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Monologo Argentino, El - Juan Terranova PDF
Monologo Argentino, El - Juan Terranova PDF
monólogo
argentino
Juan Terranova
Ediciones Paco
2017
Título: El monólogo argentino
revistapaco.com
Cínicos
Mucho más cerca del punk que del hippismo, los cínicos griegos fundaron
los mitos del marginado y del marginal respectivamente y que, aunque
suelen coincidir, nunca son lo mismo. Revisitados y versionados a lo largo
de los siglos, sus gestos se transformaron en fuerza paradigmática de la
protesta y la denuncia. Además de que Crates fornicara en la plaza pública
con Hiparquía, relativizando que Diógenes orinara a los que le tiraban un
hueso, más allá de ese orgulloso exhibicionismo masturbatorio y esas
poses cargadas de ira o redención, los cínicos fueron los primeros en
articular un “no.” Un “no” radical, un “no” mítico, un “no” intransigente y
filosófico, negación primaria que todos conocemos, por miedo,
fascinación, o ambos.
Ya más cerca en la historia, los libertinos del barroco europeo los leyeron
de reojo, los ateos dieciochescos de las enciclopedias aprovecharon su
deserción continua, y los románticos abonaron con ellos la idea de libertad
en soledad melancólica. Ya bien constituida la modernidad, la diáspora
cínica tocó a los luditas y, en mayor o menor parte, a los todas las
versiones del anarcocomunismo. Gramsci dijo que siempre iba a haber
gobernados y gobernantes. Es lícito pensar que, como Gramsci no se
equivocaba, siempre vamos a encontrar a los hijos de Diógenes si sabemos
buscarlos en el extraradio urbano, académico o burgués. Así, Nietzsche fue
su lector esmerado y su plagiador exitoso. Muchos poetas franceses del
siglo XIX, con especial énfasis Baudelaire y los decadentistas, escucharon
bien la prédica de la autonomía y el insulto y supieron adaptarlos a las
pasiones industriales. En el siglo XX, las vanguardias históricas siguieron
la lección performática e hiriente. Los situacionistas les deben todo. Más
adelante la cultura rock, libidinal, física, agresiva, reeditó maneras que ya
se habían consolidado siglos atrás y las honró hasta el suicidio. En la
Argentina, Roberto Arlt los actualizó y Carlos Correas encarnó un versión
hegeliana de su eterno retorno. No tan lejos, Borges también tuvo –o se lo
construyeron– su lugar apartado y austero en la historia de las letras desde
el cual injuriar.
Estos personajes, los que alimentan el salario abstracto, la dieta del “todo
bien, cada uno por la suya, no respondo ni críticas ni agresiones y las
condeno como dialéctica intelectual”, son incompletos, blandos,
insatisfechos. Haciendo literatura de relleno, se presentan como pequeños
periodistas, gacetilleros del bien, poetas de cultivo autista, reseñistas
entusiastas, trapicheros de influencias, campechanos novelistas dispuestos
a subir la tenebrosa montaña del “éxito” tracción a sangre. O al menos eso
dicen. Su humildad muchas veces aparece sostenida por dádivas y
financiada con su propia humillación. Arrodillarse y ganar, a no dudarlo,
es todo un talento: insume caudales de paciencia y el instinto adecuado
para, de encontrarlo, repudiar o reprimir al insurrecto y luego materializar
la recompensa.
Wikipedia dice que “statu quo” proviene de in statu quo ante bellum,
literalmente “en el estado en el que antes de la guerra” o sea “recuperar la
situación de poder y liderazgo que había antes de una guerra.” La guerra
del futuro, parece, pese a todo, no va a ser entre terminators y seres
humanos, o entre la Matrix y la guerrilla de Sion. De hecho, en Irak y
Afganistán se sigue peleando con armas mecánicas. Nada parece poder
reemplazar la manualidad de las balas. Ni siquiera los misiles guiados por
código binario o los drones. Sin embargo, hay un antes de la guerra digital,
cuando el saber se disponía de una manera bien jerarquizada y la
tecnología era herramienta habitual de dominación de la elite.
Desde esta perspectiva, “La ciudad sin libros” es, entonces, doblemente
conservador. Por un lado, desarrolla una forma fabulesca, generalizadora,
primitiva, que abusa de la hipérbole: “la humanidad” es la que protagoniza
la acción. Luego, la idea del cuento –su moraleja– es pobre, remanida. Que
los autores norteamericanos de la posguerra advirtieran sobre la
mecanización de la vida cotidiana es una cosa. Que ese mismo recurso se
use con el siglo XXI ya tan avanzado resulta muy diferente, casi una
antítesis.
El texto que acompaña y vertebra las imágenes de Beya –la relación entre
imagen y palabra, lo sabemos, nunca es inequívoca– parece un poema. No
hay razones para pensar lo contrario. Como tal, utiliza muchos recursos de
la poesía coloquial. Hay también una métrica, casi podría decirse un
esfuerzo de métrica, un ritmo que se corta y se retoma, como una música
que se enciende y se apaga, que suena y se silencia.
en un abrazo celestial
el intento celular
y te querés ir a la mierda:
(...)
Por su parte, los dibujos de Iñaki Echeverría recuperan una estética basada
en los cambios de planos, en la superposición y en la fragmentación. La
apuesta –pese a los fuertes contrastes– confunde al lector. Echeverría,
como dibujante esquemático, al menos en esta oportunidad, no logra
sobresalir. Sus dibujos resultan menos retro que anacrónicos.
Pero ¿qué cuenta Beya? Antes de avanzar sobre lo que cuenta, me quiero
detener en un epígrafe o nota que recibe al lector antes de los dibujos y el
poema. Dice así:
¿Cómo leer este “pedido”, esta “exigencia” inicial? Percibo que, repitiendo
de manera textual, este epígrafe se monta en la fórmula con la que se
denunció a la última dictadura argentina. Sus fuentes pueden ser muchas y
su forma abreviada, “juicio y castigo a los culpables”, resuena a lo largo de
toda nuestra vida democrática. Sin embargo, la versión de Beya es
diferente. No se trata de un juicio militar y político, aquí no se trata de una
urgencia coyuntural, ni de los siempre complejos procesos históricos.
Nuestro código penal y nuestra constitución refrendan este pedido inicial
de Beya, lo incluyen y lo honran. Así que por un lado, tenemos la
parasitación de un discurso politizado, y por otro, su uso para efectuar un
reclamo que ya está contemplado en la ley. Pero hay algo más, ¿quién
podría estar en contra de ese enunciado? Si en algún momento de nuestra
historia reciente pedir “juicio y castigo a los culpables” fue ir contra el
statu quo, si implicó –y aún implica– un posicionamiento político, si la
posibilidad, por momentos, de que ese juicio se cumpliera era lejana, y
entonces el reclamo se mantenía como una consigna idealista, dura,
militante, en la versión que abre Beya, y que permeará su trama, ese
reclamo resulta obvio y tautológico. Parafrasearlo sería decir “que se
cumpla la ley.” Desde luego, como en toda implementación práctica de
una o varias leyes, hay amplios matices. Sin embargo, lo que quiero
señalar es que el enunciado original y el parasitario pueden ser leídos
como opuestos. Uno fue contra-legal, el otro es legalista. Así las cosas,
¿quién podría estar contra ese acápite? ¿Quién podría estar en contra de
una de las más terribles formas de esclavitud moderna y del castigo de sus
culpables? Podemos refinar la pregunta: ¿qué lector de este libro podría
estar en contra de que se enjuicie y se castigue a los que raptan mujeres y
nenas para prostituirlas? ¿Los proxenetas que realizan la operación de
secuestro, sus padrinos políticos, el crimen organizado? Como no los veo
leyendo este libro, ni muchos otros, hay algo en ese pedido que se pierde
en la prédica para conversos.
Ahora sí, ¿qué cuenta Beya? La primera parte no tiene texto. Faltan los ya
de por sí escasos globos de diálogo, pero tampoco hay palabras de otro
tipo. Vemos a una mujer delgada salir de su departamento y bajar por el
ascensor a la calle. Inocente y dulce, guarda dos caramelos en su cartera.
El departamento está en una zona urbanizada, una ciudad de edificios
altos. En la calle, la mujer es interceptada por una camioneta y
secuestrada. Durante el secuestro le pegan un tiro en una pierna.
Echeverría va descomponiendo las viñetas rectangulares a medida que
avanza el secuestro. No es sintético sino más bien repetitivo y lo que se
podría resolver en tres páginas se estira por más de diez. Toda esta parte
apenas logra otra cosa que una versión, no la más interesante, de la
leyenda urbana de las camionetas blancas deambulando por la ciudad y
secuestrando mujeres al azar. ¿Secuestros espontáneos a plena luz del día?
¿Reducir a una mujer indefensa con un tiro?
Te enguascaron, te domaron,
Si te dejaran pensar
en el puticlub de mierda,
porque la tortura ahí dentro
no termina ni se acaba
la cosecha de mujeres.
(…)
Y aprovechás y comés
en el tiro federal.
