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El camino del silencio hacia la contemplación de la Palabra

Jorge L. Martínez; Primer año de Teología


En este camino cuaresmal, cuando nos acercamos cada vez más al misterio
salvífico del triduo pascual, la iglesia nos propone muchos medios para vivir y
contemplar con mayor fruto los signos y palabras de la liturgia; entre los cuales hay que
destacar el silencio sagrado subrayado dentro de algunas celebraciones de la semana
santa con mayor énfasis, desde el domingo de ramos o domingo de la pasión y el
viernes santo que al conmemorar la muerte del señor, invitan a un profundo silencio, así
mismo se invita a la sobriedad durante toda la semana y en especial el viernes en la
tarde y todo el día del sábado hasta la vigilia, donde se invita al recogimiento, el ayuno
y el silencio.
Frente al ruido del mundo y de la situación social del país, que cada día parece
traer malas noticias, se hace necesario recordar y valorar el silencio como una
herramienta y elemento necesario de la vida del cristiano. En efecto, la tentación de
llenar los oídos y el corazón de información sin contenido, y de pronunciar palabras de
protestas sin espíritu, es una amenaza latente para el cristiano de nuestro país; más aún
para nosotros, que nos formamos al ministerio sacerdotal, al querer dar respuesta a las
inquietudes de los que nos rodean. Pese a las buenas intenciones que nos motiven, si no
se tiene claro que las palabras tienen un límite, podemos caer en la soberbia.
Por esta razón el silencio debe ser un elemento fundamental dentro de la
formación del futuro sacerdote, siendo así, que la misma Iglesia lo pide: “Formar
sacerdotes que acojan y amen profundamente la Palabra de Dios pues esta Palabra no
es sino el mismo Cristo, y para esto, es necesario cultivar primeramente en ellos el
sentido del verdadero silencio interior”1. Es necesario comprender el sentido profundo
del silencio en la vida de fe para poder practicarlo y vivirlo; pues para ser ministros de
la palabra es necesario el silencio.
Jesús y el silencio
Desde su venida al mundo toda la vida de Jesús estuvo marcada por el silencio,
solo dedico tres años a su predicación. Su nacimiento tuvo lugar en la sencillez, en el
sigilo de la noche; el evangelista cuenta que “por aquellos días salió un edicto de Cesar
Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo” (Lc 2, 1). En medio del
revuelo y los problemas e inquietudes sociales, Dios se hace presente en la historia de
forma sutil, sin llamar la atención con portentos y majestad, sino en una humilde familia
de Nazaret; por eso San Ignacio de Antioquia expresa: “hay un solo Dios que se
manifestó a través de Jesucristo su Hijo, que es su Verbo que procede del silencio”
(carta a los magnesios 8, 1)
Después ya no se sabe más de él, calla y tras treinta años de vida oculta
comienza su predicación. Pero Jesús no es un orador público que se dedica solo a
proferir discursos, su palabra está llena de vida, de un espíritu que se cultiva en la
1
Sagrada congregación para la educación católica, Carta circular sobre algunos aspectos más urgentes
De la formación espiritual en los seminarios, (6 de enero de 1980)
constante oración con el Padre a solas; en muchos pasajes del Evangelio se manifiesta la
importancia que Jesús da al retirarse y orar a solas: “de madrugada, cuando todavía
estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer
oración” (Mc 1, 35). El papa Benedicto XVI escribe “A nosotros, con frecuencia
preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que conseguimos,
la oración de Jesús nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de
intimidad con Dios, «apartándonos» del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a
la «raíz» que sostiene y alimenta la vida” (Audiencia general, Plaza de San Pedro,
Miércoles 7 de marzo de 2012).
Pero la mayor experiencia del silencio en la vida de Jesús se halla en su Pasión,
y más específicamente en su Cruz. El profeta Isaías lo prefigura: “Fue oprimido y
humillado, pero él no abrió la boca. Como cordero llevado al degüello, como oveja que
va a ser esquilada, permaneció mudo, sin abrir la boca” (Is 53, 7). San Máximo el
Confesor escribe en su Vida de María, como en la Cruz “Está sin palabra la Palabra
del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los ojos apagados de
aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene vida” (La vida de María, n.
89). Pero este es un silencio elocuente, el mensaje de la cruz muestra al hombre la
máxima revelación de Dios al hombre, en la cual, como dice San Juan de la Cruz, Dios
“ha quedado como mudo, y no tiene más que hablar” (San Juan de la Cruz, Subida al
Monte Carmelo ll, 22,3.4). Jesús mismo experimenta este silencio cuando dice: “¡Dios
mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46), pero lo hace con la
