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UNIVERSIDAD DE CARABOBO

ÁREA DE ESTUDIOS DE POSTGRADO


FACULTAD DE CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN
MAESTRÍA EN LITERATURA VENEZOLANA

POÉTICA Y HERBARIO: EL DISCURSO VEGETAL


DE ALFREDO ARMAS ALFONZO

Autor: Marcos E. González R.

Valencia, Julio De 2003

RESUMEN

POÉTICA Y HERBARIO: EL DISCURSO VEGETAL


DE ALFREDO ARMAS ALFONZO
AUTOR: Marcos González
TUTOR: Prof. Laura Antillano
Julio de 2003
El trabajo es un estudio interdisciplinario de la obra narrativa de Alfredo Armas Alfonzo,
para determinar el significado de la botánica en el discurso literario, establecer los vínculos entre
los procesos anímicos de la infancia y las imágenes del herbario; y analizar la estructura
connotativa de las expresiones botánicas y la dinámica poético-simbólica de las imágenes
vegetales.
Los temas se estudian a través de las bases teóricas de la interdisciplinariedad y a partir de
las contribuciones que prestigiosos autores han dado sobre los principales objetos de estudio.
Sobre las relaciones entre ciencia y literatura, entre otros autores nos apoyamos en Aldous
Huxley y Karl Popper. En el campo psicológico y sociológico, George Jean y Alejandro Moreno
Olmedo, para estudiar la dinámica del imaginario infantil. En los contenidos referidos a la
botánica y al pensamiento ecologizado, Henri Pittier, Jesús Hoyos y Edgar Morin. En el análisis
literario las ópticas de Roman Jakobson, Gastón Bachelard, Italo Calvino y Alberto Wagner de
Reyna.
Contrario a lo que podría pensarse, el discurso científico no desvirtúa el sentido poético de
la escritura; los novedosos aportes del campo paradigmático de la botánica enriquecen la exégesis
simbólica y añaden nuevas capas de significación a los signos claves. Las huellas del mito
personal del autor, las plantas y sus diversos aspectos correlativos constituyen un discurso vegetal
dentro del proceso de escritura de Alfredo Armas Alfonzo. Árboles, hierbas, frutas y flores
aparecen en la obra no sólo en sus dimensiones científica, estética y simbólica, sino como
elementos de una filosofía de vida y como aspectos esenciales para la explicación de la historia y
de la cultura del país.

SUMMARY
POETIC AND HERBARIUM: THE VEGETABLE SPEECH
DE ALFREDO ARMAS ALFONZO

AUTHOR: Marcos González


TUTOR: Prof. Laura Antillano
Julio, 2003
The work is a interdisciplinary study of the narrative work of Alfredo Armas Alfonzo, to
determine the meaning of the botany in the literary speech, to establish the bonds between the
psychic processes of childhood and the images of the herbarium; and to analyze the connotative
structure of the botanical expressions and the poetic-symbolic dynamics of the vegetal images.
The subjects are treated through the theoretical bases of the interdisciplinary and from the
contributions that prestigious authors have given on the main objects of study. On the relations
between science and Literature, among other authors, we leaned in Aldous Huxley and Karl
Popper. In the psychological and sociological field, George Jean and Alejandro Moreno Olmedo,
to study the imaginary childhood dynamics. In the contents referred to the botany and the
ecological thought, Henri Pittier, Jesus Hoyos and Edgar Morin. In the literary analysis the
opticals of Roman Jakobson, Gastón Bachelard, Italo Calvino and Alberto Wagner de Reyna.
In opposition to which it could think, the scientific speech does not weaken the poetic sense of
the writing; the novel contributions of the paradigmatic field of the botany enrich the symbolic
exegesis and add new layers of meaning to the key signs. The tracks of the personal myth of the
author, the plants and their diverse correlative aspects constitute a vegetal speech within the
process of writing of Alfredo Armas Alfonzo. Trees, grass, fruits and flowers appear in the work
not only in their dimensions scientific, aesthetic and symbolic, but like elements of a life
philosophy and as essential aspects for the explanation of the history and the culture of the
country.
INTRODUCCIÓN
Para hablar de la pasión vegetal de Alfredo Armas Alfonzo (1921-1990), recuerdo antes a
los primeros pobladores de esta tierra, que nombraron plantas, flores y frutos, desde el
sentimiento de la más pura analogía. Pienso en la Cloris de Botticelli, constelada de flores, y en
Arcimboldo, con sus rostros alegóricos, pintados con frutas, flores, hortalizas, objetos y animales.
Pienso en los deslumbrados cronistas, quienes apenas lograron balbucir los nombres de los
árboles y frutas de América, con un desconcierto que sólo calmaban los nombres traídos desde
Europa. Pienso también en Don Andrés Bello y en su “Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida”,
donde tempranamente en la literatura venezolana son atendidos con dignidad y respeto los frutos
de la agricultura. Pienso en los expedicionarios y científicos del siglo XIX, pienso también en
Lisandro Alvarado, en Arístides Rojas, en Henri Pittier, en Francisco Tamayo y en todos los
botánicos, idólatras de plantas. Pienso en todos los artistas, escritores, pintores y poetas que junto
a la mujer han hecho de la naturaleza su motivo más íntimo.
Para construir su breve historia personal de las plantas, Alfredo Armas Alfonzo sumó las
voces indígenas, los aportes de cronistas y botánicos, la sabia voz popular y la propia experiencia
en una región y en una época donde en gran medida la vida dependía del ritmo de las estaciones,
del conocimiento de la tierra, de la fauna y de la vegetación. Es con todo esto que se arma para
abordar otro costado de la historia, de esa que no cabe en gruesos tomos, sino en la caja
perfumada de alguna muchacha asomada a cualquier ventana, de cualquier pueblo, en cualquier
tiempo.
La constancia y el entusiasmo demostrados en el tratamiento de todo motivo colindante con
la historia local o nacional lo hacen cronista. Cronista también por su conciencia del tiempo,
especialmente del pasado, pero sin olvidarse del presente, porque él no fue un autor que usara la
literatura como evasión. Eso jamás podrá decirse. Cronista de la ensoñación, podríamos afirmar,
invocando al viejo tierno Gastón Bachelard, habitante sempiterno de armarios y habitaciones.
Cronista, sí, de pequeñas historias con fragancia de hierbas que exorcizan el olvido.
La historia de los vínculos entre el hombre y la vegetación se ha fundado en gran parte
medida en el valor utilitario de las plantas, en los múltiples usos que la humanidad ha dado a las
diversas especies: alimenticios, constructivos, combustibles, mágico-medicinales, ornamentales,
cosméticos y artísticos.
La literatura y la historia de nuestro continente deben mucho de su construcción al
inventario de la naturaleza efectuado por los primeros intérpretes de la realidad americana, que
mientras observaban entre otras características las fluviales, climáticas, económicas, étnicas y
botánicas, también estaban trazando las coordenadas imaginarias sobre las que giraría la
aproximación y comprensión del espacio americano, una forma de verlo que duraría varios siglos.
No obstante los progresos renacentistas y la tradición científica hispánica, la óptica de los
primeros exploradores europeos en América era muy cercana a la visión medieval del mundo. Y
en la aproximación a la naturaleza americana, especialmente a la fauna y a la vegetación,
prevalece una concepción medieval, enfatizada por el desconocimiento de la mayoría de las
especies observadas; lo que los hacía describir, clasificar y organizar el espacio de una forma
entre enigmática y ambigua.
El conocimiento de las plantas, especialmente las medicinales, que formaba parte de un
complejo conjunto teórico-práctico de herbolaria indígena, acumulado durante siglos por los
habitantes del continente americano, perduró principalmente gracias a la transmisión oral, luego
del orden político, económico, social y religioso impuesto durante el período de Conquista
primero y luego de Colonización.
Para el momento de la llegada del hombre europeo, un inmenso herbario alimenticio,
medicinal y utilitario integraba la cultura de los aborígenes que habitaban el territorio, lo que
cobra mayor repercusión si se le considera como parte de un gran cuerpo médico-botánico por el
que se interesa, en el sentido comercial, el conquistador inmediatamente después de la
concientización del fracaso de la búsqueda de las anheladas especies asiáticas que esperaban
encontrar.
Pero un interés contagiado de extrañeza y curiosidad ya se había declarado desde el
principio de los viajes de exploración, incluso desde el primer viaje del almirante Cristóbal
Colón, quien en su Diario de a bordo deja constancia escrita de la flora recién observada como
“maravilla” y “la cosa más dulce del mundo”, mientras manifiesta profunda pena por carecer de
referencias para definirlas.
Quienes sí conocían minuciosa y hasta “científicamente” las plantas eran los pobladores
prehispánicos, un conocimiento producto en gran parte de los cambios progresivos de la práctica
de la recolección al proceso de cultivo de las plantas (para sus usos alimenticios, utilitarios y
mágico-curativos, principalmente), a lo largo de miles de años.
En la mayoría de las crónicas del tiempo inicial de la exploración del territorio americano
se muestra el asombro ante el desarrollo botánico hallado entre los indígenas, especialmente entre
los pueblos mesoamericanos, quienes ya presentaban una importante organización, clasificación
y conocimiento de las plantas. Los conquistadores encontraron huertos tan organizados que se
acercaban bastante al concepto de los jardines botánicos europeos, con plantas que integraban
colecciones diferenciadas, lo que indica una forma sistemática de conocimiento de la vegetación.
Ante la flora americana los primeros conquistadores europeos se encontraron totalmente
desorientados. Sus referencias más cercanas eran las de bosques, campiñas, plantaciones, huertos
y jardines, sobre todo para quienes habían sido agricultores o campesinos, considerando que
muchos eran de procedencia urbana. Otros quizás tenían presente los jardines y patios-huertos de
casas, castillos y conventos, donde las plantas medicinales, hierbas aromáticas, frutales y flores
centraban su atención. Para otros aquellas plantas de extrañas hojas, flores de alucinantes colores
y frutas de sabores inenarrables rememoraban las leyendas sobre los poderes mágicos de las
plantas, que sólo brujas y hechiceros conocían, y que en realidad constituían el desconocimiento
de las propiedades realmente botánicas y de los principios activos de las especies como la
mandrágora (Mandrágora atumnalis Bertol.) adormidera (Papaver somniferum L.), beleño
(Hyoscyamus Níger L.), belladona (Atropa belladonna L.), dedalera (Digitales purpurea L.) y
estramonio (Datura stramonium L.), entre otras, instaladas en el imaginario como plantas
misteriosas, secretas y fantásticas.
Los más ilustrados tal vez se paseaban por las referencias de Hipócrates, Aristóteles, Plinio
el Viejo, Alberto Magno, Paracelso, Fuchs, Lobelius, Cordus, Cisalpino, y sobre todo Teofrasto y
Dioscórides, este último autor de la obra De Materia Medica (Siglo I d.C, versión miniada en el
512), uno de los primeros herbarios medicinales, con listas, explicaciones de propiedades e
ilustraciones. Este estudio de plantas fue copiado repetidas veces durante siglos hasta la llegada
de la imprenta que contribuyó a su mayor difusión e influencia.
En los albores de la exploración del continente, durante la Conquista y buena parte de la
Colonia, exploradores, cronistas, botánicos y viajeros perciben las plantas desde el punto de vista
que les es más natural, el de su propia historia. De allí que maravillarse sea la impresión inicial
ante la aparición de una exuberancia vegetal a la que se asimilaba quizás por las afinidades que
hallaban con la flora en gran medida apócrifa de los relatos de los viajes maravillosos por países
de Oriente y Occidente, de fuentes esencialmente medievales y muy populares durante siglos en
España y Europa.
Una extensa variedad de especies americanas sugiere nombres surgidos de la comparación
con las formas vegetales europeas y toda la flora y la fauna de Venezuela y de toda América es
inicialmente considerada de este modo. Progresivamente, mediante los roces con una realidad
que supera con creces las expectativas se van reconociendo las diferencias y la vegetación va
tomando forma con muchos de sus nombres propios, con sus voces nativas o las que son más
fáciles de españolizar. Poco a poco las plantas americanas no sólo “maravillan” sino que
comienzan a ser vistas en su funcionalidad. Los europeos reconocen sus funciones alimenticias,
medicinales y utilitarias, principalmente, en parte gracias a la observación del uso que los
indígenas daban a esas plantas.
Especial contribución en este interés por las plantas americanas fueron los aportes de lo
primeros soldados, colonos, letrados y sacerdotes, especialmente jesuitas, que emigraron al
continente americano a partir del siglo XVI, y que difundieron por América y Europa la
información básica sobre las especies del continente. Desde esa época se publican una serie de
obras que constituyen las primeras fuentes documentales que aunque subsumidas de la visión
histórica, científica, filosófica y cultural de España difunden información sobre la naturaleza
americana e incluyen importantes indagaciones sobre el mundo vegetal. Entre ellas, las obras
Décadas del Nuevo Mundo (1494-1526), de Pedro Mártir de Anglería; Historia General y Natural
de las Indias (1535, versión ampliada del Sumario de la Natural Historia de las Indias, de 1525),
de Gonzalo Fernández de Oviedo; Historia General de las Cosas de la Nueva España (editada en
1829-1830), de Bernardino de Sahagún; Historia Natural y Moral de las Indias (1590), de José de
Acosta; Historia Natural de la Nueva España, de Francisco Hernández.
El más antiguo tratado colonial sobre plantas medicinales, escrito directamente por
aborígenes es el Libellus de Medicinalibus Indorum Herbis (Librito de las Hierbas Medicinales
de los Indios, 1552), conocido también como Códice Badiano, cuyos autores son los indígenas
mexicanos, Martín de la Cruz, quien dicta sus conocimientos sobre plantas, y Juan Badiano,
quien escribe en latín, lengua que conoce por ser alumno del Colegio de Santa Cruz de
Tlatelolco. Según Xavier Lozaya (1990), el libro involucra al hijo del Virrey de Nueva España,
simpatizante y defensor de los indígenas mexicanos, quien al parecer sugirió a los autores la
escritura del libro con fines persuasivos, como apoyo de sus alegatos de defensa de la causa
indígena en España. Aunque el texto está escrito en latín y la mayoría de las enfermedades
aparecen descritas desde la óptica europea, constituye un valioso aporte escrito sobre la
sistematización del conocimiento botánico en la cultura indígena americana.
En Venezuela las principales obras de este estilo son Historia de Venezuela (1581), de Fray
Pedro Aguado, en cuyo libro traza importantes registros históricos del siglo XVI venezolano y
sirvió de fuente para otros cronistas, como Fray Pedro Simón, autor de Noticias historiales de las
conquistas de Tierra Firme (cuya primera parte fue publicada en 1627) y la Historia de la
Conquista y Población de la Provincia de Venezuela (1723), de José de Oviedo y Baños.
La crónica más cercana a las referencias histórico-botánicas de la flora venezolana presente
en los relatos y otros escritos de Alfredo Armas Alfonzo es Historia Corographica, Natural y
Evangélica de la Nueva Andalucía, Provincias de Cumaná, Nueva Barcelona, Guayana y
Vertientes del Río Orinoco (1779), de Fray Antonio Caulín; que también debe mucho a las obras
de otros cronistas de América y de Venezuela, en especial la Historia de Venezuela, de Oviedo y
Baños y Conversión de Píritu (1690), de Matías Ruiz Blanco.
El texto de Caulín, dividido en cuatro libros, es una relación de la situación histórica,
natural, geográfica, religiosa, indígena, bélica y económica de la región de la Nueva Andalucía,
que comprendía el oriente de Venezuela, Guayana y el Amazonas, y que hoy conforman los
estados Anzoátegui, Guárico, Sucre, Bolívar y Nueva Esparta. Destaca la relación de una flora
autóctona que constituye la impronta escritural más próxima por la historia y el afecto al herbario
construido por Armas Alfonzo en sus obras. Entre otras especies, Caulín describe especies de
árboles como Caoba, Ceiba, Drago, Guayacán, Palosano, Jabillo, Dividive, Guamacho,
Cañafístola, Vera, etc.; y frutales como Ciruela, Cotoperí, Mamón, Merey, y la entrañable
parchita Paicurucu, privilegiada por Armas Alfonzo en su escritura, reservándole connotaciones
aborígenes, simbólicas y sentimentales.
Árboles, arbustos, hierbas, flores y frutos, son para Armas Alfonzo parte de un sistema de
conocimiento en el mundo de la vida popular y de proyección de su imaginario en la escritura
desde una perspectiva científico-literaria e histórica. Son especies propias de un paisaje físico y
afectivo, en relación con la familia y las localidades de la cuenca del río Unare, una extensa
región de los estados Anzoátegui y Guárico.
Las especies de este herbario personal, aunque de precisa denominación, son de imprecisa
ubicación porque corresponden a la diversidad paisajística que caracteriza a la geografía
Venezuela. En general es una flora ubicada entre las fajas altitudinales de tierra caliente y tierra
templada. Sin embargo, como es típico en nuestra vegetación, estas especies de las selvas de
tierra caliente se extienden hasta las selvas de tierra templada, lo que explica la heterogeneidad de
especies (Pittier 1972). Aunque la vegetación responde a esta pluralidad, predomina la de las
selvas tropófilas o bosques deciduos (que pierden sus hojas durante la estación seca), caducifolios
o veraneros; alguna de las mesas de los llanos orientales y de sabanas, reconocibles
principalmente en los estados Anzoátegui, Guárico, Barinas, Apure, Portuguesa, Cojedes,
Monagas, Yaracuy y Falcón.
El conocimiento de los estudios históricos y científicos de la flora venezolana, expresado en
la precisa denominación de las especies plantea un dominio referencial botánico que vincula la
obra de Armas Alfonzo con la transdisciplinariedad, el cruce de los discursos científico y el
literario en la escritura. Entre la metáfora literaria y la metáfora científica se genera un fructífero
diálogo mediante el cual ambos discursos reafirman sus vínculos y se invaden conciliadoramente
para construir una trama de nuevos significados sustentados en la fusión de referentes.
Recordemos que la transdisciplinariedad considera que la realidad literaria también puede y
necesita ser abordada y comprendida desde otros espacios de conocimiento científico o
humanístico, o cualquier otro campo tan legítimamente pertinente como los tradicionalmente
empleados en relación con la literatura. Las diferencias epistemológicas existentes entre la
botánica, la literatura y la historia no impiden que puedan establecerse relaciones coherentes y
esclarecedoras, a partir de las cuales se produzca una perspectiva multilateral pero integradora y
proporcionada.
Es necesario destacar que la transdisciplinariedad no resta sentido poético a la escritura, al
contrario, se redimensiona el espacio simbólico, los signos claves se recubren de nuevas capas de
significación, y lo más importante, resurge la literatura como propuesta legítima de indagación de
la realidad. En su herbario escritural Alfredo Armas Alfonzo enfatiza las huellas de árboles,
hierbas, flores y frutos dentro del psiquismo y la interioridad de los personajes, y cómo a través
de la interrelación hombre-planta se manifiesta una visión del mundo acorde con la concepción
de que los sistemas humanos rurales y urbanos necesitan la integración con el sistema natural,
relaciones que actualmente reclaman por su reactualización.
Para este estudio se consideran principalmente las obras de narrativa El Osario de Dios
(1996), Cien Máuseres, Ninguna Muerte y una Sola Amapola (1975), Angelaciones (1979) y
Cada Espina tres Historias de Amor (1989); aunque también se hace constante referencia a otros
escritos de Alfredo Armas Alfonzo. Los contenidos son abordados mediante los fundamentos
metodológicos de la interdisciplinariedad, a partir de los aportes de prestigiosos autores que con
sus investigaciones han arrojado luces acerca de los principales objetos de estudio. Para la
discusión sobre las relaciones entre ciencia y literatura, entre otros autores nos apoyamos en
Aldous Huxley y Karl Popper. En el campo psicológico y sociológico nos sirven de guías
George Jean y Alejandro Moreno Olmedo, para estudiar la dinámica del imaginario infantil. En
cuanto a los contenidos referidos a la botánica y al pensamiento ecologizado se sigue a Henri
Pittier, Jesús Hoyos y Edgar Morin. En el análisis literario se procede principalmente con la
óptica de Roman Jakobson, Gastón Bachelard, Italo Calvino y Alberto Wagner de Reyna.