Contra la lectura que modela a Beya como un sexploitation hay que decir
que ese género no naufragaba en la comunicación de sus intereses. Era
necesariamente eficiente al estar alejado de pretensiones artísticas o
morales. Nunca caía en falsos encuadres, en una lengua poética torpe, en
desajustes narrativos, ni mucho menos en el aburrimiento que presenta
Beya. A los guionistas de Hembras peligrosas no les interesaba el juicio y
castigo de nadie. Y sus dibujantes eran visiblemente menos artísticos y
muchísimo más precisos y sutiles que Echevarría. El punto de contacto
existe. La diferencia también. Por un lado los prejuicios del progresismo,
por el otro, los del mercado.
Beya es, finalmente, miserabilismo pop que quiere pasar por manual de
conciencia. Abusos sí, pero con una pátina de militancia en los Derechos
Humanos, una idea de justicia irreal y una presentación formal pobre y
arrebatada. Con sus rimas asonantes y sus rústicos dibujos, es mucho,
demasiado, incluso para los abroquelados y remanidos laberintos de la
corrección política. Como las zonas más estáticas y sermoneadoras del
cristinismo, hay algo de ese desconcierto que intenta ser rebelde y termina
siendo cliché.
¿Hay mala fe en todo esto? No lo creo. Estoy seguro que Cabezón Cámara
escribe libre de cinismos, convencida de lo que hace. Oscar Wilde lo dijo
con claridad: toda la mala poesía es honesta. Lo suyo, podríamos decir, es
apenas el emergente de una época. Y su honestidad me resulta evidente.
1.
El domingo 22 de enero del 2006, en su edición de papel, pero también
disponible en la web, el diario La Nación reprodujo un artículo del
mexicano Juan Villoro, titulado “La crónica, ornitorrinco de la prosa.” Ya
en el copete se avisaba que esa pieza formaba parte de Safari accidental,
un libro publicado en México por la editorial Joaquín Mortiz. La volanta
elegida por La Nación, sintetizadora y brutal, decía “Entre la literatura y el
periodismo.” Cumpliendo su función, anticipaba una dicotomía que
recorre toda la argumentación de Villoro y que ya se esquematiza en su
primer párrafo. Lo copio:
2.
En la segunda parte del texto aparece el conspicuo ornitorrinco de la mano
de Alfonso Reyes. Para Reyes, el ensayo es como el centauro (no se nos
explica por qué); para Villoro, la crónica es como el ornitorrinco. Un
puzzle de géneros, un mutante feliz, nunca una aberración. A continuación
se realiza la siguiente enumeración, cuyo sujeto tácito es la crónica misma:
Otro ejemplo: “(…) el cronista debe ser ahorrativo con los efectos que
arden; entre otras cosas, porque a la realidad siempre le sobran los
fósforos.”
3.
Llegado este punto queda establecido que no se trata ya de ahondar en los
oscuros y lejanos, para este Villoro que aquí escribe, problemas de la
filosofía del lenguaje, desde los cuales sería imposible siquiera empezar a
leer este artículo. (También, para el caso, sería difícil leerlo con el más
austero diccionario de la RAE.) Mucho menos quiero aquí sopesar el valor
de sus crónicas o algunas otras de sus escrituras. Se trata más bien de
recortar sus contradicciones, su impericia inmediata para categorizar y
hacer rendir esas categorías, su facilidad para empastar ideas. Se trata,
digo, de resaltar el poco valor, el poco peso específico de su artículo.
¿Qué significa contar una historia? ¿Por qué una narración, sea una crónica
o un cuento, funciona, nos entretiene, nos alecciona, nos conmueve, y
otras, muchas veces, no logra hacerlo? Villoro, preocupado por defender
cierta especificidad discursiva, desconoce que los géneros están hechos de
convenciones y prejuicios. O mejor dicho, lo sabe y refuerza esas
convenciones y esos prejuicios. Usa la taxonomía no como espéculo útil
sino como una espuela para reordenar la montura de un campo literario
que se le escapa. Si hay diferencias entre una crónica, una novela, una
entrevista, un reportaje (sea esto lo que sea), Villoro no las precisa. Todos
los géneros son un debate y merecen el respeto de nuestra relativa
inteligencia. Pero eso a Villoro le importa poco y nada. (Y por eso también
no denigro el artículo si digo que es un panfleto. Ese no es el problema. El
problema lo constituye que sea un panfleto de baja calidad, que no explota,
no convence, no interpela.) Las herramientas críticas que debería usar
Villoro están lejos de esa grilla de sumidero. Su artículo no sería tan romo
si trabajara con “autonomía”, “soporte”, “condiciones de publicación”,
“formas de lectura” e incluso “coyuntura”, “tradición” y “estilo.” Hablar
de “literatura” y “periodismo”, sin dar más precisiones, entendiendo que
estas palabras se explican bien y de forma suficiente, es seguir
alimentando una división errada, superada, ya estudiada y descartada hace
mucho tiempo. De hecho, con esa mirada tan maniquea, la vida intelectual
del siglo XIX en la Argentina sería imposible de entender. También la del
siglo XX y XXI. ¿Villoro ignora las imposibilidades y macanas de su
texto? Creo que no. Pero su objetivo y su meta aquí son otras. A Villoro no
le interesa indagar ni sacar conclusiones válidas sobre el estado del arte de
la crónica. Lo suyo es proselitismo. De allí surge esa alegría, esa
positividad. ¿Y a quién seduce o intenta seducir, a quién convence?
Conocí a Juan Villoro por la excelente edición y traducción que hizo de los
Aforismos de Lichtenberg publicada por Fondo de Cultura Económica a
fines de la década del ´80. Me resisto a creer que él no comprende que su
militancia en la crónica implica una obturación, un acto de solapamiento.
Me resisto a creer en la ingenuidad de Villoro. Ahí está, como él mismo lo
dice en su artículo, el tema del dinero. La operación de lectura que realiza
es, entonces, una operación monetaria que atiende a la necesidad de seguir
vendiéndole material no ya a los diarios sino a los portales de noticias, o
más bien a quién lo compre (congresos financiados por el erario público,
becas de escritura en Europa, clases maestras o de profesor visitante en
Estados Unidos). ¿Es esto punible? No me parece. Pero las herramientas
que usa Villoro son burdas, cuestionables, y sobre todo trata de tonto al
lector. Arriesgo que este mexicano le habla no a los vaporosos e
improbables lectores generales, ni siquiera a los lectores del periodismo
rutinario a los cuales estas elucubraciones los tienen sin cuidado, sino a los
estudiantes hispanoamericanos de periodismo. Les enseña aquello a lo que
deben aspirar, lo que se debe defender, sin tomarse el trabajo de
explicarles por qué, quizás porque esa explicación sería la exhibición única
y la legalización de su nombre de cronista. Este modo de evangelización,
este entusiasmo, es llevado adelante, de formas todavía más precarias y
adjuntando conceptualizaciones más gomosas, por otros autodefinidos
paladines del género. Agrego que la entrevista de María Moreno a Martín
Caparrós en la revista Otra parte número 20 del 2010, sin ser un
muestrario de excepcional talento crítico, confirma que es posible
desarrollar apreciaciones menos irredentas sobre el tema. “Lo que más me
preocupa es que la crónica está un poco hipervalorada” dice de entrada
Caparrós. En este sentido, las dos veces que Villoro cita a Burroughs el
texto levanta. Por eso vale aclarar que Burroughs fue básicamente un
novelista y un mito de autor, muy lejano del zanguango que se muestra con
su chaleco de fotoperiodista en los aeropuertos. Es más, fue antes que todo
un procedimiento novelístico y la narración de ese procedimiento. No hay
que leer Sobre la evolución literaria de Tinianov para comprender que el
verdadero devorador de géneros y estilos, de formas y de discursos es la
novela. Al menos hasta la llegada de Internet.
4.
