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Lectoescritura Santiago Gamboa
Lectoescritura Santiago Gamboa
Mendoza, una consigna que por estos días de Coronavirus adquiere nuevos y más
profundos significados: leer para comprender mejor la vida, leer para darles un
sentido al encierro y la soledad, leer para sacar la cabeza más allá del propio
tiempo y ver lo que le pasa a este frágil planeta desde una perspectiva más
amplia, leer para ser conscientes de que la vida nos conduce y acaba en la
muerte, inexorablemente. En fin, leer también para intentar comprender un
poco más al otro.
Supongo que la mayoría de la gente pasará las horas de encierro en las redes
sociales hasta hacer sangrar sus dedos con chats y mensajerías, o acosando su
identidad e imponiéndosela a los demás a punta de selfis que les permitan
compartir el asombroso misterio (o glamur) de sus vidas. Y una parte, claro,
buscará refugio en los libros. Esto puede ser interesante. He visto en Twitter que
se multiplican las cadenas de recomendaciones. De algún modo yo mismo lo
estoy haciendo aquí al hablarles de La peste y el Decamerón, las más
conocidas de la “distopía pandémica”. También Daniel Defoe habló sobre el
tema en Diario del año de la peste y Alessandro Manzoni en Historia de la
columna infame. Existen incluso dos versiones colombianas
del Decamerón: Fragmentos de amor furtivo, de Héctor Abad Faciolince, y,
pidiendo excusas al respetable, mi propia novela Necrópolis. Ambas hijas de la
obra de Bocaccio.
La vida es una herida absurda, dice el tango, ése que tanto le gustaba
cantar al doctor Abad. Pero la vida no tiene cura. Ya lo dijo Artaud.
Leer ‘El olvido que seremos’ del escritor Héctor Abad Faciolince no solo
es leer sobre la vida de su padre, Héctor Abad Gómez, personaje
importante en la historia de Medellín- Colombia sino también es el
identificar en cada una de sus frases, en cada una de sus oraciones, ese
amor incondicional que solo los que tenemos la suerte de contar con un
ser excepcional en nuestra vida podemos reconocer.
Para Héctor Abad Faciolince, su padre fue esa luz incandescente que lo
ha de acompañar por el resto de su vida, la voz de su conciencia que le
habla quizás todos los días y lo guía en cada decisión que ha de tomar
por muy grande o muy pequeña que esta sea. Es ese “amor primitivo”,
como él lo llama, esa “papitis” que sentía al caer la tarde en la Finca de
la Inés, el beso sonoro al lado de la oreja que su padre le dio incluso a
pocos minutos de su muerte. Es esa frase de fe absoluta hacia un hijo
incluso cuando este hijo dude de sí mismo. Héctor Abad Gómez hasta el
último momento de su vida creyó en su hijo, creyó más que su hijo creía
en sí mismo y se lo repitió incluso el mismo día de su muerte como una
suerte de acto premonitorio, como una suerte de oráculo para el futuro.
Leer “El olvido que seremos” para mí es reconocer en cada acto que
Héctor Abad Gómez tenía para con su hijo, los gestos, el cariño y el
amor que mi madre Elizabeth Miguel Estrada tiene para mí. Ese amor
primitivo que siente y ha sentido Héctor Abad Faciolince por su padre lo
he sentido y lo siento yo por mi madre, esa “mamitis” desmesurada la
he sentido yo cuando, de niña, me llevaba a la casa de mis primas en las
vacaciones para que me quedara a dormir. La profunda y hasta ahora
incompresible fe que ella me tiene la pude reconocer en la última frase
que Héctor Abad Gómez le pronuncia a su hijo. Los besos sonoros que él
le da a su hijo, yo los recibo hasta ahora a mis 34 años de mi madre.
Todos sus engreimientos, sus mimos y complicidades las sigo
recibiendo, hasta ahora, cada día de mi vida.
Con “El olvido que seremos” entendí que no está mal querer a mi madre
tanto o que ella me quiera tanto o más a mí. No está mal recibir caricias,
mimos y engreimientos incluso cuando eres adulto con
responsabilidades de adulto y vida de adulto, que el amor que se siente
y la suerte que has tenido por tener a un ser excepcional como gestor y
creador de tu vida es una bendición que es necesario gozarla lo más que
se pueda y por qué no escribirla.
