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Además, creo que las dos conclusiones recién mencionadas son falsas. Mi
explicación positiva de cómo expresa emociones la música hace patente por qué.
Podemos estar interesados en la manifestación externa de emociones, en lo que
llamo «rasgos de una emoción dados en las apariencias», sin prestar atención a las
emociones que se sienten. Por ejemplo, puedo decir que alguien tiene un aspecto
triste, y de este modo referirme a su apariencia, sin creer que se esté sintiendo
como parece. Y no solo a las criaturas sintientes les atribuimos rasgos de emoción.
El balanceo de un árbol podría describirse como orgulloso porque se parece a
como se contonea la gente de aspecto orgulloso. Creo que cuando se escucha la
música en tanto que expresión de una emoción, esto se debe a que experimentamos
que su movimiento es similar a comportamientos humanos que presentan
manifestaciones que llevan el sello de un carácter expresivo. Debido a que el foco
se sitúa sobre las emociones que van de la mano de una determinada apariencia,
pero que no tienen necesariamente que sentirse, no hay necesidad de encontrar a
alguien que, mediante su vínculo con la música, sienta la emoción que la música
expresa. Asimismo, dado que este uso de palabras relativas a las emociones para
describir las apariencias se recoge y está estandarizado en los diccionarios, no veo
razón para considerar el uso como metafórico. Ciertamente, hay una extensión
respecto del caso primario, en el que tales palabras se refieren a experiencias
efectivas, pero hay algo próximo al significado primario que está presente en el
nuevo uso, con el que está polisémicamente conectado.
Componer puede ser una habilidad práctica y como tal practicarse sin
entrenamiento teórico. Habitualmente, sin embargo, implica un proceso reflexivo y
una gran cantidad de conocimiento proposicional de trasfondo. Por ejemplo, es
normal que alguien que compone para una orquesta necesite conocer la notación
musical y qué supone tocar los distintos instrumentos musicales. Por tanto, la
alusión a las intenciones del compositor es casi siempre útil para indicar cómo
debe ser tocada su obra, cómo funciona y qué hay en ella, si bien la obra puede
poseer efectos o niveles de significado que el compositor no pretendía que tuviera.
La explicación que el compositor dé de su obra proporciona una introducción
ideal, si no la última palabra, para entender su música. Más que describir la pieza,
el compositor puede verbalizar su visión de ella tocándola. Pero, como acabo de
subrayar, toda ejecución lo suficientemente precisa conlleva, así como la obra, una
interpretación de la misma. Los detalles de interpretación ejemplificados en la
ejecución del propio compositor son solo recomendaciones.
Los gatos pueden oír sonidos dentro del mismo rango que los humanos,
pero no dan señal alguna de oír la música como tal; no oyen la música en el ruido
que esta hace. De modo que, ¿cuál es la diferencia entre experimentar la música
como sonido y como música? Quienes oyen la música como tal la oyen como algo
dotado de una organización. Pueden reconocer dónde empieza una melodía y
dónde termina, cuándo se repite y cuándo varía; pueden experimentar la
diferencia que hay cuando la música llega a una conclusión y cuando se detiene o
interrumpe antes del final; pueden a menudo predecir cómo continuará una frase o
cómo se resolverá un acorde; pueden con frecuencia distinguir entre un error
accidental y una continuación inesperada pero correcta, etc. Estos son modos en los
que se experimenta la música. El hecho de que los oyentes puedan o no describir
estas diferencias en términos técnicos es harina de otro costal. La mayoría de
oyentes desconoce el vocabulario técnico que es habitual para los músicos,
compositores y teóricos. (Para un mayor desarrollo, cfr. los capítulos 6, 7 y 8).
Incluso si las propiedades acústicas de los sonidos están regidas por leyes
naturales, los modos en los que se puede organizar la música varían en el tiempo y
en el espacio, de tal manera que la experiencia de la música incluye un
componente cultural inevitable. La mayor parte de las distintas músicas se basa en
escalas de tonos, y todas las escalas tratan las octavas como equivalentes, pero,
dicho esto, se han adoptado muy diversas maneras de dividir el espacio disponible
que supone la escala. Lo mismo sucede con todas las dimensiones de la música.
Las músicas pueden variar tanto de una sociedad a otra que solo sean
transparentes para los iniciados culturalmente, si bien no veo razón para pensar
que sea imposible que quienes sean ajenos a una cultura aprendan y se amolden a
su música. (Cfr. capítulo 3).
El parecido que tiene más importancia para la expresividad musical es, creo
yo, el que se produce entre la estructura dinámica propia de la música, que se
despliega temporalmente, y las configuraciones del comportamiento humano
asociadas con la expresión de emoción (Davies, 1994a). Experimentamos que hay
movimiento en la música —en términos de progresión desde algo agudo a algo
grave, desde algo rápido a algo lento, por ejemplo—, pero también en las
polifacéticas crecidas y repliegues de la tensión que la armonía genera de diversos
modos, en la manera de articular y frasear, en sutiles matices de tempo, en el
retraso o frustración de la continuación esperada, etc. Además, este movimiento es
como el comportamiento humano en tanto que parece dotado de un propósito y
orientado hacia una meta. Hay exposiciones, desarrollos, recapitulaciones, y no
una mera sucesión; hay una conclusión, no simplemente un cese. En consecuencia,
esperamos ser capaces de explicar lo que va a ocurrir después en términos de lo
que ha ocurrido antes, incluso cuando lo que ocurrirá más tarde no sea fácilmente
predecible. Para exponer la cuestión de la forma más sucinta posible, el transcurrir
de la música suele tener sentido, igual que ocurre normalmente con las actividades
de los sujetos humanos.
¿Qué tipos emocionales son estos y por qué es su número restringido? Solo
un rango limitado de tipos de emoción puede individualizarse únicamente sobre la
base del comportamiento corporal observable (en donde el rostro no pueda verse y
no se sepa nada sobre el contexto de acción). La música es expresiva porque se
experimenta como parecida a tales comportamientos, y solo puede expresar los
mismos tipos de emoción que estos expresan. Tristeza y alegría son los dos
primeros candidatos, junto con timidez e ira. La arrogancia jactanciosa, la rigidez
mecánica que conlleva la represión y la alienación de la parte física de la existencia,
la ensoñación etérea y la sexualidad pícara son posibilidades adicionales.
Aun así, dado que la música no es un ser sintiente y solo las criaturas
sintientes pueden estar literalmente tristes o alegres, ¿en qué sentido posee la
música literalmente sus propiedades expresivas? Las actitudes corporales del ser
humano tienen un carácter expresivo incluso en los casos en los que los
propietarios de los cuerpos no se sienten como parecen hacerlo. Cuando decimos
que alguien «tiene una pinta triste», nos estamos refiriendo al aspecto de la
persona, no a cómo se siente. Cierto es que este uso secundario de la palabra
«triste» es una extensión natural del uso primario, porque el comportamiento que
en un contexto genera una apariencia expresiva, con independencia de cómo se
sienta la persona, en otro da expresión directa y primaria de la emoción que la
persona siente. Aunque están conectados, son usos distintos. El mismo uso
secundario se aplica a la música cuando la experimentamos como generadora de
apariencias de expresividad similares a las que el porte y el comportamiento del
cuerpo humano originan.
Una observación adicional puede ayudar a aclarar qué es lo que nos traemos
entre manos. Los emocionalistas de las apariencias no niegan que haya una
asombrosa sutileza y multiplicidad en la expresividad de las obras musicales.
Afirman, no obstante, que esta variedad llena de matices se aplica al modo de la
expresión musical, no a las identidades de las emociones presentadas por ella
(Davies, 1999a). Es una falacia deducir a partir del hecho de que haya obras
musicales diferentes todas ellas expresivas la conclusión de que cada obra deba por
tanto expresar una emoción diferente; e inferir que las diferencias entre estas
emociones son inefables simplemente porque no podemos ponernos de acuerdo
sobre los términos que capturarían la singularidad de cada una agrava aún más la
falacia. Por supuesto, es cierto que la expresión de tristeza en la marcha fúnebre de
la Tercera sinfonía de Beethoven no es la misma que en el movimiento lento de la
Quinta de Mahler, pero esto no se debe a que cada una exprese un tipo de emoción
distinta a la tristeza en general. Y si nos parece difícil pensar en calificativos que
capturen el modo en que los dos movimientos difieren, puede ser porque estamos
buscando el tipo equivocado de descripción. Estas obras difieren en los detalles
musicales por medio de los cuales expresan la misma emoción general. Capturar la
diferencia no supone necesariamente matizar qué es lo que se expresa, sino, más
bien, describir cómo divergen en sus pormenores los medios musicales empleados
para provocar dicho resultado. La diferencia, para decirlo sin rodeos, radica en las
notas y en cómo se relacionan entre sí, no en la identidad de la emoción que se
presenta.
Kivy (1990) aceptaría el primer cuerno del dilema. Él niega que la música
triste haga sentirse tristes a los oyentes, o que la música alegre pueda alegrarlos, a
menos que sean sujetos patológicos. Cuando los oyentes declaran tales cosas, su
autoevaluación es errónea. Kivy no niega, sin embargo, que los oyentes puedan
emocionarse profundamente con la música. Experimentan emociones para las que
la música es un objeto apropiado. La belleza de la música los lleva al asombro y al
deleite, la habilidad e ingenio del compositor a la admiración, la ineptitud del
intérprete a la decepción.
Kivy tiene razón, por supuesto, cuando afirma que la música es fuente de
muchas respuestas para las que se convierte en objeto adecuado al satisfacer
creencias que son relevantes para esas respuestas. Soy reticente, no obstante, a
seguirle en su afirmación de que los oyentes nunca se ven impulsados a responder
a la expresividad de la música con emociones análogas. Sería muy sorprendente
que sus autoevaluaciones estuvieran sistemáticamente equivocadas. Además de
pruebas de tipo personal y anecdótico a favor de un tipo de ósmosis emocional
cuya existencia Kivy niega, hay datos experimentales en su apoyo, tanto en lo que
concierne a contagiarse del estado anímico de otra gente (Hatfield, Cacioppo y
Rapson, 1994) como al hecho de que la música produce reacciones espejo
(Gabrielsson, 2002) (cfr. capítulo 4). Algunas respuestas emocionales pueden
generarse mediante una especie de contagio, aun en la ausencia de los elementos
cognitivos y actitudinales que las acompañan en la situación normal o por defecto.
Sostengo que la música proporciona un buen ejemplo. Que la música triste
conlleve una respuesta triste, o la música alegre una respuesta alegre, está lejos de
ser inevitable, si bien esto ocurre con frecuencia. No es patológico que alguien elija
una obra musical alegre con la esperanza de quitarse de encima un estado de
ánimo triste o depresivo.
Esto nos conduce ahora a afrontar el segundo cuerno del dilema. El primer
reto que supone, recordemos, es que la respuesta imitativa a la expresividad de la
música es inaceptablemente anómala. Si la tristeza que sentimos al oír música triste
no tiene que ver con algo que consideramos infeliz o desdichado, carece del
componente cognitivo esencial de la tristeza genuina. Una réplica a esto podría
sugerir que las emociones están dispuestas en un continuum, más que formar una
categoría unificada e invariante. En un extremo están las emociones en las que los
elementos cognitivos son necesarios, incluso dominantes; ejemplos de ello serían la
envidia y el patriotismo. Sin las creencias apropiadas —por ejemplo, que alguien
tiene algo que yo no tengo y que deseo, o que la acción o cualidad que considero
admirable es atribuible a mi país—, no puede ser envidia ni patriotismo lo que
siento. Pero, en el otro extremo, están las emociones en las que los aspectos
cognitivos son menos importantes o a veces incluso se pasan por alto. Es probable
que estas incluyan emociones que compartimos con animales no humanos carentes
de nuestras capacidades cognitivas. Estas emociones pueden ser adaptativamente
útiles precisamente por su naturaleza directa y sencilla. Dado el poder de las
emociones como detonantes de acciones, las situaciones en las que es mejor
disparar primero y preguntar después pueden suponer una ventaja para las
emociones que no requieren una estimación cognitiva de la situación y de las
opciones que esta presenta como prerrequisito para su motivación de una
respuesta. Los psicólogos que describen las emociones como «programas de
afectos» que operan con independencia de la cognición parecen contemplar la
tristeza, la alegría, el miedo, la ira dentro de esta categoría (como Ekman, 1992).