CAPÍTULO I
CIENCIA Y LITERATURA: UN DISCURSO BIFURCADO
“...uno puede ser científico sin sacrificar el propio amor
o comprensión de la literatura”

Aldous Huxley
El minucioso catálogo de árboles, hierbas, arbustos, flores y frutos, desplegado en la
escritura de Alfredo Armas Alfonzo evidencia un indudable dominio de la botánica, reconocible
a través de la precisa denominación científica de las especies y del conocimiento de las
referencias populares de la vegetación autóctona, expresado en sus usos alimenticios,
económicos, ornamentales, mágico-medicinales; es decir, sus virtudes para el cuerpo y para el
espíritu. Proveniente de la memoria colectiva y de la experiencia individual producto de la
interrelación con el entorno, ese bagaje herbario constituye un legado para el mejor vivir de los
habitantes de una determinada comunidad, una forma de conocimiento de la realidad y una vía
entrañable de relación con las personas.
La denotación y connotación científica y la expresión metafórica y popular de las especies
plantean un cruce discursivo entre la botánica y la literatura, dos lenguajes estrechamente
vinculados en la obra de Alfredo Armas Alfonzo y que ratifican una interdiscursividad de sólida
tradición, que aunque en algunos momentos históricos se han diferenciado, actualmente se
presentan unidos gracias a la abolición de las fronteras disciplinarias, la modificación constante
de los paradigmas cognoscitivos, la multifocalización de las disciplinas y el universo integrador
del logos cultural.
Así como la ciencia se ve en la necesidad de preguntarse, por ejemplo, por aspectos
trascendentales de la existencia que tradicionalmente correspondieron a la filosofía, del mismo
modo la literatura ha visitado campos y temas tradicionalmente enmarcados por la ciencia. De
esta manera, a la ilimitada óptica de la ciencia se unen los no menos vastos aportes de la
literatura, con una diversa oferta de lenguajes, recursos y técnicas.
Una larga historia de incursiones y de saltos de fronteras ratifica los inseparables nexos
entre dos discursos que durante gran parte del siglo XX se muestran separados, mostrándose
como “dos culturas”, como las llamó Charles Percy Snow. Los lazos entre ciencia y literatura
aparecen hoy mucho más fuertes propiciados por las transformaciones paradigmáticas y los
desplazamientos de ideas, que han recompuesto los vínculos entre lo antiguo y lo moderno, y
complejizado las relaciones disciplinarias sobre los cimientos del diálogo, el intercambio y el
hibridismo.
Para Jacques Ellul (1978) la ciencia y la historia son los dos mitos del mundo
contemporáneo, y en su desarrollo el mito de la ciencia ha sufrido un proceso de desacralización.
Considera que la ciencia ha pasado de esotérica a exotérica, es decir, de acto cabalístico,
impenetrable y sacralizado, a riguroso método accesible y desacralizador de la realidad. A su
juicio, la ciencia no pierde totalmente su vínculo con sus orígenes míticos, ya que su fe raya en lo
inmensurable; su capacidad para todos los posibles la coloca en el espacio de lo fabuloso.
En su transformación y evolución hacia el logro de un carácter científico, la posición crítica
ante los mitos constituyó un aporte valioso y representa un papel esencial en la transmisión
antidogmática de las ideas científicas y, por ende, en la discusión de sus principios. Según Karl
Popper (1988) este proceso contribuyó a su enriquecimiento al mermar la certeza de las
“verdades” científicas, sustentadas en el no cuestionamiento, una de las principales razones de su
anquilosamiento. Duda y crítica, pues, revalorizan el discurso científico al instaurar una tradición
de orden superior, que aligera todo aquello que constituye lastre para la ciencia.
En las relaciones entre discurso científico y discurso literario asistimos entonces a una
revalorización y a una evolución, mediante las cuales se establece un dinámico intercambio de
elementos de ambos sistemas, logrado mediante la adaptación de las formas tradicionales de un
lenguaje. La categorización de los textos y la diferencia de géneros son establecidas por la noción
de verdad: la ciencia puesta al servicio de la verdad rigurosa y objetiva; la literatura orientada a
un laxo acercamiento de la realidad, fundada en la ficción.
Es así como la interrelación entre logros cognoscitivos pertenecientes a diversas áreas del
pensamiento resulta de los cambios paradigmáticos que surgen, principalmente, ante el cansancio
de los principales postulados y parámetros filosóficos y científicos, en una época caracterizada
por lo que Juan Nuño (1992:19) denominó los “tres fantasmas” de la contemporaneidad: “El
fracaso de los modelos, la carencia de asideros normativos y la reiteración de lo ya empleado”.
Pero para que este proceso de intercambio resultara suficientemente enriquecedor para la
literatura fue necesario que predominara la integración y que el discurso estético-humanístico no
se subordinara al discurso científico, considerado durante mucho tiempo el único capaz de
alcanzar verdades.
Es en un amplio espacio sin barreras, configurado mediante un beneficioso
entrecruzamiento discursivo, donde la literatura renace como válida propuesta de indagación,
como legítimo mecanismo de conocimiento. En el camino se le asignan lenguajes, instrumentos,
formas, hasta entonces pertenecientes exclusivamente al ámbito científico, pero que la literatura
reconoce porque un día les fueron comunes a ambos campos.
Al respecto, Aldous Huxley (1979) reconoce dos ámbitos claves para la comprensión de las
particularidades de la dicotomía ciencia-literatura, dos correlatos de la subjetividad y la
objetividad: el mundo de lo público y el mundo de lo privado. Al ámbito de lo público
correspondería toda experiencia humana relacionada con la lógica, lo real y la descripción
objetiva. El mundo de lo privado comprende la individualidad, los sentimientos y toda forma
asistemática de relación con la realidad.
El reconocimiento de la subjetividad dentro de la sacrosanta objetividad de la ciencia no es
nuevo. Se ha visto en la práctica de la ciencia una confluencia de factores que tradicionalmente
han escapado al ámbito de la ortodoxia científica, incluidas la aventura y la curiosidad, más
cercanas a la literatura que a la ciencia.
Generalmente, cuando se asume una visión como la científico-tecnológica la tendencia es
desconocer cualquier otra vía y negarla incluso como alternativa, como ha sucedido con el arte y
la literatura. Al respecto señala Maxwell Fry (1975:16): “…tanto ha decaído el arte, que en
definitiva se le niega gravitación en amplios sectores de la experiencia para los cuales su
metodología es eminentemente apropiada”.
Algunos artistas y escritores han sido visionarios en ese aspecto. El poeta William
Wordsworth (Huxley, Ob.cit.:54) clamaba por una obra científica que ocasionara una
“revolución material” en los poetas y su visión del mundo, a través de la cual se dotara de
“intimidad” a los objetos de la ciencia. Y añade palabras que entonces vislumbraban lo que han
llegado a ser las relaciones entre ciencia y literatura:
Los más remotos descubrimientos del químico, el botánico o el
mineralogista, si alguna vez llegan a resultarnos familiares y si las
relaciones en que los discípulos de estas ciencias respectivas los
contemplan llegan a tener para nosotros manifiestamente la materialidad
de seres que gozan y sufren, serán objetos tan adecuados para el arte del
poeta como cualquier otro.
Esa “revolución material” de la que hablaba Wordsworth ha venido efectuándose
paulatinamente, por cuanto se ha reconocido en diversos momentos que en la búsqueda científica
de la verdad y su verificación también participan factores conceptuales más cercanos a la ficción,
a la subjetividad y a la imaginación. El deseo de descubrir, de adentrarse en lo desconocido ha
sido el mayor incentivo de innumerables hallazgos científicos; anhelo también común de la
experiencia literaria, fundada en la imaginación. Sin embargo, para la ciencia, “imaginación” es
expresión sinónima de falsedad, como afirma René Dubos (1967:46):
En el mundo “de hechos palpables” que conocemos, las palabras
“imaginación” e “imaginar” han perdido mucha calidad y hasta han
adquirido cierto sentido peyorativo, al menos en la comunidad científica.
Han acabado por implicar una percepción deformada de la realidad,
unida con harta frecuencia a carencia de disciplina intelectual. Y, sin
embargo, son palabras que aluden originalmente a una de las
características más creadoras de la mente humana...
Pero paralelo al desinterés científico por establecer vinculaciones discursivas con la
literatura, existe el desgano que los escritores frecuentemente demuestran ante los referentes
científicos y tecnológicos. Generalmente, el escritor se detiene en la discusión de los aspectos
negativos de la ciencia y la tecnología, en sus consecuencias desastrosas para la humanidad.
Por supuesto, existen autores de diversas épocas que constituyen excepciones, entre las que
Oscar Hurtado (1971) destaca referencias clásicas y contemporáneas: los poetas astrónomos
griegos, la poesía técnico-agrícola de Hesíodo y Virgilio, la científico-filosófica de Lucrecio; la
máquina equina de Homero, los selenitas de Luciano de Samosata. Pasando por la “robótica”
medieval y el uso de la ciencia y la tecnología con propósitos de “evasión”, por Cyrano de
Bergerac, Jonathan Swift, Julio Verne, Herbert George Wells; hasta el híbrido discurso de la
ciencia ficción contemporánea.
Hurtado resalta también que toda obra que utilice referencias propias del discurso científico
puede considerarse de ciencia-ficción, si se extiende el sentido de la palabra ciencia, porque en el
discurso literario, la palabra ciencia no se refiere exclusivamente a ciertas y determinadas
ciencias, como la física o la biología, sino a todas las ciencias. De esta forma existe una ciencia-
ficción fundamentada en la psicología; una ciencia-ficción centrada en la filosofía, la metafísica
o, como en este estudio, en la botánica.
Al reflexionar sobre las relaciones entre poesía y tecnología, la poeta André Chedid
(1986:1) esboza algunas consideraciones sobre la conveniencia de un clima benigno para los
roces discursivos y una actitud de permeabilidad y aceptación que propicie una recíproca
alimentación:
Si nos es preciso avanzar con precaución o modestia en el dominio
científico –su vocabulario, sus técnicas exigen todo un aprendizaje–
dejémonos, sin embargo, maravillarnos. Amemos estos imprevistos, estos
horizontes ofrecidos. La ciencia sondea, horada, abre galerías en la
materia del mundo; del jeroglífico del universo la ciencia extrae chispas
que resurgen sobre cada uno de nosotros (...) Entre Ciencia y Poesía las
arcadas han existido siempre; sus imaginarios, hechos para respaldarse
mutuamente, inspiran a menudo la analogía...
Fundándose en este mutuo respaldo, los contenidos científicos dejan de ser circunstanciales
o meros recursos de construcción dentro de las obras literarias y se hacen partícipes de relaciones
mediante las cuales se logra un espectro cognitivo de mayor amplitud, lo que sin duda configura
una visión menos parcial de la cultura y de la realidad.
Sobre cómo debe ser la relación de la escritura literaria con el campo científico, Huxley
considera que el escritor no tiene por qué ser un especialista en una rama científica. Para una
adecuada relación entre ciencia y literatura es necesario partir de la noción de conocimiento; es
decir, el cultor de las experiencias “privadas” debe conocer algunas zonas del sistema de
experiencias “públicas” de la ciencia. Se trata del dominio general de aspectos científicos, cuyo
tratamiento permita insertarlos en otros campos del pensamiento y de la experiencia.
En ese intercambio de experiencias provenientes de zonas tradicionalmente impermeables
se fundamenta la trandisciplinaridad, que busca una conexión de lenguajes, estilos y
conocimientos de diversas especialidades, fundada en relaciones de reciprocidad cognitiva y en la
necesidad de responder a los retos del complejo sistema socio-cultural actual. A partir de una
escritura cernida mediante la interacción disciplinaria, la obra literaria se pone a tono con los
actuales requerimientos estéticos, que demandan una cultura concebida como mixtura y
aglomeración, en la que se reconocen las diferencias y se reafirma el derecho a participar desde la
pluralidad. La literatura no es una disciplina anquilosada ni inmaculada, está sujeta también a las
sacudidas paradigmáticas, y en este sentido la ciencia y sus correlatos, menospreciados y hasta
aborrecidos debido a una atávica aspiración de “pureza” literaria, actúan en la escritura como
desmitificadores y propiciadores de la fusión de los saberes. El texto aparece así dotado de esa
multiplicidad a la que alude Italo Calvino (1989:130), como uno de los valores que él considera
propios de la literatura de este milenio:
El conocimiento como multiplicidad es el hilo que une las obras
mayores, tanto de lo que se ha llamado modernismo como del llamado
post-modern, un hilo que –más allá de todas las etiquetas– quisiera que
continuase para el próximo milenio (...) los libros modernos que más
amamos nacen de la confluencia y el choque de una multiplicidad de
métodos interpretativos, modos de pensar, estilos de expresión.
Lenguajes múltiples, diversas perspectivas de conocimiento, tradiciones y bases culturales
diferentes fundan, según Edgar Morin (2003), la historia de la humanidad, una historia regida
durante los últimos trescientos por el paradigma de separación entre el sujeto (tradicionalmente
concerniente a la filosofía) y el objeto (enmarcado en la ciencia), paradigma que puede ser
abolido mediante un pensamiento ecologizado, que responde a la exigencia actual de un cambio
epistemológico en función del reconocimiento de la importancia de los sistemas ecológicos,
biológicos y culturales, y su trascendencia en el desarrollo de las sociedades.
Hoy no se trata de construir sino de ratificar un sistema de relaciones interdisciplinarias
sustentado en el diálogo de objetos cognitivos, con el que se patentizan los cambios
paradigmáticos de estos tiempos de globalización, ubicua Internet y supremacía mediática. En
este sistema, ciencia y literatura abren en el texto nuevas brechas de significado, con el apoyo de
referentes procedentes de otros campos del conocimiento, mostrando una visión “facetada” del
mundo, como anhelaba Italo Calvino.
En la obra de Alfredo Armas Alfonzo, la información científica no es referencia
insustancial, es expresión de una multiplicidad discursiva a través de la cual se develan claves
para la comprensión de un mundo que se muestra distinto a como había sido tradicionalmente
interpretado. Se reconoce entonces la función de la escritura como vía legítimamente acreditada
para la aproximación y penetración en la plural dimensión de la realidad del mundo.

Botánica y literatura no son, entonces, habitaciones incomunicadas. Al contrario, reiteran


sus nexos, van y vienen en un tránsito dialógico en el que las plantas forjan el imaginario del
autor y se manifiestan en la obra no sólo en sus dimensiones estéticas, sino también como
integrantes de una filosofía de vida y de relación con el otro. En fin, árboles, hierbas, flores y
frutos son componentes esenciales de la elucidación que Armas Alfonzo ofrece de la propia
existencia, de la familia, la historia, el país y sus habitantes, proceso que, sin dudas, constituye
una de las razones más legítimas de la literatura.

