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Leer es resistir” es una de las frases de combate de mi compañero Mario

Mendoza, una consigna que por estos días de Coronavirus adquiere nuevos y más
profundos significados: leer para comprender mejor la vida, leer para darles un
sentido al encierro y la soledad, leer para sacar la cabeza más allá del propio
tiempo y ver lo que le pasa a este frágil planeta desde una perspectiva más
amplia, leer para ser conscientes de que la vida nos conduce y acaba en la
muerte, inexorablemente. En fin, leer también para intentar comprender un
poco más al otro.

Pero escuchen un momento esta historia: una mañana, al salir de su apartamento


en la ciudad de Orán, el doctor Bernard Rieux encuentra el cuerpo de una rata
muerta en el vestíbulo. Lo comenta con el portero, quien de inmediato piensa que
alguien debió traerla de afuera. Unos días después, miles de ratas salen a morir a
las calles y los servicios de limpieza se ven obligados a recogerlas en cajas e
incinerarlas, operación que repite varias veces al día. Pronto el portero enferma y
el doctor Rieux se ocupa de él. Tiene fiebre alta y unos dolorosos ganglios en el
cuello que cada vez son más grandes y oscuros. Al día siguiente muere, y otras
personas comienzan a enfermarse y a morir, hasta que la ciudad de Orán
comprende que se trata de una mortífera epidemia.

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Es el principio de La peste, de Albert Camus, la crónica de una terrible


epidemia en Orán, en 1947, con decenas de miles de muertos que muestran,
poco a poco, cómo el sentido de la existencia es dominado por un increíble
azar. En este libro, Camus parece decirnos que los seres humanos estamos solos
en el mundo. No podemos modificar el destino cuando la naturaleza nos domina,
pues es más fuerte. Los dioses se han ido y el hombre, entregado al vaivén y al
capricho de la vida, se tiene solo a sí mismo. Unos mueren y otros se salvan. No
hay reglas. Lo único que puede salvar a ese pequeño hombre del gran absurdo de
su existencia es la solidaridad. Creer los unos en los otros. Unirse para contener y
rechazar la desgracia. Un positivo humanismo surgido no de la lectura ni del
intelecto, sino de la pulsión defensiva de la vida. Porque una vida puede contener
a todas las vidas y por eso defender al hombre concreto es defender al género
humano. Es el hombre que se levanta y dice “no”, el gran tema de otro de sus
libros, El hombre rebelde. Es el gran héroe de Camus: el que dice “no” cuando
todos están ya entregados. Es la negación a aceptar un destino que da sentido a
su existencia.

La obra complementaria, por supuesto, es el Decamerón, de Bocaccio, con


la peste que asoló la ciudad de Florencia en 1349. Diez personas, siete
mujeres y tres hombres, deciden salir de la ciudad y encerrarse en una villa para
escapar de la terrible epidemia. ¿Y cuál es su única defensa? La palabra, el verbo
que celebra la vida. Ante la proximidad de la muerte cada uno cuenta una historia
sexual, erótica, desobediente y pícara. Hay buen humor y todos se ríen, porque
afuera los cerca la tristeza, la crueldad, el desgarro. Se entregan al placer, porque
afuera está el dolor. Eros desafía a Tanatos. Como a Sherezade, ellos sienten que
las historias que cuentan, las palabras que usan para narrar, son la misma vida
que intentan proteger y que celebran. Porque la muerte acecha desde la
oscuridad. No sabemos en dónde se aloja, ni por qué viene. Es como un insecto
invisible, como la fiera que me sigue por el campo sin que yo la vea. El hombre
está ciego ante la peste (lo desconocido, lo que viene a destruirnos). Lo ignora
todo y su muerte es parte de ese “no saber”.

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Ahora debo confesarles algo: esto que la epidemia impone a la sociedad se


parece mucho a la vida de un escritor: trabajar en la casa, salir poco, leer mucho,
estar solo. Por eso, en algunas épocas, el ejercicio de la literatura se ha visto
como una actividad socialmente agresiva. Hoy el mundo comprenderá un poco
más a estos seres solitarios que, de vez en cuando, salen de sus guaridas y,
por eso mismo, son un poco torpes o desadaptados.

Supongo que la mayoría de la gente pasará las horas de encierro en las redes
sociales hasta hacer sangrar sus dedos con chats y mensajerías, o acosando su
identidad e imponiéndosela a los demás a punta de selfis que les permitan
compartir el asombroso misterio (o glamur) de sus vidas. Y una parte, claro,
buscará refugio en los libros. Esto puede ser interesante. He visto en Twitter que
se multiplican las cadenas de recomendaciones. De algún modo yo mismo lo
estoy haciendo aquí al hablarles de La peste y el Decamerón, las más
conocidas de la “distopía pandémica”. También Daniel Defoe habló sobre el
tema en Diario del año de la peste y Alessandro Manzoni en Historia de la
columna infame. Existen incluso dos versiones colombianas
del Decamerón: Fragmentos de amor furtivo, de Héctor Abad Faciolince, y,
pidiendo excusas al respetable, mi propia novela Necrópolis. Ambas hijas de la
obra de Bocaccio.