Pero la aseveración no tiene por qué ser que la tristeza o la alegría son siempre
independientes de los estados cognitivos de la persona que las experimenta, sino
tan solo que a veces pueden serlo. En pocas palabras: la respuesta imitativa a la
música es anómala solo si uno asume de manera impropia que la cognición
siempre desempeña un papel central o necesario en las experiencias emocionales.
Las respuestas imitativas a la expresividad de la música son claramente
compatibles con una visión más amplia que acertadamente reconozca la
importancia crucial de la cognición solo para algunas emociones o solo para
algunos contextos.
Hasta el momento todo parece claro, si bien queda todavía otro problema. Si
la tristeza que uno siente al escuchar música triste no toma la música o alguna otra
cosa como su objeto emocional, entonces no es tristeza por algo (Madell, 2002). En
este caso, la respuesta debe ser un estado anímico carente de objeto; debe ser vaga
y sin dirección. Como tal, siempre puede ser producida de alguna otra manera.
Solo está contingentemente relacionada con la música, lo cual supone una merma
en el interés que tendría centrarse en ella. La réplica: es verdad que la respuesta
imitativa no toma la música como su objeto intencional o emocional. La respuesta
no es por la música, y no implica creer (o fantasear) que hay algo en la expresividad
de la música que sea infeliz o desdichado. Pero esto no implica que la respuesta
carezca de objeto, sea vaga y sin dirección. La música es el objeto perceptivo y la
causa de la respuesta. La respuesta se desarrolla y despliega conforme lo hace la
música, que es su foco. Lo que es importante no es que la respuesta de tristeza por
parte del oyente sea por la música, sino que es a la música y sigue la elaboración de
la música en el tiempo. Una respuesta triste que imite la tristeza presente en el
perfil dinámico de la música está unida a la música de la manera que se acaba de
describir, incluso si esta respuesta no está también atada a la música a través de las
formas habituales de creencias relevantes para la tristeza.
EMOCIONALISMO HIPOTÉTICO
CONCLUSIÓN
Música y metáfora
Pero Scruton también hace uso (1997: 154) de una versión del argumento
sencillo: «afrontamos la cuestión de si esta tristeza [musical] es la misma propiedad
que la que posee una persona triste o es otra propiedad. Con seguridad, no puede
ser la misma propiedad: la tristeza de las personas es una propiedad que solo los
organismos conscientes pueden poseer».
En este capítulo reviso las objeciones que se han planteado a la solidez del
argumento con el que hemos comenzado. Estos argumentos tienden a centrarse en
la verdad o no de (1): solo los seres sintientes pueden tener o experimentar
emociones, tales como la tristeza. Después, examino y rechazo dos maneras de
poner a prueba (1) para luego defender una tercera.
OTROS PROBLEMAS
En primer lugar, sin embargo, menciono, a fin de descartarla, una idea más
radical que presenta Nelson Goodman (1968). De acuerdo con su explicación, una
obra artística es expresiva si posee metafóricamente una propiedad y dicha
propiedad metafórica se emplea para denotar su equivalente literal. Por ejemplo,
una obra musical posee o presenta la propiedad metafórica de ser triste y, por
tanto, denota o refiere tristeza literal. En otras palabras, su afirmación no es que las
descripciones de la música como triste sean metafóricas, sino que es la música la que
es metafórica en el modo en el que ejemplifica la tristeza3. He criticado la teoría de
Goodman en otros lugares (Davies, 1994a: 139-150). Aquí, mi interés se centra en
aquellos que insisten en que lo que es metafórico son las descripciones que
emplean palabras relativas a las emociones para caracterizar la música.
También más allá de mi alcance está una idea que Christopher Peacocke
(2009a, 2009b) ha presentado hace poco, de acuerdo con la cual una metáfora
puede introducirse no lingüísticamente en nuestras percepciones. Antes de
abordar al caso de la música, ilustra su tesis general aludiendo a un cuadro de
Francisco de Zurbarán4 en el que aparecen vasijas pintadas. Considera que las
vasijas pintadas son vistas a menudo como un grupo de gente, y esto supone
verlas metafóricamente como un grupo de gente, ya que el isomorfismo entre los
campos permite la transferencia sub-personal de propiedades de un campo a otro,
lo cual es un proceso fundamental en el que se basa la metáfora. Aunque el
isomorfismo apoya la experiencia perceptiva en la que las vasijas se ven
metafóricamente como personas, no entra dentro de esta experiencia. Dado que la
experiencia es perceptiva, es distinta de aquella en la que alguien ve las vasijas e
imagina que son personas, sostiene Peacocke. Y prosigue sugiriendo que oír la
expresividad de la música supone normalmente un proceso igualmente perceptual.
ENFOQUES DESESTIMADOS
Supongo que es posible imaginar tales cosas y que hacerlo puede ser útil
para llegar a oír lo que la música expresa. Uno podría preguntarse, por ejemplo, «si
esta música se utilizara para acompañar una película sobre una persona, ¿qué tipo
de persona sería y qué sentiría?». Pero es altamente improbable que estas fantasías
estén inevitable e irremediablemente implicadas en el hecho de oír la expresividad
de la música. Además, está el problema de que la música puramente instrumental
no podría pautar lo suficiente el contenido de lo que se imagina para explicar el
consenso interpersonal que hallamos entre los oyentes acerca de las categorías
amplias de emoción que esta música expresa. Alternativamente, si estamos de
acuerdo en una medida relevante sobre qué tipo de cosas imaginar, surge la
preocupación de que esto es así porque identificamos la expresividad de la música
y nos guiamos por ella, en cuyo caso la música es expresiva independientemente
de lo que imaginemos. Y, finalmente, está el problema de que nada de esto explica
qué es lo que sostiene el argumento del principio a favor de que describir la música
como expresiva es metafórico. Decir que imaginamos que la música es una
expresión de nuestros sentimientos o de los de una persona no explica cómo los
sonidos musicales desconectados de manifestaciones primarias y naturales de
afecto pueden sustentar de forma coherente el estado apropiado en el que las
imaginaciones en cuestión tienen lugar10.
Las palabras tienen claramente un significado en este uso extendido que está
estrechamente relacionado con los que tienen en su uso primario, si bien la
referencia es a la apariencia que tienen los rostros, cuerpos y cosas similares, no a
emociones sentidas. Dicho de otro modo, las palabras no han adquirido ningún
significado homónimo muy distinto del anterior, sino que tienen una nueva
aplicación11.
Los tonos, al contrario que los sonidos, parecen contener movimiento. Este
movimiento se materializa en las melodías, y puede rastrearse a través de un
«espacio musical», que describimos en términos de «alto» y «bajo»17. Parece
razonablemente claro que esta descripción es metafórica [...] Debemos reconocer
que la idea de un espacio musical, y de un movimiento dentro de ese espacio, es
una metáfora (Scruton, 1983: 80-81).
En este asunto, estoy más de acuerdo con Scruton que con Budd. Oímos las
notas que guardan un intervalo de octava como notas iguales pero en ubicaciones
de altura diferentes —esto se expresa a veces diciendo que comparten la misma
clase de tono o chroma (Patel, 2008a: 13)—, y la mayoría de culturas describen la
separación mediante términos espaciales (Davies, 1994a: 232) tales como «alto»,
«bajo», «grande», «pequeño», «delgado», «grueso»22. Dentro de este espacio
musical, distintas notas pueden ser más o menos estables (dentro de un sistema
tonal o modal, por ejemplo), y el despliegue dinámico temporal de la música se
genera como una serie de patrones de tensión fluctuante a través de la interacción
entre tonos.
Mientras que las semejanzas nos proporcionan la narración causal que hay
tras la expresividad, diciéndonos que la semejanza es lo que provoca o permite que
la música se escuche como triste, no nos dice cómo algo inanimado o no sintiente
como la música puede ser triste o alegre (o, dicho de otro modo, cómo puede
expresar emociones), que es el problema fundamental de la expresividad.
Una consideración crucial es, sin embargo, que estos procesos causales no
son personales ni idiosincrásicos, sino más bien aspectos de nuestra naturaleza
humana común. Son la base de nuestra forma compartida de experimentar lo que
oímos y cómo el mundo se nos presenta en la percepción, y esto implica la
literalidad de nuestras descripciones de la expresividad de la música.
Por el contrario, las metáforas vivas suponen usos singulares y creativos del
lenguaje desprovistos de un fundamento interpersonal o de un significado
prefijado. Retan a los demás a buscar cuál es su significación y no es obvio que esta
tenga límites determinados, así como tampoco es probable que susciten las mismas
o parecidas paráfrasis en cada individuo. Cuando acuño una metáfora innovadora,
proyecto creativamente sobre el mundo algo que imagino e invito a los demás a
hacer lo mismo para averiguar lo que he querido decir. Pero la descripción que
alguien haga de la música como triste no supone ningún uso creativo e innovador
del lenguaje que induzca a los demás a intentar desentrañar lo que haya querido
decir, dado lo incongruente que parece ser su elección de palabras. Cuando algo es
simplemente nuestra forma compartida de experimentar la música y el sonido, en
vez de hablar de imaginación y proyección, es más certero considerar cómo lo que
todos percibimos está estructurado y filtrado por nuestros sistemas afectivos,
conductuales, cognitivos y perceptivos.
EN RESUMEN
3 Otros autores que escriben sobre la música como metáfora son Ferguson
(1960) y Putman (1989).
5 Admito que lo que imagino o creo puede influir en cómo interpreto lo que
veo. Si imagino que la Mona Lisa acaba de ver a su amante secreto entrar en la
habitación, su sonrisa me resultará menos enigmática y más pícara. Pero Peacocke
sostiene que el cambio está en el contenido de la percepción, no en la
interpretación de lo que se ve.
6 Para una crítica de la explicación de Peacocke de «percibir
metafóricamente como», cfr. Budd (2009) y Snowdon (2009).
7 En algunos casos, el ejecutante puede ser un candidato más apto para ser
la persona que crea la expresividad de la música en el proceso de expresar sus
emociones. No analizo este caso aquí porque, cuando se adapta apropiadamente a
un discurso sobre las ejecuciones en vez de sobre las obras, se enfrenta al mismo
tipo de dificultades que las que involucran al compositor.
8 Para un análisis adicional, cfr. Davies (1994a: cap. 4; 2007: cap. 16).
13 Bach (2001: 39) escribe: «considerando que los adjetivos [en una lista de
distintos ejemplos, uno de los cuales es “persona triste, cara triste, día triste,
música triste”] tienen equivalentes en otros idiomas con un rango de usos similar,
el hecho de que estos adjetivos tengan sus diferentes usos no se debe a la
ambigüedad (coincidencia lingüística)».
19 Budd publicó por primera vez estas ideas en los años ochenta, pero yo
aludo a sus exposiciones ulteriores, dado que Budd desarrolló su visión con
posterioridad.
20 De acuerdo con Scruton (2004), no son los tonos los que se mueven, sino
la melodía la que se mueve a través de ellos, pero interpreto que Budd pretende
rechazar esta opción en su última frase.
En las primeras secciones de este capítulo, trazo las bases teóricas para un
programa de investigación que valore si la expresividad de la música de una
cultura puede o no ser reconocida por gente perteneciente a culturas musicales
diferentes, esto es, por gente cuya música sea sintáctica y estructuralmente distinta
de la de la cultura en cuestión. A continuación, examino y evalúo los estudios
interculturales que los psicólogos han llevado a cabo. La mayoría de estos estudios
se ven comprometidos por deficiencias metodológicas.
PROGRAMAS DE AFECTO
CAUTELAS Y RESTRICCIONES
Hay dos razones para ser muy cauteloso con la fantasía que acaba de
exponerse. La primera es la siguiente: la idea de que las lenguas se estructuran de
acuerdo con principios profundos y universales está ampliamente extendida y,
claro está, las lenguas son universales entre los seres humanos, pero de aquí no se
sigue que podamos entender las lenguas de los demás. Incluso si la existencia de la
música es universal y está regida también por principios estructurales y
perceptivos universales, no puede asumirse que el carácter expresivo de la música
foránea nos resulte más accesible que el significado de las emisiones lingüísticas
realizadas en la lengua nativa de un extranjero.
