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El

monólogo
argentino
Juan Terranova

Ediciones Paco

2017
Título: El monólogo argentino

© Juan Terranova, 2017

Fecha de publicación: Buenos Aires, febrero 2017

© Ediciones Paco, 2017

revistapaco.com

diseño y corrección: Celia Dosio para Ediciones Paco

Descripción: El monólogo argentino es una breve antología crítica sobre la


biselada y escurridiza literatura contemporánea pero también un manual de
retórica, un mapa de lecturas y una invitación a observar los mecanismos
de la emoción, el consumo y la decepción. De Internet al cinismo y los
equívocos del mundillo literario, de las pretensiones librescas a la
ingenuidad como redituable práctica política, Juan Terranova narra, ironiza
y señala los equívocos de la actualidad, mientras vuelve a poner en valor
las armas de la crítica y demuestra la vigencia del ensayo como uno de los
grandes géneros de la modernidad.

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o


parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su
transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico,
mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por
escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos
puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.
Nota

Los ensayos de este libro aparecieron por primera vez en hipercritico.com


y en revistapaco.com. El más viejo, “Una elegía conservadora”, se publicó
en abril del 2011. Uno solo, “La poca gracia del chiste chileno”, salió en
papel en el número 22 de la revista Crisis.

El título del libro se lo debo a Jordi Carrión. Hace ya un tiempo criticó la


posición egocéntrica y cerrada de los lectores argentinos con ese rótulo.
Resignado, me escribió: “uno se esfuerza en que haya un diálogo y
después se da cuenta del monólogo argentino...”

El monólogo argentino está dedicado a Flavio Lo Presti en muestra de


amistad.

Buenos Aires, 12 de abril del 2016.-


Cínicos

La acusación de cinismo se escucha en las redes sociales y resuena en


conversaciones de todo tipo. Veredicto y diagnóstico incontestable, se
dice: “es un cínico.” Como solución parece útil. La conversación termina.
Con el cinismo y su portador sano no es posible hablar ya nada más. Así
las cosas, si no decodifico de forma errada el uso en nuestra oralidad
contemporánea, hoy la palabra “cínico” se utiliza para describir “al que no
cree en nada.” Se dice, se escucha: “no cree en nada, es un cínico.” Bien.
Y sin embargo, la simplificación esconde un malentendido, y también
cierta pereza. Pero ¿qué significa, a qué remite, la acusación? Sin entrar en
los recursos –siempre tentadores– de la etimología, habría que decir algo
sobre el origen del término.

La bibliografía que rodea a los filósofos cínicos, eso que también se


conoce como “la escuela cínica”, es abundante. Los troquelados
apocalípticos existieron siempre, en todos los momentos de la historia, y
filósofos como Antístenes, Crates de Tebaso y Diógenes de Sínope,
cínicos paradigmáticos, bien presentados y recuperados por Diógenes
Laercio, son un buen ejemplo. Tanto ellos como sus precursores, que se
pueden remontar a Sócrates, y sus contemporáneos y herederos, fueron
ampliamente comentados y editados y son objeto de interés permanente
entre los estudiantes de todas las humanidades del mundo. Siguiendo el
ánimo de estos autores –que difícilmente formaron academia– no solo se
leyeron los textos que dejaron, sus pocos, magros y maltratados textos,
sino también el mensaje que daban con su vida, sus costumbres y hasta su
vestuario. De allí que el género para hablar de los cínicos sea la anécdota.
Citemos aquí el comentado cruce de Diógenes y Alejandro, que nunca
ocurrió, pero fue ampliamente retratado en pinturas de todas las épocas.
También la de Diógenes y su recorrido con la lámpara. (La mejor, creo, lo
muestra saliendo del teatro por la puerta de entrada y riéndose de los que
iban a restaurar sus almas a la comedia. Google proveerá al neófito.)

Mucho más cerca del punk que del hippismo, los cínicos griegos fundaron
los mitos del marginado y del marginal respectivamente y que, aunque
suelen coincidir, nunca son lo mismo. Revisitados y versionados a lo largo
de los siglos, sus gestos se transformaron en fuerza paradigmática de la
protesta y la denuncia. Además de que Crates fornicara en la plaza pública
con Hiparquía, relativizando que Diógenes orinara a los que le tiraban un
hueso, más allá de ese orgulloso exhibicionismo masturbatorio y esas
poses cargadas de ira o redención, los cínicos fueron los primeros en
articular un “no.” Un “no” radical, un “no” mítico, un “no” intransigente y
filosófico, negación primaria que todos conocemos, por miedo,
fascinación, o ambos.

Ya más cerca en la historia, los libertinos del barroco europeo los leyeron
de reojo, los ateos dieciochescos de las enciclopedias aprovecharon su
deserción continua, y los románticos abonaron con ellos la idea de libertad
en soledad melancólica. Ya bien constituida la modernidad, la diáspora
cínica tocó a los luditas y, en mayor o menor parte, a los todas las
versiones del anarcocomunismo. Gramsci dijo que siempre iba a haber
gobernados y gobernantes. Es lícito pensar que, como Gramsci no se
equivocaba, siempre vamos a encontrar a los hijos de Diógenes si sabemos
buscarlos en el extraradio urbano, académico o burgués. Así, Nietzsche fue
su lector esmerado y su plagiador exitoso. Muchos poetas franceses del
siglo XIX, con especial énfasis Baudelaire y los decadentistas, escucharon
bien la prédica de la autonomía y el insulto y supieron adaptarlos a las
pasiones industriales. En el siglo XX, las vanguardias históricas siguieron
la lección performática e hiriente. Los situacionistas les deben todo. Más
adelante la cultura rock, libidinal, física, agresiva, reeditó maneras que ya
se habían consolidado siglos atrás y las honró hasta el suicidio. En la
Argentina, Roberto Arlt los actualizó y Carlos Correas encarnó un versión
hegeliana de su eterno retorno. No tan lejos, Borges también tuvo –o se lo
construyeron– su lugar apartado y austero en la historia de las letras desde
el cual injuriar.

Los paralelismos, préstamos y atribuciones podrían ramificarse todavía


más. Pero me gustaría señalar que durante la Edad Media fue muy difícil
encontrar cínicos porque el catolicismo oscuro y monástico de esa época
transformó los centros del mundo en provincias de sí mismos y a todos sus
habitantes en desarrapados pestíferos. Fue un momento de constricción
donde la picaresca resultaba demasiado dura. La fuerza se imponía y se
democratizaba la miseria. Con viento a favor, son los franciscanos los que
recuerdan, a veces, reflejos de esa prédica… ¿Quiere decir esto que el
cínico precisa de un sistema social canónico y, en cierta medida, tolerante
y distributivo para contradecirlo y existir? Aquí llegamos a un punto.

La acusación actual de cinismo que implica ese “descreimiento de todo” es


equívoca. Primero porque el ser que no cree, no existe. Todos creemos en
algo. El ateo radical cree que no hay Dios. Ergo, cree. De hecho, si llegara
a existir ese creyente cero, el del despojo absoluto, probablemente moriría
y lo haría sin darse cuenta. Pero, más allá de este acto de fe que se me
disculpará, podría decirse que tanto el cínico griego como sus diferentes
actualizadores van contra el statu quo, ese orden latino previo a la guerra,
ese estadío que debía ser devuelvo, restaurado, una vez que las
hostilidades pasaban. Ocupando un lugar ajeno a los poderes, refugiados
oximorónicamente en la intemperie, los cínicos se ponían a un costado y
desde ahí gruñían sus verdades. Dicho esto, cuando hoy se acusa de cínico
y de “no creer en nada” a alguien se lo está acusando de “no creer en lo
que yo creo”, en el poder real o imaginario que ese sujeto cuestionado
representa. Jacinto Benavente lo sintetizó en un aforismo de sutil belleza
castellana: “Dicen que me burlo de todo, me río de todo, porque me burlo
de ellos y me río de ellos, y ellos creen ser todo.” El juego de fuerzas y sus
pliegues pueden ser rastreados con provecho en nuestras pantallas. La risa,
desde luego, resulta fundamental.

Entonces, ¿podemos decir que aquel que denuncia el cinismo en realidad


obra de manera obturante y represiva para preservar su integridad
simbólica o material? Sí, podemos decirlo incluso o más aun cuando, de
forma acertada, se le dice cínico a un cínico, moderno o antiguo. Cortar el
diálogo, no dejar que el otro, el que piensa diferente, se exprese mediante
la impugnación: mecanismo retórico viejo y lleno de sabrosas
contradicciones.

De allí que ¿pluralidad de voces, solidaridad, tolerancia, afeites vivos de


una democracia para todo uso y justificación? ¿Cuál es la real armonía de
esa música? Arriesgo que se instaló en nuestro campo intelectual argentino
una manto de piedad que hace difícil la inquietud crítica. La corrección
política, la ignorancia gozosa o forzada, la aprobación narcisista, los
monólogos estupidizantes, redundan en un “todo bien con todos” y dejan
muy poco margen para los vetos o el inconformismo, que cuando aparecen
son denostados. En este potaje de la amistad trunca, el arribismo y la
fallutez, nadie le escupe el asado a nadie mediante fiscalización policial.
¿Quién de todos nosotros, habitantes del siglo XXI, no sufrió de forma
presencial y digital un conato de impeachment, una censura ociosa, un
breve llamamiento al orden? Escribí “se instaló.” Pero, ¿cuándo apareció
en nuestra discusión, ese juguete que a veces llamamos “la literatura
argentina”, el régimen de la amabilidad vacua? ¿Siempre fue así? ¿Hay
algún punto de inflexión visible? La mezcla de miedo y especulación,
creo, aparece como inherente a las prácticas intelectuales. Y aquí debería
terminar la cosa y, sin embargo, sigo.

Estos personajes, los que alimentan el salario abstracto, la dieta del “todo
bien, cada uno por la suya, no respondo ni críticas ni agresiones y las
condeno como dialéctica intelectual”, son incompletos, blandos,
insatisfechos. Haciendo literatura de relleno, se presentan como pequeños
periodistas, gacetilleros del bien, poetas de cultivo autista, reseñistas
entusiastas, trapicheros de influencias, campechanos novelistas dispuestos
a subir la tenebrosa montaña del “éxito” tracción a sangre. O al menos eso
dicen. Su humildad muchas veces aparece sostenida por dádivas y
financiada con su propia humillación. Arrodillarse y ganar, a no dudarlo,
es todo un talento: insume caudales de paciencia y el instinto adecuado
para, de encontrarlo, repudiar o reprimir al insurrecto y luego materializar
la recompensa.

Nadie, repito nadie, puede culparlos, son parte –y una fundamental– de lo


humano. Pero los cínicos se reirían de sus cuentas, sus acomodaticias
opiniones, de la venta de sus plumas por monedas, de la práctica de
amiguismos con patrones que a su vez los desprecian o de la adhesión a
empresas de la cultura dirigidas por analfabetos funcionales. Lo harían a
veces con mucha razón, otras solamente porque pueden hacerlo, porque
pagan con su desprendimiento la libra de carne que los habilita. Ellos
también son parte de lo humano.

Pero si reposicionamos el tema hoy –esa, mi obsesión– encontramos muy


rápido que la tajante división dicotómica ya no es posible. Nadie vive en
un tonel. Ni Diógenes de hecho vivió en uno. Los toneles fueron
importados de las Galias tiempo después de su muerte. Como mucho debe
haber vivido en un ánfora de barro cocido. Traten de dormir en un ánfora.
¿Cuántas noches se pueden pasar ahí? Debemos entender el ánfora como
metáfora de la vida al sereno en una primaveral aurea aetas con veinte
grados de promedio anual. Si Heidegger podía usar la metáfora del fogón
de Heráclito –un Heráclito propietario–, Diógenes miraba las estrellas
nocturnas y, como era culto, las interpretaba mientras comía lo que
encontraba por ahí. (Tibor Fischer le permite al protagonista de Filosofía a
mano armada la fantasía de volver en el tiempo a esas playas para
compartir las aceitunas y ver “de dónde habían sacado sus ideas los
muchachos.”) Lo sabemos en carne propia. Las resistencias caen y se
transforman. El cínico es un idealista que hoy se deja tentar, de una u otra
manera, por los múltiples tentáculos del deseo. El riesgo de no negociar es
morir solo. Los Sex Pistols se crearon para que Malcom McLaren vendiera
ropa y Enrique Symms siguiera con su sermón podrido en el Bar Británico.
Pero todos ellos nos proporcionaron en algún momento del pasado, o lo
harán en el futuro, la energía que nos faltaba para seguir. Sus figuras
tragicómicas de bufones violentos e indisciplinados no deben ser
subestimadas. Y recordemos que nadie es tan puro como en la antigüedad
donde, vía nuestro desconocimiento, todo resulta mucho más fácil.

“Nacer es transar.” Lo dijo Kurt Cobain bautizando el último disco de


Nirvana como In utero. No podemos evitar la caricia social, el arrebato
neurótico del mercado y sus demandas. Lo que sí podemos evitar, seamos
cínicos o no, apocalípticos o integrados, lo que deberíamos evitar, usemos
el palo que nos toque o la máscara que nos quepa –y esto quizás es lo
único importante que tengo para decir– lo que podemos y debemos evitar
es la confusión alegremente boluda de cinismo con ironía, de cinismo con
hipocresía, de narcisismo con la perpetua actividad del usurpador y el
ventajista. Todo ese malentendido lexicográfico nos sume en una pobreza
muy árida de la que me resisto a ser víctima y partícipe. Sí, me resisto a
esa pobreza porque esa pobreza, mucho más terrible y gratuita que la de
Diógenes, es la pobreza del moralista, del tonto, del ingenuo. Un tipo de
pobreza que no nos libera de responsabilidades innecesarias ni abre nuevos
caminos a nuestra experiencia sino que, lejos de todo eso, nos hace, sin
vueltas, más infelices.
Una elegía conservadora

El 18 de abril del 2011, la versión digital de la revista Ñ puso a disposición


de sus lectores un relato de Andrés Neuman titulado “La ciudad sin
libros.” Su trama es muy simple. Probablemente el lector la recuerde de
algún otro relato aleccionador del siglo XX. En un futuro distante, un corte
masivo de energía deja a la humanidad sin material de lectura. Este es su
punto de partida y casi su punto de llegada. Neuman elabora el corte y sus
efectos y consecuencias como un enumeración, no del todo errada, aunque
quizás demasiado poética. Las pantallas se apagan, los juegos en línea se
suspenden, las redes de comunicación desaparecen. Se trata de una
situación bastante trillada, de un mecanismo narrativo clásico. La
enumeración se resume en una frase: “La civilización entera quedó
temblando al aire, igual que ropa limpia”. ¿No contiene la frase una errata?
Donde se lee “limpia”, ¿debería leerse “sucia”? “La civilización entera
quedó temblando al aire, igual que ropa sucia.” Si hay algo a lo que no me
remite la civilización es al concepto de limpio… Aunque es verdad que la
ropa sucia nunca se cuelga, apenas se ventila. En el final de la historia, un
grupo de hombres “valientes” y ansiosos por volver a leer construye una
imprenta, suponemos, de tipos móviles. Neuman opone así la nobleza
opaca del libro material a la vaporosa energía de las pantallas, a las que
varias veces describe como sistemas vacíos de contenido.

El relato podría llegar a recordar a Ray Bradbury, por poner un nombre, si


Neuman no escribiera frases tan ripiosas como “Los monitores
anochecieron” o “Aquella mañana transcurría conforme a lo previsto, si es
que la transcurrencia (sic) puede preverse.” Por otra parte, la idea general
resulta trillada. Nada en el relato sorprende ni seduce. Como la mayoría de
las cosas que escribe Neumann, este texto –que leo en una pantalla– juega
con recursos ya probados. Hay escritores que logran mucho reciclando y
reutilizando. No es este el caso. El cuento reproduce un lugar común atrás
de otro.

Wikipedia dice que “statu quo” proviene de in statu quo ante bellum,
literalmente “en el estado en el que antes de la guerra” o sea “recuperar la
situación de poder y liderazgo que había antes de una guerra.” La guerra
del futuro, parece, pese a todo, no va a ser entre terminators y seres
humanos, o entre la Matrix y la guerrilla de Sion. De hecho, en Irak y
Afganistán se sigue peleando con armas mecánicas. Nada parece poder
reemplazar la manualidad de las balas. Ni siquiera los misiles guiados por
código binario o los drones. Sin embargo, hay un antes de la guerra digital,
cuando el saber se disponía de una manera bien jerarquizada y la
tecnología era herramienta habitual de dominación de la elite.

Desde esta perspectiva, “La ciudad sin libros” es, entonces, doblemente
conservador. Por un lado, desarrolla una forma fabulesca, generalizadora,
primitiva, que abusa de la hipérbole: “la humanidad” es la que protagoniza
la acción. Luego, la idea del cuento –su moraleja– es pobre, remanida. Que
los autores norteamericanos de la posguerra advirtieran sobre la
mecanización de la vida cotidiana es una cosa. Que ese mismo recurso se
use con el siglo XXI ya tan avanzado resulta muy diferente, casi una
antítesis.

Hoy que en todas partes se habla del “modelo”, en referencia al modelo


productivo, social y político, sería bueno revisar como se construyen los
imaginarios tecnológicos. Necesitamos que los escritores dejen de
vendernos nostalgia, el paraíso perdido, la década del ´50, Amélie y el
boom de la natalidad, para empezar a comprometerse con las
contradictorias dinámicas del presente. “La ciudad sin libros” no ocurre en
el futuro, más bien es un agujero negro conceptual, un atolladero que nos
devuelve, como en El día de la marmota, siempre al mismo punto.

Algo más sobre Andrés Neuman. De a poco, se fue transformando en el


escritor joven argentino en España. Desde ahí consiguió ubicarse y ganó el
premio Alfaguara. Esto confirma que en las grandes ligas de la literatura
ser conservador paga bien. Desde luego, hay otros costos no asumidos. Por
ejemplo, someter a los lectores porteños a enfrentar este tipo de relatos.
Curiosamente la crítica argentina todavía no se expidió sobre la obra de
Neuman. Creo que es una deuda.
Sobre Beya

En el 2013, la empresa Eterna Cadencia publicó Beya (Le viste la cara a


Dios) con dibujos de Iñaki Echeverría y textos de Gabriela Cabezón
Cámara. El libro no es un comic o una historieta, sino más bien una mezcla
de novela gráfica y poema ilustrado con la estética blanco y negro de los
fanzines punks de la década del ´80. En todo caso, no se trata de
combinaciones nuevas ni novedosas. Pero vale señalar que, salvo por un
par de excepciones, casi no hay globos de diálogo en estas páginas. El
texto, cuando aparece, lo hace de forma adyacente a los dibujos que lo
ilustran. Esta característica genera la posibilidad de un señalamiento
crítico. Los personajes no tienen voz. Mientras el texto los narra desde el
costado del dibujo, ellos callan, mudos, silenciados o silenciosos,
representados por sus acciones.

El título también puede ser leído de forma crítica. No se trata de “bella”, el


adjetivo femenino singular, sino de “Beya”, un sustantivo que desfigura el
adjetivo y los transforma en nombre propio. La oralidad, desde el
momento en que la palabra copia la música del habla de los porteños, se
impone por sobre la norma lingüística y genera la identidad de la
protagonista. Ella no es bella, sino Beya. La belleza, entonces, aparece
deformada en ese pasaje. ¿Una confesión? En este ligero corrimiento,
Beya, el libro, ofrecerá entonces una versión distorsionada, operada,
lateral. ¿Se mantiene esa sutileza a lo largo del libro?

El texto que acompaña y vertebra las imágenes de Beya –la relación entre
imagen y palabra, lo sabemos, nunca es inequívoca– parece un poema. No
hay razones para pensar lo contrario. Como tal, utiliza muchos recursos de
la poesía coloquial. Hay también una métrica, casi podría decirse un
esfuerzo de métrica, un ritmo que se corta y se retoma, como una música
que se enciende y se apaga, que suena y se silencia.

Ay, si pudieras esfumarte

en un abrazo celestial

y no sentir las trompadas

ni que te quemen con fasos

ni esa contracción que duele,

el intento celular

de hacer de tu cuerpo escudo

y que no te entren ni arando,

pero te entran y te aran

y te querés ir a la mierda:

(...)

“Trompadas”, “fasos”, “mierda”, la interjección “Ay”: con facilidad se


delimita un habla, un registro del habla, un campo semántico que al mismo
tiempo se ve minado por palabras como “esfumarte” o “intento celular”,
extrañas en la lengua oral rioplatense. Esa convivencia de registros fue y
es ampliamente practicada en la literatura argentina, amén de otras
literaturas. Se trata del pastiche, de la mezcla, de la confrontación de
registros. Ya no podemos ver en esto una pretendida operación ideológica
–de alguna u otra forma todo hoy es pastiche– pero sí comprobamos la
vocación de ser leído en una tradición de unidad de opuestos. El registro
culto se mete en el registro rutinario o inculto. Insisto: el abandono de la
lengua sotenu o su mixtura con palabras, giros y marcas de otras
procedencias no podría ser calificado, en el ámbito de la poesía, como
innovación. Sin embargo, este choque entre vocabularios le da un aire
descuidado y transgresor –más descuidado que transgresor– al poema.
Roberto Arlt podía usar la palabra “pelafustán” sin caer en efectos
contraproducentes, pero era otro momento histórico, otro estado de la
lengua. Y Arlt nunca escribió poesía y, sobre todo, Gabriela Cabezón
Cámara no es Arlt. Volveremos sobre este tema.

Por su parte, los dibujos de Iñaki Echeverría recuperan una estética basada
en los cambios de planos, en la superposición y en la fragmentación. La
apuesta –pese a los fuertes contrastes– confunde al lector. Echeverría,
como dibujante esquemático, al menos en esta oportunidad, no logra
sobresalir. Sus dibujos resultan menos retro que anacrónicos.

Pero ¿qué cuenta Beya? Antes de avanzar sobre lo que cuenta, me quiero
detener en un epígrafe o nota que recibe al lector antes de los dibujos y el
poema. Dice así:

“Aparición con vida de todas

las mujeres y nenas desaparecidas

en manos de la redes de prostitución.

Y juicio y castigo a los culpables.”

