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El

salvaje en el espejo
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Bartra, Roger. El mito del salvaje, FCE - Fondo de Cultura Económica, 2011. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/uses/detail.action?docID=4559447.
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Prólogo

Durante el siglo XVI, acompañando a los conquistadores, llegaron a América unos seres
extraños cuya identidad es intrigante. Aunque parecen simples comparsas en el gran teatro de
la conquista, al detenernos a estudiarlos descubrimos que son portadores de una inmensa carga
simbólica. Es posible que sean también los guardianes de antiguas claves que nos ayuden a
entender la identidad de la llamada cultura occidental. Estos seres misteriosos hicieron su
entrada espectacular en el corazón mismo de la gran ciudad de Tenochtitlán—donde se
extendía la orgullosa plaza mayor de México sobre las ruinas de los templos aztecas—pocos
años después de haber sido conquistada por los españoles. Cuando en 1538 dos ambiciosos
monarcas europeos—el emperador Carlos V y Francisco I de Francia—firmaron por fin la
paz, después de muchos años de sangrientas guerras, el virrey de México y los conquistadores
decidieron engalanar la plaza mayor con los regocijos de una gran fiesta. Los representantes
de la vieja y civilizada Europa realizaron unos festejos cuyo extraño simbolismo no puede
menos que sorprendernos: en medio de la gran polis representaron, ante los sin duda
admirados ojos de los nahuas conquistados, el maravilloso espectáculo del salvajismo
occidental.
El primer día de la magnífica fiesta, según cuenta el cronista Bernal Díaz del Castillo,
“amaneció hecho un bosque en la plaza mayor de México, con tanta diversidad de árboles, tan
natural como si allí hubieran nacido”.1 Parecía ocurrir en la urbe un retorno mágico y barroco
de la naturaleza selvática, invocada por los civilizadores europeos ante los nuevos altares y
palacios de la plaza cristiana. El bosque artificial de la imaginación europea se implantaba,
como en un sueño, en la ciudad conquistada. Era como un encantamiento:
Había en medio unos árboles como que estaban caídos de viejos y podridos, y otros llenos de moho, con unas yerbecitas
que parece que crecían de ellos… Y dentro en el bosque había muchos venados, y conejos, y liebres, y zorros, y adives, y
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muchos géneros de alimañas chicas de las que hay en esta tierra, y dos leoncillos y cuatro tigres pequeños…2

El simulacro de bosque fue ideado por un caballero natural de Roma, descendiente de


patricios según se decía, a quien habíase encomendado la organización de la fastuosa
celebración. Aunque fue el ingenio de los salvajes mexicanos el que se puso en obra para
lograr el maravilloso artificio de un bosque en la plaza mayor de la ciudad, los actores del
teatro salvaje no fueron ellos. Otros extraños salvajes debían suplantar a los recién
descubiertos y conquistados indios:
Y había otras arboledas muy espesas algo apartadas del bosque, y en cada una de ellas un escuadrón de salvajes con sus
garrotes anudados y retuertos, y otros salvajes con arcos y flechas; y vanse a la caza…, y salen a la plaza mayor, sobre
matar la caza, unos salvajes con otros revuelven una cuestión soberbia entre ellos, que fue harta de ver como batallaban a
pie; y desde que hubieron peleado un rato se volvieron a su arboleda.3

¿Quiénes eran estos hombres salvajes que festejaban con su exotismo grotesco la paz
firmada en Aigues-Mortes por los soberanos europeos? Una representación de dos de ellos
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puede verse todavía hoy en la fachada plateresca de la casa de Montejo, en Mérida, Yucatán.
A todas luces no son una imagen de los indígenas americanos: son auténticamente europeos,
originarios del Viejo Mundo. Son hombres barbados desnudos, con el cuerpo profusamente
cubierto de vello, armados de unos garrotes similares a los bastos del antiguo juego de naipes.
¿Qué hacían estos salvajes europeos en la tierra de los salvajes americanos? ¿Por qué los
conquistadores europeos llegaron acompañados de un hombre salvaje?
En este libro me propongo investigar la identidad del hombre salvaje europeo. Los
medievalistas saben muy bien que se trata de un estereotipo que arraigó en la literatura y el
arte europeos desde el siglo XII, y que cristalizó en un tema preciso fácilmente reconocible.
Sin embargo, el mito del homo sylvestris desborda con creces los límites del Medioevo; si
examinamos con cuidado el tema, descubrimos un hilo mítico que atraviesa milenios y que se
entreteje con los grandes problemas de la cultura occidental. Lo verdaderamente fascinante
del mito del hombre salvaje es que se extiende durante un larguísimo periodo de la historia,
desde su antiquísima encarnación en el Enkidu babilónico hasta nuestros días.
Esta extraordinaria continuidad ofrece singulares problemas metodológicos para
comprender las raíces del mito y su larga evolución; al mismo tiempo, nos ofrece una gran
oportunidad para explorar ampliamente las condiciones y procesos que han auspiciado el
surgimiento de la idea (y la praxis) de civilización, tan estrechamente vinculada a la identidad
de la cultura occidental. El hombre llamado civilizado no ha dado un solo paso sin ir
acompañado de su sombra, el salvaje. Es un hecho ampliamente reconocido que la identidad
del civilizado ha estado siempre flanqueada por la imagen del Otro; pero se ha creído que la
imaginería del Otro como ser salvaje y bárbaro—contrapuesto al hombre occidental—ha sido
un reflejo—más o menos distorsionado—de las poblaciones no occidentales, una expresión
eurocentrista de la expansión colonial que elaboraba una versión exótica y racista de los
hombres que encontraban y sometían los conquistadores y colonizadores. Yo pretendo, por el
contrario, demostrar que la cultura europea generó una idea del hombre salvaje mucho antes
de la gran expansión colonial, idea modelada en forma independiente del contacto con grupos
humanos extraños de otros continentes. Quiero, además, demostrar que los hombres salvajes
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son una invención europea que obedece esencialmente a la naturaleza interna de la cultura
occidental. Dicho en forma abrupta: el salvaje es un hombre europeo, y la noción de
salvajismo fue aplicada a pueblos no europeos como una transposición de un mito
perfectamente estructurado cuya naturaleza sólo se puede entender como parte de la evolución
de la cultura occidental. El mito del hombre salvaje es un ingrediente original y fundamental
de la cultura europea.4

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1. Es una ironía de la historia que fueran los indios mayas de Maní quienes en el siglo XVI esculpieran en la fachada barroca de
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la casa de Montejo, en Mérida, Yucatán, a dos hombres salvajes peludos, armados con mazos.

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2. Un hombre salvaje armado de su garrote contempla las razas monstruosas de Etiopía, dibujadas de acuerdo con las clásicas
descripciones de Plinio.
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3. En América dos salvajes barbados, con ramas floridas en las manos, sostienen el escudo imperial de Carlos V. Capilla real de
Tlaxcala.

En ningún momento pretendo negar o minimizar las profundas tendencias etnocentristas y


colonialistas presentes en la historia de las mentalidades europeas. Estoy convencido de que
la falta de una cabal comprensión de la historia precolombina del hombre salvaje europeo
puede oscurecer considerablemente nuestra visión de la conciencia colonialista y de las
imágenes occidentales sobre los habitantes del Nuevo Mundo.5 Sin embargo, el mayor interés
que a mi juicio tiene el estudio de este grupo primitivo imaginario europeo radica en las
claves fundamentales que nos proporciona para entender la civilización occidental, esa idea
indispensable pero escurridiza que se ha ido elaborando a lo largo de siglos. Como
antropólogo estoy interesado tanto en el análisis de los mitos como en el estudio de los
llamados grupos primitivos. Al tratar de descifrar la identidad de estos salvajes traídos por
los conquistadores europeos, se me ofrece la preciosa oportunidad de aunar mis intereses para
estudiar al hombre salvaje como mito; y para mayor deleite tengo la posibilidad de estudiar la
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historia y la etnografía de este mito en el contexto de la cultura que ha creado la noción
moderna de civilización, la cultura occidental. Mi primera impresión, al observar a los
salvajes europeos que llegaron a América, fue que esos rudos conquistadores habían traído su
propio salvaje para evitar que su ego se disolviera en la extraordinaria otredad que estaban
descubriendo. Parecía como si los europeos tuviesen que templar las cuerdas de su identidad
al recordar que el Otro—su alter ego—siempre ha existido, y con ello evitar caer en el
remolino de la auténtica otredad que los rodeaba. El simulacro, el teatro y el juego del
salvajismo—de un salvajismo artificial—evitaba que se contaminasen del salvajismo real y
les preservaba su identidad como hombres occidentales civilizados.
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4. Un hombre y una mujer salvajes custodian un escudo de armas en un vitral flamenco pintado hacia 1450.

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5. Rubio, blanco y barbado, este hombre salvaje amenaza al mundo con su garrote desde lo alto de un inocente aguamanil
alemán del año 1500.

Con esta idea me lancé a un viaje por la tierra de los hombres salvajes occidentales: los
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agrioi de Grecia, los anacoretas velludos coptos, los homines sylvestres de los Alpes, los
adivinos de Brocéliande, las damas velludas de la estirpe de Raue Else y otros seres
fascinantes que poblaron la imaginería occidental antigua y medieval. Como etnólogo me
interesé en sus ritos y costumbres, en su lengua y sus creencias, en su historia y su economía.
Con asombro e ingenuidad me percaté de que estaba asistiendo a la creación misma de la
noción del Otro, que me estaba bañando en las fuentes primordiales de la idea occidental de
otredad, tan íntimamente conectadas al nacimiento de la vida civilizada. El mito del hombre
salvaje, de profundas raíces populares y apoyado en una larga tradición oral, creció en gran
medida al margen de las teologías hegemónicas y no fue sino hasta el Renacimiento que
comenzó a expandirse en los territorios de la cultura culta. En este ensayo he querido hilvanar
una serie de reflexiones sobre el desenvolvimiento de este mito, desde su florecimiento en la
Grecia clásica hasta la España cervantina. Como siempre ocurre, el estudio de los hombres
salvajes nos dice más sobre nuestra civilización que sobre la escurridiza presencia en la
historia de estos extraños seres.

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1
Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, p. 607.
2
Ibid., loc. cit.
3
Ibid., pp. 607-608.
4
Los salvajes representados en la portada de la casa de Montejo en Mérida han sido llamados “indios lanudos” por Manuel
Toussaint, con lo que introduce una gran confusión al implicar que eran una representación curiosa de los habitantes del Nuevo
Mundo. A pesar de que se percata de que se trata de un elemento gótico medieval incrustado en un contexto plateresco y de
que son similares a los hombres salvajes que adornan la portada del Colegio de San Gregorio en Valladolid, Toussaint
desconoce la tradición iconográfica del salvaje europeo (“La casa del adelantado don Francisco de Montejo en Mérida de
Yucatán”, pp. XVII-XVIII). Los salvajes de la portada de san Gregorio fueron realizados por Simón de Colonia en el último
decenio del siglo XV y son parte de la larga tradición europea, no un reflejo de las razas exóticas de mundos lejanos (José
María de Azcárate, “El tema iconográfico del salvaje”).
5
Tan fuerte era el estereotipo del hombre salvaje europeo que hasta en la edición de 1694 del Dictionnaire universel de
Antoine Furetière se describe a los americanos, que son lampiños, como seres peludos: “Sauvage, se dit aussi des hommes
errants, qui sont sans habitations reglées, sans Religion, sans Loy, sans Police. Presque toute l’Amerique s’est trouvée peuplée
de Sauvages. La plus part des Sauvages vont nuds, et sont velus, couverts de poil”. R. Alcides Reissner, El indio en los
diccionarios. Exégesis léxica de un estereotipo, p. 93, afirma que la descripción de los indios como velludos es “un pequeño
desliz de la información”, con lo que muestra desconocimiento de la larga tradición del estereotipo del salvaje en Europa. Tanto
Antonello Gerbi (La disputa del Nuevo Mundo, pp. 93-96) como Anthony Pagden (The Fall of the Natural Man, pp. 22-23)
mencionan brevemente el tema del salvaje europeo. Igualmente Luis Weckmann (La herencia medieval de México, I: 89-91;
II: 570-571) se refiere al homo sylvestris.
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Reconocimientos

El salvaje en el espejo fue fruto de mi trabajo de investigación realizado en la Universidad


Nacional Autónoma de México (Instituto de Investigaciones Sociales). El Rutgers Center for
Historical Analysis, en New Jersey, apoyó en 1990 la fase decisiva de la investigación y me
permitió terminar la redacción del ensayo. Agradezco el apoyo permanente que allí me prestó
John R. Gillis, director del proyecto sobre la construcción histórica de las identidades; sus
agudos comentarios me ayudaron enormemente, así como los de varios compañeros en ese
centro, con quienes sostuve continuos intercambios: Tamás Hofer, Robert Nye, Uffe Østergard,
Edward P. Thompson y muchos otros. En diferentes etapas del proyecto, varios amigos y
colegas me hicieron sugerencias y observaciones valiosas: Florencia Mallon y Steve Stern, de
la Universidad de Wisconsin, me acogieron cordialmente en Madison cuando apenas
comenzaba este estudio en 1985 y me iniciaron en el valiosísimo sistema de bibliotecas de los
Estados Unidos; Enzo Segre, de la Universidad de Florencia, ha hecho comentarios sugerentes
que me han orientado en el laberinto del folclor europeo. La Universidad de California me
acogió en su Centro de Estudios México-Estados Unidos de San Diego, con lo cual tuve la
posibilidad de utilizar el enorme acervo de sus bibliotecas. En México mis ayudantes de
investigación Yael Bitrán, Galo Gómez y Luis de la Peña, apoyados por el Sistema Nacional
de Investigadores, colaboraron a que esta obra pudiese avanzar con fluidez. La primera
edición, profusamente ilustrada, pudo salir a la luz gracias al apoyo entusiasta que Gonzalo
Celorio, José Ramón Enríquez y Vicente Rojo prestaron al proyecto de coedición de la
Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM y Ediciones Era. El apoyo que me prestó la
Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la UNAM me permitió desarrollar la
investigación iconográfica y preparar la primera edición de El salvaje en el espejo. A todos
ellos quiero dejar constancia de mi agradecimiento.
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Todos los goces y las penalidades de este periplo salvaje los compartí con mi esposa
Josefina Alcázar, sin cuyo amor, consejos y estímulo permanentes no hubiese podido terminar
el libro. Mi más profundo reconocimiento para ella.

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I
La cuna agreste

ESTAMOS TAN ACOSTUMBRADOS a zambullirnos en la antigua Grecia para buscar la cuna de la


civilización, que debe parecer extraño convocar a un escritor griego de comedias que vivió
hace veinticinco siglos para presentar al hombre salvaje, la contraparte de la civilidad. Del
texto de Ferécrates sólo han sobrevivido fragmentos, algunos de los cuales formaron parte de
una obra estrenada en ocasión de las fiestas leneas del año 420 a.C., titulada Los salvajes
(Agrioi). Esta comedia relata la historia de dos misántropos atenienses que huyen de la
corrupción citadina y se refugian en una región incivilizada en busca de formas de existencia
salvaje despojadas de la maldad de la polis. ¿Quiénes son esos salvajes? Los fragmentos que
quedan de esta obra no nos permiten saber si los salvajes entre los cuales buscan refugio los
atenienses son alguna tribu bárbara de la periferia del mundo griego o bien algún grupo
escapado de la rica etnografía mitológica que pobló de seres salvajes el pensamiento de los
antiguos griegos. Esta comedia debe ubicarse en el contexto de la trágica crisis que vivía la
ciudad democrática de Pericles a fines del siglo V a.C. Al hacer una sátira de aquellos que
quieren retornar a la naturaleza, Ferécrates defendía la polis democrática: en efecto, la cómica
experiencia de los misántropos atenienses termina en un gran fracaso que permite pensar,
como dice Platón, que aun el más injusto de los hombres que ha sido educado en la ley
aparece como un justo frente al salvaje que no conoce ni paideia, ni tribunales, ni leyes.1
Para los antiguos griegos el salvaje no era el bárbaro. Es ampliamente conocida la
oposición que hacían los antiguos griegos entre su mundo civilizado y el atraso de muchos
pueblos bárbaros. Los bárbaros, para Aristóteles, no tenían acceso al logos, a la razón,
debido a que el hombre aprende sus capacidades morales sólo en la ciudad. No quiero
detenerme en este hecho, que ha sido profusamente documentado.2 Sin embargo, quiero
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advertir que la oposición entre barbarie y civilización, típica de la cultura moderna, no puede
ser tan fácilmente atribuida a los griegos como se ha pensado. Hay que destacar el hecho de
que la noción de barbarie no fue siempre la misma en Grecia: de ser un vocablo para designar
una lengua extranjera, pasó a señalar a los pueblos no griegos y, después de las guerras con
los medos, adquirió el sentido de “cruel”. Pero lo más significativo para el presente estudio
es la inexistencia de un vocablo griego preciso y único para referirse a la idea de civilización
(palabra de origen latino), como ha señalado Jacqueline de Romilly.3 Desde luego la noción
de polis tenía ese sentido; pero también la palabra hemeros, que significa “domesticado” o
“dócil”, era usada para referirse a la idea de civilización, es decir a una sociedad como la
griega, regida por leyes justas. Este hecho debe hacernos destacar la importancia de la idea
griega de los salvajes como seres que no han sido domesticados: así agrios es la antítesis de
hemeros.
Efectivamente, los antiguos griegos también definieron, en el interior de su mundo, una
gran variedad de seres salvajes—humanos y semihumanos—que contribuyeron tanto como sus
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ideas fantásticas sobre los bárbaros a trazar el contorno de la razón griega. De hecho, la
formación de la idea de salvajismo corre paralela—si no es que se anticipa—al contacto real
con los bárbaros, es decir con los pueblos no griegos. Muy acertadamente Cocchiara dice que
“antes de ser descubierto el salvaje tuvo que ser inventado”.4 Y fue inventado tanto en su
expresión maligna y feroz, como en su vertiente noble y pura.
Me propongo iniciar una exploración en busca de las fuentes de esa gran corriente de
ideas que dibujó el perfil y el cauce del salvajismo en el occidente europeo. Un fragmento
atribuido a Hipócrates—que fue contemporáneo de Ferécrates—asigna a los habitantes de
Europa un carácter “salvaje, insociable y colérico” debido al clima rudo y poco propicio a la
agricultura; en cambio, los pueblos de Asia son “pusilánimes, sin ánimo, menos belicosos” y
de un natural “más suave y de un espíritu más penetrante”. Los griegos, que según Aristóteles
no eran ni asiáticos ni europeos, pero que reunían las cualidades de ambos pueblos,5 eran
conscientes de que formaban parte de la unidad biológica humana y eran capaces de reconocer
—casi siempre en las nubes de la mitología—la presencia en su propia cultura de los
elementos salvajes o extraños que solían atribuir a otros pueblos, a las tribus germánicas, los
etíopes, los escitas o los persas. Por razones muy complejas que es necesario analizar con
cuidado, en la etnografía fantástica y mitológica de la Grecia antigua, aunque predominaron
los rasgos de brutalidad y malignidad de los hombres salvajes, también se plasmó en algunos
de ellos una imagen de bondad primigenia. Así, el mito de la Edad de Oro es la imagen de una
época, bajo el reinado de Cronos, en la que la tierra prodigaba sin trabajo los alimentos y los
hombres vivían “como dioses, con el alma sin penas, bien lejos del dolor y de fatigas”; el
orden de la diké predominaba sobre la arrogancia de la hybris, antes de que la humanidad
degenerase en la Edad de Plata.6 También las ninfas, bellos seres femeninos que habitaban los
bosques, los ríos y los campos, eran consideradas muchas veces bajo un signo noble y
positivo, aunque en ocasiones podían ser terribles y nefastas. Tenemos asimismo, entre los
centauros, que eran la encarnación del salvajismo y la bestialidad, al famoso Quirón, sabio
hijo de Cronos que aprendió de Apolo y de Artemisa las artes médicas, musicales y
adivinatorias. Sin embargo, la mayor parte de los diversos seres salvajes mitológicos se
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hallaba teñida de peculiaridades odiosas y dañinas: sátiros, silenos, titanes, amazonas,


gigantes, ménades, cíclopes y centauros.

6. Teseo ataca con un hacha a un centauro, quien se protege con una almohada que ha arrebatado de uno de los klinai donde los
lapitas estaban celebrando la boda de Perithoos. Atrás de él otro centauro acosa a una mujer lapita. De una crátera procedente
de Italia, siglo V a.C.

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1. De sabios y bestias: los centauros

Es muy probable que sea entre los centauros donde se refugian los misántropos de la obra de
Ferécrates.7 Los centauros representaban la vida salvaje y los apetitos animales. Eran una
tribu que vivía en los bosques o en las montañas de Elis, Arcadia y Tesalia. Se creía que
tenían la parte superior del cuerpo de un hombre y la inferior de un caballo; generalmente todo
el cuerpo inferior y las cuatro patas eran las de un equino, pero en ocasiones la parte humana
se prolongaba en piernas y pies también humanos. Casi siempre seres masculinos, los
centauros eran a veces pintados con genitales al mismo tiempo humanos (entre las piernas
delanteras) y equinos (entre las patas traseras). Los centauros eran seres extraordinariamente
lascivos y amantes del vino. En una ocasión el rey de los lapitas, Piritoo, los invitó a su boda,
en donde “el vino ofuscó su razón”; un centauro—Euritión—intentó violar a las mujeres
lapitas, por lo que fue expulsado después de cortarle orejas y nariz. Por ello se inició una
famosa batalla entre lapitas y centauros, en la que al final éstos fueron derrotados. En la
versión romana de esta mítica batalla, escrita por Ovidio, aparece un rasgo innovador: la
bellísima y amorosa mujer centauro, Hilonome, compañera de Cílaro durante su trágico
enfrentamiento con los lapitas.8
Es posible también que los salvajes de la comedia de Ferécrates fueran los cíclopes,
pueblo de pastores gigantes incivilizados, famosos porque uno de ellos—Polifemo—atrapó a
Ulises y a sus hombres en la gruta. Pero el problema que me interesa plantear no es tanto el de
descifrar quiénes eran concretamente los salvajes de la obra de Ferécrates;9 lo que quiero es
determinar si los antiguos griegos habían elaborado un mito coherente en torno a la idea del
hombre salvaje. Hayden White, en una estimulante revisión del tema, concluye que los griegos
no tenían necesidad del concepto de hombre salvaje como imagen proyectiva de su fantasía.10
En cambio, el estudio de Fabio Turato presenta datos muy precisos que prueban que en el
siglo V a.C. los salvajes ya configuraban un estereotipo bien estructurado, aunque muy
complejo, que abarcaba a centauros, cíclopes, sátiros, gigantes, etc.11 Es cierto que había
diferentes clases de seres bajo la categoría de salvaje (agrios), pero me parece que en su
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conjunto formaban parte de un mismo grupo.12 El mismo White explica la existencia de un


espacio mitológico salvaje claramente diferenciado de los bárbaros. A diferencia del bárbaro,
que constituía una amenaza a la sociedad en general y a la civilización griega en su conjunto,
el hombre salvaje representaba una amenaza al individuo: sea como posible destino o como
némesis, el salvaje era una condición en la que el individuo, alejado de la ciudad y caído en
desgracia, podía degenerar. Este espacio fue poblado de hombres y semihombres salvajes
míticos, cuyos vínculos con la humanidad “normal” eran distintos a la relación civilizado-
bárbaro; White señala muy bien que el hábitat bárbaro era ubicado convencionalmente muy
lejos en el espacio, y el tiempo de su llegada a los confines del mundo griego era imaginado
como un apocalipsis; la aparición de hordas bárbaras implicaba la fractura de los
fundamentos del mundo y el fin de una época. En cambio, el hombre salvaje está siempre
presente y habita en los confines inmediatos de la comunidad: se encuentra en el bosque
cercano, en la montaña, en las islas.13 Los hombres salvajes no cristalizaron en un solo
personaje mitológico debido a una peculiaridad muy conocida de la cultura griega: la fuerte
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tendencia a objetivar en muy diversas realidades físicas y en seres concretos—héroes, dioses,
seres sobrenaturales—los estados espirituales y psicológicos, como el propio White lo
observa.14 Así, el hombre salvaje aparece—al igual que el Olimpo—como una pluralidad de
tipos míticos que, incluso, en muchas ocasiones genera personajes individuales con biografías
bien definidas.
Regresemos a los centauros. Su asociación con la naturaleza era evidente, no sólo porque
estaban relacionados con las montañas, las grutas, las corrientes de agua y los árboles, sino
por su carácter semibestial. En la Ilíada reciben el epíteto de “bestias peludas”15 y solían
representarse como un hombre con cuerpo de caballo de la cintura hacia abajo. Hay que
recordar que los caballos eran vistos con frecuencia como seres monstruosos: basta
mencionar los feroces caballos antropófagos de Diomedes, que fueron capturados por
Heracles. Cabe señalar también el caso de Leimone, hija de un noble ateniense, que fue
castigada por su padre por haber tenido un amante: la encerró junto con un caballo, sin
alimentos. El caballo la devoró para calmar su hambre. Es obvio que, siendo los caballos
estrictamente vegetarianos, no hay ninguna base real para estas leyendas de caballos
antropófagos.16
Los centauros solían contraponerse, como seres salvajes, al mundo civilizado. No
conocían la agricultura ni la artesanía y eran enfrentados siempre con las armas de la cultura.
En la mencionada boda del rey de los lapitas, al centauro Euritión le cortan las orejas y la
nariz con el “cruel bronce”. Cuando Heracles come con el centauro Folo, éste ingiere carne
cruda en tanto que el primero la come cocida; cuando Folo le ofrece vino, los demás centauros
—atraídos por el olor—atacan con sus armas habituales: rocas y garrotes hechos de ramas de
árbol. Heracles los pone en fuga con flechas y teas. En otra ocasión, Heracles se enfrenta al
centauro Neso con una flecha: habiendo el héroe abandonado Calidón con su esposa Deyanira
y su hijo Hilo, llegan a la orilla del río Evenos. Allí habita Neso, que se dedica a atravesar a
los viajeros en su lomo. Mientras pasa a Deyanira, en la mitad del río intenta violarla. Al oír
los gritos de su mujer, Heracles atraviesa con una flecha el corazón del centauro. Antes de
morir, Neso convence a Deyanira para que recoja sangre de su herida, para usarla como filtro
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de amor en caso de que su esposo le sea infiel. Mucho tiempo después, empujada por los
celos, moja la túnica de Heracles en la sangre del centauro. Al ponerse la túnica el héroe
siente en todo su cuerpo un ardor enloquecedor. La tela adherida a su piel lo consume y no
logra quitársela: al desgarrarla, con los pedazos de túnica arranca las carnes. Incapaz de
detener el veneno corrosivo de la sangre del centauro, Heracles se autoincinera en el monte
Eta. Esta leyenda describe con los colores más dramáticos la oposición entre la naturaleza
salvaje y la civilización, y fue retomada por Sófocles como base de Las traquinias.
Pero hay dos centauros excepcionales por su nobleza: Quirón, el “más justo de los
centauros” según Homero; y el hospitalario Folo. Sin embargo, ambos mueren a causa de las
flechas de Heracles. Folo, descuidadamente, deja caer sobre su pie una de las flechas
envenenadas con que Heracles había repelido a los centauros ávidos de vino que lo habían
atacado. Quirón era un centauro inmortal, hijo de Cronos y de una de las hijas de Océano.
Durante la persecución de los centauros salvajes, Heracles por error clava una de sus flechas
envenenadas en el cuerpo de Quirón, quien sin morir sufre agudos dolores que no se mitigan ni
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con la aplicación de sus poderosos ungüentos medicinales. Para escapar del sufrimiento, cede
su inmortalidad a Prometeo. La leyenda dice que Zeus colocó al sabio centauro en el cielo,
donde forma la constelación de Sagitario; su imagen ha llegado hasta hoy en uno de los signos
zodiacales, que lo retrata paradójicamente con arco y flecha, el arma que lo mató. Según
Eurípides, la hija de Quirón podía predecir el futuro mediante el conocimiento de los astros.17

7. El centauro salvaje lucha con un joven lapita, en una metopa del Partenón.

Los centauros forman un complejo entramado de relaciones entre la existencia salvaje y la


vida civilizada. Forman un mito con dos polos, uno de los cuales es el salvaje con aspecto
humanoide y el otro es un hombre sabio y justo con rasgos bestiales: Folo y Quirón, la
dualidad naturaleza / cultura inscrita en el intrincado carácter del centauro. Quiero aquí
señalar un elemento que será de gran importancia en la evolución posterior del mito del
hombre salvaje: ¿por qué aparece un humano con rasgos salvajes—Quirón—como
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representante de la cultura y de la sabiduría, como el gran educador de los héroes? “La


respuesta—dice K. S. Kirk—debe hallarse, en parte, en las cualidades suprahumanas de la
propia naturaleza: en la sabiduría de los pájaros y otras criaturas salvajes, por las que los
videntes como Tiresias, Melampo y Poliido conocen el futuro…”18 La naturaleza no sólo
agredía salvajemente al hombre civilizado: también le comunicaba signos y señales de una
sabiduría profunda. Esta peculiar vinculación entre sabiduría profética y naturaleza agreste
será, como veremos, un tema que aparecerá bajo diferentes facetas en el mito medieval y
moderno del hombre salvaje.
La naturaleza dual y contradictoria de los centauros llamó poderosamente la atención de
Georges Dumézil, que trata de explicarla en un texto clásico sobre el tema.19 Para Dumézil son
esencialmente hombres monstruosos enmascarados que actúan en los festivales del fin del
invierno, representando a espíritus de la naturaleza, seres del más allá y genios del tiempo. Su
carácter dual se comprende si se les ubica en la tradición indoirania y
a la luz de las mascaradas europeas de cambio de año, donde monstruos-máscara son tan pronto temidos y perseguidos
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como honrados y mimados; representan tanto las calamidades como los remedios a las calamidades, y en resumen
desarrollan libremente todas las potencias de su naturaleza de bestias sobrehumanas.20

El nexo de los centauros con deidades de la India e Irán (Ganharva y Gandargva) que
supone Dumézil no ha convencido a muchos;21 sin embargo la búsqueda de un contexto
indoeuropeo para el mito de los centauros y su relación con las fiestas del equinoccio de
primavera lo lleva a explorar la idea de que los centauros formaban parte de un complejo
amplio de seres salvajes (ninfas, ménades, sátiros) y de fiestas (las agrionias y las
anthesterias).
En torno a la idea de agrios se revela una red de fenómenos relacionados: uno de los
centauros que ataca a Heracles cuando Folo le ofrece el vino se llamaba precisamente Agrios.
El carácter agreste de la diosa salvaje y cazadora se hacía evidente en su nombre, Artemis
Agraia o Agrotera;22 de allí proviene seguramente el nombre de los Pequeños Misterios, en
Agras, 23 y de las fiestas agrionias de Orcómenos; en la época del año en que se celebraban,
dice Dumézil, “circulaban en torno a las casas monstruos de valor complejo, concebidos sin
duda a imagen de disfraces, tal vez demonios del tiempo, seguramente demonios naturistas—y
en conjunto seres del más allá, almas de los muertos—.24 Menciona la famosa invocación de
unos espíritus llamados keres con que los atenienses terminaban las anthesterias; en la
celebración de los Pequeños Misterios eleusinos, según parece, la misma invocación se hacía
a los centauros, ya que en la fiesta del equinoccio de primavera, celebrada en el santuario de
Artemis Agraia, Heracles—antes de descender al mundo de los muertos—se purifica de la
muerte de los centauros (por cierto, los centauros sobrevivientes a la matanza fueron a poblar
las montañas en Eleusis).25
Otro estudio confirma mi idea de que los centauros, junto con el resto de seres salvajes,
contribuyeron a dibujar los límites del espacio civilizado; este estudio, realizado por Page
duBois, es un estimulante análisis comparativo de los centauros y las amazonas, y demuestra
que ambos entes míticos fueron seres liminales que permitían señalar las fronteras de la polis
griega.26 Para los griegos el espacio civilizado era fundamentalmente masculino, y las mujeres
podían ser, en cierto modo, equivalentes a los seres salvajes. Las amazonas combinaban
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rasgos salvajes femeninos con elementos notoriamente masculinos, como su amor por la
guerra y su habilidad para montar a caballo blandiendo la típica hacha de dos filos. El mito de
las amazonas es especialmente revelador de la forma en que los griegos concebían un espacio
salvaje en el seno de su mundo: el carácter femenino mezclado con atributos masculinos
configuró una imagen de salvajismo basada en una combinación de elementos que no pueden
ser calificados de exógenos, sino que formaron parte indisoluble de la sociedad griega. Pero,
al mismo tiempo, la contradictoria idea de una mujer guerrera constituía una magnífica imagen
para retratar al Otro como un ser tan amenazador como la combinación de rasgos equinos y
humanos en la figura casi siempre masculina del centauro. Las amazonomaquias y
centauromaquias que parodiaban la lucha entre griegos y bárbaros eran una forma de destacar
la alteridad salvaje de los enemigos, al atribuirles los rasgos típicos del agrios griego. Así, la
equiparación que hace Page duBois entre, por un lado, bárbaros y, por el otro, amazonas y
centauros, nos puede conducir a confusiones. La noción de bárbaro como opuesto a la cultura
griega sólo se desarrolló después de la guerra con los medos.27 No debe extrañarnos que para
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enfatizar los rasgos negativos del bárbaro los griegos les aplicasen los atributos
característicos de los antiguos agrioi. El espacio salvaje, que podía incluir a las mujeres y a
los seres semibestiales, fue definido primero como tal, y posteriormente fue aplicado a la
descripción del bárbaro, y no a la inversa como se suele suponer. Así, los griegos
transpusieron en forma alegórica la guerra contra los bárbaros encabezados por Darío y Jerjes
a la lucha mítica contra los centauros y las amazonas: de esta forma transferían a los enemigos
bárbaros las tradicionales imágenes sobre los salvajes, que no sólo incluían analogías con las
bestias sino también con las mujeres. Las amazonas aparecen claramente como la imagen del
salvajismo construida, paradójicamente, a partir de la encarnación misma de la vida
doméstica griega, la mujer.28 Pero proyectaban a las amazonas a países lejanos, a las fronteras
del hemeros con el agrios, junto con los escitas, los hiperbóreos, los etíopes, las gorgonas y
los atlantes.29 Las amazonas, en su carácter contradictorio, que aunaba la domesticidad
femenina a la furia guerrera de los salvajes, representaban en una misma imagen el lindero
entre la cultura y la naturaleza.

2. Lascivia natural y éxtasis salvaje

En relación con el gran tema de la naturaleza como guardiana de secretos que es necesario
descifrar, tenemos el ejemplo de otra especie de hombres salvajes: los silenos. Ellos también,
como los centauros, tenían peculiaridades equinas, pero no tan notables: solían representarse
como hombres peludos y barbados, con orejas de caballo; en ocasiones se les agregaban patas
y cola equinas. Los silenos poseían secretos importantes, y se les capturaba para obligarlos a
que los revelasen. Un legendario rey frigio, Midas, en cierta ocasión capturó en su jardín a
Sileno, que solía retozar cerca de la fuente; el rey vertió vino en el agua de la fuente y el
sileno, que se embriagó, quedó dormido. Fue apresado y llevado ante Midas, a quien le reveló
—estando bajo los efectos del vino—la existencia de dos ciudades desconocidas: Eusebes, la
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ciudad piadosa, y Machimos, la ciudad guerrera. En la primera sus habitantes viven felices y
mueren riendo; en la segunda su gente nace armada y combate toda la vida. Una vez la gente de
estas dos ciudades atravesó el Océano y llegó al país de los hiperbóreos; al ver la triste
condición de este pueblo, decidieron terminar su exploración y regresar a su país.30 Otra
versión de esta leyenda hace referencia al famoso don que Dionisos otorgó a Midas de
convertir en oro todo cuanto tocase. Una manifestación de la dualidad de los silenos, como
salvajes sabios, es la comparación de Sócrates con un sátiro o sileno, de la que habla
elogiosamente Alcibíades en el Simposio de Platón y de la que se burla cruelmente
Aristófanes en Las nubes.31
No es fácil separar a los silenos de los sátiros, pues sus rasgos se confunden. Hacia el
siglo IV a.C. ya se les puede distinguir con alguna claridad: los silenos solían ser viejos con
atributos equinos; los sátiros eran jóvenes y habían adoptado de Pan sus características
caprinas. A los sátiros, al igual que a los silenos y los centauros, se les atribuía una lascivia
desmedida y con mucha frecuencia eran pintados con el falo en erección, persiguiendo a las
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ninfas.32 En el siglo II a.C. Pausanias escribe sobre los sátiros unas líneas, reveladoras de la
distinción entre salvajes y bárbaros incivilizados, que vale la pena reproducir:
Queriendo saber más sobre los sátiros, pregunté a muchos sobre ellos, y he aquí lo que me enteré por Eufemus Carien.
Habiéndose embarcado para ir a Italia, fue desviado de su ruta por los vientos y llevado a la mar exterior, donde los
marineros no van jamás. Vieron allí muchas islas, unas desiertas y otras pobladas de hombres salvajes. Los marineros no
querían acercarse a estas últimas, pues habiendo visitado algunas ya sabían de lo que eran capaces sus habitantes; pero
sin embargo se vieron forzados a ello. Los marineros daban a estas islas el nombre de Satíridas. Sus habitantes son
pelirrojos y tienen colas casi tan largas como los caballos. Corrieron al barco desde que lo avistaron. Sin dar un solo grito
acometieron a las mujeres de la nave. Para acabar con esto los marineros, espantados, lanzaron a la isla a una mujer
bárbara. Los sátiros no sólo la violaron de la manera usual, sino que además igualmente abusaron de todo su cuerpo.33

Pausanias tiene clara la diferencia entre la mujer bárbara y los hombres salvajes: aunque
el desprecio por aquélla autoriza a sacrificarla, es evidente que los sátiros son una categoría
muy distinta e inferior que amenaza directamente a los marineros (y sobre todo a sus mujeres).
Si retrocedemos al siglo v a.C., encontraremos otra descripción de un viajero cartaginés, el
almirante Hannon, que exploraba la costa occidental de África, y que nos da una idea de las
dificultades con que a veces se enfrentaban los navegantes para distinguir lo humano de lo
animal:
[…] había otra isla poblada de hombres salvajes. Las mujeres eran horrorosas y completamente peludas. Los intérpretes
nos dijeron que eran gorilas. Perseguimos a los machos, pero huyeron con agilidad y nos lanzaron piedras. Pudimos coger
a tres hembras, que rehusaron venir con nosotros. Como mordían y arañaban a los que las mantenían sujetas, hubo que
matarlas. Fueron despellejadas para llevar su piel a Cartago.34

El mito se topaba a veces con la realidad natural, y el encuentro permitía estimular la


imagen legendaria del hombre salvaje. ¡Qué lejos estamos aquí del bellísimo sátiro
escanciador de vino de Praxíteles, que está casi totalmente despojado de rasgos bestiales! Y
sin embargo se trata del mismo arquetipo.
La contraparte femenina de los sátiros y de los silenos eran las ninfas, hermosos espíritus
de la naturaleza que aparentemente nada tenían que ver con las salvajes que intentaron atrapar
en vano los hombres de Hannon. Las ninfas no tenían ningún atributo animal, y representaban
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los poderes de las aguas, los bosques, las montañas y los árboles; también constituían el
espíritu de ciertos parajes o regiones, e incluso de ciudades. Las ninfas se asociaban
generalmente a la naturaleza vegetal y mineral, y puede parecer extraño que la contraparte
femenina de seres salvajes como los centauros, los silenos y los sátiros careciese de
peculiaridades bestiales; las ninfas eran jóvenes doncellas cuya música y danzas alegraban e
inspiraban a los hombres y eran, como ellos, mortales, aunque vivían muchísimos años (según
Plutarco vivían 9 700 años). Había una infinidad de variedades de ninfas, y aparecían con
diferentes funciones en incontables leyendas y mitos. Había las oceánidas, hijas de Océano y
Tethis, que eran tres mil; estaban las náyades, ninfas del agua dulce, que según Homero eran
hijas de Zeus; las nereidas eran cincuenta hermosísimas ninfas que vivían en el fondo del mar,
hijas de Nereo y Doris; las ninfas napeas eran espíritus de los valles y las llanuras; las
oréadas habitaban las montañas; las dríadas y hamadríadas eran ninfas de los árboles y los
bosques; las hespérides, hijas de Atlas y Hesperis, eran las ninfas del ocaso.

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8. Un sátiro excitado se balancea sobre un ánfora de vino, en una copa de Onesimos (circa 500 a.C.)

¿Dónde se encuentra, pues, el lado salvaje de las ninfas? Las asociaciones entre las ninfas
y los otros seres salvajes eran abundantes. El Himno de Afrodita de Homero habla de las
ninfas montaraces: “No obedecen ni a mortales ni a inmortales, viven largo tiempo
alimentándose con divinal manjar, y danzan en hermoso coro ante los inmortales. Con ellas se
unen amorosamente los silenos y el vigilante Argifontes [Hermes] en el fondo de deleitosas
cuevas”.35 El centauro Quirón era hijo de una oceánide, Filira, y su esposa era la ninfa
Cariclo. La ninfa Toosa fue madre del cíclope Polifemo, quien vivía enamorado de la nereida
Galatea. Folo, el centauro, era hijo de un sileno y de una ninfa; algunas leyendas atribuyen a
las náyades el haber engendrado a los sátiros. Sileno era hijo de Pan y de una ninfa. La más
importante ligazón entre las ninfas y sus salvajes contrapartes masculinas—especialmente los
silenos y los sátiros—fue el culto a Dionisos. Las híadas, hijas de Atlas, fueron las nodrizas
de Dionisos en el monte Nyssa, y eran las ninfas del agua fecundante. Una ninfa de Delfos,
Tiía, que tuvo un hijo de Apolo, fue la primera en adorar a Dionisos en las laderas del monte
Parnaso; por extensión, se llamaba tíades a las sacerdotisas que celebraban, en una danza
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orgiástica con antorchas, el culto a Dionisos-niño desgarrado por los titanes.


Asociadas a las tíades encontramos el grupo mítico femenino más cercano a los hombres
salvajes: las ménades o bacantes. Las ménades formaban el cortejo de salvaje frenesí que
acompaña a Dionisos; se ha dicho que originariamente fueron ellas las ninfas que
amamantaron al dios, y que luego fueron sus amantes. Las ménades—las “mujeres locas”—
deambulaban por las montañas y los bosques como bestias, pues Dionisos les inspiraba tal
poder que podían matar fieras y desenraizar árboles. Cazaban animales y devoraban su carne
cruda, lo cual se vincula con la omofagia (consumo de carne cruda) del ritual dionisiaco: las
ménades, en éxtasis, comían crudas las partes de un animal o de un niño, con objeto de
incorporar en su seno al dios. Estas mujeres salvajes acompañaron a Dionisos en su viaje de
Frigia a Tracia, y formaron parte del ejército dionisiaco que fue a la India (en el que también
iban centauros, según el poeta Nonno). Fueron las ménades las que mataron cruelmente a
Orfeo, y fue una ménade, Agave, quien al frente de una muchedumbre de bacantes asesinó y
descuartizó a su hijo Penteo, que se había opuesto al culto dionisiaco en Tebas (según el
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impresionante relato de Eurípides en Las bacantes). El imaginativo relato del poeta Nonno de
Panópolis nos da una idea del éxtasis salvaje de las ménades:
Hay algunas con la frente ceñida por un como turbante de víboras; otras sujetan sus cabellos con hiedra perfumada; éstas
blanden con agitada mano el tirso armado de hierro, y aquéllas, aún más furiosas, dejan sueltas sin velos ni cintas sus
largas cabelleras, cuyos rizos ondean al viento. Ora hacen sonar agudos crótalos o el bronce de címbalos y platillos; ora,
dominadas por furiosos excesos, redoblan sus golpes a los sonoros atabales… Cubren el pecho con la manchada piel del
leopardo o con la del montaraz cervatillo; pisan descalzas malezas y espinas, trepan a los árboles, o bien ágiles y atrevidas
saltan de peña en peña al borde de los precipicios. Al animal que cae bajo sus crueles golpes lo destrozan, y sin cesar,
corriendo, animadas de religioso entusiasmo, se entregan entre sí a furiosas danzas y sangrientos juegos…36

Las ménades llevaban un tatuaje con un cervatillo, y los sátiros que adoraban a Dionisos
se tatuaban la imagen de una hoja de hiedra, la planta sagrada del dios que mascaban las
bacantes en sus momentos de éxtasis.37 En la ciudad de Orcómenos, donde las ninfas eran
veneradas en forma especial, se celebraban cada tres años las agrionias, fiestas salvajes en
honor a Dionisos. La leyenda dice que las tres miníades, hijas del rey Minias de Orcómenos,
provocaron la cólera de Dionisos al negarse a rendirle culto; mientras las mujeres de la
ciudad danzaban como bacantes por la montaña, ellas se quedaron a tejer. Pero en torno a sus
telares crecieron hiedra y viñas, del techo llovió vino y leche, y se oyeron rugidos de bestias
salvajes y sonidos de flautas y tamborines. Las miníades fueron entonces poseídas por una
locura mística que las arrastró a descuartizar y devorar a Hipasos, el pequeño hijo de una de
ellas, después de lo cual se sumaron a las demás bacantes. De allí que, durante las agrionias,
el sacerdote de Dionisos persiguiese a las mujeres y pudiese matar con su espada a la primera
que alcanzase.38
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9. Las ménades, mujeres salvajes griegas que rendían culto a Dionisios, danzaban en éxtasis vestidas con pieles de animales y
agitando una vara con hiedras (el thyrsos). Aquí se las ve junto con sátiros en un vaso griego del siglo V a.C.