Esto choca con la idea implicada anteriormente. Si, por ejemplo, la música
expresa tristeza ejemplificando principios acústicos, estructurales o perceptivos
que operan en la manifestación de tristeza al invocar, representar o hacer
referencia a comportamientos primitivos que muestran universalmente los estados
afectivos básicos de la tristeza, entonces, podría pensarse, debería poder hacer lo
mismo con cada uno de los estados afectivos restantes.
Como apoyo a esta idea, hay pruebas contundentes de que las emisiones
verbales y vocales comunican su tono expresivo (especialmente cuando estos son
los de las emociones del programa de afectos) a gente de otras culturas que no
tiene ningún indicio semántico de lo que se está diciendo. Aunque estos datos son
sugerentes respecto de lo que podríamos esperar en el caso de la música, no hay
información suficiente al respecto como para comprobar si la comunicación
intercultural de la expresividad depende o no de que la música imite rasgos
prosódicos expresivos (Juslin y Laukka, 2003: 280).
MATERNÉS
Si estos estudios son sospechosos, lo son del mismo modo en que lo son la
mayoría de estudios psicológicos. Se basan en un conjunto limitado de ejemplos
musicales. Los ejemplos son breves y están desprovistos de su contexto musical.
Además, a menudo se presentan en condiciones de laboratorio que no son las
normales (o las propicias) para el disfrute apreciativo de la música. Y
habitualmente se requiere que se elija entre descriptores dados por el
experimentador.
Ha de señalarse que es posible que la brevedad de los fragmentos y la
ausencia de un contexto musical temporalmente extenso sean especialmente
desafortunadas para el estudio de las respuestas interculturales. Mientras que un
oyente puede identificar y dotar de sentido fácilmente a un fragmento musical
cuando el estilo y el tipo de música ya le son conocidos, el acceso a los principios
organizativos y al carácter expresivo de estilos de música extraños puede requerir
una exposición mucho mayor. Asimismo, la elección forzosa entre alternativas
puede ser problemática en tanto que presupone que todas las culturas aplican las
mismas categorías afectivas a la música (Benamou, 2003). Y no basta con señalar la
identificación intercultural ‘satisfactoria’ del carácter expresivo de la música,
suponiendo que esto ocurra, como signo de que estas cautelas están fuera de lugar.
La tesis de que la expresión pueda basarse en elementos musicales universales se
ve respaldada solo si los participantes tienen una experiencia apropiada de la
música, y no si unos patrones de audición o unas categorizaciones del afecto
musical totalmente inapropiadas generan de forma fortuita las identificaciones
‘correctas’.
PROBLEMAS Y COMPLICACIONES
Al contrario que algunos filósofos, creo que la música puede suscitar una
respuesta emocional que se haga eco de su propio carácter expresivo, así como
considero que este proceso es paralelo a otros casos de contagio emocional tal y
como lo describen los psicólogos (cfr. capítulo 4). Pero dudo que un fragmento de
treinta segundos pueda suscitar esta respuesta habitualmente, y, en cualquier caso,
es ciertamente obvio que la respuesta del oyente no tiene por qué corresponderse
con el carácter expresivo de la música. ¿Qué expresa (treinta segundos de) La
Primavera de Vivaldi? Una cierta joie de vivre. ¿Qué te hace sentir el fragmento de
La Primavera? Quizás frustración, porque el movimiento está cortado; o decepción
por la mala interpretación de los músicos; o aburrimiento porque ya has oído la
obra una docena de veces esa semana; o irritación porque ese fragmento, como el
Adagio de Barber, lo usan muy a menudo los psicólogos experimentales; o tristeza
porque esa era la música que sonaba cuando murió tu hijo.
DE AQUÍ, ¿ADÓNDE?
Por supuesto, los hechos relevantes los establecerán los estudios empíricos, y
no la especulación filosófica, pero la credibilidad de esos estudios dependerá de
cómo aborden muchos de los problemas que acabo de subrayar. Por ejemplo, es
crucial diferenciar las cuestiones sobre el carácter expresivo de la música de las que
tienen que ver con la respuesta del oyente, trabajar con músicas que impliquen
sistemas modales y modelos sónicos muy distintos y poner a prueba a los oyentes
que no estén familiarizados con la música de otra cultura bajo condiciones que les
proporcionen la oportunidad de trazar su propio camino hacia una captación
apreciativa de cómo se organiza la música que oyen.
30 Cfr. Scruton (1983, 1997), Trivedi (2003a) y Zangwill (2007). Para otras
críticas diferentes de las que aquí se exponen, cfr. el capítulo 2 y Budd (2008).
35 Para otras críticas a la teoría prosódica, cfr. Patel (2008a: 345-348), quien
también señala la falta de datos de escaneo neuronal que apoyen la teoría.
36 Por ejemplo, cfr. Trehub et al. (1990); Trainor y Trehub (1994); Zentner y
Kagan (1996); Trehub (2000, 2003); Justus y Hutsler (2005); Thompson y Balkwill
(2010).
39 Este puede ser el caso de Fritz et al. (2009), dado que muchas músicas
africanas del sur del Sahara emplean modos no muy distintos al menor y mayor
occidentales. Los autores del estudio no dan ninguna información sobre el sistema
musical de los mafa. Y, en cualquier caso, la conclusión que extraen a partir de los
datos de una etnia africana —que las expresiones de emociones transmitidas por
los fragmentos de música occidental pueden reconocerse universalmente, de igual
manera que la expresión de emoción en un rostro humano o en la prosodia son
universalmente reconocibles— es excesiva.
En los años sesenta y setenta, algunos filósofos (Kenny, 1963; Solomon, 1976;
Lyons, 1980) desarrollaron lo que se conoció como la explicación cognitiva de las
emociones. Las emociones son estados dirigidos hacia un objeto y caracterizados
en términos de creencias bajo las que se subsumen sus objetos intencionales. Por
ejemplo, tengo miedo por mí y tengo miedo de algo —una subida de la hipoteca,
digamos— y creo que una subida de la hipoteca me dañaría o, en cualquier caso,
me afectaría negativamente. Una subida en la tasa de interés es el objeto intencional
(o el objeto emocional) de mi miedo, y la creencia de que el objeto intencional de mi
respuesta me dañará o, en cualquier caso, me afectará negativamente —una
descripción a veces conocida como el objeto formal del miedo— es lo que caracteriza
la respuesta como miedosa. De forma similar, para que mi emoción sea envidia,
debo creer que otro posee algo que deseo y no tengo, y así sucesivamente.
Hay varias cosas que los cognitivistas pueden replicar. Las reacciones
emocionales que están basadas en creencias irracionales o equivocadas son
inapropiadas para el mundo real, pero en todo caso no son ininteligibles. Y las
reacciones que no involucran las creencias del sujeto quizás no deberían situarse
junto a las emociones genuinas. Según este punto de vista, o bien las reacciones
reflexivas no son emociones en absoluto, o bien forman una clase menor y
periférica dentro del grupo más amplio en el que las emociones con base cognitiva
y dirigidas hacia un objeto son centrales y paradigmáticas44. En cuanto a los
estados de ánimo y las situaciones de ansiedad que parecen carecer de objeto,
podría argumentarse que se dirigen hacia objetos relativamente generales y no
específicos (Goldie, 2000: 143) —uno se deprime por el estado del mundo en su
conjunto, no por una parte particular de él (Solomon, 1976: 172-173)—, o que los
objetos a los que apuntan son inconscientes (Lyons, 1980; para una discusión de
estos puntos, cfr. Lamb, 1987). O, de nuevo, tal vez debería cuestionarse la idea de
que los estados de ánimo y temores carentes de objeto sean inequívocamente
emociones.
Por su parte, nuestro grado de reacción a lo que sabemos que son personajes
y situaciones ficcionales ha generado varias teorías. Existe la opción de la negación.
Kendall Walton (1990, 1997) apoya el cognitivismo. Sostiene que las emociones
ficcionales —término con el que no quiere decir que los estados sean meramente
imaginarios, sino que se producen en el contexto de juegos de la fantasía
requeridos para el consumo y la apreciación de obras de ficción— no son genuinas,
a pesar de su perfil fisiológico y fenomenológico semejante al de una emoción. Una
alternativa implausible pasa por la sugerencia de Samuel Taylor Coleridge, según
la cual uno suspende —o, en la jerga contemporánea, pone en modo off— la propia
consciencia de la ficcionalidad de los acontecimientos presentados o descritos.
Existe la propuesta de que la reacción no es racional, ya sea porque no se da la
creencia en la existencia de sus objetos o por otras razones, por ejemplo, porque
uno no cree que sus reacciones puedan afectar o vincularse con el objeto de las
mismas. Colin Radford (1975), que apoya esta tesis, cree por lo visto que los
cognitivistas pueden aceptar las reacciones irracionales como excepciones que
confirman la regla. Otra opción es la de Alex Neill (1993), quien sostiene que el
cognitivismo no requiere la creencia de que el objetivo ficcional de la reacción
emocional de un individuo existe en el mundo real. De acuerdo con Neill, se puede
sentir pena por un personaje ficcional siempre y cuando se crea que el personaje
pasa por una situación penosa en el mundo de la ficción. Otra sugerencia atractiva
(planteada en Lamarque, 1981, 1996; Carroll, 1990, 1997 y Feagin, 1996) recomienda
modificar la teoría cognitiva para permitir que el papel cognitivo pertinente pueda
ser desempeñado a veces por la fantasía, no solo por la creencia. El carácter
evocativo de emociones que poseen las ficciones entendidas como tales no arrojaría
entonces dudas sobre la teoría cognitiva.
Hay muchos mecanismos mediante los que puede inducirse una reacción
emocional a la música. Patrik Juslin y Daniel Västfjäll (2008a) identifican seis, solo
uno de los cuales es el contagio emocional, al que se añaden los reflejos del tronco
cerebral, el condicionamiento evaluativo, la imaginación visual, la memoria
episódica y la expectativa musical. Algunos de estos —por ejemplo, el aumento de
tensión cuando se trunca una predicción sobre cómo continuaría la música o la
inducción de una respuesta de sorpresa ante un acorde fortísimo inesperado—
quizás no deberían contar como emociones. Y otras —por ejemplo, la alegría
cuando la música desencadena recuerdos felices— revelan más acerca de las
experiencias del oyente que acerca de la naturaleza de la música. En cualquier
caso, me centraré en el contagio emocional. Este es importante porque es una
emoción plenamente desarrollada que está directamente conectada con el carácter
expresivo de la música y lo revela. Más importante para el filósofo, quizás, es que
la reacción espejo sea intrigantemente problemática en dos aspectos: estas
reacciones son contraejemplos de la teoría cognitiva de la emoción porque carecen
de objeto emocional y porque no pueden justificarse del modo habitual y, en esa
medida, parecen ser no racionales45.
Me parece que estas son afirmaciones empíricas y que las pruebas, más que
ponerla en entredicho, apoyan mi idea. Por elegir un caso no musical, presumo que
la forma más sencilla de explicar que nos alegremos con una decoración cálida y
animada es que está implicado algún tipo de contagio. Presumiblemente, la fuente
original de la jovialidad del amarillo y de la lobreguez del gris es la meteorología,
y no es difícil entender por qué podríamos estar programados para reaccionar de
forma positiva al tiempo soleado y deprimirnos con la lluvia y la niebla. Aunque
no parece probable que la decoración interior de una casa pueda ser confundida
con el tiempo que hace fuera, hereda los valores positivos y negativos del tiempo,
y reaccionamos por contagio a ello.
Ahora bien, los dos primeros casos —irritabilidad sin foco definido y
aprensión ante la cita de mañana con el dentista— no son casos de contagio
emocional. Experimento un estado de ánimo carente de objeto en el primero y una
reacción dirigida hacia un objeto de tipo ordinario y con base cognitiva en el
segundo. Y en el tercer ejemplo —me percato de la irritación de los demás— sí hay
contagio, solo que la comunicación del afecto no tiene origen en la música, sino en
la gente que está a mi alrededor. En todos estos casos, la música es pertinente
porque intensifica mi condición fisiológica y así me dispone más de lo que de otro
modo sucedería a adoptar una actitud afectiva, de modo que experimento un
estado de ánimo o me hago eco emocionalmente de algún aspecto de lo que tengo
alrededor. Pero la música siempre está lejos de la reacción. Desempeña el papel de
hacerme receptivo a la experiencia emocional, pero este papel lo podrían haber
desempeñado muy bien tres tazas de café o una descarga de adrenalina. Con
seguridad, la reacción no es a la música.
