rojizos, parecía una polaca. Había nacido entre los indios, iba vestida
como los indios y hablaba sólo su lengua. No pude saber nada acerca de su origen. Los
indios la consideraban como una de ellos; pero se contaba que era maga y bruja.
Suponiendo que el presente gobierno conserve el poder, la siguiente generación debería
contar exclusivamente con secretarios y maestros indios, con médicos indios y
abogados indios en Chiapas. Entonces los caciques ya no necesitarán secretarios
mandados por el gobierno, pues podrán hacer por sí mismos los trabajos que requieren
escribir, podrán redactar solos los informes para el gobierno y leer sin ayuda de un
intérprete los informes que el gobierno les mande.
A pesar de que todos los indios tzotziles tienen las mismas características raciales y
hablan la misma lengua, por lo cual se diferencian en ambos aspectos de todas las otras
naciones, el dialecto, algunas costumbres y ciertas características bien destacadas de la
vestimenta diferencian tanto los habitantes de una ciudad de los de otra, que cuesta
reconocerlos como miembros de una misma nación. Los tzotziles de Zinacantan no son
iguales a los de Huixtán y éstos, a su vez, se diferencian de los de Chamula. No se casan
entre ellos y se frecuentan poco o nada. Aquí es donde el concepto de tribu se vuelve
importante. Por consiguiente la nación tzotzil cuenta con veintiséis tribus. La diferencia
que más llama la atención es la diversa forma del sombrero que llevan las distintas
tribus de una misma nación. Los dialectos divergen mucho.
Algunas de estas tribus cuentan con más de mil almas. La tribu de los chamula es la más
fuerte de la nación. La ciudad india de Chamula es el centro político para la nación de
los indios tzotziles.

5
Las naciones de los indios mames, de los chanabales, de los tzotziles, de los tzeltales, de
los choles, de los quichés y de los cakchiqueles se desprendieron todas de la gran nación
maya, que aún hoy puebla la península de Yucatán, manteniendo en gran medida la
pureza de la raza. Así como se fueron separando sucesivamente del antiguo tronco
germano los anglos, los sajones, los burgundos, los francos, los normandos, los godos,
los vándalos, los frisones occidentales, los escandinavos, dando origen a una nueva
nación y a una nueva lengua, así sucedió con las tribus que se separaron de la gran
nación madre maya. Emigraron a causa de la superpoblación o por simple deseo de
viajar, se asentaron en nuevas tierras, se mezclaron con los pueblos que encontraron allí,
adoptaron nuevos usos y costumbres y modificaron su modo de vivir según las
exigencias del nuevo ambiente. Y un buen día ya solamente algunas características
raciales y algunas raíces de la lengua permitieron reconocer que su origen estaba en una
nación común. La lengua de cada una de las naciones indias mencionadas en el estado
de Chiapas puede ser reconducida a la lengua maya; pero todas estas naciones tienen
hoy lenguas tan diferentes como aquellas naciones en Europa, que heredaron su base
lingüística de los primitivos germanos.
Ya he hablado de algunos casos en que indios, que habían hablado español durante
generaciones volvían a su antigua lengua, en el momento en que perdían el contacto y,
por lo tanto, la necesidad de comunicarse con hispanohablantes. Mencioné estos casos
porque son excepciones.
Los indios que una vez han aprendido el español, no importa de qué modo, ya sea por
trabajar durante mucho tiempo para mexicanos o por vivir en ciudades mexicanas o por
haber ido a la escuela, ya no dejan la lengua si pueden mantener el contacto con
hispanohablantes.
La razón principal es de orden puramente económico. El indio que habla español tiene
ventajas, desde el punto de vista económico, sobre los indios que solamente hablan
indio. Si además habla inglés (hay bastantes indios en México que hablan indio, español
e inglés), entonces supera también al mexicano, por lo menos, en la medida en que el
conocimiento de estas lenguas tenga una importancia económica.
La lengua india no puede compararse con las lenguas sumamente desarrolladas y cultas
de Europa. La lengua es el elemento de mayor importancia en el desarrollo de la
inteligencia de una persona. La lengua india, tal como es hoy, solamente puede expresar
las ideas más sencillas, designa solamente las cosas de la naturaleza, del entorno, los
objetos indispensables para la vida cotidiana de un hombre sencillo. La mayoría de las
cosas que son indispensables al hombre moderno, como, sólo para nombrar algunas,
ferrocarril, telégrafo, automóvil, máquina, libro, solamente las puede expresar
describiéndolas exactamente. Para decir "libro impreso", tiene que emplear quizás una
palabra de doscientos sonidos. Hay palabras cotidianas de nuestra lengua corriente que
no puede expresar con menos de mil letras para comunicarlas a un miembro de su tribu.
No le queda más remedio que usar la palabra española "libro". Para las cosas de la
naturaleza y los asuntos cotidianos tiene naturalmente palabras tan cortas como las
nuestras. A través de ciertas particularidades de la lengua se puede remontar una buena
parte de la historia cultural del pueblo. En la lengua de los aztecas, los antiguos
mexicanos, la palabra para sacerdote tenía aproximadamente cincuenta sonidos e
incluso en la propia lengua parecía demasiado complicada y larga. De esto se puede
deducir que la casta de los sacerdotes se definió tardíamente en la sociedad azteca, de
otra manera habría habido una palabra corta y simple. La lengua de los aztecas había
alcanzado, especialmente entre los miembros de la clase culta, un alto grado de
desarrollo, tanto que ya cien años antes de la llegada de los blancos fueron creados y
escritos largos poemas con jeroglifos. Uno de los poetas más significativos de la lengua
azteca fue un rey de los texcocanos, que vivió mucho tiempo antes del descubrimiento
de América. Algunos de sus poemas se conservaron y fueron traducidos al español. Con
ayuda de estas composiciones se pudieron reconstruir parcialmente las extrañas
migraciones de los pueblos indios, las guerras y suertes que encontraron en sus caminos.
El indio entró en contacto con la civilización europea, ya muy desarrollada, en forma
tan sorpresiva y rápida que no tuvo tiempo de desarrollar su propia lengua para
adaptarla a las necesidades de la vida moderna. Y así como los pueblos europeos usan
palabras latinas o griegas para cosas nuevas, así el indio debe usar palabras españolas
para las nuevas cosas que se le vienen encima. Allí donde el desarrollo de la lengua no
se ha concluido aún, las nuevas palabras entran a formar parte de la lengua de tal forma
que uno se olvida del origen. La palabra "Fernsprecher" (N.d.T.: literalmente hablante
lejano) no hubiera podido surgir nunca directamente de la lengua alemana, porque para
una sensibilidad lingüística evolucionada, parece un contrasentido. Pero pasando por el
desvío de "Telephon" y por medio de un truco de traducción, pudo ser incorporada en la
lengua alemana. En la lengua india es imposible efectuar ampliaciones de este tipo o
parecidas. La cultura de los pueblos europeos tiene raíces comunes o por lo menos
similares a las culturas griega y romana. Pero la cultura de los indios presenta
semejanzas a la cultura europea solamente en aquellos conceptos que, completamente
libres y no enturbiados por procesos mentales, tienen sus raíces en los acontecimientos
más primitivos de la naturaleza y de la vida humana.
No hay hoy país sobre la tierra que se desarrolle tan rápido como México desde la
revolución. La intensidad de este desarrollo es mucho más enérgica que el desarrollo de
los EE.UU. después de la guerra civil. Conozco un poblado que veinte años atrás no era
más que una aldea, en todo sentido. Hoy cuenta con doscientos mil habitantes. Doce
años atrás había que cruzar las calles con el lodo hasta las rodillas, hoy en cambio, una
docena de bien instruidos funcionarios de la policía vial dirigen el tránsito en todas las
esquinas de las kilométricas calles asfaltadas para evitar los atascos inextricables. Hubo
que drenar lagunas y pantanos para crear el espacio para casas y tiendas. Hay otras
veinte o más ciudades en México que no tienen tanto pulmón como para seguir un ritmo
así y se desarrollan más lentamente, dando la impresión de estar adormecidas. Y son
estas ciudades que no pueden adoptar rápidamente el nuevo ritmo, las que cierta gente
usa para demostrar que la revolución ha arruinado México desde el punto de vista
económico. Es imposible describir en detalle lo que ha hecho este gobierno,
aparentemente bolchevique, en ferrocarriles, puentes, carreteras, canales, obras
hidráulicas, diques, irrigaciones, colonización de junglas y desiertos, drenaje de
pantanos y regulación de ríos, ampliación de puertos, construcción de edificios
públicos, tiendas gigantes y hoteles. Se trata de miles de millones de dólares.
En medio de tanta diligencia, que ni siquiera en EE.UU. fue de una concentración
semejante, el indio vive como representante de una raza semicivilizada y en parte como
representante de una raza completamente primitiva que todavía va a cazar con lanza,
arco y flecha. Por ideal que de lejos pueda parecer la vida en una comuna, en
comparación con la rica vida que lleva el hermano indio como obrero bien pagado en la
ciudad, hay que decir que es bastante triste. No participa en la civilización. Aun cuando
esta civilización agregue mucho veneno a la vida de la gente, por otro lado, la puede
enriquecer tanto, que se acepta el veneno como un regusto.
*
Mantener y cultivar dialectos, crear y promover una literatura dialectal es reaccionario.
Los dialectos dificultan la comprensión entre los miembros de aquella clase que quiere
ascender y que podrá lograrlo tanto más fácilmente cuánto más fácil se le haga la
comunicación con los otros que comparten sus intenciones. Todas las lenguas que
constituyen solamente una miguita entre las grandes lenguas, no tienen derecho a existir
en una época que tiene otras tareas por delante que no llorar con sentimentalismo la
extinción de dialectos y lenguas. Es reaccionario conservar, tal como lo hacen aún hoy
algunos pueblos de Europa, por razones sentimentales y por un falso sentido estético
los propios signos ortográficos. Igualmente reaccionario es también mantener, por
razones sentimentales, las propias unidades de medida, como lo hacen Inglaterra y
América. Todas estas cosas obstaculizan la necesaria unificación de una clase que tiene
una misión cultural que cumplir. Y también constituyen obstáculos los intentos de crear
nuevos idiomas artificiales, en vez de estudiar una de las grandes lenguas vivientes, que
se han desarrollado naturalmente. En la misma cantidad de tiempo en que todos los
trabajadores del mundo pueden aprender una lengua artificial, pueden aprender una
lengua viva, inglés o español, para acercarse mutuamente. No es a través de una lengua
artificial, sino a través de una lengua viva que se puede conocer a otro pueblo.
Amplios círculos en México intentan por todos los medios conservar y cultivar la
lengua de los indios, mientras deberían apurarse a enfrascarla en las bibliotecas públicas
y universitarias. Al obrero indio, que sólo habla indio, se lo explota más y con mayor
frecuencia que al que sabe hablar español. Quien sabe hablar español le puede contar
exactamente al secretario de su sindicato, dónde le duele el lomo y qué se puede hacer
para aliviarle la carga. Esto es mucho más difícil para quien sólo habla indio. Al obrero
ignorante, que sólo habla indio, se lo trata en forma patriarcal. Hasta se lo trata con
compasión; y puede darse que se le pague un centavo más de lo que está pidiendo. Pero
el obrero, indio o europeo, no necesita compasión. Lo que necesita es un normalísimo
derecho que no tiene nada que ver con frases sentimentales o con paternalismo.
Se puede dar por seguro que dentro de dos generaciones más, todas las lenguas indias
de México habrán desaparecido; o por lo menos, que todos los indios hablarán y
entenderán el español. Y como desde todo punto de vista el español es más útil y
adecuado para la expresión de pensamientos humanos que cualquiera de las lenguas
indias, la desaparición de las lenguas indias queda sellada, aun cuando se llegue a hablar
en una que otra familia. Sólo el indio que abandona su lengua de origen puede
integrarse en la civilización. Por eso es de desear que las lenguas indias desaparezcan lo
más pronto posible, a despecho de tantos honestos estudiosos y otras personas que lo
lamentan adoloridos. Y claro que hay gente que llora la desaparición de los ruidosos
coches a caballo. Pero es siempre gente que no se vio obligada a usarlos. Si el que
protesta por la desaparición de las lenguas indias tuviera que hablarlas y se viera
excluído del uso de una lengua altamente civilizada, las quejas cesarían pronto.
Cuando se me ocurrió aprender algunas palabras de la lengua tzotzil, hubiera podido ir a
lo de un secretario de municipalidad o a lo de un maestro de escuela. Pero en la mayoría
de los casos conocen solamente las palabras más necesarias y las pronuncian como un
indio no las pronunciaría jamás. Por eso tuve que buscarme un indio tzotzil, que hablara
el idioma desde la cuna y más tarde hubiera aprendido algo de español.
Un buen día visité una escuela para fotografiar a los niños, mexicanos, mestizos e indios
tzotziles. El maestro me dijo que casualmente se encontraba en la ciudad un joven indio,
que entendía algo de español y que seguramente me podría enseñar algunas palabras
indias.
Los niños fueron mandados a buscar a este hombre para traerlo. Era un joven de unos
diecisiete años y por su aspecto no debía de ser ni muy inteligente, ni particularmente
tonto. Estaba en el medio. Y por eso, porque era una persona del montón, me alegré de
conocerlo.
Con muchos cigarrillos, muchas buenas palabras, mucha risa lo atraje hacia el aula.
Aquí, en presencia del maestro, que él conocía superficialmente, y en presencia de los
niños, de los cuales conocía bien a algunos y a sus familias, porque pertenecían a su
nación, logré hacerlo hablar. Si lo hubiera encontrado en cualquier otro lugar solo,
quizás en un camino en campo abierto, no hubiera sacado una sola palabra de él, salvo
quizás una respuesta a mi pregunta si casualmente había visto a mi changador.
Se necesita mucha paciencia para llegar a aprender algunas palabras de un hombre así.
Apenas uno demuestra un poco de impaciencia o de nerviosismo, se terminó para
siempre. Hay que reír siempre, ser amable y tomar el asunto como una broma. Por sobre
todas las cosas, no hay que enojarse, aun cuando se quede parado mudo como un poste,
con los ojos fijos, o cuando empiece a interesarse por otras cosas que tenga cerca. La
concentración mental es algo muy difícil para gentes primitivas, especialmente cuando
se trata de un trabajo intelectual extraño a su vida y a su forma de ser.
Yo me encontraba preguntándole por ejemplo:"¿Cómo llaman en su lengua esta cosa?",
mostrándole una hoja de un árbol. Tras lo cual él me miraba, durante largos minutos me
miraba fijo, sin el menor gesto. Yo repetía mi pregunta dos veces, cuatro veces, siete
veces. Finalmente debía dejar de lado mi pregunta y probar con otra. Esta vez la
respuesta llegaba enseguida; por el momento debía dejar de lado su verificación.
Anotaba la respuesta. Entonces retomaba la pregunta sobre el nombre indio de "hoja de
árbol". De golpe me gritaba la respuesta a la cara con gestos tan violentos como si
quisiera matarme. Otras veces me daba la respuesta, ni bien oía la pregunta. Y con un
indescriptible gesto de compasión, cuyo significado era inequívoco. El sentía
compasión por mí, por el hombre blanco, aparentemente tan sabio, que ni siquiera sabía
como se decía agua en indio, o cómo era posible que yo no supiera el nombre del sol, si
lo veía todos los días y todos los niños indios saben cómo se llama.
Obviamente no se debe condenar a una persona primitiva por estas actitudes. Es que no
sabe qué es lo que uno pretende. Con mi dedo señalé mi cabeza, luego los ojos para
saber cómo se dice cabeza y ojo. Obtuve la respuesta. Al controlar más tarde, comprobé
que había obtenido como respuesta "dedo". El había entendido que yo quería conocer la
palabra para el dedo que yo apuntaba contra mi cabeza o contra mis ojos. Después
señalé un carro que se podía ver por la puerta abierta. La respuesta fue "brazo", el brazo
con el cual señalaba el carro. Así puede suceder que sagaces y concienzudos viajeros
anoten cosas completamente falsas en sus diccionarios de términos indios. Tocan el
propio hombro o el hombro de la persona a la que están preguntando para obtener la
palabra "hombro". Quizás obtengan la palabra "Whuacki". El investigador controla diez
veces, pronunciando esta palabra ante otros indígenas. Siempre obtiene la respuesta
"Whuacki". La palabra se imprime, pasa a través de libros, lecciones universitarias y por
amplios tratados lingüísticos, en los cuales se comprueban comunes raíces lingüísticas
de lenguas emparentadas o vecinas. Y un buen día se comprueba que "Whuacki" no
quiere decir "hombro", sino "tocar", "palpar", "tantear". ¿Por qué? Los aborígenes veían
solamente el gesto y no sabían que se refería al hombro.
Me llevó bastante tiempo arrancar finalmente una docena de palabras de boca del joven.
Yo repetía cada palabra inmediatamente en su lengua para hacerme confirmar que la
había escrito correctamente. Pronto me di cuenta de que el joven en la mayoría de los
casos decía que yo había escrito y pronunciado correctamente la palabra, aun cuando no
era así. Quizás lo hacía por cortesía, quizás para terminar antes con el asunto, quizás
también porque no se quería pelear conmigo o porque le daba lo mismo, que yo
aprendiera bien o no.
Pero yo contaba con cómplices. Ni bien el indio me explicaba que yo había pronunciado
bien la palabra, todos los niños indios de la clase decían, para darse importancia:"¡No,
señor (N.d.T.: escrito con grafía alemana en el original "Senjor"), eso está mal!" y me
decían la palabra correctamente. Sin avergonzarse por haberme embaucado un poquito,
el joven reconocía que yo había entendido y anotado la palabra en forma incorrecta. A
pesar de la colaboración que yo tenía de los niños tzotziles de la escuela, el joven
intentó una y otra vez despreocupadamente de confirmarme que había entendido bien
una palabra cuando no era así. Cuando a mi pregunta por el carro siempre me daba
como respuesta "brazo", los niños no intervinieron porque también ellos creían que yo
pensaba en el brazo con el que señalaba el carro. Yo le había pedido al maestro que no
interviniera y que no corrigiera. Pero dudo que él hubiera corregido brazo; porque yo
mismo no sabía que estaba obteniendo la palabra para brazo, en vez de aquélla para
carro. Si lo hubiese sospechado, le habría dicho al maestro que me estaba refiriendo al
carro y no al brazo.
Cuando finalmente había reunido unas palabras, el joven empezó a sentirse muy
incómodo. Se retorcía y se volvía y después empezaron a brotar lágrimas de sus ojos.
Ahí nomás comenzó a sollozar. Ya no soportaba que lo interrogaran y que lo
observaran constantemente unos ojos azules. Tuve que dejarlo ir. Como más tarde me
contó la gente, bajó corriendo la calle y salió de la ciudad como un ciervo perseguido
por la jauría.
En la última mitad del siglo pasado un religioso se esforzó por anotar la gramática y
unas cien palabras de la lengua tzotzil. El libro está agotado desde hace cuarenta años.
Yo lo vi y descubrí que la mayoría de las palabras que yo conocía, hoy tienen una
pronunciación muy diferente a la de aquel tiempo.
Para dar una idea de la lengua tzotzil, anotaré aquí algunas de las palabras que me dijo
aquel joven.
La pronunciación de las palabras sólo puede indicarse en modo imperfecto con nuestros
signos. Cabe acotar que donde aquí aparece el sonido "ch" se debe pronunciar como la
ch del alemán (N.del T.: "j" española).
uno chunn junn
dos tschimm chim
tres otschimm ochim
cuatro tscha-nimm cha-nimm
cinco chomm-whuomm jomm-whuomm
seis whua-kimm
siete whua-kumm
ocho whua-tscha-kimm whua-cha-kimm
nueve whuala-nimm
diez lachu-nimm laju-nimm
once whua-notschimm whua-nochimm
doce la-tschimm la-chimm
trece oschlachu-nimm oshlaju-nimm
catorce tschana-lachu-nimm chana-laju-nimm
quince whuon-lachu-nimm whuon-laju-nimm
dieciséis wuha-cuaco-nimm
diecisiete whua-klachu-nimm whua-klaju-nimm
dieciocho whua-tscha-klachu-nimm whua-cha-
klaju-nimm
diecinueve whualum-klachu-nimm whualum-klaju-
nimm
veinte toch toj
cuarenta tschajunik-tschalim chaiunik-
chalim
La palabra "toch" /N.d.T., toj, con grafía española/ (en este caso la ch /N.d.T., es decir,
la "j"/ se pronuncia débilmente) no sólo significa veinte, sino contemporáneamente
también: el ser humano, un ser humano, un hombre. Porque un ser humano tiene veinte
y es veinte, tiene diez dedos en la mano y diez en el pie.
El día akahl
El sol akahl

Es decir que sol y día tienen la misma palabra.

rayo de sol tscha-uhk cha-uhk


noche aku-ual (no sol)
agua whoa
lluvia kinoxal
choza na
no deseo muchuk mujuk
madre me

Es notable que todas las lenguas civilizadas y muchas de las primitivas tengan como
consonante principal de la palabra "madre" la M.
Quisiera limitarme a reproducir sólo estas pocas palabras, porque fueron las que llegué a
conocer de modo más exacto. Eran las palabras que el joven conocía también en
español, de manera que la comparación era más fácil.
La lengua de los tzotziles tiene una gramática suficientemente desarrollada para lo que
los indios exigen de una lengua. Los verbos tienen las formas de las tres personas en
singular y plural, tienen las formas presente, pasado reciente y remoto, futuro y
condicional. Naturalmente depende siempre del grado de inteligencia de quien habla,
para ver si y hasta qué punto utiliza las formas más desarrolladas de su lengua. La
lengua equivale a la que usa cotidianamente un sencillo aldeano de la Europa Central
que lee poco o nada.
Cada lengua se desarrolla solamente según las necesidades de aquéllos que tienen algo
que expresar. Será siempre la lengua, en cuyo ámbito de influencia se encuentre un
mayor número de naciones distintas, cada una aportando su lengua y su mundo de
ideas, la que mostrará el desarrollo más elevado y un vocabulario más rico. Ya hoy el
vocabulario de los americanos es mucho más rico que el de los ingleses. El americano
ya llega a formar las oraciones en modo distinto de los ingleses, las formas gramaticales
de la lengua americana comienzan a diferenciarse considerablemente de la de los
ingleses. Algo semejante ocurre en México. México se abocó ahora a la tarea de crear
su propio diccionario mexicano, porque el diccionario español ya no basta para México.
Innumerables palabras tienen en México un significado completamente distinto que en
España y la pronunciación se diferencia cada vez más de la habitual en España. Ciertos
sonidos españoles como la ll y la c y la z ceceadas ya desaparecieron completamente en
México. Quien emplea estos sonidos pasa por amanerado en el hablar y ridículo. Pero
ninguna forma de la expresión humana soporta peor el ridículo que la lengua.
Desde hace doscientos años la lengua mexicana está adoptando constantemente
palabras americanas y muchas indias, sin contar las muchas palabras que introducen los
inmigrantes cultos y además las palabras que originan nuevas palabras bajo la influencia
de las condiciones climáticas, de la tierra y de las costumbres. La necesidad de palabras
nuevas es tan fuerte que hay que tomarlas donde se encuentren. No existe ningún tipo de
conservadurismo reaccionario que frene al mexicano en el empleo de las nuevas
palabras y en su incorporación a la lengua. Los europeos pasan siglos arrastrando en sus
lenguas palabras extranjeras que usan cotidianamente sin incorporarlas a su vocabulario,
tanto en la escritura como en la pronunciación. El mexicano escribe e imprime
despreocupadamente filosofi y fotografi, escribe e imprime nockaut para Knockout,
futbol para Football, biftik para Beefsteak. Es que tiene la suerte de no cargar con la
presunción cultural, que en Europa a veces se desata en orgías. El americano utiliza para
las reuniones, especialmente si son políticas o públicas, la palabra meeting. El
americano la pronuncia con su habitual modo descuidado: mitin. En esta forma pasó,
tanto como para dar un ejemplo, a la lengua mexicana. En México se pronuncia, se
escribe y se imprime esta palabra mitin cuando se habla de una reunión de carácter
político; llegó a ser una palabra mexicana a pleno título. Pero en los diccionarios aún no
está.
Dado que la mayor parte de la población, el 73 por ciento, no sabe leer ni escribir, la
lengua es más permeable a todas las influencias que en aquellos países donde los
periódicos y los libros dificultan el flujo y reflujo de la lengua. Todo aquél que sabe leer
se atiene a las palabras y formas que ve impresas delante de sus ojos. Su lengua no sólo
es influenciada por lo que oye, sino también por lo que ve, por la imagen visual de la
palabra. Quien no lee, en cambio, fija la lengua solamente a través del oído. Las
imágenes de las palabras escritas e impresas son siempre iguales, una vez que se fija la
ortografía. Pero las palabras habladas y oídas son siempre distintas, porque dependen
del timbre de voz y del órgano de fonación que en cada persona son distintos.
La lengua tzotzil, como la de los otros indios de Chiapas es muy poco melódica para
nuestros oídos. Los labios y los dientes se usan apenas al hablar. Parece que los sonidos
se forman en la profundidad de la garganta y pocas veces parecen llegar hasta más
adelante del paladar, donde la lengua amasa los sonidos.
Cabe acotar que la lengua de los aztecas es como un suave canto, aunque, cuando
vemos la lengua escrita con nuestros signos ortográficos, nos parece como si a uno se le
anudara la lengua desde la base hasta la punta cuando quiere hablar azteca. Los aztecas
conservan este canto suave y agradable aun cuando hablan español.
Todos estos indios vienen con mayor o menor frecuencia a las ciudades mexicanas para
vender sus productos y comprar aquellas cosas que ellos no producen, especialmente
cosas de hierro. Aun cuando no tratan con mexicanos, sino con otros indios, vienen a las
ciudades, porque es más fácil encontrar indios dispuestos a la compra o al trueque en las
ciudades, adonde llegan desde lejanos poblados con el mismo fin.
Los indios no solamente van a las tiendas, sino que también van a las casas particulares
de mexicanos y europeos cuando tienen carbón de leña, pavos, pollos, huevos, lechones,
verdura u otras cosas para vender. Tienen toda la astucia de los campesinos y saben que
en las casas particulares muchas veces reciben algunos centavos más que si se sientan
durante medio día en la calle o cerca del mercado, donde la competencia es grande.
En este pequeño comercio captan constantemente nuevas palabras españolas y cuando
ofrecen sus productos en las casas, tienen que saber por lo menos el precio en español.
Si consiguen clientes regulares en las casas particulares y quieren mantenerlos, tienen
que aprender los días de la semana para explicar cuándo vuelven y para entender para
qué día el ama de casa quiere carbón de leña, un pollo o huevos. También aprenden el
nombre de muchos productos en español. Y sin darse cuenta incorporan estas palabras a
su propia lengua.
Cuando le pregunté a un indio tzotzil cuál era su palabra para tenedor, me dijo la
palabra española e insistía en que esa fuera la auténtica palabra tzotzil. No es de
extrañar, pues los tzotzil no conocían el tenedor y por lo tanto no tenían una palabra
para designarlo. Al llegar a conocer los tenedores tuvieron que emplear la palabra
española. Esto sucede practicamente con todos los nuevos objetos, incorporan
inmediatamente la palabra española. No existe la necesidad de crear una nueva palabra
para un nuevo objeto. Por eso no se crea una nueva palabra, sino que se adopta una
existente, simplemente porque es más cómodo.
Si el gobierno obligara a los indios a hablar español, como lo hicieron en otros países
algunos colonizadores torpes, los indios defenderían inmediatamente su lengua y se
aferrarían a ella en señal de protesta. Es un rasgo característico, innato de todos los
seres humanos, cualquiera sea su raza o su color, el defenderse de la voluntad y de las
intenciones de otros seres humanos. Pero como a los indios no se los obliga ni en la
escuela, ni en ningún otro lugar a abandonar la propia lengua, ya no tienen interés en
conservarla. Lo que aprenden, lo que cada día vuelven a ver y a experimentar, es que el
miembro de su tribu que sabe español, vende su mercancía más fácilmente y con mayor
ganancia que aquél que no habla español. Quien sabe hablar español, puede llegar a
capataz de cuadrilla durante la cosecha de café en las plantaciones, ganar diez o veinte
centavos más por día trabajando menos; o el granjero lo manda a la ciudad a hacer las
compras mientras los otros trabajan duramente en el campo. ¿Qué interés puede tener
entonces todavía por su lengua si se las arregla mucho mejor apenas deja de hablarla? El
sentimentalismo y el irreflexivo apego a lo antiguo, por el solo hecho de ser antiguo, no
son actitudes propias del indio. Su patria está donde se siente bien. El actual gobierno de
México quiere crear tales condiciones en el país, que todos los trabajadores y todos los
indios lo quieran como patria, no porque casualmente nacieron allí, sino porque allí
están bien, mejor que en cualquier otro país. En otros países es habitual que una
pequeñísima parte de la población tenga tantas ventajas como para que no se le necesite
predicar el amor a la patria. Debe ser predicado solamente a aquéllos que deben trabajar
como siervos, desangrarse, matar o morir por la patria. Dejan que se les recite la
cantilena y la cantan distraídamente hasta creerla ellos mismos, esa frase mentirosa:"y
aunque sean rocas peladas e islas desiertas y aunque tuvieras como compañeros el
esfuerzo y la pobreza, debes, debes amar eternamente esa tierra, porque es tu patria, es
la tierra de tus mayores." Si en todos los hombres se hubiera encarnado esta frase, el
continente americano no hubiera sido nunca descubierto, poblado y civilizado por el
hombre blanco.
En las escuelas donde sólo aprenden niños indios que aún hablan su propia lengua, al
principio la enseñanza se imparte en la lengua materna de los niños. En la mayoría de
los casos, el maestro sabe solamente las palabras indispensables en la lengua india.
Constantemente se ve obligado a usar palabras españolas para explicar algo. Así es
como los niños aprenden una buena cantidad de palabras y expresiones españolas. El
próximo paso es leer y escribir. Los indios no tienen signos gráficos, así es que hay que
emplear los signos españoles y los niños aprenden a leer y escribir en español. Y todo
procede sencillamente, sin roces con los padres. Los niños llevan a casa las palabras y
las oraciones y las emplean sin ser realmente conscientes y los padres adoptan las
palabras de los niños. Cuando los niños ven por primera vez en la escuela una imagen
de un ferrocarril que el maestro les describe, como buenos niños corren desbordantes de
entusiasmo a la casa para contar a los padres de aquél milagro de hierro. Como los
indios no tienen una sola palabra en su lengua que nombre una sola parte de una
locomotora, hay que describir la locomotora en español. Así, una palabra se agrega a la
otra, una oración a la otra, hasta que la lengua se encuentra en tal estado de mezcla y de
efervescencia que los hablantes empiezan a sentir una serie de palabras como pasadas
de moda o poco exactas. Estas palabras se rechazan. Y las palabras rechazadas son
lógicamente las palabras indias que no bastan para expresar lo que se quiere decir. Es lo
que le está pasando a la generación actual. La próxima entrará en acción ya con una
formación escolar, que, aunque primitiva, será para los más despiertos una base desde la
cual podrán alcanzar un nivel superior de instrucción.

La religión de los indios es la católica romana. En Chiapas los lacandones y en muchos


otros estados numerosas otras naciones, siguen manteniendo sus antiguas creencias. En
el caso de los indios de los cuales estoy hablando y en la mayoría de los otros casos la
religión es católica romana de nombre nomás. Los indios, salvo las naciones paganas,
están todos bautizados y tienen mucha prisa en bautizar a sus hijos. Casi toda ciudad
india cuenta con una iglesia y cuando viene un sacerdote a dar misa o a confesar, son
pocos los indios que se dejan escapar esta ocasión.
Pero no es de ningún modo la fe católica lo que atrae e interesa a esta gente. La pompa,
el indumento colorido y lujoso del sacerdote, el campanilleo, el incienso y todas las
ceremonias misteriosas y multifacéticas con las cuales se rodea la iglesia católica, eso es
lo que atrae y atrapa al indio. Ninguna de las otras religiones cristianas tendría
posibilidades de radicarse entre los indios. Entre los indios ricos y cultísimos, que no se
diferencian de los europeos altamente civilizados, salvo por sus características raciales,
hay también muchos protestantes. Estos indios civilizadísimos tienen frente a cualquier
iglesia la misma actitud que los europeos. Aquí estoy hablando siempre de los indios
que siguen siendo completamente diferentes de los europeos en cuanto a tipo, modo de
vida y lengua.
La religión católica se acerca tanto a la antigua religión de los indios, que para ellos la
diferencia está sólo en algunos elementos secundarios. Los cientos de santos de la
iglesia católica reemplazan a los cientos de divinidades menores, la virgen María
sustituye a su diosa de la fertilidad, Cristo es el ser humano sacrificado al dios, cuya
carne se come y cuya sangre se bebe, tal como lo hacían los aztecas, que sacrificaban un
ser humano a su dios y comían su carne como ceremonia religiosa que les permitía
acercarse a dios. Y como en la religión católica la hostia se transforma en la verdadera
carne de Cristo y el vino en su sangre, el indio no ve ninguna diferencia. Los indios no
fueron nunca caníbales, por lo menos, por lo que sabemos de su historia hasta ahora. Si
comían carne humana, lo hacían con la misma finalidad religiosa y con ceremonias
religiosas semejantes a las de la iglesia católica con el pan y el vino.
Sus ideas sobre los distintos elementos que hacen a la iglesia católica son a veces
impresionantes.
Una vez le pregunté a un indio tzotzil que hablaba bien español y que sabía más de
religión que la mayoría, acerca de la virgen María. Resultó que para él era una rara
mezcla de adolescente sospechosa y mujer que, con ciertas condiciones, va con
cualquier hombre, basta que éste le ofrezca lindos vestidos, collares de perlas y grandes
velas.
Por lo que respecta a Cristo, es un hombre que fue torturado y crucificado por haber
querido enriquecer a los pobres indios, porque les quería dar buenas cosechas y cabras
gordas gratis, sin tanto trabajo, esfuerzo y preocupaciones para los pobres indios.

Cuando pregunté por el Salvador y quise saber si no lavaba los pecados de los hombres
con su sangre, la respuesta se hizo un poco más confusa. Ni él ni otros a los que
pregunté ocasionalmente, podían explicarme en modo alguno qué entendían por
pecado. Si quería ir un poco más al fondo de la cuestión, diciéndoles que robar era un
pecado y que lo era también mentir, engañar, matar, mandar a la mujer de vuelta a lo del
padre y tomar otra, me miraban fijo. ¿Qué podía tener que ver Cristo Salvador con estas
cosas? ¿Qué podía hacer él para poner orden en estas cosas? Y a ver cómo le explicaba
yo, que podía lavar todo eso con su sangre. De todas estas cosas se ocupaba el cacique.
Si alguien ha robado una cabra o una oveja, recibirá una buena paliza, ni bien el dueño
del animal se entere. La familia de un hombre asesinado ya encontrará al asesino, que se
las verá en figurillas, sin Salvador que venga en su ayuda. Y quien vende el grano en la
espiga a dos mexicanos, se las tiene que ver con su garante. Es éste quien pondrá orden
y no Cristo. ¿Y que tiene que inmiscuirse Cristo en la devolución de la mujer? Ella no
quería trabajar y en las relaciones matrimoniales no correspondía a lo que él se sentía
con derecho a esperar. Según él, Cristo no tiene por qué meterse en todo esto. Esto no
tiene nada que ver con el pecado. Pecado es no bautizar a sus hijos, estar dos años sin ir
a confesarse, no ir a misa.
No me atreví a preguntarle cómo se imagina eso de que Cristo es al mismo tiempo su
propio padre y su propio hijo, que la virgen María es al mismo tiempo su madre y su
esposa, que es virgen a pesar de haberlo parido. Estoy convencido de que hubiera tenido
dudas acerca de mi estado de salud mental. Si las relaciones familiares de nuestros
dioses ya son bastante complicadas para un hombre blanco medianamente inteligente,
imaginémonos cuanto peor para un hombre primitivo que ve todas las cosas de la vida
en forma simple y llana y no puede entender que los dioses se compliquen tanto la vida.
Un indio no lo puede entender.
En la doctrina religiosa de los indios del antiguo México hay un relato que tiene una
extraña similitud con la concepción de la virgen María.
La madre del dios de la guerra de los antiguos mexicanos era una mujer muy piadosa
que iba diariamente al templo a orar. Un día, en que se encontraba nuevamente absorta
en sus oraciones, le llegó volando una bola de plumas de colibrí de muchos colores.
Tomó la pelota y la escondió en su seno. Poco tiempo después se sintió embarazada y
parió un hijo que salió de su vientre ya adulto y armado de yelmo, arco y flecha. En el
pie izquierdo llevaba las plumas del colibrí y por esta particularidad se lo llamó
Huitzilopochtli, es decir, "plumas de colibrí en el (pie) izquierdo". En las estatuas que lo
representan aparece con una serpiente de piedras preciosas y perlas alrededor del pecho.
La conexión de la serpiente con este dios, concebido extrañamente en un modo tan
parecido a Cristo, el hecho de que la diosa suprema, la madre de todos los indios del
antiguo México se represente siempre junto a una serpiente, el otro hecho notable que
los conquistadores españoles de México en algunos lugares encontraran esculturas que
representan cruces - la más famosa escultura en forma de cruz fue encontrada en la isla
Cozumel- permiten la conclusión de una influencia cristiana. Personalmente sospecho
que en el siglo once o doce o antes, una nave o un resto o un bote o una balsa hayan
llegado a México trayendo consigo europeos, quizás vikingos, quizás cruzados. Estas
gentes -y tal vez fuera uno sólo el que llegó vivo- predicaron la fe cristiana. En la
antigua historia religiosa de los indios mexicanos se habla de un dios blanco de barba al
viento, que apareció y desapareció hacia el oeste de forma misteriosa en su nave, por él
mismo construida. En todo caso ese hombre blanco intentó regresar a su patria. En el
camino fue víctima del mar. Sus relatos sobre Cristo quedaron, perdieron color, se
volvieron legendarios y finalmente se mezclaron con la religión india. Es cierto que la
cruz aparece en muchos pueblos antiguos mucho antes del nacimiento de Cristo, como
símbolo y como parte de decoraciones, es cierto que podría ser una forma que surgiera
espontáneamente en México, porque la forma es demasiado sencilla como para no ser
empleada, pero todas las otras similitudes son demasiado llamativas como para negar
una influencia. Los aztecas tenían en su religión no sólo el bautismo, sino también la
confesión. Y ya hemos hablado de los sacrificios humanos que, aunque en forma mucho
más salvaje, recuerdan el sacrificio del hijo de Dios.
Dios, Cristo y María, con su aspecto artificial, poco natural, son demasiado extraños al
indio como para que se les pueda acercar. Porque estas imágenes de dioses son
artificiales. Ni Cristo ni María hablaron nunca de concepción y nacimiento. Tampoco
José. Y estas tres personas, en realidad María y José, eran los únicos que hubieran
podido contar la verdad. Estas historias recién fueron narradas cuando ya hacía mucho
tiempo que Cristo había muerto y cuando había que rodearlo de un halo místico para
convertir a este hombre sencillo y simple en dios. La historia fue escrita por primera vez
cuando ya habían pasado más de doscientos años de la muerte de Cristo. Así es que los
tres protagonistas de la religión cristiana son puras construcciones mentales, surgidas de
un espíritu y de una visión del mundo completamente extrañas al indio. Y estos
personajes y sus historias familiares serán siempre extrañas al indio, porque no tienen
nada de humano, nada natural. El concepto de la trinidad es absolutamente
incomprensible para el indio, porque requiere toda una cultura europea para
comprenderlo.
Por todos estos motivos los santos están más cerca del indio. Los comprende, los
entiende. A éstos les han arrancado la lengua, los han agujereado a flechazos, les han
roto la espalda a latigazos. Todo esto el indio lo puede entender, sabe lo que es. Es fácil
hacerle entender que ellos pueden hacer mucho más por él que Dios, Cristo y María. Y
son mucho más fáciles de entender porque hay un santo para el agua, otro para el
trabajo del campo, otro para los trabajos en el bosque y con la madera. José, el
carpintero puede entender mucho mejor cómo se siente un hachero o dónde le duele la
espalda al carbonero que Dios, demasiado en lo alto, demasiado santo como para saber
de estas cosas.
Las imágenes de santos de madera, cera o yeso no son para los indios imágenes, son las
divinidades mismas. Y no sólo para los indios, sino para una buena parte del pueblo
mexicano.
Una sencilla, simple representación de un santo no vale nada. Cuanto más horrendo es
el aspecto del santo, cuanto más destrozado está su cuerpo martirizado, cuánta más
sangre, heridas y úlceras espantosas lo cubren, tanto más se lo aprecia, tanto más ricas
son las ofrendas que se le dan, tanta más gente se retuerce de rodillas a sus pies. El fiel
convoca al santo para que lo ayude a robar por la calle o para cometer un asesinato por
robo, o para asaltar o engañar, o la muchacha que quiere abortar o a la que se le
escabulle el amante. Al santo se le prometen tantas y tantas velas si el robo tiene éxito
sin que el culpable sea atrapado. Si el crimen resulta, se convoca nuevamente al santo
para que la policía no descubra al culpable. Las figuras de los santos están llenas de
cartas de agradecimiento por todo lo que han concedido a los fieles en cambio de tantas
oraciones y tantas velas o corazoncitos de plata. No es que las cartas digan textualmente
por qué se agradece al santo. Pero quien sabe leer cartas en las que se trata por todos los
medios de callar lo que no se quiere decir, pero teniendo que aludir por lo menos a eso
de alguna manera, encuentra aquí enteras biografías.
Cuanto más culto es un hombre, cuanto más confianza tiene en sí mismo, tanto más
intenta con ayuda de su inteligencia y de sus capacidades, alcanzar las metas que se
propone, superar los obstáculos, resolver los males y las preocupaciones y enfrentar con
éxito las resistencias nefastas. Es humillante mendigar protección y ayuda a Dios para lo
que sea, aun en el caso de una grave enfermedad de un hijo. Si Dios por sí solo no
demuestra interés por el niño, a qué me debo estar peleando con él. Es mejor usar el
tiempo en pensar qué hacer para salvar al niño.
Pero en México, como en todas partes, son las personas incultas, las que en vez de
trabajar se revuelcan por el suelo delante de las figuras de los santos para ver si pueden
obtener algo. Y porque son incultos la carta de agradecimiento cuesta cara. Ellos no
pueden escribir por sí solos la carta con los agradecimientos y los miles de besos que
será colocada sobre el santo corazón sangrante. Y cuando la carta está escrita tampoco
puedan leerla. Por eso deben acudir a un escriba público y darle entre cincuenta
centavos y tres pesos para que les escriba la carta; además tienen que comprar velas y
piernitas plateadas por cinco pesos, con lo cual la paga semanal se hace humo.
Todo el mundo está indignado con el gobierno mexicano porque está marcándole el
paso a la iglesia. La venganza que promete esta iglesia, es digna de ella. Predica que la
venganza vendrá del Señor de arriba. Si ella misma creyera en el Señor de arriba y
confiara en que éste arreglara las cosas, no necesitaría vengarse como lo está haciendo
ya. Ella predica: subordinación a la autoridad. Pero claro que piensa en los otros,
especialmente en los siervos, en los hambrientos. Si ella misma es invitada a
subordinarse a la autoridad, a obedecer a la ley y a la constitución, abre el bolsillo y
gasta millones de pesos en revoluciones y boicots. Es la misma iglesia que condena la
revolución y amenaza con las penas del infierno cuando se trata de las revoluciones de
los desgraciados y oprimidos.
Los pueblos, cuyos fieles no necesitan hacerse escribir cartas a los santos porque todos
saben leer y escribir, no tienen derecho a mirar con altivo desprecio al ladrón callejero,
que le escribe a su santo para rogarle que bendiga su delito. En un mundo, en el cual los
pueblos civilizados, cuando salen a asesinar al pueblo vecino para mejorar la situación
del mercado y para que los fabricantes de acero y cañones se enriquezcan más, hacen
bendecir a sus tropas listas para la muerte y la devastación por la iglesia y ruegan a Dios
y a todos los santos que les concedan la victoria, en un mundo así, nadie tiene derecho a
escupirle en la cara al ladronzuelo ante la estatua del santo. El no ha hecho más que
aprender de los grandes maestros.
Cuando los españoles llegaron a México, los indios eran bautizados de a diez mil por
día. Todos los que aparecían en la plaza eran bautizados en bloque, contados y listo, ya
eran cristianos. Esto se hacía para que los obispos pudieran mandar grandiosos informes
al emperador y al papa. Hoy en día se es más modesto. Uno se conforma con un
"aleluya, otra alma salvada". Los indios se encuentran hoy tan convertidos como se
encontraban en la época de su bautismo a montones, al principio del siglo dieciséis.
Ellos, los indios, y casi toda la capa inferior de la población mexicana.
Una iglesia que ha hecho lo que en México, que durante cuatrocientos años no ha hecho
absolutamente nada para instruir y civilizar a millones de indios, que no hizo otra cosa
que profundizar y fortalecer las supersticiones de estos seres primitivos en vez de
extirparlas; una iglesia, que durante cuatrocientos años, en los que ha tenido más poder,
más influencia, más riqueza en este país que el emperador, el rey, el virrey o un
presidente, hizo de todo para mantener e incluso enredar más aún en la ignorancia y en
la esclavitud a estos millones de indios y mestizos, que estaban en sus manos; una
iglesia, que en los últimos cien años, desde la independencia de México, desde que vio
resquebrajarse su poder, traicionó, engañó e insultó al país y al pueblo mexicanos, que
se alió con potencias y grandes capitales extranjeros para complotar contra el país cada
vez que tuvo la oportunidad; una iglesia que ha hecho todo esto, no por motivos de
orden divino, sino en función de sus bienes terrenales, por su poder terrenal y su sed de
dominio -una iglesia así no tiene ningún derecho de predicar las enseñanzas de un Jesús
de Nazaret. Si México es uno de los primeros países, donde se quiebra el dominio que la
iglesia ejerce sobre espíritus y cuerpos, es que sucedió en el país donde más merecía la
destrucción.
*

Las festividades religiosas más importantes para los indios no son Navidad o Pascua,
sino el día de la fiesta de su santo patrono. Navidad no se festeja en absoluto. El primer
día de Navidad, así como la noche anterior, se trabaja normalmente como en cualquier
día de la semana. Los cuatro días que van de jueves santo al domingo de Pascua, están
llenos de ceremonias superficiales. Judas es arrastrado con una soga al cuello por las
calles acompañado por una multitud bulliciosa. Cruzando las calles hay figuras de
tamaño humano colgadas de sogas que representan a Judas. Cerca del mediodía, en
medio de un gran alboroto, se colocan artefactos para fuegos artificiales que las
revientan. El pueblo, en su totalidad, participa poco en esta bulla. Una buena parte de
los que andan por la calle, son los que habitualmente no se pueden mostrar, porque sino,
la policía los pescaría enseguida. El viernes santo se festeja en cientos de ciudades
indias con la representación de la historia de la Pasión. Todo se desarrolla a cielo
abierto. Cristo es una figura tallada toscamente, que finalmente es crucificada con gran
clamor y tumulto. En toda esta representación, si bien dura horas, no hay coherencia ni
disciplina. Puede suceder que, mientras un grupo está todavía con el interrogatorio de
Pilatos, un poco más allá es crucificada la figura que en el interrogatorio había sido
reemplazada por un doble. Miles de veces ocurrió que los indios no se conformaran con
un muñeco de madera, sino que clavaran a un conciudadano a la cruz, cargado con
todos los supuestos pecados. A veces lo bajan a la noche, generalmente sin embargo lo
dejan colgado hasta el día siguiente. Claro que cuando lo bajan está muerto. Pero se
espera que resucite. Fracaso total, aquí realmente no hay nada que hacer. A veces las
autoridades eran informadas por alguien que se había enterado del asunto. Pero cuando
querían intervenir, se llegaba a las armas. Los indios no querían entregar a su Salvador
crucificado, lo consideraban como una intromisión en su religión y defendían a su
Cristo como corresponde a buenos cristianos. Para evitar más muertes, a los soldados no
les quedaba más remedio que irse. El indio que iba a ser crucificado, se entregaba por
propia voluntad. Consideraba este hecho como un gran honor y un acto sagrado, por el
que muchos lo envidiaban. El año pasado sucedió aún que un indio fuera crucificado en
un pueblo del estado de Oaxaca. En la mayoría de los casos, ni la opinión pública, ni las
autoridades, llegan a enterarse de estos hechos.
A mi parecer no sólo es más lógico, sino también más correcto preguntarle a un ser
humano si está dispuesto a cargar con mis pecados o no, antes que endosárselos a un
hombre que murió hace dos mil años.
Durante la semana de Pascua en las iglesias de los indios está armada la última cena.
Frecuentemente con figuras de tamaño humano. No son demasiado precisos con las
cantidades. Ya he visto quince u ocho apóstoles presentes en la cena. Sólo Judas no
puede faltar; todos los otros pueden aparecer dos, tres veces, o ninguna, pero Judas con
su bolsita de dinero debe estar. De hecho a veces se ven tres o cuatro Pedros sentados a
la mesa, porque quizás esa iglesia los tenía a disposición y en cambio faltan Andrés o
Mateo.
Hay muchos viajeros que, cuando ven cosas semejantes, las toman como demostración
del espíritu inocente e infantil de los indios y de los primitivos aborígenes. Yo pienso
más bien que habría que tener compasión y habría que pensar un poco mejor de la raza
blanca de lo que los hombres primitivos podrán pensar de ella el día en que se
despierten. Si nuestra religión no es lo bastante fuerte como para ejercer una influencia
en el hombre poco civilizado prescindiendo de todas las apariencias y no es capaz de
influir sobre todo en el espíritu, entonces es mejor que le dejemos su propia religión,
que surgió de su propio ser. Su propia religión influirá mejor que una extraña en las
costumbres e ideas morales propias del hombre primitivo.
La religión cristiana no condujo al indio, ni moral ni espiritualmente, a un grado más
elevado de su cultura interior. Pienso que seguramente será así con todos los otros
pueblos y razas primitivas. Me gustaría encontrar al indio, al que yo o un sacerdote
pudieran hacer entender que un niño de un día ya esté afligido por el pecado y hasta por
el pecado original. Y quisiera poder describir lo que pensaría de mí, si intentara
explicarle que su hijo está afligido de pecado original porque fue concebido y parido en
el pecado. ¿Y de qué otro modo podría haber venido al mundo? Un buen día, con la
ayuda de la ciencia médica, se podrá concebir y quizás parir un niño fuera del regazo
materno. Quizás. Pero entonces este acto médico será el pecado original. Y después
todavía me quedaría por explicarle a este indio que nuestro dios es el dios del amor
perfecto y puro, pero debería agregar para hacer honor a la verdad que si él no bautiza
inmediatamente a su bebito y si éste muere, el dios del perfecto amor lo hace asarse para
siempre en los infiernos, justamente por culpa de ese pecado original, del que el niñito
es completamente inocente. No hay que olvidar que el infierno de los indios no es un
sitio de fuego y torturas como el infierno de los blancos, que quizás merezcan un
infierno semejante. El infierno de la religión india es el lugar, en donde el condenado es
castigado haciéndolo sentarse tranquilamente y prohibiéndole trabajar. Sólo los
bienaventurados en el cielo pueden trabajar. Tienen que dar forma a las nubes que
pasan, enseñar a cantar a los pájaros, pintar las flores, insuflar el perfume a las flores y
otros trabajos parecidos.
Los mexicanos, es decir, los habitantes del país que no son indios, tienen una fiesta de
Navidad que se diferencia completamente de la nuestra. Se llama La Posada. Se festeja
durante catorce días y termina en Nochebuena, que es en realidad cuando inician
nuestros festejos. La Posada es desconocida en España. Es una auténtica fiesta
mexicana, que surgió en el país. En esta fiesta ni se habla del niño Jesús ni de su
nacimiento. El sentido y la idea básica de esta fiesta están en un juego que se refiere al
vagar de José y María en busca de alojamiento en Belén encontrando todas las posadas
completas. La fiesta de Navidad mexicana es una fiesta muy linda, colorida, alegre y
placentera, en la que todas las familias conocidas se reúnen en la casa de la familia que
organiza la fiesta. Se come mucho y bien y se baila cada noche hasta la mañana. Pero la
fiesta no tiene nada que ver con Cristo o con la religión cristiana, así como la
entendemos nosotros. El elemento más secundario del nacimiento de Cristo se vuelve
protagonista en esta fiesta navideña mexicana. La población mexicana no conoce el
árbol de Navidad.
La fiesta más importante y sublime de los indios tzotzil es la Fiesta de San Juan. Se
festeja en la capital de los chamulas, Chamula. La fiesta es el 24 de junio.
Pero justo una semana antes se festeja en el mismo sitio otra gran festividad. Se llama:
la Preparación. En realidad, la Preparación es más grandiosa que la verdadera Fiesta de
San Juan, los indios están más alegres y divertidos; hay más ruido y se reúne más gente
que el día de San Juan.
Pregunté al secretario y al maestro por qué se festejaba esta preparación y por qué con
una semana entera de anticipación. Muchas familias deben así recorrer en una semana
dos veces un largo camino, que en algunos casos llega a más de 20 kilómetros y esto
con la familia entera, con niños y perros.
"Sí", dijo el secretario, "ésta es justamente la preparación. La gente quiere tener su
preparación."
No me conformé con esta respuesta. Tenía la impresión de que algo se escondía detrás.
Pregunté entonces a los indios, con los que podía hablar. Primero fueron esquivos.
Usando artimañas y haciéndoles notar que algo sabía y que no era tan estúpido, logré
hacerlos hablar. Yo había sospechado algo más detrás, pero lo que escuché me bastó y
más tarde me fue confirmado por un señor que vivió cuarenta años en el estado.
Los indios me contaron que no pueden ofender a sus viejos dioses. Porque son sus
antiguos dioses quienes les dan la lluvia y el brillo del sol, que hacen crecer el maíz y
los frijoles, que hacen que las cabras y las ovejas se multipliquen y los que de vez en
cuando les ponen una liebre o quizás un ciervito delante de las narices. Todas estas
cosas no las da ni el Dios blanco, ni la Santa Virgen y ni siquiera San Juan. Esos son
buenos para cuando hay algún enfermo, pero por lo demás no son demasiado útiles.
Descuidan a los indios, tienen preferencia por los blancos. Y además es cierto que los
dioses blancos ya tienen bastante trabajo con los blancos. Por eso uno ni siquiera se
puede enojar con ellos, si no encuentran tiempo para ocuparse de los pequeños campos
de los indios. Son señores demasiado grandes. Por eso hay que cuidar las relaciones con
los antiguos dioses, que también son indios, que son conocidos desde hace más tiempo
y que conocen bien a los indios. Y visto que los blancos no quieren saber nada de ellos,
están bien contentos de que los indios les sean fieles. Los antiguos dioses dieron
mayores muestras de su poder y de su buena voluntad. Lo demuestran las buenas
cosechas y la buena lana de las ovejas. Cuántos intentos no se hicieron con los dioses
blancos cuando faltaba la lluvia. Llegaba el cura desde San Cristóbal, daba misa, se
organizaban procesiones, la iglesia se llenaba de velas. Y esto durante varias semanas.
En vano. Nada de nada. Entonces partían a escondidas con el cacique a la cabeza para
rogar a sus antiguos dioses y para bailar. Y he ahí, tres días después llovía a cántaros.
Así es que no deben ofender a sus antiguos dioses. Pero los ofenderían gravemente si
festejaran primero la Fiesta de San Juan y la fiesta para los antiguos dioses una semana
más tarde. El propio dios debe ser el primero, tiene que tener la prioridad. Así es que se
festeja primero la fiesta de su dios del verano, del dios de los campos y del ganado. Si
después le hacen una fiesta a San Juan, ya su dios del verano no se ofende. Ya ha tenido
la prueba de que sus hijos morenos y rojos todavía le reservan el primer lugar. Lo que
harán una semana más tarde, ya no le preocupa. San Juan no lo sabe, porque no conoce
al dios de los indios.
Los mexicanos llaman a esta fiesta Preparación, porque piensan que los indios la
festejan para acostumbrarse mejor a la fiesta del 24. Ellos tampoco se interesan por lo
que hacen los indios y por el modo en que pasan sus días.
La cruz sola, como símbolo, no tiene ningún significado para los indios. Para que lo
tenga o tiene que haber un Cristo colgado o tiene que estar ligado en algún modo a otras
cosas. Frecuentemente son mujeres y niñas quienes la decoran ricamente con flores. Las
flores son el símbolo del amor y de la unión amorosa. O se le cuelgan frutos, cual
símbolos de la fertilidad. O mazorcas, símbolos del alimento. Al cacique de los
chamulas la cruz delante de la cual recita sus oraciones no le significaría nada, si no
hubiera atado su bastón de mando a ella. El espera que surjan grandes poderes de la cruz
y que pasen al bastón de mando y luego a él. Sospecho que más de un cacique ata su
bastón de mando a ciertos árboles sagrados, en los que vive algún antiguo dios indio.
Así el bastón y su portador reciben también la fuerza del antiguo dios. Cuanto más
dioses, mejor. Cada uno pone un poquito y al final se junta un lindo montoncito de
poder. Cuando los indios van a buscar al cacique a su casa y ven el bastón en la cruz, ya
saben que no pueden hacer nada contra el poder de ese bastón y que tendrán que
responder a todo lo que el cacique les pregunte. Porque de todas formas lo sabrá, dado
que el bastón habrá absorbido la sabiduría del dios extranjero. En los caminos en campo
abierto, como también en las cercanías de los poblados, se encuentran cruces, ya sea
sobre una colina pequeña o en una bifurcación. Pero no hay ni la décima parte de las
que se encuentran en los países católicos de Europa Central. Muchas veces las cruces
son viejísimas y están tan podridas que la siguiente tormenta las dejará por el suelo,
otras son algo más nuevas. No encontré en ninguna parte del estado de Chiapas cruces
completamente nuevas, hechas pocos años antes. En todo México se manifiesta un
llamativo descuido de la religión. En México Central hay poblados de apenas mil
habitantes, pero con veinte o veinticinco iglesias pomposas, cada una de ellas tan
colosal que podría ser una catedral. En el México Central, en campo abierto, donde no
hay ni poblados ni casas se encuentran iglesias tan grandes y lujosas como catedrales.
Es posible que en ese lugar no haya existido nunca un pueblo, quizás sólo una hacienda
(N.d.T. con grafía alemana en el original "Hazienda") y quizás ni siquiera eso. La
iglesia condenó quién sabe a quién por quién sabe cuál motivo a construir una catedral
allí. Quizás la tierra pertenecía a la iglesia y los indios habrán tenido que trabajar como
siervos para erigir esa iglesia de lujo. Pero toda la tierra, salvo las grandes posesiones de
las viejas familias nobles y patricias españolas, estaban en manos de la iglesia. Todas
estas iglesias están por derrumbarse hoy, miles están en ruinas, miles tienen los techos
rotos, los pájaros hacen sus nidos, reptiles salvajes se esconden en ellas, están habitadas
por ladrones de caminos y vagabundos. ¿Quién debería mantener estas valiosas iglesias?
Son tantos miles que no alcanzarían miles de millones de pesos para detener su
deterioro.
En Chiapas es más raro ver iglesias en los pueblos pequeños y en campo abierto. Por
varias razones aquí la explotación fue menor que en México Central; por eso no
pudieron ser construidas tantas iglesias pomposas. También había menos prelados
vanidosos, necesitados de lujosas iglesias propias, como se daba el caso en zonas más
cercanas al punto central de la civilización, en Ciudad de México. En Chiapas mismo
también las iglesias de las ciudades están en ruinas. Y a nadie se le escapa una lágrima
por eso. Siguen quedando demasiadas que el indio tiene que mantener. Viajando a
través de México se ven miles de iglesias hermosas medio derrumbadas por todo el país
y dan la misma impresión que, en Europa Central, ofrecen las ruinas de los castillos. Su
tiempo pasó, el tiempo del esplendor eclesiástico pasó aquí, como pasó en Europa el
esplendor del tiempo de los caballeros. Nada lo demuestra mejor que los miles de
iglesias en ruinas. Y así como en Europa van los pequeños campesinos a los antiguos
castillos, van aquí los indios a las iglesias en ruinas y toman piedras para construirse
casas con ellas. El gobierno de México no podría hacer nada contra el poder de la
iglesia en un país, donde el noventa y ocho por ciento de la población es católico, si no
estuviera maduro el momento de la decadencia de dicha iglesia.
En los caminos de Chiapas a veces veía dos cruces en vez de tres. Frecuentemente había
una más grande y otra más pequeña. Pregunté a mi acompañante indio, por qué había
allí sólo dos cruces, en vez de tres, como es lo normal.
"Muy simple, señor"(N.d.T. con grafía alemana en el original: "Senjor"), me decía el
hombre, "sólo el buen ladrón, que fue invitado por Cristo a encontrarlo en el cielo,
merece una cruz, el otro malhechor no la necesita. A él no le importó nada de Cristo y
pronunció discursos blasfemos contra él. Por esto merece un castigo y es así que se le
niega la cruz."
En otro paraje encontré tres cruces, una grande para el salvador y otras dos más
pequeñas. Una de éstas presentaba artísticas entalladuras, coronas de flores colgaban de
ella y todo su aspecto era más bello, rico y cuidado que el de la sencilla cruz grande que
estaba destinada al Salvador. Le pregunté a un indio de la zona y me explicó que la cruz
bien tallada y decorada era para el buen ladrón. Es que el buen ladrón estaba en el cielo,
desde donde podía hacer un montón de cosas buenas para el indio, pero desde donde
también podía hacerle daño. Por esta razón había que mantenerlo de buen humor y el
mejor método para lograrlo, era dándole una cruz particularmente bonita. Si en la
disposición de las cruces no se hiciera ninguna diferencia entre él y el ladrón malvado,
el buen ladrón se sentiría ofendido por ser colocado al mismo nivel del ladrón malo.
Lo más curioso es, sin embargo, que frecuentemente se encuentran cuatro cruces
agrupadas. Como se da el caso en la capital de los chamulas. El secretario no me podía
explicar el porqué de estas cuatro cruces, estas cosas no eran de su competencia y por lo
tanto, no tenía interés en conocerlas.
Pregunté a mi indio, que hablaba español, pero él tampoco lo sabía, porque no era de
ese pueblo. Pero entonces hizo señas a un viejo indio para que se acercara, para poder
preguntarle y contármelo después.
Pregunté a mi indio, que hablaba español, pero éste no estaba seguro de querer contarme
el secreto. Pero como yo no tenía nada de obispal, empezó a aflojar. Le metí una docena
de cigarrillos en la mano, le sonreí, y cuando un grupito de niños chamula me rodeó, me
los hice amigos dándoles caramelos envueltos en papeles de colores. Esto le fue dando
confianza al viejo indio y, al final, me contó la historia, que mi muchacho me tradujo.
"Vea señor, (N.d.T.: con grafía alemana en el original: "Senjor") nuestros dioses indios
no han muerto. Esto lo sabemos bien. Nos dan lluvia y la luz del sol, nos dan buen maíz
y flores, una vida larga y sana. Entonces no podemos ofenderlos. Si diéramos cruces
sólo a los dioses blancos, nuestros antiguos dioses lo tomarían a mal, abandonarían
nuestra tierra y nosotros no tendríamos ni sol, ni lluvia, quemarían nuestras casas,
matarían nuestras cabras y ovejas, exterminarían a nuestros niños con enfermedades. Y
bueno, así les damos una cruz, como a nuestros dioses blancos. Ya es bastante grave
que les demos una sola. Si me eligen cacique, les daré seis. Como colocamos a todas las
cruces juntas en el mismo sitio y no hacemos ninguna diferencia, ellos están bien
contentos; nos siguen dando lluvia y luz solar. Conseguimos que los antiguos dioses
ahora se lleven bien con los nuevos. Esto, señor (N.d.T.: con grafía alemana en el
original"Senjor"), lo puede ver allí, donde las cruces están todas juntas. Y es lo que
nosotros queremos, que se lleven bien. ¿Por qué deberían de pelearse e insultarse? Los
dos son buenos con el indio. Pero, por favor, no le cuente al señor obispo de San
Cristóbal lo que yo le acabo de relatar."
Le prometí solemnemente no hacerlo y, de hecho, no lo hice. Poco tiempo después
encontré en casa de un mexicano a un sacerdote que frecuentaba a los indios. Le
pregunté por las cuatro cruces sin contarle nada de la historia que me habían relatado.
"Yo tampoco sé por qué ponen más o menos cruces. Y tampoco lo pregunto. No veo por
qué debería preocuparme por ello. En general, ni ellos pueden dar una explicación. Son
caprichos particulares. Lo mejor es dejar las cosas así como están y no remover el
avispero. Eso llevaría a largas discusiones. Si se les dice que deben arrancarla,
contestan: `pero es una cruz, no se debe arrancar una cruz.` Entonces uno los deja hacer.
Probablemente la hayan colocado para San Juan o para San Pedro. Yo no pregunto."
Sí, el sacerdote que me explicaba esto era un hombre sensato y sabio. Y muchos de los
sacerdotes en México son personas sensatas y sabias. Pero no pueden remediar nada.
¿Qué se puede cambiar en una época en que la iglesia, después de haber fracasado
durante el último gran baño de sangre, se derrumba por los cuatro costados y se opone a
todas las ideas nuevas?
Pero no todos los sacerdotes de México son tan sensatos.
A un señor conocido mío, que llegó a una ciudad india cuando yo estaba en Chiapas, un
indio le preguntó de quién era amigo. Con esta pregunta el indio quiere comprobar de
dónde viene el hombre, a dónde tiene que ir y a cuál tribu pertenece.
"¿Ud. es amigo del señor Vidal?" El señor Vidal es el actual gobernador del estado de
Chiapas, una persona inteligente y progresista.
"No sé si puedo decir que soy amigo del señor Vidal, lo he visto sólo una o dos veces."
"Está bien, ¿es Ud. amigo del señor Calles?" El señor Calles es el presidente de la
República Mexicana.
"No creo poder decir que soy amigo del señor Calles. El señor Calles quizás ni me
conozca."
"Esto es bueno", dijo en seguida el indio. "Porque si Ud. era un amigo del señor Calles,
lo hubiera matado aquí mismo." Y lo hubiera hecho seguramente.
"¿Y por qué me hubiera matado, estimado vecino?"
"Porque el señor Calles mata a todos los obispos y sacerdotes, quema nuestras iglesias y
hace quemar a todos nuestros santos en la hoguera."
La respuesta demuestra otro aspecto de la actividad de la iglesia. En el estado que se
encuentra al norte de Chiapas, Tabasco, todos los sacerdotes fueron invitados por
decreto del gobernador a casarse antes de una fecha determinada. Los sacerdotes
mexicanos hicieron oír al mundo entero su airada protesta contra una orden
desvergonzada, que les haría quebrar su santo voto. Y nuevamente el mundo se
convenció de que México está gobernado por bolcheviques.
¿Qué motivó el decreto del gobernador de Tabasco?
La cantidad de hijos desprotegidos, ilegítimos, cuyos padres son sacerdotes, ha
aumentado tanto en el estado de Tabasco, que estos niños comienzan a ser un peligro
público, pues están faltos de pan y de educación paterna.
Los sacerdotes no se casaron dentro del plazo establecido, se mantuvieron fieles a su
voto, asegurándose el agradecimiento de la iglesia y abandonaron el estado. Pero
dejaron a los niños. Desde ese momento en todo el estado no hay más religiosos.
En este momento, en que estoy escribiendo, en todo México hace catorce meses que no
hay servicio eclesiástico. No se dan misas, no hay confesiones, no se celebran
bautismos, ni se bendicen matrimonios. Los sacerdotes dejaron de ejercer su ministerio
en señal de protesta contra la exhortación, formulada tras nueve años de advertencias, a
someterse a las autoridades y respetar las leyes establecidas por la constitución.
Los sacerdotes instigaron a todos los católicos, es decir, a la totalidad de la población, a
boicotear la entera economía del país, para devaluar tanto el dinero mexicano, que el
país perdiera el crédito extranjero.
Después de que la iglesia proclamara el boicot para derrocar al gobierno, los proletarios
hicieron una manifestación en la que participaron sesenta mil hombres y mujeres, para
saludar el palacio presidencial y al presidente y exhortarlo a no ceder un solo paso ante
la iglesia. Sesenta mil hombres y mujeres que dieciséis años antes hubieran sido
masacrados si hubieran osado siquiera pronunciar la palabra huelga, sesenta mil
hombres y mujeres que crecieron bajo la total e ilimitada influencia de la iglesia,
pareciéndoles que pensar en cualquier tipo de resistencia fuera un pecado imperdonable
así en la tierra como en los cielos.
¿La causa? La iglesia se opone a la instrucción, a la formación y a la lucha por la
liberación económica que llevan adelante los trabajadores. En cualquier lado donde
intente o haga esto ahora, en el siglo veinte, la iglesia está condenada a la ruina.
Hoy en día la iglesia excomulga a hombres y mujeres de a cientos en México. Pero ya
no surte ningún efecto. El excomulgado ni siquiera se ríe de esto, le es demasiado
indiferente, como para prestar la menor atención al hecho.
La iglesia y la religión serán borradas tal como las monarquías y las dictaduras, ni bien
hayan cambiado las ideas, principios y bases económicas que las sustentan. No hay
religión o forma de gobierno que sobreviva a sus premisas económicas.
7

La vida cotidiana de los indios en Chiapas es bastante monótona. En general, la vida de


los indios no es nunca tan colorida y multifacética como se la describe en los cuentos
de indios. Los indios no se la pasan saliendo en tren de guerra. Cuanto más primitiva,
más trabajosa es la vida. Los hombres iban a la caza. Cierto. Pero no por diversión, sino
porque necesitaban la carne, los huesos, las pieles, los tendones, los dientes, los pelos.
Había que curtir las pieles, tender, secar y retorcer los tendones, blanquear y perforar los
huesos. Había que confeccionar mantas, camisas y vestidos; había que hilar y tejer.
Había que ocuparse de los niños. Había que plantar, cuidar y cosechar maíz, porque no
se podía vivir solamente de carne. Una buena parte del trabajo era realizado por las
mujeres, pero no podían con todo. Había pocas herramientas, las armas eran primitivas.
Para cazar y alcanzar un ciervo podían necesitarse semanas. Para hacer fuego, horas.
Viviendo en semejantes condiciones no les quedaba demasiado tiempo libre para todas
las aventuras que se relatan en los cuentos de indios. Las guerras eran raras excepciones,
sólo cuando los obligaba la necesidad de atacar una tribu más rica y encontraban
razones plausibles para considerar su honor herido y cuando se sentían lo
suficientemente fuertes como para poder regresar vencedores. Raramente o nunca
habrán salido a guerrear por pura gana de pelear. Cada guerra era generalmente una
migración del pueblo hacia un lugar mejor. No hay ningún romanticismo, en el sentido
en que se entiende normalmente esta palabra. Todas las cosas se observan desde un
punto de vista puramente material y se evalúan según su utilidad.
Los trabajos del campo se realizan con herramientas iguales a las que se usaban antes de
Colón. Muchas de ellas, incluso las azadas, que nosotros creemos siempre de hierro, son
de leño. Los arados generalmente son de madera sin ninguna parte de hierro.
Ciertas plantas requieren que la tierra sea arada. Pero nunca se ara demasiado
profundamente, porque sino la tierra se secaría, sin ofrecer ninguna ventaja. Es raro ver
un arado tirado por un buey. En todo caso, se ven en haciendas de blancos. Los indios
tiran ellos mismos el arado. La razón es frecuentemente que no tienen animales de tiro.
Pero casi siempre porque no les gusta usarlos.
Además de sembrar y cosechar, el trabajo principal en los campos consiste en liberar la
tierra de maleza y yuyos, que muchas veces amenazan con devorar los frutos. Porque la
tierra, extraordinariamente fértil, es tan buena para los yuyos como para los frutos de
cultivo.
No se abona nunca. Primeramente porque la tierra no necesita abono, y en segundo
lugar porque no hay suficiente abono, ya que los animales no están en establos. Durante
todo el año están afuera.
Frecuentemente se ven campos irrigados artificialmente. Estos sistemas de irrigación
están muy bien pensados. Hay muchos sistemas que existen y son usados desde antes de
la llegada del blanco.
El fruto más importante es el maíz, en segundo lugar los frijoles, generalmente frijoles
negros. El maíz ocupa para los indios el lugar del trigo, del centeno, de la cebada y de la
avena. No cultiva ni necesita todos estos tipos de cereales. Desde tiempos inmemoriales
su raza vive del maíz. Aún hoy los alimentos principales de México, América Central y
de aquellas partes de Sudamérica, donde la mayoría de la población es india, son el
maíz y los frijoles. Aun el mexicano culto prefiere el maíz al trigo. Viajando por
México o América Central por campo abierto no se recibe otra cosa de comer que torta
de maíz, tortillas. Además de estos dos frutos principales, los indios de Chiapas cultivan
lino, cáñamo, maguey, agave, flores y una cantidad incalculable de hierbas y raíces
medicinales. Donde la tierra lo permite se cultivan tabaco, café, caña de azúcar,
algodón, bananas, ananás. Las verduras se cultivan casi exclusivamente para venderlas a
la gente de la ciudad.
A pesar de que la papa es un fruto originario de América, el indio no la cultiva. Claro
que hay excepciones. En México las papas se comen poco. Si se sirven, no son más de
una o dos durante una comida. Son muy caras, el kilo cuesta entre veinticinco y
cincuenta centavos.
La papa que el indio cultiva a veces es un pequeño tubérculo, posiblemente era así el
fruto primitivo. El indio evita su cultivo porque se reproduce en una forma
impresionante. En esta tierra rica es una de las peores plantas parásitas. Si no se observa
y se controla cuidadosamente su crecimiento, devora no sólo la tierra del indio, sino
toda la tierra comunal. Es muy difícil de extirpar. Una vez vi una tierra que había sido
abandonada a causa de las papas y parecía una jungla llena de matorrales de papa. Es
que aquí no hay planta que se congele, como sucede en las zonas templadas. Aquí todo
prospera, crece y se reproduce durante todo el año.
Además de la papa cultivada, frecuentemente se planta una papa dulce, que tiene el
sabor de la papa normal cocinada en agua de azúcar. En México es muy apreciada, y
también en EE.UU., donde se la cultiva y come mucho.
Si se ven bovinos, en la mayoría de los casos cabe suponer que pertenecen a mexicanos
o a extranjeros. Es raro que el indio tenga ganado mayor. Cuando el indio vive
integrado en círculos civilizados tiene ganado mayor como cualquier otro agricultor.
Pero aquí abajo tiene sólo cabras y ovejas. Se las arregla mejor con animales más
pequeños. No se siente cómodo con el ganado mayor. Antes de la llegada de los
europeos a América, los indios desconocían completamente los animales domésticos.
Tampoco conocían animales de carga. No había ni caballos ni mulas. Los caballos
salvajes que ahora viven en grandes manadas en las anchas praderas de Norteamérica y
México, son descendientes de caballos escapados a los hacendados blancos.
El indio necesita poca leche. El lactante encuentra suficiente leche en la fuente natural.
La leche de cabra se usa sobre todo para la preparación de queso.
La lana es un producto indispensable para los indios; porque su vestimenta está hecha
sobre todo de lana pura. En las alturas de la Sierra Madre las noches son muy frías, aun
en pleno verano. Pero no nieva nunca. El agua se escarcha sólo superficialmente y sólo
durante las horas de la madrugada en diciembre y en enero. Pero durante el día, salvo
que lleguen violentas tormentas desde el frío norte, hace bastante calor. En los distritos
de las partes bajas del estado reina siempre el clima tropical y aquí he visto años en que
de diciembre a enero, salvo pocos días, el termómetro no bajaba nunca de 28 grados a la
sombra. Pero en las partes altas hace un fresco agradable durante todo el año. Así es que
la lana constituye un objeto de uso muy importante.
Antes del descubrimiento de América los indios no conocían ni lana ni ovejas, por eso
no tienen palabras propias para estas dos cosas. Pero supieron crear una palabra
indicada para oveja que hoy usan todos los indios y es entendida aun por aquéllos que
nunca vieron una. En su lengua llaman a la oveja ciervo de algodón, y así todo indio, de
cualquier nación, sabe inmediatamente de qué se trata. Porque todos los indios tienen en
su lengua una palabra para designar el algodón y una para el ciervo, porque ambas cosas
forman parte de su vida desde tiempos remotos.
De tanto en tanto se ven cerdos, en algunas ciudades indias hasta en buena cantidad.
Pero en general son bastante flacos. Andan sueltos y tienen que vivir de lo que roban,
recogen o encuentran de algún modo. He llegado a ver peleas bien interesantes entre
burros o mulas por un lado y uno o varios cerdos por el otro. El burro vence
frecuentemente, en cambio, un caballo o una mula suelen salir perdiendo. Es difícil que
puedan llenarse una sola vez el hocico del maíz que se les pone delante si hay cerdos en
las cercanías. Aun cuando la mula patea duro para defender su maíz, al cerdo no le hace
nada. Mientras le llueven las patadas, el cerdo se abalanza sobre la comida sin
importarle nada. Los cerdos de aquí no tienen piel sino cuero. Y debe ser desollados
como las vacas cuando se los carnea. Sólo cuando el indio quiere carnear o vender su
cerdo, lo ata cerca de la casa y le da maíz durante dos o tres semanas.
El indio come carne sólo cuando la encuentra barata, es decir cuando ha tenido una
buena jornada de caza. En general sólo una vez por semana o una vez por mes, justo
cuando ha estado en la ciudad y ha vendido algo, compra carne. Un trocito, quizás
medio kilo le basta a una familia entera de diez o más bocas. Prefieren esperar tener
suerte en la caza. Pero el indio se las arregla bien y por mucho tiempo sin carne, sin
sentir su falta.
Ciertos tipos de verdura, que pueden rendir buen dinero en la ciudad, sólo pueden
prosperar cuando el suelo está bien abonado. En esos casos el indio emplea el abono de
las dehesas.
En el trozo de tierra que se quiere usar para cultivar la verdura particularmente valiosa,
se coloca el cerco para las ovejas. Durante una semana las ovejas de toda la comuna se
llevan al recinto durante la noche. Después de una semana o antes, según la cantidad de
abono, se corre el cerco hasta colocarlo en el terreno de al lado y se lo deja hasta que
también ese terreno esté bien abonado. Cuando un indio ha terminado de abonar el
terreno que necesita, se quita el cerco y se coloca sobre el terreno de otro ciudadano de
la comuna que necesita abono.
Para las ovejas es seguramente un martirio, encontrarse cada noche apretujadas sobre su
propio estiércol. Pero también puede ser que tengan otra opinión, pues el cerco es alto y
las protege bien de jaguares y pumas. Y es hasta posible que si se les preguntara como
se sienten de noche cuando oyen el rugir del jaguar en la selva, contestaran: más vale en
la mierda sentadas, que por el tigre devoradas. Si hasta entre los humanos las opiniones
pueden tomar caminos difícilmente comprensibles. Yo conozco personalmente
personitas que pasaron toda una noche terrible colgados de su cinturón de la rama de un
caobo. Y en esta situación verdaderamente digna de compasión se sentían mejor que
acariciados por las garras del tigre, que creían sentir en las cercanías.
Los antiguos mexicanos, los aztecas, que no sólo eran excelentes urbanistas, sino
también óptimos agricultores, abonaban sus campos de tal modo que cada año un cuarto
del terreno cultivable tenía que quedar en barbecho. Tanto los controladores como los
conciudadanos controlaban rigurosamente que quedara en barbecho una parte lo
suficientemente grande y que en los otros terrenos se rotaran los cultivos.
Todo lo que el indio necesita para sí, se lo hace él mismo: vestimenta, sandalias,
sombreros, impermeables, casas. De tanto en tanto se compran pañuelos o retazos de
lino si los necesitan con urgencia y no hay tiempo de fabricarlos. Pero sólo si el indio
consigue un buen precio para sus productos, pagos por anticipado por su cosecha o por
su trabajo en la plantación o cuando regresa con su salario de la plantación.
Todas las cosas que hace él mismo son mejores y duran más que las más caras que
pueda comprar. Esto ya lo ha aprendido.
No necesita muchos utensilios de hierro. Tal vez un machete y un hacha, algunas
cucharas de lata y en el mejor de los casos, un balde. Conocí a numerosas familias
indias que no tenían un cuchillo en la casa. Cuando durante un año y medio viví en otro
estado sólo entre indios, eran por lo menos cuatro las familias que venían a pedirme
prestado el cuchillo cuando lo necesitaban. De hecho: se las arreglan bien sin cuchillo.
En la mayoría de los casos se ayudan con el machete o con el hacha. Pero todo indio
tiene un machete o un hacha, porque de todas maneras necesita al menos uno de estos
utensilios para su trabajo. Claro que también vi que tenía vecinos indios que no tenían
machete y que también venían a pedírmelo cuando lo necesitaban para un trabajo
cualquiera.
Como recipientes los indios utilizan solamente ollas de barro. La vajilla de los indios
tzotziles viene de Amatenango, una pequeña ciudad india cerca de Teopixca. Aquí es la
tribu de los indios tzeltales, la que desde hace siglos ha asumido la producción alfarera
para los indios tzotziles y tzeltales. En la zona en donde viven tienen una arcilla que se
presta maravillosamente para la alfarería. Todavía se practica así como si en América no
se hubiera visto nunca un europeo. Los indios primitivos desconocen el torno; hacen las
vasijas como en los viejos tiempos, solo con la mano. Y trabajan con la misma rapidez
que los alfareros europeos con el torno. A veces la vajilla es esmaltada. Pero esto lo
aprendieron recién de los europeos.
Según el tamaño, las vasijas cuestan entre cinco y cincuenta centavos. Para obtener
estos precios los alfareros o los comerciantes indios deben recorrer a veces cien
kilómetros y más con esa mercancía frágil sobre sus espaldas, atravesando tierras bajas
tropicales y las alturas escarpadas de la Sierra. Es demasiado arriesgado transportarlos
sobre lomo de burro o de mula. Estos animales corren contra árboles o contra muros
rocosos con toda su carga. Y como las ollas se encuentran en sacos que son como redes,
no hay una que se salve si el burro se va contra un árbol. Es decir, que al comerciante
indio no le queda más remedio que llevar su carga de pueblo en pueblo sobre sus
espaldas. Quien es capaz de descubrir lo romántico, lo descubre ya aquí. No hace falta
que haya una danza guerrera. Esta es una danza pacífica. Y tiene una auténtica música,
obviamente una música que violines y flautas no pueden producir.
En estas ollas de barro la india cocina todo lo que se puede cocinar. Aparte de eso, lo
único que usa es la cuchara, de madera o lata. Tenedores no se ven. Y habría que ver
comer al indio. De golpe se siente la sensación de que el tenedor es un instrumento
bárbaro que no tiene nada que ver con la intrínseca belleza del acto de comer. No se
puede describir el modo de comer del indio. Es de nuevo música. Cada gesto, cada
movimiento de la mano parece una danza solemne. Una gracia solemne, una paz
sublime guían sus movimientos durante la comida. Nosotros no tenemos tiempo,
tenemos tanto que hacer y nunca llegamos a terminar. Por eso es que nunca tenemos
tiempo de concederle a la comida la devoción que merece. Nosotros no comemos,
devoramos. Lo que ha requerido cuatro horas de preparación lo deglutimos en cinco
minutos, sin que nos parezca nada raro. Por eso nosotros tenemos civilización, pero los
indios, cultura. Quien alguna vez haya visto como un ratón come un copo de avena, se
debe avergonzar seriamente sobre el modo en que nosotros comemos. Y para tapar ese
espantoso ruido de cuchillos, tenedores, platos y las charlas y los gritos se llega a tocar
música jazz durante la comida. Y cuanto más refinado es un restaurante, tanto mayor es
el ruido que hacemos con nuestros instrumentos de comer y tanto más fuerte y chillona
es la música. Y por todo eso además hay que pagar un suplemento.
El indio bebe café solamente en días de fiesta especiales o en ocasión de importantes
fiestas familiares. Para el té usa hojas de determinados arbustos. Aprecia las hojas del
limonero que dan un té de rico sabor.
La bebida cotidiana es un brebaje de maíz cocido y finamente molido. La masa se
mezcla con un poco de líquido. Este líquido se sazona, según los gustos de la casa con
sal, miel salvaje, leche, canela, vainilla, cacao y a veces con veinte distintos
condimentos, hierbas y jugos de frutas, plantas o flores. Es una antiquísima bebida
india: su nombre indio es: atole. La palabra se incorporó plenamente en la lengua de los
mexicanos. Y los mexicanos de todas las clases sociales introdujeron esta bebida en su
cocina. La primera vez que se toma el atole a nosotros nos sabe repugnantemente dulce
y por los extraños condimentos tiene un sabor muy raro para nosotros. Además, la
consistencia espesa nos da una sensación poco placentera al beber este brebaje. Pero si
uno vive más tiempo en el país, la influencia del clima, las costumbres, las comidas, los
condimentos y los frutos se hacen sentir cada vez más y el atole pasa a ser una bebida
tan habitual como el chocolate.
El chocolate también es una bebida inventada por el indio. Chocolate y cacao son
palabras aztecas que hoy han pasado a todas las lenguas civilizadas, sin que nadie se
acuerde de que con estas palabras hemos incorporado en nuestras lenguas términos de la
lengua india. Tabaco también es una palabra india.
El chocolate, tal como lo preparan y lo toman los indios desde hace miles de años es
todavía hoy una bebida fundamental entre los indios de México. Los granos de cacao se
muelen finamente y se mezclan con mucha azúcar, vainilla, canela y otros condimentos.
Se agrega un poco de agua. Con batidores especiales, generalmente ricamente
decorados y tallados se bate hasta obtener un chocolate que tiene mucha espuma y poco
líquido. Se bebe así espumeante. Y antes de que el ama de casa sirva una nueva taza,
bate nuevamente el chocolate. Este chocolate espumoso era la bebida preferida del
emperador de los aztecas, Moctezuma, que bebía diariamente cincuenta tacitas doradas
de chocolate así preparado.
En los mercados indios de México siempre se pueden encontrar una docena o quizás
veinte mujeres indias que están en cuclillas delante de las grandes vasijas de barro y
baten el chocolate con los bellísimos batidores para venderlo allí mismo a los visitantes
del mercado. Aquí se sirve el chocolate espumoso en medias jícaras, a menudo pintadas
maravillosamente. Si la mujer india no es demasiado pobre, no utilizará nunca un
batidor para el chocolate que no esté ricamente tallado, así como no serviría la bebida
marrón y espumosa en escudillas sin pintar. Para los indios los objetos tienen que entrar
en relación. Una bebida tan noble, digna de los dioses como el chocolate indio, sólo
puede entrar en contacto con recipientes y vajilla de gran belleza.
El indio bebe cantidades impresionantes de agua, seis a ocho litros por día. Pero
también puede resistir mucho tiempo sin agua, si no le queda más remedio. Si durante
una larga peregrinación no puede conseguir agua de ningún modo, entonces busca
frutos que le puedan hacer olvidar su sed; frutos que quizás no sean comestibles, pero
cuyo jugo calma la sed. Una vez, en que me había perdido en un monte, que más bien
era una selva, y ya llevaba cuarenta y ocho horas sin beber ni ver agua, arranqué los
frutos de un cactus. Por el aspecto me parecían frutos venenosos o, por lo menos,
dañinos. El gusto era repugnante y punzante, pero el fruto era jugoso y chupando
algunos logré olvidar mi sed por completo. Había chupado sólo el jugo, y deseché el
resto de la fruta. No me importaba en absoluto si podía quedar envenenado o no. Más
tarde, cuando ya había pasado más tiempo en el país, descubrí que los indios utilizaban
la misma fruta para el mismo fin en sus viajes y que también ellos desechaban la pulpa.
Desde entonces sé cómo hacen los hombres para saber cuáles frutos les son útiles y
cuáles no. Hay que probar el fruto, si uno queda vivo, entonces es bueno, si uno tiene
dolor de barriga, más o menos, y si uno se va al diablo, el fruto es venenoso. Si uno
llega a tener un poquito de tiempo antes de irse al infierno, le puede comunicar a sus
congéneres cuál es el fruto venenoso. En la selva tropical no se puede andar haciendo
análisis químicos cuando uno está más de aquel que de este lado. Y como los hombres
primitivos experimentan todo en carne propia, de ciertas cosas saben mucho más que
nosotros. En estas vastas tierras no hay nunca un cartel a la orilla de un arroyo o de una
fuente que diga si el agua es potable o no. Uno la bebe. Si uno se queda frío, es que era
una fuente que contenía arsénico; si uno recién se enferma unos días después, el agua
estaba contaminada con bacilos de tifo; si uno queda vivito y coleando, el agua era
buena. Estas tierras no son guarderías de niños pequeños. Pero si cerca de una fuente
encuentro costillares de animales y quizás huesos humanos -y en el norte he encontrado
fuentes así- no necesito un cartel que me advierta no beber de esa fuente. Pero supe del
caso de un hombre que bebió de una fuente así y se quedó tirado. Es que la verdadera
sed no conoce advertencias.
El pulque, la bebida principal de los aborígenes de México Central, que se bebía allí ya
antes de la llegada de Colón, no se conoce en Chiapas. El pulque es una bebida
peligrosa. Se bebe como mosto joven. Pero de golpe uno queda tendido sin entender
más nada de nada. Un europeo no se acostumbra nunca o solo muy raramente a esta
bebida. En el estado en que se bebe normalmente parece suero de leche y tiene un
repugnante gusto a moho. Ese sabor no es comparable a ningún otro. El pulque es muy
barato y es la perdición para una buena parte de la clase baja del pueblo mexicano.
Una y otra vez el gobierno intenta poner remedio a este mal. Pero como cada persona en
México puede hacer pulque con poco, con poquísimo trabajo, no hay prohibición o
impuesto que valgan. Sólo hace falta abrir el fruto del maguey, que ya sale el pulque, se
lo deja fermentar un poco o ni eso y listo. Los antiguos indios mexicanos antes de
Colón habían encontrado un medio contra el abuso. Quien era encontrado borracho, era
ajusticiado; sólo las personas que ya no estaban en edad de procrear podían
emborracharse.
En Chiapas no se bebe pulque. Pero los indios allí saben cómo producir bebidas
alcohólicas. Allí hay muchas más plantas que sirven para ese fin. Una de cada seis
plantas sólo necesita un poco de cosquillas para dar lo que se le pida. Además, con dos
ollas de barro superpuestas el indio sabe hacer un destilador con el que llega a hacer
aguardiente de maíz.
Pero cuando le sobran unos centavos, prefiere el aguardiente, agua de fuego, en la
ciudad. Este aguardiente es muy barato. Contiene mucha más agua que fuego. En
realidad es más bien un pretexto de aguardiente. Bastan unos pocos vasos para
emborrachar a un indio. Pero en realidad, no está borracho. Pero él cree estarlo y se
comporta como un borracho perdido. Se tambalea de regreso a casa, lamentándose y
gesticulando con los brazos. Su cabeza no resiste a la pequeña cantidad de alcohol que
contiene el agua. Le viene un gran sueño y se apura por llegar a casa para acostarse a
dormir. Tras lo cual está satisfecho. No serviría de nada prohibirle este aguardiente. El
brebaje que se prepararía él mismo, sería más perjudicial.
Chiapas es famoso por su excelente aguardiente, el Comiteco. Está prohibida su venta a
los indios. Y todos se cuidan bien de darles de este aguardiente. Y no por temor a las
consecuencias legales, sino porque los indios demolerían la ciudad.
El Comiteco es la gloria terrenal de los blancos de Chiapas, especialmente en las
montañas. A eso de las diez de la mañana se empieza a probar el primero. A la tarde a
las cuatro, la segunda ración, considerablemente aumentada. ¿Y qué hacer durante las
interminables noches frescas? Se bebe Comiteco, uno tras otro y otro más. Pero como
no es decente reunirse sólo por el despreciable aguardiente, se narran cuentos de indios
y terroríficas historias de bandidos y asaltantes. Y es sólo para que estos cuentos se
deslicen más fácilmente que se los rocía con Comiteco. Los cuentos de indios y
bandidos nacidos con semejante lubricación no ahorran en crueldad, magia y acciones
heroicas. La mañana siguiente la ciudad está sumida en el más profundo sopor hasta las
nueve. C'est la vie! o: Así es la vida en el siglo veinte a doscientos cincuenta kilómetros
de la estación de tren más próxima. ¡Qué vaya uno a reformarla!
8

Sólo en raras ocasiones los indios de aquí abajo tienen bestias de carga, mulas o burros.
Cuando se ve a un indio con una mula o un caballo, es generalmente el animal del
hacendado para el cual trabaja el indio. Para sí mismo todavía no se ha acostumbrado al
empleo de animales de carga o de montar. Sólo en ocasiones de fiestas he visto indios
tzotziles cabalgando. Es muy posible que sea su pobreza la que les impida tener burros,
mulas o caballos, como quizás sea también sólo la pobreza la que no les permite tener
ganado vacuno. Es difícil comprobar cuál es la verdadera razón. Pero es imaginable que
por naturaleza no les guste andar con animales grandes y tenerlos cerca.
En las zonas donde viven los indios no es posible usar coches o carros. Los senderos
recorren por horas y horas la selva espesa o las alturas rocosas. Y muchas veces su
ancho apenas permite el paso de un hombre.
Por eso el indio tiene que transportar todo sobre sus espaldas. Si bien tiene la carga
sobre la espalda, la lleva con la nuca. Alrededor del fardo coloca una soga gruesa. En la
parte superior hay un ancho cinturón de cuero o de tela gruesa tejida atado a la soga.
Este cinturón se coloca alrededor de la frente y es así que toda la carga es sostenida y
transportada con la nuca. Yo mismo probé y encontré que de este modo es más fácil
transportar la carga que como se hace en Europa, donde se colocan los cintos en los
hombros y se pasan debajo del brazo.
El indio transporta de este modo cargas de treinta a sesenta kilogramos a cientos de
kilómetros. Con ella trota por los caminos peores, trepa por empinados senderos de
montaña, repta por matorrales espinosos, camina sobre pedregales y por tierras
arcillosas, vadea ríos, pasa de las frías alturas a la llanura tropical, la cruza y vuelve a
subir para cruzar un segundo paso de la Sierra Madre. No parece sentir el cansancio. Y
si lo siente, no lo dice. Y realiza este trabajo a pesar de que su alimentación consista
solamente en tortillas, frijoles negros y agua. Donde se acuesta, no hay una cama. Se
acuclilla en un rincón de la casa del hacendado sobre piso de piedra y duerme en esa
posición o se acuesta y acerca lo más posible las rodillas al cuerpo. Puede dormir en
cualquier posición y sobre cualquier superficie.
Los indios que se criaron en las ciudades, que quizás ya tienen un poco de sangre
europea en sus venas, ya no son tan estoicos. Cuando caminan al lado de uno les gusta
lamentarse de la pesada carga, aun cuando carguen menos que los indios primitivos. Se
quejan del calor, de lo largo del camino y de todo lo que se les pueda ocurrir. Pero no lo
hacen porque resistan menos, sino porque esperan obtener así un pequeño aumento del
salario, o más cigarrillos o una limonada o para prolongar de un día el viaje y recibir así
una paga mayor. Algunos de estos indios de la ciudad son capaces de convertir un viaje
en una tortura con sus interminables lamentos y quejidos. Ya al principio reciben la
mitad más o quizás el doble de lo que reciben los indios primitivos; y no porque uno les
dé más, se acaban las quejas. Pero entre estos acompañantes también encontré gente con
la que era un placer viajar.
Toda la carga que un indio transporta a la ciudad, sea maíz, pasto o heno, vasijas o
carbón de leña o madera, quizás le rinda cincuenta u ochenta centavos, casi nunca llega
al peso, a veces son sólo veinte centavos. Y para eso ha tenido que cultivar, cuidar y
cosechar, preparar para la venta, acarrear a la ciudad y esperar allí o ir de puerta en
puerta hasta encontrar un comprador. Y lo que él mismo puede comprarse con la
ganancia es tan poco, que mueve a compasión.
Cuando reciben el dinero, se lo meten en la boca y lo muerden para comprobar si es
falso, de plomo o madera. Porque con demasiada frecuencia se trata de estafar al indio
por esos pocos centavos, dándole dinero falso o monedas de juguete. Aunque no sabe
leer lo que está escrito en las monedas, conoce exactamente el valor de cada una y sabe
muy bien cuáles ya están fuera de circulación.
Si el indio cree que lo están estafando, ya sea con el dinero o en la compra, va a la
policía. Sabe que allí le harán justicia; porque, en caso de duda, actualmente la policía
se coloca del lado del indio.
El dinero que recibe generalmente lo gasta enseguida para algo que le sirve. Es difícil
que regrese del mercado sin haber comprado frutas en abundancia, que otros
comerciantes indios traen desde las tierras bajas tropicales. Entre éstos el indio se
vuelve loco por los mangos. Si uno le quiere hacer entender la historia del paraíso es
mejor poner un mango o por lo menos una banana en el lugar de la manzana. Porque por
un mango se deja expulsar del paraíso, pero no creo que se lo juegue por una manzana.
El dinero que no gasta, lo lleva a casa en su boca, porque no tiene bolsillos en donde
ponerlo. Frecuentemente lo envuelve en una punta de su pañuelo o en otro trapo que
tenga a mano. Los indios cultos de la costa occidental y de México Central usan como
monederos encantadoras bolsitas redondas hechas de fina rafia, exquisitamente teñidas
con colores vegetales naturales.
Llama la atención la propensión de los indios a la limpieza, la limpieza del cuerpo, de la
ropa, de la casa. Cada vez que llegan a un río, se bañan enseguida, y hasta cuatro, cinco
o seis veces por día. No se puede pasar al lado de un río sin ver a indios bañándose.
También las mujeres se bañan. Pero siempre apartadas de los hombres. Y se dejan la
falda puesta. Después del baño la dejan secarse en el cuerpo.
Los vestidos a veces son solo harapos, pero están siempre limpios. Y por más primitivo
que sea el aspecto de las casas, están impecablemente limpias. Y también la vajilla,
aunque no sean más que añicos.
Cuando reina la sequía da pena ver a las indias buscando afanosamente el agua para
lavarse. Recorren kilómetros con su carga de ropa sobre la cabeza para llegar a un pozo
o a un riacho donde puedan lavar sus cabellos y su ropa.
Tanto más asombroso es ver a tanta gente llena de piojos. Pero tan llena, que aun un
campesino piojoso de los Balcanes se asombraría.
Más asombroso aún es ver que la india dedica cada minuto libre a sacarle los piojos a su
marido o a sus hijos, mientras es una vecina o la hija mayor quien cumple este acto de
amor para con ella. Teniendo en cuenta la exagerada higiene de esta gente en todas las
cosas, debería ser fácil para ellos sacarse de encima los piojos en pocos días. Por pocos
centavos podrían comprar una de aquellas pomadas o bálsamos que el gobierno hasta
les daría en forma gratuita, con tal de liberarlos de la peste.
Pero aquí entra a jugar algo incomprensible para nosotros. La gente trata a los piojos
como los monos, los comen, ni bien los tienen entre los dedos. No hablemos del sabor,
nosotros comemos los gusanillos del queso y de la carne, menudillos de chochaperdiz,
muslos de rana y caracoles, todas cosas que dan asco a los indios. No se debería juzgar
nunca a una persona o su carácter por las cosas que le gusta comer o beber.
Son exclusivamente mujeres las que se ocupan de quitar los piojos. Nunca vi a un
hombre haciéndolo. Para la india no hay nada repugnante en ello. Le parece lo más
natural del mundo. Lo hace públicamente y en un modo como si fuera el único fin para
el cual el piojo crece y prospera. Es posible que aquí entre en juego una vieja
superstición o alguna influencia religiosa. El piojo podría haber sido un animal sagrado
en su antigua religión, porque vive en el hombre, se alimenta de su sangre y es así una
parte de él. Es posible que exista la creencia de que la sangre chupada por el piojo deba
volver al hombre porque si no éste se enferma.
Pero yo conozco un buen método para liberar al indio de los piojos. Basta decirles que
los piojos tienen la culpa de la elevada mortalidad infantil, y que los piojos trasmiten
todas las enfermedades que los llevan a la tumba y entonces terminan enseguida con los
piojos. Claro que no es tan fácil como parece aquí decir una cosa semejante a los indios.
Antes de poder decírselo con éxito, tienen que haberse acercado más a quienes se lo
quieren decir. Y no hay que olvidar que es la iglesia quien no tiene ningún interés en
remediar la mortalidad infantil, porque es por voluntad divina. Si no fuera por voluntad
divina, no morirían, porque sin esa voluntad ni siquiera un gorrión tiene cólicos
gástricos. Una vez que el niño está bautizado se puede morir tranquilamente, a los
padres ya se les dice en el confesionario que tienen que concebir muchos niños; que se
mueran antes de llegar al mes de vida, es secundario.
Las mujeres indias son tímidas ante el extranjero. Se necesita mucho tacto y prudencia
para acercarse a ellas sin que salgan corriendo. Si uno intenta sacarles fotografías, se
cubren la cara o se dan vuelta. Aunque en la mayoría de los casos no saben qué es un
cuadro o una fotografía, basta mirarlas o enfocarlas con una cámara para que se cubran
el rostro. Temen al ojo del extraño, a su mirada. Y la lente de la cámara es para ellas un
ojo misterioso que las mira.
Con las mujeres no sirve para nada hacerse amigo de los niños. Al contrario, las vuelve
aún más desconfiadas. El ojo del extraño puede matar o dañar en algún otro modo al
niño. Si, para peor, los ojos son azules, por un lado se trata de un hijo del sol, pero por
eso justamente podría causar quién sabe qué daño al niño, si ese ojo lo toca. He visto
muchas veces, cabalgando por pueblos indios, cuando casualmente encontraba a una
mujer india sentada delante de la puerta de su casa con un lactante en los brazos, que
rápidamente le cubría el rostro con un pañuelo. A los niños que aún andan colgados de
la falda de la madre se les grita con palabras asustadas que se den vuelta rápido. A los
niños mayores no parece hacerles algún mal; porque cuando les mostraba caramelos
envueltos en papeles de colores, venían con tanta rapidez como en cualquier otro lado.
A ellos les importaba más el dulce que la mirada.
Si uno quiere observar al indio más de cerca, hay que disponer de mucho tiempo y de
muchísima paciencia. Una y otra vez iba a caballo a la misma ciudad india, repartía
cantidades enormes de cigarrillos a los hombres en la ciudad y a los que encontraba en
el camino, sabiendo que eran de esa ciudad. También daba cigarrillos a las mujeres
cuando las podía alcanzar. Repartía cantidades de caramelos entre los niños, siempre
caramelos envueltos en lindos papeles de colores. Sacaba fotografías y cuando volvía se
las mostraba.
En muchos casos la gente no sabía cómo mirar la foto. Una vez fotografié a una india.
Cuando le di la foto en mi segunda visita, la miraba cabeza abajo y no sabía qué hacer.
Entonces se la puse derecha, pero ella no se veía en la foto. Se reía y hacía muecas pero
no sabía para qué podía servir eso. Se la regalé. Entonces se fue apurada a mostrársela a
algunos hombres. Estos al principio tampoco sabían qué hacer. Pero después
comprendieron, rieron y explicaron a la mujer que era ella misma quien estaba en la
foto. Pero la mujer no podía entender cómo era posible que estuviera en la foto.
Encontré a muchos indios que no ven el contenido de una foto o de una ilustración. Ven
una mezcla de negro y gris y no se hallan. Faltan los colores y sobre todo falta el relieve
que están acostumbrados a ver en todas partes. Dan vuelta la foto y esperan ver del otro
lado la espalda de la persona o la parte posterior del paisaje o de la casa. No
comprenden la bidimensionalidad de la imagen. Pero después de un cierto tiempo llegan
a percibir la imagen como lo hacemos nosotros.
Y uno sigue yendo siempre a la misma ciudad. Pero si entretanto muere uno de los
niños que uno ha mirado o fotografiado, es mejor no aparecer nunca más. Y quizás sea
la última visita que uno pueda hacer a cualquier lugar. Si uno tiene la suerte que
ninguno se enferme, y la gente se va acostumbrando, llega el momento en que uno es
bienvenido. Los niños llegan corriendo y riendo. No mendigan. Pero si hubo alguno que
llegó tarde a la repartija de caramelos, no es difícil saber quién se quedó con las manos
vacías, aunque no mendigue. Para decirlo le bastan los ojos.
Y también las mujeres se van acercando, o por lo menos, no salen corriendo. Siguen
volviendo a los lactantes hacia el pecho, pero ya no les cubren las caras en ese modo
brusco que llama la atención. Los hombres ya han tomado confianza, ríen y charlan,
mientras rodean y observan todo. Pero mantienen siempre la distancia.
Y finalmente uno logra entrar en sus casas, naturalmente acompañado por el dueño de
casa, a quien uno le pide permiso para sacar fotos del interior. Como las casas no tienen
ventanas y toda la luz entra exclusivamente por la única puerta, hay que iluminar con
medios artificiales lo que nuevamente genera desconfianza, porque deja olor a azufre,
humo y polvo. Un olor así y un humo así sólo pueden ser obra de Satanás y hay que
convencer nuevamente a la gente de que uno no tiene intenciones diabólicas.
Las casas de los indios en las frías montañas son generalmente de barro. Son
cuadrangulares, generalmente de planta rectangular. El techo es a dos aguas con una
extraña cumbrera. Esta cumbrera está abierta a ambos lados para dejar salir el humo.
Este elemento lo he visto solamente entre algunas naciones en Chiapas y en Guatemala,
más al norte el techo es sencillo. El techo está cubierto por abundante paja. Incluso
durante las lluvias tropicales que duran semanas y provocan goteras en los techos de
mexicanos y europeos, si no han sido bien revisados antes, aquí no entra agua. Estas
casas suelen llegar a ser muy viejas.
La puerta está hecha de delgados troncos. Cuando el indio abandona su casa para ir a la
ciudad y no queda nadie en ella, la ata con rafia. No tiene cerraduras. Pero a ningún
indio se le ocurrirá abrir una puerta así. Para él está tan cerrada como una caja fuerte de
acero. Si una casa así es asaltada, los malhechores son siempre mestizos de una ciudad
mexicana.
Alrededor de la casa hay un patio, rodeado por un cerco hecho de delgados tronquitos.
Frecuentemente toda la ciudad o población india está rodeada por un cerco de este tipo.
Estos cercos grandes son generalmente naturales, de arbustos espinosos, de plantas de
maguey o de cactus candelabro. El cactus puede llegar a ocho metros de altura y estos
troncos fuertes y espinosos forman cercos excelentes. Pero en Chiapas es raro ver este
cactus, mientras que en México Central se lo encuentra por todas partes, donde cerca
caminos, campos, plantaciones y aldeas.
Los cercos sirven para alejar el ganado chúcaro, ayudan a defenderse de tigres, leones y
coyotes. El tigre americano es más pequeño que el de Bengala, como también el león
americano es más pequeño que el africano. Tampoco tiene la melena de los leones
africanos o asiáticos. Pero no se quedan atrás en ferocidad y fuerza. En el otoño 1926 un
león llenó de espanto la ciudad y los alrededores de Orizaba, cerca de Ciudad de
México. Cayó sobre el ganado, los caballos, las mulas y burros; y las mujeres y
muchachas que trabajaban en las hilanderías de la zona, sólo iban al trabajo y
regresaban a sus casas en grandes grupos. Se me cruzaron tanto leones como tigres en el
camino en el estado de Tamaulipas y en otros estados, cuando iba a pie por senderos de
la jungla, y no tenía ni siquiera un buen palo como arma. Una vez un león cruzó mi
camino a pocos pasos en un estrecho sendero de la jungla. Se quedó parado, me quedé
parado y por un rato nos miramos. Uno parecía esperar la iniciativa del otro, que
obligaría a su vez al segundo a hacer algo. Finalmente el león se aburrió y se fue
trotando despacito a través de la jungla. Quizás no me consideró digno de mayor
atención. Yo seguí tranquilamente mi camino y cuando llegué al lugar donde él lo había
cruzado me paré, pero ya no vi ni oí más nada del león. Como yo no tenía intención de
hacerle nada, él tampoco me hizo nada a mí. Evidentemente era ésa la razón. Y yo
tampoco hubiera podido hacerle nada, porque no tenía ni siquiera un revólver y
dependía de su buen humor. No sé qué hubiera hecho si se me hubiera abalanzado. De
todas formas, salir corriendo es lo más estúpido que se pueda hacer; porque el león corre
mucho mejor. Eso lo sé y no necesito probarlo. También trepa a un árbol más rápido
que yo. Rezar es pura pérdida de tiempo. De hecho, en circunstancias semejantes, no
queda más remedio que ver qué hará el otro, y hay que poder pensar a la velocidad del
rayo y pensar en el modo de salvarse. Esta es toda la ciencia a aplicar cuando uno se
encuentra inesperadamente con un tigre o un león, sin tener un arma a mano.
Aunque raramente, todavía se pueden encontrar indios que construyen sus jacales en lo
alto de los árboles. La casa sólo se alcanza con una escalera que de noche se guarda. He
visto de estas casas en diversos estados de México. Entre los indios mexicanos son
frecuentes las casas construidas sobre un lago, hasta con jardines y huertos que
descansan sobre palotes, a veces en las cercanías de ciudades muy modernas.
Los antiguos mexicanos construían sus casas preferentemente de placas de barro. Los
indios nobles y especialmente los grandes príncipes y reyes construían amplios palacios
de piedra labrada. Las piedras frecuentemente estaban tan perfectamente talladas que se
podían superponer sin necesidad de cemento y sin que se vieran las junturas. El interior
de las casas de los nobles se revestía de madera de caoba o de cedro prolijamente
barnizada y pulida, tanto los muros como los cielos rasos. Finas alfombras cubrían el
piso y colgaban en las paredes. Ciudad de México tenía alumbrado, cosa que no se
cansaron de admirar los españoles; porque en aquellos tiempos en Europa el alumbrado
era escaso o inexistente, todo aquél que salía de noche tenía que llevarse su propia
linterna o sus portadores de antorchas.
En los patios de las casas indias se plantan flores, plátanos, uno o dos naranjos o
limoneros y algunos pimientos. Todo el trabajo que no sea el de los campos, se realiza
en el patio. Aquí se tejen las telas, aquí se hila, se curte el cuero, se hacen los huaraches,
se tiñen las telas, se hacen los trabajos de petate o los trenzados y todos los objetos para
uso propio o para vender.
En la mayoría de los casos la casa tiene dos habitaciones, una grande y una más
pequeña. Están separadas por una pared que ocupa la mitad o tres cuartos del ancho y
está formada por delgados tronquitos.
El suelo es de tierra apisonada o de arcilla, nunca de madera. Si fuera de madera, se
podrían esconder debajo todo tipo de insectos y reptiles. El europeo construye su casa
en campo abierto generalmente sobre pilares, el indio sobre la tierra directamente. Salvo
aquellos casos en que construye en los árboles o en los lagos.
El fuego del hogar se hace en el suelo, en medio de la casa. Unas pocas piedras evitan
que se propague. El fuego frecuentemente llena toda la casa de espeso humo, pero la
mujer sigue cocinando la comida como si nada sucediera y los otros habitantes de la
casa están sentados alrededor sin darle importancia al humo. Hay ciudades enteras en
México, habitadas por mexicanos y europeos formadas por casas de madera, una al lado
de la otra. Y en todas las casas la comida se hace sobre el fuego abierto hecho con
carbón de leña. Y los incendios no son más frecuentes que en cualquier lugar de Europa,
donde hay cocinas de hierro cerradas y casas de piedra.

