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ROSA MONTERO

17 ENE 2016 - 00:00 El País

Cuando se encendieron las luces en el abarrotado cine en el que vi Sufragistas hace un


par de días, durante unos segundos nadie se meneó de sus asientos. Estábamos
sumidos en esa especie de trance que atrapa a las audiencias que se han sentido
sobrecogidas. No sólo es una de las mejores películas que he visto en muchos años:
además es sorprendente, porque parece increíble que nadie haya hablado antes de
todo eso. Ya ven, hemos tenido que adentrarnos en el siglo XXI y esperar hasta la
llegada de una directora mujer, la formidable Sarah Gavron, una británica de 45 años,
y de sus dos productoras, también mujeres. Ha habido algunos (muy pocos)
largometrajes en donde han aparecido sufragistas, como en Las bostonianas (1984),
pero, si no recuerdo mal, creo que el tema no ha sido tocado nunca antes de manera
central.

Y resulta que es un tema tremendo, esencial en el devenir del mundo, en nuestra


realidad, en lo que todos somos. Incluso yo, que me considero feminista y que conocía
bien la historia de las Pankhurst, de las primeras sufragistas, de las alimentaciones
forzadas con sonda gástrica a las presas en huelga de hambre y de la inmolación de
Emily Davison, he quedado anonadada por la dimensión épica de la lucha de las
mujeres que evidencia esta película. Estamos tan acostumbrados al machismo, una
ideología en la que se nos educa a hombres y mujeres, que normalmente no somos
capaces de apreciar en toda su enormidad el colosal abuso, la indecente e inhumana
injusticia del sexismo. Hasta hace un siglo, la mitad de la humanidad vivía sometida a la
esclavitud más total y aberrante; las mujeres carecían por completo de derechos, no
eran dueñas de sí mismas, de sus posesiones, de sus destinos. De los esclavos negros
se han hecho, afortunadamente, bastantes películas, series televisivas y novelas. De la
inmensa esclavitud femenina apenas se ha hecho nada. Con el agravante de que sigue
existiendo en gran parte del mundo.

La película ‘Sufragistas’ muestra la heroicidad callada de muchas luchadoras que lo


dieron todo por la libertad de la mujer

En los antípodas del panfleto y de la estridencia, esta contenida pero emocionantísima


película nos muestra los abismos de donde venimos las mujeres. Es cierto que,
contemplada nuestra historia reciente con ojos de águila y desde lo más alto, la
evolución ha sido tremenda. En apenas cien años, cinco o seis generaciones de
mujeres y de hombres hemos cambiado el mundo. Pero no es suficiente. Sí, lo sé,
ahora impera la acomodaticia y banal idea de que ya no existe ninguna discriminación,
que las mujeres y los hombres están por completo equiparados y que hablar de estos
temas es absurdo y antiguo. Nada más falso; las estructuras del sexismo perviven
incluso en Occidente y, por cierto, el hombre también paga por ello un precio, aunque
a menudo no sea capaz de comprenderlo. Pero es que además la mitad del mundo
sigue siendo un infierno para la mujer. No es sólo que no puedan votar en Arabia
Saudí, por ejemplo, como apuntan irónicamente en un cartel al final de Sufragistas; es
que las mujeres y las niñas siguen siendo secuestradas, violadas, prostituidas,
mutiladas sexualmente, encerradas en casa, lapidadas, vendidas como mercancía,
forzadas al matrimonio, apaleadas hasta la muerte, quemadas con ácido; es que hay
60 millones de niñas sin escolarizar en el mundo y los fanáticos islámicos queman las
escuelas femeninas y matan a las crías que quieren estudiar. Es que cientos de
millones de mujeres viven una vida de constante abuso y tormento, y las Naciones
Unidas no parecen tomarse esta atrocidad muy en serio. Que el indecible dolor de la
mujer nunca sea una prioridad política internacional es una muestra del nivel de
sexismo de Occidente.

Sufragistas, en fin, me ha hecho no ya saber, porque lo sabía, sino sentir en lo más


profundo de mi cerebro y de mi corazón lo terrible de esta lucha. Y también me ha
permitido recordar la heroicidad callada de tantísimas mujeres que, a lo largo de los
dos últimos siglos (y apoyadas por unos cuantos hombres), lo han dado todo,
incluyendo la vida, por la libertad. Por nuestra libertad, lectora, la tuya y la mía. Y por
la libertad subsidiaria de los varones, porque los verdugos también están condenados
a un destino miserable. A todas esas mujeres anónimas que han sido insultadas y
despreciadas; a las que arrebataron a sus hijos, a las que pegaron y echaron de casa; a
todas las que encerraron en las cárceles o en los manicomios o que incluso fueron
ejecutadas, como Olimpia de Gouges en la guillotina; a las indómitas luchadoras de la
dignidad que, en suma, habéis conquistado para mí el derecho a votar, a estudiar, a
decidir y a vivir, gracias, hermanas, pioneras, guerreras admirables. Muchas, muchas
gracias.

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