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Transcripción, con algunas correcciones y adiciones, del artículo aparecido en el

número especial (primavera-verano 1985) de la revista Cielo y Tierra titulado “El


Graal y la búsqueda iniciática”.

EL MISTERIO DEL GRAAL


A LA LUZ DEL ESOTERISMO ISLÁMICO

«… il ne fu puis hons si hardiz


qu’il osast dire qu’il eust veu le
Seint Graal»1

Puede que, efectivamente, después de que el Graal desapareciera de este mundo, no


haya habido hombre tan atrevido que osara decir que lo había visto. Pero esto no ha sido
obstáculo para que muchos hablasen de él y hoy contáramos con una bibliografía a su
respecto de dimensiones abrumadoras, si incluimos en ella no sólo los estudios
generales, sino también los miles de artículos y referencias aisladas que tratan aspectos
particulares.

Todo lo que hace referencia al Graal ha sido objeto de una atención creciente, como si
este nuevo paraíso perdido provocara en nosotros una nostalgia más aguda que el
primero. Y hemos tratado de colmar el vacío que dejó el Graal «situando» a éste
conceptualmente, con lo que hoy las teorías a su respecto se escalonan
interminablemente sobre el fondo de un misterio que, pese a todo, continúa en gran
medida insondable.

Misterio, que no secreto. Éste es comunicable, y deja de existir precisamente una vez
comunicado. El primero, en cambio, no pierde su carácter porque reciba expresión.
Además, los términos en que ésta se concreta vienen impuestos por la ley de las
correspondencias simbólicas, es decir, no son aleatorios o arbitrarios, sino que resultan
de la misma naturaleza de las cosas. Así, el misterio del Graal, como cualquier otro que
pueda ser calificado de este modo, no necesita ser «explicado» 2 porque ya lo está; sólo
ha de ser entendido.

Y el camino para ello no es otro que el propio camino que nos puede llevar a verlo
apertament primero, a ser nutridos (repeus) por él luego y a identificarnos con él
finalmente3, fases que vemos reflejadas, por ejemplo, en la doctrina sufí de los tres
grados de la certeza, es decir, el conocimiento verdadero: ‘ilm al-yaqîn (la ciencia de la
certeza), ‘ayn al-yaqîn (el ojo -o la fuente- de la certeza) y ḥaqq al-yaqîn (la verdad -o
realidad esencial- de la certeza)4.

1
La Queste del Saint Graal, ed. por Albert Pauphilet, París, 1923, p. 279.
2
Usamos aquí esta palabra en el sentido que tiene en la doctrina cusana de la complicatio y la explicatio.
3
Así, en el Wartburgkrieg, la piedra es el propio Parzival. V. Julius Evola, El misterio del Grial,
Barcelona 1977, p. 122.
4
El primer grado, aunque teórico aún, ya no pertenece al campo del saber profano, pues en él la
conciencia, aun situándose todavía al nivel de la razón, reconoce que aunque ésta ha elaborado el dato de
conocimiento de que se trate, ese dato le ha sido suministrado por una fuente más interior. El segundo
grado es, precisamente, aquel en que la conciencia se sitúa a nivel de dicha fuente (‘ayn) y ve con claridad
la realidad considerada. Y el tercero es aquel en que la conciencia realiza la verdad esencial (ḥaqîqa) de
aquello de que se trate, se «nutre» con ella, «comulga» con ella.
Un misterio es una «verdad» (en el sentido del árabe ḥaqîqa, por ejemplo), y penetrar en
él supone recorrer ese camino que, variado en sus formas, es único y universal en su
esencia; es realizar esa Queste inmortal del espíritu humano de la que la del Graal fue y
sigue siendo fascinante modelo.

La comprensión del misterio no aumenta, pues, «explicándolo» de otra manera, es decir,


«leyéndolo» en función de otros elementos que suponemos mejor conocidos, y menos
aún reduciéndolo a datos que nos sean más inmediatos al nivel de la conciencia
ordinaria. Con todo, es innegable que esa comprensión puede venir favorecida por el
estudio de los paralelos que de un símbolo pueden hallarse en otros contextos, y ello por
distintas razones, una de las cuales puede ser, simplemente, una mayor afinidad con una
forma determinada.

Así, las versiones más cristianizadas de la leyenda del Graal, que algunos menosprecian
por entender que «rebajan» la enseñanza original, son perfectamente legítimas, entre
otras cosas, porque facilitaban al mundo occidental el acceso a unas verdades de
carácter universal al presentarlas de un modo más acorde con su formación.

Ahora bien, la crítica literaria, la historia u otras disciplinas que se interesen


concretamente por el tema del Graal, suelen pasar, por efecto de su perspectiva y su
método, por encima del misterio, podríamos decir, y los paralelos y analogías que
puedan llegar a establecer pierden, además, buena parte de su posible eficacia por la
tendencia a ver en ellos fuentes (en el sentido de causas eficientes) de la aparición del
mismo.

En el Parzival se nos dice que «todo aquel que quiera conquistar el Graal, sólo puede
abrirse camino hasta él con las armas en la mano», es decir, con las armas apropiadas al
mismo, que no son otras que la intuición metafísica y la contemplación espiritual, a las
que todo trabajo comparativo debe supeditarse.

El ciclo del Graal nos coloca además frente a otro misterio (entendiendo ahora esta
palabra en su sentido habitual), como es el de la existencia de cierto esoterismo cristiano
cuya única manifestación parece haber sido esa fugaz floración literaria. Al mismo
tiempo, el aspecto particular que revistieron en ésta algunas nociones esotéricas hace
difícil vincularla a otras expresiones del esoterismo cristiano medieval, cuya
homogeneidad, por otra parte, resulta arduo determinar. Ello ha hecho que se quisiera
ver en el ciclo del Graal la acción de factores ajenos al Cristianismo, factores a los que
se han atribuido los orígenes más diversos, que van desde el zoroastrismo hasta el
hermetismo alejandrino, por citar sólo dos ejemplos.

Sin querer entrar aquí en esta cuestión, nos proponemos únicamente examinar algunos
elementos simbólicos centrales de la leyenda del Graal a la luz de una doctrina precisa
que nos permita reconocerlos en su dimensión más radical, para lo cual recurriremos al
esoterismo islámico y, ocasionalmente, al esoterismo hebraico, sin que en ningún
momento atribuyamos a ninguno de ellos el papel de inspirador directo en la formación
de esa leyenda.

Los elementos simbólicos que nos proponemos considerar están tomados, en particular,
del Parzival de Wolfram von Eschenbach, obra de especiales características dentro del
ciclo del Graal, que la hacen especialmente indicada para este propósito. Con todo,
haremos referencia igualmente a otras obras del mismo ciclo, pues esos elementos están
presentes de un modo u otro en todas ellas.

En el Parzival5 leemos que éste llega a

un castillo solitario
que posee todas las perfecciones terrenales,
con muchas torres y salas,
el cual se conoce como Munsalvaesche.

ein burc diu stêt al ein


diu ist erden wunschen rîche
(250, 24-25),
vil türne, manec palas
(226, 18)
Munsalvaesche ist si genant
(251, 2).

En una de esas salas,

… entró la Reina (Repanse de Joy),


(quien) sobre un achmardî verde,
llevaba la maravilla del Paraíso,
tanto raíz como ramas,
que era una cosa que se llama el Graal,
superior a toda maravilla terrena.

… kom diu künegîn


(235, 15)
ûf einem grüenen achmardî
truoc sie den wunsch von pardîs,
bêde wurzeln unde rîs
daz was ein dinc, das hiez der Grâl
erden wunschen überwall
(235, 20-25)

Luego, Repanse de Joy depositó el Graal ante el Rey, sobre una mesa cuya tabla

era un jacinto rojo


muy largo y ancho,

ez was ein grânât jâchant


beide lanc unde breit
(233, 20-21),

5
Ofrecemos aquí unas cuantas citas sueltas del Parzival, que hemos enlazado tratando de sintetizar así, de
forma esquemática, lo esencial que se desprende del conjunto de la obra en cuanto a su elemento central:
el propio Graal y lo que está referido a él de forma más inmediata. Las demás referencias de interés para
nuestro objetivo, por completar aquéllas, serán resumidas en el desarrollo de nuestra argumentación.
Suponemos con todo ello en el lector un conocimiento por lo menos global de la trama de este relato, que
no podemos resumir aquí dado lo concreto de nuestro propósito.
a través del cual, se nos dice, brillaba el sol, de día, y había sido tallado muy fino para
hacerlo más ligero.

Más adelante leemos que

numerosos hombres de armas viven


en Munsalvaesche con el Graal.

wont manc werlîchiu hant


ze Munsalvaesche bîme grâl
(468, 24-25)

(Esos hombres) viven de una piedra


cuya esencia es toda pureza
(y que) se llama lapsit exillis,
(aunque) esta piedra se conoce también como el Graal.

sie lebent von einem steine


ds geslähte os vil reine
(469, 3-4),
er heizet lapsit exillîs
(469, 7),
der stein ist ouch genant der Grâl
(469, 28).

Una tropa de ángeles la había traído a la tierra,


y la piedra se ha conservado siempre pura.

Ein schar in ûf der erden liez


(454, 24)
der stein ist immer reine
(471, 22).

Y el día de Viernes Santo se ve a

una paloma descender del cielo


y dejar sobre la piedra
una pequeña hostia blanca

ein tûb von himel swinget


ûf den stein diu bringet
eine kleine wîze oblât
(470, 3-5)

de la que la piedra recibe todo lo que en la tierra hay de alimento paradisíaco.

Así pues, nos enteramos en primer lugar que donde se encuentra Parzival es en un
castillo, que todos los ejércitos de la tierra no podrían asaltar, a menos que fueran con
alas (ez enflüge) o el aire los llevase; un castillo de muros lisos y como si hubiera sido
hecho a torno (als sie waere gedraet), y con muchas torres y salas. Además, se nos dice
que si alguno intenta llegar hasta él, por mucho ardor que ponga en ello,
desgraciadamente no lo consigue jamás, y que para verlo es necesario llegar hasta él sin
habérselo propuesto (unwizzende), que es exactamente lo que le ocurre al propio
Parzival en la obra.

Esto nos describe, sin ningún género de dudas, una realidad interior no accesible a los
sentidos corporales y que sólo puede percibirse cuando éstos, precisamente, se anulan.
Es una realidad que no está en «este mundo» y que hay que localizar pasados los
confines del mismo. Es el mundo del alma, el cual ha sido simbolizado en distintas
tradiciones con la imagen del castillo: no hará falta sino recordar el símil del Castillo
interior de Santa Teresa, con sus distintas moradas 6. Mundo que, presentado como un
centro interior, oculto, vemos simbolizado también frecuentemente, en los relatos del
Graal, por una isla, la isle tornoiante, la isle of turnance, cuyo simbolismo adicional ha
sido recogido por Wolfram en su imagen del castillo «hecho a torno».

Eso, unido a que se nos dice que «posee todo lo que es deseable (o perfecto) en la tierra
(diu ist erden wunschen rîche), lo caracteriza como una realidad situada por detrás del
mundo visible, podríamos decir, y en la que éste se resume a priori. Y que Wolfram
denomine a ese castillo Munsalvaesche, el Monte Salvaje o de la Salvación, termina de
caracterizar esa realidad como aquella que en el Islam es simbolizada con la montaña
Qâf.

Pero ahora, antes de seguir adelante, vamos a presentar, como orientación previa, un
esquema de cosmología metafísica propia del esoterismo islámico, que nos servirá de
punto de referencia para ir situando cada uno de los elementos del Parzival que
queremos considerar. Para el mismo, nos basaremos fundamentalmente en la doctrina
expuesta por un destacado representante de la escuela de Ibn ‘Arabî, ‘Abd al-Razzâq al-
Qâshânî, quien, en sus Comentarios esotéricos del Corán (ta’wîlât al-Qur’ân)7, obra
atribuida a veces al propio Ibn ‘Arabî, presenta de forma conjugada, por un lado, los
grados ontológicos de la Realidad y sus correspondencias tanto a nivel macrocósmico
como microcósmico y, por el otro, los distintos grados del destino póstumo y las
diferentes etapas de la realización espiritual, las cuales reproducen rigurosamente, en
sentido inverso, el proceso cosmogónico.

En esta doctrina vemos cómo al-Qâshânî, basándose en un simbolismo coránico, habla


de cuatro «tablas», cada una de las cuales rige un mundo o reino determinado, es decir,
un grado de manifestación. Así pues, dejando aparte el Mundo de la Esencia y
considerando sólo la manifestación, tenemos cuatro mundos, que son los siguientes:

—‘Alam al-Jabarût o Mundo de la Omnipotencia,


—‘Alam al-Malakût o Mundo del Dominio,
—‘Alam al-Mithâl o Mundo de la Similitud, y
—‘Alam ash-Shahâda o Mundo de la Atestación.
6
Es interesante notar cómo Suhrawardî usa este mismo símil en sus tratados místicos, en particular en su
«Epístola de las altas torres» (Risâlat al-abrâj), lo que mueve a su traductor y comentador, Henry Corbin,
a hacer la siguiente observación: «La palabra burj [singular de abrâj] es bien conocida en árabe, donde no
es sino la transcripción del griego pyrgos, «torre»,que encontramos en el Occidente medieval bajo la
forma Burg en alemán, castillo [el burc del Parzival, por ejemplo]». In Shihâboddîn Yahyâ Sohravardî,
L’Archange empourpré, París 1976, p. 342.
7
Resumidos y comentados por Pierre Lory, Les Commentaires ésotériques du Coran d’après ‘Abd ar-
Razzâq al-Qâshânî, París 1980.
Y las tablas respectivas que los rigen son:

—Lawḥ al-qadâ’ o Tabla del Decreto,


—Lawḥ al-qadar o Tabla del Destino,
—Lawḥ an-nafs al-juz’iyyat as-samâwiyya o Tabla de las determinaciones particulares,
y
—Lawḥ al-hayûlâ o Tabla de la Materia Prima.

En realidad, las dos primera tablas constituyen los dos aspectos activo y pasivo, o
esencial y substancial, de lo que, siguiendo también un simbolismo coránico, es el
Trono, es decir, la manifestación supraformal, y las otras dos son, igualmente, el aspecto
esencial y substancial, respectivamente, de la manifestación formal, que es, según ese
mismo simbolismo, el Escabel8.