Salto ahora al gremio. Me paro frente a ese grupo no tan amorfo. Los
cronistas se presentan, por definición y obligación laboral, como
bonachones, pícaros, confiables, audaces, parlanchines, hombres y mujeres
de mundo. ¿Dónde está el cronista sombrío, brutal, irónico, sobrador,
racista? A ese hay que buscarlo por afuera del nicho. No existe en esa zona
bien demarcada del campo, festejada por revistas, universidades y
simposios. La incorrección política es permitida, desde luego, pero
siempre como un condimento más del cual no hay que abusar. (Qué sucios
trucos los de amarillismo, los del cuestionador, los del machista y el
morboso, el que alza la voz por afuera de los escalafones para insultar o
invalidar.) La crónica actual, la que defiende, publicita y bautiza Villoro,
es inocua y políticamente correcta. Se permitirá la piedad y la exageración,
mientras se alienta en ella el miserabilismo y la miseria. La crónica que
evade este circuito de “buena onda latinoamericana” y su perenne
solidaridad con la pobreza circundante, la crónica que toque las cuerdas
ruines, no será comprada, no se pagará, pasará al mal gusto, a aquello que
el ornitorrinco no admite en su sistema de prevendas internacional. Pero,
¿por qué? Porque sobre todo la crónica será, al menos en nuestra región,
esencialmente progresista. El tema de la forma y las maneras, que Villoro
soluciona sin detenerse, entonces, resultará central aquí. Googleando, leo
que “la crónica” no se trata de un género, sino de un debate. Ya lo dije,
todos los géneros vivos lo son, pero así y todo es una definición
inteligente. Podría completarse diciendo que, en este caso, se trata de un
debate que atrasa y que no resulta interesante. Y esto me lleva
directamente a Nicolás Mavrakis que ha escrito páginas de excelente
prosa, muy lejos de los melifluos y alegres planteos de Villoro, para
demostrar que el advenimiento de la era digital deforma y cuestiona el rol
del cronista, lo vuelve obsoleto y anacrónico a la vez, lo desdibuja y lo
impugna. El concepto “aristócratas de la subjetividad” que forja Mavrakis
suena irónico, pero también implica una denuncia seria. En vez de
empantanarse con los lugares comunes de Villoro, el aspirante a cronista
debería leer el excelente y esclarecedor #Findelperiodismo y otras
autopsias de la morgue digital
Por un link de Maximiliano Tomas llego tarde, unos quince días tarde, a
una columna de Martín Kohan publicada en Perfil. Kohan no es un
columnista interesante. En espacios demasiado acotados, se traba, no
arranca, sufre cierta parálisis, ofrece, sobre todo, vaguedades. Necesita, me
parece, apoyarse en la argumentación, en la arquitectura y las garantías de
la razón, y no admite ser retórico o arbitrario, mucho menos retórico en la
arbitrariedad. Probablemente vea en estas características del género, por su
formación, por sus convicciones, un gesto efectista. La columna a la que
me refiero, titulada “Ponele la firma”, no es excepción. En ella retoma el
viejo arte de agredir a Ernesto Sabato, contraponiéndolo a Witold
Gombrowicz. Como desafío crítico, resulta pobre. ¿Qué dice Kohan?
Mientras Gombrowicz “se ocupó mayormente de incordiar en el campito
intelectual argentino, detectando y contrarrestando la media de sus lugares
comunes”, el talento de Sabato “consistió en percibir, podría decirse que
sin falla alguna, para dónde soplaba el viento en cada caso, para volar justo
en esa dirección.” Luego, muy tarde y de forma muy incompleta, Kohan
produce una queja contra el prólogo del Nunca más. Elsa Drucaroff se
tomó hace ya un tiempo el trabajo de leerlo y desglosarlo con perspicacia,
produciendo el análisis que un texto así demandaba. (Véase Elsa
Drucaroff, “Por algo fue. Análisis del “Prólogo” al Nunca Más de Ernesto
Sabato.” Revista Tres Galgos Nº 3, Buenos Aires, noviembre del 2002.)
Más allá, sobre el final de la columna de Kohan, sufrimos como lectores
una invocación a la militancia y a los muertos que resulta improcedente y
tosca. Copio: “Se trata de que cada cual, y aun los muertos, den el nombre
a lo que es tan sólo suyo.” Solapando la lírica, ¿es necesario recordarle a
Kohan que los muertos no hablan, que son hablados, manipulados, que no
tienen posesiones? La plegaria zombie dice mucho. Pero la finalidad de
este comentario es otra. Recorto, de entre tanta grasa fría, la mención de
los “lugares comunes.” Me interesa porque veo que Kohan no hace otra
cosa que reeditar masticados ritornellos de pasillo universitario. Afectado,
pomposo, no lee. No propone lecturas. En su lugar, se dedica a refritar.
(¿Hay pecado gastronómico? ¿No es, acaso, la fritanga una marca de este
género también? Sí, pero no la más interesante y menos servida con
entusiasmo.)
Todo el que haya sostenido algún tipo de posición universitaria sabe que
refugiarse en la Academia es parecido a sentarse desnudo arriba de un
hormiguero. Mucho más hoy en día, cuando los lazos del trabajo parecen
haber reencontrado su cauce en nuestra sociedad. No, nadie se salva en la
Academia; pero si se la sabe manejar, la Academia reditúa. Pese a todo
esto, el elogio desmedido de lo feo y lo subversivo no es necesario, más
bien es uno de esos “lugares comunes” que muchos defienden y no
practican. Todos vivimos en el estuche de acero del orden burgués, y no
estoy –¿cómo podría estarlo?– en contra de la Academia y sus hormigas
coloradas. Sin embargo, me cuesta entender cómo y por qué los benditos
profesores universitarios adoran a los malditos de otras épocas mientras
engordan sus currículos con papers y se llenan de ansiedad cuando se
abren los concursos en una materia lateral. ¿No deberían –justo ellos–
tener otros ídolos? ¿No deberían –justo ellos– elogiar la mesura, la
distancia, las secretas aventuras del orden, la belleza y la solidez de una
argumentación bien hecha?
1.
Vale la pregunta: ¿qué es esto? ¿Qué es Fogwill, una memoria coral, el
libro que, firmado por Patricio Zunini, acaba de publicar la editorial
Mansalva? En una Nota preliminar, el mismo Zunini avisa el objetivo:
“Entre marzo y diciembre de dos mil trece entrevisté a amigos, escritores,
editores y diferentes personas del ambiente cultural que conocieron a
Fogwill, con la intención de enhebrar una narración a partir de esos
testimonios de primera mano.” ¿Enhebrar? ¿Primera mano? La voz de
Fogwill no se escucha en ningún momento de forma directa. La de Zunini,
salvo en lugares que ya analizaremos, tampoco. Se trata siempre de citas,
evocaciones de otros, fragmentos más o menos narrativos, que vuelven
sobre la figura del autor de Los pichiciegos, sus publicaciones, su vida, sus
afeites, su deambular por las ciudades de Buenos Aires, Córdoba Capital y
Montevideo. El procedimiento resulta más difícil de describir que de
implementar o de leer. De hecho, Fogwill, una memoria coral se lee
rápido. Hay ahí mucho de periodismo, mucho del género entrevista,
entonces. También existen antecedentes argentinos, o casi argentinos. Está,
por ejemplo, el libro de Rita Gombrowicz, Gombrowicz en Argentina
1939-1963. Pero si nos atenemos a una cuestión netamente formal, lo de
Zunini parecería relacionarse mejor con las “historias orales” como Please
Kill Me: The Uncensored Oral History of Punk de Legs McNeil y Gillian
McCain, o Everybody Loves Our Town: An Oral History of Grunge de
Mark Yarm. También, un poco más lejos, se podrían citar novelas como
Rant de Chuck Palahniuk, la célebre Los detectives salvajes de Roberto
Bolaño e incluso viejos y exitosos experimentos como Pantaleón y las
visitadoras de Mario Vargas Llosa. Querámoslo o no, y aunque el interés
sea diferente, la alternancia de voces nos remite a Manuel Puig y un poco
más atrás en el tiempo a las novelas de chismes de Ivy Compton-Burnett.
¿Aportaría algo más la discusión sobre el género? No hay culpa si el
crítico acude a la taxonomización. Aunque esta sea vulgar, una tradición lo
avala. En su Nota preliminar, Zunini mismo ataca el punto y posiciona el
libro: “El resultado es un texto coral que, sin la pretensión universalista de
la biografía ni la ligereza del anecdotario, da cuenta de cómo la memoria
colectiva recuerda (construye) a uno de los escritores argentinos más
relevantes de los últimos treinta años. En Fogwill vida y obra se
confunden: se explican mutuamente. Lo que sigue, entonces, es una
manera de comprender su legado.”
2.
Las voces que componen Fogwill, una memoria coral pueden y deben ser
leídas. Alberto Laiseca abre con mucha fuerza el libro. Luego se siente un
descenso. Germán García, Oscar Steimberg, Jorge Revsin y algunos
empleados de la consultora Facta nos hacen comprender que esta
narración comienza bajo la sombra de la dictadura, cuando Fogwill estaba
llegando ya a los cuarenta años. Luego vendrá el Fogwill de los años
ochenta, y escuchamos a Chitarroni, a Chejfec, a Arturo Carrera. Prolifera,
rotundo, el elogio, el rescate de su figura. Alan Pauls es el primero en
tomar distancia. Eso lo hace creíble. “A mis veinte años, Fogwill era
básicamente sospechoso. ¿Para quién trabajaba? Era como un doble
agente.” Más adelante va a agregar que lo veía como “un pesado, un
hinchapelotas, una pesadilla.” Aunque matiza, sus intervenciones tiene
otra luz, un sesgo que genera visibles contrastes con las demás voces:
“Había algo en él que me agotaba físicamente, una misma tecla trabajada
hasta el hartazgo, con mucha modulación porque era muy bueno
modulando, pero en el fondo siempre la misma.” Desgraciadamente, no es
esta posición la que domina la armonía de la partitura general. Muy rápido
entendemos que no habrá escenas de sexo, ni de política, ni se nos
contarán traiciones, ni se nos revelarán los resultados de deudas impagas.
