Esta es una época donde la lógica y el conocimiento
han dado paso a la emoción y el discurso vacío, donde los objetivos se basan en el deseo, ignorando la realidad y los datos. Cualquiera puede transmitir bajo esta premisa la necesidad de cubrir una serie interminable de expectativas, que no han de ser sustantivadas por nuestras cualidades y méritos, sino que pueden postularse desde el capricho agónico, que es multiplicado de forma exponencial por aquellos que en derredor esperan obtener del mismo modo una serie de plétoras que en modo alguno hubieran sido posibles alcanzar en una sociedad donde la meritocracia y el esfuerzo personal fueran los pilares que permiten allanar el camino de aquellos que a conforman. Es posible que la gran mayoría de los que lean o escuchen estas palabras, entiendan a primera instancia una actitud egoísta que no es capaz de sentir empatía solidaridad con las ingentes personalidades que se encuentran a su alrededor. Es por descontado asumir que bajo esa premisa, no es posible construir de forma espontánea, o si acaso, buscar hilos en común que permitan una relación que abarque un mínimo de convivencia. Pues entiendo de forma subrepticia, que esa dinámica no es posible entre personalidades que, primero desde la superioridad moral, luego desde la actitud pusilánime y compasiva, para luego terminar en un odio y violencia que acaba exterminando cualquier tipo de disidencia, como ha pasado de forma reiterativa a lo largo de la historia; todos aquellos que pretenden usurpar la libertad del individuo por el bien común, acaban devorando todo aquello que se encuentra a su paso. Condenar esta situación exclusivamente a la falta de nivel cultural, sería simplificar un problema de carácter global, que es sin duda una constante en todas las capas sociales y educativas. Intentar aclarar una cuestión antropológica desde una perspectiva cultural, nos lleva a laminar un asunto que abarca cuestiones tanto teológicas y exógenas, como introspectivas a la hora de afrontar los colapsos que moldea la sociedad y los individuos en su conjunto. Debemos admitir, aunque esta conclusión nos parezca perentoria, que el aislamiento por parte de aquellos que no asumimos estas dinámicas sociales en su conjunto, es la única forma de supervivencia ante una parte ingente de la sociedad, que no admite ni permite la vida entre ellos, ni la salida voluntario de la misma. No se puede ser consciente de la estulticia, denigrando la razón y la lógica, en beneficio de unos cuadrúpedos, que con soberbia nos exhalan su desprecio, al mismo tiempo que nos exigen el mayor de nuestro esfuerzo en mantener este teatro de marionetas, en la que el titiritero se ha convertido en el siervo de las bestias. No se puede domesticar a un buitre, ni razonar con una hiena. Es por tanto el momento de utilizar ese bien al que parece que Dios otorgó a solo unos pocos, admitiendo que la benevolencia no es compatible con el autosacrificio.