Pasaremos a comentar ahora muy someramente este esquema, refiriéndonos sólo a los
aspectos de cada uno de esos Mundos que sean pertinentes para nuestro propósito. Así
pues, omitiremos referirnos al último de ellos, que es el mundo corporal, visible, el cual
no requiere a nuestros efectos ninguna aclaración particular.

El Jabarût es el plano de la Manifestación supraformal en que se encuentran las Ideas


universales, los Arquetipos, en estado aún indiferenciado. Es la esfera de los ángeles
«cercanos» (muqarrabûn), presididos por el «ángel llamado Espíritu» (al-malak al-
musammâ bi’r-rûḥ), que es el aspecto creado del Espíritu o Intelecto Primero (al-‘aql
al-awwal), el Mediador universal, que opera la transición del Mundo de la Esencia o
plano de la no-manifestación al de la manifestación.

El Espíritu (ar-Rûḥ) tiene, en efecto, dos facetas, increada una y creada la otra. En el
primer caso, es la emanación de la Orden (al-Amr) divina, el Logos, y no se distingue de
la misma. En este aspecto se le conoce como «Espíritu Santo» (Rûḥ al-Quds). En su
faceta creada, es decir, vuelto hacia la manifestación, es el compendio de toda la
Ciencia de Dios respecto de ésta, que en él, pues, se resume: es el Prototipo único (al-
ummûdhaj al-farîd), el Hombre Universal (al-insân al-kâmil), y se lo conoce como el
Trono glorioso (al-‘arsh al-majîd).

Pero en esta faceta manifestada podemos distinguir también dos aspectos. Así, en
cuanto es receptividad respecto de la Esencia, es la Tabla del Decreto (lawḥ al-qadâ’) o
el Pergamino desplegado (ar-raqq al-manshûr) o todavía la Madre del Libro (umm al-
kitâb), y se simboliza por la letra árabe bâ (‫)ب‬9. Y en cuanto transmisor de lo que está
en ese Decreto, que él contiene de modo sintético, es el Cálamo supremo (al-qalam al-
a‘lâ), el cual recibió la orden de escribir en la Tabla guardada (al-lawḥ al-maḥfûẓ) «Mi
ciencia de Mi creación hasta el día de la Resurrección» (según un hadîth del Profeta).
Esta última Tabla no es sino la Tabla del Destino, y en ella se inscriben las
determinaciones principiales de todos los seres, su «destino». Corresponde al Alma
universal (an-nafs al-kulliyya) y al Trono inmenso (al-‘arsh al-‘aẓîm).

8
Cf. «Así dice Yavé: El Cielo es mi trono, y la tierra el escabel de mis pies» (Is., LXVI, 1).
9
Que valdría, como vemos, como representación esquemática de una copa, dicho sea anticipando ya la
referencia al Graal en su presentación habitual como una copa.
Del Trono se dice que «es de Luz» y al mismo tiempo que «está hecho de esmeralda»,
lo cual alude a los dos aspectos, esencial y substancial, a que nos referíamos más arriba.
Así, el Trono glorioso y el Trono inmenso no son sino esos dos aspectos de la misma
realidad del Trono o Manifestación supraformal.

Por su parte el Malakût es la esfera de las inteligencias angélicas que rigen las
realidades diferenciadas de los planos inferiores, y se caracteriza por ser la «habitación»
de la Sakîna, la Presencia divina. Así, en la terminología de al-Qâshânî, corresponde al
«Corazón del mundo», «lugar» central de la manifestación, en la que ésta no es todavía
sino la pura expresión de la Inmanencia divina. Este grado es asimilado igualmente a
Adán, como el siguiente lo es a Eva. Y esto es muy justo, por cuanto estos dos grados
no son, en realidad, sino uno solo10, constituyendo ambos el plano de la manifestación
sutil, el cual sirve de istmo (barzakh) entre la manifestación corporal y los Arquetipos
universales. Este plano es denominado, por contraste con el mundo manifiesto o visible
(‘alam ash-Shahâda), el «mundo de lo oculto» (‘alam al-ghayb) y su símbolo es la
montaña Qâf a que antes nos referíamos.

Pero, volviendo propiamente al Malakût, diremos que este grado corresponde,


microcósmicamente, también al corazón en el hombre, y la «estación espiritual»
(maqâm) que se relaciona con el mismo, llamada por este motivo «estación del
corazón», tiene como particularidad la de representar para el hombre la recuperación de
la condición primordial (al-fitra) y el permitir su comunión con la Sakîna. Es
igualmente la estación de la «fuente de la certeza» (‘ayn al-yaqîn) y corresponde al
Paraíso de los Atributos (jannat as-sifât).

Una característica que nos interesa destacar de este grado es que se simboliza con el
color verde, en contraste con el grado inferior, que, como veremos, se simboliza con el
color rojo. En efecto, en cuanto actitud espiritual, el verde simboliza el conocimiento,
mientras que el rojo simboliza el amor, y su síntesis trascendente se simboliza con el
color blanco. Y en cuanto «vestidura» paradisíaca, las ropas de seda verde son las que
simbolizan el cuerpo glorioso de los bienaventurados de este Paraíso, detalle éste que
nos conviene retener.

El corazón no describe, pues, una realidad particular distinta del alma, sino que es ésta
en su estado primordial, bien originario, bien recuperado; y así, el corazón no es un
«lugar» preciso, sino que es, en realidad el «lugar» por excelencia, ese ubi que es
ubique, ese centro que está en todas partes y en ninguna, extremo este que queda
reflejado en la equivalencia numérica que existe entre la palabra qâf (que es en realidad
el nombre de la letra q en árabe y el símbolo del corazón -qalb, en árabe-), y la palabra
maqâm.

La «estación del corazón» es, pues, «el estado deiforme del alma, que corresponde al
estado primordial de su individualidad. Vuelta de su dispersión en el mundo, ella habita,
purificada, perdonada e iluminada en su centro espiritual, en donde comulga con la
Presencia divina… El rayo celeste [el Espíritu] luce vivamente en ella y le revela el
sentido profundo, el simbolismo sagrado de las formas que la pueblan, pues el alma
individual es la esfera interior de las formas»11.

10
Pues el segundo es «hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén. II, 23), es decir, idéntico en
cuanto a la esencia.
11
Léo Schaya, La Création en Dieu, París 1983, p. 523.
Transportando al Parzival todo lo que hemos visto hasta ahora, podremos asimilar
perfectamente la sala iluminada en que se desarrollan los acontecimientos centrales, y a
la que Parzival y los que le acompañan suben (sie giengen ûf einen palas), con el
corazón. Éste es la sala iluminada por la Presencia divina, que es Luz y Paz, pues el
corazón es conocido también como la «Morada de la Paz» (Dâr as-Salâm), lo cual,
unido a que en esa sala el Graal dispensa todo alimento, nos permite evocar fácilmente
el «lugar de refrigerio, de la Luz y de la Paz» de la doctrina católica.

Y esta sala es cuadrada, lo cual nos lleva a otras consideraciones de interés. En todas las
tradiciones está presente la idea del «Centro del Mundo» o «Corazón del Mundo», que
es el lugar donde habita la Presencia divina y constituye por este motivo el lugar de
encuentro, por decirlo así, entre el mundo y Dios. Y esta realidad del «Corazón del
Mundo» aparece referida, alternativamente, a los tres aspectos o fases que definen todo
el drama de la condición humana y que podemos expresar con los términos Paraíso,
Exilio y Reino. Pues bien, en cuando referido al primero de estos aspectos, el «Centro
del Mundo» es el Paraíso terrenal, y en este caso es simbolizado por el círculo, mientras
que en cuando referido al último, es la Jerusalén celestial, la cual es simbolizada por el
cuadrado12. Así pues, por ejemplo, la expresión «la cuadratura del círculo» significa,
iniciáticamente, la recuperación de ese estado primordial del Paraíso.

Anticipándonos ahora a lo que más adelante analizaremos con mayor detenimiento, no


podemos sino ahondar más en estos paralelismos refiriendo el propio Graal a ese Rayo
celeste que brilla en el centro del Corazón, y que es el Espíritu. Todos los simbolismos
del Centro del Mundo sitúan en el propio centro de éste a una imagen que representa al
Espíritu o Intelecto universal, y esta imagen es, en el simbolismo judeocristiano, la del
«Árbol de Vida», presente por igual en el centro del Edén y en el de la Jerusalén
celestial. Es notable, por otra parte, que en el simbolismo propio de esta última, que es
de carácter gémico, el Árbol de Vida es el único elemento que subsiste del simbolismo
vegetal del Paraíso, y ello porque, al igual que la «piedra traída del cielo», «no ha
dejado de ser puro».

No creemos que sea una fórmula poética, pues, que Wolfram designe el Graal como
«raíz y floración» (wurzeln unde rîs), y ello se relaciona perfectamente, por lo demás,
con lo que diremos más adelante respecto de los dos niveles en que hay que ver la
realidad del Graal, y que son los del Intelecto en la condición actual de la Humanidad.

Siguiendo todavía con el comentario de los grados de la Realidad, terminaremos


analizando el correspondiente al Mundo de la Similitud o de los Modelos (‘alam al-
mithâl o al-amthâl), llamado así porque en él se encuentran los modelos inmediatos de
la realidad de nuestro mundo. La Tabla que lo rige no es sino un desdoblamiento,
podríamos decir, de la Tabla guardada, y en ella toda cosa del orden cósmico se
encuentra inscrita conforme a sus determinaciones particulares. Microcósmicamente
corresponde al intelecto humano, es decir, a la polarización en modo mental del
Intelecto.

12
Es interesante señalar que en el Titurel, que en algunos puntos completa la enseñanza del Parzival, la
sede del Graal es un templo, que se dice fue levantado según el modelo del Templo de Salomón. Pues
bien, este último era precisamente el «Centro del Mundo» en la fase de Exilio. Por otra parte, de ese
templo del Graal del Titurel se ha podido decir que «refleja directamente la Jerusalén celestial y se refiere
a las mismas medidas cíclicas» (Titus Burckhardt, Símbolos, Barcelona 1982, p. 30).
Este plano es conocido asimismo como «Mundo de la Imaginación» (‘alam al-khayâl),
mundo «imaginal», que no imaginario. Es el plano donde se plasma el aspecto cósmico
de la substancia primordial, el cual es conocido como al-hayûlâ (del griego hylé), la
materia prima o quintaesencia, que es igualmente el Éter (al-athîr), principio inmediato
de los cuatro elementos que componen nuestro mundo. El Éter se simboliza siempre con
una gema translúcida de color rojo, rubí o jacinto (la palabra árabe yâqût admite las dos
traducciones), y la «vestidura» del alma en el paraíso que corresponde a este plano -el
Paraíso de los Actos (jannat al-af‘âl)- es siempre de color rojo. Es el cuerpo etéreo, el
cuerpo edénico, el que servía de vehículo al alma antes de que la caída obligara a ésta a
tener que revestirse con «hábitos de pieles» (cf. Gén. III, 21).

Volviendo a la Imaginación (al-khayâl), debemos indicar que ésta es, en su aspecto


superior, la dynamis inherente en la Shakti (el aspecto femenino del Principio supremo,
en terminología hindú ahora), es decir, mâyâ, que en el esoterismo islámico se conoce
como la «Espiración del Compasivo» (nafas ar-Raḥmân) o la «Emanación santísima»
(al-fayḍ al-aqdas), que es, propiamente, la revelación de Dios a Él mismo, revelación
por la que Dios aparece como «el Exterior» (aẓ-Ẓâhir) en esa teofanía global que es la
Creación.

La Imaginación es la substancia plástica universal (al-habâ), aspecto femenino de la


primera autodeterminación de la Esencia, la cual, al contacto con la Luz indiferenciada
del Espíritu increado, actualiza todas las formas de la Creación, desde las más sutiles y
principiales hasta las más groseras. Ahora bien, en el plano que ahora consideramos, la
Imaginación es el aspecto cósmico de esa substancia, y aparece como la fuerza
representativa que traduce en formas simbólicas las realidades inteligibles (ma‘ânî) del
Malakût. Formas que no tienen existencia propia, metafísicamente hablando (como todo
lo que depende exclusivamente del polo substancial), pero que dentro del «sueño
cósmico» son bien reales, pues vienen «garantizadas» por su polarización subjetiva, es
decir, el aspecto plástico del intelecto humano, que fija en forma de símbolos las
intuiciones intelectuales. Y estas formas «imaginales» son, precisamente, las que
encontramos en los relatos del Graal, los cuales no podrán ser debidamente
comprendidos, pues, sin penetrar de algún modo en ese «mundo imaginal».

Para la mayoría de los hombres eso sólo es posible en el sueño, pues la facultad
imaginal no es igual en todos ellos y varía en función de su grado de realización
espiritual, dependiendo pues de la pureza que ella tenga el que las formas simbólicas
que se representa sean un reflejo fiel de las realidades inteligibles que traduce.

En el marco del Islam, esta facultad se presenta de forma eminente en el Profeta, lo cual
es perfectamente lógico por otra parte, por cuanto ella no es sino el aspecto cósmico de
la substancia profética, que coincide con la receptividad primordial. Y así, será sólo en
la medida en que uno participe de esa pura receptividad -que es «pobreza» (faqr)13-
como accederá a esa dimensión imaginal.

Acceso que, como hemos dicho, se produce generalmente en el sueño, y en el Islam


también existe la figura del «sueño verídico», al que se considera parte de la profecía, y
en el cual pueden recibirse ayudas espirituales de distinto tipo.

13
«La pobreza es mi honor», declaró el Profeta, quien añadió: «He sido honrado sobre los demás profetas
con la pobreza espiritual».
En este marco es donde hay que inscribir la espada que recibe Parzival de manos del
Rey del Graal en su primera visita a Munsalvaesche, espada de dos filos que «puede
obrar maravillas», imagen clara y universal del método espiritual. Pero es interesante
añadir que aunque Parzival se lleve esta espada, ella no le servirá de nada, según le
aclara a poco de su partida del castillo su prima Sigune, porque él «se ha dejado en el
castillo» la palabra «signada» (segenen wort), en clara alusión a un método espiritual
basado en la invocación de un Nombre divino, alusión que encontramos igualmente en
Chrétien de Troyes, pues el ermitaño confía al oído de Perceval una oración en la que
aparecen «muchos de los Nombres de Dios, y entre ellos los más sublimes ».