Dicho esto, si hay contagio emocional entre la música y los humanos o entre
la decoración de una casa y los humanos, no puede ser la imitación facial lo que
constituya su base, ya que la música y la decoración no presentan una fisionomía
humana, y no puede ser la detección de feromonas lo que lo causa, porque la
música y la decoración no las emiten. En lugar de dejar de hablar de contagio
emocional en estos casos en los que parece apropiado hacerlo, necesitamos
centrarnos en lo que es distintivo del caso musical63.
Cuando los psicólogos buscaron un rol análogo para la música en la
inducción de emoción, lo hicieron en el contexto de examinar cómo la música de
fondo afecta al estado de ánimo y a la conducta de comensales y compradores, y en
su uso terapéutico64. Ninguno de estos dos tipos de estudio se ocupa
específicamente del contagio emocional de la música al oyente, como opuesto a los
efectos interactivos más generales entre música y estado de ánimo y, en muchos
casos, el foco se dirige hacia efectos que no implican que el oyente preste atención
a la música como tal. Como resultado, estos estudios no proporcionan paradigmas
útiles para el estudio del contagio emocional cuando este deriva de que el oyente
preste toda su atención al carácter expresivo de la música en una situación que
pase por intentar seguir la música comprendiéndola.
EN RESUMEN
48 Dicho sea de paso, estoy de acuerdo con Robinson (2008) en que Juslin y
Västfjäll se alejan con frecuencia en su artículo (2008a) de la definición de contagio
emocional que dan en el mismo.
59 Wheeler (1966) fue uno de los primeros psicólogos que intentó diferenciar
el contagio de otros tipos de influencia social y emocional. Una sutileza apropiada
queda patente, por ejemplo, en algunos estudios empíricos recientes sobre la
empatía, que señalan que esta es más sofisticada y supone un grado distinto de
consciencia de sí y de los otros que el contagio emocional. Cfr. Decety y Jackson
(2004), Decety y Hodges (2006). Para una explicación filosófica de algunas
distinciones relevantes, cfr. Goldie (2000: cap. 7), y para un debate sobre la
diferencia cuando es una película la que genera la reacción, cfr. Coplan (2004).
62 Los experimentos que Brennan cita tienen que ver con la regulación de la
ovulación de las mujeres y muestran cómo la exposición al sudor de hombres y
mujeres afecta al ciclo. Además, hay trabajos interesantes que ella no cita y que
indican que las mujeres detectan los alelos MHC (major histocompatibility complex o
complejo mayor de histocompatibilidad) de los hombres, y viceversa. Un varón
con alelos MHC distintos de los alelos de una mujer dada señala, de este modo, su
capacidad para ser padre de hijos con un sistema inmune más fuerte. Las mujeres
prefieren a estos hombres en el pico de la fertilidad mensual, pero, en otra
circunstancia, eligen como compañeros a hombres con alelos MHC más próximos a
los suyos. Para más información, cfr. Milinski (2003), Thornhill y Gangestad (2003).
65 Para más detalles, cfr. el capítulo 1 y Davies (1994a: 221-58; 2003: cap. 9).
Para investigaciones empíricas sobre la capacidad humana para identificar la
emoción que siente una persona observando solo la forma abstracta de
movimiento humano (esto es, el movimiento que se manifiesta solo como puntos
de luz sobre un cuerpo por lo demás invisible), cfr. Grammer et al. (2003).
PRELUDIO
Si sus emociones son irrelevantes, ¿por qué se dice tan a menudo que un
músico no podrá tocar bien una obra hasta que pueda sentirla, y por qué
suponemos que el auténtico melómano quedará profundamente emocionado con
lo que oiga? Respecto del ejecutante, creo que el ‘sentimiento’ al que se hace
referencia no es una emoción, sino, más bien, el tipo de conocimiento práctico que
hace posible tocar con sensibilidad. Este conocimiento no es un conocimiento de
proposiciones, sino de habilidades aplicadas. El músico no necesita saber que tal
cosa u otra es cierta respecto de la música; en vez de esto, necesita saber cómo hacer
sonar las notas de manera que formen un todo unitario y convincente. Hablamos
de sentimiento aquí no porque haya emociones implicadas, sino más bien porque el
conocimiento requerido es con frecuencia no proposicional y, de este modo,
inarticulable (cfr. capítulo 7). Respecto del melómano, no hay nada que haya dicho
hasta el momento que niegue que sus reacciones emocionales sean apropiadas. De
hecho, tiene mucho a lo que reaccionar: la belleza y majestuosidad de la música y
cosas similares, junto con la potencia e interés de la interpretación del ejecutante.
Además, tiende a encontrar contagioso el talante expresivo de la música (cfr.
capítulo 4). Lo único que he negado es que su capacidad para percibir lo que la
música expresa dependa de que se le induzca a sentir lo mismo.
LA CONTRIBUCIÓN DEL EJECUTANTE A LA EXPRESIVIDAD DE LA
EJECUCIÓN
Hay una moraleja pedagógica que puede extraerse de lo dicho hasta ahora.
Como he observado, los profesores (o los directores de orquesta) apremian a
menudo a los ejecutantes para que toquen determinado pasaje u obra «otra vez,
ahora con sentimiento». Sería fácil que esta expresión nos desorientara. No ha de
entenderse que con ella se exhorta al ejecutante a exteriorizar sentimientos sobre la
música. Es probable que los ejecutantes que exterioricen sentimientos sobre la
música pierdan su control de la ejecución, mientras que los que parezcan estar bajo
las garras de intensas emociones distraigan la atención del oyente sobre la música.
Más bien, cuando se dan instrucciones al músico para tocar con sentimiento, se le
está pidiendo que use su sensibilidad para tomar sus decisiones interpretativas. Y
esto es, de hecho, algo necesario si quiere tocar realmente bien. Es la habilidad
práctica que forma la base de la sensibilidad lo que el profesor debería inculcar en
el alumno. La educación de los músicos debería centrarse más en la técnica, en los
matices de la interpretación y en las maneras ‘auténticas’ de tocar, que en la
autoexpresión o en compartir el carácter expresivo de la música.
69 Publicado por primera vez en Journal of Aesthetic Education, 38 (2) (2004):
1-6.
CAPÍTULO 6
Este retrato del significado solo puede aplicarse a la música con limitaciones.
La música no siempre transmite contenidos ‘extra-musicales’. Muchas
composiciones no hacen referencia a nada más allá de sí mismas. La capacidad de
la música para representar es limitada. Aunque el poder expresivo de la música es
considerable, la expresividad está ausente de muchas obras musicales de gran
valor.
En una línea similar, uno de nosotros (Davies, 1994a: 48) alude al significado
formal de las ideas musicales. Este tipo de significado consiste en la coherencia de
la estructura de la obra; entender la obra musical es entender cómo está
ensamblada. Ni Budd ni Davies han desarrollado esta noción de significado
intramusical o formal.
Tal y como sugiere el uso de «comprensión», se requieren más cosas para ser
un oyente que comprende que para percibir los colores. Mientras que nuestra
capacidad para percibir colores es innata, nuestra capacidad para captar el
significado experiencial de una obra musical deriva de un proceso de aprendizaje
(principalmente inconsciente) mediante el cual nos familiarizamos con las
convenciones de la tradición musical a la que una determinada obra pertenece.
Solo quienes hayan interiorizado las convenciones del estilo, género y tradición de
la obra serán capaces de reaccionar a ella entendiéndola (Levinson, 1996a: cap. 3).
La experiencia del oyente que comprende está regida por la forma de la obra
musical. El carácter de los motivos melódicos y rítmicos, el diseño de los temas, el
desarrollo posterior de la sustancia melódica y rítmica, la progresión armónica, la
disposición sucesiva de diversos timbres, las variaciones de volumen: todos estos
rasgos guían en sus combinaciones específicas la experiencia del oyente. A medida
que la forma se despliega y construye una estructura unificada, se desarrolla
también la reacción del oyente para formar una experiencia unificada. La
progresión congruente de la sustancia musical le da a entender una estructura
experiencial coherente.
Ahora bien, esto no implica decir que las obras musicales determinen por
completo la experiencia del oyente. Aun si los oyentes poseen una educación
musical similar y prestan atención al transcurso de la música con toda su
concentración, está claro que sus experiencias diferirán en gran medida. La
experiencia musical puede ser completamente personal, tal y como
argumentaremos después. Sin embargo, esto no debería impedirnos ver que la
música posee un potencial experiencial específico. Una obra incorpora una especie
de guion que ayuda a formar la experiencia coherente. Conforme el oyente sigue la
obra, sus reacciones toman direcciones específicas que están controladas por las
propiedades de la secuencia musical, de modo que la dinámica de la forma musical
se empareje con la dinámica correspondiente de la reacción.
Además, con el análisis nos aproximamos a la música desde fuera, esto es,
como un artefacto ensamblado ordenadamente. Con el significado experiencial
entendemos una obra desde dentro. La tratamos en un sentido significativo más
como una persona que como un objeto inanimado. Stanley Cavell (1977: 197-198)
escribe:
La música nos afecta poderosamente porque nos identificamos con ella; las
grandes obras tienen efectos tan profundos en nosotros por las reacciones
empáticas que nos suscitan. Del mismo modo que expandimos nuestro ser al
identificarnos con héroes, enriquecemos nuestra existencia al involucrarnos con la
música, si bien mientras que un ídolo nos otorga una imagen de una vida deseable,
la música da a entender directamente un modo ampliado de estar vivo. Nuestra
identificación con la obra puede ser tan completa que el límite entre nosotros y ella
parezca desaparecer. El movimiento de la música puede llegar a parecernos el
nuestro propio. En nuestra conciencia no hay ya ninguna forma que contemplar
ahí fuera; la dinámica de la música nos anega, imponiendo sus patrones sobre
nuestra experiencia.
Aunque algunas obras musicales ocupan un lugar más destacado que otras
en nuestras vidas, todas las obras que conocemos tienen un significado particular
para nosotros. Cómo encaje una determinada obra en la vida de alguien es un
asunto personal. Para Ben, una obra de música clásica es interesante como
acompañamiento para una película; para Liz, es la melodía pegadiza que conoce
por un anuncio; para Nathalie, es una de las muchas composiciones clásicas que le
proporciona un fondo agradable cuando trabaja; para Arthur, es un objeto de
reverencia que solo ha de abordarse cuando pueda prestarle toda su atención.
EL SIGNIFICADO-PARA-NOSOTROS
CONCLUSIÓN
71 Scruton (1997: 160) considera que las cualidades musicales son una clase
específica de cualidades terciarias, que se distinguen de las cualidades secundarias
en que su percepción también implica al intelecto y a la imaginación.
73 Alguien que sí lo considera es Levinson (1996a: cap. 6). Para una crítica de
la idea según la cual la apreciación de la expresividad de la música implica
necesariamente la invocación de una persona, cfr. capítulo 1 y Davies (2003: cap.
10).
En este capítulo, investigo los diversos modos de entender la música que son
esperables y constatables en el oyente competente, en el ejecutante, en el analista
musical y en el compositor. Circunscribo el debate a la música occidental
puramente instrumental, teniendo en mente ante todo la tradición clásica76. Y
hago referencia fundamentalmente a la bibliografía anglófona perteneciente a la
filosofía de la música ‘analítica’. Como quedará de manifiesto, mis pesquisas se
dirigen hacia el análisis de lo que se considera que son aspectos habituales de la
experiencia musical.
Al oír música como la música que es, el oyente que la comprende debería ser
consciente de su inicio y de su conclusión, de modo que pueda advertir la
diferencia entre un final en el momento correcto y una detención inesperada
debida a alguna interferencia anormal. Esto se aplica a la obra como un todo, a sus
movimientos (si los tuviera) y a las melodías y subsecciones. En general, el oyente
debería poder juzgar si una melodía ha seguido su curso y si ha comenzado otra.