CAPÍTULO II
EL PENSAMIENTO BOTÁNICO-ECOLÓGICO
DE ALFREDO ARMAS ALFONZO
El hombre cree que las plantas no se mueven ni sienten
porque no se toma el tiempo suficiente para observarlas.
Raoul Francé
La discusión sobre los aspectos relacionados con el mundo vegetal se ha visto fortalecida
en los últimos tiempos por las reflexiones mundiales en torno a la problemática ambiental y por
las preocupaciones que comparte la humanidad por los temas ecológicos, lo que ha planteado,
más allá de cualquier otra repercusión, una revalorización de la síntesis vivencial entre los seres
humanos y las plantas.
Producto quizás de un renovado interés académico por la naturaleza y sus correlatos,
actualmente existe la tendencia a establecer concordancia entre la visión ecológica y la crítica de
las obras, acercamiento que resulta arduo sobre todo si consideramos que las teorías ecológicas
son todavía un discurso al margen de las ópticas de investigación literaria.
En relación con esta conciencia ecológica de nuestro tiempo, Edgar Morin (2003) mantiene
la tesis del pensamiento ecologizado, mediante el cual explica la reinserción del medio ambiente
en nuestra conciencia antropológica y social, apoyada en el renacimiento ecosistémico de la idea
de naturaleza en el contexto de la sociedad. En este sentido, la naturaleza y sus correlatos forman
parte de la conciencia antroposocial, que considera los ecosistemas como una estructura compleja
que involucra, en un contexto planetario, constituyentes socioculturales además de los físicos y
biológicos.
Este planteamiento ecosistémico y sociocultural recorre la obra de Alfredo Armas Alfonzo,
en donde las plantas son presentadas desde una perspectiva de conciencia ecológica y como parte
de un complejo sistema de relación con el otro y de conocimiento de la realidad. A través de los
árboles, arbustos, hierbas, flores y frutos de su geografía física y afectiva, Armas Alfonzo da
cuenta de la vida y del imaginario de los habitantes de las comunidades asentadas en la cuenca
del río Unare, una extensa región que comparten los estados Guárico y Anzoátegui.
Las especies de este herbario representan la diversidad paisajística de Venezuela y
corresponden en su mayoría a especies ubicadas entre las fajas altitudinales de tierra caliente y
tierra templada, como lo establece Henri Pittier (1972) en sus estudios geobotánicos. La
heterogeneidad de especies propias de las asociaciones vegetales tropófilas, xerófilas y
ombrófilas, se explica porque las especies de las selvas de tierra caliente se extienden hasta las
selvas de tierra templada. Predomina la vegetación de las selvas tropófilas o bosques deciduos,
caducifolios o veraneros, aunque se alternan especies de los bosques de galería, que se
desarrollan a lo largo de los ríos, asociadas con las de sábanas llaneras.
Este bioma o formación vegetal necesita un clima biestacional, es decir con períodos de
lluvia y sequías a veces prolongadas. Entre las especies de este clima están el Cereipo
(Myrospermum frutescens), Jabillo (Hura crepitans), Ceiba (Ceiba pentandra), Indio desnudo
(Bursera simaruba), Caoba (Swietenia machropylla), Bucare (Erythrina poeppigiana), Roble
(Platmiscium polystachium), Jobo (Spondias lutea), Guamo (Inga spuria), entre otras. De la
vegetación xerófila encontramos los espinares, chaparrales, cardonales y cujizales, como el Cují
Yaque (Prosopis julifflora), Dividive (Caesalpinia coriara), Guamacho (Pereskia guamacho).
También se hallan especies propias de las sabanas predominantes en los Llanos, como Chaparro
(Curatella Americana), Alcornoque (Bowdichia virgilioides), Cañafístolo (Cassia moschata),
además de hierbas y arbustos.
En general, según Pittier, es una vegetación de evolución gradual, adaptada de una faja
altitudinal a otra por las similitudes de factores edáficos. Como el régimen pluvial es biestacional,
las plantas corresponden a una vegetación macro y mesotérmica, en la cual ocurre un
"encadenamiento" entre las plantas tropófitas (tropófilas, de selvas de transición o de galería),
higrófilas y xerófilas.
En las obras de Alfredo Armas Alfonzo se mencionan con frecuencia: Merey (Anacardium
occidentale), Plátano (Musa paradisiaca L.), Coco de mono (Lecythis ollaria Lofl.), Guayacán
(Guajacum officinale), Mango (Mangifera indica), Guásimo (Guazuma ulmifolia), Sangre drago
(Pterocarpus sp. pl.), Araguaney (Tabeuia Chrysanta), Níspero (Achras sapota), Quisanda
(Coccoloba sp.pl.), Yagrumo (Cecropia sp. pl.), Bucare (Erytrina sp.), Roble (Platymiscium sp.)
Higo (Ficus carica), Limón (Citrus medica L.), Naranja (Citrus sp.), Piña (Ananas sativus Scult.),
Zábila (Aloe vera L.), Albahaca (Ocymum basilicum L.), Camelia (Camellia japonica), Mejorana
(Origanum majorana L.) Pensamiento (Viola tricolor L.), Poleo (Gardoquia discolor L.), Reseda
(Lawsonia inermis L.), Nomeolvides (Cordia sebestena L.), Romero (Rosmarinus officinalis L.),
Rosa de Berbería (Nerium oleander L.), Tabaco (Nicotiana tabacum L.), Trinitaria
(Bounganvillea spectabilis Wild), Yerba Luisa (Lippia cotrodora H.B.K.), Clavellina
(Caesalpinia polyphylla Harms.), Lirio (Himenocallis Moritziana Kth.), Pomagás (Jambosa
malaccensis D.C), Pomarrosa (Jambosa vulgaris D.C), Onoto (Bixa orellana L.), Borrajón
(Heliotropium indicum L.), Llantén (Plantago Major L.) Hierbabuena (Mentha), Cilantro
(Eryngium foetidum L.), Cebollín (Allium sp.), Mapurite (Petiveria alliacea L.), Bretónica
morada (Melochia tomentosa L.), Yerbamora (Solanum nigrum L.), Begonia (Begonia sp.,),
Bellísima (Antigonon leptopus), Clavel (Dianthus caryophyllus L.), Cayena (Hibiscus rosa-
cinensis), Coneja (Impatiens balsamina), Cundeamor (Momordica charantia), Diamela,
(Jasminum sambac), Jazmín (Jasminum sp.) y diversas Rosáceas, entre otras especies.
El papel de esta vegetación dentro del desarrollo económico, social y cultural de las
comunidades es subrayado por Armas Alfonzo en sus escritos, pero sobre todo enfatiza la
repercusión de las plantas en el mejor vivir de sus habitantes y atribuye a éstos el rol de
aprovechar las especies con equilibrio. A los aspectos agrícola, comercial, alimenticio y mágico-
medicinal, el escritor añade una visión que podríamos calificar de mística, porque su actitud de
contemplación, comunicación y espiritualidad ante las plantas acentúa la significación y aportes
para la interioridad del ser humano. Árboles, hierbas, flores y frutos trascienden su rol utilitario
para participar de manera más íntima en la vida cotidiana, atenuando la carencia, la tristeza, la
soledad y la muerte.
Más que tema literario, la integración hombre - planta es un componente esencial de la
visión humana, social, histórica y cultural de Armas Alfonzo, y esta integración se enlaza con la
concepción de sistema natural, que considera los sistemas humanos, rurales y urbanos, en
estrecha interrelación con la vegetación. Y en este marco de conexiones quizás la actividad que
mejor expresa esa síntesis ecosistémica es la labor agrícola, cuya faceta vegetal es uno de los
aspectos más sólidamente asociados con la escritura.
De esa palpable vocación por el agro que Armas Alfonzo expone afectuosamente en sus
obras, es guía espiritual y material Rafael Armas Chacín, el padre, figura recurrentemente ligada
al campo y a un legado de apego por la tierra, cuya expresión más amorosa es el conuco. "Mi
padre era un agricultor y me condujo de la mano y la conciencia para que yo fuera un ingeniero
agrónomo, otro agricultor", confesó AAA al periodista Hugo Colmenares, en una entrevista
publicada en el diario El Nacional, en 1990.
Como es conocido, el conuco es la pequeña parcela de tierra utilizada por los indígenas y
campesinos para sembrar especies destinadas principalmente al sustento familiar, para la
comercialización a menor escala y para cubrir las necesidades alimenticias y medicinales básicas.
Responde a un modelo agrícola sustentable, equilibrado económica, social y ecológicamente, ya
que en su forma tradicional constituye una práctica limitada a los recursos proporcionados por la
naturaleza, sin la utilización de fertilizantes sintéticos ni productos que deterioran el medio
ambiente.
Para el hombre de campo, arraigado en el ruralismo que aún no ha sucumbido a la vorágine
urbanística, el conuco es un microcosmos natural, un espacio que alimenta el cuerpo y alienta el
espíritu porque de esa tierra brotan los frutos con la ternura de ofrendas de la prosperidad. Ese
apego a la tierra y a la siembra es expresión del eterno principio de armonía entre el hombre y las
plantas. Quien está hermanado con la tierra hace de las plantas no sólo fuente de alimento sino
instrumentos para la organización y comprensión del mundo, en el mismo sentido de la
perspectiva trazada por Armas Alfonzo en cada tentativa de letra y palabra y en la proyección de
una experiencia y un imaginario entrelazados con la realidad, como se enlazan los zarcillos de las
plantas trepadoras.
La cercanía de Armas Alfonzo hacia el paisaje debe mucho a la vivencia rural y al contacto
con una naturaleza poco intervenida, en un tiempo en que la economía de las regiones y del país
dependía de la actividad agropecuaria. Paralela a una explotación agropecuaria a gran escala,
practicada por terratenientes, dueños de inmensas extensiones, existía una explotación menor que
no ocasionaba daños de gravedad a la naturaleza, por cuanto buscaba, como expresa Armas
Alfonzo (1986:21), “las pequeñas satisfacciones de toda comunidad rural y agraria; la abundancia
del tiempo del agua que culminaba en la cosecha de maíz tierno y melón..."
Por supuesto, la explotación de la tierra en esas circunstancias rurales estaba próxima a un
aprovechamiento agrícola bastante primitivo y a una organización económica incipiente, lo que
permitía un mayor control sobre un entorno natural en donde las "pequeñas satisfacciones"
agrícolas dependen de las estaciones y del arbitrio “divino”, ya que los resultados de las cosechas
para muchos campesinos responden a razones de naturaleza espiritual o religiosa. Como todo
cultor de la tierra venezolana, el padre de Armas Alfonzo,
"...hizo conucos y potreros, sembró el maíz, el frijol, la auyama, la batata,
cultivos que se le daban si la lluvia se prodigaba sin excesos y si el sol
ayudaba, decimos esta cultura incipiente, tan común a nuestro medio
rural, expuesta a los favores de la providencia más que problema fiado a
las soluciones de la técnica agronómica." (Cualquier Ocaso, p.25).
A propósito, la utilización de la tecnología en el campo implica para el agricultor la
ratificación del dominio sobre el medio y el logro de una mayor producción económica, pero su
uso descontrolado contribuye a los problemas ambientales, ya que por su asociación con
productos químicos acelera el deterioro de los recursos naturales. También redunda en la merma
de “familiaridad” con las plantas, en la sensibilidad humano-vegetal que se desarrolla con la
práctica directa y natural de la agricultura.
Las condiciones de uso racional de los recursos naturales están relacionadas con las formas
y procedimientos tradicionales de la agricultura de subsistencia, la cual ocasiona un menor daño a
la naturaleza y muestra al habitante de esas comunidades más integrado con los elementos de su
medio ambiente. Como en casi todo el país, en la región de la Cuenca del Unare la intervención
del hombre a través de la agricultura fue uno de los elementos más determinantes para la
transformación del paisaje de natural a rural y de éste a urbano. Sin embargo, la agricultura
indígena de subsistencia, fundada en el sistema de conucos, aunque requiere de la tala y la
quema, no ocasiona graves daños al medio. Según Pittier, fue el colonizador quien, al copiar la
práctica del conuco, exageró su uso para luego abandonar el suelo agotado, dando origen a una
modalidad de sabanas.
Para mantener su verdadera condición de comunidades bióticas integrales, tanto las
comunidades rurales como las urbanas necesitan una vegetación asumida con valor psico-
sociológico, por lo que reflexionar sobre ella forma parte del proceso de revisión de los valores
de la sociedad, la cual niega cada vez más al hombre su sentido de ser vivo integrante del
entramado de la naturaleza. Al respecto Giovanna Mérola (1987:24) expresa:
(…) cuando observamos que se excluye sistemáticamente la vegetación
del medio urbano, debemos iniciar una reflexión sobre la estructura de tal
sistema de valores. El mismo no considera actualmente rentable ningún
espacio "improductivo" económicamente (...) Contra esta concepción
económico financiera de la "rentabilidad" del espacio urbano se alza otra
posición que define el valor del ambiente, no en función de la plusvalía
económica, sino de su incidencia en la calidad de la vida de la sociedad
que lo ocupa. Esta posición es usualmente sostenida por los sectores más
conscientes y más humanistas de la sociedad.
Esta preocupación por el papel de la vegetación dentro del sistema de valores fue una
constante en Armas Alfonzo, inquietud convertida en persistencia literaria de indudable vocación
ecológica. En una crónica sobre el proceso de arborización y remodelación de plazas y jardines
públicos, Armas Alfonzo esbozó lo que puede considerarse su credo humano-vegetal, las claves
de su pensamiento ecológico:
(… ) sencillamente, armoniosa convivencia del árbol y el habitante, del
árbol, el habitante y el edificio… Una labor de múltiples manos, de las
varias conciencias que influyen en la ciudadanía, del habitante mismo. El
urbanista reservando espacios vitales en sus parcelamientos; el arquitecto
previendo la adecuada distribución de los elementos de vida del
habitante; de los técnicos forestales utilizando los materiales de
plantación que impongan el comportamiento de cada especie en
particular, y esto implica desechar la siembra de tulipanes como factor de
siembra en calientes terraplenes; del padre de familia y del maestro
enseñando amor y respeto a la naturaleza... (Tu Caracas, Machu, p.34)
Consciente de que la vegetación está condicionada por los valores económico-sociales del
hombre, la orientación ecológica de Armas Alfonzo da cabida a la crítica hacia toda práctica que
en los espacios rurales y urbanos rompa el equilibrio del medio y la natural relación entre las
plantas y los habitantes. El hombre actual, especialmente el de la ciudad, ha perdido la memoria
vegetal y la sensibilidad ante las plantas. En su anárquico y desmesurado crecimiento, las
comunidades urbanas han destruido o deteriorado la naturaleza, y en el caso de la vegetación se la
ha desvirtuado en parques, plazas, calles, avenidas y centros comerciales, confinándola a espacios
donde pronto es abandonada. Además se abusa de la siembra de plantas exóticas en detrimento de
las autóctonas, ante lo cual Armas Alfonzo se preguntaba por qué existiendo tantas especies
nacionales se reforestan con especies foráneas las áreas verdes de plazas, parques y sitios
públicos.
El conocimiento del reino vegetal ha pertenecido siempre a quienes están más en armonía
con la naturaleza. El hombre primitivo habitante de la selva y el más contemporáneo habitante
rural han integrado la vegetación a su sistema de vida desde los tiempos más remotos. Una vez
superado el primer nivel alimenticio, con la práctica agrícola las plantas comienzan a ser
utilizadas en un sentido mágico-medicinal. La dependencia humana hacia ellas trasciende
cualquier circunstancia actual y no es difícil vislumbrar que en el futuro, lejos de existir una
disminución, asistiremos a un fortalecimiento de esa dependencia, y esta relación no estará
reducida sólo al aspecto alimenticio sino a otras relaciones, no descartadas las afectivas.
En su trato con las plantas, Armas Alfonzo también resalta las cualidades medicinales y
mágico-religiosas, que desde los más remotos tiempos y en todas las culturas han sido utilizadas
por la humanidad para enfrentar las enfermedades. Admirador de los aspectos técnico-médicos
del procesamiento y administración de hierbas, hojas, cortezas, raíces y semillas, el escritor
reconoce en el uso popular de las plantas medicinales una parte del modo de vida popular, como
expresión del saber herbario heredado de las culturas indígena, negra y española. A ese legado se
refiere cuando glosa la vida y la obra de un célebre curandero venezolano:
Su ciencia de curandero botanista le vendría de la remota edad de su
vida, de cuando niño aprendió las artes de iluminados brujos de la gran
comunidad Caribe que todavía de la región mantienen ranchería,
labranza y sueños de un cielo a cuya posesión nadie se negará (…) De
esa longevidad, de esa conciencia, provenía Juan José Yaguarín. De esa
herencia a la que nadie le supone sabiduría, le llegaba a Yaguarín esa
fuente de conocimientos sobre yerbas y plantas, semillas y raíces, zumos
y vegetales y maceraciones resinosas. Curaba la locura, los males del
cerebro, devolvía la alegría a la familia, la fuerza al hombre, el bienestar
al decaído. De su siembra de La Vieja, que él mismo cuidaba, obtenía los
ingredientes de pócimas, untos, cocimientos, de sus filtros, del inagotable
recetario que aprendió de la naturaleza. (Yerbas, p.23)
La pasión botánica de Armas Alfonzo es palpable en la admiración hacia botánicos como
Adolfo Ernst, Henri Pittier, Francisco Tamayo, entre otros; y hacia cultores de la medicina
popular, yerbateros, curanderos como Yaguarín, Negrín, Gerónimo Pompa o Telmo Romero. En
su incursión en este vasto campo apela a variables de tipo socio-cultural para completar su visión
de los aspectos del uso medicinal que da a las plantas el venezolano. En un tiempo de lugares
olvidados, en donde la distancia hacía de los alcances de la medicina moderna apenas sospechas
o noticias dudosas, las plantas constituían la diferencia entre la salud y la enfermedad. Un tiempo
en que las enfermedades naturales y hasta las sobrenaturales son aplacadas gracias a los
conocimientos herbarios, transmitidos generalmente por padres y parientes cercanos, siempre en
el marco de la tradición y la fe:
…el pobre no necesita nada porque Dios nunca deja de dárselo todo. El
pobre necesita su yerbabuena, Dios le creó la yerbabuena, pero además se
la hace crecer en su troja de varejones de guatacaro y majomo, y encima
se la protege del ataque de los torditos. El pobre necesita de su orégano,
pues Dios se lo dio y a cada comienzo de mañana se lo riega con ese unto
de olor sabroso y ese don de que así como se le quita, Dios se lo pone. El
pobre necesita su culantro, ahí lo tiene, en esas costas de río donde
crece… (Un arcano, las yerbas del Venezolano, p.12)
Esta confianza en los poderes de las plantas se traduce en información concreta sobre las
propiedades de diversas especies, señalando su ubicación dentro del reino vegetal y prolongando
por vía de expresión popular mágico-religiosa las virtudes de las especies útiles para la medicina
herbaria. A veces la información proviene de libros como Medicamentos Indígenas, de Jerónimo
Pompa, o El Bien General, de Telmo Romero, que recogen sabiduría vegetal con matices de
tradición y mito; en fin, un cuadro vivo del alma del pueblo:
En sus doscientas veintiséis páginas de la edición de La Nación, El Bien
General no deja que no trate sobre todos aquellos problemas del
sufrimiento del hombre. Desde el específico antiofídico y los tónicos para
hacer crecer el pecho femenino hasta la receta para tener sueños
fantásticos, el antirreumático o el antitusígeno, el antihemorrágico y el
antianalgésico (…) La aplicación botánica que inspira toda la normativa
curandera contenida en la obra no deja yerba que no se indique, ni hoja,
resina, flor, raíz o corteza que no se mande, no cocción ni zumo ni
maceración ni polvo, que no se prescriba. (Yerbas, p.72)
Esa sabiduría proviene del campo o del patio de la casa de Mercedes Alfonzo y habita en
plena tierra o en humilde tiesto, como las plantas de llantén (Plantago major L.), sábila (Aloe
vera L.), fregosa (Capraria biflora L.), limón (Citrus Limonia), mapurite (Petiveria alliace L.)
pazote (Chenopodium ambrosioides L.) túatúa (Jatropa gossypifolia L.), y otras numerosas matas
medicinales, que también en la escritura ayudan a recuperar la salud:
Mercedes Alfonzo jamás en su vida careció de los medios que la
naturaleza regalaba para curarse los males de la salud. Esa sabiduría la
recogió de tanto oír a Juan Evangelista Arveláiz recetarla (…) Mercedes
Alfonzo, por ejemplo, se sabía que la sábila o la flor del cautaro mejoraba
los trastornos del pecho y que una friega de ron blanco con canela y
guayabilla molidos ayudaba a levantar los cuerpos decaídos. La
flatulencia sólo requería agua de anís y un estómago flojo un cocido de
fregosa. Cefalalgias corrientes tenían con la aplicación de la hoja tierna
del clemón untada con cebo de res sobre la frente. La hoja de la tuna
españa asada podía disminuir ciertas inflamaciones y la rosa de montaña
en agua endulzada mejorarlos trastornos ováricos (…) En la casa de
Uchire o en la troja de la casa de El Sol nunca faltaron a la mano
providente y aliviadora la matica de coneja, el yantén, la melisa. En aquel
gabinetico del cuarto acá de la esquina, innumerables frascos guardaban
la resina de currucay, el azufre, que curaba las úlceras; semillas de
misteriosos y cándidos augurios; resecas flores venidas de lejanas
consejas. (Angelaciones, p.27).
Esta creencia en las virtudes medicinales de las plantas forma parte igualmente de una
conciencia de país centrada en el desvelo por los valores de la venezolanidad, dentro de los cuales
Armas Alfonzo ubica la vegetación como signo integrador colocado en la balanza de la vida
como contrapeso de las injusticias, de los desequilibrios y de la destrucción en todo sentido,
llámese país, historia, naturaleza o familia. El escritor soslaya la forma tradicional de abordar
literariamente a las plantas como simples objetos del paisaje y las hace sujetos comunicantes de
otras orillas. En todas ellas hombre y vegetación permanecen unidos por factores etnológicos,
mágico-religiosos, telúricos y anímicos, que propician el acercamiento hacia las cualidades
esenciales y accidentales de las plantas.
Alfredo Armas Alfonzo dejó siempre constancia de una profunda convicción botánico-
ecológica, en el más pleno de los sentidos. Una sempiterna presencia narrativa de la vegetación,
le permite encadenar su aspiración de lo que al respecto debe ser la conducta del venezolano con
su propia experiencia de vida armónica con la naturaleza.

