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Argullol, R.

, Vida sin cultura, El País, 2015 03 06


Casi han desaparecido el acto de leer y la mirada reflexiva sobre el arte producido
durante milenios. Síntoma de este deterioro es la abrupta sustitución de la lógica
filosófica por la del emprendedor en la reforma educativa
Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya tenemos indicios
de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado, al parecer, por
desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer índices de alfabetización
escolar sin precedentes. Hace poco un editor me comentaba que el problema —o, más
bien, el síntoma— no eran los bajos niveles de venta de libros sino la drástica
disminución del hábito de la lectura. Si el problema fuera de ventas, decía, con esperar
a la recuperación económica sería suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al
adquirir continuidad estructural, se convierte en un fenómeno epocal que
necesariamente marcará el futuro. El preocupado editor —un buen editor, de buena
literatura— añadía que, además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de
pésima calidad, desde best sellersprefabricados que avergonzarían a los grandes
autores de best sellerstradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los
colores a los curanderos espirituales de antaño.

De querer preocupar todavía más al editor, y a los que piensan como él, se podría
analizar detenidamente la última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas
apareció en los medios de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de
la población jamás leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para
muchos de nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e
incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto. Dicen no
tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y
divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante generalizada falta de
prestigio social de la lectura que probablemente oculte una incapacidad real para leer.
Dicho de otro modo: el acto de leer se ha transformado en un acto altamente
dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto que vaya
más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me
refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de
la memoria y que exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en
soledad, los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales.

El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer:
complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo complejo como
algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que ya tenemos
nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos textuales; no se atreve a
elegir libremente en la soledad que, de modo implacable, exige la lectura. En
definitiva, nuestro pseudolector actual ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos
casos, ha acudido a la universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el
legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos
milenios. Este pseudolector —en el que se identifica a la mayoría de nuestros
contemporáneos— no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que
hemos llamado, durante siglos, “cultura”.

El mundo político ha expulsado sin titubeos de su retórica cualquier conexión cultural

Quien escuche una opinión semejante rápidamente alegará que hemos sustituido la
cultura de la palabra por la cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se
conversa de estas cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto
de leer por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías,
extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que el
turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo. Esto
probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al
poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira
auténticamente? A este respecto, puede hacerse un experimento interesante en los
museos a los que se accede con móviles y cámaras fotográficas, que son casi todos por
la presión del denominado turismo cultural.

Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de dicho


turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en los Uffizi y La
Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las obras con detenimiento
porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado y miren a los que tendrían
que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no miran porque únicamente tienen
tiempo de observar, unos segundos, a través de su cámara: de posar para hacerse un
selfie. Capturadas las imágenes, los ajetreados cazadores vuelven en tropel a la
comitiva que desfila por las galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua
ironía de Leonardo, o en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de
Miguel Ángel? Es más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas?

Paradójicamente, nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja


calidad en la que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la
captación del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente
paródico, ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo,
permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un acto
superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si este niega las
propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna manera, se identifican
con los que requiere el acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libre elección
desde la libertad. Frente a estas propiedades la mirada idolátrica es un vertiginoso
consumo de imágenes que se devoran entre sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón,
le ocurre lo que al pseudolector: tampoco está en condiciones de confrontarse con las
imágenes creadas a lo largo de milenios, desde una pintura renacentista a una
secuencia de Orson Welles: las mira pero no las ve.

Los ciudadanos han dejado de relacionar su libertad con la búsqueda de la verdad y la belleza

De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha sustituido a la cultura de la palabra


sino que ambas culturas han quedado aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de
muchos, al mismo tiempo. El pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se
desvanezcan las palabras, marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga,
satisfecho, en el océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a
la abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan
consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario actual el
espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que escuchamos son
escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede identificarse el
oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con nuestra triple
incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última reforma educativa se
defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser sustituida, en la enseñanza
escolar, por la “lógica del emprendedor” no hace sino sancionarse el fin de una
determinada manera de entender el acceso al conocimiento. Aunque ni siquiera quien
ha acuñado esta frase sabe qué diablos significa la “lógica del emprendedor”, aquella
sustitución es perfectamente representativa del modo de pensar dominante en la
actualidad.

El mundo político se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su


retórica cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres
siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones de la
oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se contemplan los
otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la cultura —o de una
determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación— es un
proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de comunicación
hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en ninguno de ellos es
tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que han dejado de relacionar
su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la
libertad humanista e ilustrada. La utilidad, la apariencia y la posesión parecen, hoy,
valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad.
Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es mucho más feliz. O puede que no:
puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego
que sea aburrido jugar.

Rafael Argullol es escritor.

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