Pero volviendo a Parzival, hay que señalar que aunque éste fracase en su primera visita
a Munsalvaesche, en ella se demuestra que su capacidad imaginal tiene la pureza
suficiente para ver apertament los misterios del Graal, cosa que no sucede, por ejemplo,
con Lancelot (particulamente tal como lo presenta la Queste del Saint Graal), pues éste,
lastrado por su impureza, debe ver en un estado de semiinconsciencia y sin poder
moverse esos mismos misterios.

Como hemos visto, al-Qâshânî llama a este plano «Eva», cosa que concuerda
perfectamente con lo que Ibn ‘Arabî refiere a propósito de lo que él llama la «Tierra
real» (arḍ al-ḥaqîqa), «formada de un resto de la arcilla con que modeló a Adán».
«Existen en esa tierra –dice– formas de una raza maravillosa… Cuando alguno quiere
penetrar en esa tierra… la condición que se exige para ello es la práctica de la gnosis y
el aislamiento fuera de su templo de carne. Encuentra unas formas… en las entradas;
una de ellas acude hacia el recién llegado y lo reviste de un manto que convenga a su
rango»14.

Subrayamos esta última frase por la importancia que tiene este punto, que encuentra
estricta correspondencia en los relatos del Graal. Tanto en Chrétien cuanto en Robert de
Boron como en Wolfram, lo primero que Perceval-Parzival encuentra después de haber
cruzado el puente levadizo que da entrada al castillo son cuatro pajes que se le acercan,
y uno de ellos le coloca un manto de escarlata (en Chrétien y Robert). En Wolfram no
se especifica el color, pero sí se da cuenta de que el manto pertenece a la propia virgen
portadora del Graal, Repanse de Schoye, y que se lo ponen a él «convencidos de que es
hombre de alto rango».

Este «manto» no es sino el cuerpo etéreo al que antes nos referíamos, como podemos
corroborar si leemos en el Zohar (I, 219a)15 que «cuatro “Pilares” (nombre de una
categoría de ángeles) se presentan al alma sosteniendo en sus manos una envoltura
etérea semejante a su cuerpo, de la que ella se reviste con alegría y permanece en la
esfera que le ha sido reservada en el Jardín del Edén».

Si ya está lo bastante claro dónde entró Parzival realmente, la descripción detallada que
nos ofrece Wolfram de toda la escena que se desarrolla en dicha sala terminaría de
caracterizarlo totalmente. Se diría que Wolfram está describiendo pura y simplemente el
Paraíso musulmán, tal es el grado de analogía de los símbolos que él presenta con los
que aparecen en el Corán.

14
En Henry Corbin, L’Imagination créatrice dans le soufisme d’Ibn ‘Arabî, París 1958, p. 272.
15
Citado por Léo Schaya, op. cit., p. 500.
En éste, los dos primeros Paraísos, el de los Actos y el de los Atributos, aparecen
conectados, pues se habla de dos pares de Paraísos: el primero es el que acabamos de
mencionar, mientras que el segundo incluye el Paraíso del Espíritu, que se sitúa a nivel
del Jabarût, y el Paraíso de la Esencia. Y lo que refiere del primero en cuanto a colores,
vestidos, objetos y situaciones es estrictamente homologable con lo que nos describe
Wolfram. Es notable en éste su particular insistencia en llamar nuestra atención sobre
los colores. Así, somos invitados a considerar vivamente los «labios rojos como rubíes»
y los vestidos escarlata de las castas doncellas que vemos aparecer primero, así como
las vestiduras «más verdes que la hierba» de las que siguen a éstas.

Pero lo que nos interesa especialmente a propósito de estos colores es su atribución a los
dos soportes sucesivos del Graal. Éste, cuando hace su aparición en la sala, llevado por
Repanse de Schoye, descansa sobre un achmardî verde. Esta palabra ha sido
interpretada casi unánimemente por la crítica como siendo una contracción de la
expresión árabe az-zumurrudî («de esmeralda»). No nos parece en modo alguno
arriesgado, pues, ver en este primer soporte del Graal a la Tabla guardada, que es el
Trono, «hecho de esmeralda verde», como habíamos visto16. Ello calificaría ipso facto al
propio Graal como el Intelecto primero, el Espíritu universal, cosa, por otra parte, que
sus propios atributos nos van a permitir sobradamente hacer.

En su primera aparición, el Graal es llamado por Wolfram «wunsch von pardîs»,


expresión que en su contexto resulta de difícil traducción. Así, se han propuesto
diversas paráfrasis: «Un objeto tan augusto que el Paraíso no tiene nada tan hermoso»
(Tonnelat); «la consumación del deseo, un objeto paradisíaco» (Hatto); «lo que puede
desearse como más bello, incluso en el Paraíso» (Moret). Pero parece bastante claro, en
cualquier caso, a qué se alude, que es a aquello que en el Paraíso era «agradable a la
vista (nehmad lemareh) y bueno para comer (vetow lemaakhal)»: el Árbol. Una vez
más, pues, somos llevados a la consideración de este símbolo del Rayo celeste que brilla
en el centro del Paraíso, y que no es sino el Espíritu (ar-Rûḥ).

El Zohar llama igualmente al Árbol de la Vida «Árbol de Luz», lo cual permite


identificarlo con el árbol al que se refiere el Corán en la famosa aleya de la Luz (XXIV,
35). Éste en un árbol bendito, que no es de Oriente ni de Occidente, o sea, es central; se
trata de un olivo, cuyo aceite alimenta una luz que brilla en un cristal situado en una
hornacina, aceite que por sí mismo casi es luz, por lo que el Corán habla de «Luz sobre
luz» (Nûr ‘alâ nûr). Y además, esta descripción precede a la de las «casas que Dios ha
permitido que se levanten y en las que se invoca Su Nombre» (XXIV, 36).

Tenemos ahora aquí unos cuantos elementos que nos interesa considerar. El Graal es, en
efecto, Luz y Vida. Luz sobrenatural que empequeñece a todos los esplendores
terrenales y fuente de Vida por el sustento que concede a cada cual conforme a su gusto.
Pero, además, es su sola contemplación la que mantiene con vida y en juventud
perpetua. Esta es la propiedad del Árbol de Vida, que es, como hemos visto, «agradable
a la vista», es decir, a la visión (mareh) espiritual, unitiva y deificante, la que nos
mantiene en la Unidad del Ser. Unidad que se pierde, precisamente, al comer del árbol
que es «delicia para los dos ojos» (taavah laenayim), el del Bien y el Mal. Y lo que nos
mantiene en la Unidad es el Intelecto, precisamente, cuya función central es la de
asegurar la unidad de todos los estados del Ser.

16
Y cómo no pensar aquí, igualmente, en esa misteriosa tabula smaragdina de la tradición hermética.
Es por razón de esa particularidad del Árbol de Vida por lo que hemos traducido al
comienzo wunsch von pardîs por «maravilla del Paraíso» (que es, además, la traducción
más literal). «Maravilla» viene del latín mirabilia, lo que es ad-mira-ble, donde
descubrimos, además, la misma raíz del hebreo mareh. Por otra parte, la palabra
«maravilla» es particularmente común en los relatos del Graal; así, en la Queste del
Saint Graal, al contemplar el Graal, Galaad exclama: «Aquí veo la maravilla de las
maravillas».

En cuanto a esa «Luz sobre luz» de que nos habla el Corán, tenemos aquí otra imagen
del Espíritu y sus dos aspectos, que coinciden en esencia. El aceite es fuego líquido, es
decir, el elemento fuego bajo las especies de una forma líquida. Esta imagen es
perfectamente adecuada, pues, para reflejar aquello de que aquí se trata: la identidad de
esencia entre el Espíritu increado, que es Dios (que es la «Luz de los Cielos y de la
Tierra», según la misma aleya), y su reflejo en el centro de la Manifestación, que es el
Intelecto universal, la luz «que ilumina a todo hombre que viene a este mundo».

Por otra parte, veíamos igualmente que esa «Luz de luz» se relacionaba con las casas en
que «se invoca el Nombre de Dios», punto este que nos va a permitir abrir ahora un
paréntesis que consideramos del mayor interés, el cual se vincula con la tradición que
afirma que Set (Sheth) pudo entrar de nuevo en el Paraíso y recuperar allí el Graal.

Habiendo establecido la identidad entre éste y el Árbol de Vida, habremos de tener


presente ahora que «en la existencia postedénica del hombre, el “Árbol de Vida” viene
representado por el Nombre de Dios; invocarlo es comer de este árbol, asimilar la
Presencia real, unirse a Ella»17. Pues bien, sabemos que lo que Set obtuvo fue
precisamente el Nombre, expresión de la Misericordia de Dios y medio por excelencia
de retorno a Él, pues «fue entonces cuando se empezó a invocar el Nombre de YHVH»
(Gén. IV, 26).

Set es, por lo tanto, el prototipo de los que emprenden esta Vía de retorno que supone la
invocación del Nombre de Dios. Así, una tradición islámica afirma que Set fue el primer
sufí, y el chiismo, por su parte, lo hace ser el iniciador del «ciclo de la iniciación»
(da’irat al-walâya), que es el aspecto esotérico del «ciclo de la profecía» (da’irat an-
nubuwwa), iniciado este último con Adán.

Pues bien, esto se refleja exactamente en la doble genealogía que Wolfram asigna a
Parzival. El linaje paterno, que se inicia, en Mazadan y Terredelaschoye, es el linaje de
Adán, es decir, la relación de trascendencia con Dios, que se traduce en la religión
formal. Por su parte, la línea materna simboliza la línea del Espíritu, de la santidad y
sabiduría inmanentes. Es decir, la ascendencia «femenina» del héroe es la que se refiere
más directamente a la Shekinah, la Inmanencia divina.

A este respecto, es frecuente ver simbolizado al Espíritu-Intelecto con forma femenina,


como es el caso de la Madonna Intelligenza de los «Fieles de Amor», en la perspectiva
de los cuales, por otra parte, la devoción a la Mujer ha de entenderse, precisamente,
como la devoción a la santidad inmanente. Y esta devoción hace de uno «fiel de amor»
porque «el amor (minne) es la verdad de la fe (triuwe)», como afirma Wolfram, o sea,
su aspecto esotérico.

17
Léo Schaya, op. cit., p. 495.
Además, el hecho de que la línea materna de Parzival sea precisamente la de los que
custodian el Graal, nos aclara positivamente que se trata de la línea de aquellos que
custodian la Presencia de Dios encarnada en Su Nombre, y que se trata, por lo tanto, de
una silsila, una cadena de transmisión iniciática.

Para cerrar este paréntesis referido al Nombre, terminaremos diciendo que éste se
identifica con el Espíritu por la función de Mediador que ambos asumen y por los dos
aspectos, increado y creado, que ambos poseen, con lo que coinciden además con la
noción de Mesías. El esoterismo hebraico identifica el «Ángel de la Faz», que es aquel
«que lleva Mi Nombre» (Éx. XXIII, 21), con Metraton, que es el equivalente exacto de
ar-Rûḥ (que el esoterismo islámico también conoce como Seyyidnâ Mîtatrûn). Y a este
respecto consideramos interesante señalar que en el Parzival se nos dice que una vez
que la piedra hubo sido dejada en la tierra, los ángeles que la bajaron volvieron al Cielo,
y que ella pasó a ser custodiada entonces por aquellos que Dios eligió para ello, a los
que «envió Su Ángel». Ángel que no es otro, obviamente, que ese ángel «portador del
Nombre» que «fue enviado ante Israel» (= los elegidos).

Retomando ahora el hilo de lo que se conoce como el «Cortejo del Graal», vemos como
Wolfram nos dice que el wunsch von pardîs es una «cosa» (dinc) «que se llama el
Graal» (das hiez der grâl). Wolfram nunca habla de un graal (o sea, el tipo de escudilla
o vasija que se conoce con este nombre en lengua provenzal), sino de una cosa que se
llama «el Graal». Esta palabra «cosa», en la que la rutina tanto de los traductores como
probablemente de los propios lectores ve un «objeto», no debiera ser pasada tan a la
ligera. Y en este sentido, quizá no sea inútil señalar que el esoterismo islámico llama
«cosas» (ashyâ’) a las determinaciones principiales de las esencias, las cuales se
inscriben en la Tabla Guardada o Alma Universal, que hemos visto corresponde al
achmardî verde en que descansa el Graal. Y que en alemán la palabra ding sirva, en
contraste con sache, para designar las cosas concretas y materiales, no hace en realidad
sino apuntar a lo mismo, puesto que, metafísicamente hablando, esas determinaciones
principiales son mucho más «concretas» y «sólidas» que cualquier objeto del mundo
físico18.

Seguidamente, el Graal es depositado sobre una mesa cuya tabla, y sólo ella, está hecha
con un jacinto rojo (grânât jâchant), el cual es muy largo y ancho, así como ligero y
translúcido. Tenemos aquí todos los elementos que caracterizan a la Lawḥ al-hayûlâ, la
Tabla de la Materia Prima, que no es otra que el Éter cósmico, o sea, la quintaesencia de
los cuatro elementos (las cuatro patas de la mesa) que forman nuestro mundo.

Que esta tabla sea muy larga y ancha es perfectamente normal. En realidad, con esto se
trata de decir que parece infinita, pues del mismo modo que el ojo físico ve la realidad
física como infinita, el ojo imaginal verá igualmente como infinita la realidad que se
refiere a su propio plano. Además, Wolfram podría perfectamente haber añadido que
esa tabla era redonda, pues el Éter es la «circunferencia» que rodea nuestro mundo, el
«firmamento» que lo envuelve.

18
El término shay’ (pl. ashyâ’), que se traduce por «cosa», expresa metafísicamente la realidad
prototípica inmutable (al-‘ayn al-thâbita), que se sitúa no en la Esencia divina, sino en el grado
ontológico del Acto creador, allí donde interviene la Voluntad divina (al-Mashîa, palabra emparentada
con shay’).
Debemos referirnos ahora al significado de este «traspaso» de soporte para el Graal, que
está relacionado con los dos grados del Intelecto a que nos hemos referido en varias
ocasiones. Y lo haremos a partir del análisis de los distintos elementos que configuran el
simbolismo de la montaña Qâf.