CAPÍTULO III
INFANCIA Y HERBARIO
Es como hojear un álbum viejo de postales,
con espacios de nomeolvides y azáleas, nenúfares y crisantemos
AAA
Como aquella inesperada, espontánea pero intensa impresión proustiana producida por la
magdalena mojada en la infusión y a partir de la cual se crea un vacío en el que dialogan pasado y
presente, abriéndose la posibilidad de recuperación del tiempo perdido, así en la escritura de
Alfredo Armas Alfonzo una flor o una fruta convocan los recuerdos y el tiempo original abre sus
pliegues.
La evocación es la materia de sueños de la que está hecha la ficción narrativa de este autor
venezolano, una obra profundamente enraizada en el vasto territorio situado a los márgenes del
Unare, en la crónica entrañable del grupo familiar y en la voz que convoca los recuerdos de la
infancia como época fundacional.
La manifestación de los recuerdos en la escritura consiste a la vez en llamado y atracción:
llamado de la voz que convoca y atracción del que llama hacia aquello que convoca. Es decir, el
lenguaje “llama” en el doble sentido de nombrar y atraer, como expresa Wagner De Reyna
(1976), para quien la evocación se emparenta con vocar porque llama y atrae, llama y nomina.
Cuando se e-voca, entonces lo pasado escapa de su latencia, acude ante la voz que los convoca,
mostrándose mientras descubre lo que la distancia vela.
En relación con la historia personal, los recuerdos son la manifestación de una toma de
conciencia mediante la cual los contenidos del pasado se reactualizan junto con sus circunstancias
y se recupera el instante. Es así como mediante la repetición de lo acontecido y, por ende, lo
vivido, se recobra toda identificación con el origen y se produce un prodigio espiritual, se hacen
uno los tres momentos de la historia: “el acontecer pasado-la vivencia actual de los
acontecimientos-la presentación y preservación de lo acontecido” (De Reyna, p.129)
Una evocación íntima de la naturaleza recorre la obra de Armas Alfonzo, en la cual la
vegetación aparece registrada con la ensoñación amorosa que nos permite aseverar que este autor
padece de lo que Gastón Bachelard (1982) llama una “adhesión a las potencias florales”, que
propicia la construcción de un herbario personal ligado a acontecimientos y roces afectivos
emparentados con el tiempo de la infancia. Desde allí los recuerdos, como los árboles, reclaman
que se les plante en la escritura, desde donde ayuden a la voz que las convoca a ordenar el
espacio de los recuerdos y que mediante su realce prolonguen las posibilidades de un imaginario
que siempre remite al origen, ese lugar que no termina de hacerse:
El sol estaba como una brasa, así relucía, como la misma candela, y el
cielo parecía un desierto. A poconsón afloraba un brillo de plata entre las
hojas de los robles. Entonces éste no era el Valle del Unare.
El cereipo aspiraba a nube verde. Entre los palos de cereipo había uno
que floreaba morado. Entonces no era cereipo. Era acapro. Majomales.
Guaritotales. Mayales. Quisanda también se estaba viendo y no había
nortes este año. Aquel tronco blanco es Quisanda. Y también había caro
y granadillo. (El Osario de Dios, p.21)
Existe una línea definida a través de la cual se evidencian interrelaciones entre el mundo de
las evocaciones y el paisaje, mediante la selección afectiva de una vegetación muy cercana a las
experiencias de la niñez y la adolescencia, épocas primordiales en la concepción literaria del
autor.
Flores, frutos y plantas en general no son, entonces, meros elementos del paisaje, sino
criaturas filiales, entes propicios que dejan traslucir formas de plenitud del ser humano y
convocan sentimientos (donde el amor es la más fuerte presencia) y estados espirituales
necesarios para la inserción del ser en la realidad.
Ese hundimiento en una dimensión elegíaca de la vegetación es una manera de aferrarse a
la mirada primordial de la infancia, con la cual el niño asistió a la novedad del mundo. Con esa
mirada se habita otra vez la casa de los primeros atisbos del ser para reconstruir sus paredes, sus
tejados, sus hallazgos; recorrer sus patios y pasillos y absorber así, como bromelias, la humedad
del aire. Y en este espacio toda experiencia de infancia es benéfica, incluso ante el dolor, la
tristeza o la penuria:
La infancia de todo hombre está llena de rostros brillantes de la nueva luz
de los días y a veces la aroma la rosa que se abre cada mañana entre el
rocío, que es la señal de conformidad del cielo. Se va por la calle vieja de
ladrillos o se entra al aire de los cuartos donde la berbería introduce su
encanto, y nadie mira oscuridades porque no hay sombras en el recuerdo
y nadie mira detrás de los retratos ninguna señal convenida de tristezas:
no hay sino un reflejo de sol cálido o una marca amarilla de luna llena.
Es entonces cuando el juego del niño se prolonga de ventana a ventana.
Dice el niño de Mercedes Alfonzo el juego del venado, el juego de la
candela vaya y venga o aquél de qué manda mi general, que el hijo de
Mercedes Alfonzo no encuentra en ningún texto escrito. (Angelaciones,
p.12)
El mundo de los Alfonzo es convocado a través de la voz narrativa de Sixto Armas, el alter
ego del escritor, cuya vida gira principalmente en torno a las figuras de la madre, Mercedes
Alfonzo; el padre, Rafael Armas; la hermana, Lourdes Armas; la abuela, Lucía Rojas
(Mamachía), el tío Ricardo Alfonzo, la Tía Tura y otros integrantes de la familia y habitantes de
la misma geografía y el mismo apego.
El papel de la familia en la obra no es sólo un ineludible signo personal del autor, forma
parte del modelo cultural popular presente en Venezuela, del cual la familia es el centro. Al
respecto, Alejandro Moreno Olmedo (1993), en El Aro y la Trama, una investigación en torno
al mundo de la vida popular, al hablar sobre los modelos de familia presentes en el pueblo
venezolano expresa que el verdadero modelo estructural está conformado por la madre y los
hijos, preponderancia que se mantiene incluso en aquellos modelos donde está presente el padre.
Afirma el investigador que la familia matricentrada es el único modelo cultural popular en
Venezuela y en esta matricentralidad la relación es la experiencia primordial, el tallo epistémico
que sostiene la actuación, dependencia e intercambio de los integrantes de la familia. El hombre
venezolano es “en-la-relación”, desde donde es posible el conocimiento en el mundo de la vida
popular. La experiencia de relación propicia la vida en el marco de la vecindad y el contexto
familiar, por lo que el venezolano es primordialmente un hombre de convivencia, unas veces
conflictiva y otras armónica.
En el mundo de la vida popular, el varón funda su identidad no vivenciándose como
hombre sino como hijo, y sobre la madre gravita la existencia. “El vínculo materno reina casi
solitario en la vida del varón, soledad erigida sobre un amplio vacío, sostenida en múltiples
ausencias, árbol único en el desierto de las vinculaciones imposibles”, expresa Moreno Olmedo
(Ob.cit., p.399).
Por esta vía la infancia está abonada también por el signo amoroso de la figura materna,
que se confirma en las constantes menciones al “hijo de Mercedes Alfonzo” en el contexto de un
mundo cargado de evocaciones, cuya intimidad el tiempo no desdibuja:
Mamá se afligió de veras la mañana de aquel verano calamitoso de 1935,
cuando fue a regar sus matas de güiripa y halló que los sapos habían
hecho sus nidos en los materos, socavando la tierra; allí estaban, echados
sobre los bulbos, muy siseñormío, los ojos verdosos semicerrados al
resplandor. Vine a los gritos y comprendí el desastre, aunque no la
acompañé en el temor de que las güiripas ya no florecerían más, y tan es
así que mamá tiene ya diez años de muerta y los lirios jamás han dejado
de adornar a mayo con sus blancos adornos de primavera, un solo pistilo
erguido de húmedo y profuso polen amarillo. (El Osario de Dios, p.98)
El hijo se vincula con la madre en una relación de continuidad, y aunque los nexos se
amplían hacia otros miembros de la familia, el padre, los hermanos, la abuela, la tía o los amigos,
madre-hijo constituyen el nudo de la red afectivo-simbólica en que se unen diversos hilos de la
infancia.
Ahora que es la pascua del niño –como le decían antes en el Alto Uchire–
y la paloma de palo que labró don Cándido Rojas para aparentar el
espíritu santo ha elevado en el cielo la flor de papel de orol que miente la
estrella de Belén; ahora que el viento de sal del mar de Píritu se adulzura;
ahora, Mercedes Alfonzo podrás convocar de nuevo tus antiguas
compañías, como era la obligación de estos días en que además de la
estrella se iluminaba el alma de tanto pobre, tanto hambriento y tanto
esperanzado (…) Para contar tus recuerdos no te alcanzarán niña
Mercedita, ni los dedos de tus bellas manos ni los botones del vergel de
Enrique Soublette. Porque mira, amada mujer eterna, entre Tito Zerpa,
Mamachía y Tura, ya suman tres, sin hacer caso de Poche que también
tiene un corazón por quién latir como es tu hermana, que se quedó Tura
cuando su nombre era de Victoria Elena, como ella lo prefería aunque no
lo dijo a mucha gente. Tantas memorias ya se han olvidado en estos años
en que tú ya no nombras los tiempos de la rosa, de la lluvia y del alelí.
(Angelaciones, p.8-9)
Con la madre se asiste por igual a las experiencias nostálgicas o felices de la historia
familiar o de la vida cotidiana porque todas poseen el carácter iniciático de los momentos en que
se accede a una realidad superior, en la cual la inocencia asociada con la madre otorga un sentido
otro, que permite la ampliación de la experiencia sensible.
Las imágenes de la infancia y el lenguaje que las expresan emanan de una corriente mítica
signada por la evocación de un pasado latente en asociación con la madre, la familia y un espacio
con visos de sacralidad, y en estado de persistente reactualización. Rito e iniciación son
constituyentes del habla mítica e igualmente inherentes al lenguaje de las imágenes arquetípicas
de la infancia como expresión de un mito “genuino”, el cual surge en su autenticidad de manera
natural del fondo del psiquismo. Sobre este aspecto de la supervivencia del lenguaje de las
imágenes míticas Furio Jesi (1972:37) señala:
El proceso mediante el cual las imágenes míticas afloran del inconsciente
a la conciencia constituye, cuando se trata de mitos genuinos, también
una determinante del equilibrio humanista entre inconsciente y
conciencia. El mito genuino, que brota espontáneamente de las
profundidades de la psique determina con su presencia en el nivel de la
conciencia una realidad lingüística (...) El flujo del mito genuino dentro
de la psique humana pone en evidencia algunas de las imágenes que
yacen latentes en ella y le confiere una “vitalidad” que en realidad es su
perspectiva inconsciente.
Según Jesi las imágenes propias del mito genuino, como las de la infancia, presentan
estrecha relación con un pasado suficientemente remoto para que puedan suscitarse con la visión
de un eterno presente. Estas imágenes son “elegidas” entre aquellas que conforman el pasado
latente del individuo y que son capaces de dialogar con el hombre y contribuir de este modo a la
recuperación de los estados de plenitud. Es el mismo sentido que tienen los símbolos para Mircea
Eliade (1979:12):
Imágenes, símbolos, mitos no son creaciones irresponsables de la psique;
responden a una necesidad y llenan una función: dejar al desnudo de las
modalidades más secretas del ser (...) Los sueños, los ensueños, las
imágenes de sus nostalgias, de sus deseos, de sus entusiasmos, etc. son
otras tantas fuerzas que proyectan al ser humano condicionado
históricamente, hacia un mundo espiritual infinitamente más rico que el
mundo de su “momento histórico.
Tanto Eliade como Jesi reconocen una procedencia inconsciente en el fluir de imágenes
provistas de significación para el ser humano. Mediante su configuración como realidad
lingüística o expresión anímica esas creaciones “vivas” otorgan valores objetivos, comunes a los
hombres por su naturaleza universal (ahistórica), y que se llevan en la psique con la
perdurabilidad de los recuerdos felices.
Como radiante reminiscencia de ese territorio de interioridades y fundaciones, aparece
también la infancia asociada con las imágenes de la vegetación, a partir de las cuales se recrea un
herbario personal, que aflora en los relatos de Armas Alfonzo con toda la carga de valores de un
pasado genuino.
Esas plantas son participantes activas de la realidad y la imaginación del niño, puestas de
manifiesto mediante la voz infantil que registra las experiencias de un microcosmos donde los
signos de la naturaleza son seleccionados por la afectividad y la cercanía con las especies
integrantes de las asociaciones vegetales de la amplia zona de la cuenca del Unare, con los frutos
agrícolas de una comunidad, con la flora mítica de un espacio regido por la aridez y la
precariedad:
El fruto del paicurucu es la infancia. Uno lo percibe y retorna el tiempo
de Mercedes Alfonzo sembrando la cuarentadías, en un camino de
quisandas, cuando se abren al sol las mandarinas del patio de Tura y
cierta niña venida de algún Guaribe se refleja con el miedo a que la
descubran entre los espejos de la galería del treyolí. Fray Antonio Caulín
no dejó de anotar el paicurucu entre las plantas que regalaban su fruto de
abundancia... y el padre Antonio se pondría a creer que Dios no se niega
ni a la tierra ardida y desolada. (Angelaciones, p.110-111)
Al acercarnos al mundo y las visiones de la infancia y la adolescencia, a esas
interrelaciones humano-vegetales, atenderemos a las sugerencias del ineludible Gastón
Bachelard: aproximarnos a la escritura de Alfredo Armas Alfonzo a través de una visión ubicada
en el plano de la ensoñación y con el convencimiento de que esas visiones son parte de una
interioridad entregada a un acercamiento cósmico de la realidad, a un acto prodigioso del contar
el tiempo donde se gestó el ser y la gracia de percibir y comprender el mundo.
Esas imágenes vegetales que reconocemos en la obra del escritor se construyen mediante la
reiteración de hierbas, árboles, flores y frutos impresos en la sensibilidad de los primeros tiempos
en que el niño se halla inmerso en el proceso de aprehensión de su realidad. La contemplación
directa de la naturaleza es una de las primeras y fundamentales formas de relacionarse con el
entorno, además de la más antigua vía para identificarse con el cosmos. La contigüidad de los
cuerpos vegetales produce una impresión altamente positiva en el complejo proceso de
conocimiento del niño; promueve en él una conmoción originaria que no lo abandonará jamás,
aflorando en el recuerdo del adulto y, en el caso de Armas Alfonzo, surgiendo ineluctable en la
escritura, en el lenguaje impregnado de los colores, sabores, texturas y fragancias vegetales:
Saltaba entre el fruto de las patillas como los conejos, y uno no sabrá si
era áureo o verdoso... En el tiempo del verano la hoja sonaba dura pero
mucho más dura como si estuviera madura pero no todas las veces estaba
madura, o estaba verde. Encontrarla en sazón era un misterio pero era un
misterio que el hombre no siempre adivinaba a su antojo y aquel fue un
misterio que existió casi inexorable, impalpable, desde aquellas colinas
desde uno miraba ponerse la tarde de la ciruela de huesito y le venían al
muchacho los olores aun más lejanos de la quisanda”. (Siria, 1990)
Los relatos de acentuado tono evocativo, descansan sobre bases afectivas, precisamente
porque lo más cercano a la memoria es aquella imagen, aquel objeto, acto o acontecimiento que
más afecta la sensibilidad del niño, que mejor se inserta en la afectividad. Experiencias y
aprendizajes en la infancia y la adolescencia; constataciones del mundo, asombros y fabulaciones
donde la observación minuciosa de la realidad es la principal vía de comprensión de la realidad.
Es a partir de la infancia que se inicia la expansión del mundo.
Existe una particular relación entre el espacio y la mirada de la infancia, entre el niño que
contempla y el entorno observado. En ese yo que se aproxima a la realidad de un paisaje, los
elementos de la naturaleza, especialmente la vegetación, son parte esencial de la dinámica
cognoscitiva. Esa mirada actúa dentro del espacio escrutándolo, diseccionándolo con la visión
ávida, amorosa, del niño, a partir de los elementos del entorno que mejor han entrado a su
existencia: plantas, flores, frutos, signos todos de un mundo que comienza a tener forma para el
niño, quien observa ayudado por las singulares condiciones que brindan la percepción y la
imaginación durante la infancia:
Todo cuanto alcanza la vista del niño proviene de una naturaleza que
ningún hombre ha empequeñecido: el bambual con raíces del agua del
Uchire, que es un río del paraíso; o del Manarito, cuya agua llena de
rumor el monte. El bambual crece aquí en la hondonada que circunda la
meseta y parece que en esos tallos de una hoja de encajes de santo de
altar se afirmara cuanto signo de vida prevalezca en la calle o la iglesia.
El niño diría la ventana donde cierta muchacha llora una pena de amor, la
puerta desde donde se puede alcanzar a ver el patio de azahares de lo que
fue la otra casa del comandante Ricardo Alfonzo... la trinitaria de la plaza
doblada sobre sí y sobre la memoria de una historia de dolores...
Entonces, en esos días, todos los chaparros se adornaban de su carga de
miel y abejas y el mastrantal no negaba su mentol constante, su espiga
erguida. (Angelaciones, p.84)
Recuerdo, soledad e infancia son correlatos de la memoria, mundos inseparables ratificados
por las propias vivencias del escritor, cuya infancia estuvo signada por la soledad y el aislamiento
impuesto por una particular relación de sobreprotección materna, que da origen en la escritura a
una visión poblada de imágenes. En una conversación sostenida con el escritor Gabriel Jiménez
Emán en 1990, y publicada en la revista Imagen (Nº 100-66, p.5) Armas Alfonzo relata algunas
circunstancias de esta época clave de su infancia:
Cuando yo tuve conciencia ya estaba metido en una galería llena de
baúles (...) yo no tuve juegos, fui absolutamente torpe para enfrentar ese
suceso de la belleza de los colores flotando en un cielo independiente. Yo
no conocí nada de eso. No puedo hablarte de amigos, de compañeros,
porque no los conocí. Mi madre me metió en ese cuarto, me indujo a
estar allí en ese cuarto lleno de baúles (...) entonces yo crezco metido ahí
frente a las imágenes, ante las lámparas que se le prenden a las imágenes,
ante aquella biblioteca por la que yo llego sin ningún forzamiento a
Dante, a los grandes cronistas de Venezuela... Todas aquellas láminas
que ilustraban al Dante, aquellas láminas del purgatorio, del infierno, de
toda la mitología sagrada...
En esa infancia limitada la salida más fructífera es la superación del aislamiento mediante
la expansión, el ensanchamiento del mundo a través de las posibilidades de un imaginario
alimentado de instantes de significación ontológica, que luego serán reactualizados en la
escritura. Paradójicamente, esa soledad de infancia es exorcizada valiéndose de los fantasmas
nacidos en la soledad, con los que se conjuran las penas convirtiéndola la soledad en un espacio
de libertad.
Es en este ámbito de aparente intemperie interior donde el niño funde lo real y lo
imaginario, ampliando su mundo de experiencias e iniciando el camino hacia ese tiempo
prodigioso cuando vivir es captar el espectáculo de las primeras visiones; más que una
aprehensión del mundo es una intuición de su espíritu. Armas Alfonzo parece replantearse las