Lo disruptivo, tan propio de Fogwill, falta. Así, Elsa Osorio, Ana María
Shua y Leila Guerriero dejan entrever una relación sobre la que no se
explayan. (Como ese libro que hizo Cherquis Bialo con Maradona,
sentimos aquí que debemos esperar todavía un poco para que salgan a la
luz las verdaderas anécdotas.)
Luego Elvio Gandolfo, sí, habla con criterio, pero enseguida Sergio Bizzio
aparece especialmente salamero y muestra su desorientación cuando
pregunta si no fue él, Fogwill, el primero en hablar de Levrero. (El mismo
Fogwill le reconocía a Gandolfo haber sido, en 1968, pionero lector
argentino del escritor uruguayo. Véase “Mario Levrero”, publicado
originalmente en El interpretador, a fines del 2005, y compilado en Los
libros de la guerra.) Por su parte, la polémica con Quintín –que en su
momento fue importante y creo que hoy lo sigue siendo– aparece mal
narrada, con muchas imprecisiones, por el propio Quintín. ¿En una
“memoria colectiva” pueden los pasajeros equivocarse con impunidad? A
su turno, Daniel Molina se para en el centro de los equívocos diciendo:
“Fogwill es Sarmiento porque tiene la impronta maldita hiper genial de
Sarmiento.” Marcelo Cohen y César Aira se apartan. Realzan la figura del
homenajeado y se llaman a silencio con una elegancia de la que otros
entusiastas coreutas carecen. (Particularmente desangeladas, en este
sentido, son las palabras de Iosi Havillio que interviene siempre para
hablar de sí mismo.) Martín Gambarotta también hace explícita su
sospecha: “(...) no quiero cuestionar el asunto de hablar de Fogwill. No sé
cómo funciona el hecho de que haya un interés en que se hable de él.”
Así las cosas, se nota muy rápido cierto pulido de la figura de Fogwill, un
festejo de sus exabruptos mientras se los reduce, se los traduce, a un
sentido asimilable. Por ejemplo, sobre el paso de Fogwill por la cárcel Ana
María Shua dice: “Le había llevado la atención el aparato del inodoro y
contaba que se había hecho amigo de un “violeta.” ¡Hasta en la cárcel
rompía códigos!” Reclusión, códigos, el mecanismo del inodoro, el
violador: lo siniestro se hace presente en forma de cloaca pero los signos
de exclamación resaltan una alegría de la discreción, una risa histérica que
descomprime y pasa.
Hay, desde luego, momentos que se rebelan de esta afinación general. Sin
llegar a la precisión de Pauls, Ignacio Echeverría habla de hostilidad, de
agresión, de intransigencia. Silvio Mattoni recuerda las épocas de adicción
dura en las que Fogwill “iba a tomar al baño del bar y se olvidaba al
chico.” Gandolfo dice que con Zelarayán eran agresivos: “A Fogwill le
encantaba la relación interagresiva, la refriega.” Fabián Casas afirma que
era “un tipo contradictorio, complejo. Una imagen beatífica sería
desacertada.” Luego agrega: “Era destructivo. No sé por qué.” Remarco
ese desconocimiento... ¿Qué es lo que no sabe Casas? No se trata,
entonces, de que se le perdone la homofobia, sus posturas políticas, los
dobleces de su ética, sus arbitrariedades, sus conocidos maltratos a
terceros, la mayoría de las veces gestos de autoafirmación demasiado
espesos para el pequeño progresista porteño. Se trata de que esos gestos no
son del todo leídos, sino apenas citados y expurgados. “Era destructivo. No
sé por qué.” ¿Contra qué era destructivo? ¿Por qué era destructivo? Nadie
responde esas preguntas en este coro. Tampoco hay un amplio repertorio
de elogios certeros. Las voces se funden, prima un único estilo, no se leen
diferencias de dialectos o idiolectos. Los nombres desfilan pero la
individualidad aparece sin brillo, hay que recortarla con fuerza. Se registra
así una monotonía autoral... ¿Pero de quién? La pregunta por el quién es
central en la lectura del libro. Sigo: ¿Por qué todos estos talentosos
escritores, estos intelectuales que dieron muchas muestras de ser probos en
sus libros y en todo tipo de intervenciones escritas u orales hablan acá con
la música de la lisonja fácil? ¿Por qué esa pasividad, esa homogeneidad,
esa distancia de grupo? ¿Zunini hace que las voces aporten a la docilidad
del personaje, a su rescate positivo y forzado, no a su examen?
3.
Entre tantas voces, vale hacerse la pregunta por la autoría. ¿Podríamos
señalar a otro que no sea Patricio Zunini, el firmante, como autor de
Fogwill, una memoria coral? No arriesgo mucho si digo que él es el
responsable final de lo que leemos. ¿O esto implica un salto por encima de
la complejidad del libro? Veamos. En principio no deberíamos confundir
coralidad y autoría. Sí, los contribuyentes son identificables y particulares,
sus contribuciones aparecen adjudicadas y rubricadas, pero la partitura, el
ritmo, los silencios y el ensamble son obra de Zunini. Difícilmente la
autoría pueda ser repartida entre todos los que hablan. Memoria colectiva,
sí. Recordar. Construir. Coralidad. Sí. Pero el que firma es Zunini. Y, cada
vez que puede, redobla esa idea. El gesto aparece desde el inicio cuando
dedica el libro a sus hijos: “Para Agustina y Emiliano.” Según entiendo,
ambos son menores de edad. ¿Qué dirá Agustina cuando lea este libro y en
él su nombre? ¿Y Emiliano? ¿Qué diría el mismo Fogwill de esta
dedicatoria? ¿Llegarán Agustina y Emiliano a leer alguna vez Vivir
afuera? (Doy por sentado que Muchacha punk les va a llegar tarde o
temprano...) La presencia de estos niños en este inicio sella la calificación
ATP del libro. Después, en el final, los Agradecimientos dicen: “Este libro
es un producto colectivo.” Si Zunini afirma que Fogwill, una memoria
coral es un “producto”, no tengo herramientas para desdecirlo. En cuanto a
lo colectivo, los mismos Agradecimientos se contradicen más adelante:
“Si, como dicen, un libro es un hijo —y este tuvo una gestación de poco
más de nueve meses—, la madre de este es Mariana. Todas las
conversaciones, todas las ideas, todas las lecturas: fue un trabajo
compartido desde el primer hasta el último día.”
4.
Si bien a esta altura nos queda claro que este retrato de Fogwill no
aceptaría miradas demasiado disruptivas ni opiniones de censura, vale
preguntarse qué pasa con sus obras. ¿Leyó Zunini todo Fogwill? A
instancias de este libro, eso no importa. ¿Y los coreutas? Tampoco se deja
ver, entre tantos amigos, ningún lector dedicado a la obra del autor en
cuestión. Al contrario, las opiniones parecen desplegares de forma
incidental. Las voces también son incompletas. Hago una lista. Daniel
Guebel: “Excepto por los Pichiciegos la novelística de él no me interesa
mucho. Me interesan los cuentos.” Más adelante agrega: “Tampoco diría
que soy un especialista en Fogwill.” Silvio Mattoni: “Creo que lo que
mejor le sale son los cuentos.” Fabián Casas: “El me enviaba sus poemas
para que se los corrija. A mí no me gustaban mucho.” Damián Tabarovsky:
“En los artículos de los ochenta su mirada era muy precisa.” Quintín: “Yo
lo provoqué a su vez diciendo que Vivir afuera era una novela mala.”
¿Algo más? La novela Un guión para artkino es mencionada apenas dos
veces. Urbana, solo una vez, al pasar. Una pálida historia de amor,
ninguna.
Este desprecio por comentar la obra, esta opción, contrasta con el mismo
Fogwill, que por un lado se narró a sí mismo mejor que este coro sacro,
pero también se leyó a sí mismo mucho mejor, con más asertividad y
pericia de la que ahí se ofrece. Por eso, si cruzamos la incandescencia de
su prosa argumentativa, irritante y lúcida, con estos juegos de voces, lo
que surge es llamativo. ¿A qué me refiero? Los libros de la guerra, por
poner un ejemplo, practica un lugar intermedio entre la narración, la
especulación y el personaje y ninguna de las voces reunidas en esta
memoria rescata esa antología más allá de la cita eventual. Habría
alcanzado con reproducir algún fragmento de Los libros de la guerra para
dejar en evidencia el embotamiento de ciertos amigos. No por nada,
Maximiliano Tomas advierte con criterio: “El Fogwill televisado se
prestaba a la edición del cliché. En cambio en la escritura no: ahí no te
podés disfrazar detrás de nada, y con el talento que tenía para dominar las
palabras generaba otro efecto de autoridad.” ¿Me animaré, como crítico, a
plantear una escenografía televisiva para marcar el discurrir de las páginas
que aquí me ocupan? ¿Puedo entregarme a la fantasía de pensar el rol de
Zunini asociado a un presentador que regula los tiempos de sus
entrevistados?
5.