Los populares rituales dionisiacos provocaron la gran diseminación del mito del hombre
salvaje en Europa, y contribuyeron a consolidar muchos de los rasgos icono gráficos y de los
mitemas que lo caracterizan en sus ulteriores versiones medievales, renacentistas y modernas:
lascivia, canibalismo, ingestión de carne cruda, comportamiento animal, peculiaridades
bestiales (desnudez, piel vellosa, cola, patas equinas, etc.), gusto incontrolable por el vino,
rechazo a la sociabilidad “normal”. Habría que agregar los adornos vegetales (hiedras usadas
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por ménades y bacantes) y el garrote o tronco como arma y como símbolo.39

3. Platón en la gruta del cíclope

Tal vez los hombres salvajes más temidos por los griegos fueron los cíclopes, y aun en este
mito podemos encontrar huellas de la peculiar dualidad que distingue entre buenos y malos
salvajes. Los cíclopes pertenecen a una categoría de seres enormes dotados de fuerza colosal
a la que pertenecen también los titanes, los gigantes, los lestrigones y los hecatonquiros. Los
titanes fueron seis dioses primitivos gigantescos, hijos de Urano, que hicieron la guerra a los
dioses olímpicos; según Plutarco los antiguos llamaban titanes a aquello que en nosotros es
irracional, desordenado y violento. Esta lucha—la titanomaquia—es similar a la
gigantomaquia que enfrentó a los dioses del Olimpo con unos seres de talla monstruosa, fuerza
descomunal y apariencia horrible; los gigantes eran mortales pero casi invencibles. Entre los
gigantes de la primera generación divina hubo tres cíclopes (Brontes, Esteropes y Arges) que
ayudaron a los olímpicos en la gran guerra contra los titanes, los cuales fueron vencidos y
precipitados en el Tártaro. Estos tres gigantes con un solo ojo eran similares a los cíclopes
artesanos originarios de Licia, que se creía habían construido los grandes edificios
prehistóricos hechos de grandes bloques de piedra (como las murallas de Micenas), aunque
estos constructores no eran hijos de Urano. Hubo otros tres gigantes, los hecatonquiros, que
tenían cien brazos y cincuenta cabezas—éstos sí hijos de Urano—y que también lucharon
contra los titanes. Pero los cíclopes y los lestrigones de la Odisea pertenecían a una clase muy
diferente de seres míticos, pues se trataba de pueblos de pastores gigantes caracterizados por
su agresividad y su antropofagia. Los lestrigones eran gigantes pastores relativamente
civilizados en cuya ciudad (Telépilo de Lamos) había un ágora; estaban organizados bajo el
dominio de un rey, Antífates, quien al ver a los compañeros de Ulises rápidamente agarró a
uno y “aparejóse con su cuerpo la cena”; durante la huida de Ulises y los suyos, los lestrigones
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llamados por el rey arrojaron rocas enormes, con las que hundieron varios barcos; muchos
hombres fueron apresados y sirvieron para el “nefasto festín” de los gigantes. Esta actitud
agresiva era una característica que los griegos asignaban a los hombres “que no viven de pan”,
es decir a los pueblos no agricultores.40
La historia de los lestrigones, siendo similar, contrasta con el encuentro entre Ulises y
otros gigantes, los cíclopes salvajes de un solo ojo que vivían en las costas de Italia. Es
posible que la imagen de los cíclopes tenga su origen en la creencia de que había unos
hombres monóculos, llamados arimaspos, vecinos de los caníbales isedones descritos por
Heródoto. Heródoto habla también de los andrófagos, “los más fieros y salvajes de todos los
hombres, no teniendo leyes algunas ni tribunales. Son pastores que visten del mismo modo que
los escitas, pero tienen un lenguaje propio”. En Libia describe también a hombres salvajes:
“se ven hombres cinocéfalos, y otros, si creemos lo que nos cuentan, acéfalos, de quienes se
dice que tienen los ojos en el pecho, y otros hombres salvajes, así machos como hembras”.41 A
primera vista podría decirse que los cíclopes a los que se enfrenta Ulises viven en la
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primitiva Edad de Oro: no trabajan la tierra, pues en ella “todo nace sin semilla y sin arado,
trigo, cebada y vides, que producen vino de unos grandes racimos”. Los cíclopes habitan en
cuevas, y pastorean idílicamente cabras y ovejas; carecen de leyes generales y las familias
viven aisladas unas de otras: “cada cual impera sobre sus hijos y mujeres, y no se entrometen
los unos con los otros”.42 La vida cotidiana de los cíclopes gira en torno al pastoreo y a las
actividades propias de la producción de leche y la fabricación de quesos. Turato ha
observado una asociación simbólica del uso de leche y queso con la especulación regresiva y
“edénica” de los griegos.43 Kirk igualmente encuentra elementos típicos de la raza de oro de
Hesíodo en la vida de los cíclopes.44 La habitación del cíclope—su gruta—hace pensar en una
vida tranquila y ordenada: “había zarzos llenos de quesos, y establos con muchos corderos y
cabritos, y clasificados estaban en cercas: separados los grandes en una, después los
medianos, luego los recentales; y goteaba el suero de todos los vasos, barreños y tarros, en los
que ordeñaba”.45 Ulises observó cómo el cíclope “ordeñó las ovejas y las cabras baladoras,
todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. En seguida tomó la mitad de la leche
blanquísima, la cuajó y la dispuso después en canastillos de mimbre, pero en las vasijas dejó
la restante a su alcance para cuando quisiera beberla durante la cena. Acabadas prontamente
sus tareas, encendió fuego…” 46 La curiosidad etnográfica de Ulises obedece al impulso que
lo hizo ir al encuentro de los cíclopes. Desde una isla cercana, habitada por ninfas, Ulises
había decidido acercarse a la costa: “Quedaos aquí, mis fieles amigos, y yo con mi nave y mis
compañeros iré allá y procuraré averiguar qué hombres son aquéllos: si son violentos,
salvajes e injustos, u hospitalarios y respetuosos de los dioses”.47
El cíclope, Polifemo, se revela de inmediato como un antropófago, sin temor de los
dioses e inhospitalario; además, le gusta enormemente el vino. Es un hombre salvaje, cuya
personificación—diría un mitógrafo estructuralista—representa a la naturaleza bestial, sobre
el cual se ejerce una acción que, por analogía, es capaz de controlar el curso de las relaciones
reales entre el hombre y la naturaleza (dejando ciego a Polifemo al quemarle su único ojo con
una vara de olivo encendida). El cíclope, a su vez, trata a los hombres como cosas, y se los
come: la naturaleza trata al hombre como una cosa, por ello para el cíclope Ulises no es
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nadie. El cíclope, como salvaje que es, tiene una forma analógica de pensar: fuerza natural
personificada, trata a las personas como objetos naturales, como cosas o animales. Establece
una analogía entre las fieras que caza y devora, o los animales que pastorea, y los hombres
que engulle. Ulises a su vez trata a Polifemo de manera humana, de la forma en que muchos
hombres tratan a otros hombres: lo engaña y lo hace sufrir. Ulises acepta sólo como una
argucia su representación como cosa, como nadie: el juego de palabras impide que los
cíclopes ayuden a Polifemo, en contraste con lo que ocurre con Antífates, el lestrigón, cuando
pide auxilio. Los cíclopes creen en la analogía entre el nombre y la cosa. Así, Nadie no es
nadie.48 Pero Ulises no resiste la ira que lo empuja a torturar espiritualmente al cíclope,
diciéndole, aun a riesgo de ser atrapado de nuevo, su verdadero nombre (conocido ya por
Polifemo, pues un adivino le había revelado que un mortal llamado Ulises lo dejaría ciego).
Resulta de gran interés comparar el mito homérico con la versión más tardía de Eurípides
en El cíclope. Aquí aparece un viejo sileno y un coro de sátiros, todos ellos esclavos al
servicio del gigante; el sileno ha intentado, a espaldas del cíclope, darle a Ulises carne,
queso, leche y jugo de higos a cambio de vino. Cuando Polifemo lo sorprende, el sileno le
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aconseja que devore a Ulises: “Si te comes su lengua, cíclope, orador te harás y
elocuentísimo”. El cíclope rechaza la vanidad de la palabra: él sólo rinde culto a su vientre y
no cree en magia, religión ni ley alguna. El sileno, un poco más sofisticado, reconoce el valor
de la palabra. La burla que hace Eurípides de los cíclopes salvajes debe verse en el contexto
concreto de la crisis de la polis democrática inspirada en el modelo de Pericles, mientras que
la versión homérica es más bien la defensa de la mítica polis aristocrática y arcaica de los
feacios. La imagen homérica de la polis de Ulises tiene un carácter fundacional; en cambio, la
polis de Eurípides se halla en crisis y su obra está encaminada a protegerla y defenderla de la
amenaza simbolizada por el cíclope. El mensaje de Eurípides es claro: es preciso evitar toda
imagen que implique regresión en el tiempo (la Edad de Oro) o fuga (a un estado de naturaleza
agreste), que eran las formas de evasión sugeridas por la visión aristocrática de la ciudad
griega, y que se expresaba, entre otras formas, en la influencia de la filosofía cínica que
preconizaba un retorno a la naturaleza. Las obras de Aristófanes contenían una respuesta
diferente, pues rechazaban la ciudad de los demagogos y destilaban una nostalgia por la polis
aristocrática. Y así como la idea de una Edad de Oro se asociaba a los sueños utópicos de los
campesinos y los esclavos, la exaltación del buen salvaje tendía a ser una expresión de la
crítica aristocrática a la decadencia de la polis democrática. Se comprende así la intención de
Eurípides, de hacer una defensa de la ciudad en crisis, al dibujar con fuertes trazos grotescos
la maldad del salvaje. El cíclope de Eurípides, además, es un ser lascivo (elemento que no
aparece en Homero); al respecto, hay una jocosa escena en la que Polifemo borracho declara
que le gustan más los mancebos que las muchachas y, comparando al sileno con el
hermosísimo Ganimedes, lo arrastra a su lecho para hacer el amor antes de caer dormido. Es
de notarse que los centauros también eran asociados en ocasiones a la homosexualidad.49
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10. Sátiros con el miembro erecto acosan a ménades danzantes, en un vaso griego atribuido al pintor Makron.

El enfrentamiento de Ulises y Polifemo es un punto de inflexión del pensamiento que nos


revela la extraordinaria complejidad de la invención de la idea del hombre civilizado que se
opone a la ciega naturaleza bestial. Un profundo estudio de la obra de Eurípides50 ha mostrado
que el hombre civilizado griego se define en su mediación con el Otro: Ulises pertenece a una
sociedad que exalta la xenia, la hospitalidad que se debe dar a todo extranjero no enemigo.
Xenos no es solamente el forastero: es también el invitado y el amigo, con el cual se establece
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una mediación y un intercambio. Los cíclopes, en contraste, son seres insaciables incapaces
de establecer una comunicación con el xenos: como señala Konstan, en lugar de lazos de
intercambio imponen una relación de consumo: desean devorar al Otro. Ulises es philoxenos,
el cíclope es axenos. En el lenguaje de hoy diríamos que Polifemo es un ser enajenado y que
Ulises se caracteriza por su socialidad. El hombre civilizado respeta la mediación y exalta su
relación con el Otro, con el que se comunica y a quien, de hecho, inventa constantemente. Lo
quiere a su alrededor, lo usa para definirse y para identificarse tanto en su individualidad
como en su grupo. El salvaje, por el contrario, es insociable y no se mezcla: sólo cuando se
embriaga descubre que los elementos se confunden, que incluso el cielo se mezcla con la
tierra: pero aquí no hay comunicación con el mundo que lo rodea: hay el delirio de la
confusión del hombre con la naturaleza y con la horda bestial. Con toda razón y lucidez
Konstan observa que el antiguo mito se conecta con las más modernas discusiones entre
inmanentistas y trascendentalistas, es decir, entre quienes ven las relaciones como los
elementos definitorios de las cosas y los que piensan que las relaciones no son más que lazos
entre las cosas definidas en su esencialidad.51 El hombre civilizado, como Ulises, aparece
como una entidad esencial sólo idéntica a sí misma, cuya civilidad estalla como un intento—a
veces frustrado y vano—por comunicarse. El cíclope salvaje, en cambio, es una implosión, un
vacío primordial, un medio que define los puntos en los que parece apoyarse levemente.
Ulises convoca al salvaje y lo crea como una paradoja excitante que en su autarquía se
convierte en una señal de la necesidad humana de comunicarse con el Otro. Pero el Otro sólo
existe para recordarle que debe buscar y afirmar su esencia, junto a sus compañeros: la busca
ha durado muchos siglos.
Es evidente que Platón toma el arquetipo del salvaje para explicar al hombre tiránico (al
déspota): “el hombre se hace tiránico en el pleno sentido de la palabra, cuando por naturaleza
o por costumbre, o por ambas cosas a la vez, se empieza a comportar como el borracho, el
erótico o el melancólico”.52 No es posible dejar de pensar en el cíclope cuando Platón, para
analizar al tirano, se refiere a la parte salvaje e irracional (totheriodes) de la psique: durante
el sueño
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11. Las representaciones de Heracles influyeron en la iconografía medieval del salvaje. Aquí aparece con su mazo y su piel de
león, después de apropiarse del trípode délfico.

la parte bestial y salvaje, llena a rebosar de comida y vino, juguetea y, renunciando al sueño, se dedica a satisfacer sus
propios instintos. Sabes bien que en tales casos no hay nada que no se atreva a acometer, liberándose de todo sentimiento
de vergüenza o mesura. No deja de intentar acostarse con su madre (o así lo cree), o con cualquier hombre, dios o bestia.
Está preparada para realizar crímenes detestables; no se priva de comida, y, en una palabra, se rinde a una extremada
locura y desvergüenza… En todos nosotros, incluso en el más respetable y de mejor reputación, existe una fuente de
deseos salvajes, terribles, fuera de toda norma, y que, según parece, nos son revelados a nosotros durante nuestros
sueños.53

Es como si Platón hubiese entrado en su propia gruta, donde los prisioneros están
condenados a ver sólo sombras en la pared, y se hubiese encontrado allí al arcaico Polifemo
homérico dormido, “de cuya boca salíanle el vino y pedazos de hombres comidos y como
borracho eructaba”, 54 antes de ser cegado por Ulises.
Es importante también agregar que Platón establece una relación entre la tiranía y dos
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fenómenos pertenecientes a la esfera propia del hombre salvaje: la licantropía y la


antropofagia. Cuenta Platón en La república55 la costumbre antigua de un pueblo rudo que en
las montañas de Arcadia aún ofrecía sacrificios humanos a Zeus Liceo. Carne humana era
mezclada a las vísceras animales que se ofrecían en la comida del sacrificio; quien ingería la
parte humana, según la leyenda, se convertía en lobo. Igualmente, dice Platón, quien prueba la
sangre de su pueblo con los labios se convierte en tirano: es decir, se transforma en lobo, al
igual que el mítico rey Licaón, hijo de una ninfa, quien le ofreció a Zeus carne de su propio
hijo o de un nieto; Zeus, encolerizado, lo fulminó.56 Una de las versiones del martirio de
Tántalo atribuye su horrible castigo a que, para poner a prueba a los dioses, les sirvió en una
fiesta los despojos de su hijo. La mitología griega ofrece varios ejemplos de antropofagia: la
esfinge de Tebas devoraba a los jóvenes con los que copulaba; Cronos engullía a los hijos que
engendraba en Rea; Tideo herido de muerte, tuvo tiempo de devorar los sesos de su enemigo
Melanipo; hubo varios casos en que a los padres, sin ellos saberlo, se les ofreció como
venganza carne de sus propios hijos (Tiestes, Tereo, Climenos, Iaco). Un rey de Lidia,
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Cambles, se comió a su mujer, pero luego los remordimientos lo llevaron al suicidio. Lamia,
que para poder dormir se quitaba los ojos, era un vampiro femenino que chupaba la sangre y
comía la carne de los niños; por extensión, las lamias, llamadas también mormolyceia (lobas
espantosas), eran seres bisexuales que seducían a los hombres dormidos y los devoraban. El
libro IV de la historia de Heródoto, un arcaico tratado de etnografía, relata algunos casos de
canibalismo entre los isedones, los escitas y los melanclenos.57 El mismo Heródoto cuenta
que, a causa de la locura de Cambises, rey de Persia, que intentó someter a los etíopes sin
hacer provisión de víveres, “algunos de los soldados, obligados de hambre extrema, tuvieron
que echar suertes sobre sus cabezas, a fin de que uno de cada diez alimentase con su carne a
nueve de sus compañeros”.58

4. De los faunos romanos a la secta caníbal

El conjunto de leyendas que gira en torno al salvaje se expandió enormemente bajo la tutela de
dos grandes deidades—Dionisos y Artemisa—, las cuales auspiciaron la continuidad del mito
en otras culturas, especialmente la romana. Las versiones romanas de los dos dioses, Baco y
Diana, prohijaron las creencias en una infinidad de seres silvestres descendientes de los
salvajes griegos. Artemisa es considerada por Vernant como una de las más importantes
figuras del Otro.59 Ella era la diosa del mundo salvaje, y se asociaba también a la fecundidad.
Pero Artemisa no era salvaje, aclara Vernant: era más bien una deidad de las zonas limítrofes,
de las fronteras donde se establecía contacto con lo Otro. Dionisos, como Artemisa, también
era una divinidad de origen extranjero cuyo culto acercaba a los hombres—y sobre todo a las
mujeres—a las fronteras interiores de la locura y del éxtasis.
Es interesante introducir aquí a los silvanos, una versión romana de los sátiros y los
silenos; eran deidades ligadas a las tierras incultas que rodean los campos sembrados. Cada
campo tenía tres silvanos: uno para el límite, otro doméstico y otro para los pastores. Los
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silvanos vigilaban la vecindad salvaje e inculta, y eran númenes que debían propiciarse
cuando los hombres se adentraban más allá de los perímetros de la tierra cultivada, sea para
pastorear, para cortar leña o para roturar y sembrar nuevas áreas.60 En el panteón romano
helenizado, Silvano aparece como un dios similar a Pan, y se le solía representar cargando un
árbol en la mano. Se creía que las mujeres recién paridas eran fácil presa de Silvano, que se
introducía de noche en los hogares para vejar a las puérperas; para contrarrestar al dios de los
bosques, en una ceremonia presidida por tres deidades (Intercidona, Deverra y Pilumnus) tres
personas debían moler con un mortero, barrer y cortar con un hacha en las entradas de la casa.
Me parece que este ritual puede interpretarse como el señalamiento del espacio doméstico que
rodea a la mujer recién parida como un “territorio cultivado” al que no debe penetrar el
espíritu de las regiones incultas.
Es difícil disociar a Silvano de Fauno, una de las más antiguas deidades romanas, cuyo
culto se localizaba en el monte Palatino o sus inmediaciones. Con el tiempo este dios se
fragmentó en múltiples demonios de los bosques, los faunos, con características caprinas muy
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similares a los sátiros. Pero la divinidad antigua, Fauno, era esencialmente bienhechora (su
nombre contiene la raíz de favere: favorable, benévolo). Un festival romano, las lupercales, se
celebraba cada año en una caverna del Palatino en honor a Fauno; los luperci inmolaban un
perro y una cabra, y desnudos, apenas cubiertos con la piel de los animales que habían
sacrificado, corrían golpeando con correas de cuero de cabra a las mujeres que encontraban
en su camino; era evidentemente un rito para propiciar la fertilidad. Ovidio narra una graciosa
fábula para explicar la razón por la que Fauno desea que sus adoradores vayan desnudos.
Cuenta que Onfala y Heracles buscan refugio en una cueva; atraído por la belleza de Onfala,
Fauno espera la llegada de la noche para satisfacer sus deseos. Dentro de la cueva, sin
embargo, Onfala disfraza a Heracles con su ropa, y ella toma la piel y el garrote del héroe.
Este intercambio forma parte del ciclo de la expiación a que se somete Heracles por sus
crímenes, por lo que se convierte en esclavo de la reina lidia, Onfala. Fauno, aprovechando la
oscuridad, entra en la cueva para poseer a Onfala: “Allí toca los suaves vestidos del lecho
contiguo, y es engañado por el indicio mendaz. Sube y se acuesta en la cama, con su falo más
duro que un cuerno. Levanta la orilla de los vestidos: allí se tensaban piernas ásperas y
densamente peludas”.61
Heracles lo arroja violentamente de la cama, y desde entonces Fauno detesta los vestidos
engañosos y quiere que sus sacerdotes le rindan culto desnudos. En esta leyenda la lujuria de
Fauno se coloca en el primer plano y opaca su carácter benévolo.
Los romanos también establecieron una cierta relación entre el hombre salvaje y la Edad
de Oro. Como señala Bernheimer, los hombres salvajes de la época dorada tienen muchas
peculiaridades de las deidades silvestres. Juvenal dice que
durante el reinado de Saturno, cuando una caverna fría proporcionaba la humilde habitación y el hogar y el santuario de
los lares [espíritus de los familiares muertos], y resguardaba con una sombra común al rebaño y a los dueños; cuando la
esposa montaraz extendía la cama silvestre de hojas, paja y pieles de fieras vecinas… daba los pechos a mamar a sus
hijos ya grandes, y parecía muchas veces más repugnante que su marido al eructar las bellotas. Porque entonces, en un
mundo nuevo y bajo un cielo reciente, vivían de otra manera los hombres, que, nacidos al romperse un roble, o formados
de barro, no habían tenido padres.62
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Virgilio en la Eneida se refiere a “una raza de hombres nacidos de troncos de árboles o


de duro roble que no tenían reglas ni civilización”.63 Ovidio confirma esta vinculación entre
deidades silvestres y vida salvaje con la antigua Arcadia: los arcadios honraron a Pan, iban
desnudos y “su vida era como la de las fieras, sin provecho transcurría”.64 El mismo Ovidio
en Amores los describe con el vello que será uno de los más típicos atributos del hombre
salvaje: “los peludos rústicos no secaban trigo, tampoco la palabra era se conocía en la tierra;
pero el roble, el primer oráculo del hombre, daba bellotas; y éstas y los tiernos retoños de
hierba eran la comida del hombre”.65 Podemos observar en Ovidio, en Juvenal y en Virgilio
una cierta admiración por el primitivismo. Sus hombres salvajes son vegetarianos y están
lejos del canibalismo feroz de los cíclopes. Sin embargo estos poetas no comparten la
tradición que viene de Hesíodo y que exalta los valores asociados a la vida arcaica y
primitiva; por el contrario, sostienen lo que Bernheimer llama una filosofía iluminista66 que
cree en el progreso, en la paulatina evolución desde un estado de ignorancia y miseria hacia la
época de la construcción de ciudades, cultivo de alimentos y proliferación de artes y oficios.
La misma opinión tiene Plinio, quien en su enciclopédica Historia natural realiza un
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exhaustivo compendio de todos los grupos étnicos de los que pudo encontrar información. Con
Plinio llega a su máxima expresión la etnografía que inició Heródoto, y que continuaron
Ctesias, Megástenes y los textos del ciclo de los viajes de Alejandro al Oriente. Esta
etnografía más o menos fantástica contribuyó enormemente a alimentar la ya rica mitología
sobre los hombres salvajes. La descripción de hombres con rasgos animales es
particularmente notable en lo que por comodidad, siguiendo a Friedman, podemos llamar las
razas plinianas;67 se describen diversas clases de mujeres y hombres peludos; los albanos con
ojos de lechuza; los cynocephali, con cabeza de perro, que viven en las montañas de la India;
los artibatirae, que caminan a gatas como las bestias; los hombres que tienen pezuñas de
caballo, los hippopode, y que viven cerca del Báltico; las gorgadas, que son mujeres velludas
que habitan las islas de ese nombre; los hombres con cuernos, gegetones o cornuti.
Por supuesto, aparecen los gigantes y los cíclopes de la India; los anthropophagi de
África y de Escitia; los trogloditas de Etiopía, que viven en cuevas y desconocen el lenguaje;
las amazonas y las mujeres barbadas que encuentra Alejandro. La etnografía pliniana llega a
crear tipos humanos capaces de estimular la aguda imaginación mitológica de su época, y que
perduraron en las creencias populares europeas a lo largo de toda la Edad Media: los
amyctrae (“insociables”), con un labio tan grande que les sirve de paraguas; los androgini
que, como los hermafroditas, tienen genitales de ambos sexos; unos curiosos habitantes de la
región del nacimiento del Ganges llamados astomi (“sin boca”) u oledores de manzanas,
seres peludos que viven de los olores de las raíces, flores y frutas (los astomi mueren al
percibir un mal olor y se vuelven locos por las manzanas); los famosos blemmyae del desierto
de Libia, que no tienen cabeza y tienen la cara en el pecho; no menos impresionantes son los
sciopodes que viven acostados y tienen un solo y enorme pie, con el cual se cubren de los
rayos solares. En esta etnografía, que parece duplicar y aumentar con creces el mito
grecorromano del hombre salvaje, aparecen también—no podían faltar—sabios salvajes: los
donestre que parecen hablar el lenguaje y saber los nombres de los familiares de todos los
viajeros con los que se encuentran, y a los que matan para después afligirse por ello; pero los
típicos sabios salvajes son los bragmanni que viven desnudos en cuevas (y cuyo nombre es
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una corrupción de brahmán).68

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12. Una ménade da un golpe salvaje con el thyrsos a un sátiro que la molesta.
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13. Un joven fauno y una ménade haciendo el amor, en un mosaico de la Casa del Fauno en Pompeya, siglo II a.C.

Los romanos no sólo imaginaron homines agrestes en la perdida Edad de Oro, en los
alejados parajes de la India y Etiopía u ocultos en los bosques cercanos. También, como entre
los griegos, un cierto salvajismo se extendió en el seno mismo del pueblo romano, bajo la
forma del culto a Baco. Una forma extraordinariamente popular de la imaginería bacante, y
que no llegaba a ser propiamente un culto religioso, era en realidad la celebración de la fiesta,
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del vino, de la alegría y del placer.69 Al mismo tiempo, la celebración de bacanales cobijó la
expansión de sectas secretas en las que se rendía culto a Baco. El senado romano, en 186 a.C.,
prohibió las bacanales y organizó una drástica persecución de los participantes en estas orgías
religiosas. Nos ha llegado una vívida descripción de Tito Livio, que se detiene largamente a
relatar el desarrollo del conflicto, y que se refiere al desenfreno de los participantes:
Cuando el vino había inflamado los espíritus, y la noche y la mezcla de hombres con mujeres, jóvenes con viejos, había
destrozado todo sentimiento de decoro, todas las variedades de la corrupción empezaban a practicarse, pues cada uno
tenía a mano el placer que respondía a las inclinaciones de su naturaleza.70

Norman Cohn señala un hecho de gran importancia: en Roma se había creado un


estereotipo basado en el caso de las bacanales, según el cual las sectas secretas celebraban
asesinatos rituales, festines caníbales y orgías sexuales.71 Tito Livio es muy claro en cuanto a
la naturaleza política del problema de las bacanales, y señala la necesidad de reprimir la
“religión falsa”: “Diariamente crece el mal y se extiende a otros países. Es ya demasiado
grande para ser un asunto puramente privado: su objetivo último es el control del Estado”.72
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La conclusión de Cohn apunta en una dirección que permite ver nuevas facetas en la función
del mito del salvajismo en el seno de la sociedad: “La historia demuestra, sin lugar a dudas,
que en tiempos de Livio, es decir, a comienzos de la era cristiana, las orgías eróticas más o
menos perversas se asociaban con el estereotipo de una conspiración revolucionaria contra el
Estado”.73 No solamente había, siguiendo a Platón, un ingrediente salvaje en la psique
humana: igualmente en la sociedad los senadores romanos veían tendencias salvajes que
amenazaban la estabilidad política. Véase esta descripción de una secta, transcrita por
Minucius Felix, de fines del siglo II d.C.:

14. Una figura pánica femenina juega con el falo de una estatua del dios Pan. Detalle de un sarcófago romano de mármol.

En cuanto a la iniciación de los nuevos miembros, los detalles son tan desagradables como bien conocidos. Un niño,
cubierto de masa de harina para engañar al incauto, es colocado frente al novicio. Éste apuñala al niño… engañado por la
masa cree que sus golpes son inofensivos. Luego—¡es horrible!—beben ávidamente la sangre del niño y compiten unos
con otros mientras se dividen sus miembros. Se sienten unidos por medio de esta víctima, y el hecho de compartir la
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responsabilidad del crimen los induce a callar… El día de la fiesta se reúnen con todos sus hijos, hermanas, madres, gente
de todos los sexos y edades. Cuando el grupo se ha excitado por la fiesta y se ha encendido una lujuria impura entre los
asistentes ya ebrios, se le arrojan trozos de carne a un perro atado a una lámpara. El perro salta hacia adelante, más allá
del largo de su cadena. La luz, que podría haber sido un testigo traicionero, se apaga. Ahora, en la oscuridad, tan
favorable a la conducta desvergonzada, anudan los lazos de una pasión sin nombre, al azar. Y así, todos son igualmente
incestuosos, si no siempre en acto, al menos por complicidad, puesto que todo lo que uno de ellos hace corresponde a los
deseos de los demás…74

Este cuadro, que corresponde al modelo de una orgía en honor a Dionisos, se refiere de
hecho a las celebraciones cristianas de la eucaristía y el ágape, vistas con los ojos de un
pagano que ve más el estereotipo que la realidad.75 A esta descripción se añadía que los
cristianos reverenciaban los genitales del sacerdote y veneraban la cabeza de un asno, “el más
abyecto de los animales”, según Minucius Felix. Esta idea proviene de una antigua leyenda
sobre los judíos, de los que se decía que adoraban a un dios-asno.76 Hacia la misma época
Atenágoras, un filósofo griego neoplatónico, defendía a los cristianos de las acusaciones de
incesto y canibalismo, delitos que fueron definidos mediante alusiones a la mitología griega:
“apareamiento edípico” y “festín tiestiano”.77
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No deja de ser una curiosa y reveladora ironía que los primeros cristianos hayan entrado
a la historia, en la época de las terribles persecuciones, con la imagen de hombres salvajes.
Durante el imperio de Marco Aurelio, pueblo y autoridades vieron a las sectas cristianas
como culpables de infanticidio, canibalismo e incesto, como lo afirmara en un discurso Marco
Cornelio Fronto, senador e influyente consejero del emperador. Atalo, uno de los cristianos
torturados en Lyon, en cierto modo se adelantó a Montaigne en varios siglos cuando exclamó,
desde la silla de hierro en la que era quemado vivo: “Lo que estáis haciendo vosotros sí que
es comer hombres…”78
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1
Platón, Protágoras 327c. Véase Timothy Long, “Pherecrates’ Savages: A Footnote to the Greek Attitude on the Noble
Savage”. Dice Erwin Rodhe: “Los autores de comedias, desde Ferécrates, encontraban muy de su agrado como marco para
una acción burlesca cualquier peregrinación al mundo de lo desconocido. Según sus fabulosos relatos, a los ‘bienaventurados’
les aguardaba allá abajo un país de hadas, una especie de Jauja, como la que conociera la tierra en los remotos tiempos de la
edad de oro, en los que todavía reinaba Cronos sobre los mortales, una ‘ciudad de delicias’, como la que, por lo demás, se
confiaba todavía en encontrar en este mundo” (Psique, p. 139).
2
Recomiendo dos libros recientes: Joan Bestard y Jesús Contreras, Bárbaros, paganos, salvajes y primitivos; Anthony
Pagden, The Fall of the Natural Man.
3
Jacqueline de Romilly, “Docility and Civilization in Ancient Greece”.
4
G. Cocchiara, Il mito del buon selvaggio, p. 7.
5
Citado por T. Hentsch, L’Orient imaginaire, p. 29. Aristóteles en la Política desarrolla esta idea: “Los pueblos que
habitan los países fríos y diversas partes de Europa son generalmente muy valientes, pero son inferiores en inteligencia e
industria. Es por esta razón que saben conservar mejor su libertad, pero son incapaces de organizar un gobierno y de
conquistar a sus vecinos. Los pueblos de Asia son inteligentes e industriosos, pero les falta ánimo, y es por ello que
permanecen sujetos al yugo de una esclavitud perpetua. La raza griega, que geográficamente ocupa un lugar intermedio, reúne
las cualidades de ambos, tiene valor y es inteligente. Permanece así libre y constituye buenos gobiernos, y sería capaz, si
formase un solo Estado, de someter a todas las naciones” (libro VII, capítulo VII: 1327b, 24-33). Véase también Platón, La
república, IV, 435e-436a.
6
Hesíodo, Los trabajos y los días, 1979, pp. 4-6. Véase F. Aínsa, “De la Edad de Oro a El Dorado”. Es de interés la
interpretación estructuralista del mito hesiódico de Jean-Pierre Vernant en Mythe et société en Grèce ancienne.
7
Es la hipótesis de Fabio Turato, La crisi della città e l’ideología del selvaggio nell’Atene del V secolo a.C., p. 97,
diferente a la de quienes han supuesto que eran los cíclopes. No hay pruebas filológicas en ningún sentido.
8
Ilíada I: 262; II: 742. Odisea XXI: 295 y ss.; Metamorfosis 12: 405-428. Sobre los centauros véase Paul V. C. Baur,
Centaurs in Ancient Art: The Archaic Period; Judith J. Kollmann, “The Centaur”; Birgitt Schiffler, Die Typologie des
Kentauren in der Antiken Kunst: vom 10. bis zum Ende d. 4. Jhs. v. Chr.
9
Los salvajes descritos por Ferécrates carecen, al parecer, de rasgos positivos: en una escena los atenienses deben
armarse contra los salvajes gigantes que los quieren enterrar cabeza abajo (fragmento cinco); la penuria es muy grande, como
se desprende de un pasaje donde se menciona que subsisten de perifollo, hierbas silvestres y caracoles, y cuando este alimento
se termina se devoran los propios dedos, como se dice que hacen los pulpos (fragmento 13); la música no está desarrollada,
pues en el fragmento seis hay una referencia a un concurso musical en el que se busca no al mejor sino al peor músico. Véase
T. Long, “Pherecates’ Savages”, quien critica a G. Boas y a A. O. Lovejoy por no haber tomado en cuenta la comedia de
Ferécrates en A Documentary History of Primitivism and Related Ideas.
10
Hayden White, “The Forms of Wildeness”, p. 24.
11
Turato, La crisi della città.
12
G. S. Kirk considera que los gigantes, ninfas, oceánides, cíclopes y centauros formaban un bloque colectivo muy antiguo,
anterior a Hesíodo (El mito, p. 183). El espacio llamado por los griegos agros se define globalmente por oposición a la ciudad y
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a lo doméstico, como “el espacio libre donde se lleva a las bestias y donde se caza a las fieras, el campo lejano y salvaje”, dice
Jean-Pierre Vernant, op. cit., p. 169. Según Jacqueline de Romilly (“Docility and Civilization in Ancient Greece”, p. 12) el
hombre incivilizado era llamado agrios (“de los campos”), y la palabra adquirió una connotación tan precisa para designar al
salvaje que surgió un término paralelo, agreios, para referirse a los campesinos.
13
White, “The Forms of Wilderness”, p. 20.
14
De hecho, en la Edad Media—como veremos—el hombre salvaje también aparece en una diversidad de tipos.
15
II: 743.
16
Es posible que Füssli tomara de esta tradición mitológica la terrorífica representación de un caballo en su pintura La
pesadilla (1781) en la que aparecen fantásticas fuerzas salvajes oníricas que amenazan a una mujer dormida.
17
Georges Dumézil, Le problème des centaures, p. 173.
18
Kirk, El mito, p. 169.
19
Ibid., loc. cit.
20
Ibid., p. 175.
21
Ibid., pp. 162-63.
22
Véase Jean-Pierre Vernant, La muerte en los ojos, p. 23.
23
La expresión in Agras significa “en [el santuario de] Artemis Agra[ia]” y, según Mommsen, el término agraia viene de
agra, “la caza”; véase Artemis Agrotis, Agrota; Apollon Agraios, Enagros, Epagros. Cit. por Dumézil, Le problème des
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centaures, p. 163.
24
Ibid., p. 164.
25
Ibid., loc. cit., p. 164.
26
Page duBois, Centaurs and Amazons. Women and the Pre-History of the Great Chain of Being.
27
Jacqueline de Romilly, “Docility and Civilization in Ancient Greece”, p. 13.
28
Page duBois, Centaurs and Amazons, pp. 68 y ss. Véase un desarrollo de la analogía entre mujeres y salvajes en la
época moderna en Sharon W. Tiffany y Kathleen J. Adams, The Wild Woman. An Inquiry into the Anthropology of an Idea.
No es de extrañarse que los colonizadores de América hubiesen imaginado la existencia de tribus de amazonas.
29
Michèle Rosellini y Suzanne Said, “Usages de femmes et autres nomoi chez les ‘sauvages’ d’Hérodote: essai de lecture
structurale”. William Blake Tyrrell, Amazons. A Study in Athenian Mythmaking.
30
Los hiperbóreos eran un pueblo legendario de adoradores de Apolo, muy apreciado por los griegos.
31
En el vaso François aparece una curiosa escena en la que un sileno es capturado por dos hombres salvajes llamados
Oreios y Therytas (Antonio Minto, “La centauromaquia del vaso François”).
32
Sobre los sátiros véase Frank Brommer, Satyroi; Paul Grootkerk, “The Satyr”; Lynn Frier Kaufmann, The Noble
Savage: Satyrs and Satyr Families in Renaissance Art; Patricia Merivale, Pan the Goat-God.
33
Pausanias, Description of Greece, trad. y ed. de W. H. S. Jones y R. Wycherley, 5 vols., Loeb, Londres, 1959, I: XXIII:
5, 6, 7: 117.
34
Periplo de Hannon, reproducido en De paseo con Heródoto de Jacques Lacarrière, pp. 426-427. Las pieles fueron
después consideradas como de gorgonas. Según Tinland (L’homme sauvage, p. 35) en las latitudes visitadas por Hannon no
pudo haber gorilas; el encuentro debió ser con otra variedad de simios. Hay que señalar que el término “gorillas” usado por los
intérpretes significaba “hombre” en su lengua (Tinland, L’homme sauvage, p. 97).
35
Versos 262 y ss. Walter Burkert advierte el carácter engañosamente ambiguo del término ninfas, ya que además de
referirse a estos seres divinos de los bosques, denota también a la novia o a cualquier mujer joven (Greek Religion, p. 173).
36
Agustí Bartra, Diccionario de mitología, p. 123. El frenesí de las ménades se puede asociar al polo salvaje del complejo
dicotómico silvestre / cultivado estudiado desde el punto de vista de la etnobotánica por Carl Ruck, “Lo silvestre y lo cultivado
en la religión griega”.
37
Puede verse una ménade en la escena de la muerte de Orfeo, con un cervatillo tatuado en el brazo, en un fragmento de
kylix conservado en Atenas (véase J. E. Harrison, Epilegomena, p. 132, fig. 23). En otro kylix del siglo IV a.C. hay una
curiosa representación de una ménade con cola y pene, danzando frente a Dionisos; es una interesante representación de
lascivia animal y atributos fálicos en una figura femenina (véase Bennett Simon, Razón y locura en la antigua Grecia, p.
313).
38
Según Plutarco, Las costumbres griegas, 38, citado en Rodhe, Psique, p. 339, nota 134. Véase también W. Burkert,
Homo Necans, pp. 168-178, y W. F. Otto, Dionysus, pp. 118-119. La celebración de estas fiestas dio nombre a un mes del año
griego, generalmente primaveral, llamado en forma ligeramente distinta según la región: Agrianios en Rodas, Symé, Cos,
Calymnos, Mesenia y Epidauro; Agrionios en Queronea, Labadea y Oropo; Agrantos en Bizancio; y Agerranios en Ereso;
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véase Dumézil, Le problème des centaures, p. 162.


39
El tirso dionisiaco, una larga vara de hinojo gigante, con hiedra enredada o ensartada en un extremo, también era usada
como arma, de manera similar al garrote del centauro. Puede verse un panorama de las actividades eróticas de las ménades,
ninfas y sátiros en el arte antiguo en el bello libro de Catherine Johns, Sex or Symbol. Erotic Images of Greece and Rome,
que incluye muy reveladoras representaciones de estos seres haciendo el amor entre ellos y con animales (basta mencionar los
más conocidos: un sátiro haciendo el amor, en posición frontal, con una cabra; y el cisne penetrando a Leda).
40
Odisea, 10: 80-132.
41
Heródoto, IV: 26, 106 y 191.
42
Odisea, 105-115.
43
Turato, La crisi della città, pp. 105 y ss.
44
Kirk, El mito, pp. 172-173.
45
Odisea, 9: 219-223.
46
Odisea, 9: 246-251.
47
Odisea, 9: 172-176.
48
Véase una penetrante interpretación de la Odisea en Max Horkheimer y Theodor Adorno: “Odysseus or Myth and
Enlightenment”.

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49
Véase Turato, La crisi della città, pp. 83 y 100. Esta asociación entre salvajismo y pederastia, en el siglo v a.C. podría
estar ligada a la crítica a las “nuevas costumbres” y a la “nueva ciencia” (la meteorología) supuestamente responsables de la
decadencia de la polis. En la jerga popular centauro era equivalente a pederasta. Véase también el interesante estudio de
David Konstan, “An Anthropology of Euripides’ Kyclops”. Marcel Detienne ha ubicado las cuatro grandes corrientes de
rechazo a la polis en un interesante sistema conceptual estructurado en forma estrictamente simétrica: el pitagorismo y el
orfismo escapan de la civilización hacia arriba, en dirección de los dioses; por el contrario, el dionisismo y el cinismo escapan de
la polis hacia abajo, hacia la bestialidad y el salvajismo. Detienne descubre esta simetría mediante el análisis de la relación de
estas corrientes con el canibalismo, el sacrificio ritual y el incesto. Esta interpretación confirma mi idea de que el salvajismo fue
una noción que permeó a fondo la cultura griega. Véase Dionysos mis à mort, capítulo III).
50
David Konstan, “An Anthropology of Euripides’ Kiklôps”.
51
Konstan alude directamente a la polémica entre internalidad y externalidad, o entre las posiciones relacional y esencialista
(ibid., pp. 219 y ss.), en alusión a Bertrand Russell y G. E. Moore. Pero la oposición se puede extender perfectamente a la
contraposición entre estructuralismo y humanismo en las ciencias sociales.
52
La república, 573 a-c.
53
Id. 571 c-d y 572 b. Véase una interpretación de este pasaje en Bennett Simon, op. cit., pp. 203-204. En relación con el
lado salvaje del hombre, hay un pasaje revelador en el Timeo: “Y toda esa parte del alma que es sometida a los apetitos de
comida y bebida, y a todas las demás necesidades debidas a la naturaleza del cuerpo, la colocaron en la región ubicada a medio
camino entre el diafragma y los límites del ombligo, formando algo así como un pesebre [phatnên] en esta zona, para alimentar
al cuerpo, y allí ligaron esa parte del alma que, aunque salvaje [hôs thremma agrion], deben mantener alimentada y unida al
resto, si es que el género mortal ha de seguir existiendo” (70 d-e).
54
Odisea 9: 372.
55
La república, 565d.
56
Pierre Grimal, Dictionnaire de la mythologie grecque et romaine; Jaeger, Paideia, pp. 747-748.
57
IV: 26, 64 y 107.
58
III: 25.
59
La muerte en los ojos, pp. 21 y ss.
60
Oxford Classical Dictionary, p. 839.
61
Fastos, II: 343-348. Es curioso notar que durante la Edad Media Hércules aparece en ocasiones como un hombre salvaje;
ello ocurre debido a razones iconográficas, no mitológicas, basadas en la figura típica de Heracles con su garrote y vestido con
la piel del león de Nemea (véase Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, pp. 101 y ss.).
62
Sátira VI: 1-13.
63
8: 314.
64
Fastos II: 271, 291.
65
III: 7.
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66
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 105.
67
Friedman, The Monstruous Races in Medieval Art and Thought. Se trata de las razas descritas en los textos de
Ctesias, Megástenes y del ciclo alejandrino, y que Plinio compendia.
68
Véase una lista sistematizada de las razas plinianas en Friedman, ibid., pp. 9-21, de donde tomé los ejemplos citados.
69
Paul Veyne, “L’Empire Romain”, en Histoire de la vie privée, I: 187 y ss.
70
T. Livio, Ab urbe condita, lib. 39, cap. VIII, 5-7. Cit. por Norman Cohn, Los demonios familiares de Europa, p. 30.
71
Ibid., p. 27.
72
Ab urbe condita, lib. 39, cap. XVI, 3.
73
Cohn, Los demonios familiares de Europa, p. 31.
74
Minucius Felix, Octavius, IX-X, cit. por Cohn, ibid., pp. 19-20.
75
Aunque sin duda es perfectamente comprensible que pasajes de los evangelios (como en San Juan 6: 52-59) se hayan
entendido como un llamado dionisiaco al canibalismo ritual.
76
Curiosamente, para Nietzsche el asno es ante todo el animal cristiano: lleva el peso de los valores llamados “superiores de
la vida”; después de la muerte de Dios se carga a sí mismo y lleva el peso de los valores “humanos”. Desde entonces el asno
es el nuevo dios de los “hombres superiores”. El asno es la caricatura y la traición de la afirmación dionisiaca. Véase Gilles
Deleuze, Nietzsche, pp. 43-44.
77
Atenágoras, Presbeia peri Christianôn, III, 34, en Cohn, Los demonios familiares de Europa, p. 21. La última es una
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referencia a Tiestes, cuyos hijos le fueron servidos como platillo en un banquete por su hermano Atreo como venganza por
haber seducido a su mujer, Erope.
78
Eusebio, Historia Ecclesiastica, lib. V, cap. I, 52; Cohn, Los demonios familiares de Europa, p. 53.
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II
La naturaleza vacía

EN LA MITOLOGÍA GRECORROMANA la naturaleza amenazaba a la cultura con la exuberancia de


fantásticos seres salvajes, habitantes de los bosques, las montañas y las islas. En cambio, en la
tradición judeocristiana la naturaleza salvaje y hostil se manifestaba originalmente como la
inmensa, extensa y polivalente presencia del desierto en la imaginería religiosa. Al principio
se trataba de una noción ecológico-moral—el desierto agreste y peligroso—, pero con el
tiempo se convirtió en la cuna de un nuevo tipo de hombres salvajes, descendientes
mitológicos de los primitivos beduinos nómadas que crearon las bases de un monoteísmo tan
agresivo y seco como el yermo que los rodeaba.1
Los seres salvajes de la mitología griega y romana eran personajes que encarnaban una
mezcla de naturaleza y cultura, un mestizaje de animal y humano. En contraste, la cultura
judeocristiana entendía el espacio agreste como un lugar de encuentro, como un territorio
baldío en el que entran en contacto—pero no deben mezclarse—las fuerzas del mal y los
fervorosos elegidos. Por ello el desierto era un espacio de tentación y de prueba, de peligro y
de éxtasis, de muerte y de promesas. La noción de desierto no equivalía estrictamente a la de
naturaleza; para los antiguos judíos la naturaleza no era necesariamente salvaje, pero algunas
de sus manifestaciones adquirían un carácter amenazador debido a su soledumbre y a su
vaciedad. El desierto era visto por el pueblo de Israel como un escenario de la cólera divina y
en el Antiguo Testamento aparece como una metáfora del abismo primordial y de la muerte. El
Génesis se inicia con un símbolo del desierto: “La tierra estaba desierta y vacía” (1: 2), en
donde la palabra hebrea tohû, de acuerdo con su sentido literal, indica la idea de desierto
desolado o de yermo impenetrable.2 Después, cuando es creado el hombre, la tierra es
descrita como un erial seco e inculto (Génesis 2: 5); en medio del desierto y la desolación
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Yahveh planta el jardín del Edén. Pero de allí serán expulsados Adán y Eva al espacio agreste
inculto que tendrán que domesticar con su trabajo y su dolor. Así, el desierto es también el
lugar donde la humanidad puede lograr su redención.
La idea hebrea de desierto o de espacio salvaje llegó a formar un concepto moral: era la
naturaleza que se vaciaba de sentido, como castigo, como prueba o como el inmenso
espectáculo de la ira desencadenada del dios vengativo. Ante la naturaleza vacía e insensata
el hombre no sólo recibe un castigo físico sino que sufre también terribles torturas morales.
En este sentido Job es el más claro prototipo del hombre salvaje del Antiguo Testamento, más
que Caín o Ismael, quienes también fueron hombres del desierto por diferentes razones
(Génesis 4: 11-16, 21: 14-21). Pero Job es lanzado al desierto moral de un castigo
inmerecido. Job sabe que no es culpable y que no merece las desdichas que su dios le ha
enviado; sus enemigos, que viven como hombres salvajes en el desierto, se burlan de él, pues
Job ha sido convertido también en un salvaje: “Me he hecho hermano de chacales y
compañero de avestruces. Mi piel se ha ennegrecido sobre mí, y mis huesos se han quemado
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por la fiebre” (Job 30: 29-30).3 La descripción de la vida trágica de los hombres salvajes,
ubicada al final de la parte más antigua del poema, es descarnada:

Roían las raíces de la estepa,


el desierto y el yermo eran su nodriza.
Recogían bledo entre la maleza,
alimentándose de raíces de retama.
Expulsados de la sociedad,
perseguidos a gritos como ladrones,
habitaban en lo escarpado de los torrentes,
en cuevas y entre rocas,
rugiendo entre la maleza
y reuniéndose entre la enramada.
Gente innoble, pueblo sin nombre,
arrojados a latigazos del país.
[Job 30: 3-8]

El verdadero sufrimiento de vivir en el desierto salvaje no es físico, sino moral. Es la


amargura de soportar un castigo injusto y sin sentido; es la querella de un dios que castiga a
Job sabiendo que no es culpable (10: 7), y en nombre de una sabiduría indescifrable logra
convocar el fervor amargo de su siervo inocente. El yermo al que es lanzado es un desierto
moral, en donde la naturaleza enrarecida y enloquecida lo tortura con su ausencia de sentido y
con su abismal vacío ético. Y no obstante, el desierto es un lugar de encuentro tanto con el
dios omnipotente como con el mal y con la naturaleza imperfecta del hombre.
La mitología hebrea nos da otros tres ejemplos similares de hombres salvajes: Caín,
Ismael y Esaú. Los tres son hermanos de grandes héroes fundadores: respectivamente, de
Abel, de Isaac y de Jacob. Los tres hermanos salvajes no son completamente malignos; aun
Caín, el agricultor, es protegido por Dios. Ismael, hijo de Abraham y de la esclava Agar, es
condenado a vivir en el desierto de Parán, pero igualmente es protegido por Yahveh, quien no
obstante había advertido que el niño sería un hombre salvaje enfrentado a todos los hombres.4
Esaú, hijo de Isaac y de Rebeca, también es descrito como un ser salvaje, incluso en su
aspecto físico: al nacer era “rojo, todo él peludo” y creció como un “diestro cazador y hombre
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agreste” (Génesis 25: 25, 27). La tragedia de Esaú, el hombre velludo y nómada que pierde su
primogenitura a cambio de un plato de lentejas (27: 11), es en cierto sentido similar a la de
Job; es engañado, agraviado y traicionado por su hermano, el pastor patriarca, no obstante lo
cual Esaú aparece como el fundador de las tribus edomitas enfrentadas históricamente a las
tribus de Israel descendientes de Jacob.5
El desierto, como dije, era principalmente un escenario de encuentros. Allí la naturaleza y
la cultura no solían mezclarse para producir el tipo de personajes mixtos característicos de la
mitología griega y romana. Sin embargo, el desierto era habitado por ciertos seres malignos
que convivían con las fieras: eran los seirim, unos entes peludos que en la Vulgata de
Jerónimo son llamados demonios y en las traducciones más comunes de la Biblia aparecen
como sátiros. Cuando Babilonia es reducida a desierto, Isaías dice que “morarán allí las
fieras, y los búhos llenarán sus casas. Habitarán allí los avestruces y harán allí los sátiros sus
danzas” (13: 20-21). La traducción al latín de este pasaje hecha por Jerónimo (“et pilosi
saltabunt ibi”) dio pie a que los seirim fuesen clasificados como sátiros; se trataba de
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demonios del desierto característicos del antiguo folclor judío.6 A estos seres peludos se les
rendía culto idolátrico, cosa que se prohíbe expresamente en el Levítico: “no ofrecerán sus
sacrificios a los sátiros, con los cuales se prostituyen” (17: 7).
Cuando Edón es condenada a ser un desierto, allí se reúnen también los seirim junto con
otro demonio femenino: “allí Lilit descansará y hallará su lugar de reposo” (Isaías 34: 14).
Jerónimo identifica erróneamente a Lilit con el mito griego de Lamia, la reina libia
abandonada por Zeus.7 Lilit entró a la demonología hebrea desde la época del exilio
babilónico y se trata de una leyenda de origen sumerio.8 Otros demonios del desierto eran los
shedhim (demonios de la tormenta), los tannin (monstruos aulladores) y los lilim (hijos de
Lilit).9 En la tradición hebrea y cananea el prototipo de todos los espíritus nefastos del
desierto fue Azazel, a quien se enviaba un chivo expiatorio que cargaba simbólicamente los
pecados del pueblo de Israel (Levítico 16: 8-10).
La creencia en espíritus del desierto, de origen premonoteísta, contribuyó a integrar la
idea del desierto como refugio del pecado y del mal. Toda mezcla con los seres malignos era
vista por los antiguos judíos como algo nefasto que contaminaba la pureza de la especie
humana. Los intercambios sexuales entre humanos y animales estaban estrictamente
prohibidos, aunque fueran—como en todo pueblo pastor—relativamente frecuentes. Un
ejemplo de animalismo se encuentra en el Génesis Rabba, donde se cuenta que Dios le pide a
Adán que dé nombres a todos los animales, que desfilan ante él en parejas; Adán intenta
acoplarse con cada hembra, pero no queda satisfecho y le pide a su dios una compañera, que
es la Lilit de quien ya hemos hablado, hecha de inmundicias.10 “Todo aquel que se ayuntare
con bestia será muerto irremisiblemente”, se advierte en el Éxodo (22: 18); “ni la mujer se
pondrá delante de bestia: es una prostitución nefanda”, dice el Levítico (18: 23).11 White
llama la atención sobre un pasaje del Génesis (6: 2) en el que una extraña mezcla produce una
especie salvaje de gigantes; los “hijos de Dios” se aparean con las “hijas de los hombres”,
engendran a unos seres gigantes llamados gibborim y se expande la corrupción sobre la tierra,
que es severamente castigada: todos los hombres menos Noé son exterminados por un
diluvio.12 Los misteriosos “hijos de Dios” podrían haber sido dos ángeles caídos—Shemhazai
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y Azazel—que descendieron a la tierra y fueron subyugados por las hijas de Eva o aun por
Lilit, la primera mujer de Adán, y otras demonias como Naam y Agrat.13

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15. En esta ilustración florentina del siglo XIV, procedente del taller de Bernardo Daddi, Pafnucio aparece
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desproporcionadamente pequeño al besar el pie del salvaje Onofre, el más reverenciado de los anacoretas velludos que produjo
el cristianismo copto del siglo IV d.C.