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Otros lectores, un poco agobiados por el bombardeo cotidiano de noticias


alarmantes, prefieren libros de otros temas. A una amiga muy querida, por
ejemplo, le recomendé El cuarteto de Alejandría, una historia múltiple que empieza
con la enigmática Justine, mujer casada con un magnate egipcio, pero que decide
hacerse amante de un escritor pobre. Es una de las novelas de mi vida. O lo que
ando releyendo desaforado por estos días: El conde de Montecristo. ¡Qué escritor,
Dumas! ¡Y qué novela! Precursora de las series de Netflix, pues fue publicada en
18 entregas. Gracias a ella, en estos días terribles, mientras el contagio
progresaba en silencio por el país, yo estaba muy lejos, con Edmundo Dantés,
detenido en la cárcel del castillo de If, frente a las costas de Marsella, charlando
con el abate Faría y luego huyendo en la bolsa de un muerto, lanzado por los
carceleros a las aguas del Mediterráneo. Porque leer será siempre una de las
formas de la libertad.

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En ese sentido, El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince
(Medellín, 1958) es un libro “padre” como dirían en México –que es así
como la lengua popular define todo aquello más que bueno–, por su
calidad narrativa y sobre todo porque el protagonista de la historia es el
doctor Héctor Abad (1921-1987), un progenitor diferente: “Cristiano en
religión, marxista en economía y liberal en política”.

El médico Héctor Abad, en efecto, era un convencido de la necesidad del


compromiso social de la medicina en países devastados por la pobreza
como Colombia. Durante toda su vida batalló por la paz, la tolerancia y
la justicia, se encerraba en su estudio a oír a Bach y Beethoven para sanar
su pena y su rabia, y confiaba en el amor a rajatabla, el amor por la vida,
por los hijos, por el arte y por la justicia. Lo amenazaron muchas veces
pero él no quiso exiliarse ni tampoco calló, en sus audiciones radiales y
en sus escritos siguió denunciando a los ejecutores de la violencia que
desgarraba a su país, a sus cómplices y a sus mentores. Hasta el 25 de
agosto de 1987 en que dos sicarios vaciaron los cargadores sobre su
cuerpo frente al Sindicato de Maestros de Medellín. Tenía 65 años, vestía
saco y corbata, y en el bolsillo de su pantalón llevaba un soneto de
Borges, “Epitafio”, acaso un apócrifo, y cuyo primer verso reza: “Ya
somos el olvido que seremos...”

La mano, la memoria, el alma del escritor necesitaron cincelarse durante


dos décadas para abordar la escritura de esta pérdida. “Me saco de
adentro estos recuerdos como se tiene un parto, como uno se saca un
tumor”, cuenta Héctor Abad Faciolince, quien escribió entre otras las
novelas Basura (2000, Premio Narrativa Innovadora Casa de América)
y Angosta (2003). Y no hay duda que el tiempo ayudó no sólo a madurar
el trazo sino también a encontrar el tono adecuado en una tradición
literaria donde prevalecen el padre autoritario, el tirano y el patriarca.
Mientras la figura del padre de Kafka se impone sobre su labor y sobre
su existencia, y Joseph Roth confiesa: “Yo no tuve padre, en el sentido
que nunca conocí al mío...”, el narrador colombiano en cambio escribe:
“Amaba a mi padre por sobre todas las cosas... Amaba a mi papá con un
amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor... Me
gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la
meticulosa limpieza de su cuerpo”.

Por eso quizá el relato El olvido que seremos cobra grandeza a partir de


la extrañeza. ¿Es posible este padre amoroso? Se carcajea más que sus
hijos, llora a mares cuando está triste, canta tangos y escribe poemas.
Tampoco es el sostén económico de la familia –al igual que en la antigua
Grecia, en el gineceo de la familia Abad, del dinero y el presupuesto
familiar se encargó la madre por vocación, en una división de roles
totalmente atípica. O por lo menos a contramano de la estadística, que si
bien incorpora la jefatura de familia en la mujer en los hogares con
ausencia del padre, éste no era el caso del médico Abad. Esta madre
entiende además su función de proveedora como un acto más de amor
hacia su esposo y a su prole, convencida que de esa forma el médico
puede dedicar más tiempo a sus ideales. Por si fuera poco el doctor Abad
educa a su prole a fuerza de abrazos, con amor protege y rodea esa
familia en una caricia permanente, como un útero placentero y seguro en
medio de una sociedad atravesada por la violencia intrafamiliar, política,
institucional e histórica.