Retomo nuestra pregunta: ¿qué es Fogwill, una memoria coral? En otro
artículo titulado “Jardín de letras robadas”, publicado en Vigencia, a fines
de 1981, Fogwill comenta la feria del libro de ese año y dice “los
resultados de los últimos concursos literarios prueban que estos, cuando no
son una mera lotería, son sistemas de censura invertidos.” No me interesa
aquí debatir la justicia de los premios literarios, pero sí esas cursivas que el
autor usó para resaltar un acierto. Ese concepto, ese mecanismo, el sistema
de censura invertido, parece describir de forma muy precisa cierto espíritu
general de la obra de Zunini. Ahí también se trata de mostrar, de llenar, de
exhibir pero solo aquello que pueda ser ofrecido sin peligro para ninguna
de las partes. Dicho en breve: mostrando se oculta, premiando se condena.
Por eso, el lector interesado deberá buscar justo en aquello que no se dice,
en lo que falta, la operación política del libro. ¿Qué pasa si ubicamos este
intento cerca del Borges de Bioy? La comparación es, a todas luces,
infeliz. Aunque Fogwill –en alguna loca serialización– podría rozarse con
Borges, las chances que tiene Zunini de ser Bioy Casares son nulas. Y
mientras uno de los libros es el “producto” de un par de meses de trabajo,
el otro se revela como un diario lento que avanza por décadas de amistad.
Digamos, sin más, que el primero es un coro dominical de iglesia, mientras
el segundo, una silenciosa épica de la intimidad. Sus procedimientos
formales, sin embargo, son comparables. Mientras Zunini oculta
modelando la voz de los demás, Bioy muestra hasta la desvergüenza.
Copio una cita: “Cuando vuelvo del mar a la carpa, Silvina y Borges están
conversando; Silvina, detrás de la lona, en el compartimentito para
vestirse; Borges en el centro de la carpa, a la vista de toda la playa, con
una camisa rabona (de las llamadas remeras) y sin pantalones ni
calzoncillos, al aire el promontorio oscuro de testículos y pene. “Estás en
bolas”, le digo, arreándolo detrás de la lona. “Ah, caramba” comenta sin
perder la ecuanimidad. “Como no ve –comenta después Silvina– está
como con una careta.”
6.
Carlos Correas se quejaba de la muletilla “no es anecdótico...” usada para
valorar de forma negativa una acción, un comentario, un hecho. Correas
veía en la anécdota una dignidad, una nobleza, un swing de verdad. “Sólo
los pedantes teoricistas y demás ralea desprecian o temen la anécdota”
escribió en prólogo a La Operación Masotta. Suscribo el señalamiento.
Ese género, tan básico, popular y frágil, al punto de que no puede en él
faltar nada ni sobrar nada, no merece ser utilizado como denostación.
También coincido con Zunini cuando dice que Fogwill, una memoria
coral no es biografía, ni anecdotario. Ambos géneros implicarían una
trama, un remate, una moraleja, una enseñanza, una gracia asegurada.
Aparte de la anécdota, que circula, lúbrica, por su Operación, Correas
elabora finas y exigentes interpretaciones de la obra de Masotta, mientras
construye una biografía y una autobiografía, en la medida en que el
Facundo o el Evaristo Carriego de Borges pertenecen a ese género.
Dijimos que es improcedente comparar libros buenos con libros malos.
Trayendo a Correas, caigo otra vez en ese error. Pero vuelvo a
preguntarme: ¿qué es Fogwill, una memoria coral? Recién ahora puedo
decir que es la versión de salón de un tipo que no fue de salón, o que no
fue solamente de salón. Después de leerlo y releerlo comprendo que
necesitamos con urgencia otras versiones de Fogwill, versiones más
completas, más dedicadas, menos ingenuistas, menos burdas. Se dice que
María Moreno está escribiendo una biografía. Su aporte a la memoria coral
de Zunini es excelente. Libre de cualquier gestualidad hagiográfica
gratuita, ella lee el personaje Fogwill, le da relieve a sus aciertos y sus
defectos, lo caracteriza, lo interpreta, lo despliega en todo su potencial sin
negarlo. Por contraste, las intervenciones de María Moreno demuestran
que en la música de la “memoria coral” no molesta tanto el elogio
monótono, sino la falta de talento en el elogio. Si todos los comentarios
fueran como los suyos el libro de Zunini sería mejor, sería un buen libro.
Ojalá su biografía llegue pronto.
Sobre La Serenidad de Iosi Havilio
Hay más. Por ejemplo, dos epígrafes. El primero dice “Soy una mala
historia” y lo firma “Mirko H.” (El nombre es enigmático, la frase aplicada
a lo que sigue parece exacta.) El segundo es de James Joyce, extraído del
Ulysses: “Bloom: O, I so want to be a mother.” ¿A qué alude este segundo
epígrafe? En La Serenidad hay conflictos y recuerdos familiares que bien
podrían ser leídos a través de esta alusión: cambios de rol, cambios de
sexo, transfiguraciones post-freudianas de la maternidad, y así. Mucho más
destacable me parece la necesidad de citar a Joyce, de extraer y repetir, a la
cabeza del propio texto, una parte del Ulysses. Otro detalle. En la foto de
solapa, al uso de la editorial Entropía, Havilio aparece leyendo. ¿Qué lee?
Un libro sin muchas marcas pero en el que podemos ver con claridad el
nombre de John Cage.
Copio otro párrafo, un poco peor escrito todavía, pero igual de festivo.
Aquí el protagonista recuerda algunos escarceos eróticos de la
adolescencia o la infancia:
Un poco más allá, la hipótesis con la que Erich Auerbach cierra Mímesis
no suena acertada. La novela del alto modernismo, sea Joyce o Virginia
Wolf, o cualquiera de sus variantes y también muchos de sus derivados, no
tenían pretensión mimética, no eran continuadores del esfuerzo realista. Su
programa se centraba, más bien, en llevar el género a su máxima capacidad
expresiva, explorando sus límites, impulsándolo hacia adelante, a veces en
fugas no controladas, tediosas, espectaculares, fallidas, alucinantes. Su
fetiche fue el auto-oscultamiento, la lengua con instrumento que se ve, la
mirada que modifica y sabe que modifica. Por todo esto a los novelistas
posteriores del siglo XX les costó esquivar o jugar a esquivar las marcas
que dejaron sobre el género. El riesgo era la ingenuidad. Y también por
esto, si las técnicas del alto modernismo empujaron la novela a su futuro,
que muchas veces fue de desintegración o estrangulamiento, al tomarlas de
referente sin mediaciones, con tanta ingenuidad, Havilio regresa, vuelve.
Dicho en una línea: en La Serenidad, lo que hace cien años iba hacia
adelante, hoy va hacia atrás. Y esto resulta especialmente improcedente
cuando comprendemos que Havilio tiene muy pocas ideas narrativas para
ofrecer. La anécdota del ovejero alemán suicida que escapa suicidándose
del amor sin prejuicios de su dueña troskista merecía una realización
menos afectada. Hay otra anécdota con perro cuando el pragmático
pasajero de un tren, fastidiado por los ladridos, lanza al animal por la
ventana casi sin inmutarse. Ambas escenas presentan una sensualidad
magnética y es a partir de estos momentos que el lector comprende que la
novela podría haber sido una sátira a la vida intelectual porteña. O un
compendio de raro costumbrismo, fijado por ese idioma barroco. Pero
Havilio elige perderse, abandonarse a su narcisismo, derivar por lo que el
barro del lenguaje le propone, y eso lo sumerge en una afectación
estilística que recuerda los trazos de un adolescente o los intentos de un
neófito ansioso. Insisto: la voluptuosidad que alcanza Havilio en el uso de
la lengua se vuelve una masa donde todo es igual que todo, y entonces
nada tiene peso y nada importa. Desde el principio la mezcla recuerda a un
engrudo, muy especiado, pero engrudo al fin. También hay algo de solo de
guitarra excesivo en esta Serenidad. Se repite mucho la falta de un
conflicto, la pérdida del tiempo en los ornamentos, los grumos ofrecidos
como delicia. Por esto, decir que La Serenidad es diarréica no sería justo
con Havilio, que como autor vale más que esta novela, y tampoco con la
diarrea que es, a fin de cuentas, una instancia liberadora.
Pero finalmente, más allá de todo, dentro del aburrimiento que genera La
Serenidad, dentro de su inocencia desabrida, sobresale su anodina
felicidad. Por momentos parece la novela de un cocainómano. En otras
zonas, opuestas, recuerda el habla positiva del adicto recuperado. En la
página noventa y nueve leemos: “El Protagonista sospecha ahora de un
exceso de entusiasmo de su Yo Narrador.” El lector también lo nota. ¿Pero
de qué tipo es ese entusiasmo? La voz que narra en La Serenidad
desarrolla el timbre y el ritmo de la voz amiga pero no sentimos esa
intimidad, esa confianza, sino lo contrario. La novela de Havilio genera el
mismo rechazo que un borracho que nos viene a dar la lata, que nos cuenta
historias que no comprendemos, o que comprendemos banales, y encima,
cada tanto, intenta abrazarnos. Pese a la fiesta, a la algarabía, no hay
empatía ahí, no hay caritas. Esa falta, y no otra cosa, describe con
precisión esta serenidad.