9
La india necesita una buena cantidad de ollas para su cocina, aunque una familia pobre
también se las sabe arreglar con tres. Las comidas se componen principalmente de
tortillas y frijoles.
Las tortillas se siguen preparando hoy tal como en los tiempos antiguos, mucho antes de
Colón. Al mexicano le gustan tanto como al indio. Son el pan de cada día, el indio no
conoce otro pan y tampoco lo conocen millones de personas de las clases más bajas de
México. Considero que este pan es más saludable que el pan europeo, seguramente más
saludable en este país y en este clima. Resiste transportes prolongados también en la
zona tropical. Basta calentarlo sobre un fuego y ya está listo.
El maíz en granos se cuece hasta que los granos estén bien tiernos. Después se los deja
en el agua caliente de la olla durante unas veinticuatro horas más, colocándola cerca del
fuego o en la ceniza caliente. Tras lo cual, los granos cocidos son molidos sobre una
piedra rectangular que mide unos 30 centímetros en el lado angosto y unos 60
centímetros en el lado largo, usando otra piedra alargada y redondeada, de
aproximadamente 40 centímetros de largo y 8 centímetros de espesor. La piedra plana
tiene cuatro pies pesados y está colocada de manera tal que es más alta del lado del cual
se ubica la mujer que del otro. Además, la piedra es ligeramente cóncava, de modo que
la masa no se desparrama durante la molienda. Siglos antes de Colón los indios ya
usaban la piedra, o mejor dicho esas dos piedras, de igual forma y aspecto. No se
modificó bajo la influencia europea, porque en esto los europeos no tienen nada mejor
que ofrecer.
Durante una excavación en San Angel, cerca de Ciudad de México, fue encontrada,
entre muchos otros enseres, también esta piedra de moler. Se ha comprobado, sin lugar
a dudas, que todos aquellos objetos, incluida la piedra de moler, tenían más de cinco mil
años, porque estaban cubiertos por una capa de lava, cuya edad se calculó entre cinco
mil y siete mil años. Esta piedra de moler de cinco mil años tiene casi la misma forma
que las piedras que todavía hoy los indios usan para la misma tarea.
Esta piedra de moler, uno de los objetos más necesarios en el hogar indio, se llama
metate. La palabra es de origen indio y los aztecas dicen metatl.
El metate, amén del sarape (N.d.T.: "Zarape" en el original), la manta de lana
multicolor, con la que los indios se cubren para dormir o también durante el día, y del
petate, una esterilla hecha de una especie de paja, sobre la que el indio duerme, son los
tres objetos característicos del país y de su población indígena desde tiempos
inmemoriales y los europeos no los modificaron en lo más mínimo, ni en cuanto al uso
ni a la fabricación ni al nombre.
Se requiere un cierto esfuerzo y bastante habilidad para moler los granos de maíz
cocidos hasta obtener una masa espesa y seca. En las ciudades mexicanas la parte más
dura de la moledura se hace con molinos manuales de hierro forjado, que las familias
compran y que tienen una cierta semejanza con los molinos de carne. En las ciudades
mexicanas también se puede comprar esta masa previamente molida cruda. Pero
ninguna mexicana y a mayor razón ninguna india, utilizarían esta masa tal cual. Es
necesario seguir moliéndola en la piedra de moler hasta obtener la fina consistencia
indispensable para una buena tortilla. No se debe sentir ni un grumito de grano en la
tortilla.
La mujer toma un trocito del tamaño de una nuez de la masa espesa y seca.
Aplastándolo lo achata y después golpea la tortita entre sus manos el tiempo necesario
para volverlo delgado como papel y perfectamente circular. El diámetro de la tortita es
de aproximadamente 15 centímetros. El trabajo de golpear la torta hasta volverla
delgada y redonda requiere mucha habilidad. Lo intenté innumerables veces, nunca
obtuve un resultado que valiera la mitad que el de una india. La torta debe ser de un
grosor perfectamente parejo y redonda, sin ningún bultito, pero tampoco debe ser como
una chapa, tan lisa y regular. Ahora también hay máquinas que achatan las tortas;
porque la demanda de tortillas en las grandes ciudades es tan grande que vale la pena
producirlas industrialmente. Pero al comerlas se siente enseguida la diferencia entre una
tortilla casera y una que no lo es. En las cocinas de los mexicanos es una cocinera india
quien hace las tortillas.
A cualquier parte donde uno vaya, para el desayuno, para el almuerzo o la cena, a una
ciudad o a un pueblo en México, en cada casa, en cada choza, en cada carpa, en cada
cuchitril de tablas torcidas se oye golpear las tortillas.
El indio y también el mexicano frecuentemente condimentan la masa para las tortillas
con una hierba que tiene un lejano parecido a la mejorana, pero cuyo sabor es muy
particular, y que al europeo le resulta extraño y la quintaesencia de lo mexicano.
Una vez que la tortilla ha sido golpeada, se la coloca sobre una chapa circular que se
pone directamente sobre el fuego de carbón o de leña. Mientras la mujer sigue
golpeando sus tortitas, vigila la cocción de las tortillas. La tortilla no puede ponerse
marrón, ni siquiera crocante, ni bien toma un ligero color amarronado, ya se la
considera arruinada y vuela enseguida afuera de la casa. Sólo la gente muy pobre no
hace volar afuera de la puerta una tortilla algo quemada.
Y aquí, delante de la puerta se desarrolla algo que pasa constantemente de la comedia al
drama, de la farsa a la tragedia. Ni bien se comienza a sentir el golpeteo en la casa, se
reúnen los camaradas animales de la casa india, los perros, los gatos, las gallinas, los
pavos, los cerdos y si la gente tiene un burro, tampoco éste falta a la cita. Están todos
ahí a la espera de las tortillas marroncitas, es decir malogradas, del ama de casa. Basta
sólo imaginarse todos estos animales con sus distintos caracteres para hacerse una idea
de lo que aquí sucede. Perro y gato, quizás una docena de gallinas y otro tanto de pavos,
además, los cerdos y el burrito. La de mordidas, rasguños, picotazos, empujones con el
hocico es indescriptible. Los cerdos y los pavos se llevan la parte del león, el pobre
burrito nunca atrapa nada y en realidad sólo está como comparsa, aunque las tortillas le
gustan tanto que sería capaz de sacrificar su salvación eterna por ellas. Hay que tener en
cuenta en toda esta lucha que las tortillas que se malogran son escasísimas en número,
tres , cuatro o cinco, raras veces más.
Una vez terminada, la tortilla tiene que ser de color blanco amarillento, pero tener un
toque como si un segundo después fuera a adquirir un ligerísimo brillo amarillo oscuro.
Entonces sí que está buena. Hay que comerla muy caliente o por lo menos tibia. De lo
contrario no sabe a nada o a paja cocida. Para un europeo que la come por primera vez
no tiene ningún gusto. Le parece sosa y añora su pan. Con el tiempo se le pasa y cuando
viaja y durante su viaje no encuentra otra cosa que comer en lugar del pan, comienza
poco a poco a dejarse seducir por la tortilla y Europa ya no lo reconquista.
A esto se le agregan los frijoles. Los frijoles son judías negras, a veces pardas, nunca
blancas. Las judías se cocinan durante horas en una olla de barro. Cuando están blandas
se salan ligeramente y ya están listas. A veces se agrega algo de grasa. Los frijoles
sobrantes se aplastan hasta formar un puré espeso al que se le da forma de salchicha.
Recalentado se lleva tal cual a la mesa. Pero el indio prefiere los frijoles enteros, y no
aplastados.
Tortillas y frijoles constituyen la parte fundamental de toda comida de los indios y de
los mexicanos. Son lo que para el habitante de Europa Central, el pan y las papas. El
presidente de la República mexicana, sus generales, gobernadores y las más distinguidas
familias mexicanas del país comen tortillas y frijoles con igual placer que el indio más
pobre. Las familias mexicanas distinguidas tienen una cocina francesa, española o
americana. Pero cuando no se sirve una comida en honor a un extranjero, o si no hay
extranjeros en la mesa, uno encontrará tortillas y frijoles en la mesa del más distinguido
de los mexicanos. Los hoteles y restaurantes más elegantes en todo México tienen
tortillas y frijoles listos para servirlos a sus huéspedes o, si alguien los pide, los hacen
buscar de una fonda cercana. No conozco ninguna comida que sea hasta tal punto plato
nacional para algún pueblo como lo son tortillas y frijoles para el pueblo mexicano.
Es un atentado a las buenas costumbres comer las tortillas secas, sin relleno, con
cuchillo y tenedor y es un crimen cortarlas con el cuchillo. Sólo se les hace honor con
los dedos.
El indio y el trabajador mexicano utilizan la tortilla al mismo tiempo como cuchara. El
indio la arrolla a medias y así recoge los frijoles, la restante verdura y la carne cortada
en pequeños trozos y mete todo en la boca.
En general, el comensal arrolla los frijoles en la tortilla y muerde un trocito. Además de
los frijoles en la tortilla se arrollan frecuentemente queso, trocitos de carne, ensalada,
verdura, pescado y cebollas; hecho así se llama taco.
Con ayuda de la tortilla se prepara también otro plato, la enchilada. La tortilla se pliega
una vez y se fríe en aceite o en grasa hasta que toma un color dorado. Entonces se meten
dentro del pliegue de la tortilla: carne de pollo, vaca o cerdo, o pescado o huevo duro, a
esto se agrega verdura, pequeños trocitos de papa, lechuga, una delgada tajada de
tomate, cebolla, queso de cabra rallado y para terminar mucho chile. De cada cosa se
pone tan poco, que todo encuentra lugar en la tortilla. La tortilla así rellena se vuelve a
freír brevemente en el aceite hirviendo. La cantidad de aceite debe ser tan poca de no
engrasar demasiado el relleno. Una vez sacada del aceite hirviendo, la enchilada está
lista. Se come bien caliente. Según el gusto del comensal la enchilada se sirve crocante
o tierna. Estas enchiladas son el plato fuerte que se prepara y se ofrece en plena calle.
Para acompañar se ofrece café. Come el comensal observa detenidamente todas las
acciones de la cocinera, va ordenando durante la preparación lo que quiere como
relleno. La cocinera no se puede permitir ninguna cochinada o suciedad, porque el
comprador está parado o sentado directamente delante de ella.
Una tal cocina de enchiladas, que siempre está en manos de mujeres y generalmente de
mujeres indias, es el restaurante más pequeño y la fonda más pequeña de la tierra,
apenas algo más grande que una cocina para muñecas. El anafre es una lata de grasa en
desuso, llena de carbón de leña. Sobre la cual se apoya una chapa plana, algo cóncava
en el centro, con el aceite hirviendo. Al lado hay un pequeño cajón con algunas vasijas
de barro, en las cuales se prepara todo lo necesario para rellenar las enchiladas. Los
huéspedes se paran alrededor o se acuclillan en el suelo. La propietaria del restaurante,
una india o una mestiza, también está sentada en el suelo.
Aquí en este restaurante comen los indios deambulantes, los trabajadores de la cercana
fábrica, los albañiles y los obreros de la construcción de la obra cercana y no es raro que
el señor arquitecto o el ingeniero desde su oficina mande a buscar un bocado. Entre
estos minúsculos restaurantes pasan los músicos, que por diez o veinte centavos tocan
lindas canciones mexicanas y cantan. Por encima pasa volando el avión más moderno
con pasajeros o con el correo y a unos pocos pasos viaja el automóvil más elegante que
se pueda fabricar en los EE.UU.. Y todo concuerda. Sin angulosidades ni asperezas. Es
México.
A la hora del almuerzo hay docenas de mujeres indias con sus cestas llenas de tortillas
sentadas en la calle y en las plazas de las ciudades mexicanas para vender su mercancía.
Porque para cientos de mujeres la preparación y la venta de tortillas caseras es el único
recurso. Muchas familias que quieren ahorrarse el esfuerzo de golpetear las tortillas, se
las compran a estas mujeres. La india se las ingenia perfectamente para mantenerlas
durante horas calientes en su cesta. En las ciudades más grandes diez tortillas cuestan
diez centavos. Las enchiladas cuestan cinco centavos cada una, a veces dos por quince
centavos, a veces dos por cinco centavos. En mis tiempos flacos, cuando
frecuentemente no tenía más de cinco centavos en el bolsillo, aprendí a conocer el valor
de las tortillas y enchiladas. Después de haber comido dos o tres enchiladas uno tiene la
plena certeza de haber almorzado.
Otra comida india son los tamales. Se mezcla la pasta de maíz con mucha pimienta roja
o verde, llamada chile, con carne de ave o de vaca molida y con una docena de distintas
hierbas aromáticas. Esta pasta se arrolla en una hoja de plátano y se cuece. El tamal se
sirve con la hoja y se come caliente. Estos tamales calientes se ofrecen por las calles tal
como las enchiladas. Numerosos buenos restaurantes ofrecen como único plato estos
tamales, pero en estos casos, tienen tamales con relleno de distintos tipos de carne. Un
europeo que come tamales por primera vez, necesita dos litros de agua para bajar este
alimento, del que observa: "Pero no es más que puro chile." Pero también en este caso
llega el tiempo en que basta olerlos o sentir el grito: "¡Tamales! ¡Tamales calientes!"
para salir disparado como una flecha. Esto sucede en ese período de la vida en que uno
es capaz de comer media docena sin pensar ni siquiera en agua, y sigue tranquilamente
su camino como si nada hubiera sucedido, hasta que por pura casualidad bebe un vaso
de café o de agua helada.
Un proverbio dice:"Quien una vez ha comido tamales y abandona el país, muere de
nostalgia por México." Este dicho se ajusta al americano, si también al europeo, no lo
sé, aún no he tenido oportunidad de comprobarlo.
Otra comida india, que ha llegado a ser un típico plato mexicano y que se sirve tanto en
los más elegantes restaurantes mexicanos como en una fonda india, en el jacal del
simple peón, al igual que en el palacio del mexicano distinguido, es el mole de
guajolote. Guajolote es la palabra mexicana que designa al pavo. Los pavos se comen en
México y en los EE.UU. cien veces más de lo que en Europa Central se come el pollo.
El mole es una salsa marrón, cuyo ingrediente principal es nuevamente el maíz, que se
mezcla con caldo hasta formar la salsa. Los ingredientes de esta salsa son no sólo
mucho chile verde y rojo cortado fino, sino docenas de otros condimentos. Si hasta se
añaden azúcar y cacao en polvo. Con esta salsa se salsea el pavo cocinado y después se
vuelven a cocinar juntos un poco más. Las mujeres indias, las cocineras mexicanas de
las casas distinguidas, tal como los cocineros de los restaurantes elegantes, se empeñan
en crear un mole particularmente picante y son muy celosos de su receta, como el cura
del sacramento. Un mole especial, originario de la ciudad de Puebla, donde fue
influenciado por los monjes, que siempre se interesaron por las buenas recetas de
cocina, se llama mole poblano.
Todas las comidas y bebidas aquí citadas son desconocidas en España. Ni siquiera se
encuentran sus nombres en los diccionarios españoles. Su origen es netamente indio.
Aquí se ve lo mismo que sucedió en Inglaterra y en Galia (Francia) en los primeros
siglos de nuestra historia: los conquistadores y colonizadores, casi exclusivamente
hombres, se mezclan con mujeres de los países conquistados y adoptan así la cocina, los
platos y las palabras que los designan, mientras que todas las cosas que se refieren a
actividades masculinas, se basan en la lengua y en las costumbres de los conquistadores.
De esta manera se forma la base de un nuevo pueblo, que lentamente se diferencia por
lengua y costumbres de cada uno de los dos pueblos originarios.
Además de estos ingredientes básicos de la alimentación cotidiana, el mexicano cuenta
con una cantidad exorbitante de plantas y raíces, que puede preparar como verdura, sin
tener que ocuparse de cultivarlas. Los zapallos llegan a ser como barriles de cerveza, sin
cuidados, sin abonos y generalmente sin necesidad de sembrarlos. Basta que en un
terreno alguna vez hayan crecido zapallos o que un burro que haya comido zapallo deje
caer allí sus regalitos. El tomate salvaje crece en tales cantidades que en media hora uno
consigue llenar dos grandes bolsas. Estos tomates salvajes son del tamaño de cerezas,
pero son más sabrosos que los tomates de cultivo. Hay un ananá salvaje que el indio
come como verdura. El nopal, una especie de cactus grande, el mismo que aparece en el
escudo mexicano, da una verdura que se prepara como la chaucha verde y tiene un sabor
parecido. En el sur de México hay un fruto, el ahuacate, ampliamente difundido, que
algunos llaman mantequilla mexicana. Es verde y del tamaño de la cáscara exterior
verde de la nuez. Tiene el mismo aspecto. En el centro tiene un gran carozo. Entre el
carozo y la cáscara gruesa verde hay una pulpa verde, blanda como mantequilla y
semejante a la nata, que se puede untar sobre el pan o las tortillas como si fuera
mantequilla.
Hay una innumerable cantidad de árboles y arbustos, cuyos frutos son comestibles. El
mango es el fruto preferido de los indios. Tiene la forma de una pera grande. La cáscara
es muy gruesa, como la de todos los frutos tropicales. Dentro hay una pulpa amarillo
huevo, tan jugosa, que chorrea cuando se la come. Al europeo le lleva un cierto tiempo
acostumbrarse al sabor del mango crudo; porque tiene un fuerte sabor a trementina. Y
además sabe como si en él se almacenaran todos los aromas bochornosos y febriles del
trópico. Los indios suelen comerlo con la cáscara, aunque ésta sea como cuero. Calma
el hambre y la sed. En temporada se pueden comprar en Chiapas hasta cinco por un
centavo. Y cinco bastan perfectamente para saciarse.
Los plátanos y los cocos son un poco demasiado caros para servir de alimento al indio
más pobre. Pero a veces se pueden comprar por diez centavos de doce a veinte plátanos.
De los cocos, en general, se bebe sólo la leche, lo demás se desecha o se come sólo un
poco. Todos los precios de estos frutos se determinan solamente en función de los
costos del trabajo que implican la cosecha y el transporte.
El indio no tiene muebles en su casa, o por lo menos, no se trata de muebles tal como
los concibe un europeo. No tiene ni silla ni mesa. Se sienta en el suelo. Su forma de
sentarse demuestra que no pertenece a la raza mongólica, cuyos miembros se sientan de
modo completamente distinto. Pero hoy en día los indios ya tienen un tosco banco de
madera delante de la casa y frecuentemente también dentro de la casa. Las mesas sólo se
ven raramente, únicamente en casa de los indios pudientes, del cacique o de uno de los
personajes distinguidos de la tribu. La mesa se usa más a menudo para apoyar cosas o
para trabajar, y no tanto para el uso común o para comer.
Para dormir usan una estera, el petate, que durante el día se enrolla y se pone aparte. El
dueño de casa y la mujer suelen dormir sobre un armazón de madera, toscamente
labrado. También aquí la base no es más que la estera.
En el caso de que el indio tuviera ropa de sobra, la cuelga de palos de madera encajados
en los postes que soportan el techo, de los que también se cuelgan los alimentos que hay
que proteger de ratones, ratas, perros y gatos.
El niño más pequeño, si ya no duerme con su madre, duerme en una especie de cajón
colgado por medio de una soga del travesaño de la casa, en el centro del cuarto. En ese
cajón, así colgado, el niño está bien al seguro de víboras, escorpiones, ratas y cuanto
bicho ande por el suelo. En los distritos tropicales, en donde el mosquito es una plaga,
los que no son demasiado pobres, usan también mosquiteros. Los que no tienen
mosquiteros, se envuelven la cabeza con una vieja bolsa o con otros harapos que
encuentren.
En los viejos tiempos el indio sabía trabajar el algodón y a partir de la planta de maguey
sabía producir una excelente tela de seda, así como papel de suprema calidad, tal como
lo permiten apreciar los manuscritos que se han conservado perfectamente. Los indios,
especialmente los que los españoles encontraron en México Central, en particular en las
ciudades de México, Texcoco y Tlaxcala, iban ricamente vestidos, tanto los hombres
como las mujeres, en la medida en que pertenecieran a las clases altas. Nadie iba
desnudo en aquellos distritos, porque el clima, que en invierno es bastante fresco, no lo
permite. No se conocía la lana. Para los abrigos usaban plumas y pieles.
Numerosas naciones indias en México andan prácticamente desnudas. Numerosas tribus
que viven en los estados de Puebla, de Veracruz, en Sonora, en Chihuaha llevan sólo un
simple taparrabo. Los lacandones en Chiapas deben de ir completamente desnudos.
Aquellos que viven en los márgenes de la civilización y de tanto en tanto llegan a los
pequeños pueblos de las periferias, llevan sólo camisas, que se quitan ni bien salen del
perímetro de la ciudad.
La prenda exterior de los hombres tzotzil consiste en un sarape de pura lana, que las
mujeres hacen en la casa. La mujer esquila las ovejas, lava la lana, la hila, teje el sarape
y lo tiñe con colores naturales.
El largo del sarape es de aproximadamente ciento ochenta y el ancho de ochenta
centímetros. Exactamente en la mitad de la manta hay un corte que tiene el tamaño justo
para hacer pasar la cabeza. El sarape se pone de tal modo, que una de las partes largas
cubre la parte delantera y la otra, la parte trasera del cuerpo. A los costados del sarape
hay cordeles con los cuales se atan los lados. Uniendo también los lados debajo de los
hombros, se forman las mangas y el vestido está listo.
Alrededor de las caderas se pasa un cinturón angosto o un cordel. De este modo, el
vestido adquiere una forma agradable, que se mejora acomodando la tela para formar
pliegues. El vestido permite un paso amplio y libre, ya que normalmente está atado sólo
hasta las caderas.
Debajo de ese vestido visten una camisa de algodón blanca y pantalones de algodón
blancos, que llegan hasta las rodillas. La pantorrilla queda desnuda. Los hombres calzan
huaraches hechos por ellos mismos. El trabajo del cuero es cuestión de hombres. Los
huaraches son bastante toscos, una suela que tiene la forma del pie y se mantiene atada
al mismo por medio de tiras. Una tira pasa entre el dedo grande y el segundo hasta
llegar a las tiras del tobillo para fijar el huarache al pie. Los chamulas, los zinacantanes
y algunas otras tribus de los tzotziles tienen además una tira ancha que cubre el talón
hasta el tobillo. Esta tira generalmente no supera los seis centímetros. Su altura indica
en algunas tribus el rango de quien las lleva. Los nobles llevan tiras más altas que los
hombres humildes; el cacique lleva la más alta. En su caso puede llegar a veinte
centímetros. En estos últimos tiempos cada uno lleva esta tira de la altura que le place;
también aquí las diferencias de rango comienzan a desaparecer y a merecer menos
atención. Los caciques de los chamulas y de los zinacantanes llevan hoy tiras tan bajas
como todos los otros hombres de la tribu. La tira está teñida de negro, mientras el resto
de la sandalia conserva el color natural del cuero.
La prenda exterior es a veces de color negro, algunas veces gris con delgadas rayas
negras, otras gris, en otros casos, toda blanca. En general, es del color natural de la lana,
tal como ha sido esquilada. En la parte inferior puede ser que tenga flecos que resultan
de no tejer la manta hasta abajo, es decir, que se termina una palma de mano antes.
El vestido es muy abrigado y sin embargo extraordinariamente ligero. Para los
tzotziles, que viven en un distrito que tiene clima en parte tropical, en parte moderado y
muy fresco, donde las diferencias de temperatura entre el día y la noche suelen ser
notables, este tipo de vestido es una solución ejemplar.
Los sombreros son de pajillas del tipo de la rafia, que se obtienen de distintos tipos de
pastos y juncos. Las formas puede ser muy distintas. Cada tribu usa una forma
particular. Un chamula no usaría nunca el sombrero previsto para el zinacantano. Los
huisteños llevan en los días de fiesta sombreros tan pequeñitos que parecen los de un
payaso de circo. En la vida cotidiana llevan sombreros algo más grandes.
Los muchachos llevan la misma ropa que los hombres. La forma del sombrero para
ellos no tiene aún mucha importancia. Se les da el sombrero característico de la tribu
recién cuando llegan a la edad adulta. Hasta el quinto o sexto año de vida, los niños
generalmente van desnudos.
Hay una prenda de los indios de Chiapas que parece ser tan antigua como la raza. Se
trata del impermeable. Son los indios mismos, los hombres, que lo hacen. Usan tallos de
juncos o de pastos duros. Los tallos se entretejen. Cuando el indio anda por los caminos
lleva siempre su impermeable enrollado, colgado de un hombro. Cuando se lo pone
suele parecer un puerco espín. Pero el impermeable es increíblemente ligero. Aunque
llueva ininterrumpidamente durante veinticuatro horas, el impermeable no deja pasar el
agua, cuando el de un europeo después de seis horas de buena lluvia tropical ya está
completamente mojado del lado de adentro.
Las mujeres llevan faldas de pura lana, que ellas mismas hacen. El color es negro, sin
excepciones. Muy raramente puede suceder que la falda sea negra con finísimas rayas
grises, que apenas se ven. La falda tiene casi el doble del ancho necesario. Adelante la
tela se pliega dos veces, de manera que una tabla queda sobre el muslo izquierdo y la
otra sobre el derecho; tras lo cual las dos tablas de ajustan y se traban. Así la falda se
ajusta al cuerpo sin necesidad de botones, ganchos, lazos u otras cosas. A veces se
agrega un cordel por la cintura, si la mujer quiere mayor seguridad. Estos cintos tejidos
de unos tres centímetros de ancho suelen ser de gran belleza y colorido. Algunas
mujeres no le dan importancia a las dos tablas longitudinales, que son consideradas
elegantes, y pliegan la falda con una sola tabla lateral, de manera que por delante la
falda es completamente lisa.
La calidad del material y la habilidad en el hilado y en el tejido hacen que una falda así
dure diez años o más. Como la mujer tiene un hijo cada año, esta falda no sólo es
cómoda, sino también económica. No hay que cambiar nada cuando las formas de la
mujer se van modificando, basta angostar las tablas a medida que la mujer lo necesita.
La mujer cubre la parte superior del cuerpo con un sarape similar al que usa el hombre,
con la única diferencia de que es más corto y que se mete dentro de la falda como si
fuera una blusa. Los lados de esta prenda están abiertos como en el caso de la que usa el
hombre. Se los ata sólo ligeramente. Así, para la madre es cómodo amamantar al
pequeño manteniendo el pecho parcialmente cubierto.
En vez de esta blusa de lana, las mujeres a veces usan una especie de camisa de mangas
cortas y anchas. Frecuentemente las mujeres no usan ninguna camisa debajo de la falda
y de la blusa de lana. Suelen verse mujeres que llevan un chal blanco de algodón
alrededor del pecho y de los hombros. Pero son excepciones.
El tocado es curioso. Consiste en una manta de lana negra, de aproximadamente cien
centímetros de largo por 30 centímetros de ancho. Esta manta se pliega una vez a lo
largo y se coloca sobre la cabeza de manera que la parte plegada sobresale lo necesario
como para proteger la cara del sol, mientras las dos puntas cuelgan por detrás,
protegiendo la nuca de los rayos solares. Este tocado hace que las mujeres se parezcan a
las imágenes de las esculturas de los asirios y egipcios. Pero por los caminos se pueden
ver tantas mujeres con el tocado como sin él. No usan ningún otro tipo de tocado. En
general, las mujeres mexicanas usan menos el sombrero que las mujeres europeas.
Sólo en raros casos, si tienen los pies lastimados o delicados, las mujeres indias usan
huaraches u otro tipo de calzado. Van siempre descalzas.
Tanto en la vestimenta, como en su comportamiento, las mujeres son muy pudorosas.
Las niñas van vestidas tal como las mujeres. Lo que les da un aspecto cómico. Y ese
efecto cómico se acentúa por su expresión serie y digna. Mientras los varones van
desnudos por mucho tiempo, las niñas, por pequeñas que sean, están siempre vestidas.

10

Los muchachitos son bastante atrevidos, aun frente a un extraño. En la mayoría de los
casos, cuando uno entra cabalgando en un pueblo, se junta enseguida toda una banda de
muchachos y si uno hace ver que está por desmontar, ya hay algunos que se acercan
para ocuparse del caballo y llevarlo a pastar. Y si uno entra en una escuela, se levantan
al primer gesto del maestro y saludan al visitante con un sonoro:"¡Buenos Días, Señor!"
(N.d.T.:con grafía alemana en el original, "Senjor"). Y ya no hay modo de tenerlos
adentro. Afuera del aula y a ver qué aspecto tiene el extraño visto por atrás, qué tipo de
montura tiene, cuál es su equipaje y todo lo demás que haya para ver. Es que se trata de
un gran acontecimiento que quizás se dé una sola vez al año o ni una sola vez en tres
años. Los muchachitos siempre están dispuestos a dejarse fotografiar y hacer casi todo
lo que uno les pide, siempre y cuando uno pueda hacerles entender lo que uno quiere.
Las niñas en cambio no se muestran. Posiblemente estén tan excitadas y curiosas como
los niños; porque muchas veces pude darme cuenta de que espiaban detrás de las
rendijas de las casas. Y si llegaran a estar paradas en los postigos de las puertas, se ve
tanto miedo en sus rostros, como si fueran a ser comidas.
Si uno de golpe encuentra muchachos afuera, en las cercanías del pueblo, muchas veces
se quedan parados sin miedo, dejan que uno se acerque y pase cabalgando, saludan en
español, como aprendieron en la escuela y se quedan mirando fijo hasta que uno
desaparece. En el peor de los casos eligen un lugar por donde desaparecer sin poder ser
perseguidos cuando tienen dudas acerca de las intenciones que podría tener el extraño.
Pero si uno sorprende a una niña o aun a varias, que quizás estén sentadas a orillas de un
arroyo para lavarse o para cuidar las cabras, desaparecen como el pájaro espantado, tras
unos segundos de quedarse como acalambradas.
Un día cabalgaba cerca de un pueblo chamula, no lejos de Huixtán. Al salir de la selva
espesa, encontré delante de mí un prado amplio, en el que pastaba una manada de
ovejas. Descubrí a la pastora sentada cerca de un arbusto. Era una niña india de unos
doce años.
Até mi caballo de batalla a un árbol, tomé mi aparato fotográfico y fui a pie con la
intención de conservar la imagen de la pastora para el futuro. Ella no me había visto,
porque yo estaba todavía entre los árboles.
Apliqué rigurosamente todos los trucos que se indican en los libros de indios, para
acercarse a un indio en campo abierto. No quebré ni una ramita, repté por el pasto alto
como una serpiente, aproveché inteligentemente cada pliegue del terreno para engañar a
la india. Logré acercarme sin que una sola hojita crujiera. Pero cuando miré bien, mi
india había desaparecido. Evidentemente conocía trucos que en los libros de indios no
se describen. Estoy convencido de que ya me había visto antes de que yo llegara a la
pradera, pero que se había quedado tranquilamente sentada para confundirme.
Busqué por todo el lugar, repté debajo de todos los arbustos, miré en la copa de cada
árbol, no pasé por alto ni un surco de tierra. No podía encontrarla. No podía haber ido al
pueblo, porque yo la habría visto y ella habría supuesto que yo la alcanzaría fácilmente
con el caballo. Y sin embargo yo sentía que cada uno de mis pasos era observado, según
me alejara o me acercara, con temor o con esperanza. Y como me sabía observado, me
comportaba en consecuencia.
Fotografié las ovejas con toda parsimonia. Algunas ovejitas pequeñas se acercaron, las
acaricié y les toqué el pelo. Después abrí el papel brillante y el papel rojo, en el cual
habían estado envueltas las películas, de modo que pudieran ser vistas de todos lados y
los dejé allí. Junté mis cosas y volví a lo de mi caballo, cargué primero todo, monté y
me fui silbando.
No era necesario darme vuelta para saber lo que sucedía detrás de mí en la pradera.
Como una flecha había llegado la niña india y se apoderaba de aquel maravilloso tesoro,
el papel de estaño.
Cuatro días después pensé que había llegado el momento de recibir el premio merecido
por mi esfuerzo y por el papel que para mí carecía de todo valor. Cuatro horas y media
de cabalgata de ida y cuatro y media de regreso no me parecieron un precio demasiado
alto si conseguía ver a la pastora.
Al acercarme a la pradera, pero estando aún en medio del bosque empecé a cabalgar
más rápido. Llegué a la pradera, vi las ovejas, pero no a la pastora. Era imposible que
las ovejas estuvieran solas, pensé, y cabalgué a buena velocidad hacia el centro de la
pradera, dirigiéndome al árbol, bajo el cual, según la posición de las ovejas, debía de
encontrarse la pastora.
No le hubiera servido de nada escapar, dado que yo ya me encontraba en el prado y la
hubiera alcanzado en un instante. Desmonté y dejé que mi cabalgadura se las arreglara
sola. Empecé a dar vueltas alegremente, cantando y silbando para dar la impresión de
tener buenas intenciones y de ser un muchacho alegre y de buen trato.
Y de golpe me encontré delante de mi pastora. Estaba sentada bajo un árbol, movía su
huso y hacía como si no me viera. La acompañaba una hermanita más pequeña.
Al quedarme parado, ella supo inmediatamente que yo la había encontrado. Quizás
había esperado que yo siguiera caminando, sin observarla; y es posible que creyera que
si ella trataba de no mirarme, yo tampoco pudiera verla.
Me miró fijamente con un susto indescriptible. Pero cuando reconoció que de ninguna
manera podía escapar, en parte por la hermanita, abandonó su terror que tanto, no le
serviría ya para nada en ese momento. Le sonreí y ella me respondió con una sonrisa,
mientras tomaba de entre los pliegues de su vestido un pedazo de mi papel de estaño y
me lo mostró. La parte más grande del papel seguramente ya había sido repartida entre
los restantes miembros de la familia. Lo hacía como si quisiera proclamar que ese
pedazo de papel había pasado de mi propiedad a la suya y que nos hacía amigos.
Seguramente los ancianos le habían explicado que no tenía sentido abandonar las ovejas
y que era tonto escapar de un extraño que no roba ovejas, sino que las acaricia y las
observa a través de una caja negra; porque un señor que deja tirado un trozo de papel de
plata tan valioso, no es un asesino de muchachas ni un ladrón de ovejas. Quizás este
señor le dé un centavo o tal vez dos.
La pastorcita ahora parecía completamente tranquila, pues no dejaba de reír. Y no
podíamos hacer más que reír porque no podíamos hablarnos, porque ella no sabía una
palabra de español y yo ninguna palabra de tzotzil. A uno no le queda más remedio que
reír para expresar sus buenas intenciones.
La hermanita, en cambio, que por primera vez en su vida veía a un verdadero caníbal de
ojos azules, de los cuales se cuenta tanto entre los niños, no se podía calmar con nada.
Lloraba desesperadamente y creo que su corazoncito realmente le dolía tanto como si
estuviera por desgarrarse.
Así empecé a hablar en el idioma que se entiende en todo el mundo, la lengua de los
regalos. Le di un gran caramelo envuelto en maravilloso papel de colores a la pequeña.
Abrió el papel todavía sollozando, pero cuando se metió el dulce en la boca y probó el
sabor, sus ojos se iluminaron. Se olvidó completamente del miedo y después de un rato
también ella le sonreía al caníbal.
El camino al corazón de los niños, sean blancos, marrones o negros es, hasta una cierta
edad, en todos los pueblos el mismo. Los corazones y los caminos que llevan a él
cambian recién bajo el influjo de la educación.

11

Así como no se pueden llamar pieles rojas los indios tampoco se pueden llamar blancos
los europeos. El europeo se vuelve blanco cuando está muerto. Sino su color está entre
un tono blanco rosado y un marrón claro pasando por toda la escala cromática,
incluyendo el rojo e incluso, un rojo cangrejo. El color de la piel de los indios está entre
el blanco de los franceses meridionales y un marrón cacao profundo. Hay indios de raza
pura, cuya piel es tan clara que si se cubrieran el pelo podrían pasear por una ciudad de
la Europa central sin llamarle la atención a nadie. No está demostrado de ninguna
manera que la piel de una persona dependa solamente del clima y de la luz solar. En
Asia y en Africa hay tribus que viven cerca del ecuador, cuya piel es más clara que la de
muchas razas que se encuentran mucho más lejos de él. Según mi opinión, es más
probable que el color de la piel no sea influenciado solamente por la luz solar, sino
también por la alimentación, especialmente por la sal o el agua que una persona ingiere.
Ninguna raza humana sobre la tierra se diferencia netamente de otra. En las zonas
fronterizas entre características raciales nunca se puede comprobar con certeza a qué
raza pertenece un ser humano.
Además del color marrón de base muchas veces aparece un color cobre más o menos
marcado, que quizás haya sido el origen de la denominación piel roja, para diferenciar el
color de los indios del color de otras razas, que también tienen como color
predominante el marrón. Comparativamente, la cantidad de indios con una piel de tono
rojizo fuerte o incluso, de un tono ladrillo, es escasa.
Se puede establecer una comparación bastante precisa entre los colores de piel de las
distintas naciones y de los distintos individuos, con los matices que va adquiriendo el
grano de café mientras se va tostando. Hay naciones e individuos, cuya piel es del color
del grano sin tostar y más claro, pero con un brillo verdoso. Y se pueden encontrar
todos los matices desde el color de un grano claro sin tostar e incluso, más claro, hasta
el de un grano muy tostado, casi negro. La comparación es exacta además porque el
grano tostado tiene un ligero brillo metálico, tal como la piel de los indios presenta un
brillo metálico, parecido al bronce.
Pero hay una cosa que se contempla poco. En el color de la piel de más de la mitad de
los indios de raza pura hay un tono verde oliva que se transparenta nítidamente. Este
color oliva es mucho más frecuente que el rojo cobrizo o ladrillo. A veces este verde
oliva predomina con tanta fuerza que el color marrón o rojo desaparece por completo y
es un puro oliva el que determina el color de la piel. A veces se encuentran tonos bien
oscuros de un verde oliva pleno, saturado. En el sur mucho más que en el norte. De
ninguna manera se puede hablar de un color de piel uniforme en el caso de los indios.
Por lo que se reconoce siempre al indio es por el cabello. El pelo es muy espeso, negro
azabache, cae a mechones, es duro y grueso; nunca o sólo raramente sedoso y nunca
ondeado o enrulado. Un indio que tenga el pelo, aunque sea sólo un poco enrulado,
lleva siempre sangre negra en sus venas. La mezcla sin duda data de mucho tiempo
atrás, del tiempo colonial, cuando en México había esclavos negros. Dado que las
inmigraciones en México desde Cuba son frecuentes, desde allí entra mucha sangre
negra en la raza, porque los cubanos incorporaron mucha sangre negra durante la época
de la esclavitud. Los mismos españoles aportaron sangre negra a la raza mexicana;
porque los españoles se mezclaron con negros durante el largo dominio de los moros en
España. Los indios acaso se mezclaran raramente con negros, pero seguramente con
mulatos, con descendientes de padre blanco y madre negra. Muchas tribus indias tienen
algo negroide en su aspecto, a veces la nariz, otras veces los labios. Pero aquí se trata de
parecidos superficiales; en estos indios no hay sangre negra. Pero el pelo enrulado sí
que es signo inequívoco de sangre negra.
Entre los indios no hay calvos y los mexicanos que tienen sangre india, no están
afectados por la calvicie. El pelo de los indios es tan espeso y abundante que no sólo
crece en la nuca, sino que también invade la frente. Los indios que viven entre
mexicanos en la ciudad se avergüenzan y se afeitan el pelo en exceso. Llama la atención
que los indios en el resto del cuerpo tengan mucho menos vello que un buen porcentaje
de europeos, cuyos brazos y pecho son tan velludos como los de los monos. Los indios
no son nunca tan velludos, si a veces ni siquiera tienen pelos visibles debajo de los
brazos. La barba es rala, a veces falta por completo. Antiguamente se arrancaban lo
poco que tenían de barba. Pero los últimos dos reyes llevaban una pequeña barbita. Los
españoles les llamaron la atención por sus barbas, tanto que los indios no los llamaron
ni españoles ni blancos, sino barbudos. Presuponiendo que la raza humana alguna vez
estuviera tan cubierta de pelos como los monos, la escasa pilosidad y la barba rala de los
indios tendrían que poder demostrar que son una raza más antigua que la europea, en la
que todavía se puede encontrar una pilosidad marcada.
En las cercanías del Canal de Panamá, en las junglas y selvas de Darién, viven los así
llamados indios blancos, una raza en la que se encuentran frecuentemente cutis blanco y
color de pelo claro, a menudo rubio. Hasta hoy no se pudo comprobar si se trata de una
mezcla con colonizadores ingleses o escandinavos que vivieron aquí y fueron
absorbidos por los indios, o si se trata de una mezcla con piratas ingleses, españoles y
escandinavos, que durante doscientos años tuvieron aquí su escondite. Por supuesto que
también puede tratarse de una peculiaridad de la raza.
El indio lleva el pelo corto, aun cuando vive en las ciudades. En algunas naciones lo
lleva medianamente largo. Si no tiene un cuchillo o una tijera para cortárselo, se lo
quema con madera ardiente.
El pelo es renegrido. No tiene nunca ese matiz negro azulado que se suele encontrar en
Europa, especialmente entre la raza judía, sino que es un negro opaco, con un ligerísimo
destello. Es curioso que, sobre todo en el caso de las mujeres que son de pura raza india,
el cabello puede presentar rayas o mechas que tienen un brillo marrón dorado, como si
la naturaleza se hubiera dicho, por qué no probar a darle al cabello una coloración más
clara, amarronada. Más llamativo aún es el hecho de que estas mechas marrones en el
pelo aparecen también en el pelo de las japonesas, en realidad con mayor frecuencia que
en las indias, mientras prácticamente no existe entre las chinas y poco entre los hombres
japoneses. Pero estas mechas marrón-doradas sólo se ven en las muchachas japonesas,
porque las mujeres, desde el momento en que llegan a casaderas hasta su muerte, se
tiñen el cabello de negro. De lo contrario este fenómeno sería mucho más conocido.
Las mujeres indias tienen cabellos maravillosos, que llevan lo largos que quieran crecer.
Los cuidados cosméticos de la india se limitan a sus cabellos. Los lava tres a cuatro
veces por semana y los deja secar al sol mientras los peina constantemente con los
dedos y masajea vigorosamente el cuero cabelludo. En sus casas, en realidad, delante de
sus casas, las indias se pasan horas peinando y masajeando sus cabellos. Cada hora libre
la dedican a su cabello. En las ciudades, aun en las elegantes calles principales de
Ciudad de México, se ven las indias con el pelo suelto, que las envuelve como un
abrigo. A mayor razón las mujeres y muchachas indias exhiben su hermoso cabello en
sus casas y en sus propias ciudades.
Las indias no ocultan la cara y no hay nada que indique que lo hayan hecho alguna vez.
En comparación con los europeos, los indios, también los hombres, tienen pies y manos
pequeños y finos, más finos que las manos y los pies de una mujer europea.
Todos los aborígenes del continente americano pertenecen a la misma raza. La raza
americana es mucho más homogénea que las razas de Africa y Asia. También los
esquimales pertenecen a los indios, aunque suelen parecerse más a los mongoles que a
los indios. Pero considerando globalmente, se diferencian mucho de los mongoles. Los
esquimales son realmente una extraña raza, ya por el solo hecho de vivir en tierras tan
inhóspitas, a pesar de que al sur tenían inmensos territorios despoblados que les ofrecían
una vida menos dura y más agradable. Es de imaginar que ellos fueran la última nación
que llegó desde Asia, antes de que la distancia se hiciera demasiado grande por la rotura
del puente de tierra. Por algún motivo no siguieron camino como sus antecesores,
quizás porque no había ninguna nación que los seguía por el norte, empujándolos.
Evidentemente no es el clima el que empuja a los pueblos a migrar, sino la
superpoblación, con la consiguiente escasez de alimentos, lo que obliga a los hombres a
buscar otros sitios para vivir.
La cuestión del lugar de origen de los indios hasta hoy no ha sido resuelta. Todavía
queda abierta la cuestión de un origen asiático, aunque esta teoría es la que hoy cuenta
con más adeptos. A mí no me convence.
No solamente en el norte de América, sino también en los distritos tropicales hay tribus
indias que parecen realmente mongólicas. Algunas tribus, especialmente los indios Cora
en el estado de Nayarit, podrían vivir en Corea, sin llamar particularmente la atención.
Pero estas tribus de apariencia mongólica viven inmediatamente al lado de tribus que no
tienen ningún parecido con la raza mongólica. Lo que llama la atención, es que las
tribus con características raciales de aspecto mongólico, se consideran a sí mismas
superiores y más cultas y no se emparentan nunca con otras tribus. Es perfectamente
concebible que algunos pequeños grupos aislados hayan llegado del Asia nororiental
hasta América; también los vikingos supieron llegar mucho tiempo antes de Colón.
Por el contrario, es poco probable que pueblos enteros hayan atravesado el estrecho
puente de islas que une Asia y América en el extremo norte. Para una travesía semejante
se habrían necesitado muchos botes y barcos. Los pueblos que migran deben llevar una
buena cantidad de cosas consigo, que no hubieran podido ser cargadas en los botes
pequeños que se construían en aquellas épocas. Salvo los pocos miles de indios que
viven en el extremo norte del continente, el indio difícilmente soporta un frío intenso y
permanente. Por supuesto que puede haber perdido la costumbre. Pero sigue quedando
sin resolver la cuestión importante y decisiva de cómo pudieron pasar pueblos enteros a
través de los desiertos de nieve de la Siberia del norte y del norte del Canadá sin ser
diezmados o morirse de hambre. El verano, único período en el cual es posible la
migración de un pueblo, no dura más de tres a cuatro meses. La migración de un pueblo,
con mujeres y niños, con madres embarazadas y parturientas, con lactantes, con
enfermos y heridos, con los enseres domésticos, las armas y utensilios de labranza
necesarios, sólo procede muy lentamente. No hay caminos o no se los conoce. Los
pueblos primitivos no pueden transportar alimentos en cantidad. Tienen que vivir de lo
que encuentran durante el viaje y lo que se puede encontrar en las zonas del norte es tan
poco, que alcanza sólo para tribus, pero no para pueblos enteros. La cuestión de la
alimentación puede ser resuelta llevando manadas de ganado. Pero los antiguos indios
desconocían completamente el ganado doméstico. El uso de animales domésticos es de
tal utilidad, que una vez alcanzado ya no se abandona.
La migración puede haberse hecho atravesando el océano Pacífico en botes, yendo de
isla en isla hacia el sur. También esto se afirma, incluso entre los expertos. Cuando el
tiempo es bueno, basta una semana para pasar de una isla a la otra, aun con botes
primitivos. Pero ni siquiera así pueden ser transportados pueblos enteros, con mujeres,
niños, alimentos, armas y herramientas. La migración marina hubiera requerido una tal
habilidad en el arte de la navegación, que los pueblos emigrantes hubieran emprendido
también otros viajes y hubieran mantenido el contacto con la tierra natal. ¿Pero qué
podía mover a los pueblos a emprender viajes tan dificultosos y peligrosos atravesando
el océano o a través del puente de islas o a cruzar, mucho más al norte, el estrecho de
Bering, mientras enormes territorios en Asia y en Europa estaban completamente
despoblados y podían ser alcanzados a través de caminos más cómodos, con clima más
soportable y constante provisión de alimentos en su camino? Al tiempo del
descubrimiento, América tenía más habitantes que Europa.
Otra posibilidad es que los indios hayan venido de Asia cuando el puente de tierra, que
hoy está fraccionado en islas, todavía unía Asia y América. Pero aun en ese caso los
pueblos habrían tenido que caminar a través de desiertos de hielo y nieve y todo eso en
un tiempo en que Siberia tenía más espacio que hoy. Sólo es concebible que Siberia y el
norte de Canadá en un tiempo tuvieran un clima más cálido, permitiendo fácilmente una
migración más prolongada de pueblos enteros.
Pero los pueblos emigran solamente cuando en su tierra natal no encuentran ni lugar ni
alimento. Los pueblos no marchan nunca hacia el extremo norte, sino hacia el sol, ya
sea de oeste a este o en sentido inverso.
Pero una migración de los indios desde Asia hasta América, aun cuando parezca una
cosa sin sentido, es absolutamente necesaria para confirmar la veracidad de la Biblia
que dice que Dios ha hecho al hombre de la arcilla y a la mujer de la costilla del montón
de arcilla, que además todos los hombres descienden de Adán y Eva y que todos,
partiendo de la Mesopotamia, el edén, ocuparon toda la Tierra.
Una gran desventaja para toda investigación humana y la causa de que el avance en pos
del conocimiento puro sea tan lento y trabajoso, es que los hombres, sobre todo los
científicos, no consiguen liberarse de los prejuicios. Científicos serios y sinceros no
tienen el coraje de liberarse completamente de prejuicios infundados y una y otra vez
buscan demostrar que el conocimiento científico, especialmente la teoría de la
evolución, es compatible con la Biblia. Pero en todos los campos de la actividad
intelectual humana es así, que cuando no se hace más caso a los prejuicios, cuando
todas las enseñanzas y teorías se dan por inexistentes, se abren mundos completamente
nuevos ante uno.
Por el hecho de haberse encontrado, tanto en México, como en América del Sur, en
Perú, en Bolivia, ruinas y esculturas, cuya edad se puede calcular en doce mil años,
surgió una teoría que dice que hay que buscar la cuna de la humanidad no en Asia, sino
en América y posiblemente aquí en Chiapas y que la humanidad se ha expandido desde
aquí.
Esta teoría es más verosímil que la antes mencionada. En Europa y en Asia se
encontraron restos de seres humanos que seguramente tienen más de doscientos mil
años. Pero ni en Europa, ni en ningún otro lugar hasta hoy se encontraron testimonios de
una cultura y de una civilización que tengan la edad de los del continente americano.
Si partimos de la premisa que la civilización humana tiene en Chiapas su punto de
partida y sus inicios, llegamos a conclusiones que parecen más convincentes que las que
conducían a las migraciones desde Asia a América.
Una raza que posee una forma de sociedad organizada y una civilización desarrollada,
se multiplica más rápidamente que una raza sin civilización. La franja relativamente
angosta de Chiapas, situada entre dos océanos, pronto se pobló excesivamente y los
hombres presionaron hacia el norte y el sur para buscar nuevos sitios donde vivir. La
gran masa empujaba hacia el norte, porque aquí las migraciones eran menos difíciles y
los territorios más grandes. Hacia el sur se llegaba hacia las zonas febrígenas del
Centroamérica; y el angosto camino a través de los pantanos y lagos de Panamá no
invitaba a migraciones en masa, hasta tanto el norte siguiera ofreciendo suficiente lugar
y alimento. Por eso hacia el sur se dirigían sólo las tribus más pequeñas, de las cuales
algunas siempre bordeaban la costa, más la costa occidental que la oriental, porque el
camino de la costa oriental es más corto y lleva a zonas más habitables. Durante la
migración por la costa oriental, los pueblos podían permanecer siempre en frescas zonas
montañosas.
Pero hacia el norte iban las mayores masas y, los que los seguían, los empujaban más y
más hacia el norte, sin darles tiempo para asentarse lo suficiente cada vez, como para
crear una cultura. Esta migración y la presión duró siglos, pero no terminó nunca.
Cuando finalmente los primeros pueblos habían llegado al extremo norte y porque
seguían siendo empujados, no les quedó otro camino que emigrar hacia Asia, ya sea
pasando por el puente de tierra aún existente que yendo de isla en isla. Pero
probablemente las migraciones terminaron antes de que el puente de tierra adquiriera su
forma actual.
Cada vez mayor número de pueblos presionaban desde las zonas enormemente ricas y
fecundas del sur y centro de México, de manera que los pueblos llegados a Asia
tampoco se podían asentar allí, sino que eran empujados hasta Mongolia, China, Asiria,
Persia y hacia el oeste y hacia el sur.
Finalmente Chiapas y las otras zonas ricas dejaron de prodigarse y la presión cesó. Es
aún más probable que coincidieran la disminución de aquella gigantesca
superproducción de seres humanos y la rotura del puente de tierra entre América y Asia.
Puede ser que recién entonces tuvieran lugar las migraciones desde Chiapas y México
Central hacia el sur. Cuando cesó la presión, los pueblos llegados a Asia finalmente se
pudieron asentar y desarrollar sus culturas.
En Norteamérica comenzaban ya las migraciones de retorno desde Canadá, California y
las zonas del Mississippi hacia México, porque las zonas del México Central y de
Chiapas se habían despoblado por las migraciones hacia el sur. A esta época
corresponden las migraciones de los indios de los siglos seis, once, doce y trece.
Es más probable una migración que llevara los pueblos hasta Asia desde la cuna de la
civilización humana ubicada en Chiapas y México Central, que lo contrario. Asia,
Africa y Europa, que estaban unidas por tierra, ofrecían tanto espacio para una
población excedente que saliera de la zona de la Mesopotamia, tanto lugar y tantos
sitios aptos para ser habitados que un migración hacia el norte atravesando campos de
nieve y hielo no puede haber tenido sentido, tanto menos, que todos los caminos desde
Asia a las nuevas zonas habitables pasaban por tierras y climas que permitían fácilmente
una migración de grandes masas. No había ni compulsión interna ni externa que hiciera
que los pueblos se dirigieran hacia el norte, hacia zonas inhóspitas. Pero sí había una
razón para la emigración desde Chiapas, porque América estaba superpoblada.
Es un hecho curioso que Asia y Africa, aparte algunas zonas como India y China,
todavía hoy no estén superpoblados. Por el contrario, el continente americano, en el
momento de su descubrimiento estaba completamente poblado. Había pueblos indios
viviendo no sólo en el extremo norte de Canadá sino también en el lejano sur de la
Tierra del Fuego, cuyo clima es tan inhóspito como el de Canadá. No es que los pueblos
vivan en zonas semejantes por diversión, viven allí sólo porque la presión ejercida por
otros los empujaron hasta allí. La cantidad de población que tenía sólo México, se ve
por el hecho de que el rey de los aztecas podía tener un ejército de tres millones de
guerreros, sin usar las reservas de los países sujetos a tributo. A cualquier lugar que
llegaran los españoles durante sus viajes por Norteamérica o por Sudamérica, por todas
partes encontraban hombres o viviendas abandonadas por hombres.
Hace algunos años fueron encontrados en Nebraska, un estado central de los EE.UU., a
gran profundidad, objetos producidos por la civilización humana como herramientas,
armas y utensilios de cocina. La edad del sitio arqueológico fue calculada por los
geólogos en cuatro millones de años. Es decir, que si los cálculos de los geólogos no se
basan en consideraciones erróneas, hace cuatro millones de años en el continente vivían
seres humanos que habían alcanzado un cierto grado de civilización, porque conocían el
fuego y fabricaban herramientas.
Si los pueblos hubieran migrado de Asia a América, habrían traído el camello, el caballo
y el burro, animales tan necesarios en las migraciones. Además habrían traído el
conocimiento del uso de los animales domésticos. Pero los indios no conocían ni
caballo, ni burro, ni el uso de los animales domésticos y ni en su religión ni en sus
leyendas y relatos heroicos se encuentran huellas de caballos o de animales domésticos.
A esto se agrega otra conclusión. Tal como un individuo que viaja y camina mucho
supera en civilización, conocimientos y experiencias a quien no viaja y no cambia, así
también sucede con los pueblos. Los pueblos que migran alcanzan un grado de
civilización superior al de los pueblos que permanecen sedentarios por mucho tiempo.
Los chinos están en el mismo lugar desde hace cuatro mil años, mientras los germanos
como la mayoría de los pueblos europeos migraron sin cesar y se encuentran desde hace
siglos embarcados en la mayor y más decisiva de las migraciones, hacia el continente
americano. Los pueblos que se dirigieron a Asia alcanzaron un grado de civilización
superior al de los que se quedaron en América. Los pueblos que siguieron camino desde
Asia hasta Europa llegaron a más que los que concluyeron su etapa migratoria en Asia.
En América los mayas, los toltecas, los aztecas y los peruanos, todos pueblos que se
desplazaron mucho, alcanzaron un grado de civilización más elevado que las naciones
que se movieron poco, como los indios de Norteamérica, los esquimales , los fueguinos,
los habitantes del Amazonas.
Los indios no conocían la rueda como medio de locomoción. Los pueblos indios en
migración caminaron siempre bordeando y escalando zonas montañosas, donde no
existía la necesidad de inventar la rueda.
Finalmente la raza india es la única raza en cuyos individuos se manifiestan las
características de todas las otras razas de la tierra, de manera que puede ser considerada
más fácilmente que cualquier otra, la protoraza, suponiendo que se admita dicha
protoraza.
Esta teoría destruiría el mito bíblico del edén en Mesopotamia, pero no aquél que hace
descender a todos los hombres de aquella única pareja humana, que fue amasada por un
escultor que vive en el cielo, cuya fantasía y poder creativo no daban para más que para
dar a su montón de plastilina la misma forma que observaba cuando se admiraba
vanidoso al espejo.
Pero la teoría, según la cual, todos los hombres descienden de una única pareja humana,
se basa en una superstición. Es un proceso impensable desde el punto de vista de las
leyes biológicas.
No hace falta tomar en consideración los animales en el caso de esas migraciones, no
importa qué dirección hayan tomado. Los animales son mucho más antiguos que el
hombre, considerándolo en su aspecto actual. Por eso se puede suponer que los animales
primitivos ya existían cuando los continentes aún formaban una única masa. La mayoría
de los animales no son capaces de sobrevivir a una travesía por el desierto de nieve y
tampoco de atravesar, en grandes grupos, el angosto puente de tierra. Que los animales
y las plantas de América se parezcan mucho a los de Asia y Africa puede ser una válida
demostración de la vieja unidad de los continentes. De esto hace tanto tiempo, que los
animales y las plantas evolucionaron en distintas direcciones, pero siendo idénticos en
sus formas primitivas, aparte algunos ejemplares que existen en América, pero no en
Asia, o en Asia y en Africa, pero no en América.
La separación de los continentes ocurrió en un tiempo, en que el hombre aún no había
alcanzado su forma actual, en el que aún no había alcanzado el último estadio, a partir
del cual inició a tomar forma humana. Así podría suponerse que la raza humana
americana se desarrollara en forma independiente de la raza humana en Asia, Africa y
Europa, de manera que no hicieran falta las migraciones. Dado que en América las
condiciones para el desarrollo son tan favorables como lo pueden ser en Asia o en
Africa o en cualquier otro lado donde el ser humano pasara del estadio animal al
humano, así también en América el hombre tenía que evolucionar en consecuencia y
casi al mismo tiempo que en el gran continente. Todos los continentes se encuentran en
la Tierra y lo que es posible en Asia en cuanto a la evolución natural, tiene que ser
posible también en América, siempre que los embriones primitivos sean los mismos.
Los embriones primitivos eran los mismos, dada la unidad de los continentes. Esta idea
es la que los estudiosos más ponen en tela de juicio. En muchos casos, la razón es que
termina de una vez por todas con la historia bíblica de la creación del hombre y porque
demostraría, de un solo golpe y sin dejar lugar a dudas, la teoría de la evolución de
Darwin y de otros investigadores, sin necesidad de encontrar aquel eslabón entre
hombre y animal, necesario para la demostración.
De algunas razas africanas y australianas se comienza a suponer ya hoy que su
evolución hacia la forma humana se dio en forma completamente independiente de la de
los otros hombres y mucho más tarde. Numerosos experimentos dieron como resultado
que determinados monos, por ejemplo el chimpancé, son más inteligentes y capaces de
adquirir cultura que aquellas razas, de las cuales algunas ni siquiera poseen un lenguaje
articulado. Pero si en este caso se acepta la idea de una evolución independiente, no veo
por qué no se puede aceptar lo mismo para la raza americana. Porque en ese caso
quedarían resueltas todas las cuestiones del origen de los indios y del modo en que
puedan haber llegado.
Las construcciones de los indios muestran curiosas similitudes con las de los egipcios.
Pero las pirámides, que los indios construyeron en el México Central, se diferencian en
algunos puntos esenciales de las que construyeron los egipcios. Las pirámides de los
indios sirvieron siempre - y sin ninguna excepción - a fines religiosos. La cima de la
pirámide estaba coronada por un templo, en el cual se celebraban todas las ceremonias
religiosas. Las pirámides de los egipcios, en cambio, sirvieron siempre exclusivamente
a fines políticos, fueron, sin excepción tumbas reales. Claro que en algunos casos,
especialmente en el período temprano, el rey era al mismo tiempo sumo sacerdote. Pero
los egipcios no erigieron nunca las pirámides con fines exclusivamente religiosos.
Está demostrado que los vikingos llegaron a Norteamérica en los siglos diez y once. Si
los vikingos pudieron llegar a América, tanto más habrá sido posible que los fenicios o
aun los egipcios llegaran o fueran empujados a México o al Sur de los EE.UU. en siglos
tempranos. Los fenicios eran mejores navegantes que los vikingos. Así es posible que, a
causa de aquellos fenicios o egipcios o cartagineses o a través de otros pueblos del
Mediterráneo, llegara la idea de la pirámide a México. Los indios de América Central y
del Sur no construyeron pirámides. A través de aquellos marinos no sólo puede haber
llegado la idea de la pirámide a México, sino también una vaga idea de la historia de la
creación egipcio-judaica.
Los indios de México no sólo construyeron pirámides como los egipcios, sino que
también hay esculturas que podrían confundirse con las del antiguo Egipto. Escribieron
con jeroglifos. Pero toda forma de escritura empieza siendo jeroglífica. En cambio la
representación de la diosa madre con una serpiente no sólo es judeo-cristiana, sino
también egipcia. Porque Moisés no había inventado solo la historia de la creación del
mundo, de Adán y Eva y de la expulsión del paraíso, del diluvio universal y del arca de
Noé, sino que la copió de la mitología egipcia, porque, bajo el influjo de su educación
egipcia, era la única historia de la creación que podía sentir como verdadera.
Los hebreos que inmigraron en Egipto, no formaban una nación organizada. No eran
más que tribus y familias, que vivían de la cría de ganado. No tenían ni una religión
disciplinada, ni una historia, ni una literatura; parece que ni siquiera dispusieran de una
lengua unificada, organizada. Frente a ellos, los egipcios constituían un pueblo de
señores de alto nivel de civilización. Cada pueblo de nueva formación adopta siempre la
civilización de aquél entre los pueblos vecinos, que todos los restantes pueblos
consideran el más civilizado. Esto afectó especialmente al pueblo hebreo, porque vivía
en medio del pueblo egipcio, que lo consideraba inferior. La torturadora conciencia de
la inferioridad sólo puede ser superada, cuando el pueblo considerado inferior se
esfuerza por adoptar la cultura del más evolucionado. Todo lo que enseñaban los
egipcios era para los hebreos el máximo de la sabiduría. Así fue completamente natural
que los judíos adoptaran los principios de la historia egipcia. Recién con la emigración
de los hebreos de Egipto, se organizaron como pueblo y recién entonces comenzó su
historia. Los fundamentos de la religión y de la prehistoria de los judíos tienen sus
raíces en la historia de la religión egipcia y en ningún otro lado.
Si los antiguos mexicanos representan a la diosa madre de los hombres con una
serpiente puede deberse, tanto a una influencia egipcia, como a las enseñanzas de un
cristiano naufragado aquí en el siglo once o doce o antes. El calendario de los antiguos
indios mexicanos era más preciso que el europeo al tiempo de Colón; el calendario
indio correspondía exactamente al tiempo solar, mientras que el europeo de aquel
tiempo quedaba retrasado por varios días y fue corregido recién unos 200 años más
tarde. El calendario mexicano era mejor que el nuestro actual, porque todos los meses
tenían la misma cantidad de días. Sin necesidad de mirar al almanaque, sabían
perfectamente qué día de la semana era tal o cual fecha del mes, porque a cada día
correspondía siempre exactamente la misma palabra. Sus instrumentos astronómicos
eran completamente diferentes de los europeos y, sin embargo, podían determinar con
una anticipación de cien años o más, fenómenos astronómicos.
Calendario y astronomía en algunos casos se parecen a los que existían en la antigüedad
en Babilonia, Asiria y China. Es decir, que en algunas cosas hay semejanzas con lo
egipcio, en otras, con modelos de Asia Central o chinos. En cambio, la lengua india no
tienen ninguna similitud con ninguna otra.
No va a ser tan sencillo, demostrar fehacientemente de dónde vinieron los indios, salvo
que se hagan hallazgos inesperados. Es seguro que la tierra de México, de
Centroamérica, de Perú y Bolivia está llena de tesoros de la cultura indígena
sumergidos. Pero los estudiosos americanos, salvo honradas excepciones, prefieren
excavar en Africa, en Grecia, en Egipto y en Mesopotamia a hacerlo en el propio
continente. La prehistoria de los indios hubiera sido fácil de establecer, si los obispos y
monjes españoles no hubieran quemado las grandes bibliotecas y archivos estatales de
los reyes aztecas y texcocanos, como asimismo las grandes colecciones de manuscritos
de los príncipes indios, por considerarlos obra del diablo.
Pero todavía queda por decidir si la humanidad se enriquece espiritualmente por
conocer la prehistoria de una raza o si queda al oscuro. Hasta hoy, no es que la
humanidad haya aprendido mucho de la historia, sigue cometiendo las mismas tonterías.
Hace dos mil años los romanos escribieron páginas maravillosas sobre el sinsentido y la
locura de la guerra. Nadie puede agregar hoy en día nada mejor. Pero hasta hoy no
sirvió para nada. Parece que todas las investigaciones sobre la evolución cultural del
hombre sólo hayan servido a dar trabajo a alguna gente. Hasta ahora los resultados de
estas investigaciones no fueron empleados para aprovechamiento de la humanidad o
para conducir a los hombres a un nivel más alto de civilización. Cualesquiera que sean
los resultados de tales investigaciones, soy de la opinión que el ser viviente desde todo
punto de vista es más interesante que el muerto; el ser viviente es más interesante aun
cuando se trate de un indio primitivo, y el muerto, en cambio, un rey seco cargado de
oro y joyas.
*
Considerados globalmente, los indios de Chiapas constituyen una raza
extraordinariamente buena. Parece, que como raza, sean los dueños del futuro. Quizás
también en otras cosas. Hoy los indios todavía son imitadores, aunque excelentes
imitadores. La civilización europea se abalanza sobre ellos en un nivel de evolución tan
avanzado, que se ven obligados a imitar, para no ser atropellados y aniquilados por esta
civilización. Esta capacidad extraordinariamente grande, de adaptarse rápidamente, para
absorber toda esta enorme cantidad de cosas nuevas que al indio se le vienen encima, y
de ordenar todo en su cerebro para aplicarlo al día siguiente, está desarrollada en pocos
pueblos primitivos. El mexicano sabe demasiado bien lo que hace, cuando recién ahora
le da por primera vez en cuatrocientos años la posibilidad y la libertad de formarse y de
integrarse conscientemente en la civilización. Aunque el indio hoy sea sólo un imitador,
porque no puede ser otra cosa, pronto llegará el tiempo en que él enriquecerá y
modificará la civilización europea.
Es un hombre muy trabajador y activo, que no sabe estar sin hacer nada. Aun cuando
camina con su enorme carga en las espaldas está siempre haciendo algo, tejiendo
impermeables o sombreros, porque de otra forma, las manos no tendrían nada que hacer
durante el largo camino.
En los siglos pasados nadie se ocupó de él. A nadie le importaba si estaba vivo o
muerto. Se volvía importante sólo cuando se rebelaba o cuando servía para trabajar. Así
fue que el indio desarrolló una tenacidad, que bajo las nuevas condiciones creadas desde
la última revolución, le será de gran utilidad. El pueblo mexicano pudo comprobar lo
que el indio es capaz de hacer, cuando se le da la posibilidad de instruirse. Benito
Juárez, el estadista más importante que México haya tenido hasta ahora, era un indio del
estado vecino de Chiapas, de Oaxaca. Hasta la edad de catorce años no tenía idea de lo
que fuera leer y escribir.
Durante cuatrocientos años los indios estuvieron como adormecidos, no sólo en sentido
político y económico, sino también como raza. Las rebeliones que emprendían no eran
más que como los movimientos de alguien que está durmiendo. En estos cuatrocientos
años, la raza ha tenido tiempo suficiente para gozar de la tranquilidad que la raza
europea necesita urgentemente si no quiere ser eliminada. Una raza necesita descansar,
tal como el individuo. Por esta razón, no hay imperio, por más sólido que sea, que dure
más de mil años. Pero hay razas como la persa que se retiraban a descansar para resurgir
una y otra vez.
En Chiapas, al momento de la llegada de los españoles, no quedaban más que los restos
de una gran cultura. Las suntuosas ciudades ya estaban en ruinas. Pero los indios,
también en Chiapas, se defendieron de los invasores con todas sus fuerzas. Contra los
cañones y los arcabuces de los españoles y contra los treinta mil a cincuenta mil indios
de las tropas auxiliares de los españoles los indios no podían resistir a la larga. Cuando
los indios de Chiapas se dieron cuenta de que todo estaba perdido, reunieron a mujeres
y niños sobre un alto peñón, su último foco de resistencia, en la zona de Chiapa de
Corzo. Cuando los españoles los circundaron también aquí, intimándolos a la rendición,
arrojaron a sus mujeres y niños desde el peñasco al río y después de haberlo hecho se
lanzaron tras sus seres queridos. Fue el último gran acto de una raza que se había
cansado. Lo que en otras partes del país había quedado con vida, se retiró a descansar
para juntar nuevas fuerzas.
Hoy los indios están descansados y listos para volver a ocupar un lugar en la historia de
la humanidad. Cuentan con todas las características que tiene que tener una raza que se
encuentra con una nueva misión por delante. Una de estas características, la que
sobresale con mayor evidencia, es que los hombres son muy bellos y las mujeres, salvo
pocas excepciones, feas. Claro que el indio puede tener una visión distinta de la nuestra
sobre lo que es bello y lo que es feo. Pero su concepto de belleza no difiere tanto del
nuestro; porque él mismo, el indio varón, es bello según nuestro parecer y el suyo. Las
mujeres no sólo son feas, sino que no dan ninguna importancia a su aspecto.
Una raza degenerada, en decadencia, se reconoce por el hecho de que las mujeres
necesitan emperifollarse y arreglarse, de que con todos los medios buscan incitar y
excitar al hombre. Y llegan a tal punto que lo que hasta ahora se consideraba
desvergonzado mostrar, ahora se lleva bien a la vista con ayuda de la moda. Necesitan
hacerlo para que la especie no se extinga. La naturaleza las obliga a hacerlo. El hombre
de una raza supercivilizada está agotado por el trajín, extenuado, cansado y poco
receptivo para las exigencias naturales de una raza sana. Su trabajo, necesario para
mantener en pie la civilización, le chupa todas sus fuerzas. La mujer, que está menos
agotada, se ve obligada a conquistar y a incitar al hombre. La naturaleza le ayuda,
creando en razas cansadas, mujeres extraordinariamente bellas.
Podemos encontrar ejemplos en la historia de nuestra propia raza. En el siglo trece, tras
concluirse las cruzadas y tras la desastrosa invasión de los mongoles en Europa, los
pueblos europeos empezaron a asentarse y a organizarse. Se formaron todas las
naciones que aún hoy existen en Europa, especialmente España, Inglaterra, Francia,
Alemania, Polonia, Rusia. Sólo los Balcanes, bajo la influencia de los turcos, no
alcanzaron la paz y quedaron al margen de la formación de los pueblos europeos.
Contemporáneamente con la organización de las naciones europeas, comenzó un
período de multiplicación de los pueblos europeos, como nunca antes se había visto.
Fue cesando poco a poco toda la adoración y la alharaca de que fue objeto la mujer tras
las cruzadas y en la así llamada época cortesana y de los Minnesänger, frecuentemente
con formas increíblemente grotescas y frecuentemente con una humillante forma de
sumisión esclava del hombre a los caprichos y antojos de la mujer.
Después de la definitiva expulsión de los moros de tierra europea, de España, y del
comienzo de la cruel persecución de los judíos, para terminar de repeler incluso el
último resto de raza no-europea, la conciencia racial de la raza europea empezó a
desarrollarse con gran fuerza e insistencia. La potencia procreativa de esta joven raza
era impresionante. Tenía por delante su destino, el de llegar a ser la raza dueña del
mundo. No eran raras las familias con veinte y treinta hijos. Pestilencias de
proporciones inusitadas y una impresionante mortalidad infantil eran necesarias como
antídotos para conciliar el escaso alimento a disposición con la multiplicación.
El alimento era siempre menos que las bocas hambrientas. Y además había plagas de
langostas, ratas y prolongadas sequías, que disminuían la cantidad de alimento,
provocando hambrunas de efectos devastantes.
¿Pero cómo se mostraba hacia afuera esta invencible, poderosa facultad procreativa?
Las mujeres eran feas, tal como las muestran los antiguos cuadros de aquel período. Las
mujeres ocultaban el cabello. Metían sus cuerpos dentro de vestidos en forma de barril.
Ni siquiera dejaban ver la punta del pie. Las manos estaban cubiertas hasta el
nacimiento de los dedos. Del rostro sólo se veía la parte anterior, orejas y cabeza
estaban cubiertas.
Observemos en cambio al hombre de aquel tiempo de enorme potencia procreativa y de
aquel tiempo de surgimiento de una raza fuerte. El hombre era bello y bien formado,
muy masculino. El aspecto afeminado, que podía mostrar en la época de los
Minnesänger, había desaparecido por completo. Mostraba la belleza de sus piernas hasta
las caderas y en muchos trajes mostraba las nalgas con actitud desafiante e incitadora.
Dedicaba horas al cuidado de barba y cabellos. La mujer debía ocultar sus encantos,
porque la exuberante potencia procreativa del hombre no le hubiera dado tiempo para
recuperarse entre un puerperio y el siguiente y la mujer en ningún momento y en ningún
lugar hubiera estado a salvo de los brutales ataques de este hombre ávido de procrear.
Contemporáneamente se desarrollaban una literatura y una música sanísimas y sinceras,
en donde cada cosa y cada acto se llama por su verdadero nombre. Y las obscenidades
más salvajes eran sólo una mansa conversación durante las orgías de los hombres.
Observando cómo evolucionaron la moda, las costumbres, la literatura y el arte
podemos ver cómo la poderosísima potencia procreativa de la raza europea fue
disminuyendo. El hombre empezó a ocultar sus nalgas bajo gruesos vestidos y con cada
generación sucesiva iba ocultando más y más sus piernas. Poco antes del estallido de la
revolución francesa las piernas del hombre ya iban cubiertas hasta la pantorrilla,
mientras entretanto la mujer iba descubriendo cada vez más el cuello y finalmente
también su pecho. Y comenzó a mostrar pies y tobillos, a maquillarse y empolvarse. El
hombre comienza a relajarse, a volverse afeminado y sentimental. También él se
maquilla y se perfuma e incluso los guerreros, los oficiales y soldados con pelucas
empolvadas y uniformes coloridos con lacitos y cintitas de sedas, se vuelven cada vez
más afeminados.
En la literatura inglesa, francesa y alemana aparecen las novelas y las poesías
sentimentales, en Alemania el gañido lacrimoso de un Werther con su estúpido suicidio,
por no poder poseer a "su muchacha". Trecientos años antes no hubiera lloriqueado y no
se hubiera suicidado, simplemente habría tomado a la muchacha y se la hubiera llevado
a la cama.
En el país, en donde la potencia procreativa más ha disminuido, en Francia, aparece el
amplio y largo pantalón para el hombre y el cuello cerrado hasta el mentón. Al hombre
ya no le queda nada para mostrar y para dejar a la vista, está cansado de procrear. En
compensación, es la mujer que se muestra cada vez más. Usa largos vestidos delicados
como telas de araña, que dejan ver todo, pero realmente todo. Ya empieza a incitar, a
excitar los sentidos, para despertar de un latigazo la decadente potencia procreativa del
hombre. Se puede explicar perfectamente desde el punto de vista biológico por qué
desde hace decenios la moda femenina viene de París, es porque desde hace decenios
Francia es el país de Europa, en donde la potencia procreativa más ha disminuido.

A mediados del siglo pasado vuelve a darse una situación estable, en la cual ambos
sexos se cubren por igual y en la cual la infame hipocresía de la era victoriana, el
reinado de Victoria en Inglaterra, determinaron la moral europea.
Hoy el hombre va vestido de pies a cabeza, de negro o de gris. A pesar de exigencias
higiénicas contrarias, lleva el cuello apretado de grueso lino almidonado, para que no se
vea ni un poquitín de su carne y porque no necesita excitar a la mujer, para no tener que
dar más de lo estrictamente necesario de su última miguita de potencia procreativa. A la
mujer, con la que quiere lucirse, la quiere sólo como dama de compañía.
¿Qué remedio le queda a la mujer? Necesita mostrar cada vez más de sus encantos, si no
quiere quedarse en ayunas sexualmente; porque ella todavía es fuerte, todavía no está
extenuada, todavía no se ha debilitado tanto como el hombre. Y en esta misión, que hoy
le ha encomendado la naturaleza, es decir, asegurar la supervivencia de la raza, llega a
tal punto, que aprovecha aquellos instintos del hombre que lo han conducido, a causa de
su debilitamiento, a individuos de su mismo sexo. Ni siquiera el deporte, no importa
bajo qué forma se practique, llega a paliar la pérdida de potencia procreativa del
hombre. Porque como hoy también la mujer participa en el deporte, y también aquí
frecuentemente puede ser más activa que el hombre, se mantiene el estado de cosas. Lo
que el hombre a través del deporte quizás logre recuperar de su potencia procreativa
perdida, la mujer lo conquista en igual medida. El resultado final es por ende el mismo,
la superioridad en cuanto a voluntad de procreación de la mujer frente a la debilitada
potencia procreativa del hombre se mantiene y no logra modificar en nada la raza. El
hecho de que las mujeres se aventuren cada vez más en los ámbitos económicos del
hombre y en la política, no es una consecuencia de la educación y de la penetración de
nuevas ideas, sino que se trata de una evolución natural sobre simple y objetiva base
biológica. Todas nuestras ideas están mucho más influenciadas por las causas
biológicas, de lo que comúnmente se quiere aceptar.
Así las razas se forman como consecuencia de causas enteramente naturales y físicas.
Sólo podemos investigar las leyes de aquellas causas y sus consecuencias. Si
conocemos las leyes y si aprendemos a usarlas, podemos formar y conformar las razas a
nuestra voluntad. En el proceso de formación de las razas y en el destino que les toca,
no hay dios cristiano, dios judío, Alá, Buda ni ningún misterio que valga. No hay ni
pueblo elegido, ni nación bendecida por dios, ni raza superior. Yo no soy capaz de hacer
más que otro hombre, sólo sé hacer otra cosa. Yo soy capaz de escribir un libro, quizás,
pero no sé pintar un cuadro. Quien sabe pintar bellos cuadros, raramente escribe un
buen libro. Y quien es capaz de componer una ópera, generalmente no podría ni siquiera
ganarse lo necesario para una comida caliente, si tuviera que trabajar como albañil o
tipógrafo.
Sólo nosotros, los seres humanos, somos quienes hacemos o no hacemos una buena
raza, quienes creamos o arruinamos algo grandioso. Obtenemos una buena raza si
conocemos y sabemos aplicar las leyes para la formación de una raza.
Si queremos saber, si una raza, en este caso, la india, está surgiendo o está en
decadencia, tenemos que estudiar las características externas y compararlas con aquéllas
que habremos podido observar y estudiar en la que consideramos una gran raza.
Entre los indios de Chiapas son los hombres que van vestidos con esmero, quienes usan
colores y cintas, quienes se mueven con extremada gracia. Pero, por más graciosos que
sean sus movimientos, no son nunca afeminados. Se trata siempre de gestos y
movimientos masculinos.
Cuando una raza está cansada, entre los individuos del sexo que más extenuado está, el
instinto de conservación de la raza se debilita tanto, que el objeto sexual se borronea,
que la mujer deja de atraer el impulso sexual del hombre. Y la mujer, en tanto parte más
sana de la raza, tiene que dar un paso más, para mantener el impulso dirigido hacia sí
misma. Empieza así, a darle el gusto al hombre y a excitarlo rindiéndose a su impulso y
apareciendo ya no femenina, sino masculina ante él. Las condiciones y premisas
económicas aceleran el proceso en cualquier dirección, pero no son la causa de la
descolocación de los sexos. Las causas son exclusivamente de naturaleza biológica.
Quizás no sería necesario hablar aquí de esto, si no se quisiera demostrar así que los
indios son una raza que surge y no una raza decadente. Cuando juzgamos razas extrañas
estamos llenos de prejuicios, especialmente creyendo que la nuestra es la mejor, que
durará para siempre, que ha alcanzado el máximo que una raza puede alcanzar, que es
insuperable y que debería, por derecho, dominar a todas las otras razas, criaturas y cosas
sobre la tierra.
No siempre entre los indios la situación fue como lo es ahora en este sentido. Cuando
los españoles llegaron a México, encontraron mujeres de extraordinaria belleza y
hombres llamativamente feos. Las mujeres indias eran tan bellas que Cortés abandonó a
su propia mujer, tomó por amante a la india Marina y confirió al mayor de los hijos
nacidos de esta unión su nombre y su título, tal como a un hijo de un posterior
matrimonio con una noble española. Como era católico no podía divorciarse, pero su
primera mujer murió tan rápido y en forma tan sorprendente, que todavía hoy se
muestra en México, cerca de la capital, la fuente en la que se cuenta que la ahogó.
No sólo Cortés, sino todos sus oficiales tomaron por esposas a muchachas indias,
casándose con todas las ceremonias eclesiásticas. Y los hijos de las más antiguas casas
nobles españolas, que en España daban tantas vueltas para elegir esposa, se casaron con
hijas de príncipes indios. No siempre habrá sido la belleza, a veces también la riqueza
de los príncipes indios lo que ayudaba a determinar un matrimonio. Porque por motivos
políticos y por muchos otros motivos a los príncipes indios se les dejaba su propiedad
privada, especialmente, si un noble español se casaba con la hija. En ese caso se
empeñaba en la defensa de los derechos del príncipe. A los ricos príncipes que no tenían
hijas casaderas se los acusaba de intento de rebelión, se los colgaba y se confiscaban sus
bienes. Seguramente no había ni un solo soldado en el país y ni un solo colonizador
español que no prefiriera como mujer una india a una española, porque las muchachas
indias eran mucho más bellas que las españolas.
Si bien las mujeres de los indios tzotziles son muy feas, no tienen que desesperar de
encontrar un hombre. Porque los hombres se vuelven locos por las mujeres. Como entre
esta raza descansada el instinto de conservación de la raza es muy fuerte, no necesita
que las mujeres sean bellas. La belleza de la mujer no le sirve para nada. Son otras cosas
las que han de interesarle y, en general, no tienen nada que ver con la belleza. Por eso es
que la mujer no necesita esforzarse por emperifollarse para conquistar a un hombre o
para fascinarlo y quedárselo. Y los hombres son muy fieles a sus mujeres.
Se podría pensar que la causa está en que hay menos mujeres que hombres. Pero no es
el caso. Hay muchas más mujeres que hombres. Hay pocas casas en las que vive una
sola mujer. El cacique de los chamulas tiene seis mujeres que alimentar en su casa. El
cacique de los zinacantanes, además de su mujer y la de su hijo, tiene en su casa tres
mujeres más. Estas mujeres en general son parientes solteras o viudas y que, según la
costumbre india, deben ser mantenidas por el jefe de la familia. Todas se empeñan
naturalmente en las tareas domésticas. No son consideradas una carga, sino en muchos
casos como una ayuda.

12

Los indios se casan muy jóvenes. La mujer en edad más temprana que el hombre.
Frecuentemente no tiene más de once o doce años cuando se casa. Es raro que el
hombre se case antes de llegar a los dieciocho o veinte años, porque tiene que ser ya lo
suficientemente fuerte como para mantener a su familia. Aquí lo único que sirve es la
fuerza física, porque no existe un trabajo liviano, en una oficina o en una tienda. Quien
no tiene la fuerza suficiente para trabajar el campo solo y hacer todo el trabajo solo, no
puede casarse. Así la primera y principal condición para el matrimonio, es la fuerza
física del hombre, ésta es su dote y su dinero. Y esta fuerza sana que necesita para
mantener a su familia también se hace valer en la procreación. Un debilucho no puede
cultivar su campo, es decir que no puede alimentar a su familia, por eso no encuentra
mujer y no puede traer hijos al mundo, que seguramente serían debiluchos como él. La
selección natural para formar una buena raza. Los debiluchos no llegan a grandes entre
los indios. No vi ni uno solo.
Cuando un muchacho ha decidido formar una familia, empieza a mirar en derredor en
busca de una compañera. El no se lo pide, porque ella no le contestaría, aunque él le
guste.
Entonces él intenta sentarse cerca de ella. Quizás una linda noche ella esté sentada en un
tosco banco de madera, en un árbol derribado o sobre la hierba. El no tiene más que
esperar que ella quiera sentarse en algún lado. Y frecuentemente ella siente o sospecha
lo que él quiere y le facilitará las cosas, sentándose de tal modo que él la pueda ver.
Ahora él también se sienta, pero quizás a una distancia de diez o doce pasos. Si la
muchacha se levanta y sigue su camino, el muchacho sabe que no tiene esperanzas. Ella
no lo quiere, no lo soporta y no quiere volver a verlo. Pero si se queda sentada, significa
que no le importa que él esté sentado allí o no. No significa ni simpatía, ni antipatía.
Están sentados allí, dándose la espalda, sin mirarse. El se acerca un poco. Si ella no se
levanta, quiere señalar que él no le es antipático. Pero todavía no sabe si le gusta. Ella
puede levantarse e irse en cualquier momento, ni bien él se acerque más. Podría ser que
ella no soportara su olor, algo que todavía no puede saber.
El se vuelve a acercar un paso más y si ella no se levanta, quiere decir que le cae bien.
Para llegar a este punto, él habrá tenido que emplear tres o quizás cuatro noches. Si ya
la primera tarde él se acercara mucho, la espantaría, aunque a ella le cayera bien. En ese
caso tendría que recomenzar desde cero.
Finalmente están sentados a solo tres o cuatro pasos uno del otro. Espalda contra
espalda, sin mirarse. Así quizás pasan una hora, o dos o tres, hasta que ella cree que es
tiempo de volver a casa. Durante todo el tiempo ninguno de los dos dice una palabra.
Para decirse algo tendrán tiempo de sobra después. Como en todo matrimonio. Después
generalmente se habla demasiado.
Luego, a la noche siguiente o la subsiguiente, o dos semanas más tarde, él la espera o
quizás espere ella, según como se dé. Empiezan en el mismo lugar en donde se dejaron
la última vez, espalda contra espalda, a tres o cuatro pasos de distancia.
El vuelve a acercarse un poquito, sin que se miren o se hablen. Y finalmente una noche
se sientan bien juntos, de manera que pueden sentirse si se inclinan un poco. Pero
siguen sentados espalda contra espalda. ¿Porqué deberían de apurarse? El matrimonio
después ya es bastante largo.
Así se sientan todas las tardes de la semana, quizás durante dos o cuatro semanas. El no
dice nada, ella no dice nada. Pero ambos se sienten felices, tan felices como pueden
sentirse dos enamorados en cualquier lugar de la tierra. Porque estos días y semanas son
el tiempo de amor más dulce de su existencia, la culminación de todos los sentimientos
que el hombre busca expresar en la poesía y en la música, sin lograrlo nunca
plenamente. Es el tiempo del amor casto, auténtico, de corazón, entre dos seres jóvenes
antes de la consumación, que trae la primera disonancia en la armonía del amor puro y
desinteresado. La delicia de este tiempo de amor se vuelve más profunda, porque ambos
saben que si el deseo es manifestado, encontrará satisfacción. Pero el hecho que
ninguno lo diga, el que sigan sentados soñando espalda contra espalda, los inunda de
una felicidad indescriptible. La conciencia del mutuo amor los hace sentirse bien y
cálidamente protegidos. Podrían morirse de felicidad.
Y llega la tarde en que se miran. Se sonríen, se ríen y sollozan. Pero siguen sin decirse
nada. Sólo que están felices de haberse encontrado, de entenderse, de amarse y saber
que uno puede obtener del otro lo que desea. Esto quizás se prolonga por unas noches,
según la resistencia, que todavía les queda, pero que empieza a cejar rápidamente.
Y finalmente llega la noche en que él le hace una pregunta. Esta pregunta va sin
preludios directamente al nudo de toda la cuestión. El realismo halla justicia. Y cuando
ella responde, y es seguro que lo hará porque ya está ablandada, dice:"Sí, ¡puedes
hacerlo!" y él lo hace y ambos son felices, una, dos o cuatro horas, según la resistencia y
el ímpetu juvenil de las partes.
Al día siguiente, el joven esposo, porque a este punto ya casi lo es, va a lo del padre de
la muchacha y le pregunta cuál es su precio. En la casa ya se sabe lo que está
sucediendo y andan deliberando sobre los cambios en la casa cuando la niña se vaya con
su marido.
El precio se pagará en maíz o cabras, en lana o algodón o carbón de leña, en cuero o sal
u otras cosas útiles. Se exige tanto maíz, tantas ovejas, tanto algodón cuanto el padre
cree que vale su hija. Es la compensación por la pérdida de una buena fuerza de trabajo
y de la querida compañía. Porque como las muchachas y las mujeres trabajan mucho,
tienen un valor. Y su joven esposo puede pagar sin problemas, porque él tendrá ahora
una buena colaboradora y una querida compañera de lecho. Además se espera que ella
sea una buena productora de otros trabajadores. Tener muchos hijos, significa tener más
manos que ayuden, significa más tierra comunitaria, significa una vida mejor.
Al precio exigido, el joven generalmente añade por propia voluntad: una botella de
aguardiente, café, y además caramelos para los hermanos más pequeños de su mujer.
Suele suceder que le dé al suegro un cañón de perdigones o un sombrero o una cartera
de cuero o alguna otra cosa especial. La madre de la novia a veces también recibe
regalos, por ejemplo, un chal, una cuchara de lata o una estampita de santo. Puede ser
que también se dé dinero, pero no como dote, sino como contribución.
Después de haber pagado el precio y después de que el padre haya declarado que el
precio pagado corresponde a lo que él se esperaba por su hija, el matrimonio queda
concluido. No tiene lugar ninguna ceremonia. Hay parientes y amigos presentes, en el
momento en que se paga el precio, para que vean, juzguen y critiquen todo. Para
prolongar un poco la ceremonia, se arman peleas y se refunfuña en torno a los regalos.
El maíz podría ser mejor, el algodón parece tener gusanos, el cuero no está bien curtido
y todas las discusiones imaginables cuando se reúne la parentela entera y cada uno
quiere demostrar su importancia y hacer entender que los padres de la novia tienen que
estar contentos de tener un tío en la familia que tan bien defiende sus intereses y que
declara que es un pecado entregar una muchacha tan linda y fuerte por un precio tan
miserable. El joven esposo y su padre realmente podrían haber hecho algo más. Esto por
supuesto hace enojar al padre del joven y empieza la pelea. Pero todo termina bien para
satisfacción de todos y, en realidad, todo ocurre sólo para que siquiera se diga algo y la
cosa no se desarrolle demasiado silenciosamente.
A veces los huéspedes comen todos en la casa y beben café dulce, pero no es que haya
una verdadera comida de boda. Es sólo que entretanto la gente ha empezado a tener
hambre y el ama de casa, como anfitriona, tiene que ofrecerles algo.
Los indios, que viven entre mexicanos, naturalmente imitan en estas cosas a los
mexicanos y abandonan sus viejas usanzas. Como en México hay, paralelamente al
matrimonio legal, también un así llamado matrimonio natural, que consiste en que dos
personas convivan y se consideren esposos, en la clase trabajadora, a la que pertenecen
también los indios, en general hay pocas ceremonias nupciales. Los trabajadores, si es
que necesitan una ceremonia, se casan en muchos casos ante el secretario del sindicato.
Un matrimonio así no es legal, pero es respetado por las autoridades en cuanto a la
mayoría de los derechos que resultan del matrimonio y de los hijos. El secretario del
sindicato también los puede divorciar.
Aquí, como en otros casos semejantes me veo en la obligación de advertir
imperiosamente a los europeos que no saquen conclusiones erróneas de estas
costumbres, especialmente que no supongan que la moralidad del pueblo mexicano anda
por el suelo. La moralidad del pueblo mexicano es de todas formas más sincera y más
sana que la moralidad europea. Pero no es sólo más sincera y más sana, sino más
virtuosa de corazón. Es muy rara la infidelidad de la mujer en la clase alta y en la clase
baja de ninguna manera es más frecuente que en las clases bajas de Inglaterra, Francia o
Alemania. Estos simples lazos matrimoniales son de origen indio y como las clases
bajas tienen en su mayoría sangre india, las costumbres se dan de por sí. Tampoco en
México el clerizonte hace nada gratis y el registro matrimonial también hace pagar sus
servicios. Los contrayentes de las clases más bajas no pueden pagar la ceremonia, pero
no por eso se dejan cercenar el derecho de contraer matrimonio. El secretario del
sindicato lo hace gratis. El sindicato es el estado para el trabajador y si su matrimonio es
reconocido por el sindicato, le importa un bledo lo que otra gente piense de él y de su
mujer. Y en México no se le ocurre a nadie, justamente por ese modo libre y honesto de
sentir, escupir a la mujer o a los hijos o hablar mal de ellos, sólo porque no le pidieron
la bendición al clerizonte.
En los últimos tiempos, el secretario del sindicato también suele bautizar a los hijos de
los trabajadores. Los niños son llevados por sus padres a una reunión sindical y con
ciertas ceremonias son presentados a los compañeros del sindicato reunidos y así es que
entran a formar parte oficialmente de la comunidad de afiliados. El nombre y la fecha de
nacimiento, así como el nombre de los padres del niño se registran en los libros del
sindicato. En estos casos el estado queda completamente excluido como registrador del
nacimiento de un niño.
Como se puede ver en estos ejemplos prácticos, todo marcha estupendamente sin
estado. Para el observador superficial puede parecer que aquí el sindicato sólo sea otra
forma de estado o incluso, sólo otro nombre para la misma cosa. Pero quien cree esto,
desconoce la esencia del estado capitalista. El sindicato es una comunidad voluntaria de
iguales, formada con el único objetivo de servir a todos sus miembros para alcanzar las
mismas metas. El estado, en cambio, es una comunidad impuesta, formada desde arriba
con el objetivo de conceder a algunos miembros o grupos ventajas a costas de otros
miembros o grupos de la misma comunidad impuesta. Por medio de un sistema bien
pensado el estado difunde el embuste de que su objetivo es servir al bien común y que
es una institución completamente neutral en relación a todos sus miembros. Ni bien el
estado se vuelve realmente neutral frente a todos sus miembros, sin diferencias entre
personas, deja de ser un estado para ser considerado un poder despótico. Claro que,
donde el sindicato se conforma simplemente con suavizar las durezas del sistema
capitalista, en vez de derrocarlo, allí donde termina apoyando al sistema capitalista,
llegando a compromisos, evoluciona hasta convertirse en un grupo más o menos
privilegiado en el ámbito del estado. Se convierte en un estado dentro del estado; y así
se convierte en un firme apoyo del estado, que en un caso así, se sirve de ese grupo para
poder perseguir sus nefastos fines con mayor seguridad. Ni bien un sindicato -como
sucede hoy en México- comienza a disociarse completamente del estado, y no reconoce
más la autoridad del estado, lo disuelve progresivamente, sin cometer un acto de
violencia. Sin contar la población puramente india en México, que sólo nominalmente
pertenece al estado, hoy en México el poder de los sindicatos es mayor que el del
estado. Con esto quiero decir, entre aquellas personas en México, que pertenecen
conscientemente a una organización, sea a la del estado o a la del sindicato, ya ahora la
cantidad de personas que pertenecen a los sindicatos y se someten voluntariamente a sus
leyes, es mucho mayor que los que reconocen en el estado la máxima autoridad. En
todas las luchas políticas en México esto se manifiesta abiertamente. El estado no puede
llevar a cabo ninguno de sus proyectos si le falta el apoyo de los sindicatos. En la Rusia
bolchevique el estado es el factor de poder determinante, en el México no bolchevique
el factor de poder determinante está en los sindicatos. Como todos los indios, sin
excepción, cuando se acercan a la civilización, por el hecho de ser proletarios, se
acercan primero a los sindicatos y después al estado, el sindicato día a día se fortalece
con ese aporte nuevo y joven. Para el indio que sale de su primitivismo y se acerca a la
civilización, el estado no significa nada. El estado es algo extraño para él. Por el
contrario el sindicato lo es todo. Se acerca mucho más a su sentido de la colectividad y
a su instinto gregario que el estado, cuya organización no entiende ni entenderá jamás.