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16. Job se convierte en un hombre salvaje. Sus enemigos se burlan de él, pero en el desierto crece su fervor amargo por el dios
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colérico e indescifrable que lo castiga injustamente.

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17. En esta ilustración inglesa de la primera mitad del siglo XIV vemos a un hombre salvaje caminando como las bestias, a la
manera de Nabucodonosor. Sin embargo, tiene manos humanas.

Me parece que se puede llegar a la conclusión de que la antigua tradición hebrea, más que
hombres salvajes, elaboró una noción moral abstracta de salvajismo que se sintetizó en la idea
de desierto. Es verdad que hombres como Caín, Job, Ismael, Esaú y el mismo Cam tienen
elementos que más tarde, en la tradición cristiana, configurarán un nuevo tipo de hombre
salvaje. Pero es con la compleja idea de desierto que la mitología hebrea agrega un elemento
peculiar que no encontramos en la tradición grecorromana. El hábitat del hombre salvaje de
la Antigüedad clásica era el bosque, la montaña o las islas, que representaban claramente la
naturaleza relativamente hostil a la que se enfrentaba el hombre civilizado. Las fieras
selváticas, los peligros de la montaña y el mar amenazante constituían el marco que
completaba la imagen de un ser salvaje ubicado a medio camino entre la naturaleza y la
cultura. En cambio, el desierto en el Antiguo Testamento era el espacio de la prueba, la
tentación, el pecado y el castigo; pero también—al mismo tiempo—un territorio para la
contemplación, el refugio y la redención. En el desierto la naturaleza se retiraba para dar paso
al abismo y al paraíso, a los demonios y a la esperanza. El desierto era un hueco en la
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naturaleza que abría las puertas de un delirio religioso peculiar: el generado por el encuentro
entre la oscuridad de la culpa y la luz de la promesa.
El hombre salvaje griego simboliza a la naturaleza que avanza sobre terreno civilizado;
es una forma en que se expresa la oposición entre cultura y naturaleza, entre hombre y bestia.
En cambio, el hombre salvaje del desierto hebreo representa a la naturaleza que retrocede
dejando un terreno abierto al pecado y a la fe, a la locura y al milagro; en el desierto las leyes
naturales se desordenan. El desorden puede significar, como en otro hombre salvaje bíblico—
Nabucodonosor—, la perturbación del espíritu, un caos interior que trastoca las cosas:
“Quítese su corazón de hombre y désele un corazón de bestia” (Daniel 4: 13). Por ello el rey
de Babilonia “fue arrojado de entre los hombres, se alimentó de hierba como los bueyes, su
cuerpo fue bañado del rocío del cielo, hasta crecerle sus cabellos como plumas de águila y
sus uñas como las de las aves” (Daniel 4: 30). A Nabucodonosor la odiosa mezcla de un
corazón bestial y un cuerpo humano le hace perder la razón; cuando la recobra siete años
después opta inmediatamente por glorificar al dios de Israel. La condición salvaje le ha
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permitido alcanzar la fe. También Job, para afianzar su fe, debe pasar por un estado salvaje,
sin enloquecer pero debiendo soportar el peso de la irracionalidad del mundo que le rodea.

18. La antigua tradición judía prohibió tajantemente la creación de imagen alguna “ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo
que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra” (Exodo 20: 4). Esta actitud antiicónica nos limita a
las imágenes literarias del hombre salvaje ideado por los antiguos judíos. Una ilustración cristiana del año 1000 nos muestra a
Nabucodonosor como un hombre salvaje entre las bestias.

Se dice que en el Antiguo Testamento podemos encontrar dos visiones distintas e incluso
opuestas del desierto, que se expresan cada una de ellas en Jeremías y en Ezequiel.14 De
hecho, en estas dos visiones se desdobla en forma contrastada la intrincada y sutil
contradicción moral que plantea el libro de Job: “Y cuando esperaba el bien, sobrevino el
mal; cuando esperaba la luz, vino la oscuridad” (30: 26). Para Jeremías, el profeta alucinado
y poseído, el desierto es el camino hacia la bienaventuranza, el lugar en donde se produce la
feliz alianza entre el pueblo de Israel y su dios (2: 2). En otros pasajes del Antiguo
Testamento podemos encontrar huellas de esta misma visión: en el Deuteronomio se dice que
Yahveh encontró a su pueblo “en tierra desierta, en región inculta, entre aullidos de soledad;
le rodeó y le enseñó, le guardó como a la niña de sus ojos” (32: 10).15 En cambio para
Ezequiel, visionario fanático de la destrucción, el desierto es el lugar de penitencia donde los
judíos purgan sus ofensas al dios (20: 10-35). En los Salmos se confirma esta idea:
“Dejáronse llevar de su avidez en el desierto y tentaron a Dios en la estepa” (106: 14); el dios
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“alzó su mano contra ellos, para postrarlos en el desierto” (106: 26).


La idea dual del desierto como lugar en donde se encuentran la oscuridad y el abismo con
el paraíso y la esperanza, estaba estrechamente asociada al nacimiento de un fenómeno
religioso de gran importancia para el tema del salvajismo: el monaquismo. Los más antiguos
monjes escapaban al desierto tanto en busca de una especie de paraíso provisional como a
probar su fortaleza frente al abismo y los demonios. El monasterio era un simulacro del Edén:
en medio del desierto no sólo se encontraba la beatitud contemplativa del estado original del
hombre, sino también la tentación y el pecado. La comunidad disidente de Qumrân (conocida
gracias a los llamados Rollos del Mar Muerto) es un ejemplo precristiano de huida monástica
al desierto. Es muy posible que la comunidad de Qumrân estuviese compuesta por esenios,
una secta formada en el siglo II a.C. que rechazó los poderes del templo de Jerusalén y que
buscó refugio en el desierto; los esenios estaban convencidos de que vivían el fin de los
tiempos, y esperaban la llegada de dos mesías, de acuerdo con su interpretación de las
escrituras sagradas. En los rollos de Qumrân se observa una importante influencia del
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dualismo zoroastriano que veía el bien y el mal como los principios cosmológicos
fundacionales: al príncipe de las iluminaciones opuesto a Belial, el ángel de la oscuridad.
Isaías ya había anunciado que desde el fondo del desierto llegaría una voz que clamaría:
“Tracen en el desierto una calzada para vuestro dios” (40: 3). En los evangelios esa voz
pertenece a un típico hombre del desierto, que fue educado por las sectas protomonásticas y
que tal vez fue esenio: Juan el Bautista, que llegó con sus toscas y ascéticas costumbres
beduinas a lavar los pecados de los judíos con las aguas del Jordán.
La descripción que hace Plinio de los esenios es una cruda revelación de la tragedia que
significaban estos nuevos salvajes para la civilización antigua:
En la parte occidental del Mar Muerto, distanciados prudentemente de sus aguas malsanas, viven los esenios; pueblo
singular y admirable entre todos los pueblos de la tierra: sin mujeres, sin amor y sin dinero, con la sola compañía de las
palmeras. Se renueva regularmente gracias a la nutrida afluencia de los que se ven empujados hacia allá por el hastío de
la vida y los reveses de la fortuna. De esta manera se perpetúa a través de los siglos este pueblo en el que nadie nace: tan
fecundo ha sido para ellos el tedio y el fastidio de los demás.16

Los protomonjes judíos de la costa del Mar Muerto iniciaron la búsqueda espiritual del
ideal mesiánico que las derrotas en la guerra no habían permitido materializar. Como ha sido
señalado repetidas veces, era una anticipación del pensamiento cristiano que convertiría al
monasterio en el nuevo ideal que debía guiar a la sociedad frente a la decadencia del mundo
antiguo. El monaquismo marcó el nacimiento de un hombre nuevo: el monje solitario que se
retiraba al desierto—en un acto de anachoresis—en busca de la simplicidad originaria. Estos
monachoi, hombres solitarios, creían que se acercaba el fin de los tiempos, se apartaban de la
historia y se alejaban de las motivaciones seculares para crear un nuevo orden; un orden
angelical, asexuado y austero, a imagen de la condición célibe de Adán y Eva antes de probar
el fruto del árbol del conocimiento. Los hombres del desierto—del eremos—querían retornar
al principio porque sentían que se acercaba el final: estos eremitas salvajes esperaban la
resurrección desde la soledad de su paraíso reconquistado. “El monaquismo—dice Peter
Brown—marca el fin del espléndido aislamiento de la ciudad helenística en relación con el
campo circundante.”17 Es cierto: nuevos salvajes atacaban a la polis antigua; en torno de las
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ciudades del oriente grecorromano surgían monasterios donde monjes-héroes, anacoretas y


ermitaños desafiaban la vida ciudadana y proponían un nuevo modo de vida desde el yermo
inculto. Pero los monjes salvajes del desierto no simbolizaban la amenaza a la ciudad de una
naturaleza agresiva. Los eremitas eran esencialmente la interiorización del desierto como un
estado anímico por el que atravesaban los creyentes para consumar las nupcias con la
divinidad. En el monje había nacido un desierto interior ante el cual retrocedían tanto la
civilización como la naturaleza: se abría un espacio vacío para la fe, la bienaventuranza y el
milagro; pero también la vacuidad atraía el pecado y la locura, a los peligros del “demonio
del mediodía”: la acedia. Siguiendo la misma tradición, los evangelios cuentan que Jesús fue
llevado al desierto durante cuarenta días para ser tentado por el diablo, en estricta analogía
con los cuarenta años que penó el pueblo de Israel en el yermo. Allí Jesús vivió “entre los
animales del campo” (San Marcos 1: 13), en riguroso ayuno; pero una vez superadas las
tentaciones satánicas abandonó la soledad del desierto.
En el seno de la antigua tradición monaquista surgió un conjunto estructurado de mitos
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sobre los anacoretas velludos y salvajes, cuya influencia se extendió a lo largo de todo el
Medioevo. Los ejemplos más antiguos proceden de leyendas cristianas grecoegipcias del
siglo IV d.C. Charles Allyn Williams ha realizado una interesantísima investigación sobre este
tema, que nos permite comprender que el mito de los anacoretas salvajes del oriente cristiano
se nutría de diversas fuentes antiguas: el zoroastrismo místico, las tradiciones rabínicas, el
ascetismo pitagórico y, muy especialmente, el gnosticismo dualista greco-egipcio.18 En la
tradición gnóstica se distinguían dos clases de hombres: los pneumatikoi y los psychikoi. Los
primeros eran espiritualmente perfectos y los únicos capaces de gnosis (como revelación
mística y como conocimiento elevado). En cambio los psychikoi eran cristianos ordinarios
dotados de pistis (fe), pero no de gnosis. Los pneumatikoi tendían a buscar un tipo de
prácticas ascéticas que los alejaban de la organización eclesiástica, para buscar rudos y
austeros caminos individuales: se alejaban de las comunidades religiosas en donde la
perfección se obtenía mediante la estricta obediencia y no por medio de la gnosis que buscaba
el anacoreta místico egipcio.19
El mito de los anacoretas salvajes, tal como se formulaba comúnmente en el Egipto de
mediados del siglo IV d.C.,20 consistía en el relato de un asceta que—generalmente después de
haber tenido una visión premonitoria—iniciaba un viaje al desierto en busca de un remoto
ermitaño cristiano. Después de enfrentar por el camino innumerables peligros, obstáculos y
penalidades, el asceta llegaba a un lugar agradable descrito casi siempre como un oasis, pero
a veces como una cueva en la montaña, una “isla de los benditos” o el lugar donde “el cielo se
encuentra con la tierra”. Allí vivía un anacoreta muy viejo, notable porque su desnudez sólo
estaba cubierta por el largo pelo canoso de su cabellera y, con frecuencia, por el vello que le
había crecido en todo su cuerpo. Este ermitaño santo vivía acompañado tan sólo de los
animales del desierto. En la leyenda de San Marcos el Ateniense (o Marcus Tarmakanus) el
visitante—llamado Abbas Serapios—describe así el encuentro:
Mientras hablaba con él salió el sol y, viendo su cuerpo completamente cubierto de pelo como el de una bestia, me
espanté y de miedo temblaba, pues no veía en él la forma de un hombre; pues no se le reconocía como humano más que
por la voz que salía de su boca. Cuando vio que yo tenía miedo, me dijo: “Miedo no tengas, hijo mío, al ver mi cuerpo, ya
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que es un cuerpo corruptible hecho de otro cuerpo corruptible”. Después me preguntó: “¿Acaso el mundo todavía está en
pie y florece como antaño ?”21

El anacoreta salvaje y velludo solía dirigirse al visitante por su nombre, pues lo


adivinaba, y le preguntaba sobre la marcha del mundo. Usualmente le contaba al visitante su
historia y revelaba el número “perfecto” de años (7, 30, 60, 70, 95) que había pasado en la
soledad. Contaba cómo, después de un periodo de sufrimiento, viviendo como una bestia,
asediado por los demonios y a veces sin más alimento que hierbas y raíces, había alcanzado
un estado de perfección; entonces era alimentado milagrosamente por los frutos inagotables y
el agua que brotaba de su nueva y paradisiaca morada. La leyenda de Anuph el Confesor, que
procede de una famosa colección de relatos de los monjes egipcios del siglo IV d.C., la
Historia Monachorum, cuenta que el santo ermitaño no tenía ninguna necesidad terrenal: la
comida se la proveían los ángeles y no dormía nunca; este relato no describe el cuerpo de
Anuph, y no se habla de su vellosidad, pero sigue en todo lo demás el canon mítico del
anacoreta salvaje.22
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El visitante, durante una noche de conversación, aprendía del anacoreta muchas cosas
sobre la perfección espiritual y compartía con él la comida que milagrosamente llegaba para
la cena. El anacoreta solía ver al visitante como un enviado de Dios para enterrar su cuerpo,
pues se hallaba a punto de morir. Aunque solía expresar su deseo de permanecer en lugar tan
agradable y edénico, el anacoreta le advertía que, no habiendo alcanzado como él la
perfección, no estaba protegido contra los demonios que circundaban el lugar. A la mañana
siguiente el anacoreta se había metamorfoseado: una luz interior lo iluminaba. Poco después el
santo moría, y su cuerpo—según algunas versiones—comenzaba a despedir una fragancia
aromática. El visitante podía ver el ascenso del alma del santo, a pesar de los esfuerzos de los
demonios por retenerla. Después el testigo enterraba el cuerpo y volvía del desierto para
relatar su experiencia maravillosa.
Las influencias orientales en este mito han sido cuidadosamente rastreadas por Charles A.
Williams, quien ante todo destaca la similitud del anacoreta velludo con el héroe babilónico
Enkidu, el amigo salvaje de Gilgamesh. En la medida en que las historias de los monjes
salvajes reproducen muchos rasgos del Edén y del mito judaico de la creación del hombre, no
es de extrañar que también hayan recibido la influencia de las antiguas tradiciones
babilónicas, cuya presencia es indiscutible en el Antiguo Testamento y en las tradiciones
hebreas. Es muy posible que la idea de la vellosidad del anacoreta provenga de la tradición
oriental que asignaba a los hombres primigenios un carácter semibestial.23 Enkidu es creado
por la diosa Aruru con arcilla, como Adán, y se le describe así:

Su cuerpo está todo cubierto de vello,


lleva el pelo tan largo como el de una mujer,
sus guedejas son ásperas como las de Nisaba…
Con las gacelas se alimenta de hierba,
con las bestias sacia su sed en el abrevadero…

Al igual que el Adán bíblico, Enkidu es expulsado de su feliz condición silvestre por el
amor de una mujer. Una sacerdotisa, hieródula o ramera sagrada (harimtu) es enviada para
seducir a Enkidu y detener sus ímpetus salvajes:
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La joven descubrió sus senos, su cuerpo,


y él acercóse y poseyó su belleza.
Sin vergüenza, la mujer aceptó su ardor:
quitóse el vestido, y sobre ella él descansó.
Ella efectuó con el salvaje tarea de mujer
al atraer su amor. Seis días y siete noches Enkidu
se acopló con la joven,
hasta que satisfecho de sus encantos,
decidió salir en busca de sus bestias;
pero al verlo las gacelas emprendieron la huida,
los rebaños del campo se apartaban de su cuerpo.24

El carácter salvaje del primer hombre también es descrito en la antigua epopeya acadia
de la creación, conocida como Enuma elish por las dos primeras palabras del poema
(“Cuando arriba…”). Marduk, después de matar y partir en dos a la terrible Tiamat, crea el
cielo y la tierra con las dos mitades del cuerpo; después concibe un plan que explica a Ea, el
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dios de las aguas:

Amasaré sangre y construiré huesos.


Crearé un salvaje, hombre será su nombre.
En verdad un hombre salvaje estableceré.
Estará encargado de servir a los dioses.25

En la tradición judeocristiana la relación entre el héroe primigenio y la mujer deja de


tener un carácter benéfico, para constituirse en la imagen simbólica del pecado y de la caída
del hombre en una historia desventurada. En contraste, en el mito babilónico la seducción de
Enkidu abre paso a la epopeya de la civilización heroica de Uruk. Después de hacer el amor,
la mujer le da un vestido al desnudo Enkidu y tomándolo de la mano lo conduce hacia los
hombres, le da pan para comer y cerveza para beber; el espíritu del hombre salvaje se llena
de alegría y su velludo cuerpo es rasurado y untado de aceite.
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19. Los velludos anacoretas coptos del siglo IV son el eslabón que une el antiguo mito del salvaje babilónico y hebreo con el
homo sylvestris medieval. Estos hombres santos, que vivían desnudos y solos en el desierto, tenían el cuerpo cubierto de pelo.
Esta ilustración del siglo XV representa a san Onofre, uno de los más célebres eremitas peludos.

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En una de las leyendas egipcias sobre los anacoretas salvajes aparece el ejemplo
conocido más antiguo de seducción del santo por una mujer mortal: es el caso del monje
pecador de Tebas.26 El ermitaño, desnudo y cubierto de pelaje, vivía en la soledad del
desierto, en una cueva acompañado tan sólo por las bestias; este anacoreta originario de
Tebas, antes de retirarse de la sociedad cometió el pecado terrible de seducir a una virgen
sagrada. El monje salvaje le cuenta a su visitante que fue atraído por una monja, con la que
rompió los votos de castidad que ambos habían hecho. La culpa de este pecado la atribuyó al
diablo, que utilizó a la mujer para tentar al hombre. El monje pecador de Tebas se espantó
ante el terrible castigo que le esperaba: “Si por violar a la esposa de un hombre se deben
soportar penas eternas, ¿de cuántos tormentos es digno quien ha deshonrado a la prometida de
Cristo?”27 Para escapar al castigo y a la tentación renunció a la mujer y huyó a una cueva del
desierto, donde se convirtió en un anacoreta peludo y salvaje. En esta historia el santo no
muere al ser visitado por un asceta. Esta leyenda es seguramente una forma primitiva del
famoso mito medieval de Juan Crisóstomo, al que me referiré en otro capítulo.
Otra versión del mito del santo salvaje, que tuvo una gran difusión durante la Edad Media,
es la historia de Onofre, un monje asceta del siglo IV d.C. Onofre nació en ausencia de su
padre, un jefe abisinio que estaba en campaña; a su regreso el padre, para probar su
legitimidad, tiró el niño al fuego: si no se quemaba es que era su hijo. Milagrosamente Onofre
se salvó y un ángel ordenó a su padre pagano que lo bautizara. Posteriormente Onofre fue
educado en un monasterio egipcio, de donde partió a vivir como ermitaño en una cueva
cercana a Tebas. Durante sesenta años vivió de dátiles y del pan que portentosamente le era
ofrecido; su cuerpo desnudo era protegido por la larga pelambre que le creció. Todos los
domingos un ángel aparecía para administrarle la comunión. Hacia el final de su vida fue
visitado por Pafnucio, quien fue testigo de la muerte del santo.28
Tanto en la tradición babilónica como en la judeocristiana encontramos un hombre-bestia
con cualidades semidivinas. Pero el santo salvaje del desierto establece con la mujer una
vinculación que es considerada pecaminosa: por ello es necesario que el monje, por medio de
penitencias y ejercicios místicos, logre unirse a su dios. En la leyenda babilónica la seducción
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es una forma de civilizar a la naturaleza; la domesticación de la naturaleza es una mezcla


gozosa de la mujer civilizada con el hombre salvaje. En el mito del anacoreta salvaje hay una
inversión del proceso, no sólo con respecto al relato babilónico sino también en relación con
la leyenda judaica de la creación. En efecto, Adán fue primero un salvaje perfecto y después
el pecado lo corrompió. En contraste, el anacoreta primeramente fue pecador y después
alcanzó la perfección bajo la forma de un ser salvaje en el desierto; en esta condición de
hombre-bestia iluminado, el dios lo acogía en su seno. La diferencia radica en que Adán vivía
el principio de la historia y el monje agreste sufría el fin del mundo.

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20. La mujer salvaje en éxtasis: la hermosa María Magdalena, con el cuerpo cubierto de vello y los pechos desnudos, es llevada
al cielo por los ángeles, como aparece en el dibujo de Jörg Schweiger de principios del siglo XVI.
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Las leyendas sobre los ermitaños desnudos se prolongaron durante la Edad Media. Una
versión particularmente interesante fue la que tomó a la primera discípula de Jesús, María
Magdalena, como protagonista. Jacobus de Voragine la codificó en su Leyenda áurea, pero se
han encontrado rastros de ella desde el siglo X. La historia cuenta que María Magdalena fue
lanzada al mar por los infieles en un barco sin timón, pero la divina providencia hizo que
desembarcara sana y salva en las costas de Marsella y que se refugiara en una gruta en las
montañas cercanas, donde vivió treinta años desnuda y con el cuerpo cubierto de vellos,
alimentada únicamente por los cantos de los ángeles que todos los días la transportaban al
cielo. Esta leyenda fue tomada como tema de un bello dibujo de Jörg Schweiger. Hubo
versiones similares de la penitencia de María Egipciaca que, después de tanto vivir en el
desierto, acabó también con el cuerpo desnudo cubierto de pelo.
Para los primeros cristianos, los ermitaños del desierto y Adán compartían una
característica fundamental: el libre albedrío del hombre creado a imagen y semejanza de su
dios, capaz de decidir entre el pecado y la salvación. De la misma forma en que “al principio
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Dios honró a nuestra raza con la soberanía”—según la expresión de Juan Crisóstomo—29 los
monjes podían libremente escoger el camino hacia la salvación en su nuevo Edén del desierto.
Crisóstomo compara la necesidad de subordinación de los paganos romanos, que deben
sujetarse a leyes, con la capacidad de autocontrol de los cristianos, que pueden vivir en
libertad y sin coerción.30 Adán y Eva en el paraíso fueron libres para escoger o rechazar el
pecado; los nuevos monjes salvajes, igualmente, debían ser libres para retornar
voluntariamente al estado original de gracia. Para ello no sólo debían alcanzar la gnosis, sino
también la apátheia, el dominio de las pasiones que buscaron los estoicos.31 Según Pelagio la
apátheia es un estado que confiere al alma la posibilidad de no pecar más. La actitud
pelagiana—profundamente humanista—significaba un rechazo a los poderes y leyes seculares,
y una inmersión en una naturaleza a la que no consideraba corrupta, pero la cual debía ser
dominada mediante la fuerza de la ascesis. En cambio para Agustín la naturaleza está, debido
al pecado original, esencialmente contaminada por el mal y los hombres se encuentran
irremisiblemente condenados al sufrimiento, sin posibilidad de alcanzar voluntariamente el
estado de gracia al cual aspiraban los monjes del desierto. Para Agustín la naturaleza ha sido
ganada por la corrupción; la muerte, los deseos sexuales, las enfermedades y el dolor no son
parte del orden natural, sino los efectos desastrosos del pecado de Adán y Eva que es
heredado por toda la humanidad. La gracia no es otorgada por la divinidad como premio al
esfuerzo voluntario, sino que llega para coronar los dones del propio dios, según afirmó
Agustín para gran escándalo de, por ejemplo, los monjes de Adrumeto y de Lérins, que
comprendían que las tesis agustinianas vaciaban de todo sentido la vida ascética: ¿para qué
soportar la soledad, los ayunos y los sufrimientos en el desierto si sus esfuerzos no serían
recompensados?32
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21. La mujer salvaje también aparece bajo la forma de una ermitaña desnuda y peluda, que hace penitencia solitaria en el
bosque. Aquí vemos a María Egipciaca en un grabado alemán en madera publicado en Leben der Heiligen de 1488.

Los nuevos salvajes cristianos no sólo rechazaban la polis antigua y sus leyes coercitivas;
su libertad era también un acto de rebeldía contra el pecado original, una afirmación del poder
del hombre para desprenderse no sólo de las leyes seculares sino también de las leyes de la
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naturaleza; era un acto utópico, exasperado, encaminado a encontrar la liberación. Fueron
auténticos atletas, como se les solía llamar, que pusieron todas las fuerzas de su naturaleza
humana para derrotarla; en un intento de liberarse de sí mismos, llegaron a mimetizarse con la
naturaleza animal a la que combatían.
El monoteísmo judeocristiano, en su lucha contra el paganismo, necesitaba expulsar “de la
naturaleza a la divinidad”, como ha dicho Toynbee.33 No sólo fueron expulsados de su cuna
natural los dioses paganos, sino que la naturaleza fue convertida en un campo de batalla—el
desierto—en donde se enfrentaban las fuerzas del mal y del bien. En el desierto, como
metáfora de una historia desnaturalizada, sólo podían sobrevivir, para llegar a la redención
final, hombres salvajes endurecidos por pecados bestiales pero santificados gracias a los
sacrificios de una vida ascética y a una fe templada, como dice Cioran, en el “furor contra el
mundo antiguo”.34
En cierto sentido, no estaban equivocados los pensadores paganos que veían a los
cristianos como unos hombres salvajes. No sin razón Celso, a fines del siglo II d.C., se refiere
a ellos como a una “nueva raza de hombres nacidos ayer, sin patria ni tradiciones, conjurados
contra todas las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por la justicia, universalmente
marcados por la infamia, pero glorificándose de la execración común”.35 Los anacoretas
peludos del desierto eran un signo del peligro—de la hybris—que amenazaba a la
civilización antigua.
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1
Véase Alfred Haldar, The Notion of Desert in Sumero-Accadian and West-Semitic Religions; Samuel Nyström,
Beduienentum und Jahwismus: Eine Soziologischreligionsgeschichtliche Untersuchung zum Alten Testament; Robert
Funk, “The Wilderness”; John Flight, “The Nomadic Idea and Ideal”. Ernest Renan afirmó, en una exageración de
determinismo geográfico inaceptable, que el desierto es monoteísta (en su Historia del pueblo de Israel, citado por J. Le
Goff en “El desierto y el bosque en el Occidente medieval”, p. 25). Véase también el estudio de Derwas J. Chitty, The Desert
a City, y Antoine Guillaumont, “La conception du désert chez les moines d’Egypte”.
2
Véase George H. Williams, Wilderness and Paradise in Christian Thought, p. 14. En las citas de la Biblia combino
diversas traducciones, principalmente la Biblia de Jerusalén, la de Nacar y Colunga y la más conocida versión al inglés (King
James), con frecuencia cotejadas con el texto hebreo gracias a la ayuda de Daniel Cazés. En el Antiguo Testamento se usan,
para referirse al desierto, varias palabras: shemamah, midbar, arabah, tsiyyaj, chorbah, yeshimon, eremia. Véase también
el ensayo de Armand Abécassis, “L’expérience du désert dans la mentalité hébraïque”.
3
En el libro de Job, que contiene fragmentos de otra versión antigua del Génesis, también se habla del vacío primordial
como un desierto (tohû): “Él tendió el septentrión sobre el vacío y colgó la tierra sobre la nada” (26: 7-8).
4
“Un onagro de hombre” dice la traducción al español de Nacar y Colunga; “un onagro humano” es la versión de la Biblia
de Jerusalén; “wild man” se traduce al inglés en la versión King James; un “potro salvaje” traduce la versión de las
Sociedades Bíblicas Unidas (Génesis 16: 12).
5
Véase un estudio sobre el derecho de ultimogenitura de Jacob en James George Frazer, El folclor en el Antiguo
Testamento, pp. 230 y ss.
6
R. Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, pp. 96-97. La palabra hebrea significa literalmente “cabrones”.
7
R. Graves, Los mitos hebreos, p. 62, y R. Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, loc. cit.
8
George H. Williams, Wilderness and Paradise, p. 13; R. Graves, ibid., p. 62.
9
A. Lefèvre S. J., “¿Ángel o bestia?”, p. 15; George H. Williams, ibid., p. 13; R. Graves, ibid., p. 62. Los shedhim son
citados en el Deuteronomio 32: 17.
10
R. Graves, ibid., p. 59. Es posible que Lilit sea la mujer creada por Elohim, distinta a la Eva de la versión del Génesis—
más antigua—en la que el dios es llamado Yahveh. En Génesis 2: 20 encontramos resabios de la relación sexual frustrada entre
Adán y los animales, en quienes “no encontró una ayuda adecuada”, razón por la cual Yahveh formó a la mujer y se la presentó
al varón solitario.
11
Hay referencias similares en Levítico 20: 15 y en Deuteronomio 27: 21. El horror a la mezcla de especies llegaba al
grado de prohibir la siembra de diferentes clases de semilla en el mismo campo, cruzar animales de distinta especie (Levítico
19: 19) e incluso uncir asno y buey en el mismo yugo (Deuteronomio 22: 10). Véase un ejemplo de cruces bizarros de
diferentes especies de animales en la época de Noé—reprimido por Dios—según diversas tradiciones hebreas antiguas, en
Graves, ibid., p. 99.
12
Haydeen White, “The Forms of Wildness”, p. 15.
13
Según diversas colecciones de midrasim (Yalqut Génesis, Bereshit Rabbati y el Zohar Génesis) citados por Graves, Los
mitos hebreos, pp. 89-90. En el Génesis (6:4) se habla de una época de gigantes, llamados nefilim, distintos de los mestizos
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salvajes hijos de Dios y de hembras humanas, los gibborim (véase Elena Cassin, “Le semblable et le différent: Babylone et
Israël”, pp. 122 y ss.).
14
Gerhard von Rad, “Die Wûrstenwanderung”, II: 279
15
El encuentro bienaventurado también puede verse en Oseas 2: 14, en el Cantar de los cantares 3: 6 y 8: 5, y en Isaías
40: 3.
16
Historia Naturalis, 5: 73, citada por García M. Colombás, El monacato primitivo, I: 22.
17
“Antiquité tardive”, en Histoire de la vie privée, I, p. 279.
18
Charles A. Williams, “Oriental Affinities of the Legend of the Hairy Anchorite”.
19
Ibid., p. 58.
20
Tal como lo condensa Charles A. Williams, ibid., p. 61.
21
Traducido del texto griego por Charles A. Williams, ibid., pp. 64-69.
22
Charles A. Williams, ibid., p. 63.
23
La pelambre del anacoreta salvaje no es un rasgo diabólico que pueda haber sido tomado de las creencias en los peludos
demonios del desierto: es, por el contrario, un rasgo de santidad que lo protege del mal. Este hecho refuerza la idea de un
parentesco entre la leyenda cristiana y el mito babilónico.
24
Epopeya de Gilgamesh, tablilla I, columna II, líneas 40-45, y columna IV, líneas 16-26. Véanse traducciones de James B.
Pritchard, Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old Testament, Princeton University Press, 1954 (conocida como anet
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y tomada de I. Mendelsohn [comp.], Religions of the Ancient Near East, pp. 51 y 53), y de A. Bartra, La epopeya de
Gilgamesh, pp. 29 y 33.
25
Enuma Elish, tableta VI, líneas 5-8 (traducción de anet citada por I. Mendelsohn, ibid., p. 36, y de Luis Astey, El poema
de la creación. Enuma elish, p. 57 y n. 94). El término acadio lullu, salvaje, se refiere a un hombre primigenio en estado
natural, antes de establecer relaciones con sus semejantes. Se usa el mismo término para nombrar a Enkidu, antes que la
harimtu—prostituta sagrada—lo humanice (Epopeya de Gilgamesh, I, IV, 6). En cambio el hombre civilizado tiene otro
nombre, awilum. Véase un buen comentario de la antinomia lullu/awilum en el ensayo de Elena Cassin, “Le semblable et le
différent”.
26
En Apophthegmata Patrum Aegyptorum, historia señalada con el número 11. Transcripción del texto latino en Charles A.
Williams, “Oriental Affinities of the Hairy Anchorite”, pp. 75-76. Estos “dichos de los padres” se originaron a mediados del siglo
IV d.C., aunque fueron recopilados en el siglo siguiente. San Antonio fue tentado por el mismo diablo en forma de mujer, no por
una mujer mortal.
27
Apophthegmata, loc. cit.
28
Peregrinatio Panuphtiana, texto de la primera mitad del siglo v d.C., citado en C. A. Williams, “Oriental Affinities of the
Hairy Anchorite”, pp. 81 y ss., y por T. Husband, The Wild Man, pp. 95 y ss.
29
Homiliae de Statuis ad Populum Antiochenum, 7: 3, citado por Elaine Pagels, Adam, Eve, and the Serpent, p. 100.
30
E. Pagels, ibid., p. 103. Para una visión general de las ideas de los padres del desierto véase la antología preparada por
Helen Wadell, The Desert Fathers.
31
G. M. Colombás, El monacato primitivo, II: 281 y ss.
32
Ibid., I: 327.
33
Arnold Toynbee, Los griegos: herencias y raíces, p. 316.
34
E. M. Cioran, “Los nuevos dioses”.
35
Citado por E. M. Cioran, ibid., p. 27.
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III
El adivino y el santo en el bosque encantado

DURANTE LA EDAD MEDIA se codificó y se extendió el mito de un hombre salvaje peludo,


habitante imaginario de los bosques y personaje importante de la literatura, de las leyendas
populares y del arte. El término mismo de hombre salvaje (homo sylvaticus, homo agrestis)
se convierte en una noción precisa que hace referencia a un personaje perfectamente
identificable, a partir del siglo XII, en la iconografía y en la mitología medievales.1 La
presencia de un personaje mítico tan bien dibujado, con características peculiares bien
definidas, ha oscurecido sus conexiones con las tradiciones antiguas sobre el hombre salvaje.
Aunque es evidente su semejanza con los salvajes grecolatinos y judeocristianos que he
descrito en los capítulos anteriores, no es del todo clara la forma en que los mitos antiguos se
vinculan histórica y estructuralmente con el mito medieval del hombre salvaje. Por ello, antes
de pasar al comentario del estereotipo que aparece en múltiples obras del Medioevo, me
parece necesario estudiar en forma comparada dos personajes legendarios que nos
proporcionan claves útiles para entender las conexiones entre los salvajes antiguos y los
medievales. Me refiero a Merlín, el adivino y profeta, y a Juan Crisóstomo, el santo asesino y
violador: hombres extraordinarios que atravesaron por una fase salvaje que produjo efectos
maravillosos y milagrosos.2
Las leyendas de Merlín, surgidas del ciclo novelesco artúrico, ocuparon un lugar muy
importante en la imaginería medieval. Yo me referiré aquí casi exclusivamente al personaje
acuñado por Geoffrey de Monmouth en su Vita Merlini, aparecida a mediados del siglo XII,
pues es en este relato-poema donde aparece más claramente la dimensión propiamente salvaje
del mítico profeta y encantador.3
Monmouth cuenta la historia de un poderoso rey y adivino que, poseído por el dolor y la
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tristeza ocasionados por la muerte de sus tres hermanos en el campo de batalla, huye al
bosque:
Entra en la espesura y se complace en esconderse bajo los fresnos, y contempla admirado los animales silvestres que
pasean en los claros. A veces los sigue, a veces compite con ellos y los vence en la carrera, como ellos, se nutre de
hierbas, de raíces tiernas, de los frutos de los árboles y de la zarzamora. Se hace, en fin, hombre tan silvestre como si en
las espesuras lo hubiesen echado al mundo.4

Aquí es fácil reconocer el tema del ermitaño que huye a la soledad y que se convierte en
un hombre salvaje, así como una versión medieval de la locura de Nabucodonosor: Merlín se
va a su exilio en el bosque de Calidón “sin acordarse ni de sus parientes ni de sí mismo, se
oculta en los bosques, entregado al género de vida de los animales que los habitan”.5 El mito
de Merlín recoge antiguas tradiciones y es una compleja confluencia de leyendas celtas,
cristianas y grecolatinas. El elemento celta se ha establecido por la vinculación entre Merlín y
el Myrddin de una serie de poemas galeses que, aun siendo del siglo XII, es evidente que
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provienen de leyendas más antiguas—de mediados del siglo X—que hablan de un profeta que
vive en la soledad de los bosques y que desde allí canta su tristeza a la manera de los
primitivos druidas.6 Otra leyenda que pudo confluir en la historia de Merlín es la del profeta
salvaje galés Lailoken, que enloqueció en medio de una terrible batalla y que vivió en el sur
de Escocia en el siglo VI.7
La locura de Merlín es debida a la tristeza y al dolor (por la pérdida de sus hermanos);
este elemento es nuevo y específicamente medieval: se desarrolla, como señala Bernheimer,
en el tema de la locura por la pérdida del amante, que es una de las causas más importantes de
las extrañas mutaciones que llevaban a los caballeros a vivir una vida solitaria y salvaje. Pero
el hecho de que un hombre, al perder conciencia de sí y confundirse con la naturaleza,
adquiera dones proféticos emparenta claramente a Merlín con las nociones grecolatinas que
asignaban a centauros y silenos una capacidad adivinatoria, aunque no debemos descartar aquí
una posible influencia de las tradiciones celtas que rendían culto a deidades silvestres. El
contacto estrecho con la naturaleza producía sabiduría, propiciaba la transmisión maravillosa
de mensajes secretos que permitían predecir el futuro. Así, en cuanto Merlín recobra la razón
y retorna al lado de su esposa y de su familia, comienza a adivinar secretos y a revelar los
tiempos venideros: al ver una hoja prendida en el pelo de la reina—que es su hermana—se ríe
y le revela al rey Rodarco que ello indica que su mujer ha tenido un amor adúltero bajo los
árboles, donde en sus cabellos sueltos se enredó una hoja caída. También predice la forma en
que morirá un muchachito, que le es presentado varias veces con diferentes disfraces, para
tratar de engañarlo.
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22. Durero reduce la presencia del salvaje penitente, san Juan Crisóstomo, a una pequeña figura al fondo, mientras que en la
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bella y feliz mujer pecadora vuelca toda su ternura. A diferencia de la iconografía medieval, el santo no aparece con el cuerpo
peludo.

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23. Hans Sebald Beham dibuja el atractivo cuerpo de la amante de Juan Crisóstomo a la manera clásica del desnudo italiano,
inspirado directamente en una obra de Agostino Veneziano.

Merlín acepta hacer sus revelaciones a cambio de que se le permita volver al bosque,
pues ya no resiste la vida en sociedad. El rey lo mantenía encadenado para que no pudiese
“huir al desierto”;8 la esposa del profeta cautivo, Güendolena, “se deshace en llanto y se mesa
los cabellos, y con las uñas se desgarra las mejillas, y como en agonía de muerte se retuerce
por los suelos”.9 Merlín rechaza, invocando el ejemplo de Orfeo, que Güendolena lo
acompañe, y dice: “Limpio de todas partes, he de mantenerme sin mácula de Venus. Désele,
pues, [a Güendolena] la debida libertad para casarse y a su albedrío tome por esposo a quien
le pete tomar”.10 Aquí es posible reconocer el tema del ermitaño que huye de los placeres
carnales y que debe ser casto y célibe; sin embargo, Merlín regresa del bosque el día de la
boda de Güendolena con su nuevo prometido; ha reunido en una manada a muchos animales
salvajes, y él llega montando un ciervo. Presa de terribles celos cuando ve al futuro marido
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que se ríe de él, Merlín arranca la cornamenta al ciervo, y la lanza como una jabalina que
queda clavada en la cabeza del malogrado novio.11 Es posible reconocer en esta dramática
escena la influencia de la religión celta y su culto a Cernunnos, el señor de los animales (que
solía ser representado como un hombre con cornamenta de ciervo).

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24. Inspirado en el grabado de Durero, Lucas Cranach expresa también una actitud humanista al minimizar la penitencia del
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santo salvaje y exaltar la tristeza de la mujer que ha sido abandonada. Ella no aparece en el fondo del abismo al que ha sido
empujada por el santo, sino en un agradable paraje silvestre.

Cada vez que Merlín es capturado y obligado a vivir en sociedad con los hombres, sufre
inmensamente y añora la soledad de los bosques. Cuando regresa a la vida silvestre pierde
noción de su individualidad; pero cuando recupera la memoria y la conciencia de sí mismo, y
se ve rodeado de su gente, detesta la sociedad que lo rodea: “Cuando se ve en presencia de
tan gran multitud, que más parece ejército, se siente incapaz de soportarla y, tomando otra vez
su desvarío, lleno de nuevo de furiosa locura, desea volverse al bosque…”12 La locura de
Merlín es una zambullida en la inmensa otredad de la naturaleza, su espíritu vuela mientras su
cuerpo vive una condición animal y salvaje:
Estaba yo como arrebatado de mí mismo, como si fuera puro espíritu conocía la historia de las gentes del pasado y
predecía lo por venir, entonces, sabiendo yo los arcanos de las cosas, entendiendo los vuelos de las aves, y el decurso de
los astros, y los movimientos de los peces, esto me tenía agitado y me negaba la quietud connatural a la mente humana
según severa ley.13

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Así, Merlín oscila dramáticamente entre el libre delirio místico-profético en su exilio
salvaje y el dolor, los celos, las intrigas, la severidad de las costumbres y la violencia que
impregnan su vida en la corte del rey britano.14 El delirio místico de Merlín recuerda el
espacio salvaje de pasión religiosa que Jan van Ruusbruec, teólogo flamenco del siglo XIV,
imaginó como una extraña combinación del desierto y del abismo; el encuentro con Dios
produce un gozo “salvaje desatado, como un extraviarse, pues no existe ni forma, ni camino, ni
sendero, ni ley, ni medida”.15 En otro lugar, este místico flamenco habla de lo que Dios hace a
los hombres: “Él nos hace libres de todas las imágenes y nos arrastra a nuestro principio,
donde no encontramos más que una desnudez salvaje, desierta, informe, que responde
perfectamente a la eternidad”.16 Huizinga comenta que “la imagen del desierto, o sea la
representación horizontal del espacio, alterna con la del abismo, su representación vertical”.17
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25. Onofre llega a la santidad al convertirse en un anacoreta salvaje que vive milagrosamente en el desierto. Al fondo de esta
pintura de Hans Schäufelein se ve a Onofre de niño lanzado al fuego por su padre pagano, que duda de su legitimidad. El hirsuto
santo aparece arrodillado, en el momento de la comunión.

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26. El mítico rey Alejandro lucha contra hombres salvajes y bestias feroces.
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27. Tres hombres salvajes: el primero caza un venado, otro devora un brazo humano y el tercero ataca un castillo.

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28. Merlín se fuga a los bosques, convertido en un hombre salvaje, para integrarse a la naturaleza y adivinar el futuro. En esta
ilustración de principios del siglo XV el adivino, capturado, es presentado ante el rey Arturo.
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29. El rey Alejandro, en actitud de rezo, es conducido por un hombre salvaje, que representa a un sacerdote pagano, a consultar
a los Árboles del Sol y la Luna.

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30. Cernunnos, el dios celta de los bosques y de los animales, es una de las fuentes mitológicas del hombre salvaje medieval.
Aquí aparece rodeado de bestias y con astas de ciervo, en un cuenco ritual de plata del siglo I a.C. descubierto en Gundestrup
(Dinamarca).

En el Merlín de Geoffrey de Monmouth se refleja claramente la equivalencia típicamente


medieval de las nociones de desierto y de bosque. La antigua idea judeocristiana del desierto
como espacio místico-moral fue trasladada a la noción de bosque, igualmente poblada en
Europa por una variedad de seres míticos y fantásticos. En varios pasajes se hace referencia a
la huida de Merlín al desierto, cuando se retira al bosque de Calidón.18 Jacques Le Goff
analiza la necesidad religiosa que tuvieron los cristianos europeos de traducir la idea, típica
de los monjes orientales, de la soledad en el desierto a la que debían enfrentarse para emular
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a san Antonio; menciona el antecedente de Euquerio de Lyon, que se retiró a una de las islas
de Lérins a principios del siglo v d.C., y que escribió su De laude eremi para declarar al
desierto monástico como el lugar de todos los carismas y todas las teofanías.19 Los primitivos
monjes celtas y nórdicos también solían buscar su desierto en islas apartadas; pero
posteriormente será el bosque el que se convierta en el lugar favorito del monaquismo
occidental.
La experiencia salvaje de Merlín está, pues, enmarcada dentro de las costumbres
eremíticas europeas: en ellas confluyeron, como señala Le Goff, la tradición judaica y oriental
con una tradición “bárbara”, celta, germánica y escandinava.20 La oposición, de origen griego,
entre agros y polis también contribuye a redondear la idea de la experiencia salvaje del
adivino: “Merlín, adentrándose en el bosque, vivía a manera de animal selvático, sufriendo el
frío del agua hecha piedra, bajo la nieve, bajo la lluvia, bajo el despiadado soplo del viento.
Y esto le agradaba más que gobernar sus ciudades y domeñar a sus feroces gentes”.21
En otro pasaje se afirma que “el adivino se apresuraba a volver a los bosques que solía,
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aborreciendo a las gentes de la ciudad”.22 Ya en su vejez Merlín expresa así su decisión de
quedarse para siempre en el bosque: “Rehúso volver a reinar, que mientras esté bajo su
fronda, las riquezas del verde Calidón me dan más placer que las mieses de Sicilia, más que
las uvas de la dulce Métide…, más que las altas torres y que las ciudades ceñidas de
murallas”.23
Pero la oposición entre bosque salvaje y ciudad se expresa de manera muy diferente a
como los griegos la veían. Las contradicciones de la vida de Merlín son una expresión de lo
que Johannes Bühler considera como el problema cardinal e insoluble de la Edad Media: “el
divorcio interior de una época que, por una parte, renegaba del mundo y por la otra lo
ambicionaba ardorosamente”.24 El estado ascético que votaba por la simplicidad, la pobreza,
la castidad y la contemplación se oponía a los estados seculares en los que se aspiraba al
poder, a la riqueza, a la propiedad, al matrimonio y al amor; el ideal evangélico—“mi reino
no es de este mundo”—se convertía en las ambiciones de una iglesia que parecía decir: “todo
el mundo es nuestro reino”.25 Lovejoy, en otros términos y desde otra perspectiva, también ha
señalado esta contradicción. Por una parte se creía que el mundo es esencialmente malo y que
se debe escapar de él; por otro lado se planteaba la bondad fundamental de la creación divina
del mundo, mundo en el que aun sus aspectos malignos obedecen a la voluntad benefactora del
dios.26 En la vida cotidiana, ya desde la época de Evagrio en el siglo IV d.C., los “hombres en
el mundo”, los kosmokoi, mantenían un contacto frecuente con los “hombres del desierto”, que
eran sus consejeros.
El mismo Geoffrey de Monmouth nos ofrece una imagen de la otra cara de Merlín, de un
adivino cuya vocación es el poder. Curiosamente ello lo hace en una obra anterior, la Historia
de los reyes de Britania, de c. 1136. Allí Merlín es el consejero y adivino al servicio de los
reyes Vortigern y Utherpendragon, no un hombre salvaje; sin embargo, Geoffrey de Monmouth
cuenta allí la historia de su nacimiento: es hijo de la hermana del rey de Demecia y de un
demonio íncubo.27 Una historia del siglo XIII, Lestoire de Merlin, traslada la leyenda del
origen del sabio al bosque de Brocéliande, donde una dama es violada al regresar del
mercado, en la oscuridad de la noche, por un hombre salvaje; de esta unión nacerá Merlín.28
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Un aspecto muy importante del adivino descrito en la Vita Merlini de Geoffrey de


Monmouth, y que se convertirá en un ingrediente nuevo y fundamental del tema del salvaje, es
el enredo de amores pasionales y cortesanos, incestos y adulterios, que se teje en torno de
nuestro personaje. Ya hemos visto a Merlín enfurecido por los celos al encontrarse con el
novio de Güendolena; él ya había leído en los astros—en el rayo hendido de Venus—el amor
de su esposa por otro hombre: “Quizá Güendolena, ausente yo, me ha abandonado y se prende
gozosa en los brazos de otro hombre. Así soy, pues, vencido, así otro la posee, así me
arrebatan mis derechos mientras yo aquí me detengo, así ha de ser ciertamente”.29
A pesar de su voto de castidad y de haber dado permiso a su Güendolena para que se case
de nuevo, como hemos visto, Merlín no supo refrenar sus celos. Por otro lado, las relaciones
de Merlín con su hermana Ganieda tienen cierto aspecto de incesto encubierto;30 recordemos
que Ganieda es la mujer del rey cuyo adulterio es adivinado por Merlín en la anécdota de la
hoja de árbol enredada en su pelo. Pero el mismo Merlín desató los tormentosos celos de una
mujer que puso manzanas envenenadas al lado de la fuente en la que el sabio solía, en su
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juventud, tomar agua:
Había en aquellas tierras—cuenta Merlín—una mujer que me había amado y que durante muchos años había satisfecho
su deseo conmigo. A ésta la tomó torcida voluntad de dañarme cuando la desdeñé y me negué a ayuntarme más con ella,
y como no encontraba otra manera de llegarse a mí, puso en aquella fuente, que estaba en el camino por el que había de
volver yo, regalos de ponzoña, pensando con esta maña hacerme daño si llegaba a gustar las manzanas halladas entre la
grama.31

Las manzanas produjeron un enloquecimiento en los compañeros de Merlín, que las


comieron en su lugar; uno de ellos, Maeldin, es encontrado años después viviendo “como un
animal salvaje en los desiertos”.32
Así como a Merlín la inmersión en la vida silvestre le da la capacidad de profetizar y
adivinar, en otra popular leyenda medieval un religioso logra la salvación convirtiéndose en
un hombre salvaje. La leyenda de san Juan Crisóstomo, cuyas versiones más antiguas son del
siglo XIII, tiene sin duda su origen en las primitivas historias egipcias sobre los ermitaños
peludos que buscan la soledad del desierto. La leyenda de este peculiar santo salvaje
medieval aparece en diversas versiones: es Saint Jehan Paulus en Francia, San Giovanni
Boccadoro en Italia, fray Joan Garí en Cataluña y Sanct Johanne Chrysostomo en Alemania. El
tema fue ilustrado por Durero, por Cranach y por Beham a partir de las versiones alemanas de
la leyenda, las cuales fueron un ingrediente de la polémica que Martín Lutero emprendió
contra el papa Pablo III. Lutero publicó la leyenda en 1537 con notas y un prefacio sarcástico,
con el propósito de mostrar cómo la iglesia, al fomentar la creencia en tales cuentos
diabólicos y grotescos, minaba los fundamentos del cristianismo.33
Juan era un joven sacerdote decidido a escapar de la corrupción del mundo; con este fin
se retiró al bosque, donde buscó refugio en una cueva para dedicarse a rigurosos ejercicios
ascéticos. Durante mucho tiempo Juan vivió dedicado a la contemplación, alimentándose de
hojas y hierbas, y dejando que su vestido cayese roto en pedazos, raído por el tiempo. Un día
llegó al bosque una joven y bella princesa (la hija del emperador, la hermana del rey de
Sicilia o la hija del conde de Barcelona, según las versiones). La hermosa muchacha fue
transportada de alguna extraña y sobrenatural manera cerca de la cueva de Juan, sea por un
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viento poderosísimo o por el diablo disfrazado; en la versión alemana de 1471, publicada en


Augsburgo, un grifo llevó a la princesa y al pasar volando ella se soltó, pero sus vestidos
quedaron atrapados en las garras del ave. La joven atravesó desnuda el bosque; llegó exhausta
y llena de miedo a la morada del ermitaño. Le rogó a Juan que la alojase, pues le temía a las
bestias del bosque; el sacerdote se resistió, sospechando que la mujer fuera una encarnación
del diablo, pero al final cedió ante los ruegos de la doncella. La princesa se hospedó en la
cueva o celda de Juan durante un tiempo, y al fin ambos se rindieron a sus deseos e hicieron el
amor. Según un Meisterlied bávaro del siglo XV la princesa desflorada fue rechazada por el
ermitaño, a pesar de que ella sentía una desbordada admiración—cercana a la pasión—por el
famoso sacerdote de la “boca dorada”, en quien veía al hombre más hermoso de la tierra.