1.
El favor del mecenas está presente en los bordes y en el centro de nuestros
mejores libros. Desde Cervantes y Góngora, que le dedicaron sin mucha
ganancia el Quijote y las Soledades a Don Alonso López de Zúñiga y
Sotomayor, duque de Béjar, hasta nuestros días donde el Estado u otras
dependencias públicas y semipúblicas avalan y patrocinan las artes, la
figura del mecenas fue ampliamente estudiada, frecuentada y parodiada,
con esperanza indudable y no pocas veces fatigosa resignación. En esta
línea, Pablo Braun, dueño de Eterna Cadencia, es hoy uno de los pocos
mecenas del mundo del libro local. Poseedor de una enorme librería
ubicada en un lugar inmejorable de la ciudad de Buenos Aires, administra
también un sello editorial de amplia distribución y organiza el FILBA,
Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, que funciona de
forma anual y se ha desplegado a otras ciudades de la Argentina y países
limítrofes. Luego está el blog-revista de la librería, un espacio
representativo de todo el proyecto. Bien plantando en el terreno de la
difusión y las redes sociales, el blog-revista puede llegar incluso al
periodismo. ¿Lo sobrestimo? Creo que no. Mientras los suplementos
culturales de los diarios se presentan atrasados, o directamente en vías de
desaparecer, blog.eternacadencia.com.ar funciona como un distribuidor de
noticias y novedades dinámico y constante. Aunque no tiene producción
propia de peso (ni mucho menos lecturas críticas relevantes), mientras
posiciona a los autores de la editorial, esta plataforma compila, reproduce
y cataloga prólogos, ficciones, artículos, reseñas y desgrabaciones de las
charlas que se dan el bar de la misma librería. ¿Le alcanza con todo esto a
Eterna Cadencia para ocupar el centro de nuestro campo intelectual? No
arriesgo mucho si digo que buena parte de la intelligentsia porteña
frecuenta o frecuentó la librería, visita el blog o participó del FILBA. Los
soportes nunca son ingenuos y más allá de los contenidos ellos también
transmiten el humus ideológico que fertiliza la literatura nacional. Y si es
necesario ir a las condiciones materiales de existencia y ser vulgar citando
la agenda y los activos de Pablo Braun, esto es porque son ellos lo que lo
constituyen como sujeto público, como actor, editor, curador y gestor. De
hecho, la vida de Braun –sus elecciones, sus limitaciones, sus errores y sus
aciertos– me resulta más interesante que, por ejemplo, el FILBA. Y, sin
entrar en matices, bastante más atractiva que las novelas que publica su
editorial.
2.
Para saber quién es Pablo Braun hay que conocer a su familia. Y para
conocer a los Braun tal vez sea indispensable leer Los dueños de la tierra
de David Viñas. En esa novela Braun es Brun. Copio el principio: “Matar
era fácil. Pero no así, no, reflexionó Brun con impaciencia y se pegó unos
fustazos en los borceguíes: a él le correspondía esperar ahí, sentado en el
fondo del cañadón mientras Gorbea y sus hombres cazaban del otro lado
de esa loma.”
3.
Hecha la descripción, ¿a quién nos recuerda esta figura? Las diferencias de
carácter, espíritu y riqueza entre los mecenas del mundo no logran
desdibujar la serie y en nuestra tradición la historia de los Braun, saga de
la cual solo puedo dar aquí una visión esquemática, nos reenvía a la
extendida influencia de las Ocampo en las letras locales. Muchas son las
coincidencias: el vocabulario del dinero, la comodidad, la melancolía,
cierta ceguera, cierta arrogancia. Victoria Ocampo pretendía la
“modernización” del intelectual argentino. Braun milita la “promoción de
la lectura.” Objetivos similares, o al menos solidarios. Hay coincidencias:
arbitrariedad en las elecciones; un poco de excusable amiguismo;
pretensiones comerciales bajas pero por momentos atendidas;
notablemente, insisto, poco diálogo crítico. Sobre todo, la posibilidad de
digitar lecturas, de producir libros, de instalar temas, agendas e incluso
inventar autores. ¿Qué es “la literatura” para Pablo Braun? ¿Qué era “la
literatura” para Victoria Ocampo? Difícil escapar del corte de clase al
momento de intentar responder estas preguntas. La coartada surge del
citado fondo de filantropía que se propone como incuestionable. Y arriba,
un repertorio, también muy conocido, de buenas intenciones y la infaltable
perplejidad cuando los pobres –de espíritu o materia– no responden
acatando.
Sin embargo, las diferencias son muchas, más que las coincidencias.
Victoria Ocampo fue una reaccionaria, un mujer de la derecha, una
madama estricta. Pablo Braun es un chico grunge que nunca experimentó
el placer masoquista de escribir o crear. Y no, no se habrían entendido. La
paridad del dinero imposibilita el diálogo. ¿Cómo hablar sin salirse del
embudo por el cual se le susurra al subalterno? Tampoco se habrían
entendido porque Victoria Ocampo fue una mujer fuerte en un mundo de
hombres fuertes, y Braun es un hombre débil en un mundo de mujeres
fuertes. Es posible leer cierta modulación amarga en la voz de Victoria de
la cual Braun carece. Ella comprendió muy rápido el lugar que el destino,
su apellido, sus imposibilidades y los hombres le habían preparado. Si se
rebeló, y lo hizo, fue una rebelión en sordina, o más bien medida, una
rebelión picante pero resignada. Eso la dotó de una potencia y una ética de
trabajo que ella transformó en marca de estilo. Aunque su recepción y su
proyección como escritora nunca terminó de configurarse de una manera
comunicacional clara, Victoria fue una autora, una lectora que escribía sus
lecturas y sus experiencias. Ser la jefa de Sur, ser rica, ser mecenas, la
condicionaba. Sus funciones siempre parecían otras. Pero si uno logra
superar esos velos, encuentra a la crítica de arte, a la narradora, incluso a la
activista política, a la articulista que se podía entrevistar tanto con Chaplin
como con Mussolini. Braun no tiene nada parecido a eso. A veces da
entrevistas y participa en mesas redondas, pero su mayor hazaña
intelectual es merodear por las tardes su librería, hablando ocasionalmente
con los viandantes que pasan por ahí. Es posible que una de las claves de
esta diferencia abismal esté en el snobismo que analiza con inteligencia
Pablo Gianera en su libro La música en el grupo Sur, una modernidad
inconclusa. (Curiosamente el fino ensayo de Gianera salió por Eterna
Cadencia. ¿Lo habrá leído Braun? De haberlo leído, ¿habría comprendido
qué parte lo concierne? El sello de Eterna Cadencia también publicó hace
poco una nueva traducción de Madame Bovary. Las mismas preguntas son
válidas para esa novela.)
Roberto Arlt decía que un burgués no tenía nada para contar, salvo su
dinero. La polisemia castellana permite el juego de palabras. Contar
historias, contar dinero, contar billetes. El chiste conecta pero Arlt lleva
agua para su molino. Lo que dice suena simpático, un poco demagógico, y
no del todo cierto. A veces a conciencia, a veces sin quererlo, Victoria
narró su clase. De Braun, por ahora, no esperamos ese tipo de espectáculo
mórbido. Sobre el único libro que publicó Patricio Zunini ya me explayé
en otra ocasión. Por Djament habla su catálogo, que funciona reeditando
obras probadas y perdidas y a veces flota, aunque demasiado seguido se
hunde en la intrascendencia. También podría representarla un breve ensayo
académico sobre Murena, quien fuera parte no tan excéntrica de Sur. La
aclaración vale: Djament no es Murena. Y a Patricio Zunini tampoco le da
para la burocracia inteligente de un José Bianco.
4.
Insisto un poco más sobre el tema del dinero, esa opacidad. “Nunca
aprendí a ser rico, no dan clases para eso” dijo una vez Stephen King. De
forma bastante diferente, quizás el problema con Pablo Braun sea que no
admite su lugar de millonario, incluso de clase dominante, aunque no
dirigente. Por eso la bohemia, el look descontracturado, si no
zaparrastroso. Jauretche daba vuelta el discurso de las hermanas Ocampo y
decía que ellas habían sido víctimas de un sistema que las oprimía.