¿Cómo leer este “pedido”, esta “exigencia” inicial? Percibo que, repitiendo
de manera textual, este epígrafe se monta en la fórmula con la que se
denunció a la última dictadura argentina. Sus fuentes pueden ser muchas y
su forma abreviada, “juicio y castigo a los culpables”, resuena a lo largo de
toda nuestra vida democrática. Sin embargo, la versión de Beya es
diferente. No se trata de un juicio militar y político, aquí no se trata de una
urgencia coyuntural, ni de los siempre complejos procesos históricos.
Nuestro código penal y nuestra constitución refrendan este pedido inicial
de Beya, lo incluyen y lo honran. Así que por un lado, tenemos la
parasitación de un discurso politizado, y por otro, su uso para efectuar un
reclamo que ya está contemplado en la ley. Pero hay algo más, ¿quién
podría estar en contra de ese enunciado? Si en algún momento de nuestra
historia reciente pedir “juicio y castigo a los culpables” fue ir contra el
statu quo, si implicó –y aún implica– un posicionamiento político, si la
posibilidad, por momentos, de que ese juicio se cumpliera era lejana, y
entonces el reclamo se mantenía como una consigna idealista, dura,
militante, en la versión que abre Beya, y que permeará su trama, ese
reclamo resulta obvio y tautológico. Parafrasearlo sería decir “que se
cumpla la ley.” Desde luego, como en toda implementación práctica de
una o varias leyes, hay amplios matices. Sin embargo, lo que quiero
señalar es que el enunciado original y el parasitario pueden ser leídos
como opuestos. Uno fue contra-legal, el otro es legalista. Así las cosas,
¿quién podría estar contra ese acápite? ¿Quién podría estar en contra de
una de las más terribles formas de esclavitud moderna y del castigo de sus
culpables? Podemos refinar la pregunta: ¿qué lector de este libro podría
estar en contra de que se enjuicie y se castigue a los que raptan mujeres y
nenas para prostituirlas? ¿Los proxenetas que realizan la operación de
secuestro, sus padrinos políticos, el crimen organizado? Como no los veo
leyendo este libro, ni muchos otros, hay algo en ese pedido que se pierde
en la prédica para conversos.

Ahora sí, ¿qué cuenta Beya? La primera parte no tiene texto. Faltan los ya
de por sí escasos globos de diálogo, pero tampoco hay palabras de otro
tipo. Vemos a una mujer delgada salir de su departamento y bajar por el
ascensor a la calle. Inocente y dulce, guarda dos caramelos en su cartera.
El departamento está en una zona urbanizada, una ciudad de edificios
altos. En la calle, la mujer es interceptada por una camioneta y
secuestrada. Durante el secuestro le pegan un tiro en una pierna.
Echeverría va descomponiendo las viñetas rectangulares a medida que
avanza el secuestro. No es sintético sino más bien repetitivo y lo que se
podría resolver en tres páginas se estira por más de diez. Toda esta parte
apenas logra otra cosa que una versión, no la más interesante, de la
leyenda urbana de las camionetas blancas deambulando por la ciudad y
secuestrando mujeres al azar. ¿Secuestros espontáneos a plena luz del día?
¿Reducir a una mujer indefensa con un tiro?

El poema de Cabezón Cámara abre la segunda parte. La primera estrofa


mezcla alusiones a los roles de torturador y víctima, con referencias
directas a El matadero y otras obras de Esteban Echeverría y La refalosa
de Hilario Ascasubi. No hay, luego, mayor trabajo con estos autores. Las
referencias telúricas al cruce entre poesía y violencia son esporádicas.
¿Podemos confundir, así, a Beya con una neo-gauchesca? (En un gesto
forzado, no faltan las obras contemporáneas que pretenden equiparar sin
aristas ni conflictos la marginalidad actual con la del siglo XIX. Véase la
pobre y facilista ocurrencia El guacho Martín Fierro de Oscar Fariña. El
poema de Fariña es citado en un momento por Cabezón Cámara en Beya.
A veces una cita alcanza para modelar una lectura y remontar una
tradición. No es este el caso.)

En la segunda parte, la mujer secuestrada es vejada en reiterado oprobio.


El registro se vuelve sensual, pornográfico. ¿No va esto en contra de la
denuncia? Se sabe: hablar de los peligros de la guerra no necesariamente
resulta antibelicista. ¿Por qué debería ser diferente con los peligros del
cuerpo? Echeverría dibuja oscuridad, manos, bocas y tetas. La oscuridad le
sale muy bien. Cabezón Cámara escribe:

Te enguascaron, te domaron,

te peinaron para adentro.

A eso le llaman ablande,

a volverte pura carne,

a fuerza de golpe y pija.


Otra cita:

Si te dejaran pensar

en algo más que el finalista

de esta paliza continua,

pensarías que la tortura

tiene diccionario propio:

te arrancaron tus palabras

y te metieron las de ellos,

tan dolorosas y sucias

como el mar de pijas duras.

¿Debería haber sutileza en los versos de Cabezón Cámara? Lo que sí hay


es monotonía. Insistiendo una y otra vez con lo mismo no logra énfasis
sino aburrimiento. Por más que los estupradores golpeen a Beya y la
violenten repetidas veces, por más que Echeverría dibuje primeros planos,
la sensación no es de cercanía. ¿Deberíamos indignarnos? Hay vocación
de totalidad en Cabezón Cámara. Uno de los secuestradores dice: “¡Puta!
Acá hacés lo que yo digo, me lo vas a agradecer, al final les gusta a todas”.
Más adelante se habla de lo que quiere “todo torturado.” En el uso de la
palabra “todas” y “todo” aparece esa construcción sin grietas que propone
–que en ningún momento deja de proponer– Cabezón Cámara. Una cita
más:

Te desayunan con whisky

en el puticlub de mierda,
porque la tortura ahí dentro

no termina ni se acaba

como no se acaba nunca

la cosecha de mujeres.

Insisto, los insultos y las palabras groseras no son garantía de énfasis o


potencia. Más bien al contrario, dejan al descubierto el abuso de los
lugares comunes. La idea de un infierno total, sin dudas, sin amagues, ese
no terminarse ni acabar nunca, es menos antropológico que idealista y
abstracto. ¿Podemos pedirle otra cosa a una poema ilustrado? Si el tema es
este y se nos ofrece de esta manera, podemos. Ningún infierno en la tierra
es perfecto. Y para que sea creíble, Cabezón Cámara y Echeverría
deberían tener en cuenta algún tipo de matiz. El infierno absoluto solo es
patrimonio de Dios. Su construcción humana tiene destino de ridículo, de
falacia, o de ambos.

La historia de Beya se extiende, así, sin muchas variaciones. Es abusada


una y otra vez, y de esa corrupción surge lo que entendemos es un
aprendizaje. Otra cita:

Pero logras resistir,

estás violeta, azul,

un poco verde también,

con marcas de mil mordidas

y con tajos de uñas duras

y con el orto y la concha


ya casi deshilachados

como si fueran el tronco

que usa un puma de montaña

para afilarse las garras.

(…)

Y aprovechás y comés

carne de vaca de veras

sabés que necesitás hierro

para agarrar bien el fierro

como te enseñó tu padre

en el tiro federal.

¿Tiro Federal? ¿Beya es hija de un policía? Es difícil no ver aquí un


permanente trabajo con el mal gusto pero, en todo caso, es un mal gusto
políticamente correcto. Se parece a una monserga, a un sermón, a un
panfleto. ¿Qué pregona Cabezón Cámara? En las páginas treinta y dos y
treinta y tres del libro, Echeverría dibuja un díptico. A la izquierda, una
Virgen María se cubre con su manto y a sus pies se ve una guirnalda de
rosas. Ya se dijo, Echevarría es un dibujante limitado. Pero la Virgen se
logra percibir. A la derecha, Beya calca su gesto, su posición, pero muestra
sus brazos y sus piernas. En vez de las rosas, hay genitales masculinos
entrelazados. Más adelante, se compara el cuerpo de la mujer con el de una
res y en ella se señalan los diferentes cortes vacunos. Tanto la comunión
de la Virgen y la puta como el cuerpo convertido en ganado son dos
lugares comunes que podrían haber conmocionado a la sociedad
bienpensante de la de década del ´50, y ni siquiera. Por momentos, y pese
a que el trabajo formal y el diálogo con la tradición están presentes,
parecería que lo que ofrecen Cabezón Cámara y Echeverría no debe ser
leído y tenido en cuenta por mérito propio sino por “lo que denuncia.” El
intento de hacer literatura engagé está. Pero en ningún caso aparece algo
dialéctico, o al menos inteligente, al estilo brechtiano. Lo que leemos es
antes bruto que brutal, antes resaca institucional que encuentro con el otro,
sin más, una burda bajada de línea. Al mismo tiempo, no hay riesgo en la
denuncia de Beya. Volvemos a la misma pregunta: ¿quién puede estar hoy
a favor de la esclavitud? ¿Quién puede estar abiertamente a favor de que se
someta a mujeres al escarnio? No se tocan aquí y con esos temas los
intereses de nadie. Esta denuncia, estetizada, se termina en sí misma, en su
mínimo o inexistente peligro y operatividad. Se dirá que apunta en todo
caso a “crear conciencia”, a “visibilizar un problema”, que por otra parte
acompaña a la sociedad desde sus orígenes más remotos. Pobre efecto,
podría responderse. Mientras tanto, hay algo de esa denuncia que se
disuelve y se pierde, que no es consistente, que se vuelve frivolidad,
oportunismo y afectación. Al mismo tiempo, se sabe, el mecanismo de la
militancia por la verdad y contra el mal puede justificar casi cualquier
narración, por más imperfecta y defectuosa que sea. El siglo XX mantuvo
una larga conversación teórica sobre las implicaciones y usos de esa idea.
Cabezón Cámara y Echeverría la ignoran o deciden ignorarla.

Pero ¿qué más le ocurre a nuestra secuestrada? El primer giro se da cuando


un “cafisho” le pone un arma en la mano y le pide que mate a otra
reventada. Con ese acto, digamos “de fidelidad”, Beya se gana la
confianza de sus captores o proxenetas y pasa a ser “de la banda.”
Echeverría dibuja a doble página el asado de bienvenida con la disposición
de La última cena. Con este cambio, Beya logra especializarse en el sexo
sadomasoquista. Hay una ganancia, un reposicionamiento, un ascenso.
Luego, uno de sus clientes le regala una ametralladora. Ella se viste con
sus ropas de cuero disciplinador y se cobra venganza matando a sangre fría
a toda “la banda.”
¿Beya es víctima hasta que llega el ridículo? Mejor, Beya es víctima hasta
que se convierte, de forma ridícula, en victimaria. ¿No hay una redención
verosímil posible? Quizás entre una fantasmagoría –la del secuestro y
esclavización– y la otra –la de la redención por la violencia– no hay
después de todo tanta diferencia. A ver, lo escribo de nuevo: un cliente le
regala una ametralladora a una prostituta. Parece una mala telenovela, una
película argentina de la década del ´80. Después de la matanza, en la
escena final donde se vuelve a proponer la santidad de la puta, Beya se
pierde por la ciudad, entra en una iglesia y, para cubrirse, le roba el manto
a una imagen de la Virgen de Luján. El disfraz va por sobre el disfraz, y se
hace doble. Sobre el conjunto de lencería erótica SM, lo sagrado. Disfraz
de cuerpo al alma, y todas las derivaciones posibles. Aunque quizás la
máscara sea triple y Beya también use una fachada de prostituta abusada.
O cuádruple. De mujer inocente con sus caramelos a secuestrada, y de ahí
en adelante. Pliegue sobre pliegue, la historia que ofrecen Cabezón
Cámara y Echevarría, sin asideros con lo social, podría ser cualquier cosa.

Ahora bien, esta operación de construcción de una trama sobre el que ya


casi es un género en sí, el género de la denuncia, termina produciendo un
efecto de sexploitation. ¿Por qué digo esto? ¿Cuál es ese efecto? Lejos de
la piedad, ¿no gozamos mientras recorremos las desventuras eróticas de la
secuestrada Beya? ¿No gozó Cabezón Cámara al imaginar ese cuerpo
lacerado? ¿No gozó Echeverría al dibujar esas heridas y esas bocas? Todo
ese descenso, esa fantasía de la anegación humana total, es muy sensual.
Véase Sade. Véase Freud. Véase Foucault. La bibliografía abunda. Así, el
texto intenta moralizarnos, pero en su insistencia termina funcionando en
el sentido inverso. O mejor, hay en la obra una morbosidad recurrente de
parte de los autores, un cebarse en la historia, que al aburrir genera una
distancia. De esa distancia, de ese desapego, de esa incapacidad para
generar empatía, nace el efecto sexploitation.

El sexploitation tiene sus referentes en el cine pero también fue un género


muy cultivado en el comic y la historieta. Ediciones Zinco, de España, en
su Colección Tiburón, supo sacar revistas como Zukia, la vampira,
Hembras peligrosas, Flamingo y La millonaria. Recurriendo a imaginarios
medievales, con psicologías y desarrollos argumentales muy simples –
aunque no por eso pobres– la Colección Tiburón ofrecía todas las virtudes
del pulp: canibalismo, violaciones, vampirismo, incesto, amputaciones,
tortura, violencia, sexo con extraterrestres, licantropía y transformaciones
de todo tipo. Los guionistas de estas obras, sin el peso agobiante de la
denuncia ni el lastre de la poesía, se entregaron a bucear en las pasiones
más deformes y lo hicieron, desde ya, por un tonificador y aberrante afán
de lucro. Si comparamos estas historietas con Beya, el libro de Cabezón
Cámara y Echeverría adquiere los reflejos pálidos de una pornografía sosa.
Pero ¿es válida la comparación?

Contra la lectura que modela a Beya como un sexploitation hay que decir
que ese género no naufragaba en la comunicación de sus intereses. Era
necesariamente eficiente al estar alejado de pretensiones artísticas o
morales. Nunca caía en falsos encuadres, en una lengua poética torpe, en
desajustes narrativos, ni mucho menos en el aburrimiento que presenta
Beya. A los guionistas de Hembras peligrosas no les interesaba el juicio y
castigo de nadie. Y sus dibujantes eran visiblemente menos artísticos y
muchísimo más precisos y sutiles que Echevarría. El punto de contacto
existe. La diferencia también. Por un lado los prejuicios del progresismo,
por el otro, los del mercado.

Beya es, finalmente, miserabilismo pop que quiere pasar por manual de
conciencia. Abusos sí, pero con una pátina de militancia en los Derechos
Humanos, una idea de justicia irreal y una presentación formal pobre y
arrebatada. Con sus rimas asonantes y sus rústicos dibujos, es mucho,
demasiado, incluso para los abroquelados y remanidos laberintos de la
corrección política. Como las zonas más estáticas y sermoneadoras del
cristinismo, hay algo de ese desconcierto que intenta ser rebelde y termina
siendo cliché.

Así las cosas, me siento en la obligación de señalar que Beya no es un libro


marginal. Más allá de que su discurso solidario con la militancia de género
resulta hoy central en la agenda, el libro nos llega editado por Eterna
Cadencia, una empresa que invierte mucho dinero en el posicionamiento y
la difusión de sus autores. La realización de un mural sobre la entrada de la
Feria del Libro de 2013 fue un conspicuo evento de esta serie. El mural se
hizo con la excusa de denunciar la trata en lo que también era la publicidad
del libro. (La acción militante me recordó por su calidad e intención a los
murales que pintaban los exiliados latinoamericanos en El jardín de al
lado de Donoso.) ¿Necesitaban los viandantes que recorrían la feria del
libro ser adoctrinados en los malvados acechos de los tratantes de
personas? Otra vez la prédica era proyectada hacia la seguridad que solo
dan los conversos. El mural se repitió en el marco del Encuentro Federal
de la Palabra que se realizó en el Parque del Bicentenario, más conocido
como Tecnópolis. Esta vez no era un mural propiamente dicho, sino tres
carteles clavados en el pasto.

¿Hay mala fe en todo esto? No lo creo. Estoy seguro que Cabezón Cámara
escribe libre de cinismos, convencida de lo que hace. Oscar Wilde lo dijo
con claridad: toda la mala poesía es honesta. Lo suyo, podríamos decir, es
apenas el emergente de una época. Y su honestidad me resulta evidente.

Hace unos meses Cabezón Cámara escribió en su cuenta de Facebook:


“Hoy nos entregaron un diploma de la Legislatura; declararon a Beya de
interés social. Fue al rayo del sol, en el microcentro, junto a la gente de
Martes Rojos: fuimos con ellos a arrancar esos pequeños y espantosos
volantes prostibularios que hay pegados por todos lados. Acá unas fotos”.
Y hace muy poco puso esto en su muro: “Amigos, Beya, la novela gráfica
que denuncia la trata de mujeres y ametralla a los tratantes, es uno de los
libros finalistas del Premio del Lector de la Feria del Libro. Y es parte de
una lista de finalistas exquisita. Voten si quieren!”

Tenemos entonces un libro diplomado por la legislatura porteña y


seleccionado por la Feria del libro. Insisto, no se trata de un libro marginal.
Ni mucho menos escrito por marginados o marginales.
Ahora leo en el blog de Eterna Cadencia que el año pasado los autores de
Beya (Le viste la cara a Dios) recibieron “la distinción Alfredo Palacios en
reconocimiento a su aporte a la lucha contra la trata de personas.” Al
parecer, el jueves 19 de septiembre del 2014, el senador nacional Rubén
Giustiniani dio “la distinción Alfredo Palacios a diferentes personalidades
e instituciones en reconocimiento por su trabajo contra la trata de personas,
en conmemoración del Día Internacional contra la Explotación sexual y el
Tráfico de Mujeres, Niñas y Niños.” Se cumplían cien años de la sanción
de la Ley Palacios, “primer instrumento legislativo para combatir la trata
de personas en América latina.” No sé si el senador nacional Rubén
Giustiniani leyó el libro, pero la idea de que con ese poema ilustrado se
combate la trata se me antoja, por lo menos, un poco exagerada.
Los huevos de oro del cronista
latinoamericano

1.
El domingo 22 de enero del 2006, en su edición de papel, pero también
disponible en la web, el diario La Nación reprodujo un artículo del
mexicano Juan Villoro, titulado “La crónica, ornitorrinco de la prosa.” Ya
en el copete se avisaba que esa pieza formaba parte de Safari accidental,
un libro publicado en México por la editorial Joaquín Mortiz. La volanta
elegida por La Nación, sintetizadora y brutal, decía “Entre la literatura y el
periodismo.” Cumpliendo su función, anticipaba una dicotomía que
recorre toda la argumentación de Villoro y que ya se esquematiza en su
primer párrafo. Lo copio:

La vida está hecha de malentendidos: los solteros y los casados se


envidian por razones tristemente imaginarias. Lo mismo ocurre con
escritores y periodistas. El fabulador “puro” suele envidiar las
energías que el reportero absorbe de la realidad, la forma en que es
reconocido por meseros y azafatas, incluso su chaleco de corresponsal
de guerra (lleno de bolsas para rollos fotográficos y papeles de
emergencia). Por su parte, el curtido periodista suele admirar el lento
calvario de los narradores, entre otras cosas porque nunca se
sometería a él. Además, está el asunto del prestigio. Dueño del
presente, el “líder de opinión” sabe que la posteridad, siempre
dramática, preferirá al misántropo que perdió la salud y los nervios al
servicio de sus voces interiores.
Que la vida “está hecha de malentendidos” es afirmación validada en el
mismo desarrollo del artículo. Y no se limita, por lo menos aquí, a las
envidias y lo “tristemente imaginario.” La primera separación que señala
el cronista mexicano, con una frescura, consecuencia directa de su
atolondramiento, es del orden biográfico. El “cronista” y el “escritor” se
prestan a un dibujo de características un poco bufas. Así son, se dirá, los
arquetipos. Sin embargo, los que aquí nos comunica Villoro, más allá de
mecánicos, están vacíos, no toman nada, no representan nada que
conozcamos. ¿Quién puede creer que “meseros y azafatas” reconocen a un
cronista? Podrán reconocer a un Jorge Lanata, a un Jaime Bayly, y no lo
harán por sus “crónicas” sino por sus apariciones televisivas. ¿Y a qué se
refiere Villoro con que el reportero absorbe “sus energías de la realidad”?
¿Qué energías, qué realidad? ¿Las de la guerra citada? ¿Y dónde se supone
que hunde su esponja creativa del “fabulador puro”? Las comillas que usa
Villoro para “puro”, ¿implican duda? ¿Relativizan la pureza? ¿Un
fabulador “puro pero no tan puro”? Lo llamativo es que tanto este
“escritor” como este “cronista” son descriptos con ingenuidad y parecen
chistes, parodias. Ahora bien, más allá de este infeliz inicio, si se lee el
párrafo sin el ánimo campechano –el autor lo propone y demanda– se
descubre muy rápido que el “escritor”, o sea, el que se queda en casa, el
enfermo de los nervios, el misántropo, el turbio señor que escucha “voces
interiores” y vive un “lento calvario”, está en una situación poco deseable.
¿Qué gana, entonces? “El prestigio”, o mejor dicho, como señala Villoro:
“además, está el asunto del prestigio”, y post mortem, desde luego, en
manos de la añeja “posteridad.” Mientras tanto “el periodista” es una
construcción llena de positividad y salud. Definido nada menos que como
“dueño del presente”, sale mejor parado, triunfa en esa pulseada que
pretende ser construida por Villoro como un juego de diferencias
equilibradas. Lo que sigue es todavía un poco más obtuso y ruin: “Aunque
el whisky sabe igual en las redacciones que en la casa, quien reparte su
escritura entre la verdad y la fantasía suele vivir la experiencia como un
conflicto.”

“Verdad” y “fantasía” se oponen, entendemos, no sin asombro, tanto como


“periodista” y “escritor”, o “literatura” y “crónica”, “casa” y “redacciones”
y, claro está, “reportero” y “fabulador”. Descontamos que el intrépido
cronista, pese o gracias al gusto del whisky, es un hombre de acción, un
hombre de vida mundana, y por eso tiene un desempeño profesional
cautivante, mientras el “escritor”, el “fabulador puro”, se queda en la
hermética soledad de su hogar. Se sabe, hay pocas cosas más tristes que
beber solo. A estas oposiciones se suma una más, pero ya con cierto roce:
“La crónica es la encrucijada de dos economías, la ficción y el reportaje.”
Así, sobre el final de esta primera parte, de forma inesperada, llega la
desmentida general de todo este constructo de opuestos, su invalidación:
“Algo ha cambiado con tantos trajines. El prejuicio que veía al escritor
como artista y al periodista como artesano resulta obsoleto. Una crónica
lograda es literatura bajo presión”. ¿Finalmente no hay tal división?
¿Todos son prejuicios? Lo que determina las cosas es “la presión” y ver al
“periodista como artesano”, lejos del arte, es obsoleto. Pese a este golpe de
efecto y autoinvalidación que intenta una clausura, me atrevo a
recomponer la lista de Villoro, su andamiaje de pensamiento, sin las
comillas. ¿Cuales son las categorías que utiliza? He aquí algunas: fantasía,
verdad, periodista, escritor, literatura, crónica, redacción, reportero,
fabulador, ficción. Sobre esto digo: qué forma basurera, violentamente
mediocre, de usar las palabras. Qué vocabulario grueso y maltratado, qué
ideario esquivo y mongoloide. Qué poca paciencia parece tener este
ansioso mexicano por decir lo que todos entendemos o sobrentendemos
pero, al mismo tiempo, nadie termina de entender. No hay perspectiva, no
hay precisiones, las palabras significan lo que significan, o significan otra
cosa. Poco le importa a Villoro. Y según Villoro poco debería importarle
al lector. La vida está hecha de malentendidos, sí. La primera parte de “La
crónica, ornitorrinco de la prosa”, muladar de ideas y conceptos, también.