Siguiendo la vieja tradición española -también americana- el hijo, y por supuesto


también el adulto, llevan el apellido del padre y el de la madre. La madre de Francisco
López Guerrero es una Guerrero de soltera, mientras su padre se llama López. En los
EE.UU. el apellido de la madre está en primer lugar, en México el del padre, pero puede
darse que ocupe el segundo. Esta antigua costumbre española impide adjudicarle al niño
de por vida un nacimiento ilegítimo. En México el niño, sin importar que haya nacido
de un matrimonio legal o natural tiene siempre el derecho de usar el apellido del padre.
Sólo si el padre niega este derecho al niño ante un juzgado y se le da la razón, el niño
queda privado de la posibilidad de añadir el apellido del padre a su nombre. Como en
México la mujer casada legal o naturalmente, conserva siempre su propio nombre, al
que añade el del marido, no se puede saber si su matrimonio es legal o natural. Mientras
no se trate de una cuestión judicial, donde la cuestión personal es de extraordinaria
importancia, la mujer tiene en la vida privada siempre la posibilidad de agregar a su
nombre el del marido natural. Una mujer que viven en comunidad marital con su
esposo, es siempre una señora (N.d.T.:en español con grafía alemana en el original:
"Senjora"). Aun delante de la policía puede llamarse señora del señor Guerrero -o como
quiera llamarse su marido- sin que por eso esté cometiendo falsificación de documento.
Sólo tiene que responder correctamente a la pregunta si está casada legalmente o no, en
los casos en que esta cuestión tenga importancia. Son antiguos usos y costumbres
indias, los que aquí influyen.
En las estadísticas oficiales se indica siempre expresamente la cantidad de hombres
solteros, la cantidad de mujeres solteras, la cantidad de parejas casadas legalmente y la
cantidad de los que viven en unión natural. Ambos grupos, las uniones legales y
aquéllas naturales se consideran matrimonios y se denominan familias en las
estadísticas del gobierno.
La diferencia entre matrimonio legal y natural es meramente de naturaleza jurídica. Los
hijos de matrimonio natural tienen derecho de heredar de su padre y de su madre, pero
no de sus abuelos o de otros parientes, en caso de que haya otros herederos legales. El
padre tiene la obligación legal, como también en otras partes, de mantener a sus hijos,
sin importar que éstos provengan de un matrimonio legal o natural. Calificar de inmoral
o de concubina a una mujer en México o en EE.UU., sólo porque vive en unión natural
con un hombre, es un ofensa pesada y punible. Y este hecho no se puede aducir ni
siquiera cuando durante una causa se quisiera disminuir el valor del testimonio de una
mujer. Porque también en EE.UU. hay una forma de matrimonio natural, el así llamado
"marriage by common law."
Los americanos que no pueden ir a París, hacen amplio uso de las simples y sencillas
posibilidades de contraer matrimonio y de divorciarse que hay en México.
Para juzgar la moralidad de un pueblo extranjero, no se pueden trasladar así nomás, sin
pensar, las costumbres y las consideraciones morales de otros países. La moralidad de
una persona y de todo un pueblo no se basan en las formas externas.
Entre los indios no existe la fiesta de casamiento. Es posible que otras naciones indias
festejen estas ocasiones. Aquí entre los tzotziles, ni bien el precio ha sido pagado y el
padre ha reconocido que el precio es justo, el matrimonio queda sellado y la ceremonia
terminada. La novia toma sus cosas, que puede llevarse fácilmente en un saco, dice
adiós a padres y hermanos y abandona la casa paterna con su joven esposo. En casos en
que los padres de la novia vivan solos, no tengan otros hijos y sean bastante ancianos,
puede suceder que la joven pareja se quede a vivir en la casa de los padres. Pero por
regla general la pareja vive en casa de los padres del marido. Si allí la familia es grande,
y sobre todo si hay otros hijos mayores, entonces el joven marido se queda sólo el
tiempo necesario hasta obtener la tierra comunal que le corresponde a la joven familia y
construye enseguida una casa propia, a la cual va a vivir con su mujer apenas la termina.
En nuestra vida las cuestiones de amor, el casamiento y el matrimonio son tan
importantes que llenan casi toda nuestra literatura. A juzgar por nuestro arte y nuestra
literatura se tiene la impresión de que no tuviéramos otro interés en la vida que
enamorarnos, casarnos y después complicarnos tanto la vida en y por el matrimonio,
que ni nosotros mismos entendemos ya nuestra vida ni nuestros sentimientos.
Todas estas complicaciones que nos dificultan la vida, son completamente ajenas al
indio. Si le contáramos de nuestras preocupaciones y amarguras durante nuestra vida
matrimonial, del ir y venir de los sentimientos, de las disputas y peleas y del querer
tener razón, de la lucha por determinar quién manda en la casa y quién no, si le
contáramos todo esto a un indio, no nos podría entender. Nos consideraría unos locos de
remate que se arruinan solos la vida.
Para él la vida amorosa termina una vez que consigue mujer. En su matrimonio no
entran complicaciones de ningún tipo. Ambos han elegido y se conforman. Ni él ni ella
apetecen a otro. Ni se les ocurre la posibilidad de haber elegido mal. Por eso no se
arrepienten de haberse casado. Ambos están satisfechos de tener al otro; y el único
deseo que tienen, es el de formar una familia, mantenerla y encontrar la felicidad en
ella. Un conmovedor compañerismo pasa a ocupar el lugar del amor entre el hombre y
la mujer, un compañerismo que nada puede quebrar y que sólo se termina, cuando no se
cumple el objetivo de su unión.
Ni en el amor ni en el matrimonio el hombre y la mujer se besan. Para ellos el beso es
sucio, por no decir antiestético. Es contrario a su sensibilidad cultural. Cuando quieren
manifestarse mutuamente la ternura, se tocan las mejillas y se acarician mejilla contra
mejilla.
Sería erróneo creer que las mujeres son compradas por sus hombres, cual esclavas o
ganado. El precio de compra es una especie de reconocimiento para el padre que ha
alimentado y educado a esta hija, es un reconocimiento de que es su hija, ya que no hay
certificados de nacimiento. Y el pago del precio es la ceremonia del casamiento -¿qué
otro modo tendría sino el indio de demostrar que está legalmente casado con su mujer?
Si el hombre tuviera que comprar verdaderamente a su mujer, el precio sería mucho más
alto; porque como trabajadora y compañera en el hogar la muchacha vale mucho más
para su padre, de lo que el joven paga. Entre nosotros hay mujeres y, muchas veces
también hombres, que son vendidos para el casamiento en un modo desvergonzado. Y
es más descarado aún por la hipocresía con la que se quiere velar la compra. El indio no
dice nunca que compra a su mujer, sino que ofrece regalos al padre de su mujer, para
que la despedida de su hija no le duela demasiado.
Si después de un tiempo se comprueba que la mujer no es apta para el matrimonio, ya
sea porque no sabe cocinar o porque no quiere trabajar o porque es peleadora y se opone
a las reglas que su marido considere necesarias para el mantenimiento del hogar, el
hombre tiene derecho de devolverla a casa de su padre. Defectos corporales o físicos no
le dan al hombre el derecho de devolverla, porque él ya había tenido ocasión de
convencerse de la calidad de sus bellezas y lo había hecho abundantemente.
La noche de bodas a prueba es una institución por la que debemos envidiar a los indios.
¿Qué sabemos nosotros del aspecto que tiene la mujer con la que nos casamos de noche
en la cama, cuando la observamos de cerca y a la luz, y qué sabe la mujer de cómo está
hecho el hombre, cuando llega el momento de demostrar sus habilidades? El o ella
pueden presentar una deformación corporal que para el otro es intolerable o, incluso,
repugnante. El cuerpo de uno puede exhalar un olor que para el otro es una tortura. En
la fase activa uno de los dos puede fracasar hasta tal punto que el otro no alcance nunca
el placer. Y hasta puede ser que sean físicamente incompatibles y uno pueda causar
daños corporales al otro. Pero nosotros, malditos hipócritas, no nos preguntamos estas
cosas. Son cosas secundarias que se tienen que arreglar con el tiempo. Nuestras
preguntas se refieren a si todo fue decente, legal y de acuerdo con las costumbres en el
casamiento, si todos los gastos fueron pagados puntualmente, para el cura, para el ajuar,
la decoración de la casa y el banquete de boda. Lo más importante en el casamiento, lo
único de lo que se trata, no se considera. Si las personitas primero han tanteado el
terreno del otro para ver cómo venía la mano, se habla de concubinato. Y nos
asombramos de tener tantos matrimonios infelices. En realidad tenemos demasiados
felices. Este es el error que nos hace padecer.
Si una niña es devuelta a su padre, éste debe devolver todos los regalos al joven. Con la
devolución de los regalos se sanciona el divorcio. No hay pelea en esta ocasión; el padre
devuelve gustoso las cosas, porque su hija tiene mucho más valor. Otra demostración de
que la hija no fue vendida. Ningún indio aceptaría la devolución de una cabra o una
oveja vendidas tan fácil y gustosamente como acepta la devolución de su hija.
Ambos, tanto el hombre como la mujer, están nuevamente libres y pueden casarse con
otro. Pero una mujer devuelta por su marido tiene mayores dificultades para encontrar
otro hombre. El hombre que la devolvió, habrá tenido sus razones y los jóvenes actúan
con cautela con esa mujer.
Pero si la mujer tiene un hijo, los muchachos la siguen para conquistarla como mujer. El
niño le confiere mayor valor y respetabilidad.
Pero el derecho al divorcio no es unilateral. Si el joven esposo no cumple con las
espectativas que la mujer se considera con derecho a albergar, tiene derecho a
abandonarlo. Toma sus cosas y regresa a casa del padre. En este caso el padre no
necesita devolver los regalos. El divorcio se considera hecho efectivo cuando el joven
va a la casa del suegro y la mujer se niega a verlo.
En caso de maltrato, la mujer tiene derecho de abandonar a su marido y el divorcio se
realiza cuando la mujer puede demostrar que fue maltratada. No importa que tenga
muchos o pocos hijos. Cuántos más tiene, más fácil le será encontrar un hombre. Pero
el hombre abandonado por maltrato, puede andar de rodillas rogando hasta encontrar
otra mujer. Generalmente queda condenado a la soltería y esto es una cosa terrible para
un indio.
En caso de divorcio los niños quedan siempre con la madre.
En general, el indio trata muy bien a su mujer y la respeta de un modo conmovedor. La
mujer no trabaja nunca en el campo, eso es trabajo de hombres. Su campo laboral es la
casa. Se ocupa de la cocina y de la ropa. Los niños no le dan mucho trabajo, pero ella se
dedica mucho a ellos. Tiene que hilar y tejer todas las vestimentas necesarias. No
acumulan grandes riquezas en vestidos, ropa o telas. Así se ahorran el trabajo del eterno
cambiar de lugar, revisar, lavar y ordenar cosas que en veinte años no se usan nunca. En
toda la casa no hay más ropa y vestimentas que las que realmente se necesitan y una
muda. No se agrian innecesariamente la vida preocupándose por tesoros que se comen
las polillas.
Las mujeres son extraordinariamente fuertes y resistentes. Si hace falta, acompañan al
marido a la ciudad y ellas llevan la carga tal como el hombre, además de llevar al niño
de pecho. A pesar de su fuerza tenaz, a pesar de su diligente trabajo, a pesar de su
laboriosidad, no buscan comandar o dominar. Eso es cosa del hombre. Y el hombre,
aunque respete y honre realmente a su mujer, no la considera un ser sobrenatural, una
diosa, un ángel llegado del cielo, ante el cual debe arrodillarse. Ese disparate se lo deja a
otra raza. Para él es un ser natural de carne y hueso, que tiene la piel curtida. Ella tiene
habilidades de las que él carece y él tiene cualidades que la naturaleza no le dio a ella.
Justamente para compensarlas es que ha tomado mujer; sino no la necesitaría.
La familia se forma para que el indio se rodee de niños. Y para una mujer, una de las
misiones más importantes es traer niños al mundo. Una mujer que no tiene hijos y no
queda embarazada puede ser devuelta al padre por inútil. Pero puede ser que su marido
la quiera. Y si aparte de esto no encuentra ningún otro defecto en ella, le da otra
oportunidad de alcanzar en este aspecto lo que aún no ha podido. Esta oportunidad es
bastante cruel.
Una mujer que no puede tener hijos y que quiere tanto a su marido como él a ella le pide
al marido que le dé una buena paliza, suponiendo que sólo es demasiado perezosa para
parir hijos. Y el hombre le pega con todas sus fuerzas y tantas veces como su mujer se
lo pida. Parecerá extraño, pero es cierto que en la mitad de los casos esta paliza da sus
frutos. El ansiado hijo está en camino. Esta paliza no tiene nada que ver con la
superstición, cabe acotar aquí. Y la superstición de los indios, como la de todos los
pueblos primitivos, generalmente está bien fundada y se basa en ricas experiencias y
buenas observaciones de fenómenos naturales.
En muchos casos la mujer primero preparará y beberá todo tipo de brebajes, que le
habrán aconsejado las más ancianas.
Si todos estos métodos no sirven, entonces el hombre puede devolver a la mujer o
quedarse con ella, según lo que acuerden entre ellos. Pero son considerados una familia
infeliz.
Una mujer que es devuelta a la casa paterna por esta causa, tiene muchas dificultades
para conseguir otro marido. Quizás encuentre uno y puede ser que con éste consiga lo
que no con el primero, mientras quizás su ex esposo llegue a su meta con otra mujer.
Pero, en general, uno de los dos se queda atrás, como socio incapaz, a veces el hombre,
a veces la mujer. Su vida es digna de compasión. Viven con parientes y no llevan nunca
una vida propia y autónoma. En muchos casos abandonan a su tribu y van a una ciudad
mexicana, donde la muchacha trabajará de mucama, el hombre de mulero o changador.
Los indios son muy fecundos. No es raro que una mujer traiga cuarenta hijos al mundo;
veinticinco son lo habitual. Yo encontré una bisabuela de treinta y nueve años que
seguía pariendo un hijo cada año y daba la impresión de poder seguir haciéndolo por
otros veinte años más.
Pero la mortalidad infantil es monstruosa. De diez niños mueren siete a ocho, antes de
alcanzar la edad de siete años. Si alcanzaron esta edad, florecen como jóvenes
manzanos y ya no hay nada que los destruya. El gobierno actual trabaja duramente para
resolver este problema. Es de suponer que dentro de diez años la mortalidad infantil
habrá disminuido en por lo menos un treinta por ciento, si la obra emprendida por el
gobierno procede como hasta ahora. Y entonces se acercará el tiempo en que México no
necesitará ya inmigrantes de Europa para llenar el país. Porque en este país, grande y
rico, en el cual podrían vivir fácilmente cien millones de personas, hoy apenas viven
quince millones.
Los niños se alimentan exclusivamente con leche materna. Suelen verse niños de seis
años tomando el pecho, especialmente en aquellos casos en que los hijos sucesivos
hayan muerto pequeños y la madre no sepa qué hacer con el alimento sobrante. Así que
no es la alimentación la causa de la mortalidad infantil, sino una serie de otras razones.
Algunos problemas ya se crean durante el parto, porque las mujeres frecuentemente
paren sin asistencia. Y aunque tengan asistencia no cambia mucho, porque los
fundamentos de la higiene se desconocen. La causa principal de la mortalidad infantil en
todo el mundo, es que cada mujer cree que por el solo hecho de parir un niño, ya sabe
todo lo necesario sobre puericultura. Esto no es cierto. Cuidar un niño es algo que se
debe aprender así o mejor de cómo se aprende a cuidar correctamente a un adulto
enfermo. No habría que asombrarse de la mortalidad infantil, sino que siquiera haya
niños sobrevivientes. En realidad, es pura casualidad si un niño llega a grande y es sano.
Y los indios, a pesar de su enorme fecundidad, deben su supervivencia como raza
particularmente a la casualidad y a su resistencia.
No he visto nunca un lisiado entre los indios, así como no he visto nunca a un anciano o
a una anciana, que ya no pudieran bastarse a sí mismos. Hay docenas de hombres y
mujeres que llegan a más de cien, hasta a ciento treinta años. Pero hacen su trabajo
como cualquier otro del pueblo. Nunca pude enterarme adónde es que van a parar
cuando, de repente, la debilidad les impide mantenerse. Un buen día no están más.
La ceguera que es muy frecuente en México, generalmente es causada por descuidos
durante el parto. Que los indios de tanto en tanto den a luz lisiados lo veo por los indios
lisiados que se ven deambulando como mendigos por las calles de las ciudades
mexicanas. Pero en las comunidades indias no hay lisiados. Desaparecen. Nadie sabe si
nacieron y cuando nacieron, nadie se entera adónde van. El gobierno no se mete; ¿y qué
podría hacer con los lisiados? Ya le basta con los que hay en las ciudades mexicanas
que le crean grandes dificultades. Finalmente es también mejor para el lisiado, si no
llega a tomar conciencia de su propia vida. Igual que un niño nacido muerto,
simplemente no tuvo suerte al llegar al mundo.
Los padres tratan muy bien a los niños, nosotros diríamos que los malcrían. Y como son
bien tratados, se los ve siempre alegres. Se los ve siempre riendo, charlando excitados y
jugando alegremente. Las niñas son serias por naturaleza, se ven alegres sólo cuando no
se sienten observadas.
Los niños que aún no caminan, son llevados por sus madres en la espalda en un sarape.
Las puntas de la manta se anudan sobre el pecho. En muchos casos la madre lleva al
niño durante todo el día de ese modo, aun mientras hace su trabajo. En las ciudades
mexicanas de Chiapas, he visto jóvenes indias que trabajaban como mucamas en los
hoteles y que llevaban a sus hijos durante todo el tiempo en la espalda, sin dejarlos un
minuto.
Las mujeres que llevan una pesada carga en la espalda a la ciudad para venderla, no por
eso dejan de llevar también al hijo. En este caso, llevan al niño adelante y anudan el
sarape en la espalda. El nudo sirve para sostener la carga en la espalda. De esta manera,
la carga apoyada en el nudo impide que el niño se deslice hacia abajo cuando la madre
camina agachada.
El bebé es el tesoro más grande de la madre. A pesar de que la madre mima y acaricia al
pequeño cada vez que se le acerca, no besa ni al lactante ni a los otros niños. También
aquí se desconoce el beso. Lleva un cierto tiempo antes de que los indios que viven
entre mexicanos, se acostumbren a besar a los niños. Y para que los adultos se besen
tiene que pasar aún más tiempo.
Mientras los niños son pequeños no se los obliga a trabajar. Pueden hacer lo que
quieran. Pero no hay niño tan ansioso por trabajar como lo es el niño indio. El peor
castigo para un niño indio es que el padre prohiba al varón que le ayude en el campo o
que la madre prohiba a la niña que le ayude a cocinar o a cuidar al hermanito. Los
juguetes de los indiecitos tienen que ver con esta ansia que tienen de ser útiles. Los
juguetes son fabricados en forma casera en muchos poblados de México. Todos, sin
excepción, son objetos que reproducen en miniatura los que los adultos utilizan durante
el trabajo en el campo o en la casa. Frecuentemente están hechos con un cuidado y una
precisión que conmueven e imitan los objetos de uso reales en un modo que a nosotros
nos resulta raro, porque no podemos entender por qué se esfuerzan tanto en hacer los
juguetes con tanto esmero.
Una vez pregunté a un indio, que hacía vasijas pequeñas para niños, por qué ponía tanta
atención en pintar tan cuidadosamente con guirnaldas de flores los platitos. El me dijo:"
para que el niño se alegre."
Y de hecho, es así que estos fabricantes de juguetes no piensan tanto en el negocio -pues
en el mismo tiempo podrían hacer objetos más grandes que se pueden vender a mayor
precio- sino que piensan en la alegría de los niños.
Este inmenso amor por los pequeños lleva frecuentemente al robo de niños y una buena
parte del trabajo de la policía consiste en devolver a los padres los niños robados. En
numerosos casos los niños no quieren volver a lo de sus padres, porque prefieren
quedarse con los indios que los tratan mejor que sus padres legítimos. Generalmente se
roban los hijos de familias mexicanas.
Cuando la mujer siente que se está acercando el momento del parto, esparce todas las
mañanas las cenizas del hogar en el suelo y las desparrama un poco. Con un trocito de
madera dibuja el contorno de algún animal, quizás una lagartija, un león, un sapo, un
ciervo, un tigre, un coyote, una víbora, un águila, un buitre, en fin de cualquier animal
que se le ocurra en ese momento o con el que haya soñado la noche anterior. Hecho
esto, tira las cenizas y va a sus tareas domésticas..
La idea del animal permanece viva en su imaginación durante todo el día, hasta que a la
mañana siguiente dibuja otro animal.
Cuando el niño llega al mundo está emparentado espiritual y corporalmente con el
animal que su madre ha dibujado por último en las cenizas. Esta identificación con un
determinado animal permanece durante toda la vida del hombre o de la mujer. Puede
influenciar ciertas acciones del indio, que nos pueden parecer incomprensibles si uno no
conoce esa identidad animal. Está siempre viva en su inconsciente. Hay una semejanza
con la idea de la peregrinación de las almas, tal como existía entre los antiguos egipcios
y como existe ahora todavía en la India oriental.
Esta identidad se manifiesta en distintas formas y acciones. Aquí quiero citar solamente
algunas. Si el animal con el cual el indio está emparentado espiritualmente sufre, el
indio sufre también. Si su animal es matado, el indio lo siente, se vuelve intranquilo y
hasta puede enfermarse. Un indio enfermo no dirá tanto: "¡Yo estoy enfermo!", sino
más bien:"¡El alma de mi animal está enferma y sufre!" Quien no conoce la identidad
animal, pensará naturalmente que el indio está hablando que la parte animal de su
cuerpo, la parte física, está enferma. Por esta razón los indios son, en general, muy
buenos con los animales , porque si tratan mal a un animal, podrían estar haciendo daño
a su amigo, a su hermano o a su madre, que sienten la crueldad que se está cometiendo
con ese animal.
El indio no le cuenta a nadie, quizás sólo al amigo más íntimo, como demostración de
sincera amistad, cuál es el animal de su alma. Porque si uno conoce el animal de otro, le
puede ocasionar muchos sinsabores. Si el enemigo del indio mata a su animal con la
idea de hacer mal al hombre, entonces el hombre emparentado con ese animal, se
enfermará gravemente o se sentirá tan inquieto que cometerá tonterías, por las que hará
daño a su persona o a su casa. Para evitar todo esto la madre le cuenta al hijo recién
cuando llega a adulto, cuál es el animal con el cual está emparentado espiritualmente.
Entre los indios huixtanes se cuenta una historia que es más o menos así: un indio de
esta tribu estaba cuidando las ovejas. Era ya bastante tarde y las ovejas se encontraban
dentro del recinto. De golpe se despertó, porque escuchó que las ovejas se agitaban
mucho. Observando bien, vio que un joven puma había trepado por el recinto y estaba
por saltar encima a las ovejas. El pastor arrojó su machete contra el león hiriéndolo
gravemente en el flanco. Pero pudo escapar. En ese mismo momento sucedió que en un
pueblo cercano una mujer comenzó a gritar horriblemente exclamando:"Me han herido
con un machete en la cadera." Así, todas las personas del pueblo supieron que su animal
era el león, pero sus enemigos no tuvieron muchas ocasiones de hacerle daño, porque
los leones sólo se acercan raramente a los pueblos.

13

Los indios tzotziles saludan de un modo que se diferencia del de otros indios. Si el indio
quiere saludar a alguien a quien respeta, se quita el sombrero, se acerca mucho e inclina
un poco la cabeza. El saludado, debe tocar con la mano abierta la cabeza en la parte más
alta. Una vez hecho esto, el indio alza la cabeza y se pone el sombrero. Puede darse que
tome la mano de quien ha saludado y la lleve una segunda vez con su propia mano a su
cabeza.
Ciertos viajeros supusieron que éste fuera un antiguo saludo indio. Pero yo creo que es
un error. El saludo es seguramente antiguo, pero no es indio. Según mi opinión surgió
del hecho de que los indios cuando encontraban a un sacerdote o a un monje se quitaban
el sombrero y se acercaban para recibir la bendición. Poco a poco el saludo se transfirió
a todos los blancos, religiosos o no, porque todos los blancos pasaban por personas de
respeto ante ellos, y quizás porque los blancos gozaban de mejores relaciones con el
dios blanco que los indios. Hoy el indio saluda en esta forma no sólo al blanco que
quiere honrar, sino también al cacique y a su padre. No creo que este saludo sea indio
porque no veo la respuesta, y porque este saludo ni siquiera espera, es más, no permite
un saludo de respuesta.
En general el indio saluda con un breve "¡adiós, señor!" (N.d.T.: en español con grafía
alemana "Senjor" en el original), cuando saluda a un blanco. Adiós es español y
significa en realidad despedida. Pero en México surgió la costumbre de saludarse
también con adiós cuando uno se encuentra sin querer detenerse, y tiene que seguir
camino. Quiere decir algo así como "buen día, pero no tengo tiempo para conversar
ahora, así que al mismo tiempo, adiós." Pero si uno quiere que el saludado se detenga,
porque uno tiene algo que decirle, entonces se hace el saludo habitual. Estas diferencias
el indio naturalmente no las hace, sino que dice simplemente "adiós" y está contento si
uno lo deja seguir tranquilamente su camino.
Yo puedo decir que en la ciudad india de Chamula fui siempre saludado con el saludo
de máxima consideración, una vez con tal efusión que necesité casi una media hora para
pasar por todos. Pero no quiero despertar la falsa impresión de ser una persona tan
importante. El motivo era probablemente que yo era el blanco más conocido en
Chamula, porque en el curso de siete semanas había repartido algunos miles de
cigarrillos y cantidades incalculables de caramelos a los niños.
No hay que tener aversión a tocar tantas cabezas. Primeramente los indios allí se lavan
la cabeza tan bien y con tanta frecuencia que pueden competir perfectamente con una
cabeza lavada con champú y en segundo lugar los indios tzotziles se vendan la cabeza
con un pañuelo de algodón blanco limpísimo. Este chal de cabeza se parece mucho a un
turbante, sólo que se ajusta más a la cabeza. El sombrero se lleva sobre el turbante.
Hasta donde pude saber los indios en Chiapas no tienen música propia. Pero cantan. Lo
que escuché de sus cantos es bastante monótono. Pero en dicha monotonía muchas
veces hay mucho ritmo y una melodía que nosotros no llegamos a captar. Por eso no
quisiera juzgar su canto con la escala de valores de nuestra música. Los indios del
estado vecino de Oaxaca tienen hermosas canciones antiguas. Un compositor mexicano
moderno ha escrito buena música mexicana, que causó impresión y que en EE.UU. y
casi en todas partes encontró gran éxito como música original mexicana. Hace poco se
demostró que el compositor no había compuesto nada por sí mismo, sino que
simplemente estaba refrescando viejas canciones de los indios de Oaxaca. De todas
formas lo ha hecho con tanto arte que las canciones adquieren mayor valor musical,
especialmente si las escuchamos nosotros, acostumbrados a la música europea.
Chiapas posee un instrumento musical, que sólo existe allí y sólo allí se toca en forma
acabada, la marimba. Es una especie de xilófono, pero por medio de pífanos de distinto
largo y grosor se producen sonidos que resuenan por mucho tiempo, que producen una
música muy extraña, que no se puede comparar con ningún otro tipo de música. Uno
cree escuchar todos los instrumentos y, sin embargo, escuchando atentamente no es
ninguno de ellos. La sonoridad es tal como si estuviera entre el piano y un órgano
pequeño. Con este instrumento se puede ejecutar toda ópera y toda canción callejera. El
instrumento puede tener el sonido suave de un arpa, o el de una flauta o de un clarinete.
Se puede acompañar con cantos y danzas. Lo tocan entre cuatro a seis hombres, que
tienen que estar bien ensayados. Los listones se percuten con un palito muy delgado, en
cuyo extremo hay una pequeña bola de goma dura, con la que también se golpea.
Muchas veces se afirma que la marimba es un instrumento indio; o que es una
imitación. Pero hoy se tiene por cierto que en sus orígenes era un instrumento musical
de los negros, ya sea inventado por ellos mismos o resultado de la imitación y
perfeccionamiento de un xilófono. Y como en los tiempos de la colonia había muchos
negros en Chiapas, llegó con ellos al estado para quedarse. Quizás allí el instrumento
solamente haya sido perfeccionado hasta llegar a su forma actual. En otros estados no se
lo conoce, salvo que tocadores de marimba de Chiapas se lo lleven de viaje.
Los instrumentos de los indios son imitaciones de instrumentos musicales europeos. Por
su tosca factura, despiertan la impresión de ser instrumentos primitivos. Pero no lo son.
Hay que tener cuidado para no dejarse confundir por las formas toscas. Los indios ven
un instrumento en una vidriera, ven a alguien tocándolo y ya son capaces de imitarlo tan
bien, que lo pueden hacer sonar. El indio que no viene nunca a la ciudad, lo ve sólo en
su tosca imitación y así es que poco a poco se va conformando un instrumento que nos
resulta extraño. Pero su forma primitiva sigue siendo europea y ésta se puede demostrar
en todos los instrumentos que he visto.
Por supuesto que en algunas naciones más al norte de Chiapas como en otros estados de
México usan todavía sus antiquísimos instrumentos de música, en especial los tambores
de madera y las flautas.
Algo semejante sucede con las danzas. Las danzas son mexicanas o españolas. Como la
postura de todo el cuerpo, todos los gestos y movimientos del indio se diferencian de las
del mexicano, el baile del indio tendrá un aspecto completamente diferente del baile que
baila un mexicano. Y entonces uno cree ver una danza india original, cuando se trata de
una danza mexicana o española bailada con otro sentimiento. Cada vez que uno ve a
hombres y mujeres danzando juntos, es casi seguro que no se trata de una auténtica
danza india; porque entre los indios, hombres y mujeres bailan separados, es decir, los
hombres entre ellos y las mujeres entre ellas. Si bailan juntos, es que la danza tiene
influencia europea. Quizás haya excepciones, pero hoy, después de cuatrocientos años
de presencia blanca en el continente es difícil averiguar cuándo y por qué vía llegó la
influencia. De todas formas no corresponde a la naturaleza del indio que el hombre baile
con la mujer.
Si aquí se hace una diferencia entre danzas españolas y mexicanas, se debe remarcar
expresamente que el pueblo mexicano tiene numerosas danzas -entre ellas, el jarabe-
que son desconocidas en España. Estas danzas mexicanas, tal como la mayoría de sus
cantos, tienen sus raíces en los antiguos bailes y cantos de la población indígena. Los
cantos y danzas llegan a través de los trabajadores agrícolas indios, los peones, a los
ranchos y haciendas (N.d.T.: en español, con grafía alemana en el original: "Hazienda"),
aquí se reforman y pasan de los ranchos a las ciudades pequeñas, después a las grandes,
donde artistas mexicanos y recopiladores de canciones populares las arreglan para su
uso entre la población urbana civilizada. Claro que si un indio vuelve a sentir
casualmente estas canciones y danzas en un teatro de Ciudad de México, difícilmente
las reconocerá. Pero esto no quita que su origen sea indio.
Se danza cuando falta la lluvia y las danzas también sirven para espantar a los espíritus
que se hubieran instalado en el pueblo. Hay un particular espíritu de la tierra, que tiene
muchas formas, de manera que puede encontrarse contemporáneamente en todas partes.
En cada trozo de tierra que habita o cultiva un indio, también vive un genio de la tierra.
El indio lo respeta mucho. Por eso nunca habla mal de su tierra y de su casa, porque
teme ofender al genio. No tiene una imagen de este espíritu, es simplemente la tierra o
el alimento de la tierra. Si el indio se enferma, supone en primera instancia, que ha
ofendido en algún momento al espíritu de la tierra y que tiene que reconciliarse con él.
Con este objetivo se organiza una pequeña fiesta familiar, en la que se come y se bebe
mucho aguardiente. El enfermo tiene que empinar bien el codo, porque es más fácil
reconciliarse con el espíritu estando borracho, porque éste así se da cuenta de que uno se
esfuerza particularmente por reconciliarse. Si el indio no logra amigarse, lo que
comprueba porque el maíz no prospera, las desgracias se suceden unas a otras, mueren
muchos familiares, entonces abandona el lugar y se asienta en otro sitio.
Los indios choles, cuando padecen una prolongada sequía y necesitan lluvia con
urgencia, se dirigen a una fuente, la castigan dándole mucha sal y chile (ají picante) y
latigazos.
Si un niño se enferma, se supone primero que lo ha golpeado un mal de ojo. Si el niño
muere, se culpa a un vecino o vecina, de haber mirado mal al niño y así haberlo
devorado con el mal de ojo. De estas ocasiones pueden surgir feas rencillas, que
perturban en gran medida la paz de la tribu.
Los brujos y magos gozan todavía de una gran influencia. Pero se ganan su fama al
precio de un constante peligro de vida. Porque el brujo es considerado responsable de
toda desgracia que afecte a la tribu y si no encuentra el remedio es lapidado. Para
salvarse, debe echar la culpa a algún poder oscuro. Y es él quien fomenta la superstición
en cosas tontas, porque esto lo salva de la lapidación. Está siempre sobre ascuas. Si
quiere ser mago, tiene que ser capaz de magia, así como el cacique tiene que ser capaz
de gobernar bien, sino es destituido sin mucha vuelta y sin compasión. El indio no
necesita a nadie que haga de objeto decorativo, todos tienen que trabajar y quien quiere
ser brujo o cacique tiene que hacer tres veces más que los otros. Para eso es el hombre
importante. Existe la aristocracia aquí, pero aristócrata es quien es capaz de hacer más
que los otros. Ya era así entre los aztecas. Tenían una nobleza de sangre. Pero cada
joven noble tenía que ganarse su nobleza en la lucha. Y si dentro de un determinado
plazo no había sido capaz de realizar en batalla o en otros campos algo especial e
importante, la nobleza le era contestada. Los indios siguen conservando esta costumbre.
El hijo del cacique puede ser elegido cacique, tiene la prerrogativa. Pero si se
comprueba que no es capaz de gran cosa, que hay otros hombres en la tribu más dotados
para esa función que él, no le sirve de nada que su padre sea cacique. Ni en los tiempos
antiguos ni hoy en día son sólo los bravos guerreros o los hombres fuertes los que
constituyen la nobleza. La prudencia se considera casi más valiosa.
Cuando los españoles llegaron a México, había allí una sola república india. Todas las
tribus y naciones habían caído bajo el dominio de los aztecas y de los texcocanos. Esta
república, la república de los indios tlaxcaltecas, era gobernada por un senado, cuyo
portavoz tenía más de cien años y era completamente ciego. Pero su sabiduría le había
permitido a esta pequeña república mantener su independencia frente al potente reino
azteca. Con ayuda de estos indios, que daban la bienvenida a todo aquél que pudiera
dañar a su enemigo mortal, los aztecas, Cortés pudo conquistar México. Sin los indios
tlaxcaltecas, no hubiera sobrevivido ni un español para contar cómo había terminado el
ejército.
*
Los indios cuenta con más de trescientas hierbas, plantas y raíces distintas para ayudarse
a curar enfermedades. Muchos medicamentos son de origen animal.
Hay medicinas que ayudan a conquistar a una muchacha o a un hombre. Hay hierbas
que mejoran la sangre mala; otras que favorecen la concepción.
Hace poco me han relatado una pequeña historia sobre la sabiduría de una bruja. Porque
al lado de los brujos también hay brujas, a las que acuden especialmente las mujeres
indias. A una de estas brujas llegó un día un joven indio y preguntó a la mujer, qué tenía
que hacer para conquistar el amor de una determinada muchacha que él quería.
"¡Amala!", contestó la bruja y lo mandó de regreso.
Los indios de las zonas del norte tienen medios para neutralizar el efecto mortal de la
mordedura de la serpiente cascabel. Durante fiestas y danzas religiosas pueden hacerse
morder por varias serpientes cascabel, sin que les haga daño. Hasta ahora nadie pudo
enterarse de qué es lo que usan como antídoto.
La mordedura de la serpiente cascabel, que es muy frecuente en México, es siempre
mortal si no se encuentra en breve tiempo una asistencia competente. Si la mordedura es
en el hombro, en el cuello o en el pecho, la muerte sobreviene en cuarenta minutos al
máximo. Si la mordedura es en la mano o en el pie, la muerte llega unas tres a veinte
horas más tarde, según la cantidad de veneno.
Entre los cientos de especies de escorpiones de México hay una pequeña, amarillo
rojiza, cuya picadura lleva después de unas quince horas de tormentos espantosos a una
muerte dolorosa. Este escorpión suele encontrarse en tales cantidades en los estados de
Nayarit y Durango que los indios deben abandonar pueblos y ciudades y huir. Los niños
pequeños son los más expuestos a este peligroso reptil. El indio mordido por este
escorpión trata de apresar el animal, lo aplasta y estruja los órganos contra su herida. Se
afirma que ayuda y que los órganos absorben el veneno de la herida.
Los escorpiones grandes, ejemplares gigantes, son menos peligrosos. Su picadura duele
durante unos días, como la picadura del avispón, y después pasa.
Una vez viví mucho tiempo en una casa en la jungla, que había quedado deshabitada por
varios años. La primera tarde estaba sentado sobre un cajón, había encendido una vela y
leía. De pura casualidad había leído esa misma mañana en el diario de dos muertes
provocadas por mordeduras de escorpiones.
Por esta razón, cuando de golpe vi correr un escorpión adulto delante de mis pies por el
suelo, tuve una sensación bien singular, considerando que estaba solo y no había
vecinos en las cercanías. Pude alcanzarlo al último momento antes de que desapareciera
por una rendija de la madera. Con lo cual me sentí seguro, porque no podía imaginar
que en la casa se encontrara más de uno de estos desagradables animales. Pero cuántos
había se deduce del hecho de que en el curso de las siguientes tres semanas cacé
cincuenta de estos grandes huéspedes incómodos dentro de la casa.
Muchos los cacé vivos y los tuve vivos para observarlos, pero en cautiverio no comen y
son muy perezosos, mientras que en libertad son fervientes cazadores y son útiles
porque comen una gran cantidad de insectos dañinos. Su modo de vida es tan
interesante que en realidad me daba lástima cuando tenía que matar uno. Pero qué se le
va a hacer. Se reproducen en gran cantidad y se esconden en todas las rendijas. Uno
toma un libro y toca un escorpión que por supuesto se defiende enseguida y pica; uno
quiere levantar una silla y mete la mano en un escorpión, en la oscuridad se busca
tanteando la pared y en cambio uno encuentra un escorpión. No queda más remedio que
defender el propio pellejo. En una casa puede vivir uno solo, o el hombre o el escorpión.
También contra las mordeduras de todo tipo de animales los indios tienen hierbas, jugos
y bálsamos. Hasta qué punto llega su poder curativo, sólo se puede comprobar, si uno
tiene la posibilidad de seguir toda la evolución del caso. Pero las grandes cicatrices de
heridas, que se suelen ver en la gente, permiten suponer que son capaces de curar
heridas grandes.
No van nunca al médico. Por un lado cuesta demasiado; porque por barato que sea, no
costará menos de un peso y un peso ya es una suma considerable para un indio.
Además, dudaría de que fuera a lo de un médico mexicano, aunque éste cueste poco o
nada. Una vez llegué acompañado por un médico mexicano a un gran pueblo indio. El
médico, para lograr conocer a la gente y ver algunas enfermedades que lo interesaban, le
pidió al secretario de la municipalidad que diera a conocer en todo el pueblo que había
un médico blanco que curaría gratuitamente. El médico no quería dinero, quería sólo ver
enfermos. Naturalmente tenía la intención de aconsejar a todos qué hacer para curarse.
Esperamos tres horas, mientras veíamos todo lo que había para ver y conversábamos
con el secretario de la municipalidad y con el maestro de sus experiencias. En estas tres
horas llegaron dos personas de todo el pueblo, un mujer y una niña que querían ser
curadas por el doctor blanco y le tenían confianza. El secretario hizo de intérprete y así
la mujer dijo que le dolía el estómago y la niña que no veía bien. A la mujer el médico
le recetó aceite de ricino y pastillas para el estómago, porque ella misma confesó haber
comido demasiado. A la niña le recetó gafas, porque era miope. Dicho sea de paso, la
miopía es algo raro, hasta donde llegué a saber. Ni la mujer compró el aceite de ricino o
las pastillas, ni la niña, las gafas.¡Una niña india con gafas en la comunidad! No podría
atreverse, ni lo haría. Y el aceite de ricino, crece a la vuelta de la esquina en lindas
semillas grandes y dulces. Y las píldoras; cuando la mujer llegue a la ciudad, se le
habrán pasado los dolores de estómago. Claro que puede ser otro tipo de dolor de
estómago y entonces la mujer tendrá que morder el polvo. No va al hospital; nadie se lo
paga.
Así es que la gente se queda con sus hierbas baratas, que les ayudan con menor o mayor
fortuna desde hace mil años y en las que confían. Al doctor no le tienen confianza, no
sabe nada, porque no siente nada. Si para ver hasta quizás les abra la panza. Mejor
evitarlo.
Pero si les sobran diez centavos, suelen ir a la farmacia. Una vez presencié la compra de
un indio. No sabía una palabra de español y el boticario ni una palabra tzotzil. El indio
colocó una botellita con el cuello medio roto sobre el mostrador y pidió que se le
vertiera un poco de medicina. El boticario olió la botella para descubrir su anterior
contenido. Pero la botella no despedía ningún olor. Entonces el boticario tomó una
botella de vidrio del estante, la abrió y se la acercó al indio para que la oliera. Era
amoníaco, según pude leer en la etiqueta. Al indio se le llenaron los ojos de lágrimas al
aspirar el fuerte olor y después asintió:"Sí, sí señor, sí, sí" (N.d.T.: "Senjor", en español
con grafía alemana en el original). Entonces le llenaron su botellita de solución de
amoníaco, el indio pagó diez centavos y se marchó a casa. Qué puede haber hecho con
la solución de amoníaco, si la habrá bebido, o si con ella se friccionó el pelo o se
masajeó los pies, o si le cosió un pedazo de oreja a su perro, eso sólo los dioses pueden
saberlo.
¿Pero qué podía hacer el boticario? Si no le da nada, el hombre va a otro lugar. Así es
que le da algo que parezca cosa seria, o que, como en este caso huela fuerte, para
convencer al indio de que ha invertido bien su dinero, comprando una medicina cara por
sus diez centavos. Pero más de eso no gasta en la farmacia. Para eso todavía no está tan
civilizado como el indio del México Central que deja la mitad del sueldo en la farmacia.

14

Quizás sería interesante hablar de muchas cuestiones médicas, pero sólo quiero relatar
lo que yo mismo he visto o lo que, conociendo el país y los indios, considero probable.
En la mayoría de los casos, las medicinas de los indios no se diferencian tanto de las
que se usaban en Europa en la Edad Media y hasta principios del siglo pasado y que
prescribían los mismos médicos. No es necesario recordar que nuestra civilización
todavía es pintura bien fresca y que no tenemos ningún derecho de mirar con desprecio
y soberbia a los pueblos así llamados primitivos, de ridiculizar sus usos y costumbres,
de criticarlos o de asquearnos. Si hasta los reyes europeos recién llevan trescientos años
comiendo con tenedor, si hasta inicios del siglo diecisiete aun en las más refinadas
cortes europeas la carne se llevaba con los dedos a la boca. El pañuelo de cartera es
todavía más joven e incluso la señora reina se limpiaba los mocos en tiempos de María
Teresa como hoy ni siquiera una regatona del mercado se permitiría de hacerlo. La
música que acompañaba los banquetes reales hasta la época de Luis XVI era sobre todo
la que se hacía con las partes traseras de la elegante sociedad que estaba sentada a la
mesa, y se consideraba un elogio de la buena cocina de la corte. No ejecutar tal música
se consideraba una ofensa, tal como si hoy uno dijera a su anfitrión: "La comida que nos
sirvió hoy era comida de perro." Por eso hacemos bien en no considerarnos en ningún
modo superiores a los pueblos primitivos. Si quisiéramos comparar nuestra moral
privada o pública o incluso, la moral de nuestro Estado, de nuestra política y de nuestra
jurisprudencia con la moral que reina entre los pueblos primitivos, somos seguramente
nosotros los que tendríamos que sentir vergüenza. Se hacen muchas cosas tontas entre
los pueblos primitivos, generalmente por superstición. Pero no hace tanto tiempo,
nosotros quemábamos a las brujas y todavía hoy se enseña seriamente en muchas
iglesias y escuelas a creer en el diablo. Aunque los pueblos primitivos cometan tonterías
por superstición y tal vez condenen a muerte a personas por motivos supersticiosos, se
desconocen las condenas o maldades por pura codicia o interés. Los crímenes
personales o las guerras entre las distintas tribus, tienen siempre causas puramente
humanas. Porque odio y amor, inclinación y aversión se manifiestan aquí con mayor
fuerza que entre los hombres que se llaman hipócritamente civilizados, que han
aprendido a no manifestar sus sentimientos para no ser obstaculizados en los negocios.
Por eso es que si los EE.UU. temen perder el dinero prestado, no dicen que hacen guerra
para ayudar a los estados deudores y para meter unos cuantos miles de millones en los
bolsillos de los proveedores de acero y armamentos, sino que dicen que hacen guerra
para liberar a los pueblos sojuzgados y traer a todos los seres humanos la verdadera
democracia. Si el negocio va bien, les da lo mismo que los pueblos que ya antes tenían
la democracia, ahora se encuentren bajo una dictadura ultrarreaccionaria o que
consoliden aún más un sistema monárquico. Sólo cuando la dictadura es desfavorable al
capitalismo, hablan de democracia.
Y una moral así es la que los pueblos civilizados consideran la moral correcta, noble y
buena, para cuyo triunfo se reza en las iglesias, a cuyas tropas enviadas a asesinar a sus
hermanos, se las ahuma con incienso con la bendición de dios y se las salpica con agua
bendita. No es posible hacer entender a los indios esta moral. Pero si un día la llegaran a
entender y comprender y quizás la imiten, los consideraremos civilizados, les podremos
vender nuestras máquinas, nuestros autos, nuestros aparatos de radio, nuestras
aspiradoras de vacío eléctricas, nuestras planchas automáticas y nuestros broches para
regular la forma de la nariz con tornillos de tope intercambiables. Entonces habremos
conquistado un nuevo mercado, habremos acercado un pueblo salvaje a las bendiciones
de la civilización, quitándole su particularidad y metiéndolo en nuestro uniforme.
Entonces le habremos abierto el camino a una gloriosa democracia. A una democracia
que no libera ni alivia a ningún oprimido, a una democracia que simplemente, en el
estado actual del sistema económico, asegura mejores negocios que una monarquía.
Porque de ninguna manera nos molesta una dictadura si nos promete mejores negocios
que la democracia.
Semejantes idas y vueltas de nuestras concepciones morales y de nuestras opiniones
sobre el mejor sistema de gobierno naturalmente nos hacen muy difícil comprender las
acciones y las ideas de los pueblos que llamamos primitivos. Las primitivas naciones
indias que conocí, no tenían formas de gobierno, tenían sólo formas de administración.
Ningún jefe ni cacique es regente o soberano, no es más que un administrador. Pero
nosotros, acostumbrados a regentes y soberanos, a regentes autocráticos,
constitucionales y republicanos, no llegamos a comprender a los pueblos primitivos.
Pero obviamente nuestras condiciones de vida son básicamente diferentes de las de los
indios. Nosotros nos basamos en la socialidad, aunque no en la solidaridad. Nosotros
somos especialistas. Uno hace las botas que calzamos; otro hace el pan; otro cose los
vestidos. Aquél que hace el pan, no sabe hacerse las botas, tendría que ir descalzo o
vendarse los pies con trapos si no hubiera un zapatero.
Supongamos que el hombre más sabio de nuestro pueblo se encuentre de golpe en
medio de una población primitiva. A pesar de que conoce todo lo que se hace en nuestra
civilización, se encuentra perdido. Quizás observa con qué esfuerzo el indio enciende el
fuego y le cuenta que nosotros lo hacemos fácilmente con una cerilla. "¡Por favor,
hazme una cerilla así!" le dirá el indio. Pero el joven no sabrá qué hacer, no tiene idea
de cómo se hace una cerilla."Nosotros hablamos por teléfono", dirá el blanco. "Bien,
hazme un teléfono así." El hombre civilizado sabe básicamente cómo está compuesto el
teléfono, pero no es capaz de fabricar el vidrio para la batería y no sabe qué aspecto
tiene el mineral del cuál podría extraer el hierro por fundición, el hierro que necesita
para la barra que debe ser magnetizada y desmagnetizada, para hacer vibrar la
membrana que él tampoco sabe hacer. El hombre aquí perdido, quizás sea en su patria el
ingeniero naval más hábil, que gana medio millón de dólares al año. Aquí se muere de
hambre, porque no podría ganarse la vida ni siquiera como herrero; porque aun si
supiera cómo se produce hierro de modo primitivo, necesita herramientas, cuya
fabricación le llevaría meses en esas condiciones primitivas.
Como entre los indios la vida transcurre con mayor simplicidad, las condiciones para
que sucedan las acciones que nosotros llamamos crímenes son bastante raras. El deseo
de tener algo que posee otro, es raro. Pero no quizás tanto por razones morales de
cualquier tipo, sino por el hecho de que cualquiera puede tener lo que tiene otro,
haciéndoselo él mismo; porque el otro también lo ha fabricado por sí mismo.
Se podría tratar sólo de cosas que no sabe hacer. Pero aquí en muchos casos interviene
como obstáculo un temor supersticioso. El indio incontaminado, que aún vive en su
comunidad, no roba un cuchillo que ve abandonado sobre la mesa en la casa de un
blanco, adonde va a ofrecer sus productos y que el ama de casa deja por un momento
para ir a buscar el monedero. Tampoco roba otras cosas, cuya utilidad o valor no puede
conocer. Pero para nosotros es difícil comprobar si no roba las cosas porque no tiene la
inclinación a robar. No tendría sentido preguntárselo, porque él no sabría qué es lo que
queremos saber. Puede ser que no robe porque crea que el cuchillo y el hacha están
embrujados. Y quizás lo crea, porque el cuchillo está abandonado allí abiertamente e
invitante. Si no estuviera embrujado y si no pudiera ser dañino no estaría allí
abandonado, porque su propietario lo escondería.
¿Cómo hacer para saber si no roba el cuchillo por motivos morales o por temor
supersticioso? Probablemente ni le viene en mente tomar el cuchillo, porque no siente la
necesidad de hacerlo. Sin embargo se le atribuyen al hombre primitivo nuestros
conceptos morales. Se dice que roba cuando él toma un cuchillo abandonado que él cree
sin propietario y que considera que es su derecho o su obligación tomar. En las colonias
de europeos civilizados, los aborígenes eran flagelados brutalmente cuando recogían
viejas latas de conservas abandonadas y las llevaban a casa. Se los castigaba con la
intención de enseñarles lo que es robar. Estos colonizadores civilizados de determinados
estados europeos se asombraban de que los aborígenes empezaran a robar, ya no viejas
latas de conservas sino objetos valiosos, que nunca hubieran pensado robar antes.
Prohibiendo y castigando el robo es que los hombres primitivos llegaron a concebir la
idea, llegaron a tener conciencia de la existencia del robo y que uno podía llegar a
poseer las cosas sin necesidad de fabricarlas. Tras poco tiempo, los indios comenzaron a
considerar la flagelación, las cadenas y el trabajo forzado como el pago por las cosas
robadas. Los astutos civilizadores, sin embargo, creían y siguen creyendo haber
enseñado a los aborígenes el sentimiento de justicia y la conciencia de lo mío y lo tuyo.
Pero una tal conciencia no puede ser impuesta al hombre primitivo. Debe desarrollarse
durante generaciones y tiene que tener premisas morales y sobre todo económicas.
Llevar el código penal alemán a una comunidad india es tan astuto como vender
máquinas de hacer hielo a los esquimales. Pero de hecho ambas cosas se intentan una y
otra vez.
Los lacandones y probablemente también otras naciones usan venenos peligrosos. Los
lacandones tienen un veneno muy fácil de conseguir y que es siempre mortal cuando
penetra por una herida provocada por la punta de una flecha o por una puñalada. Ningún
médico puede hacer nada. Algunos de estos venenos actúan lentamente, otros al
instante. Aparentemente, aquéllos de efecto lento se acompañan de hermosos sueños.
Pero como no conozco a nadie que lo haya experimentado y yo mismo no lo probé, no
quiero decir más nada. Quizás la muerte siempre venga acompañada por sueños
hermosos; pero esto tampoco lo sabemos a ciencia cierta.
El indio que quiere sacarse de encima a un conciudadano odiado, no va y lo mata a
golpes. Puede ser naturalmente que también eso ocurra cuando el hombre está tan
furioso, que sólo considera útil el camino más corto y eficaz. Estos hechos no llegan a
conocimiento del gobierno. Se juzgan y condenan en el seno de la tribu.
En general el indio no se anima al asesinato directo, no sé si por razones morales o por
superstición. Y como no se puede penetrar en su mundo de sentimientos, como por otra
parte no se puede penetrar en los sentimientos de ninguna persona, no hay forma de
saber exactamente, por qué el indio evita el asesinato directo. Personalmente soy de la
opinión que en todas partes el asesinato se comete sólo por dos razones, por temor y por
estupidez. La legítima defensa cae en el campo del temor; rabia, furia, acción impulsiva
caen en el campo de la estupidez, a veces también en el del temor. Venganza, codicia y
celos también entran en el campo de la estupidez.
Pero toda persona teme asesinar a otro ser humano. Este temor se basa generalmente en
la superstición y en el miedo de las consecuencias que pueden ser sólo de naturaleza
espiritual. Entre los seres primitivos el temor al asesinato descansa siempre y solo en la
superstición. El muerto puede vengarse como espíritu maligno.
Por todas estas razones y quizás por las razones, que nosotros no conocemos ni
podemos adivinar, el indio que no puede eliminar a su contrincante en una lucha abierta
y sincera, toma otro camino para sacárselo de encima. Va a lo del brujo y con su ayuda
intenta matar a su odiado compañero de tribu con discursos, rezos o cantos, es decir,
cometer un crimen telepático. Se afirma que el destinatario siente que lo están cantando
a muerte; empieza a sentirse incómodo, quizás se enferme y puede ser que muera. Hay
que tener en cuenta que los hombres primitivos son mucho más sensitivos que los
civilizados. Nuestra raza todavía conserva bastante sensibilidad como para que los rezos
sean escuchados. Pero se comete el error de conectar estas plegarias que se cumplen con
un dios personal. Pero estos rezos eficaces no tienen nada que ver con un dios, por el
contrario, más bien con la psicología, de la que hasta el día de hoy no conocemos ni los
principios más simples, por lo cual los charlatanes hacen excelentes negocios en las
áreas marginales de la psicología. Los hombres primitivos saben usar los procesos
psicológicos con mucha mayor habilidad que nosotros. Si nosotros no mezcláramos
tanto la psicología con la religión, podríamos, con nuestra inteligencia mucho más
desarrollada, lograr mucho más en este ámbito que los primitivos, que cometen un error
semejante mezclando todo con la creencia en los espíritus. Ya sólo lo que se ve y lo que
yo he vivido entre los indios en Chiapas es bastante asombroso. Ven y sienten venir a
alguien a distancias increíbles; si esta persona pertenece a la familia, cónyuge, padre o
hijo o madre saben indicar con gran exactitud, si el que viene está alegre o enojado, si
viene en compañía de un conocido o de un amigo, si es un hombre o una mujer y otras
cosas semejantes. Yo mismo experimenté esta capacidad de determinar exactamente la
gente que se acercaba. Algunos hombres, que merecen mi confianza, me dijeron que los
indios pueden hablar con los miembros de su familia a grandes distancias. Con esto no
se quiere decir que conversan, sino que pueden llamar a un miembro ausente de la
familia con el pensamiento, decirle que regrese pronto o que vaya a buscar a alguien o
que resuelva un negocio importante en un determinado sentido. Estas informaciones
frecuentemente no son exactas, pero cuanto mejor se conozcan quienes se hablan,
cuánto más íntima sea la amistad o el parentesco, con tanto mayor exactitud se trasmiten
las informaciones. De este escuchar y hablar a distancia surgen todo tipo de historias
misteriosas acerca de los indios, que dificultan el conocimiento de lo verdaderamente
acaecido. El indio dice que ha lanzado una exclamación al aire y que el buen genio ha
llevado el mensaje al amigo. No da otra explicación y es que seguramente no tiene otra.
Pero así como nuestros rezos sinceros no tienen nada que ver con dios, tampoco los
mensajes a distancia de los indios tienen nada que ver con magia, aunque ellos digan
que sí. Y para aumentar la eficacia de la magia llaman al brujo.
Si el canto o los discursos no sirven para matar a alguien, porque el destinatario es muy
duro de pellejo o -lo que es más probable- no es lo suficientemente sensitivo, como para
que el canto le haga efecto, se pasa a medios más contundentes. Al canto se agrega la
fumigación, es decir, expulsión de esta vida por medio del humo.
Para esta fumigación se usan ciertas hierbas, que se eligen según el carácter del que hay
que fumigar y según su resistencia. Se queman en casa del brujo o en otro lugar
espeluznante. El humo, acompañado de las fórmulas y de los cantos necesarios, llega
hasta el destinatario y lo mata. Es decir, debería matarlo, pero en general no lo hace;
porque si tales pensamientos seguramente tienen efectos de naturaleza espiritual, no son
lo suficientemente fuertes como para matar, ni siquiera a los indios sensitivos. El humo
puede quizás tener efecto mortal si el hombre lo respira; pero antes de que le llegue al
hombre, se habrá diluido tanto por el camino, que no hará toser ni a un solo piojo de su
cabeza.
El brujo, tal como el cura, no hace nada gratis y perdería mucho de su fama si fumigara
mucho sin resultado. Se libera de éste hombre indirectamente. El hombre, destinado a
morir, por canto o por humo, lo siente. Si realmente es así, se puede discutir. Más bien
es que los buenos amigos le dicen que alguien lo quiere hacer desaparecer con ayuda del
canto o del humo. Generalmente conoce bien a su gente y sabe exactamente quién tiene
intención de cobrársela cara; porque el otro tampoco cierra el pico y le cuenta a todo el
pueblo, que piensa eliminar a Fulano o a Mengano. En esto no hay ninguna diferencia
entre un pueblo indio o un pueblo europeo o de los EE.UU.. Pero si a pesar de todas
estas sospechas no llegara a darse cuenta, el brujo le hace un guiño diplomático. Le
cuenta que los dioses le han dicho en sueños que hay alguien que lo quiere matar
cantando o fumigándolo, así que tenga cuidado.
Ni bien el hombre en vísperas de ser fumigado se entera que un querido congénere ha
ido a lo del brujo, sabe lo que anda pasando. Y ahora él mismo empieza a quemar
hierbas, a cuyo humo ordena, con o sin ayuda del brujo, destruir el humo del otro. Así
se desvanece el humo mortal, sin hacer mal a nadie. Si el humo de quien deseaba la
destrucción de su enemigo queda sin efecto, éste culpa al brujo de ineptitud y le exige
que le devuelva la cabra con la que le había pagado sus servicios. Entonces el brujo le
puede decir que no es culpa suya, sino que el otro anuló con otro humo el suyo y que de
ahora en más es él quien tiene que tener cuidado de no ser fumigado. Al hombre no le
queda más remedio que seguir siendo amigo del brujo, para que el otro no lo pueda
fumigar.
Pero aun cuando este cantar a muerte y esta fumigación llegaran a tener éxito, tienen sus
lados oscuros y con ellos las inhibiciones que existen en todas partes, para que los
crímenes no sean monstruosos. Sino sería demasiado fácil para los malhechores.
Si quien debe ser fumigado no se entera de las intenciones de su enemigo y así no llega
a tener ocasión de neutralizarlo con un contrahumo, tendrá que morir por medio de los
cantos y el humo. Pero es entonces que se da la compensación. En el momento de morir
el espíritu de la muerte le dice que ha sido fumigado y por quién. Y entonces intenta
rápidamente llevarse también el alma de su enemigo consigo a la muerte. Y para
asegurarse de que el alma del fumigador lo acompañe, en la hora de su muerte
comunica a sus parientes quién es. Los familiares se encargan de lo necesario si es que
el alma del enemigo no viene por las buenas. Por eso también aquí existe el famoso pelo
en la sopa; y antes de que uno fumigue o cante a muerte a su enemigo, lo piensa bien.
De hecho, sólo en casos desesperados se pasa a la fumigación.
El hombre primitivo nunca comete cosas sin sentido. Si el indio no supiera por
experiencia que detrás de todas las cosas que conoce y detrás de todas las acciones, que
le enseñaron sus padres, se esconde algún sentido, no haría ni pensaría nada de todo lo
que nosotros consideramos su superstición.
Cuando los indios, como todos los otros pueblos primitivos rezan, bailan y organizan
procesiones para rogar que llegue la lluvia, es naturalmente superstición. Sin lugar a
dudas.
Pero esta misma superstición se encuentra también en la buena o mala -según se quiera
ver- civilizadísima sociedad de los habitantes de Europa central. Cuando las sequías de
prolongan, en los pueblos y ciudades de campo de la Europa central, se organizan misas
rogativas, procesiones, durante las cuales se llevan los estandartes y las imágenes de
santos de las iglesias por los campos; se canta y se habla mucho y el sacerdote salpica
los campos con agua bendita, hace la señal de la cruz en el aire y en cada cruce de
camino se celebra un largo oficio. Es un asunto sublime, piadoso y sacro.
Si el indio hace lo mismo es una espantosa superstición. Pero ni bien deja de llamar a
sus antiguos dioses y de hacer sus propios firuletes y empieza a mendigarle al dios de
los blancos, deja de ser superstición para convertirse en cosa solemne y santa, que
recibe toda la bendición de la iglesia con la participación de todos sus dignatarios en
vestiduras de fiesta. Me gustaría encontrar al que sea capaz de explicarle estas
diferencias a los indios.
Durante sus procesiones y danzas de lluvia paganas queman grandes cantidades de pasto
seco, hojas y madera verde para reconciliarse con sus dioses. Dicen que estos enormes
fuegos se hacen para que los dioses vean que ellos se toman molestias por ellos y
cuando el humo sube les hace cosquillas en la nariz y ellos tienen que estornudar y los
ojos se les llenan de lágrimas a causa del humo de la madera verde. Y como todo esto
les molesta, mandan la lluvia para que no los sigan ahumando. Si la primera vez no hay
resultados, se intenta una segunda y una tercera. Y la lluvia llega. Y de hecho en
muchos casos llega. ¿Por qué? Los indios han aprendido a través de sus finas
observaciones de los fenómenos naturales, que una gran cantidad de humo provoca un
desplazamiento de las capas superiores del aire que, en condiciones favorables puede
atraer las nubes de lluvia. Sea como fuere esta gran ahumación de dioses es más sensata
que andar balanceando el pequeño incensario durante las procesiones católicas.
Finalmente el indio no ve otra cosa en eso que el mandar humo a los dioses. La
diferencia está en que el indio es más generoso con el humo y por eso tiene más éxito.

15

En general tenemos una opinión completamente errónea acerca de qué es lo que puede
asombrar a un hombre primitivo. Creemos, y esto es nuevamente una superstición, que
un indio que vive lejos de la civilización, se desmaya de asombro cuando ve, digamos
por primera vez, un avión que le pasa por encima de la cabeza. Esto lo conmueve diez
veces menos que a nosotros el primer dirigible que vimos deslizarse. No faltó el viajero
que se metió en buenos líos, creyendo causar una gran impresión a los indios con ciertos
aparatos. Un gramófono o una radio lo dejan bastante sin cuidado. Considera estos
objetos máquinas e instrumentos y no, como se suele creer, magia. Claro que se pueden
hacer trucos. Si uno tiene la capacidad de conversar con el indio en su idioma, uno le
puede meter en la cabeza que la voz del dios blanco sale de una caja de madera, en la
que se coloca una radio. Estos trucos baratos se pueden hacer mucho mejor y más
fácilmente con el hombre civilizado, si están bien hechos. Para nosotros mismos los
aviones, los gramófonos, las radios y las películas habladas son mucho más
maravillosas y misteriosas que para el hombre primitivo; porque conocemos las
dificultades que significa inventar y construir estas máquinas. Consideramos aún hoy la
electricidad como una cosa desconocida, porque si bien conocemos sus efectos, no
conocemos su verdadera naturaleza. Como el indio no conoce estas dificultades y
misterios y no los entiende tampoco, para él estas cosas no tienen nada de
extraordinario. Le falta la conciencia técnica que sólo se puede ir formando en el curso
de muchas generaciones. Ni bien el indio ve la máquina o el aparato ante sí, el misterio
queda completamente resuelto. Yo mismo he visto, cómo se comportaban los indios que
veían por primera vez un aeroplano sobre sus cabezas. Miraban en alto asombrados,
pero entendían enseguida que no era un pájaro monstruoso, sino una máquina. Si el
aparato hubiera bajado mucho o se hubiera caído, seguramente hubieran escapado,
como lo hacen cuando ven a un desconocido o una cosa que no conocen y que les
podría hacer daño. Cuando después de una semana otra vez zumbó un aeroplano sobre
ese pueblo, ya los aborígenes lo tomaron como una cosa por la cual no valía la pena
levantarse de la mesa.
Es posible que otras razas primitivas tengan reacciones más fuertes frente a nuestras
artes maquinísticas y técnicas. Los indios que he conocido, toman estas cosas con
mucha mayor naturalidad que nosotros.
En cambio, si un hombre, blanco o marrón, está a cuatro metros de un caballo y con un
enorme salto se sienta en la silla y sale al galope sin caerse, el indio se queda como si
hubiera visto el mayor de los milagros. Si el secretario le da a un indio que va a la
ciudad una carta y le dice que se la entregue a un comerciante, tras lo cual dicho
comerciante le da un pedazo de tela del mismo color y dibujo que necesita la mujer del
secretario para terminarse un vestido, sin que el indio tenga que llevar el vestido y
mostrárselo al comerciante, sin que siquiera necesite decirle una sola palabra, a pesar de
lo cual el comerciante sabe perfectamente qué es lo que el secretario o el hacendado
blanco quiere, eso sí que es una cosa asombrosa. El secretario o el hacendado, que saben
hacer estas cosas, son gente importante que saben de magia.
Quien sabe contarle una historia al indio, y hacerlo llorar y reír, enfurecerse contra el
malo del cuento y pasar por todos los matices del temor si el héroe de la historia cae en
manos de un brujo malvado o en las garras de un tigre o en el precipicio, donde
monstruos de veinte cabezas y cien brazos y fauces del tamaño de la choza de un indio
lo pueden devorar, aquél que sabe contarle una historia así a un indio, es un gran
hombre. Pero si un disco que se toca en el gramófono relatara lo mismo con una técnica
lingüística más refinada y con mayor imaginación, el indio se aburriría muchísimo y se
iría. Es una máquina, a la que no le cree nada. El le cree al hábil saltador, al jinete, al
corredor, al diestro narrador.
No es que el indio se haya hecho así en los últimos siglos, ya era así cuando llegaron los
españoles. Cortés también había creído poder embolsar toda la tierra sin un solo sablazo
asustando a los indios al primer tiro de cañón o arcabuz. Pero le fallaron completamente
los cálculos. La primera vez que disparó los cartuchos entre una multitud de indios,
naturalmente se creó una gran confusión. Esto es natural. Pero ya después de los
primeros pocos tiros, entendieron que los cañones eran aparatos, algo así como hondas.
Se acostumbraron pronto a la estampida de los cañones. Una buena tormenta mexicana
es un espectáculo más grande que el disparo simultáneo de toda la artillería pesada de
un cuerpo del ejército. Frente a una de esas buenas tormentas en tierra de indios, el
espectáculo de artillería más bello resulta un teatro lastimoso. Por eso el tronar,
relampaguear y el humo de los cañones, pasada la primera confusión, no impresionó
demasiado a los indios. Descubrieron pronto que las piezas de artillería eran criaturas
bastante pesadas, que sólo golpeaban un punto y que una vez disparadas, quedaban
inermes por un buen rato.
Ya después de las primeras batallas, los indios se abalanzaban sobre los cañones y
frecuentemente lograban dejar fuera de combate o hacer huir a los operadores. Incluso
llegaron a tal punto, que después de la "Noche Triste", esa tremenda derrota de Cortés
durante su retirada nocturna de Ciudad de México, se apoderaron de cañones que no
habían sufrido daños o que aún estaban cargados y los emplearon, aunque sin mucho
éxito. No temían que el cañón pudiera dispararse por atrás. Les faltaba solamente un
hombre que supiera disparar esos cañones. Apenas tuvieron la oportunidad de ver de
cerca y tocar estas máquinas, desapareció toda idea de magia.
Por el contrario, era otra cosa la que les daba mucho más miedo que los cañones. Y esta
otra cosa contribuyó un poco más al éxito de Cortés. Era algo que Cortés no había
creído capaz de un tal efecto, por lo menos no en tal medida. Eran los caballos que
Cortés llevaba consigo. Su caballería constaba sólo de pocas personas. Pero estos pocos
prácticamente salvaban todas las batallas, que sin los caballos se hubieran perdido.
Los caballos no eran máquinas, eran algo vivo. Eran monstruos de cuatro patas, que con
sus coces podían matar a un hombre, que tenían ojos redondos y saltones en cabezas
alargadas, que resoplaban y relinchaban y eran diez veces más rápidos que el mejor
corredor indio. Y sobre el caballo había un hombre que los indios veían como formando
una unidad con aquél, lo cual aumentaba su terror. El caballo pateaba y tiraba coces,
corría y resoplaba, la parte de arriba golpeaba con el sable o hería con la lanza. A esto
hay que añadir que en aquel tiempo caballo y jinete estaban tan cubiertos de armaduras
y telas que reforzaban la impresión de tener un monstruo horrible por delante. Donde
aparecían los jinetes, ni las mejores tropas indias se tenían en pie.
Cortés era lo suficientemente astuto como para mantener la creencia en un ser mágico
invencible e inmortal. Al caerse un jinete con su caballo durante las primeras luchas,
Cortés hizo enterrar profundamente el animal en el silencio de la noche.
No hay que olvidar que los caballos eran desconocidos en el continente americano.
Pero tiempo después también hubo jinetes que cayeron en manos de los indios y los
indios encontraron caballos muertos. A partir de ese día los indios también atacaron a
los jinetes. Se abalanzaban en grupo sobre un jinete para bajarlo del caballo y derribar
también al caballo. Cortés logró conquistar la tierra sólo porque una entera nación india,
enemigos acérrimos de los indios aztecas, se pusieron de su lado.
Nos equivocamos completamente si creemos que los indios se quedan tímidos de
admiración y temblando de veneración ante el blanco y sus trucos técnicos.
He conocido a una muchacha india, que no sabía leer ni escribir y que había llegado
desde un pueblo primitivo a la ciudad, que no había visto nunca un gramófono y que
después de que le hubieran mostrado dos veces el gramófono de la familia blanca, lo
sabía poner en funcionamiento, colocar correctamente los discos y manejarlo como si
desde su infancia hubiera tenido uno en su casa. La tenía sin cuidado saber cómo
trabajaba el aparato, cómo era que de los discos salía música, cómo era que cada disco
hacía una música distinta, por qué había que regular el resorte y cambiar la aguja. Para
producir música había que hacer todas esas cosas, ella las hacía y con eso se había
agotado la cuestión.
Otra muchacha de los indios oaxaca entró en el servicio de una de las familias que yo
mejor conocía. Al segundo día llamaba por teléfono con una tal seguridad como si no
hubiera hecho otra cosa en su vida. Le habían mostrado cómo levantar el auricular, por
dónde tenía que hablar y por dónde tenía que escuchar. Después de unos días atendía
todos los llamados y llamaba a la dueña de casa cuando era requerida al teléfono. Ya en
la segunda semana era capaz de llamar. Nunca se asombró por el teléfono, le pareció el
camino más natural de conversar en la ciudad con gente, que no vivía en la misma casa.
Cuando una vez le preguntamos, cómo pensaba ella que la conversación se producía,
dijo que se veía cómo las palabras viajaban por el cable, porque uno hablaba contra el
cable y que entonces las palabras seguían por él, pero si es lo más natural del mundo.
Pero la verdadera razón es que los seres primitivos no se preocupan en lo más mínimo
por estas cosas. Si de golpe el aparato deja de funcionar, no saben qué hacer. Pero,
¿quién de nosotros, aunque sepa exactamente cuál es el principio en el que se basa el
funcionamiento del teléfono, sabe qué hacer cuando el aparato se descompone?
Entonces, cuando alguien en una relación de viaje quiere contar aventuras en las que los
aborígenes se espantan ante una voz hablando por radio o el encenderse de una linterna
eléctrica o ante un juguete mecánico, generalmente no es otra cosa que la intención de
echar bastante pimienta al relato del viaje para volverlo interesante. Todos estos viajes
son mucho menos interesantes, ricos de acontecimientos y aventuras de lo que se
supone generalmente. La vida de los indios primitivos o de otros pueblos primitivos se
diferencia bastante poco de la que llevan los pequeños campesinos de cualquier
pueblecito europeo, situado en una zona aislada.
Los viajeros suelen contar historias espeluznantes de los misteriosos usos y costumbres
de los pueblos primitivos.
La mayoría de estas historias no son ciertas o son muy exageradas. El viajero muchas
veces se ve obligado a inventar estas historias, de lo contrario el libro carecería del
suficiente interés. El lector quiere una buena cuota de terror en cambio del dinero que
pagó y el viajero quiere aparecer como el aventurero que no se asusta de nada. Pero en
general todo sucede simple y sencillamente, sin tanta aventura. Es igual de fácil y
frecuentemente más fácil ser asesinado en una gran ciudad europea, que entre los
pueblos primitivos.
Hace poco leí un impresionante informe sobre una danza de la serpiente de los indios.
Estas danzas con serpientes existen. Dicen que existen. Yo hasta ahora no las he visto.
Y en ese relato el escriba comete el imperdonable error de decir que ningún extraño,
ningún indio extranjero y mucho menos un blanco pueden ver esta danza misteriosa. Si
lo hace, lo matan sin compasión. Lo que no termino de entender es cómo se las arregló
el periodista en cuestión para escribir el relato y acompañarlo de fotos. Generalmente
los escribas no cometen estos errores, sino que hacen ejecutar las danzas en honor al
huésped blanco. Pero hasta ahora yo no encontré a ningún indio que estuviera dispuesto
a dar una función de circo a pedido. Y si efectivamente se llega a representar una tal
danza, está bastante arreglada, se adecúa al caso, porque el hombre necesita sacar fotos.
He visto muchas danzas indias, que servían siempre a fines religiosos. Los bailarines
llevan trajes ricos, a veces costosísimos y muy antiguos, que no se usan para ninguna
otra cosa. El tocado de plumas de un colorido maravilloso es muy grueso y alto. La
música que los bailarines mismos tocan en esta ocasión, sólo tiene uno o dos motivos
que se repiten hasta el infinito, pero que causan siempre una impresión misteriosa, como
la música eclesiástica muy antigua. La música tiene buen ritmo. Si bien esta música
repite constantemente esos dos o tres motivos, las figuras de la danza presentan por lo
menos veinte distintos agrupamientos y quizás cuarenta pasos de danza distintos. Los
bailarines bailan solos en un gran círculo. En el centro hay en general dos corifeos, de
los cuales uno es casi siempre el cacique o su hijo, mientras que el otro es el brujo. Los
bailarines llevan frecuentemente terribles máscaras delante de las caras, pieles de tigre
sobre los hombros y cuernos de búfalo en lugar del tocado de plumas en la cabeza. Las
guitarras que tocan los bailarines durante la danza están hechas con caparazón de
armadillo. Es hermoso ver con qué habilidad el bailarín toca y baila al mismo tiempo.
Se baila casi sin interrupción, desde las cuatro de la madrugada hasta la medianoche.
Los bailarines que muestran cansancio o pocas ganas de bailar son invitados a mejorar
su prestación con los latigazos que les da un guardián enmascarado que, llevando en la
mano una pequeña fusta, recorre el círculo de bailarines por afuera. Claro que los
latigazos no son fuertes, pero a veces vienen con suficiente énfasis. Sólo cuando los
bailarines ya viven más mezclados con mexicanos civilizados, se ve de tanto en tanto
una mujer, también ricamente vestida al modo indio, bailando en el círculo exterior.
Pero, en general, las mujeres danzan en un círculo propio, o -lo que sucede
generalmente- se sientan junto a los niños y a los hombres que no bailan, en el pasto
alrededor del círculo. La danza misma consta de saltos, brincos, giros y retorcimientos
del cuerpo, pero generalmente con muchas figuras. Hasta ahora nunca me negaron ver
estas danzas cuanto quería; pero nunca me permitieron sacar fotos. Algún día lo lograré
seguramente. Hasta ahora, cada vez que tomaba la cámara en mano, los indios
encargados de mantener el orden me rodeaban, impidiendo así la foto, sin hacerme
ningún daño.
Los indios que viven aún en sus comunas hacen muchas cosas desconocidas para
nosotros, de las cuales nos enteramos raramente; pero estas cosas raramente son
misteriosas. Muchas cosas parecen misteriosas sólo porque las vemos con nuestros
ojos, las comparamos con nuestras costumbres y las observamos desde nuestro punto de
vista.
Queriendo, sería fácil considerar la predilección de los indios por los perros y su modo
de tratarlos como algo rodeado de misticismo y sacar de aquí relatos apasionantes, de
los cuales se podrían derivar misteriosas influencias en sus vidas y en sus costumbres.
El indio abriga una amistad y un amor tan fuertes hacia los perros, que llama la
atención. Una amistad, que a veces en su sinceridad parece grotesca. Aparte del perro
no tolera casi ningún animal en derredor o en la casa, salvo el gato. Pero el perro es todo
para él, su constante acompañante y compañero. No se ven nunca indios en camino sin
perro. Si en ese instante no está al lado de ellos es que anda por el bosque a la vera del
camino. En ninguna casa india falta el perro y si el indio puede comprar un segundo
perro sin gastar demasiado, lo hace y emplea sus últimos centavos en ello. No pude
enterarme si roban perros.
Estos perros no sirven para nada. En general son una mezcla terrible de todo tipo de
animal e insecto. Ante ciertos ejemplares que he visto, me pregunté seriamente si había
allí alguna gota de sangre de perro. No sirven ni para cuidar la casa ni para la caza. Si
un perro de estos muerde, es casi seguro que está rabioso, porque generalmente son
muchachos bastante retraídos que prefieren cuidar su pellejo. En los ranchos de los
mexicanos naturalmente hay perros, a los que es preferible no acercarse demasiado.
Los perros no andan afuera del pueblo y no se animan a andar solos por la jungla y la
selva. Saben cuan peligroso es.
Pero aunque estos perros en realidad no son de raza, generalmente tienen una asombrosa
inteligencia. Si quieren ir a algún lado, sea por un amorío o por cualquier otro motivo y
tienen que pasar por la jungla, adonde temen ir solos, esperan hasta encontrar un
hombre que tenga que hacer más o menos ese mismo camino. Entonces lo siguen.
Cómo hacen para saber que ese hombre tiene que hacer ese camino, a menudo me
resultaba completamente incomprensible. Entre estos perros he conocido algunos que
sabían exactamente cuándo su amo, que podía estar a muchas millas, se encontraba en el
camino de regreso manifestándolo por su comportamiento, aun cuando ningún otro en la
casa lo supiera, ni el hombre se hubiera hecho anunciar por medio de carta o mensajero
y regresara en un momento, en que nadie lo esperaba. Los perros pueden ser llevados al
lugar más distante, en una bolsa o en un coche o de cualquier otro modo; si el nuevo
amo no les gusta y éste no los ata, escapan y vuelven a casa.
Lo mismo sucede aquí con las vacas. Si uno pierde una vaca durante el transporte y
nadie la detiene en el camino -cosa que no hace nadie que no sea un bandido- vuelve a
casa, a su rancho de origen. No importa la distancia.
En la lengua tzotzil el perro se llama chu-chu (N.d.T.: con grafía alemana en el original
"Tschu-tschu"). Ningún perro recibe un nombre especial, lo llaman siempre chu-chu,
como así también los mexicanos lo llaman con el nombre español del animal, perro. Los
caballos pueden tener un nombre. La mula macho se llama siempre macho (N.d.T.: con
grafía alemana en el original "Matscho"), la hembra mula, el asno siempre burro o
burra.
Como el perro es el acompañante constante del indio, éste lo lleva consigo a la caza.
Porque el indio es un cazador apasionado. Frecuentemente caza con los medios más
primitivos, con hondas, flechas, arcos, jabalinas. Si tiene un arma con perdigones, es un
armatoste viejo que hace mucho ruido y ningún mal, salvo que se trate de un accidente.
Chiapas es una tierra sumamente rica en animales de caza de todo tipo y el indio apresa
una buena parte. La caza es libre en México; ciertos animales, sin embargo, no pueden
ser cazados -buitres, osos hormigueros y otros- y algunos no pueden ser cazados en
ciertas épocas del año. Cierto que, dadas las dimensiones del país, el control es difícil,
así es que está prohibida la venta de animales cazados protegidos, responsabilizándose
al vendedor. Esto es suficiente como medida disuasiva para asegurar la protección.
Con sus armas primitivas el indio tiene que esforzarse bastante antes de lograr cazar un
animal. En los distritos donde los indios viven sobre todo de la caza, pasan una semana
hasta conseguir una buena pieza. Claro, que en un día favorable, puede ser que consigan
una buena pieza en una hora. La magia le sirve tan poco para la caza como para las otras
cosas. Tengo conocidos blancos que saben cazar mucho mejor que los indios. Aun en su
propio terreno, el blanco supera ampliamente al indio, dada su inteligencia más
desarrollada. Cuál será el cuadro cuando el indio haya tenido durante algunas
generaciones la educación que el blanco goza desde hace tres mil años, es otra cuestión.
Y aquí, durante la caza, el chu-chu debería suplir todo aquello que al amo falta en
materia de armas. El chu-chu es el responsable de todo fracaso en la caza. Debe pagar
por cada conejo que no atrapa. Y es difícil que consiga uno, porque se acalora
demasiado y hace demasiado bochinche.
Si se sentencia que el chu-chu es culpable del magro resultado de la caza, no es que le
peguen. El indio no le pega a su perro. Pero le corta un pedacito de oreja. Y esto no se
cumple en una operación breve y brutal, sino que toda la familia está presente cuando se
ejecuta la sentencia. Al chu-chu se le explica con largas oraciones más o menos
insistentes, en qué ha fallado y por qué el amo se ve en la necesidad de acortarle un
poco la oreja. Además se le hace entender con particular insistencia que es conveniente
que la próxima vez trabaje un poco mejor, de lo contrario, se le cortará otro pedacito de
oreja, hasta que aprenda como se cazan los conejos.
Así un pedacito de oreja tras otro abandona al buen chu-chu. Porque así como no será
nunca posible cosechar albaricoques de la planta de maíz, es imposible adiestrar a un
chu-chu como perro de caza. Por pura casualidad logra quizás una vez atrapar un conejo
que se le mete en el hocico, que allí queda prendido de sus fauces por imprudencia.
Entonces se hace merecedor de todas las loas, y su éxito del momento se adjudica a los
pedacitos de oreja cortados.
Pero durante el largo transcurso de la historia, los éxitos son mucho menos frecuentes
que los fracasos y un buen día el chu-chu se encuentra con un pequeñísimo hilo de
oreja. Como por ese lado ya no se le puede cortar más nada, le toca al rabo. Y cuando
también éste ha desaparecido, ya no hay más nada que hacer y el chu-chu entra a formar
parte de las criaturas que no aprenden jamás. Generalmente, a ese punto ya es de edad
avanzada y ya no se pretende de él que aprenda lo que no fue capaz de comprender en la
flor de la vida.
Salvo estas cirugías estéticas de oreja, que el indio seguramente aprendió junto con otras
cosas de los especialistas en orejas de perro europeos, trata muy bien a su perro. Y por
este motivo hay muchos indios que no le hacen pagar a la oreja de su perro, su propia
mala suerte en la caza.
En antiguas esculturas indias se suelen ver perros. De esto se puede concluir que los
indios ya tenían perros antes de la llegada de los blancos. El coyote, que se cruza bien
con el perro, pertenece a los animales americanos y es un pariente cercano del perro.
Puede ser de interés contar que en un rancho, en donde viví, había un perro que, como
no tenía muchas otras ocasiones, tenía como amante una cerda, con la cual vivía en
íntima relación marital. Los lechones que paría la cerda no mostraban influencia de
estos amores, por lo menos no exteriormente.
México es en todo sentido un país para perros. La cría no se mata nunca, así es que se
multiplican en modo monstruoso. Bajo las condiciones dadas, desarrollan capacidades
maravillosas para mantenerse en vida. Andan vagando noche y día, vacían los tachos de
basura y buscan robar donde hay algo que robar. Los perros que no tienen bastante
inteligencia, mueren. En ángulos y esquinas se ven perros moribundos o muertos de
hambre, también aquellos devorados por la sarna u otras enfermedades. Nadie los mata,
nadie los patea, nadie los echa de las montañas de residuos o de los tachos de basura. Es
muy raro ver que le estén pegando a un perro o que le tiren piedras.
Frecuentemente los perros yacen en el medio de las aceras de las ciudades y toman sol.
Nadie los pisa o los golpea al pasar. Puede ser también que se encuentren durmiendo en
medio de la calzada y los conductores mexicanos que, como todos los conductores del
mundo son tipos bastante robustos, que no andan con mucha veneración ni miramientos,
se cuidan bien de no molestar al perro que duerme.
En el centro de Europa existe la creencia bastante difundida que en los países
meridionales los animales son torturados. Los españoles seguro que no lo hacen, mucho
menos los mexicanos y los indios para nada. Cierto que, tanto en España como en
México, he visto con bastante frecuencia que algún pobre diablo cargaba pesadamente a
su mula o su caballo, aunque tuviera heridas, quizás sangrantes, en el lomo. ¿Pero qué
otra cosa puede hacer? No tiene otro animal, tiene que ir a algún lugar, porque tiene el
encargo de llevar una cierta carga en un momento determinado. Siempre que puede trata
de aliviarle los trabajos y las heridas al animal. Nadie ha tratado a los esclavos con
mayor crueldad que los ingleses, holandeses y angloamericanos, eternamente
codiciosos. Es cierto que los españoles tenían la Inquisición. Pero los ingleses y
angloamericanos tenían sus hogueras para las brujas y las torturas, cuyo refinamiento
superaba ampliamente las obras maestras de los inquisidores. Las corridas de toros y las
riñas de gallo en México no pueden ser mencionadas como ejemplos de torturas o
maltrato a los animales. Esta es una cuestión completamente distinta. Aquí valen otros
motivos. El habitante de Europa Central, que gasta tantas lágrimas llorando por
animales maltratados, que no cesa de lamentarse y protestar contra los españoles y
latinoamericanos que permiten y disfrutan con las corridas de toros, haría mejor en
mirar un poco cómo anda por su casa. El europeo civilizado, lloriqueón e hipócrita, que
califica toda corrida de toros una vergüenza para la humanidad, sería más creíble con su
griterío si empezara por prohibir a sus propios gobiernos mandar inocentes caballos de a
cientos a los campos de batalla. Ningún toro y ningún caballo que entran en la arena
para la corrida, tienen que sufrir ni un poquito de los dolores que han tenido que sufrir
los caballos, mulas y últimamente también los perros heridos en las guerras. El
abatimiento de un toro dura aproximadamente quince minutos. Durante esta lucha el
toro está tan ciego de furia que no llega a sentir el dolor. Ni bien cae, se acerca el
carnicero a la arena y lo sacrifica rápidamente. Cinco minutos después el toro ya está
destripado y su carne preparada para la venta. Apenas los caballos heridos y caídos en la
arena, muestran alguna señal de vida se siente el grito desde las tribunas: "Maten al
caballo, hijos de puta" Y aunque el toro corra furioso con toda su fuerza por la arena, la
gente tiene que entrar a sacrificar el caballo, porque si no el público no se queda
tranquilo. Puede suceder que caballos heridos, pero no caídos y que pueden soportar aún
un jinete, sean recauchutados para volver una vez más a la arena. Pero ningún caballo
herido sobrevive el final de la corrida, que según la cantidad de toros puede durar de
una hora a una hora y media. ¿Pero cuánto tiempo tienen que quedarse tirados los
pobres caballos con los vientres abiertos en los campos de batalla de los hipócritas
civilizados antes que la muerte los libere de sus sufrimientos? Quien cree que los
españoles y los mexicanos van a las corridas para gozar de las crueldades, no sólo
desconoce el carácter de esta gente, sino también la parte deportiva y artística de la
corrida. No conozco un solo deporte donde un hombre pueda demostrar tanta gracia,
tanta destreza y tanta presencia de ánimo como el torero en la corrida. Y además el
torero tiene que ser un muchacho de coraje. El toro no tiene ninguna compasión con él,
si el hombre no sabe en una décima de segundo exactamente lo que tiene que hacer.
Claro que nosotros no podemos saber si el toro prefiere defender su vida en medio de
música fastuosa o ser despachado fríamente en un oscuro matadero. De todas formas no
muere de muerte natural. La cosa no es muy distinta para los caballos que caen en la
arena. Son viejos jamelgos flacos y gastados por los años, a los que naturalmente sería
mejor conceder la gracia de estirar la pata suavemente. Pero si no vienen a la arena,
adonde entran bailoteando, arreglados para la fiesta, acompañados por música a todo lo
que da, pueden elegir entre ser expedidos fríamente al matadero o seguir unos meses
más tirando una carreta miserable hasta que caen, se les quitan los arreos y terminan al
costado del camino. La corrida de toros no tiene nada que ver con la manifestación de
instintos brutales en el ser humano. Entre los pueblos que no conocen las corridas de
toros he visto instintos más salvajes y acciones más brutales que entre los mexicanos.
Cuando las damas y los caballeros americanos van a México y los ingleses van a
España, uno de sus primeros placeres es ir a ver una corrida de toros. Naturalmente, sólo
para verla nomás. Naturalmente.
Pero el gusto por las corridas de toro decrece de año en año en México. Las grandes
ciudades que años atrás ofrecían cada domingo seis grandes corridas en la arena, ahora
no tienen más de dos corridas en todo el año y aun éstas se llevan a cabo en beneficio de
un hospital o de una institución similar. La gran masa, especialmente los trabajadores,
que son los que aportan la mayor parte del dinero, se alejan cada vez más de las
corridas, porque se interesan más por cosas, que como modernos obreros que son, les
parecen más importantes o más interesantes.
Me declaro decididamente contrario a que otras naciones se metan con las costumbres
de estas naciones, que otras naciones afirmen hipócritamente que los pueblos
latinoamericanos tienen instintos más brutales y bestiales que los angloamericanos y
presenten como ejemplo generalmente las corridas de toros.
Y también me opongo con la misma decisión al intento de eliminar las corridas de toro
por ley. Es mejor enseñar con habilidad y sinceridad a la población que hay
entretenimientos mejores que las corridas de toro. Es mejor instruir y guiar a la gente
con buena propaganda; pero no hay que querer tutelarla y amordazarla en todas las
cosas por medio de leyes. Todos los seres humanos, sin excepción, saben en general
mejor que los más sabios legisladores lo que les hace bien y lo que les daña. También
en México se quiere prohibir legalmente la corrida de toros, siguiendo siempre el
desgraciado impulso de los mexicanos de imitar todo y hacer todo lo que hacen o
aconsejan los EE.UU. Quieren intervenir aquí con leyes, a pesar de que ya hoy, sin ley,
las corridas tienen tan poco público que los empresarios tienen cada vez más cuidado y
osan menos afrontar los enormes costos de una corrida. Si la gente no encuentra más
placer en las corridas y, sobre todo, si no gasta más dinero en ellas, se acabarán solas,
sin necesidad de leyes.
Al indio las corridas no le gustan mucho y cuanto más fuerte sea su influencia en la raza
mexicana, tanto más se modificarán las antiguas costumbres que los españoles trajeron
al país.

