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De querer preocupar todavía más al editor, y a los que piensan como él, se podría
analizar detenidamente la última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas
apareció en los medios de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de
la población jamás leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para
muchos de nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e
incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto. Dicen no
tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y
divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante generalizada falta de
prestigio social de la lectura que probablemente oculte una incapacidad real para leer.
Dicho de otro modo: el acto de leer se ha transformado en un acto altamente
dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto que vaya
más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me
refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de
la memoria y que exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en
soledad, los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales.
El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer:
complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo complejo como
algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que ya tenemos
nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos textuales; no se atreve a
elegir libremente en la soledad que, de modo implacable, exige la lectura. En
definitiva, nuestro pseudolector actual ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos
casos, ha acudido a la universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el
legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos
milenios. Este pseudolector —en el que se identifica a la mayoría de nuestros
contemporáneos— no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que
hemos llamado, durante siglos, “cultura”.
Quien escuche una opinión semejante rápidamente alegará que hemos sustituido la
cultura de la palabra por la cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se
conversa de estas cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto
de leer por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías,
extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que el
turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo. Esto
probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al
poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira
auténticamente? A este respecto, puede hacerse un experimento interesante en los
museos a los que se accede con móviles y cámaras fotográficas, que son casi todos por
la presión del denominado turismo cultural.
Los ciudadanos han dejado de relacionar su libertad con la búsqueda de la verdad y la belleza