2.
En la segunda parte del texto aparece el conspicuo ornitorrinco de la mano
de Alfonso Reyes. Para Reyes, el ensayo es como el centauro (no se nos
explica por qué); para Villoro, la crónica es como el ornitorrinco. Un
puzzle de géneros, un mutante feliz, nunca una aberración. A continuación
se realiza la siguiente enumeración, cuyo sujeto tácito es la crónica misma:

De la novela extrae la condición subjetiva, la capacidad de narrar


desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida para
situar al lector en el centro de los hechos; del reportaje, los datos
inmodificables; del cuento, el sentido dramático en espacio corto y la
sugerencia de que la realidad ocurre para contar un relato deliberado,
con un final que lo justifica; de la entrevista, los diálogos; y del teatro
moderno, la forma de montarlos; del teatro grecolatino, la polifonía
de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la “voz de
proscenio”, como la llama Wolfe, versión narrativa de la opinión
pública cuyo antecedente fue el coro griego; del ensayo, la
posibilidad de argumentar y conectar saberes dispersos; de la
autobiografía, el tono memorioso y la reelaboración en primera
persona. El catálogo de influencias puede extenderse y precisarse
hasta competir con el infinito.

¿Qué hacer con esta ensalada de géneros? Me limito a reescribirlo, a


parafrasearlo cambiando de lugar los sujetos de las oraciones. (Utilizo una
tipografía en negrita para que el lector advierta los cambios. Sin ella, me
temo, ambos párrafos se parecerían demasiado.)

Del teatro grecolatino extrae la condición subjetiva, la capacidad de


narrar desde el mundo de los personajes y crear una ilusión de vida
para situar al lector en el centro de los hechos; de la entrevista, los
datos inmodificables; del teatro moderno, el sentido dramático en
espacio corto y la sugerencia de que la realidad ocurre para contar un
relato deliberado, con un final que lo justifica; del cuento, los
diálogos; y del reportaje, la forma de montarlos; de la novela, la
polifonía de testigos, los parlamentos entendidos como debate: la
“voz de proscenio”, como la llama Wolfe, versión narrativa de la
opinión pública cuyo antecedente fue el coro griego; de la
autobiografía, la posibilidad de argumentar y conectar saberes
dispersos; del ensayo, el tono memorioso y la reelaboración en
primera persona. El catálogo de influencias puede extenderse y
precisarse hasta competir con el infinito.

De la misma manera, y abusando ya de este procedimiento, cuando Villoro


escribe: “Con todo, el cronista no puede dejar de ensayar ese vínculo de
sentido, buscar el talismán que una la precariedad íntima con la manera
épica de compensarla.” También podría escribir: “Con todo, el novelista
no puede dejar de ensayar ese vínculo de sentido, buscar el talismán que
una la precariedad íntima con la manera épica de compensarla.” O,
incluso, con peligro de caer en redundancias cacofónicas: “Con todo, el
ensayista no puede dejar de ensayar ese vínculo de sentido, buscar el
talismán que una la precariedad íntima con la manera épica de
compensarla.”

Otro ejemplo: “(…) el cronista debe ser ahorrativo con los efectos que
arden; entre otras cosas, porque a la realidad siempre le sobran los
fósforos.”

Más allá de la metáfora efectista, ¿sigue siendo válida la frase si cambio


“cronista” por “cuentista”? Creo que Horacio Quiroga incluso la
suscribiría y no desentonaría en su conocido decálogo.

Como se aprecia en ciertas formas del discurso cretino, Villoro asocia la


primera lista de características de la “crónica” con el infinito. Es como si
dijera: “Podría seguir indefinidamente diciendo cosas así.” Por mi parte, le
creo. Más adelante en el artículo las digresiones sobre objetividad y
subjetividad resultan rancias y pertenecen a un repertorio de saberes
básicos, ya más bien banales. La utilización simplificada hasta lo
fraudulento de Giorgio Agamben y la experiencia de los campos de
extermino durante la Segunda Guerra Mundial entran en esa abundancia de
banalidad. No vale la pena tomarse el trabajo de señalar cómo Villoro
intenta meter en tres o cuatro párrafos uno de los desafíos teóricos más
historizados y recursados de la modernidad, el de la relación esquiva,
conflictiva, anonadante, entre escritura y experiencia. Sí quizás se podría
precisar que continúa usando conceptos ambiguos y opacos como si fueran
transparentes. O directamente como si no le importara su significado.
También hay exabruptos metafóricos que no deberíamos comentar por
pudor. Me amparo en este único ejemplo, donde se aúnan las heladeras, los
carozos, las paltas y la ética: “La vida depara misterios insondables: el
aguacate ya rebanado que entra con todo y hueso al refrigerador dura más.
Algo parecido ocurre con la ética del cronista.” Todos los que escriben –
Villoro, el lector, yo– incurren en deslices de este tipo. Sería tonto culpar
al mexicano de estas asociaciones jocosamente delictivas habiendo tantas
otras cosas para analizar en su texto. Pero sí me gustaría señalar que pasa
por alto que el ornitorrinco es un animal que se arrastra, falto de toda
elegancia, digamos un animal feo. ¿No hay una potencialidad ahí, en la
fealdad? Se habla aquí del equilibro para la crónica, pero el equilibro no
parece ser una de las características del único mamífero que pone huevos,
habitante de pantanos de los arrabales del mundo y protegido por estar en
vías de extinción. Más allá, el centauro –mítico, imposible, arrogante,
indescifrable– quizás le resulte a Villoro demasiado lleno de extravagantes
ambiciones.

3.
Llegado este punto queda establecido que no se trata ya de ahondar en los
oscuros y lejanos, para este Villoro que aquí escribe, problemas de la
filosofía del lenguaje, desde los cuales sería imposible siquiera empezar a
leer este artículo. (También, para el caso, sería difícil leerlo con el más
austero diccionario de la RAE.) Mucho menos quiero aquí sopesar el valor
de sus crónicas o algunas otras de sus escrituras. Se trata más bien de
recortar sus contradicciones, su impericia inmediata para categorizar y
hacer rendir esas categorías, su facilidad para empastar ideas. Se trata,
digo, de resaltar el poco valor, el poco peso específico de su artículo.
¿Qué significa contar una historia? ¿Por qué una narración, sea una crónica
o un cuento, funciona, nos entretiene, nos alecciona, nos conmueve, y
otras, muchas veces, no logra hacerlo? Villoro, preocupado por defender
cierta especificidad discursiva, desconoce que los géneros están hechos de
convenciones y prejuicios. O mejor dicho, lo sabe y refuerza esas
convenciones y esos prejuicios. Usa la taxonomía no como espéculo útil
sino como una espuela para reordenar la montura de un campo literario
que se le escapa. Si hay diferencias entre una crónica, una novela, una
entrevista, un reportaje (sea esto lo que sea), Villoro no las precisa. Todos
los géneros son un debate y merecen el respeto de nuestra relativa
inteligencia. Pero eso a Villoro le importa poco y nada. (Y por eso también
no denigro el artículo si digo que es un panfleto. Ese no es el problema. El
problema lo constituye que sea un panfleto de baja calidad, que no explota,
no convence, no interpela.) Las herramientas críticas que debería usar
Villoro están lejos de esa grilla de sumidero. Su artículo no sería tan romo
si trabajara con “autonomía”, “soporte”, “condiciones de publicación”,
“formas de lectura” e incluso “coyuntura”, “tradición” y “estilo.” Hablar
de “literatura” y “periodismo”, sin dar más precisiones, entendiendo que
estas palabras se explican bien y de forma suficiente, es seguir
alimentando una división errada, superada, ya estudiada y descartada hace
mucho tiempo. De hecho, con esa mirada tan maniquea, la vida intelectual
del siglo XIX en la Argentina sería imposible de entender. También la del
siglo XX y XXI. ¿Villoro ignora las imposibilidades y macanas de su
texto? Creo que no. Pero su objetivo y su meta aquí son otras. A Villoro no
le interesa indagar ni sacar conclusiones válidas sobre el estado del arte de
la crónica. Lo suyo es proselitismo. De allí surge esa alegría, esa
positividad. ¿Y a quién seduce o intenta seducir, a quién convence?
Conocí a Juan Villoro por la excelente edición y traducción que hizo de los
Aforismos de Lichtenberg publicada por Fondo de Cultura Económica a
fines de la década del ´80. Me resisto a creer que él no comprende que su
militancia en la crónica implica una obturación, un acto de solapamiento.
Me resisto a creer en la ingenuidad de Villoro. Ahí está, como él mismo lo
dice en su artículo, el tema del dinero. La operación de lectura que realiza
es, entonces, una operación monetaria que atiende a la necesidad de seguir
vendiéndole material no ya a los diarios sino a los portales de noticias, o
más bien a quién lo compre (congresos financiados por el erario público,
becas de escritura en Europa, clases maestras o de profesor visitante en
Estados Unidos). ¿Es esto punible? No me parece. Pero las herramientas
que usa Villoro son burdas, cuestionables, y sobre todo trata de tonto al
lector. Arriesgo que este mexicano le habla no a los vaporosos e
improbables lectores generales, ni siquiera a los lectores del periodismo
rutinario a los cuales estas elucubraciones los tienen sin cuidado, sino a los
estudiantes hispanoamericanos de periodismo. Les enseña aquello a lo que
deben aspirar, lo que se debe defender, sin tomarse el trabajo de
explicarles por qué, quizás porque esa explicación sería la exhibición única
y la legalización de su nombre de cronista. Este modo de evangelización,
este entusiasmo, es llevado adelante, de formas todavía más precarias y
adjuntando conceptualizaciones más gomosas, por otros autodefinidos
paladines del género. Agrego que la entrevista de María Moreno a Martín
Caparrós en la revista Otra parte número 20 del 2010, sin ser un
muestrario de excepcional talento crítico, confirma que es posible
desarrollar apreciaciones menos irredentas sobre el tema. “Lo que más me
preocupa es que la crónica está un poco hipervalorada” dice de entrada
Caparrós. En este sentido, las dos veces que Villoro cita a Burroughs el
texto levanta. Por eso vale aclarar que Burroughs fue básicamente un
novelista y un mito de autor, muy lejano del zanguango que se muestra con
su chaleco de fotoperiodista en los aeropuertos. Es más, fue antes que todo
un procedimiento novelístico y la narración de ese procedimiento. No hay
que leer Sobre la evolución literaria de Tinianov para comprender que el
verdadero devorador de géneros y estilos, de formas y de discursos es la
novela. Al menos hasta la llegada de Internet.

4.
Salto ahora al gremio. Me paro frente a ese grupo no tan amorfo. Los
cronistas se presentan, por definición y obligación laboral, como
bonachones, pícaros, confiables, audaces, parlanchines, hombres y mujeres
de mundo. ¿Dónde está el cronista sombrío, brutal, irónico, sobrador,
racista? A ese hay que buscarlo por afuera del nicho. No existe en esa zona
bien demarcada del campo, festejada por revistas, universidades y
simposios. La incorrección política es permitida, desde luego, pero
siempre como un condimento más del cual no hay que abusar. (Qué sucios
trucos los de amarillismo, los del cuestionador, los del machista y el
morboso, el que alza la voz por afuera de los escalafones para insultar o
invalidar.) La crónica actual, la que defiende, publicita y bautiza Villoro,
es inocua y políticamente correcta. Se permitirá la piedad y la exageración,
mientras se alienta en ella el miserabilismo y la miseria. La crónica que
evade este circuito de “buena onda latinoamericana” y su perenne
solidaridad con la pobreza circundante, la crónica que toque las cuerdas
ruines, no será comprada, no se pagará, pasará al mal gusto, a aquello que
el ornitorrinco no admite en su sistema de prevendas internacional. Pero,
¿por qué? Porque sobre todo la crónica será, al menos en nuestra región,
esencialmente progresista. El tema de la forma y las maneras, que Villoro
soluciona sin detenerse, entonces, resultará central aquí. Googleando, leo
que “la crónica” no se trata de un género, sino de un debate. Ya lo dije,
todos los géneros vivos lo son, pero así y todo es una definición
inteligente. Podría completarse diciendo que, en este caso, se trata de un
debate que atrasa y que no resulta interesante. Y esto me lleva
directamente a Nicolás Mavrakis que ha escrito páginas de excelente
prosa, muy lejos de los melifluos y alegres planteos de Villoro, para
demostrar que el advenimiento de la era digital deforma y cuestiona el rol
del cronista, lo vuelve obsoleto y anacrónico a la vez, lo desdibuja y lo
impugna. El concepto “aristócratas de la subjetividad” que forja Mavrakis
suena irónico, pero también implica una denuncia seria. En vez de
empantanarse con los lugares comunes de Villoro, el aspirante a cronista
debería leer el excelente y esclarecedor #Findelperiodismo y otras
autopsias de la morgue digital

Me gustaría ahora recordar un encuentro esponsoreado por una de las


tantas oficinas de cooperación internacional que funcionan en el
continente. Montado en la inercia de los cronistas y sus exégetas, el Centro
Cultural del España en Buenos Aires lo organizó junto al Ministerio de
Cultura del Gobierno de la Ciudad. Su nombre, penoso, fue “Narrativas de
la realidad, encuentro de periodismo literario.” ¿Me pongo quisquilloso o
lúcido si pregunto de qué realidad hablaban esos cronistas? Si pertenecen a
la realidad, ¿no deberían estos narradores orientarnos en un uso menos lato
del término? ¿No resulta lábil la cita desbocada de esa palabra? ¿A qué se
oponían estas narrativas? ¿A la Antología de la literatura fantástica de
Borges, Bioy y Silvina Ocampo? El entusiasmo en el que caen los
defensores actuales de la crónica, de este estado del género y el debate, es
simplón y nos empobrece. Empobrece nuestro vocabulario, empobrece
nuestra vida intelectual y nuestra forma de leer, empobrece nuestros
bolsillos. Nos hace menos astutos, más lentos, peores escritores. Nos
retrotrae a viejos y ya superados debates sobre las texturas y tesituras de
“la realidad.” Maltrechos y malformados, sin recursos ni herramientas
retóricas, los cronistas que creen y admiran este artículo de Villoro serán
presa de cursos y seminarios, se volverán pequeño-burgueses avaros de
lenguaje o encarnarán disciplinados administradores de mezquindades.
Así, escribirán lo que les manden, con una idea de pobreza ligada a
negritos pelados y mujeres cargando agua en tachos, cuando, lejos de eso,
los pobres, intelectual y materialmente, serán ellos. Como la gallina
mágica, el ornitorrinco de Villoro pone sus huevos de oro solo para los
autonombrados, limpios y pacientes maestros de la crónica cuya mugre
conceptual y sus historietas aguadas se agrandan si nadie las contradice.
Sobre una columna de Martín
Kohan

Por un link de Maximiliano Tomas llego tarde, unos quince días tarde, a
una columna de Martín Kohan publicada en Perfil. Kohan no es un
columnista interesante. En espacios demasiado acotados, se traba, no
arranca, sufre cierta parálisis, ofrece, sobre todo, vaguedades. Necesita, me
parece, apoyarse en la argumentación, en la arquitectura y las garantías de
la razón, y no admite ser retórico o arbitrario, mucho menos retórico en la
arbitrariedad. Probablemente vea en estas características del género, por su
formación, por sus convicciones, un gesto efectista. La columna a la que
me refiero, titulada “Ponele la firma”, no es excepción. En ella retoma el
viejo arte de agredir a Ernesto Sabato, contraponiéndolo a Witold
Gombrowicz. Como desafío crítico, resulta pobre. ¿Qué dice Kohan?
Mientras Gombrowicz “se ocupó mayormente de incordiar en el campito
intelectual argentino, detectando y contrarrestando la media de sus lugares
comunes”, el talento de Sabato “consistió en percibir, podría decirse que
sin falla alguna, para dónde soplaba el viento en cada caso, para volar justo
en esa dirección.” Luego, muy tarde y de forma muy incompleta, Kohan
produce una queja contra el prólogo del Nunca más. Elsa Drucaroff se
tomó hace ya un tiempo el trabajo de leerlo y desglosarlo con perspicacia,
produciendo el análisis que un texto así demandaba. (Véase Elsa
Drucaroff, “Por algo fue. Análisis del “Prólogo” al Nunca Más de Ernesto
Sabato.” Revista Tres Galgos Nº 3, Buenos Aires, noviembre del 2002.)
Más allá, sobre el final de la columna de Kohan, sufrimos como lectores
una invocación a la militancia y a los muertos que resulta improcedente y
tosca. Copio: “Se trata de que cada cual, y aun los muertos, den el nombre
a lo que es tan sólo suyo.” Solapando la lírica, ¿es necesario recordarle a
Kohan que los muertos no hablan, que son hablados, manipulados, que no
tienen posesiones? La plegaria zombie dice mucho. Pero la finalidad de
este comentario es otra. Recorto, de entre tanta grasa fría, la mención de
los “lugares comunes.” Me interesa porque veo que Kohan no hace otra
cosa que reeditar masticados ritornellos de pasillo universitario. Afectado,
pomposo, no lee. No propone lecturas. En su lugar, se dedica a refritar.
(¿Hay pecado gastronómico? ¿No es, acaso, la fritanga una marca de este
género también? Sí, pero no la más interesante y menos servida con
entusiasmo.)

Digo, entonces, el tema central de la columna no es el escarnio de Sabato,


innecesario y vulgar, o la recuperación de Gombrowicz, un escritor ya
central en cualquier bibliografía más o menos inteligente sobre la tradición
literaria local. (Martín Prieto lo nombra en su excelente Breve historia de
la literatura argentina, Ricardo Piglia, Leopoldo García y Juan José Saer
le han dedicado sensibles ensayos; entre muchos otros materiales está la
tesis de doctorado de Pablo Gasparini, El exilio procaz, Gombrowicz por
la Argentina. Digamos que se lo reedita, se lo lee, se lo estudia, se lo
venera. Por otra parte, recientemente en la TV, Piglia, en un interesante
tour de force crítico, desautorizó este tipo de lecturas esclerosadas de
Sabato, las tildó de banales y asoció El Túnel a la novela gótica, yendo
más allá, justamente de los mentados lugares comunes.)

Retomo. El tema central de la columna de Martín Kohan no es ni


Gombrowicz ni Sabato, sino el mismo Martín Kohan. Me tienta cambiar el
nombre propio “Sabato” por el de “Kohan” en el texto –estamos hablando
de “poner la firma”– y ver qué sucede. Pero sería crear algo desajustado,
torpe, inexacto. ¿Por qué? Porque Sabato estuvo en lugares a los que
Kohan, limitado por sus fobias y su encierro, jamás accedió y ni accederá.

Cambio entonces la dicotomía. Me cuesta pensar en alguien más opuesto a


Gombrowicz, “el aristócrata pederasta”, que Kohan, abnegado docente que
siempre estuvo donde le dijeron que tenía que estar, que hizo todo el
recorrido –a veces feliz, a veces oprobioso– del pequeño y mediano
intelectual argentino con maneras que recuerdan a una empresita familiar.
Deslizo un punteo rápido. Bachillerato en el Colegio Nacional,
Licenciatura en Letras, primeras novelitas y cuentos con guiños a la
universidad y a sus autores faros, ayudantías mal pagas en cátedras
mediopelo, articulismo quejoso por aquí y por allá, algunos elaborados
comentarios deportivos, concursos fallidos, otras novelas, docencia, vida
de bares diurnos, divorcios, algún gesto de nobleza (pocos), mucho
lameculismo, un notable abuso de los tópicos consensuados de la
dictadura, adoración más o menos ritual de la figura del desaparecido,
doctorado, una bien ganada fama de excelente docente universitario, poca
polémica o roce con sus colegas, reflejos de autismo, algún libro de
ensayos bien hecho (aunque sobre temas y autores trillados), y finalmente
el premio Herralde, que seguramente sorprendió incluso al mismo Kohan y
derivó en un asiduo comercio con el mercado español, sus necesidades y
sus beneficios. (Simplificado, euros por mito primermundista de la
dictadura. Simplificando un poco más, dinero por morbo. Eso sí con la
lejía blanqueadora del arte.)

Insisto: Kohan se mostró siempre como el intelectual asimilado y sobre


todo educado, que prefiere “el pensamiento” y “la inteligencia” sobre
cualquier otra cosa. Jugando sobre seguro, jamás levantó la voz para
enunciar nada. Y nada de Gombrowicz encuentro en su pulcra narrativa de
universitario porteño, en sus aspiraciones estéticas y políticas. No se me
ocurre hoy, ahora, un novelista menos corrosivo y amenazador, un
articulista más intrascendente que Kohan. (Remito al lector a sus columnas
en Perfil y a las todavía peores intervenciones en el blog de Eterna
Cadencia.) Hace poco, cuando el kirchnerismo ya se había consolidado,
salió a apoyarlo, pero no en busca de prebendas y dádivas, que su culto del
ascetismo, el verticalismo y la meritocracia no aceptaría, sino porque no
tiene ideas políticas propias. Kohan es “de izquierda”. Le resulta cómodo.
La discusión se termina ahí.

Insisto otra vez: La columna en cuestión pertenece a lo que ya es un


arsenal de conceptos, un repertorio de palabras, que funciona con piloto
automático. Pero hay algo más. Podemos estirar la lectura. Ahí se percibe
un desdoblamiento que hoy se ve a menudo. Kohan no está solo en ese
negocio. El profesor universitario –beca Conicet, rápida genuflexión–
elogia al poeta maldito. Desde el claustro más cerrado, desde el aula peor
iluminada y más segura, se narran las intrépidas peripecias de ese que
enfrentó o desautorizó el status quo. Esta burocracia —que no se ve ni se
reconoce a sí misma, que evita pensarse— funciona con delay, con una
distancia que le permite seguir abonando la tierra de sus beneficios y
minimizando pérdidas. La vitalidad, así, resulta atractiva siempre y cuando
no manche. Si se lo puede objetivizar, si se lo toma con la suficiente
distancia, el caos siempre deslumbra. Los docentes universitarios citan a
Baudelaire, pero ¿quién se animó a compartir la cuchara de la sífilis en
Montparnasse? Es un ejemplo extremo, pero válido.