16

El indio no tiene días festivos, y no tiene domingo. Siempre está en actividad; siempre
tiene algo que hacer. Por naturaleza es demasiado vivaz como para pasarse los días sin
hacer nada. En eso, en cambio, el español es insuperable. Y es por eso que esta mezcla
sólo puede aportar beneficios a la raza mexicana, a mayor razón visto que los indios
vivaces son la gran mayoría. Para la raza india es importante incorporar en su naturaleza
el sentimiento de la necesidad del descanso. Porque con la pausa, con el descanso del
trabajo corporal, comienza el desarrollo del cerebro en la dirección, que hace surgir
nuevos pensamientos y nuevas ideas. Los indios alcanzaron un elevado grado de
civilización sólo donde una organización estatal y una división del trabajo bien
pensadas permitieron la formación de capas que, teniendo tiempo para descansar,
encontraron tiempo para pensar. Fue el caso de los mayas, de los toltecas y más tarde de
los aztecas. Ciertas condiciones climáticas y geográficas parecen haber contribuido.
Porque todas estas civilizaciones se desarrollaron en la altiplanicie central de México.
En el momento de la inmigración en estas tierras, los aztecas y todas las numerosas
tribus que emprendieron la marcha con ellos, salvo los texcocanos, eran hordas salvajes
y guerreras.
En esta fértil parte de México encontraron la superabundancia de tiempo que les
permitió construir sus grandes ciudades y organizar un estado modelo. Es siempre sólo
la superabundancia de tiempo lo que permite el advenimiento de la cultura y de la
civilización. Por supuesto, con la condición de que la raza sea lo suficientemente vital y
activa como para emplear el tiempo sobrante para desarrollar una civilización.
Entre todos los indios que viven en México las naciones más activas siguen siendo
todavía hoy los aztecas -junto con sus parientes los texcocanos y los tlaxcaltecas- en
México Central y los mayas en Yucatán, que, ni bien se les da la mínima oportunidad,
se integran más rápidamente en la civilización universal. En los sindicatos de
trabajadores son los miembros de estas naciones, los más activos y quienes detienen el
liderazgo intelectual en los sindicatos de todo el país. A estas dos naciones les siguen
los indios otomíes, que también en tiempos antiguos habían dado lugar a una cultura
elevada aquí. Salvo raras excepciones, todos los pintores, escultores, compositores y
poetas mexicanos modernos de sangre india, provienen de una de estas naciones citadas.
Los indios de Chiapas en los últimos cuatrocientos años no tuvieron ninguna
oportunidad de adquirir conciencia de sí mismos y de desarrollarse. Su conciencia había
sido devorada por la conciencia más fuerte de la iglesia y de los grandes terratenientes.
Su inteligencia no quedó anulada, sólo que en el presente se encuentra en estado latente.
Pero el despertar ha comenzado.
No se puede medir el grado de inteligencia de una raza o de un pueblo en sus clases más
bajas; no en aquéllos, que no tuvieron ni tienen oportunidades para desarrollarlo. A
nadie se le ocurriría medir el grado de inteligencia del pueblo alemán en un peón de
Pomerania o de un leñador de los montes Fichtel, en personas que sólo han tenido una
insuficiente escolarización y que casi no han hallado tiempo o descanso como para
pensar y adquirir un mínimo de conciencia de sí mismos. Pero sucede una y otra vez
que se mide, no sólo el grado de inteligencia de una raza, sino también el nivel cultural
de todo un pueblo en individuos, que, a causa de condiciones económicas y como
consecuencia de opresión espiritual, siempre han estado obligados a permanecer en los
márgenes de la civilización. En Europa se juzga al pueblo mexicano y sus posibilidades
de desarrollo por sus marginados, que, claro está, por innumerables circunstancias
constituyen la gran mayoría del pueblo. Nadie en el mundo pone en duda la gran
educabilidad de los alemanes. Pero estoy convencido de que en aquellas zonas de
Alemania, donde las condiciones económicas y la distribución de las relaciones de
poder son semejantes a las de todo México, es decir, que allí donde el latifundista posee
un poder ilimitado y donde la iglesia católica no sólo es el gran terrateniente, sino que
puede mandar sin estorbos qué es lo que la gente debe pensar y aprender y lo que no, el
grado de inteligencia de la población no se diferencie mucho del que se encuentra en
México. Sin duda es un error creer que todas las razas son educables en igual medida;
cada raza tiene sus particularidades, pero una tiene una inteligencia superior a otra.
Aunque muchos negros muestren un alto grado de posibilidades de desarrollo y muchos
lo hayan demostrado prácticamente, quedan siempre muy por debajo de la raza blanca.
El hijo de un inmigrante alemán o polaco, cuyos antepasados hayan vivido durante
siglos en su patria en condiciones que en nada eran mejores a las de los esclavos negros,
tiene que ser realmente un estúpido, si no supera fácilmente en todos los ámbitos del
aprendizaje al niño negro, cuyo padre quizás tenga mejor formación que el suyo. El
blanco comprende y discierne exactamente mucho más rápido que el negro. Claro que si
con el correr del tiempo, los que llamamos hoy focos de la civilización, es decir, la
ciencia y la técnica quedaran desplazados por otras formas de expresión que fueran
colocadas en primer lugar, es posible que el negro supere al blanco. Pero esto debería
tener como premisa un cambio completo de los principios fundamentales de lo que
desde hace seis mil años aprendimos a llamar civilización.
Hermanar a todos los hombres de la tierra, no importa a cuál raza pertenezcan, es una
noble meta. Pero mezclar a todas las razas de esta tierra o siquiera tolerar una mezcla,
me parece condenable. No beneficiaría ni a la cultura ni a la civilización, sino que las
destruiría. Nuestra civilización, nuestra cultura, nuestro arte radican en los contrastes
entre las razas, no en sus similitudes. La uniformación mata. Y la uniformación de las
razas, de las costumbres, de las lenguas tiene que tener como consecuencia lógica, la
uniformación de las ideas. Pero uniformación de las ideas, significa muerte espiritual.
La raza blanca, la raza europea, ha llegado al actual alto grado de desarrollo, porque es
en su seno donde se encuentran la mayor cantidad de contrastes y los más fuertes. El
futuro de Rusia no está en su uniformación bolchevique, sino en sus contrastes raciales
y culturales. El imperio mundial inglés es aniquilado por la irrupción de una nueva
concepción económica, que no soporta y no puede absorber su uniformación, así como
el Imperio Romano fue disuelto por la irrupción de una nueva idea. Porque nada es más
pernicioso para el hombre y su evolución que la uniformación. Por esto, cuanto más
perfecto es un estado, tanto más se aproxima a su disolución. Abejas y hormigas pueden
crear y soportar un estado perfecto, pero no el hombre, que engendra, pare, piensa como
individuo y encuentra satisfacción sólo en la actividad individual. Esta actividad
individual suya sirve siempre al bienestar común, porque él necesita la colectividad para
asegurar la subsistencia de su existencia individual. Porque solamente la colectividad le
garantiza su existencia. Este impulso, tan fuertemente desarrollado en la raza humana,
de servir a la colectividad a través del trabajo individual, que no existe entre los
animales o sólo en forma atrofiada, una y otra vez se usa indebidamente para crear
formas estatales uniformadas. Pero cada forma estatal uniformada se opone a la
naturaleza del hombre y le impide el desarrollo. Desde hace milenios, desde el primer
día en que fue creada una forma estatal, la lucha política del hombre gira alrededor de
esta forma, de la forma del estado. Pero estoy convencido de que un día el hombre
seguirá tan profundamente una nueva idea, que podrá reconocer la verdad, la verdad es
ésta, que en todas sus luchas contra una forma estatal, estaba siempre luchando contra el
estado. Cualquiera que sea la forma del estado, monarquía, república, estado
corporativo, teocracia, dictadura o aristocracia, el hombre no dejará de luchar hasta que
no haya reconocido que su lucha siempre se dirigió y se dirigirá contra la uniformación,
contra la organización coercitiva, que lo ata de pies y manos.
Una extraña idea domina a los hombres desde hace milenios, una idea, que siempre se
desarrollaba primero en el sentido de una religión y desde allí se metía en la vida de los
hombres, es la idea de autoridad. La idea surge del hecho que un hombre cree ser más
capaz que los otros, y que entonces se cree que ha sido elegido por Dios, o por cualquier
otra cosa o por cualquier otro, para ponerse a la cabeza de los hombres. La maldición
para los hombres es que siempre aparece gente que afirma conocer el remedio universal
para las penas y males de los seres humanos. La consecuencia es que estos hombres
insisten en imponer a los otros su opinión personal, usando la astucia, la capacidad de
persuadir y la violencia, con el objetivo de dominarlos.
Para esto se crean los reinos, los imperios y las dictaduras; quien cree en la idea del
soberano, es un ciudadano bueno y honorable, quien no cree, termina ahorcado.
La idea que el indio tiene radicada en su naturaleza sobre la forma en que los hombres
se deben congregar y organizar para aliviar y embellecer su vida, no tiene nada que ver
con la idea que el europeo tiene del estado. Pero tampoco tiene nada que ver con la idea
de los comunistas.
Es muy difícil entender la noción de vida comunitaria de los indios, y es aún más
difícil, explicarlo. No tenemos ni palabras, ni comparaciones que nos puedan servir de
puntos de apoyo. Esta noción de vida comunitaria no corresponde a la idea de estado ni
a la de comuna libre, tal como la entienden los europeos. La palabra congregación es la
que más se acerca a esta forma de cooperación y convivencia humanas.
Es necesario subrayar una vez más lo siguiente: el indio es absolutamente único,
absolutamente original, su ser no fue nunca influenciado por los europeos. Los
cuatrocientos años de cristianismo superficial no pudieron influir ni en su naturaleza ni
en su ser ni en su alma. Puede ser que de tanto en tanto imite, pero estas imitaciones,
tanto las acciones como los pensamientos, no echan raíz en su alma. Tenemos un
ejemplo similar entre los europeos: los europeos repiten como loros e imitan las ideas
cristianas: "ama a tu prójimo como a ti mismo" y "amad a vuestros enemigos", pero
ninguna de ellas ha echado ni echará raíz en el ser de los europeos. Y en el alma de los
indios no radica ni una sola de las ideas que determinan las acciones de los europeos.
La idea de la convivencia entre los seres humanos que tienen los indios se diferencia
también de la de los asiáticos. En Europa y en los últimos años también en América se
formaron círculos que intentan conciliar la cultura asiática con la europea. Más
precisamente, los europeos empiezan a comprender que su cultura está perdiendo
terreno, que no lleva a nada, que se devora a sí misma. Por eso el europeo intenta
refrescar su cultura carente de ideas con la cultura asiática.
Un poeta hindú o un filósofo chino están mucho más cerca de la mentalidad europea
que un indio. Porque la mentalidad asiática también reposa en el individualismo, tal
como la europea. Todas las filosofías y religiones asiáticas son individualistas, aunque a
veces no lo parezcan. La organización en castas de la India, sólo es posible porque
existe un fundamento ideal individualista. Una organización en castas sería imposible
entre los indios. Entre los aztecas había una casta guerrera, una casta de comerciantes y
una casta sacerdotal, o por lo menos así fueron llamadas por los españoles que no
podían comprenderlo de otro modo. Pero que no se trataba de castas, así como las
entendemos nosotros, se ve por el hecho de que todo hombre, hijo de esclavo o de un
pobre campesino, podía integrarse en la casta por él elegida, si demostraba la capacidad
de desarrollo intelectual, que a su vez le era garantizada por un exitoso estudio, previo a
la integración en dicha casta. El hombre más humilde podía llegar a sumo sacerdote, el
soldado más simple podía llegar a integrarse en la nobleza. Algo inimaginable en India
o en China.
El ascetismo de los asiáticos, su tendencia a formar órdenes monásticas, su tendencia al
ermitismo, a la vida claustral se basan en el individualismo. La nación japonesa, una
nación netamente asiática, no se diferencia en nada en sus impulsos imperialistas de
cualquier nación europea. La autocracia, el despotismo en Asia sólo son concebibles
dentro de una mentalidad individualista. El individualismo de los asiáticos y de los
europeos se diferencia sólo en un punto. El europeo tiende a la formación de estados y
naciones organizadas de modo individualista; mientras que el individualismo asiático
tiende a la formación de autocracias despóticas y a la formación de familias y tribus
individualistas, en las cuales el jefe de la familia o de la tribu es un autócrata. Para el
israelí, que por naturaleza está sujeto a la mentalidad asiática y no a la europea, la
familia cuenta más que el estado, es allí donde el israelí se manifiesta en su forma pura
y original. Por eso el israelí no se integrará nunca en ninguna nación europea; no puede
establecer una íntima comunión con la nación, así como ningún otro asiático. Hasta hoy,
después de tantos siglos, la doctrina de Confucio no logró imbuir a los asiáticos del
Extremo Oriente de nacionalismo individualista, como tampoco la doctrina cristiana
logró en dos mil años enseñar con provecho al europeo amar al prójimo más que a sí
mismo y poner voluntariamente la otra mejilla, cuando en la izquierda ha ligado un
buen sopapo. A veces se tiene la impresión, justamente a causa del fracaso de la
doctrina, como si la religión cristiana hubiera sido inculcada a la raza europea para
volverla inofensiva y favorecer así una raza más débil, para quitarla del camino o
educarla con el fin de volverla esclava útil para esa raza más débil.
Es sumamente difícil comprender la mentalidad del indio, que descansa sobre un puro
sentido social; mucho más difícil es explicárselo, aunque más no sea a grandes rasgos, a
un trabajador europeo.
Durante un cierto tiempo fui maestro particular en lo de una familia de finqueros
americana en Centroamérica. En el curso de la clase apareció la palabra "snow" (nieve).
La hija del finquero había nacido en México y nunca había visto nieve en su vida.
Quería saber qué era. Y como yo nunca dejaba sin contestar una pregunta de los niños,
me vi ante la tarea de aclarar esta cuestión de la nieve. Su padre y su madre, ambos
nacidos en el norte de los EE.UU. , y que de jóvenes habían conocido la nieve, más de
lo que hubieran querido, fracasaron completamente en su intento de asistirme en la
tarea. Establecieron comparaciones con todo aquello que la niña podía conocer: azúcar,
algodón, sal y qué sé yo cuántas cosas más. Pero la niña, que en aquel entonces tenía
once años, no lograba concebir la cosa. La familia recibía tres veces por semana una
barra de hielo, que les llegaba por tren, para mantener frescos los alimentos y el agua
para beber. Raspé finamente el hielo e intenté hacer pasar el producto por nieve. Pero la
niña sostenía con razón y convencimiento de que eso era hielo raspado y no nieve.
Sencillamente no lograba, ni siquiera con ayuda de imágenes de paisajes nevados
tomadas de libros ilustrados, imaginarse un paisaje cubierto de nieve. Conservó siempre
la idea de que se trataba de un paisaje con azúcar, o con hielo raspado o con montones
de algodón sobre las copas de los árboles. Empecé a decirle que la nieve es lluvia, que, a
causa de un gran frío se congela formando cristales de hielo y ella creyó en mis
palabras. Había aprehendido teóricamente la cosa, pero no lograba concebir el objeto.
Es que uno no le puede explicarle a nadie lo que es el oro, hay que verlo.
Uno no puede explicarle a nadie lo que es el amor y cuántas locuras y tonterías se
cometen por su causa. El amor se debe sentir personalmente, lo mismo vale para el
temor, para la esperanza.
Uno de los más bellos cuentos alemanes que conozco, es la historia del muchacho, que
salió para aprender a estremecerse, sin lograrlo nunca, y finalmente, cuando ya creía
conocerlo, no era el estremecimiento, como lo entendemos nosotros. Este cuento
reproduce en forma clara y artística lo que yo quiero decir: uno no puede explicarle a
alguien un sentimiento o una idea, si esa persona no tiene en sí misma un terreno fértil
para acogerla.
Quizás ahora se comience a entender, cuan difícil es, explicarle la mentalidad del indio
a un europeo, que no hay esperanzas de llegar a comprender su no-individualismo.
Ya hemos dicho antes que al indio nunca se le ocurre querer dominar a alguien, querer
imponerle su opinión a otro, aumentar sus propiedades a costas de otro. Ya su concepto
de propiedad difiere completamente del nuestro.
Desconoce la propiedad. Si tiene o posee alguna cosa, no la posee con el sentimiento del
propietario, sino sintiendo que es una cosa necesaria para su mantenimiento, para su
existencia.
La tierra que en ese momento cultiva no rinde lo suficiente. Se larga a caminar. Si llega
a un terreno que nadie cultiva, que está en barbecho y le gusta, dice que es "mi tierra".
Este "mi" es respetado por todos los demás indios, pero no porque el hombre lo ha
declarado de su propiedad, sino porque con ese "mi" indicaba que lo necesitaba para no
morir de hambre con su familia.
Supongamos el caso de que haya suficiente cantidad de tierra en barbecho, que, en vez
de cinco hectáreas pudiera tomar quinientas y darles el título de "mío". ¿Cómo actúa el
europeo individualista y cómo lo hace el indio con su sentido social? El europeo se dice,
la tierra no pertenece a nadie y nadie la cultiva, por lo tanto, tomo todo, porque total, no
robo nada a nadie y no daño a nadie. Al indio no se le ocurre nunca pensar así. No le
interesa tener más de lo que necesita para alimentar a su familia. El europeo, en cuanto
toma posesión de dicha tierra sin dueño, ya está pensando en que podrá hacer pastar mil
cabezas de ganado, que ganará mucho dinero y que entonces podrá superar a otros con
su propiedad. Pero el indio no tiene ninguna intención de superar a los demás, quiere ser
feliz. No ambiciona dejar atrás a los demás. No conoce lo que el europeo llama
ambición; no tiene ambición individual. Su ambición está referida exclusivamente a lo
social.
La religión cristiana coloca al ser humano como soberano de la tierra y de todo lo que
florece, vuela, repta y nada por allí. El indio no puede entender una religión así, él no
siente la necesidad de dominar sobre la tierra y a los animales, mucho menos al hombre.
Además la religión cristiana distingue entre pueblos elegidos y pueblos repudiados. Los
pueblos que Dios elige pueden borrar de la faz de la tierra a los pueblos que Dios
repudia, robar a sus mujeres y sus ganados y arrasar sus ciudades. El indio no puede
comprender semejante idea. No comprende su razón de ser. Ni siquiera pregunta "¿por
qué?". El porqué significaría una cierta posibilidad de comprensión. Simplemente no
puede concebir que un hombre o un pueblo pueda dominar y mandar a otro; para su
sentido social es incomprensible que un pueblo sea mejor que otro, que un pueblo pueda
tener algún derecho a oprimir a otro y a enriquecerse a costillas de otro.
Las diversas naciones indias se combatieron mucho, pero ninguna nación fuerte y
victoriosa intentó dominar a otra. Los aztecas combatieron contra una gran cantidad de
naciones en México y les exigieron el pago de tributos. Tributos constituidos casi
exclusivamente por alimentos y vestidos. Pero todas estas naciones mantuvieron su
autonomía y la conservaban todavía cuando llegaron los españoles. No eran motivos
imperialistas, como afirman a veces estudiosos europeos o americanos, los que movían
a los aztecas a atacar a tal o cual nación y obligarla a pagar tributos. Es que estos
estudiosos no pueden compenetrarse en la mentalidad de los indios y por eso llegan a
las mismas erróneas conclusiones que los españoles, que llegaron como primeros a
México.
Los aztecas y texcocanos se multiplicaron en modo tal que el altiplano central de
México no les podía dar el suficiente sustento, a pesar de que practicaban una
agricultura ejemplar y no dejaban ni una miga de tierra sin aprovechar. Atzcapotzalco,
una localidad cercana a Ciudad de México, quiere decir en su traducción, hormiguero de
hombres. Era tal la cantidad de población, que sus habitantes casi no tenían suficiente
aire para respirar. Estas circunstancias obligaron a los aztecas a emigrar y buscar tierras
menos poblada para poder sobrevivir. A las guerras de los pueblos indios se les quieren
endilgar las mismas causas de las guerras de los asiáticos y europeos, simplemente
porque el europeo no conoce y no entiende otras causas. Los europeos invaden otros
pueblos aun cuando ellos mismos tienen suficiente cantidad de tierra y no están por
morirse de hambre. Hacen la guerra y sojuzgan a otros pueblos con el único objetivo de
obtener un excedente de riqueza, que ni siquiera pueden consumir, sólo por sed de poder
y avidez. Pero el indio no conoce ni la ambición de poder, ni la avidez. Estos
sentimientos le son incomprensibles, porque se oponen a su sentido social. La riqueza
excesiva no tiene ningún atractivo, no le parece que valga la pena empezar una guerra
por eso y sojuzgar a otros pueblos.
Nosotros tendemos inmediatamente a afirmar que los indios, dado que no poseen
ambición individual y ninguna avidez, ni sed de dominio, tendrán que perecer según la
ley del más fuerte. Habría que ver, quién será en última instancia el más fuerte, el
europeo individualista o el indio con sentido social, cuando hayan cambiado
completamente las leyes que guiaron hasta ahora la política europea. Si las naciones
europeas siguen manteniendo su política actual, llegará un día en que se devorarán entre
ellas, porque un día los mercados estarán repletos y no habrá nuevos mercados para
conquistar.
Pero allí donde la ambición, la avidez y la sed de dominio determinan todas las acciones
de los europeos, el indio no tiene en su alma un agujero, sino que tiene otras cualidades,
que no se dejan nombrar con palabras, porque son cualidades que nosotros no tenemos y
posiblemente no tendremos jamás, porque son características raciales particulares.

17

Ya se ha dicho que los indios no se impresionan con nuestras proezas técnicas. Lo


dejan completamente sin cuidado. No entiende la utilidad de todas estas cosas. Porque
tiene también una percepción completamente distinta del tiempo y del espacio. Nosotros
construimos el ferrocarril, porque la diligencia nos resultaba demasiado lenta y
queríamos ganar tiempo. Cuando los trenes rápidos pasaban como flechas, teníamos
menos tiempo que antes y para volver a ganar tiempo construimos aviones. Ya hoy su
velocidad no nos basta y estamos pensando en nuevos medios de transporte, para ganar
aún más tiempo. Las noticias no llegaban con la suficiente velocidad con los mensajeros
y esperamos ganar más tiempo con la introducción del telégrafo. Ahora telegrafiamos
sin cables y nos sobra mucho menos tiempo que en la época de las estafetas. También
en este aspecto llegará el día en que nos devoraremos, cuando el avión circunvolará el
ecuador en seis horas y llevemos dieciocho horas de anticipación respecto al huso
horario. Quizás algún día seamos tan rápidos que podremos superar personalmente el
nacimiento de nuestro propio abuelo. Pero entonces tendremos mucho menos tiempo
que ahora, porque vamos a creer que tendremos que hacer mucho más que lo que
realmente sería necesario hacer.
El indio no necesita leyes. Nosotros no nos podemos arreglar sin ellas. Por la simple
razón que entonces sí que los jueces harían con nosotros lo que les daría la gana, porque
están tan llenos de ambición, avidez, sed de poder y de venganza como todos nosotros;
dado que son de nuestra misma sangre y raza.
Los aztecas tenían solamente pocas leyes, en realidad, ninguna. Cada caso era
presentado personalmente ante el juez por el demandante y el acusado. No había
abogados defensores que pudieran enturbiar cuestiones claras. Y el juez dictaba
sentencia sin ley, simplemente según su entendimiento como hombre. Para evitar
sentencias erradas, porque todo juez está sujeto a error, todo condenado podía apelar a
un juez superior. Entre los jueces superiores, eran varios los que emitían sentencia
después de larga consultación. En casos difíciles se convocaba también a un juez
superior anciano y de gran experiencia o al mismo rey. Así cada caso tenía su propia
ley, hecha para ese caso. Entre nosotros incluso la ley es un asunto de negocios
individual. Las particulares circunstancias no son tenidas en cuenta o sólo
superficialmente. Quien roba por segunda vez va a la cárcel por tantos y tantos meses,
si roba por hambre o si ha robado un viejo ladrillo, da lo mismo. Quien rompe una caja
de cigarros, va a la cárcel por un año. Esto se arregla como un negocio: tal y tal cosa fue
cometida y tanto y tanto se debe pagar por ella. Este delito cuesta seis meses, aquél
cuesta dieciocho. Siguiendo exactamente las letras del alfabeto. La persona del acusado
sólo es tomada en cuenta si pertenece a la clase cercana a la del juez, porque es la única
clase que él comprende. Y como entre nosotros no se tienen en cuenta la persona, los
motivos, el ambiente y la capacidad de comprensión del acusado, decimos: todos son
iguales ante nuestras leyes, la ley determina para tal y tal delito un castigo de tal y tal
grado, y éste es el que se impone.
Para el indio era algo desconocido, porque no tenía leyes fijas y preestablecidas. Cada
caso y cada persona merecían una evaluación particular. El mismo caso podía
concluirse para tal persona y tales particulares circunstancias con la absolución,
mientras que para otra significaba veinte años de esclavitud. Los hombres nunca iban en
prisión, sino que los condenados iban a trabajar como esclavos en las propiedades del
estado por el tiempo indicado en la sentencia. Podían llevar consigo a sus familias,
casarse y, salvo la obligación de trabajar, llevar una vida libre.
Castigar a un hombre metiéndolo en una jaula o alejándolo de su mujer, parecía a los
indios de una crueldad tan diabólica que nunca imponían un castigo semejante.
Los jueces eran personas sabias, elegidas de por vida, a quienes por la duración de su
actividad judicial, se les adjudicaba una propiedad estatal, de cuyo rendimiento vivían.
Como eran independientes, no existía la corrupción. Si alguna vez se presentaba un
intento de corrupción, el juez era castigado con la muerte.
Los miembros de las familias reales y nobles debían someterse al juez igual que el
humilde campesino. Para delitos que un simple soldado pagó con dos años de
esclavitud, dos hijos de un rey fueron castigados con la muerte con la justificación de
que reyes y nobles, para ser tales, deben conocer mejor que el hombre humilde lo que es
lícito y lo que no.
Tales sentencias demuestran un criterio fundamentalmente distinto del nuestro. Se
trata de un rechazo profundo de toda forma de autoridad, un rehusamiento a reconocer
una autoridad y un idéntico rehusamiento a ejercer la autoridad.
Para demostrar que esta falta de leyes, para nosotros incomprensible, sigue vigente entre
los indios, quiero contar una pequeña aventura. En la Escuela Francisco Madero, de la
cual hablaré más tarde, frecuentada y dirigida exclusivamente por niños indios, un día
se comprobó un pequeño robo dentro de la comunidad escolar, donde los niños viven,
comen y duermen. El pequeño ladrón fue llevado ante el tribunal, compuesto
exclusivamente por niños indios. Después de largos días de consultas, la sentencia fue
emitida: el ladrón fue hecho cajero del banco, en el que los niños tienen los centavos de
ahorro que se ganan duramente como vendedores de periódicos o en otras actividades.
¿Hay alguna sentencia dictada por un europeo, en todos estos siglos, comparable a la
que estos niños indios dictaron para un congénere que había tropezado?
El europeo, apenas se ha sacudido un yugo, busca a otro más débil que él para
sojuzgarlo. Las mismas naciones europeas, que hasta hace poco eran sometidas como
minorías nacionales, ahora, que son libres, están muy apuradas por someter a las
minorías nacionales que se encuentran dentro de sus fronteras. Las mismas naciones que
apenas se han independizado, se esfuerzan por arrancar un pedazo de tierra a sus
vecinos.
Los indios nunca pudieron ser sometidos. Estaban permanentemente en estado de
rebelión, siempre furiosos, siempre sublevados. Los negros, aunque fueran mucho más
numerosos que los blancos, el triple o el quíntuplo, raramente organizaron
sublevaciones contra sus señores y cuando lo hacían, era sólo para defenderse de
brutalidades insoportables. Por supuesto que hay naciones negras que no se dejan
someter tan fácilmente. Estas naciones no pudieron nunca ser esclavizadas. Pero son
excepciones.
Aun cuando los indios sacudieron frecuentemente el yugo español, nunca intentaron
utilizar la posición ganada para someter a los españoles. Por eso éstos siempre
consiguieron dominarlos nuevamente. Los españoles no son ni lejos tan ávidos de poder
y dominio como los pueblos del norte de Europa. Por eso se las arreglaron mucho mejor
con los indios que los ingleses y los americanos. En el gran territorio norteamericano,
dominado por la raza inglesa, los indios, salvo unos pocos miles (aproximadamente
380.000) han desaparecido. En cambio, en México viven diez millones de indios puros,
y la cantidad de indios de todas las restantes repúblicas latinoamericanas supera los
cuarenta millones.
Nosotros siempre consideramos la fuerza de una raza o de un pueblo según el hecho de
que esta raza domine o por lo menos controle a otros, o tenga más tierra y riquezas de lo
que le corresponde de acuerdo a la cantidad de población.
Si quisiéramos evaluar la fuerza de la raza india según este parámetro, esta raza
seguramente no podría ser contada nunca entre las razas dominantes, porque le es
completamente ajena la ambición de demostrar su fuerza sometiendo a otros pueblos.
Para hacer esto hace falta la ambición individual. La ambición nacional es asimismo
ambición individual.
El indio carece de ambición individual; su ambición es puramente social. Es difícil
describir cómo se manifiesta, porque en nuestro fuero íntimo no logramos
comprenderlo.
Quiero contar un ejemplo muy tosco. Conozco a una joven maestra india que trabaja en
una escuela en México, en donde son educados los niños de la calle, huérfanos y sin
hogar. En Europa Central la policía recogería a los niños que de noche se acurrucan en
los ángulos de las calles y los metería por la fuerza en un orfelinato. Al mexicano esto le
repugna profundamente, porque es contrario a su sentimiento de libertad. El europeo por
supuesto dice: he aquí el auténtico desorden mexicano. Pero basta esta frase para
demostrar cuan poco el europeo entiende al mexicano. Y el mexicano es en gran parte
de sangre india. Son los niños que ya van a esa escuela los que salen a buscar a los otros
que están en la calle y les cuentan de una escuela, en la que pueden aprender a leer y
escribir, donde encuentran un colchón para dormir y donde comen lo que las niñas de la
escuela preparan. Porque en la escuela se trabaja además de estudiar. Los niños
imprimen su propio diario, construyen su edificio, tienen su propio banco, adonde cada
uno puede llevar su centavo. Zapatos, muebles, vestidos, todo lo hacen los mismos
niños. Muchos de ellos trabajan de noche o de mañana como vendedores de periódicos
o de billetes de lotería.
Cada taller tiene como jefe a un trabajador adulto. Pero todos los pedidos son recibidos
y ejecutados por el secretario del taller, porque también trabajan para clientela externa.
El secretario es un muchacho. Ni el jefe, ni ningún maestro tiene nada que decir. Nadie
manda. La escuela tiene su propio tribunal, en el que se trata todo lo que interesa a los
miembros de la escuela. Si sucediera que un miembro de la escuela es apresado fuera de
ella a causa de algún delito, la policía lo entrega al tribunal escolar, que está formado
exclusivamente por niños.
Los maestros y los jefes de los talleres sólo pueden meterse en los asuntos de los niños
si éstos les piden expresamente un consejo, cosa que sucede raramente.
La mayoría de los niños son indios o mexicanos que tienen más sangre india que blanca.
No tienen la menor idea de lo que nosotros llamamos disciplina. En cambio se observa
una cooperación entre los niños, que nos sería inimaginable en cualquier institución
europea de este tipo, bajo las mismas condiciones. Conozco colonias de comunistas
americanos que tratan con devoción religiosa de realizar el comunismo. Y allí he visto,
cómo la gente, hombres y mujeres se obligan a imponer sus ideales. Y, sin embargo, la
colonia se tambalea de una desilusión a la otra. Una y otra vez vuelven a aparecer guías,
autoridades, sabelotodos, una y otra vez deben ser creadas leyes, ordenanzas,
programas, estatutos, propuestas, para mantener en vida a la colonia. Porque está
constantemente amenazada por el individualismo que lozanea en todo europeo.
En aquella escuela, se trata de la Escuela Francisco Madero en Ciudad de México,
también sucede que haya discordancias, que se deben siempre a la influencia de los
niños que no son indios, de los cuales la escuela acoge un buen porcentaje, dado que
está abierta a todos los niños de la calle. Son estos niños no indios los que quieren
destacarse. Quieren destacarse como si fueran lo mejor de la escuela. Y es su sincero
convencimiento. Pero la consecuencia final de este deseo, son rupturas y confusiones en
la escuela. Porque los niños, que no pueden seguirle el paso al ambicioso niño europeo,
se sienten presos de un extraño sentimiento de inseguridad y desaliento. Y en general
son los niños indios. De ninguna manera es que sean menos inteligentes que el
ambicioso, en muchos casos son más talentosos, pero se ven confrontados a un proceso
intelectual que ellos no entienden y que interiormente los aparta de aquellos otros
muchachos. Como indios que son, lo social es tan fuerte, lo individual cuenta tan poco,
que este alejamiento de un semejante los confunde profundamente. No saben siquiera
qué es lo que pasa. No lo pueden explicar, porque no pueden meterse en el otro mundo.
Es la tragedia de las diferencias raciales.
Esta maestra que tiene un sueldo irrisorio, junta centavo a centavo para ir a los Estados
Unidos y frecuentar allí una escuela de previsión social. Estos institutos en los EE.UU.
están muy bien dirigidos y superan en todo sentido a todas las instituciones semejantes
en Europa. Le pregunté, si quería quedarse en EE.UU., una vez obtenido el diploma,
porque sabiendo muy bien el inglés, además del español podría obtener un excelente
puesto en una escuela así. No pudo entender mi pregunta, porque nunca había pensado
en una cosa así. No se le ocurría que podría ganar más dinero, y ni siquiera que en el
mismo México ganaría más. Sólo dijo humildemente: "Haré ese curso lo más rápido que
pueda. Le dedicaré todo el tiempo que estaré en EE.UU.. Pero tengo que hacer ese
curso, porque entonces podré rendir más y mejor en la escuela aquí. Es necesario, por
los chicos." Cuando tenga su diploma volverá a esta escuela, donde tendrá el mismo
magro sueldo que antes. No tiene ninguna ambición personal. Su ambición es social. No
quiere servir a la causa, no quiere servir a la escuela, no quiere servir a nadie. Sólo
quiere hacer, cooperar, obrar colectivamente. Sólo se siente bien cooperando en
sociedad con semejantes.
No hay que confundir esto con altruismo, amor al prójimo o filantropía. No tiene nada
que ver con todo esto. Porque el altruismo es sólo un remedio para el egoísmo. Pero
altruismo o amor al prójimo, así como los entendemos nosotros, son completamente
desconocidos para el indio, porque, en realidad, sólo pueden surgir del individualismo y
del egoísmo, porque no son más que una fuga de nuestro individualismo. Pero como
ningún indio tiende al individualismo, tampoco puede ser altruista. En nuestra raza
surge el altruismo, cuando los sufrimientos de nuestros semejantes nos hacen sentir
incómodos, cuando disturban nuestra paz y nuestro contento. El indio compadece a su
hermano, no porque las penas de aquél lo hacen sentir incómodo, sino porque esas
penas y fatigas son las suyas propias. Nosotros recién gozamos nuestra cena de dólares
después de haber dado diez céntimos a un pobre diablo medio muerto de hambre, para
que se pueda pagar una taza de café. Y muchas veces necesitamos de esos seres
hambrientos pegados a las ventanas del restaurante elegante, para alegrarnos tanto más
de nuestra buena comida y de nuestra posición social más elevada. Basta no olvidar la
monedita, la monedita que se desliza en la mano consumida del muerto de hambre.
Nosotros tenemos compasión, el indio no. No padece con, padece él mismo. No
acompaña con el sufrimiento, es él mismo quien sufre. Nosotros no podemos entender
este sufrimiento en carne propia. No está en nuestro ser, no está en nuestra alma. No
tiene nada que ver con compasión. Y no lo entenderemos nunca, jamás en la vida. No
hay forma para nosotros de acercarnos con el sentimiento a esta concepción mental. Por
eso el comunismo que un día creará la raza india, no tendrá nada que ver con el
comunismo europeo. No hay teoría europea o asiática que pueda comprender o explicar
el comunismo indio. Para nosotros será siempre un misterio.
Hay que tratar de entender las leyes mexicanas contra la propiedad y la iglesia partiendo
de estos sentimientos indios. Para el europeo, y mucho más para el americano, estas
leyes parecen una brutal injusticia, porque no corresponden a la concepción europea de
la propiedad privada y de los privilegios. Estas leyes tienen aún menos que ver con el
bolchevismo, aunque los capitalistas americanos les adjudiquen influencias
bolcheviques para despertar así la furia de los buenos ciudadanos. Pero ninguna de estas
leyes está influenciada por ideas bolcheviques, sino por las ideas indias acerca del
derecho. La sangre india se fortalece, aun en aquellas capas de la población mexicana,
que más se ocupa de política. El europeo y el americano consideran bolchevique todo lo
que trata de sacudir sus ideas anquilosadas o lo que le empiece a hacer cosquillas en el
bolsillo. Y algunos mexicanos distraídos, que buscan demostrar su civilización de
mentirita, imitando fielmente todo lo que hace y piensa el americano, bailan al ritmo
que les marcan los americanos y los europeos. El noventa y cinco, quizás el noventa y
nueve por ciento de la población mexicana es católica. ¿Acaso sería posible que una
pequeña minoría pudiese imponer leyes a esta iglesia, como andan diciendo los santones
de todos los países? Seguramente no. En realidad es la amplia mayoría en México
quien aplaude la ley contra la iglesia, de lo contrario, un gobierno que impone una ley
semejante, no podría quedar en pie ni un solo día, ni siquiera con todos los medios de
una dictadura despiadada. El ochenta y cinco por ciento de la población adulta de
México no vive en íntima comunidad espiritual con la iglesia. La mayoría del pueblo
mexicano tiene sangre india en sus venas y la iglesia católica nunca le llegó al alma al
indio. Lo que no logró en cuatrocientos años, lo logrará mucho menos ahora, en estos
tiempos de apartamiento general de la iglesia. La ley contra la iglesia es de inspiración
india. Esto se olvida siempre. Y se olvida también que quien combatió con mayor
ahínco a la iglesia fue el presidente Benito Juárez, que era un indio puro. Combatió
contra la iglesia en un tiempo en que ésta todavía se lucía con toda su gloria intacta, a
mediados del siglo pasado. Porfirio Díaz necesitaba a la iglesia para mantener en pie su
dictadura. Si no la hubiera necesitado tanto, la habría tratado mucho peor que su
maestro Juárez.
Del hecho que el indio no tiene ambición individual, se quiere deducir que no tendrá
futuro. Porque nosotros vivimos creyendo que la ambición es indispensable para
realizar grandes cosas. Nadie de nosotros va a una escuela de comercio o a una facultad
de ingeniería con la idea de servir a la humanidad. Y si alguien afirma que estudia para
servir mejor a la patria, miente a los demás y a sí mismo. Porque si realmente quisiera
servir a la patria, tendría que elegir los trabajos más duros y no los cómodos, los bien
considerados, los bien pagados. El instinto mueve siempre a querer superar a los otros
para ocupar una posición mejor y más respetada. Pero nadie puede estar arriba, sin
alguien que esté abajo y nadie puede tener una posición bien pagada, sin que muchos
otros estén mal pagados. La posición del gobernador se respeta, sólo porque la del
picapedrero se desprecia. Por supuesto que nadie quiere reconocer esta cosa y por eso se
finge tanto: toda posición es honorable, el trabajo no deshonra. El picapedrero tendría
algo que añadir sobre la falsedad de estas palabras.
No es tan fácil decir en una frase, si la ambición del europeo dio lugar a su civilización
o si esta hubiera surgido igualmente, si el europeo no hubiera tenido ambición, codicia o
ansia de dominio.
Si lo que hemos alcanzado se puede llamar civilización presupone esta otra pregunta:
¿qué es civilización? Pienso que civilización es aquello que le facilita la vida al hombre
y cultura lo que se la embellece y le enriquece el espíritu. Dado que la vida es
actualmente para una amplia mayoría de personas efectivamente más fácil que hace tres
mil años, sin lugar a dudas tenemos civilización. Con la ayuda de esta civilización hoy
podemos conjurar muchos padecimientos de los hombres, que antes llevaban a
catástrofes. Si no hubiera algunos interesados codiciosos, podríamos evitar toda
hambruna gracias a nuestros medios de transporte. Eso sería irrealizable sin nuestra
civilización.
Ahora cabe preguntar si esta civilización, por el hecho de manifestarse facilitando la
vida de los hombres, hubiera sido posible sin la ambición de ciertos hombres, sin
individualismo. La pregunta no se puede contestar, porque falta el ejemplo. Y la
pregunta no me parece lo suficientemente importante como para gastar mucho esfuerzo
en encontrar la respuesta. Nosotros no hemos creado nada con la exclusiva intención de
servir a la humanidad. Hubo estudiosos que sacrificaron toda la vida para encontrar un
medicamento que curara una enfermedad. A primera vista parece que se haya hecho
para servir a la humanidad. Pero yo no creo que haya ni un solo estudioso que no haya
sido guiado por la motivación de recibir honores, es decir, que se trataba más del honor
que del servicio y de la entrega a la humanidad. Se puede admitir que mucho trabajo
haya sido realizado por el trabajo mismo, porque el trabajo mismo daba placer o porque
el trabajo debía servir para mitigar un dolor espiritual o corporal de quien trabajaba.
Pero todas estas son motivaciones egoístas, que no manifiestan un sentido social, sino
que radican en el individualismo.
No sé de ningún estudioso que haya hecho grandes cosas y haya permanecido
voluntariamente en el anonimato para sus contemporáneos y la posteridad. Todos dieron
mucho valor al hecho de ser festejados, aun cuando quizás no creían en los valores
materiales. Y ninguno merece reproches por esto. Es humano. Yo sólo quiero demostrar
que nuestras acciones son guiadas por la ambición, por la codicia o por el ansia de
dominar.
Y como nuestra civilización tiene sus raíces en estos motivos, los europeos dicen que
los indios no pueden alcanzar una civilización semejante. Sin embargo, vemos que el
indio creó grandes civilizaciones. Conocemos bien a dos de ellas: la civilización de los
mayas y la de los toltecas. La de los aztecas era una versión grosera de la civilización
tolteca por ellos adoptada, que se encontraba en los inicios de su desarrollo cuando fue
destruida por los invasores españoles. Estas civilizaciones y culturas indias que nosotros
conocemos, tenían, tal como nuestra civilización, el objeto de facilitar la vida de los
hombres, embellecerla y darle un contenido espiritual. Y lo cumplieron con creces.
Incluso los españoles, que hicieron de todo para dejar la impresión de que los indios
fueran bárbaros paganos a quienes había que quitar tierra y riquezas para cumplir con
una cristiana obligación, debieron reconocerlo.
Como los indios no son individualistas, y no es la ambición lo que guía sus acciones, he
aquí un ejemplo de que se puede crear una civilización a partir de un instinto social
completamente puro, muy extraño para nosotros; que se puede alcanzar un alto grado de
civilización sin aquella fuerza propulsora, que llamamos capitalismo o materialismo
individual. Todavía queda por demostrar que el socialismo o el comunismo europeos o
el bolchevismo estén en condiciones de crear una civilización y una cultura propias o si
sólo podrán desarrollar la actual. Por ahora tenemos que tomarlo como creyentes, se
trata sólo de una teoría. Es dudoso que el europeo o el asiático puedan desarrollar
alguna vez el sentido social que el indio lleva en su naturaleza como patrimonio
hereditario. Quizás, si el europeo no encuentra otra salida para mantener su raza y para
ordenar sus condiciones económicas, quizás sólo la miseria y la desesperación lo
puedan llevar a desarrollar otro sentido social, que no se le encarnará verdaderamente.
No hay duda de que los indios, en los próximos siglos, construirán una civilización
propia en México, en Perú y en las repúblicas centroamericanas. No serán puramente
indias, porque tendrán que arrastrar por un largo tiempo las influencias europeas. Pero
con cada indio puro que entre en el círculo de una nueva civilización, se fortalecerá la
influencia del mundo afectivo e ideal de los indios. Como el español es mucho menos
autócrata y despótico que los europeos del norte, como deja mucha más libertad a cada
hombre para vivir como le parece, así es que el indio está mucho menos sometido a la
influencia europea de lo que se cree comúnmente. A su civilización le faltan todas los
obstáculos que acompañaron y acompañan el camino de la nuestra. Estos obstáculos son
las guerras y las influencias de particulares, cuyos intereses se apartan del interés común
por intereses capitalistas o ambiciones. Los intereses del indio nunca se apartan de los
intereses de todos; son, sin que ellos sean plenamente consciente de ello, siempre
idénticos al interés común.
Mucho de lo que se nos cuenta sobre la civilización de los indios que encontraron los
blancos, fue malentendido, porque era visto con los ojos de los europeos, porque era
captado con sentimientos de extraños. Estos extraños sólo podían justificar su robo,
invasión, la destrucción de aquella civilización calificándola de Bárbara para darle la
bendición y salvación de la civilización europea y cristiana.
Aquí cabe un ejemplo. Los aztecas tenían esclavos, los toltecas y mayas por lo visto
también. Es decir, que los indios estaban acostumbrados a los esclavos, así pensaron los
españoles y trataron de mantener la esclavitud. Pero los indios no se dejaron esclavizar,
ni con regalos ni con brutalidad. Se dejaron castigar a latigazos, se dejaron morir de
hambre voluntariamente, huyeron a la jungla o a las montañas y reunieron a los
rebeldes. En las grandes islas de Cuba y Sto. Domingo todos los indios fueron
exterminados por la brutalidad de los plantadores españoles, que quisieron esclavizar a
los indios. Finalmente fue necesario introducir esclavos negros para mantener y cultivar
las plantaciones. Esta imposibilidad de esclavizar a los indios posibilitó que hasta hoy
existieran algunas comunas indias. Para el europeo, por el contrario, fue fácil someter a
los miembros de su propio pueblo durante siglos, como esclavos, como siervos, como
reclutas mansos hasta el día de hoy. Hasta hace poco las tierras no se valuaban por su
fertilidad, sino por la cantidad de siervos, por la cantidad de almas que pertenecían a la
tierra como bien inmueble.
¿Porqué no fue posible esclavizar a los indios, a pesar de que entre ellos mismos existía
la esclavitud? Simplemente porque la esclavitud entre los indios se basaba en su
concepción social, mientras que los españoles la necesitaban para satisfacer intereses
personales e individuales. A menudo los historiadores españoles admitieron
abiertamente que no habían conocido pueblo asiático ni europeo en el que la esclavitud
tuviera características tan humanas como entre los aztecas. En realidad no podemos
llamar a los esclavos aztecas, esclavos en el sentido de los nuestros. Un esclavo hombre
podía casarse con la hija de su amo y una esclava con el hijo de su señor. Ningún
esclavo podía ser vendido sin su consentimiento a un amo con el que no quería estar.
Podía manifestarse en desacuerdo con su venta; y si su amo no podía mantenerlo más,
lo tenía que dejar en libertad, si el hombre no quería ser vendido. Si el amo no vestía y
alimentaba al esclavo como se había convenido en el momento de la venta, éste se
quejaba ante el juez, quien lo dejaba inmediatamente en libertad. Ningún amo tenía
derecho de castigar a latigazos a su esclavo; si había cometido un delito, el amo lo tenía
que llevar ante el juez oficial, quien aumentaba su tiempo de esclavitud si lo encontraba
culpable. Pero en este caso tampoco lo flagelaban. Un amo que mataba a su esclavo era
siempre castigado con la muerte. Salvo durante su tiempo de trabajo preestablecido, el
esclavo podía hacer lo que quería. En ese tiempo podía trabajar para sí mismo para
reunir la suma que le permitiera comprar su libertad. Si traía esta suma, el amo tenía que
dejarlo en libertad. Los hijos nacidos durante la esclavitud eran libres; también su mujer
era libre, salvo que ella misma se hubiera vendido junto a su esposo. El sistema en
realidad no se puede llamar esclavitud. Como en ninguna parte de la tierra, en ningún
pueblo, en ningún momento se encontró esta forma y dado que incluso la vida del
moderno esclavo del salario es mucho menos libre y más esclavizada, este sistema sólo
puede ser puramente indio. Un europeo no podría ni siquiera imitarlo. Por un lado los
esclavistas europeos son demasiado codiciosos como para no exprimir hasta la última
gota de fuerza del esclavo y como para no darle la peor comida; y por otro lado, dicen
que los esclavos escapan, hay que marcarlos a fuego y sin el látigo difícilmente trabajan.
El hecho de que el esclavo se puede casar con un miembro de la familia del señor,
demuestra mejor que ningún otro, que para el indio el espíritu de casta y la segregación
fueron y son cosas desconocidas. El siente que en la sociedad no hay arriba y abajo,
ninguno es mejor que otro, ninguno es más noble, ninguno es privilegiado por su
nacimiento. Porque lo que le falta a uno, lo tiene otro, y allí donde a uno le falta tal o
cual habilidad, seguramente tiene alguna que a su vez falta a otro. El indio siente
instintivamente esta distribución de dones y capacidades entre los hombres, por eso
nadie puede dominar, por eso no quiere dominar a nadie.
A través y dentro del pueblo mexicano el indio aparece por primera vez como factor que
interviene en el destino del pueblo. Y esto desde la última revolución, desde la que la
clase obrera mexicana ejerce una influencia sobre el gobierno mexicano, como en
ningún otro país. Rusia no es un ejemplo válido. Porque México sigue siendo un estado
capitalista con predominio de intereses capitalistas.
Pero se da el caso de que los trabajadores en México estén constituidos por cuatro
quintos de indios puros y el resto, mestizos. Trabajadores, que tengan solamente sangre
europea, se pueden contar con los dedos de la mano. Los hombres que hoy gobiernan en
México, ya no son los españoles y ya no son blancos, sino que todos tienen sangre india
en sus venas.
Es natural que una política dirigida y llevada por personas así tiene que chocar con la
política europea, especialmente tal como los EE.UU. la practican contra México. De
hecho hoy ya se ha creado una situación de diálogo de sordos entre ambos gobiernos.
Ambos hablan de cosas que el otro ya no entiende. Porque las ideas sobre aquellas cosas
radican en mundos distintos, que no se acercarán jamás. Ambos gobiernos tienen razón,
si se ve desde el mundo afectivo de cada uno de ellos. El americano dice: Uds.
confiscan la propiedad de mis conciudadanos; el mexicano dice: nosotros no
confiscamos, simplemente servimos a la justicia humana. Pero sobre el tema de la
justicia, las opiniones divergen y es así por fuerza, porque lo que es justo y verdadero
para el indio no tiene nada que ver con lo que el europeo considera tal. El europeo es
siempre un particular, el indio, parte de la sociedad.
A este conflicto entre dos mundos o entre dos razas se agrega otro. La influencia
mexicana en Centroamérica se hace cada vez más fuerte. Esto es una amenaza para los
intereses estratégicos que los EE.UU. tienen en el Canal de Panamá y para el capital
americano invertido en Centroamérica, que llega a miles de millones de dólares. Cuando
se trata del dólar, el americano se pone nervioso. Los trabajadores de las repúblicas de
Centroamérica, quizás con mayor proporción de indios que los mexicanos, se
encuentran en una situación de servidumbre lamentable respecto del capital americano.
Y es comprensible que vean en México a su libertador; porque en México se encuentra
el primer pueblo del continente que se rebela al capitalismo americano y a su incultura -
que aquí se percibe claramente.
¿Cómo tratan estos dos pueblos, es decir, EE.UU. y México, de conquistar y ganar las
repúblicas centroamericanas? Un señor que yo conozco lo formuló con acierto hace
poco en la "Current History" (Nueva York): los EE.UU. tratan de conquistar
Centroamérica con acorazados, armas pesadas, tropas de marines y con el dólar
todopoderoso; México, en cambio, trata de conquistarla con flores, cantos y cordiales
gestos de amistad; los EE.UU ordenan a sus acorazados que disparen tremendos
cañonazos en los puertos centroamericanos para mostrar su poder, mientras las
delegaciones de amistad mexicanas recorren las ciudades centroamericanas cantando,
adornados con flores y con las banderas desplegadas.
Aquí se ve la diferencia.
Y hay más. México manda miles de libros de texto, en las ciudades de las pequeñas
repúblicas hermanas se reparten millones de ejemplares de canciones mexicanas.
México le regala a Guatemala un avión para su servicio postal. Los periódicos
americanos se mueren de risa, porque a México mismo le hace tanta falta cada uno de
esos libros de texto, a mayor razón los avioncitos, ya que tiene poquísimos. ¿Y por qué
el americano se burla de los regalos que hace el mexicano, que realmente no debería
hacer para no ser considerado un idiota? Porque es otro mundo. Podrá llegarse a un
acuerdo, pero nunca a una comprensión. El americano enseguida acusa al mexicano de
tendencias imperialistas cuando éste se acerca a su hermano centroamericano, pero el
sentimiento que guía las acciones del mexicano no tiene nada que ver con tendencias
imperialistas. Tampoco le hace falta ser imperialista, ni aunque tuviera la
predisposición. El gran imperio indio, "la federación de las poblaciones indias de
América", se forma sola, se forma siguiendo y obedeciendo a condiciones económicas,
no políticas. Necesariamente se forma como contrapeso a la excesiva presión económica
norteamericana. A la larga lo que se forma sobre base económica supera ampliamente a
todo lo demás. Cuánto más fuerte se haga la influencia de los indios, tanto más la forma,
la repercusión y la organización de esta federación india se alejará de las de todos los
otros estados. En el curso de su evolución esta federación irá adquiriendo un carácter
completamente distinto del europeo y manifestará una forma única y sin precedentes.
No tendrá puntos de contacto con el bolchevismo europeo.
Quien hoy afirma que los procesos en México sean bolcheviques o que tengan
influencia bolchevique, se equivoca de cabo a rabo. Dado que no se encuentra cómo
explicar por qué el pueblo mexicano se ha movilizado tanto de golpe y le está creando
inconvenientes al capitalismo, al que antes veía con tan buenos ojos, se echa mano a una
respuesta barata, se trata de bolchevismo. Porque ninguno tiene ganas de tomarse el
trabajo de observar detenidamente y analizar las cosas un poco más de cerca. Cada vez
que el capitalismo se siente en peligro, agita el fantasma del bolchevismo. Todos
entienden de qué se trata y todos saben inmediatamente de qué lado tienen que ponerse,
según cuánto contenga su monedero.
Ni bien uno observa un poco más detenidamente los acontecimientos en China, que
también son calificados de bolcheviques, y por ese desvío se examinan los
acontecimientos en México, la verdad empieza a quedar bastante más cerca. También en
China se ataca el capital extranjero, se ataca el arrogante despotismo del europeo, se
ataca la religión cristiana, y, sobre todo, se ataca la despiadada y brutal civilización
europea. Las razas, que íntimamente siempre se encontraron en oposición a una
civilización semejante, se quieren proteger, porque amenaza su alma.
Hay que llamar la atención sobre el hecho de que la revolución mexicana, que liberó al
trabajador, pero en realidad al indio, comenzó en 1910. En ese momento no se sabía
nada del bolchevismo. El líder intelectual de aquella revolución, Francisco Madero, no
era ni socialista ni comunista, así como los entendemos nosotros. Murió -fue asesinado-
mucho antes de la revolución rusa, pero sus ideas tomaron cuerpo en la constitución
mexicana. Esta constitución fue votada el 5 de febrero de 1917 y entró en vigor el
primero de mayo 1917, en un momento en que el programa de los bolcheviques rusos
apenas lo conocían en sus círculos más íntimos, seguramente no en México.
Lo que hoy sucede en México y se acrecentará en el futuro puede parecerse en sus
efectos, tal como se manifiestan, al bolchevismo; pero en sustancia no tienen ningún
punto de contacto con el bolchevismo. El bolchevismo, por lo menos así como se lo
enseña hoy en Europa, es tan ajeno a los indios como el cristianismo. Si los hombres
que hoy dirigen los destinos del pueblo en México no tuvieran una escolarización tan
europea, no estarían obligados a expresarse en modo europeo para ser comprendidos al
menos parcialmente, se comprendería inmediatamente que los acontecimientos en
México sólo se pueden explicar desde el punto de vista mexicano-indio y no se pueden
comparar con acontecimientos en apariencia símiles que se dan en Europa.
En resumidas cuentas: se trata de la rebelión de una raza no-europea contra la europea;
más exactamente: es la rebelión de la naciente cultura india contra la civilización
europea. Esta propia cultura sólo se puede desarrollar sobre una base económica que le
es propia. Y lo que el mexicano está haciendo ahora, es crear esa base económica.

18

Los indios tzotziles viven dispersos en los aproximadamente dos mil quinientos
kilómetros cuadrados, que abarca su hábitat. Pero una vez al año se reúnen todos en una
localidad. Este día en común con todo el pueblo, es el único día de fiesta que tienen y se
permiten estos indios. Por el resto, un día transcurre como el otro, porque no sienten la
necesidad de reposar. Sus nervios no están agotados. El descanso los impacientaría. No
necesitan de más descanso que del sueño. El indio no sabe cuándo es domingo.
Despreocupado viene el domingo a las ciudades mexicanas para vender o comprar y el
comerciante que quiere hacer negocios con él tiene que tener abierto también el
domingo. Como día de fiesta de la comunidad eligen el día de San Juan, el día de su
santo patrono. Ya hemos dicho antes que este día del solsticio coincide con una vieja
fiesta india, en honor a los dioses del sol. Esta fiesta se festeja una semana antes de la
fiesta de San Juan. Para conservar las buenas relaciones con su propio dios y con el de
los blancos, la mayoría participa en las dos fiestas. Como algunas tribus tienen dos días
de viaje, durante toda la semana hay un ir y venir constante y los caminos que conducen
al punto de reunión están llenos de familias y tribus indias en marcha. Todo lo que
forma parte de la familia, sin olvidar al perro, va a la reunión.
Esta gran fiesta popular se desarrolla en la capital de los indios tzotziles, en Chamula.
Esta ciudad es una ciudad enteramente india, sin población blanca. Está prácticamente
en el centro del hábitat de la nación. Los únicos blancos del poblado son el secretario
municipal y el maestro, que tampoco carecen completamente de sangre india.
La ciudad queda bastante lejos de las grandes carreteras del estado y quien no conoce el
camino, no sospecharía que allí se encuentra una ciudad tan importante para los indios.
El camino es angosto y desparejo; se puede hacer sólo a pie o cabalgando, pero no con
un vehículo. El poblado queda escondido y completamente rodeado de montañas. Son
horas cabalgando, un recodo tras otro. Nada hace sospechar que uno se esté
aproximando a la ciudad, hasta que de golpe la ciudad está allí abajo. Nadie se puede
acercar, ni cabalgando ni a pie, sin ser visto inmediatamente, porque todo aquél que
llega se dibuja nítidamente contra el cielo antes de poder descender hacia la ciudad.
La ciudad misma consta de las habituales casas de barro de los indios de la alta
montaña. Las casas están dispuestas en hileras formando calles y cuadrados. Los indios
desde siempre construyeron sus ciudades sólo con calles rectas y divisiones en
cuadrados. Cada casa tiene una pequeña porción de terreno alrededor. La ciudad entera
está, tal como la mayoría de las ciudades indias, cercada por setos espinosos o de
plantas de maguey. Fuera de la ciudad, en un lugar especial, está la iglesia y en otra
plaza, lejos de la iglesia, está la municipalidad, en cuyo piso superior se encuentra la
escuela. En su planta baja se encuentran la oficina de correos y telégrafos, que aquí
sirve solamente al secretario, porque el indio no tiene nada que telegrafiar y difícilmente
le mande una carta a alguien.
El cacique vive en la ciudad, rodeado de sus compatriotas, a pesar de tener su residencia
oficial en la municipalidad, dado que él es el alcalde. Sin él y sin su consentimiento, el
secretario no puede proceder a ningún acto oficial. Cada uno de estos actos debe ser
confirmado por el cacique para adquirir validez. Aun cuando el cacique no sepa leer ni
escribir, y aunque no conozca la lengua española, sino sólo su antigua lengua india, es
difícil que el secretario pueda hacer algo sin que el cacique lo sepa. Lo que al cacique
le falta en materia de lectura y escritura lo suple con la memoria y con los medios
auxiliares que emplea para recordar detalles exactos, cifras, cantidades, circunstancias.
Al secretario le sería muy difícil convencerlo de haber dado el consentimiento a tal o
cual cosa, si no ha sido realmente así. Cuando se trata de cosas importantes el cacique
siempre tiene a uno o dos ancianos a su lado, para tener testigos. Pero como de parte del
gobierno, en este caso, del gobernador, todo lo que llega desde las comunas indias es
rigurosamente controlado, el secretario prácticamente no tiene posibilidades de
emprender algo en su propio favor. No puede mover un dedo sin que lo sepa un
miembro indio de la comuna.
Un solo camino lleva a la ciudad. Enfrente de este camino, que deja ver a todo aquél
que se acerca, detrás de la ciudad, está el monte espeso. Apenas un peligro cualquiera
amenaza a la población, todos desaparecen instantáneamente en ese monte, desde el
cual pueden ver todo el recinto de la ciudad, mientras los invasores no pueden ver nada
de los indios.
En el amplio espacio que queda entre la ciudad y la iglesia por un lado y la iglesia y la
municipalidad por el otro, se reúnen los que participan en la fiesta. Más de tres mil
indios se encuentran diariamente durante la semana de la reunión. Como esta masa
cambia día a día, se encuentran en el curso de la semana unos quince mil a dieciocho
mil indios, hombres, mujeres y niños. Todos los caciques de las distintas tribus de la
nación se encuentran aquí, comentan los acontecimientos de sus tribus y familias y
discuten las cuestiones que han surgido entre ellos en el curso del año pasado.
Todas las familias se encuentran, intercambian saludos y noticias, presentan a los
nuevos miembros de la familia, los nuevos matrimonios, los niños nacidos. Se
intercambian informaciones sobre los amigos y familiares comunes que ese día no están
y que quizás recién lleguen al día siguiente, cuando estas familias ya esté regresando.
Parece que algún viejo amigo ya está en el más allá, dado que no está aquí. No se habla
de los muertos, los que saben que están muertos no pronuncian esos nombres. Si alguien
pregunta por una persona que ha muerto, se contesta que se ha ido para no volver. Esto
es todo; quien preguntó sabe ahora que el amigo mencionado está muerto y ya no lo
vuelve a nombrar. No existe el culto a los muertos. Quien murió está muerto y no tiene
más nada que hacer aquí sobre la tierra. Que ni siquiera su recuerdo disturbe a los vivos.
Pertenece a otro mundo, y los vivos no quieren tener más nada que ver con él. Ya
bastante el trabajo que dan los vivos. Esta reunión de los indios es el único periódico
que poseen, un periódico que se publica una vez al año. Cada uno es al mismo tiempo
director editorial, impresor, distribuidor, lector y abonado. No necesitan de otro
periódico.
La semana de reunión es una semana de muchísimo trabajo para el secretario. Es la
única ocasión en todo el año, en que ve a todos los miembros de la nación; porque la
mayoría de esta gente vive tan escondida en los montes y en las montañas, que quien no
conoce los caminos y las moradas no los alcanza jamás. Por eso el secretario tiene que
aprovechar esa semana para recoger todo el material que el gobierno necesita para fines
estadísticos. Se registran los matrimonios, los nacimientos, las muertes, los tipos de
enfermedades, las cosechas, el tipo de frutos cultivados, la cantidad de animales
domésticos. Además pregunta sobre la plaga de langostas, sobre los daños causados por
animales salvajes, recibe quejas sobre comerciantes y explotadores no-indios y muchas
cosas más. Las informaciones son incompletas porque muchos no quieren que se les
hagan preguntas o dan a propósito respuestas incorrectas, o no responden correctamente
porque no han entendido el sentido de la pregunta. Pero es la única posibilidad para el
gobierno de mantener un contacto directo con estos indios. Cada año la información se
hace más exacta. Los métodos de los funcionarios centroeuropeos para obtener
respuestas burocráticamente exactas a todas sus preguntas aquí fracasarían. La gente no
regresaría al año siguiente y desaparecería completamente del radio de acción del
gobierno. Lo peor sería perseguirlos con todas estas preguntas hasta sus propias casas.
Si el funcionario se pone apenas nervioso, dejan de hablar o dan la vuelta y abandonan
la casa. Si el funcionario amenaza con volverse grosero, se incomodan y lo matan. Si
los funcionarios se acercan con soldados, desaparecen en el monte y en las zonas
montañosas inaccesibles. No es posible tratarlos empleando los métodos europeos,
porque ellos no le otorgan a nadie el derecho de interrogarlos. El secretario, ayudado
por los caciques, se las arregla perfectamente para tratar a la gente. Todo se hace riendo
y con gran alegría. En la mesa se tratan las cuestiones serias y en el mismo recinto se
baila, se canta, se silba, se saluda a lo grande, los chicos gritan y chillan, en el suelo las
mujeres amamantan a sus pequeños, en la puerta y delante de la puerta hay cientos
apretujados charlando, riendo, abrazándose o saltando de alegría por haber encontrado a
un viejo amigo. Ay, ay, mi madre, ¿qué haría aquí un pobre funcionarito prusiano? ¿Es
que alguien se puede imaginar a un funcionario prusiano de la vieja escuela eternamente
irascible y refunfuñón en semejante entorno? ¿Qué cree que podría ocurrir si se animara
a gritar: "¡Silencio, caramba!", tal como está acostumbrado a hacer con sus
compatriotas? El indio no se deja impresionar por reprimendas ni órdenes. Muy por el
contrario, perdería el poco respeto que quizás haya tenido por el funcionario, si lo viera
nervioso chillando a la redonda. Desde ese instante no lo tendría en la más mínima
consideración, aunque fuera el mismo gobernador.
La mañana del día central de los festejos corresponde que los participantes vayan a la
iglesia. Pero aquí tampoco se ve nada que se parezca a la disciplina como la conocemos
nosotros. Entran y salen de la iglesia cuando les da la gana, sin que ese ir y venir se
adecúe de alguna forma al acto religioso. Para eso el indio es demasiado vivaz e
inquieto. Es católico y por eso va a la iglesia. Grupos aislados entran a la iglesia con
banderas haciendo mucho ruido, mientras se sigue dando misa como si nada sucediera.
El religioso conoce a su gente y no suelta palabra, se concentra en su sacra labor y deja
que la gente haga lo que quiera en la iglesia. Y los grupos y las familias siguen
entrando y saliendo ininterrumpidamente, bajan un poco el tono de voz al entrar, están
parados o arrodillados un ratito y después se vuelven a ir. Algunos aguantan toda la
misa, pero una vez terminada están bien contentos de poder salir al aire libre.
En la plaza hay muchos puestos de venta, donde los mestizos ofrecen su mercancía y
donde los visitantes de la fiesta pueden perder sus pocos centavos comprando el mismo
cambalache inútil y de mal gusto que apesta las ferias europeas y envenena el gusto
incontaminado, sencillo de los seres puros y naturales en todos los países. También aquí
son los puestos de golosinas los que atraen mayor cantidad de público, sobre todo
infantil. También entre los indios, para los niños la verdadera fiesta empieza chupando
golosinas.
Muchos puestos venden comida. Hay tortillas, frijoles, café caliente, tamales calientes,
frutas de todo tipo. Nadie se muere de hambre. Por cuatro centavos uno se puede
comprar un almuerzo completo compuesto de tortillas, frijoles, medio huevo o un
pedacito de carne y café.
Casi todo se vende por centavos; practicamente no hay cosas que valgan más de diez
centavos. Algunas familias que vienen hasta aquí, no tienen en total más de doce o
quince centavos. Y con esos pocos centavos hacen un viaje de dos días enteros con toda
la familia a cuestas, sin contar la estadía. Claro que se traen una buena cantidad de
tortillas y un trozo de carne seca desde la casa. Pero es que necesitan increíblemente
poco para sus comidas, su sobriedad es asombrosa. De lo que nosotros tragamos en un
almuerzo, un indio vive dos días por lo menos y sintiéndose plenamente satisfecho.
Los vendedores de sal tienen un puesto propio, estrictamente separado de todos los
otros. La venta de sal es comercio noble. Los únicos vendedores de sal entre los indios
tzotziles son los de la tribu de los zinacantanes.
La sal se obtiene de una mina en Salina, una localidad cercana a Zinacantan. La mina de
sal pertenece a los indios zinacantanes desde hace siglos. La sal es blanca como la
nieve. Le dan forma cilíndrica. Cada cilindro de sal tiene unos cincuenta centímetros de
largo y unos doce centímetros de espesor. Estos bloques están expuestos sobre limpias
esteras de junco dispuestas sobre el suelo. El vendedor está acuclillado al lado, a la
espera de clientes. Cada vendedor tiene una corta sierra manual. El comprador indica
cuántos dedos de sal quiere y el comerciante le siega una rebanada del ancho deseado.
Pero no hay que creer que la india que quiere comprar sal sacrifique así nomás sus
centavos por la mercancía. Para nosotros sal es sal. Pero dista de serlo para los indios.
Antes de comprar definitivamente una rodaja de sal, hay largos preliminares de consejos
y exámenes. Examina la sal que va a comprar con mucha mayor dedicación de la que
empleamos nosotros en examinar un coche que entendemos comprar. El indio conoce la
sal y si esa sal no corresponde a sus exigencias, no la compra y va a lo del comerciante
de al lado a estudiar su mercancía.
En estas fiestas también hay algunos muchachos de las ciudades mexicanas que venden
a los indios aguardientes fuertes traídos en botellas que esconden en las cercanías. Así
es que se pueden ver indios borrachos tambaleándose. Pero son pacíficos. Ni bien están
borrachos se balancean gesticulando y charlando hacia donde están sus mujeres para
acostarse y dormir la mona. Viajando por el país es prudente evitar a los indios
borrachos que aún están en pie. En un fiesta como ésta, donde la gran mayoría de los
participantes está sobria y lo permanecerá, no hay borracho que pueda armar lío, porque
sus compañeros de tribu se encargarían de aislarlo y, en caso de necesidad,
tranquilizarlo eficazmente en modo más o menos fraternal.
Es asombroso lo tranquila que transcurre una fiesta de esta magnitud. No hay peleas, ni
altercados, ni litigios. El indio es extraordinariamente sociable y es poco amigo de
peleas. Ni bien amenaza armarse camorra, en general a causa de un borracho, los
compañeros de tribu rodean a los gallitos de pelea y todo el grupo se dirige al cacique
de la comuna. Con pocas palabras éste decide quién ha sido el instigador y le ordena
estar tranquilo. Y tras su orden todos se alejan reconciliados y en paz, sin que quede
rencor. La ciudad de Chamula, donde se desarrolla la fiesta tiene un solo policía, un
indio. Salvo que lo señalen, es imposible saber quién es porque no se le nota. Pero
ninguno de los tres o cuatro mil presentes pide por él. Nadie lo necesita. Y él está
sentado inadvertidamente con su familia o con una familia amiga.
Puede suceder, como yo mismo he visto, que también el cacique de una tribu -hay que
tener en cuenta que hay más de doce tribus- empine un poco el codo y termine entre los
borrachos. Pero es notable como no pierde su actitud digna ni por un momento. E
igualmente notable es cómo sus compañeros de tribu no pierden nada de la
consideración en que lo tienen. Llegan a él con sus asuntos, tal como si estuviera sobrio,
su palabra tiene el mismo valor determinante como en cualquier otro caso.
El indio tiene mucho mayor comprensión por las debilidades de su semejante que
nosotros. En un poblado un sacerdote tiene a su amante, a la que visita casi todas las
semanas y con la que pasa siempre la noche. El noventa por ciento de la población es
india. Cada hombre, cada mujer, cada niño del poblado sabe que esa mujer sola es la
amante del sacerdote de la vecina ciudad. Sería imposible convencer al indio de que el
religioso pasa la noche con la mujer para rezar con ella y prepararla a una posición
particularmente privilegiada en los cielos. Si uno intentara hacerle tragar una historia
que presentara al sacerdote y a esa mujer como eunucos, creería seriamente que
andamos mal de la cabeza o que nos burlamos de él. Es decir, que sabe lo que pasa. ¿Y
cuál es la consecuencia? Tiene por el sacerdote la misma consideración y respeto como
si fuera un modelo de castidad. Yo mismo me pude convencer de que es así. Ni se habla
de los asuntos del sacerdote, tal como tampoco se habla de la vida marital de una pareja
de esposos. Y la mujer es respetada en el poblado como cualquier otra mujer. El
chismorreo existe también en las ciudades indias, como en cualquier parte donde
conviven seres humanos; pero asuntos sexuales no son nunca objeto de chismerío, como
tampoco en Europa a nadie se le ocurriría chismear de alguien que usa un paraguas
cuando llueve.
La sencillez y la pureza de sus conversaciones y diversiones durante una fiesta popular
así son algo que nosotros difícilmente podemos comprender. Nosotros necesitamos
mucha música, bochinche y chinpún para divertirnos. En esta fiesta toda la música que
se oye son tres indios con toscas guitarras que se pasean entre la muchedumbre, tocando
como pueden y cantando ocasionalmente. Nadie les da nada por eso. Para el músico el
pago es poder tocar y ser escuchado, que la gente le sonría, le diga algo o que acompañe
su música batiendo las palmas. Con eso se da por contento.
Los participantes de la fiesta encuentran la suprema dicha estando sentados en el pasto,
en medio de toda su nación y todas sus tribus alegres y contentos. Este tranquilo
bienestar, que a veces se puede encontrar en una familia europea, cuando a la noche
toda la familia se reúne en la intimidad alrededor de la mesa, en torno a la lámpara, y
cada uno se siente feliz viendo felices a todos los otros miembros de la familia, aquí se
extiende a toda una nación. Ninguno se siente individuo, toda conciencia de la
personalidad se borra. Todos se sienten tan íntimamente unidos como el agua en el mar.
Se puede pescar una gota del mar y considerarla como individuo; pero separada de su
unidad pierde fuerzas, se deshincha, se debilita cada vez más y se evapora
desapareciendo. Su fuerza y su dicha residen solamente en la íntima unión con todos sus
hermanos. De entre una muchedumbre europea un individuo se puede separar, se puede
desarrollar autónomamente, puede andar su propio camino, conquistar o crear un mundo
a fuerza de puño o de cerebro. El individuo sacado de una muchedumbre india marchita
como la hoja arrancada del árbol que deja de formar una unidad armoniosa con el tronco
y la raíz.
Todos forman una alegre comunidad. Risas, voces, aclamaciones, señas, charlas y
gesticulaciones. Algunas familias dan vueltas, encuentran y saludan a otras familias que
no han visto por mucho tiempo, o que han llegado a formar parte de la tribu por algún
tipo de lazo. Se pueden ver otros que han cambiado vivienda y de los que se viene a
saber qué tal se encuentran en el nuevo ambiente. Otros intercambian experiencias sobre
precios, o sobre comerciantes o enganchadores de las plantaciones de café. Caciques
recién electos se presentan unos a otros. Propuestas u órdenes del gobierno o del
gobernador se comentan, se critican, se aprueban o se juzgan con desprecio. Es en
general aquí que se toman las decisiones por las que una delegación de caciques va a lo
del gobernador en Tuxtla Gutiérrez o a lo del alcalde de San Cristóbal para presentarles
especiales requerimientos de la nación. Si no encuentran la respuesta esperada, la
delegación puede llegar a ir a la capital del país para hablar personalmente con el
presidente de la República. Estas delegaciones son siempre recibidas por el presidente y
respetadas como corresponde a representantes de una nación. Es asombroso ver con
cuál tranquila seguridad estas delegaciones se mueven en medio del gentío de una
ciudad de millones de habitantes y lo bien que se las arreglan para encontrar aquellas
entidades y aquellas personas con quienes tienen que negociar.
Entre los adultos que participan en la fiesta corretea un enjambre de niños, porque traen
a todos los niños para presentarlos a las tribus y para enraizar en sus jóvenes corazones
el sentimiento de pertenencia a su pueblo. Esto se hace inconscientemente o sin
intención premeditada. Les parecería innatural excluir a los niños de esta asamblea
nacional. Aquí se siembran en los niños las semillas de futuras amistades y parentescos
y en su innato sentido social se graban con fuerza las primeras impresiones de la
conciencia de comunión con la colectividad, impresiones que no podrá olvidar nunca en
su vida, que acompañarán toda su vida futura y dominarán sus pensamientos. Desde ese
instante ya no está solo, ya no es sólo hijo de sus padres, es una gota que se pierde, una
gota que se ha disuelto en el mar.
Una semejante conciencia de la unidad se manifiesta en todas las fiestas populares en
las que, dada la composición racial de la población mexicana, el indio constituye la
amplia mayoría. En las fiestas populares de los europeos, aun en las de trabajadores
organizados, se trata siempre de reuniones de individuos. Cada cual tiene su interés
personal, cada uno persigue su diversión personal. Para satisfacer estos intereses
individuales, en las fiestas europeas se presentan cientos de manifestaciones distintas.
Para unos hay carpas para bailar, para otros canchas de bowling, para éstos espectáculos
de varieté, para aquéllos un concierto instrumental y para estos otros una asociación
coral. Si no incluye todas estas fiestas particulares, muchos consideran que la fiesta es
un fracaso. En las fiestas populares mexicanas, entre ellas el día de la independencia, el
16 de septiembre, el día de la liberación del poder francés, el 5 de mayo, y carnaval, es
la autoridad quien da la fiesta. La autoridad invita públicamente al respetado pueblo. En
estas fiestas no hay dos manifestaciones al mismo tiempo. Cada manifestación está
prevista para que cada participante de la fiesta pueda participar en todas. Cuando se
desarrollan en lugares cerrados o en espacios limitados, hay poquísimos asientos
reservados para los invitados de honor, todos los demás puestos son gratuitos y están a
disposición de todo aquél que quiera venir. Y pobre del que moleste durante la fiesta.
Nadie se preocupa del carterista en días normales. Pero pobre de aquél que durante una
fiesta pública popular comete un robo entre la muchedumbre. Si la policía no lo toma
enseguida bajo su protección, lo matan sin piedad y mientras lo llevan preso tiene que
pasar un calvario. Ilustres y humildes le gritan al hombre: "¡La peste del infierno al
aguafiestas!" La rabia de la gente no va dirigida al delincuente, sino a quien arruina la
alegría de la fiesta. Generalmente los muchachos que hacen estas tonterías son canallas
extranjeros. Para evitar tales molestias en las fiestas en todo México, unos días antes,
encarcelan preventivamente a todos aquéllos que son conocidos como carteristas o se
hacen sospechosos y se los vuelve a poner en libertad cuando la fiesta ha pasado. En las
fiestas puramente indias no hay disturbios. No hay pícaros entre ellos y los únicos que
pueden arruinar la alegría de la fiesta son los borrachos. Pero antes de que todos los
noten, sus propios amigos se encargan de apartarlos.
Mientras los muchachos corren como desatados y no se pierden ni un soplo del placer
de la fiesta, las niñas están sentadas recatadamente cerca de sus madres y ponen una
expresión tan solemne como si todas ellas hubieran sido llamadas a ser la reina de
España. Con aire de superioridad sonríen ante el juego salvaje y desenfrenado de los
varones, como si estuvieran observando el juego de cachorros. Es imposible saber si
preferirían jugar por ahí con los varones a estar sentadas al lado de sus madres; de todas
formas sus rostros no muestran nada de lo que sus corazones desean. La seriedad de las
muchachas indias frente a la desenfrenada alegría y la desbordante vivacidad de los
muchachos, llama la atención una y otra vez. No se puede decir si es cuestión de la raza
o si es una consecuencia de la educación. Para saberlo habría que conocer mucho mejor
la vida íntima de los indios. La expresión algo melancólica de las muchachas y mujeres
indias ya llamó la atención a los primeros españoles que llegaron aquí. Esta expresión
seria de la mujer india, que muchas veces la hace parecer la depositaria de misterios
milenarios de su raza, confiere a sus rostros una belleza profunda y densa, una belleza
que, considerando sólo las formas y rasgos de la cara, las mujeres indias raramente
tienen. Pero esta melancolía meditabunda se extiende como un velo que suaviza los
rostros severos y poco simétricos de las mujeres.
El espectáculo del día es la aparición de los jinetes disfrazados. Ningún europeo le
encontraría nada particularmente llamativo o interesante a este espectáculo. No lo
consideraría ni lo creería siquiera un espectáculo. No tiene comienzo ni fin claramente
determinados. Ni asomo de disciplina o sucesión ordenada. Para los indios significa el
broche de oro de la fiesta.
Cuatro o cinco hombres, tantos como hayan tenido la posibilidad de hacerse prestar un
caballo de un simpático hacendado -porque es raro que uno de estos hombres posea un
caballo- dan el espectáculo. El jinete se disfraza un poco, tan poco de hecho, que
nosotros ni nos damos cuenta. Pero el indio advierte enseguida el disfraz, si el sombrero
está puesto en manera ligeramente distinta a cuanto prescripto por las reglas. Estos
hombres cabalgan durante una hora o dos por el lugar de la fiesta, persiguiéndose unos a
otros y bromeando, haciendo ruido, riendo y gritando. Y cuando se cansan de cabalgar,
a lo que no están acostumbrados, el espectáculo se da por concluido. Pero habrá sido un
acontecimiento tan importante que les dará tema de conversación para semanas y meses.
Nosotros nos aburriríamos muchísimo, pero el indio ve cientos de cosas que nosotros no
notamos, cosas que lo excitan, entusiasman y alegran tanto como a nosotros una pieza
de circunstancia bien hechita. Los presentes que, en general, son muy cautos y tímidos
para manifestar sus emociones, se abandonan completamente durante este espectáculo.
Gritan y aclaman, algunos se excitan tanto que se abalanzan sobre el jinete, toman al
caballo por las riendas y tratan de sujetarlo, otros forman grupos e intentan rodear a los
jinetes. Pero cada acción, tanto la de los jinetes como mucho más la de los presentes que
participan activamente es completamente espontánea y surge en el instante. Esto hace
que el espectáculo sea extraordinariamente movido, sus imágenes cambien
constantemente a cada minuto y siempre pase algo totalmente inesperado. Dado que
casi cada escena, por sencilla e insignificante que nos parezca, resulta diferente de
cuanto esperan los espectadores y es obvio que así sea, porque no existen ni la
disciplina ni la previsión, porque jinete y caballo, desacostumbrados el uno al otro,
nunca actúan al unísono y aquí también cada movimiento se presenta distinto a lo que
esperan jinete o caballo, el espectáculo se desarrolla con una tal abundancia de
situaciones cómicas o tragicómicas, que quedan satisfechas ampliamente todas las
espectativas que un indio puede tener cuando quiere un buen espectáculo. Y goza a sus
anchas porque todo sucede naturalmente, nada ha sido estudiado, ensayado, planeado o
discutido antes. Los actores no tienen un plan y visto de cerca, todos los presentes son
contemporáneamente actores y espectadores. Esta gente no es capaz de estar dos o tres
horas sentada en los bancos a mirar un espectáculo bien ordenado. Les parecería
indeciblemente fútil y sin significado; no sabrían qué es lo que esa gente pretende de
ellos y cuál es su intención, aun cuando entendieran cada palabra y todo el sentido del
juego. Pero no comprenderían el objetivo. No podrían creer nada a esa gente delante de
ellos, porque ellos ven y sienten que se lo han estudiado. Y porque no les creerían, es
que estos actores no podrían despertar en ellos alegría, pena o compasión y el juego no
tendría ningún efecto sobre ellos. Pero un buen narrador de cuentos sí que los puede
fascinar.
El personaje principal este año era un jinete que llevaba un casco hecho de piel de
mono. Había encontrado algo especial, que lo convertía en objeto digno de admiración
por parte de todos. De su casco colgaba un hilo, en cuyo extremo inferior había sujetado
un pequeño espejo ovalado. Cuando el hombre cabalgaba o, incluso, cuando sólo movía
la cabeza, el espejo bailaba para un lado y para el otro. El sol daba en el espejo, que
reflejaba la mancha brillante en todas direcciones. Sobre la muchedumbre reunida,
sobre las personas cercanas, sobre el campo lejano. El bailoteo de esta mancha brillante
reflejada ponía a la gente de un ánimo alegre indescriptible. Era algo nuevo, y como
esta mancha era la cosa más movediza, que daba los saltos menos esperados y nadie
podía predecir dónde estaría la mancha un segundo después, que seguramente se
encontraría muy lejos de donde se la esperaba, el jinete con la piel de mono fue quien
más contribuyó para hacer de esta fiesta algo inolvidable.
Quizás nos parezca que los indios son bien pueriles e infantiles para divertirse con cosas
tan insignificantes. Pero es que estas cosas para ellos no son insignificantes. Nosotros
necesitamos un gran aparato complicado y costoso para divertirnos seguro. Porque
estamos saturados y aún más que eso. El indio es joven y hambriento, pero no es ni
infantil, ni un niño. Sólo que es sincero como un niño, éste es el punto. No se miente, no
se convence de que tal ópera es buena, porque un famoso crítico la llamó lo "máximo".
Si la ópera no le gusta, lo dice y sin tantas vueltas la califica de ópera de porquería. Le
importa bien poco que por eso un crítico u otras personas lo consideren filisteo.
Necesita ser sincero consigo mismo para mantener su equilibrio interior. Nosotros
queremos pasar por personas instruidas y cultas y nos obligamos a considerar bellas
cosas que nos dejan sin cuidado, porque no nos tocan íntimamente. Si tampoco
podemos entender a la pequeña que prefiere jugar con una tosca muñeca, a la que quizás
le falta una pierna y cuya mano no es más que un trapito de cuero, que con la muñeca
grande, elegante, a imitación del natural que le acaban de regalar. Y si fuéramos
sinceros con nosotros mismos y si no temiéramos la opinión que de nosotros se forman
nuestros papas del arte que andan torciendo la nariz, la mayoría de nosotros preferiría
una representación circense bien hechita o una opereta vacía pero entretenida al "Ocaso
de los dioses". Quien de nosotros sinceramente prefiere la opereta "La morcilla
reventada" al "Parsifal", porque en "Parsifal" se aburre, mientras se divierte a lo grande
en "La morcilla reventada" es censurado por infantil o hasta pueril. Lo mismo hacemos
con el indio que encuentra toda su sana alegría en cosas sencillas, no artificiosas,
naturales. Actualmente todavía no soy capaz de explicarles a los indios, lo que no logro
aclarar a los europeos, que "Parsifal" y el "Ocaso de los dioses" y miles de otros
productos artísticos son pura mentira, mientras "la morcilla reventada" también es pura
mentira, pero por lo menos es auténtica y natural en su vacía frivolidad. Pero ya vamos
a lograr que los indios repitan como loros nuestras consideraciones sobre lo divino y
sublime de nuestras obras de arte tildadas de tales, a las que nos acercamos de rodillas.
Repetirá como loro, así como hoy ya repite muchas cosas e imita distraídamente
muchas otras más, pero no nos va a creer. El indio no cree en la superioridad de las
cosas que nosotros adoptamos sin reflexión como creyentes, porque hábiles
engañadores les han puesto un sello para nosotros. Esto nos permite esperar que del
alma del indio, que nosotros consideramos infantil, surja un nuevo mundo, en el cual la
mayoría de los valores sean juzgados de un modo distinto del que nos fue enseñado a
nosotros.
Hacia la nochecita se baila un poco en algunas partes de la plaza. Los pocos músicos no
pueden estar en todos lados. Por eso la danza se acompaña solamente con palmas o con
un canturreo monótono, rítmico.
Después cae la noche, casi de golpe. En algunos puestos de venta arden velas o
lamparitas de lata que echan mucho humo. Salvo estos puntitos de luz la noche yace
oscura sobre la tierra. La noche es muy fresca. Casi no hay brisa. Y entonces es como si
de golpe todo el mundo se llenara de romanticismo, de belleza, de amor. No se sabe de
dónde viene y no se sabe cómo sucedió. Se escucha hablar. Aquí bajito, allí un poco
más alto. Y otra vez murmullos y por allí una risa contenida. Un niño empieza a llorar y
se lo calla susurrando. Un perro ladra. Dos o tres le responden y vuelven a callar. Un
suspiro suspendido sobre el amplio campo, quizás de uno, quizás de muchos, para
fundirse en uno solo. Un gallo canta, otro más, aún otro y pronto una docena. Y una vez
que cada uno ha dado el presente, se vuelven a dormir. Hacia cualquier punto del
horizonte, que se destaca claramente de la tierra oscura, se ven oscuros montoncitos de
cuerpos humanos. Arriba las estrellas claras, refulgentes y brillantes y abajo, sobre la
tierra, una marea densa e incansable de miles y miles de luciérnagas, grandes como
nueces doradas y refulgentes. Cuanto más profunda se hace la noche, cuanto más se
ensancha, más grandioso es su esplendor. Y finalmente se muestra en toda su plena,
incomparable belleza. Una sala negra azulada, brillante, inconmensurablemente ancha y
alta, cuya bóveda majestuosa no necesita de columnas. Bienhechora y plena de
silencioso recogimiento vuela suspendida sobre la tierra como la mano bendiciente de la
eternidad. No es el día, sino la noche lo que nos une con lo que fuimos antes de ser y
con lo que seremos cuando ya no seamos.
Cada vez está más fresco. El viento se levanta titubeante. La pesada carga de la noche
comienza a aligerarse, empieza a moverse y a mezclarse. Una temprana luz gris verdosa
penetra la fluctuante oscuridad. Gruesos, abultados bancos de niebla aún se deslizan,
empujándose pesadamente sobre la vasta altiplanicie. Pero el campo ya está despierto.
Ahora parece un negro lago ondulante. Hay pocos ruidos. Pero voces y retazos de frases
flotan en el aire. Pronto las voces se hacen más frecuentes y pasan a un murmullo y
luego a una llameante confusión. Niños lloran y llaman. Madres y padres responden.
Las familias y las tribus comienzan a agruparse. Las columnas de marcha se forman
para el regreso.
Todavía hay una luz pálida extendida por todo el ancho del cielo, que fluctúa insegura.
Y entonces, de golpe, se hace de día. Y ya nomás se ve el sol grande y poderoso sobre el
horizonte. En estas alturas, rodeadas por montañas, no hay ni alba ni ocaso. El sol, que
poco antes parecía grande y poderoso, de golpe desaparece y cuando recién todavía era
de noche, de golpe está nuevamente allí, en todo su esplendor.
Numerosas familias y grupos ya están en camino y ya han abandonado el lugar. Aquí se
ven familias que se despiden. Se abrazan, aprietan mejilla contra mejilla, alzan una vez
más a los niños para mostrarlos a las personas de las que hay que separarse. Se
prometen mutuamente volverse a ver al año siguiente y esperan poder volverse a
saludar en buena salud. Son cada vez más los grupos que se ponen en movimiento
dando voces, hablando, riendo, juntando a los niños y saludando con la mano a quienes
quedan atrás.
La calle, la única que lleva al lugar, desborda de grupos hormigueantes. En el primer
recodo del camino hay familias sentadas que esperan a otras para caminar juntas, porque
son del mismo poblado o de las vecindades. A las familias les gusta caminar en grupos
grandes. Estos grupos no van pegados, durante toda la marcha se mantienen en contacto
y descansan juntos.
Las familias a veces tienen que caminar veinte, treinta, cuarenta kilómetros y todas
tienen lactantes y niños pequeños, que todavía no pueden caminar solos. Los niños son
llevados por las mujeres. Es muy raro que un hombre lleve a un niño. Pero siempre hay
suficientes mujeres en el grupo que no tienen niños pequeños y que ayudan
solícitamente a las otras madres. Los niños se llevan en la espalda, en un paño anudado.
Hay madres que llevan a uno en la espalda y a otro delante, en el pecho. Los hombres
llevan las bolsas con comida, los sarapes, los petates y los impermeables.
Ni bien un grupo de marcha está completo y ya no falta más nadie, se sale caminando a
buen ritmo. El camino no se hace aburrido porque hay mucho que contar. Unos dicen
que ésta ha sido la fiesta más linda que se vista hasta entonces, mientras otro afirma que
la del año anterior había sido mucho mejor y no falta quien opine que fiestas tan lindas
como las de los viejos tiempos hoy ya no existen, porque los indios son cada vez menos
verdaderos indios. Y esto ha llegado al colmo que había allí un joven indio que tocaba
una especie de piano de boca, lo cual es tremendo disparate y esa cosa de chapa cuesta
además dos pesos y si entra un poco de arena, no saca más sonido y ya no sirve para
nada.
Después se pasa revista a las familias encontradas y a todas las personas vistas. Este
recuento de la gente encontrada se hace con un inexorable amor por la verdad y con una
precisión implacable; porque todos ellos son excelentes, agudísimos observadores. No
se les escapa ni la más mínima debilidad de un miembro de la tribu y no hay quien los
iguale en meter el dedo en la llaga. Por si acaso no hubiera nadie para encontrar una
llaga, pues para eso están los queridos parientes que seguramente la encontrarán y
sabrán trabajarla con la lengua. Y las lenguas de las mujeres indias no tienen nada que
envidiar a las de sus hermanas blancas. Entre las mujeres hay un tal charloteo excitado
durante el camino y en los lugares de descanso, que ya se las escucha mucho antes de
poder verlas. A veces están tan metidas en su chismerío que no se molestan si uno pasa
cabalgando a su lado. Es que podrían perder el hilo tan bellamente hilado o aun dejar
que otra tome la voz cantante.
¿Y porqué habría de ser de otra manera? Son criaturas humanas y deben por lo tanto
actuar como tales. Los dichos del indio que se refieren a la charlatanería o a otras
características de sus mujeres pueden encontrar perfectamente lugar entre los dichos de
los pueblos europeos. No se advertiría su origen indio, porque podrían pasar
perfectamente por surgidos en suelo europeo. Los hombres de las distintas razas pueden
ser distintos, las mujeres, en lo esencial de su carácter, no lo son. En cualquier parte son
siempre las mismas. Cuando se escucha y se lee qué es lo que las mujeres más libres de
todas, las mujeres americanas dicen, deciden, condenan en sus conferencias y en sus
reuniones de delegadas, qué resoluciones toman, cuánta mezquindad, mala lengua y
furor condenatorio manifiestan, entonces encuentran mayor justificación todos los
dichos referidos a la mujer. Por supuesto: aquellas veinte mujeres superinteligentes, que
tienen una mirada amplia y a las que las debilidades personales de los semejantes les
parecen demasiado poco importantes como para ocuparse de ellas, no están presentes en
aquellas conferencias y reuniones. Estas mujeres no tienen tiempo para eso. Pero esas
veinte mujeres inteligentes las hubo en todos los tiempos, desde que hay pueblos y
mucho antes de que se hablara de los derechos de la mujer. Esas mujeres son la
excepción que confirma la regla. Y estas veinte mujeres que seguramente son capaces
de guiar los destinos de un pueblo, existen también entre los indios. Estoy seguro. Entre
los aztecas, las mujeres eran ciudadanas con plenos derechos, que en los últimos días de
la desesperada lucha de los indios por su libertad hicieron imposible la vida a los
españoles, no sólo con sus lenguas, sino también con las armas de sus hombres caídos.
Cuando uno ve a estas mujeres tan menudas regresando a sus casas, descalzas, después
de varias noches pasadas a cielo abierto, tras haber comido en todo el día algunas
tortillas y unas cucharadas de frijoles con uno o dos niños colgados del cuello y
caminando a un ritmo que le cuesta seguir a un hombre europeo, uno tiene la impresión
que a una raza semejante le tiene que estar reservado un destino sobre la tierra. Porque
esa raza es depositaria de fuerzas inagotadas, que algún día se descargarán con
prudencia y tenacidad o violenta y explosivamente.
Los primeros grupos no alcanzan a caminar mucho que ya encuentran grupos que
quieren llegar al lugar de la fiesta y para los que, quienes parten, dejan el puesto libre.
El camino ha sido largo y han pasado la noche en el último pueblo o en un prado del
camino o en un refugio abierto del gobierno.
Los grupos que se cruzan no pasan uno al lado del otro limitándose a un saludo o un
gesto con la mano. Todos, los que vienen y los que se van, se sientan tras haberse
saludado como corresponde y con gran alharaca. Y entonces comienzan a conversar
largamente. Los recién llegados quieren saber quién estaba allí, cómo se encuentran los
conocidos, cómo han transcurrido la jornada anterior, y todo lo que había para escuchar
y ver. Los que se van no soportan guardar para sí sus experiencias. Comienzan a
informar y a contar con gran entusiasmo lo que de esta manera pueden revivir. Todos
charlan excitados a la vez. Y aun si uno no entendiera lo que dicen y de qué están
hablando, pronto lo sabría. Porque los narradores, que por el entusiasmo a veces se
quedan a corto de palabras, sustituyen con la mímica todo lo que no alcanzan a expresar
bastante claramente con palabras. Con la mímica se repiten todo lo ocurrido durante el
juego de los jinetes disfrazados y algunas cosas de las que uno ni se ha dado cuenta o
que ha olvidado por completo; todo aquí se reproduce fielmente. Los indios han visto
todo, yo sólo un cuarto, aunque estuviéramos presentes al mismo tiempo. Habría cientos
de cosas que yo no sabría relatar y otros cien detalles los contaría en forma errada si no
me hubiera ayudado mi cámara fotográfica. Pero comprobé por experiencia que el indio
veía mucho más de lo que mi cámara podía ver. Es que la cámara sólo ve recortes y ve
sólo durante un décimo o un centésimo de segundos, mientras el indio ve todo en el
contexto y durante días y retiene todo tan fielmente en su cerebro, como si tuviera una
película que se desarrolla eternamente que registra todo y lo conserva. Me ha sucedido
frecuentemente que se me cruzara un hombre a pie o a caballo por el camino. Si después
de un rato alguno me hubiese preguntado qué tipo de pantalones tenía el hombre, si
marrones, o blancos, largos o cortos, si tenía botas de montar o rollos de cuero, yo no
hubiera podido contestar, porque sólo hubiera prestado atención al sombrero, a la
montura o a la barba del hombre. Pero mi changador indio me podía indicar la yerra del
caballo, el tipo de espuela, el color de los ojos, la forma de la montura, el tipo de saco,
de todos modos, diez veces más detalles de los que yo habría captado al pasar. Por eso
es que la gente de aquí sabe informar y contar con tanta exactitud.
Mientras están aquí sentados charlando, pasan otros, que van y que vienen. Y también
éstos se sientan y la conversación se vuelve a animar. Todos los caminos que conducen
hasta aquí están llenos de gente que viene y que va y por todas partes saludos y cuentos.
Por eso es que el viaje de regreso al pueblo de origen dura tanto tiempo. Pero estos
encuentros y saludos por los caminos constituyen una parte considerable de la alegría y
del objetivo de la fiesta. Porque la mayoría de los compaisanos que no se encuentran en
el lugar de la fiesta, se encuentran en el camino de ida o en el de vuelta, de manera que
cuando la familia llega finalmente al jacal habrá visto a todos y a cada uno de los que
quería ver al salir hacia la fiesta. Es imposible ver a todas las familias al mismo tiempo,
porque no se pueden dejar los poblados sin vigilancia y porque alguien se tiene que
ocupar de las gallinas, de los cerdos, de las ovejas y de las cabras. En esto las familias
se ayudan mutuamente.
Una vez llegados a casa, enseguida un niño o una niña sale corriendo a lo del vecino
para buscar fuego, una rama ardiente, para encender el fuego del hogar. A la mujer, a
pesar de haber hecho treinta kilómetros con el niño a cuestas, ni se le ocurre estar
cansada. Ahí nomás se ponen las ollas con los frijoles sobre el fuego, se cuece el maíz,
se lo muele en el mortero, se golpean las tortillas, el hombre junta el ganado y los niños
se las deben arreglar solos y con los más pequeños.
Después todos se sientan alrededor del fuego a comer. Y todos sienten como si hubieran
regresado de una larga vacación, de un lejano país con las mismas ganancias y las
mismas pérdidas con las que nosotros regresamos de un viaje de placer. En un punto su
viaje de placer ha tenido el mismo resultado que los nuestros tienen siempre. Todos los
bolsillos están vacíos, ni el dedo más ferviente podría encontrar en un pliegue un
centavo escondido.
Pero aun así, ha sido extraordinario. Tan extraordinario que tendrán para contar hasta
entrada la noche y tema de conversación para todo el año hasta que nuevamente llegue
el gran día en que toda la familia se pondrá en camino hacia el Campo de fiesta.