confianza y abandono de quien obedece: “Padre en tus manos pongo mi espíritu” (Lc
23, 46). Para vivir como imitadores de Cristo hay que vivir el silencio como él lo vivo,
en todo su sentido, tanto el interior como el exterior.
El silencio interior
En su dimensión interior o espiritual el silencio debe estar presente en toda la
vida de fe, solo en esta dimensión el silencio exterior tiene verdadero sentido. En primer
lugar, porque la función del silencio es la de escuchar; así, Dios puede hacer resonar su
voz en el corazón del hombre. En este aspecto el Papa Benedicto XVI nos invita a
“volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra
de Dios”. El silencio es espacio de “alteridad”, de apertura; donde la Palabra se hace
eficaz y fecunda. En el camino de formación es esencial esta disposición; silencio
implica escucha, no solo de la Sagrada Escritura, sino de ver también la voluntad de
Dios en la palabra del obispo, del formador, del hermano formando, incluso de las
personas externas al seminario; la vocación es llamado y por esencia necesita escucha a
la llamada de Dios que se da en la Iglesia.
En segundo lugar, el silencio interior es alabanza, dice San Hilario “que el
silencio es la mayor alabanza que se podía dar a Dios, como que su bondad excede
todos los elogios y encarecimientos de los hombres” (Comentario a los Salmos, 65.). En
efecto el silencio se vuelve respuesta y oración, los maestros de la mística sitúan el
silencio en lo más alto de la oración, como Santa Teresa: “En este templo de Dios, en
esta morada suya, sólo él y el alma se gozan con grandísimo silencio.” (VII Moradas
3,11). En el silencio el alma se despoja de sus limitaciones y deja actuar a la gracia para
que la oración alcance alturas superiores a la fuerza y razón humanas.
El Silencio exterior
Para lograr el silencio interior es indispensable el guardar silencio exterior en
momentos clave, que permitan que la palabra opere y transforme, la presencia del
interior no implica la inutilidad del silencio externo, sino que como recomienda la
Iglesia, “Por el contrario, cuando el silencio interior es profundizado, la exigencia del
silencio exterior se hace cada vez más apremiante y rigurosa. Sin dudarlo: en un
seminario donde el silencio material no exista, el silencio espiritual está ausente” 2. Este
silencio material se debe hacer practico en momentos clave:
1. En la liturgia, la naturaleza del silencio sagrado consiste en concentrarse en sí
mismo, reflexionar lo oído en la Palabra y alabar a Dios en el corazón y orar 3. La
liturgia santifica el silencio para el encuentro con Dios, para la oración, para conocer la
propia realidad de pecado y escuchar la Palabra transformadora de Dios. Este silencio
recibe mucho relieve en el misterio pascual, y es necesario vivirlo para que la gracia de
Dios penetre en los oídos y en el alma
2. En la relación con los otros es necesario hacer silencio, es un elemento propio
de la cortesía, pero no es ajeno a la dimensión de la fe; pues en efecto, como enseña la
biblia “ningún hombre ha podido domar la lengua; es un mal turbulento, está llena de
veneno mortífero” (St 3, 8), y el mismo Pablo exhorta: “No salga de vuestra boca
palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer
el bien a los que os escuchen” (Ef 4, 29). Estamos acostumbrados a hablar mucho si
decir nada, sobre todo en tiempos de malas noticias, no dejamos espacio al Evangelio.
En la relación con el hermano es necesario callar para que fluyan solo las palabras
inspiradas en la fe y venidas de Dios.
3. En el apostolado, el silencio es necesario para discernir los signos de los
tiempos; cuando nos encontremos con la realidad difícil que supera cualquier palabra de
consuelo, solo queda callar y escuchar lo que el pueblo de Dios quiere decir, y dejar que
las acciones hablen, como decía San Francisco “predica siempre con el testimonio, si es
necesario utiliza las palabras”. Vox populi, vox dei, esta debe ser una premisa para todo
proyecto pastoral, sin soslayar la misión propia de enseñar, el munus docendi, hay que
hacer silencio ante Dios presente en su grey.
El silencio es un tesoro para la vida del espíritu, continuemos nuestra peregrinación en
este tiempo litúrgico hacia la contemplación del misterio de la pasión, muerte y
resurrección de nuestro Señor Jesús, y preparémonos con la guía y acompañamiento de
nuestra maestra en el silencio, la Santísima Virgen María, que como “guardaba todas
estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19), pudo contemplar y vivir con
fidelidad el escandaloso y doloroso misterio de la muerte en cruz de Cristo su hijo; ella
nos cubra e interceda por nosotros en este camino de desierto y en comunión con la
Iglesia universal sepamos vivir nuestra formación en silencio.

2
Ibid
3
Cfr. OGMR n° 23

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