Pero antes, no querríamos dejar de referirnos a otro motivo importante que aparece en
todos los relatos del Graal: la lanza que sangra. Ésta, que aparece como un
complemento simbólico del Graal, es efectivamente un aspecto de éste. Establecida la
identidad del Graal con el Espíritu creado o Intelecto universal, no resultará nada difícil
identificar la lanza con el Cálamo supremo, que, como indicábamos más arriba, es el
aspecto de aquél referido a su función de «Escriba». De este modo, la «tinta» luminosa
que mana del Cálamo supremo es transformada en «sangre» roja por la substancia
imaginal del plano en que nos encontramos, que igualmente transforma a aquél en lanza
porque ésta es la traducción en modo «caballeresco» 19 de la realidad suprema del
Cálamo.

Volviendo a la montaña Qâf, debemos decir que en la tradición islámica, si bien en un


nivel más contingente se la identifica geográficamente con el Cáucaso, se la considera
una montaña que rodea la tierra y que, al propio tiempo, constituye el extremo norte de
ésta, haciendo de polo de la misma. Por otra parte, se dice que está separada de la tierra
por una región infranqueable para los mortales y que, en consecuencia, no se llega a ella
«ni por tierra ni por mar» (lâ bi’l-barr wa lâ bi’l baḥr)20; está hecha de esmeralda
verde21; en su cima se posa el ave del Espíritu, y más allá de ella habita el ave Fénix (o
el Simorgh).

Una vez vistos así, esquemáticamente, los datos simbólicos que se refieren a esta
montaña, pasaremos ahora a considerar más detenidamente cada uno de ellos.

Digamos antes, sin embargo, que la palabra qâf (que como indicábamos más arriba es
en realidad el nombre de la letra árabe q) se usa para substituir a dos palabras que
empiezan con esta letra: quṭb (polo) y qalb (corazón). Esto es perfectamente coherente
con la imagen de la montaña como símbolo del Malakût, que ya decíamos corresponde
al «corazón del mundo». Además, como acabamos de recordar, la montaña Qâf
simboliza el barzakh, y «lo que se denomina el barzakh de algún orden de existencia no
es otra cosa que el polo que rige ese orden y le da su crecimiento», y «en el hombre el
barzakh central es el corazón»22.

El primero de los datos a considerar es esa región que rodea a la montaña, y que no
podemos dejar de identificar con la Terre la Salvaesche del Parzival, la cual rodea a
Munsalvaesche en «treinta leguas a la redonda», sin que en ella se encuentre edificación
alguna. Pues bien, a esa tierra se llega a partir de lo que podemos llamar, globalmente,

19
La vía espiritual del kshatriya es la del amor, y su color es el rojo, que son las particularidades del plano
que consideramos.
20
Esta noción de una sede hiperbórea para una realidad que de hecho sobrepasa a la de este mundo es
común a muchas tradiciones. Y Plutarco afirma también, refiriéndose a la tierra de los hiperbóreos, que
no se llega a ella ni por tierra ni por mar.
21
O bien sólo es de esmeralda verde la roca (ṣakhra) en que se asienta. También según otra variante, la
montaña es de esmeralda y esa roca, de jacinto rojo. Estas variantes se explican porque la montaña Qâf
actúa como símbolo universal del barzakh , es decir, el istmo que separa y al mismo tiempo comunica dos
órdenes de realidad, por lo que puede aplicarse a distintos barârizkh (pl. de barzakh).
22
Citas del shaykh Sî Muhammad Tadilî recogidas por Titus Burckhardt, op. cit., pp. 77-78.
el «mundo artúrico». Y esto es así porque lo que llamamos de este modo es,
precisamente, la «región» que forma los límites de nuestro mundo, motivo por el cual
éstos llevan este nombre (son los bornes Artu). Es ese mundo encantado que se sitúa en
la frontera de nuestro mundo sensible y sirve de transición al plano superior. Pero este
mundo artúrico está en contacto, por otra parte, con lo que la tradición islámica llama el
Jinnistân, la región de los genios, a la que ubica en moradas subterráneas a los pies de la
montaña Qâf. Esta región es, en el Parzival, la Terre de Labur del mago Clinschor, al
cual Wolfram hacer «servidor de Iblis», siendo este último, justamente, el nombre
islámico del jefe de los genios.

Así, la queste supone, en su primera parte (que es la correspondiente a los «pequeños


misterios»), la lucha del myste contra las tropas de genios que pueblan esa región, antes
de poder llegar a aquella roca que simboliza la condición edénica. Esta roca, se dice, es
aquella en que se asienta nuestro mundo y de la que éste toma su realidad, y
corresponde, así, a la «piedra de fundamento» (eben shethiyyah) de la tradición
hebraica.

En el Islam, esta roca es identificada con aquella que constituye el fundamento de la mal
llamada Mezquita de Omar de Jerusalén, la cual es conocida propiamente, y en función
precisamente de la misma, como la «Cúpula de la Roca» (qubbat aṣ-ṣakhra), que se
levanta en el antigo emplazamiento del Tempo de Salomón. Ahora bien, según la
tradición hebraica la piedra de fundamento, que era asimilada al betel, la piedra de
Jacob, se conservaba en el sanctasanctórum del Templo de Salomón, lugar que pasaba a
ser, por este motivo, el «centro del mundo» y allí donde se manifestaba la Gloria (o
Presencia: Shekhinah) de Dios.

Y el Islam, por otra parte, identifica explícitamente esta piedra con la roca de que
hablamos, integrando así en su economía espiritual este dato fundamental de la tradición
hebraica. Lo que sancionó esa identificación fue lo que se conoce como el «Viaje
nocturno» (al-mi’râj) del Profeta, que simboliza el viaje iniciático y reproduce las dos
fases fundamentales de éste: la primera, que consiste en la recuperación del estado
edénico, viene simbolizada por la primera parte del viaje del Profeta, de la Meca a
Jerusalén; y la segunda, que es el ascenso a los estados superiores del Ser, viene
simbolizada por la Ascensión del Profeta a los cielos partiendo precisamente de esa
roca, sobre la que habría dejado la huella de su pie.

En el orden microcósmico, esta roca simboliza lo que el esoterismo islámico denomina


el «ojo del corazón» (‘ayn al-qalb), que es el «punto de encuentro», podríamos decir,
entre el hombre y Dios. Este punto constituye la extremidad inferior del eje vertical que
conecta todos los estados del Ser, eje que no es sino el Intelecto. Este eje lo vemos
simbolizado, igualmente, por la Escala de Jacob, asentada en el betel (= piedra de
fundamento), el cual pasa a ser, una vez Jacob ha descubierto su verdadera naturaleza,
«Casa de Dios» (Bet-El) y «Puerta de los Cielos». Así pues, esa piedra (u ojo del
corazón) puede representar para el hombre la abertura al Principio (la «Puerta de los
Cielos», precisamente), pero en realidad no es, para la humanidad actual, sino el centro
«petrificado» de la individualidad, cerrado a su dimensión universal. Es la polarización
exclusivamente mental del intelecto, que cierra al individuo humano a su propia
dimensión divina, dimensión que no por ello se destruye, pues esta piedra «es
eternamente incorruptible»; ella no es sino la imagen de Dios, condición de posibilidad
de la theosis, que permanece como una pura virtualidad «hundida en las profundidades
del abismo».

Esta última descripción es una de las que tradicionalmente se aplican a la piedra


shethiyyah. Así pues, si ésta podía asegurar la Presencia divina en el Templo aun en esta
situación, es que continuaba manteniendo su virtud original, y así, aunque fuera la
«piedra rechazada por los constructores», ella vino a ser la «piedra angular» (cf. Sal.
CXVIII, 22).

Esta identidad entre las dos piedras, angular y de fundamento, expresa todo el misterio
de la Redención, posible ésta, precisamente, porque en el «fondo del abismo» sigue
habitando la Presencia de Dios, que sólo es preciso reconocer como tal.

Conocidas son todas las referencias del Nuevo Testamento al Mesías como piedra
angular y de fundamento a la vez, y San Agustín afirma que «Cristo es el fundamento,
pues es Él quien nos gobierna, y la piedra angular, pues el Él quien nos reúne» 23. Y es
de destacar, a este respecto, que para los incrédulos esta piedra viene a ser «piedra de
tropiezo y roca de escándalo» (cf. I Pe. II, 28), es decir, para aquellos que se cierran a la
Realidad divina que ella expresa aun cuando reciben de ella el ser (pues por ella
«vivimos, nos movemos y somos»).

Pues bien, esta identidad entre la piedra angular y la de fundamento viene expresada en
el Parzival por los dos soportes que sostienen consecutivamente al Graal, indicando así
que una misma realidad de esencia se manifiesta en dos niveles distintos. Así, vista la
identidad entre la piedra shethiyyah y la roca de la montaña Qâf (la cual es de jacinto
rojo, recordemos), y teniendo en cuenta igualmente que la tabla de jacinto rojo significa
el Éter, el Graal, en cuanto situado encima de ésta, representa el aspecto activo, esencial
del Escabel, el cual rige la realidad del mundo corporal (la «tierra»), aspecto que en el
orden microcósmico viene representado por el intelecto humano. Y, por otra parte, en
cuanto situado en el achmardî verde (que era, recordemos, la imagen del Trono),
representa el principio activo de éste, es decir, el Intelecto universal, en el que el orden
macrocósmico y microcósmico se resumen, haciendo que quien haya alcanzado este
grado pase a ser el Hombre Universal, que es el sujeto de toda la manifestación, para
quien ésta hace función de alma.

Igualmente, si examinamos el dato del Graal como piedra que alimenta a la comunidad
que lo custodia, piedra traída del cielo, ésta será la piedra angular, el «pan bajado del
cielo», el maná, del que el Libro de la Sabiduría da una descripción que se ajusta
perfectamente a una de las características del Graal: «Proveiste a tu pueblo de pan de
ángeles… que, teniendo en si todo sabor, se amoldaba a todos los gustos» (Sab. XVI,
20). Pero si la consideramos como «piedra en exilio» 24, ella es una imagen de la piedra
de fundamento, que está igualmente en exilio en este mundo, dado su origen celeste.

Señalemos también que el lapsit exillîs ha sido identificado igualmente con el lapis
exilis, una de las denominaciones de la Piedra Filosofal, la cual comporta asimismo dos

23
Citado por Jean Hani, El simbolismo del templo cristiano, Barcelona 1978, p. 102.
24
Esta es una de las lecturas que se han propuesto para la expresión lapsit exillîs, o sea, lapis exsulis o
exilii.
aspectos, uno fijo y «terrestre» y otro volátil y «celeste»; y también que el magisterio
hermético afirma que «lo de abajo es como lo de arriba»25.

Volviendo a la montaña Qâf, nos quedan por considerar dos puntos. Salvando la
referencia a la propia montaña, de esmeralda verde, que ya vimos correspondía al
Corazón o el Trono, recordaremos el dato de que en su cima se posa el ave del Espíritu.
En realidad, esa misma cima correspondería, por lo que hemos visto, a la piedra angular,
la cual ya es imagen del Espíritu. Pero lo es del aspecto creado de éste. Así pues, lo que
se posa en ella es, en realidad, el Espíritu increado; y es éste, igualmente, el que, en
forma de paloma blanca, vemos descender sobre el Graal y depositar en él una hostia.

Aquí tal vez podría objetarse que el Graal no está en la cima de Munsalvaesche, pero
esto no cambia nada. El Graal constituye su núcleo, su realidad más íntima, su «secreto»
(en el sentido de la palabra árabe sirr en el sufismo), y por tal motivo equivale a su
sumidad. Por otra parte, ya vimos que el Graal representaba igualmente al Árbol, el cual
es equivalente a la montaña como símbolo del Eje del Mundo o Columna central, es
decir, del Intelecto en su aspecto «unificador». Además, si bien no lo hace en el
Parzival, en otros relatos el Graal sí aparece en la cima de una montaña.

Y por su parte, la pequeña hostia blanca que la paloma deposita sobre el Graal es una
imagen del aspecto «maternal» de la Esencia divina, es decir, de la Substancia
primordial, a la que ya nos hemos referido, cuyo símbolo en el Islam es la perla blanca.
Ella es el prototipo in divinis del Alma Universal, vehículo como vimos de la
Inmanencia, y la que asegura, por consiguiente, la realidad de ésta.

Para terminar, tenemos la referencia al Ave Fénix, que habita más allá de la montaña
Qâf. En el esoterismo islámico, el Ave Fénix es un símbolo de la Esencia. Se la
representa así para indicar que escapa a toda comprensión, pues el Fénix es sólo un
nombre para una realidad inexistente. No es este el caso de la Esencia, pues Ella es la
Toda-Realidad, pero su «existencia» no tiene nada que ver con lo que nosotros
entendemos como tal. Así, desde nuestro punto de vista, Ella es «inexistente» y sólo el
Nombre puede «recrearla» para nosotros y conducirnos hasta Ella.

Y en el Parzival se nos dice, por boca de Trevrizent, tío y maestro espiritual de Parzival,
que por la virtud del Graal el Fénix es consumido y reducido a cenizas, de las que
vuelve a renacer en todo su esplendor, clara alusión, creemos, a lo que acabamos de
decir, habida cuenta de la identidad entre el Graal y el Nombre.

Así pues, en definitiva, aspecto activo de la Inmanencia, el cual es ar-Rûḥ o Metatron,


el Espíritu o Intelecto universal, y que es igualmente el Mesías o el Nombre, como
Mediador por excelencia, «el Graal» (der grâl) es un nombre que no quiere decir nada
porque lo quiere decir Todo.

BIBLIOGRAFÍA

25
Así Léo Schaya, hablando de la piedra shethiyya, comenta: «La Quintaesencia material, el Éter
indistinto e ininteligible, “simboliza” —por la ley de la “analogía inversa”— la Esencia indeterminada…
y gracias a estas correspondencias la “Piedra fundamental”, que se esconde en el centro o “corazón” de
todas las cosas corporales en cuanto síntesis de las mismas, viene a ser, para el hombre la “Piedra
filosofal”» (L’Homme et l’Absolu selon la Kabbale, París 1977, p. 108).
Además de las obras citadas en el artículo, hemos utilizado también las siguientes:

-Burckhardt, Titus, Esoterismo islámico, Madrid 1980.