¿Ironía? No muy lejos de eso, la misma Victoria aporta a esa figura cuando
cuenta que su familia le impidió dedicarse al arte escénico. Supongo que
hoy, ya entrado el siglo XXI, Braun piensa en un millonario y, alarmado,
no imagina la figura sensual de Steve Jobs, sino la del Señor Burns. Es un
prejuicio. También una notable falta de creatividad. Pero si King, que ideó
mundos completos y ofreció las mejores fábulas masivas del siglo XX, no
pudo, ¿cómo reclamarle eso mismo a Braun? El objetivo último de la
gente rica es que el resentimiento que produce su capital se convierta en
amor. Con ese objetivo se abocan a dar, desafían las leyes de la burguesía,
salen de los lugares comunes de la productividad, se entregan, un rato, al
potlatch ambiguo del arte. Pero siempre pasa lo mismo con el amor. Lo
que no cuesta, no vale. Y para lograr amor de buena calidad, hay que ser
generoso, y ser generoso implica dar de lo que uno tiene poco, no lo que a
uno le sobra. Por algo Lacan señalaba que las princesas no se podían
analizar. ¿Cómo desglosar, en este entramado de ambiciones, la “buena
onda obligatoria” de Eterna Cadencia? Hay un proyecto estético y social
ahí, sí. Pero no está enunciado. Debemos tomarlo del aire, del ambiente
que se respira en la librería, en el FILBA, y en sus otras dependencias
administrativas. Digamos, al pasar, que en el bar de la librería se puede
dudar, siempre con amabilidad, pero no es posible allí decir que “no” con
énfasis. Y si Eterna Cadencia se propone lugar de condensación
democrática, como tal, debería mantener una cuota de marginalidad. ¿Lo
marginado es la conflictividad? Todas las instituciones funcionan de una
manera similar. El problema central aquí es la idea de “literatura” que
sistemáticamente se proyecta y fomenta. Los libros, para Braun, son un
paño terso en el cual recostarse y descansar de la extenuante presión
psicológica y tributaria de su clase. Si su editorial publica algunos libros
que no cuadran con este modelo –y lo hace, no son muchos, pero ahí
están– Braun reacciona de una única forma: no los lee. (Nótese que le
niego un carácter dialéctico tanto a él como al entramado de Eterna
Cadencia. Y, lo sé, quizás esto sea ya pedir demasiado... Me alcanza,
entonces, con ideologizar, o incluso historizar, un proyecto que juega muy
bien a las escondidas.) Victoria Ocampo, que subvencionaba la misma
defensa del statu quo, se encontró con el peronismo y tuvo que reaccionar.
¿Gozará Braun de un primer peronismo bestial que lo violente y lo saque
de su abulia?
Luego, el dinero simplemente lo puede todo. Pero ese “todo” que puede el
dinero no es un todo completo cuando se enfrenta al lector. El lector, lea
mal o lea bien, presiona lo que lee y llena de baches, de comas, de
incómodas singularidades, el campo de experimentación del capitalista
pudiente. Digamos, entonces, para dar una solución fácil a un tema difícil,
que la lectura puede ser condicionada por el dinero pero no comprada. Sur
y Eterna Cadencia son ejemplos complejos de estas tensiones. Y ya
puestos de acuerdo en esto, digamos que los libros y los lectores no
necesitan de fundaciones ni de difusión de la lectura. No necesitan mesas
con jarras de agua en salas vacías. Si a Pablo Braun le interesara la
difusión de “la literatura” pondría más libros de descarga gratuita en
Internet en formatos cómodos para leer en todos los dispositivos. Y el
FILBA tendría un sistema de streaming para difundir lo que se dice en sus
mesas. Pero sobre todo contrataría críticos, muchos críticos literarios, para
que discutan cuales son los libros que hay que leer y por qué. La función
pedagógica de la crítica, tan banalizada, a veces con razón, no tiene lugar
en este proyecto. Ahí está el hiato.
5.
En 1979 le preguntaron a Ricardo Piglia por la revista Sur y respondió que
la literatura argentina se había modernizado sola cuando el país entraba al
siglo XX. Copio la cita: “(...) es el mercado el que hace circular las
novedades europeas y la tarea de difusión (que en el siglo XIX definía en
gran medida la tarea de los intelectuales) se democratiza y se hace
anónima. Sur se adjudica una función que para entonces ya depende de
otras leyes y en este sentido sigue atada a una versión un poco parroquial
de la circulación literaria.” Las palabras claves aquí son “mercado” y
“parroquial.” En una posible actualización de la cita, tendríamos que
hablar de la potencia democratizadora de la web, concepto ya algo
remanido pero todavía atendible en la medida en que es rechazado.
Del otro lado, hay un breve ensayo que Beatriz Sarlo publicó en Punto de
vista en 1983 titulado “La perspectiva americana en los primeros años de
Sur.” Ahí Sarlo retoma la discusión y pone en entredicho muchos de los
lugares comunes con los que se suele atacar, o incluso denigrar, a la revista
y a su directora. El texto comienza así: “Existe un cierto estereotipo acerca
de la revista Sur que, al repetirse sin mayores variantes, dice, como todo
estereotipo, una verdad parcial e insuficiente.” Sarlo recupera las
reflexiones de Sur sobre “lo americano”, y desde allí lee sus carencias y
potenciales. Lo hace con criterio, concediéndole unas páginas
reivindicatorias a la revista que nadie antes le había dado con esa
perspicacia. Así y todo, tiendo a pensar que la apreciación de Piglia es más
justa que la inteligente relativización de Sarlo.
Sí, hoy que Sur ya es parte del pasado, prefiero leer el proyecto de Pablo
Braun. Su inoperancia, su lujosos caprichos, fortifican una casa del barrio
literario contemporáneo que visito con esfuerzo y placer. Instalarse ahí
sería el error. ¿Por qué? No hay muchas ventanas en ese lugar cerrado. Y
tampoco anda bien el wi-fi. Sin embargo, la disposición de los muebles lo
obliga a uno a evaluar los cuadros que en hay en las paredes, y esa
actividad no me resulta necesariamente insatisfactoria. La colección
incluye reproducciones de paisajes campestres, los rostros expresionistas y
sucios de indios mutilados, versiones sintéticas de un turismo costoso, la
perenne genuflexión ante el poder económico motorizada por las dudas y
el narcisismo, ingenuidad, mucha ingenuidad, y un poco de tedio. Nada de
eso, después de todo, resulta ajeno a los libros.
La poca gracia del chiste chileno
Que un autor publique libros breves es algo que se agradece, más aun si
los libros son malos. No sé si es el caso de Zambra a quien considerar un
“mal escritor” se me antoja un exceso y una injusticia. En el 2011 apareció
Formas de volver a casa, que abre con un epígrafe de Walter Benjamin.
Para nada mal escrito pero desabrido y sobre todo previsible, en la
contratapa leemos: “Formas de volver a casa habla de la generación de
quienes, como dice el narrador, aprendían a leer o a dibujar mientras sus
padres se convertían en cómplices o víctimas de la dictadura...” (Si las
dictaduras latinoamericanas no hubiesen existido, ¿cuántos escritores se
habrían quedado sin ideas, sin material, sin existencia?) Mis documentos,
un libro de relatos ágil y entretenido del 2013, sigue esa metodología.
Ahora bien, también tiene frases como “mientras cuchareábamos la
cassata” o “La adolescencia era verdadera. La democracia no.” Condenar a
un escritor por algunas frases pomposas o cacofónicas, sin embargo, me
parece un error. En Zambra hay antes una búsqueda de la ternura
inteligente, una apelación compulsiva a nuestro lado sensible que sí exhibe
una limitación. La honestidad, lo sabemos, es una técnica. Y por
momentos, Zambra se conforma con montar una escenografía de infancia,
curas, adolescencia y pinochetismo que debe –sí o sí– emocionarnos a
riesgo de hacernos caer en la categoría de personas frías o desídicas si no
lo hacemos. Facsímil, aparecido en el 2015, lleva el abuso de esa
apelación sentimental a un punto de no retorno. “La estructura de este libro
se basa en la Prueba de Aptitud Verbal, en su modalidad vigente hasta
1994, que incluía noventa ejercicios de selección múltiple, distribuidos en
cinco secciones” leemos en la breve nota introductoria. Bien: Facsímil
presenta una parodia de los exámenes tipo multiple choice de ingreso a la
universidad chilena. Pero ¿cuál es la gracia? Por ejemplo, todas las
opciones son iguales, o según cuál se elija, se forma una frase idiota de
Pinochet. En otra zona del libro, los cuestionarios van torciendo la lectura
del relato ofrecido. Así, Facsímil puede ser leído como un experimento
con pasajes de poesía remanida y una poco estimulante prosa ad hoc. Y si
forma y contenido no sorprenden, al final comprendemos que se trata del
mismo costumbrismo de sus otros libros formalizado aquí en un ejercicio
de denuncia: la dictadura aparece como fetiche fácil, su ataque, como
producto de un consenso. Sin embargo, hay momentos en que la dictadura
no está y entonces surge la melancolía del perdedor quejándose de su vida
lo cual evidenciaría que para Zambra, Pinochet o la transición democrática
y sus problemas constituyen una excusa para ejercer de depresivo. Entre
tanta pereza hay algunos relatos no del todo extraviados. Si el lector se
acerca al libro, son el 60 y el 64. Finalmente, podríamos concluir que
Zambra intenta ser amargo porque piensa que su amargura le dará seriedad
a sus historias, sin lograr ni lo uno ni lo otro y por eso Facsímil parece su
peor libro, lo cual ya es decir mucho.