19

La temporada de lluvias dura aquí desde principios de junio hasta fines de septiembre.
Generalmente llueve todos los días. Empieza a llover siempre a la misma hora. Esa hora
se mantiene igual por una semana. La semana siguiente el inicio se adelanta o se atrasa
una hora. No es que se dé con precisión matemática, pero uno puede regularse, aunque
hay que contar con algún que otro cambio imprevisto. Digamos que la lluvia empieza a
las once. Durante tres horas se abate ininterrumpidamente una lluvia violenta. A veces
cae otro violento chaparrón hacia la noche. Al día siguiente hay un sol claro y brillante
y poco antes de las once aparecen las nubes y ya está lloviendo a cántaros. Toda lluvia
torrencial se anuncia una media hora antes con un ligero gotear que cesa después de
cinco minutos. Después de algunos días, la lluvia comienza con igual regularidad pero
recién a la una, y el segundo chaparrón cae a las once de la noche. A veces la lluvia
llega tan puntualmente durante varios días que puede servir de punto de referencia para
poner el reloj. Una vez observé durante dos semanas enteras que la lluvia comenzaba
siempre exactamente a las tres y cuarto, la variación nunca superó los cuatro minutos.
Claro que hay también días en que no llueve para nada y períodos enteros en que cae
poca lluvia. Son las temidas sequías. La naturaleza previene con sabiduría, haciendo que
se forme rápidamente una costra en la superficie de la tierra. La humedad, que ya no
puede evaporarse tan fácilmente hacia arriba, penetra en el suelo y la siguen las raíces
de las plantas jóvenes. Cuando el sol tropical se levanta con toda su potencia, a eso de
fines de enero e inicios de febrero, las raíces han llegado a tal profundidad que pueden
conservar la suficiente humedad y frescura como para poder madurar completamente,
aun bajo el más ardiente calor tropical. Porque las plantas no pueden contar con ninguna
ayuda externa. Una vez pasada la temporada de lluvias, ya no cae una gota hasta junio.
Salvo raras excepciones. En cambio, durante las noches cae abundante rocío en la
época de secas. El riego artificial convierte esta tierra en paraíso. En ocasiones de años
favorables, cuando caía alguna lluvia fuera de la estación, he visto cinco cosechas de
maíz en el arco de trece meses y en el mismo terreno. Si todo el país tuviera riego
artificial, siempre que hubiera agua suficiente a disposición, México podría abastecer de
maíz y cereales a todo el continente americano. Ahora hay años en que se debe importar
el maíz desde los EE.UU.. He visto fincas en Chiapas, donde sin abono y sin riego
artificial el maíz alcanzaba seis y siete metros de altura y cada grano que llegaba a echar
raíz, aportaba trescientos veinte a cuatrocientos setenta granos. La fertilidad de este
país, donde no hay ni nieve ni hielo, donde el sol brilla a lo largo de todo el año y el
cielo es azul, donde las rosas florecen fuera en Navidad y en enero se cosechan los
tomates y las judías verdes, esta fertilidad, potenciada por la inteligencia de los
hombres, es tan impresionante que supera cien veces la fantasía más desenfrenada de un
agricultor europeo.
Pero la misma fertilidad que ayuda a las cosas que nos son útiles, sirve en la misma
medida a las que no utilizamos. Porque la naturaleza no conoce la diferencia que
hacemos nosotros entre productos útiles e inútiles. Los yuyos prosperan tanto como el
maíz y los tomates. Y no sólo los hombres viven de maíz, tabaco y algodón.
Había plantado tomates y estaban tan lindos que podía contar fácilmente con ganar mil
pesos por hectárea. Estaban listos para cosechar, eran gordos y ricos y a punto de
ponerse rojos. Hay que cosecharlos verdes para que aguanten el transporte. Todos los
canastos estaban apilados, los ayudantes prontos para empezar. A la mañana salgo para
dividir los campos para la cosecha. En eso veo que las hojas y los frutos se habían
llenado de manchas gris verdosas durante la noche, una especie de liquen del tomate.
Los tomates cubiertos de este liquen no pueden ser expedidos porque se pudren y nadie
los compra. De dónde había salido este liquen, cuáles eran las causas, nadie lo sabe. Lo
único que se podía hacer era salir rápidamente con algunos canastos y recoger los frutos
aún indemnes.
Se planta algodón y está que es una maravilla. Una mañana se sale y el boll-weevil, el
gusano del algodón, se habrá encargado de la cosecha y tan prolijamente, que no queda
otra cosa por hacer que sembrar maíz en las hileras intermedias para disminuir la
pérdida del año.
En el sur de México había un campo de tabaco de cincuenta hectáreas. Estaba en su
máximo esplendor. Vino la langosta y en cuarenta segundos (¡cuarenta segundos!) el
campo fue rasurado de tal manera que sólo quedaron algunos rastrojos. La langosta ya
se había marchado porque no había quedado satisfecha, necesita comer
ininterrumpidamente para no morir de hambre. Tiene que comer día y noche. Y sólo
acaba cuando llega el tiempo del apareamiento.
En México, el gobierno busca terminar con la langosta con incansables esfuerzos y
grandes costos. No viene todos los años, sino que tiene sus años de migraciones, cuando
se multiplica en grado tal que los sitios de origen ya no les pueden ofrecer suficiente
alimento. Es posible destruir la langosta, o por lo menos dominarla de modo que sólo
ocasione daños leves. Pero hay otras fuerzas, que tienen que ver con nuestro anárquico
sistema económico, que trabajan en contra. Un buen año de langostas lleva los precios
de los productos agrícolas a tales alturas que los finqueros de las zonas poco o nada
visitadas por las langostas, no saben qué hacer con sus ganancias. En México circula un
buen chiste, que destapa otro lado de la economía. Para entenderlo hay que explicar
antes algunas cosas.
El gobierno tiene destacados en todos aquellos distritos, en donde suele aparecer la
langosta, comisarios y comisiones que deben observar los desplazamientos de las
langostas, registrarlos y comunicarlos telegráficamente a los puestos centrales, para que
los finqueros se puedan defender. Porque cuando la langosta y el camino que toma se
conocen con anticipación suficiente, se la puede ahuyentar y destruir en buena parte
usando gas, lanzallamas y otros medios.
Un buen día el gobierno anunció una batalla de destrucción decisiva contra la langosta,
llamada a tener éxito, porque con los medios modernos se puede eliminar esa plaga.
Un ciudadano que había leído la noticia en los diarios encontró a un comisario de
langostas y le dijo: "¿Ud. leyó que el gobierno liquidará definitivamente las langostas?"
El comisario empalideció y le contestó: "Por dios, buen hombre, ruegue conmigo que el
gobierno no lo consiga."
"Pero, ¿y porqué no?" preguntó el ciudadano asombrado."Justamente Ud., siendo
comisario de langostas debería interesarse. Debería alegrarse de que el gobierno termine
el trabajo."
"¿Alegrarme?" respondió el comisario."Pero todo lo contrario."
"Pero, dígame, Ud. no está aquí para ayudar a combatir las langostas?"
"Dios me libre", conjuró el comisario, "de combatir las langostas. Si yo las crío y las
cuido y hago de todo para que se multipliquen y estén contentas."
"No entiendo nada", respondió el ciudadano.
"Pero hombre, no se da cuenta de que yo perdería mi buen puesto si el gobierno
aniquilara las langostas. Nunca más obtendría un puesto tan bien pagado."
Esto es sólo un chiste mexicano. Pero todos los buenos chistes contienen su cruel
verdad. Y chistes parecidos se escuchan con mucha mayor frecuencia en los EE.UU.,
porque allí hay mil veces más funcionarios, que perderían su buen puestito si realmente
previnieran lo que deberían prevenir. ¿Que sería de los jueces, de los guardiacárceles, de
los verdugos, de los policías, ni qué hablar de las grandes compañías de seguros, si
todos los delincuentes se convirtieran en respetables ciudadanos? Toda esta gente vive
de los defectos del carácter humano. No tienen ningún interés en remediar estos
defectos, tan poco interés como el que puede tener el médico en que los hombres tengan
buena salud.
"Han descubierto un suero que inmuniza contra la sífilis, he escuchado", dijo un hombre
a un médico americano.
"Es verdad", respondió el médico.
"¿Entonces seguramente pronto será introducido en todas partes?"
"¿Pero Ud. cree que yo no tenga conciencia?" retrucó el médico.
"¿Conciencia? No entiendo qué quiere decir", dijo el hombre inocentemente.
"¿No pensará de mí que yo sea capaz de condenar a muerte por hambre a todos mis
colegas, a los especialistas de enfermedades venéreas?", respondió frío y profesional el
médico. "No puedo cargar mi conciencia con una responsabilidad semejante."
Y ahora observemos un poco el costado político económico de la aniquilación del boll-
weevil, del destructor del algodón. El asunto marcha como en el caso de la langosta y
del médico.
En el año 1914 los plantadores de algodón americanos produjeron dieciséis millones de
fardos de algodón. El boll-weevill no había aparecido. Por estos dieciséis millones de
fardos los finqueros percibieron quinientos cuarenta y nueve millones de dólares.
Como consecuencia del mantenimiento de los buenos precios, en 1923 se volvió a
plantar algodón. En ese año el boll-weevill causó estragos. Se cosecharon sólo nueve
millones setecientos cincuenta mil fardos. Por esta cantidad, casi la mitad que en 1914,
los finqueros recibieron mil quinientos millones de dólares. Dos años más tarde, en
1925, el boll-weevil no apareció y se cosecharon trece millones de fardos. Pero por esta
cantidad, tres millones doscientos cincuenta mil fardos más, obtuvieron cien millones de
dólares menos que por una cantidad mucho menor en 1923. Esto funciona según un
engranaje perfectamente aceitado. Cuánto más algodón es destruido por el gusano o por
otras circunstancias desfavorables, tanto menos llega al mercado; y cuánto menos llega
al mercado, tanto mayor es el precio. Ha habido cosechas tan buenas, que el precio caía
tan bajo que los agricultores no lo hacían cosechar porque no hubieran recuperado los
sueldos pagados. Realmente es un sistema económico maravilloso, en el que una
bendición de la naturaleza lleva a la bancarrota al finquero hacendoso; un sistema
glorioso, digno de la inteligencia del hombre civilizado, cuando un insecto dañino para
el hombre regala a media docena de especuladores, que tienen intereses puramente
personales, algunos millones de dólares, sin que tengan que hacer más trabajo que
mandar algunos telegramas y leer otros tantos. ¿Quién aniquilará la amada langosta, el
tan deseado boll-weevil, si son capaces de tales milagros? Hay que cuidarlos y
mimarlos para que no le amarguen la vida a una media docena de astutos comerciantes.
Pero aquí está la explicación de cómo es posible que tantas cosas que dificultan la vida
de toda la humanidad en su conjunto sigan proliferando alegremente, aunque se las
pueda eliminar con un único gesto enérgico.
Cosas que sirven a la mayoría y contemporáneamente no aportan nada o poco a
particulares, difícilmente se adoptan y aún más difícilmente se realizan dentro de
nuestro sistema económico que radica en la individualidad, en la ambición, en el afán
del particular, en puros intereses particulares. Ni bien alguna cosa promete ventajas a
hombres ávidos de dinero o de poder, se la persigue con extraordinario empeño y con
asombrosa rapidez y se la lleva a cabo con aún más asombrosa habilidad. Quiero
explicar esta curiosidad con un excelente ejemplo.
El pueblo japonés tiene como único pan cotidiano el arroz. El arroz se consume allí y en
otros países asiáticos en cantidades mucho mayores de lo que en Europa las papas, el
trigo y el centeno. Algunos millones de pequeños cultivadores encuentran su sustento
cultivando arroz. Todos saben por cuán poco trabaja el pobre peón japonés, chino o
coreano. Esto hace que el arroz sea muy barato. Y de golpe el arroz se abarató mucho en
Japón, se abarató tanto que los cultivadores japoneses ya no podían vender el propio o
debían disminuir tanto los precios que ya no llegaban a cubrir los sueldos pagados a los
culíes.
¿Cuál era la razón? Los EE.UU. habían empezado a cultivar arroz y lo producía a tan
bajo costo que, a pesar del costo del flete, se podía vender en Japón a un precio inferior
al del arroz producido en el mismo Japón. A esto había que agregar que el arroz
americano era mucho mejor que el japonés. Este hecho llevó a una especie de pánico
entre los cultivadores de arroz japoneses y el gobierno japonés empezó a estudiar el
caso. Primero se creyó que detrás de todo esto había una maniobra de grandes
capitalistas americanos, con la intención de crear un monopolio del arroz. Pero la
comisión investigadora japonesa enviada a los EE.UU., descubrió pronto que no había
tal maniobra financiera, sino que todo sucedía muy naturalmente. Y para su mayor
asombro descubrieron que los trabajadores americanos en los campos de arroz de
California, percibían, según su actividad y según su productividad, entre tres y diez
dólares por día, cuando los culíes japoneses reciben sólo veinticinco a treinta centavos
por día. ¿Cómo era posible?
Los arroceros americanos tenían aproximadamente cien mil hectáreas de tierra
cultivadas con arroz. La tierra había sido un desierto, completamente inservible y el
agricultor la había comprado por un reverendo cacahuete. La tierra fue irrigada
artificialmente según sistemas modernísimos -porque el arroz requiere muchísima agua-
y después fue labrada con potentes tractores. La idea no había surgido de la mente de un
capitalista, lo que, dicho sea de paso, hubiera sido de extrañar, porque los verdaderos
capitalistas no suelen tener mucho seso. La idea había sido cuidadosamente desarrollada
por el Profesor Mackie del Centro Experimental para la Agricultura de California. No
hace falta subrayar particularmente que al profesor, tal como a la mayoría de los
trabajadores intelectuales, no le tocó mucho de la lluvia de millones y tuvo que saciarse
con la fama.
Un trabajo, que debe ser hecho por miles de pobres culíes japoneses, lo hacen aquí en
un solo día los gigantescos tractores y mucho mejor de lo que lo haría el más hábil y
hacendoso de los culíes. El culí tiene que trabajar como una bestia, mientras el
trabajador americano está cómodamente sentado en su tractor fumando un cigarrillo o
cantando una cancioncita.
Poderosas máquinas se encargan de la cosecha y de la trilla. Poderosas máquinas
limpian el arroz cosechado a una velocidad increíble. Otras máquinas llenan saquitos de
exactamente un cuarto kilo de arroz. Un poderoso tractor tira, a velocidad de automóvil
un largo camión cargado hacia la costa y, sin que mano humana toque un solo saco, la
nave queda cargada en pocas horas. Todo esto lo vio la comisión gubernamental
japonesa y se enteró también de que ya hoy en EE.UU. se producen doscientos millones
de kilogramos de arroz, que no sólo es más barato, sino como consecuencia de
cuidadosa selección de la simiente, es mucho mejor que el arroz japonés. La comisión
regresó al Japón y presentó un informe completo acerca de lo visto. Pero el sistema no
es aplicable en Japón, porque también aquí el individualismo se le contrapone. Los
pequeños cultivadores de arroz no quieren juntar sus pedacitos de tierra para formar una
gran tierra comunitaria. Quieren mantener su autonomía e independencia. Y el sistema
sólo es realizable cultivando tierras de miles de hectáreas siguiendo un mismo plan
uniforme.
Pero hay otras lecciones que extraer de este hecho. Si algunos capitalistas
emprendedores llevan a cabo un plan semejante, se los alaba como hombres
trabajadores, que pueden y deben ser el orgullo de todo el pueblo. Pero si son los
trabajadores los que recomiendan un plan semejante en el interés de la comunidad, para
abastecer a todos de pan barato con menos esfuerzo, entonces en vez de alabarlos, se los
tilda de subversivos, de revolucionarios, de bolcheviques, de anarquistas y quien sabe
cuántas otras cosas. Y hasta hay personas que se hacen llamar jefes obreros que afirman
que la propiedad privada de cosas que la humanidad necesita para su existencia es
sagrada y no puede ser tocada.
No hará falta que aclare a quienes están convencidos de la necesidad de la acción
conjunta de la humanidad, lo que podría hacerse de un país tan fértil como México, si el
verdadero sentido social sustituyera al individualismo egoísta. Porque todos los
privilegios naturales que tiene California, México los tiene cien veces más. Bajo el
sistema económico individualista-anárquico actualmente vigente, la indescriptible
riqueza de México constituye una maldición para el país y para la población. Los
productos mundiales por los que se pelea en este siglo son oro, petróleo y caucho.
México está en el segundo puesto en lo que respecta a la producción de petróleo y puede
estar pronto en el primer lugar. El año pasado produjo 25.400 kilogramos de oro. La
producción de café llegó a treinta millones de kilogramos. Y el caucho lo puede
producir en cualquier lugar donde haya alguien que plante un gomero o donde alguien
se ocupe de cultivar otras plantas productoras de caucho.
Por estas razones nadie debería asombrarse en Europa que México se vuelva cada vez
más un punto central de los acontecimientos mundiales. Pero hay que tener cuidado de
no dejarse llenar la cabeza. Se habla de "amenaza de la libertad de conciencia religiosa",
se habla de "confiscación de la propiedad privada extranjera", se habla de "tendencias
bolcheviques del gobierno", se habla de "intenciones anexionistas de los mexicanos en
Centroamérica". Pero en general se está hablando en casi todos los casos del petróleo,
del oro y de la plata de México.
Los hombres olvidan demasiado rápido y desaprenden demasiado fácilmente. Durante
la última guerra se decía "democracia y derecho a la autodeterminación de los pueblos"
cuando se pensaba realmente en "camino por tierra sin obstáculos para Inglaterra hacia
India", o "control inglés del estrecho de los Dardanelos", o "posesión inglesa de las
colonias alemanas", o "conquista de mercados alemanes para Inglaterra". Si Alemania
no hubiera cometido el error de comenzar el conflicto bélico con su declaración de
guerra y el segundo error, de pasarle por encima a Bélgica, hoy todo niño sabría que los
eslóganes democracia y autodeterminación de los pueblos sólo se usan para velar las
verdaderas intenciones. Pero los hombres no aprenden. Y los más peligrosos son los que
no quieren aprender. Si México cometiera hoy un solo error diplomático todo el mundo
se volvería loco al grito de: el noble y honorable pueblo mexicano debe ser liberado de
la tiranía de la ínfima y brutal minoría bolchevique, de los políticos estafadores. Todo
el mundo caería en la trampa, así como cayó en 1914 en Europa (y 1917 en América) en
trampas parecidas. Pero espero, sin embargo, que haya gente que se mantenga lúcida y
que comprenda que a los hombres que se ocupan de política en EE.UU., en Inglaterra y
en algunos otros países europeos les importa un rábano la "libertad de conciencia del
noble pueblo mexicano" o algún otro aspecto que hace al bienestar de los mexicanos.
Se trata sólo del petróleo, de las minas de oro y plata. El actual gobierno mexicano es
odiado en todo el mundo sólo porque es el primer gobierno que coloca al mexicano al
mismo nivel que al capitalista extranjero y porque ha empezado a controlar el origen
legítimo de todos los títulos de propiedad de los capitalistas extranjeros sobre la tierra y
las riquezas naturales mexicanas. Los anteriores gobiernos de México no lo hicieron
nunca, por eso podían convivir en paz con los imperialistas extranjeros.
Así sucede que hoy la riqueza natural de un país que debería constituir la bendición para
sus habitantes, se convierte en maldición para el país y en ruina de sus hijos.

20

Hace algunos años encontré en un periódico comunista un artículo bastante largo sobre
la comuna india. El artículo se atenía tan precisamente a los hechos, como es dable
esperar de un artículo de periódico. Todo lo que en él se decía sobre la comuna india era
correcto. No contenía ninguna exageración puesta para servir a las ideas o a la
propaganda comunista. Pero la lectura del artículo despertaba las ganas de vender todas
las pertenencias para ir a México e unirse a una comuna de este tipo. Si un trabajador u
otra persona lo ha hecho, no lo sé. Puedo decir que conozco al trabajador. Por esto digo
a todo trabajador y a todo aquél, que esté lleno hasta la coronilla de ideales comunistas,
cuidado con presentar a la comunidad india como ejemplo de comunismo o socialismo.
Con mayor insistencia aún le advierto que no emigre para inmigrar en una comuna india
con la esperanza de ver allí realizados sus ideales comunistas. Conozco a un buen
número de trabajadores comunistas de los EE.UU. que han ido a Rusia y regresaron
desilusionados. Seguían siendo comunistas, a pesar de todos los defectos encontrados y
vistos. Pero no podían vivir allí, no podían soportar esa vida. Por mil motivos el
comunismo en EE.UU. será distinto del de Rusia; quizás aquí los trabajadores que
regresaron desilusionados de Rusia podrían encontrar lo que buscan. Quizás. ¿Quién
sabe?
Pero si para un trabajador perteneciente a la cultura europea occidental o
norteamericana el comunismo ruso es difícil de soportar, cuánto más lo será el
comunismo indio. Un trabajador europeo, que quisiera presentar el comunismo indio
como un ideal, o que recomendara como meta el comunismo indio, sólo lo puede hacer
con total desconocimiento de causa. Recomiendo sinceramente a todo comunista que
tenga en mente vivir imitando el comunismo indio, seguir siendo esclavo del salario en
la civilización capitalista.
La condición preliminar para vivir en una comuna india y sentirse bien y feliz allí, es
haber nacido indio en una comuna y haberse criado en su seno. Aun el trabajador
industrial indio de México no encontraría en su comuna india los bienes que hoy posee
o puede poseer como trabajador asalariado en una ciudad. El primitivismo de la vida en
una comuna india parece bastante idílico cuando se escucha hablar de él. Pero si se tiene
que vivir tan primitivamente, la vida se vuelve tan pobre, insulsa, áspera, descolorida
para una persona civilizada, que no le parecerá que merezca la pena de ser vivida.
El trabajo que pasa un indio en su comunidad para sobrevivir y mantener a su familia es
mucho más duro que la vida de un obrero industrial que trabaje duramente. Todas las
posibilidades de instruirse, los recreos y los entretenimientos que se puede permitir hoy
en día, por poca plata o gratis y que enriquecen y embellecen su vida, no existen en una
comuna de este tipo. Y tampoco son posibles, porque no sobra mano de obra. No hay
domingo ni día de descanso. El indio debe trabajar de sol a sol. Sólo exteriormente su
vida parece libre e independiente y él mismo cree ser libre e independiente. Pero el
obrero industrial lo es mucho más. El indio no tiene un capataz que lo empuja. Y sin
embargo es un esclavo, un esclavo de su trabajo, una carga que deberá soportar durante
toda la vida y que no le dejará ni una hora de libertad. El primitivismo de sus
herramientas y su conservadurismo, que lo llevan a hacer todo tal como lo hacían sus
padres hace mil años, dificultan aún más su trabajo y le dejan menos libertad. Es sólo
gracias a su robustez, a la admirable resistencia de su físico, que tiene la fuerza interior
como para encontrar bella esta vida y encontrar en ella toda la felicidad que espera de la
vida. Porque sus aspiraciones son tan sencillas y primitivas como su vida. No quiere
más, porque no conoce más, porque no sabe cuán bella y rica puede ser la vida. El
trabajador civilizado, en cambio, que ve lo que los pudientes saben hacer de la vida y
qué caudal de belleza puede esconder, aquí se atrofiaría e intentaría por todos los
medios volver a la oscuridad de la mina o a la maloliente refinería de petróleo del
explotador americano. Si el comunismo no es capaz de hacer más bella, rica, vivible,
cómoda, soportable, segura la vida de cada uno y de todos, de lo que es actualmente la
vida de un obrero industrial bien pagado en una gran ciudad, entonces el capitalismo
con todos sus pecados es preferible al comunismo.
Son los capitalistas y no los agitadores comunistas, quienes enseñan a los trabajadores
que un comunismo ideal es posible. Si un par de tractores gigantescos, en los que el
trabajador está cómodamente sentado sin tener otra cosa que hacer sino mover palancas
y hacer girar perillas, en un día producen más y mejor que miles de peones trabajando
duramente, que apenas llegan a saciar su hambre, entonces el comunismo tiene que ser
posible. Sólo que no debe nacer en una comuna india, sino en medio de la más rica de
las civilizaciones. Los comunistas quieren creer y proclaman entusiastas que en un
sistema económico comunista existe la misma posibilidad de inventar y construir estos
tractores gigantescos y máquinas aún mejores y más útiles. Pero todavía nos faltan las
pruebas de que esto ocurra realmente. Porque la naturaleza del hombre es un factor
importante en todas las cosas. No se puede saber hoy, si el hombre europeo tendrá el
mismo interés por las invenciones y creaciones cuando codicia, ambición, riesgo,
ganancia, posición privilegiada del individuo no cuenten más. Me parece difícil que el
hombre europeo o el asiático demuestren una sentido social tan desinteresado y tampoco
creo que este sentido social se desarrolle en estas dos razas. Quizás sólo frente a una
catástrofe, que amenace la existencia de estas dos razas y que sólo el comunismo pueda
evitar. Pronto el capitalismo habrá llevado a la humanidad a esa catástrofe que está al
acecho. Pero en mi opinión personal, el comunismo debe ser llevado adelante de todas
formas, con o sin violencia, con dictadura o con armónica colaboración de todos.
Aunque más no sea para demostrar que el comunismo es un gran bluff, una absurda y
estúpida locura. En una de esas se demuestra que es un sistema más bien sensato. Pero
hay que imponerlo, sea para salvación o condena de la humanidad. Al menos, para
cambiar un poco después de tanto tiempo de hacer las cosas del mismo modo. Porque,
tal como es ahora, es insoportable y difícilmente el comunismo represente una estupidez
mayor que el sistema actualmente reinante con sus eternas guerras, con sus constantes
amenazas de guerra, con su miedo paralizante ante posibles crisis económicas. El actual
sistema económico, con sus caóticos fenómenos concomitantes, que amenazan
cotidianamente la existencia hasta del más diligente de los trabajadores, no nació de la
inteligencia, de la razón humanas, sino del más bajo de los instintos, de los instintos del
rudo cavernícola.
Cuando los comunistas empiecen seriamente a tirar a la basura sus doctrinas
dogmáticas, para en cambio considerarlas como el hombre inteligente lee actualmente la
Biblia, es decir, como una doctrina que se lee, pero según la cual ni se vive ni se
construye, entonces puede ser que los comunistas encuentren la buena solución para
hacer las cosas.
Estas ideas me vinieron estando sentado en el soportal de una solitaria hacienda* en
Chiapas, ya que no podía avanzar ni retroceder a causa del estado de los caminos,
después de fuertes chaparrones. Hombres y mujeres indios pasaban, pesadamente
cargados con los productos de su diligente trabajo. Ellos, generalmente tan veloces, sólo
avanzaban afanosamente. Se hundían hasta las pantorrillas en la densa arcilla del
camino y frecuentemente uno de ellos tenía que descargar para ir en ayuda de un
hermano, que ya no podía salir solo del barro. ¡Cuánto trabajo, cuánto vigor, cuánto
tiempo de vida tenía que invertir esta gente para acarrear su carga a la ciudad y recibir
en cambio cuarenta o sesenta centavos! Para producir la carga que llevaban sobre sus
espaldas, primero debieron desmalezar su terreno, después ararlo, después sembrar,
después volver a desmalezar, después proteger el fruto de insectos y pájaros, después
rogar a dioses blancos y propios que mandaran lluvia. Recién entonces pudieron
cosechar, tras lo cual tuvieron que desgranar con increíble paciencia las mazorcas de
maíz, grano por grano con sus primitivos utensilios de trabajo. Y una vez hecho todo
este trabajo cansador, tienen que llevar la cosecha sobre las espaldas hasta la ciudad,
donde deben estar horas y horas sentados en el mercado o ir de casa en casa en busca de
compradores. Cuando uno ve todo esto y está obligado a observarlo pacientemente,
porque otra cosa no se puede hacer más que estarse quieto, no es de extrañarse que a
uno le vengan ciertas ideas sobre los sistemas económicos.
*

Yo había querido llegar rápidamente desde la estación de trenes al interior del país.
Alquilé un auto porque me habían dicho que el camino era bueno y que podía avanzar
unos doscientos kilómetros con él. En la estación seca puede ser. En este momento
estábamos en el intervalo de la temporada de lluvias, donde uno puede contar con
algunas semanas de seca.
Indudablemente un viaje en coche por este país tiene sus encantos. Pero es aconsejable
mantener la vista dirigida hacia el interior del vehículo y no preocuparse demasiado por
el conductor. Durante el viaje uno se consuela pensando que el conductor expone su
pescuezo tanto como uno el propio y que, dado que el conductor esto lo sabe mejor que
nadie, tendrá cuidado en no arriesgar ni su pescuezo ni el mío.
El viaje inicia en una ciudad que está a seis metros o poco más del nivel del mar para
llegar a una altura de dos mil o más metros sobre el nivel del mar. Y siempre al borde.
Al borde del precipicio y al borde de la eternidad. El auto va y de golpe todo el camino
empieza a desmoronarse y claro que se desmorona hacia aquel borde donde hay un
precipicio de 200 metros, no hay de dónde agarrarse, ya las ruedas en el aire, pronto el
techo, ya el radiador, pronto la ventanilla posterior. Pero antes de llegar a tanto, el
conductor atrapa al milímetro el carro y las ruedas delanteras llegan a morder aquella
parte del camino que hoy todavía no se desmorona, sino que espera a mañana o quizás
al lunes de la semana que viene. El conductor se da vuelta cuidadosamente y dice:
"Señor (N.d.T.: escrito en español con grafía alemana en el original, "senjor") , venga
despacito hacia adelante, para que tengamos sobrepeso delante, pero no mueva nada al
cambiar de lugar, sino terminamos en el precipicio, serán unos ciento ochenta metros, y
yo quisiera salvar mi coche."
Así es que uno llega adelante, al lado del conductor. Uno se baja y trata de conseguir
que por lo menos una de las ruedas traseras vuelva a la parte del camino que parece
todavía firme. Se logra y con rápido envión del motor, el carro salta hacia adelante y
está a salvo. El conductor tiene que mantener la sangre fría, porque si se confunde y
toca sin querer la palanca de marcha atrás, todo habrá sido en vano y ni siquiera se
encontrarán los cadáveres, porque los buitres habrán terminado la comida antes de que
alguien pase por allí y se tome el trabajo de bajar por el escarpado precipicio para ver si
en el coche destruido ha quedado algún martillo utilizable.
En cien kilómetros pueden ocurrir unos cuatro o cinco desmoronamientos en este
período. Pero también el camino ya puede haberse desmoronado antes y el auto toma
una curva, detrás de la cual no hay más camino, sólo un gran vacío. Este conductor
quizás no podría obtener una licencia en una gran ciudad, pero a quien tiene una licencia
para la ciudad, aquí le sobran veinte kilómetros para que no se lo vuelva a ver con sus
acompañantes. Al menos no en esta vida y en la otra, depende de cuánto haya quedado
de la gente y en qué medida se hayan mezclado huesos y trozos de carne.
Las curvas son tan cerradas que frecuentemente no es posible tomarlas de una vez. Hay
que dar un primer envión, luego retroceder un pedacito, para dar vuelta el volante. Pero
la curva es tan estrecha, que al retroceder, una de las ruedas queda colgando sobre el
precipicio y si el conductor no conoce con la precisión de diez centímetros la reacción
de las palancas, por medio segundo las cuatro ruedas se encuentran sobre el abismo. A
este punto sólo sirve un paracaídas, que no suele ser parte del equipamiento de estos
coches.
Pero estos conductores conocen el camino al dedillo, le conocen todas las mañas, y si
se les paga en consecuencia, son capaces de conducir en plena noche con una seguridad
y con un dominio de la máquina, dignos de asombro. Les sobra sangre india en las
venas como para no ponerse nunca nerviosos o perder la presencia de ánimo. De puro
gusto por los peligros acechantes suelen hacer los saltos más osados con el auto, aun
cuando no son necesarios y podrían viajar cómodamente.
Durante la larga estación seca, una vez arreglados los inmensos daños causados por la
lluvia tropical, el camino es perfectamente transitable para los autos, a pesar de los
abismos que no cuentan con ninguna barandilla de protección. Un conductor entrenado
y prudente, aun sin conocer el camino, es capaz de salir adelante. Y cada año la
situación mejora. Sólo que aquí no hay ninguna autoridad que tenga a la gente con
andadores como en Europa. En todas partes y en todas las cosas es uno mismo quien
debe protegerse. Si uno ve un puente, no quiere decir que realmente aguante. Es seguro
que alguna vez fue transitable. Pero eso no quiere decir que ahora, cuando yo quiero
usarlo con el auto o a caballo, no se venga abajo. Yo mismo me tengo que cerciorar de
ello. Y el mejor modo de probarlo es cruzándolo a caballo. Si se viene abajo, uno sabe
que hubiera sido mejor no cruzarlo. Pero en todo el continente es así y contribuye en
gran medida a dar a la gente un carácter completamente distinto del de los europeos.
Avanzamos un buen trecho con el auto. Pero de golpe empezó otra vez la lluvia, una
lluvia torrencial. Y pronto nos encontramos en un pozo de barro. No había forma de
mover el coche.
Así fue que consideré que lo mejor era bajarse y buscar un techo, bajo el cual pasar los
próximos días. Porque la lluvia duraba y se hizo tan violenta que no se podía ni soñar
con seguir el viaje antes de dos o tres días.
El conductor me dijo que a unas dos leguas, aproximadamente ocho kilómetros más
adelante, cerca del camino había una hacienda* solitaria, en donde podría alojarme.
Desde allí podría mandar unos muchachos con mulas a buscar el equipaje. El entonces
vendría con las mulas. Una vez cerrado, podía dejar tranquilamente el coche donde
estaba, porque nadie podría robarlo. Tampoco sería fácil robar inadvertidamente
asientos o ruedas. El ladrón podría encontrar siempre a alguien por el camino y tampoco
podría vender estas cosas, porque enseguida se sospecharía del robo. Cuando a causa de
cualquier circunstancia uno se ve obligado a dejar el coche u otro vehículo, el
propietario pega un papelito en el que explica que el vehículo es suyo y que vendrá a
buscarlo ni bien lo permitan las condiciones del camino. Entonces todos saben que el
auto no fue abandonado y que el propietario quiere conservarlo. Una tal declaración de
propiedad se respeta siempre y también se aplica a fuentes de petróleo y minas
abandonadas.
La marcha hacia la hacienda* , una vez pasados los trechos fangosos, fue bastante fácil;
porque la lluvia recién había empezado y sus efectos negativos recién se manifiestan
después de un cierto tiempo de lluvia continua. Los trechos intransitables a veces sólo
alcanzan a unos cien metros, después hay nuevamente roca firme, puede suceder, sin
embargo, que se prolongue por varios kilómetros. Todos los años los caminos son
rellenados y mejorados, pero hasta que no se construyan diques de piedra del costo de
millones de pesos, cada año se repetirá el peligro de que desmoronamientos de
montañas, dislocaciones y corrimientos de rocas barran las calles rellenadas hacia abajo.
Y así llegué a la hacienda*. La administraban dos mexicanos que parecían ser hermanos
o primos. Una hacienda*, también llamada finca en esta parte del país es, tal como en
Europa central, un latifundio; sólo que una hacienda* es mucho más grande que un
latifundio normal. Una hacienda* con veinte mil hectáreas no se considera una
hacienda* grande. Sólo una parte de la tierra se cultiva, la mayor extensión se destina a
pastizal para los bovinos y los caballos o a monte. Pero hacienda* puede ser
frecuentemente el nombre con que se designa una fábrica en el campo, que elabora
productos agropecuarios, porque la palabra hacienda* deriva del verbo hacer. Una
propiedad pequeña se llama rancho en México. Pero incluso un rancho puede alcanzar
diez mil hectáreas y más; una propiedad más pequeña, que corresponde
aproximadamente a una granja europea, se llama ranchito.
A veces pueden pasar varios días de marcha sin que se encuentre un albergue. En
trechos más largos se puede encontrar algún refugio abierto, en donde dejar los
animales y el equipaje durante la noche o cuando el sol calcina al mediodía y prepararse
para uno mismo un lugar donde descansar. Los viajeros pobres pasan la noche sólo en
este tipo de refugios o al aire libre, generalmente en las cercanías de un poblado o de un
rancho. Los viajeros que tienen algo de dinero, siempre pueden encontrar alojamiento
en una hacienda*. Porque las haciendas* y los ranchos hacen las veces de albergues.
Aunque la hacienda* lo aproveche como negocio, el alojamiento del viajero se
considera más bien un gesto de gentileza personal del propietario de la hacienda*. No
hay que tener exigencias como en un hotel, no hay que quejarse ni dar órdenes, no hay
que protestar por la comida o por la cama. Y nadie lo hace tampoco, ni siquiera cuando
se ha dejado la hacienda* a las espaldas. Uno se conforma con lo que la hacienda* tiene
para ofrecer y queda agradecido por todo favor especial que se le haga. Asimismo los
precios son inferiores a los de un hotel y también se estipulan en modo familiar. Se pide
más a quien parece tenerlo, un poco menos a quien tiene que andar contando el centavo.
El extranjero siempre tiene que pagar más que el mexicano y gente del gobierno
mexicano, funcionarios controladores, ingenieros de caminos, geólogos y por el estilo,
también tienen que pagar más que el simple ciudadano mexicano. Si a uno el precio le
parece muy alto, se puede negociar tranquilamente, sin que el propietario de la
hacienda* se sienta ofendido por esto. Hasta se puede regatear y llegar a pagar el
cincuenta por ciento del precio y, sin embargo, despedirse con la mayor amabilidad del
propietario. En México se pagan en un hotel tres a cinco pesos por una habitación y tres
comidas, salvo en las grandes ciudades y en las ciudades que están en el centro de la
zona de producción de petróleo o de las ricas minas. Las comidas son abundantes, el
desayuno es más abundante y variado que un almuerzo en una casa de clase media
centroeuropea. Pero las habitaciones son otro cantar. Frecuentemente duermen también
otras personas en la misma pieza. Personas que uno nunca ha visto antes y que, a
menudo, espera nunca volver a ver. Mejor ni hablar de las camas, pero por lo menos son
limpias y entonces se perdona. A menudo la cama no es más que una hamaca. En los
estados del sur de México y en Yucatán la mayoría de la gente duerme sólo en hamacas,
aun los más ricos. Casi no se conocen las camas. Las hamacas que utiliza la clase alta en
aquellos estados es quizás el tejido más fino para hamacas que se pueda encontrar en la
tierra. Uno se puede llevar cómodamente la hamaca en el bolsillo y ,sin embargo, cabe
en ella toda la familia, marido, mujer y tres niños. Y no es raro que toda una familia, si
es pobre, duerma en una hamaca. Las hamacas más sencillas se consiguen por un peso,
las hamacas de los pudientes pueden costar doscientos y hasta trescientos pesos cada
una. Por este dinero un hombre podría comprarse no sólo una, sino dos o tres de las más
bellas camas, si así lo quisiera. Pero prefiere dormir en su hamaca.
Una hacienda* cuenta, por lo general, con suficientes habitaciones como para hospedar
a los viajeros. Pero faltan camas. A veces hay catres con un delgado colchón, dos
sábanas limpias y una o dos frazadas de lana. Pero a veces no hay ni los catres. Y el
viajero, sea éste un mexicano distinguido o un hombre común, se acuesta como si nada
en el suelo envuelto en sus cobijas. Ni se enoja, ni protesta. Esta es una característica
maravillosa de los mexicanos; aunque les gusten la comodidad, el lujo y el bienestar por
sobre todas las cosas, se adaptan perfectamente a las condiciones más primitivas cuando
no queda más remedio. No pierde palabra, ni habla de eso. En el mexicano se juntan la
sobriedad del indio, el amor por el lujo y el bienestar de los españoles y la jovial
capacidad de adaptación a condiciones miserables de los conquistadores del siglo
dieciséis y de los primeros colonizadores. En cualquier circunstancia es capaz de
convencerse de que la está pasando bien, pero ni por un segundo abandona el deseo de
mejorar su situación lo más rápidamente posible. Quisiera ver cómo queda un pueblo
europeo después de cien años de revolución, avatares políticos, sublevaciones, luchas
partidarias, invasión armada y violación sin escrúpulos por parte de franceses,
americanos, ingleses, imposición de un emperador de una raza extranjera y un constante
juego de intrigas de la iglesia romana, tal como le sucede al pueblo mexicano. Pasar por
todo esto y volverse a levantar una y otra vez, no cejar nunca, no renunciar nunca a la
independencia, todo esto demuestra una tal tenacidad, unas inquebrantables ganas de
vivir, que seguramente no se encuentran con facilidad entre muchos pueblos.
Para salir del paso a todas las incomodidades, hasta donde esto es posible durante un
viaje por un país tan escasamente poblado, es aconsejable no fiarse de ninguna cama de
hotel, sino llevarse siempre el propio catre o la propia hamaca. Yo lo hice siempre y me
las arreglé muy bien. Pero también puede suceder que en la hacienda* no haya
habitación libre y entonces se duerme en el pórtico que rodea la casa y que durante el
día es el único lugar de estar para todos los miembros de la familia del propietario de la
hacienda*. Porque en las verdaderas habitaciones el mexicano pasa sólo la noche.
Generalmente también se come en el pórtico. Si se pasa la noche en el pórtico, es
aconsejable instalar el mosquitero, si uno se encuentra a menos de mil metros sobre el
nivel del mar.
Algunas de estas haciendas* solitarias no gozan de buena fama, y la que tenía buen
nombre puede perderlo al cambiar de propietario o si éste ha perdido fortuna. Porque
hay haciendas*, de las que se dice que se ha visto entrar a un viajero, pero que después
no se lo volvió a ver. De una hacienda* en el este de Chiapas, no lejos de la frontera con
Guatemala, se cuenta que su propietario tiene más de ochenta viajeros asesinados sobre
su conciencia. La mayoría de estos asesinatos no fueron cometidos dentro de la
hacienda*, sino en el camino que pasa por delante, y que ésta controla completamente a
largos trechos. A los propietarios de la hacienda* no se les puede probar nada. Nadie ha
visto entrar a un viajero que no haya vuelto a salir. Claro que uno se puede preguntar si
es que ha sido visto entrar cada viajero que se ha hospedado en la hacienda*. No se
puede responsabilizar a la hacienda* por lo que sucede en la vía pública. Y no se puede
demostrar hasta qué punto la mala fama de la hacienda* está justificada. Es una
habladuría que corre por el país. Todos evitan pasar de a uno o de a dos por allí. Es un
hecho cierto, que muchos viajeros que tenían que hacer ese camino, no han llegado a
destino y se desconoce su paradero desde que pasaron por allí. Además se dice que esos
hacendados tienen mucho dinero de dudoso origen, que no podrían haber obtenido con
la administración de la hacienda*. Pero tampoco ninguno ha visto con sus propios ojos
el dinero de estos propietarios y, en general, es raro que un viajero lleve dinero consigo,
porque sabe que es peligroso. Por ley, las autoridades no tienen derecho de allanar una
casa, salvo que haya una sospecha tan bien fundada, que ya sea casi un convencimiento.
Porque también se sabe de gente que pasa sola o con un solo changador y llega sana y
salva al siguiente poblado. Pero, cuando un viajero desaparece en las cercanías o en el
ámbito controlado por una hacienda* semejante, alguno de los que viven dentro de ella
tiene algo que ver con la desaparición, ya sea como reo o como su encubridor. Habría
un medio para volver esta zona realmente segura. Bastaría que el gobernador decretara
que los propietarios de la hacienda* sean responsabilizados de todo asesinato que
sucediera dentro de ella. Pero si el viajero desaparece y no se encuentra su cadáver,
¿cómo hacen las autoridades para demostrar que fue asesinado? Por algún motivo
podría haberse ido a Guatemala o a algún otro lugar sin avisar a sus parientes. Hoy en
día la situación es la siguiente: si sucede un crimen, se mandan soldados, que se
esconden bien para pescar al criminal con las manos en la masa. Los militares se quedan
durante algunas semanas, y durante ese tiempo no sucede nada; todo viajero está seguro.
Pasado un tiempo del retiro de los soldados desaparece nuevamente un viajero y se
vuelven a enviar soldados.
Bueno, no es para tanto, no es tan peligroso como parece. Cientos de personas viajan y
deben viajar, llevan dinero consigo, mercancías y joyas y regresan sin que les suceda
nada. No hay que olvidar que las haciendas* tienen personal de servicio, que en las
cercanías de la hacienda* viven muchas familias en sus chozas, familias, cuyos hombres
trabajan en la hacienda*. Cada viajero es un acontecimiento, todos saben cuándo hay un
viajero huésped de la casa. Pero como es posible que se marche al alba, cuando todos
están trabajando, el asesino puede contar que el hombre se ha ido temprano. Tras lo cual
aleja al caballo con la montura. El caballo se va solo y trata de encontrar el camino de
regreso.
Hay una serie de métodos para protegerse. Primeramente uno viaja con dos o tres
changadores. Claro que éstos pueden ser hechos cómplices del robo. Además, se puede
dejar dicho a un conocido cuál camino se piensa hacer y en cuál hacienda* se piensa
pasar la noche. Generalmente uno toma el changador por el día. Esto tiene la ventaja de
que el hombre conoce mejor el terreno, pero tiene la desventaja de que el hombre puede
ser un bandido, puede estar en relación con bandidos o que esté esperando la buena
oportunidad para llegar a serlo, porque en aquella región sabe encontrar amigos y
asistentes. Pero si uno toma un changador para todo el viaje, uno que esté dispuesto a
dejar a su familia por tanto tiempo y hacer el largo viaje de regreso, entonces uno puede
ir con él a lo del alcalde, y depositar una pequeña suma como gratificación que será
pagada al changador cuando regrese con una carta del viajero, en la que éste declara
haber llegado a la estación de trenes y pide que se le pague la gratificación o quizás la
mitad del sueldo al changador. Si dentro de un cierto lapso no trae la carta, el alcalde
sabe que algo raro está pasando. El muchacho mismo se encarga de ir contando por
todas partes lo sucedido, no hace falta preocuparse por esto. Y en todas partes, en donde
lo cuenta, se comprende enseguida, que la cuestión es peliaguda, que no tiene buenas
perspectivas, salvo que se elimine también al muchacho.
Lo más seguro me pareció siempre, abrir el equipaje inmediatamente después de llegar
y dejarlo abierto para que todos puedan ver lo que contiene y para demostrar que de
ninguna manera uno lleva más dinero del estrictamente necesario para el viaje. Claro
que unas lindas mantas de lana, unas buenas camisas, pantalones y botas pueden tener
tanto valor para alguien, que valga la pena matar al propietario para quedarse con las
cosas.
Pero cabe subrayar una y otra vez que el asalto y el asesinato de viajeros, hasta en las
zonas más salvajes de México, son casos excepcionales, que, calculando bien, no son
más frecuentes que las desgracias que a uno le puedan ocurrir. Ningún hombre en la
Europa Central, densamente poblada y altamente civilizada está seguro de no ser
víctima de un asesinato por robo o de un asalto por la calle. En Chicago y sus zonas
periféricas, los asesinatos por robo son más frecuentes que en México.
La hacienda*, en la que estaba entrando, chorreando agua, era tan segura como el mejor
hotel de una gran ciudad.
Hacienda* : N.d.T.,"Hazienda" en el original

21

Uno de los propietarios me vino enseguida amablemente al encuentro, apresurándose a


expresar su compasión por mi desventura.
"Seguramente tendremos suficiente tiempo para conocernos bien", dijo. "La lluvia no va
a parar así nomás y si sigue unos días así, no puede seguir ni siquiera con las mulas."
Y tenía toda la razón. Porque cuando las mulas se dan cuenta de que se están hundiendo
profundamente en el fango y que les cuesta cada vez más sacar sus patas, temen
hundirse del todo y no se mueven del lugar. Ni siquiera se dejan llevar unos cien metros
más allá, donde el camino vuelve a ser firme y rocoso. Si pudiera reemprender el viaje
enseguida, quizás habría alguna posibilidad, porque el camino todavía no está tan malo.
Pero ya es tarde y puede ocurrir que me quede atascado al día siguiente y quizás en un
lugar en donde no haya ningún jacal cerca. Así que es mejor quedarse donde uno está.
El propietario ordenó enseguida que dos muchachos fueran con las mulas hacia el coche
para traer el equipaje antes de la noche. Y así fue que equipaje y conductor del coche
llegaron, cuando ya hacía rato que había anochecido. Todos los pequeños objetos del
coche que podrían haber sido robados al pasar, por precaución los había puesto en el
equipaje de una de las mulas y traído consigo. Unas semanas más tarde, al volver a
pasar por aquella estación del ferrocarril, oí que el coche había quedado atascado en ese
lugar durante tres semanas y que recién había sido posible sacarlo cuando por más de
una semana no había caído una gota de lluvia y la tierra estaba dura como piedra. No se
había arruinado mucho. Al día siguiente el conductor había ido con un muchacho y
había cubierto el coche con ramas, con tanta habilidad que quedó bastante bien
protegido de la lluvia.
Como durante una lluvia semejante no se puede trabajar mucho en la hacienda* y todo
trabajo que se hace afuera se aplaza para cuando deje de llover, tuve suficiente tiempo
para conversar con la gente. Y muchas, muchísimas cosas no las habría sabido y
aprendido si la lluvia no me hubiese enclaustrado allí. La gente que desde generaciones
vive allí y que desde generaciones vive en estrecho contacto con sus pobladores y
especialmente con sus pobladores indígenas, percibe y comprende las cosas de forma
completamente distinta de como las ven quienes viven principalmente en las ciudades
del estado. Mucho de lo que atañe a la vida de los indios me lo contaron aquí de manera
bien distinta de como me lo habían contado en las ciudades. Y comparando los relatos
de esta gente de la hacienda* con los cuentos de los habitantes de la ciudad, uno se
puede acercar un pasito más a la verdad. Porque si es difícil comprender los
sentimientos, pensamientos y acciones de amplios círculos de nuestra propia raza, tanto
más difícil es comprender a los miembros de una raza completamente extraña a
nosotros, con la cual tenemos en parte todavía dificultades para comunicarnos por
medio de la lengua. A pesar de todas estas consideraciones, es demasiado fácil caer una
y otra vez en el error de ver los modos de actuar de los miembros de una raza extraña
desde nuestro propio punto de vista, y juzgarlos desde nuestra propia moral y desde
nuestro modo de pensar.
En este país del sol, la lluvia no es nunca tan deprimente como lo es frecuentemente en
Europa. Los días de lluvia en Europa suelen hacer perder toda alegría de vivir. Aquí es
completamente distinto. La lluvia crea aquí una atmósfera alegre, que ni siquiera
desvanece cuando uno está completamente pasado por agua. Las causas son muchas.
Por un lado la lluvia es siempre cálida, por otro lado, no llueve ininterrumpidamente, ni
siquiera en lo peor de la temporada de lluvias. Llueve torrencialmente durante tres o
cuatro horas. Pero ni bien cesa, desaparece toda atmósfera turbia de la naturaleza. Los
pájaros cantan alegremente, las mariposas revolotean divertidas en derredor, los
pastizales, las flores y los árboles ríen como un niño sano después del baño, las nubes
ya no están y el sol vuelve a brillar enseguida en todo su esplendor y con todo su
opulento ardor tropical. Uno realmente no tiene ni tiempo de caer en pensamientos
tristes y deprimentes. Hay hoteles para turistas y personas necesitadas de descanso que
prometen en sus prospectos no cobrar las comidas en los días en que no brilla el sol. El
huésped que quizás espera obtener así comidas baratas o gratuitas, se lleva feas
sorpresas, porque aun en los días de lluvias torrenciales en el momento culminante de la
estación, no hay día en que el sol no aparezca completamente por lo menos dos veces,
aunque más no sea por el espacio de unos minutos. En realidad la época de lluvias no se
hace sentir tanto por la lluvia misma, como por el ablandamiento del suelo y de los
caminos que provoca. La época de lluvias en México me parece siempre como risa con
rostro lloroso o llanto en un rostro risueño. Porque cuando uno observa detenidamente a
la naturaleza llorosa, se ve que bajo el llanto está del humor más alegre. Es raro ver al
indio de tan buen humor como durante la época en que cae la lluvia torrencial.
Protegidos por sus impermeables hechos por ellos mismos con fibras naturales se
sienten estupendamente bien; mientras nosotros nos torturamos con nuestros elegantes
impermeables, como si nos encontráramos oprimidos y estrangulados en un horno
encendido. Para no ahogarnos, nos quitamos el tapado después de una hora y nos
dejamos mojar, lo cual es mucho más agradable que seguir soportando esa escafandra
engomada.
Después la lluvia comenzó a aflojar y pronto se empezó a formar la costra nuevamente.
Cada día la lluvia duraba menos y parecía que el período de seca intermedio iría a
proseguir. Siempre puede suceder que dicho período intermedio sea interrumpido por
dos o tres semanas de lluvia.
Pero ahora sí que tenía que tratar de seguir camino; sino me podía suceder que entrara
en el período de lluvias de septiembre. Corresponde a las últimas semanas de lluvia, que
son las peores. Una vez pasadas, los caminos quedan intransitables por seis semanas.
Tal como las primeras semanas de lluvia en junio, también las últimas semanas a fines
de agosto o principios de septiembre inician con tormentas de inusitada violencia. Aquí
los truenos no redoblan, sino que retumban, como si se golpeara con un poderoso
martillo una gigantesca campana de acero que parece cubrir el universo entero.
Si no me iba en ese preciso momento, me podía encontrar allí aún en el mes de octubre.
Le compré tres mulas al propietario, una para cabalgar, dos para el equipaje. Sólo me
faltaba un hombre. Y ese hombre pasó a la tarde del día siguiente. Le pregunté si me
quería acompañar. Pero me dijo que ni soñando, que él era un indio de los zinacantanes
que quería regresar a su casa y que no tenía ninguna intención de ganar dinero, aunque
no le viniera nada mal. Hubiera podido convencerlo, por pura cortesía habría aceptado;
pero en el próximo rancho, en donde hubiéramos pernoctado, habría desaparecido al
amanecer, y yo me hubiera quedado sin muchacho.
Al día siguiente pasó otro indio. Era un comerciante de vasijas, que traía vasijas de
Amatenango y las vendía en el campo. Una profesión dura, con la que no se gana
mucho y que recién empieza a valer la pena cuando quien la ejerce puede comprar
algunos burros para cargarlos con las vasijas. Claro que si no es un mulero atento y
hábil, los burros terminan rompiendo los cacharros contra un árbol o contra las rocas o
se tiran al suelo y aplastan las ollas. Y en los caminos que tiene que recorrer no hay
coches ni otro tipo de vehículo que sirva.
El indio había entrado en uno de los jacales indios que estaban cerca de la hacienda* y
en los cuales vivían los peones, los trabajadores indios de la hacienda, con sus familias.
Por dos centavos comió tortillas y frijoles, le dieron además una taza de café y le
permitieron pernoctar acostado en el suelo de la choza. El sarape y el petate los llevaba
consigo.
La hacienda* es el hotel para el viajero pudiente y el jacal de los peones es el hotel para
el indio ambulante y para los mexicanos más pobres. También los soldados que son
mandados de a uno o de a dos a recorrer cientos de kilómetros para reemplazar o dar el
cambio a los soldados enfermos, muertos, despedidos o desertores, pasan las noches en
los jacales de los peones, aunque reciban viáticos nada despreciables. Pero se sienten
más a gusto entre los indios que en la hacienda*, porque ellos mismos son indios en la
mayoría de los casos.
En la choza, en la que el comerciante de vasijas cenó, oyó que yo necesitaba un mozo,
un muchacho. Apenas escuchado esto, pasó por la hacienda* a ofrecerse como mozo
para mí. Me explicó que ya había hecho muchos viajes como mulero y que sabía cargar
bien y que como vendedor de vasijas viajaba mucho por el país y que así conocía muy
bien los caminos.
La cosa me gustó, no podría encontrar allí un hombre mejor. Si hasta hablaba
corrientemente el castellano y comprendía una de las lenguas indias, su lengua materna,
lo cual le era muy útil en su oficio. Nos pusimos de acuerdo, él pareció muy satisfecho,
porque se retiró riendo. De todas formas ganaba conmigo mucho más que con su
comercio y seguramente se acercaba inesperadamente con un gran salto a su objetivo de
comprarse burros.
Esa misma noche entró en servicio. Siendo mozo mío se le permitía extender su petate
en el pórtico de la hacienda*, bien cerca de mi catre. Y a cuenta mía comía en la cocina
de la hacienda*.
Su nombre era Felipe. Lo sabía escribir y esto lo llenaba de orgullo. Una vez me dijo
que no podía comprender por qué un hombre debía escribir algo más que su nombre;
todas las cosas que se escribieran, además del nombre, eran completamente superfluas,
pura pérdida de tiempo y que no tenía ningún sentido. No recuerdo qué otro nombre
tenía. Puede ser que yo no haya conocido nunca la segunda parte de su nombre. En todo
caso, él no sabía escribir esta segunda parte y decía que Felipe era más que suficiente,
que el otro nombre era un agregado, que en realidad no tenía nada que ver con su
persona, que él no lo necesitaba, que lo tenía solamente porque así se usaba y porque no
quería ser menos que los demás.
En Chiapas se da con mayor frecuencia que en el norte o en el centro, la costumbre de
llamar a la gente sólo por su nombre. Se considera más cortés. El apellido muchas veces
se olvida por completo en estos estados del sur y muchos conciudadanos ni lo conocen.
Y esta costumbre está aún más fuertemente arraigada en las familias distinguidas. Si
uno pregunta en una ciudad por la señora Ramírez (N.d.T.: escrito con grafía alemana
"Senjora" en el original), nadie la conoce y la respuesta puede ser que esa gente no vive
allí, aunque pertenezca a las familias más distinguidas de la ciudad. Pero si uno dice
doña Dolores (N.d.T.: escrito con grafía alemana "Donja" en el original), o Don Carlos
o señorita Sofía (N.d.T.: escrito con grafía alemana "Senjorita" en el original), la hija de
don Manuel, entonces enseguida indican el camino. Es posible encontrar pueblos en
donde todos se llaman González, uno de los apellidos más comunes en México. Todos
estos González de aquella localidad no están emparentados. Yendo al fondo de la
cuestión, se puede descubrir que quizás sólo tres o cuatro familias se llaman González.
Pero como durante mucho tiempo no se han usado los apellidos, éstos caen en el olvido
y la gente dice llamarse González, nombre que por su frecuencia es el primero que se le
ocurre. Los nombres suelen ser curiosos. Jesús es muy frecuente. Pero también
Concepción -se entiende la concepción de María- Purificación, Asunción, Natividad,
Bautizo son nombres frecuentes, cosa que seguramente asombra en Europa. Claro que
los protestantes aventajan ampliamente a los católicos en esto; porque en los EE.UU,
pero también en Australia es posible encontrar nombres que rezan todo una profesión de
fe, y que empiezan así: creo en Jesucristo, único hijo de Dios, etc. Cada vez que el niño,
porque como adulto seguramente se limitará a dos palabras, debe decir su nombre está
obligado a rezar el credo. Lo cual era justamente la intención de sus padres puritanos
para que no se le olvidara nunca más el credo. De hecho es así que cuando a un
protestante le da por la obsesión religiosa, por la moralina o por la manía persecutoria,
se vuelve cien veces más peligroso y malvado que el más piadoso de los católicos.
Una vez le pregunté a Felipe si iba a la iglesia. Me dijo que alguna que otra vez, cuando
no sabía qué hacer. Y agregó que iba sobre todo porque se podía oír música. Tras lo
cual le pregunté si él creía en todo lo que contaba el cura, lo de la extraña concepción,
de la resurrección de los muertos y todos los otros cuentos. Y él me dijo que lo creía.
¿Por qué?, pregunté. El señor cura lo dice y el señor cura sabe mucho, me contestó
Felipe. Entonces le dije:"Oiga, Felipe, escúcheme, y si yo le dijera que no creo en nada
de lo que cuenta el señor cura, que no creo que un muerto pueda resucitar simplemente
porque lo llaman, que no creo que una virgen -utilizaba palabras inequívocas- pueda
traer al mundo un niño y seguir siendo virgen, qué me dice?" Felipe me miró, pero no
respondió. Durante los próximos dos días observé que varias veces se quedaba
mirándome con la misma mirada escudriñadora. Si yo no hubiera sabido desde el primer
día de viaje con él, cuán bueno y manso era, me hubiera sentido un poco incómodo.
Quizás se sintiera llamado a exterminar herejes, para asegurarse un lugarcito en el cielo.
Pero al tercer día, durante un alto en el camino, mientras fumaba un cigarrillo sentado al
lado mío, me dijo en la cara:"Oiga, patrón, yo tampoco lo puedo creer. Estuve pensando
tanto en eso, que ayer casi no pude dormir. Y creo que Ud. tiene razón, que eso es
increíble, que eso es imposible. Yo ahora creo que Ud. es mucho más sensato que el
señor cura; porque si el señor cura puede creer en semejantes cosas, no es que sea muy
sensato. Y justo él lo tendría que saber bien, teniendo dos chicos, dos niños pequeños,
con la Filomena. No parece ser muy sensato este señor cura, si puede creer en esas
cosas." Si en otro país un muchacho, al que yo pago por su trabajo, me cuenta esto,
puedo interpretarlo como que me quiere dar la razón a cambio de una buena propina. En
cambio, si un muchacho indio me dice algo así o parecido, no piensa en su propina y
tampoco espera recompensa. No siente la obligación servil de halagarme o de darme la
razón contra su convicción. Si es de la opinión contraria, no dirá nada, o, si se le
pregunta, responderá: "Ud. lo tiene que saber mucho mejor que yo, patrón, yo no soy
muy leído." Felipe no se guarda la duda para sí. De regreso, planta esta duda en los
sesos de sus compadres y amigos, y considerando la desconfianza hacia la iglesia
católica, que todos los indios llevan en la sangre, la iglesia se verá con algunas gruesas,
caras velas menos.
Yo había podido comprarle una vieja silla de montar mexicana al propietario de la
hacienda*, pero no tenía albardas. Felipe ya había visto a la noche que no las tenía. A la
mañana siguiente en seguida se puso a hacer él mismo esas albardas. Compré petates y
sacos, que Felipe rellenó con pasto seco y cosió. Después fue al bosque y buscó la
madera adecuada para el armazón de las albardas. Estuvo ocupado todo el día, y a la
noche estaba en condiciones de informarme que las albardas estaban listas. Después
compré las cinchas necesarias en la hacienda*.
Cada hacienda* mantiene una pequeña tienda, en la que los viajeros de paso pueden
comprar los objetos más indispensables, que se pueden llegar a necesitar en el camino.
Esta tienda sirve además para hacer trabajar al peón aún por menos dinero del que ya
recibe. Porque generalmente la gente no recibe el sueldo en dinero líquido, sino en
bonos para la tienda. Así el hombre gana doblemente con su gente, y no sólo con su
gente, sino con todos los que viven en el ámbito de la hacienda*. Los precios son
mucho más altos que en la ciudad más cercana, hecho que el hombre justifica con los
costos de transporte. Es cierto que existen. Pero si los costos de transporte corresponden
aproximadamente a un diez por ciento del precio, él por lo menos le suma un tercio o la
mitad de su valor. En miles de casos, es por eso que los peones no llegan a ver nunca en
la vida ni un solo centavo de su sueldo. Peor todavía, en la mayoría de los casos están
profundamente endeudados con el patrón por las mercancías prestadas.
Conozco un caso, en que un peón tenía que seguir trabajando para pagar las deudas que
dos generaciones antes su abuelo, que había trabajado en la misma hacienda*, había
contraído con el patrón a causa de una emergencia en su familia. En su origen, la deuda
había sido de diez pesos; pero el señor aplicaba a cada peso no devuelto un interés del
ciento veinte por ciento. Cada mes el importe de diez pesos aumentaba de un peso. Este
peso correspondía a los intereses. Si los intereses, es decir, este peso cada mes, no eran
pagados a fin de mes, el indio iba a tener que pagar cincuenta por ciento más a finales
del mes siguiente, es decir un peso y cincuenta centavos. A este punto ya se agregaba el
nuevo mes de intereses, con su peso. Después de dos meses, la deuda ya había
alcanzado doce pesos y cincuenta centavos. Si los intereses llegados a dos pesos y
cincuenta centavos no eran pagados, se agregaba nuevamente un cincuenta por ciento
por intereses no pagados. Y cada vez que los intereses no eran pagados, el importe de
los intereses a pagar aumentaba en un cincuenta por ciento por mora. El deudor no
podía escapar; si lo hacía, los militares se encargaban de atraparlo y llevarlo
nuevamente a lo del patrón de la hacienda*. Así es fácil entender cómo se había creado
un estado de esclavitud, que según nuestros conceptos jurídicos no lo es, aunque de
hecho sí. El truco consiste en que el peón se considera un hombre libre e independiente,
y no comprende que es un esclavo. Por la revolución el indio fue liberado de esta
refinada forma de esclavitud por deudas, en la medida en que puede abandonar el lugar
de trabajo cada vez que quiere, sin que la policía o los militares lo lleven de regreso. En
ese caso el patrón de la hacienda* tiene que ver cómo se las arregla para recuperar su
dinero. Este sistema esclavista persiste firmemente en todas aquellas zonas adónde el
poder del actual gobierno no ha llegado completamente y en donde los indios son tan
ignorantes que ni entienden lo que les están haciendo. Aun cuando el indio llegara a
abandonar secretamente al amo para quien debe trabajar para saldar su deuda, no llega
lejos. Por un lado no entiende siquiera la lengua que se habla a diez kilómetros de su
terruño, porque allí vive otra nación india. El indio, que en su ser más íntimo depende
totalmente de los miembros de su pueblo, se marchita estando solo y su sentido social
lo empuja de regreso a su pueblo. Así vuelve a caer en las manos de su señor. Tal como
en el caso de los proletarios de todos los países del mundo, la verdadera y duradera
liberación del peón agrícola indio comienza con su instrucción. También aquí se hace
evidente lo importante que es que desaparezcan las lenguas indias para ser reemplazadas
por la española. Con métodos parecidos -y perfectamente legales- se quitó la tierra al
indio y a enteras comunidades indias. Cuando el indio, a causa de enfermedades o malas
cosechas, se encontraba en apuros, no faltaba en las cercanías el ladrón de tierra que le
prestaba treinta o cincuenta pesos hipotecándole la tierra, que, en realidad, valía tres mil
pesos o más. Claro que a finales del primer mes el indio no podía devolver los intereses,
ciento veinte por ciento, porque en tan breve lapso no había mejorado su situación. Los
intereses pendientes, no pagados, aumentaban en un cincuenta por ciento cada mes. A
continuación se demostrará con qué increíble velocidad aumenta una deuda, cuando los
intereses pendientes cada mes y que no se pueden pagar, aumentan cada vez en un
cincuenta por ciento.
Una deuda de cincuenta pesos con interés del ciento veinte por ciento y con un aumento
del cincuenta por ciento cada mes por los intereses pendientes no pagados, alcanza a
fines del quinto mes ya - redondeando - 115 pesos; a fines del sexto mes: 152 pesos, es
decir ya el triple de la suma inicial; a fines del séptimo mes, 208 pesos; octavo mes: 292
pesos; noveno mes: 418 pesos; décimo mes: 607 pesos; undécimo mes: 890 pesos; a
fines del duodécimo mes: 1315 pesos, es decir veintiséis veces más que la deuda inicial
de cincuenta pesos.
Cuando la deuda alcanzaba digamos ciento cincuenta pesos, el prestamista remataba la
tierra. Claro que se aseguraba de que era el único postor. Así se quedaba con una tierra
que valía dos mil o tres mil pesos, por cincuenta pesos, es decir por la suma que le había
prestado al indio. Tras calcular los gastos, al indio no le quedaba ni siquiera un peso. Y
todavía tenía que dar las gracias al señor, si le permitía seguir viviendo en esa tierra, en
la que, de ahora en más, tenía que trabajar para el señor. Y solía suceder que el señor, en
el remate, ofreciera menos de la suma correspondiente a la deuda. En ese caso quedaba
un importe a pagar, por el que el indio debía trabajar en la hacienda*, con lo cual el
señor terminaba contando además con el trabajo gratis del indio y de su familia. Y a
veces por el resto de la vida de esa familia. Porque, dado que el hombre sólo ganaba
doce a trece centavos al día, con los que tenía que dar de comer a su familia, hacían falta
siglos para poder pagar los pocos pesos de deuda, que quedaban pendientes. Y la deuda
crecía continuamente según el sistema del aumento de los intereses no pagados.
Este tipo de contratos, que estipulaban todas estas cosas, como tasa de interés, aumento
del interés en caso de mora, derecho a rematar por parte del acreedor, eran
perfectamente legales y eran legalizados oficialmente por el jefe del pueblo, que
frecuentemente era un buen amigo del prestamista o quizás un pariente. Era la época
dorada de México bajo Porfirio Díaz.
En muchos casos los ladrones de tierra no actúan para sí mismos, sino como testaferros
de capitalistas y compañías americanas y europeas. Porque los americanos, los ingleses
y los otros extranjeros son demasiado decentes para cometer semejantes infamias.
Compraban la tierra que ambicionaban de segunda mano al mexicano o al español. El
americano o el europeo quedaba siempre con las manos limpias y por eso es que hoy
hablan de títulos legales y de confiscaciones. Pero yo conozco personalmente casos, de
extranjeros que no querían pagar las comisiones a los intermediarios y hacían todo
solos igual que los mexicanos.
*
Dos días más tarde, por la mañana, partí. Felipe había cargado el equipaje con ayuda de
un muchacho de la hacienda*. Parecía ser hábil en eso. Cargar las mulas es uno de esos
oficios que hay que aprender. La fusta del mulero, una corta fusta de cuero, tiene un
pasador de cuero con ojales. El pasador se coloca sobre los ojos y las orejas se meten
por los ojales. Si uno no le cubre los ojos a la mula, no se queda quieta, patea para todos
lados y trata de tirar lo que se le va poniendo. Se necesitan dos hombres para cargar una
mula, porque hay que poner la carga de ambos lados contemporáneamente, sino la
albarda se desliza. Los cargadores soportan la carga con un brazo y la rodilla en alto,
pasan las cinchas por arriba y las ajustan. Si las cargas no están en perfecto equilibrio,
se agrega una pequeña carga del lado donde hace falta. Arriba, entre las dos cargas
principales laterales, también se puede cargar. Las mulas cargan cien y hasta ciento
veinte kilos, con los que caminan desde las cinco de la mañana hasta las cinco de la
tarde. Si se hace un alto en el camino, es raro que se las descargue, porque el trabajo de
descargar y volver a cargar roba demasiado tiempo. Lo único que se hace es ajustar
nuevamente ronzales y cinchas y se acomodan las cargas que están en desequilibrio.
Proporcionalmente, las grandes caravanas de mulas dan menos trabajo que una de dos o
tres animales. A las mulas les gusta andar en compañía. Y si la compañía es de su
agrado, avanzan a buen ritmo. Un animal más viejo va delante, mantiene la punta
durante todo el viaje y marca el paso.
El primer día de una caravana de nueva formación está lleno de maldiciones de los
muleros, que reniegan de su alma y de su madre por el maldito día en que el infierno les
dio la idea de ganarse el pan como muleros. Ya la operación de carga de una nueva
caravana tiene su encanto.
Los bultos, cajas, maletas y barras se deben ordenar según el peso. No se sabe cuánta
carga aguanta cada animal sin encabritarse. Los muleros saben mucho menos aún cuál
es el animal que hay que cargar primero y cuál después. Los animales no son
simplemente una manada, cada uno tiene su personalidad. Está el animal que quiere
salir, apenas han terminado de cargarlo y no hay forma de tranquilizarlo. Este animal
debe ser cargado por último, porque hay otros que pueden esperar dos horas cargados
antes de salir y se están quietos o comen la hierba que encuentran cerca. Cuando
finalmente y con todo el acompañamiento de maldiciones y blasfemias todos los
animales están cargados y uno puede ponerse en camino, una mula se ha puesto
impaciente, se ha arrojado al suelo, ha tratado de sacarse la carga de encima corriéndola
tanto, que hay que descargarla y volver a cargar. Entretanto dos de las mulas cargadas
salieron trotando despacito. Ninguno de los muleros, que están trabajando quejándose e
insultando, ha visto que dos de las mulas habían emprendido el viaje. Un niño indio
viene corriendo para avisar que dos de las mulas ya están bastante lejos y, generalmente,
no en la dirección de marcha. Es decir que uno de los muleros tiene que salir corriendo,
buscar los animales y regresarlos. Puede suceder que los animales se hayan ido por el
bosque. En ese caso, todos los muleros tienen que salir a buscarlos.
Después de un rato vuelven con las mulas escapadas. Pero mientras tanto, han sucedido
otras cosas delante de la hacienda*, que llevan a los muleros a un tal grado de
desesperación, que se sientan y empiezan por liarse un cigarrillo para volver a encontrar
la paz del espíritu y armarse en vistas de la lucha con los caprichos de estos objetos
imprevisibles.
Los ronzales y las cinchas nuevas han cedido, porque aún no han sido bien tendidas. Y
las cargas se han ido deslizando hasta quedarle colgando a la mula debajo de la panza,
donde las cargas de ambos lados han terminado por reencontrarse y unirse. Es decir,
nueva descarga y vuelta a cargar. Entretanto, otro animal aburrido de esperar se
revuelca, las cargas de una tercera y de una cuarta mula ceden y se deslizan, una quinta
mula se fue por el camino y un sexto animal se acostó y se niega rotundamente a
levantarse. Como señor, como patrón, uno no debe de ninguna manera ofrecer ayuda,
querer dar una mano o aconsejar. Sería una ofensa para la gente. Hay que mantenerse
neutral y hacer como si a uno no le importara nada del equipaje. La gente conoce su
oficio, aunque de a ratos parezca que no se las pudieran arreglar.
Lo admirable y entrañable de toda esta operación de carga y del transporte es la
inquebrantable paciencia de la gente. Insultan, maldicen y gritan a los animales, que
parece que se viene el infierno, porque el enriquecimiento del léxico español de los
trabajadores y muleros indios empieza por las peores maldiciones y blasfemias, por
expresiones de una tal vulgaridad, que si bien deriven de procesos humanos, harían
desmayarse de susto hasta a un vagabundo de los suburbios de Chicago. Pero todas
estas imprecaciones y blasfemias son de la boca para afuera. ¿Para qué otra cosa debería
servir la lengua, si no es para desahogarse? A pesar de las horrendas imprecaciones, no
les pegan a los animales. Puede suceder que cada tanto liguen una patada en los jamones
o un golpe cruzado por el lomo, si realmente no hay forma de tenerlos quietos o si
llegan a dar coces, pero eso es todo. Sólo raramente he visto lo que innumerables veces
entre los europeos, que se consideran formar parte de los pueblos civilizados y
cristianos: esos interminables latigazos a los caballos, los bastonazos en la cabeza, en el
hocico, en el huesudo dorso de las vacas que tiran de un carro. Y las raras excepciones
que observé aquí, eran cometidas por inmigrantes europeos. Pero los europeos se
sienten ampliamente autorizados a denominar pueblos salvajes y bárbaros a los pueblos
más primitivos, semicivilizados. El indio sabe que a golpes no mejora la mula, sino que
la empeora. Quizás no sea guiado por ningún tipo de compasión por el dolor del animal.
Pero yo quisiera suponer que se trata de compasión. Porque si no pudiera aceptar esto,
debería reconocer que el indio incivilizado posee más raciocinio e inteligencia que el
europeo altamente civilizado. Claro, el europeo también da latigazos a sus hijos, si
cometen errores cuao e inteligencia que el europeo altamente civilizado. Claro, el
europeo tambiØn da latigazos a sus hijos, si cometen errores cuao e inteligencia que el
europeo altamente civilizado. Claro, el europeo tambiØn da latigazos a sus hijos, si
cometen errores cuao e inteligencia que el europeo altamente civilizado. Claro, el
europeo tambiØn da latigazos a sus hijos, si cometen errores cuao e inteligencia que el
europeo altamente civilizado. Claro, el europeo tambiØn da latigazos a sus hijos, si
cometen errores cuao e inteligencia que el europeo altamente civilizado. Claro, el
europeo tambiØn da latigazos a sus hijos, si cometen errores cuao e inteligencia que el
europeo altamente civilizado. Claro, el europeo tambiØn da latigazos a sus hijos, si
cometen errores cuane una autoestima propia, íntima, necesita sentir a alguien por
debajo, para no perder la conciencia de existir. El indio nunca siente la necesidad de
confirmarse a sí mismo de que está vivo, así como tampoco cada azahar de un naranjo
en flor se vería necesitada a confirmarse a sí mismo o a las otras flores de que está vivo.
¿Y por qué no necesita una confirmación propia o externa de su vida? Porque no le
quiere quitar ni robar nada a nadie. Sólo quiere donar, belleza, perfume, miel, alegría de
vivir y tras su muerte, el fruto rojo dorado. He aquí toda la razón de la vida.
Finalmente ha llegado el momento en que la caravana se puede poner en marcha. Un
arriero por cada tres o cuatro animales de carga. El primer día de marcha cada animal
requeriría dos muleros. No tanto para arrear, sino para otros trabajos.
La caravana se pone prolijamente en movimiento y durante el primer cuarto de hora la
marcha parece ser un paseo. Pero los animales no se conocen y no se mantienen unidos.
Uno va lento, el otro va rápido. Uno, apenas deja de ser controlado, se aparta para
pastar. Y no faltan aquellos animales que hace mucho ya que no van llevando una carga
en una caravana, que quizás en los últimos ocho meses o más estuvieron en la dehesa.
Ni bien la carga empieza a apretar, tratan de sacársela de encima. En esos casos el
arriero tiene que prestar mucha atención y evitar que los animales se acuesten. Pero
también hay animales más viejos y con más experiencia, que por algún motivo no
soportan la carga. Estos animales corren a propósito contra un árbol para sacarse de
encima la carga y concederse así una pausa de descanso. Tras lo cual hay que vadear un
río. El agua no es profunda y les llega sólo a la rodilla. Algunos se obstinan, pero se los
llega a cruzar. Otros llegan hasta la mitad, se tiran y tratan de revolcarse para
refrescarse. Toda la carga se ablanda, salvo que esté en maletas de lata que no dejan
entrar el agua.
Delante, en la punta, un hombre arrea cuatro o cinco animales. En la mitad de la
caravana quizás haya otro hombre. Pero el camino es estrecho y el paso de los animales
no es parejo, la caravana se alarga cada vez más y se pierde el contacto. Dos o tres
hombres están en la retaguardia. Y ya sucede que un animal empieza a perder la carga,
porque las cinchas se han aflojado, lo mismo sucede con un segundo. Los hombres
tienen que descargar y volver a cargar, y se necesita un cierto tiempo hasta que todo esté
bien cargado, ajustado y cinchado. El hombre de la punta está demasiado adelante como
para ver que atrás hay que cargar. Sigue marchando. Con lo cual la caravana se alarga y
algunos animales van sin vigilancia porque los contactos se han perdido. Es el momento
en que aprovechan la ocasión para escapar al monte o a la espesura. Para peor el camino
se bifurca. Está bien que las dos ramas de la bifurcación, después de un cierto trecho
vuelve a confluir. Pero la punta toma la izquierda, el hombre del segundo grupo no lo ha
visto, y toma la derecha. Atrás todavía están cargando. Pero los animales que no
necesitan ser cargados, que tenían que ser custodiados por los arrieros de atrás, siguen
trotando, mientras los hombres tienen que concentrar toda su atención en la operación
de carga. El camino que toman estos animales, sin contacto y sin gritos, depende de
dónde llegue el mejor aroma a pasto jugoso.
Finalmente estos hombres han terminado de cargar y se apuran para alcanzar la
caravana. Después de una hora quizás llegan al grueso. Por un rato la marcha sigue. De
golpe el guía de la caravana dice: "pero, hay dos que faltan. ¿Se adelantaron, Juan?" El
aludido se queda parado y se da vuelta y dice: "No, no se pueden haber adelantado. Yo
tenía la punta. Tienen que haber escapado por el camino."
Entonces toda la caravana se para y se reúne. Uno se queda con la caravana parada y los
demás salen a buscar a los animales escapados. Buscan en la espesura a ambos lados del
camino donde está lo suficientemente despejada como para que entren las mulas. Se
encuentra una mula. No podía seguir. Había embestido un árbol con la carga, el
equipaje se había corrido y colgaba de un lado, mientras la otra mitad estaba en el
medio del lomo. El animal ya no podía caminar, por más que tirara y estaba bien
contento de ser cargado correctamente, porque por experiencia, francamente era más
cómodo.
La otra mula no se ve por ninguna parte. No parece estar en la espesura. Tampoco se la
ve en ninguna bifurcación. No queda ningún otro camino abierto que el de regreso.
Simplemente se había cansado y había emprendido el regreso a la dehesa de origen, en
donde la había pasado mucho mejor. Y efectivamente, se la encuentra en el camino de
regreso. Había encontrado un lindo pastizal, donde esperaba llenarse la panza. Así fue
que los hombres sólo necesitaran regresar unos pocos kilómetros. Pero en esa jornada
de marcha se habrán perdido por lo menos dieciocho kilómetros, que ya no se pueden
recuperar.
Al día siguiente ya va mejor. Los ronzales y las cinchas ya están bien tendidas y no
ceden tan fácilmente. Un animal ya se ubicó en la punta para guiar a los otros y los
animales ya se mantienen más en contacto, porque han pastado juntos durante dos
noches y se les da de comer a todos juntos. Después de algunos días la caravana va
como por encanto. Sólo hace falta de tanto en tanto un llamado, ajustar las cinchas de un
animal o acomodar la carga para volverla a equilibrar. Pero entonces se añade otra cosa
desagradable. Los animales se lastiman. Durante horas la punta de un cajón pega en la
carne y abre una fea herida. Después son las cinchas que raspan o las cargas que
producen llagas en la piel, tan grandes que no se llegan a cubrir con la mano. Durante la
marcha se observa atentamente cada llaga y los arrieros ponen pequeñas ramitas
cubiertas de hojas o pasto y jirones de viejos petates entre las puntas y superficies que
frotan, así como sobre las partes magulladas de la piel de los animales. A pesar de esto
las partes heridas y sangrantes aumentan. Debajo del rabo del animal se pasa una cincha
que sujeta la carga cuando se va pendiente abajo. Si no se colocara esta cincha, la carga
se deslizaría por sobre la cabeza del animal y animal y carga terminarían en el
precipicio. Y sobre todo aquí en las zonas de alta montaña, donde hay pendientes
abruptas, donde esta cincha frota constantemente, debajo del rabo, corta profundamente
la carne. Todo se trata de aliviar, en la medida en que hay medios paliativos y se pueden
aplicar. Al ver los animales al final de un día de marcha o después de llegar a destino,
sin carga y sin montura, con las llagas y heridas a la vista, el hombre que siempre viaja
en tren y que desde su hotel de la capital juzga y describe el país: "Los muleros son
muchachos rudos y terribles torturadores de animales." Yo me había hecho hacer por un
talabartero un cuero de protección especial para cubrir la raíz del rabo, coloqué
cuidadosamente la cincha sobre el cuero de protección, pero igual no pude evitar que la
raíz del rabo de mi mula se llagara feo. No lo pude evitar ni siquiera bajándome y
arrastrando el animal tras de mí en las pendientes muy abruptas. Y no es ningún chiste,
porque en esas partes abruptas animal y jinete están más seguros si el hombre se queda
montado sobre el animal. Claro que con finos acolchados y quién sabe cuántas cosas
más se podrían limitar aún más las lastimaduras de los animales, pero, por un lado esos
acolchados cuestan un dineral, por otro no se consiguen en todas partes y por último,
igualmente no resisten un transporte prolongado, así que el resultado final sería el
mismo. Los animales más viejos y expertos se lastiman menos, porque han aprendido a
caminar acompañando los movimientos de la carga. Saben caminar tan bien, que la
carga casi no se mueve y, por lo tanto, no frota. Si están ante una pendiente, dan un
enérgico empujón con las nalgas, de manera que la carga queda bien adelante y ya no
puede correrse. Así ya no se desliza hacia adelante y atrás. A ese punto el animal
camina muy despacito y tanteando. Y como, por el empujón, la cincha debajo del rabo,
está bien tensa y firme, también aquí consigue evitar las llagas. Los animales más viejos
tienen además un cuero tan resistente, que la cosa tiene que ponerse bien dura para que
se lastimen.
Todas las noches se las cura. Las heridas se enfrían y se les pone una buena capa de
pomada. Cuando a la mañana siguiente se vuelven a cargar, se tienen en cuenta las
lastimaduras, ya sea, cambiando la disposición de las cargas o colocando gruesos
ovillos de pasto encima de las heridas. Es cuestión de orgullo para todo arriero que sus
animales lleguen a la estación final lo menos lastimados posible. Si todas las noches se
lava y se refresca el lomo de los animales, la piel se vuelve también más resistente. A
veces falta agua. Pero generalmente, por la noche, una vez descargados y alimentados
los animales, los arrieros tienen otras cosas que hacer. El poco tiempo que les queda, lo
tienen que utilizar en reordenar el equipaje para el día siguiente y recomponer las
monturas y cinchas que se han estropeado durante el día.
*
En este país, en donde los animales no están en establos, sino que viven siempre afuera,
uno puede conocer mejor sus aptitudes. Donde los animales viven en establos, es decir,
especialmente en Europa Central y del Norte, posiblemente no puedan ni siquiera
desarrollarse. A esto se agrega que estos animales constantemente reciben órdenes.
Hacen solamente lo que se les ordena y pierden toda capacidad de pensar por sí mismos
y hacer cualquier cosa en forma autónoma. Tal como en el caso del soldado europeo, al
que se celebra como buen soldado cuando ha perdido la capacidad de pensar.
Aquí no se atan los animales y, sin embargo, permanecen toda la noche cerca del amo,
aun en los viajes y aun en zonas desconocidas. Si el pastizal es grande, puede suceder
que la mañana siguiente haya que ir a buscarlos, porque se pasan la noche trotando y
pastando y sólo en algunos momentos se recuestan por una media horita.
La mula es mucho más resistente que el caballo. El caballo es más veloz, pero se cansa
antes. El caballo es mejor en húmedos suelos pantanosos y arcillosos, porque tiene
cascos más anchos. Es raro que aquí se hierren los caballos y las mulas, y si se hace,
sólo en las ciudades. En la montaña, la mula es más útil. La mula va segura y tranquila
por los angostos senderos que bordean los precipicios. El caballo se pone nervioso e
incluso se puede marear en el borde de los precipicios, le tiene miedo a los caminos de
herradura, olvida toda prudencia y escapa. También las mulas a veces tienen miedo,
pero nunca pierden el cuidado; por más temor, por más miedo que tengan, no dan nunca
un paso en falso que las haga terminar en el precipicio. Me sucedió que, yendo montado
en una mula la parte del camino que quedaba bajo sus patas traseras se desmoronara y
que, por lo tanto, sólo con las patas delanteras pisara terreno firme. Un caballo hubiera
hecho tonterías, hubiera pataleado, y tratado de llegar al camino entero con un salto.
Con lo cual, también la parte del camino en la que apoyaban sus patas delanteras,
hubiera terminado abajo y del caballo y su jinete no se hubieran encontrado más que los
huesos blanqueados. Pero la mula en ningún momento perdió la tranquilidad y la
presencia de ánimo. Se quedó bien quieta, hasta que el suelo bajo sus patas traseras no
se moviera más. Instintivamente yo me había recostado hacia adelante para trasladar el
peso. Una vez que el camino estaba quieto, y el animal podía ver cómo tenía que poner
los cascos, con mucho cuidado volvió al camino, tanteando siempre con las patas
traseras en busca de apoyos seguros, sin perder la conciencia de que el camino podía
desmoronarse nuevamente . En los caminos de herradura en que uno se puede poner
verde de sólo mirar al precipicio, uno puede cerrar los ojos tranquilamente, porque
montando una mula uno está mucho más seguro que yendo a pie y es mejor encomendar
su alma y su cuerpo a la mula que al buen Dios. Si la cosa se pone fea, no hay Dios que
ayude, pero sí, una buena mula vieja.
Mientras la mula supera al caballo en resistencia e inteligencia, el burro es mejor que los
dos juntos. Cuando el caballo y la mula ya hace rato que quedaron por el camino, tan
exhaustos que no se pueden mover, ha llegado el momento para el burro de empezar en
serio. Claro que el burro no puede llevar una carga tan pesada como la mula; porque es
mucho más pequeño y su estructura ósea, más débil.
También en inteligencia el burro supera al caballo y a la mula. Sería mejor no calificar
de burro a un hombre duro de entendederas. Si uno realmente siente la necesidad de
usar comparaciones con animales, sería mejor hablar de caballo tonto. El caballo parece
inteligente sólo porque demuestra más temor a los latigazos que el burro, y porque, en
razón de ese temor, hace como un esclavo, todo lo que su amo le manda. El burro
prefiere que lo maten a latigazos antes de hacer algo que considera tonto o que no quiere
hacer. Tiene su propia voluntad que es una voluntad muy inteligente, que trata de
imponer. Y porque tiene su propia voluntad, lo llamanos estúpido, obstinado, cabezudo.
Tal cual nos comportamos también con los niños que tienen su propia voluntad. El
europeo no deja valer ninguna voluntad propia, la doblega, tanto en los burros como en
los niños. Por eso es que un europeo no se las arregla jamás con un burro, un indio en
cambio sí. Este sabe cómo tratar a un burro y con él el burro trabaja en un modo como
no lo hace ningún caballo para un europeo.
Yo mismo todavía ahora poseo tres burros y tuve mucho que ver con burros en las
haciendas y en los caminos. Lo que en pocos días podía enseñarle, sin necesidad de
palos, a un burro, no lo hubiera logrado ni en tres años, con un caballo. El caballo tiene
que tener siempre el látigo ante los ojos, ya sea en el trabajo normal o en el circo. El
burro no necesita ver ningún látigo e igualmente hace el trabajo. Si necesito ir a un
pueblo, al cual puedo llegar por dos caminos, al llegar a la bifurcación, no obligo al
burro a tomar el camino que yo decido. Si conoce el camino, será el mismo quien
elegirá. Y tendrá sus buenas razones para preferir ir a mano izquierda, aunque este
camino quizás tenga dos kilómetros más que el de la derecha. Si yo dejo ir al burro por
el camino que prefiere, llego antes que si cabalgo por el otro camino. Porque por el
camino que yo elegiría el burro haría todo tipo de tonterías, podría incluso escapar y
tratar de volver al camino que prefiere. ¿Y porqué lo prefiere? Quizás sepa que en el
otro hay un jaguar haciendo de las suyas, o porque hay partes, en que a través de una
delgada costra de tierra se hunde y se puede quebrar la articulación del casco, o porque
en este camino hay partes, en donde crece pasto jugoso, o quién sabe cuáles otras
razones. Pero es seguro que las tiene, el burro sabe lo que quiere.
Es posible llevar un caballo al corral* y tenerlo ahí. Puedo dejar el portal entreabierto,
puede ser que el alambre más bajo del alambrado de púa le llegue solamente a la mitad
de la panza, que el caballo no hará ni un solo intento por abandonar el corral*, aunque
esté por morirse de hambre y vea el pastizal más lindo a veinte metros, o si en las
cercanías relincha un semental en celo. El caballo es demasiado estúpido como para
encontrar la salida del corral*.
El burro es completamente distinto. No se queda sin saber qué hacer delante del portal,
como lo hace el caballo supuestamente inteligente. El burro desenlaza la soga, o corre la
viga o abre el portal a patadas y con el hocico. Tuve un burro en un corral*, cuyo
alambre más alto estaba a escasos cuarenta centímetros encima del suelo, lo que yo
consideraba seguro. Pero escapaba y volvía sigilosamente al corral* hacia la noche,
cuando le tocaba su ración de maíz. Se acercaba al alambrado, se acostaba de lado y se
deslizaba por debajo. A la noche hacía lo mismo para entrar, sin lastimarse ni un
poquito. Yo quisiera ver al caballo capaz de hacer esto. El caballo permite que un
chancho u otro animal le robe el maíz que tiene delante. Por eso lo llamamos animal
noble y aristocrático. Pero la verdad es que se deja robar el maíz por pura estupidez y
porque le da miedo el salvaje gruñido del chancho. Que prueben el chancho o una mula,
que es mucho más fuerte, robarle el maíz a un burro sano y normal. El chancho prueba
una vez y después se va gimiendo y quejándose y no vuelve a osar acercarse siquiera.
Para patear y morder el burro es mucho más hábil que el caballo y no patea a lo loco,
sino que antes piensa muy bien dónde es que quiere golpear. Y, sin duda dará en el
blanco.
Así como en Europa se disminuye la inteligencia del burro, lamentablemente, como en
muchos otros casos, sólo por esclavo apego a la frase:"burro sonso y estúpido", así
tampoco se considere la inteligencia del cerdo. Desde hace siglos el cerdo se ve
solamente como animal de matadero y nunca se le da una oportunidad de desarrollar su
inteligencia. Si uno le acordara al cerdo los mismos años de vida que a un caballo, a un
gato, o al perro, descubriríamos cosas bien curiosas. Por experiencia sé que la
inteligencia natural del cerdo está perfectamente a la altura de la de un perro. Y estoy
convencido de que, si durante algunas generaciones se le dieran al cerdo las mismas
posibilidades de evolucionar que al perro, lo superaría en inteligencia.
Si el cerdo se revuelca por el lodo, no es por amor a la suciedad, sino por amor a la
limpieza. Claro que el barro de un chiquero sucio de un campesino europeo no cumple
con ese objetivo. Pero eso no es culpa del chancho, sino del sucio campesino. Aquí,
donde los chanchos andan libres, pronto uno se da cuenta, porqué el cerdo se revuelca
en el barro. Ni bien tiene una buena capa de lodo encima, se acuesta o se para al sol. No
por pereza, sino para que el barro se vuelva una costra. Una vez que la costra está tan
seca y dura como barro cocido, el chancho se acerca a un tronco de árbol y se la quita
frotándose. Tras lo cual gruñe satisfecho, pero no por chancha y perezosa
voluptuosidad, sino con el mismo placer que sentiríamos nosotros tras habernos
liberado con éxito de los piojos que durante semanas nos han estado molestando.
Porque el cerdo está lleno de parásitos de todo tipo, garrapatas e insectos que se meten
en la piel y provocan una fuerte picazón. En la piel están sólo las cabezas de los
insectos, los cuerpos sobresalen. En el barro los insectos quedan atrapados y cuando se
forma la costra quedan tan presos que, al frotarse el chancho contra el árbol, los insectos
son extraídos de la piel. Basta observar una de estas costras para asombrarse de la
cantidad de bichos que hay.
Nunca oí que un jaguar o un puma hubiera atacado a un cerdo. No porque al jaguar no
le guste la carne de cerdo. Todo lo contrario. Le encantaría poderla conseguir. El jaguar
sabe demasiado bien que no sale muy bien parado de la lucha con un chancho. Si uno se
topa con un jaguar o con un león en la jungla o en el bosque, no hay que darse por
vencido, aun si uno no tiene armas consigo. Porque tanto el jaguar como el león son
miedosos y no son de naturaleza heroica. Es posible engañarlos. Finalmente, algún árbol
habrá cerca. Pero si uno se topa con unos cerdos salvajes belicosos, uno puede dar
tranquilamente por concluido el curso de esta bella vida. Y ahí sí que no hay árbol que
valga, por más bello y alto que sea. Los chanchos se echan y esperan. O atacan sin
escrúpulos y trabajan según un plan de guerra que incluso prevé el cambio de guardia.
No hay forma de ahuyentarlos, ni con gritos, ni con pedradas, ni con gestos
amenazadores con un bastón. Saben muy bien evitar los golpes. Si uno golpea hacia
adelante, por atrás viene una embestida y uno termina por tierra. Si la cosa se prolonga,
se agregan más chanchos y el asunto se pone divertido.
El burro y el chancho me parecen excelentes ejemplos del dominio tiránico y del poder
autocrático que ciertas irreflexivas frases hechas e ideas conservadoras enraizadas
ponen de manifiesto, esclavizando nuestro pensamiento libre e independiente. El
chancho sucio, comilón y perezoso, el burro tonto, terco y lento son imágenes tan
firmemente enraizadas en nuestro imaginario, que ni siquiera nos tomamos el trabajo de
comprobar si se trata de la verdad. Un pueblo que intentara incorporar en su escudo
nacional al burro o al chancho, provocaría la hilaridad de todo el mundo. Sólo porque
somos esclavos de palabras y frases que repetimos sin pensar.
hacienda*= N.d.T., "Hazienda" en el original.
corral*= N.d.T.: con grafía alemana en el original: Korral