Demasiado a menudo en Buenos Aires admiramos lo que desconocemos,


solo por el hecho de desconocerlo. De allí que el festejo de una vida
inestable –parecería– puede ser llevada a cabo por los que encontraron un
lugar inmóvil y tibio en la sociedad, de la misma manera que la
celebración de la pobreza nunca la hacen los pobres. Heredada de los
intelectuales que atravesaron el siglo XX y que no tenían otra opción que,
primero en Europa, después en Latinoamérica, abrazar las ventajas –pocas,
muchas– que les daba el exilio como posición en el mundo, perdura hoy la
fuerte propaganda sobre las necesidades de ser un outsider para
comprender la dinámica histórica. Esta identificación positiva –no penosa–
es mito forzado, invento, invención, fantasía. El marginal siempre es
marginado por alguien o algo y nunca se acepta como tal sin costos.
Figuras como la de flâneur, el Grenzgänger, el nómade, el maldito, el
poacher, el “extraterritorial”, el Ausländer, el que “rompe las fronteras de
los géneros”, son construcciones más o menos románticas, virutas de
posiciones que hoy resultan un tanto rancias e improductivas (al menos si
son tomadas de forma laudatoria, mecanicista y no crítica. Dante escribió
su Infierno en el exilio, pero nadie lo pinchaba con un tridente mientras lo
hacía). Henrich Heine escribió con énfasis: “¡Sólo aquel que ha vivido en
el exilio sabe también qué es el amor a la patria; el amor a la patria, con
todos sus dulces horrores y sus nostálgicas aflicciones!” ¿No encierran
estas expresiones un gesto neurótico, el famoso modus operandi de hacer
pasar defecto por virtud, incordio por ventaja? ¿Cómo creer o profesar esta
fe? Y sin embargo es habitual que el profesor burocrático, concursante de
becas, elogie al irresponsable, al borracho que se pilla encima, al promotor
del exabrupto. ¿Y si yo dijera que Gombrowicz fue todo eso a pesar suyo?
¿Si dijera que quiso portarse bien y no le salió? Desde luego, el planteo
resulta falso. Hay una ética ahí. La compenetración del escritor polaco con
su obra no dejaba margen para pasar desapercibido, no permitía la
tolerancia y la –a veces ruinosa, a veces necesaria– gimnasia del callar y el
adular.

Todo el que haya sostenido algún tipo de posición universitaria sabe que
refugiarse en la Academia es parecido a sentarse desnudo arriba de un
hormiguero. Mucho más hoy en día, cuando los lazos del trabajo parecen
haber reencontrado su cauce en nuestra sociedad. No, nadie se salva en la
Academia; pero si se la sabe manejar, la Academia reditúa. Pese a todo
esto, el elogio desmedido de lo feo y lo subversivo no es necesario, más
bien es uno de esos “lugares comunes” que muchos defienden y no
practican. Todos vivimos en el estuche de acero del orden burgués, y no
estoy –¿cómo podría estarlo?– en contra de la Academia y sus hormigas
coloradas. Sin embargo, me cuesta entender cómo y por qué los benditos
profesores universitarios adoran a los malditos de otras épocas mientras
engordan sus currículos con papers y se llenan de ansiedad cuando se
abren los concursos en una materia lateral. ¿No deberían –justo ellos–
tener otros ídolos? ¿No deberían –justo ellos– elogiar la mesura, la
distancia, las secretas aventuras del orden, la belleza y la solidez de una
argumentación bien hecha?

Nunca va a dejar de sorprenderme el funcionario que festeja al artista


mientras lo parasita. Es, quizás, parte de mi propio romanticismo. Llegado
este punto, quiero admitir que me guío por funcionamientos similares a los
que critico. Kohan me despierta una especie de furor obsesivo parecido al
que describe Stephen King en el principio de Carrie. Carrie tiene su
primera menstruación en las duchas comunitarias del high-school. No
entiende qué le pasa, por qué sangra. Es idiota. Es white-trash. Sus
compañeras de curso, en vez de acercarse y confortarla, en vez de prestarle
ayuda, la insultan y le tiran tampones. La escena no resulta forzada. ¿Por
qué esa maldad, esa denigración? Carrie les demuestra que ser una inútil,
una desorientada, es posible. Carrie les recuerda la existencia de lo que
ellas no quieren ser. A mí, Kohan me recuerda lo que no quiero ser. Un
lector que no tiene otras lecturas que las que le impartieron en la
Universidad, un narrador aburrido, un hombre que no tuvo edad madura y
saltó de la juventud a la vejez, un profesor excelente que no pudo
abandonar –¡no quiso!– la vida centrífuga de la Facultad de Filosofía y
Letras, y finalmente un publicista aguerrido, no crítico, de las ideas de
Frankfurt. ¿Entrará en un espiral de furia Martín Kohan y me despedazará
con sus recién descubiertos poderes telepáticos? Si cultivo mi obsesión por
sus dichos y su obra es porque veo en él –y en ella, en ese consolidado
matrimonio– signos inequívocos de alienación. Doy precisiones: de su
alienación y de la mía. Al mismo tiempo, su triunfo innegable como
novelista, el triunfo de sus ideas sobre la novela, produce mi escarnio.
También su negativa a discutir, digamos, su escurridizo y hábil
corrimiento de la discusión. Me cuesta confesarlo pero lo envidio en eso (y
dónde hay envidia hay también identificación y reconocimiento). Leí casi
todo lo que publicó porque me gustaría discutir con él esas y otras obras e
ideas –por ejemplo, la utilización literaria y política del “desaparecido”–,
que podrían ser matizadas, confirmadas o rebatidas. Pero Kohan es el
hombre que no discute, es el intelectual que no gasta, no derrocha energía,
no se enoja, no polemiza. Al contrario, acumula y progresa lentamente, sin
estridencias, sin desvíos, sin riegos. En eso, al menos, Sabato fue diferente
y, desde todo punto de vista, mejor.
Sobre Fogwill, una memoria coral
Grandmontagne ha comparado a Vizcacha con Rousseau y
Schopenhauer, y comprendemos que en esa exageración sacrílega hay
ese fondo de verdad que existe en las metáforas. Trazar un paralelo
entre Vizcacha y cualquiera de los filósofos cuya filosofía dependió
menos del saber técnico, del pensar lícito, que del sentimiento de las
vivencias o de la intuición, es absurdo. El mundo que refleja la mente
de Vizcacha es un infierno elaborado por el hombre, pero no es un
mundo significado como el de Leibniz o el de Comte. Es un infierno,
una masa de reptiles y lagartos humanos tendidos al sol y
devorándose suavemente unos a otros.

Ezequiel Martínez Estrada

1.
Vale la pregunta: ¿qué es esto? ¿Qué es Fogwill, una memoria coral, el
libro que, firmado por Patricio Zunini, acaba de publicar la editorial
Mansalva? En una Nota preliminar, el mismo Zunini avisa el objetivo:
“Entre marzo y diciembre de dos mil trece entrevisté a amigos, escritores,
editores y diferentes personas del ambiente cultural que conocieron a
Fogwill, con la intención de enhebrar una narración a partir de esos
testimonios de primera mano.” ¿Enhebrar? ¿Primera mano? La voz de
Fogwill no se escucha en ningún momento de forma directa. La de Zunini,
salvo en lugares que ya analizaremos, tampoco. Se trata siempre de citas,
evocaciones de otros, fragmentos más o menos narrativos, que vuelven
sobre la figura del autor de Los pichiciegos, sus publicaciones, su vida, sus
afeites, su deambular por las ciudades de Buenos Aires, Córdoba Capital y
Montevideo. El procedimiento resulta más difícil de describir que de
implementar o de leer. De hecho, Fogwill, una memoria coral se lee
rápido. Hay ahí mucho de periodismo, mucho del género entrevista,
entonces. También existen antecedentes argentinos, o casi argentinos. Está,
por ejemplo, el libro de Rita Gombrowicz, Gombrowicz en Argentina
1939-1963. Pero si nos atenemos a una cuestión netamente formal, lo de
Zunini parecería relacionarse mejor con las “historias orales” como Please
Kill Me: The Uncensored Oral History of Punk de Legs McNeil y Gillian
McCain, o Everybody Loves Our Town: An Oral History of Grunge de
Mark Yarm. También, un poco más lejos, se podrían citar novelas como
Rant de Chuck Palahniuk, la célebre Los detectives salvajes de Roberto
Bolaño e incluso viejos y exitosos experimentos como Pantaleón y las
visitadoras de Mario Vargas Llosa. Querámoslo o no, y aunque el interés
sea diferente, la alternancia de voces nos remite a Manuel Puig y un poco
más atrás en el tiempo a las novelas de chismes de Ivy Compton-Burnett.
¿Aportaría algo más la discusión sobre el género? No hay culpa si el
crítico acude a la taxonomización. Aunque esta sea vulgar, una tradición lo
avala. En su Nota preliminar, Zunini mismo ataca el punto y posiciona el
libro: “El resultado es un texto coral que, sin la pretensión universalista de
la biografía ni la ligereza del anecdotario, da cuenta de cómo la memoria
colectiva recuerda (construye) a uno de los escritores argentinos más
relevantes de los últimos treinta años. En Fogwill vida y obra se
confunden: se explican mutuamente. Lo que sigue, entonces, es una
manera de comprender su legado.”

La asertividad de la cita no debe evitarnos el análisis. Fogwill, una


memoria coral difícilmente podría pasar por biografía, eso es de rápido
acuerdo. Sin embargo, se encuentra muy cerca de ser una colección de
anécdotas. ¿Por qué Zunini denosta este género? La respuesta se ve a
continuación cuando dice que vida y obra “se explican mutuamente.” La
inclusión de la palabra “obra” aquí no es ingenua. Ya desde el vamos,
entonces se percibe un corrimiento. La anécdota es expulsada por “ligera”
y, pese a estar fuera de la “pretensión universalista”, se ofrece vida y obra,
y explicaciones sobre ambas. Si dejamos de lado las “pretensiones
universalistas”, ¿cuáles son, entonces, las ambiciones de este género sui
generis llamado memoria coral? El a priori tiene que ver con la obra.
Zunini se anticipa a una crítica inevitable. Al tratarse de un escritor, ¿qué
valor puede tener todo aquello que se mueve más allá de las lecturas de su
obra? Fabián Casas en una breve y agria nota publicada en Perfil.com ya
propuso esa queja: “Fogwill, que quería ser el escritor más grande de la
patria, es recuperado desde el personaje, pero no desde sus textos, que
parecen no atraer lecturas críticas salvo excepciones.” ¿Tiene o no tiene un
punto Casas? Más allá de la hipérbole, por muchos motivos se trata de una
queja inválida. Primero, Casas aceptó formar parte del libro de Zunini y
aparece allí prestando su voz al coro. Segundo, se escribió –y bastante–
sobre la obra de Fogwill. Por lo cual no señalar los trabajos críticos
existentes –Casas no los nombra– es comparable a negarlos. Pero tercero y
más importante, Fogwill también fue eso que se plasma en el libro de
Zunini. Pero ¿de qué está hecho eso? Otra vez la Nota preliminar: “Lo que
sigue, entonces, es una manera de comprender su legado.” ¿Legado,
comprensión? Refinando la queja de Casas, me apuro a decir aquí que, por
el personaje que se toma, esa “manera” no es óptima ni es la mejor. Está
muy lejos, para decir la verdad, de serlo.

2.
Las voces que componen Fogwill, una memoria coral pueden y deben ser
leídas. Alberto Laiseca abre con mucha fuerza el libro. Luego se siente un
descenso. Germán García, Oscar Steimberg, Jorge Revsin y algunos
empleados de la consultora Facta nos hacen comprender que esta
narración comienza bajo la sombra de la dictadura, cuando Fogwill estaba
llegando ya a los cuarenta años. Luego vendrá el Fogwill de los años
ochenta, y escuchamos a Chitarroni, a Chejfec, a Arturo Carrera. Prolifera,
rotundo, el elogio, el rescate de su figura. Alan Pauls es el primero en
tomar distancia. Eso lo hace creíble. “A mis veinte años, Fogwill era
básicamente sospechoso. ¿Para quién trabajaba? Era como un doble
agente.” Más adelante va a agregar que lo veía como “un pesado, un
hinchapelotas, una pesadilla.” Aunque matiza, sus intervenciones tiene
otra luz, un sesgo que genera visibles contrastes con las demás voces:
“Había algo en él que me agotaba físicamente, una misma tecla trabajada
hasta el hartazgo, con mucha modulación porque era muy bueno
modulando, pero en el fondo siempre la misma.” Desgraciadamente, no es
esta posición la que domina la armonía de la partitura general. Muy rápido
entendemos que no habrá escenas de sexo, ni de política, ni se nos
contarán traiciones, ni se nos revelarán los resultados de deudas impagas.
Lo disruptivo, tan propio de Fogwill, falta. Así, Elsa Osorio, Ana María
Shua y Leila Guerriero dejan entrever una relación sobre la que no se
explayan. (Como ese libro que hizo Cherquis Bialo con Maradona,
sentimos aquí que debemos esperar todavía un poco para que salgan a la
luz las verdaderas anécdotas.)

Luego Elvio Gandolfo, sí, habla con criterio, pero enseguida Sergio Bizzio
aparece especialmente salamero y muestra su desorientación cuando
pregunta si no fue él, Fogwill, el primero en hablar de Levrero. (El mismo
Fogwill le reconocía a Gandolfo haber sido, en 1968, pionero lector
argentino del escritor uruguayo. Véase “Mario Levrero”, publicado
originalmente en El interpretador, a fines del 2005, y compilado en Los
libros de la guerra.) Por su parte, la polémica con Quintín –que en su
momento fue importante y creo que hoy lo sigue siendo– aparece mal
narrada, con muchas imprecisiones, por el propio Quintín. ¿En una
“memoria colectiva” pueden los pasajeros equivocarse con impunidad? A
su turno, Daniel Molina se para en el centro de los equívocos diciendo:
“Fogwill es Sarmiento porque tiene la impronta maldita hiper genial de
Sarmiento.” Marcelo Cohen y César Aira se apartan. Realzan la figura del
homenajeado y se llaman a silencio con una elegancia de la que otros
entusiastas coreutas carecen. (Particularmente desangeladas, en este
sentido, son las palabras de Iosi Havillio que interviene siempre para
hablar de sí mismo.) Martín Gambarotta también hace explícita su
sospecha: “(...) no quiero cuestionar el asunto de hablar de Fogwill. No sé
cómo funciona el hecho de que haya un interés en que se hable de él.”
Así las cosas, se nota muy rápido cierto pulido de la figura de Fogwill, un
festejo de sus exabruptos mientras se los reduce, se los traduce, a un
sentido asimilable. Por ejemplo, sobre el paso de Fogwill por la cárcel Ana
María Shua dice: “Le había llevado la atención el aparato del inodoro y
contaba que se había hecho amigo de un “violeta.” ¡Hasta en la cárcel
rompía códigos!” Reclusión, códigos, el mecanismo del inodoro, el
violador: lo siniestro se hace presente en forma de cloaca pero los signos
de exclamación resaltan una alegría de la discreción, una risa histérica que
descomprime y pasa.

Muy rápido, se nota, entonces, un mecanismo recurrente que consiste en


otorgar la falta y luego repararla con la virtud. Digamos que de esa especie
de canto gregoriano surge una melodía dividida. Sobre el bajo continuo del
fragmento y los nombres, Fogwill aparece como el loco, el excéntrico, el
histérico, el exhibicionista. Pero lo hace siempre adjetivado. Entonces,
para más precisión, es el “loco creativo”, el que tenía “una voz
impactante”, “una inteligencia pinchuda”, “largaba cosas muy fuertes.”
Así, el sustantivo que denosta se equilibra con variaciones del campo
semántico opuesto. Fogwill era experto, era probo, era mítico, era un “gran
lector”, “gran poeta”, “cínico bueno”, paradigmáticamente un “patotero
intelectual.” Germán García articula bien el contrapunto cuando dice:
“Fogwill era alguien capaz de hacer cosas equívocas, pero también era
muy leal.” Martín Kohan satura el mecanismo de negación y afirmación,
de flujo y reflujo, cuando en una sola oración señala: “Fogwill podía llegar
a decir cualquier cosa, pero lo manejaba con mucha inteligencia porque a
la vez era de una precisión absoluta.” Se le podría preguntar a Kohan a qué
se refiere puntualmente con “cualquier cosa” pero antes habría que
preguntarse: ¿cualquier cosa o precisión absoluta?

Este mecanismo de amansamiento implica un gasto, un riesgo. “Me apuro


a reconocer que faltan voces” dice Zunini en la nota preliminar. ¿Por qué
el apuro? Admitir eso no es un detalle. Las voces que faltan son las voces
adversas. No las que pueden aportar diferencias, las que pueden dudar:
esas están. Las que faltan son las lisa y llanamente adversas. Pero ¿por qué
no están? Groseramente falta Ricardo Piglia, también Luis Gregorich,
Santiago Kovadlof, Carlos Gazzera, Federico Andahazi, que ganó un
premio por el cual Fogwill se indignó, los editores que le dieron ese
premio... Falta la voz de Juan José Becerra que lo apostrofó una vez como
“un Dalí de utilería.” Faltan las voces de algunos políticos y empresarios...
¡Faltan las ex-mujeres, las madres de sus hijos, contando su versión! No se
registran tampoco las voces de la crítica. Se nota la ausencia de Beatriz
Sarlo pero también, por ejemplo, la editora cubana Nancy Maestigue
Prieto. Supongamos que estas no eran voces que se prestaran a la
recolección con facilidad. ¿Zunini hizo el libro que se podía hacer de
forma fácil? También hay pereza porque se podrían haber usado recortes
de diarios y revistas, comentarios de la prensa escrita, otras fuentes. ¿No
vio Zunini que esas otras voces negativas habrían enriquecido y
complejizado el libro?

Si los primeros sonidos de este ensamble resultan algo ingenuos, por


momentos el aire se enrarece y surge la fácil retórica del obituario.
¿Podemos hablar ya de una liviana necrofilia hecha con pudor y por
compromiso? ¿Comentarios de velorio al filo del cajón? Hay otros
asuntos. Elogiando sin reparos a Fogwill muchos de los que hablan en este
libro se elogian a sí mismos. Tanto que en vez de Fogwill, una memoria
coral, se podría hablar de Fogwill, una memoria moral o incluso Fogwill,
una memoria coital. Doble operación, entonces. Primero, posicionamiento
de un autor, no tanto de sus libros, sino de una figura de autor. Segundo,
posicionamiento de un grupo que lo celebra y mientras se propone parte de
un campo. Desde ya, ambas operaciones son válidas, tanto como cualquier
operación de lectura y política. El tema pasa por su poca eficiencia y su
tosquedad. Los hilos que intentan manipular nuestra lectura se ven
demasiado.

Hay, desde luego, momentos que se rebelan de esta afinación general. Sin
llegar a la precisión de Pauls, Ignacio Echeverría habla de hostilidad, de
agresión, de intransigencia. Silvio Mattoni recuerda las épocas de adicción
dura en las que Fogwill “iba a tomar al baño del bar y se olvidaba al
chico.” Gandolfo dice que con Zelarayán eran agresivos: “A Fogwill le
encantaba la relación interagresiva, la refriega.” Fabián Casas afirma que
era “un tipo contradictorio, complejo. Una imagen beatífica sería
desacertada.” Luego agrega: “Era destructivo. No sé por qué.” Remarco
ese desconocimiento... ¿Qué es lo que no sabe Casas? No se trata,
entonces, de que se le perdone la homofobia, sus posturas políticas, los
dobleces de su ética, sus arbitrariedades, sus conocidos maltratos a
terceros, la mayoría de las veces gestos de autoafirmación demasiado
espesos para el pequeño progresista porteño. Se trata de que esos gestos no
son del todo leídos, sino apenas citados y expurgados. “Era destructivo. No
sé por qué.” ¿Contra qué era destructivo? ¿Por qué era destructivo? Nadie
responde esas preguntas en este coro. Tampoco hay un amplio repertorio
de elogios certeros. Las voces se funden, prima un único estilo, no se leen
diferencias de dialectos o idiolectos. Los nombres desfilan pero la
individualidad aparece sin brillo, hay que recortarla con fuerza. Se registra
así una monotonía autoral... ¿Pero de quién? La pregunta por el quién es
central en la lectura del libro. Sigo: ¿Por qué todos estos talentosos
escritores, estos intelectuales que dieron muchas muestras de ser probos en
sus libros y en todo tipo de intervenciones escritas u orales hablan acá con
la música de la lisonja fácil? ¿Por qué esa pasividad, esa homogeneidad,
esa distancia de grupo? ¿Zunini hace que las voces aporten a la docilidad
del personaje, a su rescate positivo y forzado, no a su examen?

3.
Entre tantas voces, vale hacerse la pregunta por la autoría. ¿Podríamos
señalar a otro que no sea Patricio Zunini, el firmante, como autor de
Fogwill, una memoria coral? No arriesgo mucho si digo que él es el
responsable final de lo que leemos. ¿O esto implica un salto por encima de
la complejidad del libro? Veamos. En principio no deberíamos confundir
coralidad y autoría. Sí, los contribuyentes son identificables y particulares,
sus contribuciones aparecen adjudicadas y rubricadas, pero la partitura, el
ritmo, los silencios y el ensamble son obra de Zunini. Difícilmente la
autoría pueda ser repartida entre todos los que hablan. Memoria colectiva,
sí. Recordar. Construir. Coralidad. Sí. Pero el que firma es Zunini. Y, cada
vez que puede, redobla esa idea. El gesto aparece desde el inicio cuando
dedica el libro a sus hijos: “Para Agustina y Emiliano.” Según entiendo,
ambos son menores de edad. ¿Qué dirá Agustina cuando lea este libro y en
él su nombre? ¿Y Emiliano? ¿Qué diría el mismo Fogwill de esta
dedicatoria? ¿Llegarán Agustina y Emiliano a leer alguna vez Vivir
afuera? (Doy por sentado que Muchacha punk les va a llegar tarde o
temprano...) La presencia de estos niños en este inicio sella la calificación
ATP del libro. Después, en el final, los Agradecimientos dicen: “Este libro
es un producto colectivo.” Si Zunini afirma que Fogwill, una memoria
coral es un “producto”, no tengo herramientas para desdecirlo. En cuanto a
lo colectivo, los mismos Agradecimientos se contradicen más adelante:
“Si, como dicen, un libro es un hijo —y este tuvo una gestación de poco
más de nueve meses—, la madre de este es Mariana. Todas las
conversaciones, todas las ideas, todas las lecturas: fue un trabajo
compartido desde el primer hasta el último día.”