mismas alternativas de Italo Calvino (Ob.cit., p.106):
... la imaginación como fuente de conocimiento o como identificación
con el alma del mundo. ¿Por cuál opto? ... debería ser un decidido
partidario de la primera tendencia, porque el relato es para mí unificación
de una lógica espontánea de las imágenes y de un proyecto guiado por
una intención racional. Pero al mismo tiempo siempre he buscado en la
imaginación un medio de alcanzar un conocimiento extraindividual,
extrasubjetivo; por lo tanto sería justo que me declarase más cerca de la
segunda posición, la identificación con el alma del mundo.
En la infancia y su universo se gesta la síntesis de impresiones, constataciones y vínculos
que configuran un espacio ordenado por las leyes de la subjetividad. Entre el paisaje y la mirada
de la infancia, entre el niño que contempla y el entorno observado, ocurre un particular proceso.
Esa mirada actúa dentro del espacio, escrutándolo a partir de los elementos del entorno que mejor
han entrado a su existencia: árboles, flores, frutos, que se hacen signos de un mundo que va
tomando forma. Las plantas apuntalan el tiempo y el espacio, y una rama, una corteza o una hoja,
sirven al niño para el descubrimiento de una arista hasta ese momento desconocida de la realidad.
Es una época de conmoción en la que la naturaleza tiende puentes, el niño asiste a la fascinación
ante el paisaje y lo atrapa a través del roce con las formas vegetales:
Fue en la primavera de 1934 cuando el hijo de Mercedes Alfonzo
descubrió aquella como especie de colina que señoreaba el valle de
Unare como la mano de Dios el destino de todos los cristianos, circuida
de aguas, aquella alta cima inexpugnable lo predispone al viento, o como
el viento libra a una intimidad que le arrebata. El niño abre como una
cortina el follaje de guatacaros y descubre cómo se aparea la soisola,
cómo se persigue uno al otro el gallito de laguna que retoza entre el
platanillo. Distiende el niño la ramazón del majomo y todo se le acerca
(...) El tiempo de la vida le ha de confirmar al hijo de Mercedes Alfonzo
que en ninguna otra circunstancia como ésta, estuvo tan cerca de él y de
su gente lo que el hombre da en llamar la felicidad.” (Cien máuseres,
ninguna muerte y una sola amapola, p.9)
En este trato anímico entre ser humano, fauna y vegetación, el niño penetra en una zona
vergel, un jardín donde se vislumbra la felicidad como en todo paraíso de los días iniciales. Y
como en todo relato paradisíaco el hombre recomienza, se proyecta a ese tiempo y a ese tiempo
para recrearlo con el recuerdo y la escritura. Si existió la felicidad existió el paraíso, y éste
siempre está presente en la memoria, asistiendo la imaginación del hombre.
Al respecto, George Jean asienta las formas de la imaginación del niño en un fondo de
afectividad y resalta el papel que juegan ciertos objetos familiares dentro de la dinámica
imaginaria infantil. Al abordar aspectos de la realidad cognoscitiva en la infancia hace especial
énfasis en cierta organización existente en la percepción de la realidad por parte del niño, porque
“... cuando el niño aprende a mirar con los ojos “de la ciencia” el mundo, capta mejor la realidad
global por referencia a lo imaginario” (1990:112).
Desde este punto de vista en la infancia ocurre la primera oportunidad no sólo para
insertarse en la realidad sino también para trastocarla a partir de la propia experiencia ante ella.
La representación del mundo por parte del niño responde a un proceso de fabulación en el cual
realidad e imaginario se funden; no se establecen distinciones porque para el niño la imaginación
es anterior a la conciencia de lo real. La memoria del niño nutre las imágenes interiores con la
experiencia directa del mundo exterior y en esa correspondencia las cosas se hacen referentes
cercanos a su corporeidad. De este modo, como expresa Bachelard (Ob. Cit., p.232), “una flor, un
fruto, un simple objeto familiar solicitan de pronto que pensemos en ellos, que soñemos en su
cercanía, que le ayudemos a elevarse al rango de compañeros del hombre”.
Por medio de las manifestaciones del mundo vegetal se rinde cuenta de los adentros y de
los afueras de los seres humanos, esas expresiones traducen la visión interior de quien participa
en el entorno y forman parte de una metáfora de los sentimientos, de la amistad, la alegría, la
tristeza, la soledad o la muerte. Estas imágenes vegetales aparecen imbricadas en todo el espacio
simbólico de la escritura, concentradas como signos claves a la manera de capas que al ser
levantadas una a una dejan al descubierto la verdad de las historias personales y colectivas y
revelan una vez más las potencialidades de renovación del mundo a través del imaginario.
Penetrando las capas del sistema de claves significantes, nos acercamos a ese imaginario
siguiendo la pista de sus múltiples signos. Como las frutas, para llegar a la pulpa y descubrir la
suculencia del texto hay que horadar su piel, porque la verdad de los mitos personales se revela
mediante las “huellas”, como asegura Víctor Fuenmayor (1995:2):
Existen huellas trazadas en el cuerpo del texto como cicatrices
perdurables. Las miramos y aislamos cada vez que el texto las evoca (...)
los signos que las escriben son aquellas palabras que nos inscriben en una
historia de las pasiones y las filiaciones (...) Las huellas se organizan en
detalles mínimos, en descripciones insignificantes cuya presencia
reiterada nos orienta hacia esa unidad de las múltiples historias.
Las huellas definitivas de la escritura de Alfredo Armas Alfonzo provienen de una zona del
recuerdo cuyos referentes se encuentran en las experiencias de la infancia, que generan y
fortalecen las conexiones entre la actualidad del hombre y la realidad literaria. La voz que nos
instala en el tiempo y en el espacio de la niñez y de la adolescencia también nos trae los núcleos
de significación que entretejen ambas historias: la real y la ficticia. Al final una sola historia, la
del escritor. De pronto, por arte de lenguaje y memoria dos mundos despliegan sus signos,
incitando el recorrido por las palabras que anuncian inequívocos mensajes. Son numerosas las
ocasiones en que las claves de la historia personal de Alfredo Armas Alfonzo aparecen como
marcas superpuestas o detalles cargados de reveladores significados, ahora para la literatura. En
una crónica publicada en la revista Imagen (Nº100-17), donde daba noticias acerca de Clarines,
su pueblo natal, hallamos algunos indicios reiterativos que al conectarse con otros forman una
compleja red de profundas connotaciones en su narrativa:
Lo que yo recuerdo es que los callejones daban hacia adentro del propio
ser de las personas, de esto era que se hablaba cuando se encontraban
apenas amanecía (...) Por el callejón de Portillo era que se llevaban a
enterrar a los amigos, los conocidos y aun los familiares de todos (...) Por
ese lugar pasó la caja con mi amiga de Los Ciruelitos, a la que llevaron
con una herida de bala en el vientre. Me regalaba ciruelas de teta cuando
venía la cosecha de la fruta y la hilera de casas de zinc se llenaba de la
naturaleza de ese olor de la infancia (...) por mucho tempo después me
acordaba de María cuando el maestro José Gelasio Barreto me mandaba
al pizarrón. Este preceptor se acostumbró a premiar el mejor alumno de
la semana con una camisa rebosante de la fruta. A propósito a mí no se
me olvida que los patios de María y del maestro eran contiguos.
(Clarines, la Casa de Siempre y Nunca, pp.19-21)
De esas mismas experiencias de la vida y la memoria fluyen los signos que organizan el
entorno simbólico del relato “La niña del cundiamor”, en donde un alter ego infantil nos revela
indicios que conforman un amplio tejido cuyos hilos convergen en la imagen emblemática de la
ciruela, a partir de la cual se construyen vínculos entre los mundos real e imaginario:
Caminando hacia los ranchos aparecieron los patios de ciruela. Todos los
tres fondos estaban llenos de matas de ciruelas, y éstas no tienen un solo
lugarcito de sus ramas donde no hubiese fruta a punto de madurar, en ese
estado entre negruzco y morauzco que antecede a la madurez y la mayor
dulzura de ese regalo con que Dios compensó la aridez de los suelos
desde los roquedales salinos de Píritu (...) No sé si por la naturaleza de la
historia, las ciruelas de ese lugar me parecieron a los ojos las de mayor
tamaño y más atractiva forma, señales anticipadas de la suculencia.
Hasta ese momento no había advertido tras una de las puertas, entre
miedosa y tímida, a una jovencita de mi parecida edad... La imagen que
siempre he guardado de ella preserva una belleza poco común y un tono
de melancolía que nunca he vuelto a sorprender en ningún otro ser
humano… (Cada espina, tres historias de Amor, p.30)
Entre ambos textos, el del cuento y el de la crónica, se establece un atractivo juego de
relaciones simbólicas entre vegetación, memoria e infancia, a partir de la imagen de la ciruela.
Durante la atmósfera del verano, con el calor de abril en una zona de suelos áridos, es cuando los
ciruelos presentan su mayor fructificación. El ciruelo (Spondias purpurea L.) es un árbol silvestre
de las regiones cálidas de Venezuela. La pulpa del fruto es de color amarillo, jugosa y agridulce,
de fuerte y expansivo aroma. Su exterior es de color púrpura (de allí el término purpurea, que
denomina la especie). También se le conoce como ciruela de huesito o de teta, nombre popular
del cual se desprenden evidentes connotaciones eróticas, no en vano el color púrpura, rojo
intenso, está asociado al amor y el erotismo.
Precisamente, para conocer el amor, Sixto atraviesa una tierra yerma, situada detrás del
cementerio, donde sólo sobreviven especies vegetales de extrema resistencia, como el árbol de
ciruelas. El espacio unifica en virtud de que propicia el amor y la sobrevivencia del árbol. El
amor es un don divino al igual que el árbol, “un regalo con que Dios compensó la aridez de los
suelos”, revestido de un matiz simbólico de renovación, de renacimiento, de eternidad. El árbol
que produce ese fruto de amor, según Jesús Hoyos (1989:33), tiene la propiedad de prender con
gran facilidad y generar un nuevo árbol, por lo que es utilizado para repoblar suelos pobres.
Fructifica en período seco o verano, sus flores son masculinas, femeninas y hermafroditas en el
mismo árbol; es la semilla o simiente la que ocupa casi todo el fruto.
Entre Sixto y María la ciruela es vínculo, comienzo y final. La fruta que otorga la gracia de
la unión es la misma que la arrebata. Es signo de vida y signo de muerte. El niño presiente la
desgracia, y al igual que atraviesa los patios de ciruelos para conocer el enamoramiento, los
volverá a cruzar para presenciar la muerte. El árbol y su fruto en el paso definitivo:
...bajo por la acera de doña Fidelia de Medina, por ante el tamarindo de
las Requena y ahí cruzo hacia los ciruelitos. Traspongo la puerta doblado
sobre la sección de madera gastada por el uso y ahí la veo cercano ante
mis ojos. Mi amiga yace sobre una cobija marca Cristóbal Colón
cuidadosamente extendida sobre el piso de tierra. (Cada espina… p.35)
Los signos de la vida en la crónica y los signos de la ficción en el relato se presentan como
prolongaciones arborescentes ordenándose según sus vinculaciones simbólicas, sus legítimas
connotaciones. Otro detalle. El de las vidas cruzadas y el de los desvíos o desplazamientos
semánticos. ¿No es el cementerio (territorio de cruces) el espacio de la muerte? En un primer
momento aparece desvirtuado, desplazado en su rigor al constituirse en tránsito hacia la vida: el
amor vislumbrado. Pero pronto se le reasigna su significado cuando el niño lo cruza para
comprobar la muerte que presagia.
Vidas cruzadas también las del maestro Barreto y María, cuyos patios son contiguos. Esa
vecindad espacial se reafirma con otra vecindad, esta vez en la memoria. Ambos acuden desde la
infancia convocados por la intermediación de la ciruela. Al recordar el tiempo de la escuela
durante su infancia Armas Alfonzo rememora la camasa llena de ciruelas con la que el maestro
premiaba al mejor alumno. En el relato el niño también recibe el “premio” de la fruta por su
paciente espera durante las ausencias de María en ese abril que presagia el final:
Jueves. No salió (...)
Martes. Perdí el viaje. No salió ni un momentico...
Jueves. Debe de haberse mudado. le hice una cartica donde yo le decía
que quería ser amigo de ella...
Sábado 24. El papelito estaba en el mismo sitio... no se volteó para
verme...
7. Parecía estarme esperando. Salió, y, mirando hacia los lados, corrió
hacia donde yo me encontraba y me lanzó una piedrita a la que había
atado un hilo de pabilo, y al otro extremo de éste, un papel de estraza
viejo. Parecía aterrada de algo. El envoltorio contenía cinco ciruelas de
teta. (Cada espina… p. 32)
A la cadena de indicios se une el de los olores. Memoria e infancia aparecen entrelazadas
también por las fragancias, porque como dice Bachelard, un olor es el “primer testimonio de
nuestra fusión con el mundo”. A través de la evocación un olor reclama su espacio en el ámbito
de la experiencia sensible:
De la tela de moteado gris y rojo se desprende el olor inconfundible del
producto textil nuevo, que desde entonces signa, junto a una fragancia de
ciruelas de hueso maduras, como un estigma doloroso, el recuerdo de la
infancia. (Cada Espina… p.36)
Junto con la memoria abierta por los olores despiertan los sentimientos de la primera vez,
como si al irrumpir nuevamente una fragancia se abriera también el corazón. Quizás no sea
exagerado afirmar que pocas cosas estimulan más la memoria que un aroma, que potente o sutil
desencadena por sí solo un recuerdo, por más hundido que se encuentre en la memoria. Como
una mina, también en el arte los recuerdos explotan si tropezamos con el olor los activa, nos dice
Diane Ackerman, (2000), quien sobre la repercusión de los olores en la literatura añade:
Gran parte de la vida pasa a un segundo plano pero es tarea del arte
arrojar cascadas de luz en las sombras y volver a crear la vida. Muchos
escritores han estado gloriosamente sintonizados con los olores: …las
flores de Colette que la devolvían a los jardines de su infancia y de su
madre, Sido; el desfile de olores urbanos en Virginia Wolf; los recuerdos
de Joyce de la orina del bebé y el hule, de lo sagrado y lo pecaminoso; la
acacia mojada por la lluvia de Kipling (…) los paseos de Thoreau a la luz
de la luna por campos en que el trigo olía a seco, los arbustos de fresas a
húmedo, y las bayas a “pequeños confites”; las exploraciones de
Baudelaire en el mundo de los olores hasta que “el alma se elevaba al
perfume como el alma de otros se leva a la música”; (…) los símiles
milagrosamente delicados que encuentra Shakespeare para las flores (a la
violeta le dice: “Dulce ladrona, ¿de dónde tomaste tu dulzura sino del
aliento de mi amado?” (p.33)
El ser apegado a las fragancias elabora un sentido de pertenencia, sabe que cierto aroma es
suyo por derecho, como es suyo el fragmento de la infancia que se pliega a la ternura de los
aromas. El deleite, el sufrimiento, la nostalgia, la ternura y hasta lo inefable se filtran y se
mezclan con las fragancias de flores, de frutas, o de alguien vislumbrado o añorado, que marca la
sensibilidad con tan íntima penetración que ni la distancia logra arrebatar, aunque las palabras no
puedan definirlo:
No había comenzado septiembre porque todavía se encontraba maíz
tierno, cuando desde mi rumorosa y fragante atalaya una tarde de sol
amarillo como ahí se pone, vi cabalgar entre la ola y la arena que
generalmente estaba constelada de conchas arrastradas por el mar desde
las isletas, a una muchacha, despeinada la cabeza entre los brillos de la
sal y del crepúsculo, la camisa abierta al resplandor y al rocío. Vestía de
pantalón y calzaba botas altas. Cuando atravesó el viento en dirección al
faro donde se estaban cerrando las flores amarillas del abrojo y por eso
ya no daban perfume ni atraían mariposas, percibí otro perfume que no
era aquel al que uno estaba acostumbrado; yo no sabría describirlo, pero
desde entonces ese es su recuerdo. (El Osario de Dios, p.184)
Así como la imagen más apegada a nuestra memoria es aquella que causó más conmoción
porque provino del territorio otro de la extrañeza o de la impresión de un instante definitivo en la
conciencia, del mismo modo los olores perdurables que se desprenden de las páginas de Armas
Alfonzo son los aromas perennes de la infancia, paradójicamente asociados casi siempre con las
fragancias etéreas de las flores o de las frutas. Y junto a esos olores llega la asociación con el
momento en que se produjeron y los afectos con quienes se vinculan:
Los recuerdos le traen a uno un olor persistente de diamelas, de azahares,
de resedas, de los extractos de Turalatíamada, que cuando abría su baúl
donde guardaba un retratico de Sixto Armas que le, hicieron en la plaza
de Uchire, él de catorce años y la pierna cruzada, la cabeza todavía sin
olores ni aflicciones, se le escapaban las fragancias de hojas secas, de
aceites hechos tiempos de los otros días pasados… (Angelaciones, p.43)
A los olores armasalfonzinos los acompaña siempre la ensoñación de los lugares, la
intensidad del momento y la vecindad con los seres amados. Y en toda circunstancia la flor es
imagen de la época feliz, aunque frágil inolvidable, porque ciertas flores están con nosotros
durante toda la vida. Con los olores los afectos se presentan renovados, macerados en la memoria
con el aceite de la infancia. En ese mortero de sentimientos se produce el ungüento perfumado
con que se unge la evocación que rescata y recomienza un acto que no por humilde y cotidiano
resulta menos imborrable:
Junto a la lumbre del amor de Natalia, entre ese tiempo de la memoria de
la infancia que mezcla el humo de la cocina y la fragancia de la reseda; a
ese rescoldo donde no falta además el rostro herido de Santa Lucía,
ninguna conciencia moral podría borrar unas imágenes ya no de sueño
sino de tiza como el lento vuelo de los papagayos en el inmóvil viento de
marzo. La cola de trapos rotos acerca o aleja los instantes y les da color
de cosa vieja o de rosa recién abierta (…) la reseda asoma el perfume de
su ventana y Natalia dispersa con una raja de la leña las últimas brasas
del fogón para que ya no la haga llorar el humo. De la calle alcanza hasta
los cuartos de la casa de la calle del sol la idea de que alguien está
quemando bosta para espantar la plaga. El recuerdo, sin embargo rescata
cuerpo y luna y los gajos de la reseda completando el atardecer que se
ensombrecía. (Angelaciones, p.17)
Las fragancias se expanden como el trazo de humo que ya sin rastro visible aún permanece
por obra y gracia del recuerdo, así como persevera en el tiempo de la escritura el perfume grácil
pero inalterable de la reseda (Lawsonia inermis L.), que no niega aromas a los patios de la casa de
la niñez y que acude junto con otras flores símbolos de AAA, como el treyolí (Quiscualis indica
L.), la bellísima (Antigonon leptopus Hook & Arn), o la cuarentadías (Zinnia elegans Jasq.)
Las moléculas de los olores se hacen signos en la escritura y esperan como sedimentos,
aguardan el tiempo propicio para aflorar a la superficie de los recuerdos y reactualizar el estado
del ser que los vivió por primera vez. Alfredo Armas Alfonzo sabe que ciertos olores son suyos,
por justicia.
CAPÍTULO IV
LENGUAJE Y HERBARIO
¿Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño,
y le dieran una flor como prueba de que había estado allí
y si al despertar encontrara esa flor en su mano…
¿entonces qué?