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31. Los aspectos maléficos y agresivos del salvaje son enfatizados en este grabado de Melchior Lorsch, que ilustra un texto de
Martín Lutero y representa al papa como un homo sylvestris al que se le agregan algunos rasgos diabólicos.
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El ermitaño que pecó con la joven princesa, para deshacerse de ella y por miedo a seguir
pecando, la condujo a un precipicio y la lanzó al vacío con la intención de matarla. Presa de
horribles remordimientos, se impuso la pena de vivir y de comer como una bestia, desnudo en
la intemperie, caminando a cuatro patas como una alimaña, hasta encontrar de nuevo el favor
de Dios. Con el tiempo le creció en la piel una tupida capa de pelo que le cubría todo el
cuerpo. Pasados muchos años, un cazador atrapó al extraño hombre-bestia y se lo llevó al rey,
ante el cual Juan confesó que había desflorado y matado a su hija desaparecida. El sacerdote
salvaje condujo al cazador al lugar donde la había despeñado, para darle sepultura. Para su
sorpresa encontraron milagrosamente viva a la princesa, tan bella como el día en que conoció
al ermitaño; según el Meisterlied, en sus brazos arrullaba a su hijo, al que había dado a luz en
el fondo del barranco. En otras versiones no aparece el hijo de Juan, o bien es presentado
como un joven sorprendido de ver a otros seres humanos. Como quiera que sea, el hecho es
que la penitencia de Juan al vivir como hombre salvaje permitió la salvación milagrosa de la
bella princesa. Juan fue perdonado por Dios y recobró la apariencia humana; como premio a
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su vida santa dedicada a expiar sus pecados, fue nombrado obispo y murió como un santo. La
leyenda mezclaba en ocasiones—terrible ironía de la historia—algunos datos biográficos del
verdadero Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla en el siglo IV d.C.34
Las leyendas de Juan Crisóstomo y Merlín tienen en común la idea de que para alcanzar la
sabiduría o la santidad es preciso asimilarse al mundo bestial, confundirse con la naturaleza
para vivir una existencia silvestre y sentir en carne propia las leyes del cosmos. El fuerte
sabor pagano de estas historias posiblemente tiene su origen en la mitología grecorromana:
para alcanzar el perdón, la salvación y el poder profético es preciso sentir y practicar una
sexualidad bestial, comer carne y vegetales crudos; es decir, es necesario ser capaz de vivir
en el bosque como los sátiros, los faunos y los silenos. Este núcleo pagano es envuelto en una
mitología cristiana medieval sobre el pecado y la penitencia, que concibe al hombre como un
ser a medio camino entre las bestias y los ángeles. La historia de Juan Crisóstomo trata de
mostrar que aun los peores y más odiosos pecados (la fornicación, el asesinato) podían
redimirse mediante la extrema disciplina de la penitencia. Hay un relato del siglo X, que es un
puente entre las experiencias de los eremitas peludos de Egipto y el caso de Juan Crisóstomo,
en el que podemos comprobar explícitamente la lógica cristiana del mito: “Cuanto más
excelente es su disciplina y su vida, más grande su caída posterior; lo más grande su caída,
mayor su restauración”.35 Esta idea se ejemplifica con la vida de Jaime el Penitente, hombre
santo palestino que se había quemado los dedos de la mano para desviar su atención de una
mujer de malas intenciones que había sido sobornada para que lo visitase. Huyó de la
compañía de los hombres y se refugió durante treinta años en una cueva solitaria, cerca de un
río; pero hasta allí lo persiguió el demonio, bajo la forma de la hija de un hombre rico. Los
padres de la joven le imploraron al ermitaño que expulsase al Maligno del cuerpo de su hija;
el venerable ermitaño rezó con tal convicción que la tierra tembló y el diablo fue expulsado.
La joven se quedó unos días con el ermitaño para lograr una cura completa, pero el santo
palestino—después de treinta años de riguroso ascetismo—se rindió a los poderes del mal y
desfloró a la muchacha. Después la mató, y en su desesperado arrepentimiento buscó un viejo
sepulcro en donde, haciendo a un lado los huesos del ocupante anterior, se instaló durante diez
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años; salía sólo dos veces por semana a comer hierbas. Por supuesto Dios se apiadó de él, le
perdonó sus horribles crímenes y le concedió el poder de traer la lluvia en época de sequía y
de curar enfermos mediante aceites prodigiosos. Murió en olor de santidad y fue enterrado en
el mismo sepulcro donde había hecho su macabra penitencia.36

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32. Juan Crisóstomo hace penitencia como hombre salvaje en el bosque. En este grabado en madera de 1488 aparece con la
típica pelambre cubriendo su cuerpo, detalle que fue eliminado en los grabados de Durero, Beham y Cranach que ilustran la
misma leyenda.

Las influencias griegas—y seguramente orientales—en la idea de que el hombre salvaje


adquiere poderes adivinatorios y proféticos por su intimidad con la naturaleza (y, más
específicamente, con los bosques) pueden ilustrarse con la leyenda del encuentro de
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Alejandro con un sacerdote pagano. El núcleo original antiguo del ciclo legendario
alejandrino está formado por un texto griego del siglo II a.C., falsamente atribuido a
Calístenes; este texto se perdió, pero de él quedan algunas recensiones y traducciones
parciales. Una de éstas fue realizada por León de Nápoles, quien durante su estancia en
Constantinopla como embajador, a mediados del siglo x, transcribió y tradujo al latín el texto
del pseudo-Calístenes; esta traducción ha sobrevivido en un manuscrito alemán y en tres
resúmenes. Estos textos, durante toda la Edad Media, inspiraron una gran variedad de
historias y leyendas, que fueron muy populares y circularon profusamente, acompañadas de
ilustraciones que presentaban al lector imágenes de las exóticas razas supuestamente
descubiertas por Alejandro durante su viaje a la India. Lo interesante es la forma en que las
descripciones de seres humanos monstruosos, habitantes de la India, son transferidas al
estereotipo medieval como entes peludos habitantes de los bosques. Un episodio de estas
historias de Alejandro—relatado en el Alexanderbuch—se refiere al encuentro con el
sacerdote velludo de los Árboles del Sol y de la Luna; Alejandro había oído hablar de árboles
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que predicen el futuro, por lo que se dirigió a un pequeño templo en medio de un bosque. Allí
se encontró con el sacerdote: era alto y estaba totalmente desnudo, salvo que llevaba una mitra
en la cabeza y un anillo de oro en la oreja; el sacerdote tenía el cuerpo cubierto de vello como
un animal, y por su boca asomaban dos colmillos y una larga lengua como de perro. El
sacerdote peludo condujo a Alejandro y a sus hombres a los árboles adivinatorios y le dijo
que consultase al oráculo con la debida reverencia, de rodillas. Allí se le profetizó su muerte
inminente.37
Es preciso señalar que el sabor pagano del mito no proviene exclusivamente de sus
remotos orígenes griegos y orientales. La Europa de las tribus bárbaras tuvo una gran
influencia en la evolución del mito del salvaje, aun cuando resulta extremadamente difícil
documentar los detalles del proceso. La información disponible permite afirmar que el
hombre salvaje medieval no fue una simple confluencia de los agrioi griegos y de los faunos
romanos con los ermitaños cristianos coptos; no fue sólo la mezcla del sátiro lúbrico con el
santo del eremos. La magia vegetal y animal que envolvía al homo sylvestris medieval
provenía del contexto celta en el que se produjo la fusión de las mitologías cristiana y
grecolatina. Los salvajes medievales—como atestigua la leyenda de Merlín—fueron una
extraña reencarnación de los antiguos druidas celtas, esos sacerdotes que desde el fondo de
los bosques constituyeron una poderosa red que dio cierta cohesión a las dispersas tribus
celtas.38 La conquista romana fue arrinconando y marginando al druidismo; posteriormente el
cristianismo lo fue aniquilando o integrando, de manera que los druidas tuvieron que
esconderse o, en algunos casos, como en Irlanda, convertirse en obispos cristianos. Diodoro
de Sicilia describe los poderes mágicos de los druidas: “Con frecuencia, en los campos de
batalla, cuando los ejércitos se aproximan con las espadas dispuestas y las lanzas apuntando
hacia adelante, estos bardos se adelantan en medio de los adversarios y les apaciguan con
encantamientos, como se hace con las bestias salvajes”.39 Pero ya en el primer siglo de nuestra
era Pomponius Mela los describe como personajes ocultos: “Tienen […] maestros de
sabiduría a los que llaman druidas […] Enseñan muchas cosas a los nobles de la Galia, a
escondidas, durante veinte años, bien en grutas, bien en bosques retirados”.40
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La mitología celta estaba teñida de imágenes vegetales y animales; los druidas, con su
culto al muérdago y a los árboles, tenían los bosques como santuarios. Decía Lucano: “Los
druidas habitan en bosques profundos y se retiran a selvas inhabitadas. Practican ritos
bárbaros y una especie de culto siniestro… Adoran a los dioses en los bosques sin hacer uso
de los templos”.41 No debe extrañarnos que en los salvajes medievales aparezcan, dispersos e
inconexos, varios rasgos provenientes de dioses y héroes celtas. Podemos reconocer la
influencia de Dagda, señor de los animales salvajes, que aparecía con frecuencia armado de
un gran mazo o de un bieldo, siempre hambriento y con un enorme falo erecto; y de Cernunnos,
con la cabeza ornada de astas de ciervo y rodeado de animales; y del mítico Gwrgant o
Gargantúa—que inspiró a Rabelais—; o del legendario personaje irlandés, Tuân Mac Cairill,
que tomaba la forma de diversos animales.
Hasta ahora ha sido principalmente el folclor europeo lo que ha permitido establecer los
lazos entre las tradiciones grecolatinas antiguas y la mitología medieval. El folclorista alemán
Wilhelm Mannhardt en su gran obra de 1875, Waldund Feldkulte, publicó una gran cantidad
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de información destinada a documentar las similitudes entre las tradiciones populares del
norte de Europa—referidas a los bosques y los campos—y la tradición clásica antigua. Así,
encontró que las dríadas, los centauros, los cíclopes y los sátiros tenían sus parangones en la
mitología alemana, escandinava, rusa, francesa y centroeuropea. Los espíritus de la vegetación
y los hombres salvajes del folclor germano tienen sus antecedentes en los faunos y los sátiros;
menciona la gran variedad de salvajes de la región alpina (Norggen o Wildmännl, también
llamados Orgen, Orken o Lorgen, del latín Orcus); están Salvanel, Salvadegh y Bilmon, así
como los salvajes del Tirol llamados por Mannhardt Waldfänken y Fanggen. Menciona
también a la horrible Skogsnufra, de enormes senos y largo pelo y las dames vertes. La
inmensa cantidad de datos acumulada por Mannhardt permite tener una idea de la forma en que
las antiguas tradiciones sobre los salvajes sobrevivieron en la cultura popular del norte de
Europa que hizo del bosque el objeto de muchos ritos y el escenario de infinidad de
leyendas.42 El vínculo entre el salvaje y el geilt irlandés, ese prototipo de la locura heroica o
religiosa, es otro eslabón que conecta las tradiciones medievales con los antecedentes
gaélicos primitivos. El estado salvaje, en las leyendas irlandesas, expresaba una especie de
noviciado o rito de pasaje para alcanzar una condición sacerdotal o real. En la locura de
Suibhne, por ejemplo, confluyen elementos que podemos reconocer como propios del hombre
salvaje: demencia en el campo de batalla, huida a los bosques desiertos, desnudez y cuerpo
velludo, además de otros rasgos que lo acercan al legendario Cú Chulainn.43
El bosque medieval era una inmensa reserva de creencias paganas, y señalaba el lugar por
excelencia de lo maravilloso. El bosque, como espacio encantado, era el último reducto de
deidades paganas—transfiguradas en seres casi siempre diabólicos—que acechaban a la
sociedad cristiana. Los bosques eran una especie de frontera interior que amenazaba, real e
imaginariamente, al imperio de la fe cristiana.
El bosque, como señaló Marc Bloch, sólo en cierto sentido podía ser definido como esos
inmensos agri deserti que habían sido abandonados por el imperio romano acosado por las
dificultades; a partir del siglo XI se inició un proceso de “reconquista” de los bosques por los
agricultores, que roturaban tierras que no eran cultivadas desde hacía siglos.44 Se estableció
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una relación compleja con los bosques, que no eran espacios completamente desiertos, en el
sentido de deshabitados. Bloch hace referencia a un mundo inquietante de “bosqueros”
(boisilleurs), que era visto con sospecha por los sedentarios habitantes de las aldeas, de los
pueblos y de las ciudades: cazadores, carboneros, forjadores, buscadores de cera y miel,
fabricantes de las cenizas usadas en la elaboración de vidrio y jabón, recolectores de la
corteza de árbol empleada para curtir cueros y para tejer cuerdas.45 A estos vagabundos de los
bosques se agregaban sin duda toda suerte de prófugos de la justicia, lunáticos, perseguidos
por motivos religiosos, locos y bandas de asaltantes.46 La popularísima canción de gesta
Renaut de Montauban, de fines del siglo XII, nos da un reflejo de cómo debió de ser la vida
nómada y miserable en los bosques de Ardennes, donde Renaut y sus hermanos se refugian
para escapar de Carlomagno; la condición del habitante de los bosques es tan terrible que es
descrito como “noir et velu com ours enchainé” (“negro y velludo como oso encadenado”).47
El bosque medieval, como alegoría de la vida salvaje irracional, aparece como el
alucinante punto de partida del largo viaje de Dante por el infierno y el purgatorio, hasta
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llegar al paraíso:

A la mitad del camino de nuestra vida


me encontré en una selva oscura,
porque había perdido la buena senda.

Ah, qué penoso es decir cómo era


esta selva salvaje, áspera y tupida
cuyo recuerdo renueva el pavor.48

Al infierno se llega por un camino que pasa en medio de la selva salvaje, un extraño lugar
al que no se sabe cómo entra el poeta, pues una soñolencia—símbolo del vicio—lo envuelve
y lo hace desviarse del buen camino. En la selva se encuentra con tres animales salvajes: una
amenazadora pantera (la lujuria), un león hambriento (la soberbia) y una loba flaca (la
avaricia). Allí en medio del bosque salvaje lo espera Virgilio, que le dice:

“Te conviene hacer otro viaje”,


replicó al verme llorar,
“si quieres huir de este lugar salvaje”.49

Y lo conduce enseguida a las puertas de la “ciudad doliente”, del infierno, el lugar de las
penas eternas. Toda la Comedia canta el ascenso del poeta, desde el salvajismo de los
bosques oscuros donde no hay virtud ni razón, hasta la intensa luz divina que el alma puede
contemplar al final del viaje.
Ésos eran los bosques que recibieron a Merlín y a Juan Crisóstomo; no nos debe extrañar,
pues, que el adivino y el santo se hayan asemejado a la población marginal que los habitaba,
ni que sus leyendas hayan recogido la complicada imaginería—mezcla de miedos y deseos—
con que los hombres medievales veían los bosques que los rodeaban. En muchos aspectos
Merlín y Juan Crisóstomo son semejantes a los seres salvajes que poblaron los bosques en la
imaginación griega y romana: centauros, sátiros, silenos y faunos. En cierto modo, también, la
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princesa amante de Juan Crisóstomo—que salva la vida milagrosamente—es una especie de


ninfa medieval. En Lestoire de Merlin, ya citada, se cuenta cómo solamente una doncella—
Grisandoles—pudo atrapar a Merlín disfrazado de ciervo en el bosque; en palabras del
propio Merlín: “Femme mavoit pris par son poisance et par son engin che que nus homs pooit
de tout vostre pooir” (“Una mujer me atrapó con su poder y su ingenio, cosa que ninguno de
ustedes, hombres, pudo hacer con todo su poder”).50 En una versión sobre el fin de la vida de
Merlín también interviene una ninfa medieval: el viejo profeta se enamoró locamente de una
doncella—llamada Nivienne o Viviane—; la hermosa muchacha aprendió de él sus artes de
magia y con un hechizo apresó a su amante en una roca, en una cueva o en una misteriosa
campana de cristal.51 El ciclo artúrico consigna la leyenda de la romántica fuente de Barentón,
ubicada en los bosques de Brocéliande, donde Merlín duerme su sueño mágico bajo la sombra
del acerolo, y donde los campesinos bretones iban a realizar un ritual cuando querían
propiciar la lluvia.52
Al igual que sus precedentes griegos, Merlín y Juan Crisóstomo muestran ciertas
características bestiales: viven desnudos, tienen la piel velluda, su dieta se basa en alimentos
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crudos y no reprimen sus deseos sexuales. Pero hay un aspecto, de gran importancia, que no
comparten con los seres salvajes de la mitología grecorromana: Merlín y Juan Crisóstomo son
hombres que viven una existencia salvaje. Su salvajismo no es una peculiaridad innata: es un
estado en el que han caído; es una degeneración y, también, una vía hacia la salvación y la
profecía. Los cíclopes y los sátiros, en contraste, son en sí mismos entes salvajes. Aunque,
especialmente en su vertiente dionisiaca, los salvajes de la Grecia antigua constituían una
propuesta alternativa hecha a los hombres que sufrían los males de la polis. Esta invitación al
salvajismo fue aceptada por las ménades, que fueron el único grupo de seres míticos griegos
que, al menos en parte, constituyeron un estado alcanzado por la naturaleza humana mediante
el delirio místico. En este sentido el frenesí salvaje provocado por Dionisos tiene alguna
semejanza con la locura religiosa de la tradición judaica.
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1
En otras lenguas europeas: wild man, wilde mann, homme sauvage, uomo selvaggio.
2
Los dos estudios más importantes sobre el hombre salvaje medieval son los de Bernheimer, Wild Men in the Middle
Ages, y de Husband, The Wild Man. Por supuesto, ambos se refieren a estos personajes, pero lo hacen en una forma
tangencial, y no realizan un análisis comparativo de ambas leyendas.
3
El mismo autor en una obra anterior, la Historia de los reyes de Britania, se refiere a Merlín, describe sus profecías y su
función como consejero de reyes, pero no habla de la fase salvaje del mago.
4
“Fit sylvester homo quasi sylvis editus esset” (v. 80), Vida de Merlín, p. 7. Véase un estudio global del tema en Paul
Zumthor, Merlin le prophète.
5
Ibid., loc. cit.
6
Carlos García Gual, “Merlín, profeta y mago”, pp. XXVI y ss., y p. XLVI.
7
Ibid., p. XXVII. Ha sido ampliamente documentada la tesis de que la leyenda de Merlín no fue inventada por Geoffrey en
el siglo XII, sino que fue tomada de antiguas tradiciones orales celtas, algunas de las cuales se remontan al siglo VI. Tres son
las tradiciones evidentemente conectadas a la locura salvaje de Merlín: la historia de San Kentigern y su encuentro con el
salvaje peludo Lailoken, que vive desnudo y loco en el desierto; la leyenda irlandesa de Suibhne Geilt y la batalla de Magh
Rath; y los más tardíos diálogos entre Myrddin y Gwendydd. Véase John J. Parry, “Celtic Tradition and the Vita Merlini”.
8
Vida de Merlín, p. 12.
9
Ibid., p. 15.
10
Ibid., p. 16.
11
Bernheimer interpreta esta escena como la más antigua muestra de la tradicional cencerrada (charivari) con que en la
Edad Media se señalaba simbólica y ruidosamente el disgusto ante un viudo o una viuda que se volvía a casar (Wild Men in the
Middle Ages, pp. 166-168).
12
Vida de Merlín, p. 11.
13
Ibid., p. 39.
14
Gaston Bachelard en La poética del espacio evoca el bosque ancestral como un lugar del “pre-yo”, del “pre-nosotros”.
Cit. por Jacques Le Goff, “El desierto y el bosque en el Occidente Medieval”, p. 30, n. 16.
15
Dat boec van seven sloten, cap. 19, en Werke, ed. David, IV: 106-108, cit. por Huizinga, El otoño de la Edad Media, p.
316, n. 33.
“[…] per lo reo tempo ride / sperando que poi pera / la laida ara che vide.” [Ciacomo.]
“Poi ch’aggio udito dir dell’om selvaggio / che ride e mena gioia del turbato / […] / si come fosse bel tempo di maggio / si
truova d’allegrezza sormontato.” [Guido Orlandi.]
16
Spieghel der ewigher salicheit, cap. 23, cit. por Huizinga, ibid., p. 318, n. 38.
17
Huizinga, El otoño de la Edad Media, p. 315.
18
Vida de Merlín, pp. 8, 12 y 48.
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19
Jacques Le Goff, “El desierto y el bosque”, p. 29. Véase al respecto también G. M. Colombás, El monacato primitivo, II:
127-128.
20
Jacques Le Goff, ibid., p. 34.
21
Vida de Merlín, p. 17.
22
Ibid., p. 21.
23
Ibid., p. 43. La oposición a las ciudades no tiene su origen en los bárbaros, como ha señalado Henri Pirenne: “La supuesta
repulsa de las ciudades por parte de los bárbaros es una fábula convenientemente desmentida por la realidad. Si en las fronteras
extremas del imperio fueron saqueadas, incendiadas y destruidas, es incuestionable que la inmensa mayoría de ellas sobrevivió”
(Las ciudades de la Edad Media, p. 13). La tradición antiurbana se localiza más bien en fuentes cristianas primitivas coptas y
en el pensamiento pitagórico y cínico de los antiguos griegos.
24
Vida y cultura en la Edad Media, p. 49.
25
Ibid., p. 46.
26
Arthur O. Lovejoy, La gran cadena del ser, pp. 122-124.
27
The History of the Kings of Britain, VI: 17-19. Este episodio está tomado de un relato más antiguo, del siglo IX: la
Historia Britonum (40-42) de Nennius. Sobre el papel de Merlín como un anticristo véase E. Jung y M. L. von Franz, The
Grail Legend, pp. 348 y ss.
28
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 99.

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29
Vida de Merlín, p. 18.
30
García Gual, “Merlín, profeta y mago”, p. XXVI.
31
Vida de Merlín, p. 47.
32
Ibid., p. 48.
33
C. A. Williams, “Oriental Affinities of the Legend of the Hairy Anchorite”, p. 11.
34
C. A. Williams, “The German Legend of the Hairy Anchorite”.
35
C. A. Williams, “Oriental Affinities of the Legend of the Hairy Anchorite”, p. 113.
36
Ibid., pp. 111-112.
37
Husband, The Wild Man, pp. 54-55.
38
Barry Cunliffe, Greeks, Romans & Barbarians. Spheres of Interaction, pp. 91-92.
39
Bibliotheca historica, v, 31. Véase también el estudio de Jean Markale, Druidas.
40
De chorographia, III, 2, 18.
41
Bellum civile (o Pharsalia), I, 452 y ss.
42
Véase Wilhelm Mannhardt, Wald-und Feldkulte, pp. I: 73, 89 y ss., 93, 99 y ss., 110 y ss., 127; II: 39, 103 y 204.
43
Véase Pádraig O Riain, “A Study of the Irish Legend of the Wild Man”. El posible origen británico de las narraciones de
Buile Suibhne no impide ver en ellas una confluencia de los mitos medievales con los temas del salvajismo celta y del geilt
irlandés.
44
Marc Bloch, Les caractères originaux de l’histoire rurale française, t. I, p. 1.
45
Ibid., p. 6.
46
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 16.
47
Citado por Bernheimer, ibid., p. 16.
48
Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura, / chè la diritta via era smarrita. / Ah quanto a dir
qual era è cosa dura / esta selva selvaggia e aspra e forte, / que nel pensier rinova la paura! [Inferno I: 1-6.]
49
“A te convien tenere altro viaggio” / rispuose, poi che lagrimar me vide, / “se vuo campar desto loco selvaggio”. [Inferno
I: 91-93.]
50
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 142.
51
García Gual, “Merlín, profeta y mago”, p. XXXVIII.
52
J. G. Frazer, La rama dorada, p. 99.
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IV
Etnografía del salvaje medieval

UNO DE LOS ASPECTOS MÁS SORPRENDENTES del estudio de los homines agrestes medievales es
el descubrimiento de que prefiguran con asombrosa nitidez muchos de los rasgos de los grupos
étnicos primitivos definidos por la antropología moderna. Éste es un hecho extraordinario que
es necesario investigar, ya que el hombre salvaje de la Edad Media es una criatura imaginaria
que sólo existió en la literatura, en el arte y en el folclor como un ser mítico y simbólico. Así
como el estudio de esos hombres que G. P. Murdock llama “nuestros contemporáneos
primitivos” obliga al hombre moderno a meditar sobre las relaciones entre la cultura y la
naturaleza, igualmente la etnografía imaginaria del homo sylvaticus enfrentó a la sociedad del
Medioevo al inquietante problema de la relación entre el hombre y la bestia.
A primera vista, el mito del hombre salvaje parece ser un ejemplo perfecto para ilustrar
la conocida definición estructuralista: “la finalidad del mito es proporcionar un modelo lógico
capaz de superar una contradicción”.1 En efecto, el rígido y jerarquizado sistema cristiano
impedía pensar en una continuidad entre el hombre y las bestias; sin embargo, el hombre
salvaje era un ser mítico ubicado a medio camino entre lo animal y lo humano, era una bizarra
mezcla de bestialidad y civilización cuya lógica aterradora—y simbólica—permitía pensar
en, y sobre todo sentir, los estrechos nexos que unen la naturaleza con la cultura. En este
sentido, el mito establece una mediación entre los polos de una contradicción irresoluble en el
interior del sistema cristiano.2 Pero hay otra interpretación posible: que la fórmula
estructuralista sea una manifestación moderna del antiguo mito sobre el salvaje, la
prolongación de una estructura mítica que establece un modelo analógico para pensar y sentir
la oposición entre la naturaleza y la cultura. De esta manera, la ciencia no explicaría al mito,
sino a la inversa: el antiguo mito occidental del salvaje explicaría, al menos en parte, a la
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ciencia moderna. En el interior de la etnología moderna subsistiría, agazapado, un viejo mito.

33. La encantadora mujer salvaje, con una guirnalda de hojas, amamanta a su niño, mientras custodia el escudo de armas de
alguna familia noble.
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Cuando afirmo que el homo sylvaticus medieval es una prefiguración del hombre
primitivo de la era colonial y moderna uso intencionalmente una noción medieval. La
estructura figural, como la ha analizado con maestría Auerbach, permitía establecer una
relación fuera del tiempo y del espacio entre dos acontecimientos o personas; era la forma en
que se interpretaban las sagradas escrituras: el Antiguo Testamento era visto como una
sucesión no de episodios históricos, sino de figuras: de prefiguraciones de la venida de
Cristo. La antropología estructuralista, en gran medida, plantea una interpretación similar,
provocando el peligro—señalado por Auerbach—de que los episodios queden sofocados
“por la espesa red de las significaciones”.3 Mientras que en la interpretación figural las
conexiones históricas y geográficas eran sustituidas por la providencia divina, en la
interpretación estructuralista—al menos en la versión de Lévi-Strauss—la relación intemporal
es establecida por el espíritu humano que deja su impronta tanto en el mito como en la ciencia
moderna.4 Entre el mito y el mitógrafo se establece una conexión, de tal manera que la
estructura del mito puede descubrirse gracias a que una estructura similar existe en el espíritu
del mitógrafo. De momento sólo me interesa plantear el problema: lo inquietante no es que el
mito medieval funcione como lo prevén los antropólogos, sino que el “pensamiento salvaje”
que atribuyen a los hombres primitivos sea similar al mito del salvaje codificado en la Europa
del siglo XII, sobre la base de antiguas tradiciones grecolatinas y judeocristianas. Me parece
que se justifica, con objeto de reflexionar sobre estos problemas, sumergirnos en la etnografía
del salvaje medieval; es decir, tratar a esos seres míticos imaginarios como si tuvieran una
existencia material enmarcada por la historia europea de los siglos XII al XV.
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34. El hombre salvaje, que acabó convertido en un ingrediente inofensivo de la semiótica heráldica, le transmitía simbólicamente
su virilidad al dueño del escudo de armas.

1. El cuerpo

El salvaje medieval presentaba un tipo físico definidamente humano, con características


raciales similares a las de la población europea. Un rasgo notable, sin embargo, lo alejaba de
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la especie humana: tanto los machos como las hembras ostentaban un cuerpo profusamente
velludo; su piel era como la de un oso o la de un lobo. El pelo les cubría todo el cuerpo salvo
el rostro, las manos, los pies, los codos y las rodillas. Por lo demás, solían ser hombres
blancos y barbados, con una abundante cabellera ondulada, la piel clara, los labios delgados y
la nariz estrecha. Las hembras tenían una cabellera extremadamente larga y sus senos estaban
desprovistos de pelo. No mostraban casi nunca algún rasgo racial proveniente de poblaciones
asiáticas o africanas: eran inconfundiblemente europeos.
Por lo regular estaban dotados de una fuerza descomunal, sobrehumana; no era raro que
llevasen en una sola mano todo un árbol con las raíces al aire. Aunque en muchas ocasiones su
tamaño era más o menos semejante a la talla humana, aparecían frecuentemente representados
como un gigante o como un enano. Las variaciones en el tamaño del hombre salvaje obedecían
a convenciones plásticas ligadas al tipo de obra (escultura, escudo, vitral, bajorrelieve,
grabado, etc.) y al tipo de narrativa en que aparecía. La forma en que interactuaba con los
hombres (violador, protector, agresor, etc.) solía producir adaptaciones de su tamaño al
contexto, apareciendo ya sea como un gigante equiparable a los montes o los árboles, o bien
como un ser pequeñito que se ocultaba bajo las hojas del bosque. En algunos casos el salvaje
medieval, para enfatizar sus rasgos animales, era descrito caminando a gatas, como un
cuadrúpedo.
Este hombre silvestre no era, por lo general, una transposición de las peculiaridades
físicas de los africanos o de los asiáticos; aunque sin duda los seres humanos más o menos
imaginarios y monstruosos descritos por los viajeros y peregrinos deben de haber estimulado
la fantasía de los europeos, el mito del salvaje medieval no era un producto de la mirada
etnocéntrica con que se contemplaban los pueblos exóticos del oriente lejano y del sur
tropical. Sin embargo, desde el punto de vista de la teología, estos seres extraños de los
bosques europeos eran asimilables a las razas de monstruos descritas en las Maravillas del
Este o en los Viajes de Mandeville. No era difícil comprender los milagros excepcionales con
los que Dios rompía en ocasiones sus propias leyes, pero no quedaba clara la razón por la
cual permitía, como ha señalado Mary B. Campbell, que florecieran razas y especies
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completas de seres monstruosos; en ocasiones, como es el caso del relato del obispo Arculf
sobre su peregrinación a Jerusalén y a Constantinopla (del siglo VII), los extraños fenómenos
que cuenta son validados por su conexión con los objetos y los lugares santos, lo cual les daba
un tranquilizador carácter milagroso.5 Pero éste no era el caso del homo sylvaticus, que vivía
en los bosques y las montañas de Europa. Agustín había dado una explicación general: los
monstruos eran un mensaje, una prueba de la fuerza divina sobre los cuerpos naturales, que
prefiguraba el poder de Dios para provocar la resurrección final de los cuerpos muertos de
los hombres: “El nombre monstruo—dice Agustín—[…] evidentemente viene de monstrare,
enseñar, porque ellos al significar algo muestran […] Estos monstruos, ostentos, portentos y
prodigios, como se les llama, deben mostrar, ostentar, preostentar y predecir que Dios hará lo
que profetizó con los cuerpos de los muertos…”6 Y en relación con los hombres monstruosos
no aclaró nada: “Si tal gente existe, entonces o bien no son humanos, o bien, si lo son,
descienden de Adán”.7 La teología cavó un inmenso abismo para separar al hombre de la
naturaleza: tan grande era la separación que dejó a la sociedad en el aislamiento de un espacio
desnaturalizado, en donde la humanidad era una masa solitaria rodeada por un universo
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amenazador y rígido con el que no se intentaba comunicar más que por un sistema hierático de
señales petrificadas.8
El mito fue más fuerte que la teología. Ya para el siglo XII la iconografía medieval
establecía con nitidez el estereotipo del salvaje peludo, como una imagen en desesperada
búsqueda de una vinculación del hombre con los instintos, con las pasiones, con el sexo. Los
escritores medievales prefirieron por lo general evadir las explicaciones teológicas sobre la
existencia del hombre salvaje, y se inclinaron—como señala Bernheimer—9 a describirlo en
términos sociológicos y psicológicos: el salvaje, en su estado lamentable, no sería una
creación de Dios sino que se trataría de una criatura que habría caído en la condición bestial
debido a la locura, al hecho de haber crecido entre animales, a la soledad o a las extremas
penalidades sufridas. Para muchos pensadores, no había un ser salvaje, sino una existencia
silvestre: un peligro de derrumbe del hombre a un estado eventualmente pasajero y, en todo
caso, no innato. Sin embargo, las explicaciones intelectuales no borraron de la imaginería
medieval la presencia de un ser ubicado a medio camino entre las bestias y los hombres, en
una posición mediadora similar a la de los ángeles, entes que en la gran cadena del ser se
ubicaban entre la humanidad y la divinidad.
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35. Un Libro de las horas francés, realizado hacia 1500 en el taller de Jean de Montluçon, es una extensa etnografía
imaginaria ilustrada sobre el hombre salvaje medieval. Aunque casi siempre lo vemos en actitudes agresivas, también aparece
realizando actividades domésticas.

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36. Un caballero es capturado por tres hombres salvajes.
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37-39. Hombres salvajes en procesión, practicando ebrios un deporte y raptando a una mujer montada en un unicornio.

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40-41. Los hombres salvajes constituían un mundo aparte, con sus costumbres, sus peligros y sus rituales. Aunque era un mundo
violento y despiadado, en algunos momentos los hombres salvajes se reunían para danzar y tocar el arpa.
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42. Un centauro y una mujer salvaje son atacados por la muerte y por hombres armados de hachas, posiblemente lapitas.
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Curiosa transposición de la historia de Ovidio sobre el amor de dos centauros, Cílaro e Hilonome, pero aquí la mujer-centauro
aparece como una mujer salvaje desnuda que, montada en su amante y enlazada por el brazo con él, rechaza con el brazo
izquierdo el furioso ataque de un lapita.

43. Una mujer salvaje, en un mapa tolemaico de 1493, ilustra, junto con otros seres monstruosos, las extrañas razas que habitan
en los confines del mundo.

Chrétien de Troyes, en El caballero del león, distingue perfectamente entre el estado de


salvajismo en el que cae Yvain, poseído por la locura, de aquellos que son hombres salvajes,
como el que vigila el bosque de la fuente mágica, y que es la criatura más horrenda que haya
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creado la naturaleza. Es descrito con lujo de exotismo, como una mezcla de rasgos raciales de
los moros con peculiaridades de elefante, lobo, jabalí, búho y gato. El diálogo entre este
hombre salvaje, que está armado con su típico mazo y mide más de diecisiete pies de altura, y
el caballero Calogrenante es revelador: tras la grotesca fealdad y su complicado exotismo se
encuentra un ser humano:
—Oye tú, dime si eres criatura de Dios o del diablo.
Y él me contestó que era hombre.
—¿Qué especie de hombre eres tú?
—Tal como lo ves, no soy de otra manera.
—¿Qué haces tú aquí?—Yo me quedo aquí para guardar los animales de este bosque.10

2. El espacio

El hombre salvaje era un habitante de los bosques del occidente europeo, donde
frecuentemente convivía—lejos de las aldeas y de las ciudades—con los animales. Según la
historia de Gawain y el caballero verde, escrita en el siglo XIV, su espacio natural eran los
riscos de los solitarios bosques montañosos, rodeado de lobos, serpientes y toros silvestres.11
En Faërie Queene, Spenser lo ubicaba en los parajes más inhóspitos de bosques lejanos,
donde ni las bestias salvajes solían penetrar.12 En la épica alemana Orendel, del siglo XII,
encontramos una descripción en verso de un arnés estampado con un relieve, que celebraba al
hombre salvaje:

Tendidos bajo un tilo yacen


Un oso y un dragón,
Un jabalí y un león.
De lo más bello se ven
Allí está el hombre salvaje plantado
Y puedo decir que aunque dorado
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Parece que está vivo.13

El salvaje vivía como animal, y le acompañaban bestias reales e imaginarias: ciervos,


unicornios, osos, centauros, lobos, dragones, serpientes y leones. Con los animales solía
establecer una relación de convivencia y de dominio, en la cual las bestias parecían reconocer
tanto su afinidad con el salvaje como la superioridad del hombre. El espacio, el habitat, del
hombre salvaje era esa singular y escurridiza noción de naturaleza que la cultura medieval
recrea a partir de los griegos. La naturaleza no era simplemente la suma de los minerales,
vegetales y animales: era un espacio inventado por la cultura para establecer una red de
significados supuestamente externos a la sociedad, con el fin de reflexionar sobre el sentido
de la historia y de la vida de los hombres en la tierra. Paradójicamente, la naturaleza era un
espacio simbólico y artificial que permitía elaborar modelos de comportamiento a partir de
las peculiaridades de un orden natural que—al mismo tiempo—atraía, aterraba y alentaba a
los humanos. El hombre salvaje tenía con la naturaleza una relación que, por analogía,
establecía un canon de comportamiento social y psicológico: se fundía o se confundía con su
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medio ambiente boscoso: era un hombre natural, simétricamente opuesto al hombre social
cristiano.
Tanto la literatura como el folclor han definido una forma especial de interacción entre el
salvaje y las condiciones climáticas. Curiosamente, aunque el salvaje desnudo adaptaba su
cuerpo a las inclemencias del clima, su ánimo solía tener una relación inversa con el estado
del tiempo. Cuando un poeta del norte de Francia se refirió a las tristezas del amor, tomó
como modelo al hombre agreste:

¿No ríe cuando llueve


el hombre salvaje?
Qué bella esperanza
de quien calla su sospecha.
Quien sufrir sabe
no se ve ya que dude.14

Estos hermosos versos no se comprenden completamente si no tomamos en cuenta que


desde el siglo XII se había ya formado un estereotipo preciso sobre el comportamiento del
salvaje, cuyos estados de ánimo no son determinados por el presente, sino por el futuro.
Cuando hace mal tiempo se ríe, pues sabe que después saldrá el sol; pero cuando hay buen
tiempo está triste, pues espera la lluvia, el viento y el frío. Esta imagen—lo conort del
salvatge (el consuelo del salvaje)—fue utilizada con frecuencia en la poesía del amor
cortesano—desde los trovadores provenzales hasta los rimadores sicilianos y toscanos—
como ejemplo para el caballero enamorado que esperaba con impaciencia una señal de su
amada.15
Todavía en el siglo XV Boiardo, en su Orlando enamorado, usa la metáfora del hombre
salvaje para presentarlo como un modelo para el hombre enamorado:

Habita en el bosque, siempre en el verdor,


Vive de frutas y se sacia en el río;
Y si se dice de él que es de tal tenor
Que llora siempre si el cielo es sereno
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Es que del mal tiempo tiene gran temor,


Que el sol deje de darle calor pleno;

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44. Diego de San pedro cuenta que en la Sierra Morena se encuentra a “un cavallero assí feroz de presencia como espantoso
de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje; levaba en la mano isquierda un escudo de azero muy fuerte, y en la
derecha una imagen femenil entallada en una piedra muy clara, la cual era de tan estrema hermosura que me turvaba la vista”.
El salvaje le anuncia: “Yo soy principal oficial en la casa del Amor; llámanme Deseo… con la hermosura desta imagen causo la
aficiones y con ellas quemo las vidas, como puedes ver en este preso que llevo a la Cárcel de Amor”.

Pero si llueve y del cielo cae el viento,


Así es feliz porque espera el buen tiempo.16

El salvaje era un ser que enviaba mensajes; su interacción con el espacio natural y con el
clima estaba preñada de señales y significados. Vivía con las bestias muy integrado a la
naturaleza boscosa, pero le sonreía al mal tiempo, cosa que no suelen hacer los animales
silvestres. ¿Qué quiere decir? ¿Hay aquí un embrión de lo que después será llamado el buen
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salvaje, que le ofrece a la sociedad un valioso modelo de comportamiento natural? Me parece


que, ciertamente, el homo sylvaticus tomado como ejemplo por la poesía cortesana tiene
notorios ingredientes del mito del buen salvaje; pero lo ubica en el espacio natural del
sufrimiento. Es muy notable su forma de vivir con anticipación y de no estar nunca en el
presente, con el ánimo triste cuando las cosas van bien, pero alegre frente a la adversidad.
Bernheimer señala que la idea del salvaje como modelo moral se expandió conjuntamente con
la doctrina provenzal del amor. El sufrimiento en nombre del amor era altamente valorado: de
ahí esta espiral dialéctica del salvaje que gusta de la adversidad y está triste con la ventura;
de forma análoga el caballero enamorado goza cuando lo abandona su dama y sufre cuando
ella lo estima.17 Denis de Rougemont, a partir de la leyenda de Tristán, ha extraído del amor-
pasión medieval, basado en el sufrimiento y en el dominio del destino sobre la libertad
personal, un modelo de las obsesiones típicas del hombre occidental europeo “para quien el
dolor, y especialmente el dolor amoroso, es un medio privilegiado de conocimiento”.18 Pero
era, además, un medio de organización que sintetizaba, al decir de Huizinga, el ascetismo y el
erotismo en la figura del héroe que sufre por su doncella amada, y que en los torneos
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arriesgaba su vida para liberarla. Huizinga cita la existencia en Poitou y otros lugares de una
extraña orden de nobles y damas amantes; se llamaban galois y galoises, es decir hombres y
mujeres que llevaban una vida de placer (gale, galer: gozo, divertirse). En Le livre du
chevalier de la Tour Landry, de fines del siglo XIV, se dice que esta orden tenía “una regla
muy salvaje y contra la naturaleza del tiempo”19 que obligaba a sus miembros a llevar en
verano vestidos y gorras de piel y encender el fuego en las chimeneas; en contraste, debían
soportar el invierno sólo con un traje ligero, sin pieles ni abrigo, sombrero o guantes; en
invierno cubrían el suelo con hojas verdes y dormían sólo con una manta delgada. Otra regla
de la orden de los galois y las galoises decía que el hombre casado debía entregar su mujer y
su casa a todo galois que fuese su huésped, al tiempo que se dispone él mismo a partir en
busca de su galoise. El caballero de la Tour Landry dice que muchos miembros de esta orden
morían de frío: “y temo mucho que estos galois y galoises que murieron en este estado y en
estos amoríos fueron mártires de amor”.20 Esta singular orden de caballería reunía, en el
estereotipo del hombre salvaje, la moral monástica con el amor galante; con ello, advierte
Huizinga, se lograba una intensificación ascética del incentivo sexual que delataba el carácter
primitivo o salvaje del voto caballeresco.21

3. El comportamiento sexual

El hombre salvaje era el símbolo medieval pagano más abiertamente ligado al placer sexual, a
la pasión erótica y al amor carnal. El significado sexual del salvaje fue distinto del que tenían
los demonios íncubos y súcubos que copulaban con los hombres y las mujeres mientras
dormían. Satán y las huestes infernales tenían un lugar definido y bien documentado dentro del
discurso teológico, y aparecían sobre la tierra como expresiones preternaturales del enemigo
del dios cristiano. Los demonios eran seres espirituales malignos, mientras que los hombres
silvestres eran seres naturales. Un demonio íncubo o súcubo era la encarnación del mal que se
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valía de toda clase de ardides para hacer el amor con los seres humanos. El salvaje, por el
contrario, era una monstruosa fuerza desencadenada de la naturaleza, que asaltaba con
bestialidad animal a los hombres civilizados y a los que quería absorber en su descomunal
abrazo.
Contra los demonios que se acoplan con hombres y mujeres durante el sueño hay toda
clase de exorcismos y ejercicios piadosos; contra la violencia feroz del hombre salvaje actúa
la resistencia violenta del caballero que salva a la dama de caer en sus velludos brazos. La
madre de Merlín, por ejemplo, fue penetrada durante el sueño por un demonio íncubo debido a
que olvidó santiguarse antes de dormir: “cuando me desperté—cuenta a su confesor—, me
encontré deshonrada y desvirgada, aunque la puerta de mi habitación seguía tan bien cerrada
como yo la había dejado, y no me encontré a nadie por allí, de manera que yo no sé quién me
lo hizo”. El santo confesor le impuso una penitencia para toda la vida, en una reveladora
sentencia que acepta la inevitabilidad del erotismo onírico: “Abandonarás toda lujuria: te la
prohíbo completamente, salvo la que sobreviene entre sueños, que nadie puede evitarla”.22
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Estas sutilezas teológico-oníricas no ocurrían con el hombre salvaje, que asaltaba
sexualmente a las mujeres con toda la cruda y natural carnalidad de una bestia en celo. El
salvaje por lo regular era un secuestrador que intentaba llevarse a la mujer atacada al bosque
o a la montaña con el fin de aparejarse permanentemente con ella. No era un fugaz demonio
lascivo que violaba a las mujeres para esfumarse inmediatamente después. Si el caballero
protector de la dama no lograba impedirlo, el salvaje la raptaba y la recluía en sus apartados
dominios, de donde debía ser rescatada a costa de muchos peligros y dificultades. Bernheimer
interpreta este ciclo del rapto-reclusión-rescate—tan típico de muchas historias medievales—
como un viaje de la mujer al otro mundo, en el que el hombre salvaje es, no un íncubo, sino un
demonio de la muerte y el caballero una especie de Orfeo.23
Los varones no estaban excluidos del peligro de ser raptados: existía también la terrible
mujer salvaje cuyos impulsos sexuales desenfrenados amenazaban a los caballeros
medievales. En un poema épico bávaro del siglo XIII se cuenta de una mujer salvaje y pe luda,
Raue Else, que asedia a Wolfdietrich, quien monta guardia al lado del fuego, mientras sus
compañeros duermen. La monstruosa Raue Else, al ser rechazada dos veces, embruja a
Wolfdietrich, que pierde la razón y se convierte en un loco salvaje que vive en el bosque de
raíces y hierbas. Al cabo de medio año Raue Else se aviene a desencantarlo, a cambio de lo
cual Wolfdietrich promete casarse con ella, con la condición de que sea bautizada. Raue Else
acepta y se lo lleva a su reino de Troy; allí, en una fuente de la juventud, se transforma en la
bellísima princesa Sigeminne.24 El final feliz de este poema apenas podía ocultar el temor que
inspiraban las mujeres salvajes a aquellos que se aventuraban a viajar por los bosques. En el
folclor de los Alpes tiroleses y bávaros ha quedado la huella de Faengge o Fankke, ogresa
velluda y feísima dotada de unos senos tan grandes y largos que los podía llevar sobre sus
hombros.25 En muchas leyendas las cosas se presentaban al revés: la mujer salvaje podía
tomar la apariencia de una hermosa joven para atraer a sus víctimas, que una vez atrapadas
descubrían con horror que habían caído en los brazos de una hembra peluda de enormes y
colgantes senos, dotada de una fuerza brutal.26 Hacia el fin de la Edad Media las mujeres
salvajes eran generalmente asimiladas a las brujas y ocupaban, por ello, un lugar preciso en la
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demonología cristiana.