Además, el oyente debería poder normalmente reconocer las repeticiones como
tales, si bien esto puede ser difícil si atañen a secciones largas o si el material
original se varía o elabora cuando reaparece. Para oír las repeticiones, el oyente
debe poder reconocer y re-identificar los temas anteriores u otros materiales, aun si
la repetición no es exacta. Para entender un movimiento en forma sonata y en
modo menor, por ejemplo, ha de identificar el segundo tema cuando se recapitula
como el mismo tema que se presentó en la exposición, a pesar de las diferencias
que se derivan de que el tema pase de modo mayor a modo menor. O,
mencionando ejemplos similares pertenecientes a contextos diferentes, ha de
reconocer que el Blue Moon of Kentucky de Elvis Presley es una grabación del
bluegrass clásico de Bill Monroe, a pesar de que cambie de 3/4 a 4/4, u oír el Star
Spangled Banner en la parodia que Jimi Hendrix hizo de él en Woodstock. (Analizo
estos temas en Davies, 2001a: 54-58). Por supuesto, el lugar donde deberíamos
trazar la línea divisoria entre lo que es una variante de un determinado tema y lo
que es un tema diferente pero relacionado no siempre está clara, y esta
ambigüedad puede ser un rasgo musical significativo de una determinada obra,
pero en otras piezas se hace a menudo una distinción y hay un consenso claro
entre los oyentes experimentados acerca de si se trata de uno u otro caso.
Además de asimilar las convenciones musicales locales que dan cuerpo a sus
expectativas y pautan cómo continuará la música a partir de un determinado
momento, el oyente también interioriza otra información importante a resultas de
observar cómo está hecha la música. Por ejemplo, desarrolla un sentido de las
características de los distintos instrumentos y de las dificultades que entraña
tocarlos, lo cual será importante cuando trate de apreciar obras como los conciertos
virtuosísticos, que hacen de estas dificultades un objetivo musical84. Se puede
llegar a esto aprendiendo a tocar el violín, por ejemplo, pero también simplemente
prestando atención a lo que hacen los músicos. Y una vez en posesión de esta
información, es entonces posible escuchar grabaciones haciéndose una idea
apropiada de lo que uno vería si presenciara una hipotética ejecución de lo que
suena.
La preparación del oyente que sabe apreciar la música no puede radicar solo
en lo que pueda captar de forma irreflexiva, simplemente a través de la exposición
pura y dura a la música. Para lograr la más profunda comprensión, necesitará
tener una noción de los varios desafíos que plantean los distintos géneros y de los
problemas y dificultades a los que los compositores consideran que se enfrentan en
sus obras (Davies, 2003: cap. 13). Si su interés abarca más de un tipo y periodo de
música y aspira a un alto y refinado nivel de comprensión, necesitará tener alguna
idea sobre historia de la música —sobre qué estilos aparecieron en primer lugar y
cómo cambiaron y evolucionaron, sobre los cambios técnicos en los instrumentos
musicales, sobre las modificaciones en las convenciones de ejecución y en la
presentación de las ejecuciones—. Puede que incluso necesite tener en cuenta el
desarrollo y papel de la notación musical, pongamos por caso. Y, sobre todo, debe
tener alguna idea de las genealogías que relacionan a unos compositores con otros,
de modo que pueda reconocer qué es un logro original y distinguirlo del terreno
común establecido y, así, poder localizar las influencias, citas, alusiones,
caricaturas, rebeliones, homenajes, etc. Se ha dicho que, mientras que un poeta
contemporáneo puede escribir un soneto interesante, los compositores modernos
no pueden emplear del mismo modo las antiguas formas y estilos musicales —no
pueden decir nada ‘nuevo’ con ellas o, en todo caso, no pueden expresar a través
de ellas lo que los compositores anteriores sí pudieron—, teniendo esto como
resultado que la música sea más lineal y tenga una mayor direccionalidad histórica
que la narrativa o las artes plásticas85. Tengo mis reservas sobre estas
afirmaciones, pero estoy de acuerdo con la idea de que, para que uno aprecie
completamente la música, debe tener nociones de su historia. Y este proceso debe
ser autoconsciente y reflexivo, puesto que este tipo de conocimiento no puede
adquirirse meramente con la escucha, sin hacer referencia a carátulas de
grabaciones, notas al programa, tratados musicales y cosas semejantes.
Por otro lado, hay un aspecto crucial de la tarea que tiene el oyente para
entender la música que todavía no se ha mencionado. Si el oyente presta atención a
una ejecución de una improvisación libre, su interés se dirige hacia la ejecución, y
si escucha una reproducción de una obra íntegramente electrónica contenida en un
CD, su foco de atención es la obra, pero con frecuencia tendrá dos cosas que
considerar: la obra y la interpretación de la misma en la ejecución que oye.
Necesitará calcular qué pertenece a la obra y debe atribuírsele en consecuencia al
compositor, y qué pertenece por contra a la interpretación que el ejecutante le da a
la obra. Como ayuda, podría considerar qué pone en la partitura (si la hay) y cómo
la ejecución va legítimamente más allá de ella dándoles carne a los huesos escritos.
Podría también escuchar muchas ejecuciones de la obra en cuestión que hayan
hecho distintos y habilidosos ejecutantes, entendiendo los contrastes entre estas
como distintos recursos de las interpretaciones que presentan. De forma más
general, acompañará su escucha de una opinión basada en su experiencia previa
sobre qué tipo de obra se trata y sobre los límites a los que pueden llevarse las
interpretaciones de tal obra sin traicionarla. Para conseguir esto, tendrá que haber
escuchado cuidadosamente muchas obras y muchas interpretaciones distintas de
ellas. Y dado que el grado de definición con que los creadores especifican las obras
musicales varía de un periodo a otro y de un género a otro, así como lo hace lo que
puede esperarse de la elaboración y articulación del ejecutante, su aproximación a
las obras y ejecuciones musicales debe ser sensible al lugar que ocupa la obra y la
ejecución en sus respectivos periodos, estilos y tradiciones.
Las obras musicales y las ejecuciones son muy diversas. Algunas son
altamente sofisticadas, complejas, extensas, así como repletas de alusiones sutiles,
ironías, etc. Otras, como Noche de paz, son breves, simples y transparentes86.
Prácticamente todos los oyentes pertenecientes a la cultura musical de Noche de paz
pueden apreciarla de una manera inmediata y sin esfuerzo. Pueden alegrarse de
oírla de nuevo, pueden incluso gozar de la experiencia, pero no pueden esperar
aprender más o apreciar la pieza de forma más profunda que la primera vez que la
oyeron. Por el contrario, la apreciación de obras del primer tipo puede ser la tarea
de toda una vida. Cada vez que el oyente vuelve a ellas, encuentra más cosas; a
veces se produce el sentimiento de ir más allá de la superficie hacia niveles de
significado nuevos y más profundos. El oyente se verá atraído a escuchar diversas
interpretaciones de la obra en cuestión, tanto por el interés que tienen en sí como
por la nueva luz que arrojen sobre las posibilidades de la obra. Es probable que
reflexione sobre la obra y las ejecuciones que conoce. Incluso que lea sobre ella o
estudie su partitura.
La audición momentánea
Levinson (1997: 64) acepta que, al seguir una obra, uno debe pensar
habitualmente algo equivalente a «este trozo, o algo parecido, ocurrió antes», pero
niega que tales experiencias impliquen una escucha estructural, porque considera
que ni siquiera el oyente experimentado recuerda con claridad cuándo y dónde
apareció por primera vez un tema (1997: 65). Sostiene, en sentido más general, que
la mayoría del procesamiento relevante es inconsciente y no es recuperable en
forma proposicional, de modo que el oyente no necesita ser capaz de describir la
música de un modo que revele su captación de ella (1997: ix-x, 72-73).
Lo que Levinson muestra no es que captar la forma global de una obra sea
irrelevante para la comprensión musical, sino que tal captación debe surgir de la
experiencia del oyente. La forma musical debería oírse como un flujo proveniente
de la interacción entre los materiales de la obra, y no imponerse intelectual y
externamente a través de los esquemas de libro de un musicólogo. Estoy de
acuerdo con la excelente observación de Alan H. Goldman (1992: 38):
Diana Raffman (1993) es una de las filósofas que cree que la experiencia de la
música posee aspectos inefables. Analiza la inefabilidad estructural y el
sentimiento de inefabilidad, pero su foco principal es la inefabilidad de los matices.
Al estudiar esto, Raffman sugiere que el sonido de la música tiene una textura tan
fina que se cuela entre las redes de nuestras categorías conceptuales. También
mantiene que, dado que no podemos retener en la memoria toda la cantidad de
información sensorial que experimentamos, no podemos crear categorías más
precisas con las que describir nuestras experiencias perceptivas.
Cuando Mark DeBellis (1995; cfr. también 1999a, 2005) compara al oyente
ordinario, indocto, con uno instruido en teoría de la música, plantea una
explicación que implica un acercamiento a las experiencias inefables de la música
que es más pertinente para considerar qué es lo que supone entender la música90.
La escucha del experto cuenta con instrucción teórica. Por ejemplo, oye un acorde
de séptima de dominante y, a la vez que se percata de sus funciones y tendencias
estilísticamente apropiadas, lo identifica como un acorde de séptima de
dominante. Lo coloca bajo el concepto de acorde de séptima de dominante y, en
consecuencia, adquiere la creencia de que es un acorde de séptima de dominante.
Su escucha es ‘equivalente a la teoría’. El oyente sin formación pero con
experiencia también se apercibe de la función armónica del acorde que oye, en la
medida en la que reconoce que tiende a resolver en lo que el experto identificaría
correctamente como la tónica, pero, al contrario que este, el oyente sin formación
no puede colocar el acorde bajo el concepto pertinente, pues carece de él. Como
resultado, no adquiere la creencia de que lo que está oyendo es una séptima de
dominante, si bien se representa que el acorde implica una tendencia hacia una
determinada dirección de resolución o sucesión. En términos de DeBellis, la
experiencia que el oyente tiene de la música es no conceptual y, en esa medida,
inefable.
DeBellis argumenta que hay un sentido más fuerte que los que hemos
analizado, de acuerdo con los cuales la escucha de los oyentes de nivel ordinario e
intermedio es no conceptual. La posesión de conceptos perceptivos (distintos de la
terminología lingüística) presupone la capacidad de discriminar perceptivamente
entre las diversas instancias (bajo las condiciones perceptivas estándar). Yo poseo
los conceptos perceptivos de rojo y naranja porque puedo clasificar correctamente
los ejemplares apropiadamente coloreados en uno u otro de los dos tipos. Si no
puedo hacer lo mismo con los ejemplares de escarlata y bermellón, carezco de los
conceptos perceptivos de esos colores. Dicho esto, los oyentes de nivel ordinario e
intermedio no pueden identificar con regularidad y seguridad los acordes de
séptima de dominante y diferenciarlos de otros acordes. De esto se sigue que
carecen de los conceptos perceptivos pertinentes.
Tomando los ejemplos favoritos de DeBellis, estoy de acuerdo con que los
oyentes ordinarios, sin formación, normalmente no pueden identificar y
reidentificar el quinto grado de la escala cuando se da a lo largo de una melodía
tonal o el acorde de dominante siempre que aparezca en una secuencia armónica,
si bien, como oyentes inmersos en su cultura que son, reconocen las implicaciones
melódicas y armónicas apropiadas para esos casos. Y estoy de acuerdo con que
quienes puedan hacer las identificaciones pertinentes poseen el conocimiento del
que carece el oyente ordinario. Sin embargo, no creo que este conocimiento
suplementario cuente mucho de cara al nivel de comprensión musical que se
adquiera. Todos los oyentes con oído absoluto pueden hacer esas identificaciones
sin formación. Aunque a menudo son individuos muy musicales, no suponemos
automáticamente que adquieran una comprensión de la música superior a la de
quienes carecen de oído absoluto. Y hay una buena razón para ello, creo yo. El
entendimiento musical tiene que ver principalmente con Gestalten melódicas y
armónicas. La capacidad para individualizar sus elementos constitutivos no se
traduce directamente en un mejor entendimiento de estas entidades de nivel
superior, ya que las melodías no son meras sucesiones de tonos (o intervalos) y los
acordes no son meros agregados de tonos.
Quien defienda a DeBellis podría decir, entonces, que el oyente debe poseer
un vocabulario técnico con el que expresar su comprensión de la música del
segundo tipo, ya que no del primero. Yo, no obstante, dudo que sea así. Aun si es
necesario que el oyente oiga la aumentación, el estrecho, la inversión y la
retrogradación en la fuga si quiere seguirla con el máximo grado de
entendimiento, debería ser capaz de describir lo que estos términos denotan sin
recurrir al vocabulario musicológico. Diría: «Aquí la melodía está patas arriba.