Coleridge
Como motivos artísticos las plantas siempre han estado entre la realidad y la imaginación,
entre los valores reales y los valores simbólicos, asignados unos generalmente mediante la
observación, la experiencia y la información fundamentada en el conocimiento popular o
científico, y los otros a través del cruce de referencias arquetípicas, bíblicas, históricas y
mitológicas.
Particularmente en la literatura es la connotación simbólica la que sostiene esencialmente
la potente presencia de las plantas en el imaginario, y es esa connotación la que ha permitido
construir un ancho, fértil y fabuloso jardín, cuyas etéreas especies se han extendido por todas las
culturas en todos los tiempos. Aunque en la construcción de las dimensiones simbólicas han
contribuido las cualidades mágicas atribuidas a muchas especies en diversas sociedades, ha sido
el lenguaje lo que las ha dotado de significación y efecto estético.
En la escritura de Alfredo Armas Alfonzo, además de conformar un extenso catálogo de la
flora venezolana, las especies vegetales aportan a la obra una significación poético-simbólica de
especiales características, que la distinguen del tradicional tratamiento de la vegetación dentro de
la literatura venezolana.
Las plantas y sus imágenes constituyen mucho más que una expresión del énfasis en la
naturaleza, como temática predominante de la cultura y del imaginario americano. Es una forma
de construcción y reconstrucción de la realidad y expresión de identidad, de conocimiento y
proyección de una cultura. Nuevamente la vegetación aparece en la escritura para propiciar
nuevas lecturas de nuestra voluble realidad y como expresión de humilde acto amoroso hacia
aquello que no sólo alimenta, cura o protege, sino que también genera belleza, comunica
sentimientos y establece las coordenadas de la existencia:
A Clarines le da origen la necesidad de armarse contra el enemigo, que el
español teme provenir del curso anterior del Unare frente a esta colina de
vientos y de robles con toponimia ya ganada de Paricatar. Paricata es el
roble de tanta abundancia, donde la abeja forma enjambre cuando mayo
hace la flor y enardece el instinto. Paricatar el bosque de robles, el
robledal sonoro, donde el dueño de la felicidad ve salir y ponerse un sol
de piedra de oro y una luna de puro día limpio. (Las palabras de
Guanape, p.22)
Esa iconografía vegetal es producto de una conciencia imaginativa en comunión con la
experiencia de vida cercana a la naturaleza, y cuyas imágenes se reiteran en la escritura porque
forman parte de un trato afectivo con el medio en diferentes tiempos, en asimilación constante de
la prosperidad o la pobreza, de lo propicio o lo desfavorable. La enunciación narrativa se produce
así constelada de palabras que construyen toda una red paradigmática vegetal que contribuye a la
creación de contenidos simbólicos, que transmiten los mensajes de la interioridad humana, dan
noticias de la sociedad, la historia, la economía, las conductas individuales y colectivas. En
general, una visión particular del mundo que debe mucho a la capacidad fabuladora y al poder de
un imaginario asociado a la naturaleza, cuya fuerza telúrica acompaña al hombre desde los
orígenes:
La tierra se doblaba en serrejones y era roja y blanda como el fruto
de la pitahaya picada por los conotos, y la hendía una agua
impetuosa a la que le llamaban Onari y señalaba el camino de la mar
o de los otros mares menos expandidos, como Cariamana, donde los
peces tienen de plata los ojos (…) Con el tiempo que eran lluvias y
eran resolanas , el indio que era un barro nuevo y amasado,
construyó la casa del alero; y el artesano la casa de balaustres y la
pesada puerta claveteada. En el tinajón se aferró el helecho y en el
patio fueron creciendo la isora y el clavelito, la generosa reseda, el
nomeolvides, el pinopino, el treyolí cambiante, el lirio de lanza
morada, la cayena y la caléndula, el jazmín de hacienda, el poderoso
níspero, la dulce naranja, la olorosa hierbabuena, la fregosa, el
yantén, la flor de la mandarina, la turiara, la melisa, la diamela.
(Angelaciones, p.6)
Las plantas dan cuenta del afuera y del panorama interior de quienes se vinculan con ellas
en una intimidad próxima al estigma, como marcas impresas sobrenaturalmente, ya que mediante
su participación en la memoria o dentro de la cotidianidad, un árbol, una flor o un fruto se hacen
huellas indelebles en la vida de los personajes:
Diotima era una india y Tura la vivía comparando por lo bonita con una
figura de un libro de la biblioteca del abuelo. Los indios caribes como
que se llamaba.
Diotima arrancaba cundiamor y se lo echaba por encima y las hojas, las
flores y aquellos frutos que cuando maduraban se abrían como pétalos
impedían que Diotima aparecía como estaba, sin la única ropa que tenía.
Los camisones que Tura le compró, Diotima los enterraba o los hacía
tiras y no se los ponía.
Diotima se comía verdes las guayabas y no dejaba madurar las
mandarinas (…) A Diotima se la tragó la noche esa que recién había
transcurrido y ni siquiera se pudo mandar un recado a Guaribe Tenepe
porque era invierno y la línea del telégrafo estaba mala y a consecuencia
de un rayo que tumbó un cereipo sobre los alambres.
Las mandarinas sí que cargaron ese año.” (El Osario de Dios, p. 133)
La relación de ciertas plantas con algunos personajes se prolonga en muchos casos durante
toda la vida. Marcan la piel y el espíritu como señales sagradas, porque como afirma Bachelard
(Ob.cit.:70), “…cada flor es una confesión, discreta o clamorosa, meditada o involuntaria. A
veces una flor expresa una rebeldía, a veces una sumisión, una pena, una esperanza.”
El herbario debe parte de su fascinación a su origen, a su procedencia de un entorno
conocido perfectamente por AAA, consciente de la importancia que tiene la vegetación para los
habitantes de un espacio geográfico. Pero estas plantas también mantienen la carga simbólica que
ha acompañado a las imágenes vegetales durante su larga presencia en la literatura. El resultado
de este vasto fresco de imágenes provenientes de la vegetación, además del más completo
registro de plantas de una zona específica de Venezuela presente en una obra literaria, es una
prosa de un novedoso acento, cercano a lo poético:
Entre Uchire y aquel rincón donde María Tarache cultivaba la felicidad
como el orégano orejón, la melisa y el yantén, demoraba el aire del
mastrantal bajo un cielo de increíbles claridades. Mastranto y chaparro
ecubrían estos dominios del silencio que comenzaban entre los alambres
del cementerio con portal encalado y severa inscripción en latín que
recordaba al hombre su destino de ceniza. La tumba del abuelo entonces
la guardaba el lirio que regala sus flores blancolilas al extremo de una
como lanza enastada insólita y primaveral. (…) María Tarache sembraba
la piña entre el viento y los aires del mastranto y criaba los animales de
pluma y de canto del amanecer entre aquellas hojas de rígidas espinas.
Criaba colmenas asimismo, entre cajas que colgaba del alar de la cocina.
Su sabiduría la enseñaba a distinguir la procedencia de la miel, si de la
naranja y del azahar, si del pariche, si de las escondidas mieles del monte
donde la neblina escondía el palodemaría, la raíz de la escorzonera y el
helecho arborescente que se daba donde el habitante de tanta maravilla
asignaba al mundo de Dios”. (Angelaciones, p. 88)
A este tono contribuyen la pasión por las formas vegetales y la necesidad espiritual de un
lenguaje en íntimo contacto con la naturaleza. Un lenguaje así considerado desborda sus
funciones básicas, presenta opciones ante los universales que lo estandarizan, comunica otras
experiencias de los mundos externo e interno y aumenta su fuerza creadora a través de la
transformación metafórica, porque como es conocido, la naturaleza es quizás la fuente más rica
en imágenes, metáforas, alegorías y símbolos. La atención minuciosa de las plantas demuestra un
conocimiento íntimo que se alcanza sólo si se considera la vegetación en sus peculiaridades, en
los rasgos distintivos de formas, colores y olores de flores, frutos, hojas, tallos, etc., siempre en
asociación directa con la vida y los sentimientos humanos:
Rehacer la historia de Lapito Tremaria equivale a contar la historia del
viento, de esas ramaladas de viento, que cuando el verano erige sus
reventaderos de sol, van por los caminos alzando cegadores y
momentáneas imágenes turbias (…) Quien llegó a identificar el palosano
de este camino que a la distancia fulge blanco, como de cal de huesos,
con Lapito Tremaria, porque asistir a los entierros recostado del palosano
fue también otra de sus necesidades primordiales, seguramente afirmaría
que Lapito Tremaria movía la cabeza como el palosano su fronda, que
tenía el fondo de los ojos del color de las amarillas flores del palosano, y
que si no era tan alto como el palo se le consustanciaba bastante de tanta
cercanía a que se acostumbraron, de tanta vecindad con aquellos lentos
viajes determinados por las fiebres a que ambos asistieron. (Como el
Polvo, p.42)
Esa forma de involucrarse con las plantas es parte integrante del modo de conocer en el
mundo de la vida popular. Como ha observado Moreno Olmedo (1993), esta forma de
conocimiento se ubica en una posición enfrentada con el modo de conocimiento impuesto por la
modernidad, el saber científico, cuya supremacía hace marginal cualquier otra episteme, que
como el saber popular no por diferente es menos legítima.
Esta episteme popular es palpable en la escritura mediante la praxis existencial de los
personajes, su conocimiento de la geografía, la historia, la agricultura, el uso económico,
utilitario, medicinal y mágico-religioso de las plantas, siempre en el contexto de la relación que
define a los integrantes de la familia y de la comunidad.
En el plano de relaciones sobre el que está construido el fecundo y entrañable mundo de los
personajes, heterogéneo grupo encabezado principalmente por los integrantes de la familia de
Sixto Armas, se traza también el espacio simbólico de la escritura, en cuya significación
participan activamente las plantas, como emisores metafóricos y como entes de mediación
afectiva en la interrelación humana dentro del mundo de vida popular.
En todas las culturas las plantas actúan como símbolos e imágenes que constituyen una
iconografía vegetal de gran influencia en la cotidianidad, la religiosidad y las creencias populares.
El simbolismo va más allá de la función mítica del árbol, se extiende a todas las representaciones
de la vegetación, yerbas, flores, frutos e incluso en otras partes de las plantas como ramas y hojas.
En el mundo de la vida popular lo que revelan las plantas trasciende el carácter sagrado que
prevalece en las culturas arcaicas y en las mitologías. Aunque mantiene muchos vínculos con esta
simbología, la significación se afianza en las formas de interrelación hombre-vegetación y las
funciones que cumplen las plantas en la vida cotidiana, alimenticias, utilitarias, medicinales y
mágico-religiosas.
Dentro de las siete clases de cultos de la vegetación que especifica Mircea Eliade (1995): el
conjunto piedra-árbol-altar, el árbol-imagen del cosmos, el árbol-teofanía cósmica, el árbol-
símbolo de la vida, el árbol-centro del mundo y sostén del universo, el árbol símbolo de la
resurrección de la vegetación, la más cercana a la cotidianidad del mundo de vida popular es la
que reconoce lazos místicos entre árboles y hombres. Considerando lazos místicos los vínculos
espirituales, individuales y colectivos, que se establecen a partir de los distintos usos que se le
dan a las plantas; y la identificación afectivo-simbólica con algunas especies, que suelen
mantener los integrantes de un grupo familiar o los miembros de una colectividad. Por supuesto,
los nexos simbólicos entre los seres humanos y las plantas se mantienen gracias a la permanencia
de contenidos arquetípicos, que “dotan” a las plantas de determinadas “virtudes”, que se asocian
principalmente con sus formas y propiedades. Es decir, las plantas se hacen símbolos porque el
hombre les agrega la realidad que simbolizan.
A partir de un tratamiento genuino y peculiar de una rica iconografía vegetal, intensamente
asociada con el íntimo entramado de relaciones familiares la vegetación influye en personajes
cuyas vidas transcurren entre el albur del verano y el invierno, la abundancia y la carencia, la
holgura y la estrechez, la dicha y la aflicción. Dentro de este espacio tanto el padre como la
madre aparecen asociados en la escritura con determinadas especies de plantas, cuya connotación
tiende hacia contenidos arquetípicos, nexos afectivos, contenidos éticos, valores filiales y
fraternales, entre los que destacan los relacionados con las figuras materna y paterna: respeto,
responsabilidad, humildad, solidaridad, justicia, unidad, lealtad, sensibilidad, abnegación,
generosidad, amor, ternura, patriotismo, fuerza, rectitud y protección.
Rafael Armas Chacín, el padre, el “Hombre”, como es nombrado muchas veces, fue
comerciante y sobre todo agricultor expuesto a los rigores del verano, del invierno y de las
carencias de un país en ciernes; con una vida signada por vicisitudes familiares, debacles
económicas e incertidumbres históricas. Anzoatiguense nacido “en el medio rural, en una zona de
antaña abundancia pecuaria y agrícola, el 5 de agosto de 1893”, como se dice en Cualquier
Ocaso (1970:14). Afiliadas a la figura del padre aparecen en la escritura especies vegetales de
uso principalmente agrícola y alimenticio, como maíz (Zea mayz L.), yuca (Manihot esculenta)
batata (Ipomea batatas) auyama (Cucúrbita maxima Duch.), frijol (Phaseolus vulgaris L.) ñame
(Dioscorea alata L.), ocumo (Xanthosoma sagitifolium Schott.), etc., en concordancia con su
labor de agricultor. Pero también al padre se le asocia con la robustez y el follaje de los grandes
árboles de la región, quizás invocándose la forma de un jabillo (Hura crepitans L.) o un cereipo
(Myrospermun frutescens Jacq.), asociaciones que evocan la admiración, el orgullo y el respeto
por el padre forjado en la cultura del trabajo:
El conuco del padre se ubicaba en un lienzo de montaña, más allá del
rastrojo de Luis María Ávila, al noreste del viejo camino real de Píritu.
Rafael Armas mismo tumbó la roza, veinte almudes exagerando la
medida, y en ese suelo sembraba el poco de maíz y de frijoles para los
largos meses del verano. Sembraba la patilla, el ñame, el melón, bajo un
sol de candela, entre gritería de guaros y cantos tristes de palomas
guareneras. ¡Cuántas veces el tordo maicero vació los surcos! ¡Cuántas
veces las lluvias que no llegaron a tiempo, acabaron con la primera
siembra! ¡Cuántas veces el gusano cogollero le arruinó el esfuerzo! El
recuerdo nos lo trae, hombre de cuarenta años, el cuerpo poderoso,
brillante bajo el sudor, envuelto entre brillos de plata como un dios de la
mitología por la que él nunca tuvo pasión. (Cien máuseres, Ninguna
Muerte y una sola Amapola, p. 102)
Con la imagen del padre agricultor se restaura el tiempo y el espacio del conuco, herencia
indígena, asiento del cultivo heterogéneo y transitorio, pedazo de tierra donde tantas veces se ha
posado la esperanza en la forma de frutos para el sustento familiar. Pero el conuco es también
parque y vergel, zona de recreo y de unión, pequeño territorio sembrado de afectividades, que
rememora la felicidad:
Aquellos días en el conuco de papá cuando él me cargaba metida bajo el
brazo de él, como si yo fuera un palo, yo muy tiesa, con las piernas rectas
y él dando aquellas zancadas del gato con botas. Él me limpiaba de
monte la pocita aquella de la quebrada donde estaban las matas de
quisanda, donde mamá sembró cuarentadías que todavía debe haber, y
todo quedó convertido en un jardín de cuarentadías de todos los colores
habidos y por haber y de todos los tamaños desde la más chiquita hasta la
más grande, que todavía debe quedar alguna, y yo me bañaba desnudita
bajo aquel sol, yo sola en ese campo. (Uno, ninguno, p.93)
De este territorio, del monte cercano o del patio familiar son también las plantas de la
madre, Mercedes Alfonzo, que provienen de una botánica real y vecina, cercana a la casa y al
apego. Son plantas de los adentros, del ánima, por lo tanto plantas de lo femenino, que al ser
amadas entrañablemente llevan, al decir de Bachelard, “al laberinto de la naturaleza íntima de las
cosas”. Surge así una iconografía vegetal feminizada, a partir de la cual la realidad resulta
“poetizada”, dotada de belleza y ternura. Yerbas y flores, principalmente, son parte esencial del
mundo personal de Mercedes Alfonzo y aparecen conectadas con el prototipo mítico de las
plantas como símbolos de feminidad, fecundidad, sexualidad, erotismo y vida. Pero las
asociaciones más reiteradas tienden hacia el aspecto maternal: fuente de vida, alimentación,
protección, arraigo, curación.
Dentro del contexto de los personajes, las plantas, además de sus connotaciones propias,
conllevan otras que expresan cualidades ligadas a la idiosincrasia de cada personaje. Es así como
junto con las plantas medicinales las flores tienen una exclusiva significación en el espacio vital
de Mercedes Alfonzo, ellas nos dan indicios del taciturno mundo interior de la madre de Sixto.
De este modo una flor nos da señales de sus temores, tristezas y esperanzas; trasluce recuerdos de
las vidas de los Alfonzo, los Rojas, los Armas, y de todas las familias e individuos cuyos roces
trenzaron las mínimas biografías, las pequeñas historias de la saga armasalfonzina.
La cuarentadías (Zinnia elegans Jasq.), llamada así porque se supone que la flor dura
cuarenta días y conocida también como Flor de la maravilla, por los cambios de color que
ocurren durante su florescencia, es una de las flores que siempre acompañan las expectativas casi
secretas de Mercedes Alfonzo, sus fervientes oraciones a los santos, sus aprensiones, nostalgias,
recuerdos, encuentros y ausencias:
A veces la madre nos acompañaba a llevarle la viandita de aluminio, y
mientras él devoraba aquella ración escasa, la madre sembraba
cuarentadías al borde de la quebrada La Quisanda que atravesaba el
conuco. La flor se daba colorida y abundante. Todavía deben darse, a los
cuarenta años de esto, porque aquel suelo poseía la naturaleza de Dios
que abonaba la madre. Decimos que todavía las semillas sucesivas han
proseguido en ese largo tiempo amargo aquel trabajo de la dulce
jardinera. Ya no serán cuarentadías las que le nazcan a la tierra de Las
Quisandas, sino mercedes alfonzos y lucías rojas de rojo y amarillo
corazón de terciopelo, papelón de Uchire y un aire entre jazmines y dama
de noches” (Cien Máuseres…, p.102)
Pero la flora real que puebla los cielos de Unare y los patios de las casas que habitó
Mercedes Alfonzo es también génesis de la botánica imaginaria, que dictada desde el corazón
toma forma en el recuerdo, el papel o en la grácil bordadura de las prendas de los seres amados.
Allí, en la tela, hilo y aguja hacen relieve las formas ligulares, campanuladas, papilionadas,
labiadas, aclaveladas, tubulares y cruciformes de una flora idealizada, que también desde este
espacio transmite resonancias sentimentales mediante los cruces sígnicos de una gramática
textual-textil y una gramática vegetal:
Con aguja y sedalina Mercedes Alfonzo repuntaba la tela de seda y le
recreaba aquellos signos del amor o de la lealtad, con la facilidad con que
la nube hace rebaños de corderos o vergeles de blancolirio en los cielos
de mayo. Erre de ruiseñor y de rosa y de la ternura de que no carecieron
los hombres que no estuvieron a su lado, sustentándola. Ele de la mujer
que no dejó de asirla de la mano, para que no se perdiera entre la noche,
y ele de jazminero y de luz encendida entre los vientos. A de alma y de
amor y de azálea, de azucena y de amaranto (…) Mercedita Alfonzo
borda la flor silvestre que le dicen la pascua y nadie dudaría de que sobre
los montes de Paraguayaco no han caído las primeras aguas del año,
haciendo reverdecer el yermo. Borda el tulipán rojo, la isora de sol y de
presagios, la diamela, la cuarentadías, el pensamiento de los álbumes
donde una niña enamorada manuscribe poemas de Paul Geraldi, de
Alfredo de Musset, de Verlaine y de Rimbaud.” (Angelaciones, p.114-
115)
Sólo atendiendo a los signos florales puede ser comprendido a cabalidad el mundo
femenino de la narrativa de Alfredo Armas Alfonzo. Todas las mujeres participan en la alegoría
floral, en la pintura de sentimientos donde una flor es tristeza y otras soledad, sufrimiento,
ilusión, esperanza, nostalgia o ternura. Desde la evocación, la escritura se hace Floralia,
celebración de las flores, y cada mujer encarna a Flora, símbolo de las potencias vegetales, de la
belleza, la fecundidad y la espiritualidad.
Las flores acompañan con sus valores simbólicos a todas las mujeres, la madre, la abuela, la
tía, la hermana y cuantas se hallan enmarcadas por la mirada entrañable de Sixto, a partir de la
cual se relata la crónica de vidas paralelas: la casi secreta vida de las plantas y la apenas revelada
de mujeres que todavía tienen mucho que contar, esta vez desde una enunciación vegetal. Gracias
a los enlaces florales, el amor y el apego por las personas, las cosas y la historia persisten en la
memoria. Las fragancias conducen los recuerdos y nuevamente el pasado convoca los cruces de
lo histórico nacional con lo histórico personal:
Tura más son las veces que se entretiene hurgando en un baúl que no ha
perdido su antiguo olor de ceras o resinas de caoba, de cedro o de aún
más histórico origen, (…) y aun memorias que los días no palidecen,
como sería en lo concerniente a Manuel Carlos Piar, el que el bravo
triunfador del campo de gloria de Chirica libara allí la última agua que el
Orinoco le concediera. Tura siempre habla, mientras compone o
descompone el contenido de aquel fragante receptáculo donde preserva
sus secretos de única mujer soltera de todas estas Alfonzo tan solicitadas
y requeridas.
Junto a ella, junto a ese amor suyo que tenía tanto de la generosa ofrenda
de las matas de flores del patio, que si la reseda o el treyolí, que si el
jazmín o el alelí, Tura parece desprender de entre las cosas que guarda
recuerdos como este de ahora del año de la jumasera, cuando un mal
destino ennegrecía los cielos de Dios… (Angelaciones, p. 112)
La historia personal de las mujeres armasalfonzinas es una agridulce mezcla de sosiego y
adversidad, donde la vida, aunque regida por la voluntad y la fe religiosa, no logra desligarse de
la tristeza, la resignación y la espera. Incluso en tiempo de amor una nube de aflicción cubre este
sentimiento y mustia las pasiones y el cariño. Los rostros conservan el matiz del último
crepúsculo, ese instante que en mala hora sintetizó la tribulación y la felicidad vividas en todas
las casas que habitaron sus cuerpos y sus pensamientos.
En todas las casas donde las mujeres Alfonzo gravitan en torno a su pasado una vegetación
está presente con su aire de renovación, porque la flora de la infancia y de la juventud, es también
flora fiel en la vejez y la añoranza. Detrás de las tapias, ellas y otras mujeres cercanas o lejanas
traslucen sus pasiones, virtudes, defectos, frustraciones o ilusiones, su ruina o su esplendor, bajo
las sombras de los árboles protectores: Majomo (Lonchocarpus fendleri Benth.), Samán
(Pithecellobium saman Jacq.), Tiamo (Piptadenia Pittieri Harms), Bucare (Eritrina peoppigiana
Cook), Guatacaro (Chytroma Idatimon Aubl.), Cereipo (Myrospernum frutescens Jacq.),
Araguaney (Tabebuia Chrysantha Jacq.), Guamo (Inga Fendleriana Benth.), Flamboyán
(Delonix regia Raf.), Pardillo (Cordia alliodora Cham.), Caujaro (Cordia collococca L.). Palo
María (Triplaris meridensis Aristeguieta), entre otros.
Pero la compañía más próxima a una afectividad nostálgica es la de los arbustos y sus
flores, esas plantas que quizás por su cercanía y cotidianos roces el pueblo llama maticas: de
Reseda (Lawsonia inermis L.), Trinitaria (Bougainvillea spectabilis Willd.), Treyolí (Quiscualis
indica L.), Diamela (Jasminum Sambac Soland), Isora (Ixora Coccinea L.), Bellísima (Antigonon
leptopus Hook & Arn), Nomeolvides (Cordia Sebestena L.)
En todo marco de abatimiento la vegetación y sus correlatos son siempre lenitivo para la
pesadumbre. Hasta en la muerte, la guerra, el invierno desatado, el verano prolongado y la
penuria, las plantas, sus flores y frutos son presencia viva que abrevia el dolor, mitiga los
padecimientos, atenúa la desolación. Y no sólo desde el punto de vista alimenticio, sino también
espiritual.
Las mujeres resisten y como rizomas sus pensamientos y esperanzas permanecen bajo la
superficie de los recuerdos, esperando la ocasión propicia para renacer. Lealtad, generosidad,
candor y voluntad son virtudes que se llevan como las flores sus cualidades:
… las Tarache, que se enfloran, las Guzmán, que se adornan con la flor
de la reseda, las Arveláiz que inventan la inocencia del jazmín, las
Santamaría que se ponen los colores del treyolí, Maura Tonito que
inventa la Diamela…” (Angelaciones, p.96)
Mujeres como Mamachía, sempiterna habitante de una casa redonda (la felicidad hace
redondo todo lo que toca, dice Bachelard), donde las flores se inventan bajo el silencio de los
aleros; mujer de candor guardado en hojalata, que se esparce en la escritura con un amor que no
cesa:
Los bienes terrenales de Mamachía constaban de una polverita hecha de
mantequilla Bruun pintada de rosado y coronada por una ostentosa mota
de buche de pato, de siete matas de azahar de la india sembrados en
círculo en el patio de la casa frente al corredor, y de unos pájaros
azulejos. En mayo o junio, cuando caían los nortes, floreaban los
azahares y las ramas no podían con la carga. Era lo mismo como cuando
ella se empolvaba, sentada en su hamaca de la sala, que tenía piso de
tablas.
Destapaba la polvera y se expandía aquel olor de ella. No había
necesidad pues de que los azahares estuvieran floreciendo todo el año.
No sé por qué asocio a Mamachía con los altares de Viernes Santo que la
piedad ornaba con flores de pascua azul inventadas de papel y nubes de
algodón en rama del que se daba en Carutico o Matiyure… (El Osario de
Dios, p.100)
Mujeres como Antonia Chacín, que hizo de la felicidad cultivo y jardín de aromas eternos:
A Antonia Teresa Chacín Espinoza más que la historia real cabría
asignarle un destino de jardinera en un fértil vallecito de la tierra más