Mariana, desde luego, es la mujer de Zunini, por lo cual, pese a lo


colectivo, Zunini se reconoce como padre. Esto redondearía un libro
todavía más familiar. Tenemos dedicatoria a los hijos, que son el futuro,
tenemos madre y musa, y tenemos padre y autor. Así, podemos decir que
esta versión de Fogwill viene a nacer en el seno de una familia
correctamente constituida. ¿Dónde quedaría entonces lo colectivo, tan
tironeado por tanta singularidad? Coro incompleto, medida de nueve
meses, paternidad, diálogo amable: el libro se revela como casa diseñada y
planificada para albergar a los seres queridos. En el amplio living-room se
entretienen colegas y amigos, bien atendidos, con autorización para
demorarse y expresarse; en la cocina y otras adyacencias se dispone el
producto. Los niños, que son orgullo, saludan al principio de la reunión y
luego desaparecen de escena. Por más que la charla sea larga y se estire,
todo llega controlado bajo la celosa mirada del dueño y autor, que
administra los tiempos y los espacios. Sobre el final, se hace el brindis y el
anfitrión agradece, pidiendo reconocimiento también para su mujer. En la
solapa, se avisa al lector que este es el primer libro de Patricio Zunini.
¿Vendrán más? Podríamos pensar una serie de “memorias corales.” Los
autores se verán. Más importante es determinar que la forma será
colectiva, desde ya, con aires de ópera o, mejor, de sainete con final feliz.

4.
Si bien a esta altura nos queda claro que este retrato de Fogwill no
aceptaría miradas demasiado disruptivas ni opiniones de censura, vale
preguntarse qué pasa con sus obras. ¿Leyó Zunini todo Fogwill? A
instancias de este libro, eso no importa. ¿Y los coreutas? Tampoco se deja
ver, entre tantos amigos, ningún lector dedicado a la obra del autor en
cuestión. Al contrario, las opiniones parecen desplegares de forma
incidental. Las voces también son incompletas. Hago una lista. Daniel
Guebel: “Excepto por los Pichiciegos la novelística de él no me interesa
mucho. Me interesan los cuentos.” Más adelante agrega: “Tampoco diría
que soy un especialista en Fogwill.” Silvio Mattoni: “Creo que lo que
mejor le sale son los cuentos.” Fabián Casas: “El me enviaba sus poemas
para que se los corrija. A mí no me gustaban mucho.” Damián Tabarovsky:
“En los artículos de los ochenta su mirada era muy precisa.” Quintín: “Yo
lo provoqué a su vez diciendo que Vivir afuera era una novela mala.”
¿Algo más? La novela Un guión para artkino es mencionada apenas dos
veces. Urbana, solo una vez, al pasar. Una pálida historia de amor,
ninguna.

Este desprecio por comentar la obra, esta opción, contrasta con el mismo
Fogwill, que por un lado se narró a sí mismo mejor que este coro sacro,
pero también se leyó a sí mismo mucho mejor, con más asertividad y
pericia de la que ahí se ofrece. Por eso, si cruzamos la incandescencia de
su prosa argumentativa, irritante y lúcida, con estos juegos de voces, lo
que surge es llamativo. ¿A qué me refiero? Los libros de la guerra, por
poner un ejemplo, practica un lugar intermedio entre la narración, la
especulación y el personaje y ninguna de las voces reunidas en esta
memoria rescata esa antología más allá de la cita eventual. Habría
alcanzado con reproducir algún fragmento de Los libros de la guerra para
dejar en evidencia el embotamiento de ciertos amigos. No por nada,
Maximiliano Tomas advierte con criterio: “El Fogwill televisado se
prestaba a la edición del cliché. En cambio en la escritura no: ahí no te
podés disfrazar detrás de nada, y con el talento que tenía para dominar las
palabras generaba otro efecto de autoridad.” ¿Me animaré, como crítico, a
plantear una escenografía televisiva para marcar el discurrir de las páginas
que aquí me ocupan? ¿Puedo entregarme a la fantasía de pensar el rol de
Zunini asociado a un presentador que regula los tiempos de sus
entrevistados?

Dije al principio que la voz de Fogwill no aparece en forma directa. Y, sin


embargo, a veces se la escucha. Su articulación es tan punzante que logra
atravesar la selva meliflua de aceptaciones, y emerger, tamizada, sí, pero
por momentos también nítida. Suena como un intérprete que, dentro de
una orquesta, toca en otra tonalidad. Pero, ¿dónde? Francisco Garamona,
recordando la presentación de uno de sus libros, dice: “Fogwill no quería
que fuera una presentación laudatoria, donde todo el mundo dice: “Qué
genial es tu libro”, si no que quería generar un bloque de discusión. Quería
armar quilombo. Para Fogwill el quilombo era un motor de pensamiento,
porque para él la discusión era como pensar en voz alta.” Y Chejfec lo
describe como “muy crítico frente a la sumisión ante el sistema de la
literatura.” Y Guebel señala “su negativa al chantaje moral de los
depresivos.” Y si bien el libro termina consolidando y reforzando todos los
equívocos y apreciaciones –muchas veces bien intencionadas– de los no-
lectores –estereotipos innecesarios y molestos, grandes desvíos, los
ritornelli del marketing y el escándalo– es posible encontrar en Fogwill,
una memoria coral la voz del “objeto de estudio” comentando y
cuestionando el mismo libro que la contiene. Como autor, Zunini no logra
doblegar del todo la actitud disolvente y negativa de su “personaje” y así,
insisto, este logra desestimar y hasta develar la operación a la que se lo
somete. Fogwill sabía que eso podía ocurrir. En “La consagración del
poeta menor”, un artículo de 1991, escribió: “(...) la poesía tiende a
irrumpir en cualquier parte: hasta en el fango tibio de la trivialidad
literaria.”

Como hecho significativo, en Fogwill, una memoria coral se narra la


historia de “La herencia cultural del proceso”, un artículo al que le
pusieron un sello que decía que El Porteño, medio donde había salido
publicado, no coincidía con esas ideas. En ese mismo artículo Fogwill
apura el paso: “(...) espero que esta vez los críticos atiendan a la lectura de
mis observaciones en lugar de dedicarse al registro de las emociones que
algunas frases y subtítulos les puedan despertar.” Era y sigue siendo un
pedido atendible.

5.
Retomo nuestra pregunta: ¿qué es Fogwill, una memoria coral? En otro
artículo titulado “Jardín de letras robadas”, publicado en Vigencia, a fines
de 1981, Fogwill comenta la feria del libro de ese año y dice “los
resultados de los últimos concursos literarios prueban que estos, cuando no
son una mera lotería, son sistemas de censura invertidos.” No me interesa
aquí debatir la justicia de los premios literarios, pero sí esas cursivas que el
autor usó para resaltar un acierto. Ese concepto, ese mecanismo, el sistema
de censura invertido, parece describir de forma muy precisa cierto espíritu
general de la obra de Zunini. Ahí también se trata de mostrar, de llenar, de
exhibir pero solo aquello que pueda ser ofrecido sin peligro para ninguna
de las partes. Dicho en breve: mostrando se oculta, premiando se condena.
Por eso, el lector interesado deberá buscar justo en aquello que no se dice,
en lo que falta, la operación política del libro. ¿Qué pasa si ubicamos este
intento cerca del Borges de Bioy? La comparación es, a todas luces,
infeliz. Aunque Fogwill –en alguna loca serialización– podría rozarse con
Borges, las chances que tiene Zunini de ser Bioy Casares son nulas. Y
mientras uno de los libros es el “producto” de un par de meses de trabajo,
el otro se revela como un diario lento que avanza por décadas de amistad.
Digamos, sin más, que el primero es un coro dominical de iglesia, mientras
el segundo, una silenciosa épica de la intimidad. Sus procedimientos
formales, sin embargo, son comparables. Mientras Zunini oculta
modelando la voz de los demás, Bioy muestra hasta la desvergüenza.
Copio una cita: “Cuando vuelvo del mar a la carpa, Silvina y Borges están
conversando; Silvina, detrás de la lona, en el compartimentito para
vestirse; Borges en el centro de la carpa, a la vista de toda la playa, con
una camisa rabona (de las llamadas remeras) y sin pantalones ni
calzoncillos, al aire el promontorio oscuro de testículos y pene. “Estás en
bolas”, le digo, arreándolo detrás de la lona. “Ah, caramba” comenta sin
perder la ecuanimidad. “Como no ve –comenta después Silvina– está
como con una careta.”

Para la lectura que realizo, la desnudez física es lo de menos. Fogwill


también se mostró desnudo, para unas fotos, en una pileta. ¿Importa? Lo
que se hace presente es otra cosa. Y ya me estoy arrepintiendo de la
comparación. Siempre es improcedente comparar un libro bueno con uno
malo. Se trata, apenas, de intentar señalar, por burdo contraste, cómo uno
de esos libros dice y revela, y se anima a ir más allá del tabú, a negociar
con la represión social, con el buen mandato, dando una imagen de escritor
diferente, mientras el otro libro acata, calla, acomoda y solapa. Tanto
mejor que comparar, entonces, es señalar que Fogwill, una memoria coral
aparece como el libro de un gestor. Una obra que no se escribió sino que se
organizó, se gestionó. ¿Cómo se llama al que lleva adelante la “gestión
cultural”? A este autor-gestor no le interesa escribir ni leer, sino
administrar. El material con el que trabaja son los contactos de su agenda.
Su capital simbólico e ideológico, la buena relación con su entorno. Este
autor-gestor no desata los nudos de la lengua, sino que acata y demanda
compromisos. Y cuánto combatió esto Fogwill, insistiendo para que, muy
temprano, se leyera y se reconociera a los disruptivos Lamborghini, a
Laiseca, a Perlongher, a Aira, a Viel Temperley... (Especialmente bellas y
perspicaces son las páginas que le dedicó a Miguel Briante. El artículo se
llama “La memoria de un padre”, y salió en Página/12-Primer Plano, a
principios de 1995.)
Mi hipótesis final es que siendo director del FILBA y editor del blog de
Eterna Cadencia, Zunini hace triunfar en su libro la gestión cultural por
sobre la lectura y la discusión, el avance de la “buena onda” y la anestesia
por sobre la crítica.

Daniel Link escribió en una conocida y exacerbada nota de la que copio su


primer párrafo: “Se dice que Fogwill está loco, que es insoportable, que
más vale tenerlo lejos. En el mejor de los casos, se dice que Rodolfo
Enrique Fogwill (1941) es “un provocador”. Lo que nadie puede decir es
que sea tonto. Por eso se insinúa que es una lástima que Fogwill esté loco,
porque en realidad es un tipo inteligente. En esa manera fácil de plantear
las cosas, claro, no se está entendiendo nada. Es que la de Fogwill es una
inteligencia “superior”, y por lo tanto un poco inhumana: como si se
tratara de la inteligencia de una divinidad o de un alienígena, siempre un
poco más allá de la capacidad de comprensión del común de los mortales.
¿Qué le pasa a Fogwill? Esa hermenéutica generalizada alrededor de su
persona habla de una suerte de temor ante lo otro, ante otros pensamientos
que la televisión o la moral pequeño-burguesa (aparatos ideológicos que el
autor detesta con igual intensidad) no nos tienen acostumbrados a
escuchar: Fogwill se ha pronunciado públicamente en contra del aborto y
de las/los abortistas. Fogwill ha declarado su simpatía por el Papa más
inculto y reaccionario de todo el siglo. Fogwill se ha manifestado en contra
de las exenciones impositivas a la producción artística (teatro, libros, etc.).
Fogwill siempre tiene algo que decir en contra del sentido común (sobre
todo, en contra del sentido común progresista): ha decidido vivir afuera de
todo lugar preconcebido del pensamiento. Esa exterioridad tal vez indique
que Fogwill está un poco loco. Pero, ¿cómo no habrían de enloquecer un
dios (por menor que sea, en el escalafón de divinidades) o un alienígena
tratando de comprender -y, en su caso, tratando de consignar por escrito-
este triste mundo nuestro que llamamos Argentina?”

Un dios, un alienígena, un loco. Televisión, moral pequeño-burguesa,


sentido común progresista. ¿“Vivir afuera de todo lugar preconcebido del
pensamiento”? Hay mucho en este fragmento. Quizás demasiado. Pero
más allá de que Link cifra en el no-progresismo la ajenidad total –como si
negar los flácidos enunciados de una vaporosa pseudoizquierda te
convirtiera sin mediaciones en el otro–, el párrafo –y la nota entera–
tematizan aquello que Fogwill, una memoria coral oculta. Y es feliz y
acertada la frase “Esa hermenéutica generalizada alrededor de su persona
habla de una suerte de temor ante lo otro.” Siguiendo esa idea, el libro de
Zunini estaría dentro de esa “herméutica”, y su objetivo último sería la
amortiguación de ese temor, su purgamiento más o menos reflexivo. El
resultado es la defensa y consolidación de la parte más vulgar del status
quo que rodea a Fogwill. Catón sobre el final del libro dice: “Quique fue
leal a su slogan: “Escribir para no ser escrito.” Vale preguntarse quienes
no fueron leales a ese slogan y por qué.

6.
Carlos Correas se quejaba de la muletilla “no es anecdótico...” usada para
valorar de forma negativa una acción, un comentario, un hecho. Correas
veía en la anécdota una dignidad, una nobleza, un swing de verdad. “Sólo
los pedantes teoricistas y demás ralea desprecian o temen la anécdota”
escribió en prólogo a La Operación Masotta. Suscribo el señalamiento.
Ese género, tan básico, popular y frágil, al punto de que no puede en él
faltar nada ni sobrar nada, no merece ser utilizado como denostación.
También coincido con Zunini cuando dice que Fogwill, una memoria
coral no es biografía, ni anecdotario. Ambos géneros implicarían una
trama, un remate, una moraleja, una enseñanza, una gracia asegurada.
Aparte de la anécdota, que circula, lúbrica, por su Operación, Correas
elabora finas y exigentes interpretaciones de la obra de Masotta, mientras
construye una biografía y una autobiografía, en la medida en que el
Facundo o el Evaristo Carriego de Borges pertenecen a ese género.
Dijimos que es improcedente comparar libros buenos con libros malos.
Trayendo a Correas, caigo otra vez en ese error. Pero vuelvo a
preguntarme: ¿qué es Fogwill, una memoria coral? Recién ahora puedo
decir que es la versión de salón de un tipo que no fue de salón, o que no
fue solamente de salón. Después de leerlo y releerlo comprendo que
necesitamos con urgencia otras versiones de Fogwill, versiones más
completas, más dedicadas, menos ingenuistas, menos burdas. Se dice que
María Moreno está escribiendo una biografía. Su aporte a la memoria coral
de Zunini es excelente. Libre de cualquier gestualidad hagiográfica
gratuita, ella lee el personaje Fogwill, le da relieve a sus aciertos y sus
defectos, lo caracteriza, lo interpreta, lo despliega en todo su potencial sin
negarlo. Por contraste, las intervenciones de María Moreno demuestran
que en la música de la “memoria coral” no molesta tanto el elogio
monótono, sino la falta de talento en el elogio. Si todos los comentarios
fueran como los suyos el libro de Zunini sería mejor, sería un buen libro.
Ojalá su biografía llegue pronto.
Sobre La Serenidad de Iosi Havilio

¿Qué le podemos pedir a la novela como género hoy? En una primera


aproximación, nada nos contradice. Puestos a pedir, podemos pedirlo todo.
Bondad, moraleja, el mal, la picaresca, sofisticación, política, sensualidad,
vulgaridad, reflexión, acción, que despliegue un universo completo, que
opine sobre lo sagrado, sobre su época, sobre la historia, que dialogue con
nuestros miedos, nuestras frustraciones y nuestra más íntima neurosis, que
nos dé soluciones prácticas, que nos divierta. Tan amplia es la idea que
tenemos hoy sobre la novela que a veces la usamos como sinécdoque del
objeto “libro.” Un libro, una novela. Sin embargo, la hipérbole que marca
esta conexión resulta falsa. Pedimos mucho, sí, y lo que recibimos es
frustrante, incompleto: la aventura del reflejo argentino, esa bisagra. Ahora
bien, sin olvidar nuestras absurdas pretensiones, ¿qué nos da La Serenidad
de Iosi Havilio? Se trata de una novela. Y de una novela breve. Una novela
breve contemporánea. Arriesguemos un poco más. El protagonista va de
acá para allá, se suceden escenas y remembranzas. El tiempo se ralentiza o
se apura. El final es apocalíptico más allá de la última metáfora donde al
parecer se alcanza la “serenidad” del título. En el medio hay listas, escenas
gratuitas, altercados, escenarios que cambian. Y sobre todo se siente,
constante, la media lengua de la ironía, una escritura que apuesta, de una u
otra manera al “entre nos”, al guiño del “ya sabemos cómo funcionan las
cosas.” ¿Dónde se lee eso? Está en la misma novela, en su estilo de
acumulación, de amontonamiento. Pero también rodeándola. Veamos.

Al protagonista se lo señala de forma recurrente como “El Protagonista.”


Havilio avisa, en este gesto, que él es consciente de las convenciones del
género –la novela tiene siempre un protagonista– y exhibiéndolas intentará
transgredirlas o al menos generar la citada complicidad. “Usted y yo,
lector, sabemos que esto es una novela, una excrecencia ficcional, un
mecanismo, y no hay por qué ocultarlo” parece decir. Es truco viejo. Pero
luego Havilio insiste poniéndole a los capítulos largos nombres
explicativos que recuerdan el estilo de viejas relaciones de viaje
castellanas. Copio algunos: “De cómo El Protagonista rompió con
Bárbara, se enredó en discusiones ontológicas y fue humillado por la
presencia del Gran Otro”, “Del extraño robo que sufrió El Protagonista, de
la larga caminata que hizo bajo la lluvia y de la inolvidable golpiza que le
dieron los Rusos”, “De cuando El Protagonista ocupó el lugar de La
Madre, se vistió con ropas de la niñez y habló hasta el agotamiento sin
pronunciar una sola palabra”, etcétera. (El uso excéntrico de mayúsculas
pertenece al autor.)

Hay más. Por ejemplo, dos epígrafes. El primero dice “Soy una mala
historia” y lo firma “Mirko H.” (El nombre es enigmático, la frase aplicada
a lo que sigue parece exacta.) El segundo es de James Joyce, extraído del
Ulysses: “Bloom: O, I so want to be a mother.” ¿A qué alude este segundo
epígrafe? En La Serenidad hay conflictos y recuerdos familiares que bien
podrían ser leídos a través de esta alusión: cambios de rol, cambios de
sexo, transfiguraciones post-freudianas de la maternidad, y así. Mucho más
destacable me parece la necesidad de citar a Joyce, de extraer y repetir, a la
cabeza del propio texto, una parte del Ulysses. Otro detalle. En la foto de
solapa, al uso de la editorial Entropía, Havilio aparece leyendo. ¿Qué lee?
Un libro sin muchas marcas pero en el que podemos ver con claridad el
nombre de John Cage.

La insistencia en parasitar, sin más, el alto modernismo y sus derivados no


es infrecuente en la literatura argentina. Está César Aira y su cansadora
recuperación de Marcel Duchamp (o del mismo Cage en su conocido
ensayo La nueva escritura). Está Juan José Saer y sus lecturas acriolladas
de Robbe-Grillet (con sus alusiones algo infantiles al Ulysses en, por
ejemplo, “Sombras sobre un vidrio esmerilado”). Hay mil otros ejemplos.
¿Es esto punible? No, los homenajes y las búsquedas de legitimación son
frecuentes en todos los idiomas e invalidarlas conlleva una exigencia
excesiva. Sin embargo, no es igual una apropiación sofisticada o un guiño
preciso en el momento justo que la ingenuidad, el impudor y el besamanos.
En el caso de La Serenidad, las aspiraciones y las filiaciones impuestas
desde afuera enseguida tambalean. En la página diecisiete hay una
pirámide de nombres propios que, entendemos, elogia o recrea la poesía
concreta o algún otro experimento similar. Cuando un narrador del siglo
XXI tiene que recurrir a estos extravíos tipográficos ¿no se instala la
desconfianza?

Cito de La Serenidad: “Integrarse al cuerpo social tiene el gusto del


merengue, ese baño de crema atroz, la acidez del cítrico chamuscado.”
Havilio lo dice aludiendo al cónclave del cual es expulsado el protagonista.
Pero la novela misma también admite ese diagnóstico, ese asco, esa
distancia. Lo suyo no está en lo social, sino... ¿dónde? En la lengua, o más
bien en el uso arrobado de la lengua, en el estilo, que no es para el género
un tema accesorio. Copio un párrafo donde el protagonista se detiene a
comer y a orinar y la pizzería en la que entra le recuerda a la mujer
perdida:

“El Protagonista superó La Gran Curva. Comió pizza de pie sobre un


mostrador guareciéndose los dientes, rodeado de familiares. Chupó
frío. Tomo agua de pozo. Sintió un olor de ultratumba que le hizo
arder la nariz. La proximidad de ese río, fuente de Contaminación y
Vida. ¿Cuánta potencia le quedaba en la reserva? ¿Alguna vez
pensaría en echarle un manotazo? La lluvia ya no se creía, se meaba.
Entró al Boulevard: árboles nuevos, luminarias espléndidas, pobre de
colección. El resto estaba igual que siempre, viejo, sucio, floreado.”

Copio otro párrafo, un poco peor escrito todavía, pero igual de festivo.
Aquí el protagonista recuerda algunos escarceos eróticos de la
adolescencia o la infancia:

“Desde el centro irradiante de su subjetividad dio a luz al pequeño


paquete de signos atroces. Kilómetros de tintas medias, una tentativa
de depravación a una niña al pie de la cama y mil pinos lamiendo el
ventanal como viejos verdísimos en el corazón del country. Solo con
Pajitas. A la hora de la siesta: robo de ladrillos, complicidades en
golpizas, sueños de gloria, vómitos en silencio, casi vómitos y un
poco de amor peruano en la apoteosis líquida de una vida inmaterial.”