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45. Una temible mujer salvaje, Raue Else, intenta seducir a Wolfdietrich, el héroe de una antigua leyenda germánica.

Una fábula francesa del siglo XIII, de Douin de Lavesne, muestra una vertiente picaresca
de la sexualidad del salvaje: Trubert, el hijo tonto de una pobre viuda que vive en el bosque,
es sin duda una versión cómica del hombre silvestre, aunque no aparece con todos los
atributos típicos de los salvajes. Trubert posee una fuerza física y un vigor sexual enormes. Su
idiotez y su agresividad lo vuelven un ser peligroso que desencadena situaciones jocosas, que
enfrentan la maliciosa tontería salvaje al mundo cortesano de los castillos. Un buen día
Trubert va al mercado del castillo cercano—cuenta la fábula—a vender una ternera, para
poder comprar una pelliza a su hermana: mejor vestida podrá encontrar marido. El tonto del
bosque vende la ternera por una cantidad irrisoria, y con el dinero compra una cabra a un
precio que erróneamente cree que es muy bajo. Las tonterías lo llevan al taller de un pintor,
donde toma una imagen de Cristo en la cruz por un ser verdadero de carne y hueso, y se
indigna ante la crueldad. Le paga al pintor una suma muy elevada para que le pinte la cabra de
colores. Así, el tonto salvaje va muy contento con su cabra multicolor cuando la duquesa que
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lo ve pasar lo hace llamar para comprarle la llamativa cabra. El idiota fija el precio en “una
cogida y cinco sueldos” (un foutre et cinq sous de deniers). La dama fornica apresuradamente
con el salvaje, pues su marido está por llegar. Después el tonto le vende la cabra al duque a
cambio de “cuatro pelos del culo y cinco sueldos” (quatre poils du cul et cinq sous). Después
Trubert bajo diferentes disfraces (de carpintero, de mujer, de médico, de caballero) vuelve a
hacer el amor con la duquesa, humilla al duque que confiesa no tener “el vigor del loco de la
cabra” que ha fornicado con su mujer, embaraza a la hija del duque que gozaba con manipular
juguetonamente su “lepereau”, reparte palizas a diestra y siniestra, provoca enredos y
equívocos, es motivo de burla pero acaba engañando a todos, incluyendo al rey Golias que
termina por error haciendo el amor con su criada, a la que promete coronar como reina.27
El hombre salvaje de la famosa Cárcel de amor de Diego de San Pedro no deja dudas
cuando anuncia: “yo soy principal oficial en la casa del Amor; llámanme por nombre
Deseo”.28 El hombre salvaje era una alegoría ubicada en el polo opuesto de la educación
caballeresca que aconsejaba reprimir los apetitos sexuales en nombre de un ideal; así, el
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caballero debía mostrar devoción, adulación y humildad ante la mujer amada. En contraste, el
hombre salvaje asaltaba con sus deseos irreprimibles a las damas, que debían ser defendidas
por sus caballeros. Pero es evidente que el salvaje no sólo era un ser alegórico que permitía,
por contraste, definir la nobleza del amor caballeresco: también simbolizaba los deseos
sensuales del propio caballero, que las mujeres debían aprender a domesticar. De allí surgió
un conjunto de expresiones literarias y artísticas que representaban el enorme poder femenino
para domar los incivilizados deseos de los hombres salvajes. Un típico poema amoroso
holandés, Van der wilden Man, relata la historia de un hombre salvaje que es sacado del
bosque, atado a una cadena, por una doncella. El ser peludo canta así su situación:
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46. Los salvajes medievales evolucionan hasta conformar un ejemplo de bondad natural y primigenia, e incluso aparecen como
una familia feliz ubicada en un espacio paradisiaco, como en este grabado alemán del maestro bxg, realizado entre 1470 y 1490.

Yo era salvaje, ahora estoy preso


y atado a los lazos del amor;
Una doncella me ha hecho eso.29

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La sensación de que los deseos sexuales eran independientes de la voluntad era
considerada por la teología como una secuela del pecado original: el cuerpo ya no podía ser
dominado totalmente por la razón o la voluntad, como ese síntoma ominoso del pecado—la
incontrolada erección del pene—demostraba ampliamente, según había dicho Agustín.30 El
hombre salvaje era la expresión más extremosa de esa autonomía del cuerpo con respecto a la
voluntad; era necesario encadenar o domesticar esa fuerza sexual salvaje. Esta domesticación
de la sexualidad desenfrenada del hombre salvaje medieval presentó tres facetas. En la
primera, correspondiente al auge del ideal caballeresco, el amor mostraba toda su fuerza y
esplendor cuando la mujer lograba encadenar al salvaje y aplacar sus apetitos bestiales. En la
segunda faceta el salvaje aparecía con su esposa y sus hijos, haciendo una vida familiar
monogámica calcada totalmente del paradigma cristiano, como la imagen atribuida a Jean
Bourdichon o en el grabado de Hans Schäufelein. Por último, la tercera faceta mostraba al
salvaje reducido a un emblema heráldico y a ser un mero portador de los escudos de armas de
cientos de familias nobles europeas; el salvaje, de ser una terrible amenaza sexual, se había
convertido en un domesticado guardián y protector de la nobleza. Pero estas derivaciones y
variaciones sólo confirman el hecho de que el núcleo pagano del mito del salvaje medieval
albergaba una poderosa simbología sexual que con el tiempo fue transformada, ocultada y
domesticada por la erótica cortesana, la épica cristiana y la semiótica heráldica.

4. La economía

Pensar en la economía del hombre salvaje puede parecer un contrasentido; aun en su


significado estrecho y etimológico de administración del hogar, es difícil suponer un
comportamiento económico en un ser que carecía de casa, que vivía a la intemperie y a lo
sumo encontraba cobijo en el tronco hueco de un árbol o en una cueva de la montaña. Pero esta
vida salvaje fue un contexto original que impulsó el desarrollo de esa paradójica noción que
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con el tiempo se inscribiría con firmeza en el pensamiento occidental: la economía natural.


Los salvajes medievales reproducían fielmente el arquetipo grecolatino, en la tradición
antigua de Lucrecio, que había descrito la vida de los primeros hombres como seres nómadas
que vivían casi como bestias.31
El hombre salvaje se alimentaba principalmente de lo que la naturaleza le daba en forma
espontánea: raíces, hierbas, frutos. Pero su comportamiento no era totalmente animal, pues
aunque desconocía el uso del fuego y consumía crudos los alimentos, estaba armado de un
gran garrote con el cual se defendía de las fieras y cazaba animales.32 Su vínculo con la
naturaleza no estaba exento de grandes penurias, pero en principio no era una relación
económica. Es interesante señalar que aun en una época tan tardía como el siglo XVI el
pensador renacentista Paracelso dedicó todo un libro a la extraña y salvaje vida de los
silvanos, las ninfas, los pigmeos y los vulcanos. Sus explicaciones son deliciosas e
interesantísimas, pero por ahora sólo quiero señalar la curiosa contradicción de Paracelso
cuando intenta comprender el comportamiento económico de los extraños seres de los
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bosques, las aguas, las montañas y el fuego. Al igual que los otros seres, a los habitantes del
bosque—a los que llama indistintamente Sylphen (silfos), Sylvestres (silvanos o salvajes),
Waldleuten (gente del bosque) y Wilden Menschen (hombres salvajes)—“nada les es innato,
sino que han de trabajar para conseguirlo, al igual que el hombre”.33 Esta sorprendente
afirmación la contradice Paracelso más adelante, cuando señala que “estas gentes tienen
cuanto les es necesario según sus deseos, y no trabajan para ello, es decir: lo poseen sin
trabajo”.34 La primera afirmación de Paracelso está encaminada a subrayar el hecho de que
estos seres no son como el ganado, al que el vestido les es innato por naturaleza; pero el
trabajo de los silvanos, ninfas, gnomos y salamandras “corresponde a la naturaleza de su
mundo”, y Dios les provee de vestido propio al igual que da lana de oveja a los hombres;
pero no nos explica la peculiaridad de sus vestidos. Lo que a Paracelso le interesa es la
definición de un peculiar universo de humanoides que no descienden de Adán y que no tienen
alma, pero que tampoco son como los animales. Son un simulacro de hombre y de mujer, pero
pertenecen a un mundo maravilloso donde las cosas ocurren en una dimensión distinta a la
propiamente humana. Cuando Paracelso, en la segunda referencia, dice que estos seres
obtienen lo que desean sin trabajar, pone el ejemplo de los hombrecillos de la montaña, que
son capaces de acuñar buen dinero según su voluntad, a diferencia de la criatura más atada de
todas, el hombre, que “nada puede conseguir con deseos y ambiciones”. La contradicción de
Paracelso, en lo que se refiere al comportamiento económico de todos estos seres salvajes
(Wilden Leut), es ocasionada por su empeño en definir un mundo intermedio entre el hombre y
las bestias; un mundo en el que las cosas no ocurren espontáneamente, como en el reino
animal, pero tampoco están sujetas a las rígidas reglas económicas de la sociedad humana: un
mundo al mismo tiempo natural y maravilloso. El hombre silvestre de la Edad Media era un
ser bestial, pero al mismo tiempo podía estar dotado de cierta sabiduría mágica y
preternatural, como el que en Faërie Queene de Spenser cura con hierbas del bosque las
heridas de un caballero:
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47. En una visión escapista y crítica el salvaje se lamenta de la perfidia de un mundo dominado por los ricos, devastado por las
guerras y dominado por las injusticias. Este grabado en madera de Hans Schäufelein fue realizado en 1545 para ilustrar un
poema de Hans Sachs escrito en 1530 sobre unos salvajes edénicos.

Una cierta hierba de allí le trajo,


Cuya virtud por su uso bien conocía;
El jugo de ella sobre su herida extrajo,
Y en seguida dejó de sangrar…35

Las contradicciones de Paracelso heredan y resumen, a su manera peculiar, un problema


que atravesó toda la cultura medieval: la confrontación con un mundo natural que no se
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comprendía fácilmente y que se convertía en una fuente inagotable para la imaginación de un


universo poblado de maravillas.
La asimilación de un mundo feliz a la vida natural en ocasiones estimuló la idea de
colocar algunas actividades típicamente campesinas o aristocráticas (como el cultivo de la
tierra o la cacería) en el marco de la naturaleza salvaje. Así, algunas actividades civilizadas
eran despojadas de fatigas y peligros, para ser vistas como una forma silvestre idílica de
comportamiento. Como ejemplo podemos ver algunas representaciones de hombres salvajes—
en tapices del siglo XV—que los muestran realizando diversas labores civilizadas. Un largo
tapiz de Basilea, tejido hacia 1460, muestra a mujeres y hombres salvajes dedicados a labores
agrícolas en un cuadro de gran armonía rústica: aquí el salvaje comienza a ser presentado
como un ideal escapista de bondad natural y es puesto a trabajar de la misma forma en que, en
una idílica aldea campesina, lo hacen los campesinos. En otro tapiz de Basilea vemos a los
salvajes llevando a cabo la más aristocrática y ordenada cacería: pero se trata de nobles
disfrazados de salvajes en una escena cortesana llena de ironía; unas banderolas explican la
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acción en forma de diálogo: una hermosa dama salvaje dice: “Querido compañero, mire a su
alrededor y ocúpese de los animales salvajes”. Y el caballero que la corteja, también
disfrazado de salvaje y armado de un gran garrote, le responde: “No tema, mi bella, yo le daré
mansedumbre y salvajismo”, al tiempo que le entrega un ave cobrada durante la cacería.36 La
asimilación de actividades económicas o cortesanas al universo de la naturaleza salvaje
permitía el juego de contrastes entre lo civilizado y lo salvaje; de esta manera los impulsos
salvajes eran domesticados y civilizados, pero al mismo tiempo la vida civil era contemplada
como una forma natural de comportamiento. El trabajo, al ser convertido en una actividad
silvestre, era despojado de todas las vilezas de la opresiva vida cotidiana: dejaba de ser
trabajo.

5. El gobierno

La iconografía medieval nos muestra con frecuencia al hombre silvestre empeñado en una de
las más típicas actividades del gobierno y del desgobierno de los seres humanos: la guerra. En
una ilustración de un manuscrito de principios del siglo XV se ve una horda de hombres y
mujeres salvajes—acompañados de cuatro jabalíes—que se enfrenta con espadas, lanzas,
garrotes y escudos a un ejército de caballeros en armaduras encabezados por el rey
Alejandro.37 Otras obras representan a los hombres salvajes armados tomando por asalto el
castillo del amor, una alegoría típica que hacía referencia al corazón de la dama asediado por
el amante. En tapices alsacianos se ven grupos de hombres salvajes atacando diversos
castillos; en un tapiz de 1400, particularmente interesante, están asaltando el castillo de los
moros.38 En él vemos la legendaria agresividad del hombre salvaje enfrentada no sólo a una
fortaleza defendida por un orden maligno—el de los moros—, sino también, en otras escenas
del mismo tapiz, a varios animales que simbolizaban el vicio (el león, el basilisco).
Los hombres salvajes no eran una alegoría de los bárbaros. La barbarie de los pueblos no
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cristianos se constituía en poderosas formaciones políticas que hacían la guerra para


conquistar los territorios de la cristiandad. Los hombres del Medioevo comprendían, así fuera
intuitivamente, lo que Clausewitz cristalizaría en su forma moderna: la guerra que hacían los
bárbaros era la continuación de una política y un gobierno radicalmente hostiles a la nobleza
cristiana europea. Aunque la idea de barbarie mantenía las connotaciones de brutalidad y
ferocidad, se aplicaba principalmente a los infieles que rehusaban oír la palabra del dios
cristiano o que jamás la habían escuchado. Reacios o ignorantes, estos bárbaros podían ser
convertidos a la fe cristiana, pues eran descendientes de Adán al igual que los caballeros
cruzados que los combatían. Pero la violencia guerrera de los hombres salvajes era
radicalmente diferente, pues no emanaba de alguna forma infiel o perversa de la política y de
la religión. Los salvajes carecían de toda forma de gobierno; la violencia salvaje no se ejercía
en nombre de extrañas costumbres, dioses paganos o formas bárbaras de autoridad y de ley.
¿De dónde procedía, entonces, la violencia del hombre salvaje? ¿De qué poder emanaban su
hostilidad y sus agresiones? Hay que decir que la etnología moderna sigue tratando, hoy en
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día, de contestar estas preguntas tan típicamente medievales.

48. Este salvaje gigantesco dibujado por Hans Burgkmair hacia 1503 es mucho más que un ser maligno: es una fuerza de la
naturaleza, violenta y desencadenada, ante la que los caballeros debían probar su honor.

La teología, que intentaba atrapar en sus redes los mitos paganos, se inclinaba por
suponer influencias satánicas e infernales en el comportamiento de los salvajes. Desde esta
perspectiva el salvajismo desenfrenado—no sujeto a códigos ni a reglas—formaba parte de la
milagrería sobrenatural con que las fuerzas divinas—y las diabólicas—enviaban mensajes a
los hombres. Sin embargo, el mito del hombre salvaje pertenecía más bien al territorio de lo
maravilloso, en el sentido en que lo define Jacques Le Goff: una cultura popular diferente a la
cristiana que formaba parte de la “búsqueda de la identidad individual y colectiva del
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caballero idealizado”,39 enfrentado a un mundo de aventuras y proezas maravillosas en las que


intervienen monstruos, objetos mágicos y geografías imaginarias. La violencia salvaje no era
—en la tradición folclórica pagana—una fuerza satánica o milagrosa: era más bien una
potencia portentosa que obligaba al caballero medieval a definirse como un modelo de
comportamiento fundado en un código de honor cortesano. Las fuerzas que gobernaban al
hombre salvaje emanaban de un poder hueco, sin más sustancia que su naturaleza carnal;
provenían de la cárcel vacía de un cuerpo sin alma, pero que amenazaba con su sólida
animalidad a los cristianos impulsos de los caballeros medievales. Sin embargo, era una
amenaza al mismo tiempo terrible y maravillosa que permitía identificar la singular
humanidad del caballero cristiano. De esta manera, el amenazador vacío de leyes, códigos e
instituciones de gobierno—un verdadero desierto político y moral—fue la contrapartida que
estimulaba el nacimiento de la peculiar espiritualidad caballeresca, esa mezcla extraña de
imaginería pagana y de ascetismo religioso que contribuyó a expander los poderes feudales y
señoriales en la cristiandad occidental.

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Como era de esperarse, las correlaciones de fuerza entre caballeros y hombres salvajes
tendieron a favorecer a los primeros, que casi siempre ganaban en los combates. Además, una
de las típicas escenas rituales del mito era la caza y captura de hombres salvajes, que solía
representarse en diversos festivales. Brueghel ha pintado este espectáculo, mostrando a una
compañía de actores que escenificaba la historia de la caza del hombre salvaje y que pedía
donativos al público. Boccaccio igualmente se refirió al tema, y los folcloristas han recogido
testimonios de tales cacerías en diversas partes de Europa.40
Muchos siglos después, en el fragor del colonialismo moderno, todavía se escucharon los
ecos antiguos de ese asco occidental por los pueblos inmersos en la naturaleza, de ese horror
al vacío político y a la ausencia de fueros y reglas. En el siglo XIX la cacería de los que
Quatrefages también llamó hombres salvajes41 adoptó la forma brutal y sanguinaria—la
llamada Guerra Negra—del exterminio de tasmanianos por los colonos ingleses, quienes
consideraban a los aborígenes como animales y los cazaban como tales; el gobernador de la
isla, George Arthur, intentó “civilizar” la caza de hombres salvajes, para evitar su exterminio,
y ofreció una recompensa de cinco libras esterlinas por cada adulto capturado vivo e ileso
(dos libras por cada niño). Posteriormente, en 1835, los pocos tasmanianos que quedaban (dos
centenares) fueron convencidos de ser recluidos en una pequeña isla, de donde fueron
trasladados a una reservación en Hobart doce años después; en 1876 murió Lalla Rookh, la
última mujer salvaje tasmaniana, y con ella se extinguió el pueblo considerado por muchos
etnólogos como el más primitivo que haya sido conocido por el hombre occidental moderno.42
En realidad los tasmanianos fueron vistos y tratados exactamente de la misma manera en que
el homo sylvaticus lo había sido por el hombre medieval. El mito encarnó en la historia.
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49. El mito medieval del homo sylvestris contribuyó a establecer el estereotipo del noble salvaje, y configuró un modelo de vida
natural. En esta escena, atribuida a Jean Bourdichon, una salvaje rubia alimenta a su pequeño frente a una cueva, mientras su
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esposo, de pelambre gris, sostiene un largo garrote.

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50. En un tapiz alsaciano de principios del siglo XV una mujer salvaje, tocada como reina, es atendida por dos hombres salvajes
en un poco refinado banquete carnívoro servido bajo un baldaquín. A la derecha aparecen más hombres salvajes montados en
bestias fabulosas.
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51. Los soldados de Alejandro Magno rescatan a una mujer desnuda del abrazo lúbrico de un hombre salvaje, mientras el mítico
rey ordena que sea lanzado al fuego su compañero.

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52. El mito del hombre silvestre medieval es el origen del noble salvaje que imaginará la Ilustración: “Je viz cellon que ma aprins
nature, sans soucy nul tousjours joyeusemant”, decía una popular balada del hombre salvaje del siglo XV, que exaltaba su vida
natural y feliz, libre de preocupaciones. Dibujo en una serie sobre los cuatro estados de la sociedad (estados de salvajismo,
pobreza, trabajo y nobleza), para la Balada de un hombre salvaje en un manuscrito francés del año 1500.

6. La vida espiritual

El salvaje medieval era el más solitario de los hombres. Y la soledad era considerada como
una situación muy rara y extraña, que inspiraba—como dice Georges Duby—ya sea una gran
admiración o una profunda sospecha, pues la sociedad feudal estaba formada por grumos
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sociales tan compactos que aprisionaban al individuo en una estrecha convivencia con los
demás.43 La soledad podía ser el signo de una cercanía con el creador supremo, como era el
caso de los anacoretas, o bien de una incapacidad radical para conocer a Dios. Los hombres
agrestes aislados de la sociedad eran vistos como locos sin capacidades intelectuales, seres
solitarios y vacíos desprovistos de alma y de razón.
En el siglo XIV Heinrich van Hesler—uno de los pocos teólogos que toca directamente el
tema—los describe “con forma humana, pero son tan toscos y han crecido tan salvajes que
nunca han escuchado la palabra de Dios”.44 El hombre solitario suele estar poseído por la
locura, o es un salvaje; la sociedad medieval no admitía fácilmente un espacio de soledad
para el individuo; y cuando lo admitía, como en el caso de los ermitaños, lo regulaba con
severidad. Es posiblemente esta peculiaridad del hombre salvaje—su soledad—lo que se
convertirá en uno de los resortes para su evolución como un ideal de nobleza y de bondad:
cuando la cultura renacentista e iluminista requirió de una exaltación del individuo—y de lo
privado—es comprensible que haya buscado su modelo en el prototipo medieval de la
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soledad.
Para la cultura eclesiástica medieval la soledad se fue convirtiendo cada vez más
claramente en un peligro que debía evitarse. El gran movimiento de ermitaños de los siglos VI
y VII fue detenido abruptamente por la legislación carolingia, con el objeto de fijar con
precisión los linderos de una sociedad ordenada, en la que cada quien tenía su lugar; después,
la regla de Grimlaïc (de principios del siglo IX) prohibió la práctica del aislamiento monacal,
con objeto de eliminar a los locos y desequilibrados que ingresaban masivamente a las
órdenes religiosas para huir del mundo.45
El melancólico era un ser tan temido como el maniaco que era poseído por la furia.
Husband señala con razón que en la sintomatología que la tradición medieval asignaba al
melancólico y al maniaco podemos reconocer fácilmente el síndrome del hombre salvaje: el
melancólico era un ser oscuro, peludo, triste, deprimido, silencioso y solitario; y el maniaco
era colérico, agresivo, feroz y ruidoso. Ciertamente, el homo sylvestris sería hoy
diagnosticado como un maniaco-depresivo.46 ¿Qué vida espiritual puede tener un hombre
irracional? ¿Existe el pensamiento salvaje? Estas preguntas—implícitas en el mito del hombre
silvestre—abrían un angustioso espacio de dudas y perplejidades. Sólo un antiguo apologista
como Arnobio, cuya fe cristiana no apagó nunca completamente su paganismo, tal vez podría
haber contestado con seguridad estas preguntas: para él, si las plantas y los animales pudieran
hablar proclamarían a Dios como el señor del universo. Pero desde las perspectivas
neoplatónica o tomista el hombre salvaje era algo así como una desgarradura del orden
cósmico, una ruptura extraña que no tenía explicaciones; en la tradición popular, en cambio,
este mito permitía a los hombres recordar la existencia de esas maravillas que los teólogos
jamás pudieron explicar bien. En el interior de ese hombre hueco y desalmado habitaban
pasiones y miedos, sentimientos y recuerdos, placeres y dolores. El vacío que debía ocupar el
alma era llenado por tendencias que no tenían cabida en el mundo hierático y jerarquizado de
la cristiandad: la soledad, la libertad, el placer. Estas tendencias no podían, en la Edad
Media, generar una vida espiritual reconocida y ni siquiera debían tener nombre: no existían
más que como fantasmas en el interior del hombre-bestia, y se manifestaban bajo la forma del
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hosco aislamiento, el desenfreno agresivo y la lascivia perversa. El salvaje era la


manifestación de una paradoja: el individuo sin nombre. Era la pulsión por definir los límites
de una soledad que no debía ser nombrada y que, por ello, no podía existir. El pensamiento
salvaje no podía ser descifrado, pues todavía no había sido codificado siquiera. Pero su
espacio natural ya había sido acotado.

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53. Este hombre salvaje vive en el tronco hueco de un árbol, completamente desnudo y expuesto a las inclemencias del clima.
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Ilustración de la Ballade d’une home sauvage.

7. El infierno y la muerte

Como se verá en el transcurso de este libro, mi interpretación del mito del salvaje lo define
como un ser humano o semihumano que se ubica—ya sea de manera permanente o transitoria
—en los linderos de la bestialidad, en contacto estrecho con la naturaleza animal. En este
sentido, el mito del homo sylvestris se escapaba de la teología cristiana, que no podía admitir
una visión gradualista que no hiciese una tajante distinción entre lo humano y lo animal. Pero
la expansiva concepción cristiana intentó, por otros medios, someter y explicar al hombre
salvaje: si no podía ser concebido como un ser humano semianimal, entonces debía caer en las
redes de la demonología. Es decir, podía tratarse de un ser semidivino, pero de signo más bien
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negativo, como los ángeles caídos que constituían las huestes de demonios que asediaban a los
hombres para castigarlos o para tentarlos.
Sin duda, durante la Edad Media, la demonología cristiana se mezcló con la mitología del
hombre salvaje. En este aspecto hay alguna confusión en las investigaciones; por ejemplo, el
libro fundamental de Bernheimer anuncia en el subtítulo que se trata de un estudio sobre “arte,
sentimiento y demonología”, no obstante lo cual—como señala Jacques Le Goff—falta un
capítulo sobre el hombre salvaje y el diablo.47 En mi opinión, aunque hay cierta confluencia
(aún insuficientemente estudiada) entre las figuras del salvaje y del demonio, se trata de dos
zonas diferentes de la cultura medieval, definidas cada una de ellas por problemáticas
peculiares.
El caso de Merlín es interesante, pues—según la Vulgata artúrica—el diablo lo concibe
en una mujer virgen e inocente, que es poseída durante el sueño porque olvidó santiguarse
antes de meterse a la cama. Dios es misericordioso con la pobre mujer y la rescata del
demonio; las comadronas que reciben al niño Merlín al nacer sintieron “un gran miedo, pues
era más peludo y tenía más vello que ningún niño de los que habían visto”; no era para menos,
pues el pequeño adquiere los conocimientos, el ingenio y el poder profético de su padre, un
diablo.48 En Merlín se observa un intento de la concepción cristiana por recuperar la leyenda
pagana; como observa Baumgartner, se trata de crear una réplica inversa y negativa de Cristo,
de generar un hombre que por segunda vez ocasione un corto circuito en las leyes ordinarias
de la Creación; pero esta vez es el diablo quien penetra en el cuerpo femenino, como lo había
hecho el Espíritu Santo en el cuerpo de la Virgen. Así, una criatura diabólica podrá predicar
una contraverdad, para seducir al pueblo de Dios como lo hizo Jesús.49 Este plan diabólico
fracasa y Merlín se salva de convertirse en un representante de las fuerzas infernales. De
hecho, Merlín escapa de las fuerzas del más allá para refugiarse en el polo opuesto, el mundo
del más acá; huye de las potencias demoniacas sobrehumanas para refugiarse en los ámbitos
naturales de lo infrahumano. Merlín está, pues, en la frontera de dos mundos cuya diferencia
es fundamental para comprender el origen de dos grandes caminos críticos que traza el
Occidente para escapar de la coerción social y cultural: hacia arriba y hacia afuera, más allá
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de lo humano, hacia el mundo celestial o el reino de la muerte, hacia las fuerzas divinas o
infernales. O bien hacia abajo y hacia adentro, más acá de lo humano, hacia el mundo natural y
bestial, hacia el desierto y el salvajismo. Esta segunda vía, cínica y dionisiaca, se escapa del
cristianismo y forma la base de sustentación del mito del homo sylvestris, de un ser que se
emancipa de la culpa y del agobio del alma, para sumergirse como una fuerza vital desalmada
en el enloquecido torbellino del cosmos animal y vegetal.
El aspecto físico del hombre salvaje sin duda tenía elementos típicos de un demon
pagano; por ejemplo, sus atributos son parecidos a los de Cernunnos, dios celta del mundo
salvaje. Además, es evidente que la iconografía del salvaje y del demonio comparten rasgos
que provienen de los antiguos sátiros y faunos (como la desnudez, la piel velluda y el aspecto
caprino).50 Las mujeres salvajes también fueron con frecuencia asimiladas a demonios y
personajes de ultratumba, como las agrestes feminae quas silvaticas vocant, mujeres agrestes
llamadas salvajes de la demonología de Burchard de Worms en el siglo XI o los daemones in
figura seu specie mulierum, demonios en forma o con aspecto de mujeres que habían
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seducido a los caballeros templarios según el juicio de 1310.51 Una especie de mujer salvaje
encabezaba la delirante “horda salvaje” o “cacería salvaje” que atravesaba el cielo de las
noches de invierno: un enjambre de espíritus de los muertos—que cabalgaba en diversos
animales—se reunía en los bosques, prefigurando el más tardío sabbath de las brujas. El
demonio femenino que presidía estas reuniones infernales era asimilado a Herodías, Diana o
Venus, Hécate o Artemisa, y se confundía con divinidades populares germánicas como Holda
o Perchta. A pesar de que la “horda salvaje” de mujeres era sin duda una cabalgata nocturna
de espíritus del más allá y de la muerte, esta creencia popular tenía reminiscencias paganas
que dificultaron su asimilación a la doctrina cristiana. La enloquecedora procesión de muertos
durante la “cacería salvaje” que atraviesa las aldeas durante la noche no parece tener esa
típica función admonitoria y pía que suelen tener las apariciones cristianas de los muertos, que
describen sus penas y hacen recomendaciones a los vivos. Las hordas de muertos también eran
encabezadas en ocasiones por un hombre salvaje dotado de los rasgos típicos del antiguo
demonio germánico Harlekin (origen del Arlequín del teatro que llega hasta nuestros días).52
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54. El salvaje es una amenaza y una tentación erótica, pero es también una invitación a viajar por el inframundo de la muerte.
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Grabado de Durero, 1503.

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55. No tienen lenguaje, pero con sus ademanes agresivos producen un significado: la letra K del alfabeto grabado por el maestro
E. S. hacia 1466.
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56. Los salvajes se entendían bien con los animales, con los que se podían comunicar. En este grabado de mediados del siglo
XV la mujer salvaje con sus críos monta en el ciervo con gran destreza y naturalidad.

Hay otro aspecto que amerita nuestra atención. Se ha pensado que el típico rapto de una
doncella por el hombre salvaje debe entenderse como una variante del mito que describe a un
demonio de la muerte que se lleva de viaje a una dama por el otro mundo.53 En este sentido,
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estamos ante una representación erótica de las relaciones entre la muerte y la doncella, en la
que el hombre salvaje no sólo viola a la mujer, sino que la rapta para convertirla en su esposa.
El dominio propio del salvaje—los bosques y las montañas—sería una representación del
reino de la muerte, el escenario de los enfrentamientos del caballero que quiere salvar a la
dama con el hombre salvaje que la ha capturado. Hay aquí la influencia de una idea pagana de
la muerte; los demonios que la representan vienen de un mundo inferior que no es totalmente el
infierno cristiano donde se tortura a los pecadores, sino el lugar al que se llega después de la
muerte, poblado de extrañas personificaciones, residuos de antiguas creencias, y temible más
bien por el hecho de que sus representantes y sus influencias se filtran al mundo de los vivos.
Debo añadir que, en la Edad Media, el color verde era frecuentemente asociado con la
muerte y que, en las representaciones teatrales o carnavalescas, los hombres y las mujeres
salvajes usaban un disfraz verde hecho de musgo, ramas u hojas. Es posible que aquí nos
encontremos con la reminiscencia de divinidades de los bosques asociadas a ritos de
fertilidad en confluencia con la evolución del disfraz antiguo de los actores y mimos, que
originalmente era fabricado con pieles; esto explicaría el hecho de que muchas
representaciones del hombre salvaje lo muestran con rodillas y codos sin vello, lo que sería
reflejo de las aberturas del disfraz de pieles en las articulaciones, para permitir la libertad de
movimientos necesaria para la danza salvaje. Bernheimer cree que la exhibición de los senos
de la mujer salvaje puede haber sido una imitación de los ritos populares medievales en los
que aparecían damiselas silvestres desnudas.54 Como quiera que sea, el disfraz de salvaje
evolucionó hasta sustituir la pelambre animal por el verde follaje vegetal. Y el color verde,
como sabemos por The Friar’s Tale de Chaucer, era el color del diablo. Es posible que ello
se deba a las imágenes vegetales típicas del inframundo celta, pero también a que Satán se
disfrazaba de cazador (de almas).55 Verde es también el color asociado al mundo de las hadas
y los gnomos, que eran vistos con temor por la sociedad medieval. Recordemos también al
temible Caballero Verde, al que se enfrenta Gawain.56
Me gustaría citar, por revelador, el caso de Alison Pearson, que fue juzgada como bruja
en 1588, acusada de invocar al demonio. Walter Scott cuenta que esta mujer confesó que un
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día, mientras atravesaba Grange Muir, se recostó al sentir un súbito malestar, y que un hombre
verde se acercó y le dijo que si tenía fe podía sanarla; al invocar el nombre de Dios el hombre
verde se retiró, pero regresó más tarde acompañado de muchos hombres y mujeres, y contra su
deseo fue obligada a hacer con ellos más cosas de las que podía contar… Al margen del libro
de actas del tribunal hay una breve anotación: convicta et combusta.57
Otro buen ejemplo de la mezcla del diablo con toda la estirpe salvaje lo encontramos en
el Himno de los demonios de Ronsard:

Los demonios que tienen el cuerpo hábil,


Suelto, suave, dispuesto al mudar fácil,
Cambian súbito de forma, y su cuerpo ágil se
Transforma de pronto en todo cuanto les place.
Los unos algunas veces se transforman en Hadas,
En Dríadas de los bosques, en Napeas y Ninfas,
En Faunos, en Silvanos, en Sátiros y en Panes
Que tienen el cuerpo peludo moteado como hojas secas.58

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A pesar de las transformaciones delirantes del demonio, los hombres salvajes lograron
conservar su identidad. Los ejemplos que he dado muestran la penetración de la demonología
cristiana en el mito del salvaje, pero también son una prueba de su gran resistencia a ser
engullido por las ideas hegemónicas. A su vez, el estereotipo del salvaje contamina la
imaginería medieval que describe a Lucifer, el enemigo de Dios. Pero estas interinfluencias no
lograron borrar las distinciones, de manera que lo salvaje y lo diabólico fueron dos mundos y
dos nociones que podemos distinguir perfectamente. Lo mismo se puede decir de la diferencia
entre los dominios del salvajismo y el reino de la muerte.

8. La lengua

El hombre silvestre no tenía lenguaje, pero tomaba la palabra por asalto para expresar los
murmullos de otro mundo, las señales que la naturaleza enviaba a la sociedad. El salvaje decía
palabras que no tenían significado literal, pero que eran elocuentes y comunicaban sensaciones
que la lengua civilizada no podía expresar. Las palabras del hombre salvaje no tenían sentido,
pero expresaban sentimientos. Spenser describió la discordia entre la expresión de pasiones
naturales y la articulación de un lenguaje racional; el hombre salvaje que aparece en Faërie
Queene se expresa mediante gestos, miradas y signos:

… no tiene más lenguaje ni habla


que el murmullo suave y el sonido confuso
de las palabras sin sentido que la naturaleza le enseñó
para expresar sus pasiones, que su razón le censuró.59

No es difícil encontrar aquí una semejanza con la noción helénica de bárbaro, que
originalmente denotaba simplemente al extranjero, al referirse a su forma de hablar: los
barbaroi eran los que barbullaban o balbuceaban, y según Estrabón era una voz
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onomatopéyica que significaba “los que hablan bar-bar”, los que hablaban algo
incomprensible para los griegos. El hombre salvaje medieval era un extranjero en su propia
tierra cuya voz, gestos y mímica informaban sobre la existencia de un idioma de las fieras, de
una red oculta de mensajes pasionales que emanaban de los pozos profundos de la naturaleza.
El mito medieval condensado por Spenser en sus stanze renacentistas alude a un
enfrentamiento del idioma salvaje de la pasión y de los mensajes naturales contra el lenguaje
civilizado de la razón y de los conceptos abstractos. Nos podemos preguntar sobre el sentido
que tenía este mito: ¿se quería enfatizar la necesidad de una interpretación racional de los
balbuceos y los rumores del mundo salvaje? ¿O bien, por el contrario, se reflejaba la angustia
del hombre civilizado que temía que la red de mensajes salvajes embrollase las formas
racionales de expresión? Me parece que predominaba la angustia sobre la curiosidad; esta
tensión puede percibirse aún en nuestros días, como cuando—al pensar en las relaciones entre
posibilidad y realidad—Wittgenstein afirma: “Somos, cuando filosofamos, como salvajes,
hombres primitivos, que oyen los modos de expresión de hombres civilizados, los
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malinterpretan y luego extraen las más extrañas conclusiones de su interpretación”.60 A
continuación Wittgenstein se sumerge en el laberinto del lenguaje, en busca de las razones de
las extrañezas provocadas por la comunicación y las reglas que la sustentan. Más adelante en
sus investigaciones plantea el problema a la inversa: un explorador llega a un país
desconocido y observa que allí la gente se sirve, al parecer, de un lenguaje articulado; pero al
tratar de aprender esa lengua, encuentra que es imposible pues no hay concretamente “ninguna
conexión regular de lo dicho, de los sonidos, con las acciones”.61 Y, sin embargo, esos
sonidos—que no conforman un lenguaje—no son superfluos pues sin ellos la gente cae en la
confusión. Nos invade el vértigo ante la presencia de un orden sin lenguaje: ese vértigo es el
que sentía el hombre de la Edad Media cuando se enfrentaba al hombre salvaje, cuyos ruidos
y gestos denotaban la presencia de un imponente orden cósmico natural con el que la sociedad
cristiana no parecía poder comunicarse. Más allá de los límites del lenguaje no estaba el
silencio.
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1
Claude Lévi-Strauss, “The Structural Study of Myth”.
2
Un ejemplo del paralelismo entre los salvajes modernos y los medievales lo da Lévi-Strauss cuando plantea que el
totemismo implica una actitud mental incompatible con la exigencia cristiana de una discontinuidad esencial entre el hombre y
la naturaleza. Véase El totemismo en la actualidad, p. 12.
3
Erich Auerbach, Mimesis, pp. 53 y 75-76.
4
Véase Lévi-Strauss, Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido, pp. 19-20, y las observaciones que hace G. S. Kirk en El
mito, pp. 60-61.
5
Mary B. Campbell, The Witness and the Other World, Exotic European Travel Writing, 400-1600, pp. 33-44 y 64. Es
preciso hacer notar que, en términos generales, las peculiaridades físicas del hombre salvaje no eran una transposición de las
peculiaridades de los monos o los simios africanos; véase la acuciosa investigación de H. W. Janson (Apes and Ape Lore in
the Middle Ages and the Renaissance) que muestra las diferencias entre las imágenes de simios y las de hombres salvajes,
como por ejemplo en un Libro de las horas flamenco de fines del siglo XV (p. 167).
6
La ciudad de Dios, 21.8.983. Cit. por M. B. Campbell, ibid., p. 77.
7
Ibid., 21.8.663-664.
8
Véase al respecto el estimulante ensayo de Serge Moscovici, Hommes domestiques et hommes sauvages, p. 18.
9
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 7.
10
El caballero del león, p. 6. En la versión galesa de esta leyenda el salvaje aparece como una mezcla de escíopode y de
cíclope: “un gran hombre negro, tan grande al menos como dos hombres de este mundo; tiene un solo pie y un solo ojo en medio
de la frente”. “La dama de la fuente”, Mabinogion, p. 164.
11
Gawain and the Green Knight, verso 720, citado por Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 10.
12
Farre in the forrest, by a hollow glade / Covered with mossie shrubs, wich spredding brode / Did undeneath them make a
gloomy shade; / Where foot of living creature never trode, / Ne scarse wyld beasts durst come, there was this wights abode.
[Faërie Queene, VI, IV, 13.]
13
Unter den Linden gestrecket lak / Ein Lewe und ein Trac / Ein Ber und ein Eberswin / Waz mohte kluoger dâ gesîn /
Daran stuond der Wilde Man / Fuer wâr ich iuch daz sagen kan / Von gold reht als er lebte. [Orendel, vv. 1253-1260, citado por
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 30.]
14
Ne rit li salvages hom, / Quant il pluet? / Que bel atent / Qui la taut sa soupeçon / Qui sofrir set / Ne se voist ja doutant.
[Atribuido, erróneamente, a Conon de Bethune, cit. en W. Mulertt, “Der Wilde Mann in Frankreich”, pp. 73-74.]
15
Véase Ferdinando Neri, “La maschera del selvaggio”. Allí pueden encontrarse varios ejemplos: “En Peire, m’er lo conort
del salvatge / Que chant’al temps en que plorar devria / E plor’a a cel que noill fail nul damnatge / Ans per son grat per tot
temps estaria”. [Rambautz de Bélioc.]
16
Abita al bosco sempre a la verdura, / Vive di frutti e beve al fiume pieno; / E dicesi ch’egli ha cotal natura / Che sempre
piange quando è il ciel sereno, / Perch’egli ha del mal tempo allor paura / E che’l caldo del sol gli venga meno; / Ma quando
pioggia e vento el ciel saetta / Allor sta lieto, che’l buon tempo aspetta. [Orlando enamorado, I: XXIII: 6, cit. por F. Neri,
ibid., pp. 57-58.]
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17
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, pp. 31-32.
18
Denis de Rougemont, Amor y Occidente, I: 11, p. 53.
19
“Une ordonnance moult sauvaige et deguisée contre la nature du temps”, Le livre…, ed. por A. de Montaiglon, París,
1854. Citado por Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, pp. 126-127.
20
“Si doubte moult que ces Galois et Galoises qui mourerent en cest etat et cestes amouretes furent martirs d’amours”,
ibid., loc. cit.
21
El otoño de la Edad Media, p. 127. Huizinga no alude al modelo tradicional de hombre salvaje del que están copiadas las
reglas de la orden de los galois y las galoises.
22
Historia de Merlín, I: 13 y 14.
23
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, pp. 126-129.
24
Husband, The Wild Man, pp. 62-64 y Berheimer, ibid., p. 37.
25
Bernheimer, ibid., p. 33. El estereotipo de la mujer salvaje con los senos colgantes se prolongó en la iconografía que
describía a las indígenas americanas. Sobre este tema, Bernadette Bucher en La sauvage aux seins pendants hace un análisis
estructuralista de los grabados de la familia de los de Bry en la monumental colección Grands voyages publicada entre 1590 y
1634. El motivo del hombre salvaje también aparecía allí con frecuencia, asociado a Neptuno, tritones y ninfas (p. 214).
26
Es lo que sucedió a Meilerius de Caerleon, que un día trató de hacer el amor a una bella joven en el bosque: tan pronto
como la abrazó, ella se convirtió en “una criatura tan tosca y peluda, tan terriblemente deforme, que sólo de verla perdió la
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razón y se volvió loco” (Giraldus Cambrensis, Itinerarium Cambriae, en Opera, ed. de James Dimock, Rolls Series n. 21,
Londres, 1968, 6: 57). En esa extraordinaria etnología pagana que es el libro penitencial escrito por Burchard de Worms (el
Corrector sive Medicus, de circa 1010) se habla de las “mujeres de los parajes salvajes, llamadas silvanas”, que después de
hacer el amor desaparecen (cit. por Penelope B. R. Doob, Nebuchadnezzard’s Children, p. 19n). Sin duda hay conexiones de
las hadas y brujas del folclor medieval con las mujeres salvajes; véase al respecto el estudio sobre el tema en Europa central y
suroriental de Éva Pócs, que traza los orígenes de estos seres femeninos hasta la Antigüedad, mostrando las conexiones entre
Perchta, Lucia, la Wilde Jagd, las salvajes de los alpes, las bellas szépasszony y diversas tradiciones en Hungría, Albania y
Rumania (“Tündér és boszorkány Délkelet-és Közép-Europa határán”).
27
Véase Douin de Lavesne, Trubert, fabliau du xiiième siècle, y el comentario crítico de Pierre-Yves Badel, Le sauvage
et le sot. Le fabliau de Trubert et la tradition orale.
28
Diego de San Pedro, Cárcel de amor, III: 84.
29
Ic was wilt, ic ben ghevaen / ende bracht in mintliken bande; / dat heeft ene maghet ghedaen. [Citado por Bernheimer,
Wild Men in the Middle Ages, pp. 139 y 211.]
30
Peter Brown, The Body and Society, p. 417.
31
Lucrecio, De rerum natura, libro v, versos 925-1010.
32
Las escenas de hombres salvajes cazando aparecen con frecuencia en la tapicería medieval. Un ejemplo nórdico de
cacería es la curiosa escultura de un salvaje (de 183.5 cm de altura y colocada en un nicho) en el castillo de Glimmingehus, al
sur de Suecia, que tiene en la mano derecha un conejo que ha cazado. (Véase O. Reutersvärd, “Vildmannen på Glimmingehus
och hans halvbröder i danska riksvapmet”. Sten Åke Nilsson, “Lejonet och vildmannen Glimmingehus’ ikonografi”.)
33
“Diesen Leuten aber nicht jjñ ist nichts Natürlich angeboren sondern sie müssen drumb arbeytten wie der Mensch dem sie
gleich seindt.” Liber de nymphis, sylphis, pygmaeis et salamandris…, p. 47; las cursivas son mías.
34
“Aber die Leut sie haben was not ist vñjr beger vnd aber der Mensch arbeitet nichts dorbey das ist ohn Arbeit haben
sies.” Ibid., p. 69; las cursivas son mías.
35
A certaine herbe from thence unto him brought, / Whose vertue he by use well understood: / The juyce whereof into his
wound he wrought, / And stop the bleeding straight… [Faërie Queene, VI, IV, 12.]
36
Véase una penetrante descripción y excelentes reproducciones de los tapices de Basilea y Estrasburgo en Anna Rapp
Buri & Monica Stucky-Schürer, Zahm und Wild. Basler und Strassburger Bildteppiche des 15. Jahrhunderts. También de
las mismas autoras: Der Flashland-Tepich. La escena de cacería mencionada se encuentra también reproducida y explicada
en Hans Lanz, Die alten Bildteppiche im Historischen Museum Basel. La conversación de los dos salvajes, en alemán,
aparece así en el tapiz: “lieber.gsel. sich umb. dich.gar./un.nim. des.gebiltz.ebben.war”; “hand. kein. sorg. ir. wiplich. bild. /ich.
wil. üch. geben.zams.und.wiltz”.
37
Le livre et la vraye histoire du bon roy Alixandre, véase Husband, The Wild Man, pp. 51-53.
38
Husband, ibid., pp. 77-81.
39
Le Goff, “Lo maravilloso en el occidente medieval”, p. 12.
40
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, pp. 525 y ss.
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41
Armand de Quatrefages, Hommes fossiles et hommes sauvages, París, 1884.
42
Véase G. P. Murdock, Nuestros contemporáneos primitivos, capítulo I.
43
Georges Duby, “L’emergence de l’individu”, p. 504.
44
“Die nach menschen sin gebildet / Und aber also vorwildet / Das sie Gotes wort nie vornamen”. [Die Apokalypse, 20051-
20053. Cit. por Husband, The Wild Man, p. 4, y por Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 9.]
45
Michel Rouche, “Haut Moyen Age Occidental”, p. 420.
46
Husband, The Wild Man, p. 8. Sobre las enfermedades mentales en la Edad Media véase Judith S. Neaman, Suggestion
of the Devil. The Origins of Madness y The Distracted Knight.
47
“Lévi-Strauss en Brocéliande”, p. 290n.
48
Historia de Merlín, p. 17.
49
Emmanuèle Baumgartner, “Merlín, Arthur, le Livre, le Graal”, p. 333. Sobre Merlín como anticristo véase también E. Jung
y M. L. von Franz, The Grail Legend, pp. 349 y ss.
50
Véase J. B. Russell, The Devil. Perceptions of Evil from Antiquity to Primitive Christianity, p. 170.
51
Bernheirner, Wild Men in the Middle Ages, pp. 36 y 195.
52
Carlo Ginzburg, I benandanti. Stregoneria e culti agrari tra Cinquecento e Seicento, pp. 68-77.
53
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, pp. 126 y ss.
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54
Bernheimer, ibid., p. 82.
55
D. W. Robertson, “Why the Devil Wears Green”, pp. 470-472.
56
George Lyman Kittredge, A Study of Gawain and the Green Knight, pp. 195 y ss.; D. B. J. Randall, “Was the Green
Knight a Fiend?”, pp. 479-484; J. B. Russell, Lucifer. The Devil in the Middle Ages, p. 69.
57
Walter Scott, Letters on Demonology and Witchcraft, carta v, pp. 130 y ss.
58
Les Daimons qui ont le corps habile / Aisé, souple, dispost, à se muer facile / Changeant bientost de formes, et leur corps
agile est / Transformé tout soudain en tout ce qui leur plaist. / Les uns aucunes fois se transforment en Fées, / En Dryades des
bois, en Nymphes et Napées, / En Faunes, en Sylvains, en Satyres et Pans / Qui ont le corps pelu marqueté comm fans. [P. de
Ronsard, “Hymne des Daimons”, p. 167.]
59
El poema dice que el salvaje se expresa “by signes, by lookes, and by other gests”: … other language has he none, nor
speach, / But a soft murmure and confused sound / Of senselesse words, wich nature did him teach / T’expresse his passions,
wich his reason did impeach. [Faërie Queene, VI, IV, 11 y 14.]
60
“Wir sind, wenn wir philosophieren, wie Wilde, primitive Menschen, die die Ausdrucksweise zivilisierter Menschen hören,
sie mißdeuten und nun die seltsamsten Schlüsse aus ihrer Deutung ziehen.” Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas,
n. 194; las cursivas son mías.
61
“Est besteht nämlich bei ihnen kein regelmäßiger Zusammenhang des Gesprochenen, der Laute, mit den Handlungen”.
Ibid., n. 207.
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V
La gesta del salvaje