dulce del mundo, donde ella con sólo mover sus manos olorosas de pan
de maíz invada los confines de los pueblos cercanos y lejanos con la
cuarentadías de colores conmovedores, de diamelas de inagotable
fragancia, de siemprevivas eternas; de treyolis hundidos bajo el peso de
sus gajos, de resedas iluminadas, de matas de coneja de mil designios, de
matas de albahaca, de menta y hierbabuena cuyo sabor trasciende todas
las fiestas del año (…) A Antonia Teresa Chacín Espinoza uno le hace un
sitio del lado del pecho y se sabe partícipe de un agua de amor que de allí
mana, como la del Guanape de antes, cuando los tiamos la sombreaban.
(Las palabras de Guanape, p.16)
O como doña Fidelia de Medina, cuya pródiga bondad rivaliza con la copiosa carga de las
matas de mango que endulzan la infancia:
Doña Fidelia de Medina nunca jamás en su vida se opuso a que un algún
niño sólo porque le faltaba la moneda no fuese autorizado para ir hasta la
vega del río y hartarse de la fruta de los tres mangos que allí había
formado cada uno una cima de rojos y dorados primores y azucarientos y
gustosos frutos. El viento de junio ramoneaba sobre las copas y una
oleada de maravilla se volcaba sobre aquella clientela de pies con
alpargatas, chifles sobre la nuca y hedor de pescado (…) Se murió Doña
Fidelia y se abatió de seguidas el último árbol de mango que le daba a
ella la miel. ¡Cuassssssssss! cayó y no hubo muchacho que no sintiera
repercutir aquel modo de acabarse el mundo sobre su corazón.” (Los
Desiertos del Ángel, p.24)
Pero el aura benefactora de la vegetación no sólo cubre a las mujeres. También abarca a los
hombres, cuya vida y obra merecen la admiración y el respeto de Sixto, el narrador, por cuya voz
conocemos la diaria heroicidad de estos hombres, generalmente familiares, cercanos agricultores,
comerciantes locales o algunos seres marginados, sin familia ni fortuna, pero siempre herederos
de la oralidad, de la sabiduría popular y de una bondad casi beatífica. También en estos hombres
las plantas acompañan el ritmo de sus vidas, junto con el ritmo de las estaciones, de las cosechas,
del río o de la vegetación exigua o copiosa, de la cual el habitante se nutre u ornamenta su
espacio, pero de la que siempre se beneficia, incluso desde el espíritu.
Hombres como Caota, candorosa figura, cuyo origen indígena no le impide ante la mirada,
la imaginación y el cariño del niño Sixto, transfigurarse en Rey Mago, en Nazareno o ángel de
bucólica recordación. Caota tiene mucho de planta, aire, sangre y “alma” vegetal:
Caota es ancho como el río y áspero como el trueno. El pelo lo tiene de
trueno. Pero tiene también de las frutas que los animales nocturnos
socavan de donde la oscuridad se llena de los zumos de la patilla, del
melón, de la piel de la culebra que le llaman lora, de la mazorca tierna,
del olor de la eternidad del orégano y del mastranto, con cuyas savias
ungieron al Cristo después de la herida de la lanza. Caota tiene la carota
de la patilla cuyo dulzor acendra el sol tenaz de los venados. Cuando
Caota se ríe es como si el sol abriera la fruta de entraña roja, como el
buche de los bagres que rodean la cadera de las mujeres en las pozas
debajo del samán de la tenería o entre los junciales barranco debajo de La
Loma. (Angelaciones, p.33)
O como Don Peche, que en la olorosa confusión de un vergel nombra los pájaros con una
pluralidad de sueños nuevos, como nuevas son las figuras de las aves que habitan cada pajarera.
A esta avifauna don Peche le erige una flora a imagen y semejanza de su corazón dulce y
silvestre:
La casa de don Pechito apenas si cuenta la sala, que es una porción donde
don Pechito deja sus sueños todos los días de su vida; donde se madura la
guayaba y la piña y el guamo cajeto y todo expande este olor de agosto y
un rumor de abejas y un aire suculento de caña molida, de caña hervida,
de caña madura, de mieles de las colmenas recónditas, de lirios que
florecen entre la noche húmeda de mochuelos y alcaravanes.
Es también alero de bellalasonce y de otra matica que cuelga como los
ricitos del Niño de Uchire, que tiene oro entre la majestad de su cabeza
santísima y poderosísima, pero tiene una cabellera que una niña le pagó
por una promesa; y de la rama tiernísima pende la margaritica, la
violetica, el botoncito como la diamela. (Angelaciones, p.77)
Si nos despojamos de nuestro punto de vista antropocéntrico, comprenderemos que las
plantas no sólo influyen en nosotros de manera terapéutica o curativa, igualmente afectan nuestro
mundo espiritual, nos favorecen, afligen o deleitan, y en esa afección se develan estados
interiores y se dan noticias sobre los recorridos subjetivos del mundo. Así como las plantas
adoptan formas específicas, colores, fragancias y néctares para atraer aves e insectos que
favorezcan la polinización y la fecundación, también se amoldan a la idiosincrasia, a la
personalidad y al temperamento de las personas.
En la amplia zona de la Cuenca del río Unare las plantas y sus nombres, además de
contribuir al reconocimiento y al ordenamiento espacial, propician también la vinculación
anímica y la intermediación espiritual y corpórea, haciéndose signos necesarios para comunicar
impresiones, sentimientos, emociones. Todo esto a la manera de reafirmación de un tiempo
original, de gestación de un ser integrado a un espacio de comunión, en donde un árbol, una flor o
un fruto, rememoran, celebran, restablecen y perpetúan el destino de una colectividad o de un ser
entrañable:
Un Ricardo Alfonzo desaparecerá entre esta tierra de musgos y helechos
y aguas y neblinas y serpientes de terciopelo y pájaros con una flauta
entre el pico y mujeres con memoria del indio y amores de mujer y frutos
de la quisanda y el curucujul y el caracuey y amapolas blancas y
amapolas rosadas y amapolas amarillas y amapolas de color de los labios
de los muertos y amapolas de color del ombligo de los niños…” (Cien
máuseres…, p. 221)
Desde el punto de vista lingüístico, aunque las constantes referencias botánicas constituyen
expresiones que se alejan del estándar literario, ya que pertenecen al campo paradigmático de la
ciencia, de la “traducción” de esas expresiones depende en gran medida el desenvolvimiento del
imaginario vegetal y el esclarecimiento de algunas de sus zonas de significación. De modo que
los referentes científicos no presentan la apariencia de estar incrustados, y por ende aislados de
los demás componentes textuales, están apropiadamente imbricados al estilo de escritura, al tono
y al ritmo de la prosa de Armas Alfonzo, y tan sólo toman momentáneamente distancia de la zona
de lo conocido para colocarse en el ámbito de lo “otro”, de lo poético y de lo simbólico. A este
espacio se accede con facilidad asumiendo la representación de “iniciados”, de participantes de la
experiencia de lo nuevo.
Uno no sabe que agradecerle más al paicurucu, si la flor o el fruto, si la
humildad con que despliega su abundancia, si la fragancia con que se
envuelve cuando las aguas de agosto lo hacen revivir entre el espinar.
Nadie lo advierte porque siempre se esconde ceñido a planta próxima que
le presta apoyo y sostén para sus brácteas. El paicurucu apenas si deja ver
su tallo angulado o sus hojas generalmente trilobuladas hasta que Dios le
manda a cumplir sus designios y la humilde e inadvertida pasiflora abre
su flor, que es como la corona que nunca jamás mano de mortal o de
inmortal ha colocado sobre la gloria de los santos. La flor del paicurucu
tiene de la corona de los reyes el símil que le prestan el oro o las piedras
estallantes y tiene de la corona de espinas del Nazareno la sangre de la
herida y aún la desgarradora espina”. (Angelaciones, p.110)
De este denso párrafo se desprende una particular dinámica de significación que se apoya
en las referencias botánicas entrelazadas con las expresiones metafóricas. En primer lugar es
necesario precisar que el término paicurucu es una voz indígena que designa a la parchita,
especie de la familia de las pasifloráceas, cuya referencia más antigua probablemente se
encuentra en el libro Historia Coro-graphica Natural y Evangélica de la Nueva Andalucía y
Provincias de Cumaná, Guayana y Vertientes del Río Orinoco (1779), de Fray Antonio Caulín,
quien al registrar la vegetación de esas regiones describe al fruto de esta forma:
La Parcha, que los indios llaman Paycurúcu, es parecida a una Pera
mediana, y algunas tienen figura de Alcaparrón; pero de poca medula,
aunque dulce, y sabrosa. El arbolito que las produce es un Bejuco, à
quien podemos llamar el Rosal de la Pasion, à quien se asimila en la flor,
y se distingue enteramente de las hojas. (p.16)
Los textos de Armas Alfonzo y Caulín se apoyan en la connotación popular de la especie y
en su nombre científico Passiflora, conformado por las palabras latinas Passio, pasión, y Floris,
flor. De allí la connotación de pasionarias o flores de la pasión, metáfora surgida de la
comparación entre los componentes de la flor y los objetos empleados en la crucifixión de Cristo.
Mediante la teoría del signo, según la cual las partes de las plantas indican sus propiedades a
través de sus formas, olores o colores, se resalta en la flor de la parcha la representación popular
de los objetos de la Pasión de Jesús, clavos y corona de espinas, por lo que la significación
metafórica se sustenta en las formas del referente botánico: la corona de la flor de las
pasifloráceas, cuyos filamentos son de color blanco y su base de color púrpura. Pero en la
analogía vegetal se añade otro elemento, los colores del oro y de las gemas (“La flor del
paicurucu tiene de la corona de los reyes el símil que le prestan el oro o las piedras
estallantes…”), característicos de la corona de los monarcas, asimilados con las anteras amarillas
de los estambres, en donde se produce y se guarda el polen, y con los filamentos que las
sostienen, que en la parchita están constelados de minúsculas manchas purpúreas.
Paradójicamente, los signos vegetales aportan información pero también la ocultan, y es
esta ocultación el rasgo más resaltante del proceso metafórico, cuyas repercusiones enriquecen la
dinámica fabuladora del texto literario. Según Wagner de Reyna (Ob.cit., p.68) es necesario
ocultar, disfrazar, disimular para que haya explicación y por ende significación.
Es necesario que algo esté velado, se vele, para que haya revelación. La
palabra no es la cosa misma, sino algo que hace la cosa, o que se hace
con ella o de ella; la palabra traduce la cosa no sólo en el sentido trivial
de buscarle un equivalente en el plano lógico a su contenido real, sino
que la conduce, la lleva a través (traduce) de lo extraño, o por encima de
ello (…) Es en el ámbito de la metáfora (literalmente: traducción) de la
insinuación, del claroscuro, de la nuance, y en esa dimensión se da la
profundidad del idioma. La metáfora al velar una cosa con una palabra
que no le corresponde no engaña sino muestra una virtualidad recóndita
que escapa a otras formas de la revelación.
Los términos botánicos y las palabras que expresan el mundo vegetal o introducen nociones
o rasgos nominativos que constituyen antecedentes del conocimiento de la naturaleza, traen
consigo información, esbozos de la ciencia que resultan la simiente del conocer para quien se
enfrenta a esas palabras por primera vez. El lector es trasladado a un escenario donde debe
descifrar el enigma que le plantean los nombres, a cuyo mensaje debe acceder para continuar su
recorrido con seguridad. Al término de la experiencia lo que comenzó como iniciación culmina
en el minúsculo pero maravilloso logro de cierto grado de “especialización”:
“Resultó así cierta vez en que la guanábana del patio de piedras dejó caer
con estrépito que se oyó hasta el quicio la que debió ser su más suculenta
y óptima fruta. En el silencio de caballeriza, corredor y patio de la hora
más temprana de la mañana, el dulcísimo regalo del catuche sonó como
esas explosiones fallidas de las recámaras de las fiestas del campo: ploco,
según.” (Angelaciones, p.29)
El término guanábana plantea una primera noción: fruto del guanábano, de color verde,
piel recubierta de blandas espinas y cuya suculenta pulpa, blanca, entre ácida y dulce, es
comestible y de agradable sabor. Pero en un mismo contexto la palabra es reemplazada por la
expresión “el dulcísimo regalo del catuche”, para cuya decodificación es necesario el manejo de
otra referencia, en este caso el conocimiento del sinónimo “catuche”, para poder establecer la
analogía entre los términos: Catuche= Guanábana.
Según Hoyos (1989:41), Catuche (nombre con que se conoce a la fruta en algunas regiones
de Venezuela) es la voz caribe para Guanábana, que es a su vez vocablo taíno; el nombre
científico es Annona muricata L. y pertenece a la familia de las Anonáceas. El nombre genérico
Annona es derivado indígena de Anon y el de la especie, muricata, es de origen latino y significa
erizado, que da razón de la forma del fruto.
La palabra vela a la vez que revela y de ella se desprende la sustancia semántica que
degustada con fruición comunica los ingredientes de una poética combinación. Al sintetizar las
seis funciones básicas del lenguaje (emotiva, conativa, referencial, fáctica, poética y
metalingüística) Roman Jakobson (1988) aclara que la función poética, centrada en el mensaje,
no es exclusiva de la poesía y tampoco debe considerársele como una función aislada de los otros
aspectos del lenguaje ni de las demás funciones. Jakobson se refiere a la función metalingüística
como la función glosadora del lenguaje, mediante la cual pueden sustituirse signos por otros del
mismo código o de otro código lingüístico, con la finalidad de hacer más inteligible el mensaje
para el decodificador. Esta sustitución es posible gracias al principio semiótico de que un signo
puede traducirse en otros en los que está más desarrollado; o un signo desarrollado o explícito
puede traducirse en otro más concentrado.
La operación metalingüística es clave para desplazarse sin tropiezos por los relatos de
Armas Alfonzo, para interpretar un signo a través de otros signos del mismo código. Aunque a
menudo el metalenguaje aporta significados dentro del lenguaje botánico, en el lenguaje común
fuerza el campo referencial porque no añade mayor información:
A la lechosa macho que nuestro padre hizo que se volviera lechosa
hembra clavándole un clavo largo en el cogollo producía un fruto
pequeño y redondo que el primer sol calentaba hasta que se maduraba.
Lo que tenía por dentro era miel de colmena y madre entonces le
comentaba a Dominga Cumache que era dulce como facciones del Niño
de la iglesia. Pero entonces se apareció una bandada de azulejos y
entonces la familia se dividió entre los que dejaban que los azulejos se
comieran la cosecha de la enhiesta carica y los que en cambio optaban
porque Isidro la bajara y padre la repartiera en partes iguales… (Los
Desiertos del Ángel, p.117)
La imagen central del relato es la mata de lechosa, cuyo fruto de pródiga dulzura es objeto
de adoración entre los miembros de la familia. Al principio a la planta se le nombra con el
término popular con que es conocida en Venezuela, pero luego se le sustituye con el nombre de
carica (Carica papaya L.), que designa el género de esta especie perteneciente a la familia
Caricaceae.
En la alternancia de los nombres científicos y populares de las plantas se activa la función
metalingüística porque el término que sustituye (carica) y el sustituido (lechosa) pertenecen al
mismo código, el de la botánica; pero la diferencia semántica la marca el uso de la expresión
popular porque es la conocida en el contexto de Venezuela y en algunas zonas de Centroamérica
y el Caribe, en donde se alterna con papaya (palabra que proviene de abaya, voz caribe de la
planta). El nombre lechosa alude al látex o líquido lechoso que fluye del tallo, las hojas y los
frutos de la planta, si se les hace alguna incisión. La expresión científica constituye un elemento
nuevo que expande el campo de significación: Carica, nombre latino derivado del nombre dado
al Ficus carica (higo), planta cuyas hojas son parecidas a las del lechoso.
Los nombres provenientes del discurso botánico constituyen un aspecto vital del desarrollo
lingüístico dentro del universo del discurso literario. Según Lévi-Strauss (1984) el nombre
popular de las plantas es generalmente descriptivo y es al que tienen acceso la mayoría de las
personas, mientras que el nombre propio científico, empleado por los botánicos, se emparenta
con el término sagrado que utilizan los sacerdotes de ciertas etnias para comunicarse con las
plantas, ya que requieren un conocimiento exacto y una denominación precisa. La palabra que
nombra a la planta en el lenguaje botánico constituye lo que Levi-Strauss llama un “uso fuera de
discurso”, porque al provenir del lenguaje científico aparece descolocado dentro de la cadena
sintagmática, pasando la naturaleza paradigmática a ocupar el primer plano.
Los nombres y expresiones botánicas, que no tienen sentido (más allá del que aportan el
contexto y la sonoridad distintiva) para quienes no conocen el lenguaje botánico, se van cargando
de sentido a medida que se repiten como sustitutos de los nombres comunes. La estructura, como
expresa Lévi-Strauss (1984:307), “funciona por bombeo alternado de la carga semántica, de los
nombres comunes a los nombres propios, y de la lengua profana a la lengua sagrada.”
De toro de lidia se trajo al único animal de cuya existencia se sabía en los
potreros de la Cruz de Píritu. Entre esa alambrada sin término atraía al
muchacho de la pensión Familia que pintó el aviso, una mata de tapara
que daba un fruto pequeño como guayaba y medio achatado como la
forma de la auyama (…) Las taparitas y el misterio de ese animal
cimarrón eran los dos objetos de la curiosidad. Más de una vez
intentamos alcanzar la carga de la biñoniacia, u el animal nos corrió del
empeño con velocidad que nunca tuvo en cuenta los troncones que el
pasto escondía o las cuevas de cachicamos o culebras que las pezuñas de
la bestia hundía bajo la carga de tantas arrobas. (Angelaciones, p.312)
Con el término biñoniacia se nombra una especie de la familia de las Bignoniaceae, la
Crescentia Cujete L., cuyos nombres comunes son totumo, taparo, güire, muy popular entre los
campesinos e indígenas de Venezuela y de la América tropical, porque tiene propiedades
curativas y su fruto seco es utilizado para fabricar utensilios domésticos e instrumentos
musicales. El término botánico presenta un grado de especialización con un matiz lingüístico casi
“sagrado”, que lo hace carecer de sentido dentro de la cadena sintagmática del lenguaje común.
Pero en la escritura puede percibirse que los nombres botánicos y comunes presentados como
expresiones sinonímicas se van “contaminando”. El lector profano, que desconoce las referencias
botánicas de los nombres (aunque esto no quiere decir que para él carezcan totalmente de
significado) paulatinamente va dotándolos de sentido en el conjunto paradigmático, a medida que
se prolonga el juego de las sustituciones.
Cuando se usa la expresión biñoniacia, pasiflora o cucurbitácea, se resalta el nivel del
significante y cuando se emplea la palabra tapara, paicurucu o cundiamor se destaca el nivel del
significado y se activan las connotaciones poéticas de los nombres. “En la denominación de
plantas y flores la sensibilidad popular se eleva a cada instante a alturas poéticas”, expresa Ángel
Rosenblat (1982:199), destacando el “poder sugestivo” de los nombres populares.
En el proceso metafórico es necesario cierto camuflaje, simulación a partir de la cual el
logos pierde fijeza y gana expansión, radicándose en otro escenario desde donde comunica
asombros, transformaciones y alteridades. La metáfora implanta la ruptura, quiebra la
cotidianidad, perturba la calma del lenguaje, inquiere y se erigen claves que de otra manera tal
vez no pueden enunciarse. Así el lenguaje es empujado hacia la experiencia lúdica, mientras los
signos trenzan los hilos de una nueva significación. A través del juego de las sustituciones, el
lenguaje organiza las piezas, cuadricula y rellena las casillas, de cuya conformación depende la
apreciación del universo alegórico o referencial del texto. En ese engranaje de diferencias y
correspondencias descansan las conexiones paradigmáticas:
“Ese año la escuela no comenzó sino en abril, porque mamá, advertida
por doña María Marrero de que la supervisión de la zona de Barcelona
había nominado a un maestro, que era hermano masón, para atender las
clases, le escribió al obispo, y éste a su vez se movió ante el ministro de
la instrucción y logró aplazar aquella elección perjudicial para la
formación cristiana de los hijos, según logró leerlo el hermano mayor en
un borrador descuidado en una gaveta del escritorio de la biblioteca.
Nosotros ya estábamos familiarizados con esa letra, que copiaba el
modelo de la cursiva inglesa, pero aún más adornada con signos en forma
de zarcillos, semejantes a esos de que se valían algunas especies de
enredaderas del monte para sostenerse sobre el arbusto que trepan…”
(Cada Espina…p.25-26)
De los perfiles de la cursiva inglesa, de curvado y complejo trazo, más inclinado que en la
bastardilla, resulta una filigrana que hace de las letras ya no meros caracteres sino expresiones
sinuosas similares a los zarcillos del cundiamor (Momordica Charantia L.). Por arte de lenguaje
con ambos filamentos se erige un símbolo ideográfico, y la escritura se transmuta: de
representación alfabética a representación simbólica de una forma vegetal. La letra deja de ser
ornamento de la hoja de papel, para surgir desde ésta como los zarcillos foliares de las axilas de
la hoja de cundiamor. Mediante la ensoñación que suscitan los anillos de la enredadera herbácea
las líneas de compleja elaboración se desplazan al campo paradigmático de la botánica: una de
esas “especies de enredaderas del monte”.
Las especies de la familia de las cucurbitáceas desarrollan un sistema de zarcillos
enrollados en espiral, uno de sus signos característicos, junto con sus “flores amarillas de cinco
lóbulos, más bien pequeñas, y sus frutos carnosos, de color naranja que se abren con dehiscencia
irregular, lanzando unas semillas de color rojo encendido muy llamativas y atractivas para los
insectos”, como nos informa Julio Betancur (1997:64). Aquí también el nombre popular de la
especie promueve un mundo de significaciones siempre próximo a la morfología vegetal. Como
ya se dijo, el cundiamor (o cundeamor) es una enredadera, un bejuco trepador, cuyo anaranjado
pericarpio generalmente hallamos en el campo abierto en eclosión espontánea, como una
revelación, mostrando de forma casi impúdica sus rojas semillas. El nombre, formado mediante
la unión del verbo cundir y el sustantivo amor deja entrever en su constitución rasgos simbólicos
de la pasión amorosa.
Según las acepciones que el RAE (2001) da a la palabra, cundir significa extenderse hacia
todas partes, dicho de un líquido; propagarse o multiplicarse, dicho de una cosa; y extenderse,
propagarse, dicho de una cosa inmaterial. La planta de cundiamor se extiende (cunde)
enredándose casi ad infinítum con otras plantas mediante sus delgados y retorcidos tallos,
mientras con sus zarcillos se aferra a otras ramas, hojas o a los zarcillos de otras trepadoras. La
propagación de la planta y su ubicua y fecunda presencia en el paisaje, dependen de ese
apasionado abrazo y de la eclosión del fruto, que abre su pericarpio para ofrecer sus encarnadas
semillas a las aves y a los insectos. El cundiamor se propaga, como la fiebre de amor.
Si reconocemos el rol estético de las plantas y la armonía, calidez y comodidad que se
siente al estar rodeados de ellas o con ellas, ¿por qué no reconocer sus cualidades “anímicas” y
hasta cierto punto su espiritualidad, aunque sea a partir de la simbología que generan? Después
de todo para Aristóteles las plantas estaban dotadas de alma y para Linneo sólo se diferenciaban
de los seres animados en que carecían de movilidad, lo que fue refutado por Darwin al expresar
que cada zarcillo de una planta puede moverse de forma independiente. En palabras de Tompkins
y Bird (1994:10): “Un zarcillo que después de las raicillas es la parte más sensitiva de una planta,
se encorva con sólo se le ponga encima un pedazo de hilo de seda que pese .00025 gramos”.
Las resonancias simbólicas que brotan de los nombres de las plantas dotan a la prosa
narrativa de Armas Alfonzo de un ritmo y un tono que la acercan a la poesía mientras dan
noticias acerca de la naturaleza, la realidad, la historia, la ciencia. Aunque las expresiones del
lenguaje científico apartan la prosa del estándar literario, que generalmente prescinde de esos
términos, es posible lograr una armónica composición a través de la utilización equilibrada de
esas palabras, haciendo prevalecer en ellas sus correspondencias semánticas, que pueden hallarse
tanto en su denominación popular como en la científica.
Las plantas y sus correlatos inducen a un atrayente juego metafórico cuyas reglas escapan a
veces a la referencialidad científica y otras paradójicamente se apoyan en ella. Y es que el
lenguaje científico, según De Reyna (Ob.cit.:107) es esencialmente metafórico, entre otras
razones porque las expresiones metafóricas y las científicas son básicamente analógicas y porque
“la significación científica se basa en una concepción filosófica que en sus últimas y decisivas
consecuencias es metafórica”.
Igualmente, los términos científicos forman parte de un lenguaje “otro”, que generalmente
requiere esfuerzos redoblados de interpretación, decodificación, reconstrucción de sentido y en
consecuencia de transformación. Estas y otras coincidencias son posibles, entre otras razones
porque el lenguaje está minado de contradicciones, entre ellas su capacidad para circuir,
amurallar y constreñir mediante la singularidad del nombre, a la vez que lo provee de anfibología,
mixtura, arbitrio y pluralidad, que abren sin posibilidad de cierre el ancho pasadizo del
imaginario. Es la idiosincrasia del lenguaje en la literatura: propiciar la constatación de la
realidad del mundo mientras se atraviesa el tupido bosque de los sueños.
"Yo creo que una vida cabe en el contenido filológico de una palabra", afirmó una vez
Alfredo Armas Alfonzo, como quien vislumbra la palabra árbol, la palabra fruta, la palabra flor, o
los verbos que brotan de la zona de lo entrañable, como germinar, reverdecer, florecer…

