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De igual manera que se afirma (y lo menos para esta ocasión es la

propiedad de la frase que utilizo tan sólo como una metáfora) que toda
la metafísica occidental reproduce un constante movimiento de péndulo
entre los conceptos de finalidad según Aristóteles y según Spinoza, así
creo yo que toda la novela occidental oscila entre dos ideas límites:
el Quijote y otro cualquiera que no me atrevo a precisar porque no se
cuál es. A veces he pensado que el extremo opuesto es Le temps
retrouvé y en ocasiones me inclino a creer que está en Absolom,
Absolom, pero como nunca llego a ninguna clase de certeza prefiero
dejar el tema sin establecer y así seguir bombeando el agua del pozo de
esa duda. Por otra parte, tantas más dudas tengo sobre la naturaleza de
uno de los extremos de ese movimiento, tanto más firme es mi
convicción de que el opuesto lo ocupa el Quijote. Para un novelista
consciente de su modesta posición en un punto intermedio de esa
carrera del péndulo, el Quijote no puede ser ya un modelo. Quien a estas
alturas intente no ya imitarlo, sino aprovechar cualquiera de sus
hallazgos para el beneficio de su propio arte narrativo, está perdido. No
hará más que resbalar. La historia y la tradición literaria, la fortuna de
sus imitadores -de Sterne a Gogol, de Dickens a Kafka- no ha hecho más
que alejar el modelo hasta hacerlo inalcanzable, de la misma manera
que la pléyade de santos y devociones ha hecho poco menos que
imposible la imitación de Cristo. Y, por si fuera poco, una cosa es imitar
el Quijote o aprovechar de sus muchas enseñanzas y otra muy distinta
es intentar reproducir o repetir el gesto de Cervantes respecto a la
invención narrativa.
Juan Benet
Onda y corpúsculo en el Quijote, 1979 

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