-Eschenbach, Wolfram von, Parzival, trad. francesa de E. Tonnelat, París 1977.
—trad. inglesa de A. Hatto, Londres 1980.
—Parzival (Morceaux choisis), edición parcial de la obra original, con Introducción,
notas y glosario, por André Moret, París 1943.
-Guénon, René, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, Buenos Aires 1969.
-Ibn ‘Arabî, La Sagesse des Prophètes, trad. parcial al francés del Fuṣûṣ al-ḥikam por
Titus Burckhardt, París 1955.
—L’Arbre du monde, trad. al francés del Shajarat al-kawn por Maurice Gloton, París
1982.
-Jîlî, ‘Abd al-Karîm, De L’Homme Universal, extractos de la obra Al-Insân al-Kâmil
traducidos al francés por Titus Burckhardt, París 1975.
-Ponsoye, Pierre, El Islam y el Graal, Barcelona 1984.
-Schuon, Frithjof, L’Oeil du Coeur, París 1974.
—Forme et substance dans les Religions, París 1975.
Transcripción de distintos fragmentos que no fueron incorporados al artículo en
cuestión.

CLINSCHOR

En el Parzival aparece un personaje que merece también una especial consideración.


Nos referimos a Clinschor, el duque de la Terre de Labur, el mago castrado. Nos parece
del mayor interés retener aquí el dato de que Clinschor, que «seguía elevados caminos
en su búsqueda del honor», se convirtió en el servidor de la esposa de un rey de Sicilia
llamada Iblis, y que esto le valió ser castrado por éste, convirtiéndose a continuación en
un brujo.

Pues bien, Iblis es el nombre que recibe en la tradición islámica (y sólo en ella) el
Adversario, y todo lo que el Parzival nos cuenta de Clinschor cobra un destacado
relieve si tenemos esto presente.

En el Parzival se nos dice que «no fue en la tierra de Persia, sino en un lugar llamado
Pérsida, donde se originó la magia… [que] Clinschor fue allí para procurarse los medios
de hacer por arte de encantamiento que lo que deseara se convirtiera en realidad… [y
que éste] no guarda buena querencia a hombre o mujer algunos… pues a su corazón le
satisface robarles toda la felicidad que puede». Y se nos informa también de que
Clinschor «tiene poder sobre todos aquellos seres que gravitan en el éter, entre los
límites de la tierra y el firmamento, los malignos y los benignos, excepto aquellos que
están bajo la protección de Dios… [que] ha desahogado su cólera con muchos
pueblos… [que] tiene el arte de la nigromanzi y puede atar a hombres y mujeres con sus
hechizos… [y que] guarda en su poder [en el Chastel Marveile] a miles de hombres y
mujeres, tanto de la Cristiandad como de las tierras de los infieles».

Todo esto es lo bastante explícito por sí mismo para ahorrar el comentario, y que
Wolfram escogiera el nombre Iblis y no otro parece hablar incuestionablemente a favor
de una fuente islámica para su narración. Pero para nosotros esto no es lo más
importante, sino la doctrina que se desprende del relato, que vamos a examinar
brevemente.

Toda esta cuestión debe verse a la luz de otro tema fundamental en el Parzival como es
el de los ángeles que bajaron el Graal, y a la de la afirmación que aparece en otra fuente
de que éste fue tallado en una esmeralda que se desprendió de la frente de Lucifer en su
caída.

El tratamiento que reciben esos ángeles en el Parzival es desigual, y progresivamente


condenatorio. Cuando se menciona la traída del Graal a la tierra por parte de una legión
de ángeles, se dice que «su inocencia (pureza) los hizo regresar a su lugar de origen»,
pero, más adelante, Trevrizent manifiesta que «cuando Lucifer y la Trinidad entraron en
guerra, aquellos que se mantuvieron neutrales, unos ángeles buenos, tuvieron que bajar
a la tierra esta piedra, que es eternamente incorruptible. No sé si Dios los perdonó o los
condenó al final… Desde entonces la piedra ha estado al cuidado de aquellos 26 que Dios
eligió para ello, y a quienes envió Su Ángel». Y finalmente, cuando la queste ya ha
terminado y Parzival ha sido nombrado rey del Graal, Trevrizent le dice: «Me oíste
26
En otro lugar se nos aclara que se trata de «hombres puros».
decir que los ángeles proscritos estaban en el Graal con el total apoyo de Dios hasta que
fueran recibidos de nuevo en Su Gracia. Pero Dios es firme en estas cuestiones: Él
nunca cesa de estar en guerra contra aquellos que te dije que estaban perdonados. Quien
desee obtener premio de Dios ha de estar en enemistad con esos ángeles, pues están
eternamente condenados y escogieron su propia perdición».

Aparte del aspecto que señala René Nelli en «El Grial en la etnografía» sobre el
«secreto diferido», esto nos recuerda la vacilación que experimenta la teología
musulmana con respecto a la figura de Iblis, a quien duda en atribuirle la categoría de
ángel, por ser incongruente en su perspectiva la figura del «ángel caído», prefiriendo, en
general, hacerlo jefe de los genios. En el sufismo encontramos posturas extremas con
respecto a Iblis, que van desde su rehabilitación hasta su condenación absoluta. La
primera es aquella que lo ve como el perfecto monoteísta, argumentando que su
negativa a prosternarse ante Adán obedeció a que no podía adorar a un ser creado, pues
quería dar sólo testimonio de la Unidad divina. Así, habría contravenido una orden de
Dios, pero no Su Voluntad esencial. Y como ejemplo de la segunda, citaremos un
fragmento del comentario coránico de ‘Abd al-Razzâq al-Qâshâni, que nos parece
admirable por su precisión doctrinal: «[Iblis] era un jinn, es decir, pertenecía a la vez al
grupo inferior del mundo del Malakût y a las potencias terrenas. Nació y fue educado
entre los ángeles celestes, percibió los significados particulares (ma‘ânin juz’iyya: las
realidades inteligibles particularizadas) y se elevó hasta el horizonte del Intelecto. En
eso él se situaba, con respecto a los seres vivos privados de palabra, como el Intelecto
con respecto al hombre. Su negativa corresponde a su indocilidad hacia el Intelecto y a
su incapacidad de recibir del mismo las nociones de sabiduría. El hecho de que se
enorgulleciera se debe a su sentimiento de superioridad con respecto a las criaturas
hechas de arcilla y los ángeles celestes y terrestres porque él no se quedó más acá de su
límite, el de la comprensión de los significados particulares, que se vinculan a los
sensibles, y rebasó su nivel de comprensión, penetrando en la esfera de las Ideas, que
dependen del Intelecto… Él estaba entre los impíos27, es decir, entre los velados desde
toda la eternidad para la luz de la Unidad»28.

Ahora bien, volviendo al Parzival, hemos de decir que en dicha obra toda esta cuestión
debe remitirse a su contexto mítico originario, en el cual encontraremos mucho más
material en el orden de las correspondencias intertradicionales.

Toda la cuestión de los ángeles «neutrales», los ángeles caídos y los ángeles buenos (o
fieles) es de las más arduas de la historia de las religiones, por la frecuente ambivalencia
con que aparecen las figuras de éstos en las distintas tradiciones míticas y, también, por
la alternancia de condición y de funciones entre ellos y los hombres de una raza
primordial.

Esto puede verse muy claramente, en la epopeya irlandesa, en la figura de los Tuatha Dé
Danann, que aparecen alternativamente como dioses, ángeles buenos, hombres divinos,
ángeles caídos y demonios, y que además fueron quienes trajeron a la tierra cuatro
objetos que volvemos a encontrar en el ciclo del Graal: la lanza, la espada, la copa y la
piedra.

27
Esta es una de las frases coránicas a su respecto.
28
En Pierre Lory, Les Commentaires ésotériques du Coran d’après ‘Abd ar-Razzâq al-Qâshânî, París
1984, p. 94.
A este respecto, nos parece interesante señalar que en la epopeya mitológica irania, que
ha sido invocada tantas veces como fuente de inspiración de los relatos del Graal, o al
menos como sugerente paralelo, los turanios asumen los mismos rasgos ambiguos,
progresivamente desfavorables, de los Tuatha, y son conocidos como Dânu, nombre que
puede emparentarse con el sánscrito dânawa, «demonios», y que parece evidente se
emparenta asimismo con Danann.

Afrâsiyâb el turanio había poseído la Xvarnah (La Luz de Gloria, que ha sido asimilada
a la Sakîna), y en tal circunstancia había defendido a Irán contra un tirano. Pero luego la
pierde, y en su intento «titánico», «luciferino», de volverla a obtener, fracasa y es
vencido, precisamente, por un nieto suyo por línea materna29, el famoso soberano Kay
Khosraw, quien pasa a poseer la Xvarnah. Es el motivo, muy repetido, de la decadencia
de una raza primordial, que pierde el principal atributo que la sostiene como tal y ha de
ser rehabilitada por la empresa heroica (la queste) de un descendiente de la misma por
línea materna, motivo central en el Parzival.

Y otro aspecto del mismo proceso es el que describe Hesíodo en su Teogonía al


referirse a los hombres de la Edad de Oro, quienes declinaron y pasaron a ser, en forma
invisible, guardianes de los hombres. Lo cual coincide con la descripción de los ángeles
caídos como una especie de egregoroi, «vigilantes», que encontramos en algunas
tradiciones, en particular en el Libro de Henoch, donde Dios le dice a éste: «Diles [a los
vigilantes, los hijos del cielo]: “Antes estabais en el cielo, pero todos los secretos no os
habían sido revelados; no habéis conocido más que un misterio fútil. En el
endurecimiento de vuestro corazón lo habéis comunicado a las mujeres, y por este
misterio los hombres han multiplicado el mal sobre la tierra”» (cap. XV). Y aún, en otro
lugar, afirma que las mujeres de los ángeles malos fueron convertidas en sirenas (= las
mor-gana, las «nacidas del mar»)…

29
El mismo caso, pues, que Parzival.
ZWÎVEL

El esquema básico que observamos en las obras del ciclo del Graal y, en especial, en el
Parzival, que es la que tomamos particularmente como objeto de nuestro estudio, es el
esquema universal en el que se expresa el drama eterno del hombre y la humanidad:
Paraíso—Exilio—Reino. Y el propio Parzival resume en su persona la expresión de los
tres actos de este drama. El adjetivo «tump» que se le aplica (equivalente al de «nice»
de las versiones francesas) hace referencia al estado primordial del hombre (es la fiṭra,
en términos islámicos), a su simplicidad originaria, paradisíaca. Simplicidad que se
pierde, y con ella el Paraíso, al caer en la consideración de la dualidad. Esto está
expresado, en Wolfram, en el motivo central de la zwîvel, que es el hilo conductor de
toda la obra, hasta el punto de que algunos críticos hayan visto en ésta un monumento a
la eterna dualidad, a la lucha entre el bien y el mal30.

La zwîvel, que como decimos en otro lugar, es raíz y fruto de toda dualidad, lleva al
exilio de sí mismo, de su paraíso, a quien cae en ella. Ella es la que provoca, en la obra,
la desaparición del propio Parzival, quien, a excepción de un par de apariciones furtivas
y ocasionales, desaparece del poema durante más de 6.000 versos y vuelve a aparecer
justo para recibir la instrucción espiritual que le hará superar esa dualidad y acceder
gracias a ello a la Realeza del Graal.

Hemos de considerar aquí los dos aspectos que asume ese destierro, esa expatriación, y
que constituyen la gran paradoja, si podemos decirlo así, del estado humano actual. Por
un lado, extra-vío, extra-vagancia, eterna huida del Principio, del que cada vez se aleja
más; pero, por otro, progresivo acercamiento al Reino, situado al final de ese «viaje»,
porque «Yo soy el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin». Así, este eterno peregrinar es
castigo y reparación a la vez, pues la errancia lejos del Principio se invierte en progreso
hacia la Parusía. Y esta inversión es fruto de la acción de la santidad inmanente, que no
abandona al hombre (pues «la Shekinah siguió al pueblo de Israel en su exilio») y se
alza ante las almas «occidentales» (es decir, que han perdido el Paraíso, situado en el
«oriente» = origo) como un sol apareciendo por occidente.

Esta santidad inmanente se concreta en un magisterio esotérico (paraclético)


permanente, el cual, como hemos visto en otro lugar, se representa como la ascendencia
por línea «femenina» del héroe místico. Véamos que entendemos por esto.

En la doble genealogía del Graal, el linaje de Arturo es el de Adán, que equivaldría


grosso modo a lo que el chiismo llama el «ciclo de la Profecía», y el de la virgen del
Graal, el de Set, cuyo hijo fue «el primero en invocar el Nombre de Dios» (Ex. IV, 26),
que corresponde al «ciclo de la Santidad (o la Iniciación: walâya)», la línea del Espíritu.
Ésta se representa a menudo con figura femenina: es la Sophia, o la Madonna
Intelligenza, o la «mujer escondida en la piedra».

Y es Trevrizent, tío de Parzival por línea materna, quien asume a su respecto el papel de
guía iniciático («de él va a aprender Parzival los secretos del Graal», nos dice Wolfram),
30
Aparece ya, muy significativamente, en la primera frase de la obra: «Si la vacilación se instala en el
corazón, el alma experimentará amargura» (Ist zwîvel herzen nâchgebûr, daz muoz der sêle werden sûr).
La vacilación, la duda, la oscilación entre dos posibilidades es el fruto directo de la dualidad. «Dudar»
procede del latín dubitare, vacilar entre dos cosas, no determinarse, que deriva de dubius, incierto, y se
vincula con duo, dos, de la misma raíz indoeuropea *dw- que encontramos en la propia palabra alemana
zwîvel, de zwei, dos.
guía que consiste, básicamente, en permitirle superar la visión dual y reintegrarse en la
Unidad: «Yo voy a librarte de la dualidad» (von dem zwîfel will ich Euch sofort), le dice
en efecto Trevrizent a Parzival.

Como resultado de ello, Parzival accederá a la condición de Rey (del Graal) y, más
tarde, de Sacerdote (asumiendo el título y la función de Preste Juan), dando culminación
así a la condición integral del Hombre Perfecto o Universal (al-insân al-kâmil).