EL SALVAJE MEDIEVAL NO SÓLO ERA UN HOMBRE extraño atrapado en la cripta de un signo mudo o
clavado en la cruz de una estructura eterna; aparecía también como protagonista efímero de la
historia, de gestas maravillosas que fluían como el agua fresca de las fuentes mágicas, o de
gestas sanguinarias y torrenciales que inundaban la vida cotidiana. Guibert de Nogent, el
historiador que nos dejó la vívida descripción de un mundo siniestro y violento de guerras,
relata que los ejércitos de la primera Cruzada eran acompañados de una tropa caníbal de
mendigos profesionales que iban descalzos y sin armas. Esta tropa de vagabundos salvajes era
conocida por los sarracenos con el nombre de thafurs o, según la traducción de Guibert,
trudentes. Los encabezaba un noble normando que había perdido su caballo, y que los
organizaba como un ejército paralelo que prestaba servicios marginales pero indispensables,
como cargadores de provisiones y forrajes, obteniendo limosnas y tributos o manejando los
pesados aparatos que se usaban para los sitios. Una de sus funciones más importantes era la de
propagar el terror entre los turcos, que temían más acabar en el estómago de los thafurs que
ser atravesados por las lanzas de los caballeros.1
Estos cruzados salvajes eran también parte de la Gesta Dei descrita por Guibert, que
pretendía reconquistar los Santos Lugares para la cristiandad. La antropofagia no era
desconocida en Europa, y especialmente durante los periodos de hambruna el consumo de
carne humana ocurrió en algunas regiones de Inglaterra, Francia y Alemania; durante los siglos
IX y X había bandas de asesinos vagabundos que en las zonas desoladas atacaban a los
viajeros, cuya carne destazada era vendida después en los mercados como “cordero de dos
piernas”.2 También se decía que Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, había comido la
cabeza hervida de un sarraceno, aderezada con azafrán y especies diversas, en presencia de
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los horrorizados embajadores de Saladino.3


Hubo también otros salvajes aún más cercanos al estereotipo del folclor y de la mitología,
completamente distintos a esos crudos y terriblemente reales cruzados o bandoleros caníbales.
Había una especie de clerecía marginal, los goliardos, que llevaba una vida disipada y
errante, que celebraba con su música y sus versos jocosos la vida erótica, el juego y la
bebida. En una de sus canciones, de los Carmina Burana del siglo XIII, hay un brindis por los
caballeros salvajes (milites silvani), con el cual sin duda se identificaban con simpatía.
Podemos imaginarnos a un ruidoso grupo de clérigos y estudiantes borrachos cantando “In
taberna quando sumus”, con ritmos y percusiones que Carl Orff ha orquestado en forma
moderna:

Primero por el precio del vino:


por éste beben los libertinos;
una vez beben por los cautivos,
después beben tres por los vivos,
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cuatro por todos los cristianos,
cinco por los fieles difuntos,
seis por las hermanas vanas,
siete por los caballeros salvajes.4

¿Acaso estos milites silvani eran similares a los soldados salvajes que acompañaron a las
tropas de la primera Cruzada? Es dudoso que haya habido una relación directa entre unos y
otros, aunque es muy posible que los ecos simbólicos del salvajismo guerrero de las Cruzadas
fuesen un trasfondo lejano de las figuras que representaban al hombre salvaje. Con toda razón
Livermore piensa que difícilmente los goliardos brindarían por andrajosos soldados, tal vez
sus rivales en la conquista de los favores de las “hermanas vanas”, las sorores vanae de la
canción, y que más bien se trataba de los caballeros salvajes, especie de juglares con los que
compartían el jolgorio y la bebida en las tabernas. Esta idea es apoyada por el hecho de que,
por ejemplo, en las Constituciones de Jaime I de Aragón, fechadas en Tarragona en 1235, se
dice que está prohibido obligar a una persona a que se haga caballero salvaje (miles
salvatge); en la Universidad de Lérida, en 1300, no estaba permitido que los estudiantes
diesen dinero, comida o ropa “a mimos, bufones, caballeros llamados salvajes y otros
embaucadores, sean rapaces lugareños o extranjeros”.5 La crónica de Muntaner hace
referencia a grandes fiestas en las que el cavaller salvatge toma un lugar importante (en 1269
para honrar a don Alfonso de Castilla y en 1328 para celebrar la coronación de Alfonso IV de
Aragón). Pero no queda claro lo que hacían concretamente estos caballeros salvajes cuya
presencia resultaba tantas veces incómoda, y que vivían de lo que la gente acomodada les
regalaba; según el poeta Villasandino de principios del siglo XV:

A truhán o albardán
O caballero salvaje
Bien les dan lo que han.6

El tipo social específico que encarnaba en el caballero salvaje no ha sido bien descrito
aún por los historiadores; con frecuencia la realidad se confunde con el mito y con los
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personajes literarios. Me parece, sin embargo, que Livermore ha ubicado con destreza el
fenómeno: la existencia, por lo menos desde el siglo XII, de un caballero burlesco que formaba
parte de la juglaría medieval. Bernheimer ha documentado el papel que en el teatro popular y
en los carnavales era asignado al hombre salvaje; es posible que los actores especializados en
la representación del personaje fuesen los propios caballeros salvajes. En fiestas y carnavales
era frecuente la representación de la cacería del hombre silvestre; la trama era simplísima: un
hombre salvaje que aterrorizaba a los aldeanos con sus rugidos era perseguido y encadenado,
o bien era muerto; todo ello era representado mediante danzas y mímica grotesca, con muchas
variantes. Brueghel representó esta escena en un grabado y en su pintura del carnaval de Lent.
La más antigua representación de que se tiene noticia ocurrió en Padua en 1208, para la
celebración del Pentecostés. Hoy en día en los carnavales de varias regiones de Alemania y
Suiza todavía podemos ver, encadenado, al hombre salvaje danzando.7
Sin embargo, el caballero salvaje no era simplemente un actor que se disfrazaba con
pieles o con follaje, para representar el papel de perseguido en la tradicional cacería. El
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caballero salvaje, a mi juicio, era la manifestación de un fenómeno muy complejo: era una
versión social, caricaturesca y satírica, del mito del homo sylvestris, que prefiguró la crítica
literaria del ideal caballeresco que culmina en Don Quijote. Se podría decir que la realidad
social produjo un personaje cuyo oficio cotidiano era deambular por el mundo como una viva
burla de las tradiciones sentimentales y cortesanas establecidas. En la epopeya trágica de
Tristán aparece un caballero salvaje, Dinadán, que refleja indudablemente al curioso juglar
silvestre. Dinadán es un caballero que le teme a la muerte y que se burla de las mujeres; en la
versión española del Libro de Tristán aparece este diálogo entre el caballero salvaje e Iseo:

57. Antes de la Cuaresma, en febrero, se solía representar la cacería del hombre salvaje, una obra dramática en la que, con
espectaculares movimientos, gritos y gruñidos, el ser silvestre era abatido. Este acto, que anunciaba el final del invierno y el
inicio de los ritos de fertilidad de la primavera, todavía puede verse hoy en día en Suiza y en el sur de Alemania. Grabado de
1566 a partir de un cuadro de Pieter Brueghel el Viejo.
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Iseo: Debéis ser cativo [cautivo] caballero, pues amar no queréis.


Dinadán: Señora, Dios os dé mala ventura, que ya no quiero el amor, que mucho mal ha venido a un caballero que llaman
Tristán de Leonís, que creo que él perderá el cuerpo por Iseo…
Iseo: ¿Cómo? ¿No sabéis vos que todos los caballeros de la Tabla Redonda son enamorados?
Dinadán: No soy yo enamorado, mas por eso no dexo de comer e beber ni dormir, así como hace el mejor caballero del
mundo que es perdido por dueñas…8

Dinadán opone sus altaneras bufonadas a Tristán, cuyo romance con Iseo (o Isolda) es uno
de los ejemplos más bellos y conmovedores de la pasión amorosa medieval. El mismo
Tristán, solo o acompañado de su amada, se retira a la vida salvaje de los bosques. En la
versión de Gottfried von Strassburg, Tristán e Isolda se refugian en una gruta maravillosa del
bosque, construida por gigantes, en la que hay un lecho de cristal y a la que se entra con una
llave hecha de piedras preciosas:
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No sin razón
el foso está apartado
en este país salvaje.
Esto quiere decir
que el lugar del amor
no está en las rutas trilladas
ni en torno a las habitaciones humanas:
habita los desiertos.
El camino que conduce a su retiro
es duro y penoso.9

La vida salvaje en el bosque, que es el espacio del amor libre, parece una versión
medieval de la antigua imagen de Lucrecio sobre la vida de los primeros hombres: “Et Venus
in silvis iungebat corpora amantum” (“Y Venus en los bosques unía los cuerpos de los
amantes”).10 Para Tristán, el caballero enamorado, la vida salvaje es una consecuencia de su
pasión erótica, sea que se lleve consigo a Iseo o bien que en su amarga locura se oculte en el
fondo de los bosques, como Merlín. En contraste, el caballero salvaje es la ridiculización del
amor y de la cortesía caballerescas:
Dinadán era caballero salvaje y era gran esgrimidor y grande de cuerpo y gran truhán, así como hombre que anda por
cortes de reyes, había sido buen caballero, era rico de moneda que le daban los ricos y los caballeros. Y iba muchas veces
por mensajero de una corte a otra y escarnecía y burlaba con todos, así que todos folgaban del y habían placer con sus
palabras.11

Estos juglares salvajes, que se burlaban de todo con su charla placentera, no vivían su
condición como algo pasajero: el salvajismo era su oficio y su forma de ser. De esta misma
estirpe eran los salvajes creados por Gil Vicente: Monderigón, Don Camilote y Maimonda; lo
mismo que los antiguos Paltinor y Orson, hasta llegar al Calibán de Shakespeare y al Sir
Satyrane de Spenser. Cada uno a su manera era la encarnación de un ser salvaje. A ellos se
oponía la figura romántica del caballero cuyos salvajes desatinos son ocasionados por el
amor frustrado. Así, tenemos al famoso Amadís de Gaula, rechazado por Oriana, que se retira
a la desolación de Peña Pobre, bajo el nombre de Beltenebros; prácticamente todo caballero
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enamorado debía pasar por la prueba de la vida salvaje, como le ocurrió a Tristán, a
Lancelote, a Perceval, a Pámphilo, a Grimalte, a Orlando, a Arnalte y, desde luego, al más
característico y antiguo de todos: a Yvain, el caballero del león descrito por Chrétien de
Troyes.

¿Por qué se volvía salvaje un caballero? Quiero aprovechar el ejemplo de Yvain para plantear
algunos problemas de interpretación del modelo medieval de comportamiento salvaje. La
causa directa de la locura salvaje de un caballero solía ser, como en el caso de Yvain, el amor
rechazado; el caballero recibe un mensaje terrible: “Yvain, mi dama no siente por ti más que
desamor, y me manda decirte que no vuelvas jamás a su lado”.12 El caballero, que es culpable
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de haberla abandonado, siente que “le va subiendo a la cabeza tal vértigo, que le hace perder
la razón”; se retira a los bosques, donde vive al acecho de animales a los que caza y cuya
carne cruda devora. Posterior-mente se encuentra a un ermitaño que lo ayuda y le proporciona
pan y agua. De acuerdo con una aguda interpretación estructuralista,13 la locura de Yvain
representa una oposición—con sus peculiares mediaciones—entre la naturaleza y la cultura.
Así, Yvain cae en un estado de naturaleza salvaje caracterizado por códigos propios, opuestos
a los de la cultura: desnudez, consumo de alimentos crudos, pérdida de memoria, vida en la
intemperie. En su estado salvaje se enfrenta al universo de la civilización y de las leyes
representado por el ermitaño, que es un enclave cultural en el interior del mundo natural, como
señalan Le Goff y Vidal-Naquet.14 Ante esta interpretación estructuralista, surge una pregunta:
¿por qué el mito del hombre salvaje habría de mediar entre la naturaleza y la cultura?, ¿de
dónde surge esa necesidad de mediación y de dónde la definición de estos dos órdenes
opuestos? El análisis estructuralista presupone la existencia de dos órdenes distintos; Lévi-
Strauss se percató de la dificultad de tomar como un dato objetivo del orden del mundo la
oposición entre cultura y naturaleza (como había hecho en Las estructuras elementales del
parentesco). En su rectificación Lévi-Strauss dice que la cultura sería una síntesis permitida
“por la aparición de ciertas estructuras cerebrales que provienen de la naturaleza, de
mecanismos ya montados, pero que la vida animal no muestra sino bajo una forma inconexa y
según un orden disperso”.15 Esta afirmación, a mi juicio, dificulta el uso de la polaridad
naturaleza / cultura como un instrumento metodológico, y muestra los límites de la
interpretación estructuralista del mito. La oposición naturaleza / cultura es, ella misma, una
criatura cultural, y los mitos—en particular el del hombre salvaje—son parte de un proceso
durante el cual se configura la definición de naturaleza, por oposición a la sociedad y la
cultura.
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58. En estos bocetos de Israhel van Meckenem, de fines del siglo xv, se esbozan una mujer y un hombre salvajes que practican
ademanes teatrales.

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Le Goff y Vidal-Naquet, sin embargo, insisten en señalar que la oposición entre la
naturaleza salvaje y la humanidad civilizada se basa en “la oposición entre el mundo humano
dominante y el mundo animal dominado, como puede ser tanto por medio de la caza como por
la domesticación. Lo ‘salvaje’ no es lo que está fuera del alcance del hombre, sino lo que está
en los márgenes de la actividad humana”.16 Esto se demostraría por el hecho significativo de
que, en El caballero del león de Chrétien de Troyes, los encuentros de Yvain en el bosque
(con un hombre salvaje, con el ermitaño y con el león) ocurren precisamente en aquellas
porciones recién roturadas llamadas artigas, y que formaban los márgenes o fronteras
agrícolas. En vista de que el siglo XII contempló una expansión enorme del espacio agrícola,
el mito se encuentra enclavado en uno de los procesos económicos más importantes de la
Edad Media. Es posible que, a semejanza de lo que ocurrió en Grecia, el hombre salvaje
cazador se haya convertido durante la Edad Media en un símbolo señorial y aristocrático de
las clases acomodadas que intentaban frenar la expansión de las tierras cultivadas, que
invadía sus terrenos de caza, llevada a cabo por una población campesina cada vez más
numerosa.17 En todo caso es evidente que, como símbolo de los bosques despoblados, el
hombre salvaje se contraponía a la cultura campesina de las aldeas en crecimiento, cuyos
habitantes quemaban y roturaban las regiones boscosas. Ya en el siglo XIII se observa un
movimiento de los propios señores, que trasladan sus residencias del centro de los poblados
hacia los linderos boscosos de sus dominios; probablemente este proceso fue una secuela de
las grandes roturaciones, que obligó a los señores a seguir a sus campesinos para no perder ni
el control ni los beneficios.18

Que el mito del hombre salvaje sea parte de un conjunto de contradicciones que atraviesan
todo el espacio sociocultural de la Edad Media resulta revelador, pero es una explicación
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insuficiente. Se mantiene en pie el hecho fundamental: en la literatura, la causa directa de la


condición salvaje de los caballeros como Yvain es el despecho amoroso. Pero, es evidente, el
amor no suele tener lugar en el espacio conceptual estructuralista. Y sin embargo la locura
relacionada con el desamor es uno de los cánones de comportamiento mítico más importantes
en la literatura, en el arte y en el folclor medievales.19 El relato de Chrétien de Troyes no sólo
nos informa sobre la etiología del fenómeno, sino también realiza un diagnóstico y señala el
método de curación. Todo ello ocurre en un contexto de resonancias al mismo tiempo bíblicas
y eróticas, ya que Yvain es presentado como una especie de Adán en su paraíso salvaje. Un
día, mientras el caballero salvaje dormía completamente desnudo, dos doncellas lo
encuentran; después de observarlo detenidamente, una de ellas lo reconoce e informa a su
dama, la cual le da un ungüento mágico, preparado por el hada Morgana, con la
recomendación estricta de que sólo le frote la frente y las sienes. Pero la doncella “tanto desea
su curación que se esmera en frotarle todo el cuerpo […] no sólo le frota las sienes y la frente,
sino el cuerpo entero, hasta los dedos de los pies […]” Podemos imaginarnos el inmenso
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placer erótico de la doncella, cuyas manos empapadas de bálsamo pudieron acariciar todos
los rincones del cuerpo desnudo de Yvain: “Tanto le frotó, al sol ardiente, las sienes y todo el
cuerpo, que consiguió sacar del cerebro toda la furia y la melancolía […]” He aquí, pues, el
diagnóstico preciso: furia y melancolía. En cierto sentido, es un acto mágicoerótico el que
cura al hombre salvaje y lo reincorpora a la civilización: “Al verse desnudo como una
estatuilla de marfil, siente gran vergüenza—mayor hubiera sentido, de haber sabido su
aventura—pero ignora por qué se encuentra desnudo”.20 Más adelante, ya en el castillo, la
señora y su doncella “le dan un baño, le lavan la cabeza, le afeitan—pues se podían haber
arrancado de la cara puñados de barba—, le frotan y le vuelven a frotar, con aceites y
perfumes”.21
La interpretación de Bernheimer, quien ha realizado el mejor estudio sobre el hombre
salvaje medieval, está basada en la idea de que nuestro personaje representa una fuerza
interior, en este caso desencadenada por el amor frustrado. Según esta interpretación, el mito
del salvaje responde a una persistente necesidad psicológica, a la urgencia de dar una
expresión externa simbólicamente válida a los impulsos de imprudente autoafirmación física
que se esconden en cada uno de nosotros; Freud lo llamó el id (o Es, en alemán). De acuerdo
con Bernheimer, el deseo reprimido de una autoafirmación desencadenada es proyectado al
exterior como la imagen del hombre que es tan libre como las bestias.22 Si esto es así, no debe
extrañarnos que el hombre salvaje presente la típica sintomatología de la manía y la
melancolía. Es posible también que—para seguir en la veta freudiana—el salvajismo sea el
resultado de una pérdida (física o afectiva) del objeto amado, y que estemos en presencia de
una introyección del objeto perdido. La autohumillación a que se somete el hombre caído en
un melancólico estado salvaje no sería más que la venganza del yo contra la amada: pero una
venganza ejercida por el melancólico sobre su propio yo dividido, una de cuyas partes
representa a la amada perdida.23
Estos caminos de interpretación nos pueden llevar a un callejón sin salida, pues la
ubicación de fuerzas psíquicas que encarnan simbólicamente en el mito del hombre salvaje
parte de una petición de principio: el reconocimiento de que dichas fuerzas tienen ya una
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existencia definida. Es decir, es preciso suponer la existencia de una definición del vínculo
amoroso y la ubicación de impulsos precisos dentro del yo, como condiciones estructurales
previas del drama psicológico desencadenado por la separación de los amantes. El problema
radica en que el mito del hombre salvaje medieval es parte del lento proceso de constitución
histórica de una subjetividad cultural nueva, que está definiendo espacios de comportamiento
inéditos. Uno de estos espacios es, precisamente, el campo del amor pasional. Así pues,
aunque en el drama de Yvain la pérdida de su amada le ocasiona una locura salvaje, es la
noción de salvajismo la que ha contribuido, a lo largo de siglos, a definir las peculiares
formas medievales del amor. Dicho de otra manera: aunque literariamente el amor precede a
la condición salvaje, en la historia de la mitología es el hombre salvaje el que antecede al
hombre enamorado. Asimismo, las señales morbosas producidas por el amor no
correspondido han contribuido a crear la imagen del erotismo como una fuerza irresistible.
Ovidio menciona el caso de Biblis, quien despechada en su amor incestuoso por su hermano
Cauno, rompe su vestimenta y se va al bosque a aullar, hasta que es convertida en una fuente.24
Plutarco cuenta el caso del príncipe Antíoco, hijo del rey Seleuco, que estaba poseído por un
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terrible abatimiento; fue llamado Erasístrato (médico de principios del siglo III a.C.), quien
diagnosticó que su dolencia era el amor por Stratonice, su joven madrastra.25 Posteriormente,
Aretaeus, Galeno, Oribasius y Avicena han descrito los síntomas del mal de amores, en
ocasiones asociándolo a la melancolía: insomnio, pérdida del habla, tristeza, pulso rápido,
parpadeo continuo, retraimiento.26
El amor rescata al hombre de su condición salvaje y, en cambio, el desamor lo devuelve a
su estado original de bestialidad. En otra vertiente del erotismo medieval, el amor aparece
como una fuerza salvaje sublimada que desborda completamente la voluntad del caballero,
quien aparece como un verdadero esclavo de la pasión. En ambas variantes, el amor es la
modificación de una fuerza o estado salvaje primordial. En el primer caso, el erotismo
cortesano implica la domesticación de los apetitos sexuales salvajes de los amantes; en el
segundo caso, el erotismo caballeresco es una pasión tan fuerte que, si los amantes deben
separarse, se desencadena provocando el delirio salvaje. Un estudio de René Nelli ha
mostrado que estas dos formas del erotismo medieval se expresan en las diferentes respuestas
a la famosa “prueba de amor”, durante la cual los enamorados se acuestan en la misma cama:
en la tradición caballeresca (y neo-celta) los amantes sucumben a la tentación porque se aman
demasiado y desbordan las convenciones sociales; en cambio, en la variante representada por
el amor cortés provenzal, si el trovador se deja llevar por sus instintos y goza de su dama, ello
quiere decir que no la ama lo suficiente pues no ha sabido respetar su honor. En esta última
variante aparece el asag o assays (prueba) de la tradición lírica provenzal, en donde los
enamorados pasan la noche juntos, desnudos: se abrazan, se acarician y se besan, pero no
llegan a consumar el acto sexual.27
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59. Fiesta en la corte del rey Carlos VI de Francia en 1392, llamada “Bal des ardents”, pues se incendiaron los disfraces de los
participantes en la “danza del hombre salvaje”.

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60. El salvaje se ha convertido en una mascarada cortesana. En este tapiz de Burgundy los velludos disfraces se complementan
con elegantes capas y tocados.

61. Este extraordinario tapiz alsaciano data de 1400. A la izquierda, el castillo de los moros—símbolo del mal—es atacado por
salvajes. En las escenas centrales los hombres salvajes se enfrentan a un león y a un basilisco; otro saluda a un unicornio. A la
derecha vemos una escena doméstica en torno a una mujer salvaje con sus niños.
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61a. Un grupo de hombres salvajes armados de palos, piedras, garrotes y ramas se prepara para atacar el castillo de los moros.
Usan guirnaldas y taparrabos tejidos con hojas.

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61b. Los salvajes suelen devorar la carne cruda (largos colmillos les ayudan) y, a diferencia de los civilizados moros, que usan
arcos, ellos emplean garrotes y piedras.
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61c. Este enfrentamiento entre el salvaje y el basilisco o dragón es una alegoría del combate entre la virtud y el vicio.

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61d
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61e

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61f. El rey y la reina moros—diminutos—miran espantados el ataque de unos seres capaces de matar a un león con sus manos.
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61g. Los pies del salvaje semejan garras.
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62. Todo lo que queda de la lucha de un hombre salvaje jorobado con una terrible bestia, posiblemente un grifo, es este
fragmento de una talla de madera que muestra un rostro barbado, tenso y delgado, con los ojos hundidos en una expresión
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extraña. Pareciera que todos los males del mundo cayeran sobre la espalda peluda del homo sylvestris. Seguramente esta
escultura, de la segunda mitad del siglo XIV, formó parte de una silla de coro de una iglesia de Colonia.

Desde luego que la teología reprobaba ásperamente todas las formas pasionales del amor,
aun en la forma cortesana y reprimida, pues abrían paso a lo que se llamaba el “amor de
concupiscencia”. Jerónimo, desde los tiempos antiguos, había condenado como adúltero al
“amante demasiado ferviente de su mujer” y había escrito que
todo amor por la esposa de otro es en verdad vergonzoso; y lo es el amor por la propia cuando es excesivo. El hombre
prudente debe amar a su mujer con juicio, no con pasión. Que domine el arrebato de su voluptuosidad y no se deje
arrastrar con precipitación al acoplamiento. No hay nada más infame que amar a una esposa como a una amante.28

Lo que horrorizaba a los teólogos era el trasfondo salvaje y bestial del amor; por ello
mismo reprobaban ciertas posiciones en el acto sexual, como la postura retro (diferente a la
sodomía), porque era peculiar del acoplamiento entre animales y rebajaba al hombre al estado
bestial.29

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3

La idea del salvaje permite definir las diversas formas que adquiere el amor civilizado. Los
celos, el rechazo, la separación o la pasión desairada—en una palabra, los desamores—
conducen al sufrimiento de la locura salvaje. Pero el amor domesticado, que se manifiesta en
el asag como una curiosa forma erotizada del ascetismo, es también una forma de sufrimiento.
En este sentido, tanto la melancolía salvaje como la suprema prueba de amor, que llega al
borde mismo del coito sin caer en el abismo, son formas de penitencia y expiación
emparentadas con el sufrimiento de Job o de Nabucodonosor, y con el ascetismo de los
primeros cristianos que se retiraban al desierto para enfrentar las tentaciones satánicas. El
prototipo original serían el Adán expulsado del edén y el Cristo salvaje que se va al desierto.
Esta interpretación del hombre salvaje como la manifestación medieval de una antigua
alegoría cristiana ha sido planteada con vigor en un estudio sobre las convenciones de la
locura en la literatura inglesa medieval, realizado por Penelope Doob. Esta explicación se
basa principalmente en el análisis de Sir Orfeo, una curiosa adaptación inglesa del siglo XIV
del mito griego; según Doob habría en la figura del hombre salvaje en que se convierte Sir
Orfeo la combinación de tres eventos: la pérdida del paraíso, la pérdida del alma por el
pecado y la pérdida de la amada. Estos tres hechos son las causas que llevan a Sir Orfeo al
exilio de diez años como hombre salvaje, y mostrarían una conexión íntima entre Adán, Cristo
y el caballero silvestre, tres seres condenados a vagar penosamente por el mundo temporal:
“que el hombre se vuelva bestia es análogo a Dios convirtiéndose en hombre; el salvajismo es
simbólico de la Cruz, lugares ambos de expiación; el sufrimiento del hombre por sus propios
pecados representa el sufrimiento de Cristo por los pecados de otros”.30
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63. Una dama custodia el escudo heráldico de su esposo; es contemplada por un salvaje desde arrba, que se distrae un
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momento de las duras tareas en las que están empeñados sus compañeros. Dibujo de Niklaus Manuel Deutsch, de 1506.

Reducir el modelo literario del hombre salvaje a las figuras cristianas de Adán y de Jesús
parece un esquematismo excesivo y elimina arbitrariamente, en la evolución del mito, las
tradiciones grecolatinas y celtas; oculta además las tendencias secularizadoras que ya operan
embrionariamente en la mitología medieval, y que contribuyeron a la desacralización de las
penas y de los goces. A pesar de la estrechez de esta interpretación religiosa, como ha hecho
notar D. A. Wells, ella nos conduce a una serie de evidencias que subrayan la influencia, en
este mito, de un trasfondo mesopotámico común al pensamiento griego y hebreo. Las
conexiones directas entre la novela medieval y la Epopeya de Gilgamesh son una hipótesis
que parece bien fundamentada.31 El mito del hombre salvaje es uno de los pocos temas que
permiten un rastreo de los eslabones que, en el largo plazo, conectan las antiguas culturas del
Cercano Oriente con el Medioevo occidental; pero el rastreo es incipiente y hay muchas
lagunas, una de ellas especialmente grande: la que va del siglo V al siglo XI, periodo durante
el cual se produce la simbiosis de las tradiciones judeocristianas, grecolatinas y bárbaras, y
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que da nacimiento al homo sylvestris. Es el gran vacío que separa, digamos, a los anacoretas
peludos coptos del Merlín medieval.
Habría, sin embargo, que cuidarse del peligro de llegar a un falso dilema. Por un lado
habría las interpretaciones que destacan la importancia de la difusión e irradiación de un
antiguo canon—el del hombre salvaje—, que se expandiría mediante múltiples conexiones y
contactos desde la Antigüedad mesopotámica hasta el Renacimiento. En el lado opuesto
tendríamos los análisis que hacen énfasis en la presencia de una estructura cultural o psíquica
permanente, que en cada época y coyuntura histórica sería la responsable del surgimiento del
mito del hombre salvaje; según esta concepción, la estructura básica no tiene historia, no es
creada ni adoptada: en la terminología medieval, sería natura naturans, y no natura
naturata. La primera interpretación, en cambio, pone el énfasis en la irradiación histórica y
geográfica del “descubrimiento” (o de la “revelación”) de un mito valioso por sí mismo, cuya
fuerza o utilidad intrínseca explica su difusión y trascendencia; el historiador se debe aplicar
a escribir la crónica de la gesta del mito original. En la otra explicación, el historiador se
encarga de descubrir el halo específico con que el canon fundamental aparece en cada época y
en cada cultura; para decirlo con la paradoja de Lévi-Strauss, sería preciso mostrar no cómo
piensan los hombres en sus mitos, sino “cómo se piensan los mitos en los hombres, sin que
éstos se den cuenta”.32
Ninguna de estas dos interpretaciones parece capaz de explicar las múltiples facetas de un
mito que ha contribuido en forma decisiva a definir a lo largo de varios siglos el amor y el
desamor, la naturaleza y la civilización, el sufrimiento y la felicidad. Un mito que ha puesto en
crisis las nociones de lo sagrado y lo sobrenatural, al abrir la puerta a la idea de salvajismo,
idea que se escapa a las condiciones impuestas por las divinidades, sea en su expresión
benigna o en sus manifestaciones malignas. Y que también se escapa a las leyes que gobiernan
la sociedad y la mente de los hombres; es un mito elusivo y escurridizo que ni los dioses ni
los césares logran atrapar con firmeza.
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Civilidad, amor, felicidad: tres ideas que se han convertido en engranajes importantes de la
máquina de la civilización. El hombre salvaje medieval vive en un estado de incivilidad,
desamor y desdicha, y por contraste ha permitido que la silueta del hombre civilizado brille
con intensidad. Diríase que el salvaje—inculto, malquerido, desgraciado—ha ido preparando
al hombre occidental, a lo largo de mucho tiempo, para recibir la modernidad. El proceso ha
significado una larga evolución de las estructuras míticas que enmarcan al salvaje. Ni la
estructura del mito es eterna, ni sus cambios aniquilan las tendencias profundas que operan a
largo plazo. Esta lenta gestación de la cultura occidental es lo que Norbert Elias llama el
proceso de civilización, una profunda transformación del comportamiento humano que este
autor rastrea en los cambios ocurridos desde la Edad Media en las normas de etiqueta, las
maneras de mesa y las reglas de cortesía.33 El gran ausente en el banquete de la civilización es
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el salvaje, pero es evidente que con la silueta del hueco que deja su expulsión se conforman
los modales del hombre civilizado. Extrañamente, el hombre salvaje es un tema que no toca el
libro de Norbert Elias, por lo que su interpretación cojea un tanto, pues el proceso de
civilización corre parejo a la historia del salvajismo; sin embargo, el libro es una excelente
demostración de la gran importancia de la evolución de las costumbres y los modales en la
definición de la civilización moderna. Las normas de etiqueta y los modales aceptados giraban
(y giran todavía) en torno al cuerpo humano, a sus movimientos y a sus necesidades físicas:
sólo el adecuado control de la corporalidad podía abrir paso a una feliz y amorosa civilidad.
El hombre salvaje era totalmente ajeno al externum corporis decorum, al decoro exterior del
cuerpo del que hablaba Erasmo de Rotterdam en el siglo XVI. La civilidad era, muy
claramente, un conjunto de reglas para controlar y ritualizar los flujos de entrada y salida del
cuerpo humano, así como las posturas, ademanes, ruidos y gestos que debían acompañarlos.
¿Con qué modales introducir un pedazo de carne en la boca, un dedo en la nariz, un pene en la
vagina o una espada en el pecho? ¿Qué reglas de cortesía norman la expulsión de excrementos,
semen, mocos, sudor o saliva? ¿Con qué ropa es preciso cubrir o descubrir estos flujos? ¿Qué
rituales ordenan la limpieza del cuerpo después o antes de comer, dormir, defecar o fornicar?
¿Qué palabras deben acompañar—para disculpar o para disimular—los movimientos, los
ruidos, los olores o las humedades corporales?
El hombre salvaje, por definición, era un ser completamente ajeno a la civilidad, incapaz
de ocultar sus fluidos corporales, de canalizar sus instintos o de cubrir su desnudez con pudor.
Era un ente desnudo perdido en la inmensidad del cosmos, disuelto en el anonimato bestial,
sin puntos de referencia. Al respecto es interesante un cuento de Giovanni Sercambi34 que
relata la historia de un peletero de Luca que va a unos baños públicos. Al encontrarse desnudo
en la muchedumbre anónima de los cuerpos, siente un miedo atroz de perder su identidad. Para
evitarlo, se pega en el hombro derecho una cruz de paja; pero la señal se desprende con el
agua y se desliza hacia otro bañista, que se apodera de ella y le grita: “Yo soy tú; desaparece,
estás muerto”. El pobre peletero, completamente extraviado, se persuade de su propia muerte:
vendedor de pieles, no soporta vivir vistiendo solamente su propia piel, como el hombre
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salvaje.
La civilidad—representada por el vestido—es una expresión de la identidad; ésta se
pierde si no hay reglas que cubran la desnudez natural del hombre. Este aspecto—la gestación
de identidad—es un proceso que me parece esencial para entender la evolución del mito del
hombre salvaje. La forma peculiar que adquiere la identidad—individual y colectiva—en las
culturas occidentales es una estructura muy compleja que los europeos han desarrollado a lo
largo de siglos; la historia del hombre salvaje es parte importante del proceso de constitución
de la identidad occidental. En este sentido, el mito del salvaje se encuentra entrelazado con el
desenvolvimiento de tres componentes míticos de la identidad occidental: 1) la separación
entre la naturaleza y la cultura, que da lugar a la noción de civilidad; 2) la delimitación del
amor como fuerza interior, estrechamente asociada a la individuación erótica; 3) la
secularización de los sentimientos de culpa y del sufrimiento, y la consiguiente autonomía de
la idea de felicidad, con respecto a los ámbitos de lo sagrado.
La leyenda de Yvain, el caballero que pierde conciencia de su individualidad—como le
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sucedió a Merlín—, nos proporciona claves valiosas para comprender la relevancia de la
identidad como lazo que une—en un solo campo cultural—la civilidad, la afirmación del yo
amoroso y la desacralización de la dicha y del penar. La traductora al español del Yvain de
Chrétien de Troyes ha resumido en una frase sintomática la conexión entre el tema medieval y
la modernidad occidental: “A nivel simbólico—dice Marie-José Lemarchand—, el bosque
como lugar de metamorfosis del hombre en busca de identidad, que se pierde para mejor
encontrarse, inspira varios mitos celtas y germanos, y hasta la filosofía existencialista con sus
caminos que no llevan a ninguna parte sino al corazón del bosque, es decir, al abismo esencial
del Abgrund a partir del cual se puede renovar al hombre, resurgiendo desde la
profundidad”.35 Ciertamente, los temas de la identidad occidental moderna aparecen
embrionariamente planteados en el mito medieval, donde el héroe sufre una inmersión en la
profundidad salvaje de la naturaleza; es el amor el que proporciona la energía para esta huida
al bosque ignoto de la locura anónima, del que se sale como un hombre renovado, dotado de
fuerzas inagotables y de una identidad inconfundible: Yvain, el caballero del león.
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64. En la parodia de un duelo, dos salvajes revestidos de un follaje retorcido se enfrentan armados de troncos. El de la derecha
está tocado con un manojo de ajos; el de la izquierda lleva rábanos.

Es preciso destacar un aspecto importante: el llamado proceso de civilización no es, en


los hechos históricos, la transición del comportamiento salvaje hacia una conducta civilizada.
La idea misma del contraste entre un estado natural salvaje y una configuración cultural
civilizada es parte de un conjunto de mitos que sirve de soporte a la identidad del occidente
civilizado. Pero basta una ojeada al mito del hombre salvaje para darnos cuenta de que se
trata de una formación imaginaria que sólo existe en su dimensión mitológica. Sin embargo, la
asimilación de la temprana Edad Media al universo del salvajismo primitivo es una idea
corriente: en la Europa del año mil vemos “un mundo salvaje—dice Georges Duby—, una
naturaleza casi virgen, hombres muy poco numerosos, provistos de herramientas elementales y
luchando a brazo partido contra las fuerzas vegetales y las potencias de la tierra, incapaces de
dominarlas, penando por arrancarles un paupérrimo alimento, arruinados por las intemperies,
acosados periódicamente por la escasez y la enfermedad, atenazados constantemente por el
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hambre”.36 Este panorama incita a imaginar a los hombres medievales como seres primitivos
que no someten a reglas severas sus instintos y sus pasiones, que viven en estrecho contacto
con la naturaleza, relativamente libres de las reglas que determinan los umbrales del pudor, la
vergüenza y la repugnancia. De acuerdo con Norbert Elias, la división del trabajo y las
dependencias recíprocas van tejiendo una red normativa, de manera que las coacciones
externas se van transformando en autocoacciones y los hombres aprenden a disciplinar la
satisfacción de sus instintos.37 Esta imagen del proceso de civilización es altamente tributaria
del mito del hombre salvaje, y sólo se sostiene si establecemos el punto de partida en un
imaginario estado de naturaleza. Con razón los etnólogos rechazan este concepto de
civilización: Duerr ha demostrado—en una dura crítica a Elias—que es un error suponer que
las reglas y normas de las sociedades llamadas primitivas (sean medievales o
contemporáneas) son menos estrictas que las del hombre moderno.38 ¿Pero qué mejor manera
de destacar la otredad, la diferencia, que dibujar un mundo salvaje sin reglas ni normas
poblado de seres que, por lo mismo, son incapaces de orientar su vida hacia el amor y la
felicidad?
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1
R. Tannahill, Flesh and Blood. A History of the Cannibal Complex, p. 36.
2
P. Farb y G. Armelagos, Consuming Passions. The Anthropology of Eating, p. 135. Es revelador que otro estudio
antropológico sobre el canibalismo ignore completamente los ejemplos europeos, tanto grecolatinos como medievales: véase
Peggy Reeves Sanday, El canibalismo como sistema cultural.
3
R. Tannahill, Flesh and Blood, loc. cit.
4
Primo pro nummata vini, / Ex hac bibunt libertini; / semel bibunt pro captivis, / post haec bibunt ter pro vivis, / quater pro
christianis cunctis, / quinquies pro fidelibus defunctis, / sexies pro sororibus vanis, / septies pro militibus silvanis. Citado por
Harold V. Livermore, “El caballero salvaje”, p. 172. Véase el poema completo en Cantos de goliardo (Carmina Burana),
XXXIX, traducido por Lluís Moles.
5
“… mimis, joculatoribus, militibus qui dicuntur salvatges caeterisque truffatoribus seu baccallaris civibus vel estraneis”, cit.
por Livermore, ibid., p. 167. La siguiente apreciación de Jacques Le Goff apoya mi idea de que los caballeros salvajes eran
una especie de goliardos: “Para ganarse la vida a veces esos estudiantes se convierten en juglares o bufones; de ahí sin duda
el nombre que se les da a menudo. Pero pensemos que también el término joculator, juglar, es en aquella época el epíteto
con que se designa a todos aquellos que se consideran peligrosos, aquellos a quienes se quiere separar de la sociedad. Un
joculator es, pues, un indeseable, un rebelde…” (Los intelectuales en la Edad Media, p. 40).
6
Cit. por Livermore, “El caballero salvaje”, p. 168.
7
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, pp. 50 y ss.
8
Libro de Tristán, capítulo LIV; cit. por Livermore, “El caballero salvaje”, p. 181.
9
Uso la versión de Rougemont, Amor y Occidente, p. 341. Véase la edición en español preparada por Bernd Dietz de
Tristán e Isolda de Gottfried von Strassburg, donde el pasaje citado se encuentra en la p. 324.
10
De rerum natura, V: 962.
11
Libro de Tristán, capítulo LIV; ortografía modernizada; cit. por Livermore, “El caballero salvaje”, p. 179.
12
Chrétien de Troyes, El caballero del león, versos 2766 y ss., p. 49.
13
Le Goff y Vidal-Naquet, “Lévi-Strauss en Brocéliande”.
14
Ibid., p. 282.
15
Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco, p. 19.
16
Le Goff y Vidal-Naquet, “Lévi-Strauss en Brocéliande”, pp. 283-284.
17
Como sugieren Le Goff y Vidal-Naquet, ibid., p. 317.
18
Georges Duby, Economía rural y vida campesina en el Occidente medieval, p. 115.
19
Le Goff y Vidal-Naquet explícitamente rechazan, por psicologizante, la interpretación del mito del poder del amor cortés,
que es tan grande que incluso una débil dama puede hacer enloquecer a un valeroso guerrero (“Lévi-Strauss en Brocéliande”,
p. 270, n. 4).
20
El caballero del león, versos 2988-3017, p. 53.
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21
Ibid., versos 3123-3126, p. 55. No puedo menos que recordar la escena en que a Enkidu, ya en la ciudad de Uruk donde
la mujer lo ha conducido, “le cortaron la maraña de vello de su cuerpo, se frotó con aceite, como hacen los hombres” (tablilla II,
col. III, Epopeya de Gilgamesh).
22
Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 3.
23
Véase de S. Freud, “Duelo y melancolía”, II: 2091-2100, y “Psicología de las masas y análisis del yo”, III: 2587 y ss.
24
Metamorfosis, IX: 643-665.
25
Plutarco, Vidas paralelas, cit. por Stanley W. Jackson, Melancholia and Depression, p. 352.
26
Ibid., pp. 353-355.
27
René Nelli, L’erotique des troubadours.
28
Adversus Jovinianum, I: 49.
29
Jean-Louis Flandrin, Orígenes de la familia moderna. La familia, el parentesco y la sexualidad en la sociedad
tradicional, p. 207.
30
Penelope B. R. Doob, Nebuchadnezzar’s Children. Conventions of Madness in Middle English Literature, p. 91.
31
D. A. Wells, The Wild Man from the Epic of Gilgamesh to Hartman von Aue’s Iwein, p. 16.
32
“Nous ne prétendons donc pas montrer comment les hommes pensent dans les mythes, mais comment les mythes se
pensent dans les hommes, et à leur insu”. Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido, p. 21.
33
Norbert Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas.
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34
Citado por Duby, “L’emergence de l’individu”, p. 560. Sercambi vivió entre 1347 y 1424, y escribió sus cuentos, salpicados
de obscenidades, inspirado en el Decamerón.
35
“Epílogo” a Chrétien de Troyes, El caballero del león, p. 137.
36
El año mil, pp. 21-22.
37
N. Elias, El proceso de la civilización, p. 503.
38
Véase Hans Peter Duerr, Nackheit und Scham. Der Mythos von Zivilisationprocess.
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VI
La ciencia de los silfos

DURANTE MUCHOS SIGLOS los hombres salvajes vivieron casi exclusivamente en la conciencia
mítica de las clases populares y fueron despreciados por la teología y la ciencia. Parece
sorprendente, por ello, que el homo sylvestris reaparezca en las ciencias políticas y naturales
del siglo XVIII bajo la forma, por ejemplo, del buen salvaje de Rousseau y del homo ferus de
Linneo. Sin duda, el pensamiento ilustrado tiene sus raíces en las tradiciones literarias
renacentistas, que gracias a Cervantes, Montaigne y Shakespeare mantuvieron vivo el mito del
hombre salvaje en las figuras del caníbal, de Cardenio y de Calibán. Sin embargo, el gran
aliento del mito del salvaje en el pensamiento de la Ilustración no se explica si solamente
atendemos a su supervivencia en el folclor y en la literatura: es preciso buscar otros puentes
que vinculan los mitos medievales con los modernos, pues esos eslabones oscuros de la
historia pueden explicarnos tanto las causas que motivaron la continuidad del mito del salvaje
como los nuevos elementos que se le agregan.
Uno de esos puentes ha sido extrañamente ignorado por los escasos historiadores que se
han ocupado del mito del hombre salvaje, aunque fue transitado frecuentemente por los
escritores románticos del siglo XIX. Se trata del único tratado que conozco dedicado a explicar
y definir la existencia de esos hombres prodigiosos y raros que no pertenecen a la estirpe de
Adán. Me refiero al Liber de nymphis, sylphis, pigmaeis et salamadris et de caeteris
spiritibus escrito por Paracelso en la primera mitad del siglo XVI, donde se desarrolla una
explicación de la naturaleza de las ninfas, los silfos o silvanos, los pigmeos y los vulcanos o
salamandras.1 La interpretación de este audaz médico suizo es muy interesante, porque acepta
la existencia de los hombres salvajes como un fenómeno real y no como una invención
diabólica ni como una falaz idolatría pagana. Evidentemente, ésta era una visión inaceptable
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para la teología ortodoxa, que veía con horror toda muestra de la cercanía entre los hombres y
las bestias. Un buen ejemplo de esta aversión lo encontramos en los sermones de Geiler de
Kaysersberg (1445-1510) publicados bajo el título general de Die Emeis (La hormiga): en el
sermón número veinte ofrece una sistematización de los hombres salvajes que, como criaturas
demoniacas, se presentan en cinco diferentes figuras: 1) los solitarios (solitarii, ermitaños
como María Magdalena, María Egipciaca y Onofre); 2) los hombres salvajes propiamente
dichos (sacchani, identificados como sátiros); 3) los hispanos (hispani, salvajes de tierras
extranjeras); 4) los pigmeos (piginini); 5) los diablos (diaboli).2
En su tratado Paracelso establece la existencia de cuatro variedades de seres extraños,
muy similares al hombre: las ninfas (ondinas, sirenas o melusinas), los silfos (silvanos o gente
del bosque), los pigmeos (gnomos o gente de la montaña) y las salamandras (vulcanos o
étneos). Son criaturas de Dios, no engendros del demonio, “que existen como un ejemplo de
que no estamos solos”.3 Pero Dios creó a estos seres salvajes a imagen y semejanza del
hombre:
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Al igual que se dice que el hombre es imagen y semejanza de Dios, es decir: que está hecho conforme a su figura, puede
decirse también que esas gentes son imagen y semejanza del hombre, hechas según su figura. Pero el hombre no es Dios,
aun cuando haya sido hecho igual que él. Lo es en imagen, sin embargo. Y así ellos no son hombres aun cuando hayan
sido hechos a la imagen y semejanza de éstos […] no pueden jactarse de tener un alma como el hombre aun cuando sean
iguales a él. Así como el hombre no se jacta de ser Dios, pese a estar hecho a su imagen y semejanza y a ser una
representación de él. O sea: el hombre se abstiene de ser Dios y las gentes salvajes renuncian al alma, por lo que no
pueden decir que sean hombres.4

Como se ve en este alucinante razonamiento, la definición de un espacio intermedio entre


el hombre y las bestias era un asunto muy espinoso. Paracelso reconoce que son seres con
hábitos humanos, aunque más toscos y ásperos, hechos de carne y sangre, mortales que se
alimentan de forma semejante al hombre, que poseen sabiduría para gobernar y que respetan la
justicia. Queda claro que en Paracelso hay una reivindicación de la gente salvaje, que no es
vista ya de la manera despreciativa con que aparece en las novelas medievales de caballerías:
están dotados, dice Paracelso, “de razón humana, aun cuando no de alma”.5 Por eso, piensa,
por su naturaleza innata buscan la justicia para sí mismos en su marcha por la vida y son los
animales de mayor entendimiento que existen:
Al igual que el hombre es, entre todas las criaturas de la tierra, el que más se acerca a Dios por sus dotes y
entendimiento, ellos son, entre todos los animales, los que más se acercan y aproximan al hombre, de tal suerte que son
llamados gentes y hombres, y tomados por tales, y respetados como tales, de tal suerte que no existe, por lo tanto,
diferencia alguna, excepción hecha de su naturaleza de espíritu y de su falta de alma. Son criaturas extrañas y
maravillosas, dignas de ser contempladas por sobre todas las demás.6
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65. Seres ligados a los bosques, los hombres silvestres aparecen en numerosos motivos vegetales. En este grabado del maestro
E. S., realizado hacia 1466, un salvaje se oculta detrás de un tronco. Su mano izquierda acaricia una flor de cardo, mientras que
con la derecha se prepara para dar un garrotazo.