Estas coincidencias, decía Héctor, sólo indican que estamos en el camino de las
personas que queremos, y que el recuerdo es tan fuerte que a veces se verifica en
llamadas que han sido preparadas o deparadas por un destino que alguien maneja
desde algún lugar que uno sólo podría identificar con la palabra memoria o con la
palabra poesía, que más o menos vienen a ser lo mismo.
Sólo veinte años después de que otro Héctor Abad, el padre del escritor, fuera
tiroteado y asesinado en una calle de Medellín por sicarios paramilitares, ha podido el
colombiano Héctor Abad Faciolince (Antioquía, Colombia, 1958) encontrar la voz y el
tono requeridos para afrontar este reto personal que supone El olvido que seremos. El
libro es en buena medida el homenaje que Abad le hace al héroe de su vida, al padre
cercano, de corazón generoso, compasivo y tolerante, al médico humanista,
catedrático universitario, consultor en la OMS, obsesionado por la medicina social
preventiva y la extensión de la salud pública a todos los rincones de la ciudad:
cuestiones tan básicas (y al parecer tan subversivas) como potabilizar los acueductos
o vacunar a los niños, y (en un mismo impulso ciudadano): un sentido de la justicia y
una valiente defensa de los derechos humanos que en esos años costaba la vida.
También el novelista, el hijo, sufrió persecución, algún atentado, y el exilio en Italia tras
pasar por Madrid. Héctor Abad narra de un modo equilibrado, preciso y espontáneo,
tocado por ese “don colombiano” de contar y fascinar.
La novela huye de dos grandes peligros que podían echarla a pique: una equivocada
combinación o distribución de los muchos datos y anécdotas que la volviera aburrida
y, sobre todo, el carácter sentimental-edulcorado de una hagiografía paterna. En un
equilibrio que divide la obra casi en dos mitades exactas, las loas al padre ceden el
paso a un desgarrado y duro relato de cómo se fue cerniendo la anunciada tragedia
sobre esta familia, primero con el temprano fallecimiento de Marta -hermana del
narrador- a los dieciséis años, y después con el terrible asesinato del padre. La pérdida
de Marta da pie a una honda meditación sobre la búsqueda desesperada de consuelo
por parte del ser humano en las mayores dificultades. Y el relato de cómo se ejecutó el
atentado contra su padre, páginas como las 243, 244 y 245, conmocionan al lector
tanto por la brutal secuencia del acontecimiento, como por la maestría y la
perspectiva elegida a la hora de narrarlo. Es en esta “segunda parte” donde la
honestidad intelectual le lleva también a reconocer y desvelar algunos errores del
padre y sobre todo los suyos propios: pues el escritor hace un duro análisis de sus
muchas cobardías, culpas, limitaciones y carencias, lamentando su pasividad esencial
y las lecciones no aprendidas de la vida.. Pero la grandeza del libro no reside sólo en
componer un gran óleo del padre: la historia mira más lejos y se vuelve denuncia y
diagnóstico del “país más violento del mundo” (p.205), escenario impune de miles y
miles de desaparecidos, torturados, asesinados o exiliados. Abad señala hacia el
irresoluble y cruento conflicto secular entre progreso e involución, renovación y
tradición, Ilustración y catolicismo ancestral, en América Latina. Exalta la tolerancia y
critica los dogmatismos, los falsos ídolos y santos y toda suerte de extremismos
religiosos y políticos. El autor parece aspirar a un intento de redención a través de la
enumeración fechada de tantas muertes, y muestra hasta qué punto son las palabras
nuestras únicas armas: capaces de rescatar, salvar y postergar en lo posible el olvido.
Cuando el médico cae desplomado sobre el pavimento de la calle aquel verano del 87,
lleva en su bolsillo la lista de amenazados que lo incluye y, copiado a mano, el célebre
poema de Borges que explica el título de Abad, cuyo comienzo es: “Ya somos el olvido
que seremos…”.
Terminaré con una hermosa descripción: “Mi padre lloraba sin avergonzarse del llanto,
no como los hijos del estoicismo español, sino como los héroes homéricos” (p.199). Y
con esta conmovedora convicción que el buen médico dejó escrita en una carta y que
su hijo nos regala: “Se justifica vivir si el mundo es un poco mejor, cuando uno muera,
como resultado de su trabajo y esfuerzo” (p. 218).