No hay novedad en el estilo de La Serenidad. Tampoco en el hecho de


apostar a ese estilo por sobre todo lo demás. Pero, ¿qué sería “todo lo
demás”? Personajes, tramas, política, lecturas de la tradición, lecturas del
presente, denuncias, pornografía, situaciones dramáticas, observaciones de
nuestras contradicciones, o de nuestra psicología, o de nuestros cuerpos, o
de nuestras costumbres, o de las costumbres de otros... La lista es difícil,
ripiosa, incompleta. Pero, ¿tanta capacidad de eludir lo interesante tiene
Havilio? Desde luego, si empezamos a rascar –no esta novela, sino todas
las novelas– vamos a encontrar uno o varios de estos items, lo cual no
invierte la lectura de que La Serenidad se muestra indiferente a todo menos
a la lengua. Ahora bien, describir ese estilo del que hablamos no resulta
complejo: mucha arbitrariedad, juegos de palabras, elipsis, metáforas,
aliteraciones, desplazamientos. Todo eso, todo el tiempo, puesto en un
mismo plano, apelmazado y sin contornos, desbordando en un irreductible
atolondramiento general. Y dentro de esa falta de foco y fondo,
sobresaliendo, un uso acentuado y consciente de lo cursi. ¿Pretende
Havilio hacer pasar la cursilería por alto modernismo? No es una
operación destinada sí o sí a fallar. De hecho, la cursilería forma parte de
una zona del alto modernismo, donde aparece saqueada y versionada. Sin
embargo, leer los desvaríos técnicos como preciosas reflexiones
impresionistas sería un error. Quizás el peor capítulo, en este sentido, sea
“El lenguaje estúpido del amor” compuesto con la técnica de la lista
automática de repeticiones. ¿Qué es lo estúpido? ¿La forma en que
amamos, la forma en que comunicamos el amor o la forma en que La
Serenidad lo retrata?

Digamos, una vez más, que la deconstrucción lúdica de la novela ya era


algo asentado y remanido a mediados del siglo XX. Pero antes de eso,
debemos lidiar con un texto frío, fóbico, donde la autonomía del arte
constituye un aislamiento. ¿Podemos hablar de igual a igual con un
escritor europeo de hace cien años sin caer en lastimosos errores? Se
constata muy fácil que entre Havillio y las técnicas y los temas del alto
modernismo corrió demasiada agua. Manuel Puig, Néstor Sánchez, el
mismo Cortázar, la ficción de Carlos Correas, los autores ya canonizados
de los años ochenta como Copi, Libertella y los Lamborghini, el Marcelo
Fox de Invitación a la masacre, una buena parte de la revista Babel: todos
ellos llegaron antes y con más éxito. ¿Cómo pasar por alto ese largo
rosario de experimentos formales que –residuales, periféricos o excelsos–
abundan en las literaturas nacionales? Incluso al obviar el boom, Havilio
comete un error grosero. Paradójicamente, cuando un autor elige el
afectamiento del hermetismo no puede alegar línea directa con el pasado.
Estas mediaciones, y tal vez cierta senilidad, llevaron a David Viñas a
escribir su tardío Tartabul, o los últimos argentinos del siglo XX que, sin
ser un texto del todo feliz, cumple mejor –tanto mejor– el designio de
violencia verbosa y complejidad que se imponían los citados novelistas
experimentales. Dicho esto, creo que el acto de ignorar los eslabones que
nos separan y a la vez nos unen con Joyce no genera libertad creativa ni
ningún otro tipo de libertad, sino meras rebarbas anacrónicas y
pretensiones dislocadas.

Un poco más allá, la hipótesis con la que Erich Auerbach cierra Mímesis
no suena acertada. La novela del alto modernismo, sea Joyce o Virginia
Wolf, o cualquiera de sus variantes y también muchos de sus derivados, no
tenían pretensión mimética, no eran continuadores del esfuerzo realista. Su
programa se centraba, más bien, en llevar el género a su máxima capacidad
expresiva, explorando sus límites, impulsándolo hacia adelante, a veces en
fugas no controladas, tediosas, espectaculares, fallidas, alucinantes. Su
fetiche fue el auto-oscultamiento, la lengua con instrumento que se ve, la
mirada que modifica y sabe que modifica. Por todo esto a los novelistas
posteriores del siglo XX les costó esquivar o jugar a esquivar las marcas
que dejaron sobre el género. El riesgo era la ingenuidad. Y también por
esto, si las técnicas del alto modernismo empujaron la novela a su futuro,
que muchas veces fue de desintegración o estrangulamiento, al tomarlas de
referente sin mediaciones, con tanta ingenuidad, Havilio regresa, vuelve.
Dicho en una línea: en La Serenidad, lo que hace cien años iba hacia
adelante, hoy va hacia atrás. Y esto resulta especialmente improcedente
cuando comprendemos que Havilio tiene muy pocas ideas narrativas para
ofrecer. La anécdota del ovejero alemán suicida que escapa suicidándose
del amor sin prejuicios de su dueña troskista merecía una realización
menos afectada. Hay otra anécdota con perro cuando el pragmático
pasajero de un tren, fastidiado por los ladridos, lanza al animal por la
ventana casi sin inmutarse. Ambas escenas presentan una sensualidad
magnética y es a partir de estos momentos que el lector comprende que la
novela podría haber sido una sátira a la vida intelectual porteña. O un
compendio de raro costumbrismo, fijado por ese idioma barroco. Pero
Havilio elige perderse, abandonarse a su narcisismo, derivar por lo que el
barro del lenguaje le propone, y eso lo sumerge en una afectación
estilística que recuerda los trazos de un adolescente o los intentos de un
neófito ansioso. Insisto: la voluptuosidad que alcanza Havilio en el uso de
la lengua se vuelve una masa donde todo es igual que todo, y entonces
nada tiene peso y nada importa. Desde el principio la mezcla recuerda a un
engrudo, muy especiado, pero engrudo al fin. También hay algo de solo de
guitarra excesivo en esta Serenidad. Se repite mucho la falta de un
conflicto, la pérdida del tiempo en los ornamentos, los grumos ofrecidos
como delicia. Por esto, decir que La Serenidad es diarréica no sería justo
con Havilio, que como autor vale más que esta novela, y tampoco con la
diarrea que es, a fin de cuentas, una instancia liberadora.

En la página sesenta y uno, dentro de un capítulo titulado “La síntesis o lo


sintético”, leemos: “El Protagonista va descubriendo olores de horas de
tedio y televisión, charlas pesadas, chistes fáciles, la exploración de
genitales.” Si los genitales son los propios, y la observación funciona
como analogía de una larga y sosa masturbación, la frase bien podría
describir la novela misma.

Pero finalmente, más allá de todo, dentro del aburrimiento que genera La
Serenidad, dentro de su inocencia desabrida, sobresale su anodina
felicidad. Por momentos parece la novela de un cocainómano. En otras
zonas, opuestas, recuerda el habla positiva del adicto recuperado. En la
página noventa y nueve leemos: “El Protagonista sospecha ahora de un
exceso de entusiasmo de su Yo Narrador.” El lector también lo nota. ¿Pero
de qué tipo es ese entusiasmo? La voz que narra en La Serenidad
desarrolla el timbre y el ritmo de la voz amiga pero no sentimos esa
intimidad, esa confianza, sino lo contrario. La novela de Havilio genera el
mismo rechazo que un borracho que nos viene a dar la lata, que nos cuenta
historias que no comprendemos, o que comprendemos banales, y encima,
cada tanto, intenta abrazarnos. Pese a la fiesta, a la algarabía, no hay
empatía ahí, no hay caritas. Esa falta, y no otra cosa, describe con
precisión esta serenidad.

Algo más. El título es una cita, irónica o no –¿cómo saberlo a esta


altura?–, de Heidegger. Sin desenredar las relaciones, influencias y
capilaridades que podría tener la obra del filósofo alemán con esta novela
–ya con Joyce alcanza y sobra–, vale una aclaración. Raúl Gabás, traductor
al español de Un maestro de Alemania, la clásica biografía que Rüdiger
Safranski le dedicó a Heidegger, da a entender que la traducción
“Serenidad” para la palabra alemana “Gelassenheit” conlleva un
corrimiento, una poesía algo turbia. El prefiere “Desasimiento” y ofrece un
ejemplo ligado a los objetos técnicos que “descansan en sí como cosas que
no son algo absoluto, sino que permanecen referidas a algo superior.” En
consecuencia, Gabás traduce “el desasimiento de las cosas.” ¿Estamos
frente a una situación muy conocida y estudiada en la literatura argentina
donde una traducción genera sentido a partir de un equívoco? La novela La
Serenidad publicada en el 2014 por editorial Entropía, demasiado aislada
de todo, demasiado caprichosa, no parece tener más que indiferencia para
ese dato.
Braun y Victoria

1.
El favor del mecenas está presente en los bordes y en el centro de nuestros
mejores libros. Desde Cervantes y Góngora, que le dedicaron sin mucha
ganancia el Quijote y las Soledades a Don Alonso López de Zúñiga y
Sotomayor, duque de Béjar, hasta nuestros días donde el Estado u otras
dependencias públicas y semipúblicas avalan y patrocinan las artes, la
figura del mecenas fue ampliamente estudiada, frecuentada y parodiada,
con esperanza indudable y no pocas veces fatigosa resignación. En esta
línea, Pablo Braun, dueño de Eterna Cadencia, es hoy uno de los pocos
mecenas del mundo del libro local. Poseedor de una enorme librería
ubicada en un lugar inmejorable de la ciudad de Buenos Aires, administra
también un sello editorial de amplia distribución y organiza el FILBA,
Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, que funciona de
forma anual y se ha desplegado a otras ciudades de la Argentina y países
limítrofes. Luego está el blog-revista de la librería, un espacio
representativo de todo el proyecto. Bien plantando en el terreno de la
difusión y las redes sociales, el blog-revista puede llegar incluso al
periodismo. ¿Lo sobrestimo? Creo que no. Mientras los suplementos
culturales de los diarios se presentan atrasados, o directamente en vías de
desaparecer, blog.eternacadencia.com.ar funciona como un distribuidor de
noticias y novedades dinámico y constante. Aunque no tiene producción
propia de peso (ni mucho menos lecturas críticas relevantes), mientras
posiciona a los autores de la editorial, esta plataforma compila, reproduce
y cataloga prólogos, ficciones, artículos, reseñas y desgrabaciones de las
charlas que se dan el bar de la misma librería. ¿Le alcanza con todo esto a
Eterna Cadencia para ocupar el centro de nuestro campo intelectual? No
arriesgo mucho si digo que buena parte de la intelligentsia porteña
frecuenta o frecuentó la librería, visita el blog o participó del FILBA. Los
soportes nunca son ingenuos y más allá de los contenidos ellos también
transmiten el humus ideológico que fertiliza la literatura nacional. Y si es
necesario ir a las condiciones materiales de existencia y ser vulgar citando
la agenda y los activos de Pablo Braun, esto es porque son ellos lo que lo
constituyen como sujeto público, como actor, editor, curador y gestor. De
hecho, la vida de Braun –sus elecciones, sus limitaciones, sus errores y sus
aciertos– me resulta más interesante que, por ejemplo, el FILBA. Y, sin
entrar en matices, bastante más atractiva que las novelas que publica su
editorial.

2.
Para saber quién es Pablo Braun hay que conocer a su familia. Y para
conocer a los Braun tal vez sea indispensable leer Los dueños de la tierra
de David Viñas. En esa novela Braun es Brun. Copio el principio: “Matar
era fácil. Pero no así, no, reflexionó Brun con impaciencia y se pegó unos
fustazos en los borceguíes: a él le correspondía esperar ahí, sentado en el
fondo del cañadón mientras Gorbea y sus hombres cazaban del otro lado
de esa loma.”

Los dueños de la tierra, que es una novela de aventuras, de huelga, de


crisis y de trabajo, admite ser leída como una denuncia. Pero, al mismo
tiempo, también es la historia de la construcción de una nación. Hasta el
más sofisticado panfleto se puede dar vuelta como un guante. Braun. Brun.
Bien transcripto o apenas tergiversado, el nombre todavía suena. Viñas lo
denuncia, decimos, y así lo corrobora. Él, ellos, los Brun, los Braun,
modernizaron el país a sangre y fuego. Lo hicieron productivo. Lo
construyeron como se construye una nación. ¿Había otra forma? No soy,
no puedo ser, el Osvaldo Bayer que recusa la guerra al indio mientras
juzga el pasado con la moral del presente. En el siglo XIX el régimen del
capital internacional pedía modernización. Si no ocurría, si una nación no
se volvía productiva, otras naciones la colonizaban. Era, entonces, ir hacia
el futuro o ir hacia atrás. Por otra parte, las comparaciones entre el
terrorismo de Estado de fines del siglo XX y la guerra hecha al indio por
todos los gobernantes de la Argentina en el siglo XIX, con especial
eficiencia en Rosas y Roca, son improcedentes y propias de una izquierda
ignorante y tendenciosa. Aprendería mucho el argentino promedio si
comprendiera, de una vez, que el mito del buen salvaje es regresivo.

Más cerca en el tiempo, al patriarca productivo y rentable, trazador de la


geografía americana, se sabe, lo sigue, casi invariablemente, una estirpe de
señoritos inútiles y acomplejados. El padre de Pablo Braun, por ejemplo,
se mató en una ruta uruguaya siendo todavía muy joven con, hasta cierto
punto, heroica actitud suicida. Detengo acá los chismes. Agrego, ya por
fuera de la indiscreción, que Pablo, el heredero, envuelto en mil penurias
neuróticas, encontró en el dispositivo Eterna Cadencia un poco de sentido,
esa laborterapia perdida de la que habla Arlt en el prólogo a Los
lanzallamas. Y si a una ascendencia de colonos, asesinos y empresarios
exitosos, este Braun le responde con la declamación sostenida del bien
común y “la cultura”, su proyecto, consecuentemente, será “democrático”,
pudiendo utilizar el vocabulario de “la inclusión.” Se impone, entonces, lo
vemos, el uso de comillas. Como prueba leemos en el sitio de la Fundación
FILBA: “La Fundación FILBA pretende alcanzar una presencia en la
sociedad que, desde el placer por la literatura, fomente el compromiso
democrático de la cultura.” Sociedad, literatura, compromiso democrático,
cultura. ¿“Democrático” dijimos? Podría ser. Lo que importa es la
“promoción de la lectura”, antiguo slogan que lo permite y habilita todo.
Otra cita: “La Fundación Filba es una organización sin fines de lucro cuyo
principal objetivo es la promoción de la literatura en sus diversas
expresiones.”

Bien, pero por más elástico que sea el concepto de “democracia”, su


aplicación indiscriminada también lo seca y cuartea. ¿Eterna Cadencia
democratiza? Digamos que adscribe al tratamiento filantrópico de corte
ONG, intentando así una militancia veteada de intereses particulares de
todo tipo. ¿Podríamos pedir otra cosa? Posiblemente los operadores del
caso me señalen que Braun invierte desinteresadamente en que nosotros,
los lectores, seamos menos burros, y que lo hace con las herramientas de
las que dispone. Y sin embargo, ¿cómo leer el poco compromiso de Eterna
Cadencia con la crítica contemporánea? No hay en su égida un solo crítico
interesante, una sola voz que funcione en ethos y pathos alrededor de la
crítica. ¿Es posible que exista ese crítico y yo no lo vea? Como fuere, si
existiese, está lejos de transformar el espíritu general positivo, aplacador,
dialoguista, que envuelve el proyecto. Lo que se celebra, digamos, es otra
cosa. “El amor a los libros.” La poesía, la novela. Y claro que sí, Eterna
Cadencia se celebra a sí misma. No hace falta más que señalar cómo, de
forma anual, la librería le da el premio del libro del año a un libro de su
editorial... Así las cosas, al principio de todo estaba el aburrimiento, las
distracciones y el surmenage, ya enunciados en el famoso reclamo
resentido y justo de Los lanzallamas. Para Pablo Braun se trataba de
buscar ocupaciones que lo salven de sí mismo, quizás incluso de su
nombre y de las posibilidades de su nombre. Dicho esto, cabe preguntarse
si a principios del siglo XX habría intentado ser un Güiraldes. Aunque
mejor es responder que en los primeros años del XXI se conformó con
poner un despacho porteño que se multiplica, mientras juega a ir y venir
dentro del mundo intelectual donde siempre conquistó saludos y afecto.

3.
Hecha la descripción, ¿a quién nos recuerda esta figura? Las diferencias de
carácter, espíritu y riqueza entre los mecenas del mundo no logran
desdibujar la serie y en nuestra tradición la historia de los Braun, saga de
la cual solo puedo dar aquí una visión esquemática, nos reenvía a la
extendida influencia de las Ocampo en las letras locales. Muchas son las
coincidencias: el vocabulario del dinero, la comodidad, la melancolía,
cierta ceguera, cierta arrogancia. Victoria Ocampo pretendía la
“modernización” del intelectual argentino. Braun milita la “promoción de
la lectura.” Objetivos similares, o al menos solidarios. Hay coincidencias:
arbitrariedad en las elecciones; un poco de excusable amiguismo;
pretensiones comerciales bajas pero por momentos atendidas;
notablemente, insisto, poco diálogo crítico. Sobre todo, la posibilidad de
digitar lecturas, de producir libros, de instalar temas, agendas e incluso
inventar autores. ¿Qué es “la literatura” para Pablo Braun? ¿Qué era “la
literatura” para Victoria Ocampo? Difícil escapar del corte de clase al
momento de intentar responder estas preguntas. La coartada surge del
citado fondo de filantropía que se propone como incuestionable. Y arriba,
un repertorio, también muy conocido, de buenas intenciones y la infaltable
perplejidad cuando los pobres –de espíritu o materia– no responden
acatando.

Sin embargo, las diferencias son muchas, más que las coincidencias.
Victoria Ocampo fue una reaccionaria, un mujer de la derecha, una
madama estricta. Pablo Braun es un chico grunge que nunca experimentó
el placer masoquista de escribir o crear. Y no, no se habrían entendido. La
paridad del dinero imposibilita el diálogo. ¿Cómo hablar sin salirse del
embudo por el cual se le susurra al subalterno? Tampoco se habrían
entendido porque Victoria Ocampo fue una mujer fuerte en un mundo de
hombres fuertes, y Braun es un hombre débil en un mundo de mujeres
fuertes. Es posible leer cierta modulación amarga en la voz de Victoria de
la cual Braun carece. Ella comprendió muy rápido el lugar que el destino,
su apellido, sus imposibilidades y los hombres le habían preparado. Si se
rebeló, y lo hizo, fue una rebelión en sordina, o más bien medida, una
rebelión picante pero resignada. Eso la dotó de una potencia y una ética de
trabajo que ella transformó en marca de estilo. Aunque su recepción y su
proyección como escritora nunca terminó de configurarse de una manera
comunicacional clara, Victoria fue una autora, una lectora que escribía sus
lecturas y sus experiencias. Ser la jefa de Sur, ser rica, ser mecenas, la
condicionaba. Sus funciones siempre parecían otras. Pero si uno logra
superar esos velos, encuentra a la crítica de arte, a la narradora, incluso a la
activista política, a la articulista que se podía entrevistar tanto con Chaplin
como con Mussolini. Braun no tiene nada parecido a eso. A veces da
entrevistas y participa en mesas redondas, pero su mayor hazaña
intelectual es merodear por las tardes su librería, hablando ocasionalmente
con los viandantes que pasan por ahí. Es posible que una de las claves de
esta diferencia abismal esté en el snobismo que analiza con inteligencia
Pablo Gianera en su libro La música en el grupo Sur, una modernidad
inconclusa. (Curiosamente el fino ensayo de Gianera salió por Eterna
Cadencia. ¿Lo habrá leído Braun? De haberlo leído, ¿habría comprendido
qué parte lo concierne? El sello de Eterna Cadencia también publicó hace
poco una nueva traducción de Madame Bovary. Las mismas preguntas son
válidas para esa novela.)

El repertorio de gestualidades que une y diferencia a estos dos personajes


puede leerse también en su entorno. Sí, la revista Sur tuvo a Borges, a
veces imponiéndose, a veces de manera lateral. Pero la lista de
colaboradores es larga tanto en rarezas como en aciertos y equívocos. Por
su parte, desde que inició sus actividades como mecenas, Braun buscó
rodearse de empleados con características definidas –y hasta definitivas–
entre los cuales no sería difícil ubicar los autores que publican en su sello.
¿Supo generar con ellos un grupo de pertenencia, una manera de leer y de
mirar el mundo? ¿Los sedujo con algún tipo de conducta política? El grupo
no está, la mirada política se esconde, aunque, sin forzar tanto las cosas,
aparece por default.

Así, Braun primero contrató a Eleonora Djament que hizo lo único


realmente bueno de Eterna Cadencia: diseñó una colección de ensayo por
la cual todos los lectores atentos deberían estar agradecidos. No tuvo el
mismo éxito con la colección de ficción y los nuevos narradores que,
sostenidos siempre en base a un ligero despilfarro, parecen existir solo a la
luz de Eterna Cadencia. (Desde luego, hay excepciones. Pero otras
editoriales contemporáneas que disponían de recursos limitados hicieron
en este plano muchísimo más. Menciono a Entropía, a Pánico el Pánico, a
Milena Caserola, a Nudista, incluso a la mítica Eloisa Cartonera o a la
excelente y fenecida Tamarisco. Quizás el catálogo de referencia más
claro para evaluar el trabajo de Eterna Cadencia sea el de Mansalva, cuya
selección, magnética y compleja, la adelanta por mucho. Cualquier lector
atento del campo intelectual porteño comprende esto con rapidez.)

Luego Braun contrató a otra mujer, Patricio Zunini, un empleado de la


AFIP que a base de esfuerzo, constancia y buenas maneras condujo el
blog-revista de la editorial y logró llegar a dirigir el FILBA. (Estuve una
vez en la librería cuando entró después de la apertura de uno de los
festivales y Zunini fue recibido con un cerrado aplauso de la concurrencia.
Yo, desde luego, también aplaudí en franco reconocimiento.) Es fácil
entender que Djament y Zunini se recelan, que incluso íntimamente se
desprecian. Son diferentes y tributan desde lugares diferentes a Braun. Sin
embargo, en ese triángulo de saludos ocasionales y amables reuniones de
media tarde hay que buscar las bases ideológicas de Eterna Cadencia.