Es probable que Paracelso haya tenido en mente a los habitantes de la recién colonizada
América cuando pensó en el hombre salvaje. Sin embargo, su preocupación principal fue
entender a los seres de la tradición folclórica pagana que habitaban las aguas, los bosques y
las montañas de Europa; al aceptar como confiables las creencias populares sobre salvajes,
ninfas y gnomos Paracelso tuvo la misma actitud rebelde que había adoptado como médico, al
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buscar en las prácticas populares de curación los caminos para una nueva ciencia
radicalmente opuesta a la tradición galénica basada en la teoría de los cuatro humores.
Podríamos decir que Paracelso fue un auténtico médico salvaje: “Las universidades—decía—
no enseñan todas las cosas, por lo que un médico debe buscar ancianas viudas, gitanos, brujos,
tribus errantes, viejos ladrones y personas similares fuera de la ley, y aprender de ellos”.7 A
pesar de que sus ideas sobre los salvajes hubieran podido ser usadas en una argumentación
sobre el carácter bestial de los indios americanos, parece ser que ello no ocurrió. Es cierto
que Paracelso, en 1520, escribió que no podía creerse que la gente encontrada en las “islas
remotas” provenía de Adán y Eva: “es más probable que desciendan de otro Adán, ya que
nadie probará fácilmente que tienen parentesco carnal o sanguíneo con nosotros”. Más
adelante agrega que estos seres nacieron “después del diluvio, y tal vez no tienen almas; en el
habla parecen loros […]”8 Estas ideas, que tienen un fondo gradualista, no se llegaron a
desarrollar hasta formar una actitud atrabiliaria que clasificara a los indios americanos junto
con los insectos, como se ha sugerido equivocadamente;9 por el contrario, el gradualismo
implícito en las teorías de Paracelso, Cesalpino o Bruno contenía una embrionaria actitud
científica en el examen de la relación entre el hombre y los animales. De hecho, las ideas que
suponían una naturaleza bestial de los americanos fueron más un fantasma que una importante
corriente de pensamiento.10
La interpretación de Paracelso fue vista como una blasfemia que atacaba los dogmas
cristianos sobre la salvación, al aceptar la existencia de un ser compuesto de dos partes,
hombre y espíritu, que aparece como una criatura mortal de carne y hueso, pero que sin
embargo puede atravesar murallas y paredes sin romper nada; este engendro híbrido, al
carecer de alma, no tiene la misión de servir a Dios.11 No obstante, estos entes no son
definidos por Paracelso como seres maléficos y dañinos. Los clasifica de acuerdo con su
peculiar cosmovisión, de raíz estoica, basada en la idea de un universo compuesto por cuatro
elementos fundamentales: el aire, la tierra, el agua y el fuego. En el folclor pagano encontró
fácilmente ejemplos de seres maravillosos correspondientes a estos elementos, menos al
último, el fuego, al que asignó unos extraños seres inspirados parcialmente en el Satán de la
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mitología cristiana y en el Vulcano de la mitología griega.12 Los silvanos o silfos


corresponden al aire; los pigmeos a la tierra; y las ninfas al agua. En Paracelso los hombres
salvajes propiamente dichos son los silfos (Sylphen), silvanos (Sylvestres) o gente del bosque
(Waldleut), seres extremadamente parecidos al hombre pues respiran nuestro aire, se queman
en el fuego, se ahogan en el agua y se asfixian bajo tierra.13 Estos salvajes “son más rudos,
toscos, alargados y fuertes” que las gentes del agua, las ninfas.14 Además, a diferencia de éstas
y de los pigmeos, los salvajes de los bosques “no hablan, es decir, no pueden hablar, pese a
que tienen lengua y todo cuanto es necesario para hablar” y a pesar de que “tienen una gran
capacidad para aprender”; “las gentes de los bosques—dice—son como los hombres, pero
tímidos y veleidosos”.15 El demonio puede llegar a poseer a los silfos, especialmente a las
hembras, por lo que “quien se atreva a cortejar a las mujeres que viven en los bosques—y eso
es cosa que sucede—, se volverá sarnoso y roñoso como los leprosos, y nadie podrá ayudarle
jamás”.16

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66. En un tapiz alsaciano la hermosa mujer salvaje que ha capturado al unicornio, símbolo de la castidad, dice: “He pasado mi
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vida en forma mundana y ahora debo vivir en la desgracia. ¡Oh qué triste!”

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67. Una banda de hombres salvajes montados en animales fabulosos—que representan el vicio—atacan el castillo del amor
defendido por otros salvajes. La batalla tiene un carácter sensual, pues todas las lanzas y las flechas llevan flores en la punta.
Los atacantes están dirigidos por un joven que representa al dios del amor, protegido por un escudo de tablas.
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68. Este vitral suizo representa un inquietante orden divino, una cadena de seres que va de los hombres salvajes, pasa por los
caballeros y llega, arriba, a los ángeles. Pero la teología medieval difícilmente podía aceptar la existencia de seres intermedios
entre el hombre y los animales, de la misma forma en que los ángeles se colocaban entre Dios y los humanos.

En cambio, los matrimonios entre ninfas y hombres sí son posibles, y con ello las mujeres
acuáticas y sus hijos reciben alma y pueden ser salvados para la eternidad. La esperanza de
salvación hace que todos estos engendros de la maravillosa estirpe no adamita busquen el
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amor humano: “son tan parecidos al hombre—afirma Paracelso—que han de ser contemplados
como hombres salvajes [Wilden Menschen], al igual que se dice que el lobo es un perro
salvaje y que la cabra montés no es más que un chivo salvaje, pero no a todos ellos les es
posible casarse con nosotros”.17
Típico renacentista, Paracelso acepta la tradición antigua y popular que se niega a separar
tajantemente al hombre de la naturaleza, con lo que contribuye a abrir el espacio para una
historia natural de la cual la humanidad sería un eslabón. El cristianismo medieval había
satanizado al salvaje, para adaptarlo a la peculiar imagen de los demonios íncubos y súcubos
que fornicaban desenfrenadamente con los humanos durante sus sueños, o bien para
considerarlo un artificio diabólico ilusorio que engaña los sentidos de los hombres.18 En
cambio, Paracelso realiza uno de los primeros intentos de dar una explicación científica—aún
sumergida en las brumas de la teología medieval—a los hombres salvajes: acepta como un
hecho la presencia de un eslabón intermedio entre la bestia y el hombre, tal como lo describía
la mitología popular, aun cuando no cree, desde luego, en un proceso evolutivo de la primera
al segundo.
Así pues, este primer contacto del hombre salvaje con la embrionaria ciencia moderna del
Renacimiento—contra lo que podría esperarse—resultó ser una reivindicación del antiguo
mito. Podemos, sin embargo, preguntarnos si éste no fue el principio del fin de un mito
amenazado de caer hecho añicos por el progreso de la biología y de la antropología. ¿El
racionalismo moderno y el humanismo consiguieron acabar con un mito que logró sobrevivir
el embate de medio milenio de teología cristiana? Durante el siglo XVI se acentuó el interés
por el que Linneo llamó homo ferus (humanos solitarios durante cuya infancia fueron criados
por bestias en el bosque), por los seres antropomorfos de África y Asia descritos por los
viajeros (gorilas, chimpancés, etc.) y por los niños monstruosos que ocasional y
sorpresivamente nacían de mujeres normales. Gesner describió el caso de un asombroso ser
cuadrúpedo capturado en el bosque de Hanesbergium, en la diócesis de Salzburgo: “de color
rojizo, tirando a rubio; de un salvajismo notable, huía de los hombres y, donde podía, se
refugiaba en la oscuridad. En vista de que no se le pudo cautivar por su necesidad de comer,
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murió a los pocos días. Sus pies posteriores eran diferentes a los anteriores y mucho más
largos […] fue capturado el año de gracia de 1531”.19 La descripción es acompañada de un
curioso grabado. Gesner también incluyó descripciones y grabados de otros seres humanoides,
como la esfinge, el sátiro, el aegopithecus y el cercopithecus. Este último lo ilustró con un
grabado tomado del Viaje a Tierra Santa de Bernardo de Breidenbach, publicado en 1486.
Allí aparece el raro animal sosteniendo un palo en su mano y tomando a un camello por la
rienda, erguido frente a una salamandra; el conjunto del grabado—en el que figuran la jirafa,
el unicornio, el cocodrilo y la cabra de la India—representa una visión medieval de la gran
cadena del ser.20 Según Gesner este animal “de tamaño y forma humanas, por lo que se refiere
a sus piernas, miembro viril y cara, se le podría tomar por un hombre salvaje” (aunque el
grabado representa a una hembra…).21 Pero lo más interesante no sólo es que Gesner retome
el grabado de Breidenbach, sino que casi tres siglos después de la publicación del Viaje a
Tierra Santa una copia del mismo grabado vuelve a ser usada, esta vez por Hoppius en la
famosa tesis presentada a su maestro Linneo, para representar al homo caudatus hirsutus o
Lucifer, junto al sátiro, al pigmeo y al troglodita, todos ellos clasificados en la especie homo
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sapiens como formas del homo monstruosus.22

69. La idea de una gran cadena del ser que incluía a veces al hombre salvaje, como puede verse en este grabado de 1486 (aquí,
en realidad, una mujer salvaje). Gesner copió esta figura (invirtiéndola) para ilustrar al cercopithecus en su Historia animalium
(1551-1563).
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70. Lineo y Hoppius en 1789 acogieron los mitos del hombre salvaje en su célebre clasificación de las especies. Trescientos
años después reaparece el mismo ser salvaje femenino dibujado en 1486. La persistencia iconográfica del mito es asombrosa.

Este ejemplo de la impresionante duración de una representación gráfica del hombre


salvaje, del siglo XV al siglo XVIII, es un indicio de que el mito sobrevivió, al menos en la
iconografía científica, los embates del racionalismo moderno. En realidad, el mito logró
colarse en el corazón mismo de la ciencia y adoptar nuevas expresiones.
De hecho, fue la actitud científica de buscar causas diferentes a la voluntad divina y a las
ilusiones satánicas para los fenómenos monstruosos o prodigiosos, la que alentó la
pervivencia del mito. El cirujano Ambroise Paré (1509-1590), en su célebre tratado,
establece una serie de causas que determinan la presencia de monstruos, que se agregan a las
de origen divino o diabólico: el exceso, insuficiencia, mezcla o podredumbre del semen, la
estrechez de la matriz, los golpes en el vientre o la postura inadecuada de la madre, las
enfermedades hereditarias o accidentales y—no podía faltar—la imaginación.23 Paré muestra
una variada galería de monstruosidades, en la que abundan los casos de mezclas de caracteres
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humanos y animales, que son atribuidos con frecuencia a la mezcla de semen: “son productos
de los sodomitas y ateos que se aparean contra natura con las bestias, y de allí nacen diversos
monstruos repugnantes y muy horribles de ver y de comentar”.24 El caso de una doncella
velluda es explicado como un tipo de monstruo creado por la imaginación, debido a que la
madre—al concebir o cuando el niño aún no está formado en el vientre—imagina o mira
fijamente algo extraño; cita a Damasceno, quien conoció “a una mujer velluda como un oso, a
quien su madre había engendrado tan deforme y repulsiva por haber mirado con excesiva
atención la efigie de san Juan cubierto de pieles sin curtir, imagen que estaba fijada a los pies
de su cama mien tras concebía”.25 De tal modo, la imaginación erótica se convertía en un
peligro potencial, en una terrible caja de Pandora.
Así, las minuciosas explicaciones de Ambroise Paré van llenando de monstruos reales, de
carne y hueso, el espacio que separa al hombre de la naturaleza bestial: la naturaleza parece
enloquecer, y ocurre que mujeres dan a luz serpientes, perros o niños bicéfalos; en el agua
crecen seres con figuras humanas, como las sirenas y los tritones del Nilo; y hay cerdos o
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yeguas que paren animales con cabeza de hombre. A diferencia de Paracelso, Paré no cree que
estos seres constituyan una especie paralela a la de los descendientes de Adán y Eva: son
desviaciones del curso normal de la naturaleza y fenómenos contranaturales.26
Sin duda la convivencia cotidiana con seres monstruosos que mezclaban especies
distintas debió provocar dudas y reflexiones sobre el encadenamiento de los fenómenos
naturales y sobre la identidad de lo humano. Las mezclas a veces ponían en crisis las nociones
mismas sobre la individualidad, como en el caso de los seres bicéfalos. El anatomista francés
Jean Riolan—conocido entre otras cosas porque se opuso a las tesis de Harvey sobre la
circulación de la sangre—recogió y divulgó en 1605 la descripción de uno de esos monstruos
dobles, que vivió a fines del siglo XIII en Northumberland:
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71. Doncella velluda, concebida por la imaginación, según Ambroise Paré.

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72. Un tritón y una sirena del Nilo. La primitiva teratología del médico Ambroise Paré abre un espacio científico para los
extraños seres que parecen hallarse a mitad del camino entre la bestia y el hombre.

Estaba unido por el vientre, tenía dos cabezas y cuatro manos, pero tenía las partes inferiores comunes. El rey lo hizo
criar y educar con cuidado, y especialmente le hizo aprender música; no sólo hizo progresos maravillosos, sino que
además aprendió diversas lenguas. Estos dos cuerpos no concordaban, tenían voluntades diferentes, y a veces se
peleaban cuando lo que gustaba a uno disgustaba al otro; también a veces uno escuchaba los consejos del otro. Lo que
había de más interesante es que cuando les dolían los muslos o los riñones ambos lo sentían; pero cuando se les pinchaba,
o se les ocasionaba otro daño a uno de los dos en las partes superiores, sólo uno lo sentía. Esta diferencia fue aún más
evidente a la hora de la muerte, ya que uno de los cuerpos murió varios días antes que el otro, y el sobreviviente
languideció poco a poco a medida que la otra mitad de sí mismo se pudría. Este monstruo vivió veintiocho años y murió
bajo el gobierno de Juan, virrey de Escocia.27
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73. Gemelos con una sola cabeza.

Ambroise Paré, que consideraba estos casos de dos cuerpos pegados como ejemplos de
criaturas ocasionadas por la excesiva cantidad de semen, recurrió a la autoridad de
Aristóteles para determinar el número de individuos que habitaban el cuerpo del monstruo, lo
que dependía del número de corazones.28 El ya citado cercopithecus que describe Gesner, en
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otro sentido, ofrecía también problemas de identidad:
Ama a los niños y a las mujeres, lo mismo que a los hombres de su país, y cuando se escapa de sus amarras se esfuerza
francamente por unirse a ellos. Sin embargo es un animal feroz, pero de una inteligencia tal que podría decirse que
algunos hombres le son inferiores en este aspecto: ciertamente no entre nuestros conciudadanos, sino entre los bárbaros
que habitan regiones de climas inhóspitos, como los etíopes, los númidas y los lapones.29

También podría aplicarse a este caso la explicación de Aristóteles, quien escribe que los
simios, babuinos y cinocéfalos son de “una naturaleza que pertenece al mismo tiempo a la del
hombre y a la de los cuadrúpedos”.30
En cierta forma, la colonización de América fue también un gran esfuerzo de la teología
medieval por recuperar los espacios que la modernidad le iba arrebatando; y, al mismo
tiempo, el reconocimiento de las nuevas tierras y culturas americanas fue, para los europeos,
la gran señal propiciadora de la época moderna. Colón creía con fanatismo medieval que su
empresa estaba íntimamente ligada a la expansión universal del cristianismo, y al escribir
sobre los hombres americanos tenía en mente las preguntas que se hacían sus contemporáneos:
“En estas islas hasta aquí no he encontrado hombres monstrudos, como muchos pensaban, más
antes es gente de muy lindo acatamiento…”31 El mito del hombre salvaje se resquebrajaba
ante la realidad de los salvajes reales de América: no eran peludos, eran inteligentes, eran
hermosos. Hay que advertir, no obstante, que las imágenes que nos ha transmitido Colón son
contradictorias, pues en sus descripciones también cabe la figura de un salvaje que iniciará
una larga y rica tradición mítica: el caribe caníbal Calibán. Dice Colón: “Así que monstruos
no he hallado ni noticia, salvo en una isla que es Carib […]”. Los caribes son feroces
antropófagos, aunque “no son más disformes que los otros, salvo que tienen en costumbre traer
los cabellos largos como mujeres”.32 A pesar de toda la imaginería medieval que los
colonizadores de América traían en sus cabezas—pobladas de paraísos perdidos, sirenas,
amazonas, gigantes—, la realidad cotidiana de su convivencia con los hombres y las mujeres
del Nuevo Mundo se iba imponiendo. La aventura de un gentilhombre de Savona ocurrida en
el Caribe durante el segundo viaje de Colón es muy significativa:
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74. Niña con dos cabezas.


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75. Niño con dos cabezas, dos brazos y cuatro piernas.

[…] habiendo capturado una muy bella mujer caribe, que el dicho Almirante me donó, y que—habiéndola llevado a mi
cabina y estando desnuda según su costumbre—me inspiró el deseo de satisfacer mi placer. Quise ejecutar mis deseos
pero ella no aceptó y me arañó de tal forma con sus uñas que hubiera preferido no haber nunca comenzado. Pero al ver
esto (para contarte todo hasta el fin) tomé una cuerda y le propiné tan buena paliza que daba unos alaridos inauditos, que
no lo podrían creer tus oídos. Finalmente llegamos a tal acuerdo que te puedo decir que ella parecía haber sido criada en
una escuela de putas.33

La salvaje, en el fondo, no era más que una mujer lujuriosa: había que saber tratarla con
la violencia debida—como dueño y como macho—para descubrir en su corazón las humanas
dulzuras del amor profano. El monstruo del Caribe se derretía en los brazos del conquistador.
La tendencia principal fue la de asimilar la humanidad americana al concepto de bárbaro,
más que al de salvaje, aunque es obvio que hubo muchas confusiones entre ambos conceptos.34
Bartolomé de las Casas, por ejemplo, considera a los salvajes como una de las cuatro
especies de bárbaros (la tercera):
La primera es, tomando el vocablo largamente, por cualquier gente que tiene alguna extrañeza en sus opiniones o
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costumbres, pero no les falta policía ni prudencia para regirse. La segunda especie es porque no tienen las lenguas aptas
para que se puedan explicar por caracteres y letras, como en algún tiempo eran los ingleses […] La tercera especie de
bárbaros son los que por sus perversas costumbres y rudeza de ingenio y brutal inclinación son como fieras silvestres que
viven por los campos, sin ciudades ni casas, sin policía, sin leyes, sin ritos ni tractos que son de iure gentium, sino que
andan palantes, como se dice en latín, que quiere decir robando y haciendo fuerza, como hicieron al principio los godos y
los alanos, y dice que son en Asia los árabes y los que en África nosotros mismos llamamos alárabes. Y destos se podría
entender lo que dice Aristóteles, que como es lícito cazar las fieras, así es lícito hacerles guerra defendiéndonos de los que
nos hacen daño, procurándoles reducir a la policía humana.35

Estas afirmaciones están inscritas en la compleja discusión sobre la supuesta inca-


pacidad del indio, que enfrentó a Las Casas con Sepúlveda, y que han sido estudiadas
extensamente.36 Lo que a mí me interesa destacar aquí no es la muy documentada utilización de
las nociones europeas de salvajismo y barbarie para calificar a los pueblos americanos; me
interesa el proceso inverso: la influencia disolvente que tuvo la realidad americana (y, en
general, la masa de información proveniente de los viajeros del Renacimiento) en el mito del
hombre salvaje. Se podría decir que mientras Europa colonizaba a los salvajes americanos,
éstos a su vez colonizaron al mito europeo del salvaje y contribuyeron a su transformación.
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Durante los siglos XV y XVI ocurrió una lenta pero importante transición, no tanto en la
estructura del mito del hombre salvaje como en el espacio que ocupaba. En la medida en que
las noticias de los viajeros y las investigaciones de los anatomistas estrechan las condiciones
de existencia real de los silfos y las ninfas, estos seres salvajes se ven obligados a migrar, a
cambiar de habitat. Al mismo tiempo el Renacimiento les abre un nuevo espacio, ideológico y
teórico, al minar los fundamentos de la teología tradicional. Esta teología, como hemos visto,
no admitía un espacio para el hombre salvaje, cuya sola evocación amenazaba a la comunidad
humana cohesionada por la promesa de una salvación eterna; el homo sylvestris, por ello,
quedó recluido en los terrenos de la imaginería popular, las aventuras literarias y el arte,
donde se mantuvo viva la figura de un ser humano natural, habitante de los bosques y de los
confines inexplorados de la tierra. Este hombre salvaje medieval era vivido como una
realidad física y tangible; en cambio el hombre salvaje que comienza a crearse desde el
Renacimiento, se desarrolla hasta alcanzar—en la Ilustración—un carácter completamente
espiritual, ideal y fantasmal, en cuya existencia real no se cree ya. Es curiosa la inversión: los
salvajes medievales, al igual que los monstruos, eran considerados realidades materiales y
amenazadoras. La ciencia moderna y los viajeros en los albores de la era colonial, al
demostrar la inexistencia de esos seres, les abrieron un nuevo espacio, éste sí total y
conscientemente imaginario y fabuloso. ¿Por qué pensar que hubo una desmitificación del
salvaje? En verdad el salvaje renacentista que desemboca en el racionalismo ilustrado es
mucho más fabuloso que el homo sylvestris medieval. Aunque la modernidad creyó cada vez
menos en su existencia física, su realidad ideal y espiritual influyó en la cultura occidental
mucho más que si fuera de carne y hueso.
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76. Con frecuencia hay una contradicción entre el hombre salvaje horrible y agresivo que describen los textos y el ser simpático
y hermoso de los tapices y las ilustraciones. En efecto, en muchos tapices observamos una juguetona parodia que anticipa el
humanismo de la narrativa y la dramaturgia de los siglos XVI y XVII. En este detalle de un tapiz alsaciano podemos ver el
jocoso simulacro de un duelo caballeresco: dos salvajes montados en un león y en un gamo luchan con dos horquillas de madera.
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77. El contexto edénico en que muchos tapices colocaban al homo sylvestris significaba una huida de los males mundanos. En
contraste, el artista que realizó este tapiz alsaciano tiñó de humor todas las escenas de su obra. Una mujer salvaje está sentada
sobre un hombre agachado: está jugando a empujar el pie de un joven salvaje, en una competencia por ver quién pierde el
equilibrio primero.
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78. Otro detalle del tapiz alsaciano, de fines del siglo XIV o principios del XV, muestra el tradicional asalto al castillo del amor,
una alegoría del asedio caballeresco al corazón virtuoso de la dama para conquistar su amor. Pero aquí son las damas salvajes
las que atacan y los caballeros los que defienden el castillo.
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79. Dos fuerzas femeninas se enfrentan: una mujer salvaje trata de rescatar al bebé que lleva una dragona en sus fauces, en un
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antifonario alemán.

La actitud de Paracelso nos proporciona varias claves para comprender esta extraña
transición del mito: el médico renacentista acepta la existencia empírica de los seres salvajes
de la tradición mitológica y al mismo tiempo les abre un espacio teórico y racional dentro del
pensamiento moderno. La oposición entre mythos y logos no es tan sencilla como a veces se
ha pretendido, y el tránsito desde las nubes de la mitología al pensamiento racional no es una
calzada real claramente trazada. En realidad, la contraposición entre mythos y logos es muy
engañosa: un estudio cuidadoso de la evolución de ciertos mitos nos enseña que pueden muy
bien adoptar una forma racional y desprenderse de sus envolturas religiosas y rituales, en
cierta forma como lo pidió Schelling cuando clamaba por una “mitología de la razón”.37 La
historia del mito del hombre salvaje del siglo XVI nos muestra no su decadencia, sino por el
contrario su revitalización y reubicación. El mito del salvaje encontró un lugar en el núcleo
mismo de las nuevas formas de pensamiento humanista, para las cuales era indispensable
alguna forma de plasmar la otredad en un mundo moderno cada vez más orientado a la
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definición de la identidad individual del hombre civilizado. Esta compleja transición no
puede menos que recordarnos una de las formas clásicas más antiguas en que se planteó el
problema: cuando Platón, por boca de Sócrates en el Fedro, se burla de los sabios retóricos
que pretendían encontrar las claves racionales de los mitos. Sócrates ironiza a propósito de la
pérdida de tiempo de quienes, después de descifrar el mitologema de Bóreas y Oritía (ella
despeñada por el viento boreal y su muerte convertida en rapto), intentan comprender las
fantasmagorías de “los hipocentauros y de la Quimera, y después la turba de gorgonas y
pegasos, la multitud de diversos monstruos aterradores y extraños”. A continuación Sócrates
—que acata la versión tradicional de los mitos—advierte que “hará falta mucho tiempo al
incrédulo para desplegar su sabiduría salvaje y darles una explicación verosímil”.38 Esta
agroikos sofía, este pensamiento salvaje de los incrédulos es contrapuesto al precepto de la
famosa inscripción délfica que aconseja conocerse a sí mismo. Así, Sócrates prefiere—en
lugar de preocuparse por monstruos extraños y ajenos—observarse a sí mismo: “quiero saber
si soy un monstruo más complicado y más furioso que Tifón, o bien un animal más simple y
dulce con una parte de naturaleza divina…”39 La historia ha demostrado que la explicación de
los monstruos míticos está inextricablemente unida a la definición y al conocimiento de uno
mismo: el Yo y el Otro son inseparables. Los antiguos sofistas y retóricos griegos, con su
pensamiento salvaje, su agroikos sofía, tenían razón: no es inútil la tarea de explicar los
mitos.
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1
Véase la edición española preparada por Pedro Gálvez: Libro de las ninfas, los silfos, los pigmeos, las salamandras y
los demás espíritus de Philipus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim, llamado Paracelso. El original alemán
puede leerse en el tomo 14, pp. 115-151, de Sämtliche Werke, 1. Medizinische naturwissenschaftliche und philosophische,
edición de Karl Sudhoff, Munich/Berlín, 1922-1933.
2
J. Geiler de Kaysersberg, Die Emeis, Estrasburgo, 1509-1519, 20° sermón, p. 40, cit. por Tinland, L’homme sauvage, p.
44, y Bernheimer, Wild Men in the Middle Ages, p. 199.
3
Liber de nymphis, V: 97.
4
Ibid., I: I: 35.
5
Ibid., I: I: 37.
6
Ibid., loc. cit.
7
Citado en el artículo “Paracelsus” de la Encyclopaedia Britannica, 1986. En un excelente ensayo sobre Paracelso,
Alexandre Koyré ha señalado que, de hecho, la mitad de lo que enseñaba no era más que folclor al que añadía los más raros
nombres, que inventaba y adaptaba con un gozo infantil e ingenuo. Así, encontramos en Paracelso, además de lo que comento,
referencias a los Evestra, Larvae, Leffas y Mumiae. Véase Alexandre Koyré, Mystiques, spirituels, alchimistes, p. 48.
8
Citado por Thomas Bendyshe, “The History of Anthropology”, pp. 353-354.
9
Anthony Pagden, The Fall of the Natural Man, p. 23.
10
Véase Edmundo O’Gorman, “Sobre la naturaleza bestial del indio americano”, y Juan A. Ortega y Medina, Imagología
del bueno y del mal salvaje, pp. 29-48.
11
Liber de nymphis, I: II: 31-37.
12
Véase nota 10 de Pedro Gálvez, traductor del tratado de Paracelso, Libro de las ninfas.
13
Liber de nymphis, II: 43.
14
Ibid., II: 51.
15
Ibid., III: 65.
16
Ibid., III: 67.
17
Ibid., II: 63.
18
Como puede verse en el Malleus maleficarum de Kraemer y Sprenger, primera parte, III y X; segunda parte, I y VIII.
19
K. Gesner, Historia animalium, t. I, p. 979.
20
Véase la edición en español de 1498 del Viaje a Tierra Santa en reproducción facsimilar del Instituto Bibliográfico
Hispánico, Madrid, 1974.
21
K. Gesner, Historia animalium, t. I, p. 970.
22
Carl von Linné y C. E. Hoppius, Amoenitates academicae, vol. 6, p. 76.
23
Ambroise Paré, Monstruos y prodigios.
24
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Paré, ibid., XIX: 64.


25
Ibid., IX: 46.
26
Sobre esta temática pueden consultarse: Jurgis Baltrušaitis, Aberrations. Essais sur la légende des formes; Jules Berger
de Xivrey, Traditions tératologiques ou Récits de l’Antiquité et du Moyen Age en Occident sur quelques points de la
fable, du merveilleux et de l’histoire naturelle…; Friedman, The Monstrous Races in Medieval Art and Thought; Claude
Kapler, Monstres, démons et merveilles a la fin du Moyen Age; Patrick Tort, L’ordre et les monstres.
27
Citado por Patrick Tort, L’ordre et les monstres, pp. 7-8.
28
Paré, Monstruos y prodigios, IV: 29.
29
K. Gesner, Historia animalium, t. I, p. 970.
30
De animalibus, II: 4; véase traducción francesa: Histoire des animaux (I-IV), trad. de P. Louis, Belles-Lettres, París,
1964.
31
Cristóbal Colón, Textos y documentos completos, p. 144.
32
Ibid., pp. 142 y 144.
33
M. de Cuneo, Carta a Annari del 28 de octubre de 1495, Raccolta colombiana, III, t. 2, pp. 95-107, cit. por T. Todorov,
La conquête de l’Amerique. La question de l’autre, pp. 53-54.
34
Véase Anthony Pagden, The Fall of the Natural Man.
35
Bartolomé de las Casas, Opúsculos, cartas y memoriales, pp. 307-308.
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36
Lewis Hanke, Aristotle and the American Indian: Study in Race Prejudice in the Modern World.
37
Ernst Cassirer, La philosophie des formes symboliques. 2: La pensée mythique, p. 18.
38
Fedro, 229 D-E.
39
Ibid., 230. Véase una reflexión neokantiana al respecto en Ernst Cassirer, ibid., p. 16. Una interpretación diferente de
este pasaje del Fedro puede verse en Marcel Detienne, La invención de la mitología, pp. 106 y ss. En Paideia (p. 970n)
Jaeger observa que la palabra agroikos se convirtió en el término más usual para designar la incultura, como en Aristóteles
(Retórica, III, 7, 1408-1432 y Ética nicomaquea, II, 7, 1108-1126) y en Teofrasto (Caracteres, IV).
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VII
El salvaje salvador y el salvaje salvado

HUBO EN EL SIGLO XVI un filósofo salvaje que quiso penetrar “en las profundidades opacas de
sus pliegues internos”—para usar sus propias palabras—y no por ello se olvidó de pensar en
los monstruos de la otredad. Montaigne, en uno de sus más famosos ensayos, De los caníbales,
recobró el antiguo mito del hombre salvaje para construir un modelo imaginario que pudiese
revelar, en una crítica irónica, los daños provocados por los artificios de la civilización. Al
describir a los caníbales Montaigne se refería a los habitantes de América; sin embargo, la
imagen que nos pinta—más bella que la Edad de Oro—proviene totalmente de la tradición
mitológica europea:
Es un pueblo […] en el cual no existe ninguna especie de tráfico, ningún conocimiento de las letras, ninguna ciencia de los
números, ningún nombre de magistrado, ni de superioridad política; no hay servidumbre, tampoco hay riqueza o pobreza, ni
contratos, ni sucesiones, ni participaciones, ni más ocupaciones que las ociosas, ni más parentescos que los comunes, ni
vestido, ni agricultura; ningún metal, no conocen el vino ni el cereal […].1

Es bien sabido que Shakespeare puso las palabras de Montaigne en boca de Gonzalo, en
La tempestad, quien continúa así el sueño del filósofo francés:
La naturaleza debe producir en común todas las cosas sin sudor o esfuerzo. No tendría necesidad de traición, felonía,
espada, pica, cuchillo, cañón, o cualquiera clase de ingenio, ya que la naturaleza crearía por sí sola toda la abundancia
necesaria para alimentar a mi inocente pueblo.

La burla de otro personaje no se deja esperar: “todos holgazanes, putas y bribones”. La


réplica de Gonzalo retoma las palabras de Montaigne: “eclipsaría la Edad de Oro”.2
Montaigne fue muy claro al invertir provocadoramente las ideas dominantes: es más
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bárbaro comerse a un hombre vivo (como hacen los europeos) que comérselo ya muerto
(como hacen los caníbales americanos). El ensayo de Montaigne sobre los más bien ficticios
caníbales sudamericanos se ubica decididamente en la tradición mitológica que descubre un
salvajismo latente agazapado en el seno mismo del mundo civilizado, sea como una amenaza o
como una tentación. Esta imagen no brotó de la inversión realizada por Montaigne—como
cree Duchet—, sino que, como hemos visto, fue alimentada durante muchos siglos por la
cultura europea.3
Es importante destacar el hecho de que Montaigne, con sus ácidas burlas al etnocentrismo,
no se propuso el estudio objetivo de las costumbres exóticas de los pueblos no europeos. Su
ensayo sobre los caníbales salvajes está orientado a definir crítica e irónicamente el perfil de
su propia cultura y los límites de su identidad personal, pues Montaigne fue ante todo un
extraordinario explorador de su propia individualidad y de su sociedad. El hombre salvaje de
Montaigne es, por lo tanto, una construcción imaginaria basada en gran medida en las
tradiciones míticas europeas, así como en la información de los viajeros y conquistadores de
ese Nuevo Mundo que aún muy pocos llamaban América. En este sentido habría un estricto y
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profundo paralelismo entre el caníbal de Montaigne y el Calibán de Shakespeare, más allá del
hecho de que el dramaturgo inglés efectivamente se inspiró en los textos del ensayista francés:
ambos autores crearon un personaje imaginario—uno para los ensayos, otro para los
escenarios—que al ser contrapunteado con el mundo civilizado estimulaba la reflexión sobre
la sociedad europea renacentista.
En la medida en que Montaigne fue esencialmente un moralista, su extraordinaria
apreciación de la diversidad y de la relatividad de las costumbres humanas debe
comprenderse como una reflexión sobre su propia cultura y sobre la sociedad europea. A
Montaigne le interesaba menos conocer a los caníbales salvajes de Brasil que criticar las
actitudes europeas sobre los exóticos hábitos de los americanos. Por esta razón no
encontramos en Montaigne una teoría relativista consistente; no es difícil acusarlo—como ha
hecho Todorov—de universalista eurocentrista, oculto detrás de una falsa tolerancia por las
costumbres de los otros.4 Esta apreciación es completamente injusta y nos impide comprender
la verdadera naturaleza del caníbal creado por Montaigne, que es principalmente una
construcción ensayística imaginaria que permite pensar en el salvajismo europeo. En este
sentido el caníbal de Montaigne forma parte más de la historia del homo sylvestris que de la
etnografía americana. La advertencia al lector, al iniciar los ensayos, es bien clara en cuanto a
la identificación del propio Montaigne con los hombres salvajes: “Que si hubiera sido yo
parte de esas naciones de las que se dice que aún viven bajo la dulce libertad de las primeras
leyes de la naturaleza, te aseguro que de buen grado me habría pintado de cuerpo entero y todo
desnudo”.5
Veamos cómo pinta Montaigne a su caníbal. Para comenzar, desconfía profundamente de
las fuentes doctas y cultas de información sobre una tribu de antropófagos encontrada en
Brasil por el aventurero Villegagnon a mediados del siglo XVI. Él confía sobre todo en lo que
le ha contado un criado suyo que pasó diez o doce años con los caníbales brasileños, y que era
un “hombre simple y grosero, que es una condición adecuada para rendir un testimonio veraz”.
Montaigne dice que renuncia a averiguar lo que han dicho los cosmógrafos, para contentarse
con la información de su sirviente y con la de algunos marineros y comerciantes con los que
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alguna vez habló. Su conclusión es contundente: “No hay nada bárbaro y salvaje en esta
nación, por lo que me han informado, sino que cada quien llama bárbaro a lo que no es de su
uso”.6 Todo el drama de Montaigne en busca de sí mismo se refleja en el hecho angustioso de
descubrir que la naturaleza humana no existe, y que es la costumbre la que domina
despóticamente.
Todo razonamiento sobre el salvajismo de los otros está anclado en nuestras costumbres,
que son las que dictan su razón a los demás. En esta oscura caverna relativista hay sin
embargo una luz: la verdad y la bondad brotan con mayor fluidez en aquellas situaciones
cercanas a la condición humana original, más próximas a la ingenuidad natural. Por ello los
caníbales de Brasil son mejores que los europeos, y la simplicidad de su criado o de unos
marineros es más objetiva al tratar de comprender a los hombres salvajes. En la perspectiva
de Montaigne, la persona individual debe identificarse con el salvaje si quiere acercarse a las
fuentes originarias de la bondad y de la verdad. No es sorprendente que haya sido necesario
construir un puente entre el ego individual y el otro salvaje para definir los contornos de la
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nueva razón renacentista. El buen salvaje es una proyección del yo ideal: ya lo había aclarado
el propio Montaigne al advertir que hablaba de los demás sólo para expresarse mejor él: “Yo
no hablo de los otros sino para mejor hablar de mí”.7 La Europa renacentista comenzó a
comprender la gran utilidad del juego de espejos que podía crearse a partir de la imagen del
hombre salvaje: el juego abría inmensas posibilidades creativas al establecer la ironía y el
escepticismo como sofisticadas formas de pensamiento y reflexión, capaces de guiar al
hombre hacia las luces de la modernidad. Podemos encontrar una muestra de esta
interpretación sobre la función del Otro en la actitud de Montaigne hacia los monstruos. Es la
misma que adopta ante los salvajes: “Lo que llamamos monstruos, no lo son para Dios, que ve
en la inmensidad de su obra la infinitud de formas que allí englobó […]”.8 En otro lugar nos
revela la verdadera cara del monstruo:
Hasta hoy todos estos milagros y acontecimientos extraños se ocultan ante mí. No veo allí monstruo y milagro en el
mundo más patente que yo mismo. Uno se acostumbra, con el uso y el tiempo, a todo lo extraño; sin embargo, cuanto más
me frecuento y me conozco, más me sorprende mi deformidad, menos me entiendo.9
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80. Aunque está vestido y no es velludo, la ferocidad de este hombre salvaje caníbal es aterradora. La leyenda del hombre-lobo
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debe haber influido en este grabado en madera de Lucas Cranach realizado a principios del siglo XVI.

El caníbal de Montaigne es un salvaje salvador: trae el buen viento de la alteridad


redentora a la civilización, y permite al hombre occidental una distancia crítica con respecto a
su artificialidad—como ha dicho Hayden White—no para volver salvajes a los europeos sino
para encontrar en lo más profundo de la civilización los impulsos que pueden preservarla de
la barbarie.10 Shakespeare tomó la metáfora de Montaigne para construir a uno de los salvajes
más célebres que haya imaginado el pensamiento europeo: Calibán. Al igual que el caníbal de
Montaigne, el Calibán de Shakespeare es ante todo un personaje occidental, que forma parte
de una densa y antigua red de imágenes que ya para el siglo XVI se ha extendido
considerablemente por toda la Europa letrada. El hecho de que La tempestad haya sido vista
insistentemente como una metáfora del colonialismo ha velado algunas veces las conexiones
de Calibán con el hombre salvaje europeo. Calibán representa el salvajismo que amenaza a la
civilización cristiana europea desde adentro y, a diferencia del caníbal de Montaigne, es un
ser peligroso y amenazador—del cual es preciso cuidarse—, al cual es necesario y posible
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salvar. A pesar de su origen sobrenatural—hijo de una bruja y un diablo—Calibán es sin duda
un hombre, de hecho el único humano en la isla antes de la llegada de Próspero y Miranda:
“Entonces esta isla (a excepción del hijo que había parido la bruja, un engendro lleno de
manchas) no era honrada con la presencia de un ser humano”.11
Este salvaje originalmente no tenía el don de la palabra: “Cuando tú—le dice Próspero—,
salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tus intenciones de
palabras que las dieran a conocer”.12 Sin embargo, el salvaje intentó violar a la bella Miranda
y fue por ello castigado. Calibán es un ser complejo y contradictorio, a través del cual a veces
Shakespeare deja que se exprese el pensamiento de Montaigne, como por ejemplo cuando el
salvaje contesta a Próspero:
Esta isla es mía por Sycorax, mi madre, y tú me la has arrebatado. Cuando viniste por vez primera me acariciaste, me
halagaste. Me dabas agua con bayas en ella; me enseñaste el nombre de la gran luz y de la pequeña, que iluminan el día y
la noche. Y entonces te amé y te hice conocer todas las cualidades de la isla, los frescos manantiales, las cisternas
salinas, los parajes desiertos y los fértiles.13

Calibán, que añora la edad dorada en que vivía, culmina su diatriba contra la civilización:
“Me enseñaste el lenguaje, y el provecho que he obtenido es saber cómo blasfemar”.14
La enorme fuerza de la metáfora representada por Calibán radica en su dimensión trágica,
más que en su aspecto maligno. En realidad Calibán no es simplemente un salvaje malvado;
Próspero explica que, a pesar de ser un villano, “no podemos pasarnos sin él” pues es quien
le trae la leña, enciende el fuego y presta sus servicios. A fin de cuentas, para bien o para mal,
Próspero abandona la isla—perdidos sus poderes mágicos—y deja a Calibán de nuevo como
su único dueño, ya arrepentido de haber rendido culto a un borracho que quería ser dios, y
apreciado a un bufón idiota. Está claro que Calibán no es sólo un ente maligno: también es un
ser soñador que goza con la música natural de la isla:
La isla está llena de rumores—dice el salvaje—, de sonidos, de dulces aires que deleitan y no hacen daño. A veces un
millar de instrumentos bulliciosos resuenan en mis oídos, y a veces son voces que, si ya me he despertado después de un
largo sueño, me hacen dormir nuevamente. Y entonces soñando, diría que se entreabren las nubes y despliegan a mi vista
riquezas prontas a llover sobre mí; a tal punto que, cuando despierto, lloro por soñar de nuevo.15
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Es posible que, en el fondo, Shakespeare haya pensado—como Montaigne—que la magia


de la civilización debe estar en contacto con la naturaleza salvaje para poder así encontrar su
significado humano más profundo. En La tempestad este contacto es una terrible lucha contra
Calibán: al final queda claro que los poderes civilizatorios no pueden cambiar la naturaleza
salvaje del monstruo. Pero el fracaso lleva a Próspero a renunciar a los poderes de la magia y
a aceptar humildemente vivir como un hombre; la lucha con Calibán ha derrotado a un dios,
pero ha creado a un hombre. Próspero ha intentado en vano salvar al salvaje: sin embargo, se
ha salvado a sí mismo de la tentación de convertirse en dios. En La tempestad asistimos al
nacimiento del hombre nuevo de la modernidad.
Como puede verse, el enorme potencial mítico del hombre salvaje no se agotó durante la
Edad Media. Por el contrario, durante el Renacimiento los salvajes fecundaron la imaginación
culta como no lo habían hecho, tal vez, desde la Antigüedad. Los salvajes escaparon de los
reductos marginales de la imaginería popular y fueron aceptados en los ámbitos de la
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literatura culta. Con ello, la figura del hombre salvaje adquiere una sofisticación y una
complejidad que no había podido desarrollar durante la Edad Media. La gran riqueza
metafórica del Calibán de Shakespeare y de los caníbales de Montaigne contribuirá a que la
influencia de la imagen del hombre salvaje se prolongue y se ramifique durante mucho tiempo.
En Calibán no debemos ver simplemente la cristalización de los apetitos colonialistas de
Inglaterra,16 aunque sin duda están presentes en la obra. A mi juicio en Calibán confluyen tres
grandes tendencias: la más antigua está representada por la imaginería tradicional del hombre
salvaje europeo, que contribuye a la definición de los espacios de una sociedad civil
enfrentada a los impulsos no domesticados de las clases plebeyas subordinadas. La segunda
tendencia, que se expresa con frecuencia en el lado positivo del salvaje, es la que
Shakespeare retoma de Montaigne: una necesidad aguda de construir la individualidad del
hombre moderno a partir de su inmersión profunda en el salvajismo natural u originario. En
tercer lugar hallamos la creciente influencia de la expansión colonial, que comienza a modelar
los perfiles de la actitud civilizada enfrentada al salvajismo exótico que es necesario
aniquilar, domesticar o explotar.17
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81. Con un ademán dulce y amable una mujer salvaje arrodillada sostiene un escudo de armas y un casco. Las familias nobles
invocaban así la fertilidad y la fecundidad que deseaban.

El hombre salvaje había aparecido en los escenarios ingleses por lo menos desde el siglo
XIV, aunque sin duda sus orígenes hunden las raíces en el antiguo folclor y en los juegos
teatrales italianos (en los que hay referencias al hombre salvaje desde 1208 y 1224, en
Padua). En Inglaterra el wodewose, como se conocía al salvaje de las obras de teatro, aparece
documentado desde 1348 en unas representaciones navideñas en Otford (Kent).18 La historia
de los salvajes en el teatro inglés refleja la paulatina transformación del mito medieval:
originalmente un ser peligroso y agresivo, el wodewose acaba convertido en un payaso
doméstico y gentil que marginalmente aparece en las representaciones teatrales, en los
desfiles y en las procesiones, con su disfraz característico: el cuerpo cubierto de musgo y de
hiedra, enorme garrote en la mano, y lanzando buscapiés y fuegos artificiales. Al parecer
había hombres salvajes profesionales que eran contratados junto con sus disfraces y su
provisión de juegos pirotécnicos. En general los wodewoses representaban un papel
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secundario, aunque se sabe de algunas obras en las que debió de tener gran importancia, como
en Mask of Wylde Men, representada en la boda de William Drury en 1573, o en Mask of
Foresters and Wild Men, representada en enero de 1574 en Westminster.19 El primer ejemplo
de una actuación hablada del hombre salvaje lo presenta, paradójicamente, en una actitud
sumisa; en un entretenimiento presentado a la reina Isabel en el castillo de Kenilworth en
1575, a las nueve de la noche la reina virgen encontró al más amenazador hombre salvaje, con
el cuerpo cubierto de musgo y hiedra para simular la pelambre y un pequeño roble con las
raíces al aire en su mano; pero el Hombre Salvagio, como es denominado, abre la boca para
recitarle a la reina unos encantadores versos de doce sílabas:

Oh reina, debo confesar que no sin causa estos ciudadanos


Se regocijan tanto de que debáis darles leyes.
Por ello yo, un hombre salvaje que vive libre
Y que desde el nacimiento ha luchado testarudo,
Aquí me someto y le ruego me permita servirla.20
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82. El hombre salvaje acabó convertido en un personaje de carnavales, procesiones y festivales.


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83. Los hombres y las mujeres salvajes han abandonado el bosque y, luciendo alegres pelambres azules y rojas, se entregan a
actividades productivas. El tapiz, realizado hacia 1480, nos presenta el multicolor panorama de una utopía campesina.
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84. Las tendencias que veían en el hombre salvaje una alternativa escapista a los males de la civilización llegaron a una
paradoja: era necesario “civilizar” al salvaje para convertirlo en un modelo idílico. En este tapiz de Basilea los salvajes tienen
una apariencia infantil y están entregados a las labores agrícolas como si fueran juegos inocentes. En un velo de felicidad
pastoral y campesina oculta completamente al salvaje como potencia erótica incontrolada, como violencia natural
desencadenada y como una peligrosa grieta en el orden cósmico por donde puede derramarse el caos. Hacia finales de la Edad
Media los hombres salvajes comienzan a ser domesticados. El ser feroz se convierte en el símbolo de la vida idílica, en una
criatura que vive en armonía con la naturaleza.

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85. La cortesía ha invadido el mundo agreste del homo sylvestris. Dos jóvenes salvajes conversan amablemente sobre la lealtad
en un fragmento del tapiz de finales del siglo XV.