“La idea más insportable de mi infancia era imaginar que mi papá se


pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él
llegaba a morirse”. Hay que imaginar al escritor, adulto, “nunca tanta
sangre” en sus manos como la que brotó aquel día del cuerpo inánime de
su padre. Imaginarlo durante años escribiendo otras novelas, hasta que un
día decide ya no tirarse al río Medellín y en cambio relatar la vida de ese
hombre amado hasta poner orden en los cajones, cicatrizando la herida
desde la memoria. Un poco como quería Nietzche escribir “para
sobreponerse a la realidad”. El resultado es la historia verídica del
médico Héctor Abad contada con los recursos de la novela y que a la vez
es carta, testimonio, documento, ensayo y biografía; cuarenta y dos
capítulos que son la saga de la familia del escritor, iluminando la historia
de Colombia de las últimas décadas desde el lugar del amor y la justicia,
aunque sin poder evitar la pregunta con la que comienza y termina el
libro. El por qué de la muerte.  

La vida es una herida absurda, dice el tango, ése que tanto le gustaba
cantar al doctor Abad. Pero la vida no tiene cura. Ya lo dijo Artaud.

Leer ‘El olvido que seremos’ del escritor Héctor Abad Faciolince no solo
es leer sobre la vida de su padre, Héctor Abad Gómez, personaje
importante en la historia de Medellín- Colombia sino también es el
identificar en cada una de sus frases, en cada una de sus oraciones, ese
amor incondicional que solo los que tenemos la suerte de contar con un
ser excepcional en nuestra vida podemos reconocer.

Para Héctor Abad Faciolince, su padre fue esa luz incandescente que lo
ha de acompañar por el resto de su vida, la voz de su conciencia que le
habla quizás todos los días y lo guía en cada decisión que ha de tomar
por muy grande o muy pequeña que esta sea. Es ese “amor primitivo”,
como él lo llama, esa “papitis” que sentía al caer la tarde en la Finca de
la Inés, el beso sonoro al lado de la oreja que su padre le dio incluso a
pocos minutos de su muerte. Es esa frase de fe absoluta hacia un hijo
incluso cuando este hijo dude de sí mismo. Héctor Abad Gómez hasta el
último momento de su vida creyó en su hijo, creyó más que su hijo creía
en sí mismo y se lo repitió incluso el mismo día de su muerte como una
suerte de acto premonitorio, como una suerte de oráculo para el futuro.

Leer “El olvido que seremos” para mí es reconocer en cada acto que
Héctor Abad Gómez tenía para con su hijo, los gestos, el cariño y el
amor que mi madre Elizabeth Miguel Estrada tiene para mí. Ese amor
primitivo que siente y ha sentido Héctor Abad Faciolince por su padre lo
he sentido y lo siento yo por mi madre, esa “mamitis” desmesurada la
he sentido yo cuando, de niña, me llevaba a la casa de mis primas en las
vacaciones para que me quedara a dormir. La profunda y hasta ahora
incompresible fe que ella me tiene la pude reconocer en la última frase
que Héctor Abad Gómez le pronuncia a su hijo. Los besos sonoros que él
le da a su hijo, yo los recibo hasta ahora a mis 34 años de mi madre.
Todos sus engreimientos, sus mimos y complicidades las sigo
recibiendo, hasta ahora, cada día de mi vida.

Si hay algo que no entiendo y creo que nunca he de comprender es el


profundo dolor que debió haber sentido Héctor Abad Faciolince al saber
que su padre había sido asesinado por los paramilitares. Solo los hijos
que quieren demasiado a un padre o a una madre no se imaginan la
vida sin ellos y son capaces de decir, tal como lo decía Héctor Abad
Faciolince de niño, que prefieren vivir en el Infierno que vivir en el Cielo
sin su papá. Mi madre no es Héctor Abad Gómez, ni Lima es Medellín en
los años 80; sin embargo puedo vislumbrar la sensación de desosiego
que sintió Héctor Abad Faciolince con la muerte de su padre, la forma
tan injusta y que, visto con ojos más racionales, le puede pasar a
cualquiera si es que dejamos que la violencia, la impunidad y la
intolerancia se vuelva la regla en una sociedad.

Con “El olvido que seremos” entendí que no está mal querer a mi madre
tanto o que ella me quiera tanto o más a mí. No está mal recibir caricias,
mimos y engreimientos incluso cuando eres adulto con
responsabilidades de adulto y vida de adulto, que el amor que se siente
y la suerte que has tenido por tener a un ser excepcional como gestor y
creador de tu vida es una bendición que es necesario gozarla lo más que
se pueda y por qué no escribirla.