Aquí suena de atrás a adelante. Aquí se ralentiza. Y aquí las voces caen en cascada,
cada aparición de la melodía está pisando a la siguiente»95.
Dado que los ejecutantes son también oyentes, todo lo que he dicho sobre el
oyente se aplica también al ejecutante. Mi interés aquí se dirige hacia el tipo de
comprensión musical que es específico del ejecutante en su rol como intérprete de
la música. Si bien puede improvisar libremente, me centro en el caso en el que su
objetivo es tocar una obra concreta, y hacerlo en tiempo real99. Y presupongo que
el músico domina su instrumento, de modo que lo que hace refleja adecuadamente
su objetivo e intenciones.
Las interpretaciones-ejecución
Autenticidad e interpretación
La creatividad en la ejecución
¿Qué es la interpretación-ejecución?
Defiendo que de toda ejecución emerge una visión de la obra y, por tanto,
que toda ejecución implica una interpretación. Algunas de estas interpretaciones
serán imperfectas y absurdas, no obstante. En otras palabras, tal y como yo uso el
término, «interpretar» no es un verbo de logro. (En este sentido, es lo contrario a
«casarse», por poner un ejemplo). Además, la visión que emerge no siempre ha
sido prevista o incluso pretendida por el ejecutante, ya que quienes realizan las
interpretaciones-ejecución no necesariamente las hacen a propósito, tal y como
ahora explicaré.
Modelos de interpretación
Los modelos de lo que implica interpretar una obra que se han considerado
hasta ahora tienen un regusto literario. El atractivo inicial de estos modelos radica
en que capturan dos ideas centrales: que el ejecutante media entre el compositor y
su audiencia, y que el ejecutante solo puede presentar la obra del compositor
interpretándola. Estas intuiciones básicas parecen acertadas. Ninguna explicación
aceptable del tipo de interpretación que aquí se está examinando puede olvidar
que lo que se interpreta es la obra del compositor y que solo a través de la
interpretación del ejecutante se puede presentar la obra a una audiencia105. Sin
embargo, mientras que estos modelos pueden dar cuenta y explicación de algunos
tipos de interpretación musical, no son totalmente apropiados. Una dificultad
estriba en saber cómo analizar la metáfora de que las obras musicales son
‘emisiones’ del compositor que requieren una cita o traducción. Y mientras que el
modelo de la interpretación-ejecución como cita minimiza la relevancia de la
creatividad del músico de cara al acto de interpretar, el modelo de la interpretación
como traducción parece invocar un tipo de creatividad que no halla fácil
correspondencia con lo que el músico hace.
Una consideración adicional tiene que ver con el lugar que ocupa la obra en
el programa del concierto y con las otras obras junto a las que aparece. La primera
obra debería dar energías al público, mientras que el resto debería construir
progresivamente la intensidad de cara a la involucración y reacción de los oyentes.
Uno esperaría una interpretación más desmesurada de la obertura Leonore n.º 3 de
Beethoven si es la obra con la que concluye el concierto que si es la que lo abre. Y si
el Divertimento de Béla Bartók está flanqueado por clásicos del siglo XIX, podría
destacar con mayor efectividad y proporcionar un deseable contraste si se
acentúan sus disonancias y ritmos propios del siglo XX. Por el contrario, su calidez,
encanto y fluidez melódica merecen atención si el resto del programa consiste en
obras de Anton Webern y Pierre Boulez.
Los músicos hacen música; esto es, tocar música implica un conocimiento
aplicado o un saber cómo. ¿En qué se diferencia el conocimiento práctico del
conocimiento discursivo?
Existen, no obstante, dos razones por las que no deberíamos esperar mucho
de la explicación o el análisis sobre la naturaleza de la destreza para la música que
hagan los músicos. En los casos en los que la destreza es cognitivamente
impenetrable, los músicos no saben lo que hacen, si bien pueden ser capaces de
nombrar el resultado que pretenden lograr. Pueden especular sobre lo que ocurre,
por supuesto, pero están peor situados que los científicos para entender lo que
sucede en la ‘caja negra’ del neuro-procesador pertinente. Y en los casos en los que
la destreza es recuperable, los músicos pueden ser capaces, previa reflexión, de
describir los pasos y procesos que intervienen, pero el resultado puede ser menos
informativo de lo que desearíamos. Cuando se analiza una acción compleja en
términos de subrutinas más elementales, la explicación se agota con listas
ordenadas de acciones básicas. Para conducir un coche, las acciones básicas serían
cosas como pisar el pedal, girar el volante y mirar por el retrovisor111. Dicho esto,
la ‘profundidad’ que pueda alcanzar un análisis reductivo de una acción depende
de lo rápido que podamos acometer dichas acciones básicas. Sospecho que, en el
caso de la música, podemos acometerlas muy rápido, lo cual explica por qué la
descripción, en este ámbito, deja paso tan rápido al tarareo y a agitar la mano, esto
es, a la ostensión y a la ejemplificación. A pesar de la complejidad y sofisticación de
las ejecuciones musicales, podría no haber mucho que decir de las acciones que
conlleva una ejecución sirviéndonos de descripciones.
Las relaciones que el análisis expone podrían tener la significación que se les
pretende dar solo si fueran relaciones audibles [...]. El analista que ve en la
partitura relaciones que nadie puede oír no nos convencerá de que haya revelado
la fuente de la unidad de la obra. Pero el analista cuyo análisis nos permita oír
relaciones que antes nos pasaban desapercibidas podrá convencernos fácilmente.
Hoy por hoy creo que estas ideas son erróneas tal y como están expuestas. El
error salta rápidamente a la vista cuando consideramos cómo Scruton extiende su
objeción desde el analista hasta el compositor que emplea técnicas compositivas
que no pueden oírse. Su blanco predilecto es el serialismo dodecafónico de la
Segunda Escuela de Viena, al menos en la medida en la que niega todas las
implicaciones tonales (Scruton, 1987, 1997: 281-285, 294-305).
Al final, la suposición clave es que solo las relaciones audibles podrían tener
el poder explicativo que el analista les atribuye. Varios teóricos de la música que,
por lo demás, mantienen visiones diferentes sobre la naturaleza del análisis
musical comparten esta intuición. Douglas Dempster y Matthew Brown abogan
por un modelo ‘científico’ de acuerdo con el cual los análisis desvelan hechos
objetivos sobre la obra y han de evaluarse en términos de verdad. Escriben (1990:
249):
Todo esto puede sonar razonable, pero yo creo que este punto de vista es
innecesariamente fuerte.
75 El material que este capítulo fusiona se publicó por primera vez como
«The Know-how of Musical Performance», Philosophy of Music Education Review, 12
(2) (2004): 56-61; «Performance Interpretations of Musical Works», Nordisk Estetisk
Tidskrift, 33/34 (2006): 8-22; y «Musikalisches Verstehen», en A. Becker y M. Vogel
(eds.), Musikalischer Sinn: Beiträger zu einer Philosophie der Musik, trad. Matthias
Vogel, Fráncfort, Suhrkamp Verlag, 2007: 25-79.
76 Lo hago por conveniencia y simplicidad. La música clásica occidental es
aquella con la que los lectores de este libro estarán probablemente más
familizarizados, y la idea de que la música puramente instrumental —música sin
palabras cantadas, títulos literarios o historias programáticas asociadas— presenta
un contenido que puede captarse es más fuerte y provocativa que las alternativas.
Creo, no obstante, que una explicación plena debería considerar la música no
occidental y las muchas variedades populares de Occidente (tal y como he
intentado hacer en Davies, 1994a, 1999c, 2001a). También acepto que la acusación
de que los filósofos pueden equivocarse al ignorar la primacía de la música vocal
con texto es en cierto sentido justa (Ridley, 2004).
77 Este último punto invita a analizar 4’33’’, de John Cage, dado que
habitualmente se describe como una obra silenciosa o una obra que tiene como
contenido lo que en cualquier otra circunstancia sería sonido ambiental. (El propio
Cage nunca fue totalmente claro sobre la diferencia entre estas explicaciones del
estatuto ontológico de la obra, si bien tendió a favorecer la segunda). Aunque no
puedo desarrollar aquí el argumento (cfr. no obstante Davies, 2003: cap. 1),
sugeriría que la obra de Cage se entiende mejor no como música, sino como una
obra teatral acerca de la ejecución de música. Para un debate sobre la función
estética habitual de los silencios en música, cfr. Judkins (1997).
80 Para más desarrollo, cfr. Tanner (1985), Hicks (1991), Davies (1994a: 367-
369), Kieran (1996).
83 Si bien a veces se sugiere que algunos sistemas tonales tienen una especial
validez que las series armónicas naturales les confieren, esto cuenta con un rechazo
generalizado. Todas las culturas parecen reconocer la identidad como tipo de las
notas a distancia de octava, de modo que se oyen las notas a distancia de octava
como la misma nota pero con alturas distintas, y la mayoría incluyen cuartas y
quintas justas en sus escalas; no obstante, más allá de esto, casi todo lo que un ser
humano puede distinguir tiene validez. Las ‘gramáticas’ de los sistemas rítmicos,
métricos y armónicos no son menos flexibles.
89 Para mayor debate crítico sobre la idea de Levinson, cfr. McAdoo (1997),
Davies (1999b), Perrett (1999), Kivy (2001), y el simposio en la revista Music
Perception (volumem 16, 1999), al que Levinson (1999) es respuesta.
91 Cfr. Budd (1985), Tanner (1985), Kivy (1990), Davies (1994a), Levinson
(1996a: cap. 3), por ejemplo.
92 Para otro análisis crítico de las ideas de DeBellis, cfr. Levinson (1996b) y
Ridley (1997).
94 DeBellis acepta esto y escribe (1995: 65): «la mayoría de la gente puede
reconocer el “Cumpleaños feliz”; por tanto, tiene un concepto perceptivo del
“Cumpleaños feliz”». Y de nuevo (2005: 56): «la mayoría de la gente tiene robustos
conceptos perceptivos de canciones y temas familiares, así como de propiedades
estilísticas y genéricas de obras. La gente puede distinguir fácilmente las polkas del
reggae, lo que supone decir que su repertorio de conceptos perceptivos abarca estas
categorías. Solo a ciertos niveles, respecto de ciertas propiedades, la representación
mental de la música es no conceptual en el presente sentido». Además, el tono
severo de DeBellis (1995) es reemplazado en DeBellis (2003) por una visión mucho
más positiva de la capacidad del oyente para captar intuitivamente buena parte de
lo que es necesario para el entendimiento musical, y también acepta aquí que la
escucha que está impregnada por la teoría a veces supone una distracción y es por
ello inadecuada.
96 Algunos críticos de Kivy han propuesto esta idea; cfr. Sharpe (1982),
Dempster (1991) y Price (1992).
97 Para mayor elaboración cfr. Kivy (1990), Davies (1994a), Karl y Robinson
(1995b) y Robinson (2005).
101 Para mayor análisis, cfr. Levinson (1996a: cap. 5), Davies (2001b, 2003:
cap. 15).
105 Presupongo que las ejecuciones se hacen para una audiencia, ya sea real
o imaginaria, y en esto se diferencian de los ensayos, la práctica, el chapurreo, etc.
No siempre que se toca música se hace una ejecución. (Y no todas las ejecuciones
son de obras, por supuesto, si bien al principio circunscribí este análisis a las que sí
lo son). También presupongo que solo una minúscula minoría de oyentes puede
generar en su cabeza ejecuciones virtuales de una obra simplemente leyendo su
partitura.
107 Paso por alto el asunto del conocimiento práctico innato. Aun si los
grandes músicos nacen, no se hacen, tienen de todas maneras que aprender a tocar
el violín, el piano o el instrumento que sea. Quizás la musicalidad se construye
sobre una herencia genética especial, de modo que no todo el mundo pueda
lograrla, pero incluso quienes tengan unas mayores dotes naturales deben educar
su talento para que madure y dé fruto.
108 Uno puede saber cuántas veces llama el cartero, pero este no es el tipo
de saber cómo del que se habla aquí, que va siempre seguido por un verbo en
infinitivo. De hecho, saber cuántas veces llama el cartero es un ejemplo de ‘saber
qué’, es decir, de conocimiento proposicional, y no de conocimiento práctico.