Ahora bien, el Parzival marca igualmente la diferencia entre lo que es el destino del
hombre individual y el de la humanidad como tal: Parzival obtiene el Graal, pero la
humanidad lo pierde. Parzival regresa a Oriente, y el Graal con él, dejando a la
humanidad con una nueva nostalgia y una nueva esperanza. Pues metafísicamente el
término de la queste individual, por consistir precisamente en la superación de la
condición individual, supone la restauración de la humanidad en su condición original;
pero la humanidad entendida como arquetipo del que cada individuo trae su origen, no
como la colectividad de esos individuos, cuyo tiempo histórico corre siempre paralelo a
ese «otro tiempo» (illo tempo) en que dicha superación se produce.

---

Queremos abordar ahora este tema desde una perspectiva iniciática, a fin de destacar
una singular coincidencia que observamos entre un punto concreto de la doctrina sufí y
el término que lo expresa, y un término idéntico que aparece en la obra de Wolfram
junto con el análisis del tipo de Parzival.

Simbólicamente, la actuación de Parzival podría muy bien representar la voluntad,


eterno teatro donde se desarrolla la lucha inherente a la zwîfel, con sus crestas de
rebelión y autosuficiencia, pero que finalmente es acepta a Dios por su «single-
mindedness»31. Pero desde otro punto de vista, lo que vemos es que Parzival supera el
nivel puramente exotérico de relación con Dios con rebeldía 32, pero su consagración
exclusiva a la búsqueda de la «maravilla del Paraíso» pone de manifiesto su sumisión
esencial a la Verdad33, lo que le valdrá encontrar auténticamente a Dios34.

Ahora bien, la realización espiritual de Parzival contrasta con la de Galaad porque éste
está predestinado desde toda la eternidad y sólo viene para ejecutar un designio divino.
Galaad es inmaculado y no puede dejar de alcanzar el Graal; Parzival, por el contrario,
falla en una primera ocasión, lo que demuestra que su aptitud espiritual aún no es la
requerida, lo que no excluye, no obstante, que finalmente lo logre.

31
Empleamos a propósito esta expresión inglesa por cuanto se ajusta perfectamente a lo que queremos
ilustrar. Se traduce corrientemente por «constancia», «tenacidad», pero literalmente significa «tener la
mente (mind) en un sola (single) cosa». Así, vemos a Parzival exclamar: «Es al Graal donde van todos
mis pensamientos».
32
«Serví a uno llamado ‘Dios’ hasta que a él le plugo ordenar todas estas desgracias para mí»; «He sido
su servidor sumiso porque creí que me concedería su favor, pero de ahora en adelante me negaré a
servirle»; «Estoy profundamente resentido con Dios, pues es el origen de todas mis tribulaciones», son
exclamaciones que profiere Parzival.
33
Recordemos la sentencia de Meister Eckhardt (en el Sermón Mulier, venit hora) en la que éste afirma
que si Dios se apartara de la Verdad, él seguiría a ésta, pero que afortunadamente Dios es la Verdad.
34
Pues «Dios es llamado y es la Verdad», como afirma precisamente Trevrizent,conjugando esos dos
niveles de que hablamos en una fórmula admirablemente concisa.
Pero Trevrizent, conocedor sólo de la posibilidad encarnada por Galaad —de la que su
familia es muestra— le dice a Parzival: «Dices que sólo anhelas obtener el Graal. Oh,
hombre necio… nadie puede obtener el Graal a no ser aquel que el Cielo ha
predestinado para ello». Luego, sin embargo, maravillado al ver realizada la novedosa
posibilidad, debe añadir: «Rara vez se vio milagro tan grande; al mostrar tu ira has
obtenido de Dios lo que deseabas… Nunca había ocurrido que el Graal fuera obtenido
combatiendo».35

Pues bien, en la obra de Al-Tirmidhî, primer expositor conocido de la doctrina de la


wilâya en el sufismo, encontramos la distinción entre dos tipos de awliyâ’36: el walî
según el sidq (sinceridad) y el walî según la minna (gracia). Esta distinción encuentra
eco en Junayd, quien habla de los primeros como de aquellos que Dios creó para Sí para
estar con Él desde toda la eternidad, y de los segundos como de aquellos que Dios
escoge entre los hombres para hacerlos objeto de su acción de gracia (minna)37. En otro
lugar se identifica la minna con el ikhlâs, que también se traduce por «sinceridad», pero
la doctrina sufí distingue entre los términos sidq e ikhlâs diciendo que quien participa
del primero sólo considera a Dios y está desapegado de todo aquello que no sea Él,
mientras que el segundo, aun cuando consagrado enteramente a Dios, toma aún en
consideración a su propia alma. Y ¿cómo no ver una figura, precisamente, de esta
segunda posibilidad en la exclamación de Parzival: «Mi mayor preocupación es por el
Graal; luego, por mi mujer… sufro por ambos»?

Todo esto nos abriría posibilidades de comparación casi vertiginosas entre la doctrina
sufí y el minne-sang. Repensar toda la doctrina del amor cortés (minne, que en antiguo
alto alemán era minna) a la luz de esta identidad lingüística es algo que excede con
mucho las posibilidades de este artículo, pero nos parece evidente que la obra de
Wolfram, máximo exaltador de la minne —que en el Parzival ocupa un lugar preferente
—, daría sobradamente pie para ello.

35
Estas dos posibilidades se remiten al tipo «olímpico» y al tipo «heroico», respectivamente, de que habla
Hesíodo, como señala Evola.
36
Pl. de walî.
37
Cf. J. Spencer Trimingham, The Sufi Orders in Islam, Oxford, 1971. p. 141.
FUTUWWA

Querríamos señalar ahora los paralelismos que se observan entre la futuwwa, la


caballería espiritual del Islam, y la queste heroica del Graal.

Detengámos un momento en este término, fatâ’ (del que procede futuwwa). Su sentido
inmediato es el de «joven», pero con él se alude a una juventud sobre la que el tiempo
no puede nada, pues no es sino la naturaleza primordial (fiṭra) a la que nos referíamos.
Así, se ha podido calificar a la futuwwa como la nûr fiṭrat al-insânî, la «luz de la
naturaleza primordial del hombre», y vemos un correlato de esta noción en la
designación de Metatron, en la tradición hebraica, como «el eterno Joven».

Esta es la misma idea que se expresa en el ciclo del Graal con la figura del «nice
jouvanceau» que es, al propio tiempo, el caballero-héroe de la queste. «Nice», en
francés antiguo, servía para designar lo que hoy requeriría tres palabras distintas:
«niais» (bobo, que traduciríamos por «idiota» en el sentido que esta palabra tenía en
Nicolás de Cusa), «pauvre» (pobre) y «naïf» (ingenuo). En realidad, nos encontramos
en presencia de las tres cualidades que definen la simplicidad original del hombre (que
la vía espiritual trata de reactualizar), emparejadas con la imagen del «joven», por lo
que no podría darse mayor coincidencia.

A este respecto, nos parece muy interesante lo que dice Victoria Cirlot en el Prólogo de
su edición española de los Mabinogion: «Existen diversas interpretaciones acerca del
significado preciso de este concepto galés [mabinogi]. Lady Guest entendió que podía
ser traducido por “cuentos juveniles”, y G. Evans perfiló esta interpretación haciéndolo
derivar del término mabol(y)aeth, que sería sinónimo del concepto latino infantia o del
francés enfances. Los Jones ampliaron esta teoría proporcionando otra dimensión de
significado, pues asociaron la idea de cuento de juventud a “cuento de héroe”».

Todo esto nos remite incuestionablemente al concepto islámico de fatâ’, y a la luz del
mismo los Mabinogion aparecerían sin ninguna dificultad como un Kitâb al-futuwwa o
Futuwwa-name.
TIERRA SANTA

En el relato de Wolfram encontramos enlazados dos grandes temas: el de una Tierra


Santa, un Centro espiritual, con la presencia en el mismo de un objeto sacrosanto,
dispensador de todo alimento, y, al mismo tiempo, el del estado de postración de ese
Centro, motivada por el olvido de su propia función y que sólo la pregunta por ésta
puede reparar38.

Este olvido viene expresado en la forma de una desviación en la función de quien


detenta la soberanía de dicho Centro, lo que hace que la realidad divina confiada a su
custodia se «devalúe», si se nos permite la expresión, y cuya virtud deba ser renovada
periódicamente de lo Alto. Así, se puede hablar de un Centro «exiliado» de su propia
realidad, pues su soberano ha forzado el «exilio» de la Presencia divina que habita en su
seno.

Esta es, estrictamente, la situación del pueblo de Israel, al que la Shekhinah acompañó
al exilio y el cual espera la restauración mesiánica de su realidad primigenia. No
obstante, no es obligado ver en el relato de Wolfram una referencia a la situación del
pueblo de Israel. Entre otras cosas porque su acción puede perfectamente ser situada a
nivel microcósmico, como drama del hombre individual: las facultades que rodean al
Corazón (simbolizado por la copa), al estar sometidas a la Dame Orgelluse (el orgullo),
no permiten la irradiación de aquél, y la «tierra» a su alrededor se «guasta» y
languidece sin morir (porque la imago Dei es indestructible).

Sólo la voluntad espiritual, despertada a la vista del «wunsch von Pardîs», hará
reconocer a aquellas facultades su función y se restablecerá la condición de Tierra Santa
y Tierra del Gozo a esa tierra hasta ahora «guasta» y «salvaesche», que no es otra que la
‘ard al-ḥaqîqa, la realidad malakûtî del hombre, su tierra natal (en el sentido de
naturans), es decir, el principio inmediato y ejemplar de su existencia y el lugar real de
su propio ser substancial.

38
La pregunta (quaestio) es en realidad la misma queste.
Fragmentos que formaban parte de la redacción inicial del artículo publicado pero que
finalmente no fueron incluidos en el mismo. Amplían o complementan distintas partes
del citado artículo y deben ser leídos, pues, en exergo.

Abriendo aquí un pequeño paréntesis, queríamos señalar que el tema del Graal permite
ser abordado desde perspectivas muy variadas, y particularmente opinamos que no es
factible llegar a una interpretación global que dé cuenta de todos sus elementos a partir
de una sola de ellas. Un estudio de dichos elementos deberá articular siempre esas
distintas perspectivas, sin obligar a todos ellos a encajar en una determinada. Doctrina
metafísica pura, cosmología, doctrina espiritual, etc., son otras tantas perspectivas desde
las cuales abordar el tema, tratando cada elemento conforme a su mejor asimilación con
una de ellas pero sin excluir a las demás.

En realidad, son pocas las obras o trabajos consagrados al tema del Graal realizados con
arreglo a la doctrina tradicional que hagan un especial hincapié en las correspondencias
islámicas que pueden encontrarse para los distintos elementos del ciclo del Graal. Las
fuentes principales siguen siendo los trabajos de Guénon y Evola, pero por lo que se
refiere al segundo, las referencias al Islam en su obra son comparativamente escasas, y
el primero, aunque ofrece bastantes, lo hace generalmente de un modo incidental, pues
se limita a estudiar la leyenda del Graal en cuanto adaptación cristiana de muy antiguas
tradiciones célticas.

No obstante, recientemente ha aparecido en nuestro país una obra que está consagrada a
dicha orientación particular: El Islam y el Grial, de Pierre Ponsoye. Esta obra, cuya
traducción del francés nos fue encomendada, está realizada tomando como guía «la obra
admirable de ciencia doctrinal» de Guénon, a quien además está dedicada 39, pero
siguiendo especialmente el surco doctrinal marcado por Michel Vâlsan, con su
particular énfasis en el tasarruf esotérico islámico y su incidencia en otras tradiciones.

Dicha perspectiva se resume claramente en una de las conclusiones de la obra, en la que


Ponsoye declara que «lo que se desprende del texto de Wolfram, como de múltiples
datos convergentes, es que el esoterismo islámico fue comisionado en un determinado
momento por los representates calificados de la Sabiduría tradicional universal para
emprender, de acuerdo con sus hermanos cristianos y judíos, una obra de restauración
iniciática uno de cuyos principales aspectos parece haber sido el restablecimiento de un
vínculo consciente entre las organizaciones iniciáticas occidentales y el Centro
espiritual supremo, con vistas a esa “reorientación” de Occidente de que hablábamos
antes».

En esta conclusión quedan bien puestas de manifiesto, fundamentalmente, dos cosas: la


primera, que las nociones de metafísica islámica desarrolladas a lo largo de la obra, que
nos parecen válidas en su formulación estricta, son vistas como fuentes, si no únicas, sí
decisivas en la creación de la «leyenda soberana» y no simples paralelismos; y la
segunda, que en todo su trabajo, que como el de Evola se ordena fundamentalmente al

39
Esta dedicatoria (que no aparece en la versión española) nos da ya una muy buena indicación de cuál es
la perspectiva dominante: «A la memoria venerada del Sheikh Abdel Wahed Yahya» (nombre islámico de
Guénon).
tema del Monarca universal, al misterio del Imperio, los términos en que se presenta
todo lo relativo al mismo aparecen demasiado personalizados y localizados40.

Sin entrar más, sin embargo, en la discusión de este segundo aspecto, volveremos
particularmente al primero para considerar algunos de los indicios que le sirven a
Ponsoye para introducir todas esas nociones de metafísica islámica, demasiado
apresuradamente creemos, pues dichos indicios no parece que lleven necesariamente a
ellas.

En el vasto ciclo literario del Graal, se destaca una obra en concreto, el Parzival de
Wolfram von Eschenbach, por la presencia en ella de elementos que no aparecen en el
resto de las obras del ciclo, o sólo muy ligeramente. Esos elementos componen lo que se
ha llamado el «lado árabe y oriental» del Parzival, y son ellos, básicamente, los que
ofrecen a Ponsoye los indicios en los que éste basará su argumentación, algunos de los
cuales nos proponemos revisar aquí.

Digamos de entrada que todo lo relativo a «descubrir» los términos exactos que se
ocultan tras la grafía, deliberadamente desfigurada o no por Wolfram, de algunos de los
nombres que aparecen en el Parzival es trabajo azaroso. Si amîr al-mu’minîn (emir de
los creyentes), que dio en español «miramamolín», aparece como mahmumelin en el
Parzival, y si achmardî procede (como la crítica parece coincidir en aceptar) del
también árabe az-zumurrudî (esmeraldino), podemos ver como, con las palabras y
nombres dudosos, el término original podría ser muy otro del que pueda pensarse.