Roberto Arlt decía que un burgués no tenía nada para contar, salvo su
dinero. La polisemia castellana permite el juego de palabras. Contar
historias, contar dinero, contar billetes. El chiste conecta pero Arlt lleva
agua para su molino. Lo que dice suena simpático, un poco demagógico, y
no del todo cierto. A veces a conciencia, a veces sin quererlo, Victoria
narró su clase. De Braun, por ahora, no esperamos ese tipo de espectáculo
mórbido. Sobre el único libro que publicó Patricio Zunini ya me explayé
en otra ocasión. Por Djament habla su catálogo, que funciona reeditando
obras probadas y perdidas y a veces flota, aunque demasiado seguido se
hunde en la intrascendencia. También podría representarla un breve ensayo
académico sobre Murena, quien fuera parte no tan excéntrica de Sur. La
aclaración vale: Djament no es Murena. Y a Patricio Zunini tampoco le da
para la burocracia inteligente de un José Bianco.

4.
Insisto un poco más sobre el tema del dinero, esa opacidad. “Nunca
aprendí a ser rico, no dan clases para eso” dijo una vez Stephen King. De
forma bastante diferente, quizás el problema con Pablo Braun sea que no
admite su lugar de millonario, incluso de clase dominante, aunque no
dirigente. Por eso la bohemia, el look descontracturado, si no
zaparrastroso. Jauretche daba vuelta el discurso de las hermanas Ocampo y
decía que ellas habían sido víctimas de un sistema que las oprimía.
¿Ironía? No muy lejos de eso, la misma Victoria aporta a esa figura cuando
cuenta que su familia le impidió dedicarse al arte escénico. Supongo que
hoy, ya entrado el siglo XXI, Braun piensa en un millonario y, alarmado,
no imagina la figura sensual de Steve Jobs, sino la del Señor Burns. Es un
prejuicio. También una notable falta de creatividad. Pero si King, que ideó
mundos completos y ofreció las mejores fábulas masivas del siglo XX, no
pudo, ¿cómo reclamarle eso mismo a Braun? El objetivo último de la
gente rica es que el resentimiento que produce su capital se convierta en
amor. Con ese objetivo se abocan a dar, desafían las leyes de la burguesía,
salen de los lugares comunes de la productividad, se entregan, un rato, al
potlatch ambiguo del arte. Pero siempre pasa lo mismo con el amor. Lo
que no cuesta, no vale. Y para lograr amor de buena calidad, hay que ser
generoso, y ser generoso implica dar de lo que uno tiene poco, no lo que a
uno le sobra. Por algo Lacan señalaba que las princesas no se podían
analizar. ¿Cómo desglosar, en este entramado de ambiciones, la “buena
onda obligatoria” de Eterna Cadencia? Hay un proyecto estético y social
ahí, sí. Pero no está enunciado. Debemos tomarlo del aire, del ambiente
que se respira en la librería, en el FILBA, y en sus otras dependencias
administrativas. Digamos, al pasar, que en el bar de la librería se puede
dudar, siempre con amabilidad, pero no es posible allí decir que “no” con
énfasis. Y si Eterna Cadencia se propone lugar de condensación
democrática, como tal, debería mantener una cuota de marginalidad. ¿Lo
marginado es la conflictividad? Todas las instituciones funcionan de una
manera similar. El problema central aquí es la idea de “literatura” que
sistemáticamente se proyecta y fomenta. Los libros, para Braun, son un
paño terso en el cual recostarse y descansar de la extenuante presión
psicológica y tributaria de su clase. Si su editorial publica algunos libros
que no cuadran con este modelo –y lo hace, no son muchos, pero ahí
están– Braun reacciona de una única forma: no los lee. (Nótese que le
niego un carácter dialéctico tanto a él como al entramado de Eterna
Cadencia. Y, lo sé, quizás esto sea ya pedir demasiado... Me alcanza,
entonces, con ideologizar, o incluso historizar, un proyecto que juega muy
bien a las escondidas.) Victoria Ocampo, que subvencionaba la misma
defensa del statu quo, se encontró con el peronismo y tuvo que reaccionar.
¿Gozará Braun de un primer peronismo bestial que lo violente y lo saque
de su abulia?

Luego, el dinero simplemente lo puede todo. Pero ese “todo” que puede el
dinero no es un todo completo cuando se enfrenta al lector. El lector, lea
mal o lea bien, presiona lo que lee y llena de baches, de comas, de
incómodas singularidades, el campo de experimentación del capitalista
pudiente. Digamos, entonces, para dar una solución fácil a un tema difícil,
que la lectura puede ser condicionada por el dinero pero no comprada. Sur
y Eterna Cadencia son ejemplos complejos de estas tensiones. Y ya
puestos de acuerdo en esto, digamos que los libros y los lectores no
necesitan de fundaciones ni de difusión de la lectura. No necesitan mesas
con jarras de agua en salas vacías. Si a Pablo Braun le interesara la
difusión de “la literatura” pondría más libros de descarga gratuita en
Internet en formatos cómodos para leer en todos los dispositivos. Y el
FILBA tendría un sistema de streaming para difundir lo que se dice en sus
mesas. Pero sobre todo contrataría críticos, muchos críticos literarios, para
que discutan cuales son los libros que hay que leer y por qué. La función
pedagógica de la crítica, tan banalizada, a veces con razón, no tiene lugar
en este proyecto. Ahí está el hiato.

5.
En 1979 le preguntaron a Ricardo Piglia por la revista Sur y respondió que
la literatura argentina se había modernizado sola cuando el país entraba al
siglo XX. Copio la cita: “(...) es el mercado el que hace circular las
novedades europeas y la tarea de difusión (que en el siglo XIX definía en
gran medida la tarea de los intelectuales) se democratiza y se hace
anónima. Sur se adjudica una función que para entonces ya depende de
otras leyes y en este sentido sigue atada a una versión un poco parroquial
de la circulación literaria.” Las palabras claves aquí son “mercado” y
“parroquial.” En una posible actualización de la cita, tendríamos que
hablar de la potencia democratizadora de la web, concepto ya algo
remanido pero todavía atendible en la medida en que es rechazado.

Del otro lado, hay un breve ensayo que Beatriz Sarlo publicó en Punto de
vista en 1983 titulado “La perspectiva americana en los primeros años de
Sur.” Ahí Sarlo retoma la discusión y pone en entredicho muchos de los
lugares comunes con los que se suele atacar, o incluso denigrar, a la revista
y a su directora. El texto comienza así: “Existe un cierto estereotipo acerca
de la revista Sur que, al repetirse sin mayores variantes, dice, como todo
estereotipo, una verdad parcial e insuficiente.” Sarlo recupera las
reflexiones de Sur sobre “lo americano”, y desde allí lee sus carencias y
potenciales. Lo hace con criterio, concediéndole unas páginas
reivindicatorias a la revista que nadie antes le había dado con esa
perspicacia. Así y todo, tiendo a pensar que la apreciación de Piglia es más
justa que la inteligente relativización de Sarlo.

Dicho esto, lo que importa es que Sur y Eterna Cadencia, en sus


diferencias y en sus similitudes, sirven. Si desaparecen, perdemos algo
más que un centro de producción intelectual. Su aporte a la dinámica del
campo me parece innegable, tanto cuando logran como cuando no logran
lo que se proponen. (Para poner un contraejemplo, la editorial Planeta
podría desaparecer mañana sin afectar en nada a nadie.) Si vuelvo a
señalar esa ineficiencia en un decir menos tonto, en la despreocupación de
los afectos, en el poder arrebatado que da el dinero entre los intelectuales
de un país periférico, si insisto en recortar la poca autocrítica y en señalar
el pesado discurso institucional que excluye toda ironía, es porque veo ahí
una pedagogía contra la cual es útil reaccionar. Si ellos son ñoños y
alelados, y nosotros no, sirven y nos sirven porque marcan un estado de la
discusión, son barómetro de pasiones, de aspiraciones, de rendimientos.
Los que leemos y escribimos nuestras lecturas no debemos ser idealistas
sino pragmáticos, y por eso vale recordar que toda opinión tiene algo de
impertinente. No veo por qué debería yo retroceder frente a esa
incomodidad. Y Eterna Cadencia me ayuda a situarme en esa carrera.

Sí, hoy que Sur ya es parte del pasado, prefiero leer el proyecto de Pablo
Braun. Su inoperancia, su lujosos caprichos, fortifican una casa del barrio
literario contemporáneo que visito con esfuerzo y placer. Instalarse ahí
sería el error. ¿Por qué? No hay muchas ventanas en ese lugar cerrado. Y
tampoco anda bien el wi-fi. Sin embargo, la disposición de los muebles lo
obliga a uno a evaluar los cuadros que en hay en las paredes, y esa
actividad no me resulta necesariamente insatisfactoria. La colección
incluye reproducciones de paisajes campestres, los rostros expresionistas y
sucios de indios mutilados, versiones sintéticas de un turismo costoso, la
perenne genuflexión ante el poder económico motorizada por las dudas y
el narcisismo, ingenuidad, mucha ingenuidad, y un poco de tedio. Nada de
eso, después de todo, resulta ajeno a los libros.
La poca gracia del chiste chileno

A Zambra me lo presentó Maximiliano Tomás en el contexto, amable, de


un encuentro de escritores organizado por la Ciudad de Buenos Aires a
principios del 2012. Estábamos en un restaurante de San Telmo. Distraído,
Zambra me dio la mano mirando para otro lado. Eran las tres de la tarde y
tenía olor a vino. Lo primero que me llamó la atención fue su pelo. Para un
autor tan sintético y prolijo esa notoria falta de higiene me asombró.
Alguna vez yo había reconocido su ingenio para ironizar al sindicato de
poetas chilenos. Pero también había intentado leer La vida privada de los
árboles y, pese a su delgadez, esa tercera persona lisa y esa insistencia en
el realismo de nombres propios –Julián, Daniela, Verónica, Fernando– me
resultaron áridas. Bonsái tampoco me había gustado. La idea de lo
pequeño terminaba redundando en historias anodinas de pololos
insatisfechos, microbiografías que se perdían sin más, lejos de la
prestigiosa botánica japonesa, como se deshacen las hojas mundanas que
caen de los árboles. Ambos libros me parecieron literatura para gente
constipada que pretendía hacer pasar sus fobias por refinamiento estético.
Vale decir que Zambra no hizo un papel destacado en el encuentro
porteño. De hecho, esa fue la única vez que lo vi. Recuerdo que me divertí
con Wilmer Urrelo y me gustó conocer a Yuri Herrera. Pero Zambra en la
Buenos Aires del 2012 fue poco más que un fantasma. No cometo una
indiscreción si señalo que todos los que participamos del evento
escribimos sobre la ciudad y cedimos nuestros textos para formar un
volumen colectivo. Todos, menos Zambra que negó su intervención con el
pretexto de que no se le había avisado esa exigencia antes de viajar.

Que un autor publique libros breves es algo que se agradece, más aun si
los libros son malos. No sé si es el caso de Zambra a quien considerar un
“mal escritor” se me antoja un exceso y una injusticia. En el 2011 apareció
Formas de volver a casa, que abre con un epígrafe de Walter Benjamin.
Para nada mal escrito pero desabrido y sobre todo previsible, en la
contratapa leemos: “Formas de volver a casa habla de la generación de
quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus
padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura...” (Si las
dictaduras latinoamericanas no hubiesen existido, ¿cuántos escritores se
habrían quedado sin ideas, sin material, sin existencia?) Mis documentos,
un libro de relatos ágil y entretenido del 2013, sigue esa metodología.
Ahora bien, también tiene frases como “mientras cuchareábamos la
cassata” o “La adolescencia era verdadera. La democracia no.” Condenar a
un escritor por algunas frases pomposas o cacofónicas, sin embargo, me
parece un error. En Zambra hay antes una búsqueda de la ternura
inteligente, una apelación compulsiva a nuestro lado sensible que sí exhibe
una limitación. La honestidad, lo sabemos, es una técnica. Y por
momentos, Zambra se conforma con montar una escenografía de infancia,
curas, adolescencia y pinochetismo que debe –sí o sí– emocionarnos a
riesgo de hacernos caer en la categoría de personas frías o desídicas si no
lo hacemos. Facsímil, aparecido en el 2015, lleva el abuso de esa
apelación sentimental a un punto de no retorno. “La estructura de este libro
se basa en la Prueba de Aptitud Verbal, en su modalidad vigente hasta
1994, que incluía noventa ejercicios de selección múltiple, distribuidos en
cinco secciones” leemos en la breve nota introductoria. Bien: Facsímil
presenta una parodia de los exámenes tipo multiple choice de ingreso a la
universidad chilena. Pero ¿cuál es la gracia? Por ejemplo, todas las
opciones son iguales, o según cuál se elija, se forma una frase idiota de
Pinochet. En otra zona del libro, los cuestionarios van torciendo la lectura
del relato ofrecido. Así, Facsímil puede ser leído como un experimento
con pasajes de poesía remanida y una poco estimulante prosa ad hoc. Y si
forma y contenido no sorprenden, al final comprendemos que se trata del
mismo costumbrismo de sus otros libros formalizado aquí en un ejercicio
de denuncia: la dictadura aparece como fetiche fácil, su ataque, como
producto de un consenso. Sin embargo, hay momentos en que la dictadura
no está y entonces surge la melancolía del perdedor quejándose de su vida
lo cual evidenciaría que para Zambra, Pinochet o la transición democrática
y sus problemas constituyen una excusa para ejercer de depresivo. Entre
tanta pereza hay algunos relatos no del todo extraviados. Si el lector se
acerca al libro, son el 60 y el 64. Finalmente, podríamos concluir que
Zambra intenta ser amargo porque piensa que su amargura le dará seriedad
a sus historias, sin lograr ni lo uno ni lo otro y por eso Facsímil parece su
peor libro, lo cual ya es decir mucho.

Hay, no lo niego, factores ajenos al texto que enturbian mi lectura. En


Buenos Aires se estila usar lo chileno sin excesos, como marca de
pertenecía, como distinción de cosmopolitismo. Por lo general esto sucede
porque los argentinos que logran cruzar la cordillera caen en el embudo de
una clase media acomodada en un país formateado por una dictadura que
castigó con mucha precisión a la clase trabajadora y, a partir de ahí, se
regodean en la fantasía de una Argentina sin peronismo. Luego, si en
Buenos Aires se reverenció a un autor tan lateral y modesto como Mario
Bellatin, bien se puede celebrar a Zambra. Quizás la ubicua editorial
Anagrama y la península ibérica, o incluso el extenso y accidentado campo
intelectual latinoamericano, necesitan tener un escritor chileno joven.

Como porteño, yo no me entero de esa necesidad. Pero tampoco la


condeno. Sí me gustaría señalar que Chile es tierra de grandes pervertidos
políticos, de imposturas crueles, de experimentos sexuales que anudan
posiciones que se repelen. Y de todo eso hay poco y nada en Zambra. Para
el caso, Rafael Gumuncio es más interesante. Veáse su potente artículo
Buenos Aires como una ofensa, síganse sus peleas con ecologistas y
progresistas correctos, y permítaseme arriesgar que su cuenta de Twitter, la
de Gumuncio, es harto mejor que toda la obrita de Zambra.

Chile tiene un Claudio Arrau, un Raúl Ruiz, tiene a uno de los últimos
hegelianos serios en Carlos Peréz Soto, tiene la vida alucinada de un
Miguel Serrano, tiene un Manuel Lancuza, tiene la belleza trágica,
inteligente y agresiva de una Camila Vallejo, tiene a un Augusto
D'Halmar, a un Carlos Droguett, a una editorial asombrosa como la Diego
Portales y sí a una superestrella literaria como Roberto Bolaño. Alejandro
Zambra pertenece a la otra línea chilena, a la más coyuntural, la tradición
del Nobel, la línea de los premios, la zona internacional y wanna be. Ahí
forman fila Pedro Lemebel, Gabriela Mistral, Neruda y su larga estela de
poetas de mierda, y en esa zona reconocemos a Bachelet y a Piñera, la
soberbia ineficiente de un Alberto Fuguet, pero también la silueta de los
mineros atascados, publicitados y recuperados. Es una línea viva, la línea
de los que todavía celebran canciones como “¿Por qué no se van?” de Los
Prisioneros. Alejandro Zambra pertenece a ese corte, el de los chilenos que
se hicieron famosos por un acotado talento y por estar en el lugar exacto en
el momento indicado para transformarse, de una forma muchas veces
ripiosa, en representantes de esa minucia imprescindible que es la
chilenidad.

Entiendo que nuestra histriónica rivalidad con Chile es un residuo


incómodo de las políticas coloniales auspiciadas por el viejo Imperio
Británico, un fragmento duro de geopolítica en el cual los chilenos
apostaron a hacerse odiar y lo lograron. Nada impide que Argentina y
Chile sean países amigos salvo algún negociejo, la arrogancia de los
chilenos y la atronadora ignorancia de los argentinos. ¿Ignorancia? Más
allá del turismo, no sabemos nada de Chile, de su cultura y su arte. Y en
eso somos, los argentinos, peores que ellos.

Termino. Como habitante de la llanura envidio algo muy puntual de Chile.


No envidio su corrupto y siniestro sistema educativo, su represivo orden
aspiracional, y, desde ya, ¿quién podría envidiar eso?, su nacionalismo de
oferta. Ni siquiera envidio su contacto directo con el Océano Pacífico ni
sus famosos mariscos, ni muchos de sus libros, una buena parte de los
cuales es excelente y merece ser leída. No. Lo que envidio de Chile son
sus bosques. Envidio esas pequeñas selvas oscuras y frías que tanto
contrastan con las selvas tropicales del imaginario postal latinoamericano.
El día que los argentinos descifremos esos bosques, que los visitemos y los
valoremos, ese día habremos saltado definitivamente por arriba de la
cordillera para celebrar no un reencuentro sino un feliz segundo abrazo.
No veo que Alejandro Zambra favorezca en nada esa fiesta. Poco más
puedo agregar a la lectura de sus libros.
El pálido género negro

El sintagma “novela policial” me incomoda. ¿Por qué? Cuando una vez


confesé esa incomodidad, el escritor de best-sellers sin público Alejandro
Soifer me dijo: “pero si vos escribiste dos novelas policiales...” La
incomodidad nunca fue un negador literario, sino más bien un detonador,
un aliciente. ¿Entonces? Analicemos el rótulo en cuestión. Novela, novela.
Escribí varias. Quizás ya demasiadas. Pero en las mías casi no hay policía.
Ni siquiera en las aludidas por Soifer. La policía argentina me parece algo
demasiado complejo, execrable y banalmente surrealista. Nunca me
interesó esa resaca sin nombre que rodea a Martín Fierro y de la cual surge
Cruz como excepción. En todo caso, recordando a Hitchcock, podría decir
que “no estoy contra la policía; simplemente le tengo miedo.” Un miedo
hecho de experiencia lectora y de tedio.

Se habla del autogobierno policial, de una organización seudocriminal


regulada por las comisarías; yo, en mi disciplina, hablaría de la autonovela
policial, o mejor, de autogobierno comercial de la novela policial. Soy más
explícito: no veo que haya forma de narrar la policía por fuera de la policía
misma. No logro imaginarme una ficción sobre la policía que me satisfaga
porque veo a la policía, al menos en la Argentina, como un gran equívoco
moderno, una gran anomalía, una aterradora y enfática ficción en el
sentido de máscara, fachada, engaño y coartada. Sería como hacer un
chiste sobre otro chiste. Ya sabemos que eso no se puede. Del presupuesto
total de la policía bonaerense, el ochenta por ciento se usa para pagar
sueldos. ¿De dónde sale el dinero para mantener equipados a los agentes y
mantener limpias y ordenadas las comisarías? Por supuesto, sale del
crimen, pero mejor aun sale de la imaginación de la policía para el crimen.
Así, la policía argentina hoy escribe su propia novela mucho más rápido y
forma mucho más siniestra, ajustada y eficiente que los novelistas
argentinos. Hay levantamientos, alianzas políticas o monetarias,
asesinatos, coimas, torturas, transacciones, estupros, corrupción. También
heroísmo, servicio, audacia. Ningún novelista puede imaginar eso,
escribirlo, reproducirlo, ficcionalizarlo. Si ponés un policía en tu novela,
ese policía ya es en parte un criminal y un héroe opaco y esto para el arte
de la novela, un arte siempre en el borde de la pauperización, implica
problemas casi irresolubles. Hoy solamente un James Joyce, encerrado en
la Bastilla con el Marqués de Sade, podría escribir una buena novela
policial argentina. La haría con el habla de los comisarios, con sus
exabruptos, describiendo sus genitales, su tejido adiposo, sus excesos en la
gula y la codicia, su indiferencia, su muy bestial desidia frente al mundo
de las leyes.

Vuelvo al principio. En esas novelas que escribí y a las que se refería


Alejandro Soifer solo aparecen dos policías, un poco bufos, de manera
azarosa, como parte de un escenario. En ambas novelas, eso sí, los
protagonistas son militares. Las dos novelas suceden en la Argentina y en
Buenos Aires, en ambos casos, el protagonista es un soldado alemán de
elite, un SS del Tercer Reich. No son entonces novelas policiales, sino
novelas militares. Bruno Ritter, el protagonista de Lejos de Berlín, es un
SS Sturmbannfürer varado en una Buenos Aires a la que llegó como espía
y en la que acaba de triunfar por primera vez el peronismo. Victor
Bravard, el protagonista de El vampiro argentino, es un SS
Hauptsturmführer, en la Buenos Aires del Bicentenario en un mundo
donde la Alemania nacionalsocialista ganó la Segunda Guerra. Ambos
pelean contra las fuerzas del mal que son el caos, la vanidad, la desolación
y el equívoco. Y esa es una batalla también por la propia existencia. Ahora
bien, que yo haya caído en la tentación de escribir estas novelas, por otra
parte, habla más de mis debilidades que de mis fortalezas o talentos.

Policial, policial. Novela policial. El adjetivo se me queda en la cabeza,


rebotando. Lo policial dice mucho. Siempre preferí a los espías antes que a
los policías. A los espías y a los militares. Es obvio: hay una dimensión
paranoica en el espía, más patológica, enredada, sutil. Mientras el militar
es la fuerza, el coraje, la decisión, el espía es, lo sabemos, un lector. La
idea de un policía lector ya es un poco más rara... Aunque hace poco
Flavio LoPresti me contó que un tío suyo vendía enciclopedias en las
comisarías de la Córdoba de los años sesenta. Esos agentes cordobeses,
seguros burócratas y consumidores de datos duros y artículos cuya
influencia formal se remonta a la Ilustración, me resultan más verosímiles
y reales que todos los detectives de la ficción argentina, condenados sin
más a ser reflejos pálidos de literaturas escritas en otros lugares.

Pasemos ahora a los colores. Los que no quieren que sus novelas sean
novelas policiales usan a veces otra categoría, la novela negra. Vale aclarar
que el negro no es un color, sino la ausencia de cualquier color. Y frente al
policial negro está el policial blanco, que, también lo sabemos, no es un
color sino la suma de todos los colores. El negro, por eso, es un estado de
negatividad, y el blanco, de plenitud. ¿Qué pasa con la novela adjetivada
de esta manera?