113 Kivy (1990: 126) comenta que el análisis schenkeriano tiene el «aura de
un culto», pero no sabe o se pregunta si es culpable de los fallos que encuentra en
el análisis de Reti. DeBellis (2003) sospecha que Reti es un representante de
Schenker según la visión de Kivy. Cuando DeBellis valora si la teoría schenkeriana
sería un buen apoyo para la crítica de Kivy, niega que no sea falsable, pero está de
acuerdo con que no se necesita oír una obra en términos schenkerianos para
alcanzar una comprensión intuitiva de lo que se ha alcanzado. Scruton (1997: 393)
distingue entre Reti y Schenker. Reti busca mostrar como la superficie musical se
deriva de motivos temáticos comunes, lo cual es un objetivo que vale la pena
porque «influye en nuestra atención estética». Por el contrario, la aproximación de
Schenker va en la dirección contraria al reducir la variedad de la superficie a una
prolongación universal subyacente de la tríada mayor. En este punto, me alineo
del lado de Scruton y contra Kivy. Creo que puede hacerse el análisis
schenkeriano, pero dudo de algunas de las afirmaciones que se hacen sobre la
satisfacción estética que esto supone y sobre lo que supuestamente prueban los
análisis respecto de lo que hace grande a la mejor música.
La experiencia de la música
Los filósofos, así como los musicólogos, han analizado estos temas —cfr. el
capítulo 7, Kivy (1990), Davies (1994a), Levinson (1996a: cap. 3). Y para una
explicación iluminadora del aspecto fenomenológico que implica seguir la música
con comprensión, cfr. Levinson (1997)—. Más que retomar estas discusiones
habituales, las daré por sabidas. En este capítulo, desarrollaré mis comentarios por
medio de una serie de secciones vagamente conectadas. Algunas de mis
observaciones complementan y expanden asuntos que ya han sido ampliamente
debatidos. Otras pocas introducen temas que no se han considerado previamente
bajo el rótulo de la experiencia de la música.
El compositor Felix Mendelssohn dijo que cada obra musical expresa algo
único. Debido a que puede ser difícil decir con palabras de qué manera son
cualitativamente distintas las emociones expresadas en diferentes obras, este
pensamiento está detrás de la idea de que la música es inefable en su expresividad.
Mi idea es que lo que es único de cada obra musical no es, como se ha afirmado, la
emoción que expresa, sino más bien los medios de expresión. La música expresa
habitualmente emociones más bien generales, y dos obras distintas pueden
expresar el mismo tipo de tristeza. Lo que es altamente específico de cada obra son
los detalles de los medios —las notas, armonías, etc.— con los que se expresa la
emoción. Estas diferencias son describibles y, por tanto, no son inefables. Si no
podemos decir con palabras de qué manera se diferencia la tristeza del
movimiento lento de la Heroica de Beethoven de la tristeza de la marcha fúnebre de
Chopin, no es porque haya algún tipo de contraste sutil que escape a la
descripción. En realidad, lo que ocurre es que su tristeza comparte el mismo
carácter general y que las diferencias pertinentes entre las obras no radican en lo
que expresan, sino en los medios musicales —medios que son lingüísticamente
describibles— con los que se da cuerpo a esa tristeza.
¿Por qué escucha música la gente? ¿Qué ganan con ello? La respuesta parece
obvia: placer. No escuchan música por obligación para con otros o como ejercicio
de autodisciplina, sino por el placer que les supone, un placer entendido y
apreciado como tal. En consecuencia, el debate sobre el placer estético (y sobre
cómo difiere de otros tipos de placer) ha ocupado un lugar central en la estética y
en la filosofía del arte (Levinson, 1996: cap. 1).
A esta idea se objeta habitualmente algo que está mal concebido, y que pasa
por sostener que valoramos la música como un fin en sí mismo, por mor de sí
misma, y no meramente como un medio para otras cosas. La conclusión a la que se
llega es que la persona que busca placer en la música la usa como un mero medio y
no es, por tanto, un auténtico melómano. La objeción está mal concebida porque
supone erróneamente que el placer experimentado con la música es de algún modo
separable del proceso de seguir y apreciar esa música. Por ejemplo, considera
erróneamente que el placer es una sensación corporal que posiblemente podrían
causar otras cosas distintas que la música. Sin embargo, el placer y la música no
son separables así. La música es el único medio para el placer. El placer tiene que
describirse haciendo referencia a la música que tiene como objeto. El placer
depende de la involucración perceptiva y cognitiva con la música reconocida y
apreciada en su particularidad. La música no es meramente un medio dispensable
para el placer, ya que el placer no es algo que acontezca de forma espontánea
cuando uno se expone a la música, con independencia de que uno la perciba o no.
El placer está ligado a una involucración activa con la música y, como tal, se
obtiene con la música, no se deriva incidentalmente de ella. (Para una discusión de
esto, cfr. Levinson, 1996a: caps. 1 y 2; Stecker, 1997; Davies, 2003: cap. 12).
Es obvio, como he sugerido, que escuchamos música por el placer que nos
provoca la experiencia que ello pone a nuestro alcance. No obstante, el número y
variedad de aparentes contraejemplos merecen que nos detengamos un momento.
Escuchamos música triste aun sabiendo que puede que nos genere sentimientos
negativos al hacernos eco de lo que la música expresa. Además, una cantidad
considerable de música resulta ser, una vez entendida, banal y sin interés, en
absoluto una fuente de placer. (Es más, no toda la música que es placentera en una
primera audición resulta serlo a largo plazo). Por otro lado, una persona podría
asistir a conciertos de la última música de vanguardia aun vaticinando de forma
certera que no los disfrutará. Acude a ellos, sin embargo, porque le gusta estar al
día en las últimas tendencias y desarrollos.
Hay quien sostiene que toda acción humana está motivada por el egoísmo.
A cada aparente contraejemplo se le hace frente apelando a un egoísmo más sutil,
elevado o de largo alcance, de modo que, por ejemplo, el donante anónimo que da
sus bienes para la caridad está guiado en última instancia por una necesidad de
sentirse moralmente valioso, o superior, o cualquier cosa semejante. Al final, la
noción de egoísmo pierde su poder explicativo, ya que resulta que el completo
desconocido que da su vida para que otros puedan ocupar los botes salvavidas es
tan egoísta como el que pisotea a mujeres y niños sin ninguna preocupación más
que la de salvarse él. En este proceso, el concepto de egoísmo se aleja de las
nociones morales de amor propio, insensibilidad, arrogancia y otros vicios con los
que inicialmente está asociado. Como resultado, la afirmación de que el egoísmo
domina inevitablemente deja de tener las implicaciones moralmente significativas
que parecía haber detrás de ella.
Dicho esto, la idea de que lo que nos motiva es el placer (cuando no nos guía
el deber o la auto-disciplina) es similar en la medida en que es susceptible de ser
exageradamente extendida, con la correspondiente disolución de su poder
explicativo. Con una pizca de ingenio, podríamos responder a cualquier
contraejemplo identificando algún tipo de placer conectado directa o
indirectamente con la música y que está agazapado detrás de ella. Pero a la
tentación de llevar la explicación por esos derroteros debería oponérsele resistencia
por respeto a lo que se necesita explicar. Por ejemplo, podría ser más honesto y
convincente aceptar que podemos sentirnos motivados a escuchar la música por sí
misma debido a la curiosidad que nos despierta, a la costumbre o a muchos otros
motivos que no tienen relación alguna con una compensación placentera. En otras
palabras, puede haber muchas razones para actuar de manera distinta a la
búsqueda de placer. Aun si mis visitas al dentista se deben a mi propia iniciativa e
interés, ciertamente no se sigue de ello que estas visitas deban suponerme una
fuente de placer directo o indirecto ni que tengan el placer como meta.
Tengo que formular aquí dos breves comentarios críticos. Sharpe (2000: 37)
tilda el énfasis en el placer de «corrosivo efecto del utilitarismo», pero uno no tiene
por qué estar de acuerdo con el utilitarista en que el placer es el único o definitivo
valor para reconocer su importancia a la hora de experimentar la música. El placer
puede dar muy buenas razones para actuar incluso si hay otras razones que
pueden ser igual de poderosas e incluso si algunas (como la exigencia de justicia)
son abrumadoras cuando se dan. En segundo lugar, Sharpe piensa que apreciar la
música de forma intrínseca excluye la posibilidad de que la apreciemos
instrumentalmente, como un medio para el placer. Pero o bien no tiene sentido
decir que la apreciamos intrínsecamente (Stecker, 1997: 251-258), o bien nuestro
aprecio intrínseco es compatible con que la apreciemos como la única fuente de
experiencias placenteras que son inseparables de su apreciación (Davies, 2003: cap.
12).
El punto clave es este: bajo el influjo del amor, el sentido que tiene el sujeto
de su propia identidad cambia y se expande, de modo que la relación se vuelve
central para la concepción que el sujeto tiene de sí mismo como ser. Para los
melómanos, la música es así de fundamental. Para ellos (citando de Davies, 1994a:
276),
Llegados a este punto, espero que la idea de Sharpe esté clara. Sugerir que
escuchamos música por el placer que sacamos de tal experiencia es extraño del
mismo modo en que lo es decir que comemos por el placer que obtenemos con ello.
Si bien esto podría ser la razón para comer un plato determinado en una
determinada ocasión, y si bien el consumo de comida es a menudo placentero, la
afirmación es extraña porque no consigue entender que comer es una necesidad,
no algo que elijamos hacer por su valor instrumental. Sería igualmente extraño
preguntarle a alguien si es como es por el placer que obtiene al ser así. Incluso
quienes están cómodos consigo mismos no son como son por el placer que
obtienen siendo así. Si escuchar música se convierte en parte de la identidad y
naturaleza de uno, la sugerencia de que ese individuo escucha por placer, aun si a
menudo es cierta, no se acerca ni remotamente a señalar el papel que desempeña la
música en la vida de ese sujeto.
Los músicos se pasan a menudo horas y horas con una obra, tocándola una y
otra vez para aprenderla y dominarla. Muchas chicas en Bali empiezan a bailar
desde los seis años. A menudo, la obra que aprenden es Legong Lasem. Las que son
lo suficientemente buenas como para bailarla en público lo hacen desde los nueve
años aproximadamente. Calculo que quienes bailan el Legong Lasem pueden
hacerlo una vez al día durante la mayor parte de una década. Desde luego, ¡esto es
una garantía para asegurarse de que ocupe un lugar importante en sus vidas! Pero
he prometido al inicio centrarme en el oyente, no en el ejecutante. Para ello, seguiré
con el ejemplo recién presentado, el del legong balinés.
Muchos balineses parecen no cansarse del Legong Lasem y otras piezas que se
tocan muy a menudo. Años atrás, varios príncipes se arruinaron por su obsesiva
devoción por el legong. Ahora puedo entender la fuente de su fascinación, si bien
me ha llevado varios años. Tuve que aprender a seguir la música y a ver cómo el
baile encajaba con ella. Necesité adquirir unos conocimientos básicos de las
técnicas, temas y símbolos de la danza balinesa en general, así como de las
historias específicas y su estilizada expresión en bailes individuales. Mi apreciación
se afinó viendo clases y ensayos, y percatándome de las sutiles diferencias en la
coreografía y en la música que distinguen las distintas variantes locales121. Y poco
a poco, como por ósmosis, el baile y la música pasaron a ocupar un lugar entre las
obras musicales que amo y sin las cuales no puedo imaginar vivir. (Para un análisis
más extenso de la danza, cfr. Davies, 2006).
¿Qué interés tiene ver el Legong Lasem una y otra vez? Para mí, tiene dos
alicientes. El primero es una sensación de satisfacción que se deriva de presenciar
cómo se continúa, mantiene y extiende una tradición de ejecución viva. Aunque los
bailarines de legong excepcionales pueden actuar y enseñar hasta una avanzada
edad, solo un lapso de tres o cuatro años separa cada generación, de modo que es
posible ver cómo un grupo de bailarines entrenados y preparados para actuar en
público debuta ante un público de turistas o en un templo, alcanza la madurez
interpretativa y cierra su carrera o pasa a otros bailes, todo en menos de una
década. El segundo aspecto que atrapa mi atención es la infatigable pasión por la
perfección y belleza que lo guía todo. Esto no implica que haya una única
interpretación ideal a la que todas las demás aspiren. Dado que las personalidades
individuales de los bailarines y de los músicos emergen de forma inevitable y
bastante clara a lo largo de su mutua interacción, lo que se considera perfecto varía
de un grupo a otro y de un momento a otro. Así, la cuestión no es que las
repeticiones sean interesantes porque con cada una de ellas se dé la posibilidad de
que, finalmente, se realice el ideal. Se trata más bien de que la repetición hace
posible una perfección que varía según la ocasión y que así facilita que el público
se centre en los detalles sutiles de cada ejecución. La perfección en este baile es tan
compleja y multidimensional como la superficie de un conjunto de cristales. Puede
lograrse a menudo, pero nunca de un modo completo o exhaustivo, de forma que
cada nueva actuación ofrece la esperanza de añadir algo único a un preciado
inventario.