Decimos esto, en particular, por una deducción de Ponsoye que estimamos discutible.
Cuando Wolfram nos habla de su fuente, Kyot el provenzal, y lo apoda laschantiure
(416, 21), la lectura «le chanteur» o «l’enchanteur» (en francés), que es la que Ponsoye
adopta41, para pasar de ahí a ver en ella la figura de la invocación iniciática (incantation,
en francés), nos parece algo apresurada. Veamos por qué.

En la transcripción de nombres franceses, Wolfram usa la grafía sch tanto para el sonido
[š], que es lo habitual en alemán, como también para el sonido [ž], como se ve bien
claramente en estos ejemplos: Repanse de Schoye corresponde a Repanse de Joie,
Schoysiane a Josiane, Anschouwe a Anjou, etc. Siendo esto así, nos sería igualmente
permitida, creemos, una lectura lagentiure, que correspondería a «l’agenteur», posible
simplificación de «l’argenteur», con lo cual pasaríamos a tener a un «metalúrgico» en
escena.

Esto nos obligaría a repensar esta fuente en la dirección de una transmisión de doctrina
hermética, lo que nos permitiría enlazar con el notable trabajo de Henry y Renée
Kahane tituado The Krater and the Grail: Hermetic Sources of the Parzival, Urbana,
Illinois, 1965. Este estudio —cuyas conclusiones acepta y retoma Henry Corbin en su
obra En Islam iranien, para enlazarlas en particular con sus propias conclusiones sobre
la obra de Sohravardî— desarrolla la tesis de una filiación hermética del Parzival, tesis
en cuyos detalles, sin embargo, no vamos a detenernos aquí.
40
Tanto Evola como Ponsoye ven en la literatura del Graal la expresión de una tentativa concreta de
restauración histórica de una soberanía primordial, visión que no compartimos.
41
Con todo y ser esta la lectura adoptada por la mayoría de autores, presenta ya de entrada dos problemas
conexos: el primero, que obliga a separar el artículo que Wolfram presenta aglutinado y, el segundo, que
entonces ese artículo aparece como femenino, problemas que se evitan con la lectura que proponemos
nosotros más abajo.
Señalemos, únicamente, que en dicha obra los Kahane identifican a Kyot con Guilhem
de Tudela, el autor de la Cansó de la Crozada (albigense), contemporáneo de Wolfram,
y a Dolet, no con Toledo como suelen hacer la mayoría de autores, sino con Tudela, que
para ellos quedaba culturalmente dentro del área provenzal.

Pues bien, otra tesis igualmente plausible, creemos, si se acepta nuestra lectura anterior,
es que ese argenteur fuera simplemente un natural de «la tèrro d’Argènço» (la Argentia
latina, Argence en francés actual), nombre que recibía en la Edad Media un condado de
la región de Arles, con lo cual la atribución de «provenzal» a Kyot estaría plenamente
justificada.

De todos modos, lo que ha desconcertado a todos los estudiosos es que, junto a esa
atribución, que se repite un par de veces en la obra, Wolfram declare que Kyot escribía
en francés. Ese es ciertamente un problema, pues no se conoce ningún personaje
histórico que reuniera esa doble condición, lo que ha dado pie a nuevas especulaciones
de todo tipo.

¿Pero acaso no han escrito siempre en «francés» los «metalúrgicos»? Oigamos a uno de
ellos. En El misterio de las catedrales, Fulcanelli, refiriéndose a una determinada
inscripción, afirma lo siguiente: «Debe expresarse en lenguaje secreto, es decir, en la
lengua de los dioses o de los pájaros, y hemos de descubrir su sentido sirviéndonos de
las reglas de la Diplomática… leeremos, pues, en francés, lengua de los diplomáticos, el
latín tal y como está escrito, y después, empleando las vocales permutantes,
obtendremos la asonancia de palabras nuevas que componen otra frase» (p. 242) 42. Y en
otro lugar precisa: «la lengua de los pájaros, madre y decana de todas las demás, la
lengua de los filósofos y los diplomáticos» (p. 64).

Con esto Fulcanelli dejaba establecida la relación que existe entre la «lengua de los
pájaros» y el «francés», términos que pasan a ser intercambiables. Y por otra parte, tal
vez sea útil recordar aquí la posición de este autor al respecto de las obras del ciclo del
Graal, las cuales son para él «leyendas herméticas tradicionales que son renovación de
las fábulas griegas». Y lo cierto es que en el Parzival el simbolismo hermético está
también muy presente o, dicho de otro modo, que muchos de los símbolos de esta obra
son más fácilmente identificables por asimilación a la doctrina hermética que a
cualquier otra.

42
La paginación corresponde a la edición en guaflex, Esplugues de Llobregat 1967.
En las obras del ciclo del Graal asistimos a «la transformación del simbolismo, que se
vuelve menos mítico y mucho más claramente iniciático, aun cuando guarda los
vestigios de su origen». En dichas obras vemos «el paso de la epopeya heroica a la
epopeya mística». Sin embargo, en la práctica resulta difícil desligar ambos aspectos,
que se presentan como solidarios e interdependientes. En realidad, no se trata de
presentar un relato iniciático bajo la cobertura de un simbolismo mítico, sino de integrar
aquél en una estructura que le da todo su sentido. La «epopeya mística» no es más que
la culminación y el sentido de la «epopeya mítica», pero ésta es el marco que integra y
explica a priori a aquélla.

Así pareció entenderlo Sohravardî, quien integró en la figura de Kay Khosraw los dos
aspectos. Personaje capital de la epopeya irania, Kay Khosraw se desdobla, en
Sohravardî, como prototipo de la queste mística. Y así lo entiende en general el chiismo,
el cual ve la caballería espiritual (entendida como caballería del Imâm) como un reflejo
de la «caballería» mítica de los ángeles del zoroastrismo guardando el Centro supremo.

El Islam no comporta a priori una estructura mítica, pero en el chiismo persa, el cual
asumió como vocación propia la integración del pasado iranio en la economía del Islam,
sí es posible encontrar paralelos con el ciclo del Graal en cuanto a esa doble estructura.
Así lo entiende, en particular, Henry Corbin, quien en su monumental obra En Islam
iranien señala muchos de esos posibles paralelos, refiriéndose en especial para ello a la
obra del citado Sohravardî.

Éste, estrictamente contemporáneo de la primera floración del ciclo del Graal (1155-
1191), sintió como vocación propia el integrar en una experiencia místico-filosófica
vivida en el seno del Islam todo el gran pasado religioso y sapiencial iranio. Así, intentó
integrar en su perspectiva espiritual a Hermes (re-traducido en cierto modo en términos
sabeos), a Zoroastro y a los soberanos míticos de la epopeya irania.

Él veía en estos últimos la encarnación de una sabiduría intemporal, y ello en la medida


en que estaban investidos de la Xvarnah, la Luz de Gloria, que él asimilaba a la Sakîna.
Así, veía a toda la gran comunidad abrahámica (entendida como comunidad de la
Sakîna) como la expresión mística de la comunidad primordial de la Xvarnah; y, en
particular, al tipo místico que él propugnaba, como la expresión de la caballería
espiritual de la Xvarnah. Y esa visión la aplicaba retrospectivamente a los «sabios
khosrawâniyûn», es decir, a los detentadores de esa sabiduría primordial encarnada para
él de modo insigne por el soberano Kay Khosraw.

Se pueden trazar dos ejes paralelas que unan, en cada caso, los tres niveles en que cabe
esquematizar el proceso por desemboca, por un lado, en el ciclo del Graal y, por el otro,
en la obra de Sohravardî. Así, en el primero pondríamos en comunicación el pasado
mítico celta (como aparece por ejemplo en la epopeya irlandesa) con la elaboración
sacerdotal del druidismo (los grans clercs de Robert de Boron, por ejemplo), para
terminar con las obras literarias que componen aquel ciclo. Y en el segundo uniríamos
el pasado mítico iranio con la elaboración sacerdotal del zoroastrismo, para llegar a la
obra místico-filosófica de Sohravardî.

En los tres niveles se pueden hallar notables coincidencias, que hablan de un esquema
metahistórico común que se expresa materialmente en diferentes esferas. Pero hablar de
influencias históricas en uno u otro sentido es completamente ridículo, y la
coincidencia, aunque llegase hasta el detalle, no nos permitiría más que la
comprobación de la existencia de ese patrón arquetípico único.

De todos modos, en el nivel que nos interesa particularmente, observamos una


diferencia de expresión muy significativa. Las obras del ciclo del Graal aparecen
configuradas en forma «literaria» (aunque, desde luego, no quepa hablar aquí de
literatura en el sentido actual de la palabra), mientras que las de Sohravardî son a priori
tratados filosófico-místicos. Por otra parte, Sohravardî, y en general los espirituales
chiíes, sitúan la experiencia mística en el marco de una hermenéutica del Texto revelado
y las tradiciones del Profeta y los Imâms, de lo cual no podemos encontrar equivalente
alguno en el ciclo del Graal.
El misterio del Graal es, grosso modo, el misterio de la Shekinah, de la inmanencia de
Dios, de Su «habitación» en el «centro del mundo», tanto a nivel macrocósmico como
microcósmico. En el primer nivel aparece como Espíritu y, en el segundo, como
Intelecto, siendo ambos aspectos convertibles recíprocamente, pues uno y otro no son
sino el reflejo de la primera autodeterminación de la Esencia divina.

Este misterio es, pues, crístico y paraclético a la vez y, por lo tanto, es misterio de
interioridad, sitúandose por definición más allá de las formas religiosas, las cuales dan
razón del mismo de manera diversas conforme a la perspectiva que les es propia en cada
caso.

El cristianismo recoge de manera eminente ese misterio de interioridad, pero lo hace


fundamentalmente, como es lógico, bajo el aspecto crístico, dejando como para un
«segundo momento» en su economía la dimensión paraclética, que aparecerá pues como
una culminación a posteriori. De ahí que el Islam, situado históricamente en esa
posteridad, haya podido ser considerado como la manifestación de dicha culminación,
identificándose al Profeta con el Paráclito anunciado por Jesucristo.

Independientemente de su economía propia y su dinámica particular, el Islam asume


realmente esa función paraclética dentro del mundo semítico, pero ésta es «de
presencia» y no supone una conciencia de intervención en el destino de las otras dos
tradiciones. La propia presencia del Islam actuó como una ayuda paraclética con
respecto al cristianismo en distintos aspectos, pero sin que quepa hablar en ningún caso
de intervención deliberada, fuera ésta la de sus «organizaciones iniciáticas».

Un ejemplo de lo que decimos podemos verlo en la batalla ganada en Bizancio sobre los
iconoclastas: la condena de las imágenes por parte del Islam tuvo como efecto arrastar
innecesariamente a una parte de la Cristiandad a imitarla, lo que demuestra que lo
relativo al culto de las imágenes dentro del cristianismo no había sido «entendido» de
forma completa. Pero la reacción frente a este exceso al que la imitación del Islam
llevaba a la Iglesia, hizo que se comprendiera de forma definitiva cuál era la actitud a
tomar respecto de las imágenes en la perspectiva cristiana, en la que el icono es
perfectamente legítimo y útil. Y ahí se ve bien claramente que esa asistencia paraclética
la ofreció el Islam simplemente por contraste.

Es muy evidente el «color» paraclético que tiene gran parte de la literatura del Graal, en
particular la de carácter más específicamente cristiano, pero la época en que esta
literatura se concretó vivía un aliento paraclético al que no hay que buscar causas
accidentales. El Graal se ofrecía a las conciencias como un «misterio pentecostal» en
una época en que Occidente «sentía» de un modo muy especial el soplo del Espíritu
Santo. Y la figura y la doctrina de un Joaquín de Fiore, estrictamente contemporáneo de
la floración de la literatura del Graal, ofrecen una buena muestra de ello.

Por su parte, el chiismo fue también particularmente sensible a la presencia en su seno


de esta misterio paraclético, identificando al Paracleto anunciado por Jesucristo con el
XIIº Imâm, el Imâm de la Resurrección, el que aparecerá al final del ciclo actual y
aclarará el sentido de las Escrituras.
Aunque figura histórica, los chiíes rodean de circunstancias excepcionales el nacimiento
e infancia del XIIº Imâm, pero la más excepcional es su entrada en un período de
«ocultación» (ghaybat) a los hombres, ante los cuales volverá a presentarse al final de
los tiempos como el Mahdî, el Qâ’im al-Qiyâma o Señor de la Resurrección. Mientras
él, que es el «Señor del tiempo» (sâḥib az-zamân), vive ahora en «otro tiempo» hasta
que este «otro tiempo» irrumpa en el nuestro y le ponga término.

Para observar los paralelismos que la figura y la función del XIIº Imâm guardan con
ciertos elementos del ciclo del Graal, bastará por ahora con señalar un punto esencial:
presente una vez en el mundo (como el Graal), está ahora necesariamente oculto
(también como éste) porque él es «el Espíritu de Verdad que el mundo no puede
recibir» (Jn., 14:17). Ahora bien, su parusía («alzamiento»: qâ’im) llama a la
restauración universal (qiyâma = apokatastasis), porque «el Espíritu… dice: “Ven”»
(Apoc., 22:17). Como Maḥdî, uiará a los hombres hacia el sentido profundo de las
Escrituras, antes de la segunda venida de Cristo, cuyo camino preparará.

Ahora bien, todo esto en cuanto a la manifestación histórica de una realidad espiritual
permanente, la cual está al alcance de la «conciencia orante» del hombre individual.
Así, el XIIº Imâm asume la función de guía personal invisible (ustâd-i ghaybî) para el
místico chií, quien lo tomará a él directamente como maestro (shaykh). Esto nos
recuerda las siguientes palabras, que tuvimos ocasión de traducir hace unos años: «Si es
difícil encontrar actualmente en Occidente un starets, un maestro de la vida de oración,
hay que pedir la ayuda del Espíritu Santo. Él suple la ausencia de maestro humano o
puede dar ocasión a encontrar uno, pues Él mismo es el Maestro por excelencia, y todo
maestro humano, cualquiera que sea su grado de santidad, no es más, en cierto modo,
que Su representante y Su encarnación» (Charles Krafft, del Prólogo a la 2ª parte de los
Relatos de un peregrino ruso, Madrid, 1981).

