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Juan Pedro González Hernández

Preguntas sin respuesta

Hay que ser muy obtuso para no admitir que vivimos


una de las etapas del ser humano más importantes de
la historia de la humanidad. Los cambios que se están
produciendo y los acontecimientos por los que
estamos transitando aparecerán en los libros de
historia, aunque también hemos de admitir la realidad
de que esa misma historia será enfocada de un modo u
otro dependiendo de como se precipiten los
acontecimientos que nos acontecen, como ya nos
tienen acostumbrados estos hechos a todos los que
hemos estudiado la historia con cierto criterio y sin un
filtro que nos haga inclinar la balanza hacia una
postura interesada u otra. Pero lo que es de recibo
afirmar es que se hablará de nosotros en el futuro de
una forma u otra, ya sea como héroes o villanos.
Lo cierto es que es este caso, el resultado no solo
afectará de lleno a la postura del relato, sino juega en
si mismo un papel que determinará probablemente si
nos veremos abocados a la posibilidad de tener un
futuro como civilización, o si asistimos
irremediablemente al final de la misma. No pretendo
con estas palabras sumarme a la cantidad ingente de
afirmaciones que se están realizando a diario sobre el
carácter apocalíptico del destino de la humanidad. Ni
tampoco pretendo hacer una disertación sobre las
bondades que nos esperan en el futuro inmediato,
haciendo un llamamiento al optimismo ciego. Sino
que trato de ajustar la lente de mi visión personal del
mundo para intentar dilucidar, si es posible hacerlo al
menos en una parte, cuanto de real hay en una y otra
versión de los hechos. Porque, siendo objetivos, existe
un patrón en ambas percepciones que no parecen ser
advertidas por nadie, y es que en ambos casos el hilo
conductor de la disertación se basa en el miedo, como
si la única verdad está en aceptar que el mundo se
desmorona, el caos se cierne sobre nosotros y el fin de
todo aquello que dábamos por sentado se ha vuelto
sentencia.
No quiero ser aguafiestas, ni tampoco sumarme a las
filas de escépticos que prefieren meter la cabeza en el
suelo como los avestruces antes de admitir cualquier
grieta en su percepción de la realidad, pero al mismo
tiempo hemos de admitir que los cantos de sirena del
final del mundo han sido más habituales de lo que nos
gustaría aceptar, y seguimos aquí. Del mismo modo,
no seriamos por defecto ni la primera ni la última
civilización que desaparece de la faz de la tierra,
dejando solo una serie de vestigios arqueológicos que
acaban siendo el firme para la construcción de las vías
del tren que cruza Pakistán, como ya se ha dado el
caso. Por lo que ante tanto caos, debemos tener la
serenidad para observar, reflexionar y dilucidar si nos
enfrentamos realmente al final de la humanidad, la
caída de otro imperio histórico, la extinción de un
modelo de vida o la transición hacia la miscelánea de
nuevos conceptos y viejos programas ya caducos que
se intentan vender como nuevos. O si por el contrario,
que es la sospecha que admito más me cuadra con las
pistas que voy encontrando y encajando, estamos
siendo espectadores de los esperpénticos latigazos de
un sistema que colapsa desde hace más de dos siglos y
que pretende a golpe de bastón de ciego, mantener un
poder que pierde a borbotones, y que arrastra por
ignorancia, acción u omisión a la gran mayoría de las
personas con la vieja técnica del miedo, lo cual le
permite mantener el yugo como lo ha hecho hasta el
presente, pero que no evitará ni proporciona
soluciones a un modelo social que ha llegado a su fin.
Lo que me hace entender que todas las señales de las
que estamos siendo testigos, sean o no generadas de
forma voluntaria, no son más que los golpes de timón
de un barco encallado en los arrecifes del que ya poco
se puede esperar. De ahí que se estén produciendo
todo tipo de alternativas, la cual más peregrina que la
otra, pero que todas son el germen de nuevos
planteamientos económicos y sociales, que con éxito o
fracaso, determinarán lo que seremos, como ya ha
sucedido en el pasado.

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