22

Nuestra caravana de dos animales no nos daba demasiado trabajo. Es cierto que en los
primeros días tuvimos que descargar y volver a cargar varias veces, porque teníamos
ronzales y cinchas nuevas. Pero después la marcha siguió día a día con el mismo ritmo.
Generalmente yo cabalgaba completamente solo. Porque aquí o allí desmontaba para
mirar algo de cerca o para bañarme o para penetrar en el monte, adonde no podía llevar
mi mula, porque era demasiado espeso.
De esa manera me quedaba atrás, mientras Felipe seguía marchando parejo con las dos
mulas de carga. Cuando un arriero o changador está solo y no puede ir al lado de su
patrón, evita quedarse a sus espaldas. Si va delante, se siente más tranquilo, porque, si
llegara a suceder algo, tarde o temprano el patrón lo verá. También si uno de los
animales se escapara para regresar, el patrón lo atajaría, porque el animal generalmente
toma el camino por el que ha venido. Un changador indio, aunque tenga veinticinco a
cuarenta kilogramos que cargar, va parejo con el jinete, con la condición, claro está, que
éste no vaya siempre al trote. La mula, incluso cuando es una mula de montar, no va
mucho al trote, sino siempre al mismo paso. Pero, si hace falta, sabe salir disparada.
Claro que en esos casos patea con violencia y a uno los huesos se le sacuden tanto, que
a la noche no es fácil volverlos a su lugar.
Llegamos a Amatenango. Y llegar allí, era la mayor felicidad que se le pudiera brindar a
Felipe. En primer lugar porque podía ir a ver a su familia para decirle que estaría de
viaje por unas semanas y que no debían preocuparse. Y también podía contarle que
había encontrado una estupenda oportunidad para ganarse unos buenos pesitos. Yo le
había dado un anticipo y él le podía dejar dinero a su familia, de manera que estuviera
bien aprovisionada durante su ausencia. Pero quizás lo que más gozo le daba era el
hecho de entrar en su pueblo como mozo de un viajero blanco, que no era ni
comerciante ni agente de contratación de las plantaciones de café, sino un estudioso,
seguramente de un periódico, de un diario, un hombre inteligente, que quería observar
todo, para después contarlo a los blancos que vivían en otro mundo. Dado que Felipe
era responsable de mi equipaje y de mis aparatos fotográficos y había sido elegido para
mostrarme el camino a través del territorio y hacer de guía, su estima entre sus
conciudadanos creció considerablemente. Porque vendedores de cacharros había
muchos, cualquiera podía serlo, pero guía y único arriero responsable de un viajero
blanco, ya era otra cuestión. Para darse más aires, contaba cosas tan impresionantes de
mí, de mis capacidades, de mi inteligencia, que todos me observaban con tímida
admiración.
Ya al día siguiente temprano estábamos en Teopixca, una pequeña ciudad mexicana, a
no más de tres kilómetros de Amatenango. Da una impresión de extraordinaria limpieza
y simpatía. Todas las casas son blancas. Uno de los lados de la amplia plaza del
mercado está embellecido por recovas, al amparo de las cuales se encuentra, al lado de
numerosas tiendas, la municipalidad. Todas las casas, que no están en las dos calles
principales, están rodeadas de jardines bien cuidados. La ciudad es el centro de un
altiplano fertilísimo, situado en las alturas de un brazo de la Sierra Madre. La ciudad
tiene aproximadamente mil habitantes, de los cuales, la mayoría son indios, pero todos
hablan español.
Todavía nos queda un buen trecho de camino por delante, si hoy mismo queremos llegar
a San Cristóbal Las Casas. Son cuarenta kilómetros y siempre por alta montaña, siempre
subiendo trescientos o cuatrocientos metros para después bajarlos y volverlos a subir, y
así todo el camino. En todo el trayecto sólo una choza derrumbada y el rancho Nuevo
León, por lo demás, ni un poblado, ni una casa.
Felipe se queda con las mulas de carga en el camino principal. Yo desvío y me interno
en el bosque. No hay un camino preciso que atraviese el bosque, pero uno puede seguir
a lomo de mula, porque los árboles están a una distancia suficiente. Ahora cabalgo
siguiendo la brújula solamente. Pronto siento estar en uno de los bosques más fabulosos
que uno se pueda imaginar. Es un bosque de una belleza tan escalofriante, con su
esplendor semitropical, con su ocaso caluroso, sus luces y sombras juguetonas, con sus
gritos misteriosos, sus extrañas voces, que se dilatan y de golpe se ahogan, que podría
ser el escenario de todos los cuentos alemanes. Detrás de cualquier colina, árbol, arbusto
o yuyo uno cree que podrían aparecer y desaparecer animales fantásticos, osos, lobos,
linces, zorros, gatos salvajes. En el ocaso y en el juego de los hilos y manchas de luz
unos troncos de árboles que se pudren y rocas recubiertas de vegetación parecen
gigantes, enanos, gnomos, ladrones. En los trechos más apacibles, parecen hadas y
ninfas. Un bosque, como habrá cientos en este país, que hasta ahora no han oído nunca
el hacha de un leñador, un bosque virgen, intacto desde hace dos o tres mil años.
Pero no podría ser nunca un bosque alemán. Porque cada árbol está recargado de miles,
de cientos de miles, de millones de orquídeas. Orquídeas de todo tipo y forma. Una tal
abundancia de orquídeas que una sensación angustiosa se apodera de mi alma y siento
una rara opresión, que de hecho, me corta la respiración. Me invade el deseo de escapar
de este impresionante derroche tropical de orquídeas. Pero, ¿escapar adónde? Me puedo
girar hacia cualquier parte, que por todos lados hay cientos de miles de orquídeas que se
abalanzan sobre mí, como si quisieran ahogarme con su opulencia y su esplendor.
Aquí hay sitios en donde los recolectores de orquídeas buscan los ejemplares raros,
cuyas formas fantásticas pueden turbar los sentidos humanos y a menudo los han
turbado tanto, que ningún médico los pudo volver a acomodar. Aquí se buscan aquellos
ejemplares por los que los amantes de esta flor pagan tres mil, cinco mil, ocho mil
dólares, si corresponde exactamente a sus deseos.
Es aquí el lugar en donde las orquídeas son de una tal vitalidad, que cada una se puede
elegir el lugar más propicio para desarrollar las potencialidades que ese ejemplar siente
en sí. Se encuentran en árboles altos y bajos, en árboles viejos y jóvenes, en troncos
podridos y ramas moribundas, en el pasto, en la hendidura de una roca. Sus formas y
flores son tan variadas como los lugares que eligen para llegar a la perfección que
corresponde a sus potencialidades.
No hay fotografía, ni dibujo, ni pintura al óleo, ni descripción que permita captar y
trasmitir esta impresión fantástica y delirante. Es la impresión de un total delirio de los
sentidos, de un sueño de hachís. Cuando después de un cierto tiempo había dejado atrás
el bosque y había retomado el camino principal, alguien me habría podido decir:"Ud. no
cabalgó por el bosque, Ud. anduvo durante todo el tiempo pensativo al lado mío." Y yo
hubiera creído ciegamente, hubiera jurado por mi alma, que no había cabalgado por el
bosque.
A la tardecita, a eso de las cinco, vi en la lejanía el símbolo de la ciudad San Cristóbal
Las Casas1 ante mí, recortándose netamente contra el sol: la iglesia San Cristóbal en la
cima de la montaña que domina la ciudad y alrededor de la cual, la ciudad está dispuesta
en semicírculo. Esta iglesia, que seguramente dio el nombre a la ciudad, aunque quizás
haya sido el caso inverso, hoy ya no se usa. Está como otras miles de iglesias de México
en ruinas. El techo en gran parte ya está roto, y allí, donde antes se reunía una
comunidad piadosa a rezar y cantar, hay hoy caballos, mulas y burros pastando
libremente, cuando buscan refugiarse de la lluvia. Unos pasos delante de la iglesia,
frente a la ciudad todavía se ve una profunda trinchea, probablemente de la época de la
revolución. Un pequeño cañón de campo y una o dos ametralladoras colocadas en esta
montaña, mantienen la ciudad bajo control total, de manera que ni un solo ratón puede
escapar.
Cristóbal es la palabra española para Christoph, y cabe acotar aquí que el hombre que
nosotros llamamos Christoph Kolumbus, lleva en España su verdadero nombre:
Cristóbal Colón. La ciudad de Colón, en el ingreso del Canal de Panamá desde el lado
atlántico lleva el nombre del descubridor de América, así como una gran cantidad de
otras ciudades en México y en el resto de Latinoamérica.
Las Casas, que ha dado el nombre a todo el departamento, era un obispo español de
principios del siglo dieciséis, un hombre que llegó a ser tan amigo de los indios, que
estuvo constantemente en conflicto con la corona española y con el clero. Recorrió a pie
todo México, vivió con los indios en sus jacales y aprendió su lengua. Este hombre
valiente y sincero, que supo decir la verdad sin pelos en la lengua a los poderosos de
aquel tiempo, fue responsable de la introducción de esclavos negros en América.
Cuando vio que los indios no podían ser esclavizados, cuando vio que se dejaban matar
a latigazos en silencio o que voluntariamente se dejaban morir de hambre o perecían en
las montañas, propuso que fueran traídos esclavos negros del Africa. Porque de esa
manera podía proteger a la raza india de la extinción completa. Los cristianos europeos
no conocían la compasión con los seres humanos. Sólo querían la riqueza. Pero sin
esclavos era imposible acumular riqueza, ni en las plantaciones de café, caña de azúcar
o cacao, ni en las minas de oro o de plata. Las Casas sacrificó al negro, para salvar al
indio. No había otra salida. Y así el mismo hombre se hizo depositario de la maldición
de los negros y de la bendición del indio.
También uno de los monjes que acompañó a Cortés en sus expediciones de conquista
evitó innumerables crueldades a los indios. Pero lamentablemente hay que decir, que a
causa de la tarea de estos grandes sacerdotes, el poder de la iglesia se reforzó y se
profundizó su desdichada influencia, en tanto institución enemiga de la instrucción. Los
indios se hubieran sacudido el dominio de la iglesia antes y con mayor energía, si el
comportamiento humanitario de muchos de sus representantes no hubiera velado el
verdadero carácter de la iglesia.
El monumento a Bartolomé de Las Casas en San Cristóbal es bien modesto; pero es que
un hombre que por sus obras vivirá siempre en el corazón de los indios, no necesita un
gran monumento. Sólo la gente que no tiene más mérito que haber vivido y causado
desgracias necesita grandes monumentos. A éstos no hay monumento que les parezca
suficientemente grande y a veces tienen tanto apuro que ya lo hacen empezar a construir
en vida, porque ellos mismos sienten que, apenas enterrados, caerán en el olvido.
San Cristóbal Las Casas es una de las más antiguas ciudades europeas en continente
americano. Conserva plenamente el carácter de los primeros tiempos españoles. Tiene
viejas iglesias, un viejo palacio obispal y muchas construcciones antiguas de la época
colonial. Desde la temprana época de su fundación fue sede obispal y lo es aún hoy,
aunque el señor obispo hoy vive bastante modestamente, porque ya pasaron las antiguas
magnificencias, especialmente los caudalosos ingresos, y dentro de poco de todo esto no
quedará más nada. Lo que debería causar asombro en todas partes no es la decadencia
de la iglesia, sino que siquiera siga respirando. Porque la última guerra, durante la cual
la iglesia se comportó tan cristianamente, hubiera tenido que quebrarle el pescuezo en
todo el mundo.
*
La fertilidad y la incomparable belleza del altiplano, en cuyo centro se encuentra San
Cristóbal Las Casas, indujo a Diego de Mazariego, general del ejército de Cortés,
conquistador de Chiapas, a fundar en este altiplano la capital del estado. Esto fue en el
año 1528, el 31 de marzo. La ciudad fue bautizada con el nombre de Villa Real, es
decir: ciudad regia. Mazariego supo infundir a la ciudad un temperamento tal, que en
pocos años se convirtió en la ciudad más floreciente del sur del México.
Después de Mazariego vino Juan Enrique de Guzmán como general a San Cristóbal Las
Casas. Guzmán, que odiaba a Mazariego, buscaba denigrar cuanto creado por
Mazariego y cambió el nombre de la ciudad por el de Villa Viciosa, ciudad de los
vicios. Contemporáneamente estableció una multa de cincuenta doblones de oro, una
suma enorme para aquella época, para quien osara llamar a la ciudad con otro nombre.
Para un ciudadano bueno y honrado es un poco duro confesar haber nacido y vivir en
una ciudad viciosa. Así fue que el desarrollo de la ciudad se vio interrumpido. Pero ni
bien Guzmán fue transferido y se alzó este entredicho, volvió a florecer y se convirtió
en una de las ciudades más grandes y vivaces del sur. Cuando se construyeron los
ferrocarriles en México, la ciudad perdió importancia, y otras, que antes habían sido
ciudades pequeñas, pero que quedaron situadas cerca del ferrocarril, la superaron. Poco
a poco todas las industrias desaparecieron de la ciudad y hoy, con sus cuarenta mil
habitantes, es una tranquila ciudad de provincia, el lugar ideal para personas nerviosas,
que tienen necesidad de descanso. Como está a una distancia de aproximadamente
doscientos cuarenta kilómetros de la estación de trenes más próxima, en la costa del
Pacífico, y porque su acceso es difícil, dado que hay que atravesar dos veces las partes
más altas de la escarpada cordillera de la Sierra Madre, el carácter de la ciudad se
mantuvo tal como lo debe haber sido doscientos años atrás.
Toda la tierra que rodea la ciudad está habitada por indios, que viven en el mismo
estadio de civilización que hace trescientos años. Todas las mañanas la ciudad es
literalmente inundada por estos indios que traen sus mercancías al mercado. En todas las
calles que llevan a la ciudad, hay un hormigueo de indios caminando. Hay días, en que
habrá en la ciudad unos ocho mil a diez mil indios entre las ocho de la mañana y las tres
de la tarde.
La ciudad depende totalmente de los indios. Si el indio no trajera alimentos a la ciudad,
perecería de hambre. Los habitantes, sólo treinta europeos, todos los demás mexicanos,
y unos dos mil indios urbanizados, viven en un constante, callado estado de zozobra
ante los indios. Nadie lo reconoce, pero en las conversaciones y en los relatos aparece
constantemente ese temor. Desde que el gobierno fue transferido a Tuxtla Gutiérrez, la
ciudad cuenta solamente con un oficial, doce soldados y unos cuatro o seis policías. La
ciudad no se puede defender de los sesenta mil indios que viven en campo abierto, en
torno a la ciudad. Los indios no necesitan atacar la ciudad. Basta que ocupen las alturas
y las vías de acceso externas, los cañadones estrechos y los intrincados caminos de la
selva y del bosque. No hay ejército ni compañía que pueda venir en ayuda. Nadie puede
salir de la ciudad. Los indios no necesitan hacer otra cosa que estarse quietos, no traer ni
dejar pasar más alimentos. Quizás ni siquiera con aviones se pueda hacer algo.
En la época en que la ciudad era todavía sede del gobierno, una vez los indios la sitiaron
de esta manera. Esto fue en los años sesenta del siglo pasado. Las opiniones todavía
divergen sobre la causa que motivó el sitio. Una cantidad de causas se juntaron. Los
industriales de la ciudad obligaban a los indios a trabajar gratuitamente. Los indios que
se acercaban a la ciudad con mercancía para vender, eran apresados y arrastrados a los
talleres y a las fábricas, el precio que se pagaba por sus mercancías era reducido a nada
y contemporáneamente los precios de los comerciantes de la ciudad aumentaban tanto,
que el indio terminaba por tener que dar tres o cuatro cabras para poder comprar un
machete o un hacha. Afuera se les quitaba la tierra y se les negaba el derecho de hacer
leña. Si luego venían, como habitualmente, con leña de quemar o con carbón de leña a
la ciudad, se les confiscaba y ellos mismos eran obligados a trabajos forzados.
Cualesquiera que hayan sido las verdaderas causas, de todas formas un día los indios
decidieron que no podían seguir soportando ese estado de cosas. De a diez mil llegaron
como enjambre y ocuparon las alturas y los caminos que rodean la ciudad. Desde afuera
no se podía quebrar el sitio, y tentar un asalto desde el interior, hubiera sido un suicidio.
Los indios no le hacían mal a nadie, sólo que no dejaban entrar ni salir a nadie. Dejaron
de traer mercancías, para demostrar a la ciudad, en qué medida dependía de ellos. El
sitio en realidad no era más que una huelga, reforzada por el boicot y la completa
exclusión de rompehuelgas.
El general o el gobernador de la ciudad se vio obligado finalmente a entablar
negociaciones con los caciques de los indios. Mandó un plenipotenciario a hablar con
los indios, con la invitación de mandar a sus jefes máximos a la ciudad para firmar un
acuerdo, que permitiera evitar en el futuro todas las injusticias que hasta ese momento
habían padecido los indios.
Los indios en seguida se declararon dispuestos a negociar y enviaron a sus jefes, cinco o
seis eran. En calidad de embajadores se les había asegurado expresamente un
salvoconducto. Pero apenas llegaron a la ciudad fueron apresados y colgados. Tras lo
cual se mandó a decir a los indios que el acuerdo había sido aprobado, que los jefes
estaban participando del banquete y que estaban borrachos, por lo cual no podían venir
en persona, que se fueran nomás a sus casas y que a la mañana siguiente vinieran con
sus mercancías que obtendrían buenos precios por ella. Los indios creyeron en estas
palabras y estaban bien contentos, porque ellos tenían interés en vender sus mercancías
para comprarse cosas útiles con el producto de la venta. No se hizo otro intento de
engañarlos, el general no quiso arriesgarse a tanto. Los indios, efectivamente obtuvieron
buenos precios y compraron a precios aceptables aquellas cosas que necesitaban. Los
comerciantes tenían el mismo interés que ellos en vender sus cosas y se creó así una
relación de respectiva tolerancia comercial, un vivir y dejar vivir, que todavía hoy
subsiste en la ciudad. Se comprobó que era el mejor negocio para todos.
Cuando los indios empezaron a buscar a sus jefes, les fue dicho que se habían
emborrachado tanto que se habían muerto y que habían sido enterrados. Pero con el
correr del tiempo la verdad se supo, porque hay bastantes indios en la ciudad
emparentados con los de las comunas. A causa de la asombrosa longevidad de los indios
en este país aún hoy viven cientos de hombres de aquel tiempo que no olvidan ni
olvidarán jamás el asesinato de sus jefes. Y como los habitantes de la ciudad lo saben,
esto determina el modo que tienen de tratar a los indios. Llama la atención cómo se
respeta al indio aquí, aunque ande harapiento. Cuidadosamente se evita engañarlo o
sacarle ventaja, se prefiere darle dos centavos de más que uno de menos. Se lo deja
tranquilo y se lo trata como a un perro grande y buenazo, que no le hace nada a nadie,
pero del que se sabe, que si se lo provoca, es capaz de despedazarlo a uno.
Se ven muchas casas que no tienen ventanas hacia la calle, sino sólo una puerta
estrecha. La pared externa de la casa es completamente lisa, sin ningún adorno. Hubo un
tiempo en que la ciudad no sabía ya a qué más aplicar un impuesto. Así se le ocurrió la
genial idea de aplicar un elevado impuesto a todas las ventanas que daban a la calle.
Este impuesto tuvo como consecuencia que todas las casas construidas en aquel tiempo
carecieran de ventanas hacia la calle.
La mayoría de las casas en México, especialmente en el sur, están construidas alrededor
de un espacio abierto cuadrado, llamado patio. En el centro del patio está el pozo. Las
cuatro partes de la casa, presentan galerías hacia el patio. Esas galerías son del tipo que
en Europa Central se ven en los claustros. Todas las ventana y puertas de la casa
conducen a esas galerías que rodean el patio. El patio cuenta con palmeras y flores, que
según el tamaño del patio están en macetas o directamente plantadas en la tierra.
Algunas casas más grandes tienen dos patios, uno delantero y otro atrás. En el primer
patio son recibidos los comerciantes, el patio de atrás se reserva a la familia y a los
invitados especiales. Entre las familias mexicanas distinguidas sólo se llega a conocer a
la señora de la casa si uno está entre esos invitados especiales. Se considera descortés
decirle a un señor que su mujer es bonita; los señores conservadores lo llegan a
considerar una ofensa para la señora de la casa y la consecuencia es que uno nunca más
será invitado. Para entender esto, hay que decir que la observación "mujer bonita" se
considera como velada expresión del deseo de poseerla y con ello una ofensa de la
dama. Se siente como una total falta de tacto hablar de las mujeres de los señores
presentes o siquiera hablar de la propia en presencia de otros hombres, ni siquiera si se
trata de amigos íntimos. Ni siquiera lo hacen los trabajadores mexicanos y tampoco si
sólo están unidos por un vínculo natural con su mujer. Si uno quiere saber cómo está la
señora, se pregunta por la familia, tanto como para no tener que mencionar a la mujer.
Un señor de San Cristóbal Las Casas estaba dispuesto a apostar mil dólares a que nadie
podría acusar de infidelidad a una mujer, a que ni siquiera se podría sospechar que una
mujer fuera infiel. Una mujer, a quien le importa su reputación, no saldrá nunca a la
calle sin su muchacha, su amiga o una pariente y, después de las seis de la tarde no
saldrá nunca si no es acompañada por su marido, su padre o su hermano. Todo señor se
cuida de ligar con una mujer casada mexicana; la sola sospecha de que lo haya hecho, le
cuesta la vida. De esto el europeo saca conclusiones equivocadas sobre la posición de la
mujer en el seno de la familia. No es de ninguna manera la esclava o la mucama del
hombre. No es ni siquiera objeto de propiedad del hombre, en una medida tan
denigrante como lo es frecuentemente en familias europeas de todas las clases y estados.
Porque el ansia de posesión enraizada en el hombre europeo, su inextinguible ansia de
poder, su creencia estúpida en la sacralidad de su autoridad, el europeo la hace valer
también con su mujer. Y la mujer, carne y sangre de su raza, se venga con las mismas
armas. La estructura espiritual de una familia mexicana, tanto si pertenece a la clase
superior como a la de un trabajador, se diferencia de la estructura de una familia del
centro o del norte de Europa en puntos fundamentales. Claro que en las grandes
ciudades, donde también aquí la mujer y la muchacha comienzan a participar cada vez
más activamente en la vida económica, las relaciones comienzan a desplazarse
acercándose a las costumbres americanas.
La vida familiar no se desarrolla en las habitaciones, sino enteramente en las galerías y
en el patio. Por eso es raro ver mujeres por la calle, charlando durante horas; porque si
tienen ganas de charlar, se visitan y se reúnen en el patio para llevar adelante el
importante negocio de criticar al vecindario.
Los médicos y boticarios de San Cristóbal Las Casas apenas ganan lo suficiente para no
morirse de hambre. Le dan la culpa a todo tipo de gente, cosas, sucesos, guerras,
revoluciones y sistemas de gobierno. Y menos mal para ellos que de tanto en tanto
algunos jovencitos u hombres de sangre caliente por pura amistad se tiran unos tiros y
después van tomados del brazo a lo del médico o se dejan llevar en bella armonía,
menos mal que de tanto en tanto alguno se cae del caballo o de un muro -por razones
misteriosas, cerca de la casa de una bella viuda-, menos mal que cada tanto un chico se
quiebra una pierna, un niño tiene difteria o una mujer mexicana tiene un parto difícil,
que de lo contrario los médicos la pasarían peor.
Pero es que, en una ciudad semejante, ¿cómo hace uno para enfermarse? En estas
alturas de más de dos mil metros, el aire es tan puro, tan claro, que nada lo iguala en
pureza. El sol tropical en estas alturas desborda de aquellos rayos, que en otras latitudes
hay que producir con aparatos complicados y costos enormes, para no conseguir los
efectos de aquí. Toda la tierra que se puede recorrer durante horas a la redonda está
cubierta de bosques de pinos y abetos, y cargan el aire de tanto ozono, como en pocas
regiones de la tierra. Una sola chimenea echa humo, la de la central eléctrica y se trata
de humo de leña. Pocas casas tienen chimenea, porque en las cocinas no se produce
humo. Para cocinar se usa sólo carbón de leña que no da humo o leña, cuyo humo se ve
apenas. No hay tranvía, ni tren que llene de ruido la calle, tensando y rompiendo los
nervios. Durante toda la semana se oyen quizás uno, dos, o al máximo tres autos
chirriando y tocando bocina. A medianoche se apaga la luz eléctrica para toda la ciudad,
porque los consumidores pagan la luz por lámpara y por mes a destajo y no según el
consumo por hora. Ni siquiera hay teléfono, que asusta a la gente y la molesta. Los
hombres que viven aquí, no tienen razón para morir y ninguna disculpa por morirse
igual un día. De hecho se mueren por la única razón que durante toda la vida se
metieron en la cabeza, que un día se deben morir, sin poder escapar a este destino. Sólo
por eso, porque no creen que un hombre no tiene por qué morir si no quiere, se acuestan
un buen día y dicen: "Bueno, ahora me muero." Y efectivamente, al cabo de diez
minutos han fallecido.
Unos días encontré a un señor, cuando estaba sacando una fotografía por la calle. Se
acercó y dijo: "yo ya hace rato que ando con la intención de hacerme sacar una foto
algún día. Pero nunca lo consigo. Quería sacarme una fotografía con mi familia cuando
se casó mi hija mayor, pero en aquel entonces todavía no se había inventado y las
siluetas recortadas no me interesaban. Ahora nos pusimos de acuerdo en no
fotografiarnos antes de que se case mi hijo menor."
"¿Y cuántos años tiene?" le pregunté.
"Eso no lo sé", dijo el señor."Si ni sé cuándo nacerá mi hijo menor. Anteayer mi mujer
volvió a dar a luz a una niña. ¿Cómo quiere que sepa ahora ya, cuándo se va a casar mi
hijo menor?"
Y otro día encontré a un señor, con el que varias veces había salido a cabalgar. Nos
saludamos y él me dijo: "Esta mañana me desperté, miré hacia la cama de mi mujer,
para ver si ya estaba despierta. En eso ella me dice: 'Oye tú, tuve otro, es un varoncito'.
'Aha', dije yo,'qué bueno', y me di vuelta para dormir una horita más."
"Felicitaciones. ¿A qué hora nació el muchachito?"
"A las cuatro, me dijo mi mujer."
"¿Y Ud. duerme en la misma habitación con su mujer y no escuchó nada de nada?"
"Pero ni un pepino. Dormí sin despertarme. Todo procede lisa y llanamente. Nadie
escucha nada. La comadrona había pasado ayer, pero yo pensaba que todavía no había
llegado el momento. Y además a esta altura estoy tan acostumbrado, que ya no lo oigo y
ya no me molesta. Recién vamos por el número diecinueve y cada año sucede con
menos ruido y menos agitación."
Sí, así es la gente allí. Ni siquiera se pueden poner nerviosos por los periódicos, incluso
a ese placer tienen que renunciar. El periódico proveniente de la capital llega doce a
catorce días después de la publicación. ¿Cómo pueden ponerse nerviosos por alguna
información? Tanto, ya habrán pasado dos semanas, y la gente que habrá escrito ese
informe inquietante, a ese punto ni se acuerda de haberlo escrito. ¿A cuento de qué
ponerse nervioso aquí por eso?
La filosofía, según la cual viven las personas en esa idílica ciudad encuentra su cabal
expresión en un proverbio de un señor europeo: "piensa en el agua el pez, ¡si llueve, a
mí, más mojado no me ves!" Y se complementa, para que esta sabiduría no se
desequilibre hacia ninguna lado, con un proverbio español-mexicano que dice más o
menos así:"Dos tetas tiran más que cien bueyes." Cuánto son capaces de tirar cien
bueyes se sabe muy bien en una ciudad a la que todas las mercancías se traen en carretas
tiradas por bueyes. Para no dejarse enturbiar la plenitud del gozo por eventuales
escrúpulos de conciencia, los sabios de la ciudad tienen a mano, como tranquilizante, un
buen proverbio mexicano :"Los santos son de madera." Nunca se intenta explicarle este
dicho sensato a un novato, para que cada uno elija en libertad, cómo interpretarlo,
según el nivel de filosofía práctica alcanzado. Si en medio de la noche, a las doce o a las
dos, en algún punto de la ciudad, que aparentemente se encuentra en el más profundo
sueño, la marimba empieza a cantar sus canciones llenas de suspiros, lamentos y
nostalgia, uno puede pensar lo que quiere. Y uno piensa con bastante acierto, si uno se
dice que delante de la casa donde se oye la marimba, o por lo menos cerca, una graciosa
pareja no dejará pasar esas horas sin belleza, esas horas en las que el ruiseñor ya no
canta y la alondra aún no se oye. En otro rincón de la ciudad, un caballero canta con
tonos radiantes y pastosos la gran aria de "Aída", y en otras esquinas sombras
fantasmales cantan canciones de amor mexicanas y españolas acompañándose con la
guitarra.

23

San Cristóbal Las Casas se encuentra en un valle, que hacia todas las direcciones tiene
unos cinco kilómetros de largo. Este valle es un cráter apagado. El valle está rodeado
por altas rocas cubiertas de vegetación tupida, que en algunos casos alcanzan unos
quinientos metros por sobre el nivel del valle. Casi en el centro del valle se encuentra
una montaña de forma cónica, alrededor de la cual la ciudad está dispuesta en
semicírculo. Un río penetra hasta aproximadamente la mitad del valle. Después
desaparece de golpe en la tierra y posiblemente continúe en forma subterránea. Es
posible que debajo de la costra terrestre del valle haya antiguos canales volcánicos
apagados, quizás incluso un lago subterráneo. Las montañas rocosas de los alrededores
presentan numerosas cavernas, algunas son enormes salas. Sólo una de las cavernas ha
sido explorada. Con esto quiero decir que han sido explorados todos los pasajes en los
que puede entrar un ser humano, sin necesidad de ampliar las entradas con dinamita. De
a trechos hay que reptar sobre la panza a través de agujeros y pasajes, para llegar a las
grandes salas. Las restantes cavernas no están exploradas en absoluto; se conocen sólo
las entradas. Estas frecuentemente no son más que profundos pozos verticales. Se puede
suponer que todo el subsuelo del valle, así como todo el interior de las rocas
circundantes esté formado por cavernas, ya sea todas de alguna manera comunicadas
entre sí, o que puedan ser puestas en comunicación con pequeñas voladuras y
ampliaciones.
Toda la naturaleza que circunda la ciudad es de una belleza indescriptible. Durante
semanas y semanas se puede hacer cada día una cabalgata y ver cada vez cosas nuevas y
paisajes diferentes.
Las tres cumbres más altas son el cerro Hueitepec, el cerro Ecatepec y el Tzontehuitz.
Cada uno de ellos requiere una jornada a caballo para ascenderlo. Saliendo a las cinco
de la mañana, se puede regresar en el día. El más alto es el Tzontehuitz. El Hueitepec es
el que queda más cerca de la ciudad y desde el cual se tiene la vista más linda. De hecho
ofrece una de las vistas más maravillosas que se puedan encontrar. La vista alcanza
hasta las montañas y los paisajes de Guatemala, se puede ver el río de Grijalva,
serpenteando leguas y leguas a través del terreno, se ve la ciudad abajo, como si fuera
una ciudad de cuento de hadas.
Cerca del cerro Ecatepec, en realidad, ya en su ladera, se puede ver en un lugar,
exactamente en frente de una caverna con una entrada muy profunda y vertical, un
curiosísimo encuentro de tres plantas, cada una de las cuales corresponde a otro tipo de
clima. Estas tres plantas se encuentran a sólo diez metros de distancia, una sobre la otra.
Abajo está el maguey, un agave presente en el centro de México y que corresponde al
clima subtropical; arriba hay una palmera, que corresponde a las plantas tropicales y por
encima un pino gigante, que es de clima templado. Lo más curioso en este caso, es sin
duda, la presencia de la palmera, a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar.
La cumbre del Tzontehuitz tiene una altura de 2850 metros, la del Hueitepec, 2700
metros.
A pesar de que la zona está en el trópico, en las tierras altas se encuentran cantidades
de árboles que pertenecen a otras zonas. Habrá aquí un centenar de distintas especies de
encinas; pero no la encina de Europa Central. Los pinos alcanzan alturas de cincuenta e
incluso ochenta metros, y todos son derechísimos, como trazados con plomada.
En esta rica zona maderera hay un solo aserradero en doscientos kilómetros a la
redonda. Pertenece a un europeo, pero en ella trabajan exclusivamente indios. También
los vehículos son manejados por maquinistas indios. Es difícil que puedan subsistir
otros aserraderos. El transporte de la madera desde esta zona a la estación de trenes
lleva más o menos el mismo tiempo que el transporte de madera desde Suecia hasta
México. Pero el país tiene otras zonas ricas en madera, que están mejor situadas para el
transporte. Por eso puede dejar intactos por unos cuantos decenios más los tesoros que
aquí descansan. Todos estos estados del sur y del sureste de México, que hoy siguen sin
contar con medios de transporte, tienen una increíble riqueza en maderas finas y
valiosas de todo tipo, maderas para construcción y maderas nobles.
Cualquiera que sea la dirección que se toma desde San Cristóbal Las Casas, la tierra y
los caminos son rojos, como si la tierra fuera de polvo de ladrillo. Esta tierra contiene
todo tipo de minerales y metales y nadie ha explorado todavía lo que contienen las
montañas de los alrededores. He visto grandes cantidades de carbón fósil y lignito
juntas. No está dicho que valga la pena la extracción. Habría que encontrar rocas
minerales con un contenido metalífero suficiente como para hacer trabajar un alto horno
en la misma localidad. También encontré mineral plomífero, pero tampoco en este caso
sé si valdría la pena construir una mina. Donde hay plomo, frecuentemente hay plata e
incluso oro en las cercanías. Pero todo esto no lo digo para tentar a alguno, sino para
dibujar el carácter del paisaje. Porque un paisaje, en general, tiene el carácter que le da
lo que lleva en su seno. Si todo este valle rocoso junto con la ciudad un día fuera
tragado por la tierra, si un día de golpe surgiera en el centro un volcán que inundara este
valle encantador con lava incandescente, no creo, que me asombraría mucho.
*
Una tarde, al cruzar la plaza para llegar al correo, me llamó un señor, a quien la noche
anterior había exhaustiva y convenientemente - bueno, digamos nomás: llegado a
conocer, y me dijo: "Ud. se interesa por todo lo de aquí, no importa de qué se trate."
"Sí", le dije, "eso es cierto. Todo me interesa, sea ello interesante o no."
"Bueno. Muy bien. ¿Ha visto alguna vez vampiros?"
"¿De cuáles me está hablando? ¿Bípedos, con falda y labios pintados?"
"Ud. parece realmente no pensar en ninguna otra cosa", dijo muy injustamente."No,
hablo de verdaderos vampiros, de esos que le chupan la sangre a los hombres."
"Y si de esos estaba hablando yo", le contesté.
"No, chiste aparte. Yo hablo de vampiros, que parecen murciélagos. Se posan sobre el
cuello de los hombres cuando duermen y les chupan la sangre. Naturalmente no toda,
pero sí una buena cantidad."
"¿Y de esos hay aquí?", pregunté.
"No precisamente aquí en la ciudad, pero en los ranchos, allí puede verlos en grandes
cantidades, especialmente donde hay mucho ganado. Si a Ud. le interesa, le puedo dar la
ocasión de verlos. Mi hermano tiene un rancho hacia el lado de San Bartolomé. Yo le
doy una carta. Y él se alegrará de tener un huésped. Ud. se podría quedar unos días y
adquirir experiencia."
Cabalgamos durante un día para llegar al rancho. Felipe me acompañaba.
"Los vampiros, de los cuales escribe mi hermano", dijo Don Rodríguez tras haber leído
la carta, "Ud. los verá en grandes cantidades."
A la noche, estando sentados en la veranda delante de un buen Comiteco, Don
Rodríguez dijo: "Ahí, ahí, ya empieza."
A unos veinte pasos de distancia estaba el corral , en el cual las bestias pasaban la
noche, para tenerlas a mano para ordeñarlas por la mañana. Y por encima del ganado
volaban los vampiros.
"Ve Ud.", dijo el señor,"ahora le caen encima al ganado, mañana por la mañana podrá
ver dónde han chupado."
Yo me he ocupado mucho de ganado y he visto muchas veces murciélagos, o, como la
gente dice aquí, vampiros, volando de noche sobre las bestias, pero nunca he notado que
estos vampiros le chuparan la sangre a las vacas. Pero es posible que algo así sucediera
aquí en Chiapas.
Mientras cenábamos en una habitación grande del rancho con las puertas y ventanas
naturalmente abiertas, los vampiros volaban descaradamente por encima de nuestras
cabezas sin molestarse en lo más mínimo por nuestras presencias.
Mi anfitrión era soltero. El rancho tenía sólo dos habitaciones internas. Pero alrededor
de la casa había una gran veranda, que ofrecía suficiente espacio para estar durante el
día. La gente que trabajaba en el rancho, como así también la cocinera india, dormían en
chozas cercanas al rancho.
En la habitación grande, en donde comíamos, había tres camas sencillas, en una dormía
Don Rodríguez y la otra, me la ofreció a mí. Yo había traído suficientes sarapes. Felipe
dormía en la segunda habitación.
En la habitación en la cual dormíamos, en un rincón había un montón de maíz y en la
otra unos cien manojos de cebada sin trillar. Seguramente para que se secara, pero no sé
la razón. La puerta que conducía de la habitación en donde dormíamos nosotros a la
otra, era sólo un marco de puerta. Sin puerta. Y como la puerta estaba exactamente en el
centro de la pared, se formaba un largo corredor, de la longitud de toda la casa. Mientras
estábamos sentados a la mesa, los vampiros volaban por este corredor.
Cuando nos acostamos, Don Rodríguez me aconsejó que me cubriera bien la cabeza con
el sarape y que me envolviese en él, como lo hacen los indios, para que los vampiros,
cuando yo durmiera, no pudieran acceder a mi cuello.
Le pregunté si alguna vez había visto a un hombre, a quien un vampiro alado le hubiera
chupado la sangre. Me explicó que ver, no había visto a nadie, porque todos se cuidaban
mucho; pero que se sabía muy bien que los vampiros hacían estas cosas, que toda la
gente lo sabía y que muchas veces había oído de gente, cuyo padre o madre había sido
atacado por vampiros. Y agregó, el hecho de que los vampiros se prendieran del
pescuezo de las vacas era la mejor demostración de que lo hicieran también con los
seres humanos, si encontraban la ocasión. Entonces quise saber porqué toleraba los
vampiros dentro de casa. Me dijo que no podía espantarlos, que siempre encontraban
agujeros por donde entrar y apenas se abría la puerta por la noche, todos estaban
adentro. Era en vano tratar de hacer algo, no quedaba más remedio que protegerse con
el sarape.
Una vez apagada la luz, me quedé quieto, sin cubrirme la cabeza. Los vampiros volaban
en mayor número, ahora que la luz estaba apagada. Era una batalla campal. Algunos
animales volaban tan cerca de mi cara, que llegaba a percibir su aleteo por el viento que
me daba y, por supuesto, por el ruido. Pasaban cada vez más cerca de mi cara y algunas
veces creí sentir un ala rozándome la frente. A ese punto me pareció prudente cubrirme
la cabeza con el sarape. Pero durante la noche me desperté y sentí que el sarape se me
había bajado hasta el pecho, porque evidentemente había sentido necesidad de aire
fresco. Enseguida me toqué el cuello, encendí un fósforo, pero no vi sangre ni toqué
ninguna herida.
A la mañana fui con mi anfitrión a ver las vacas y me hizo ver tres animales que tenían
pequeñas heridas en el cuello, de las cuales salía sangre. Eran heridas de mordedura.
"Ahí lo tiene", dijo Don Rodríguez, "convénzase Ud. mismo, ahora terminará por
creerlo, ¿no?"
"Sin embargo, sigo sin creerlo," contesté, "y antes de partir le demostraré que los
vampiros no chupan sangre de mamíferos, mucho menos de seres humanos. Sólo me
hace falta atar algunos cabos."
Don Rodríguez tenía que hacer con la gente y yo aproveché para observar más
detenidamente la casa. Examiné la cebada que colgaba para entender para qué estaba ahí
y al golpear un manojo, salieron volando cientos de pequeñas polillas, polillas de las
larvas que se meten en los cereales. Después fui a donde estaba el maíz, tomé un puñado
y vi que estaba lleno de gorgojos. Los vampiros no se habían alimentado de mi sangre
durante la noche, de Don Rodríguez, cubierto con la manta, tampoco habían chupado
sangre hasta ahora. En consecuencia, los vampiros se deberían haber muerto de hambre.
Pero si aún siguen vivos, y aumentan noche a noche, tal como lo afirmaba Don
Rodríguez, es que encuentran un alimento que prefieren a la sangre humana. Y este
alimento son las polillas y los otros insectos que había en cantidades industriales en
estas habitaciones. Pero si los vampiros cazan insectos, no tienen ningún interés en
morder un cuello, y un animal que se alimenta de insectos, ni siquiera tiene con qué
morder un cuello, mucho menos el pescuezo de una vaca, que tiene una piel mucho más
gruesa que el hombre.
Más tarde esa mañana le dije a Don Rodríguez: "Ni bien haya sacado de la casa todo el
cereal y los otros productos que tiene para ponerlos en el granero y haya fumigado bien
la casa, para que desaparezcan las polillas, verá que no tiene más vampiros dentro,
créame."
"Puede ser cierto", respondió pensativo, "pero los pescuezos mordidos de las vacas
demuestran que afuera seguramente tenemos vampiros, aunque quizás no en la casa."
A la noche, al entrar las vacas en el establo, las observé. Y muchas tenían heridas de
mordeduras en el pescuezo. Más que a la mañana.
"¿Ud. sabe de qué tipo de mordeduras se trata?" le pregunté al propietario. "Son moscas
del café, nada más. Las conozco bien por propia experiencia. Son capaces de abrirle un
brazo. Y aquí en el pescuezo, es donde el animal menos se puede defender. Aquí la
mosca puede dar un buen mordisco y cuando se ha saciado, se acerca otra y abre más la
herida. No creo que muerdan también de noche. Pero la herida está desde por el día,
sólo que de noche otros insectos se acercan y la vuelven a hacer sangrar. "
"Pero mire ahí", dijo Don Rodríguez,"vea, apenas oscurece ya están los vampiros
volando por sobre los animales".
"Claro que los veo. Pero no vienen por las vacas, sino por los mosquitos, por las moscas
y por los otros insectos que se prenden del ganado y que los vampiros atrapan cuando
levantan vuelo. Estos insectos son el mejor banquete para los vampiros, porque están
bien repletos de la sangre de las vacas. No se lo puede tomar a mal a los vampiros que
prefieran estos mosquitos gordos a los mosquitos flacos y secos que no anduvieron
sobre las vacas. Y observe bien las vacas. Si verdaderamente los vampiros les chuparan
la sangre, se comportarían de otro modo con ellos; porque un animal conoce mucho
mejor a sus amigos y enemigos que nosotros." Don Rodríguez había escuchado todo en
silencio, mientras una y otra vez volvía la mirada hacia las vacas y los vampiros que las
sobrevolaban. Finalmente dijo: "Estoy por creer que Ud. tiene razón. Yo ya había
notado que la mosca provoca grandes heridas cuando muerde en el pescuezo, y creo, en
efecto, que sean sólo estas indignas moscas grandes las culpables. Entonces, si las cosas
son como Ud. dice, habría que ver a los vampiros como amigos."
"Ud. ha dicho lo justo", contesté, "y ahora le aconsejo además que no se cubra ya la
cabeza, tanto como para descubrir la verdad. Y llámeme mentiroso si quiere, si alguna
vez se despierta a la mañana con un mordisco en el cuello. Y si esto alguna vez fuera a
suceder realmente, uno nunca sabe qué es lo que puede entrar sigilosamente en la casa,
no busque un vampiro si quiere encontrar un mordedor de cuellos. "
Y así fue que a la mañana siguiente bien temprano me fui, sin haber podido ver
auténticos vampiros. Yo no creo que los haya. Pero muchos viajeros pudieron
condimentar de lo lindo sus relatos gracias a las largas y truculentas historias de
vampiros chupadores de sangre.
*
En México existe una araña grande. Su tamaño es aproximadamente el de la mano de un
hombre, la cabeza tan gorda como la yema del pulgar. Su cuerpo está densamente
cubierto de pelos marrones. El animal vive bajo los cantos rodados y en la tierra en
corredores cavernosos. En realidad es una tarántula. Se alimenta de insectos, a los que
acecha y atrapa de un salto. Salta muy bien y a gran distancia y es admirable como trepa
a los árboles. Cuando trepa hace un ruido como un crujido, seguramente debido a que
engancha y desengancha velozmente sus patas en la corteza del árbol. El animal tiene
realmente un aspecto impresionante y, siendo así, ideal para asustar y horrorizar a los
hombres.
Toda la gente a la que pregunté, europeos y mexicanos, declaraban abiertamente tenerle
mucho miedo al animal. Un finquero americano me dijo que esta araña es capaz de
matar a un caballo. Cuando le pregunté si también es dañina para el humano, me
respondió: "¡Pero si le dije que es capaz de matar a un caballo!" Con esto quería aludir a
que conocía este hecho, y que, si esta araña mata a un caballo, seguramente podría
causar daño físico a un hombre. Pero no podía citarme ningún caso preciso, y hasta
ahora yo no he encontrado a nadie que me pudiera confirmar, por saberlo o por haberlo
observado, que esta araña o tarántula hubiera matado a un caballo. Una vez he
encontrado a un americano, al que esta araña supuestamente había mordido en la
muñeca, mientras estaba hachando leña. Enseguida se vendó el brazo, fue rápido a su
casa y empapó la herida con alcohol. Dice que el punto, donde supuestamente la araña
lo picó, se hinchó un poco, pero que no tuvo ninguna otra reacción.
No está dicho que esta araña pueda traspasar la piel del hombre, pero es posible. Varias
veces conseguí atrapar una araña de éstas viva y tenerla viva varios días. El primer día
le daba arañas que viven en la corteza, que devoraba ávidamente. Después de varios
días dejaba de comer. Un gran escorpión negro que le puse al lado se interesó tan poco
por ella, como ella por él. Como vivía completamente solo en la selva en un rancho
abandonado, no quería hacer el experimento de dejarme morder por la araña para ver
qué pasaba, ni tampoco de colocarla sobre mi piel para ver si mordía o no, o si
mordiendo lograba herir mi piel.
A veces, en los pastizales, se pueden ver caballos o mulas, que presentan, sobre el
casco, una herida en forma de anillo estrecho, que rodea todo el pie. El pelo está como
rasurado, la herida es del ancho de un dedo, después de un rato se vuelve purulenta y en
muchos casos el caballo o la mula pierden el casco, que se pela, pero que, si uno cura al
animal, pronto vuelve a crecer. Mientras dura la enfermedad, el animal no puede
trabajar.
Toda la gente que en México trabaja en la agricultura, afirma sin excepción, que es esa
araña grande marrón, la que provoca la enfermedad del casco. Todas las veces que
alguien me contaba esto, yo lo discutí. Pero nunca pude hacer aceptar mi opinión. La
culpable era la araña y no había nada que hacer.
Así fue que intenté llegar a conocer el origen de la enfermedad del casco, porque
sospecho que de esto haya nacido la idea de que la araña pueda matar a un caballo.
Porque hay casos en que un caballo se muere de esta enfermedad, porque ya no puede ir
a beber o porque no puede pastar. Quizás también a causa de complicaciones en la
evolución de la enfermedad.
Me han dicho que la araña se prende del casco del caballo o de la mula y que come ese
anillo alrededor del pie. La prueba sería que cuando se excavan las cavernas de esa
araña se encuentran los pelos rasurados del pie del caballo. Reconozco que en las
cavernas de esa araña se encuentran pelos, pero dudo que sean los del caballo. Los pelos
que cubren el cuerpo de la araña, son, observando superficialmente, muy parecidos a los
pelos cortos de una pata de caballo. Antes de creer que esos pelos encontrados en la
caverna de una araña sean de caballo, los examinaría muy bien.
¿Y por qué la araña habría de rasurar los pelos del caballo? Dudo que un insecto
necesite acolchar su caverna. El insecto no lo necesita. Los pelos que se encuentran en
la caverna son seguramente -y un esmerado examen lo confirmaría- los pelos que la
misma araña pierde o cambia.
Es posible que una araña tan grande con sus tenazas pueda arrancarle pelos a un caballo,
pero dudo que lo haga. Se plantea la cuestión: ¿cómo hace la araña para llevar los pelos
a su caverna? No tiene bolsillos y sólo puede llevar los pelos entre sus dos tenazas. Aun
cuando se llevara los pelos, sólo podría llevar pocos. Tendría que volver, para cortar los
restantes y volverlos a llevar. Y ningún caballo o mula se queda quieto esperando el
regreso de la araña. El caballo se aleja, quizás trotando y cuando la araña regresa
posiblemente esté a cien metros o más. La araña tendría que estar provista de fuerzas
misteriosas para encontrar rápidamente al caballo. Y como sólo puede transportar el
pelo de a mechones, debería regresar unas veinte o quizás cincuenta veces a lo del
mismo caballo. Es cierto que puede ser que la araña corte sólo un mechón y que luego
instile algún tipo de sustancia venenosa, como consecuencia de la cual se formara el
anillo. Pero no creo que en ese caso el anillo pudiera formarse en forma tan perfecta
alrededor del casco.
Y algo más. Los caballos, las mulas y los burros son extraordinariamente sensibles en
las patas y en las articulaciones. Apenas el animal siente en sus articulaciones algo
extraño o un dolor, empiezan a patear y a golpear con el miembro afectado. La araña
soltaría enseguida ante la fuerza del golpe y sería pisada. Si la araña no se cayera por
estar fuertemente prendida, el caballo se pondría más nervioso; se revolcaría pateando
fuerte contra el suelo, con lo cual la araña, que es muy grande, terminaría seguramente
aplastada. El caballo siente la más leve cosquilla en la articulación, así que, aun si la
araña no provocara ningún dolor al morder, bastaría solamente la cosquilla para que el
caballo empezara a patear y a dar coces. Pero aparte de todo esto, no creo que la araña
sea capaz de arrancar a mordiscos los pelos del caballo, no creo que se los pueda llevar
y que tenga algún interés particular en pelos de caballo o de mula. Si realmente le
sirvieran para algo los podría juntar del pastizal con menos trabajo y menos riesgo para
su vida.
Tal como en el caso de los murciélagos, es sólo el horror que produce el impresionante
aspecto del animal, lo que lleva a la gente a endilgarle acciones horrendas. Porque el
hombre tiende a derivar hechos impresionantes de aspectos impresionantes. Puede ser
que esto sea así entre los humanos, que quien tiene un rostro rudo y salvaje realmente
tenga intenciones crueles y pérfidas. Pero no podemos medir a los animales con la
misma vara, porque el animal tiene el aspecto más adecuado a la supervivencia de la
especie. Así como hasta el día de hoy no he encontrado a nadie que haya visto con sus
dos ojos a un vampiro en el cuello de un hombre o en el pescuezo de una vaca, tampoco
he encontrado a nadie que haya visto a un araña prendida de la pata de un caballo o de
una mula. Y aun si así fuera, la razón sería otra. Seguramente la herida habría atraído
moscas y otros insectos, objetos de interés de la araña. Durante el día hay bandadas de
pájaros sobre las vacas, sentados en sus lomos, prendidos de sus patas o incluso
trepándose por el rabo. Lo hacen para sacar las gordas garrapatas, metidas en la piel de
las vacas. Estas garrapatas pueden tener el tamaño de una avellana. Las vacas están bien
contentas del servicio y se quedan quietas, ni siquiera mueven el rabo y cuando un
pájaro anda por sus patas, no mueven ni un músculo para no espantarlo. Si uno llega a
ver en la articulación del pie de un caballo esa araña enorme e impresionante, sin que el
caballo patee o dé coces, uno puede estar seguro de que la araña está haciendo algo que
al caballo no le hace daño.
Es posible que esta araña grande sea un insecto venenoso, pero no es la culpable de la
herida anular, purulenta en la articulación del pie de un caballo. Su causa es bien otra.
Pude observar la evolución de la enfermedad en mis propios animales y en los de un
vecino indio. El indio no mencionó ni una vez que fuera la araña la causante, aunque,
justo ahí, donde solía estar su caballo, yo cacé un ejemplar.
Esta herida anular se ve sólo durante el período de lluvias, no la he visto nunca en otros
momentos. Además se presenta sólo en el caso de caballos o mulas que trabajan durante
dicho período. Después de un fuerte chaparrón tropical, el suelo queda totalmente
reblandecido y se convierte en una arcilla extraordinariamente espesa. Es como si
estuviera mezclada con cemento. Esto es debido a la cal, que en algunas zonas es
abundantísima y mezclada con la arcilla mojada se vuelve sumamente dura y pegajosa.
Si uno tiene que transitar por un camino así, no es raro hundirse hasta las rodillas. Se
requiere una gran fuerza para volver a extraer el pie, porque entretanto también el otro
pie se ha hundido. Por eso es muy peligroso andar solo por esos caminos, porque uno se
puede quedar atascado. Es preferible sacarse las botas y andar descalzo, que así es más
fácil sacar los pies del barro.
Habitualmente, llevando botas anchas y resistentes para ir por caminos conocidos uno
se hunde con cada paso sólo hasta un poco más arriba del tobillo. Tras pocos pasos uno
tiene pesados terrones en los pies, que impiden continuar la marcha. Para evitar
quebrarse los pies, hay que quitar los terrones. Pero son tan duros y están tan pegados,
que uno no los puede sacudir o limpiar fácilmente, sino que hay que emplear un
machete o un cortaplumas fuerte para cortar ese terrón duro y pegajoso que está debajo
de la suela de la bota. Yendo a pie uno puede elegirse un poco el camino, saltando de
piedra en piedra o buscando partes menos arcillosas.
¿Y el caballo que tiene que andar por estos caminos con un jinete en el lomo? Si el
hombre se hunde con sus anchas botas en el lodo, ¡ cuánto más un caballo! La mula se
hunde aún más fácilmente porque tiene los cascos más pequeños; y peor el burrito con
sus cascos delicados. Por eso es que es imposible hacer caminar aquí un burro. Se niega,
porque sabe lo que significa. La mula es más voluntariosa. El caballo no tiene ninguna
opinión propia, se larga y listo.
Tras varias marchas por estos caminos, se puede observar que el caballo o la mula no
tienen más pelos en la parte que queda inmediatamente sobre el casco. Rodeando el
casco hay una herida anular del ancho de un dedo. Cada día que el caballo tiene que
trabajar por estos caminos, la herida empeora y se ensancha. Pero no más de dos dedos,
porque más arriba la articulación se adelgaza y allí la arcilla no toca, porque el agujero
ha sido hecho con el casco, que es mucho más ancho. Pero es justamente en el borde del
casco, donde la piel, para recubrirlo, sobresale más. Es este reborde de piel el que se
gasta cuando el animal hunde su pata en el lodo. Esta arcilla contiene arena, pequeñas
piedritas, costras endurecidas y así es lógico que a cada paso, la piel se gaste más y más,
pero sólo en ese anillo del ancho de un dedo.
Cuando el animal llega a la casa, se lo desmonta y va a pastar. Las patas, el casco y las
articulaciones están llenos de arcilla, pero nadie piensa en lavarlo o en examinar el
estado del casco.
Al día siguiente el animal tiene que volver a trabajar en caminos iguales o parecidos. A
la noche otra vez las patas se quedan llenas de arcilla, sin que nadie las revise. Hasta
que una mañana, si el animal por la noche ha raspado la costra de arcilla o si la lluvia la
ha lavado, el propietario ve la herida anular. Y como él no revisó el animal la noche
anterior, la culpa es de la gran tarántula que por la noche lo mordió. Porque alguna
causa tiene que tener esta extraña herida. Como no hay forma de tomarle declaraciones
a la araña, se la condena en contumacia.
Estas dos cosas, la acusación de los murciélagos y la de la tarántula, las conté para
mostrar con estos dos ejemplos, que los finqueros de un gran país tropical son tan
supersticiosos como los campesinos de la Europa Central, que sin pensar dos veces
creen toda tontería y prejuicio, tal como la mayoría de los hombres, por pura comodidad
y pereza mental, prefieren apoyarse en prejuicios que en hechos objetivos. Por palpable
que sea una tontería o una mentira, se la cree, basta que se la envuelva en misticismo. Y,
de hecho, parece ser un defecto del cerebro humano el que lleva a los hombres a
lanzarse con más ánimo y valor unos contra otros cuando se trata de defender tonterías
evidentes pero envueltas en un halo de misterio que por verdades crudas y llanas.

24
En una auténtica tierra del sol todo prospera y vive sin cesar. Morir y fenecer no
cuentan. La tierra nunca tiene la blanca mortaja del norte, ni los árboles pelados,
desolados del invierno dominando el paisaje como escobas enhiestas. La sublime
sencillez de este blanco silencio del norte con su belleza calma y simple y su poesía
tantas veces bienhechora, le falta a la tierra del sol. En el norte, esas dos o tres semanas
cuando el invierno empieza a ceder ante los primeros, suaves soplos de la primavera,
cuando las pequeñas hojitas verdes por la noche hacen estallar los capullos, las primeras
campanillas de nieve levantan temerosas sus cabecitas y resuena en el aire el primer
alborozo de los pájaros que regresan, todo eso falta aquí, en la tierra del sol. Y sin
embargo: no se añora. Lo añora en un momento de melancolía sólo quien se ha criado
en el norte, en el campo. Quien ha pasado su juventud en las callejas del proletariado de
Chicago, de Detroit, de Pittsburg, no conoce la primavera boreal, no la puede añorar.
Los sentimientos hacia la primavera y hacia los silenciosos paisajes invernales, no son
sentimientos auténticos, están enraizados en un sentimentalismo, que durante
generaciones fue insuflado al hombre nórdico, con la ayuda del aflautado gimoteo de los
minnesínger que, en realidad, eran bien robustos y nada sentimentales, con ayuda del
floripondioso clarinete del pastorcito del Tannhäuser y todos sus compañeros de arte en
óperas, novelas y poemas. Quien ha nacido en esta tierra, siente horror del invierno
nórdico, que lo persigue como una pesadilla espantosa. El hijo de la tierra del sol no ve
en la primavera nórdica la poesía sentimental del nórdico, quien en la primavera no hace
más que saludar el próximo verano. Una criatura humana de estas latitudes sólo ve los
cambios de temperatura imprevisibles, las amenazadoras heladas nocturnas, los gélidos
días de lluvia de la primavera nórdica. Tiene una actitud completamente distinta frente a
la naturaleza, enraizada en la estabilidad de las estaciones, que sólo varían muy poco en
sus manifestaciones externas .
Durante todo el año cantan los pájaros, aunque las especies que cantan cambian casi de
mes a mes. Siempre hay algún tipo de flor, arbusto o árbol floreciendo, pero cada mes
es otro. También aquí los árboles pierden sus hojas, pero nunca quedan pelados, porque
mientras una parte de las hojas se seca, otra está saliendo de los brotes y otra más está
en su esplendor. Algunos árboles no cambian las hojas, sino la corteza. Conozco un solo
árbol que pierde todas las hojas, pero entonces está tan cubierto de manojos de flores
rojas, que parece un enorme ramo. En los limoneros se pueden ver,
contemporáneamente, flores, frutos a medio madurar y otros ya bien maduros. Una de
las flores más lindas, una estrella blanca de cinco pétalos, de unos doce centímetros de
diámetro, florece sólo después del anochecer. La flor florece durante toda la noche,
espléndida y radiante, que aunque la luna no haya salido, se la ve descansando en el
suelo como una brillante estrella blanca que hiende la densa oscuridad de la noche. Poco
antes del amanecer muere, se retrae en un pequeño nudo. Florece una sola noche y
después muere para siempre.
Aun cuando en este país los mamíferos y las aves presenten una gran riqueza y variedad
de especies, una belleza y características particulares, no hay comparación con los
insectos.
Entre todos los seres que pueblan esta tierra, los insectos son los más antiguos y los más
desarrollados. Los insectos presentan un grado de desarrollo mucho más avanzado que
un ser humano o cualquier mamífero. El hombre supera a los animales solamente en
razón de su cerebro. Pero aquellas tareas que el hombre realiza gracias al cerebro, el
insecto las cumple con otros medios, cuyo efecto y eficacia en la vida superan
ampliamente al cerebro humano. El hombre inventó y construyó el ferrocarril, el auto, el
telégrafo, el avión, no porque tiene un cerebro o tal vez, por ser un muchacho tan astuto,
sino porque los necesitaba. El ferrocarril no fue inventado por un hombre, sino por cien
mil hombres, de los cuales cada uno contribuyó con una pequeña parte. La idea básica
del ferrocarril es el primer tronco de árbol, sobre el cual se transportó rodando una
carga. Una vez descubierto que se podía desplazar rodando una carga sobre un tronco de
árbol, lógicamente tenía que seguir el tren, era sólo cuestión de tiempo. A partir del
antiquísimo barrilete de papel, que sube por los aires sujeto de un piolín se tenía que
llegar, a través de la acción combinada de las ideas y trabajos preparatorios de cien mil
hombres, lógicamente al avión. No es que hoy la técnica avance tan rápidamente
porque nosotros seamos gente muy inteligente, sino porque a través de periódicos,
libros y la rápida trasmisión de ideas y pensamientos, somos más veloces y reunimos
más rápidamente nuestras ideas con las de otros. El primero que logra reunir estas cien
mil ideas distintas, es festejado como inventor. Todo hombre vivo, todo hombre que ha
vivido contribuye con algo a lo que crea un genio. Un hombre solo puede descubrir por
casualidad o jugando cómo se puede obtener hierro maleable a partir de un trozo de
mineral de hierro. Pero para construir una máquina de vapor, se necesita el concurso de
las ideas de varios millones de personas. Cada una aporta una pequeñísima idea, que
también puede surgir del cerebro de una abeja o de una hormiga. Quien haya tenido la
primera idea de hacer un tornillo no es el mismo a quien se le habrá ocurrido por
primera vez hacer una tuerca, quien tuvo la primera idea de un cilindro de vapor, no es
el mismo que pensó en cerrarlo bien para que el vapor se quedara dentro. Quien viviera
completamente fuera de la humanidad, corporal y espiritualmente, no vería en la
humanidad más de lo que nosotros vemos en un hormiguero. Visto objetivamente -si es
que se puede- no hay ninguna diferencia entre la hormiga y el ser humano. La diferencia
que vemos, o que creemos ver, es puramente subjetiva. La mayoría de los insectos ha
alcanzado el estado de desarrollo más avanzado, un estado de desarrollo y de
perfección, que el hombre no alcanzará nunca o, recién dentro de billones de años.
Lógico, porque el insecto tiene un billón de años más que el hombre.
En ninguna otra parte se pueden observar tan bien los insectos como en un país en el
que no descansan nunca, porque no hay invierno. La abeja laboriosa es más perezosa
que el más indolente de los hombres que jamás haya conocido. Como consecuencia de
una división del trabajo perfectamente organizada puede permitirse una vida con poco
trabajo y esfuerzos. En comparación, la empresa industrial mejor organizada de una
sociedad capitalista moderna parece tan torpe y grosera como si hubiera sido creada por
criaturas con una sola célula cerebral. No tiene sentido llamar reina a la reina de las
abejas; porque no tiene nada que mandar y nada sobre lo cual reinar. La reina no es otra
cosa que una incubadora criada con habilidad, que no posee ni capacidad para pensar ni
para trabajar. No es ella quien ordena el pavordeo, sino que es arrojada del panal y
dirigida por las obreras, porque ella no tiene ninguna iniciativa. Las abejas que se crían
aquí, se multiplican en tal medida que el apicultor no puede mantener los panales. Si se
empieza con 10, después de dos años de cuidados, uno se encuentra con ciento veinte.
Hay años en que uno puede sacar en sólo catorce meses ciento veinte panales de los diez
iniciales. En cuatro años se pueden llegar a tener dos mil panales. Los pequeños
finqueros de aquí matan a todas las abejas de un panal para extraer la miel, e igual se
quedan con suficientes panales.
He observado hormigas que en sus hormigueros están criando una especie particular.
Esta especie es un poco más grande que la hormiga del hormiguero, pero tiene tenazas
enormemente desarrolladas. Si una hormiga común ha encontrado algo que todavía vive
y se puede defender contra las hormigas comunes, vuelve al hormiguero y poco después
aparecen las hormigas criadas con las grandes tenazas que dominan la presa. Estas
hormigas de cría también son llamadas al trabajo cuando hay que cortar pequeñas hojas
duras o ramitas duras o para cargar con cosas que sólo pueden ser sujetadas con las
tenazas. Esta hormiga es capaz de apresar grandes cargas con sus pinzas, pero no tiene
suficiente fuerza para transportarlas. Yo había observado que, cuando había maderitas o
animalitos gruesos que llevar al hormiguero, esta hormiga de grandes tenazas, lo levanta
mientras las hormigas comunes se apretujan debajo de la carga para llevarla al
hormiguero empujando, levantando, tirando. Sin esas tenazas que levantan y dirigen la
maderita, las hormigas más pequeñas no hubieran podido llevarla al hormiguero. Por
alguna razón necesitaban esa maderita, de ese tamaño, porque de lo contrario habrían
usado muchas maderitas pequeñas. La hormiga grande no hace otros trabajos. Descansa
en el hormiguero o pasea cerca, sin tocar el trabajo. Sólo se la convoca para trabajos
especiales. El hombre tuvo que inventar y construir grandes grúas, la hormiga las
construyó de otro modo, he ahí toda la diferencia. Nosotros aún no hemos aprendido a
criar personas con un cuerpo o brazos largos o con patas grandes y duras como el hierro,
que puedan ser usados en lugar de las grúas. Si bien ya hemos logrado hacer de las
vacas máquinas de producir leche que respiran, quedamos muy por debajo del nivel de
las hormigas en este aspecto, que han criado animales de los que pueden ordeñar azúcar,
leche y alcohol. He visto poblaciones de hormigas, en las cuales hay cinco especies que
viven en el mismo hormiguero. No se trata de ejemplares altamente desarrollados de la
misma especie, sino que son especies completamente distintas, que se han unido
formando una confederación del trabajo, para facilitarse la vida. Cada una de estas
especies tiene su aspecto, sus características, cada una un modo de vivir. Con esta
confederación del trabajo o con la sociedad de naciones económica, el hormiguero
común se beneficia de las particulares capacidades de cada una de las cinco naciones.
Porque cada una de las naciones sabe hacer algo, que la otra no sabe. A través de esta
confederación, el pueblo así reunido, es cinco veces más fuerte económicamente que
cualquier otro pueblo no federado. Unos tienen la capacidad de morder las pequeñas
hojas verdes de los arbustos y de transportarlas frescas sobre sus cabezas al hormiguero.
Después se las prepara como alimentos por putrefacción, fermentación y tratamiento
con jugos. De esto se ocupa otra especie. Una especie se ocupa sólo de la construcción,
mientras otra trae el alimento. En el hormiguero cada especie vive por cuenta propia y
cada una tiene guarderías independientes. Cada una de estas especies se ven viviendo
también en sus propias poblaciones. Pero esta unión confederada parece ser una nuevo
estadio de la evolución, que, por ahora, se da en casos aislados.
Ciertas hormigas migran frecuentemente y emprenden grandes migraciones hacia
nuevos sitios. Las migraciones comienzan poco antes del ocaso, duran una o dos horas,
tras lo cual se descansa hasta la noche siguiente. Antes de que llegue la caravana, vienen
las tropas de vanguardia, generalmente compuestas por grandes ejemplares. La caravana
generalmente tiene el ancho de treinta a cincuenta centímetros. A los lados va
acompañada por ejemplares fuertes que caminan muy rápido, que corren hacia adelante
y hacia atrás ordenando la caravana. A veces uno encuentra otra especie en medio de la
caravana. A veces es escuchan opiniones, según las cuales, las hormigas tendrían
poblaciones esclavizadas que usan para trabajar a sus órdenes. Pero se trata seguramente
de excepciones. Estas poblaciones se unen por simples motivos de oportunidad, porque
se necesitan mutuamente. Siempre me ha parecido necio transferir a los animales las
formas de gobierno humanas y las opiniones humanas sobre dominadores y dominados.
Que entre los hombres haya dominadores y dominados, opresores y oprimidos, ricos y
pobres, sólo demuestra que la humanidad se encuentra en el estadio inicial de su
evolución civilizadora. Porque el estadio superior de la civilización es una colaboración
cooperativa de todos los individuos con la finalidad común de mantener y perfeccionar
la raza humana.
Esas migraciones de las hormigas a veces atraviesan la casa. Me sucedió varias veces
en mi rancho. Nada detiene a estos animalitos, ni matarlos ni regar el camino de
petróleo. No hacen más que un pequeño desvío, pero a mayor razón pasan por la casa.
Pasan sin tocar nada generalmente. Uno se puede sentar al lado de la caravana, es raro
que un animalito se pierda. Según la cantidad de población, la caravana tarda una a dos
horas, a veces sólo media hora. Hay siempre algunos retrasados que parecen tener
dificultades para seguir. Puede suceder que al día siguiente o tras varios días sigan otras
migraciones, que generalmente eligen el mismo camino que tomó el primer grupo.
Afuera es fácil seguir el camino que ha tomado la migración, si el suelo es arenoso,
porque estos millones de animales se hacen una verdadera calle, fácilmente distinguible
del terreno circundante.
La cantidad y variedad de arañas es impresionante. Sólo pocas especies tejen telas, la
mayoría de las arañas saltan, esperan la presa al acecho y luego la asaltan. Estas arañas
son animales extraordinariamente valientes. Si uno las provoca por un largo rato son
capaces de saltar directamente a la cara. Asaltan insectos tres a cinco veces más grandes
que ellas.
Estas salticidas son generalmente animales diurnos, porque necesitan ver. He observado
que tienen una vista excelente y muy aguda; fácilmente ven un pequeño insecto a más
de dos metros de distancia. Quizás puedan ver a distancias mayores.
Las arañas que tejen su tela de día, son muy bonitas. De hecho, a veces parecen elfos de
cuentos de hadas. Las hay doradas, verde brillantes, azules, rojas y multicolores. Todas
estas arañas tejedoras diurnas tienen un color metalizado brillante, que posiblemente sea
un buen color de protección contra el ardiente sol tropical. En general son de estructura
grácil, pero las hay también más robustas. Pero ninguna es verdaderamente grande. Las
telas que tejen son extraordinariamente finas y parejas. Algunas especies bordan una
forma de cuatro rayos, creando telas muy bellas. Claro que no lo hacen por razones
estéticas, sino para dar una mayor resistencia a la red que de por sí es muy delicada.
Las arañas que tejen sus telas de noche, constituyen la mayoría. Comienzan a tejer
cuando oscurece completamente. Frecuentemente las redes son muy grandes. He
medido telas de un metro y medio de diámetro. Son telas muy fuertes. Si uno se topa
con una tela apenas tejida, rebota de tan fuerte y elástica que es. Los hilos son fuertes
como delgados hilos de seda. Las telas resisten la tormenta más fuerte. Antes del
amanecer, frecuentemente ya a las dos de la mañana, especialmente cuando hay mucho
rocío y la caza ha sido buena, la araña lleva un considerable insecto cazado a su rincón,
vuelve y enrolla la tela. Deja el rollo de hilo colgando y se oculta en su rincón, donde
pasa el día inmóvil. Durante el día está como rígida. Si uno la saca de su rinconcito y la
pone al sol, se queda inmóvil hasta que llega la noche. En el lugar, en el que tenía su
tela, deja un hilo maestro, el hilo principal para, a partir de éste, poder reconstruirla
fácilmente .
En la estación de los amores algunas arañas le llevan a la hembrita que cortejan todas
las mañanas un insecto de regalo, que la hembra acepta. En la mayoría de las salticidas
el macho es más pequeño que la hembra. Como he observado, en muchas especies la
hembra devora -de pura pasión- al macho inmediatamente después del apareamiento.
Creo que la concepción quizás recién se complete tras ese pequeño desayuno.
Entre los insectos más interesantes que pude observar, seguramente se encuentran dos
avispas, una azul y una amarilla. Tienen un modo de vida similar. Estas avispas, tanto la
azul como la amarilla, miden unos cuarenta milímetros de largo. Con una mezcla de
arcilla húmeda y cal forma una masa que pegan a las paredes y al techo dentro de las
casas. Pegan esta masa en todas aquellas partes que le ofrecen protección. La he
encontrado tanto en un pantalón colgado como en una toalla que no había usado por
varios días.
Esta masa está formada por tubos, uno puesto junto al otro. Cada uno tiene unos treinta
y cinco milímetros de largo y un diámetro interior de aproximadamente nueve
milímetros. La avispa canta alto y alegre mientras construye estos tubos. Pero en otras
ocasiones no se la escucha. Estos conductos y la entera masa son duros como el más
duro de los cementos armados. Si durante la construcción uno rompe una y otra vez un
pedacito apenas construido, cuando la avispa regresa con más mezcla hace un escándalo
bárbaro, anda como loca por la habitación como buscando al malhechor. Es
extraordinariamente laboriosa y la construcción procede a gran velocidad. A veces tiene
que volar unos cientos de metros hasta el lugar en donde prepara la mezcla.
Ni bien ha terminado un tubo, caza pequeñas arañas, que sabe encontrar y atrapar con
gran habilidad. Pincha a cada araña, pero no la mata. La araña se mantiene viva, aunque
inconsciente e inmóvil. Después, la avispa la mete en el cañito. Una y otra vez vuelve
con una araña. Y cada una va a parar dentro del tubo. En la araña más gorda, la avispa
pone el huevo, y esta araña es colocada abajo de todo o en el centro. Cuando el cañito
está lleno de arañas, lo cierra y la avispa emprende la construcción de otro tubo, donde
repetirá la acción.
Cuando la masa tiene suficientes cañitos y la avispa ha puesto todos sus huevos, cada
uno en un cañito, sale a divertirse. Innumerables veces he examinado y abierto estas
construcciones. En cada tubo había unas veinte a veinticuatro arañas amontonadas.
Todas estaban vivas, porque eran carnosas y no estaban secas, y si les hacía cosquillas
durante un buen rato, reaccionaban levemente; sus patas se movían con soltura. Estaban
sólo en estado inconsciente. Nunca logré, ni siquiera con grandes cuidados, que una
araña volviera a la vida. Ni bien sacaba la araña del tubo y la dejaba al contacto con el
aire, quedaba unos dos o tres días en estado inconsciente, tras lo cual empezaba a
secarse.
El huevo puesto en la araña más gorda, colocada en el centro del cañito, se desarrolla en
unos días hasta convertirse en gusano. Este gusano se come a la araña. Una vez que ha
comido la araña, en la cual había sido puesto, ataca a la siguiente araña y la devora. Así
pasa de una araña a la otra, hasta haber comido las veinte o veinticuatro, que su
previsora y laboriosa madre ha metido en el cañito. Una vez devorada la última, el
gusano se habrá convertido en avispa casi adulta. Roe la tapa del conducto, cantando tan
alegremente como su madre durante la construcción, se alisa las alas en el delgado
borde, se limpia las antenas y la cabecita con las patas delanteras, como para presentarse
al mundo prolijita y sale volando. Hasta ahora no he podido comprobar de qué se
alimenta la avispa adulta, es posible que se trate, como en el caso de las otras avispas,
de miel y néctar.
¿Cuántos millones de años habrán cooperado en la evolución de esta avispa? ¿Qué
importancia le otorga la naturaleza a esta avispa, para desarrollar en ella tantas
capacidades hasta una tal perfección?

25

Una tarde regresando de una cabalgata por las montañas, Felipe, que iba al lado mío con
la cámara, dijo: "Oiga Ud., patrón, creo que hacia fines de la semana que viene,
comenzarán las grandes lluvias. Si Ud. quiere ir a la estación, va siendo hora, sino
tendremos que quedarnos aquí unas semanas más, porque durante la gran lluvia y
después, los caminos son intransitables. Y podría quedarse atascado en medio del
camino."
El consejo de Felipe me venía bien en todo sentido. En realidad yo ya tenía la intención
de partir, porque ya no había casi nada nuevo para ver. No es que quiera decir que no
quedara más nada. Porque donde la naturaleza es tan rica como aquí, cada día hay algo
nuevo, que nunca antes se ha visto u observado. En este país he recorrido ciertos
caminos diez o aun cincuenta veces, y cada vez veía algo que nunca había visto antes.
Pero las historias, que me contaban todas las noches, ya las podía repetir de adelante
para atrás. Las risas, siempre en el mismo pasaje y siempre en el mismo pasaje la
exclamación: "¡Horroroso! ¡Espantoso!" Y siempre asociando las mismas ideas, se
decía: "¡Este país va cuesta abajo!" Y cada noche, cuando me topaba con algún señor,
me sofocaba exclamando: "¿Ud. ya conoce la aventura de Don Pacino. Se la tiene que
contar él mismo. Nadie la sabe contar como él." Pero la aventura ya la había escuchado
unas dos docenas de veces, contada por todas las personas que encontraba, y el mismo
Don Pacino ya me la había contado seis veces. ¿Se habría olvidado de que ya me la
había contado tantas veces, o creería que yo me la había olvidado? No lo sé.
Y algo así tiene un efecto demoledor para el bienestar de una persona no perfectamente
integrada en este círculo.
Lo que se encuentra en todas partes, también en los países europeos, también lo
encontré aquí. Las familias asentadas apenas habían echado un vistazo a la grandiosa
belleza de los alrededores de su ciudad. Mucho menos habían visto algo de las
increíbles bellezas del estado de Chiapas. No abandonaban nunca los muros de la
ciudad, apenas si iban a hacer alguna excursión al valle. Conocí hijas bien educadas y
cultas y mujeres de las antiguas familias distinguidas, que nunca habían salido de la
ciudad, y que nunca habían visto un tren con sus propios ojos, si bien estuvieran muy
bien informadas sobre la moda y la vida artística de Ciudad de México, París, Madrid,
Nueva York, San Francisco y sabían muy bien qué andaba pasando en el mundo. De
ninguna manera se habían vuelto pequeño burguesas o provincianas. Pero un viaje a
Ciudad de México cuesta una fortuna y si los autos no pueden llegar a la estación, las
damas tienen que cabalgar unos doscientos cincuenta kilómetros o hacerse llevar en
literas por los indios. Para damas cultas seguramente es una tortura pernoctar en una
primitiva hacienda (N.d.T. en el original "Hazienda") del camino, aunque estas damas,
si hace falta, lo cual sucede a menudo, saben resistir como las robustas mujeres de los
pioneros españoles del siglo XVI. Pero si no es indispensable, no ven por qué someterse
a las incomodidades de un viaje semejante. Así, la mayoría de los habitantes de la
ciudad sabía de los alrededores mucho menos que yo. Como además, no habían visitado
nunca una ciudad india, no era de asombrarse que supieran contar historias tan
monstruosas sobre los indios. Porque las fuentes de sus historias eran las mismas que
utilizan los europeos para tal fin: aventuras, frecuentemente escritas por gente que no
vio nunca el país y que sacaban sus conocimientos de otras aventuras, publicadas con
anterioridad. Aquí la única diferencia es que se elaboran los acontecimientos aislados
realmente ocurridos hasta hacerlos encajar nuevamente en la vieja historia acreditada
para que sirvan como confirmación de estos relatos salvajes. Por eso, en muchos casos
se agrega a las temidas incomodidades durante el viaje, el temor ante los indios salvajes
y los bandidos. Aquí pasa lo mismo que en las ciudades apartadas de Europa y de los
EE.UU.: todos tienen la intención de viajar, con toda seguridad, el año próximo, para
conocer la capital. Y es siempre el año próximo, hasta que se pasa la vida. A decir
verdad, una familia o una dama viaja con mayor comodidad de Ciudad de México a
Madrid o a París, que de San Cristóbal Las Casas a Ciudad de México. Pero como no
conozco ningún país en el cual el desarrollo avance tan rápido y seguro como en
México, seguramente no pasarán muchos años hasta que también este poblado, que
parece vivir en la Edad Media, se encuentre en medio del gran torbellino.
Dos días después, partí bien temprano para bajar a la estación. Evité el camino
principal, trepando con mi mula por el antiquísimo sendero indio, subiendo y bajando,
pero quedándome siempre en la cresta de la cordillera.
Cuando llegamos a la altura de Zinacantan, bajé a la ciudad. La iglesia está en ruinas
desde hace años, las campanas cuelgan en medio de una glorieta de pasto. Las piedras
de la iglesia desaparecen una tras otra, la gente necesita material de construcción. Y
como descendientes de la gente que una vez tuvo que extraer las piedras de la roca,
transportarlas con grandes esfuerzos y dolores, después construir aquí la iglesia y
finalmente mantener a la iglesia y al cura con el sudor de la frente, hoy no hacen más
que volver a su lugar los derechos y propiedades naturales, que una vez fueron
descolocados con violencia y brutalidad.
El maestro y los escolares, que me conocen de anteriores visitas, me saludan. También
el cacique me saluda con sus modales distinguidos y calmos.
Es como un símbolo. Ahí, del otro lado, frente a la municipalidad, está la iglesia en
ruinas y aquí, de este lado, la escuela bien arreglada, con niños vivaces, rientes y
chillones, todos con los manuales de lectura en las manos, silabeando alegremente e-l,
el; s-o-m, som; b-r-e, bre; r-o, ro; y luego el maestro: "¡Ahora, todos!" Y los chicos
alborozados de entusiasmo: "¡El sombrero!" En la época en que la iglesia de enfrente
resplandecía magnífica y el tedéum resonaba, aquí no se deletreaba. Porque donde se
dice:"Buscad primero el reino divino, que todo lo demás seguirá", todo le toca a la
iglesia y leer y escribir sólo despejan el camino al infierno. Es por eso que el cacique y
todos los consejeros y nobles de la tribu no saben leer ni escribir.
Entre todos los indios de Chiapas que todavía no se integraron en la civilización
mexicana, en cuanto a lengua y costumbres, no he conocido ninguna tribu que prometa
tanto para el futuro como los zinacantanes. Esta tribu supera en inteligencia a todas las
otras tribus tzotziles. Ya por su aspecto se diferencian de todos los otros indios tzotziles.
Llevan el cuerpo más erguido, van con mayor seguridad, tienen un aspecto más
inteligente, una expresión más culta en sus rostros. Los restantes tzotziles suelen tener
una mirada temerosa, frecuentemente son asustadizos. Los indios zinacantanes no son
así. En el estado se suele contar que los zinacantanes son descendientes de colonos
mexicanos, es decir aztecas, instalados aquí por los españoles en el siglo XVI. Pero se
trata sólo de una confusión con los indios nahoas. Los nahoas hablan español y los que
no, hablan una mezcla de náhuatl, la vieja lengua mexicana, con tzotzil y español. Los
zinacantanes, en cambio, hablan puro tzotzil, la misma lengua que hablaban estos indios
de Chiapas antes de la llegada de Colón. A pesar de que los indios zinacantanes vivieran
a la vera de esta ruta principal del estado desde hace siglos, en uno de los puntos
estratégicos más importantes entre la costa pacífica y la antigua sede obispal, San
Cristóbal Las Casas, no adoptaron la lengua española, mientras los colonos aztecas la
adoptaron todos, salvo aquellas pequeñas tribus, apartadas de los caminos.
Es muy probable que los indios zinacantanes, por ser propietarios de la única fuente de
sal de la región y tener así un oficio liviano -el del comercio de la sal- hubieran tenido
más tiempo para desarrollar su inteligencia que las otras tribus de la nación.
Zinacantan parece ser un punto estratégico de importancia, y no sólo desde los tiempos
de los españoles, sino probablemente desde hace mil años y más aún. La ciudad sigue
siendo hoy una ciudad habitada exclusivamente por indios. Está casi en el medio de un
viejo camino, que va de la costa pacífica a la del océano Atlántico. El camino comunica
además dos antiquísimas ciudades indias, la antigua ciudad fortificada cerca de Tonalá y
la antigua ciudad de Palenque. La antigua ciudad india fortificada en las alturas cerca de
Tonalá tiene una considerable extensión. Desde su orgullosa altura domina
completamente la región. Hay ruinas y esculturas dispersas en una vasta superficie. Las
ruinas todavía no han sido exploradas; sólo se conoce lo que aflora a la superficie. La
ciudad dominaba también el camino que bordea toda la costa pacífica. Cabe suponer
que la ciudad fuera un eslabón entre la civilización de los antiguos mexicanos y la de los
antiguos peruanos, porque las esculturas y las construcciones presentan semejanzas con
ambas civilizaciones.
Desde esa antigua ciudad cerca de Tonalá un camino conduce, atravesando la Sierra
Madre, hacia la antigua Palenque, aquella antigua ciudad de una majestuosidad
fabulosa, perteneciente a una raza desaparecida o a los mayas. Desde esta ciudad una
antigua calle prosigue hacia el río Usumacinta, que desemboca en el océano Atlántico.
Y en el medio de este antiquísimo camino indio queda Zinacantan como fusible
estratégico. Es probable que aquí los españoles hubieran traído a los colonos desde
México Central. Pero hoy no queda huella de éstos. Los habitantes pertenecen a la
nación tzotzil. Como los indios tzotziles pertenecen a la raza maya, pero los indios
zinacantanes superan a todos los otros indios tzotziles en inteligencia y dan la
impresión, en comparación con los otros tzotziles, de ser una tribu de príncipes, pienso
que los indios zinacantanes bien podrían ser los descendientes de los misteriosos
constructores de las antiguas ciudades cerca de Palenque y Tonalá. Dan totalmente la
impresión de volver a ser capaces de hacer lo que ya una vez han hecho, como si sólo
esperaran la ocasión para demostrar las fuerzas creadoras latentes en ellos. Son
esencialmente urbanos, a diferencia de los otros indios tzotziles, que son
prevalentemente campesinos. Algún día les tocará un papel de importancia en el
desarrollo del estado de Chiapas. Lo único que les falta, como a todos los indios de
México y América Central, es la conciencia de su propia fuerza y de sus originales
capacidades. Esta conciencia fue sistemáticamente sofocada en los últimos
cuatrocientos años. Durante los cuales les fue inoculada la idea de que la raza blanca es
muy superior en todo, tan superior que mismo el creador del cielo y de la tierra es
blanco y actúa, opina y piensa como un europeo. Así perdieron la confianza en sí
mismos. Y quien no cree en sí mismo, se considera inferior y no es capaz de crear algo
propio. No tiene el coraje de imponer sus ideas. Sólo imita lo que crea aquél que
constantemente le es propuesto como superior, como inalcanzable. Pero, desde que
durante la última gran guerra se evidenciaron la falsedad de la religión europea y la
insuficiencia de las ideas europeas, así como hoy despiertan todos los pueblos y todas
las razas de la tierra y reconocen que el europeo es vulnerable y mortal, en todo
sentido, así también despiertan los indios. La cuestión mexicana, no es una cuestión
europea, sino una cuestión racial, una cuestión india, así como la china, la egipcia, la
hindú, la marrueca, la siria, en todos los casos son cuestiones raciales. En México se
lucha por el petróleo, por el oro y por la plata y por la propiedad privada de los
americanos, pero más aún se trata del rechazo de la idea europea, independientemente
de lo que se quiera entender por idea europea. Sólo hace falta profundizar un poco más
en las capas inteligentes de las razas no-europeas, en este caso de los indios
zinacantanes, para percibir subconscientemente, lo que en este momento está pasando
en el mundo. No es nada fácil explicarlo ni expresarlo en fórmulas. Los indios aquí
tienen una extraña actitud expectante, como si estuvieran listos para emprender su gran
tarea, tal como yo imagino que los trabajadores inteligentes se tengan listos al sentir que
el edificio del sistema económico capitalista se está tambaleando tanto. en sus
cimientos que una buena patada lo puede hacer pedazos. Todos los indios sienten hoy
que el dominio todopoderoso de la raza europea se está desmigajando desde 1914 y
decenas de miles de indios de México ya han dejado de ocultar sus sentimientos.

Poco antes del mediodía llegamos a Tierra Colorada. Se llama así debido al color rojo
de su suelo. A mano izquierda de la calle, llegando por el este, hay un refugio abierto
para pernoctar. Del lado opuesto está la localidad Tierra Colorada. Cuenta sólo con dos
casas, el hotel y la fonda india. La fonda es un simple refugio y casa de comidas para la
población india. No es más que un jacal indio y también el hotel se parece mucho más a
una choza que a un hotel de una pequeña ciudad del centro de Europa. Pero el hotelero,
un mexicano, me prepara una comida excepcional, con ocho platos, por un peso.
También la cerveza cuesta menos aquí. Mientras en San Cristóbal hay que pagar un
peso por una botella de un tercio de litro, aquí sólo cuesta noventa centavos, porque la
distancia al ferrocarril es menor. Si la cerveza viene de Monterrey, habrá hecho un viaje
de más de dos mil kilómetros antes de llegar al interior de Chiapas. Pero si llega de
Orizaba o de Toluca, el viaje se acorta en algunos cientos de kilómetros, sin que por eso
se modifique el precio. Así lo arreglaron entre sí los fabricantes de cerveza. Por
supuesto que las fábricas de cerveza están en manos de alemanes, o fueron fundadas por
alemanes.
La localidad se halla a sólo seiscientos metros más abajo que San Cristóbal Las Casas,
pero el clima ya es subtropical. Hay grandes plantaciones de caña de azúcar, se plantan
bananas, mangos y papayas. El poblado cuenta también con considerables cafetales.
Entre dos plantas de café se planta siempre un naranjo, que les brinda la sombra
necesaria.
Tierra Colorada tiene una industria. Es un trapiche. Es la tercera casa del poblado.
Abastece de azúcar a toda la comarca de los tzotziles.
La trapiche funciona con agua. La caña de azúcar se hacha en trozos del largo de un
brazo y se empuja hasta quedar entre dos rodillos, que exprimen el jugo. El jugo es un
líquido turbio, extremadamente dulce. Se escurre en un gran tonel, del cual pasa a otro,
donde se lo hierve. A este punto la masa es marrón, densa y pegajosa. Se le da la forma
de pequeños conos de aproximadamente quince centímetros de longitud. El azúcar no
está refinado, es marrón y tiene un gusto un poco repugnante, pero dulcísimo. Se
comercia en estas pequeñas formas cónicas marrones. Los indios sólo compran éste tipo
y rechazan decididamente el azúcar blanco, refinado. El trapiche es atendido
exclusivamente por indios de la tribu de los chamulas. El propietario es un mexicano, el
dueño del hotel.
A pesar de que la localidad es tan pequeña, que ni siquiera merece ese nombre, tiene
bastante vida. Siempre hay indios de paso o arrieros que paran en la fonda para
comprarse unas tortillas y unas cucharadas de frijoles. Delante de la fonda hay tres
soldados sentados, la guardia del camino. Pero no se aburren, porque también aquí
tienen sus manuales de lectura sobre las rodillas y deletrean.
Felipe ha dado maíz a los animales, sin descargarlos. Eso cuesta demasiado trabajo.
Están del otro lado, en la municipalidad y él alquiló un niño indio por un centavo para
que le cuide los animales, no vaya a ser que alguien robe una cincha u otra cosa. Porque
desde el hotel y desde la fonda, ocultos en la espesura, no se pueden observar los
animales. A Felipe le sirven de comer más o menos lo mismo que a mí, pero para él
tengo que pagar mucho menos que para mí, porque él es el mozo, el muchacho. Lo
podría hacer comer en la fonda, donde entre su propia gente, quizás se sentiría mucho
mejor que en el hotel, y a mí me costaría aún menos.
Vago por ahí, examino el trapiche. Pequeños indiecitos desnudos rodean el tonel y
lamen azúcar hasta hartarse. Hay montañas de caña de azúcar exprimida. Podrían
proporcionar un excelente forraje para los animales. Pero ahí nomás están los grandes
pastizales con el mejor pasto, y ni siquiera allí hay animales. Aquí las montañas de caña
exprimida se usan para alimentar el fuego sobre el que se hace hervir el azúcar. ¡Qué
tierra tan rica, que se puede permitir derrochar tanto! Solamente con las cosas que aquí
se desechan, como caña a medio exprimir, mazorcas de maíz a medio desgranar, los
tallos y las hojas del maíz, cereal trillado en forma incompleta, zapallos sin cosechar,
frutas de las mejores especies pero no aptas para el transporte, cientos de miles de
cocos, de los que se bebe sólo la leche y se desecha el resto, podrían engordarse
fácilmente cinco millones de cabezas de ganado. Si se juntaran y utilizaran las pieles,
los huesos, los pelos, los cascos, los cuernos, la carne del medio millón de animales y
más que todos los años revientan o son embestidos a lo largo del ferrocarril, algunos
miles de personas podrían encontrar trabajo.
Felipe viene y me anuncia que todo está listo, que podemos seguir. Hago llenar mi
cantimplora con café, le compro una media docena de naranjas a la india, le pago al
hotelero y me balanceo sobre los troncos vacilantes que se llaman puente para llegar al
otro lado del río, al camino, donde está la municipalidad. Felipe ajusta las cinchas de la
montura y después se ocupa de los animales de carga. El niño indio recibe su sueldo de
un centavo por la guardia y nos vamos. Felipe pronto queda adelante, porque yo me
apeo varias veces para observar algo.
Llega el correo. El correo de Chiapas se diferencia mucho de cualquier correo europeo.
Es una caravana de mulas, acompañada por dos soldados, que llevan sus fusiles al
hombro, como si fueran bastones. De la cantidad de soldados se puede deducir la
peligrosidad del camino o la turbulencia de la época. En tiempos tranquilos, cuando no
hay ni rebeldes ni bandidos en el país, la caravana postal puede ir sin soldados, o sólo
con un militar. He encontrado el correo entre Comitán, Teopixca y San Cristóbal Las
Casas con un solo arriero a pie y otro a caballo. Es una señal de que en ese momento
viajar por este camino, cruzando bosques y rocas es tan seguro como en un tren de
pasajeros en Suiza. Pero si el correo va acompañado por seis soldados y un sargento, es
oportuno alcanzar la siguiente localidad lo antes posible y esperar hasta encontrar
acompañantes de viaje dignos de confianza para emprender el camino juntos. El correo
sólo está verdaderamente en peligro si se llega a saber que lleva paquetes valiosos o
dinero. Es tarea de los jefes de correo, mantener estas cosas en secreto o disimular
diplomáticamente el verdadero despacho del envío valioso. Las caravanas postales se
reconocen siempre por los sacos postales, rayados con los colores del país rojo-blanco-
verde.
El camino, que cabalgo ahora, es de los más bellos y románticos de Chiapas. A
izquierda un turbulento arroyo de montaña con cientos y cientos de cascadas. Un arroyo
en la selva, sobre el que han caído árboles gigantes que, pudriéndose, colman la tierra
de nueva potencia generadora. A derecha se extiende la alta pared rocosa, tan alta y
escarpada que apenas se ve el borde superior. Toda esta pared está densamente cubierta
de arbustos y árboles; sólo el trópico puede engendrar una tal abundancia. Sólo de a
ratos se ve el cielo, porque todo el camino está techado. Frecuentemente el verde techo
de troncos, ramas y hojas está a cien metros por encima de las cabezas. El arroyo, ya
está a la misma altura, ya al lado de uno en una profunda quebrada, que cae unos veinte
metros a pico; ya está a gran altura por encima de uno bajando en catarata. Si uno hace
una pausa y se mantiene quieto, animales fantásticos de las especies más extrañas se
escabullen atravesando el camino o a lo largo del arroyo. Mariposas grandes como
sombreros, magníficas lagartijas tornasoladas con colas increíblemente largas y finas
llenan de vida infatigable el cuadro. Algunas lagartijas parecen gnomos del bosque,
sobre todo, las especies con cabezas grandes y cuadradas. Cuando se sientan, se yerguen
sobre sus patitas flacas y estiran la cabeza en el aire. Así cada vez se tiene la impresión
de estar viendo enanos selváticos de la lejana prehistoria, criaturas, que podrían haber
sido antepasados de los hombres. Helechos y colas de caballo de dimensiones
gigantescas y formas de ensueño, como se las suele percibir en el inconsciente más
profundo cuando uno trata de imaginar un paisaje del período carbonífero, envuelven y
recubren la angosta zona del arroyo. La otra orilla también es una abrupta pared rocosa,
con vegetación más espesa, más silvestre y tropical que de este lado, a la vera del
camino. El imponente silencio se profundiza por el murmullo, el goteo y el ferviente
espumar del arroyo. El canto de los pájaros, el chillido y el prolongado aullido de otras
aves, el zumbido y el chirrido de millones de insectos no logran atravesarlo. Este
extraño silencio se los traga, ese silencio que, bien mirado, no es silencio, sino
torbellino de vida. Pero a esta vida le falta el sonido cristalino que nosotros
inconscientemente relacionamos con la vida, cuando nos imaginamos la vida en cuanto
tal. Seguramente es sólo esta opulencia desbordante, que de todas partes se adentra en el
hombre con tanta fuerza que ya no logra diferenciar los distintos elementos, lo que le
despierta una sensación tan rara, como si todo fuera profundo silencio, el silencio de los
paisajes que encontramos en nuestros sueños, aquellos paisajes que estamos seguros de
haber visto y vivido alguna vez, en algún lugar, pero sin saber dónde. En alguna célula
cerebral ha quedado un soplo de aquellos antepasados que vivieron hace diez millones
de años. Y lo que ahora vemos claramente delante de nosotros es la imagen que durante
millones de años descansó en una olvidada célula cerebral, que sólo ocasionalmente
buscó abrirse camino hacia nuestra conciencia a través de un sueño. Y, sin embargo,
uno no olvida que mil kilómetros más al norte pasan trenes a toda velocidad, aviones
sobrevuelan las ciudades y los periódicos salen volando a increíble velocidad de las
máquinas rotativas. Uno no puede absorber y elaborar toda la abundancia del entorno.
Uno ve la abrumadora riqueza de un paisaje tropical en un arroyo selvático; y para no
ser trastornado, para no dejar que las circunvoluciones cerebrales se confundan
formando un ovillo loco, del cual uno no pueda encontrar el camino de regreso a la
conciencia, uno inconscientemente vela el oído. Uno no oye más nada, porque ya los
ojos sobrecargan el cerebro. Así uno cabalga en medio de un extraño y pesado silencio.
Hay otra circunstancia que contribuye a cancelar el oído. Es que, cuando tras haber
pasado algunas semanas a más de dos mil metros de altura uno baja, el aire ejerce
mayor presión en los oídos.
Uno cabalga como en ensueño. No percibe más nada. Uno deja incluso de ver. Sólo
cuando de golpe aparecen delante papagayos u otros pájaros extraordinariamente
multicolores o mariposas muy grandes, o si del otro lado se ven monos que, chillando,
se persiguen entre las ramas, uno se acuerda de que tiene los ojos abiertos, que uno está
cabalgando para llegar a una determinada meta.
Y en eso uno se cruza en el camino con dos indios semidesnudos, pasan trotando con un
"Adiós, patrón", se quedan parados detrás de uno, se dan vuelta y se quedan observando
hasta que la siguiente curva del camino nos haya tragado. Un encuentro así, el sonido de
dos voces nos vuelve a animar por un rato, uno hace un esfuerzo por salir de la
ensoñada confusión de pensamientos y visiones, uno se obliga a pensar en la cena, en el
aspecto del hotel de la siguiente localidad, en donde pernoctar. Tanto como para pensar
en algo, como para sentir que uno está vivo, que respira y que uno no es una criatura
que vegeta en los primeros milenios de la era terciaria. Los indios encontrados
reforzarían aún más la impresión de encontrarse en la prehistoria; porque con sus
cuerpos semidesnudos se integran perfectamente bien en esta cálida, pletórica
naturaleza circundante. Pero uno de los indios tiene una armónica bastante nueva en sus
manos, un producto americano, modernísimo. Y esta armónica, que brilla en sus manos,
rápidamente lo vuelve a uno a la vida prosaica.
Antes de poder caer nuevamente en el sopor, el bosque se abre. Las paredes rocosas se
retiran y se achatan. El arroyo selvático se hace más ancho. Su violento espumar, hervir
y saltar se calma. Se integra de buena gana en el nuevo paisaje, convirtiéndose en un
pacífico, inocuo, perezoso y satisfecho arroyo de prado, en el que las vacas se refrescan
y se bañan.
Las rocas se alejan cada vez más y también ellas se vuelven suaves colinas. Se llega a
una planicie amplia, muy abierta, que sólo a gran distancia se ve bordeada por una alta
cadena montañosa verde violácea, que debo atravesar mañana.
Se ha hecho de noche. Del lado derecho hay un rancho. Delante, sobre el pasto, hay
cuatro fogones, de los arrieros e indios de paso que pernoctan cerca del rancho.
Felipe no anda por aquí. No hace falta que pregunte. Pero para no pasar delante de la
gente sin observarlos, como si no valieran nada, pregunto: "Hombres, ¿alguno de Uds.
ha visto a mi muchacho con dos mulas de carga?"
"Sí, lo hemos visto. Está en Ixtapa. Casa de la plaza."
"Gracias. ¿Muy lejos?"
"No es lejos, señor (N.d.T. con grafía alemana en el original "Senjor"). Hay que pasar la
colina, después está el cementerio a la derecha, y un poquito más adelante está la
ciudad. El camino es bueno, no se puede perder, señor (N.d.T. con grafía alemana en el
original "Senjor").
Pero se ha hecho completamente de noche, noche negrísima. Apenas llego a reconocer
el camino por el hecho de ser un poco más claro que los pastizales a ambos lados. Y
uno podría perderse, porque en esta planicie el camino empieza a desovillarse en
innumerables brazos. Uno se puede perder caminando, pero no cabalgando. La mula
tiene los ojos mucho más cerca del suelo que nosotros y en la oscuridad ve mucho
mejor que yo. Y no sólo eso. Las otras dos mulas, sus compañeros, ya han hecho el
camino. Cada cincuenta pasos mi mula olfatea el suelo, o un arbusto a la vera, trota
hacia allí para olerlo. No tarda mucho y brama vivamente en la noche. Ha percibido el
olor de sus compañeros de viaje y acelera la marcha.
Y en eso veo las luces de la ciudad. Pero es raro, se apagan, vuelven a encenderse y
cada vez en otra parte. Una y otra vez la confusión, hasta que uno se da cuenta que son
las luciérnagas. Por más tiempo que uno haya pasado en el trópico, cada noche, de viaje
por zonas desconocidas, cae en la trampa.
Y ahora sucede algo extraño en la naturaleza. La pesada, oprimente oscuridad empieza a
agitarse. Es como si comenzara a irse reptando sobre la superficie de la tierra, como
empujada por una potencia temida, a la que no puede resistir. Después boga tambaleante
y vacilante y empieza a aletear. Finalmente se alza, se vuelve más y más ligera y pasa a
un rojo marrón-dorado. Pienso que empiezo a reconocer un poco mejor la zona, sólo
porque entretanto me he habituado a la oscuridad. Me doy vuelta para comprobar si aún
se ven los fogones de los indios y veo un enorme disco rojo brillante en el horizonte. En
realidad, no en el horizonte bajo, sino el que forman las montañas a mis espaldas. Un
segundo, dos, quizás tres me quedo admirando lo que mis ojos ven, antes de llegar a
tomar conciencia de que se trata de la buena, vieja luna. Aquí, cabalgando solitario por
una planicie, en un país lejano y misterioso, de golpe uno se siente protegido, como en
casa, sólo por haber visto la cara redonda, gorda y archiconocida que uno tutea desde
cuando dice las primeras palabras.
Finalmente veo las luces que ya no desaparecen, sino que se quedan firmes donde las he
visto por primera vez. Es Ixtapa. Mi mula vuelve a bramar y de hecho empieza a trotar.
Quizás tema llegar tarde a la cena.
Todavía tengo que cabalgar un buen pedazo atravesando la ciudad, antes de llegar a la
plaza. A la izquierda, casi en el medio de este lado de la plaza, veo una especie de portal
de entrada. Cuando me acerco, oigo a Felipe: "Hola patrón, aquí estamos."
Desmonto y entro en el amplio patio, saludo a los hosteleros, pido mi cena y me indican
una alta habitación recién pintada de cal para pernoctar. Incluso hay catres y mantas.
Felipe ha aflojado la cincha y levantado ligeramente la montura. Pero todavía no la
puede quitar. La noche está fresca y la mula caliente. Felipe me dice que hay que tener
mucho cuidado con los animales, porque todavía estamos a una altura considerable. Las
otras dos mulas pastan en la plaza. Felipe ya se ha preparado su lecho en el pórtico, un
petate, un pequeño bulto como almohada y un sarape.
La cena vuelve a ser abundantísima, y una y otra vez me preguntan si no quiero unos
huevos más u otra jarra de leche. Tanto, no cambia nada. No es por eso que el precio va
a aumentar. Y si duermo en la habitación recién pintada, sin ventanas, cuya única
abertura es una ancha puerta o si duermo en el pórtico, si uso el catre del hotel o mi
cama de campo americana, en cuanto al precio, no cambia nada.
De todas formas en el pórtico duermo más aireado, y Felipe ya se lo habrá imaginado.
Ya ha abierto mi cama de campo, extendido las sábanas, desenrollado el sarape y
puesto encima. Ahora está ocupado en buscar clavos en las paredes de los cuales poder
colgar el mosquitero. De hecho, yo me había olvidado completamente del mosquitero;
en San Cristóbal Las Casas y en los alrededores se desconocen y no son necesarios. No
hay mosquitos que molesten, pero sí pulgas. Y las pulgas mexicanas son conciudadanos
mordaces y desagradables. Ciudad de México está apestada de pulgas. Los cines y
teatros albergan una tal cantidad, que la visita de esas casas se convierte en una dudosa
diversión. Bastaría lavar los pisos cotidianamente con solución de creolina para paliar el
mal. Pero hasta tanto la autoridad sanitaria no intervenga, ningún empresario se tomará
la molestia. Lo malo es que estas pulgas son venenosas; donde pican se hincha, y
durante horas duele y pica mucho.
Pero aquí, los mosquitos. Ya están empezando a picar de lo lindo. Hay de todas las
especies. Algunos cantan antes de picar. Otros, después de picar. Otros se acercan con
sigilo y silenciosamente. Son los peores. El pinchazo se siente recién cuando ya hace
rato que se han ido. Otros reparten pinchazos que sólo se sienten unas diez horas
después. Pero entonces se forma una ampollita en el lugar del pinchazo. Y esta
ampollita pica espantosamente durante dos semanas. Dos docenas de estos pinchazos no
son ningún chiste. Hay otro mosquito que es tan pequeño, que uno no lo ve. Es tan
pequeño, que sólo un mosquitero de tejido bien apretado, protege de él. Provoca
pequeñas ampollitas de sangre que durante dos días hacen desesperar. Hay pomadas
malolientes para alejar a los mosquitos. ¿Pero a cuál sabio o imbécil le puede gustar
embalsamarse el cadáver con ese ungüento asqueroso y hediondo? Generalmente uno
tampoco se deja cloroformar para hacerse dar una vacuna. Los indios lo padecen mucho
menos que los blancos. Pero sí sufren mucho de malaria y calentura. El mosquito no
provoca la malaria, según mi opinión, sino que la trasmite de un enfermo a un sano
predispuesto. Desde hace decenas de miles de años el indio usa la quinina. De él los
médicos han aprendido la utilidad de la quinina. La quinina baja la fiebre, pero no
combate los focos de fiebre. Yo, personalmente, no creo en su eficacia. He visto y he
convivido con muchísimas personas que tragaban quinina de a kilos e igualmente
pasaban por dos o tres graves ataques de malaria al año. El indio tiene otro buen método
contra las picaduras de mosquito, evita rascarse. Se necesita una gran fuerza de voluntad
para no hacerlo. Porque aún cuando uno se propone no tocar la zona, puede suceder en
momentos de descuido. A veces basta tocar apenas la zona distraídamente, que la
picazón se hace tan violenta que uno cree enloquecer si no se rasca. Pero rascándose la
sangre se agolpa en esa zona, absorbe el veneno y con el reflujo lo introduce en el
cuerpo. Si uno no se rasca el veneno queda sólo en la piel y sólo ínfimas cantidades
pasan a la circulación. Aun cuando el indio seguramente no conoce este proceso, actúa
correctamente por experiencia, cuando evita rascarse y se lo aconseja al blanco. Cientos
de años antes de la llegada de los blancos, los indios ya usaban mosquiteros. Se hacían
de algodón, los de los personajes distinguidos, de fibra de maguey, que elaborada con
esmero, casi no puede diferenciarse de la seda.