Chile tiene un Claudio Arrau, un Raúl Ruiz, tiene a uno de los últimos
hegelianos serios en Carlos Peréz Soto, tiene la vida alucinada de un
Miguel Serrano, tiene un Manuel Lancuza, tiene la belleza trágica,
inteligente y agresiva de una Camila Vallejo, tiene a un Augusto
D'Halmar, a un Carlos Droguett, a una editorial asombrosa como la Diego
Portales y sí a una superestrella literaria como Roberto Bolaño. Alejandro
Zambra pertenece a la otra línea chilena, a la más coyuntural, la tradición
del Nobel, la línea de los premios, la zona internacional y wanna be. Ahí
forman fila Pedro Lemebel, Gabriela Mistral, Neruda y su larga estela de
poetas de mierda, y en esa zona reconocemos a Bachelet y a Piñera, la
soberbia ineficiente de un Alberto Fuguet, pero también la silueta de los
mineros atascados, publicitados y recuperados. Es una línea viva, la línea
de los que todavía celebran canciones como “¿Por qué no se van?” de Los
Prisioneros. Alejandro Zambra pertenece a ese corte, el de los chilenos que
se hicieron famosos por un acotado talento y por estar en el lugar exacto en
el momento indicado para transformarse, de una forma muchas veces
ripiosa, en representantes de esa minucia imprescindible que es la
chilenidad.
Pasemos ahora a los colores. Los que no quieren que sus novelas sean
novelas policiales usan a veces otra categoría, la novela negra. Vale aclarar
que el negro no es un color, sino la ausencia de cualquier color. Y frente al
policial negro está el policial blanco, que, también lo sabemos, no es un
color sino la suma de todos los colores. El negro, por eso, es un estado de
negatividad, y el blanco, de plenitud. ¿Qué pasa con la novela adjetivada
de esta manera?
Guillermo Martínez, por ejemplo, hace policial blanco. Sus libros son
herederos, podríamos decir, con algo de entusiasmo, de Chesterton, de La
muerte y la brújula, del policial de enigma. Inglaterra y la lógica
melancólica de un Imperio decadente por sobre la brutalidad de la América
protestante, del exhibicionismo californiano, de la codicia de Wall Street.
¿Sueñan los anglicanos con soluciones matemáticas? Mientras Guillermo
Martinez trabaja el policial blanco hay otros escritores que citan todo el
tiempo la línea del policial negro e intenta ubicarse en esa tradición.
Citemos, por ejemplo, a Juan Sasturain, un referente conocido, un escritor
campechano, que promueve la historieta local, que tuvo un programa de
televisión, que escribe novelas con detectives fallidos y ridículos, que
dirige una colección que se llama “Negro Absoluto” –eso ya debería
significar algo– y que siempre cita a Hammet, a Chandler, al Corto Maltés.
La bibliografía obligatoria completa del progresismo.
Pero todos estos autores que cito tienen algo en común: son amables, son
percibidos como “buenas personas.” Nadie los recela en nada. Ni tampoco
ellos sospechan de nada ni de nadie. Sencillos y acomodados en su oficio,
para ellos el terror fue la dictadura. Así que viajan por el mundo como
abanderados de la Argentina sojera. Son cristinistas de Termidor antes que
kirchneristas iracundos. Y políticamente correctos hasta el más ínfimo
detalle, hacen cuentas sin esconderse. La idea que manejan de la violencia,
de la lucha de clases, de la geopolítica, es angustiante por lo obtusa. Y así
y todo, peor resulta el uso ingenuo que despliegan de la tradición literaria,
arrastrada con un sutil y prolijo compuesto de ignorancia y lecturas
empobrecedoras, donde es posible citar a un Walsh que luchaba por los
Derechos Humanos o a un Padre Mujica como un confesional y tarambana
agente secreto.
La Actitud BAN!
Amable
Pacífica
Paciente
Generosa
Comprensiva
Amante de la libertad
En el siglo XX, Carlos Correas cumplió con muchos de los requisitos del
género negro. Escribió una novela y unos cuentos pero es en sus ensayos
donde hoy su actitud disolvente se percibe con más fuerza. La traición, el
dolor, la incomodidad frente al modo de vida capitalista, la práctica
continua de la parresía, el ensayo como género del cuestionamiento y la
erudición, lo condenaron a cierta marginalidad intelectual. Resulta una
excentricidad decirlo pero son sus libros Arlt literato, Operación Massotta
y La manía argentina, entre otros, los que para mí mejor definen y
representan el género negro en nuestro país. No deja de ser trágico el
suicidio de Carlos Correas en el año 2000. Pero más trágico es que sus
libros se pierdan hoy sepultados por escritores que viven intentando lucrar
arrobados en las pobres mieles de un campo que lo festeja todo sin leer
nada como un robot descompuesto.
Cuentos rumanos
Sin embargo, El viaje del hambre cuenta otra historia. A ese joven poeta
Cărtărescu lo invitan a Bacău, una ciudad de provincias para que recite sus
poemas y hable de su literatura. Entusiasmado, acepta y emprende el viaje.
¿Cuál es su expectativa? Ser reconocido antes que leído, ser elogiado y
agasajado antes que escuchado. Y, desde luego, sobre el final del día
encontrar una bella y joven estudiante que tímidamente se acerque,
subyugada, para ofrecerle su cuerpo. Nada de esto sucede. Los obstáculos
que se presentan en la Rumania comunista de la década del ´80 son
similares a los que hoy podría encontrar cualquier aspirante a artista
porteño viajando a una feria del libro provincial, condimentados por los
sórdidos paisajes y las limitaciones de la vida atrás de la Cortina de Hierro.
¿Tan terrible? El capitalismo no siempre es mejor y la vida comunista no
siempre era peor. Y esto Cărtărescu lo entiende y por eso se cuida de los
proselitismos automáticos. Eso sí, los “camaradas” que lo esperan son
chismosos, indiferentes, maleducados, ampulosos. Y sobre todo,
desestiman sus pedidos de comida. Apretado por los nervios, el joven
poeta llega a Bacău sin haber desayunado y habiendo salteado la cena del
día anterior. Y así comienza un largo recorrido por el desierto de los
aspirantes donde cualquier posible bocado se le niega casi como en una sit-
com. “Hablaban entre ellos animadamente, como harían a lo largo de toda
mi estancia. Yo era tan solo un pretexto para volver a encontrarse” escribe
Cărtărescu. Con público inexistente, la lectura y la disertación resultan
aburridas y fraudulentas. Después el programa incluye una visita a un
lugar histórico e irse de putas. El final tiene un sesgo fantástico porque el
joven poeta se intoxica con unos hongos que come, atolondrado, y
comparte un sueño erótico con el fantasma de una mujer, salida de un
cuento de hadas. Sobre el desayuno llega, al final, la comida esperada pero
no libre de alguna hilacha de oprobio. El relato se sostiene y es
entretenido. Sin embargo, le falta calado. No le habría venido mal a la
prosa de Cărtărescu un poco más de resentimiento o la implementación de
un castigo inteligente al idiota de las letras. (Fuera este el narrador o los
demás.) Hay poca introspección y bastante ingenuidad en El viaje del
hambre. Así y todo, desde su título, sirve como metáfora y mosaico de una
constante en el mundo literario, esos desarreglos insalvables entre nuestras
ambiciones, nuestras posibilidades y nuestro lugar en el mundo.
Hace ya unos largos años me tocó asistir a una lectura y/o presentación de
un libro que se hacía en el viejo Centro Cultural Matienzo. El lugar de
iluminación mortecina, casi una gruta, me predispuso mal. Nos sentamos
con Sebastián Robles y esperamos. Pedimos cerveza, lo cual fue, en parte,
un alivio. Pero, como en el relato de Cărtărescu, había poca gente y
después de un rato, entre las mesas raleadas de público, vimos avanzar a
una chica y a un tipo que, ya subidos en el escenario, micrófono mediante,
comenzaron su propio show narcisista de la intrascendencia regalándose
muy variados elogios. Esto no es lo importante. Sucede todo el tiempo,
sucedió y seguirá sucediendo porque eso también es la literatura argentina.
La única diferencia con otras noches fue que, por lo bajo, Robles señaló
las demás mesas y me dijo: “parecen valijeros del microcentro.” Entonces
comprendí que en el salón había una gran mayoría de hombres solos,
escuchando o distrayéndose. Vi, aparte, alguna pareja, y dos chicas
jóvenes que hablaban y se reían entre ellas. Pero el ánimo era otro, sobrio,
acartonado, protocolar. Se trataba de conceder respeto.
Si el siglo XXI barrió a los valijeros del microcentro porno, los valijeros
literarios hicieron de Facebook su terreno de vida y cultivo. No se trata de
la asiduidad, la obsesión o el autobombo. (¿Quién no lo hizo?) Se trata de
algo más sutil, más cercano al desconcierto alegre de Argentino Daneri. Es
la línea que separa la ambición de la lectura, que divide –aunque haya
inevitables vasos comunicantes– la apelotonada autestima de la ironía, la
autoironía e incluso la más genuina y vital resignación que tan útil resulta
a veces para escribir.
en febrero de 2017