Que significa el olvido que seremos

Estas coincidencias, decía Héctor, sólo indican que estamos en el camino de las
personas que queremos, y que el recuerdo es tan fuerte que a veces se verifica en
llamadas que han sido preparadas o deparadas por un destino que alguien maneja
desde algún lugar que uno sólo podría identificar con la palabra memoria o con la
palabra poesía, que más o menos vienen a ser lo mismo.

Sólo veinte años después de que otro Héctor Abad, el padre del escritor, fuera
tiroteado y asesinado en una calle de Medellín por sicarios paramilitares, ha podido el
colombiano Héctor Abad Faciolince (Antioquía, Colombia, 1958) encontrar la voz y el
tono requeridos para afrontar este reto personal que supone El olvido que seremos. El
libro es en buena medida el homenaje que Abad le hace al héroe de su vida, al padre
cercano, de corazón generoso, compasivo y tolerante, al médico humanista,
catedrático universitario, consultor en la OMS, obsesionado por la medicina social
preventiva y la extensión de la salud pública a todos los rincones de la ciudad:
cuestiones tan básicas (y al parecer tan subversivas) como potabilizar los acueductos
o vacunar a los niños, y (en un mismo impulso ciudadano): un sentido de la justicia y
una valiente defensa de los derechos humanos que en esos años costaba la vida.
También el novelista, el hijo, sufrió persecución, algún atentado, y el exilio en Italia tras
pasar por Madrid. Héctor Abad narra de un modo equilibrado, preciso y espontáneo,
tocado por ese “don colombiano” de contar y fascinar.

Sorprende su tenaz y exhaustiva memoria, el manejo de miles de datos en el empeño


de ajustarse a la verdad. Si en toda novela se expone mucho, cuánto más se arriesga
aquí en una narración tan paralela a la propia vida. A diferencia de otras figuras
paternas literarias en las que el amor del hijo no era correspondido (Kafka, o muy
recientemente en nuestro país la gran Hoy, Júpiter de Landero), los dos Abad
compartieron “amor exagerado” (p. 25) y hasta adoración, pero el autor sabe del
carácter trágico de su libro: pues es ya la “carta a una sombra” (p. 22).

La novela huye de dos grandes peligros que podían echarla a pique: una equivocada
combinación o distribución de los muchos datos y anécdotas que la volviera aburrida
y, sobre todo, el carácter sentimental-edulcorado de una hagiografía paterna. En un
equilibrio que divide la obra casi en dos mitades exactas, las loas al padre ceden el
paso a un desgarrado y duro relato de cómo se fue cerniendo la anunciada tragedia
sobre esta familia, primero con el temprano fallecimiento de Marta -hermana del
narrador- a los dieciséis años, y después con el terrible asesinato del padre. La pérdida
de Marta da pie a una honda meditación sobre la búsqueda desesperada de consuelo
por parte del ser humano en las mayores dificultades. Y el relato de cómo se ejecutó el
atentado contra su padre, páginas como las 243, 244 y 245, conmocionan al lector
tanto por la brutal secuencia del acontecimiento, como por la maestría y la
perspectiva elegida a la hora de narrarlo. Es en esta “segunda parte” donde la
honestidad intelectual le lleva también a reconocer y desvelar algunos errores del
padre y sobre todo los suyos propios: pues el escritor hace un duro análisis de sus
muchas cobardías, culpas, limitaciones y carencias, lamentando su pasividad esencial
y las lecciones no aprendidas de la vida.. Pero la grandeza del libro no reside sólo en
componer un gran óleo del padre: la historia mira más lejos y se vuelve denuncia y
diagnóstico del “país más violento del mundo” (p.205), escenario impune de miles y
miles de desaparecidos, torturados, asesinados o exiliados. Abad señala hacia el
irresoluble y cruento conflicto secular entre progreso e involución, renovación y
tradición, Ilustración y catolicismo ancestral, en América Latina. Exalta la tolerancia y
critica los dogmatismos, los falsos ídolos y santos y toda suerte de extremismos
religiosos y políticos. El autor parece aspirar a un intento de redención a través de la
enumeración fechada de tantas muertes, y muestra hasta qué punto son las palabras
nuestras únicas armas: capaces de rescatar, salvar y postergar en lo posible el olvido.
Cuando el médico cae desplomado sobre el pavimento de la calle aquel verano del 87,
lleva en su bolsillo la lista de amenazados que lo incluye y, copiado a mano, el célebre
poema de Borges que explica el título de Abad, cuyo comienzo es: “Ya somos el olvido
que seremos…”.

Terminaré con una hermosa descripción: “Mi padre lloraba sin avergonzarse del llanto,
no como los hijos del estoicismo español, sino como los héroes homéricos” (p.199). Y
con esta conmovedora convicción que el buen médico dejó escrita en una carta y que
su hijo nos regala: “Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera,
como resultado de su trabajo y esfuerzo” (p. 218).

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