26

Las plazas de las ciudades mexicanas son todas casi iguales. Siempre cuadradas y de
dimensiones impresionantes. Frecuentemente alcanzan una longitud de doscientos,
hasta trescientos metros de lado. Dan siempre la impresión de aquellos enormes
espacios de que este país puede disponer en abundancia. Si, en cambio, nos ponemos a
pensar en las plazas de mercado europeas, estrechas, pequeñas, enmohecidas, se nos
hace tanto más evidente la riqueza de este país, en donde no hace falta tacañear con el
suelo.
También aquí en Ixtapa la plaza alcanza dimensiones increíbles. Uno se puede hacer
una idea del ancho, sabiendo que las mulas pueden pastar en la plaza y encuentran
suficiente pasto, a pesar de que cada noche pernoctan una o varias caravanas. Claro que
aquí el pasto crece mucho más rápidamente que en los países nórdicos. Aun en este
poblado perdido, tan apartado del ferrocarril, rodeado de la selva y la cordillera, se
encuentra un local de la organización de los trabajadores, donde cada noche hay
conferencias y se enseña a leer y escribir. Antes de la revolución, ¿alguien alguna vez se
ocupó de los obreros, de los peones indios en estos poblados, de su formación, de su
salud, de su instrucción acerca de las cosas que pasan afuera en el mundo? ¿Acaso es
asombroso si los obreros prefieren estas veladas instructivas a la frecuentación de la
iglesia? Ni siquiera el obrero del más oscuro rincón de México es hoy tan estúpido
como para no darse cuenta, quién le brinda más para la vida, si la iglesia o la
organización de los trabajadores. Lo que predican y enseñan los rojos le parece mucho
más importante y útil de lo que el cura le está contando desde hace siglos. Además, el
consejo directivo de la organización obrera cobra mucho menos que el cura y no lo
marea con el incienso. Por ignorante que sea el peón, por lento que sea su cerebro, se da
cuenta de la gran diferencia entre las dos doctrinas. Cuando salía de la iglesia, no
pensaba en nada, se sentía ahumado y mareado. Cuando regresa a su casa saliendo del
local obrero, siempre tiene algo en que pensar y no ve la hora de contárselo enseguida a
su mujer. Tiene siempre la sensación de que le dicen la pura verdad sobre las cosas de la
vida y que nadie está intentando volverlo más tonto para convencerlo de algo que le
cuesta creer. No necesito preguntar a ningún trabajador aquí sobre lo que piensa y
dónde cree encontrarse en mejor compañía. Porque lo veo, veo la gran iglesia del lado
oriental de la plaza, veo que es un montón de piedras, que se desmorona, tanto que hay
que tener cuidado al entrar, de que a uno no se le caiga una piedra o medio arco gótico
en la cabeza. En todas aquellas partes de México donde veo una iglesia en este estado,
sé que ha llegado la hora. El obrero ya no lleva su dinero a lo del cura, sabe cómo
invertirlo mejor, y se ven menos borrachos, porque en el local obrero hay grandes
cuadros que muestran las vísceras de un borracho y las de un hombre sano. El cura no le
había mostrado nunca estas cosas porque el piadoso señor no quería aguarle el negocio
al fabricante de pulque o de aguardiente.
Durante la cabalgata del día anterior largos trechos llevaban a través de la selva, a lo
largo de un romántico arroyo selvático. Hoy, en cambio, la cabalgata lleva de nuevo a
las alturas de un brazo de la Sierra Madre. Aquí, a izquierda tenemos siempre una alta
pared rocosa escarpada, completamente cubierta de vegetación tropical con plantas
fantásticas. Atravesando el camino o a lo largo de la pared rocosa corre y se escabulle la
fauna tropical. A derecha, el profundo abismo, cientos de metros a pico.
Entonces llego al punto más alto de este camino, al Calvario. El camino sigue reptando.
Desde aquí se tiene una vista, cuya belleza queda ahogada por la subyugante fuerza de
lo que se ve extendido delante de los ojos.
Abajo, a una gran profundidad, yace la ardiente tierra tropical. Y aquí arriba uno se
halla en un ambiente semitropical, entre rocas y el espeso verde de la selva virgen.
Abajo se ven los meandros plateados del río Grijalva en la planicie que parece infinita.
Abajo está la vieja ciudad Chiapa de Corzo. En el fondo se ve la gran ciudad de Tuxtla
Gutiérrez con sus casas blancas y los techos chatos, achicharrada y cansada bajo el calor
abrasador. Pero sólo desde aquí arriba parece cansada y achicharrada; porque abajo es
vivaz y diligente y no le da demasiada importancia al sol tropical. No tiene tiempo para
eso.
La impresionante vista desde El Calvario hacia la vasta planicie tropical, con su riqueza
de imágenes es tan imponente que uno no cree poder soportar vivir aquí, teniendo
cotidianamente esta imagen ante los ojos. Uno desea estar allí, cuando todavía está aquí;
desea tomar entre las manos y ver bien de cerca eso que hay allí abajo, el fino hilo
sedoso del Río Grijalva, las ciudades aparentemente minúsculas y, sin embargo, tan
grandes con sus casas que parecen de un blanco artificial. Así como en una noche de
luna los sentidos se pueden turbar y se desea tomar la luna entre las manos, así también
aquí los sentidos se pueden turbar, si uno se queda demasiado tiempo ensimismado en
los pensamientos que nacen cuando miramos hacia abajo.
El Calvario no tiene buena fama. Es un punto que favorece a los bandidos que acechan a
los viajeros, como ya ha sucedido frecuentemente. No es necesario seguir la ruta estatal,
en distintas partes se puede ir abajo cabalgando por pendientes bastante abruptas para
llegar más rápidamente a Chiapa de Corzo. Todos estos senderos para mulas atraviesan
el monte tupido.
Elijo uno de estos senderos escarpados. Son tan empinados que en dos partes tengo que
desmontar, porque los jamones de mi mula están casi perpendiculares sobre su cabeza.
Son tan empinados que en veinte minutos me encuentro a más de doscientos metros más
abajo, como me lo indica mi altímetro.
Me topo con numerosos indios que caminan hacia arriba por este sendero; y como no
les hace mella trepar por caminos tan empinados, prefieren este sendero a la ruta. La
ruta hace treinta o cuarenta curvas para bajar unos doscientos metros. Pero ni siquiera
ahora me encuentro a la altura de la ciudad. He dejado muy atrás a Felipe con los
animales de carga. Pero cuando vuelvo a la ruta, creyendo haber adelantado mucho, ya
lo veo caminando pausadamente delante de mí por la ruta. Por más que elijamos el
sendero más corto o más empinado, estos muchachos siempre conocen otro sendero más
corto todavía.
Unos cientos de metros antes de las primeras casas del suburbio, me saluda un extraño
silbido prolongado, que proviene de las bajas matas a la vera del camino. Parece que me
sigue o que cada vez es otro individuo el que entona ese extraño silbido apenas yo me
acerco. Es un silbido resonante que no se puede comparar con ningún sonido conocido.
No sé si se trata de un insecto, o de un reptil, de un pájaro o de un pequeño mamífero o,
quizás, de una planta. Porque aquí hasta las plantas emiten sonidos extraños. Y en el
caso de muchas plantas uno realmente no sabe si se trata de una planta o de un animal,
como a veces se puede confundir un cactus con una piedra.
Ni bien entro cabalgando en la ciudad, me llaman de todas las casas: "¡Pastizal para su
mula, diez centavos!". Otros ofrecen el "pastizal que más engorda en el mundo" por
veinte centavos al día. Hay otros que bajan a ocho o siete centavos porque sólo tienen
"el pastizal que más engorda del estado". Los niños me siguen corriendo, me rodean en
bandadas, ofrecen forraje, maíz, hospedaje y todos los servicios imaginables.
Chiapa de Corzo es posiblemente la ciudad más antigua de Chiapas. Chiapa deriva de la
palabra india Tepetchia. Tepetchia quiere decir montaña de la batalla. Aquí cerca de
Chiapa de Corzo se encuentra aquella montaña que fue el último baluarte de los indios
contra los españoles, desde el cual, viendo que todo estaba perdido, arrojaron a sus
mujeres y niños y por último se tiraron ellos mismos al abismo, porque no creían poder
soportar la pérdida de libertad. Aquellos guerreros indios que ya no pudieron alcanzar la
montaña y fueron atajados primero, cayeron en manos de los españoles y tuvieron que
rendirse.
Este rico estado de Chiapas fue arrasado por los olmecas en el siglo ocho o nueve. Los
olmecas tomaron posesión de la tierra y expulsaron a sus primitivos pobladores
vencidos hacia Guatemala. Los habitantes de aquella antigua ciudad de Palenque, cuya
grandeza se puede deducir de la longitud de varios kilómetros que mide el campo de
ruinas, hasta donde se lo conoce hoy, fueron alejados de sus fuentes productivas por la
invasión de estos indios. Emigraron y la ciudad cayó en ruinas.
Para ese tiempo llegaron a Centroamérica los aztecas y los texcocanos desde el norte,
conquistaron bajo su emperador Ahuizotl el valle de México, tomaron la ciudad de
Tula, se dirigieron más tarde hacia el lago de Texcoco y fundaron allí las dos ciudades
de México y Texcoco. Esto sucedió en el año 1325. Los constructores de la gigantesca
ciudad de Tula, los toltecas, un pueblo altamente civilizado, fueron empujados hacia el
sur por los aztecas que eran mucho más rudos que ellos. Así fue que los toltecas
llegaron a Chiapas. Grandes grupos del pueblo de los toltecas ya habían emigrado antes
al sur. Los toltecas no eran guerreros. En Chiapas no se mezclaron con los olmecas que
allí reinaban. Y justamente cuando estas dos naciones, que se complementaban
maravillosamente, los toltecas constructores de ciudades, organizadores y artistas y los
olmecas, guerreros, agricultores y pequeños artesanos, empezaban a crear en Chiapas
una nueva cultura, una civilización tolteca-olmeca, llegaron los españoles e impusieron
a este pueblo en formación la civilización europea. Los pocos indios sobrevivientes
fundaron bajo el yugo español la actual ciudad de Chiapa de Corzo en el mismo lugar,
donde antes ya había habido una ciudad india.
También esta ciudad está repleta de iglesias. Y el tamaño y el lujo de estas iglesias son
más elocuentes que las palabras para contar cómo fueron explotados los indios para
poder construir estas iglesias. Pero también aquí, como en todos lados adonde se llega
en este maravilloso país, ha llegado el momento del desquite. También aquí las iglesias
están en ruinas.
Un edificio notable en esta ciudad es la Fuente Monumental. Esta fuente fue construida
a mediados del siglo XVI por el monje dominicano Rodrigo de León. La obra es un
edificio de ladrillos de un tipo especial, en parte de formas bastante particulares. Es de
un extraño estilo románico-morisco-español. Si de golpe uno llega a la ciudad, a la plaza
increíblemente espaciosa y se encuentra con esa particular construcción, bajo la sombra
de palmeras y otros árboles, en esta lejana ciudad, de sorpresa, uno cree al principio no
haber visto bien o que se trate de un sueño. Porque la visión depara una sorpresa
inaudita, tanto más sorprendente por lo inesperada. Detrás de esta fuente hay un cedro
gigantesco, que dicen sea milenario. A juzgar por su tamaño gigantesco y su enorme
circunferencia podría llegar tranquilamente a dos mil años.
La ciudad tenía una rica industria de producción de colorantes naturales. La cochinilla
se criaba en cantidades enormes, así como también otro insecto que sirve para teñir.
Hoy esta industria está en decadencia. Pero se tejen lindas alfombras, se confeccionan
buenas hamacas, se produce alfarería de buen gusto y objetos laqueados, que mucha
gente de buena cultura prefiere a los productos laqueados chinos o japoneses. La laca
aquí es mucho mejor de la que se usa en Japón. Se obtiene a partir de productos
naturales, su composición es un secreto severamente custodiado por las tribus indias. La
mayor parte de la población tiene pura sangre india, pero está civilizada y urbanizada y
sometida a las costumbres ciudadanas. La ciudad cuenta con siete mil habitantes. Como
todas las ciudades mexicanas parece que tuviera el quíntuplo de habitantes. Por lo
menos, esta ciudad tiene más casas que una ciudad centroeuropea de treinta mil
habitantes.
Una peculiaridad notable de la ciudad son los geófagos. Para la gente un tipo de tierra
arcillosa, que aquí se encuentra en grandes cantidades, es como un manjar. Para los
indios de esta ciudad comer esta tierra sabrosa, que dicen sea muy nutritiva, constituye
una agradable alternativa a sus sencillos platos de tortillas y frijoles.
Chiapa de Corzo se encuentra a orillas del Río Grijalva, y dado que un buen trecho del
río aquí es navegable, la ciudad está mejor comunicada que la misma capital Tuxtla
Gutiérrez o aún que San Cristóbal Las Casas. Botes de motor y buques de vapor
navegan por este río. En el período de sequía los transportes no pueden recorrer
distancias tan grandes como en el restante arco del año, de manera que también esta
ciudad depende de un ferrocarril para desarrollarse.
El clima es muy cálido, porque la ciudad está a sólo cuatrocientos metros sobre el nivel
del mar; pero es perfectamente soportable porque lo favorece la forma de las cordilleras,
en cuyas cercanías se encuentra la ciudad.
De Chiapa de Corzo a Tuxtla Gutiérrez, la capital, no hay más que tres horas a caballo.
Encontré un camino que me pareció más corto y más romántico que el habitual. Lo
recorrí a caballo y cuando ya creía encontrarme cerca de Tuxtla Gutiérrez me encontré
de nuevo ante las puertas de Chiapa de Corzo. Por eso necesité dos horas más que los
otros viajeros. Yendo por estos angostos senderos de mulas, que atraviesan el monte,
mitad selva, mitad jungla, uno no se da cuenta de andar en círculos. La brújula no dice
nada, porque los caminos, a causa del terreno rocoso o del suelo pantanoso, hacen las
curvas más extrañas. Aun cuando se sabe que hay que ir siempre hacia el oeste y
mantener esa dirección, el camino puede llevar, a veces durante media hora, en
dirección norte o sur, o quizás nordeste o sudeste, y sabiendo esto, se sigue cabalgando
sin temor, aunque según la brújula, sea un camino equivocado. Justamente, por haberme
dejado guiar por la brújula, justamente porque en una parte del monte mantuve la
dirección oeste, cuando en realidad hubiera tenido que ir hacia el este, me extravié.
Cada vez son menos los indios semidesnudos, semicivilizados de las comunas. Por las
calles ya se ven indios e indias, que no se diferencian en nada de los mexicanos por lo
que se refiere a la vestimenta. También han perdido la timidez, nos miran sin vergüenza,
riendo o nos dicen alguna palabra chistosa. Se puede hablar con ellos, se quedan
parados y aceptan conversar. Son completamente civilizados y uno se olvida de que son
indios; podría tratarse perfectamente de gente de Sicilia, del Sur de España que cruza
nuestro camino. Al lado de éstos se encuentran con cierta frecuencia hombres que
forman parte del basural de las grandes ciudades, que andan vagando cerca de la gran
ciudad, esperando la oportunidad. No tiene por qué tratarse siempre de un asesinato.
Pero un viajero puede perder algo, o una mula puede escapar y ésa es entonces la
ocasión para atraparla, y aligerar la carga velozmente antes de que el mulero se acerque.
Pero estas oportunidades pueden convertirse, en determinadas circunstancias, en algo
menos trivial, especialmente si se encuentran dos o tres que están esperando tener una
oportunidad. Durante este tipo de viajes es como durante una travesía por mar. En mar
abierto un barco está siempre bien al seguro. Los peligros de todo tipo llegan recién
cerca de los puertos, cerca de las costas. Aquí es parecido.
La última parte del camino antes de Tuxtla Gutiérrez es casi una tortura para el jinete,
especialmente bajo el calor del mediodía. La calle está completamente despejada a
ambos lados. No hay árbol que dé sombra, o, si los hay, son arbolitos recién plantados,
no hay roca, no hay montaña. La mula se hunde profundamente en el polvo blando y
finísimo. La mínima brisa levanta el polvo, que se asienta en los pulmones y arde en los
ojos. Si acaso pasa veloz un jinete sobre un caballo al galope, levanta tales polvaredas
de este polvo insoportable, que durante diez minutos el aire parece estar cargado de
densa niebla. Los arbustos a izquierda y a derecha del camino parecen grises y
plúmbeos, a causa del espeso polvo que los cubre. Y también el suelo de los campos es
de esta arcilla finísima, gris blancuzca y seca. A pesar de este polvo, a pesar de este gran
calor y a pesar de que ya hace varias semanas que no llueve, el maíz en los campos está
alto, verde y prometedor. El maíz, la planta originaria del continente que resiste todos
los embates, se burla del calor tropical y se burla de la sequía. El maíz pertenece a
aquellas pocas plantes, que dejan la tierra más rica de lo que estaba antes de que las
plantas echaran raíz. Cuando el indio ya no logra hacer crecer nada en su campo
extenuado, planta maíz. Y tras haberlo plantado varias veces, la tierra vuelve a ser tan
rica como al principio.
A eso de la una se levanta la brisa y como sopla parejo y muy horizontal , me mantengo
bien del lado del camino expuesto al viento, me dejo abanicar por el aire fresco y no
trago polvo. Pero igualmente la cabalgata es cansadora y estoy bien contento cuando
dejo atrás la central hidroeléctrica de la ciudad, que se encuentra a la izquierda del
camino en una altura y parece un pequeño palacio blanco. La cabalgata desde la primera
casa hasta el centro parece no tener fin. Las ciudades suelen tener extensiones
increíbles, y, sin embargo, una casa está pegada a la otra. Cada familia tiene su casa y
cada casa tiene su patio espacioso, para que sus habitantes se sientan cómodos.
Uno de los primeros edificios que se ven afuera, al entrar en la ciudad, es la gran
escuela industrial del estado, con sus instalaciones espaciosas y su gran plaza delante,
que es tan grande que veinte circos podrían presentar sus espectáculos
contemporáneamente.
Tuxtla Gutiérrez es la capital del estado de Chiapas. Un estado mexicano es bastante
independiente y soberano. Una ley de divorcio o una ley de matrimonio válida en el
estado de Chiapas no necesariamente vale en el vecino estado de Oaxaca, pero
lógicamente es respetada, en sus efectos, en toda la república. En Yucatán es facilísimo
divorciarse. Pero un divorcio concluido en Yucatán vale en Guanajuato, donde el
divorcio es mucho más difícil de conseguir, del mismo modo que si este estado tuviera
la misma ley que el de Yucatán.
Durante el ejercicio de sus funciones el gobernador de un estado mexicano es
independiente como un soberano absoluto. Sus poderes casi no conocen límites, siempre
que se refieran a su propio estado y que se muevan en el ámbito de la ley federal.
Porque naturalmente existen algunas leyes fundamentales, depositadas en la
constitución que tienen fuerza de ley para toda la república. La constitución y todos los
derechos de que el ciudadano goza en base a la constitución, no pueden ser modificados
por ningún gobernador y por ningún presidente tampoco.
El gobernador de Chiapas tiene un palacio de gobierno digno de todo respeto, desde el
cual administra los destinos del estado y desde donde trata la cuestión, tan importante
para el estado, de la población india. Porque los indios constituyen la amplia mayoría de
la población del estado. Pero el gobernador vive en una modesta casa. No tiene ni
siquiera un guardia de honor delante de la puerta, sino un simple vigilante, que pasa
desapercibido. Todos los gobernadores de México, como en general todos los hombres
que hoy desempeñan un papel en México, son en primer lugar mexicanos. Su
socialismo es un socialismo puramente mexicano-indio. Son hombres con garra y son
hombres de estado de una época muy moderna. Han comprendido que el capitalismo,
en su forma actual, debe morir, si la humanidad quiere sobrevivir. Han comprendido
que la riqueza de la tierra o de un país no puede ser propiedad de un grupo de piratas
privilegiados ávidos de dinero, sino que la riqueza de un país debe ser aprovechada por
todos sus habitantes. En el caso de su propia patria chica, han comprendido que México,
el pueblo mexicano y la raza indio-mexicana sólo pueden vivir y cumplir con su propia
misión cultural actuando junto con toda la humanidad, si al capitalismo se le da una
buena cortada de uñas. El capitalista puede seguir existiendo tranquilamente. Pero no
puede seguir teniendo privilegios que a los restantes ciudadanos que no son capitalistas
se les niegan directa o indirectamente, o se les hacen inaccesibles. Pero estos hombres
aquí tienen tanta garra porque tienen una base revolucionaria. No negocian, no pactan.
Lo que consideren justo en el interés de la mayoría del pueblo, lo imponen, aunque les
duela a los capitalistas. Y como la mayoría del pueblo mexicano está compuesta por
proletarios, proletarios que no tienen un pasado filisteo o pequeño burgués, que no
cargan con las nieblas del parlamentarismo y con las ilusiones del derecho de voto, así
las nuevas leyes actúan modificando radicalmente los viejos sistemas económicos
gastados. La generación hoy viva se crió y creció bajo la dictadura, bajo una dictadura
dirigida contra la gran mayoría del pueblo mexicano. El derrumbe de la influencia de
una dictadura semejante tiene hacia afuera los mismos efectos que el derrumbe del
dominio absoluto de los zares rusos. Las acciones de los hombres que hoy administran
los destinos del pueblo mexicano, parecen revolucionarias sólo porque proceden a un
ritmo tan sorprendentemente rápido, porque apuntan directamente al corazón del
enemigo, y porque todos los estados capitalistas hasta hace poco habían creído que el
pueblo mexicano fuera solo una especie de colonia suburbana de Nueva York. El hecho
de que este pueblo ahora se alce y manifieste tener su propia voluntad es considerado
por aquéllos que creían poder dormir o robar tranquilamente como un menoscabo de sus
derechos. Y justamente los que con más fuerza gritan: "No podemos permitir, el
bolchevismo ante nuestra puerta", son justamente quienes mejor saben cómo alterar al
pequeño burgués e impedirle que comprenda la verdad.
Antes, cuando se planeaba un gran robo, se aullaba:"El orgullo nacional ha sido atacado
y debe ser defendido". Esto ahora ya está gastado y no arrastra más, por eso hoy gritan:
"¡El bolchevismo acecha delante de la puerta y nos amenaza!" Esto es más moderno y
tiene un efecto más clásico, suena casi como: "¡Aníbal está ante las puertas!" Si el
mundo un día llega a escuchar - y lo escuchará dentro de no mucho - que en México o
en otro país latinoamericano, donde haya algo que sacar, ha sido introducida la
organización en comunas de la mujer, la rabia de todos los buenos ciudadanos
americanos se despertará y se alzarán desbordantes de entusiasmo para no seguir
tolerando una deshonra semejante en este continente. Porque no se puede volver a
proclamar con bombos y platillos que los hunos les cortan a machete las manos a los
bebés belgas y les cortan los pechos a las enfermeras de la cruz roja inglesa, ni siquiera
cuando, tanto para cambiar, en vez de los bebés belgas se dice "our sweet little
american boys and girls". Derecho de autodeterminación para países, en donde no hay
nada que extraer, y derecho de autodeterminación para naciones, si con eso se puede
debilitar la Rusia bolchevique. Pero no hay derecho de autodeterminación para México,
donde uno entra con cinco mil dólares en el bolsillo y se va con cinco millones de
dólares. Y en todas partes, donde los países y los pueblos se alzan contra el gran
capitalismo europeo y americano, donde los pueblos deciden sus propios destinos según
el propio parecer, no importa que se trate de China, India, Egipto, Marruecos, México,
Colombia, Nicaragua, Venezuela, siempre se trata de bolchevismo, siempre es
claramente por influencia de Moscú. Se convirtió en el moderno grito de guerra, porque
hoy produce un efecto más fuerte que el honor nacional amenazado, que hoy en día no
goza del favor del mercado mundial.
Pero cuán pobres de ideas son quienes utilizan este grito de guerra en sus formas más
retorcidas y en los tonos más bajos. Porque este grito de guerra empapa a toda la
humanidad con la creencia de que la política mundial hoy no se decide en Washington o
en Londres, sino en Moscú y esta creencia puede llegar a ser tan fuerte en los hombres
que, de hecho, la política de todos los países y pueblos efectivamente dentro de poco se
llegue a decidir sólo en Moscú, y así el grito de guerra terminará teniendo un efecto
muy distinto del que los gritones esperaban. Los gritones saben bien que no es el
bolchevismo lo que hoy ha puesto en movimiento a los pueblos, que otras fuerzas
propulsoras están obrando, despertadas por la última gran guerra y por su hipócrita
griterío sobre autodeterminación y democracia. Todos los sometidos despiertan, los
proletarios sometidos, las razas sometidas, los pueblos sometidos, los países sometidos.
Por eso el grito de los ladrones:"¡bolchevismo ante nuestra puerta!" es sólo un grito que
refleja su empacho, es el último grito que pueden escupir y el último grito del que se
esperan la salvación. Pero como con este grito le adjudican a Moscú un poder que
Moscú no tiene y seguramente ni siquiera desea, justamente por eso con este grito de
guerra los estúpidos gritones se cavan la fosa.
Hoy hay sólo dos países, en donde se puede estudiar esta verdad con mucha precisión,
México y China. Junto a Rusia son México y China los países donde en este siglo y en
el próximo acontecen las cosas que previsiblemente determinarán la cultura de toda la
humanidad para los próximos mil años. Para el marxismo europeo, es decir para el
verdadero bolchevismo en su forma pura, estos países no tienen esperanza. No hay país,
contando entre la clase obrera organizada, con tan pocos bolcheviques como México. Y
en China será más o menos igual. Se trata simplemente del surgimiento de tres nuevas
culturas, la eslava-tártara, la china y la india. Estas tres culturas, hoy de parto, tienen
algo en común. El hecho de que tengan que oponer una fortísima resistencia a la
civilización europea occidental, igual a la instintiva vitalidad de todo recién nacido para
defenderse. La pereza mental y la pobreza de ideas de los representantes de un sistema
económico amenazado, sacudido y moribundo y de un civilización cansada, harta y
vieja se demuestran perfectamente en el hecho de que se den por contentos con el
cómodo slogan del bolchevismo y de que traten de explicar con el bolchevismo todo lo
que no logran entender.
Nunca, en todos los siglos que podemos repasar, nunca aconteció algo tan grande,
decisivo y poderoso como lo que ahora se atisba en sus comienzos. A partir del rechazo
de la civilización europea occidental por primera vez se forma en la historia de la
humanidad la conciencia de que la unión política y económica de los hombres de la
tierra es posible y realizable. Las razas por ahora seguirán siendo razas, se mezclarán
sólo en las zonas confinantes. Pero en lugar de las naciones, en lugar de las federaciones
de las naciones, entrará la federación de las razas. Que todas las razas, todos los
hombres que se creen sometidos, hoy ya se sientan mancomunados en la palabra
bolchevismo, curiosamente no es mérito del bolchevismo, sino de los representantes del
gran capital que difunden esta palabra como grito de alarma.
*
El palacio de gobierno de Tuxtla Gutiérrez lo obliga a uno a reflexionar sobre
problemas que hoy causan desconcierto a la humanidad entera. Problemas que atañen
razas, pueblos, sistemas económicos. Porque en ese palacio de gobierno cotidianamente
se lleva a cabo algo que anuncia perfectamente una nueva fase en la historia de la
humanidad, algo que no sucede en ningún otro lado en este continente. Ni en Ciudad de
México ni en ninguna otra capital de otro estado mexicano se comprende lo que sucede
en México, en forma tan clara, tan sencilla, tan natural, tan escuetamente primitiva,
como en Tuxtla Gutiérrez y como en este palacio. Ningún otro estado de México tiene
un porcentaje tan alto de indios puros como éste, ningún estado tiene una composición
tan extraña de la población como Chiapas. Mexicanos cultísimos y europeos, al lado de
grandes masas de indios completamente primitivos como los lacandones, junto a todos
los grados de civilización imaginables. Cien mil o más indios que hablan su propia
lengua primitiva, que viven según sus antiquísimos usos y costumbres y que sólo se
integran muy lenta y tímidamente, pasito a pasito en la actual civilización europea. Cada
poblado ha alcanzado un grado de civilización diferente, un poco más alto con respecto
al que ha quedado atrás. Puro antiquísimo comunismo indio al lado de capitalismo
ultramoderno en su forma más despiadada. Agricultura ultramoderna con los tractores y
máquinas más modernas junto al uso de utensilios y herramientas de madera dura y
piedra, tal como se usaban mucho antes de que los toltecas llegaran trayendo su
civilización altamente desarrollada. En el mismo monte, arco, flecha y lanza al lado de
fusiles Winchester, en el mismo río se usan anzuelos de hueso al lado de los
instrumentos de pesca más caros y modernos . Autos pasan a toda velocidad, llevando
damas y caballeros vestidos como en Broadway en Nueva York al lado de viajeros, que
el indio lleva sobre sus espaldas durante días a lo largo de cientos de kilómetros por
unos centavos. Canoas indias hechas de un tronco de árbol ahuecado se deslizan por el
mismo río al lado del más moderno bote a motor.
Y todo busca y encuentra su unidad en el palacio de gobierno de Tuxtla Gutiérrez. En la
antesala del gobernador se sientan el americano millonario propietario de minas, que
quiere la confirmación de sus concesiones u otra cosa, al lado del explorador que piensa
pedirle al gobernador un salvoconducto, al lado del plantador de café, que no está de
acuerdo con un impuesto, y en medio de todos éstos hay caciques o emisarios de
docenas de tribus indias, que no se pueden entender entre ellos , porque cada uno habla
otra lengua y cada uno va vestido de otro modo y algunos de ellos no saben cómo
sentarse en la silla que el funcionario les acerca cortésmente, y en cambio prefieren
acuclillarse en el suelo, porque no saben sentarse de otro modo.
En qué medida las cosas han cambiado en el mundo, se reconoce aquí con una nitidez
inigualable. No importa quien entre en la sala del gobernador, ya sea el millonario o el
enviado de una tribu india lejana, el gobernador se levanta, le viene al encuentro al
hombre y lo saluda con el mismo gesto de cortesía, y tiene quizás algo más de tiempo y
paciencia para el indio que sólo dificultosamente llega a expresarse con ayuda de un
intérprete que para el propietario de minas. Lo que hoy en todo el mundo se resuelve a
mano armada entre capital y trabajo, entre una raza y otra, entre naciones, aquí se
arregla y decide en una habitación. No creo que en ninguna otra parte todos los
problemas de todos los hombres actualmente vivientes aparezcan tan concentrados
como aquí. Los problemas complicados, que hoy ocupan grandes costosas conferencias
internacionales, se llevan a este palacio, se discuten aquí, se deciden aquí y deben ser
decididas aquí. Todos los problemas que hoy mueven y excitan los ánimos, aparecen
aquí en su forma simple. Aquí son desnudados de todas las decoraciones, de todos los
rellenos científicos, diplomáticos, políticos y periodísticos. Aquí se presentan en su
forma primitiva, natural y desnuda. Aquí uno se les puede acercar, inmediatamente y
llegar hasta el meollo, sin tener que pasar a través de gruesos tomos nacional-
económicos. Y si uno está convencido del hecho de que en el fondo los hombres valen
todos lo mismo, que todos reaccionan del mismo modo frente a las mismas causas, que
todos los problemas son en su esencia reducibles a fórmulas sencillísimas, entonces se
pueden estudiar aquí todas las cuestiones en sus raíces.
Como todo esto se sabe, es imposible pasar por delante de este palacio de gobierno sin
acordarse de los cientos de problemas que constituyen la tarea actual de los hombres. A
veces se afirma, aunque aún no haya sido demostrado hasta ahora, que Chiapas es la
cuna de la humanidad. Pero hay innumerables cuestiones que aquí se pueden estudiar de
una manera y con tanto éxito como si uno se encontrara realmente en la cuna de la
humanidad, o por lo menos, en el jardín de infantes de la humanidad.

27

Tres días, tres días de buena cabalgata llevan desde Tuxtla Gutiérrez cuesta abajo hasta
Jalisco, la estación del ferrocarril del Pacífico. Tuxtla Gutiérrez se encuentra sólo a unos
530 m sobre el nivel del mar. Sin embargo, hay que volver a subir a las altas cimas de la
Sierra Madre, que hay que superar por pasos estrechos. Durante casi todo el trayecto se
ve la cumbre más alta: Los Tres Picos. Los Tres Picos es una montaña muy alta de la
Sierra Madre, cuya altura aún no fue medida, porque es de difícil acceso y está situada
en un terreno completamente intransitable e inexplorado.
A los mosquitos se añade una nueva peste, las garrapatas. Son particularmente
numerosas en los ranchos ganaderos. Hay tres especies. Unas minúsculas, casi
invisibles, apenas más grandes que una cabeza de alfiler. Luego hay otra del tamaño de
la chinche. Y después otras, grandes como avellanas. Las minúsculas son las peores.
Las garrapatas se prenden en las vacas. Vacas enfermas y flacas están llenas de
garrapatas, especialmente de las gordas. Se juntan como racimos en las ubres y en las
partes blandas . Los pájaros llegan en bandadas y picotean las garrapatas de la piel de
las vacas. O las vacas se paran durante horas en el agua, para que las garrapatas mueran.
También se las quitan restregándose contra arbustos y árboles, o cuando se caen al
suelo. Desde aquí atacan al hombre que pasa cabalgando. Se dejan caer sobre él o suben
trepando, o pasan de la mula al hombre. Pasan a través de la ropa y se meten en la piel.
Si uno las arranca sin cuidado, la cabeza queda dentro de la piel y provoca una herida
inflamada y purulenta que tarda semanas en curarse. Aún cuando se quita la garrapata
con la cabeza se forma un bubón envenenado, que pica mucho y provoca molestias
durante varios días. A la noche, tras una jornada a caballo pasando por tierras donde hay
muchas garrapatas, uno tiene que cosechar de su cuerpo unas cuatrocientas a seiscientas
de las garrapatas pequeñas y medio centenar de las más grandes. En el rancho el
remedio es embadurnarse el cuerpo con petróleo, todos los días. Tanto mujeres como
hombres. Es el medio más simple. Uno se acostumbra al olor del petróleo.
Otra peste es una especie pequeñísima de nigua, que existe allí donde se crían cerdos.
En los dedos de los pies, cerca de las uñas y en las plantas de los pies se forma un bubón
que pica muchísimo. Hay que abrirlo y exprimirlo bien para hacer salir una masa
blanca, que parece y seguramente es un montón de huevos de larva. Uno puede llegar a
tener veinte a treinta de estas picaduras en los pies, y no se puede decir que sea algo
agradable.
Pero a veces creo que este asqueroso mundo de insectos es necesario. Si no hubiera
mosquitos, garrapatas, niguas, México sería insoportable, tan insoportable como a la
larga el paraíso. El hombre no puede tener todas las bellezas y maravillas de la tierra
amontonadas, sino se pondría lelo.
A causa de las últimas lluvias, en ciertas partes el camino se ha desmoronado a tal
punto, que sólo queda un angosto pasaje entre la alta pared rocosa y el abrupto abismo.
Y el jinete tiene que pasar por ahí. El camino volverá a ser reparado, pero hasta que las
cuadrillas de construcción de caminos lleguen a todos los puntos, pasan semanas. Ni
bien ha pasado la estación de las grandes lluvias, los chóferes de Jalisco salen a los
caminos y los arreglan malamente como para poder pasar con los autos, porque no
quieren esperar a las cuadrillas de obreros. Claro que atravesar con el auto una de estas
reparaciones de emergencia es una cuestión que se califica de manera inmejorable con
una expresión a emplearse frecuentemente en este continente: "¡O pasas o revientas!"
La carretera desde Chicomuselo a Huixtla, doscientos kilómetros más al sudeste, donde
también hay pasos para alcanzar el ferrocarril desde el interior del estado, tiene otras
peculiaridades. Aquí el sendero entre la pared rocosa y el abismo es tan angosto, que la
mula apenas consigue caminar. Las partes más angostas y peligrosas se encuentran
siempre bordeando puntas rocosas. Es imposible ver si alguien llega en sentido
contrario, se lo ve cuando ya está delante de uno. Y no hay forma de esquivarse.
Ninguno puede retroceder ni bajarse del caballo o de la mula, y ni uno ni el otro pueden
pegar la vuelta. Para evitar estas situaciones sin salida, jinete y mulero están obligados a
gritar y dar voces para que uno de los jinetes pueda esperar en un punto donde el
camino sea lo suficientemente ancho como para dejar pasar al otro.
Los indios y los mexicanos nacidos en el estado usan el grito guatemalteco. Es un grito
que se forma con el registro más agudo de la voz humana, es decir en falsete. Al dar
voces se modula, pero no como el jodler, sino como un aullido estridente. El grito es
bastante impresionante y escalofriante de oír, como si lo aullara un enorme animal
antediluviano, terminando en un prolongado lamento. Este grito, que los indios usan
desde tiempos inmemoriales, se oye a la distancia como el aullar de una sirena. Sobre
todo en las alturas de la sierra, en el aire puro, el grito se oye a millas de distancia.
Así como se puede reconocer a todo hombre por el tono de su voz, se reconoce a todo
indio o mexicano por su grito guatemalteco, porque el timbre de su voz se manifiesta en
el grito. Los indios son capaces de trasmitirse mensajes por medio de estos gritos,
según la manera de modular, impostar y hacerlo terminar y también según el modo de
repetirlo en arranques subdivididos de una determinada forma y con pausas cortas o
largas.
Ni bien se oye el grito de un jinete que viene en sentido contrario, uno se detiene en el
próximo ensanche del sendero rocoso y gritando acuerda con el otro cuál de los dos ha
de proseguir el camino. No se ven y recién llegarán a conocerse cuando se crucen
cabalgando.
Muchos viajeros que tienen que hacer este camino se tapan los ojos y dejan que la mula
o el caballo se ocupe de todo; porque quien no está a salvo de mareos se pone tan
nervioso en estos caminos, trasmite tal inquietud al animal, que éste puede llegar a
poner en peligro la vida del hombre. Porque el animal tiene que poder marchar con toda
seguridad, tranquilamente y sin ser molestado porque la montaña tiene pedregales
resbaladizos y surcos, hoyos y hondonadas erosionadas.
Las mulas raramente, pero los caballos a menudo sufren un ataque de mareo en este
camino. Empiezan a temblar, se cubren de sudor y hacen tonterías. Un señor me contó
que en una de las partes más peligrosas y abruptas del camino su caballo, que por lo
demás era fiable, tuvo un ataque de mareo, se alzó sobre las dos patas traseras y así se
dio vuelta en el sendero que no tenía más de 40 cm de ancho, para regresar al galope,
dominado por el espanto. Durante el giro la mayor parte del animal quedó colgando
sobre el abismo. Todo no duró más de dos segundos, pero lo que el señor pasó en
aquellos segundos, me aseguró, no lo quisiera volver a pasar nunca más. No estaba en
condiciones de explicar cómo se hubiera presentado la situación si hubiera tenido uno o
aun más jinetes tras de sí. Nadie puede esquivar, los animales no retroceden cuando van
por un camino tan estrecho y tampoco es posible apearse. Y todavía queda por imaginar
todo lo que puede suceder si el animal se asusta por un tiro que alguien tira por
diversión, o por un gran buitre que pasa volando o por cualquier otra cosa. Numerosos
viajeros, especialmente las damas, se dejan llevar por indios cuando van por estas
carreteras. La silla de manos, que los indios llevan sobre sus espaldas, tiene el aspecto
de un sillón playero. Su parte abierta tiene una cortina que se puede cerrar para
protegerse del sol y del polvo. Donde empiezan los caminos peligrosos también se
cierra porque de lo contrario quien está dentro empieza a temblar y le hacer perder el
equilibrio a los portadores. Claro que a quien no le importa hacer doscientos o
cuatrocientos kilómetros de desvío para llegar a la ciudad de destino, ése siempre
encuentra otra carretera algo menos peligrosa.
Paso por una región inmensamente fértil. Pero muchos ranchos están deshabitados,
grandes haciendas* se ven irremediablemente venidas abajo. Los propietarios las han
abandonado. En muchos casos por temor a las revoluciones. Pero no sólo se temen las
revoluciones, sino más bien las hordas de bandidos, que cuando México entra en
conflicto con el gobierno de los EE.UU., enseguida aparecen en el país. Estas hordas se
dan el nombre de rebeldes o revolucionarios, pero en diecinueve de veinte casos son
hordas de asaltantes, que creen que ha llegado la hora, porque el gobierno no los puede
tener tan controlados como en los momentos en que los EE.UU. dejan en paz al país.
Estas hordas de bandidos quieren vivir y también quieren poder vivir cuando los
EE.UU. dejan a México en paz, por eso, en los tiempos que les parecen propicios, tienen
que trabajar para guardar.
Pero en la mayoría de los casos estas haciendas* están abandonadas porque los peones
se han despertado, porque quieren vivir una vida más humana. Y esto sólo es posible si
la hacienda* les paga salarios más altos y deja de tratarlos como esclavos. Pero si la
gente recibe cincuenta centavos al día en vez de, como hasta ahora, sólo cuatro o cinco,
si trabajan sólo diez horas en vez de, como hasta ahora, desde el primer rayo de sol
hasta bien entrada la noche, entonces el propietario de la hacienda* no puede seguir
llevando la vida señorial a la que él y su familia están acostumbrados desde hace
cuatrocientos años. Bajo estas nuevas condiciones tiene que arruinarse, porque sólo sabe
cultivar la tierra como desde hace cuatrocientos años. Sólo sabe trabajarla y obtener
ganancias si se rodea por especies de esclavos. En los buenos tiempos no ha
considerado la necesidad de comprar nuevas máquinas. Y ahora, aun si lo quisiera, ya
no tiene el dinero para hacerlo, ya ni siquiera le alcanza para hacer más fértil la tierra
por medio del riego artificial. Así es que abandona su hacienda* y va a Ciudad de
México, o intenta el camino de la política o se hace jefe de bandidos. Pero los peones,
son de esta tierra. No pueden irse. Y ahora ya ni reciben ni siquiera los cinco centavos
de salario y las semillas que el patrón les daba para su terrenito. La revolución les ha
dado la tierra. Pero acostumbrados desde generaciones a trabajar siguiendo las órdenes
del patrón o del capataz, andan raspando la superficie de la tierra sin orden y sin
objetivos de trabajo precisos. Ya casi no tienen herramientas, la simiente no se renueva
y cae víctima de enfermedades. Tampoco se renueva la sangre del ganado y degenera.
Así es que los peones en parte llevan hoy una vida más miserable que antes de la
revolución, a pesar de que consiguieron la libertad y a pesar de poseer la tierra comunal.
Este hecho es usado por quienes quieren demostrar que la revolución ha traído sólo
desgracias al país y al pueblo. Pero esta afirmación la proclaman sólo aquéllos que
quisieran devolver el pueblo mejicano a la condición de ilota en que se encontraba antes
de la revolución. Y son siempre los mismos quienes ven sólo las desventajas; son
siempre los mismos, quienes buscan y destacan estas desventajas para testimoniar así su
odio contra todo lo nuevo y prometedor y que, aquí especialmente, buscan dar sustento
a su odio contra el actual gobierno de México usando estas pruebas, pruebas es una
manera de decir. Pero si se observa un poco más detenidamente, si se observa
comprendiendo la necesidad de las revoluciones, comprendiendo a la clase proletaria,
que quiere tener una participación en la riqueza que produce, el cuadro toma otro
aspecto. Es cierto que miles de peones, no sólo en Chiapas, sino en todo México, hoy
llevan una vida con más hambre y miseria que antes de la revolución. Pero su número
disminuye día a día. Considerándola en su totalidad, la clase proletaria de México está
hoy desde el punto de vista económico y humano diez veces, quizás cien veces mejor
que antes de la revolución. Y aún el peón más hambriento, abandonado por el
propietario de la hacienda* porque ya no lo podía explotar como antes, se sitúa por
encima del peón de la época prerrevolucionaria por el hecho de que hoy tiene un futuro
como hombre libre, con acceso a todos los tesoros que el mundo tiene en belleza y
saber. Antes de la revolución no era más que un animal de carga, incapaz de cualquier
tipo de articulación, sin individualidad. Hoy el peón ha llegado a ser un ser humano. Y
basta mirar con ojos sin odio, incluso allí, en los lugares que yo vi, donde el peón parece
confrontarse con su joven libertad sin saber qué hacer, para palpar el nacimiento de un
nuevo pueblo y el florecer de un nuevo país. En todas partes, en el pueblo más perdido,
se aprende y se estudia. Por todas partes estos pobres peones se empeñan en aprender
cómo cultivar la tierra, cómo irrigar el terreno, qué tipo de simiente hay que emplear.
Hacen viajes de días enteros para tomar contacto con las comisiones que recorren el país
para pedirles consejo y ayuda. En numerosas localidades cada uno aporta un tercio de la
cosecha a un lugar de recolección común. Con la ganancia obtenida se ponen en pie
bancos de crédito, se compran maquinarias y herramientas de uso común. Sin necesidad
de orden gubernamental se construyen los caminos que parecen necesarios, se instalan
sistemas de irrigación. Pueden aparecer organizaciones bancarias y de crédito bastante
curiosas, que no tienen nada que ver con los sistemas habituales, porque sus fundadores
no tienen ni idea de lo que es un banco y de cómo trabaja un banco. Estas
organizaciones de tipo bancario resultan de las necesidades. En algunos casos
reemplazan al propietario de la hacienda*, que hasta ahora pagaba los salarios, daba la
simiente y fiaba la mercancía que tenía en su tienda a cambio de una conspicua
ganancia. Un poblado avanza más rápidamente que otro. Quienes odian y critican todo
lo que ha surgido por la revolución, estas cosas no las ven, adrede o no. Cada vez que
pasan delante de un rancho abandonado, señalan con el dedo y exclaman:"Mire, mire
con sus propios ojos lo que esta revolución ha hecho del país." La sentencia es precoz.
Lo que la revolución ha hecho del país, pero en particular modo del pueblo, se podrá ver
recién en algunos años. Estos ranchos yermos de los latifundistas desertores ya no
podrán testimoniar la irresolución con que incluso personas inteligentes suelen
enfrentarse al surgimiento de nuevas ideas y sistemas.
La mayoría de los poblados pequeños de Chiapas en realidad no son más que
haciendas* o ranchos, en cuyos alrededores se han ido asentando los peones, los
trabajadores rurales. Algunos de estos poblados se han desarrollado hasta alcanzar un
tamaño considerable, especialmente cuando el latifundista incorporaba una industria,
una calera, un ladrillar o aserradero. También estas industrias se encuentran hoy
inactivas. Es que los peones en primer lugar se tienen que ocupar de cultivar la tierra
que los alimenta. La manera primitiva en que se conducían estas industrias requería una
tal fuerza de trabajo humano para obtener tan escasos resultados materiales, que el valor
de la fuerza de trabajo humana quedaba en un escalón indignamente bajo. Y estas
industrias sólo se podían mantener en pie si el obrero solamente recibía dos o tres
centavos. Pero si el hombre tiene que dar tanto de su vigor para producir algo que sólo
tiene un valor de uso escaso en comparación con el derroche de preciosa energía, que se
acabe nomás.
Las nuevas condiciones políticas del país, que han convertido a los esclavos y peones en
hombres, que han reconocido en el enriquecimiento de sus vidas la finalidad de su
existencia, empiezan lentamente a crear aquellas condiciones bajo las cuales tanto en la
agricultura como en la industria será posible producir lo útil con un menor consumo de
energía humana.

hacienda*: N.d.T.: en el original con grafía alemana "Hazienda"

28

Mientras más en el interior del estado las mercancías se transportan preferiblemente


sobre mulas o burros, la carretera estatal entre Jalisco, la estación de ferrocarril de la
costa del Pacífico, y Chiapa de Corzo está dominada por otro medio de transporte. Se
trata del carro tirado por bueyes, aquí llamado carreta*. La carreta* sigue siendo como
lo era hace cuatrocientos años. Un carro largo y angosto sobre dos ruedas o discos de
madera, con un toldo tensado sobre aros semicirculares. Las aberturas adelante y atrás
se tapan con petates para proteger las mercancías del sol, del polvo y de la lluvia.
El transporte en las carretas* es más barato que con las mulas. Una carreta* puede llevar
tanto como tres a seis mulas. No se la debe cargar demasiado ni demasiado en alto,
porque frecuentemente queda de cabeza en los caminos. Si fuera demasiado alta o
estuviera demasiado cargada, se volcaría. Y de por sí esto sucede ya con demasiada
frecuencia. En cuanto al tiempo no hay mucha diferencia entre el transporte con carreta
o con mulas. Los pesados bueyes claro que tienen un andar muy lento y pesado, paso a
paso. Pero con este paso cansino marchan día y noche. Cada seis horas se les concede
una pausa para beber y pastar. Su alimento se lo tienen que buscar en las cercanías del
camino porque los lugares de descanso se distribuyen en correspondencia con los
pastizales y los pozos de agua.
No sólo las cargas se transportan en estas carretas*, sino también los viajeros,
especialmente familias, que tienen que viajar con niños.
También el correo aquí se transporta en carretas*.
Un camino por el que pueden viajar carretas*, aquí se llama carretera* , para
diferenciarlo de aquellos caminos por los que sólo pueden pasar mulas, a los que llaman
sendero.
Una carga completa de carreta* cuesta para unos doscientos kilómetros cincuenta a
sesenta pesos, a veces más, a veces algo menos. Claro que de este modo aun mercancías
relativamente baratas se vuelven mucho más caras por los gastos de flete; por eso, a
medida que uno se interna en el país, los precios aumentan de poblado en poblado. La
mayoría de las carretas* pertenecen a empresas de fletes que se hacen cargo de garantías
limitadas para la correcta entrega de la mercancía. Pero también hay carretas* que
pertenecen a pequeños empresarios que sólo poseen uno o dos carros conducidos por
ellos mismos o por otro miembro de la familia. Estos pequeños empresarios se agrupan
en cooperativas de transporte, que frente al público se hacen cargo de las mismas
garantías que la gran empresa. Por algunas razones estas cooperativas son más fiables
que el empresario individual, porque sus miembros son al mismo tiempo quienes
conducen las carretas, y mantienen entre ellos un orden rigurosísimo y se esfuerzan por
todos los medios en conseguir y mantener el buen nombre de la cooperativa. En cambio,
los guías que pone el empresario son obreros asalariados, que sólo hacen lo
indispensable a cambio del salario que reciben y no tienen ningún tipo de participación
personal en las ganancias o en las responsabilidades del empresario. En la cooperativa,
en cambio, cada uno se siente responsable de que los bienes que han sido entregados a
un miembro de la cooperativa sean tratados con tanto cuidado como si él mismo los
transportara en su carreta*.
Cabe acotar aquí que los trabajadores portuarios de Tampico, el mayor puerto de carga
de México han excluido a todos los empresarios. La carga y descarga de todos los
buques que entran y salen la lleva a cabo una asociación de trabajadores portuarios.
Ningún empresario privado tiene acceso. Las publicaciones capitalistas y las agencias
navieras capitalistas admitieron voluntariamente a principios del año 1927 que en el
puerto de Tampico nadie antes había tratado la mercancía con tanto cuidado, ni la había
cargado o descargado con tanta rapidez, ni la había entregado con tanta rapidez,
puntualidad y seguridad como desde cuando la cooperativa de los trabajadores
portuarios ha tomado el control del puerto. Las roturas y los daños de los embalajes se
han reducido al mínimo posible. Aún las roturas de los paquetes que no han ocurrido en
el puerto, sino que se deben a la negligencia de los remitentes, se arreglan
cuidadosamente cuando la mercancía tiene que hacer algunos miles de kilómetros más
por ferrocarril. Antes las agencias navieras siempre se quejaban de la falta de voluntad
de los trabajadores, del descuido, de la negativa a trabajar por las escalas salariales
fijadas, de huelgas repentinas, de la negativa a hacer horas extras necesarias, y de miles
de otras cosas a causa de las cuales los derechos portuarios que tenían que pagar los
buques crecían enormemente y las compañías de seguros de transporte se veían ante
reclamaciones enormes por robos, pérdidas o depreciación de mercancías. Todo esto ha
terminado. Las naves son cargadas y descargadas con una velocidad y un celo
inusitados. Cada fletero sabe de antemano cuánto cuesta la operación de carga; puede
determinar sus precios y no debe temer que inesperadas exigencias de aumento de
salarios o una huelga vayan a cambiar sus precios y que todos sus planes comerciales
queden patas arriba. En el puerto ya no se roba ni un alfiler, cuando antes desaparecían
cotidianamente valores de unos cientos de pesos, a pesar de los soldados custodiando el
puerto con los fusiles cargados. Hoy no hay más soldados en el puerto, pero nada se
roba, porque el trabajador se siente personalmente responsable de cada granito de
mercancía que ha sido confiado a su cooperativa. Y aún los trabajadores que
desempeñan otras tareas, apoyan al trabajador portuario en su responsabilidad, movidos
por un puro sentimiento de solidaridad proletario. Hoy, si quieren robar, van a otro
lado, pero no al puerto, que pertenece a sus camaradas de clase. Los trabajadores
portuarios de Tampico han dejado fuera de juego a los empresarios, negándoles todo
servicio, saboteando todo, rechazando todo pacto, todo contrato, toda negociación con
ellos. Establecieron sus exigencias, diciendo que podían muy bien trabajar organizados
en cooperativa y mantuvieron con firmeza esta exigencia, sin ceder en lo más mínimo.
Es que tienen sangre india en sus venas, han pasado por una revolución que ha
desangrado completamente al adversario y no habían sido educados y entrenados con la
idea de que es indispensable un empresario para realizar un trabajo necesario. Los
trabajadores portuarios de Tampico están hoy entre los obreros más limpios, mejor
alimentados, mejor vestidos, mejor instruidos de México.
En el momento en que estoy escribiendo esto, los trabajadores portuarios están
construyendo a expensas propias dos nuevos muelles, para poder albergar más naves y
acelerar aún más las operaciones de carga.
Esa inclinación al cooperativismo que el indio y el mestizo tienen en la sangre busca
imponerse por todas partes en donde se da la oportunidad. Este impulso hace surgir en
todo el país cooperativas agrícolas. La gente no ha oído nunca nada de cooperativas de
producción, nunca de cooperación. Lo hacen, ni bien deja de oprimirlos un señor.
Nosotros hemos sido deformados por la educación, por la escuela, por el ejemplo, por
las mentiras históricas y por los políticos, y esto durante generaciones hasta el día de
hoy. Por eso nos parece algo especial y notable, cuando en realidad es lo más natural y
evidente.
Las carretas* generalmente van en grandes columnas, frecuentemente veinte o aun
cuarenta en una larga columna. Es raro ver una carreta* sola, seguramente sólo, cuando
tiene un camino distinto. Este modo de ir en grandes columnas tiene muchas ventajas.
No son asaltadas por bandidos. Es que, ¿por dónde habrían de atacar? Siempre tendrían
a la mayoría de los atacados a sus espaldas. Tanto si empiezan por la primera carreta*
como por la última, enseguida tendría a todos los otros conductores de carretas, los así
llamados carreteros*, encima. Siempre hay algunos en la columna que tienen un viejo
fusil debajo del asiento. Se pueden esconder fácilmente dentro y detrás de las carretas*
para caer sobre los bandidos, encerrarlos y matarlos de un garrotazo. Realmente los
bandidos tendrían que venir de a muchos y aun así no tienen la victoria asegurada. Los
carreteros* verían un ataque así como una bienvenida distracción en su cotidianidad tan
aburrida. Todos ellos saben dar un buen garrotazo saludable. Son muchachos muy
alegres. Ni bien se sientan al fogón, cantan o tocan la guitarra o bailan o se cuentan
largas historias truculentas. Todos sin excepción son indios provenientes de las ciudades
de Chiapas, es decir que no pertenecen a los indios primitivos de las comunidades.
Todos hablan español, van al cine y se diferencian poco de los proletarios urbanos de
otros oficios.
El trabajo de esta gente es bastante monótono. El camino, por bonito y romántico que
sea, para ellos no tiene mucho encanto, porque le conocen cada piedrecita. Los carros
pasan cansados y lentos bajo el sol abrasador. Las ruedas, que son tan altas para poder
vadear los ríos, muelen chirriando el polvo que suele cubrir el camino con una capa de
treinta a sesenta centímetros. El polvo vuelve blancos como molineros a hombres y
bueyes.
A los bueyes no se les dan chicotazos, sino que se los aguijonea con un delgado bastón,
en cuyo extremo hay una punta corta, con la cual se pincha a los bueyes. Algunos
animales se ven muy lastimados tras un largo viaje. Se puede evitar y los carreteros
cuidadosos lo hacen, teniendo la punta corta y pinchando apenas, sin abrir la piel.
Muchas veces se cree que el ferrocarril destruye la majestad, el romanticismo y la quieta
belleza de estos vastos países. Pero cuando se toma conciencia de que el ferrocarril
alivia los sufrimientos de cientos de miles de atormentados y martirizados animales de
carga y transporte, cuyos sufrimientos son inevitables bajo las actuales condiciones,
entonces se ve la introducción del ferrocarril con otros ojos, aunque este mismo medio
cause, arrollándolos, la mutilación y la muerte de unos miles de animales por año. En
muchos casos, si no en todos, el romanticismo convive con la pena y el dolor. También
la hacienda** del rico latifundista mexicano culto es algo cuya desaparición deja un
vacío, que no podrá ser colmado por ninguna otra cosa. La vida de los señores y damas
en una rica hacienda** mexicana, con una cultura tan peculiar español-mexicana, con su
rara mezcla de refinadísima civilización muy desarrollada y grotescos usos y
costumbres medievales, que pueden provocar escalofríos al recién llegado al país, toda
esta vida es novelesca. Sin lugar a dudas. Una novela, como sólo existe en libros, en
óperas, en películas. Pero no podemos tenerlo todo. No podemos tener esta novela y
cientos de otras cosas bellas y al mismo tiempo elevar a dignidad humana a un
proletario embrutecido. El ferrocarril acaba con el romanticismo de las carretas*. El
canto alegre, el sonido de la guitarra y el baile alrededor del fogón de los carreteros* no
soporta el silbido de los trenes. Uno de los dos tiene que desaparecer, para que el otro
viva. Si queremos que cientos de miles de animales dejen de sufrir, es necesario que el
ferrocarril silbe y haga ruido; si queremos considerar al peón mexicano como ser
humano, hay que sacrificar el romanticismo de las haciendas** y ranchos mexicanos.
Pero como el romanticismo depende de lo que nos han enseñado a ver como romántico,
como aprendemos con la misma rapidez y facilidad a ver como algo romántico la sala
de máquinas de una nave, la torre de perforaciones en un campo petrolífero o la
titubeante búsqueda de conocimiento de un trabajador rural que comienza a despertar,
no sacrificamos nada. En el mejor de los casos sacrificamos la pereza mental. Lo
romántico es siempre lo pasado. Pero la verdadera belleza de la vida, el único sentido de
la vida está en el cambio, en la transformación, en el movimiento. Bienvenido el tiempo
en que no haya más carretas* atravesando Chiapas y los fogones a la vera del camino ya
no iluminen a quienes están obligados a sentarse allí, sino sólo a aquéllos que quieren
beber las bellezas de este país directamente de la fuente.
Cada columna lleva algunas ruedas y ejes de reserva; porque no hay herrero en el
camino. El coche, que se derrumba en el camino y no puede ser arreglado, queda allí
tirado, se lo aparta del camino y termina pudriéndose. Como en los pastizales no es muy
fácil orientarse, los bueyes desuncidos llegan a internarse en el monte o en el bosque
mientras van pastando. Entonces los carreteros* tienen que salir a buscar los animales y
atraparlos. Esto puede costar algunas horas de retraso que hay que recuperar después.
Otra vez sucede que los coches se vuelquen o se deslicen quedando medio colgados
sobre el abismo, apenas sujetos por los poderosos bueyes. Toda la caravana para y todos
los cocheros vienen a ayudar para poner el coche otra vez sobre el camino. Otra vez
sucede que uno de los coches quizás se incendie a causa de mercancías fácilmente
inflamables y mal embaladas. En ese caso hay que quitar el coche de la caravana para
que las llamas no pasen a los otros. Cuando el camino es estrecho no es tan fácil sacar
un coche de entre una larga fila. Generalmente no hay agua a mano para apagar el
incendio. Otra vez sucede que viene una caravana en sentido contrario. Entonces se
busca con un esfuerzo enorme el modo para esquivarse. Eso sólo puede llevar una hora,
porque hay que manejar los coches uno a uno para hacerlos pasar por las partes más
anchas. Hay que empujar el coche hacia adelante y hacia atrás hasta encontrar el lugar
para pasar al otro. Se hace de todo para evitar esta situación, por ejemplo: llegando a
una parte estrecha un muchacho se adelanta para avisar a las caravanas que se estén
acercando. Así es que los carreteros* tienen con qué divertirse. Pero también se pasan
millas y millas sentados en su carro durmiendo, abandonando los bueyes a su suerte.
Hay que imaginarse lo que significa transportar un piano desde la última estación de
trenes en Jalisco hasta Tuxtla Gutiérrez o hasta Chiapa de Corzo o quizás hasta San
Cristóbal Las Casas y Comitán. Y en esas ciudades se usa mucho el piano. Casi no hay
casa distinguida en que no haya niñas que sean excelentes pianistas. Los pianos no son
transportados a lo largo de esos doscientos cincuenta o trescientos kilómetros pasando
las alturas de la sierra en carretas* ni tampoco a lomo de mula, sino que se contratan
seis indios para esta tarea. Llevan el piano como se lleva a un muerto al cementerio.
Aunque el piano esté bien embalado, se elige la estación seca con su temperatura
estable. En México no hay fábrica de pianos, es decir que los pianos vienen de Nueva
York o de Boston o incluso de Alemania. Antes de que los indios se hagan cargo del
piano en Jalisco para transportarlo, el instrumento muchas veces ya ha superado cuatro
mil millas marinas y seis mil u ocho mil kilómetros de viaje en ferrocarril. Sin contar las
numerosas operaciones de carga y descarga. Así es fácil hacerse una idea de lo que
puede costar el piano, cuando la dama mexicana en algún lugar del interior de Chiapas
se sienta por primera vez delante y abre el cuaderno de notas.
El camino entre Tuxtla Gutiérrez y Jalisco es más variado, grandioso y romántico que el
que lleva de San Cristóbal Las Casas a Tuxtla Gutiérrez. Este último trayecto es
interesante, por un lado, por la cantidad de indios primitivos que se encuentran, por el
arroyo selvático tropical con sus bellezas y la incomparable vista monumental desde el
Cerro de Calvario hacia la llanura tropical abajo.
En cambio, yendo por este camino el paisaje cambia de hora en hora. Los indios
primitivos ya no están, pero aquí la inmensa riqueza de la montaña tropical y
subtropical sustituye todo lo que uno cree echar de menos de la primera parte del
camino.
El camino ya atraviesa la sabana abierta, ya pasa por monte más tupido. Y después se
abre de golpe una amplia vista hacia el valle que está abajo. Y el camino vuelve a
serpentear entre altas rocas o las faldea bajo acantilados muy sobresalientes.
Entre los más bellos de estos acantilados está el paso que cruza el Cerro de Petapa. En el
nicho más profundo de esta roca burbujea una fuente famosa por su deliciosa agua, la
Agua Bendita. Y al caminante le parece ser realmente agua bendita, es fresca,
refrescante y rica en minerales, mientras en este camino de ciento cuarenta y más
kilómetros sólo se suele encontrar el agua tibia de los arroyos y los ríos.
El camino siempre sube, atraviesa los pasos y luego baja. En ciertos días hay que vadear
cuarenta veces los ríos. Puede suceder que al vadear, el agua llegue a la mitad de la
panza de la mula y uno tenga que encoger los pies. Hay que darse por contento si la
mula no se acuesta completamente en medio del río para bañarse. También a las mulas
de carga les gusta hacerlo y si el equipaje no está en sólidas cajas metálicas, por la
noche se ve feo. Por estos lares mejor no usar caballos o mulas que teman el agua,
porque no hay forma de hacerles cruzar los ríos.
Cuando se habla de ríos en estos casos, en general, se trata siempre del mismo río, que
baja serpenteando la Sierra Madre hacia el océano Pacífico. Tres o cuatro veces por día
uno elige un lugar adecuado para el baño. En muchos casos hay que bañarse pegado al
camino, porque de ambos lados hay selva o monte espesos.
En la época de gran lluvia los ríos traen tanta agua que es imposible cruzarlos sobre el
lomo del animal, hay que nadar junto a la cabalgadura. En estos casos se descargan los
carros de bueyes y los carreteros cruzan la mercancía sobre sus cabezas o la llevan a la
otra orilla a través de un atajo por la selva, mientras aquí las carretas de bueyes
cruzan el río vacías. Pero ya se empiezan a construir puentes. Algunos de los puentes
más viejos claro que están en un estado tal que hay que descargar la carreta y mandarla
sin carretero dentro. Si se cae, por lo menos se habrán salvado la mercancía y la vida del
carretero. También los pasajeros de los autos prefieren bajar del coche y cruzar a pie. El
chofer conduce el auto desde afuera manteniéndose cerca de un tablón que le inspire
confianza. Pero aún este romanticismo se va perdiendo mes tras mes. Hay trayectos
muy breves donde se necesitan cientos de puentes. El gobierno mexicano gastó en el
año 1927 sólo para la construcción de nuevas carreteras en campo abierto diez millones
de pesos. No hay que olvidar que la mayoría de las calles, puentes y ferrocarriles no
sólo fueron construidas con la intención de crear mejores condiciones de tránsito
general, sino por razones de orden militar. Pero aquí las razones militares no cuentan
para nada, porque aquí los militares no tienen ninguna importancia para la existencia del
pueblo; se limitan a cumplir la tarea de un escuadrón policial.
Horas y horas y medias jornadas cabalgando a través de la sabana o cruzando el monte o
los pasos sin encontrar un alma. A veces desde el camino se ve lejos un rancho, que
parece abandonado y solitario como un fantasma. A veces realmente está abandonado,
frecuentemente la gente se encuentra lejos, afuera en las dehesas o arriando el ganado
hacia el ferrocarril, o es que los habitantes del rancho se han ido a unos cien kilómetros
a un casamiento o para hacer compras o para una visita familiar.
Fue cerca de un rancho así de solitario que viví una experiencia excitante. Me había
apeado de mi mula, había observado algunos extraños árboles y arbustos encontrando
un cactus fantástico, que cautivó mi interés y me hizo olvidar el tiempo. Finalmente
instalé mi cámara y saqué una fotografía del paisaje.
Sin saberlo y ni siquiera imaginarlo, durante todo el tiempo, había sido observado por
cinco muchachos, habitantes de ese rancho. No sé si eran trabajadores del rancho o si
simplemente se habían apropiado de él tras el abandono por parte del dueño. De todas
formas, ninguno de ellos tenía aspecto de patrón. Los muchachos se veían bastante
maltrechos y sus caras eran de las que en Europa se dice:"No me gustaría encontrarme
con un tipo así por la calle, ni siquiera a plena luz del día."
En este vasto país, teniendo cuenta la mezcla de grados de cultura y civilización, tras
estas caras y tras estas vestimentas se pueden ocultar los muchachos más inofensivos y
bonachones. Si uno trabaja afuera, sin tijera para cortar el pelo, sin navaja para afeitarse,
ni jabón para lavarse y apenas o nada de agua, hasta el más decente termina por parecer
un bandolero. Viviendo mucho tiempo en el país y viajando mucho, se aprende a
reconocer de qué calaña es la persona que se encuentra bajo el envoltorio.
Justo cuando estaba guardando mi cámara vi, al mirarme en derredor, a estos cinco
muchachos acercarse a tientas y acechantes. No eran sus caras, sino su forma de
acercarse lo que me puso en guardia. En seguida tuve la impresión de que tenían malas
intenciones. Y al mismo tiempo pensé que no se trataba de un robo, sino de que los
guiaba otro motivo.
En este momento hay cientos de agrimensores del gobierno recorriendo el país para
determinar los terrenos que deberán ser entregados a los peones. Estos funcionarios son
considerados como enemigos personales por los latifundistas, porque ni bien estos
ingenieros aparecen en esos parajes, el latifundista sabe que su magnificencia y sus
poder absoluto y autocrático están seriamente amenazados, que el gobierno está
hablando en serio y está haciendo luz hasta en los últimos rincones del país. No hay que
olvidar que, según las estadísticas del gobierno mexicano y según las estadísticas de
exploradores americanos, aún hoy en los estados del sur de México, especialmente en
Oaxaca, en Chiapas, en Guerrero, en Campeche, en Quintana Roo, hay más de
doscientos cincuenta mil indios mantenidos en estado de absoluta esclavitud o en un
estado de dependencia e ignorancia, que equivale enteramente al de la esclavitud,
aunque no corresponda exactamente a lo que hoy se entiende bajo ese término. Pero en
muchos casos la situación es mucho peor de lo que fue la situación de los esclavos
negros en América.
Todavía pasará mucho tiempo antes de que se puedan llevar a tan lejanas tierras los
resultados por los que luchó con tanta valentía, soportó y padeció tanto el pueblo
mexicano en los años de la revolución. Algunas zonas, y pienso particularmente en las
regiones orientales del estado de Oaxaca, hasta ahora no han podido ser visitadas ni
controladas por ningún funcionario del gobierno, ni siquiera por exploradores. Aquí los
latifundistas reinan como reyes. Tienen su propio ejército y sus avanzadas. Quien
penetra en el territorio, cae en manos de las avanzadas y es inmediatamente procesado y
ajusticiado según la ley marcial. Comerciantes y personas no sospechosas pueden
penetrar en estas regiones si tienen una licencia concedida por los generales, como se
llaman los latifundistas. Hasta cuando los magnates americanos del petróleo y de las
minas no dejen en paz por unos años al gobierno mexicano, éste no podrá hacer nada o
sólo podrá hacer poco por estos desgraciados esclavos indios. No es tan fácil, como
puede creer un europeo, mandar un ejército federal contra estos latifundistas. Estos
pequeños reyes conocen su territorio mejor que las tropas gubernamentales, tienen
espías por todas partes, tienen avanzadas y pequeñas tropas por todos lados, dominando
los pasos de montaña. A esto se agrega que los generales de las tropas gubernamentales
frecuentemente estén emparentados con los latifundistas y suelen ser compañeros de
armas de los tiempos de la revolución. Y los generales, humanamente comprensible,
hacen algunas maniobras en el terreno durante algunos meses, capturan algunas
pequeñas avanzadas, las fusilan y la tropa se retira porque hace falta en otro lado, dada
la situación política exterior.
La zona en donde me encontraba parecía estar bajo el dominio de este tipo de
terratenientes. Yo había examinado el suelo, había observado plantas y árboles, había
escrito en algunas hojas de mi libro y hecho apuntes, había instalado mi aparato en
distintas direcciones para obtener la mejor posición para una imagen característica del
paisaje y por todas estas acciones había despertado en la gente la impresión de ser un
comisario del gobierno. Estas gentes no eran indios; eran mestizos y actuaban según un
encargo general dado por el patrón que más o menos sería del tipo: "Si alguna vez
llegan a ver a un extraño dando vueltas, que examina tierras y sembradíos, mide con
aparatos, saca fotografías y anda escribiendo en libros, lo atrapan y me lo traen. Si yo no
estuviera en la casa, lo eliminan. Todo lo que trae encima se lo quedan, ésa será la paga
de ustedes."
Los muchachos ahora se me acercaban lentamente, no en un montón, sino hábilmente
repartidos en línea, para cortarme toda salida. Si hubiera sido un viajero habitual no me
hubieran hecho nada, pero como supuesto agrimensor, pasaba a ser una persona
peligrosa que había que eliminar.
Si hubiera tenido un buen caballo, habría podido montar rápidamente y escapar.
Todavía hubiera estado a tiempo. Pero una mula no está para estas acciones repentinas.
Salir corriendo en una tal situación es tan estúpido como hacerlo cuando uno se
encuentra en un sendero estrecho de la selva con un tigre o con un león.
Sólo con un hábil truco podía liberarme de la soga al cuello antes de que se cerrara, lo
que quizás hubiera ocurrido literalmente.
Dejé que los muchachos se acercaran. Les di a entender que los había visto, pero que no
me dejaba perturbar en mi trabajo. No guardé la cámara, sino que la apunté hacia ambas
direcciones del camino, primero hacia el lugar de dónde venía, luego hacia donde debía
ir. Luego posé la cámara en el suelo y saqué del bolsillo de la camisa una lente de
reserva. Primero alcé mucho la lente, después la tuve contra el ojo y miré en una
dirección del camino. Luego saqué mi pañuelo del bolsillo e hice señales, teniendo
siempre la lente delante de los ojos. Después esperé como si tuviera que observar y leer
un señal desde allí y volví a responder con señales. Hecho esto me giré y señalé del
mismo modo en la otra dirección del camino.
Al dar la primera señal, los muchachos se pararon en el monte y miraron en esa
dirección. No había más que monte, pero también había alturas. Pero lo que no había
para nada era alguien a quien hacer señales o de quien recibirlas. Como tampoco había
nadie en la dirección opuesta. Quién sabe por dónde andaba Felipe en ese momento y
aun cuando de pura casualidad hubiera visto mi señal, no hubiera imaginado que le
estaba destinada.
Los muchachos escudriñaban en ambas direcciones. Estoy firmemente convencido de
que veían respuestas a señales de allí. Claro que no las podían ver tan nítidamente como
yo, porque no tenían una lente delante de los ojos. Y de ninguna manera me tenían por
loco; no tenía cara de serlo. Y sólo un loco de remate estaría mirando a través de una
lente y haciendo señales si no hay a quien hacerle señales.
Después tomé tranquilamente mi cámara, la guardé y agité con el brazo extendido en
semicírculo el pañuelo tres veces en cada dirección en el aire, dando la señal de haber
terminado y marcharme.
Los muchachos ni siquiera habían esperado la señal, que ya estaban regresando
decididamente. Se habían reunido. Los había oído hablar bastante agitadamente y había
pescado la palabra "otros", que revelaba aproximadamente toda la oración que decía el
susodicho. "Hay otros por el camino, que vienen por este camino, tienen revólveres,
serán en todo por lo menos seis hombres que buscan a éste y si no lo encuentran, y éste
ha dado señales desde aquí, quiere decir que tiene que andar por aquí, entonces nos
pescan enseguida, entonces se sabrá, dónde habrá quedado."
Para los muchachos ya no cabía duda de que yo era un agrimensor. Y que yo había
adivinado sus intenciones me lo confirmaba su retirada. Si hubieran sido muchachos
inofensivos, se hubieran acercado tranquilamente, hubieran observado mi mula, mi
equipaje, mi aparato, me habrían preguntado a dónde quería ir, si había hecho buenos
negocios en Tuxtla Gutiérrez, si no les quería sacar una foto para mandársela después
como recuerdo. El hecho de que no hicieran lo que hacen todos los demás que uno
encuentra, de que se retiraran con la cola entre las piernas como perros apaleados
cuando se dieron cuenta de que la cosa se pondría fea, porque mis compañeros me
buscarían, todo esto me demostraba cómo habría terminado la aventura si no hubiera
recurrido al truco.
Viví una aventura semejante cerca del pueblo indio de Tenejapa, que queda a unos
veinticinco kilómetros a nordeste de San Cristóbal Las Casas. Había salido cabalgando
con cinco señores por la mañana. Tras una hora llegamos a una alta montaña y los
señores querían escalarla. Desmontaron, ataron los animales a árboles, se los dejaron al
muchacho y se encaminaron hacia la montaña. Yo no tenía interés ni en la montaña ni
en la caverna, que aparentemente existía en la montaña, sino que me interesaba más por
el paisaje y por los indios que allí vivían.
Por lo tanto, seguí cabalgando horas y horas. Una cabalgata que hoy cambiaría mucho
menos que en aquel entonces por aquella escalada. Era un paisaje solitario. Sólo
encontré a un indio, que llevaba una carga a la ciudad en compañía de dos mujeres.
Cuando ya había hecho mucho camino, vi detrás de mí un grupo de diez o doce indios
pertenecientes a la tribu de los tenejapas. En ese instante recordé que muchos me habían
recomendado no ir solo a Tenejapa, porque los indios tenejapas no eran de fiar. Se decía
que eran belicosos y ladrones. Detuve a mi animal, desmonté, lo tiré de lado hacia una
altura y me senté a observar la zona. Mientras tanto los indios pasaban abajo. Todos
ellos me veían sentado allí arriba, hablaban entre ellos y parecían seguir camino sin
interesarse. Uno de ellos llevaba un largo fusil, un viejísimo modelo de avancarga,
algunos llevaban machetes, pero la mayoría iba desarmada. Sin embargo, algunos
parecían haber bebido.
Cuando ya estaban bastante lejos y yo ya no los veía, monté y seguí tranquilamente mi
camino. El camino subía y bajaba. Cuando después de una media hora volví a
encontrarme en una altura del camino, vi abajo delante de mí en el camino a esos indios,
como si me estuvieran esperando. Como bien podía ver, me señalaron, tres hombres se
separaron del resto y tomaron un sendero lateral que quizás llevaba a una población
india.
Seguí cabalgando y finalmente llegué a un lugar, donde a izquierda del camino había
algunas cabañas indias en medio de sus campos de maíz, es decir, una pequeña
población. Pero aquellos tres hombres no se habían dirigido hacia estas chozas, cuyos
habitantes no parecían estar, sino que habían seguido el sendero hacia lo alto y hacia la
derecha. El grupo más grande de indios había seguido el camino.
Me encontraba en la mejor trampa que se pudiera armar. Ni siquiera un buen caballo me
hubiera salvado. Habrían asustado al caballo, éste me habría tirado a tierra, o se
hubieran colgado de la montura para tirarme abajo. Si uno le clava con demasiada
fuerza las espuelas a un caballo, va para arriba, pero no para adelante; y si uno logra
moverlo hacia adelante, lo atajan clavándole un machete en la panza.
Sin dar la impresión de sentirme prisionero, seguí cabalgando hacia el grupo más
grande. Me acerqué a una distancia de dos largos de brazos. Aquí me paré. Los tres
hombres que tenía a mis espaldas, se acercaron, pero me dejaron en medio de los dos
grupos.

Si esta gente supiera hablar español, cabría aún la posibilidad de contarles algo.
Teniendo la oportunidad y el tiempo de hablarse, las palabras pueden mejorar una
situación endemoniada. Esto se da frecuentemente y muchas veces resulta. Sé de un
caso en que un viajero solo en una zona completamente solitaria fue detenido por tres
bandidos. No es que el tiroteo empiece enseguida; hasta los más audaces bandoleros
evitan el asesinato si pueden. Los bandidos primero quieren darse cuenta si la persona
en cuestión lleva dinero. Así fue que un bandolero dijo: "Oiga usted, señor*** , me
encuentro en apuros, necesito diez pesos, no es que me los podría prestar?" A lo cual el
viajero respondió:"Yo tengo justo diez pesos. Pero no se los puedo prestar porque sino
no llego a pagar mi hotel esta noche y me tienen que durar dos días más hasta que
encuentre a Don Federico que me preste dinero para viajar. Pero le voy a decir una cosa,
si usted me puede devolver esta noche, en el hotel donde paro, los cinco pesos, entonces
se los presto. Pero me tiene que dar su palabra de honor de que esta noche me traerá los
cinco pesos al hotel, sino me las veo feas." "Pero, claro que sí", aseguró el bandido,
"claro que le devuelvo el dinero esta noche. Yo soy un hombre honrado. Y
especialmente cuando se trata de dinero prestado, no conozco retrasos." Con alardes y
serias recomendaciones de devolver puntualmente el dinero, recibió los cinco pesos. Y
la gente se separó jurando eterna amistad y con diez apretones de mano. Claro que el
hombre no apareció esa noche. Pero no es tan claro; porque sé de un caso parecido en
que el bandido tras dos días tenía que devolver tres pesos prestados y realmente los
devolvió. Seguramente se los había quitado a otro, menos hábil en las negociaciones.
Pero el hecho de que el viajero lo tratara como a un hombre honrado en quien confiar
religiosamente, lo apretaba tanto, que no quería pasar por deshonesto ante los ojos de
quien había pensado asaltar.
Durante la revolución a ambos bandos les sucedió innumerables veces que el general o
capitán del otro bando prisionero que debía ser fusilado y a quien los soldados estaban
ya apuntando, se salvara por no empalidecer o por hacer un buen chiste antes de la
orden de fuego, de manera de ganarse la simpatía del oficial y que éste lo dejara andar.
El gran respeto del indio por el coraje del enemigo ante la muerte segura se mezcla en el
mexicano con la bizarría de los antiguos caballeros españoles que no humillaban a sus
enemigos sometidos, si eran valientes. Durante la revolución hasta hubo casos en que el
oficial victorioso desafiaba al oficial vencido del bando contrario a un duelo personal,
por el que el oficial vencido escapaba a la pena de muerte por fusilamiento si lograba
matar al oficial victorioso en el duelo. A nadie en México se le va a ocurrir considerar a
los revolucionarios, no importa a cuál grupo pertenezcan, como apátridas. Son siempre
mexicanos.
En la situación en que me encontraba, atrapado entre indios, que por lo menos tenían la
intención de incomodarme, no podía aplicar el truco del préstamo y devolución de
dinero. Tenía que limitarme a las pocas palabras que yo creía que los indios, o por lo
menos, algunos de ellos podrían entender.
Primero me encendí un cigarrillo, con la esperanza de que me viniera alguna buena idea.
Después ofrecí sonriendo cigarrillos a los hombres. No hay nada que hacer, entre seres
humanos es así, sean estos indios, negros o europeos, ni bien uno se acerca con
simpatía, ni bien uno se mira de frente sonriendo, las intenciones enemigas que podrían
abrigarse, se desvanecen con notable rapidez. Cada uno se da cuenta de que el otro
parece ser un ser humano tratable. Hasta se crea un sutil sentimiento de familiaridad. El
enemigo es siempre lo o el desconocido.
Tras haberles dado los cigarrillos, la gente se encontró ocupada. Tenían que encenderlos
y como a propósito les di sólo una cerilla, tenían que ir encendiendo los cigarrillos, uno
con el del otro. Así fue que la gente se distrajo. Y eso era lo que me parecía lo más
importante, distraerlos de los planes que tenían, destruir sus planes metiendo otras
actividades, otros pensamientos de por medio, dispersando así sus propias ideas.
Los observaba atentamente, pero siempre sonriendo y asintiendo y me di cuenta de que
la unidad de su plan, que su organización empezaba a disolverse. A esta gente primitiva
se la puede distraer con habilidad como se hace con los niños. Les cuesta perseverar en
una idea. Por haberles hablado y ofrecido cigarrillos había dado por tierra con su plan de
ataque. Tenían que armar otro, para el cual ya no les quedaba capacidad de
concentración.
Y para terminar de destruir su plan, volví a atacar enseguida para no dejarles tiempo
para pensar.
Con un poco de español y muchos gestos les pregunté si no habían visto a cinco señores
a caballo, vestidos como yo, con sombreros como yo, con grandes revólveres y muchos
cartuchos en el cinto -yo mismo no llevaba revólver- y uno con un fusil. Eran los
señores con los que había salido a caballo y que, como yo bien sabía, habían quedado
unos doce kilómetros más atrás y que de ningún modo vendrían hacia aquí, porque
tenían la intención de regresar tras bajar de la montaña.
Los indios dijeron que no habían visto a esos señores***. Pero ahí fue que empezó una
agitada conversación entre ellos, de la cual no entendí ni una palabra, porque
naturalmente hablaban en su propia lengua. Pero por algunas palabras españolas y
gestos salió que, si bien no habían visto a los señores, habían visto sus caballos atados a
los árboles y al muchacho. También habían visto el fusil sujeto a una montura.
Entonces les dije que esos señores eran mis amigos y que los esperaba en ese lugar.
Pero no parecieron creer esto último porque me dijeron que los señores*** habían
quedado muy atrás.
Toda esta conversación y mis muchos gestos habían excitado tanto a esta gente que
olvidaron todo el resto. Se acaloraron contándome dónde habían visto los caballos, y
cuán lejos estaban y dado que yo los escuchaba como si estuvieran contando la historia
más grande e importante que jamás me hubieran contado, la gente empezó a sentirse
importante. Importante por poder contarle a un blanco cosas tan interesantes.
Estoy firmemente convencido de que en aquellos minutos se había apagado en ellos la
mínima intención de asaltarme. Ahora sólo tenía que preocuparme de que ya no se
volviera a encender y les trabajara dentro. Cuando la conversación se estancó porque ya
no me quedaba nada por preguntar, uno de los tres que habían estado a mis espaldas,
pareció acordarse del plan. Lo vi en sus ojos, en su modo de mirarme, de dirigirse a los
demás y hablarles.
Era el momento decisivo para el fin que pudiera tener la aventura. Inmediatamente,
cuando vi que la gente empezaba a prestar oídos al hombre, lancé un grito de sorpresa y
miré de golpe al monte, del que había salido. Alcé el brazo saludando en esa dirección.
Todos los indios se dieron vuelta en esa misma dirección. Para ellos era claro que no
podían ver lo que yo veía, porque yo me encontraba sobre mi mula, es decir, a mayor
altura.
Hice volverse a la mula y la espoleé para que subiera de costado a una altura. Y
efectivamente subió. Así ya había salido de la trampa, aunque todavía no de las manos
de esta gente, que de un salto hubiera podido llegar a donde me encontraba para
tironearme de las piernas hacia abajo.
Pero todavía estaban abajo, se volvían y giraban, estiraban los cuellos para ver lo que yo
había visto. Entre tanto yo ya estaba completamente en la cima. Y entonces me alcé
sobre la montura, agité los brazos y con mi silbato silbé como dando señales. Volví a
saludar con fuerza y les grité a los indios: "¡Adiós, compadres!" a lo que respondieron,
si bien con un cierto estupor. Regresé lo más rápido que la mula era capaz de andar.
Los indios todavía se quedaron un rato mirándome, hablando y finalmente se
encaminaron charlando y gesticulando en la dirección opuesta.
No necesariamente habrán tenido en mente un robo. Porque en general los indios de
estas regiones no son ladrones. Seguramente tenían otras motivaciones para querer
asaltarme. Yo era un hombre completamente extraño y desconocido en aquella comarca.
Y querían evitar que descubriera su pueblo escondido entre montañas y espesura y que
matara a sus niños con mi mirada malvada. Tenían que impedirme llegar a su pueblo.
Podían lograrlo quitándome la mula o con medidas más drásticas, esto dependía de las
circunstancias.
(* N.d.T.: en el original con grafía alemana, "Karreta", "Karretera", "Karretero")
(** N.d.T.: con grafía alemana en el original, "Hazienda")
(*** N.d.T. en el original con grafía alemana, "Senjor")