Este salvaje, que es una derivación gentil del homo sylvestris medieval, ciertamente
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carece de la ferocidad de Calibán. Es una figura decorativa que ha perdido su carácter


amenazador tradicional para convertirse en un ser domesticado e inofensivo. Pero la antigua
tradición no se ha perdido, y de hecho se puede observar en Italia y en Inglaterra un curioso
resurgimiento del hombre salvaje cruel y lascivo, lo que termina auspiciando un personaje
como Calibán. Es muy posible que Shakespeare haya tomado como modelos para su personaje
al sátiro de La Pazzia di Filandro o al salvaje de Il Pantaloncino, dos comedie dell’arte
italianas.21 El sátiro de La Pazzia di Filandro se enamora de la ninfa Lydia y trata de raptarla
para conducirla a su cueva; ella logra escaparse mediante una estratagema y deja al sátiro
atado a un árbol. Posteriormente el sátiro arrastra a Lydia por los cabellos, en venganza. En
otra pieza, Fiammela, el salvatico aterra a los payasos y se los quiere comer en la cena. El
selvaggio de Il Mago es un patán hambriento que es amado por la ninfa Filli, aunque él
prefiere devorar macarrones a escuchar declaraciones de amor. En contraste, el selvaggio de
Il Pantaloncino es un joven pastor, uno de los galanes de la obra. Ferdinando Neri ha
mostrado cómo los salvajes de las comedias italianas mezclan dos tradiciones mitológicas: la
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primera es el salvanel, salvan, servan, salvadegh, selvaj o sarvaj del folclor alpino del norte
de Italia, donde también por la influencia alemana se extendió la creencia en el Wilde Mann o
Bilje Mann.22 La segunda tradición viene del sur y trae consigo a los faunos, los silvanos, los
silenos y los sátiros de la antigua Roma. El resultado de esta mezcla fue el uomo selvaggio,
llevado a la escena inglesa por los muchos actores italianos que con frecuencia representaban
sus comedias en Inglaterra. Allí el selvaggio se encontró con otra rama de la familia silvestre,
el wodewose, con el que rápidamente se ligó.
El Renacimiento nos ofrece la posibilidad de seguir con cierto detalle la transición del
salvaje, desde los terrenos de la cultura popular hasta las más sofisticadas expresiones de la
cultura burguesa. Hay una densa red, cuyos finos hilos unen las creencias de los campesinos
de Bavaria y de los Alpes italianos con las metáforas de Shakespeare y el pensamiento de
Montaigne. Poco a poco el salvaje ha ido abandonando la selva del folclor para adentrarse en
los bosques de la alta cultura renacentista. Los avances científicos y la expansión colonial van
reduciendo su espacio tradicional, donde hay cada vez menos salvajes. En cambio,
encontramos cada vez más salvajes en la cultura hegemónica, en donde se expanden y
reproducen gracias a que las creencias antiguas y medievales—así fuese en los márgenes de la
imaginería—se habían conservado. Hay que advertir, sin embargo, que es posible que el mito
del hombre salvaje, durante la Edad Media, no haya sido tan marginal y secundario como se
aprecia en los testimonios que han llegado hasta nosotros; hay que pensar que el mito no
encontró cabida en la cultura cristiana dominante, y que las tradiciones orales se fueron
perdiendo sin dejar muchas huellas materiales o escritas de su existencia.
La extraordinaria persistencia de la cultura oral permite explicar la gran expansión del
mito en la literatura renacentista. Hay que agregar que su persistencia se debe también al
hecho de que el salvaje formaba parte de un lento proceso de legitimación de lo que con el
tiempo se ha llamado civilización occidental. Así, durante el siglo XVI los impulsos por
definir la identidad del hombre moderno y civilizado aumentaron considerablemente,
espoleados por las grandes transformaciones sociales y políticas, y por el impacto que tuvo en
la inteligencia europea el conocimiento y la colonización del Nuevo Mundo. El viejo y peludo
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salvaje medieval estaba allí, esperando para ayudar a configurar la nueva mentalidad
occidental.
El mito del salvaje, durante el Renacimiento, va adquiriendo cada vez más claramente un
carácter nuevo: ya no sólo como una reflexión sobre los vínculos entre la naturaleza y la
cultura, sino además como una crítica a la civilización, a veces incluso como una trágica
comprobación de los males terribles con que la modernidad amenaza al hombre. Esta
reflexión crítica adquiere un tono irónico del que encontramos escasos antecedentes: la forma
irónica de abordar el mito del salvaje se convierte en uno de los signos distintivos de la
transición renacentista. Así, el tono mordaz e irónico de Montaigne al reflexionar sobre una
civilización enfrentada a los buenos caníbales fue retomado por Shakespeare, quien dirigió la
ironía al propio ensayista francés al reconstruir su idealización del salvaje como objeto de
burla en la figura de Calibán.
Hay dos obras cuyo tratamiento del salvaje nos da una imagen precisa de la transición del
espíritu medieval al renacentista, del camino que va del mundo alegórico de la caballería y de
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la cortesía al ámbito de la ironía y del humanismo. Me refiero a Faërie Queene de Spenser y
Orlando furioso de Ariosto, obras monumentales que, a su manera, resumen las
contradicciones de una época en turbulenta transición hacia la modernidad. Faërie Queene es
un poema totalmente permeado por las alegorías salvajes y pastorales típicas de la Edad
Media. Allí encontramos a Sir Satyrane, un personaje noble que ha aprendido a domesticar
sus apetitos salvajes y capaz de dominar a las bestias feroces del bosque. La madre de
Satyrane, Thyamis, fue raptada por un sátiro que engendró en ella al caballero noble y salvaje;
aunque es un engendro de la lujuria y del deseo (el nombre de la madre proviene del griego
thymós, pasión), logra reorientar las enseñanzas de su padre para controlar su miedo y
dominar a las bestias y convertirse en un caballero de Gloriana. Sin embargo, Sir Satyrane
regresará con los suyos a la “nación salvaje” a la que pertenece.23 Esta “nación salvaje” de
faunos y sátiros acoge a Una, la heroína que escapa del malvado Sans Loy. Estos salvajes,
incapaces de distinguir entre religión e idolatría, la adoran como a una diosa del bosque
(“Goddesse of the wood”); además adoran al asno de Una, lo que nos recuerda a los antiguos
paganos que acusaban a los judíos de adorar al más detestable de los animales.24 Spenser
dibuja a otro personaje que, en ciertos momentos, aparece como un caballero salvaje: Artigall
se presenta como tal en un torneo en el que ostenta como su divisa las palabras Salvagesse
sans finesse [“salvajismo sin delicadeza”] impresas en su escudo (IV: iv: 39), en alusión a
que fue educado en los bosques bajo la disciplina salvaje de Astraea, motivo por el cual era
tan temido por las bestias y los hombres; el carácter salvaje de Artigall es contrapunteado con
la gentileza (“gentlenesse of spright”, VI: i: 2) de Calidore, que encarna el ideal de finura de la
que carece el caballero salvaje. Hay además otro hombre salvaje (salvage man) que se
presenta como un ser cortés y servicial, a pesar de su aspecto bestial; este salvage man salva
a Serena y a Calepine del malvado Turpine, a quien después castiga. La cortesía y nobleza del
salvage man son una paradoja, destacada por Serena, cuando lo defiende:
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86. Se creía que sólo las mujeres vírgenes podían domar al unicornio. Es una ironía que una mujer salvaje, encarnación de los
desenfrenados deseos sexuales, tenga en sus manos al unicornio, símbolo de la castidad. Ella representa aquí a la Reina de los
Animales en un antiguo juego de naipes.

En esta salvaje criatura, de carácter tan brutal,


Crecida entre bestias salvajes en bosques desiertos,
Es de lo más extraño y maravilloso encontrar
Una tan apacible humanidad y un ánimo tan gentil.25

La naturaleza contradictoria del salvage man es un elemento importante que sugiere,


como dice Donald Cheney, que para que florezca la sociedad “el hombre debe usar no sólo
sus poderes elevados, sino también los bajos. Debe unir sus naturalezas brutal y gentil para
alcanzar las maneras cultivadas y apacibles que constantemente se fortalecen, refuerzan y
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defienden por el contacto con los rigores de la naturaleza”.26


Pero no todos los salvajes que la obra de Spenser presenta son tan amables y nobles.
Aparece primero, ante la heroína, un “wilde and salvage man” (IV: vii: 5) que quiere violarla
y después comérsela. En otro pasaje posterior, una nación completa de caníbales rapta a
Serena, la cual despierta tanto su deseo sexual como su hambre. La escena revela la
complejidad del problema abordado por Spenser, que pinta con trazos irónicos la naturaleza
de los caníbales, en un simulacro de erotismo salvaje: los salvajes descubren a Serena
dormida en el bosque y de inmediato comienzan a escoger los mejores pedazos de su cuerpo
para devorarlos; el sacerdote caníbal inicia los preparativos culinarios y enciende el fuego.
Pero cuando la bella Serena despierta, los salvajes comienzan a sentir otros apetitos. Su
descripción constituye una curiosa anatomía alegórica del cuerpo de la mujer, que sirve para
que todo el universo en torno a ella estalle en múltiples significados:

Y primero la despojan de sus joyas queridas,


Y después de todo su rico atavío;
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En pedazos lo rompen entre ellos
Para cada uno ponerse un trozo del botín.
Estando ahora desnuda, a sus sórdidos ojos
Los buenos tesoros de la naturaleza aparecen:
Que ellos miran con sensuales fantasía
Cada uno deseándolos para sí, sin compartir.

Su cuello de marfil, su pecho de alabastro,


Eran sus senos como almohadas de seda,
Para reposar sobre ellos en suave amor;
Sus tiernas caderas, su vientre blanco y claro
Que un altar parecía
Para ofrecer divino sacrificio;
Sus hermosos muslos cuya gloria
Parecía como un arco triunfal del que pendía
Un botín de príncipes en la batalla arrebatado.

Esas delicadas partes, las más deseadas delicias,


Que no deben ser profanadas por ojos vulgares,
Esos villanos miraban con perdida lascivia
Y de cerca con astutos atisbos tentaban;
Y algunos de ellos quisieron de allí
Saciar por fuerza su placer bestial,
Pero el sacerdote los rechazó advirtiendo
Que no osaran manchar tesoro tan sagrado
Destinado a los dioses: aun a los ladrones la religión contuvo.27

Las ironías de Spenser con frecuencia quedan petrificadas en la lógica estricta de las
alegorías. Si dirigimos la mirada a Ariosto, a quien tanto debe Spenser, veremos un juego
irónico un poco más libre, aunque desde luego aún no despojado de las rígidas vestiduras
cortesanas y heroicas. En Orlando furioso la ética caballeresca es presentada con exaltado
fervor para ser convertida, por momentos, en una parodia. Los primeros versos ya anuncian el
tono sardónico de una imagen tomada de Virgilio, y dibujan los grandes temas heredados del
Medioevo: las damas, los caballeros, las armas, los amores, la cortesía y las proezas (Le
donne, i cavallier, l’arme, gli amori, / le cortesie, l’audaci imprese io canto…). La locura
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de Orlando es también una parodia del delirio salvaje de los caballeros enamorados:
De crecer no cesó la pena acerba,
que su buen seso al fin vino a perderse […]28

La furia de Orlando lo convertirá en el típico homo sylvestris medieval—fuerte, violento,


velludo, desnudo—, armado de un gran mazo y la piel de su cuerpo quemada y la cara
barbada. Come crudos los alimentos (XXIV: 12) y su desnudez es comparada a la de
Nabucodonosor (XXXIV: 65). Así comienza su furia:
Rompió después los paños y, desnudo,
mostró el vientre y el pecho al fiero Marte
y comenzó locura tan horrenda
que otra mayor dudo que se entienda.29

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Más tarde aparece con la característica apariencia del salvaje, que destroza los plantíos
de los campesinos:

[…] un hombre denodado


desnudo y solo, el campo ha maltratado.
Traía un gran bastón duro y muy fuerte
con mil nudos, pesado y tan esquivo
que a quien aquel tocaba, en mala suerte,
no la vía después, su amigo vivo.30

Así, la descomunal fuerza de Orlando lo convierte en una plaga destructora que arrasa
aldeas y mata a pastores y labradores (XXIV: 4-12). En un gesto típico, desde el principio “del
primer tirón arrancó un pino” (XXIV: 134), y así la imagen del uomo selvaggio va siendo
construida por Ariosto:

Mas desde que la furia lo venciera,


desnudo andaba al agua y al sol ardiente.
Si en la abrigada Libia aquel naciera,
o allá en el Garamante, tan caliente,
o en el monte donde el Nilo hace entrada,
no tuviera la carne tan quemada.

Los ojos escondidos, miserable,


la carne flaca como un hueso enjuta,
el cabello revuelto y espantable,
erizada la barba, fiera y bruta.31

En otra parte se dice que “tenía de fiera más que de hombre el rostro” y se le define como
“bruto mostruo” (XXXIX: 45). Cuando Orlando recupera la razón se asombra de hallarse atado
y desnudo, y se compara a Sileno, “al que ligaron en la cueva oscura” (XXXIX: 60), como en la
sexta Bucólica de Virgilio que narra cómo el pastor Sileno durante una borrachera es atado en
una cueva por sus compañeros.
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En el Orlando furioso la locura salvaje ya no es solamente el alegórico rito de pasaje de


un caballero medieval que sufre mal de amores o que cumple una penitencia. La ironía con
que Ariosto ilumina a sus personajes les da tal fluidez que adquieren un nuevo sentido. El
salvajismo delirante como ritual de transición y como castigo, que permitía definir los
códigos del amor cortés, pasa a un segundo plano. La furia de Orlando baña con una nueva luz
las relaciones amorosas, de manera que, como sugiere Benedetto Croce, el héroe se sumerge
en una permanente y armoniosa catarsis.32 Croce señala:

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87. Un salvaje luchando contra un oso, en la sota de animales del juego de naipes grabado por el maestro E. S. hacia 1461.

Debilitar todos los órdenes del sentimiento, igualarlos todos en este rebajamiento, quitarle a las cosas su autonomía,
privarlas de su alma propia y particular, equivale a convertir el mundo del espíritu en mundo de la naturaleza: un mundo
irreal que no tiene existencia más que si lo invocamos así. En cierto sentido para Ariosto el mundo entero se convierte en
naturaleza, en una superficie dibujada y coloreada, resplandeciente pero sin sustancia.33

Este proceso de disolución del mundo caballeresco medieval fue calificado por Croce
como una “devaluación y destrucción”;34 se podría definir también como una forma precursora
de lo que hoy se llama “deconstrucción”.
Es interesante contrastar la enorme fuerza épica del salvajismo de Orlando con el
personaje creado por Juan de Flores, pero tomado de la Elegia di Madonna Fiammetta de
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Boccaccio en donde una bella mujer es ultrajada por el donjuanismo de Pánfilo. Juan de
Flores, en su Grimalte y Gradissa (publicada posiblemente en 1495 en Lérida), no satisfecho
por el final de la historia dado por Boccaccio, decide que su Pámphilo debe sufrir una severa
penitencia por haber abandonado a Fiometa y ocasionado su muerte. Las resonancias
medievales son evidentes—como ha señalado Bárbara Matulka—en la expiación de
Pámphilo, que es lanzado a un típico infierno erótico donde vive a la manera de san
Crisóstomo o de los viejos anacoretas peludos. El paraje solitario donde vive Pámphilo es
ubicado en la lejanísima Asia, donde unos pastores informan a su amigo Grimalte que “un
hombre havían visto haziendo salvaje vida en aquella silva”. Al fin el salvaje penitente es
encontrado:

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88. La fuerza descomunal del salvaje empleada para el servicio doméstico en un candelabro de bronce.

Y después que Pámphilo fue de la cueva salido, quando le vi, de tan desfigurada fación estava, que si no lo hoviera visto
denante, ningún humano juyzio lo podría a ninguna difformidad comparar, porque todos los senyales de persona racional
tenía perdidos por muchas razones, la principal y primera porque luengos tiempos havía que éll hahí habitava en la
aspereza de su penitencia, y esta cosa lo había mudado en salvaje parecer, porque no solamente los cabellos y barvas
tenía mucho más que su statura crecidas, mas assí mismo era muy viejo por la continuación de andar desnudo, y los
cabellos de la cabeza y barva le davan cauteloso vestir, y su andar era tal que soplían las rodillas a los pies, los quales
parecían en éll scusados miembros pues éll por su andar y parecer diverso, en todas sus senyales ahun fiero animal
parecía.35

Además, en la noche, Pámphilo es martirizado—durante una furiosa tormenta—por unas


visiones espantosas; unas criaturas deformes torturan a su amante: “en la spessa montanya
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espantosos gritos bueltos con dolores y gemidos de Fiometa ohíamos”. Las “gentes
abominables” que torturan a la dama pecadora emitían de sus bocas “unas encendidas llamas
tan grandes y con tal gana resuffladas, que sino lo que lo vehía no lo puede consentir a
verdad”. Después Fiometa es colocada en un carro, despojada de sus vestidos para que el
salvaje Pámphilo pueda contemplar cómo la tortura ha deformado su antaño hermoso cuerpo.
Ahora Fiometa parecía “muy más horrible que las infernales rabias”.36 La mujer torturada, que
aparece como una furia del Averno, hace una advertencia al salvaje penitente:
Y después que ella hubo dado a Pámphilo a conocer que tanto el desigual amor suyo hizo en haver la excellencia del
mundo trocado en visión espantable, porque mirasse si padecía lo medio de lo que su crueldad merecía, en special porque
la desesperada muerte de Fiometa en las infernales penas para siempre ha condemnada: y a Pámphilo en esta breve vida
pagará, por cuyo amor huvo tal que diga lo que de amor se merece.37

El salvajismo que describe Juan de Flores está sumergido plenamente en sus fuentes
medievales: es una penitencia que el amor impone en aquellos que no han sabido respetar las
reglas. Ella es castigada por adulterio y él por haberla abandonado: hay cierta contradicción
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en este infierno erótico en donde ella sufre por haber cedido al amor y él es torturado por
haber dejado de amar. La locura salvaje de Orlando, en cambio, no es una forma de penitencia
sino un delirio épico del héroe que ha sido abandonado por su amada Angélica. Pero en
Ariosto el tema típicamente medieval es elevado a una dimensión humanista ausente en la
historia de Pámphilo. Al fin, Orlando como uomo selvaggio no es distinto del Hombre a quien
Ariosto no quería quitarle la h: “chi leva l’h all’homo, non si conosce uomo, e chi la leva
all’honore non è degno di onore”.38

89. El usuario de un candelabro o de una vasija apenas si se percataba de la amenazante figura decorativa de un hombre salvaje
que a veces los decoraba.

Es claro que la misma imaginería describe tanto a los caballeros salvajes que sufren los
tormentos del desamor como a los entes que son la viva encarnación de una humanidad
bestial. Entre Orlando y Calibán hay un haz de coincidencias que, sobre la base de metáforas
similares (fuerza bruta, garrote, alimentos crudos, cuerpo monstruoso o cubierto de vellos,
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etc.), nos revelan la presencia de una problemática común: la construcción de una


racionalidad civilizada por contraste con el delirio salvaje de la naturaleza. Podemos, no
obstante, observar que en algunos casos el salvajismo es descrito como una fase de locura,
mientras que en otros es una forma pecaminosa o perversa de ser o una penitencia impuesta
para expiar un pecado. Ariosto toma como base la primera vertiente, pero la furia de Orlando
contiene ingredientes irónicos que minan la propia tradición medieval de la que forma parte.
La agresividad lujuriosa y sarcástica de Calibán traza el perfil de un monstruo que, si acaso,
es fruto del delirio de la naturaleza o del dios que tolera su existencia, y que parece existir
con el fin de templar los valores humanistas y civilizados de Próspero. Es muy probable que
Shakespeare haya explorado también el estado de locura salvaje ocasionada por los
desamores, en una obra que se ha perdido: The History of Cardenio, escrita en colaboración
con Fletcher, aparentemente fue representada en la corte durante las fiestas navideñas de
1612-1613.39
A juzgar por su título, la obra de Fletcher y Shakespeare fue una obra basada en la famosa
historia de los amantes de la Sierra Morena, contada por Cervantes en Don Quijote, y que
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constituye a mi juicio la mejor y más refinada representación del hombre salvaje que produjo
el Renacimiento. En la figura de Cardenio (que es un espejo de la locura de don Quijote)
culminan muchos siglos de elaboración de un mito que, lejos de desaparecer, vive uno de sus
momentos de expansión más intensos y complejos. Así pues, no debe sorprendernos que
Lewis Theobald, gran admirador de Shakespeare, haya presentado en 1724 una obra de teatro
según él escrita originalmente por el autor de Hamlet, y que es una curiosa versión de las
aventuras y desventuras amorosas contadas por Cervantes. Los especialistas han discutido
mucho sobre la existencia de la obra original de Shakespeare y sus posibles huellas o
remanentes en la pieza de Theobald. Lo más probable es que esta obra, Double Falsehood
[Doble falsedad], sea—como su título podría sugerir—una falsificación. Pero es sintomático
el hecho, como dice Harriet C. Frazier, de que “Theobald escribió la obra de teatro que todos
quisiéramos que hubiera escrito Shakespeare, y sus motivos para hacerlo, al menos en parte,
surgen del mismo deseo que nos hace a nosotros querer que la espuria Double Falsehood
fuera la genuina Cardenio”.40
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90. Una mujer salvaje luce una guirnalda de muguete.


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91. El mundo de los salvajes es poblado con frecuencia por bestias fabulosas, con las cuales establecen relaciones ambiguas
fuertemente teñidas de simbolismo sexual. El bestiario medieval constituía un complejo catálogo de alegorías difícil de descifrar.
Las bestias solían representar pasiones y vicios de diverso signo (casi siempre negativo). Los hombres y las mujeres salvajes, en
el paraíso silvestre en que viven, son capaces de controlar a las bestias fabulosas e incluso parecen ser sus compañeros
amistosos, como la dama salvaje que acaricia a la horrenda bestia roja compuesta por elementos de macho cabrío, ave y
caballo.
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92. Un salvaje, armado de su garrote, ha capturado un ciervo, animal que representaba alegóricamente el honor y la fidelidad.
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Como quiera que sea, es Cervantes quien nos ha legado la imagen de Cardenio, el más
complejo de todos los hombres salvajes del Renacimiento, cuyo delirio erótico lo ha
conducido a vivir desnudo en la Sierra Morena, donde don Quijote lo toma como modelo para
sus propios desvaríos. La primera descripción de Cardenio ya nos da la típica imagen del
salvaje desdichado:
Iba saltando un hombre de risco en risco y de mata en mata, con extraña ligereza. Figurósele que iba desnudo, la barba
negra y espesa, los cabellos muchos y rebultados, los pies descalzos y las piernas sin cosa alguna; los muslos cubrían unos
calzones, al parecer de terciopelo leonado; mas tan hechos pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes.41

Este salvaje es diferente a los que aparecen en otras partes del Quijote, parecidos a los
wodewoses ingleses y que forman parte de las danzas festivas con las que se celebra la boda
de Camacho: “cuatro salvajes, todos vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al
natural que por poco espantaran a Sancho”.42 Similares salvajes son los que traen a Clavileño,
el caballo de madera lleno de cohetes tronadores en el que han de supuestamente volar el
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Quijote y Sancho por obra de la magia de Malambruno.43 En contraste, Cardenio se ha vuelto
salvaje porque

O le falta al Amor conocimiento


O le sobra crueldad, o no es mi pena
Igual a la ocasión que me condena.44

La tragedia de Cardenio es presentada como una copia del modelo caballeresco


medieval: los pastores lo encuentran metido en el hueco de un árbol, en la desolada serranía
donde la locura furiosa irrumpe de vez en cuando la rusticidad gentil en la que vive el alter
ego de don Quijote. A partir del encuentro de Cardenio con don Quijote se desarrolla un
delicioso e irónico juego de espejos entre los dos caballeros, el de la Mala Figura y el de la
Triste Figura. El Caballero del Bosque, como también es llamado el salvaje Cardenio, a pesar
de que en un arranque de furor le da una paliza a don Quijote, se convierte en el ejemplo
trágico que es preciso imitar de la misma forma en que el pintor con su arte procura imitar a
los originales.45
En su delirio don Quijote decide imitar a Cardenio, e irse a la sierra desolada a la manera
de Amadís o de Orlando. En la discusión con Sancho se dibujan los trazos de la nueva forma
de abordar el tema: la ironía se desencadena para pintarnos un salvajismo tragicómico que se
despliega como un simulacro crítico de la cruel realidad. El estado salvaje por el que debe
transitar un caballero ya no es la habitual ceremonia que exalta ritualmente la desventura del
amor frustrado. El ritual que propone don Quijote es un simulacro que diluye la tragedia y
permite una mirada crítica a los males y desventuras de este mundo. Por ello, don Quijote
renuncia a copiar todas las furiosas hazañas de Orlando: “Y, puesto que yo no pienso imitar a
Roldán, o Orlando, o Rotolando […] parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo y
pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere, en las que me pareciere ser más esenciales”.46
Sin embargo, don Quijote no se contenta con representar la tragedia mediante signos
abreviados y simbólicos del salvajismo (un “bosquejo”, como él le llama), sino que introduce
un cambio fundamental. En efecto, Sancho le hace ver que él, a diferencia de sus modelos,
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carece de “causa para hacer esas necedades y penitencias” al no haber sufrido desventura
amorosa alguna: “Ahí está el punto—respondió don Quijote—, y ésa es la fineza de mi
negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está
en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en
mojado?” 47
En esta frase, que resume la nueva relación del hombre con el mundo salvaje, hallamos
los extraordinarios indicios de una nueva concepción. Como ha notado Milan Kundera,
Cervantes desenmascara con gran agudeza al homo sentimentalis, un hombre que ha
convertido el sentimiento en valor y que se expresa desde la Edad Media en el homo
sylvestris.48 La locura salvaje no es sólo un signo que resume la tragedia erótica, es también
un ritual que anula a la tragedia misma, que aniquila la realidad. El estado salvaje del hombre
se convierte en un simulacro, en un estallido de dolor artificial que ilumina la locura amorosa
medieval con una nueva luz: la expone a una crítica irónica en la que los ideales caballerescos
parecen ridículas sombras irracionales. En este sentido, la locura salvaje del Quijote no es tan
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distante de los salvajes que con hiedra y musgo o cáñamo se disfrazan de una ferocidad en la
que ya nadie cree, y los juegos artificiales con que divierten al público son tan artificiosos
como el dolor del Quijote cuando imita a Cardenio:
Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en
el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la
rienda a Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco.49

La épica medieval había prohijado a un hombre salvaje que, fuese como etapa de
sufrimiento y penitencia o como realidad monstruosa, proporcionaba a la sociedad un modelo
anormal, por decirlo así, de comportamiento. En contraste, durante el Renacimiento poco a
poco se comienza a creer más en el salvaje como idea, como locura. Es la locura de don
Quijote que cree en la locura salvaje de Cardenio: la locura sobre la locura se convierte en
ironía. Como dice Cesáreo Bandera, “Cervantes quiso burlarse de la ficción, trasladándola a
la realidad, para terminar comprendiendo que a través de esa burla es la realidad misma la
que se ficcionaliza”.50 Pero se burló de la ficción realista, se mofó de Cardenio en tanto que
realidad trágica, de manera que transformó a los locos salvajes reales en ficción literaria. A
su vez la ficción renacentista—las ideas, las locuras, los sueños—comenzaba ya a amenazar
al mundo con transformarse en realidad descarnada.
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93. Gustave Doré captó la ironía del momento en que Don Quijote se convierte en un hombre salvaje.
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Cuando don Quijote decide volverse salvaje debe optar entre dos modelos: la manía
furiosa de Orlando o la melancolía triste de Amadís. El delirio salvaje de Cardenio, por su
lado, oscila imprevisiblemente entre los dos extremos de la sintomatología de los que hoy son
llamados desórdenes maniaco-depresivos. Pero don Quijote, que no tiene ni la fuerza de
Orlando ni los humores negros de Amadís, se ve condenado a escenificar un simulacro ritual
de dolor por la ausencia de Dulcinea del Toboso. Ahora bien, la ausencia de Dulcinea, como
sabemos, no se debe a que la bella dama haya desdeñado al caballero: ella está ausente
porque, como supremo bien erótico femenino, sólo existe en la mente del caballero: en la
realidad se llama Aldonza Lorenzo y es una ruda y poco melindrosa campesina “hecha y
derecha y de pelo en pecho”. Éste es un síntoma embrionario del descenso de la mujer del
trono desde el cual reinaba como encarnación de todos los bienes y bellezas, para ser acogida
por el nuevo espíritu barroco como “un fragmento palpitante de vida, un poco de carne puesta
a arder”, según la expresión de Díaz-Plaja; este descenso del ideal erótico neoplatónico a la
materialidad barroca no es un proceso tan rectilíneo y rápido como se ha creído, y ha
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ocasionado interesantes discusiones.51 Pero sin duda encontramos en el Quijote una imagen
del hombre salvaje que ya no es más el contrapunto necesario para exaltar la ética medieval
del caballero sometido por los supremos lazos del amor a su dama, investida ella como el
símbolo neoplatónico de la Verdad y de la Belleza Eterna.
Pero ¿acaso el hombre salvaje cervantino ha perdido sentido y se ha convertido en la
excrecencia superflua de una nueva época civilizada cuyos límites externos serían tan
distantes y borrosos que la cultura dominante no los lograría divisar? ¿Es que el Nuevo
Mundo descubierto por Europa es suficiente para satisfacer su necesidad de trazar las
fronteras entre la civilización y el salvajismo? De ninguna manera: el salvaje Cardenio es un
personaje que nos muestra la inmensa complejidad de un hombre pequeño, sin cualidades se
diría hoy, de un hombre a quien la vida empuja a representar el papel de Orlando furioso, cuya
formidable locura es contrastada con la ridícula y quejumbrosa demencia del caballero de la
Mala Figura. Cardenio representa el fracaso del atronador delirio épico del caballero
medieval, encarna la inutilidad de labrar el alma del hombre civilizado con las furias
convocadas por los males del amor, ante los nuevos retos a que se enfrenta la Europa del
Renacimiento.
Pero ante el fracaso del salvaje de la Sierra Morena se yergue el gran simulacro de
salvajismo artificial ingeniado por don Quijote, que reconstruye a su manera la crueldad del
dolor para abrir paso, a fin de cuentas, al reencuentro del dolorido Cardenio con Luscinda, su
amada perdida. El lánguido poder de la locura silvestre de Cardenio es retomado por la
mímica de don Quijote, y con ello surge la nueva y potente figura del salvaje redentor. Este
hombre salvaje es redentor no porque proponga un viaje al pasado, a la Edad de Oro perdida,
sino porque es capaz de ser conscientemente primitivo para transformar al mundo que lo rodea
en una realidad moderna.
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1
Montaigne, Essais, II: VI: 358 y I: XXXI: 204. Todas las citas de Montaigne han sido traducidas por mí.
2
Acto II, escena 1, vv. 155-160, 162 y 164. El uso en La tempestad de las palabras de Montaigne fue descubierto a fines
del siglo XVIII por Edward Capell. Véase al respecto Georges Coffin Taylor, Shakespeare’s Debt to Montaigne. Salvo
indicación en contrario, las citas de La tempestad han sido traducidas por mí.
3
M. Duchet, Antropología e historia en el Siglo de las Luces, p. 13.
4
T. Todorov, Nous et les autres, pp. 51-64.
5
Essais, p. 9.
6
I: XXXI: 203.
7
I: XXVI: 148. “Je ne dis les autres sinon pour d’autant plus me dire.”
8
II: XXX: 691.
9
III: XI: 1006. Sobre este tema puede consultarse con provecho el excelente estudio de Jean Céard, La nature et les
prodiges. L’insolite au XVIe siècle, en France, pp. 387-434. Véase también, Peter Burke, Montaigne; Donald M. Frame,
Montaigne’s Discovery of Man; Hugo Friedrich, Montaigne; y Jean Starobinski, Montaigne en mouvement.
10
H. White, “The Forms of Wildness”, p. 32. Véase también el libro de Roger Stéphane, Autour de Montaigne.
11
Acto I, escena 2, vv. 281-284.
12
Ibid., vv. 357-360.
13
Ibid., vv. 331-338.
14
Ibid., vv. 365-366.
15
Acto III, escena 2, VV. 133-141. Traducción de Luis Astrana Marín.
16
Como ocurre con la interpretación de Paul Brown, “‘This thing of darkness I acknowledge mine’: The Tempest and the
Discourse of Colonialism”. Claro está que la visión colonial de los pueblos no europeos usó con frecuencia del estereotipo del
hombre salvaje; es sintomática la forma en que los ingleses contemplaron a los esclavos negros: véase Winthrop D. Jordan,
White Over Black, pp. 24 y ss., 216 y ss. También es interesante la interpretación de Frederick Turner, en el marco de su
reflexión sobre las relaciones entre la cultura occidental y la idea de naturaleza salvaje; su libro muestra cuán actuales son los
temas del hombre salvaje para la definición de la identidad occidental (Beyond Geography. The Western Spirit Against the
Wilderness, pp. 200-228).
17
Sobre las influencias y orígenes de La tempestad, véase la introducción a la edición crítica preparada por Frank Kermode.
18
Se mencionan en el guardarropa del rey Eduardo III “xij capita de wodewose”, disfraces de salvajes comunes en el
vestuario: véase Robert Hillis Goldsmith, “The Wild Man on the English Stage”, p. 481. Goldsmith señala que el término
wodewose o woodwos procede del antiguo inglés wudewasa, que viene de wudu (bosque) y de una palabra de orígen oscuro
(wasa). Posteriormente el término derivó en wodehause, woodward, woordwossy y wodys.
19
Goldsmith, ibid., p. 484.
20
“Oh queen, I must confesse it is not wilhout cause / These civile people so rejoice, that you should give them lawes. /
Since I, wich live at large, a wilde and savage man, / And have ronne out a wilfull race, since first my life began, / Do here
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submit my selfe, beseeching yow to serve.” John Nichols (comp.), The Progresses and Public Processions of Queen
Elizabeth, vol. I, pp. 436 y ss., Burt Franklin, Nueva York, 1966. Una descripción graciosa de este encuentro del salvaje con la
reina puede verse en la carta que Robert Laneham envió a un amigo en Londres: “For aboout nien a clock at the hither part of
the Chase, whear torchlight attended: oout of the woods in her Maiestiez return, rooughly came thear foorth Hombre Salvagio,
with an Oken plant pluct vp by the roots in hiz hande, himself forgrone all in moss and Iuy: who, for parsonage, gesture, and
vtterauns beside, coontenaunst the matter too very goodliking, and had speech to effect: that continuing so long in theez wilde
wastes, whearin oft had he fared both far and neer, yet hapt hee neuer to see so glorioous an assemble afore…” (cit. en
Goldsmith, ibid., p. 484).
21
H. D. Gray, “The Sources of The Tempest”, pp. 323 y ss.
22
Ferdinando Neri, “La maschera del selvaggio”, p. 53.
23
I: VI: 20; véase la edición crítica preparada por Thomas P. Roche, Jr.
24
Se trata de una asociación de los clérigos con el asinus portans misteria. John M. Steadman, “Una and the Clergy: the
Ass Symbol in the Faërie Queene”.
25
In such a salvage wight, of brutish kynd, / Amongst wilde beastes in desert forrests bred, / It is most straunge and
wonderfull to fynd / So milde humanity, and perfect gentle mynd [VI: V: 29].
26
Spenser’s Image of Nature: Wild Man and Shepherd in “Faërie Queene”, pp. 210-211.
27
And first they spoile her of her iewls deare, / And afterwards of all her rich array; / The wich amongst them they in

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peeces teare, / And of the pray each one a part doth beare. / Now being naked, to their sordid eyes / The goodly threasures of
nature appeare: / Which as they view with lustfull fantasyes, / Each wisheth to him selfe, and to the rest anuyes. // Her yuory
necke, her alablaster breast, / Her paps, which like white silken pillowes were, / For loue in soft delight thereon to rest; / Her
tender sides, her bellie white and clere, / Which like an Altar did it selfe vprere, / To offer sacrifice diuine thereon; / Her goodly
thighes, whose glorie did appeare / Like a triumphall Arch, and thereupon / The spoiles of Princes hang’d, wich were in battel
won. // Those daintie parts, the dearlings of delight, / Which mote not be prophan’d of common eyes, / Those villeins vew’d
with loose lasciuious sight, / And closely tempted with their craftie spyes; / An some of them gan mongst themselues deuize, /
Thereof by force to take their beastly pleasure. / But them the Priest rebuking, did aduize, / To dare not to pollute so sacred
threasure, / Vow’d to the gods: religion held euen theeues in measure [VI: VIII: 41-43]. Sobre el mundo alegórico de Faërie
Queene y el cuerpo humano véase Leonard Barkan, Nature’s Work of Art. The Human Body as Image of the World, pp.
201-276.
28
Di crescer non cessò la pena acerba, / che fuor del senno al fin l’ebbe condotto… [XXIII: 132]. (A pesar de sus
deficiencias, uso la traducción al castellano de Jerónimo Jiménez de Urrea, publicada en 1539, ya que conserva el sabor de la
época.)
29
E poi si squarciò i panni, e mostrò ignudo / l’ispido ventre e tutto’l petto e’l tergo; / e cominciò la gran follia, sì orrenda, /
che de la più non sarà mai ch’intenda. [XXIII: 133].
30
Oye videro un uom tanto feroce, / che nudo e solo a tutto’l campo nuoce. / Menava un suo baston di legno in volta, / che
era sì duro e sì grave e sì fermo, / che declinando quel, facea ogni volta / cader in terra un uom peggio ch’infermo… [XXXIX:
36-37].
31
Da indi in qua che quel furor lo tiene, / è sempre andato nudo all’ombra e al sole: / se fosse nato all’aprica Sïene, / o dove
Ammone il Garamante cole, / o presso ai monti onde il gran Nilo spiccia, / non dovrebbe la carne ayer più arsiccia. / Quasi
ascosi avea gli occhi ne la testa, / la faccia macra, e come un osso asciutta, / la chioma rabuffata, orrida e mesta, / la barba
folta, spaventosa e brutta [XXIX: 59-60].
32
Ariosto, Shakespeare e Corneille, p. 57.
33
Ibid., p. 47.
34
Ibid., pp. 43 y 55.
35
Transcripción ligeramente modernizada, pp. 425-426, de Barbara Matulka, The Novels of Juan de Flores and their
European Diffusion.
36
Ibid., p. 429.
37
Ibid., p. 430.
38
En italiano moderno hombre y honor se escriben sin h, con lo que Ariosto hace un juego de palabras que podría traducirse
así: “Quien le quita la h al hombre, no conoce al ombre, y quien la quita al honor no es digno de onor”. Ariosto no estaba de
acuerdo con la moda gramatical que en su tiempo comenzó a eliminar la h.
39
También fue representada el 13 de junio de 1613: véase Harold G. Metz, Sources of Four Plays Ascribed to
Shakespeare: The Reign of King Edward III, Sir Thomas More, The History of Cardenio, The Two Noble Kinsmen, p.
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257. Esta obra fue anotada en el Stationer’s Register por Humphrey Moseley el 9 de septiembre de ese año, señalando que
había sido escrita por “Mr. Fletcher & Shakespeare”.
40
A Babble of Ancestral Voices. Shakespeare, Cervantes, and Theobald, p. 152. Véase también Harold G. Metz, ibid.,
pp. 255-370.
41
Don Quijote de la Mancha, I: XXIII.
42
Ibid., II: XX.
43
Ibid., II: XLI.
44
Ibid., I: XXIII.
45
Ibid., I: XXV.
46
Ibid., I: XXV.
47
Ibid., I: XXV.
48
La inmortalidad, IV: 8, p. 234.
49
Don Quijote, I: XXV.
50
Mimesis conflictiva, p. 47.
51
Véase G. Díaz-Plaja, El sentimiento de amor a través de la poesía española, p. 71, cit. por Otis H. Green, quien critica
la interpretación de Díaz-Plaja, Spain and the Western Tradition, vol. I, pp. 211 y ss.

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Epílogo

¿QUIÉN ES EL HOMBRE SALVAJE? ¿Qué busca? ¿Qué representa? He intentado dar una respuesta a
estas preguntas y no obstante—al final del periplo—creo necesario volver a plantearlas. Para
guiar mis reflexiones finales acudiré a un ejemplo que sintetiza, a mi parecer, la complejidad
del problema: cuando Nietzsche trata de dibujar la tragedia del hombre, da un salto de
veinticinco siglos para enfrentarse al hombre salvaje de los antiguos griegos, Sileno. Cuenta
Nietzsche la leyenda de Midas, el rey frigio que logra capturar al salvaje Sileno y lo fuerza a
revelarle qué es lo mejor para los hombres. El rey Midas, que quería comprender el sentido
de la vida humana, recibe una respuesta contundente: “Estirpe miserable de un día, hijos del
azar y de la fatiga, ¿por qué me fuerzas a decirte lo que para ti sería muy ventajoso no oír? Lo
mejor de todo es totalmente inalcanzable para ti: no haber nacido, no ser, ser nada. Y lo mejor
en segundo lugar es, para ti, morir”.1
De esta forma Nietzsche descubre en la antigua sabiduría popular griega, revelada por
Sileno, la llave del pensamiento trágico: el dolor y el sufrimiento por la unidad perdida del
hombre con la naturaleza. Pero imaginemos durante un momento—a modo de experimento
mental—que las cosas ocurren al revés: Sileno, rey del bosque, atrapa a Midas para
preguntarle sobre el sentido de la vida de los salvajes. ¿Qué responderá Midas? “Criatura de
la necesidad y del ocio: perteneces a una estirpe perenne y salvaje, ¡no me obligues a decirte
lo que no puedes entender! Lo mejor para ti es imposible: nacer, ser y existir en un solo y
efímero día; además, no estar condenado a contestar las preguntas de los hombres.”
El salvaje guarda celosamente un secreto; durante muchos siglos ha sido el guardián de
arcanos desconocidos: posee las claves de la tragedia, oculta los misterios del cosmos, sabe
escuchar el silencio y puede descifrar el fragor de la naturaleza. El salvaje ha sido creado
para responder a las preguntas del hombre civilizado; para señalarle, en nombre de la unidad
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del cosmos y de la naturaleza, la sinrazón de su vida; para hacerle sentir trágicamente el


terrible peso de su individualidad y de su soledad. El salvaje permanece en la imaginación
colectiva europea para que el hombre occidental pueda vivir sabiendo que hubiera sido mejor
no haber nacido o, más bien, para poner en duda a cada paso el sentido de su vida. En esta
forma, paradójicamente, el salvaje es una de las claves de la cultura occidental.
La historia del salvaje europeo hasta el siglo XVI muestra la asombrosa continuidad de un
mito preñado de resonancias modernas. Tal vez lo más notable es la lección que nos da esta
suerte de prehistoria del individualismo occidental: la otredad es independiente del
conocimiento de los otros. Fue necesario buscar en la historia antigua y medieval los hilos
esenciales que bordaron al salvaje en la tela de la imaginación europea; sólo así fue posible
comprender que la historia moderna del hombre salvaje—descubierto por los colonizadores,
exaltado por la ilustración, estudiado por los etnólogos—es también el desenvolvimiento de
un antiguo mito: el salvaje sólo existe como mito. Pero fue preciso mirar atrás, muy lejos en
la historia, para desembarazarnos de las telarañas que envolvían al salvaje con la ilusión de
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una presencia avalada tanto por la dominación colonial como por las ciencias sociales
especializadas en su estudio: el salvaje, mártir y al mismo tiempo objeto de la curiosidad
científica, era un fenómeno delimitado y tangible que se ofrecía a los europeos como una
extraordinaria oportunidad para asomarse al espejo de la otredad. Pensar que la otredad del
hombre salvaje era un fruto de la imaginación europea parecía una audacia inadmisible que
ofrecía el peligro de ocultar tanto el etnocentrismo occidental como la dominación colonial.
Sin embargo, el mito del hombre salvaje—como hemos visto—no es simplemente una
emanación ideológica del colonialismo: su larguísima historia atestigua la presencia de un
mito de largo alcance cuya naturaleza es polivalente y difícil de explicar. Por ello fue
necesario hacer la historia precolonial de los salvajes europeos, en una búsqueda por
comprender su naturaleza mítica.
Uno de los resultados de esta búsqueda ha sido la reconstrucción de la larga historia de un
mito pleno de claves para interpretar la cultura occidental. El mito del hombre salvaje alberga
una gran riqueza metafórica y es un terreno abonado con múltiples significados. Como se ha
visto, me he inclinado menos por interpretar el mito y más por permitir que el mito sea un
vehículo para interpretar los orígenes de la idea de una civilización occidental. Por ello he
desdeñado un tanto el contexto para dar prioridad a la continuidad del mito. En cada época las
funciones de las leyendas y mitos sobre los hombres salvajes fueron diferentes; sin embargo
hubo ingredientes comunes que permitieron su continuidad. Ahora bien, hay que reconocer que
estos eslabones que articulan la continuidad no fueron necesariamente—en cada etapa—los
elementos que definían los vínculos del mito con la sociedad que le servía de soporte. Creo
que el eslabón que une una leyenda con otra a través del tiempo debe entenderse más por
medio del momento posterior que en función del momento previo.
Esta relativa autonomía del mito podría parecer sustentada en el engañoso postulado que
establece la existencia de un vehículo o lenguaje permanente e indeleblemente impreso en el
espíritu humano, cuya función mediadora fundamental aparecería a cada momento de la
historia de la mitología. Este postulado estructuralista no es convincente, como tampoco la
idea según la cual habría una estructura mitológica originaria que se fue expandiendo gracias a
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ciertas cualidades o virtudes intrínsecas de un “primer motor” mítico creado por un destello,
genial o accidental, humano o divino: una especie de Big Bang mitológico.

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94. El caballero ha capturado—o eso cree él—al hombre salvaje. Ahora, en su soledad de conquistador, se siente seguro de su
identidad. Se vuelve para hacerle la eterna pregunta, pero el salvaje cautivo no le contesta.

El problema radica en que la estructura mitológica del hombre salvaje es también, para la
cultura moderna, el origen mismo de una civilización que se revuelve contra su cuna
primigenia. Por ello el salvaje ha sido convertido en un objeto privilegiado del pensamiento y
el arte modernos, y transformado en un concepto racional y científico que pretende captar y
definir la otredad de las sociedades no civilizadas. El mismo “pensamiento salvaje” señala la
presencia de un universo mental regido por el mythos y opuesto al logos. El logos del
etnólogo ha intentado explicar el mythos del salvaje, pero ha encontrado innumerables
dificultades. Me parece que, ante los obstáculos de un logos que no logra explicar cabalmente
al mythos, es necesario realizar un viraje drástico, que puede parecer—aunque no lo es—un
retorno: intentar explicar el logos por el mythos.
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95. Un dibujo inglés de principios del siglo XIV muestra la tragedia del hombre salvaje, acorralado por perros domesticados, en
una lucha permanente no se sabe si por escapar de la naturaleza o de la civilización.

Es decir, he querido buscar algunas claves de la identidad y la razón occidentales en su


propia mitología; quiero reinterpretar la idea de un pensamiento salvaje (productor de mitos)
no como una noción racional, sino como un mito. De esta forma es posible reconocer la
presencia de un profundo impulso mítico en el seno de la cultura occidental: un antiguo horror
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y al propio tiempo una gran fascinación por el salvajismo. Es preciso escapar, huir de la
bestialidad natural del hombre salvaje. Al mismo tiempo aparece la tentación, la atracción por
el buen salvaje poseedor de tesoros y secretos invaluables.
El enigma de la larga continuidad del mito del hombre salvaje no se disuelve fácilmente.
Al rechazar la presencia de una estructura permanente o de una fuerza trascendente, y al no
aceptar tampoco la explicación de un impulso original fulgurante, nos enfrentamos al
problema desde otra perspectiva: la concatenación mitológica milenaria tiene una estructura
lógica más clara si la leemos al revés, de atrás hacia adelante, a contrapelo del fluir de la
historia (que es lo que hice en los capítulos precedentes, aunque la exposición siguió grosso
modo la secuencia temporal). Por ejemplo, desde la perspectiva moderna podemos decir—y
ha sido dicho—que el mito del hombre salvaje es una expresión del contrapunteo entre la
cultura y la naturaleza. Pero este contrapunteo, que no es sólo una forma racional, sino
también uno de los más caros mitos de la cultura occidental, es un mito que contribuye a dar
coherencia a la larga cadena del ser salvaje. Cada época, como hemos visto, elabora su
hombre salvaje, con sus peculiaridades distintivas. El agrios griego es muy diferente del
homo sylvestris; la idea hebrea de salvajismo no coincide con la noción renacentista. Y no
obstante, estos mitos forman parte de una cadena, están vinculados entre sí.
Los mitos, tal como se presentan en cada horizonte cultural, no parecen contener las
causas de su evolución y concatenación: por el contrario, todo parece conspirar para
condenarlos a la inmutabilidad y, por tanto, a perecer si el contexto que los rodea cambia. Lo
que permite comprender su sobrevivencia es el hecho de que algunos elementos de los mitos
—con frecuencia aspectos marginales—se adaptan a las nuevas condiciones. En este sentido,
la evolución de los mitos presenta puntos de articulación similares a esos equilibrios
interrumpidos que puntúan la evolución biológica de las especies, o a esas redes imaginarias
del poder político que generan texturas de legitimación capaces de atravesar largos periodos
de tiempo.2 Ciertas facetas, posiblemente marginales en su época, del mito del salvaje
medieval, fueron rescatadas por la imaginería renacentista para definir con ironía el
nacimiento de un nuevo tipo de hombre; lo mismo había ocurrido con el homo sylvestris, que
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tomó del salvaje trágico de los griegos elementos para dibujar el perfil del sentimentalismo
amoroso. De esta forma, rasgos que podrían haberse perdido en la noche de los tiempos, son
rescatados por una nueva sensibilidad cultural para tejer redes mediadoras que van
delineando los límites externos de una civilización gracias a la creación de territorios míticos
poblados de marginales, bárbaros, enemigos y monstruos: salvajes de toda índole que
constituyen simulacros, símbolos de los peligros reales que amenazan al sistema occidental.
Estos peculiares encadenamientos históricos permiten que la travesía milenaria del mito
del hombre salvaje nos revele rasgos fundamentales de la llamada civilización occidental. En
este libro sólo he considerado lo que podría llamarse la historia premoderna del mito del
salvaje, y este vistazo nos ha permitido descubrir algunos resquicios insospechados de la idea
de otredad, sin la cual no se puede concebir la civilización moderna. Esta obsesión occidental
por el Otro, como experiencia interior y como forma de definicion del Yo, ha velado la
presencia de otras voces: el Otro ha ocultado al otro. Mi esperanza es que, en la medida en
que el hombre occidental comprenda la naturaleza mítica del salvaje europeo, pueda enfrentar
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la historia del tercer milenio, una historia cuyas desgracias previsibles e imprevisibles tal vez
puedan ser atenuadas o incluso evitadas si el Occidente aprende por fin que hubiera podido no
existir, sin que por ello los hombres sufrieran más de lo que sufren hoy por haber perdido
tantos caminos que quedaron abandonados tan sólo para que, si acaso, la voz melancólica de
algunos poetas o la curiosidad de raros eruditos los evoque. La Europa salvaje nos enseña que
hubiéramos podido ser otros…
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1
El nacimiento de la tragedia, 3: 52.
2
Véase “Punctuated Equilibria: An Alternative to Phyletic Gradualism” de Niles Eldredge y Stephen Jay Gould. Encuentro
un sintomático y estimulante paralelismo entre este modelo que explica los cambios evolutivos mediante la presencia de
poblaciones marginales que crecen en aquellas áreas donde se debilitan los mecanismos homeostáticos estabilizadores típicos
de cada especie, con mi propio estudio de los procesos legitimadores y mediadores en las sociedades modernas, donde las
estructuras normales buscan peligrosamente su continuidad en una confrontación con los marginales enemigos del poder
constituido (véase mi libro Las redes imaginarias del poder político).
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