Para la conciencia chiita, el XIIº Imâm es el Polo (Quṭb) del magisterio esotérico, y a él
debe remitirse directamente el espiritual chií. Éste interpreta su queste como una
búsqueda del Imâm; encontrado éste, para él se levanta el horizonte de la Resurrección.

En el sufismo es central, también, la figura del Polo de santidad, pero ésta se percibe en
su pura esencia espiritual. Lo cual quiere decir que no se reconstruye a posteriori
ninguna concepción primordial de la wilâya como hace el chiismo. Éste presenta la
primera autodeterminación del Absoluto como una realidad «pleromática» articulada
conforme a la figura de la duodécada y consistente en la participación en la «Realidad
muhammadiana» (Ḥaqîqa muḥammadiyya)43 de doce entidades espirituales (los doce
Imâms) que componen el aspecto interior, esotérico de ésta (la wilâya).

Este imamato asume, pues, la función del magisterio esotérico, de la asistencia


paraclética permanente a las distintas tradiciones que los respectivos profetas
establecen. Y cuando el que es «Sello de la Profecía» (porque en él se recapitula toda la
realidad profética universal) aparece de forma concreta en este mundo y con ello pone
fin a la revelación exotérica, ese magisterio se concreta también en la figura de doce
personajes salidos de la propia descendencia del Profeta.

Para el sufismo, la wilâya, por su propia naturaleza, no se manifiesta en este mundo


conforme a unos parámetros definidos y no se ajusta a un esquema. El Polo de cada
43
Nombre que recibe el Intelecto divino, el Verbo primordial., en la metafísica islámica.
época es igualmente desconocido, pero su «ocultación» lo es sólo para la conciencia de
la generalidad de los hombres. Es decir, lo que está oculto es su quṭbiyya, su dignidad y
función «polares», no su humanidad. Además, en el sufismo el objetivo de la queste
espiritual se entiende en términos metafísicos y no «místicos» como en el chiismo: no se
trata de conocer al Imâm como entidad distinta de uno, sino de «conocerse a sí mismo»
en su identidad esencial con «su Señor», como vemos en el famoso lema sufí: «quien se
conoce a sí mismo conoce a su Señor» (man ‘arafa nafsahu faqad ‘arafa rabbah).

Volviendo ahora a la cuestión del «aliento paraclético» que se percibía en los años de la
aparición de la literatura del Graal, vemos como se manifestaron posiciones extremas
por lo que se refiere a la instauración a nivel de la propia historia de una realidad que,
por definición, la trasciende. Así, en el islamismo reformado de Alamut se proclamó, el
día 8 de agosto de 1184, la «Gran Resurrección» y la instauración del «Islam
espiritual», es decir, la «superación» del Islam legalitario y la formalización de un Islam
exclusivamente esotérico.

Pues bien, esto es lo mismo que vemos proponer a la Ordo fiorensis, que propugnaba la
instauración de la Ecclesia spiritualis, el Reino del Paráclito, que no sería sino la
«Iglesia de Juan» sucediendo a la de Pedro. Y por su parte el catarismo nos daría otro
ejemplo coetáneo de ese «maximalismo paraclético» que se vivía en aquella época, con
su pretensión, igualmente, de ser la Iglesia de Juan o del Paráclito.
Por lo que respecta a la interpretación que hace Ponsoye del misterioso Flegetanis,
hemos de decir que nos parece ir demasiado deprisa el que vea en este nombre el de una
organización iniciática a partir de la lectura, generalmente admitida, falak thânî. Aun
admitiendo que Flegetanis sea un nombre formado por la reunión de estas dos palabras
árabes, se imponen, creo, las siguientes consideraciones: como título de libro (cosa muy
poco probable, como el propio Ponsoye admite) o como nombre de una organización
iniciática, debería ser al-falak ath-thânî, que se traduce habitualmente por «la esfera
segunda» o «el segundo cielo planetario». Pero en tal caso, la distancia de esta forma
con el nombre Flegetanis crece substancialmente, y más aún si la convertimos en al-
falakî ath-thânî, «el astrónomo segundo», como en principio su atribución a un hombre
nos obligaría a preferir.

Dejando para dentro de un momento la discusión de esta última posibilidad, hemos de


decir todavía que, aun aceptando la lectura «esfera segunda», ésta no necesariamente
debería ser la de Mercurio (al-‘Utârid o al-Kâtib), que es la segunda empezando por
abajo, sino que podríamos muy bien entender que se trata de la segunda empezando por
arriba, como hace a lo largo de toda su obra, precisamente, un Sohravardi, por ejemplo.
Se trataría entonces de al-falak al-burûj, el cielo del Zodíaco, el de las «torres» o
«castillos» (burj en árabe, burg en alemán, con una muy curiosa semejanza) 44, cuya
constitución duodenaria prefiguraría la de la Tabla del Graal y la de la Tabla Redonda.
De hecho, como el sentido básico de la palabra falak, en árabe, es el de «girar», «dar
vueltas», además del de «ser redondo», falak thânî podría aplicarse perfectamente a la
propia Tabla Redonda, qui tournoie comme le monde (que gira como el mundo) y que
es segunda con respecto a la del Graal, de la que es, como si dijéramos, una emanación.

Otra precisión que estimamos necesaria es la siguiente: en la cosmología islámica


coexisten varios sistemas, y aquel en el que la esfera de las estrellas fijas es la segunda
es uno de los que adoptan la clasificación en nueve esferas, y no la de once, que es la
que encontramos por ejemplo en un Ibn ‘Arabî y que señala «el paso de la astronomía a
la cosmología integral y metafísica»45. Se trata de una cosmología, pues, análoga a la
hermética, y en realidad una con ésta en la obra concretamente de Sohravardî.

Volviendo ahora a nuestro «astrónomo segundo», hemos de reconocer de entrada que


no parece que este título haya sido aplicado nunca expresamente a ningún astrónomo
musulmán, pero concuerda con el uso habitual en el mundo islámico de atribuir
«segundos» a sendos primeros griegos; así, por ejemplo, al-Farabî es al-mu‘allim ath-
thânî (el maestro segundo), siendo Aristóteles el primero. De este modo, si tuviéramos
que encontrar una figura histórica, tal vez podríamos acudir al famoso Alhacén (Ibn al-
Haythâm), conocido como Ptolomaeus secundus, pero en realidad, por los motivos que
expondremos a continuación, nos decantaríamos por la figura de Thâbit ibn Qurra,
traductor del Almagesto de Ptolomeo, pues este último podría verse como el «astrónomo
primero»46.

44
A este respecto, es interesante este comentario de Henry Corbin en la Introducción a su traducción de la
«Epístola de las altas torres zodiacales» (Risâlat al-abrâj), contenida en el volumen L’Archange
empourpré, que es un compendio de tratados de Sohravardî: «La palabra burj es bien conocida en árabe,
donde es transcripción del griego pyrgos, «torre», que encontramos en el Occidente medieval en la forma
burg en alemán (el burg del Graal, por ejemplo)».
45
Titus Burckhardt, Clave espiritual de la astrología musulmana según Muhyi’d-dîn Ibn ‘Arabî.
46
También puede ser intesante señalar que Hermes fue conocido como al-falakî (el astrónomo), como
indica por ejemplo Corbin. Cf. En Islam iranien, II, p. 150.
Thâbit ibn Qurra, nacido en Harrán en el año 836, fue adepto de la religión astral de los
sabeos y fue, pues, un auténtico «pagano» y no musulmán. Los sabeos de Harrán
consideraban como profetas suyos a Hermes y Agathodaimon, y su religión, que no es
bien conocida, se basaba en un culto a entidades espirituales mediadoras que habitaban
en los astros, de los cuales tenían ídolos. Cada astro era el templo de uno de esos
espíritus (rûḥâniyyûn) y cada templo se encuadraba en una esfera. Y esta doctrina
vuelve a aparecer en la obra de Sohravardî, precisamente, en la que Corbin —creemos
que con razón— ve tantos puntos de coincidencia con todo lo relativo al Graal en
Occidente.

Thâbit fue matemático, filósofo, geómetra, traductor47, ejerció como médico (físico,
según el uso clásico de esta palabra) y fue, además, astrónomo de la corte en Bagdad,
donde fundó una nueva rama de su religión y donde murió en el año 901. Así pues, sus
características concuerdan con la descripción que Wolfram hace de Flegetanis: físico 48 y
astrónomo, por un lado, y pagano e idólatra por el otro 49. Sólo quedaría por demostrar su
vinculación con el linaje de Salomón. Pero entendemos que éste debe entenderse en
sentido figurado, como el linaje de aquellos que hablan la lengua de los pájaros, cuyo
prototipo es Salomón.

Ponsoye aduce que «Solomón es venerado en el Islam como un gran profeta, y el


esoterismo islámico lo considera el prototipo ejemplar de cierta vía espiritual con la que
se vinculan especialmente las ciencias de orden cósmico… [y que a él] se vinculan las
dos grandes corrientes tradicionales occidentales de las hermandades de constructores y
de los milites Templi Salomonis o templarios» (op. cit., p. 21). De todos modos,
Salomón, así como el templo que lleva su nombre, son en principio «datos» propios de
la tradición hebrea, y ahí es donde habría que empezar por indagar.

Por lo demás, la figura de Salomón es invocada desde muy diversas perspectivas


espirituales, todas las cuales lo hacen entrar en su economía. Por nuestra parte,
tendremos presente la indicación de Ibn ‘Arabî a su respecto: «Si te expusiéramos el
estado espiritual de Salomón en toda su plenitud, te aterrorizarías. La mayor parte de los
sabios de este vía espiritual ignoran cuál era verdaderamente el estado de Salomón y su
rango: la realidad no es como la suponen» (La Sagesse des Prophètes, trad. parcial de
los Fuṣûṣ al-Ḥikam por Titus Burckhardt, París 1974, p. 162).

Otro punto importante que comentar es el de que la obra de Flegetanis que Kyot
encontró en Dôlet (supuestamente, Toledo) estaba en escritura «pagana» (heidenisch) y
que tuvo que aprender el a b c para descifrarla. Esto nos obliga a las consideraciones
siguientes: aun cuando la escritura pagana fuera árabe, como distintos autores sostienen,
no por ello lo escrito con ella debía necesariamente estar en lengua árabe (nuestra
literatura aljamiada es una buena muestra de ello); e incluso en el caso de que sí lo
fuera, lo escrito no necesariamente habría de ser de temática o inspiración islámicas. Sin

47
Otra de las obras que tradujo al árabe fueron unas «Instituciones de Hermes».
48
La palabra fision que emplea Wolfram para describirle debe traducirse, no por el insulso «conocedor de
la naturaleza» de la mayoría de traductores, sino por «sabio en ciencias cosmológicas» tradicionales. Y es
de notar, por otra parte, que Thâbit aparece citado en el Parzival (como Thebit), donde es presentado
como «maestro en abstrusas artes».
49
El becerro que Flegetanis adora puede desempeñar, en Wolfram, el papel de un epónimo de la idolatría,
y no haber contradicción, pues, con el verdadero objeto de culto de los sabeos, por otra parte no bien
establecido. O bien podríamos encontrarnos con una nueva referencia alquímica; cf. el vitulus aureus de
Helvetius.
ir más lejos, Ramon Llull escribió en árabe algunas de sus obras, y en árabe escribían
los judíos que vivían en paises islámicos, sin que en ninguno de estos dos casos la
temática fuera islámica.

Ponsoye destaca la implantación del Islam en Provenza, de la que una serie de ejemplos
que nos facilita darían testimonio, pero pasa por alto la importancia de la cultura
hebraica provenzal de la época, responsable entre otras cosas de la floración de la
Kábala, cuyas doctrinas podrían perfectamente sustituir en todos los casos a las
islámicas que aduce Ponsoye. Por nuestra parte, pensamos que si una fuente provenzal
del Parzival hubiera de ser deudora de una metafísica no cristiana, es mucho más
natural que lo fuera de la hebraica, por razón de las circunstancias históricas concretas.

Además, la tradición hermética greco-alejandrina fue transmitida a Occidente a través


de las traducciones árabes, sin que quepa hablar por ello, aquí, de una función específica
del Islam. El Islam, si acaso, actuó aquí como civilización, no como religión, ya que es
cierto que, como tal, integró en su seno la tradición hermética mucho mejor de lo que lo
hiciera la Cristiandad.

Pero hay otra cuestión del máximo interés que, curiosamente, Ponsoye no utiliza: la del
a b c que Kyot tuvo que aprender. Estamos aquí, muy probablemente, como ya ha
sugerido algún autor50, en presencia del abjad, la ciencia islámica equivalente a la
gematria hebraica. Y esta ciencia tradicional, que permite la reducción de las palabras a
números y su combinación para formar otras palabras o frases del mismo valor
numérico que puedan aclarar el sentido de las que se trate, era ya tenida por una
«ciencia oculta» en el Medievo cristiano, y ello explicaría el interés de Wolfram por
remarcar que aquel aprendizaje no implicaba que Kyot hubiera de iniciarse en la
nigromanzi.

50
Véase por ejemplo Corbin, op. cit., vol. II, p. 151.
Hemos dicho que la culminación de la queste supone la vuelta a la condición original, el
fin del exilio, la restauración de la realidad originaria. Pues bien, esto aparece de forma
recurrente en el ciclo del Graal. Lo vemos, por ejemplo, en la expresión que designa a
Arturo como rex quondam rexque futurus. Y aparece, en particular, en las interesantes
palabras que Wolfram pone en boca de Arnive, la madre de Arturo, dirigiéndose a
Galvano: «El exilio hiela mi corazón. Que Aquel que ha contado las estrellas os guíe
para venir en nuestra ayuda y devolvernos a nuestro estado de felicidad. ¿Cuál es la
madre cuya progenie pasa a ser la madre de su madre? Del agua sale el hielo y de éste,
indefectiblemente, vuelve a salir el agua. Cuando pienso que nací de la felicidad, si ésta
vuelve a verse alguna vez en mí, una progenie habrá dado nacimiento a la otra». El
esquema que se desprende es inequívoco: 1º la imagen de la «congelación», que es la
«dureza de corazón» correlativa a la dispersión (el exilio); 2º el que indefectiblemente
está situación será reparada, y 3º que lo que puede repararla es, precisamente, la
culminación de la queste.

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