29

El último día de esta marcha se baja de la Sierra Madre del Sur hacia la zona de la costa
pacífica. Durante ese día nos subyuga la rapidez con que cambian los paisajes. En
innumerables ocasiones durante la cabalgata se abren desde las alturas rocosas vistas
hacia abajo, hacia la zona tropical con panoramas de increíble majestuosidad. Siempre
se ve lejos abajo en el horizonte la ancha superficie del océano Pacífico con sus largas
ondas que se acercan coronadas de espuma para terminar contra la playa arenosa. El
aire es tan límpido y puro que se pueden reconocer las olas sin anteojos de larga vista, a
pesar de que en línea de aire quedan a por lo menos treinta kilómetros.
De golpe e inesperadamente, tras haber estado cabalgando por el espeso monte tropical,
uno ya se encuentra con las primeras casas de la ciudad de Jalisco, la estación de trenes.
Jalisco antes se llamaba Arriaga. Por México Central y también por la costa del océano
Pacífico se extiende todo un estado que también se llama Jalisco, en el que se encuentra
una de las más bellas ciudades de México, la ciudad de Guadalajara.
La ciudad de Jalisco tiene alguna importancia sólo como estación de trenes y como
punto de partida para los viajes hacia el interior del país. Es una ciudad netamente
tropical con un clima muy cálido y mucho polvo. Hacia fines del período de sequía el
agua es tan escasa, que los habitantes tienen que cavar profundamente en el río seco
para encontrarla; porque algunos metros por debajo de la capa superior de arena
ardiente, el agua del río sigue fluyendo como si nada gracias a los afluentes que lo
alimentan bajando de la Sierra Madre.
Personalmente aquí me siento más en casa y mejor que en las frías alturas y en las
ciudades del altiplano. Allí arriba la gente me parece preocupada y triste. Eternamente
se quejan de los malos negocios, no parecen nunca satisfechos, sino siempre
desanimados, en comparación con la gente de aquí abajo. Aquí abajo, ni bien anochece
se oyen música y canto en todas las esquinas y rincones. La gente de las zonas
tropicales es más despreocupada, jovial y alegre. Viven al día y lo viven bien, toman
todo lo que ofrece, siempre con gestos risueños y alegres. Porque quien sabe si mañana
no viene el terremoto que aniquila todo. Arriba, en el frío altiplano se calcula, se vigila,
se prevé, se ahorra. Aquí se despilfarra, porque también la naturaleza despilfarra. Por
todas partes esta naturaleza opulenta y exuberante canta y exulta, florece y da a luz. Así
como la naturaleza, también los hombres. Por todas partes sólo caras risueñas y alegres,
tanto las mujeres en el mercado, como los muchachitos limpiabotas que corren detrás de
uno, tanto los vendedores de agua helada, como el carretero* que con su carreta espera
en el apartadero para carga y descarga de mercancías, tanto la ayudante en la cocina del
hotel como el chino al que uno le compra los cigarrillos. Delante del cine tocan la
marimba para alegrar con su música también a aquéllos que no pueden pagar la entrada.
E inmediatamente al lado del cine está la biblioteca pública, con todas las puertas
abiertas, llena de trabajadores inclinados sobre los libros. Tan llena que no alcanzan las
sillas y una buena cantidad de entusiasmados lectores están sentados con sus libros en el
suelo. Detrás, el cuartel de los soldados, donde se canta, se toca música y se baila. ¡Qué
alegría, qué felicidad, encontrarme nuevamente en tierra tropical y no necesitar
envolverme en tres frazadas como en San Cristóbal Las Casas! Lo cambio con gusto por
los hermosos bosques de abetos del altiplano y por las rocas y las montañas; porque lo
que extrañaba tanto arriba, lo que había olvidado, lo que creía borrado del mundo, lo
vuelvo a ver: el ocaso tropical. Arriba no hay ocaso ni alba, sólo una atmósfera gris y
plúmbea antes de que sol se haga ver y después de haber desaparecido de nuestra vista.
¡Qué diablos me puede importar la peste de mosquitos! Es el precio de entrada en la
tierra de la eterna primavera. En este mundo imperfecto no hay nada gratis.
Yo podría bajar a toda velocidad en tren el trayecto de Jalisco hasta Suchiate en la
frontera con Guatemala. Pero si uno quiere conocer la tierra, no hay nada menos
indicado en México que el viaje en tren. Este es el error de todos los viajeros que visitan
México. Van en tren a Ciudad de México. Ciudad de México es la ciudad menos
mexicana de todas. Se ha llegado ahora a prohibir a los indios entrar en la ciudad con
sus trajes típicos por temor a que la gente crea que los mexicanos se visten como indios.
Esta prohibición tiene como consecuencia que los indios que tienen algo que vender en
la ciudad sólo andan con los harapos de los proletarios metropolitanos, que es la
vestimenta que pueden encontrar en algún montón de andrajos y se los ponen sólo para
venir a la ciudad. Porque estos harapos son vestimenta europea y claro que el indio tiene
que presentarse con traje europeo en la capital. Esta es seguramente la peor cualidad del
carácter de los mexicanos: el puro temor de la opinión del extranjero, el temor de que el
extranjero crea que el mexicano está excluido de la civilización europea. Por eso aquí
los soldados van vestidos siguiendo el modelo europeo o americano, en gruesos
uniformes cerrados, a veces incluso con cuello bien alto. No es la practicidad lo
decisivo, sino el deseo de causar una impresión favorable en los europeos y americanos.
Pero México sería más respetado en el mundo, atraería a muchos más visitantes
extranjeros si subrayara su carácter mexicano con fuerza y le importara un pepino lo que
pueda pensar el visitante extranjero.
Así el visitante del país viaja a Ciudad de México. Para en un hotel administrado
exactamente según modelo americano. Va al teatro, y los espectáculos son una mala
copia de los de Nueva York. Va a los cines, que sólo muestran películas americanas y si
pasan una mexicana, es espantosa, porque se ha eliminado todo lo mexicano y todo lo
americano que tiene en pie la película no es más que estúpida imitación. Después el
visitante va al Museo Nacional y ve la piedra calendario. Todas las otras
inconmensurables riquezas del museo las pasa por alto, porque no las puede entender.
Luego sale para Chapultepec, para San Angel, para Xochimilco, donde todos los indios
son emperejilados para el turismo, finalmente también para Cuernavaca y naturalmente
hacia las viejas pirámides indias de Teotihuacan, pirámides que como obras de arte son
mucho más impresionantes y bellas que las pirámides egipcias. Hecho esto el viajero
regresa a casa y afirma haber visto México. Ha visto tanto como uno que va a Berlín y
dice haber visto Alemania.
*
Decidí cabalgar a lo largo de la línea del ferrocarril. Esto presenta una gran ventaja.
Porque ni bien comenzó la estación de las grandes lluvias, pude parar en la estación de
trenes más próxima y dar por finalizado el viaje. El tramo de ferrocarril conduce a lo
largo de un antiquísimo camino, por el que los antiguos pueblos indios de Norteamérica
migraron hacia Centro y Suramérica y de vuelta. Las migraciones de los pueblos indios
fueron mucho más frecuentes y en oleadas más breves que las de las razas europeas.
Todos los pueblos indios vivieron algún tiempo en México. Hasta donde se puede
recorrer en sentido inverso la historia y hasta donde las exploraciones de los geólogos
pudieron comprobar el carácter del país unos mil años atrás, México fue siempre una
tierra que prodigó todos los bienes de la naturaleza a cambio de poco esfuerzo, en esta
tierra nadie podía ser pobre, nadie podía caer en la miseria. Hoy menos que antes.
Queda demostrado que todos los pueblos indios alguna vez vivieron en México o
incluso que tuvieron su origen allí, por el hecho de que al tiempo del descubrimiento de
América el maíz cultivado se conocía en todo el continente, en el norte, en el sur, en las
islas de Cuba y Santo Domingo, como en todas las otras islas menores del continente.
Además su fruto era el principal alimento de todos los pueblos indios. Pero México es
el único país del continente americano en el que crece salvaje la primitiva planta de
maíz. Quiere decir que la cultivación de esta planta se difundió desde aquí. Los
especialistas han demostrado que se necesitaron por lo menos seis mil años, quizás diez
mil para obtener del maíz salvaje aquella planta cultivable que fue encontrada aquí en el
momento del descubrimiento de América. Se supone que con el correr del tiempo ciento
sesenta y cinco mil pueblos indios distintos vivieron sucesiva o contemporáneamente en
México Central. Cada uno de estos pueblos ha dejado algo de su propia cultura y de su
civilización, como lo demuestran los ricos hallazgos.
Entre las muchas migraciones que atravesaron México, la más conocida es la de los
antiguos mexicanos o aztecas. El nombre México tiene su origen en el nombre del dios
indio Mexitli, mientras aztecas significa: pueblo de Aztlan. Aztlan es probablemente el
antiguo nombre indio de la actual California, de donde provenían los aztecas antes de
inmigrar en México y fundar el reino indio de Anahuac.
Se conocerían otras y anteriores migraciones de pueblos indios, especialmente las de los
mayas, de los toltecas y de los peruanos si los convertidores de paganos no hubieran
aniquilado todas las bibliotecas y archivos de los antiguos indios. La destrucción de las
bibliotecas indias por obra de monjes y obispos fanáticos ocupa un puesto de honor al
lado del incendio de la biblioteca de Alejandría en los primeros siglos de la era cristiana
y el incendio de la gran biblioteca árabe de Granada al comienzo del siglo dieciséis.
No poseemos una sola obra de escritores romanos, griegos, egipcios o cartagineses que
la iglesia católica no nos quisiera permitir poseer. Durante mil quinientos años todos los
manuscritos y libros estuvieron en manos de los monasterios, de los monjes, de los
obispos, de los papas. En estos mil quinientos años todo fue censurado o aniquilado,
todo lo que hubiera podido menoscabar el poder y la autoridad de la iglesia. Por esta
razón nuestros conocimientos sobre la historia de nuestra raza, de nuestra civilización y
de nuestra religión son tan escasos y llenos de lagunas. Ni siquiera la religión y la
literatura judías se salvaron de esta censura y destrucción y es muy probable que las
atroces persecuciones de judíos durante la Edad Media sirvieran para tener la
oportunidad de destruir la antigua literatura judía que no armonizara con la cristiana,
para obstaculizar toda posible investigación acerca de los verdaderos orígenes de la
religión cristiana.
La gran biblioteca de los cultísimos indios maya en Yucatán fue quemada por el monje
español Landa. El nos informa de que los libros abarcaban todos los sectores de la
ciencia, como medicina, astronomía, cronología, geología y teología. Más allá encontró
la completa historia de los mayas y de los pueblos que estaban en relación con ellos,
desde hacía más de dos mil años. Se ve obligado a reconocer que la lengua maya estaba
tan desarrollada que con ella se podían expresar los matices más sutiles del pensamiento
humano en forma clara y comprensible.
Juan de Zumárraga, el primer obispo de México, hizo amontonar y quemar toda la
biblioteca de los texcocanos, los cultísimos parientes consanguíneos de los aztecas, en
la plaza del mercado de Tlatelolco. Cuenta que la hoguera era una alta montaña de
manuscritos y dibujos. Entre estos manuscritos se encontraban todos los poemas del rey
texcocano Netzahualcoyotl, un gran poeta, que vivió en el siglo quince.
En dos pequeños pueblos indios cerca de Texcoco, donde hace poco participé en
festividades indias, encontré a unos indios viejos que sabían recitar docenas de versos
en lengua azteca de poemas que ellos afirmaban ser del antiguo rey poeta. Aún hoy la
gente sabe contar numerosas historias y anécdotas de dicho rey, que por su vida
aventurera y su gran arte había dejado una impresión indeleble en los indios. Y uno
llega a tener la impresión de que este rey ha muerto hace no más de cincuenta años. Un
investigador americano, que habla bien la lengua azteca, trabaja intensamente para
recoger entre los indios todas las historias y poesías posibles. Los poemas que yo
conozco de ese rey, en general son de carácter filosófico y reflexivo, semejantes a los
poemas que nosotros llamamos elegías.
Ni bien la iglesia ganó poder en México, prohibió toda la literatura que no tuviera
carácter religioso. Así fue imposible conservar lo que en los indios se mantenía vivo en
cuanto a historia y poemas. Entre los pocos hombres que tuvieron el coraje de decir la
verdad sobre lo que veían y encontraban, estaba el monje Bartolomé de Las Casas, que
ya ha sido citado antes aquí como protector de los indios y que en esa época era obispo
en Chiapas.
Al lado de la vasta obra de Bartolomé de Las Casas sobre los indios, tal como los
encontró en aquel tiempo, sobre la conquista de México y sobre el cruel tratamiento que
los indios padecieron por mano de cristianos, al mismo tiempo se escribió otro libro, de
igual valor que el de Bartolomé de Las Casas, pero quizás aún más significativo porque
fue escrito por un indio, nacido y educado antes de que los españoles llegasen a México.
Este indio era el príncipe texcocano Ixtlilxochitl, hijo del rey texcocano Netzahualpilli.
Al tiempo de la invasión española de México, tenía aproximadamente veinte años. Fue
reconocido como príncipe por los conquistadores y obtuvo el encargo de traductor real
del virrey español. Como gozaba de la confianza de todos los príncipes y nobles de su
pueblo, era de gran utilidad a los españoles, cuya lengua aprendió perfectamente y con
quienes trataba en plano de igualdad, visto su alto rango. Escribió la historia de su
pueblo, escribió todos los poemas de sus antepasados reales, que llevaba en su memoria,
más allá tradujo todos los relatos y poemas que le fueron contados oralmente por los
ancianos de su pueblo a la lengua española. Todo lo que hoy sabemos de la historia de
los aztecas y texcocanos, sobre sus instituciones estatales, sobre sus costumbres, su arte,
sus poemas y, especialmente acerca de la última gran migración de los pueblos indios,
se lo debemos a este príncipe. Su libro, sin lugar a dudas, es algo tendencioso en favor
de su pueblo, los texcocanos, y en contra de los aztecas, a mayor razón, dado que
Moctezuma, emperador de los aztecas era un señor muy conservador y religioso que
había declarado perdidos los derechos al trono de este joven príncipe de ideas modernas
y revolucionarias.
En este lugar se hablará de la última gran migración de los pueblos indios.
La migración empezó en el año 1160 partiendo quizás de California. Chichimecas,
tepenacas, colhuanes, chalcas, tlahuicas, tlaxcaltecas, acolhuas o texcocanos y los
aztecas o mexicanos se dirigían hacia el sur. Después de que los mexicanos y
texcocanos alcanzaran el río Gila en el actual estado de Arizona, construyeron la
primera gran ciudad cuyas ruinas se pueden ver aún hoy. Unos años después ya no les
gustaba, la abandonaron y continuaron la marcha. Cerca de Ciudad Juárez en la frontera
mexicano-americana construyeron una nueva ciudad, que hoy es visitada por miles de
turistas cada año. Tampoco aquí aguantaron mucho tiempo y nuevamente emprendieron
la marcha y alcanzaron en el estado de Sinaloa un lugar que les gustaba y allí
construyeron la ciudad de Hueicolhuacan, la misma ciudad que hoy, bajo el nombre de
Culiacan es la floreciente capital del estado de Sinaloa. Todavía hoy se puede ver en
esta ciudad una gigantesca estatua del dios de la guerra Huitzilopochtli. Aguantaron tres
años en esta ciudad que habían construido con tanto empeño. Siguieron la marcha y
llegaron al estado de Durango, donde sostuvieron una larga lucha contra los habitantes,
los zacatecas, que les negaban el paso. Vencieron a los zacatecas y se asentaron en el
altiplano de Chimalco, donde nuevamente construyeron una gran ciudad. Las ruinas de
esta ciudad Chicomoztoc siguen asombrando hoy a los visitantes por la arquitectura de
estos pueblos indios. Pero tampoco esta vez su carácter inquieto les permitió volverse
sedentarios. Se quedaron sólo nueve años en esta ciudad que parecía construida para la
eternidad.
Entre tanto los más salvajes y belicosos de estos pueblos nómadas, los chichimecas,
habían alcanzado el altiplano central de México, donde vivían los toltecas, pero que en
parte ya habían emigrado. Tras victoriosas batallas sometieron a lo que quedaba de los
pueblos que todavía vivían allí y se instalaron. Poco a poco, tras muchas marchas y
contramarchas en busca de buenos sitios, tras muchas luchas con otros pueblos indios
que encontraban, también los mexicanos llegaron al altiplano. Los texcocanos, que iban
delante, entre tanto ya habían construido una ciudad a orillas de un gran lago, la ciudad
de Texcoco que todavía hoy existe. Al continuar la marcha los mexicanos encontraron
en la orilla opuesta del lago un águila majestuosa sobre un nopal, un cactus
característico de este país. El águila tenía una serpiente en sus garras y sus enormes alas
estaban dirigidas al sol. Una antiquísima profecía había indicado a los mexicanos que
tendrían que construir su ciudad donde encontraran un águila en esta actitud. Y allí
construyeron su ciudad lacustre. Esta ciudad es la actual México. El lago se consumió
por evaporación y desagüe en tal modo, que la ciudad actual se extiende sobre terreno
seco, mientras los españoles todavía se habían encontrado con una ciudad lacustre. El
empeño que pusieron los mexicanos en la construcción de la ciudad queda demostrado
por el hecho de que al momento del descubrimiento por los españoles contaba con
sesenta mil palacios y viviendas.
Todavía hoy a los mexicanos les gusta construir sus casas y enteras poblaciones en
lagos y lagunas, cada vez que tienen la oportunidad.
Repartidas por todo el territorio mexicano se pueden encontrar gigantescas ciudades o
sus ruinas. En bosques, junglas, en el monte se encuentran innumerables veces
sorprendentes colinas cubiertas de vegetación. Excavando se descubre que se trata de
viviendas o templos.
Ya la siguiente ciudad que alcancé en mi cabalgata orillando el tramo de ferrocarril, la
ciudad de Tonalá, un sitio antiquísimo, un campamento de todos los pueblos indios que
marcharon por este camino. Cerca de allí queda una antigua ciudad india que todavía
espera ser explorada. Allí se encuentran fortificaciones, palacios en ruinas, templos
destruidos, viviendas venidas abajo. El enorme terreno está sembrado de antiguas
estatuas indias de aquel tiempo, hace mil, dos mil o quizás más años atrás. Nadie sabe lo
que queda debajo de esos escombros y nadie sabe cuál fue el pueblo que construyó esa
ciudad. Puede haber sido un pueblo llegado al sur desde el centro de México, pero
también puede haber sido un pueblo llegado desde el sur y que desde aquí se hubiera
dirigido al norte o al oeste o se hubiera extinguido aquí. Pero también puede ser que un
tremendo terremoto hubiera aniquilado esta ciudad y a sus habitantes.
Pero como los seres vivos me interesan más que los muertos, las actuales viviendas más
que las derruidas, así no me sentí llamado a explorar más profundamente la ciudad. Hay
que dejar algo que hacer también a los arqueólogos.
Concedí un día de descanso a Felipe y a la mula, alquilé un caballo y un muchacho que
conocía el camino. Cabalgué hasta la costa del océano Pacífico. Aquí antes había un
puerto, el puerto de Arista. Parecía tener un gran futuro. Un ferrocarril llevaba desde
Tonalá hasta allí. El ferrocarril ha sido quitado, incluso han sido desmontados los rieles.
El edificio del puerto, una gran construcción de madera, sirve hoy a las alimañas. Las
puertas han desaparecido, las ventanas son agujeros vacíos y siguen volando por ahí los
formularios que suelen llenar los funcionarios de un puerto marino. Ni siquiera ha
valido la pena demoler el edificio. Atrás, escondidos tras palmeras y arbustos hay
algunos jacales indios y algunos simples ranchos de gente que alguna vez tuvo la
esperanza de que Arista se convirtiera en una segunda San Francisco. ¿Y porqué no?
Quizás lo llegue a ser algún día. No sólo en México, sino también en Argentina, en
Perú, en Canadá y a mayor razón en los Estados Unidos, especialmente en el oeste y en
el suroeste se encuentran ciudades enteras abandonadas. Todavía se ven colgando los
cables de las instalaciones eléctricas para la iluminación, por lo que se ve que quienes
habían construido y luego abandonado aquellas ciudades no eran antiguos indios, sino
gente moderna. Generalmente son ciudades en cuyas cercanías se había encontrado algo
de oro o plata, y donde se sospechaba la existencia de mucho más, donde ya se habían
instalado todos aquellos parásitos que se hacen su fortuna explotando a los buscadores
de oro y a los mineros. Porque es más fácil, cómodo y rentable explotar a estos
buscadores de oro y a los mineros que las minas.
San Francisco, fundada por buscadores de oro, donde la justicia se ejercía tal como en la
edad de las cavernas, también habría sido abandonada un día como muchas otras
ciudades semejantes. Pero algunas personas que habían invertido su capital en sus casas
y en los salones de baile y no tenían muchas ganas de perderlo, descubrieron que el
desierto californiano podía convertirse en un paraíso gracias a la irrigación artificial. El
desierto fue convertido en paraíso y hoy un pequeño huerto rinde más a su propietario
que una mina de oro medianamente grande en los años cuarenta y ocho.
Es difícil describir cuán rica es la zona que atravesé a caballo. Una angosta faja entre la
costa del océano Pacífico y la Sierra Madre. En este estado la faja no supera nunca los
cuarenta kilómetros de ancho. En algunas partes la cordillera se acerca tanto a la costa
que sólo quedan veinte kilómetros de terreno llano.
¡Pero qué tierra! Quién sabe si recorriendo la mitad de la tierra se llega a encontrar algo
de semejante fertilidad. Hay que buscar otra palabra para designar esta opulencia. Esta
faja de tierra muestra lo que se podría hacer del país mexicano si se empleara la
irrigación artificial. Arriba, el sol tropical, y en el suelo casi a cada tres kilómetros corre
un río que baja de la Sierra Madre. Allí donde el hombre no interviene y no ha
intervenido, se encuentran las selvas y junglas más tupidas. Todo lo que puede nacer en
los trópicos en materia de animales y plantas se puede encontrar aquí.
De los cinco millones de árboles de café que tiene Chiapas en sus numerosas
plantaciones, aquí se encuentra la mayor cantidad. El café, que en EE.UU. se vende
como el más fino café brasilero, en realidad viene de aquí. Aquí se encuentran las más
grandes plantaciones de cacao del país. Cacao es una palabra india, derivada de la
palabra azteca cacahuatl. Los árboles de cacao generalmente se plantan junto a los
gomeros, porque se compensan muy bien, favoreciéndose mutuamente. Si bien la
mayoría de las plantaciones de gomeros se encuentran en el norte del estado de Chiapas,
en el departamento de Pichucalco, donde la cantidad de árboles se calcula en cuatro
millones, en los últimos años en esta faja se plantan cada vez más cacao y goma.
Son enormes las plantaciones de naranjos, mangos, bananas, cocos y ananás. Caña de
azúcar, tabaco, arroz, algodón, agave, vainilla, duraznos, nueces de todo tipo conforman
una parte considerable de los productos locales.
Aquí se encuentran treinta y seis tipos de maderas colorantes y setenta tipos de maderas
nobles para los más finos trabajos de ebanistería. Cuarenta tipos distintos de frutos
comestibles autóctonos, treinta distintos tipos de plantas que producen fibras textiles y
una incalculable cantidad de diversas plantas medicinales crecen en forma silvestre o
son cultivadas. Innumerables plantas producen resinas de agradable fragancia y jugos y
secreciones para cientos de usos industriales.
Es imposible nombrar la cantidad de flores y mucho menos describir la variedad y el
esplendor de sus colores y la arrobadora riqueza de sus perfumes. Bosques enteros
suelen exhalar perfumes que parecen embriagar. Las orquídeas y la variedad de sus
formas aquí son mucho más arrebatadoras que en el interior del país. Docenas de indios
se ganan el sustento buscando ejemplares raros en las selvas.
Tan rico como el mundo vegetal, es también el mundo animal. En los tupidos montes y
junglas viven leopardos, tigres, pumas, jabalíes, linces, gatos salvajes; además
serpientes gigantes, grandes lagartos y todos los reptiles que se pueden esperar
encontrar en la Centroamérica tropical. Innumerables monos de todas las especies viven
en los árboles; se ven marmotas y cientos de especies de ardillas. En los ríos
increíblemente llenos de peces pululan aligatores y tortugas grandes y pequeñas de
todas las especies.
Entre los pájaros el más peculiar es un pájaro zumbador, también llamado colibrí. Tiene
alas parecidas a las de una libélula o de una gran abeja que, cuando vuela, zumban como
las de una abeja. Este diminuto y delicado pájaro no vive de insectos y granos, sino de
la miel que chupa con su largo y delgado pico de las flores. Por lo demás tiene todas las
características de un pájaro; su cuerpo está cubierto de plumas, salvo las alas, construye
nidos, pone huevos y los empolla.
El más hermoso de todos los pájaros es el quetzal. Se trata de una antigua palabra india
y quiere decir más o menos "pájaro del paraíso."
Algunos pájaros son verdaderamente joyas emplumadas.
Es imposible decir con qué comparar los espléndidos colores de todas las mariposas.
Son flores y florescencias aladas.
Entre los insectos de Chiapas hay que mencionar en particular uno que no existe en
ningún otro sitio de la tierra. Se encuentra sobre todo en el departamento de Palenque.
Los indios lo llaman cucuji; no sé qué otro nombre tiene. El insecto es un escarabajo,
verde oscuro y de unos treinta milímetros de largo. Cuando este insecto vuela de noche,
nadie lo molesta y tiene toda su energía, brilla con tal esplendor que se tiene la
impresión de que todo el escarabajo estuviera iluminado y brillara. La luz del pequeño
animal es tan fuerte que uno puede leer fácilmente un diario o un libro, como yo mismo
me pude convencer. Varios de estos escarabajos, cinco, bastan completamente, dan la
luz necesaria para ver claramente el camino.
Los indios que tienen que caminar de noche, fijan dos escarabajos a sus sandalias para
que les iluminen el camino. Las mujeres indias se meten esos escarabajos en el pelo y
colocan sutiles velos de algodón encima. A veces se construyen pequeñas jaulas de
delgado, transparente bambú. En estas jaulas se meten tres a cinco escarabajos que las
mujeres indias se meten en el pelo. Es difícil imaginar algo comparable a esta joya.
Cuando los indios tienen fiestas y bailan de noche, estos diamantes azul verdosos brillan
en el pelo de las niñas y mujeres danzantes. Así la imagen no sólo es de una belleza
inefable, sino que esparce una extraña atmósfera misteriosa.
Los escarabajos viven de pequeños mosquitos y de otros minúsculos insectos.
Generalmente viven amontonados en determinados árboles de las selvas. En este estado,
de golpe se encienden por algún motivo y vuelven a apagarse, siempre al mismo
tiempo. Es un espectáculo incomparable de noche, cuando de golpe se ve un tronco de
árbol que se enciende, arde un momento y se vuelve a apagar. Tras haberlo hecho
algunas veces, los escarabajos salen volando inesperadamente y se pierden brillando en
todas direcciones.
Los escarabajos también sobreviven un tiempo en cautiverio. Yo tuve varios por unos
diez días, dándoles agua y suficiente pasto tierno. Al soltarlos salieron volando
alegremente como si se los acabara de cazar. Durante el tiempo de cautiverio su brillo
sólo había menguado un poco.
Me duele tener que decir que estas bellísimas joyas de la naturaleza son mandadas a
carradas a los mercados mexicanos, donde se las vende pinchadas en alfileres. A nadie
le sirven, se las compra por curiosidad por pocos centavos y esta pequeña maravilla
muere una muerte triste y cruel en manos de niños o de adultos desconsiderados. Es lo
más lamentable de este mundo que el ser humano no pueda ver nada bello sin desear
inmediatamente poseerlo para luego, una vez satisfecho su deseo de posesión, tirarlo
con indiferencia a un costado o eliminarlo. Las lenguas de ruiseñor no son ni un manjar
ni pueden saciar a un ser humano. Pero el hombre las quiere poseer y cree que sólo llega
a gozar plenamente la sensación de posesión, comiéndose las lenguas de risueñor.
En esta zona es donde se pueden encontrar los así llamados indios azules. Los indios
azules no son una raza particular, sino que son indios como todos los demás que viven
en el país. Por algún motivo, quizás como consecuencia de ciertos alimentos, su piel
color bronce o canela se tiñe de azul. La coloración en general no es pareja en todo el
cuerpo. A veces todo el cuerpo presenta manchas de este color azulado, como una piel
de tigre, otras se ven sólo en algunas partes del cuerpo. Frecuentemente están
completamente cubiertos de puntos azulados. Otras veces todo el cuerpo, incluyendo el
rostro y las manos, está tan fuertemente teñido, que el nuevo color borra completamente
el original, tanto que parece que fuera el propio de la raza. Es raro que los niños
presenten esta coloración, generalmente sólo los adultos.
Los médicos afirman que se trata de una enfermedad de la piel, una enfermedad que
sólo afecta el pigmento de la piel. La enfermedad no se acompaña ni de dolores ni de
molestias. El hombre o la mujer afectados por la coloración gozan de la mejor salud.
Como es un fenómeno muy frecuente, ni siquiera pasa por defecto estético. Los
aborígenes, de hecho, no lo consideran como algo especial.
Hasta donde pude observar, esta enfermedad se da sólo entre los indios de raza pura.
Quizás esta coloración de la piel no sea un proceso perteneciente al campo médico, sino
más bien una cuestión biológica. Es posible que en estas regiones se esté generando una
nueva raza que corresponda mejor a las características climáticas de la región. Quizás
sea exagerado hablar de una nueva raza. Y seguramente es más correcto decir que los
indígenas que viven aquí desde hace siglos necesitan un nuevo color de piel para
sobrevivir bajo estos cielos. En todo el mundo vemos los pasajes de la piel negra a la
blanca, o de la amarilla a la blanca, es decir, los grados intermedios. En el caso de estos
indios azules no se trata todavía de un grado intermedio, sino de un cauto tentativo de la
naturaleza, que aún no ha descubierto cuál es el mejor color mimético. Como
consecuencia de las eternas migraciones de los pueblos indios y de las mezclas
resultantes, no fue posible que el color de piel más adecuado en Norteamérica mutara
transformándose en el más indicado para la zona tropical de Centroamérica. En los
últimos quinientos años los pueblos indios dejaron de migrar, porque los europeos lo
impidieron con la construcción de estados y la instalación de fronteras. Estos quinientos
años incluyen cien años, durante los cuales los antiguos mexicanos habían creado un
imperio estable, que frente a las migraciones provenientes del norte y dirigidas al
imperio permitieron la emigración pero no el pasaje, para no ser atropellados. Durante
estas tempranas migraciones justamente aquí abajo se fueron haciendo sedentarios
grupos cada vez mayores de población autóctona, porque siempre podían huir a los
valles de la Sierra Madre, inaccesibles para extraños, y volver en tiempos de paz. No es
improbable que aquéllos, que presentan estos cambios de coloración de la piel sean
descendientes directos de esta raza más antigua, que pudo mantenerse sedentaria aquí.
Como, particularmente en los últimos quinientos años, deben haber ocurrido constantes
mezclas de sangre de los habitantes autóctonos más antiguos y los indios que en
sucesivas oleadas inmigraron o pasaron, es lógico que el cambio del color de piel no
puede ser parejo. Una y otra vez este proceso se ve interrumpido por nuevas mezclas de
sangre. En esta época de comunicaciones más fáciles, en que las mezclas de sangre se
hacen más frecuentes, este nuevo color racial no podrá imponerse nunca. Año tras año
las comunicaciones son más fáciles, año tras año las razas se mezclan más. Los indios,
en cuanto trabajadores, se desplazan hacia donde creen encontrar mejores condiciones
de vida. En la medida en que se integran en la civilización europea se mezclan con
mayor frecuencia con hombres que han incorporado más o menos sangre blanca, mejor
dicho, sangre de raza blanca. Por eso no veremos nunca en la tierra el pleno desarrollo
de una nueva raza. Porque las condiciones principales necesarias e ideales para el
desarrollo de una nueva raza han sido eliminadas para siempre por la civilización y,
especialmente, por las fáciles comunicaciones. Una raza que quiere mutar
transformándose en otra, necesita muchos miles, quizás diez mil o cien mil años de
completo aislamiento de otras razas. Ninguna raza, ningún pueblo puede vivir hoy en un
aislamiento semejante. Por eso es que nunca tendremos una raza pura de indios azules,
es decir una raza que sólo Centroamérica podría generar, como consecuencia de su
clima y de sus particulares alimentos.

N.d.T.: con grafía alemana en el original "Karretero"


30

Tanto en el estado de la Baja California, en la costa occidental del estado de Sinaloa,


como en la costa pacífica del estado de Chiapas, la totalidad del comercio está en manos
de chinos. Todo lo que rinde dinero en México está en manos de extranjeros, mientras el
mexicano queda de espectador viendo cómo el extranjero se enriquece gracias a su
fuerza de trabajo y a los tesoros naturales de su país. Lo lamentable es que los
extranjeros extraen millones y millones de dólares del país, pero salvo raras excepciones
no se hacen ciudadanos. Para robarle, para enriquecerse el pueblo y el país les vienen
bien; pero para hacerse cargo de las pocas obligaciones de un ciudadano mexicano, se
sienten demasiado superiores.
Entre quienes tienen menos inclinación por adquirir los derechos de ciudadanía de
México, aunque poseen grandes extensiones de tierra, casas, minas y quién sabe cuántas
cosas más, están los americanos. Y es muy interesante observar el comportamiento del
americano frente a sus propios inmigrantes y cómo se comporta cuando ellos mismos
son inmigrantes en un país extraño. El europeo que inmigra en los EE.UU. debe
atenerse estrictamente a las leyes vigentes en los EE.UU., ha de someterse a esas leyes,
le gusten o no. Cuando el gobierno impuso en los EE.UU. la ley contra el consumo de
alcohol, la así llamada ley seca en el año 1920, a todos, americanos o no, les fue
confiscado todo lo que contenía alcohol. Particularmente a los cerveceros alemanes y a
los dueños de restaurantes les quitaron y destruyeron cerveza, vino y aguardientes por
valores millonarios. Sus cervecerías, sus costosos equipos para la producción de la
cerveza y la destilación fueron convertidos en chatarra. Salvo el alcohol que compró el
gobierno, los damnificados no obtuvieron ni un centavo por las pérdidas que sufrieron
por el hecho de que sus instalaciones, edificios y planes comerciales perdieran valor.
Bajo la presidencia de Theodore Roosevelt a los así llamados reyes del ganado de
Texas, que solían poseer millones de hectáreas de praderas, les fue quitada la tierra para
darla a colonos que se comprometían a instalar en ellas sus fincas. Por el hecho de que a
los reyes del ganado se les quitara la tierra de un día para otro, éstos no sabían adónde ir
con sus enormes manadas; y el precio del ganado cayó tan bajo como consecuencia de
la saturación de los mercados, que los propietarios de ganado sufrieron enormes
pérdidas. El gobierno americano se había visto obligado a quitar la tierra a los reyes del
ganado para darla a los pequeños colonos como homestead, como tierra libre, porque se
habían creado en Texas entre los pequeños colonos y los reyes del ganado situaciones
poco felices.
Si México crea leyes para provecho del pueblo mexicano, pero que incomodan a los
extranjeros que viven en México y se controla la legitimidad de sus propiedades
privadas, entonces se trata de grave lesión del derecho internacional y los EE.UU. por
puro amor a la justicia, tiene que enviar enérgicas notas a México y hacer sonar la
espada. En este continente es exactamente igual que en Europa. Tiene razón quien tiene
más y mejores cañones.
Cuando se trata de confiscaciones de propiedad privada territorial en México hay algo
más que no se tiene en cuenta. El gobierno mexicano se siente con pleno derecho de
confiscar tierra cuando la necesitan sus ciudadanos sin tierra, no sólo en virtud de los
antiquísimos derechos territoriales indios, sino también del antiguo derecho
fundamental español. Los EE.UU. adoptaron el derecho inglés. El derecho inglés es
como el alemán y el de muchos otros pueblos europeos, es derecho romano. El derecho
romano reconoce el derecho a la propiedad privada de todas las cosas, es decir, también
de la tierra, Según el derecho romano la propiedad privada es inviolable. No así según el
antiguo derecho español. El derecho español no conoce la inviolabilidad de la propiedad
privada. El derecho español parte de la premisa que un pueblo o un estado sin tierra no
son ni pueden ser pueblo ni estado. La tierra es la condición fundamental para la
existencia de un estado. Por eso toda la tierra pertenece al estado o al pueblo. Pero el
estado o su administrador, es decir, el gobierno o el rey puede ceder la tierra a
particulares si el pueblo en su totalidad no la necesita en ese momento, es decir, cuando
el pueblo tiene más tierra de la que necesita para asegurar su existencia. Pero esta tierra
es sólo un feudo cuya devolución puede ser exigida en todo momento por el estado,
cuando la necesita para su pueblo. El derecho de propiedad privada sobre tierra y
valores como minas, maderas y productos similares es sólo temporario. Durante el
dominio alemán-español este viejo derecho español también fue válido en Alemania,
como lo demuestran los dominios feudales en la Alemania de aquel tiempo. Es este
viejo derecho español, unido al antiguo derecho indio lo que se contrapone aquí al
derecho americano, basado en el derecho romano. El americano no siente la diferencia
porque sus conceptos jurídicos radican en leyes fundamentales diferentes a las que rigen
en México y en todas las repúblicas hispano-americanas. Porfirio Díaz vendió la tierra
mexicana al mejor postor, a los americanos y europeos teniendo en la mente el derecho
español, mientras los extranjeros adquirían esas propiedades pensando en el derecho
romano-inglés. Este es un punto que una y otra vez se vuelve a olvidar a la hora de las
discusiones entre el gobierno mexicano y los gobiernos de los extranjeros terratenientes.
El derecho español y el derecho indio reconocen en el pueblo el factor principal,
mientras el derecho inglés-romano reconoce al particular como factor principal. Según
el derecho inglés-romano es posible que un solo hombre o un grupo de particulares
adquiera y tenga toda la tierra, pueda expulsar a todos los demás hombres, es decir, a
todo el pueblo de la tierra, encontrando el sostén de la ley en esta acción. Para el
derecho español y para el indio esto es imposible. Pero, cuanto más fuerte es un estado,
tanto más acerca sus constituciones a los derechos fundamentales español e indio. Lo
hemos visto durante la última guerra, que cuando su existencia y su seguridad lo exigen,
el estado confisca todo lo que necesita, hasta los cuerpos, la salud y la vida de sus hijos.
Todo inmigrante que vive en los EE.UU., es acosado para hacerle tomar la ciudadanía.
A quien declara que su patria, sea esta Inglaterra, Francia, Alemania o Noruega le basta
y que no tiene intención de renunciar a ella, se le contesta secamente:"Ud. aquí gana su
buen dinero, aquí le va mucho mejor que en su hambrienta Italia. Si nosotros no le
bastamos, si nuestra tierra no le cae bien, haga el favor de largarse lo más rápido
posible. ¿O para qué fue que vino?"
En mi opinión, el americano que dice esto a un inmigrante tiene toda la razón. Quien no
quiere llegar a ser ciudadano, mejor que se vuelva por donde vino. Aquí sólo queremos
gente que se quede, que quiera construir con nosotros, que quiera crear junto a nosotros
un país más bello, más rico y mejor que cualquier país de Europa.
Pero lo injusto, lo hipócrita es que el mismo americano que obliga en forma más o
menos decidida a sus inmigrantes a hacerse ciudadanos de su país, cuando él mismo es
inmigrante en un nuevo país, se niega indignado a tomar la ciudadanía. Le parece
incompatible con su dignidad, aunque no le parece indigno explotar al máximo el país
que lo hospeda y enriquecerse a costas del pueblo y del país. En este sentido no es
mejor que el chino o el italiano que él condena porque abandonan los EE.UU. cuando
consideran haber ganado suficiente dinero.
En caso de motivar su actitud negativa, da exactamente las mismas razones que en
EE.UU. da un inglés o un francés o cualquier otro europeo que se niega a tomar la
ciudadanía.
Si México crea la ley perfectamente comprensible y prudente según la cual sólo puede
obtener, adquirir tierras el extranjero que se compromete a tomar la ciudadanía antes
que se cumplan siete años, enseguida empiezan los tejes y manejes diplomáticos con las
potencias imperialistas.
Todas las minas y campos petrolíferos de México están en manos de americanos e
ingleses; todos los bancos y tranvías en manos de canadienses e ingleses; todas las
ferreterías, las grandes como las pequeñas, así como las droguerías y tiendas de
productos químicos, en manos de alemanes; la totalidad del comercio de la seda, en
manos de franceses; todos los productos de confección y todas las chucherías sin valor,
en manos de árabes, sirios y egipcios; los productos ultramarinos, la alta gastronomía, la
confección de buena calidad, la ropa de hombre y el calzado, en manos de españoles; las
casas de comida baratas y los cafés así como todos los paradores de las estaciones de
ferrocarril de todo el país, en manos de chinos.
Todo lo que rinde dinero está en manos de extranjeros. Así parece justificarse para el
observador superficial la pregunta: ¿Pero, y los mexicanos qué es lo que hacen en su
país? Y esta pregunta la aprovechan los extranjeros para hacer chistes estúpidos sobre el
país y su gente. Los chistes son más o menos así: El mexicano fabrica pulque y tequila
para envenenar a sus conciudadanos; el mexicano juega a la lotería y espera sacar la
grande. El chiste preferido dice: el mexicano hace la revolución, sin la cual el país no
puede vivir. Todos estos chistes son tan buenos como el chiste: ¿Qué hacen los
alemanes? Meten a toda su gente en uniformes, para sacarles la costumbre de pensar a
patadas, comen chuchrut y cuando están alegres cantan: No sé qué significa esta tristeza
que siento en mí2. Al principio del año 1927 un periodista americano estuvo en México
para dar a conocer la verdad sobre México en EE.UU.. Se trata de un señor muy
conocido e influyente. Estuvo unas tres semanas en México, regresó y estuvo
escribiendo a lo largo de diez semanas la "verdad sobre México" en el "Saturday
Evening Post". También él dice que todas las empresas rentables están en manos de
extranjeros. La pregunta: ¿qué es lo que hacen los mexicanos? este señor la contesta así:
el mexicano está parado en medio de la calle gritando: "¡Viva México!" Y todo lector
con pocas ganas de pensar y sin posibilidades de ir a México para ver si realmente los
mexicanos no hacen más nada, se da por satisfecho con esta respuesta y en su cabeza se
va configurando la idea que los imperialistas americanos quieren. Similares chistes
necios se cuentan también en las periódicos y libros americanos sobre Rusia, Alemania,
Austria y otros países europeos.
Sí, ¿pero qué es lo que hace el mexicano en su país si los extranjeros tienen todos los
negocios en sus manos?
A esta pregunta quiero contestar con otras preguntas: ¿Quién extrae el oro, la plata, el
cobre, el plomo de las minas que pertenecen a los extranjeros? ¿Quién sacrifica por
término medio cien de sus hijos, que padeciendo un horrendo sistema abusivo, las más
miserables condiciones sanitarias o la falta total de las más elementales medidas de
seguridad en las minas, en los campos petrolíferos o en las refinerías, consiguen los
millones que el extranjero gasta o despilfarra en otro país? ¿Quién cosecha algodón,
café, cacao bajo el ardiente sol tropical? ¿Quién expone su cuerpo y su salud en las
junglas y en las estepas luchando contra la horrorosa, despiadada peste de insectos para
ganar un peso o siquiera cincuenta centavos al día? ¿Quién extrae las maderas finas de
las selvas y estira la pata en algún punto de las profundidades de la selva, sin ser visto u
oído por nadie, como consecuencia de una desgracia o del ataque de un animal feroz?
¿Quién construye canales, instalaciones portuarias, puentes? ¿Quien conduce los trenes,
los tranvías, los autos, las carretas? ¿Quién arrea las caravanas de mulas, cargadas con
los productos más valiosos del país, atravesando las heladas alturas de la sierra, los
desiertos sin agua, las ardientes planicies de la Tierra Caliente, los ríos y pantanos?
¿Quién defiende con su vida de los ataques de bandidos y asaltantes de caminos los
bienes y dineros que los extranjeros le han confiado para transportar? ¿Quién está
sentado delante de la máquina de escribir, en las sillas de oficinas, en las ventanillas y
detrás de los mostradores de los extranjeros? ¿Quién construye las casas? ¿Quién carga
y descarga naves y trenes? ¿Quién le hace la comida al extranjero, quién se ocupa de sus
niños y les lava los pañales? ¿ Quién produce el cien, doscientos, quinientos por ciento
sobre el capital de explotación del extranjero? El proletario mexicano, el indio
mexicano. Ese no tiene tiempo para estar parado en medio de la calle y gritar: "¡Viva
México!". Porque si lo hiciera, no habría extranjeros en el país, porque no podrían ganar
nada. Y estos proletarios que no tienen tiempo para gritar "¡Viva México!", son el
noventa si no llegan al noventa y cinco por ciento del país. Pero para ciertos periodistas
y escribidores de libros los proletarios no son personas y no son mexicanos; por eso es
que no necesitan ser mencionados y por eso es posible dar a conocer al ancho mundo:
Sí, si no estuviéramos nosotros, los extranjeros, México ya se habría muerto de hambre.
México no se moría de hambre cuando todavía ni existían los EE.UU. y México no
morirá de hambre en caso que todos los extranjeros abandonaran el país. Pero, no hay
que temer que se vayan. Porque si en su propio país tuvieran condiciones económicas
tan ventajosas como en México, ya no estarían aquí.
Entre los extranjeros habitantes en México los más numerosos son los chinos. En
algunas circunscripciones ellos solos determinan el carácter de las condiciones
comerciales y económicas.
En la costa pacífica, es decir, especialmente también aquí en Chiapas, tienen
prácticamente todo en sus manos, casi todas las tiendas. Son tan numerosos que
literalmente pululan. En las ciudades y localidades uno tiene la impresión de
encontrarse en China. Los chinos constituyen hoy el mayor porcentaje del total de
extranjeros en México. Llegan incluso a superar en número a los españoles. Si en algún
lado se construyen nuevos mercados cubiertos - y México construye hoy maravillosos
mercados cubiertos, es seguro que tras pocas semanas todos los puestos del mercado
han pasado a propiedad de los chinos. Dondequiera que un restaurante o una tienda
quiebren o cesen la actividad por otros motivos, los chinos inmediatamente toman
posesión.
Los chinos, que quieren inmigrar en México tienen que demostrar que cuentan con un
capital de quinientos dólares. Pero este dinero lo piden prestado para poder mostrarlo y
luego, tras el desembarco lo devuelven a los prestamistas. Así es que con los mismos
quinientos dólares pueden inmigrar mil chinos sin que en realidad entre un solo dólar en
el país. La cantidad de chinos que ya viven aquí queda demostrada por el hecho de que
ya se formó un considerable proletariado chino, que se encuentra sin trabajo y sin
ingresos.
La mayoría de los chinos que viven aquí pertenecen al partido reformista republicano
chino y generalmente forman parte del ala izquierdista radical del fallecido Dr. Sun Yat-
sen. Lo que en general se dice de los chinos no es del todo verdad, por lo menos no en
el caso de México. La mayoría de los chinos que viven aquí no son de ningún modo
ganapanes parsimoniosos y ajetreados, de los que tanto se habla en los cuentos europeos
y americanos coloreados a propósito. A los chinos les gusta mucho ir al teatro y al cine
y es raro que se sienten en las localidades baratas. Se visten con mayor prolijidad que la
mayoría de los pertenecientes a las clases más bajas del pueblo mexicano y su cuerpo,
por lo que respecta a la limpieza, recibe mejores cuidados que el de miles de mexicanos
de la clase más baja. No se ve tampoco nunca a un chino piojoso, nunca a un harapiento,
nunca a un borracho. Las colonias chinas hacen donaciones mayores para la cruz roja
mexicana, para hospitales y para el bienestar público que cualquiera de las otras
colonias de extranjeros, sin exceptuar a los americanos. Los chinos son los más
puntuales a la hora de pagar los impuestos y son los extranjeros que más fielmente
observan la ley mexicana y que nunca crean al país dificultades diplomáticas. También
entre ellos hay malhechores; pero ellos padecen diez veces más traiciones y crímenes de
los que ellos mismos cometen. Tienen sus propios clubs, sus propios locales de reunión,
sus propias salas de lectura y bibliotecas; entre ellos organizan fiestas, conciertos y
representaciones teatrales. Dudo de que haya un solo chino en todo México que no sepa
leer y escribir, aunque quizás sólo en su lengua materna. No llega a cumplir dos años de
estadía en México que ya sabe hablar, leer y escribir en castellano, lo que no se puede
decir de los americanos que consideran esto superfluo. Conozco no pocos americanos e
ingleses que llevan veinte, treinta, hasta cuarenta años viviendo aquí y que sólo saben
decir lo mínimo indispensable en castellano. El chino no sólo aprende castellano, lo que
para su lengua, ya sólo a causa de la R le es mucho más difícil que al americano, sino
que también aprende el inglés. Quedan pocos chinos en el país que no puedan hablar y
entender inglés, por lo menos lo necesario para poder negociar con un americano todo
aquello que necesitan para su específico negocio. Sería deseable que la totalidad de los
mexicanos mostraran sólo la mitad de todas aquellas cualidades que aquí manifiestan
los chinos. ¡Lo que el mexicano sería capaz de hacer de su país! Ningún americano y
ningún inglés y ningún gobierno extranjero, por más que se llenaran la boca, podrían
darle órdenes.
Los chinos afirman que en el curso de su historia, alrededor del año 500 d.C. durante
varios siglos existió una floreciente colonia china en México. Han sido encontradas
algunas esculturas en México que parecen confirmar este hecho y que pertenecen a ese
período de la cultura china. Hay también algunas naciones indias en México que en su
lengua tienen palabras de origen chino y algunas naciones tienen características raciales
que parecen provenir de una mezcla con chinos. El conocimiento de la producción de
objetos laqueados que se encuentra en algunas regiones mexicanas y ciertas influencias
en la astronomía de los antiguos mexicanos podrían haber llegado a México a través de
esta temprana colonia china. De los chichimecas, que en la última gran migración india
precedieron a los aztecas, invadieron el México Central y destruyeron la cultura tolteca,
se supone que hayan sido chinos, y más exactamente, los últimos sobrevivientes de
aquella gran colonia china que existió en México en el primer milenio de nuestra era.
Los chinos actualmente habitantes e inmigrantes en México raramente traen a sus
mujeres y es raro que hagan venir a sus mujeres o novias en un segundo momento. Las
causas son en primera y quizás en única instancia, los altos costos del viaje. Una
pequeña cantidad de chinos y entre ellos especialmente los pudientes, se casan aquí con
mexicanas, forman una familia, se quedan en el país y se vuelven completamente
mexicanos. Pero sea por matrimonio legítimo o no, la influencia de los chinos hoy ya es
tan fuerte que en algunos estados, como en la Baja California, en Sonora, en Sinaloa,
calculando por lo bajo, andan diez mil niños mexicanos a los que se les nota a primera
vista que su padre es chino. Aparte las habituales formas de encontrarse, esta mezcla se
ve favorecida porque los chinos en sus tiendas, restaurantes, cocinas, lavanderías y otras
actividades dan y necesitan dar trabajo a muchas muchachas mexicanas por
consideración a la clientela. Además existe una ley por la cual en toda actividad que
prevé empleados, el ochenta por ciento de los asalariados deben ser mexicanos. La ley
era necesaria para proteger al trabajador mexicano. Los chinos esquivan la ley en
muchos casos, quizás en la mayoría de ellos, haciéndose pasar todos por propietarios o
socios del negocio y, por lo tanto, no como asalariados. Para el gobierno es difícil
comprobar la veracidad de esta afirmación. Pero cuando se emplean asalariados, se trata
siempre de muchachas.
Aquí se manifiesta el peligro, el peligro que teme el pueblo mexicano. El mexicano
desea la mezcla con el blanco; y no es raro que un pobre diablo americano o europeo
aquí pueda hacer un partido que en su tierra no hubiera siquiera soñado. Siempre que
sea culto y tenga buenos modales, por lo demás, su pertenencia a la raza blanca se
considera como suficiente riqueza.
Pero decididamente el mexicano se opone a la mezcla con los chinos. Una mexicana
que se casa con un chino o que trae al mundo un niño chino queda al mismo nivel que
una americana que se casa con un negro o con un mulato. El mexicano se opone
instintivamente a la mezcla con los chinos. Esta actitud defensiva descansa naturalmente
hasta un cierto punto en la propaganda. La propaganda se origina en parte en los
EE.UU.. Respondiendo al instintivo de supervivencia de la especie, los EE.UU. deben
evitar que los chinos se vuelvan demasiado numerosos en el continente americano. Si
México dentro de poco no empieza a evitar la inmigración de los chinos, los EE.UU.
tendrán nuevamente un motivo para intervenir. Este motivo puede ser la ruina para el
actual gobierno de México. Porque si en el actual conflicto con América todo el pueblo
mexicano cierra filas en torno a su gobierno, no sería éste el caso, si se tratara de la
inmigración de los chinos. La propaganda encuentra terreno fértil en la envidia de los
comerciantes y negociantes que quisieran sacarse de encima a los chinos porque les
quitan los negocios. El actual gobierno no tiene prejuicios raciales, pero va a tener que
intervenir para evitar que el pueblo mexicano y la raza mexicana sea reemplazada por la
china. Los instintos raciales no siempre parten de la propaganda, no siempre de la
envidia, no siempre de la intolerancia. Radican en las mismas sensaciones
incontrolables del alma humana que nos hacen sentir inmediata simpatía o antipatía por
alguien que acabamos de conocer. Para la mayoría de los hombres que sienten de modo
sano y natural, las relaciones sexuales con alguien perteneciente a una raza opuesta,
entre un blanco y una negra por ejemplo, resultan relaciones perversas. Es la expresión
del natural instinto de conservación de la raza. Es un impulso, que quizás se pueda
moderar a través de la propaganda y de la educación, pero que no se puede eliminar
completamente ni con las más bellas palabras y teorías. Si el instinto defensivo de los
mexicanos contra la proliferación de los chinos en el país no se expresa con mayor
fuerza, sino con una fuerza muy inferior a la del antisemitismo en algunos países
europeos, incluso con menos fuerza que el creciente antisemitismo en los EE.UU., es
que el chino se comporta de modo perfectamente neutral. No se entremete en la vida
espiritual del país. No influye en el carácter del alma de la raza mexicana, ni a través de
diarios, ni de películas, ni de teatro, ni de ideas. No es un propagandista. No propaga
nada. No tiene la mínima intención de modificar o de influenciar la moral, las
costumbres, las opiniones, la religión, los ideales de la raza que lo hospeda. Sabe que su
cultura, su visión del mundo superan a todas las demás. Pero no está ni mínimamente
inclinado a imponer a la raza extraña su cultura o sus opiniones. No se siente obligado a
ello. Y esto hace que sea uno de los ciudadanos que mejor se soportan. No despierta
ningún odio. Lo que eventualmente despierta es la envidia de aquéllos que por algún
motivo quedan derrotados en la batalla comercial. Si el chino en este país también en
materia sexual se mantuviese tan neutral, si trajera a sus propias mujeres, si frecuentara
sólo a sus mujeres, el mexicano no tendría nada que objetar a su inmigración. Pero que,
según opinión del mexicano, arruine la raza mexicana en formación con su sangre poco
deseable, provoca la rebelión de los mexicanos.
El instinto defensivo del mexicano tiene una justificación.
El chino no produce, no crea, no construye. No da trabajo a ninguno, nadie puede ganar
con él. Salvo a aquellas muchachas que emplea, no paga salarios. Se hace cargo de una
tienda o de un restaurante tal como encuentra los locales. Modifica sólo lo estrictamente
necesario para encontrar las cosas como está acostumbrado. Se mete en los más
miserables cuchitriles de madera. Vive en rincones lastimosos, sin construir jamás una
pensión o un hotel. Toda la verdura que consume en su restaurante la cultivan sus
compatriotas en un ridículo pedacito de tierra; todo el pan que vende en su restaurante o
en su tienda se cuece en una panadería china, sólo va a lo de un sastre chino, sólo a lo
del barbero chino, come sólo en restaurantes chinos, compra sólo en tiendas chinas. La
única razón por la que va a cines y teatros no-chinos es que no los hay chinos. Cuando
abandona el país, lo abandona tal cual lo había encontrado salvo, claro, lo que ha
logrado ganar, y las casas, cuchitriles y locales en los que ha vivido, los deja un poco
más vividos y gastados. Como individuo y como raza deja al país más pobre de lo que
lo ha encontrado. Cuando se va, nadie lo echa de menos. Ni siquiera deja deudas o una
condena de prisión sin descontar por tráfico de cocaína u opio.
Es diferente el caso de los americanos y en parte de los restantes europeos. Por más que
se quiera decir de los americanos, aunque se lleven de él miles de millones, dejan el
país mucho más rico de lo que lo habían encontrado. Dejan ferrocarriles, gigantescos
hoteles, puentes, carreteras, mansiones y gigantescos edificios de oficinas de acero y
cemento, fábricas, refinerías. Traen los animales de cría más caros, los caballos
sementales más caros, los mejores huevos de cría, las mejores semillas para naranjas,
bananas, tomates y quién sabe cuántas cosas más.
Y decenas de miles de proletarios mexicanos encuentran trabajo, ganan buenos salarios
y pueden aumentar el bienestar del país comprando mercancías. Miles de pozos
petrolíferos se construyen, se perforan inútilmente porque no se encuentra petróleo.
Pero cada pozo aporta veinte o treinta mil dólares al país en materia de salarios,
materiales e impuestos. Algo parecido sucede con todos los otros europeos. El alemán
tiene todas las ferreterías. Pero cada tantos años tiene que ampliar, construye, construye
y construye edificios comerciales cada vez más grandes, tiendas cada vez más grandes,
almacenes cada vez más grandes. Se construye casas caras para vivir, se compra coches,
compra sólo lo mejor para sí y para su familia. Así el alemán, el español, el francés, el
inglés, el holandés. El sirio ya se parece más al chino.
Y este ferviente afán creador, este afán por edificar, construir y trabajar activamente
para el indio es una necesidad vital. Aun durante sus migraciones ha debido construir
grandes ciudades y andar siempre construyendo y construyendo y no le importaba
abandonar estas grandes ciudades tras tres o nueve años. Si llegaba a un nuevo sitio, en
seguida recomenzaba a construir, a pesar de que sentía que nada era para la eternidad.
Pero tenía que estar siempre activo para dar rienda suelta a la necesidad imperiosa de
crear que, de lo contrario, lo hubiera hecho estallar.
Esta semejanza en cuanto a ardiente actividad en el alma del indio y en el alma del
blanco es lo que hace que ambas razas se sientan tan emparentadas como para mezclarse
sin que influya ningún sentimiento de instintos antinaturales. Ambas razas son
fundamentalmente razas activas. Dado que una de ellas está agotada por excesivamente
civilizada, mientras que la otra está descansada y desbordante de potencia generativa,
ambas razas se complementan mezclándose, lo que la naturaleza acoge y apoya
decididamente a través de todo tipo de favores y pequeños trucos.
En esta mezcla racial no hay lugar para el chino, por valioso que sea como individuo.
Pero si el mexicano todo esto no sabe cómo explicarlo, lo siente instintivamente. El
instinto le advierte que no frecuente a los chinos. Ya llegará el tiempo en que el chino
brinde una mezcla racial conveniente. Pero quizás pasen mil o dos mil años antes de que
llegue ese momento. Cuando el mexicano dice no poder oler al chino, aunque éste acabe
de lavarse, cuando afirma que el chino huele mal, se trata sólo de una confirmación del
hecho de que es la naturaleza la que no avala esta mezcla. Porque los amantes y a mayor
razón los progenitores se embriagan con el olor de sus cuerpos.
Estas cuestiones raciales que se plantean en el continente americano, no existen en
Europa. Europa se puede permitir ser generosa. En razón del instinto de conservación
nosotros no nos podemos permitir ser tan generosos. Los EE.UU. tiene diez millones de
negros, en Brasil son un tercio o más de la población. Estos negros crean problemas
mucho más difíciles que los chinos en este continente. Y México se puede dar por
afortunado por no tener más que unos miles de negros. Para los EE.UU. el problema de
los negros seguramente algún día conducirá a la catástrofe. Con las nuevas severas leyes
de inmigración los EE.UU. han limitado el libre ingreso de trabajadores blancos
provenientes de Europa. Pero la industria necesitaba mucho más trabajadores de los que
entraban y se vio obligada a llevar a los negros de los estados del sur, de los antiguos
estados esclavistas, en masa al norte. Este movimiento se intensificó tras la implicación
de EE.UU. en la primera guerra mundial. Los altos salarios, la mejora de las
condiciones de vida y las mejores condiciones sanitarias que significaron para los
negros, condujeron a que se multiplicaran más y con mayor velocidad que incluso las
primeras generaciones de inmigrantes. Son la primera y parcialmente la segunda
generación de inmigrantes las que hasta ahora han ejercido la mayor influencia en el
aumento de población en EE.UU. Porque la potencia procreativa de la generación
mayor en EE.UU. disminuye cada vez más. Además, la mejor información y la
asistencia mejor organizada, de la que gozan los negros ahora en los centros
industriales, han reducido la mortalidad infantil entre los negros a un mínimo y así es
que la multiplicación de la gente de color está adquiriendo en los EE.UU. dimensiones
grotescas. Se ve hoy que si no se aplica una cura radical en tiempo prudencial, en
EE.UU. la raza blanca sucumbirá ante la proliferación de la negra. Y esto se verificará
seguramente dado que las buenas condiciones económicas de los negros les permiten
elevar su nivel cultural y de esta manera lograr, en el marco de un sistema democrático,
ganar cada vez más influencia en la política y en las leyes, por lo cual influyen en la
legislación para volverla cada vez más a su favor. Ya sólo por conocer la lengua y, más
aún, por haberse criado en el país y conocer bien todas las condiciones, aventaja
ampliamente a cualquier otro inmigrante en campo económico. Porque el recién llegado
tiene que empezar por acostumbrarse lenta y trabajosamente donde el negro se siente en
casa.
El objetivo de las leyes de inmigración fue y será mejorar la raza americana y mantener
y fortalecer el así llamado nordic type, el tipo de raza nórdica, es decir, una mezcla
anglosajona-escandinava-alemana-holandesa-irlandesa. Pero no es tan fácil mejorar las
razas como lo había creído el gobierno americano. La multiplicación y el
fortalecimiento de las razas dependen de condiciones económicas, aun cuando la
fuerza germinativa de una raza esté sometida a otras condiciones, que frecuentemente
sólo se pueden explicar desde un punto de vista biológico y muchas veces no se pueden
explicar ni interpretar en absoluto.
También en México se piensa hoy enérgicamente en el mejoramiento de la raza. México
es hoy seguramente el único país en donde se consuma un matrimonio cuando ambas
partes han presentado un certificado médico que demuestre que son perfectamente
sanos. Es una ley muy sabia. Pero si dos personas se proponen procrear, sin pasar antes
por el registro civil, para hacerse conferir el derecho legítimo de procrear, nadie pide el
certificado sanitario. Pero, por lo menos, si existe una tal ley, si la gente es informada de
la existencia de una ley semejante, machitos y hembritas se pueden preguntar por qué
habrá sido creada esa ley. Y una vez surgida esa pregunta, en general, los legisladores
han ya alcanzado su objetivo. A la iglesia no le interesaron nunca los certificados
sanitarios. Le bastaba adoctrinar a la gente para que viviera casta y pura en palabras y
obras. Igualmente uno puede proteger a la gente de la tuberculosis aconsejándole no
respirar. En principio, todas las reglas de oro conducen a lo mismo.

31

Había recorrido ciento cincuenta kilómetros del trayecto cuando empezó la lluvia.
Comenzó más bien tímidamente. Pero igualmente me pareció indicado no esperar a que
se volviera fuerte. Porque en ese caso no tiene sentido seguir cabalgando. Los caminos
se vuelven tan difíciles que de a ratos hay que sacar a los animales del barro y haciendo
esto uno mismo se embarra tanto que cuesta bastante trabajo volver a terreno seco. A la
salida de un pueblecito presencié un espectáculo excitante. Me retuvo tanto tiempo, que
ese día llegué muy tarde al pueblo donde Felipe había parado.
En las cercanías de aquel pueblo un tren había arrollado a un asno. Los animales se
acostumbran tanto al ruido, a los aullidos, silbidos y campanilleo del tren que ya no les
hacen caso. Las vías no están cercadas y los pasos a nivel no están vigilados ni
clausurados por ningún tipo de postes transversales, ni en EE.UU., ni en México, ni en
ninguna parte de este continente. Cuando el tren se acerca a una estación o cuando la
abandona, suena, mientras que en camino alerta con un fuerte ulular que parece un
ladrido. Pero a menudo los animales permanecen tranquilamente sobre el riel y no
esquivan al tren que se acerca a gran velocidad. Si el maquinista consigue frenar a
tiempo, lo hace y los animales son espantados. Pero si no logra frenar o si el animal se
le mete delante, naturalmente termina arrollado.
En este caso, un burrito había sido atropellado. Los indios lo habían tirado para el
costado. Cuando se trata de vacas y otros animales útiles como cerdos, ovejas o cabras,
el propietario los retira y trata, por lo menos, de salvar la carne. A los asnos y caballos
se los deja simplemente al costado del camino.
No hacía mucho que el burro arrollado estaba aquí tirado, que ya los perros del pueblo
se reunían para el almuerzo. No pasó mucho tiempo y llegaron también los buitres.
Los buitres no llegan atraídos por el olor, sino por lo que ven. Esto lo sé porque los
buitres no pueden encontrar un cadáver bien escondido; los buitres no van a buscar a
una persona muerta si está bien cubierta. En cambio, cuando un animal aún está vivo,
pero está enfermo, tambalea y da la impresión de que su fin está cerca, los buitres ya
empiezan a volar en círculos sobre él. También lo hacen cuando una persona
abandonada se desploma y esto condujo a la superstición de que cuando los buitres
empiezan a trazar círculos sobre una persona herida o enferma, es señal de muerte
segura. Claro que no es así. Si se encuentra en seguida a la persona y si su herida o
enfermedad no son mortales, se salva, con o sin buitres dando vueltas sobre su cabeza.
Por cierto que si se deja asustar y amedrentar por esa superstición, se puede deprimir
tanto que su curación se retarda o se imposibilita. Siempre causa una impresión siniestra
a los hombres cuando hay un cadáver tirado y poco a poco se juntan los buitres en
grandes bandadas, como si hubieran surgido de la nada.
Pero no hay nada de siniestro en la cuestión. Los buitres viven en grupos. Y estos
grupos están perfectamente organizados. Mientras no haya una presa en las cercanías,
no andan juntos, sino dispersos sobre una superficie de varios kilómetros cuadrados.
Cuanto más grande es el grupo, mayor es la superficie que domina. Hay siempre un solo
buitre o una pareja que domina un determinado distrito. En ese distrito la pareja tiene su
nido.
El aire ahora es diáfano. No se ve un solo buitre sobrevolando el ancho campo. De vez
en cuando, quizás una vez cada hora, a veces, con mayor frecuencia, un buitre o una
pareja de buitres se alza en vuelo. Vuela cada vez a mayor altura. Sobrevuela todo su
territorio trazando círculos a gran altura y no se le escapa nada de lo que sucede sobre
la tierra. Con su vista aguda descubre tanto un gato muerto como una vaca muerta o un
ciervo herido que se tambalea y tropieza. Observando el cielo y mejor, si con un buen
largavista, se descubre que más o menos al mismo tiempo en que hay aquí un buitre o
una pareja dando vueltas en el aire, también a lo lejos hay otro. Y más lejos aún, otro
más. Todos pertenecen al mismo grupo, aunque aniden a gran distancia uno del otro
ramificándose.
Este buitre, que estaba volando sobre mí, ahora empieza a girar bajando hacia su nido,
en donde se deja caer blandamente. Poco a poco también los restantes buitres bajan
hacia sus nidos y por media hora o más no se ve ninguno en el aire. Tras un cierto rato
el juego recomienza.
Mientras remontan vuelo y dan vueltas los buitres mantienen siempre el contacto visual.
Quizás emitan señales. El hecho de que nosotros no las oigamos no significa que no
existan. Hay millones de sonidos y ruidos que nosotros no percibimos porque están por
encima o por debajo de la longitud de onda que nuestro oído percibe. Los perros emiten
sonidos que nosotros no oímos porque nuestro oído no los sintoniza. Lo mismo sucede
con los buitres y quizás con todos los otros animales, sobre todo con los insectos.

Finalmente el buitre en cuestión, tras haber remontado vuelo innumerables veces, quizás
durante muchos días en vano, ha encontrado un cadáver. Mientras hasta ese momento
trazaban tranquilos círculos, ahora sus movimientos cambian completamente. Se eleva
tanto, que puede ser visto por el buitre más alejado. Después empieza a dar vueltas con
mayor energía y en círculos cada vez más pequeños sobre el lugar en donde yace el
cadáver. Ahora no es que baje en picada como un ave rapaz, sino que desciende
lentamente. Todos los otros buitres han observado el comportamiento de este buitre y
empiezan a trazar los mismos círculos enérgicos. De este modo señalan hasta a los
compañeros más alejados de que en este lugar hay un cadáver. Ahora no les queda más
que observar la dirección en la que vuelan todos y así llegan al cadáver, en donde todo
el grupo se reúne para la comida.
Como se ve, es perfectamente natural que primero no se vea ni un solo buitre y que de
golpe haya veinte o treinta buitres reunidos en torno a un cadáver o sobre los árboles
cercanos. Si los buitres estuvieran siempre juntos y no trabajaran según un plan tan
perfectamente elaborado, podría suceder que no consiguieran nunca o raramente su
alimento, porque no hay tantos cadáveres como para que cada día haya uno por cada
kilómetro cuadrado. Por cierto los buitres pueden estar veinte o más días sin comer, sin
morirse por eso.
Los buitres del grupo permanecen cerca del cadáver encontrado hasta no dejar más que
los huesos y la piel reseca. Durante este tiempo, que puede durar varios días cuando se
trata de un animal grande, vuelan poco, sólo lo necesario para ir a llevar carne a sus
pichones.
En México los buitres están bajo la protección del gobierno, no pueden ser cazados ni
perseguidos. Pero aun si no se encontraran protegidos, la gente no perseguiría los
buitres, porque todos los consideran animales útiles. Y porque los buitres saben que
nadie les hace daño, se presentan en plena calle en poblados y ciudades; y son tan
numerosos y tan mansos en muchos distritos como en Europa Central lo son los
gorriones. Están tan acostumbrados a los hombres en los poblados que, cuando comen o
cuando hacen la siesta de digestión, no se dejan molestar ni por niños ruidosos, ni por
autos que pasan.
Aquí, en este pueblo, los perros de la zona habían tomado posesión del cadáver que los
buitres consideraban propiedad indiscutible. Los buitres no son buscarroña ni
peleadores. También durante las comidas son pacíficos y no se andan peleando por cada
bocado.
Evidentemente los perros habían llegado al cadáver antes que los buitres. Empezaron
siendo cuatro perros, poco a poco llegaron a siete. Los perros se mordían furiosamente
por la presa, si bien había como para dar de comer durante una semana a todos los
perros del pueblo. Pero los perros más débiles perdían antes los mordiscos de los más
fuertes. Recién cuando los más fuertes estuvieron tan llenos que apenas podían
arrastrarse y se volvieron demasiado perezosos como para alejar a los otros perros a
mordiscos, a los restantes les tocó el turno.
Mientras los perros estaban todavía ocupados con el burrito, los buitres no osaron
arrimarse. Formaban un espeso grupo negro sobre un árbol bajo, desde donde miraban
con ojos hambrientos. De tanto en tanto dos o tres volaban hacia el cadáver tratando de
llegar a él. Golpeando poderosamente las alas intentaban espantar a los perros. Pero los
perros, seguramente más hambrientos que los buitres, atacaban en seguida. Mostraban
los dientes a los buitres que revoloteaban sobre sus cabezas, ladraban, se enfurecían y
hasta saltaban en alto para agarrar a los buitres y destrozarlos.
Finalmente los buitres tuvieron que desistir. Tranquilamente se sentaron sobre las ramas
del árbol, sin más remedio que mirar tristemente cómo iba desapareciendo la presa trozo
a trozo. También en otros aspectos los perros sacan ventaja a los buitres; porque los
perros también de noche van a comer de un cadáver, mientras no he visto nunca buitres
de noche sobre un cadáver. A unos veinte pasos de distancia del cadáver había un viejo
carro. Los perros que se habían hartado de comer, se arrastraban perezosos debajo del
carro, para descansar a la sombra tras la copiosa comida. Primero se acomodaron los
más fuertes, mientras finalmente los más débiles pudieron osar ir a comer. Los perros
gruñían desde la carreta, pero los gruñidos iban haciéndose cada vez menos frecuentes y
más soñolientos, con lo cual los débiles finalmente pudieron gozar tranquilamente de
una comida completa.
Por fin todos los perros estaban satisfechos, reventaban, en realidad. Y todos, uno a uno
fueron arrastrándose debajo del carro para dormir. Ya mientras los últimos perros
seguían comiendo del cadáver, los buitres empezaron a moverse, a ver si finalmente les
tocaba algo. Pero los perros que estaban instalados en ese momento, atacaron con
mucha más garra a los buitres que los perros más grandes. Se vengaban así por el
maltrato que les habían infligido los perros grandes y con los buitres querían demostrar
que eran de tomar tan en serio como los más fuertes. Pero después de un cierto tiempo,
todos los perros terminaron bajo el carro.
Entonces se arrimaron los buitres. Pero ni bien el primero de ellos se posó sobre el
cadáver, uno de los perros salió disparado desde debajo del carro y se le fue encima. Los
restantes perros gruñían o hacían un tal bochinche que una y otra vez los buitres
tuvieron que remontar vuelo, sin cosechar. Pero los buitres son tenaces. Una y otra vez
llegaban y volvían a ser espantados. Pero seguían posándose, y cada vez esto hacía que
uno o dos perros salieran y corrieran los veinte pasos para espantarlos. Después, otra
vez de regreso al carro. Esto habrá durado una hora. Tras lo cual los perros estaban tan
cansados y faltos de fuerza que sólo podían gruñir desde el carro, pero ya no eran
capaces de correr para defender futuras comidas. Finalmente sus fuerzas quedaron tan
mermadas que ni siquiera podían gruñir, sino sólo guiñar y mirar llenos de bronca cómo
los buitres, finalmente vencedores, recuperaban con toda su fuerza lo que hasta ese
momento se habían perdido.
*
En Mapastepec pensé concluir mi viaje por ese año. Vendí mi mula y obtuve cincuenta
pesos más de lo que la había pagado, porque aquí abajo los precios por una buena mula
eran más altos que en el interior. A los dos días quería regresar en tren.
Felipe recibió su salario y en seguida se compró tres chaquetas de lino azules, que
costaban casi la mitad que en su ciudad natal, donde le hacían pagar además el costo del
transporte. Nunca en su vida había visto un ferrocarril y lo vio por primera vez cuando
lo alcanzamos. Yo había supuesto que ante la locomotora acercándose con estrépito se
habría quedado mudo de asombro. Pero sólo la observó con curiosidad y como toda la
gente en la estación se quedaba parada cerquita de la vía al parecer sin importarles en lo
más mínimo el tremendo ruido y bufido del tren que se acercaba estrepitosamente, sin
mostrar ni una hilacha de miedo o excitación, porque era una cosa de todos los días, así
también él se quedó quietito entre la gente e hizo como si lo conociera desde pequeño.
Más tarde le pregunté qué le parecía el tren. Me contestó que se lo había imaginado
veinte veces más grande. Y eso que las locomotoras en este país son unas poderosas
máquinas gigantescas, del mismo tipo de construcción pesada que en los EE.UU..
Desde aquí Felipe ahora podía llegar a su casa, regresando todo el camino hasta Jalisco
bordeando la vía, porque sólo desde Jalisco podía alcanzar el interior, porque la mayor
parte de la zona al noreste de la vía, de setenta y cinco kilómetros de ancho por ciento
cincuenta de largo es zona inexplorada, generalmente cordillera inaccesible. Por eso le
dije que le habría comprado un billete para que viajara conmigo hasta Jalisco en tren.
Era el mejor regalo que le podía hacer. Recién entonces dio libre curso a su excitación y
su expectativa. Ver el tren, eso no era gran cosa, más bien lo había desilusionado; pero
viajar en tren, eso era algo bien distinto. Al subir y sentarse fingió haber viajado ya unas
cien veces en el tren. Pero cuando el tren alcanzó su máxima velocidad y atravesaba el
campo como flecha, cuando el paisaje empezó a girar y los árboles y postes de telégrafo
pasaban catapultados, y por debajo del asiento se le iba metiendo en el cuerpo el rodar
regular de las ruedas y su rítmico canto, el espanto se apoderó de él. Se alzó a medias y
una atroz fatiga lo ahogó. Si hubiera estado solo en el tren, o tan siquiera entre gente
desconocida, seguramente se habría arrojado por la ventana. Yo hice como si no me
diera cuenta de sus temores. Leía tranquilamente mi diario y de tanto en tanto miraba
por la ventana. El no me quitaba la vista de encima para ver si yo no mostraba miedo;
porque eso hubiera sido para él la prueba de que aquí estuviera pasando algo
excepcional. Pero viendo que yo me quedaba tranquilo y que también los otros
pasajeros leían tranquilamente o charlaban o reían , pelaban una naranja o miraban
aburridos por la ventana, se dio cuenta de que todo estaba en orden, que nada le
sucedería y que nadie quería matarlo. Claro que del todo no se sacó de encima su
inquietud y en un momento en que había dejado de leer y me había levantado para
cambiar el equipaje de lugar, me preguntó: · "¿Oiga, patrón, no paramos pronto? "Falta
mucho, Felipe", dije yo, "si en Novillero, en Jericó o en Margaritas nadie sube ni baja,
recién paramos en Coapa y eso es más de una hora de viaje." Después llegó el
controlador para controlar los billetes, después el vendedor del tren con limonada,
cerveza, frutas, chocolate, cigarillos, diarios y revistas y eso aseguró a Felipe de que
todo estaba perfectamente en orden y que esto, en fin, era el tren. Le dije luego que allí
en un rincón había una canilla, de dónde podría beber agua buena. En seguida quiso
probar. Pero no llegó muy lejos, el bamboleo del tren le hizo perder el equilibrio y se
sintió aliviado una vez que había vuelto a alcanzar su asiento al lado mío.
Finalmente paramos en una de las pequeñas estaciones intermedias y cuando el viaje
prosiguió ya se sentía en el tren como en casa y puso cara de indiferente. Ya se animaba
a mirar por la ventana y me señalaba los lugares por los que habíamos pasado cuando
cabalgábamos hacia aquí. Al mediodía llegamos a Jalisco. El hecho de que hubiéramos
llegado tan rápidamente, que habíamos tardado seis horas para recorrer un camino que a
caballo nos había llevado casi cinco días, lo sorprendía más de lo que me hubiese
esperado. Pensaba que fuéramos a necesitar por lo menos un día entero de viaje para
llegar a Jalisco.
Bajó aquí para salir al día siguiente hacia su casa. El tren se detuvo casi dos horas
porque un eje se había recalentado y parecía que también estuvieran reparando la
locomotora.
Felipe se había marchado pero al cuarto de hora volvió para contarme que las cosas se le
habían dado bien. No necesitaba esperar hasta la mañana siguiente, emprendía ese día
mismo la marcha con una larga columna de carretas* que sólo esperaba tomar en
consigna algunas mercancías que acababan de llegar para ponerse luego en camino. Lo
cual le venía muy bien. Podía entonces viajar en nutrida compañía, hasta podía sentarse
en una carreta* si el camino no era demasiado malo y no necesitaba cargar con su
bultito. En Tuxtla Gutiérrez o en Chiapa de Corzo seguramente podría encontrar una
caravana de mulas u otros muchachos con quienes seguir viajando.
Antes de que el tren partiera, la columna de carretas* ya empezaba lentamente a
ponerse en marcha para recorrer su largo camino.
Felipe se me acercó para despedirse. Estaba parado delante de mí, orgulloso con su
nueva blusa de calicó azul que le colgaba rígida de su cuerpo bien formado, parecía casi
un barril. A pesar de su camisa remendada, a pesar de su pantalón blanco manchado,
que por motivos desconocidos llevaba en una pierna largo, en la otra, arremangado
hasta la rodilla, hasta ahora había tenido el aspecto del hijo color de bronce de este bello
país. La blusa, por orgulloso que estuviera de ella, por poco que él se diera cuenta, lo
arrojaba brutalmente al montón de la gruesa masa de los obreros industriales, a él, al
indio tan bello, cuyos movimientos eran siempre tan libres, tan amplios, tan
desinhibidos, tan naturales, que para mí era un placer verlo atareado con las mulas. Esta
blusa rígida, fuertemente almidonada volvía extrañamente pesados y torpes sus
movimientos. Pero él parecía sentirse muy bien.

*N.d.T.: en el original, en español con grafía alemana "Karretas"

32

Observando así a Felipe, fui consciente de que con esta apariencia, con esas ropas era
como un símbolo de todo su pueblo: una raza poderosa, inquebrantable, dueña de una
fuerza primitiva, con una gran inteligencia aún sin desarrollar, dotada de una increíble
riqueza de ideas y pensamientos totalmente originales y sin gastar, pero que se
encuentra metida en una blusa que no es la propia y con la que, por eso, parece torpe.
La blusa de obrero de fábrica que ahora llevaba puesta Felipe me condujo a otro
problema. Con fuerza incansable y creciente el pueblo mexicano actual trabaja para
fomentar y desarrollar su agricultura. La agricultura es necesaria y es la columna
vertebral de un pueblo. Pero el minifundio aun cuando parece darle a muchas personas
una mayor libertad personal se ha convertido ahora en un factor que obstaculiza el
desarrollo del pueblo. En ningún otro lado se trabaja tantas horas como en el
minifundio, en ninguna parte el trabajo es más duro y en ningún otro lado el trabajo
rinde menos que en el minifundio. Y en ningún lado reina tanta ignorancia, falta de
cultura y civilización, superstición entre la gente como allí, donde domina la agricultura
a escala reducida. Ni a los niños ni a los adultos ocupados en el minifundio les sobra
tiempo o vitalidad para dedicar con provecho a la propia educación.
Hoy es la industria, sólo la gran industria concentrada el lugar en donde se puede
desarrollar la civilización. La gran industria concentrada en el ámbito de la agricultura,
como en todos los otros ámbitos. Sólo la gran industria da a los hombres suficiente
tiempo y la energía vital excedente que necesita hoy.
En EE.UU. 72.000 pequeñas y grandes fincas han sido abandonadas por sus
propietarios. Se pueden comprar por chauchas y palitos. Aún el finquero más hacendoso
no puede competir con una gran finca, que trabaja sus tierras con tractores más pesados
y poderosos que las locomotoras de los trenes rápidos. Estas fincas pueden vender sus
productos a tan bajo precio que el pequeño finquero literalmente tiene que morirse de
hambre con su familia aunque no se permita ni una hora de descanso. Las grandes fincas
industriales tienen jornadas de ocho, siete o seis horas. Pagan salarios que permiten a
sus trabajadores mantener coches y mandar a sus hijos a la escuela secundaria sin que
por eso los padres tengan que morirse de hambre. En México hoy quieren promover el
minifundio.
Henry Ford en Detroit hace que sus obreros sólo trabajen cinco días por semana. En
esos cinco días de ocho horas ganan más que todos los demás obreros en seis días. Con
sus ingeniosos proyectos, con máquinas que podemos considerar milagros ha
conseguido que sus obreros en cinco días produzcan más que todos los otros
trabajadores en seis días. Los sistemas que emplea para obtener tales prestaciones de sus
obreros son menos crueles que en cualquier otra industria en los EE.UU.. Henry Ford ha
obtenido según las valuaciones fiscales en los seis años que van de 1913 a 1919 una
ganancia neta de 229.000.000 dólares y en ese tiempo ha pagado los salarios más altos y
ofrecido la jornada laboral más corta. Su fortuna se calcula en aproximadamente dos mil
millones de dólares; hace poco rechazó por enteramente improponible una oferta de mil
millones de dólares que le ofrecían por su empresa. Desde 1919 hasta 1927 su ganancia
neta aumentó varias veces, ninguna otra empresa en los EE.UU. y menos aún el estado
pueden ofrecer en igual medida los salarios que él paga, la corta jornada laboral que
ofrece, las instalaciones que ha creado para conceder a los obreros de sus talleres la
mayor participación posible en las conquistas de la civilización moderna. En sus naves
las pagas son la mitad más altas que las de las naves americanas que dan las pagas
inmediatamente más bajas. Las altas pagas y las condiciones de trabajo ventajosas lo
conducen constantemente a amargos conflictos con las restantes empresas en EE.UU. y
con las poderosas compañías navieras. El amenaza demostrando que podría pagar
salarios aún más altos a los marineros contratados en sus barcos e igualmente tener un
excedente, mientras las restantes empresas y compañías navieras constantemente están
por quedar en rojo. Henry Ford se puede permitir ser antisemita, que lo es, él es el más
ferviente opositor a la guerra y antiimperialista, se opone a la pena de muerte, se opone
al sistema reinante para el tratamiento de los criminales y es un decidido opositor a las
leyes sobre inmigración en vigor y propaga la libre circulación ilimitada de los obreros.
Se puede permitir todo lo que ningún otro puede osar. Ni el más poderoso banco de
Nueva York le puede venir con cuentos porque él no toma dinero prestado; pero si
quiere puede sacudir todo Wall Street. Puede, lo que ningún otro empresario se podría
permitir, vender sus coches al puro precio de costo y, sin embargo, podría tener varios
millones de ganancia neta por el sólo hecho de que se hace pagar un premio más alto del
proveedor de materia prima y así vende los productos de deshecho al mejor postor.
No se trata aquí de discutir sobre lo que piensan los comunistas y los obreros
organizados en sindicato sobre Henry Ford en EE.UU.. Simplemente para llegar a otras
conclusiones que aquéllas por las que se andan peleando los comunistas doctrinarios en
EE.UU., quiero señalar el increíble poder de un gran industrial verdaderamente
moderno y colosal.
¿Y cuál es la razón de ese poder? No es el capitalismo, sino una organización ejemplar
del trabajo. He ahí todo el misterio. Esta excelente organización se puede aplicar
igualmente en un sistema económico no-capitalista, tanto más aquí. El gran mérito de
Henry Ford consiste en haber enseñado a la humanidad lo que hoy es posible lograr por
medio de una organización profunda y bien pensada. Hasta hoy la buena organización
no había manifestado sus virtudes en la vida económica, sino sólo en ámbito militar, y
aún allí en forma incompleta.
Lo que muchas empresas hoy llaman organización modelo, especialmente el sistema de
ficheros, que en EE.UU. ha adoptado modalidades idiotas y por eso se ahoga en sí
mismo, no es organización y no tiene nada que ver con la organización. Esta
organización, orgullo de tantas empresas en EE.UU. hoy, no es más que una burocracia
archisofisticada. Pero burocracia no es organización. La burocracia bloquea la
organización.
Pero este caso de una gran industria altamente desarrollada demuestra que se ha llegado
a un punto en que sólo la gran industria concentrada está en condiciones de elevar el
nivel de civilización general de la gran masa. Por eso pienso que el desarrollo del
minifundio en México sólo puede ser útil a la totalidad del pueblo mexicano si no pasa
de un breve período de transición. El minifundio es algo que pertenece al pasado y que
hoy tiene efectos reaccionarios en todos los sentidos. Lo que México necesita es gran
industria, gran industria en todos los sectores, dejando fuera del circuito sin
miramientos toda pequeña empresa.
No conozco otro país con condiciones tan ventajosas para la gran industria como
México.
Todas las materias primas se encuentran ya en el país o pueden ser explotadas. El país
posee tanto hierro que puede abastecer a todo el mundo por varios siglos. El carbón ni
se busca. Una única mina de carbón en México produce todo el carbón que hoy se
necesita en el país. La riqueza petrolífera debe de ser inagotable.
A esto hay que agregar que en este país no es necesario construir costosos
establecimientos fabriles. En todo el país, salvo en algunos distritos pequeños, bastan
grandes galpones abiertos techados. No hacen falta las costosas instalaciones de
calefacción como en el clima nórdico. Se puede trabajar perfectamente teniendo una
buena ventilación, como ya se hace en las refinerías de petróleo.
El obrero indio, hasta los de las razas primitivas, tienen una asombrosa capacidad para
aprender cualquier oficio en poco tiempo y para aprenderlo tan bien que puede estar a la
misma altura de un artesano europeo. He visto indios provenientes de zonas
completamente primitivas puestos a trabajar en máquinas y que tras pocos días las
atendían como si se hubieran criado al lado. Comprende con mayor rapidez, y una vez
que comprendió trabaja con mayor autonomía que el negro. Al negro hay que estarle
siempre atrás porque sino no trabaja, mientras que el indio no soporta que uno le esté
encima, hace su trabajo impulsado por un sentido de responsabilidad que es parte de su
carácter.
Por varios años México podría producir valores con una gran industria propia, sin
presionar el mercado mundial. Hay que construir veinte mil kilómetros de ferrocarril
con locomotoras, más los correspondientes vagones para transporte de pasajeros y de
carga. Y aún así habría todavía muchas zonas sin ferrocarril. Hoy hay que comprar hasta
los más simples bulones en EE.UU. o en Europa. Es imposible calcular superficialmente
cuántas centrales eléctricas harían falta. Sólo cinco ciudades cuentan con teléfono. A
pesar de que México se encuentra entre dos océanos y tiene 10.000 kilómetros de
costas, no tiene ni un solo astillero y su flota mercante está compuesta por algunas
naves de vapor costeras. El gran tráfico naval del país lo explotan las compañías
navieras extranjeras.
La riqueza del país es tan enorme, tan incalculable, que el país no necesitaría ni un solo
dolar de capital extranjero. Es más, el país es tan increíblemente rico que no necesitaría
ni una sola concesión a empresarios capitalistas privados, ni extranjeros, ni indígenas.
Hoy todos los pozos petrolíferos y todas las minas están en manos de grandes
capitalistas extranjeros.
Lo único que el país necesita es una organización de sus fuerzas y de sus riquezas. El
gobierno emplea hoy mucha energía, si bien con la mejor intención, para revitalizar y
promover la agricultura basada en el minifundio. Pero en el estadio actual del desarrollo
económico, una difusión de la agricultura basada en el minifundio empobrece el país y
dificulta la labor cultural y civilizadora. En vez de desflecar cientos de miles de fuerzas
voluntariosas y útiles, el gobierno mexicano debería poner diez millones de hectáreas de
terreno estatal bajo los mejores y más modernos tractores americanos; entonces sí que
se podrían crear las bases para algo que fuera más allá de nuestro tiempo y se
considerara como el comienzo de una nueva forma de economía popular organizada en
forma coherente e inteligente. Es realmente grotesco que este país, tan increíblemente
rico que puede abastecer de maíz a todo el continente, hoy tenga que importar cientos de
miles de toneladas de maíz desde los EE.UU. para que la población tenga de comer. Se
le echa la culpa de esta lamentable situación al gobierno. Y en esto se tiene razón. Pero
los opositores del actual gobierno no tienen razón cuando dicen que la culpa es de las
ideas en favor de los obreros que tiene el gobierno. Esto de ninguna manera es verdad.
Porque el obrero, que hoy está diez veces mejor que antes de la revolución, compra
mucho más y consume mucho más que antes. El gobierno tiene culpa de esta situación
sólo en la medida en que revitaliza y promueve métodos antiguos y la explotación
minifundista es el método más antiguo, donde, en cambio, habría que emplear sólo los
métodos más modernos. La formación de Rusia no fracasa por culpa del bolchevismo,
porque el bolchevismo es sólo una forma de gobierno, ni mejor ni peor que la
monarquía absoluta o el fascismo. La construcción de Rusia fracasa sobre todo por la
explotación minifundista que se practica. Un millón de pequeños campesinos necesitan
un millón de arados, un millón de gradas, guadañas, hoces, máquinas trilladoras y un
millón de cada una de las restantes herramientas. La décima parte de todos esos
millones de herramientas concentrada en pocos tractores gigantescos, atadores
gigantescos, trilladoras gigantescas consigue con jornadas de seis horas diez veces más
de lo que podría producir ese millón de campesinos. La fuerza de trabajo de ese millón
de campesinos puede utilizarse con mayor provecho donde todavía no pueden
emplearse los grandes tractores, por ejemplo en la construcción de ferrocarriles, puentes
y otras cosas necesarias.
México se encuentra en condiciones mucho mejores que Rusia, en todo sentido. En vez
de pedir préstamos de capital americano, en vez de invitar capitalistas extranjeros a
explotar las riquezas naturales del país, llevando así el país a una constante situación de
peligro de ser atropellados y anexados por los imperialistas americanos, el gobierno
podría crear fácilmente empresas y organizaciones industriales a gran escala que harían
parecer ínfimas incluso las del mismo Henry Ford; porque el gobierno mexicano tiene a
disposición riquezas mil veces mayores que las que posee Henry Ford. El gobierno
mexicano puede disponer de reservas que ni Henry Ford ni ningún gran capitalista
posee. Henry Ford inició su empresa en 1905 con 28.000 dólares. El gobierno mexicano
podría empezar con un millón de dólares. Pero en el fondo no se trata de cien mil
dólares o de cinco millones de dólares.
México tiene el propósito de llegar a ser un gran estado moderno. Cree alcanzar esa
meta imitando a otros grandes estados modernos y sus sistemas. He aquí el error
fundamental. Si México quiere llegar a ser un gran estado moderno, no debe imitar,
tiene que mostrar sus peculiaridades y tiene que ser más moderno que todos los otros
grandes estados modernos. Tiene que inventar formas económicas más nuevas y más
modernas. No necesita inventar muchas novedades. México no tiene que hacer más que
retomar las formas de colaboración solidaria altamente desarrolladas de todo el pueblo,
tal como existían entre los indios del Perú y entre los de México mucho antes de la
llegada de Colón, y combinarlas con las formas de organización, como las que han
alcanzado los métodos de producción del gran capitalismo altamente desarrollado
actualmente en los EE.UU.. Provisoriamente este nuevo sistema económico conduciría
a una cooperación de todos los connacionales mexicanos sobre la base de un moderno
gran capitalismo, excluyendo la acumulación de capitales privados, pero concediendo
una participación porcentual a las ganancias a los directores responsables de cada uno
de los sectores de producción. Si a los obreros de las fábricas de Henry Ford se les
pueden dar hoy condiciones de vida y de trabajo que hasta ahora disfrutan sólo pocos
trabajadores americanos y ningún trabajador mexicano, tanto más será realizable en un
moderno sistema económico, tal como el pensado aquí. Henry Ford no es el único
realizador de su obra, es sólo el dictador. Pero tiene un equipo de excelentes
organizadores a disposición, que ganan exactamente lo que valen para su empresa.
También México puede tener ese equipo de organizadores, porque los organizadores de
Henry Ford no son seres de excepción criados en los tubos de ensayo de un laboratorio.
Varias de las cabezas excelentes de las fábricas de Henry Ford sólo han cursado
estudios primarios. Justamente en el caso de grandes organizadores se ha visto
frecuentemente que una instrucción superior es un lastre que hay que sacarse de encima
antes de poder trabajar y organizar con provecho. Porque la instrucción acarrea
prejuicios también en el modo de pensar y muchas veces obstaculiza el descubrimiento
y desarrollo de nuevas ideas. Donde se necesitan y se exigen conocimientos especiales
se pueden comprar por docenas en la feria en donde se ofrecen y, con el mayor gusto,
los productos universitarios por un salario mensual de doscientos dólares.
México es una tierra virgen, una verdadera tierra inexplorada sin arar, en todo sentido.
Aquí hay una tierra rica, desbordante de energía, virgen, y aquí hay un gobierno con
ideas completamente modernas, neutral frente al capitalismo privado y amigo y
compañero del trabajador que puede y desea trabajar. El gobierno tiene una sola meta,
elevar al pueblo mexicano al grado más alto de civilización, y el pueblo mexicano está
compuesto en un noventa por ciento por proletarios y habitantes que viven en
condiciones proletarias. Aquí hay una oportunidad de crear desde el principio, antes de
que el capitalismo privado eche raíces, una gran industria perfectamente organizada,
cuyo único propietario sea el pueblo mexicano y cuyo dictador sea un muchacho capaz,
una especie de Henry Ford. De estos muchachos capaces México tiene una buena
cantidad, especialmente entre las filas de los trabajadores organizados. Hay que tener en
cuenta sólo que México hace doce años apenas tenía un grupo de trabajadores
organizados, mientras hoy los obreros de importantes sectores industriales están
organizados en un cien por ciento. Esta organización ha logrado que su voluntad sea
absolutamente idéntica a la voluntad del noventa por ciento del pueblo mexicano.
Los trabajadores mexicanos no necesitan quitarle la fábrica a nadie. Es mucho mejor
que construyan sus propias fábricas. Y deberían, digamos, construir una fábrica de
zapatos que sea tan grande como para abastecer de buenos zapatos no sólo a México,
sino a toda la América Central. La cuestión no es el tamaño de la fábrica, sino su
organización. Si los zapatos son mejores y más baratos que los que hoy se importan de a
millones desde los EE.UU., entonces las pocas fábricas de zapatos del país cerrarán
solas o las ofrecerán a los trabajadores por un trozo de pan seco. Claro que los
trabajadores mexicanos no nombrarían dictador de una tal fábrica a un camarada
comunista, porque ya han aprendido lo suficiente como para saber que un buen orador
en las reuniones será siempre un mal director de fábrica de zapatos. Para la función del
dictador se alquilan a Mr. Salomon Shut de Boston, el manager de una fábrica de
zapatos de Massachusetts, que diariamente produce cuatrocientos mil pares de zapatos,
asegurándole un ingreso treinta veces superior al que tiene en Massachusetts. Entonces
viene y entonces la fábrica marcha.
Pero aquí los trabajadores ni necesitan hacerlo, aquí lo tiene que hacer el gobierno, o
mejor dicho, ordenar y financiarlo. Conozco suficientemente bien a los trabajadores
mexicanos y sé que sacrificarían alma y vida por tales planes como no lo haría ninguna
otra clase obrera de ningún otro país. Una única fábrica de automóviles, suficientemente
grande y suficientemente bien organizada, podría producir más barato que Henry Ford
aquellos coches que hoy se importan de a miles desde los EE.UU., porque no habría que
pagar los altos costos de flete y aduana. Todo el algodón que hoy se cosecha en México
va a Europa y a EE.UU. y México lo vuelve a comprar manufacturado pagando altos
costes y altos derechos de aduana. México ocupa el segundo lugar en cuanto a la
producción de petróleo, sin embargo, el país compró en 1926 productos derivados del
petróleo a los EE.UU. por un valor de 12.000.000 dólares. En México la gasolina cuesta
un cincuenta por ciento más que en EE.UU. a pesar de que el petróleo se extrae
directamente de la tierra mexicana. México aplica un derecho de aduana al petróleo
exportado, pero este derecho lo tiene que pagar nuevamente el comprador de la
gasolina, además de los costes de flete, los costes de refinación en los EE.UU. y la
ganancia de las empresas petroleras americanas.
Los derechos de importación, que en México son bastante altos, no enriquecen un país,
sino que lo empobrecen. Al país sólo le queda una fracción de esos derechos porque una
parte considerable se gasta en los funcionarios que controlan y cobran esos derechos de
aduana. Sólo la producción y el intercambio de productos enriquece un país. Hoy y
quizás también mañana México será resguardado del imperialismo americano gracias a
la benevolencia algo sentimental, al amor por la justicia y la voluntad de paz de
millones de hombres en los EE.UU., que le reconocen a México el derecho que tiene de
darse e imponer las leyes que considera útiles para el país. Pero esta benevolencia no
siempre es eficaz y no es constante. Cuando los imperialistas americanos se pongan con
todo, la benevolencia de aquellos americanos de buena fe se caerá a pedazos y los más
nobles planes de paz de las mejores cabezas de los EE.UU. se los lleva el viento por
obra y gracia de un cañonazo disparado en el momento justo en el lugar debido. Si
todavía nos zumban los oídos de los hunos cortadores de manos que querían clavar en la
pared a los bebés americanos cuando pocas semanas antes eran valientes soldados que
iban a la batalla con el Goethe en el bolsillo del pantalón y compartían bondadosamente
su último trocito de pan de aserrín con los hambrientos niñitos belgas o franceses. La
opinión pública cambia exactamente según la orden que den los que tienen el derecho
de mantener un contacto telegráfico directo con Wall Street.
Claro que no son sólo los intereses del gran capital de pura cepa los que fomentan las
ganas de expansión. Los EE.UU., como consecuencia de un rápido aumento de
población, como consecuencia de la superproducción que está adquiriendo dimensiones
gigantescas, necesita buscar nuevos mercados por puro instinto de conservación. En el
sistema capitalista e imperialista todavía hoy reinante en el mundo, EE.UU. a la larga no
puede tolerar a ningún vecino que no se ponga rápidamente en pie. Aquí en México hay
dos millones de kilómetros cuadrados de tierra inmensamente rica para sólo quince
millones de habitantes. Si el pueblo que vive en esa rica tierra no la utiliza o sólo lo
hace insuficientemente, según la ley capitalista, hay que quitarle esa tierra. Si la gente
que vive en ese gran país no lleva zapatos, simplemente hay que obligarlos a que se los
pongan, lo quieran o no. Y si ese pueblo no sabe hacérselos, hay que imponérselos con
o sin apoyo de acorazados. Si ese país no construye autopistas para poder usar y
comprar el excedente de autos de los EE.UU., hay que obligarlo a que construya las
autopistas necesarias. Si no lo hace por propia voluntad, se envían los ejércitos, para
acelerar un poco la cosa; sino, para qué existen los ejércitos si no promueven una venta
segura y buena. El capitalismo moderno no puede tolerar por mucho tiempo
condiciones, como las que existían hasta ahora en México.
A esto hay que agregar que los EE.UU. han construido y poseen el Canal de Panamá,
pero no lo dominan. En verdad, al Canal de Panamá lo dominan los ingleses, que están
en Jamaica, en Honduras Británicas y en la Guayana Británica, es decir que está tan
cerca del Canal como su dueño. EE.UU. sólo dominaría el Canal si estuviera en México
y, por lo tanto, también en América Central.
Y finalmente se agrega algo, que no se puede explicar ni desde el punto de vista político
ni desde el económico, sino quizás sólo desde el biológico. Y es: la presión de los
americanos hacia el sur, la antiquísima presión de los pueblos nórdicos, la presión de los
germanos y de todas sus tribus. Este impulso todavía hoy encuentra satisfacción en
Florida, en California y en Texas. Pero en cincuenta años, o quizás antes, Florida,
California y Texas ya no serán suficientemente grandes y la emigración llevará en
forma pacífica o belicosa hacia el México Central, así como la emigración de los
antiguos habitantes del norte de América, los indios, una y otra vez tomó ese rumbo. El
hombre siempre siguió el clima y eternamente lo seguirá, sigue el sol y evita el largo
invierno. La civilización actual recorre este camino más lentamente, pero no lo
abandona.
Todo esto junto lleva a un encontronazo final de ambas naciones, los norteamericanos y
los mexicanos. Es sólo cuestión de poco tiempo. Ninguna liga de naciones, ningún
tratado puede evitar ese encontronazo.
Hay una sola cosa que puede evitar ese encontronazo y es la eliminación de las
naciones, la eliminación de las fronteras, la eliminación del capitalismo privado. El
pueblo mexicano no puede esperar la eliminación de estas cosas. Por eso a este pueblo
le queda un solo camino, el de conducir al pueblo mexicano en los próximos veinte años
al mismo grado de civilización y al mismo grado de desarrollo económico que los
EE.UU. habrán alcanzado dentro de veinte años.
Encontrar cuál es el mejor modo para lograrlo y luego realizarlo es la tarea más difícil
ante la que se encuentra hoy el pueblo mexicano. Ningún otro pueblo se ha visto ante
tarea semejante o parecida.
Quizás el mejor modo y el más digno de personas inteligentes, de cumplir con ese
cometido sea la unión de todas las naciones hispanohablantes al norte del Canal de
Panamá en una federación y que esa federación de estados integre una gran federación
con los Estados Unidos de Norteamérica eliminando todas las fronteras.
La enemistad entre Estados Unidos por un lado y México y los estados
centroamericanos por otro lado y su eterna pelea se parece a la enemistad y a las peleas
que existen entre matrimonios o entre amantes. Ambos saben y sienten que dependen
uno del otro, ambos saben que no pueden vivir sin el otro, y ese sentimiento los lleva a
pelearse eternamente.
De hecho es así, EE.UU. y México son interdependientes, en el fondo de sus corazones
se quieren mucho, porque se complementan asombrosamente bien. No debería haber
nada que obstaculizara la concreción de una federación de estas naciones. Si se
considera posible una federación de los no sé cuántos pueblos distintos de Europa con
no sé cuántas lenguas distintas, ¿porqué no habría de ser posible una federación de
naciones con sólo dos lenguas distintas, sólo dos culturas distintas, sólo dos
constituciones distintas. Pero el mismo factor de poder que impide una federación de los
pueblos europeos, impide también la creación de una federación de pueblos
norteamericanos. Este factor de poder obstaculizante es el imperialismo inglés. La
federación norteamericana concentraría un tal poderío económico que desplazaría a
Inglaterra de su poderío mundial. Como lógicamente bien pronto una federación
sudamericana sucedería a una federación norteamericana, que con el correr del tiempo
se uniría, siguiendo esa misma lógica, a la federación norteamericana formando una
gran federación global, no quedaría nada de la potencia mundial inglesa. Frente a este
enorme coherente bloque de pueblos, que fácilmente puede absorber o generar un billón
de personas, el imperio inglés quedaría sólo como un pequeño estado, que, aun
manteniendo sus colonias -lo que es poco probable-cesaría para siempre de ser un factor
de poder determinante.
Tal como en Europa, también en nuestro continente las naciones tienen que andar
siempre peleándose, tienen que estarse amenazando siempre con guerras, sólo porque
no se puede tocar la posición de potencia mundial de Inglaterra.
La necesidad de imponer nuevos sistemas económicos altamente desarrollados y nuevos
métodos de producción desgastan y aniquilan con toda seguridad un imperio fundado
sobre sistemas económicos caídos en desuso, aun cuando políticamente se presente
todavía fuerte e inquebrantable hacia afuera. El imperio inglés se fundó sobre el carbón.
Pero el carbón dejó de ser el factor de valor determinante de la vida económica. El
petróleo, una mejor explotación de la energía hidráulica y el aprovechamiento,
previsible en un futuro próximo, del calor del sol, de las diferencias de temperatura
entre la superficie de los océanos y sus profundidades, así como la explotación de las
mareas, han desplazado el carbón de su posición de poder. Hasta para los productos
secundarios el petróleo tiene un futuro mucho más promisorio que el carbón. Hoy en día
ya se hace seda de petróleo, tanto como para mencionar una de las extrañas cosas que
hablan del gran futuro del petróleo.
Las grandes huelgas encarnizadas en la industria del carbón en Inglaterra y en los
EE.UU. demuestran la decadencia del poder del carbón. El carbón ya no le puede pagar
al trabajador que tiene que ver con él lo que un trabajador moderno y civilizado necesita
para vivir, porque el carbón ha perdido su valor. El carbón se volvió hoy una fuente de
energía anticuada, comparado con el petróleo rinde demasiado poco. En todo México y
en muchos estados de los EE.UU. ya no queda ni un sólo tren que funcione con carbón,
la cantidad de naves que queman carbón disminuye mes a mes. Las naves en las que no
se puede instalar una caldera de fuel-oil, apenas si valen la chatarra que contienen. En
los EE.UU. hay mucho más cocinas de petróleo que de carbón. El petróleo es más
cómodo, ocupa menos espacio, no necesita sótano, no produce cenizas y es más
económico porque cuando no se necesita el fuego, basta cerrar la llave, mientras el
carbón se consume sin aprovecharlo.
Todo esto añade un importante motivo por el cual México en poco tiempo llegará a ser
el foco económico del continente americano. México no sólo cuenta con una riqueza
inagotable de petróleo, sino que durante todo el año cuenta con la gran fuente de energía
del futuro, el constante, poderoso calor solar, y además tiene los dos océanos, de los que
puede aprovechar al máximo tanto la enorme fuerza de las mareas como la corriente de
temperatura de las cálidas capas superiores.
Si aquellos nuevos sistemas económicos y los métodos de producción además están
relacionados con el surgimiento de nuevas ideas de naturaleza sociológica -lo segundo
siempre coincide con lo primero- entonces la disolución y la caída de un imperio
político envejecido es mucho más rápida. Del poderío del imperio inglés hoy de hecho
ya no queda más que un poderío político, la libra esterlina quedó completamente y para
siempre dejada de lado como estándar del dinero mundial. Hoy el dólar se ha convertido
en patrón de las divisas internacionales. Ya no es Londres, sino Nueva York, la que
determina el valor y el curso de la libra esterlina.
Como consecuencia del surgimiento de nuevas ideas, no sólo China, India, Egipto, sino
también las propias colonias están corroyendo el imperio inglés. Desde el interior es el
proletariado radical quien está sacudiendo los fundamentos del imperio. Bajo la presión
de la decadencia económica ese proletariado ha perdido por completo aquella tranquila
forma de considerar y parlamentar de los obreros ingleses de la segunda mitad del siglo
pasado. El proletariado inglés, una vez tan seguro de sí mismo con su férrea fuerza, cae
cada vez más en un estado de opresión económica y psicológica, que un día de estos se
descargará con actos desesperados de inaudita espontaneidad, porque para el
proletariado inglés se habrá hecho insoportable. Y estos actos desesperados tendrán que
hacer explotar todo el imperio inglés. Es perfectamente explicable que el comunismo
haya nacido en suelo inglés, si se buscan los motivos en el sistema económico inglés.
Un imperio, cercano a su derrumbe, se anquilosa en su estructura. La constitución
inglesa y el parlamentarismo inglés alguna vez, y hasta fines del siglo pasado, fueron
modelo para los más acabados derechos populares. Hoy en día Inglaterra tiene el
sistema de gobierno más conservador y anticuado de todos los países civilizados de
Europa y de América. Los derechos del pueblo a cogobernar, que una vez parecían tan
dignos de ser imitados, hoy no son más que una ceremonia exterior insignificante,
vacía, y sobre todo, ineficaz. Una sesión inaugural del parlamento en Inglaterra parece
hoy a un no-inglés como el desfile publicitario de un circo, que a la noche dará su
función. El pueblo sigue mandando representantes al parlamento, pero el aparato se ha
vuelto tan pesado para los nuevos tiempos que ni los derechos ni las aspiraciones del
pueblo llegan de ningún modo a valer. Hay un rey, hay una cámara de los lores, que
llegan a ese cargo por herencia, una cámara alta, y finalmente una cámara baja, para la
plebe. Una vía jerárquica larga en una época en que se tambalean las bases de
instituciones y principios pasados de moda.
En épocas en que contemporáneamente salen a la luz mil ideas nuevas de tipo espiritual
y económico, tampoco el resultado de guerras puede ser decidido o asegurado a través
de tratados de paz o de federaciones de pueblos de carácter político. Las generaciones
siguientes reconocerán claramente que en la última gran guerra Inglaterra perdió,
Francia fue neutral, mientras Rusia y Alemania fueron los vencedores. En EE.UU.,
desde una distancia un poco mayor, ya hoy eso lo sabe todo muchacho que vende
periódicos por las calles.
Partiendo de estas experiencias no se deben juzgar los acontecimientos en nuestro
continente americano, según el informe cotidiano que llega a Europa. Los informes que
llegan a Europa, aun hoy, vía cable y todo, pasan por canales ingleses, porque
generalmente se tiñen de puntos de vista ingleses. Todos estos informes deben ser
juzgados a partir de una suma de distintas consideraciones, contraponiendo y midiendo
cuestiones políticas, económicas y del capitalismo privado, como también, en mayor
medida, cuestiones raciales para llegar al nudo y a la verdad aproximada.
Al ver a Felipe parado delante de mí, feliz con su rígida blusa de calicó azul, pareciendo
no desear nada más en el mundo sino que este estado durara para siempre, fui
consciente de que esta actitud de conformarse, de contentarse, de ser feliz en medio de
estrecheces es una de las causas fundamentales por las que el pueblo mexicano en su
amplia mayoría, a pesar de las enormes riquezas naturales de su tierra ha quedado tan
rezagado, desde el punto de vista económico, con respecto al pueblo americano. La
última revolución ha arrancado violentamente al pueblo de ese estado de conformidad,
ha catapultado a la guía del pueblo hombres con agallas, con ideas completamente
modernas, que reaniman. En parte el pueblo todavía está en el fango, que el desgraciado
poder de la iglesia y los quehaceres de aventureros políticos irresponsables, codiciosos y
egoístas han dejado en esta tierra bendita. Ahora el pueblo tiene que nadar para salvarse
y llegar a la orilla. Aprende a conocer sus fuerzas, y aprende a utilizar sus grandes
capacidades. A veces pienso que al pueblo mexicano le hace bien tener a los EE.UU.
siempre pisándole los talones, siempre pegándole en las costillas, siempre amenazando
con ruptura de las relaciones diplomáticas o con la invasión armada. Quizás así se
olvide de volverse a dormir o de ponerse a tomar sol recostado en sus riquezas sin
utilizarlas para su propio bien o en beneficio de la restante humanidad. El primer deber
de quien posee, es utilizar sus riquezas de manera que den frutos, si no quiere ser
considerado como un ladrón de los bienes de la humanidad. Suena bien cuando en el
parlamento mexicano reunido en pleno, los diputados de este pueblo orgulloso y
valiente exclaman en lágrimas: "¡Contra el enorme ejército bien equipado de los
yankees no podemos vencer, pero el mexicano les mostrará que sabe morir con gloria
por su amada y hermosa patria!" Yo soy de la opinión que el orgullo del mexicano no
quedaría ni mínimamente perjudicado si utilizaran las palabras igualmente orgullosas y
valientes: "Les vamos a demostrar que el mexicano sabe trabajar y vivir por su amada
patria."
Prescindiendo de lo que se piense de los EE.UU., es un hecho de que este país ha
llegado a ser lo que es hoy, en primer lugar por el trabajo infatigable. Hoy el lema es:
trabaja por propia voluntad y trabaja mucho, de lo contrario te harán esclavo de quien
sabe trabajar.
*
Entretanto el tren se había preparado para partir. Felipe se me acercó y me dio la mano
para despedirse. Repetía una y otra vez: "¡Adiós, patrón, adiós!"
Pero al final se le ocurrió otra cosa y dijo: "Quiero decirle, patrón, nunca en mi vida
pasé un tiempo tan lindo como los días en que pude marchar con Ud. Ahora veré las
cosas de otro modo, porque he aprendido mucho."
"Yo también veré las cosas de otro modo, Felipe, créamelo", le respondí. "Su hermosa
tierra me ha enseñado mucho más de lo que sabía antes. Es una tierra donde se pueden
sondear todas las cosas y saberes de este mundo."

FIN
1N.d.T. Esta ciudad se llamó San Cristóbal Las Casas y no "de" Las Casas entre 1829 y
1934 (Diccionario Porrúa, México, Porrúa, 1971 (3ªed.), p.1856), es decir también en la
época en que Traven escribió esta obra (1925-1926).
2 N.d.T.: en el original "Ich weiss nicht, was soll es bedeuten, dass ich so traurig bin",
es el comienzo del Loreleylied, texto del poeta Heinrich Heine (1797-1856).

Traducción de
Irene Theiner

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