Guillermo Martínez, por ejemplo, hace policial blanco. Sus libros son
herederos, podríamos decir, con algo de entusiasmo, de Chesterton, de La
muerte y la brújula, del policial de enigma. Inglaterra y la lógica
melancólica de un Imperio decadente por sobre la brutalidad de la América
protestante, del exhibicionismo californiano, de la codicia de Wall Street.
¿Sueñan los anglicanos con soluciones matemáticas? Mientras Guillermo
Martinez trabaja el policial blanco hay otros escritores que citan todo el
tiempo la línea del policial negro e intenta ubicarse en esa tradición.
Citemos, por ejemplo, a Juan Sasturain, un referente conocido, un escritor
campechano, que promueve la historieta local, que tuvo un programa de
televisión, que escribe novelas con detectives fallidos y ridículos, que
dirige una colección que se llama “Negro Absoluto” –eso ya debería
significar algo– y que siempre cita a Hammet, a Chandler, al Corto Maltés.
La bibliografía obligatoria completa del progresismo.

Pese a esto, y gracias a, sus libros hacen palidecer al género. En vez de


sangre, entrega soliloquios neuróticos y el arte de la nostalgia. En vez de
cloaca, lavabo. En vez de muerte y condena, autoindulgencia. En los libros
de Sasturain encontramos la peor parte del tango, la de la rima, la del
Edipo, la parte conservadora, el legado de ese humor general, de salón,
encajonado, que recuerda, en sus mejores momentos, a Fontanarrosa y los
usos de la política de un Osvaldo Soriano. Puede haber a veces alguna
referencia a la “cultura alta”, un quinteto de cuerdas, una cita de Neruda o
de Picasso, todo para que el alienado protagonista de la narración en algún
momento descubra que el terrorismo de Estado en la Argentina reciente
fue muy cruel. Sus novelas negras, entonces, son antes de un gris borroso,
residual.

En nuestro país, a veces, en el colmo de la ingenuidad, se reemplaza al


detective por un periodista, un periodista que puede ser roto pero noble,
alcohólico pero honesto, quizás cocainómano pero nunca traidor ni mucho
menos golpeador de mujeres. Esto me desagrada porque los periodistas no
son nobles. Los periodistas, por lo general, son larvas arrastradas,
oficinistas desocupados que, para seguir siendo periodistas, deben lamer
con entusiasmo las partes bajas del poder, de cualquier poder. Y lo sé
porque fui periodista y de alguna forma todavía lo soy. Sergio Olguín puso
de detective a una mujer periodista cuasi menopáusica que lucha contra
criminales y corruptos... Parafraseando a Hitchcock: “No estoy contra la
periodista menopáusica que lucha contra el mal; simplemente le tengo
miedo.”

Entonces, decimos, novela negra, novela blanca, novela gris, autores


grises, personajes irreales. Los colores, al final, importan. Variaciones en
rojo de Rodolfo Walsh, un libro donde el asesino casi siempre es un gordo
que juega a la pelota-paleta, se reconoce como policial blanco, que
mezclado con el rojo del título, para desgracia de Rodolfo Walsh, quedaría
un poco rosa.

Pero todos estos autores que cito tienen algo en común: son amables, son
percibidos como “buenas personas.” Nadie los recela en nada. Ni tampoco
ellos sospechan de nada ni de nadie. Sencillos y acomodados en su oficio,
para ellos el terror fue la dictadura. Así que viajan por el mundo como
abanderados de la Argentina sojera. Son cristinistas de Termidor antes que
kirchneristas iracundos. Y políticamente correctos hasta el más ínfimo
detalle, hacen cuentas sin esconderse. La idea que manejan de la violencia,
de la lucha de clases, de la geopolítica, es angustiante por lo obtusa. Y así
y todo, peor resulta el uso ingenuo que despliegan de la tradición literaria,
arrastrada con un sutil y prolijo compuesto de ignorancia y lecturas
empobrecedoras, donde es posible citar a un Walsh que luchaba por los
Derechos Humanos o a un Padre Mujica como un confesional y tarambana
agente secreto.

Si la novela policial y su campo de influencia tienen que ver con la


violencia, el choque de intereses, la brutalidad del sexo, la política y su
oscuridad, estos novelistas, personas timoratas antes que cordiales, rehusan
cualquier tipo de discusión y trabajan como ratones decapitados en sus
ratoneras. A ellos todo les parece bien, o muy bien, y se dedican a apoyar
sus humanidades en el lugarcito que el mercado les provee hamacando sus
cantos de la misma manera que la sempiterna vieja se hace espacio en el
transporte público. ¿Tanto, Terranova, me podrían decir? Respondo con
una indiscreción que ustedes me perdonarán. Y espero que logren captar la
ironía del caso.

En marzo del 2012, recibí un llamado de Ernesto Mallo. El escritor me


invitaba a un encuentro de novela policial que él dirigía, auspiciado por la
Ciudad de Buenos Aires. El festival se llamaba Buenos Aires Negra y sus
siglas eran BAN. Para que sonara como un tiro, supongo, la sigla se
terminaba con un signo de exclamación. Acepté más por cortesía que por
curiosidad. En agosto del 2012 me llegó un mail confirmando mi
participación en el encuentro firmado por el mismo Mallo. Festejaba el
inicio de actividades y daba algunas precisiones. Pero, sobre todo,
resaltaba una lista centrada en el medio del texto, confeccionada con
tipografía en negrita. Copio esa parte, manteniendo la disposición general
del texto:
“BAN! está pensado para que te luzcas, para que puedas dar a
conocer tu obra, tu trabajo o tus hazañas, para que te conozcan y te
aprecien. Fuiste invitado por que creemos en vos y en tu obra y es un
honor que nos acompañes en esta aventura, sobre todo porque
sabemos que no te la creés y detestás el divismo y los caprichos tanto
como nosotros.

La Actitud BAN!

Amable

Pacífica

Paciente

Generosa

Comprensiva

Amante de la libertad

Uno vale tanto como su próximo trabajo

Tolerante con todo menos con la estupidez

El humor es nuestra mejor arma y la cargamos con la palabra

No tapamos a nadie, no callamos a nadie, no censuramos a nadie

Respetuoso de los demás y de su trabajo, por mínimo que parezca

Una raza: la humana. Una patria: la Tierra. Una Diosa: la vida”

Cometo la indiscreción de publicitar este mail porque me parece un


documento sintomático. La primera palabra de la Actitud BAN! es
“Amable.” Hay que ser amable y pacífico y comprensivo. Eso era lo que
se le pedía, se le demandaba, a los novelistas de policiales. ¿Por qué? La
lista responde a eso también diciendo “Uno vale tanto como su próximo
trabajo.” ¿Se percibe la refinada extorsión de esta frase? La explico aunque
sé que no es necesario: Aquí se dice que hay que portarse bien porque si
no te vas a quedar sin trabajo y no vas a valer nada. ¿Cómo podemos
esperar algo lúcido o sensual de gente que piensa así, que adoctrina de esta
manera, que propone esta actitud y la acata? Una cita más: “No tapamos a
nadie, no callamos a nadie, no censuramos a nadie.” Creo que lo policial se
redefine frente a esa frase. No se puede censurar a nadie. Esa es la actitud
BAN!, esa es la actitud del mercado actual de la novela. Una actitud
netamente policial. Ernesto Mallo pretendía que se fuera, aparte,
“Tolerante con todo menos con la estupidez.”

Mi actitud no es la actitud BAN!, mi actitud está cruzada por la ansiedad,


por la impaciencia y por la crítica. Aparte de haber caído en la tentación de
escribir novelas, me defino –Dios me perdone– como crítico literario. Y
soy, de a ratos, bastante tolerante con la estupidez, sobre todo con la
propia. Al final no formé parte de la mesa de ese encuentro. Tenía otros
compromisos. Pero me hubiera gustado ir a aburrirme ahí con esos
escritores que hablan pensando que uno vale tanto como su próximo
trabajo y confirmar algunas lecturas.

Escribir novelas policiales, novelas negras o al cualquier cosa que tenga


que ver con toda esa morondanga, hoy no es un negocio sino la aspiración
de un negocio, de un negocio muy turbio, tan fantasioso como improbable,
donde los gángsters se parecen a maestras de escuela ambiciosas que todo
el tiempo te amenazan con amonestaciones y te dicen que te portes bien.
¿Como responder a eso?

En el siglo XX, Carlos Correas cumplió con muchos de los requisitos del
género negro. Escribió una novela y unos cuentos pero es en sus ensayos
donde hoy su actitud disolvente se percibe con más fuerza. La traición, el
dolor, la incomodidad frente al modo de vida capitalista, la práctica
continua de la parresía, el ensayo como género del cuestionamiento y la
erudición, lo condenaron a cierta marginalidad intelectual. Resulta una
excentricidad decirlo pero son sus libros Arlt literato, Operación Massotta
y La manía argentina, entre otros, los que para mí mejor definen y
representan el género negro en nuestro país. No deja de ser trágico el
suicidio de Carlos Correas en el año 2000. Pero más trágico es que sus
libros se pierdan hoy sepultados por escritores que viven intentando lucrar
arrobados en las pobres mieles de un campo que lo festeja todo sin leer
nada como un robot descompuesto.
Cuentos rumanos

La editorial española Impedimenta publicó hace poco más de un año un


compilado de relatos de Mircea Cărtărescu titulado Las bellas extranjeras.
Cărtărescu es el actual escritor rumano de exportación y, gracias a
Impedimenta y a las buenas traducciones de Marian Ochoa de Eribe,
Iberoamérica puede leerlo sin mayores tropiezos. El ritornello crítico, o
más bien la rápida gacetilla, dice que Cărtărescu fue imprescindible en el
abandono de la literatura institucional que alentaba el comunismo. Como
detalle de color, y para terminar de situarlo sin leerlo, cada tanto lo ponen
de candidato al Nobel y rankea en la lista de las apuestas que los brookers
culturales confeccionan mientras se espera el premio. Sin embargo, que lo
haya ganado hace poco su compatriota Herta Müller lo rezaga en la
competencia.

Las bellas extranjeras no es el libro para conocer a Cărtărescu. Mucho


mejor sería empezar por El ruletista o incluso Nostalgia, o algún otro de
sus libros más emblemáticos, la mayoría accesibles en digital. Las bellas
extranjeras está compuesto por tres piezas: Anthrax, El viaje del hambre y
Las bellas extranjeras propiamente dicho. Los tres tienen sus momentos
de humor más europeo que rumano y los tres cuentan avatares de la vida
del escritor en relación con el campo intelectual rumano, una ensalada de
burocracia, arribismo y talento, muy parecida a la que tenemos en Buenos
Aires. Bucarest, finalmente, es una capital periférica con una vida cultural
rica pero materialmente pobre, y Cărtărescu lo sabe. El relato Las bellas
extranjeras toma la excusa del viaje a París de un grupo de escritores y
poetas como punto de partida para revisar los diferentes recorridos de sus
amigos y enemigos y de la literatura rumana toda. A medida que se avanza
en la lectura la decepción no llega por las permanentes digresiones y los
saltos temporales, sino porque lo que se cuenta no termina de ser
interesante y sobre todo no es diferente a lo que pasa en cualquier circuito
literario marginal. Entre los equívocos y las formalidades, lo mejor se
ofrece con la visita de Cărtărescu a una cárcel de Italia donde llega para
dar una charla. Ahí sí las descripciones y los personajes cautivan. Si el
relato, que se extiende casi como una novela corta, hubiera logrado esa
originalidad en cada una de sus escenas, Las bellas extranjeras habría
valido mucho más. Aunque también puede llegar a ser útil como mapa de
la literatura rumana reciente, con sus exitosos autores banales, sus best-
sellers de calidad, sus suicidas, sus resentidos y sus olvidados. Por su
parte, Anthrax tiene un mecanismo más corto y menos ambicioso. Aquí lo
que se cuenta son los incómodos y ridículos problemas que puede inocular
la paranoia global en la burocracia. Así las cosas, de los tres, el más
redondo y que logra ir un poco más allá es El viaje del hambre. Con él
volvemos en el tiempo a la era soviética, a los días grises de Ceaușescu en
el poder. El viaje del hambre empieza así: “En el otoño de 1984, yo tenía
veintiocho años y vivía en Colentina, en el famoso apartamento en el que
no había un solo ángulo recto, ese del que ya les he hablado en alguna otra
ocasión.” El inicio entonces es la descripción de un artista cachorro, un
joven poeta que intenta escribir y abrirse paso en una Rumania que, como
todo el bloque comunista, todavía no sospecha su abrupto final. Cărtărescu
cita aquí la infaltable máquina de escribir melancólica fabricada en la
RDA y describe su pobreza: “Estaba tan solo y me sentía tan abandonado
que me alegraba incluso con las facturas de la luz que encontraba en mi
buzón, habitualmente vacío.” Sin embargo, el mismo relato lo contradice.
La madre le lleva comida, no tiene que pagar un alquiler, sus poemas
fueron editados y si bien da a entender que duerme en el piso, más
adelante señala que pasó una noche enredado en las sábanas. (¿Los
rumanos duermen en el piso con sábanas?) Pero ante todo tiene trabajo y
trabajo como docente, enseñando rumano en un colegio. No es el mejor
trabajo del mundo, desde luego –cualquiera que haya pasado por la
docencia lo sabe– pero tampoco, supongo, es el peor en una economía
socialista, y, aparte, resulta evidente, le deja al joven poeta bastante tiempo
libre y le permite redactar una escena paródica que puede resultarnos
familiar. El narrador asiste los sábados a un seminario de formación
pedagógica que describe así: “Mayor concentración de zoquetes no he
conocido en toda mi vida. Era algo monstruoso. (…) No había nada
bombástico, ridículo o penoso que no pudiera ser defendido en aquellos
seminarios de metodología. Si planteabas la más mínima objeción ofendías
mortalmente a la defensora de la ponencia. Pero ni siquiera podías tener
ninguna duda al respecto: en cuanto acababa su exposición, por muy
agramatical y semiinculta que fuera, estallaban todos en un coro de
alabanzas atropelladas. Calificarla tan solo de “excepcional” parecía un
insulto. (…) Yo salía de allí sin saber si reír o llorar.”

Sin embargo, El viaje del hambre cuenta otra historia. A ese joven poeta
Cărtărescu lo invitan a Bacău, una ciudad de provincias para que recite sus
poemas y hable de su literatura. Entusiasmado, acepta y emprende el viaje.
¿Cuál es su expectativa? Ser reconocido antes que leído, ser elogiado y
agasajado antes que escuchado. Y, desde luego, sobre el final del día
encontrar una bella y joven estudiante que tímidamente se acerque,
subyugada, para ofrecerle su cuerpo. Nada de esto sucede. Los obstáculos
que se presentan en la Rumania comunista de la década del ´80 son
similares a los que hoy podría encontrar cualquier aspirante a artista
porteño viajando a una feria del libro provincial, condimentados por los
sórdidos paisajes y las limitaciones de la vida atrás de la Cortina de Hierro.
¿Tan terrible? El capitalismo no siempre es mejor y la vida comunista no
siempre era peor. Y esto Cărtărescu lo entiende y por eso se cuida de los
proselitismos automáticos. Eso sí, los “camaradas” que lo esperan son
chismosos, indiferentes, maleducados, ampulosos. Y sobre todo,
desestiman sus pedidos de comida. Apretado por los nervios, el joven
poeta llega a Bacău sin haber desayunado y habiendo salteado la cena del
día anterior. Y así comienza un largo recorrido por el desierto de los
aspirantes donde cualquier posible bocado se le niega casi como en una sit-
com. “Hablaban entre ellos animadamente, como harían a lo largo de toda
mi estancia. Yo era tan solo un pretexto para volver a encontrarse” escribe
Cărtărescu. Con público inexistente, la lectura y la disertación resultan
aburridas y fraudulentas. Después el programa incluye una visita a un
lugar histórico e irse de putas. El final tiene un sesgo fantástico porque el
joven poeta se intoxica con unos hongos que come, atolondrado, y
comparte un sueño erótico con el fantasma de una mujer, salida de un
cuento de hadas. Sobre el desayuno llega, al final, la comida esperada pero
no libre de alguna hilacha de oprobio. El relato se sostiene y es
entretenido. Sin embargo, le falta calado. No le habría venido mal a la
prosa de Cărtărescu un poco más de resentimiento o la implementación de
un castigo inteligente al idiota de las letras. (Fuera este el narrador o los
demás.) Hay poca introspección y bastante ingenuidad en El viaje del
hambre. Así y todo, desde su título, sirve como metáfora y mosaico de una
constante en el mundo literario, esos desarreglos insalvables entre nuestras
ambiciones, nuestras posibilidades y nuestro lugar en el mundo.

Hace ya unos largos años me tocó asistir a una lectura y/o presentación de
un libro que se hacía en el viejo Centro Cultural Matienzo. El lugar de
iluminación mortecina, casi una gruta, me predispuso mal. Nos sentamos
con Sebastián Robles y esperamos. Pedimos cerveza, lo cual fue, en parte,
un alivio. Pero, como en el relato de Cărtărescu, había poca gente y
después de un rato, entre las mesas raleadas de público, vimos avanzar a
una chica y a un tipo que, ya subidos en el escenario, micrófono mediante,
comenzaron su propio show narcisista de la intrascendencia regalándose
muy variados elogios. Esto no es lo importante. Sucede todo el tiempo,
sucedió y seguirá sucediendo porque eso también es la literatura argentina.
La única diferencia con otras noches fue que, por lo bajo, Robles señaló
las demás mesas y me dijo: “parecen valijeros del microcentro.” Entonces
comprendí que en el salón había una gran mayoría de hombres solos,
escuchando o distrayéndose. Vi, aparte, alguna pareja, y dos chicas
jóvenes que hablaban y se reían entre ellas. Pero el ánimo era otro, sobrio,
acartonado, protocolar. Se trataba de conceder respeto.

Nos fuimos antes de que la presentación terminara. En la calle yo me


pregunté, una vez más, cómo habíamos caído ahí. ¿Cuál era el despiste que
nos había transportado hasta ese lugar? ¿Quién había hecho la invitación y
por qué la habíamos aceptado? Alguien es amigo de alguien, alguien
invita, alguien insiste, y uno es un rumano joven como Cărtărescu... La
caminata mejoró cuando volvimos sobre el tema de los valijeros. ¿A qué
se refería Robles? La comparación se construía entre los habitués
esperanzados de los eventos literarios de cuarta y los finos caballeros que
en mitad de la tarde o sobre el fin del día laboral entraban a los cines porno
del centro de la ciudad con una valija, y una vez sentados se colocaban el
equipaje sobre el regazo para así, ocultados los genitales de miradas
indiscretas, proceder a masturbarse al ritmo de la película de turno.
Personaje mítico, contemporáneo de la Rumania de Ceaușescu, ya no creo
que exista. Su población estable disminuyó con la llegada primero del
VHS y luego con Internet. Aunque uno tampoco puede estar tan seguro. La
característica central del valijero era que, finalmente, encontraba placer
aliviándose en público. De hecho, el valijero literario sería aquel que en
vez de elegir la aventura siempre frágil de leer y escribir opta por
regocijarse en cierto exhibicionismo, en cierta sociabilidad. En vez de la
mujer o los libros, que siempre lo pueden sobrepasar y rechazar, ambos
valijeros eligen la soledad grupal y segura del cine o el centro cultural a
oscuras, el placer onanista de accionar bajo mampara.

Como el tonto que no se sabe tonto, que no es consciente de su tontera, el


valijero literario no reconoce su situación. Y supongo que cree que el
mundo es eso. Puede ser melancólico pero no es un romántico exigente
consigo mismo. Así, el valijero literario es positivo en su miseria. Mientras
lo dejen refregarse en eventos y presentaciones contra su querida valija, él
no pide más. Paga la entrada e ingresa. Siempre anhela un contacto pero
sabe que el contacto no va a suceder y esto no lo ofusca. Su trasnoche
mental, su pequeña caverna de Platón, lo reconforta y si no es confortable
él se adapta. ¿Por qué? Porque esa limitada experiencia de manosearse lo
abarca todo, lo es todo. No puede imaginar que leer y escribir sea algo más
que leer para nadie en bares, recibir un aplauso formal, intentar alguna
interacción fallida y volver a casa. ¿Tan duro es esto? Valijero no lee
valijero.

La diferencia la hace el tonto que sí sabe que es tonto. Sancho mirando al


Quijote corriendo por la meseta castellana sería un buen ejemplo. ¿Por qué
deberíamos tomar este recaudo? Porque si escribimos con entusiasmo, si
seguimos leyendo por placer y si nos dedicamos a la pena de querer ser
leídos y confiamos en nuestra subjetividad, y que de allí es posible sacar
algo trascendente, nosotros también somos valijeros. Nosotros también
vamos, libidinales, al cine porno de la literatura argentina deseando
penetrar, ser penetrados, fantaseando con erguirnos sobre los demás,
llamar la atención y convocar el placer, para luego, tragedia o
tragicomedia, conformarnos con el aire insalubre y viciado y las imágenes
percutidas de la pantalla.

Si el siglo XXI barrió a los valijeros del microcentro porno, los valijeros
literarios hicieron de Facebook su terreno de vida y cultivo. No se trata de
la asiduidad, la obsesión o el autobombo. (¿Quién no lo hizo?) Se trata de
algo más sutil, más cercano al desconcierto alegre de Argentino Daneri. Es
la línea que separa la ambición de la lectura, que divide –aunque haya
inevitables vasos comunicantes– la apelotonada autestima de la ironía, la
autoironía e incluso la más genuina y vital resignación que tan útil resulta
a veces para escribir.

Cărtărescu comprende esto pero no lo lleva hasta sus últimas


consecuencias. Es permisivo y amable donde debería diseccionar y
diseccionarse con más exigencia. Las bellas extranjeras resulta así un libro
pequeño de un escritor atendible, pero que evidentemente podría haber
sido más. ¿A qué me refiero? En el siglo XIX, Gustave Flaubert desplegó
una novelística imbatible, no de la mano de su exquisito dominio de la
lengua francesa, sino por su capacidad para observar a los tontos y para
observarse a sí mismo en los tontos. Todavía hoy Madame Bovary espera
que el onanista que ocupa la butaca de al lado la lleve a pasear en
carruaje.
Este libro se terminó de diseñar

entre la ciudad de Buenos Aires

y las afueras de Canning,

en febrero de 2017

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