CONCLUSIONES
En la obra narrativa de Alfredo Armas Alfonzo cumplen un papel fundamental los árboles,
hierbas, flores y frutos pertenecientes a la diversidad vegetal venezolana, no sólo como motivos
literarios sino como elementos constitutivos de una episteme popular que considera los usos
alimenticios, utilitarios, medicinales y mágico-religiosos de las plantas, en interrelación con
diversos aspectos de la vida cotidiana.
Las numerosas especies presentes en las obras son una muestra de la heterogeneidad de
asociaciones vegetales tropófilas, xerófilas y ombrófilas, con predominio de plantas de los
bosques deciduos, caducifolios o veraneros, que se alternan con especies de los bosques de
galería asociadas con las de sábanas llaneras. Este axiomático conocimiento botánico coloca la
obra en el contexto de la transdisciplinaridad, mediante la cual los discursos científico y literario
establecen un intercambio paradigmático que repercute en un proceso de significación más
sistémico y una visión del mundo más integradora.
A través de la reciprocidad de lenguajes y campos paradigmáticos se han desatado nudos
tradicionalmente obviados en los estudios de la obra de Alfredo Armas Alfonzo, como es el caso
de la repercusión de la botánica dentro del universo narrativo del escritor y la contribución de los
contenidos científicos en la develación de otras zonas de significado simbólico y lingüístico.
Árboles, hierbas, flores y frutos no sólo notifican información sobre los roles económico,
alimenticio, utilitario y medicinal, también han comunicado las ideas y la conciencia ecológica de
un escritor que reconoce la importancia de las plantas en la integración hombre – naturaleza y en
el equilibrio entre los habitantes y el espacio rural y urbano, como un concepto vital para
revalorizar y consolidar una visión más social, histórica, cultural y humana de los venezolanos.
Al estudiar los aportes de las imágenes botánicas en la dinámica poético-simbólica de la
escritura se han encontrado novedosas claves de significación, cuyo desciframiento ha permitido
una aproximación distinta y reveladora del mundo narrativo de Alfredo Armas Alfonzo. Entre
esas claves hallamos algunas coordenadas vegetales que permiten la exploración del territorio de
interioridades de la infancia y la adolescencia, etapas en las que se enuncia un herbario cuyas
especies sembradas en la memoria expanden las ramas de los recuerdos y actúan como
intermediarios metafóricos en la vida afectiva y en la interrelación humana. La infancia es el
tiempo primordial de la evocación narrativa y la época que sirve de anclaje para el viaje
sentimental hacia un microcosmos en donde a través de las plantas se recorre el tránsito vital de
una familia y se interpreta el país.
Como ningún otro autor de la literatura venezolana, Armas Alfonzo acopla los referentes
botánicos al estilo literario para crear una zona poético-simbólica cuyo lenguaje informa sobre los
contenidos públicos de la ciencia mientras nos comunica con el mundo subjetivo del autor. A
partir de las connotaciones que surgen de la designación de las especies mediante sus nombres
científicos y populares, se efectúa un valioso ejercicio metalingüístico que instaura una nueva vía
de comprensión de la analogía vegetal dentro del texto. A medida que la denominación botánica
comienza a tener sentido para el lector no familiarizado con la terminología, el lenguaje revalida
su función de instrumento de conocimiento de la realidad sin abandonar su capacidad de
transfiguración.
La visión armasalfonzina del mundo debe mucho a la capacidad fabuladora, pero sobre
todo tiene su origen en la observación y la asimilación amorosa de los seres, de las cosas y de las
formas que afloran tarde o temprano, porque lo vivido a plenitud permanece y vuelve. El amor, la
soledad, la amistad, la bondad, la tristeza o la felicidad, son estados del ser traducidos a partir de
árboles, hierbas, flores o frutos, cuyas formas, olores y sabores se pegaron al cuerpo y a la psique
de quienes habitaron un espacio signado por la devoción y el apego.

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