117 Sucede que, en muchas familias, al tiempo que los vínculos de amor e
historia común unen a sus miembros, estos podrían estar preguntándose qué se
supone que tiene que ver ese vínculo con el placer.
120 Para Felipe las canciones eran una terapia para su depresión patológica.
121 Es posible ver el Legong Lasem todas las noches en espectáculos para
turistas, con ejecuciones de seis o más compañías distintas. Cuando se representa
para los turistas, se abrevia la pieza a menos de la mitad de su duración completa,
pero aun así dura entre quince y veinte minutos.
CAPÍTULO 9
Mozart compuso la ópera bufa Così fan tutte después de Las bodas de Fígaro y
Don Giovanni, unos dos años antes de su muerte. El argumento trata de una
apuesta entre Don Alfonso, un «filósofo cínico», y dos hombres, Ferrando y
Gugliemo, que confían en la fidelidad de sus prometidas, Dorabella y Fiordiligi.
Bajo la dirección de Alfonso, y con la ayuda de Despina, la criada de las
prometidas, los hombres se disfrazan y cortejan a la anterior pareja del otro con
tanto éxito que pierden la apuesta. Cuando todo se descubre, prevalece el perdón
mutuo y las parejas se casan123. Estos acontecimientos tienen lugar supuestamente
en el lapso de veinticuatro horas.
La ópera fue despreciada en el siglo XIX por ser inmoral y en el siglo XX por
ser irremediablemente absurda. Tal vez porque comparte esta última opinión,
Peter Kivy intenta salvar la música tratándola como separable del contexto
dramático cuando afirma que la obra es una sinfonía concertante para cantantes.
Kivy (1988b: 259) escribe:
GUGLIEMO Y BENUCCI
¿Por qué no consigue Gugliemo unirse a los demás? Hay una razón que no
es obvia. No entra cuando le corresponde porque él no puede. Francesco Benucci
no puede cantar la melodía porque se sale de su tesitura. Benucci es el cantante que
interpretó a Gugliemo en la primera representación; es el cantante para el que
Mozart compuso el papel124.
Al trabajar en el aria [...] he dejado que las hermosas notas graves de Fischer
brillen [...]. Déjame que me centre ahora en el aria de Belmonte en la mayor [...]. La
escribí expresamente para la voz de Adamberger [...]. He sacrificado un poco el
aria de Constanze en aras de la flexible garganta de Mlle. Cavalieri.
¿Qué recursos podría haber usado Mozart para acomodar la voz de Benucci
a la música del cuarteto del Così? ¿Podría haber solucionado el problema
cambiando de octava la melodía? No. Si bien los cambios de octava funcionan lo
suficientemente bien cuando se trata de pasajes secuenciales, arruinarían el
carácter distintivo de una melodía como esta. ¿Desaparecería el problema si la
tonalidad no fuera la bemol mayor? No. Dado que la melodía abarca el intervalo
de una undécima mayor, un cambio de registro estaría abocado a llevarla fuera de
la tesitura de uno de los cantantes. Por otro lado, Mozart trata tan cuidadosamente
los centros tonales en los finales de acto de sus últimas óperas que es dudoso que,
dada esta coyuntura, haya muchas tonalidades alternativas que se integraran en la
estructura. ¿Podría haberse evitado el problema escribiendo el canon a intervalo de
quinta en vez de octava? No. El problema surge entonces en relación con la tesitura
del cantante que haga el papel de Ferrando.
Estas cuestiones pueden tener interés técnico, pero pasan por alto lo que es
obvio. Mozart pudo haber escrito otro canon diferente que le hubiera permitido a
Benucci unirse a los demás. (Probablemente, podría haber escrito diez cánones
como ese antes de desayunar). En último término, entonces, este segundo intento
de explicar el desarrollo del cuarteto en canon no es más satisfactorio que el
primero. Para llegar más lejos, necesitamos entender el enfoque que adopta Mozart
como dramaturgo operístico.
Los argumentos de las óperas bufas, si bien no tan fijos como los de la ópera
seria, siguen patrones bien establecidos; por ejemplo, hay un confuso batiburrillo
de identidades equivocadas, eficientemente resuelto al final. A la mitad de la
ópera, y al final, salen cada vez más personajes a escena, estando los protagonistas,
con los que uno empatiza, en peligro en la primera ocasión y saliendo victoriosos
en la segunda. Estos temas derivan de la tradición de la commedia dell’arte, al igual
que muchos de los personajes tipo, como el sirviente simple, duro y avaro pero
básicamente con buen corazón.
En la última escena del segundo acto, Idomeneo tiene un aria o, más bien,
una especie de cavatina entre los estribillos. Aquí sería mejor tener un mero
recitativo, bien apoyado por los instrumentos. Porque, en esta escena que será la
mejor de toda la ópera [...], habrá tanto ruido y confusión en escena que un aria en
este preciso momento daría una pobre impresión; y, además, hay una tormenta,
que no parece probable que amaine durante el aria de Herr Raaff, ¿verdad?
Me pides una ópera bufa. Será un placer, si lo que quieres es tener una
composición vocal mía toda para ti. Pero si es para que se represente en escena en
Praga, no puedo comprometerme, puesto que todas mis óperas están demasiado
ligadas a nuestra plantilla, y además nunca produciría el efecto que he calculado
de acuerdo con las condiciones locales. Sería una historia muy distinta si tuviera la
enorme dicha de componer un libreto enteramente nuevo para el teatro de allí.
Pero incluso en ese caso estaría corriendo un gran riesgo, ya que el gran Mozart
difícilmente puede tener un igual. Porque si yo fuera capaz de impactar en el alma
de cada amante de la música, y más especialmente en la de los mayores
melómanos, con mi propia comprensión y sentimientos hacia las incomparables
obras de Mozart, tan profundas y tan llenas de inteligencia musical, tal y como mis
propios fuertes sentimientos dictan, entonces las naciones competirían entre sí para
tener semejante joya dentro de sus muros. Dejemos que Praga se aferre al bendito
hombre [...]. Me enfada pensar que este sin par Mozart todavía no haya obtenido
ningún puesto [...]. Perdóname si me voy por las ramas. Adoro demasiado a ese
hombre.
Lo dicho hasta el momento sienta las bases para una nueva historia. En sus
óperas bufas, Mozart contrapone a la estructura externa convencional una
estructura musical menos evidente que da forma a su carácter dramático.
Don Giovanni comienza, tras la primera aria de Leporello, con veinte minutos
frenéticos de acción cargados de una tensión electrizante. El Comendador, el padre
de Donna Anna, muere defendiendo el honor de su hija a manos de un reticente
Don Giovanni127. Anna y Don Ottavio juran venganza. Entonces, durante las dos
horas siguientes, no pasa casi nada. Claro está, sucede todo tipo de
acontecimientos —el Don trata de seducir a más mujeres, Leporello es golpeado,
Donna Elvira se une a los que buscan venganza pero no puede librarse de su
enamoramiento, etc.— pero, aunque se identifica al Don como el asesino antes de
que acabe el primer acto, el castigo nunca se produce. Finalmente, cuando la
estatua del Comendador en el cementerio acepta la invitación a cenar, el desenlace
se pone en marcha, avanzando desde ese momento con la irrevocabilidad de un
masivo cierre de puertas. Como resultado, la ópera tiene una estructura en arco128
invertido que juega y se dispara contra la forma en la que cada acto construye un
clímax a su conclusión. La estructura dramática se construye en la música, no solo
generando el ritmo y la precipitación de los acontecimientos, sino también
volviendo al inquietante peligro de la introducción de la obertura en la escena
final. Aquí, como sucede siempre con las óperas tardías de Mozart, la estructura
dramática subyacente sigue la estructura musical; tan de cerca controla y da forma
la una a la otra.
EL COSÌ AL DESCUBIERTO
Dado lo que se ha argumentado hasta ahora, podría esperarse que el Così
continuara la tendencia que Don Giovanni y el Fígaro establecen, y que Mozart
lograra la forma dramático-musical mediante el desarrollo de los personajes y la
acción, yendo así más allá de lo superficial de los personajes tipo y de la trama
llena de formulismos. De hecho, esto es lo que ahora argumentaré.
Tal y como yo lo oigo, el Così trata de algo tan complicado (y tan importante)
como la diferencia y la semejanza, la individualidad y la comunidad, entre las
personas131. A primera vista, trata de parejas (hombres, mujeres y hombres y
mujeres) que son reflejo la una de la otra, de modo que los miembros de cada par
podrían intercambiarse. Despina compite con Alfonso en su cinismo sobre el otro
sexo; Gugliemo rivaliza con Ferrando como seductor; Fiordiligi contiende con
Dorabella por su atracción hacia su nuevo y persuasivo pretendiente; Ferrando no
quiere que la autocomplaciente arrogancia de Gugliemo lo supere al dar por
supuesto el compromiso perenne de su fidelidad amorosa, etc. Pero en este nivel,
los personajes no pueden ser más que de cartón-piedra. No obstante, se convierten
en algo más que eso, y la ópera en algo más que una colección de clichés, porque
Mozart caracteriza distintivamente a cada individuo. La ópera sería realmente una
tontería si no pudiéramos tomarnos en serio el amor que las parejas se profesan al
principio, y no podríamos tomarnos en serio estos amores si no percibiéramos algo
que diferenciara a cada persona de las demás. Mozart se esfuerza en diferenciar a
estos personajes, mientras que, al mismo tiempo, les concede y juega con sus
muchas semejanzas. Dorabella es más atrevida, más veleidosa, se deja llevar más
fácilmente, es más ‘romántica’ que Fiordiligi, y cuando Fiordiligi se compromete
con alguien, lo hace con una profundidad y seriedad de la que Dorabella carece.
Gugliemo es más amargo y desleal; Ferrando es más superficial. Ferrando es muy
parecido a Dorabella, y Gugliemo es muy parecido a Fiordiligi, y viceversa.
Mientras que Alfonso y Despina podrían ser los dos cínicos, Despina tiene una
alentadora bondad que contrasta con el desencanto de Alfonso. Yo sostengo que
todo esto, y más, se hace posible fundamentalmente gracias al tratamiento que
Mozart hace de la música. En sus arias (especialmente) y en los duetos, cada
personaje recibe una personalidad musical que lo distingue.
La superficie revela una diferencia entre sexos —son los hombres los que se
ven traicionados en sus afectos por las mujeres—. Pero a un nivel no mucho más
profundo que la superficie está el mensaje de que la traición, si es que es tal, es
mutua, porque los hombres engañan a sus amantes al tratar su afecto como
prendas con las que se puede jugar y al poner en riesgo las relaciones que han
logrado tener en beneficio de su autoestima. Entonces, si las mujeres son así
—«così fan tutte»—, los hombres también: todos se han mostrado con tachas, pero
no por ello dejan de ser merecedores del amor. Si las mujeres pueden amar
seriamente, podrían igualmente amar a más de un hombre. Si los hombres sienten
un vanidoso orgullo al ser amados, también podrían poner en peligro el amor que
reciben. Y si tales rasgos de la psicología humana se identifican y aceptan como lo
que son, es posible una unión feliz entre los sexos. Su comprensión depende no
solo de percibir las potenciales faltas del otro y de aceptarlas y perdonarlas, sino
también de reconocer las propias debilidades. Lo que se necesita es conocer a los
otros tal y como son, conocerse a uno mismo y conocer la fragilidad humana que
todos comparten.
¿De qué modo sirven las reflexiones anteriores para iluminar el tratamiento
aparentemente anómalo del cuarteto en canon del Così? El ritmo y la acción no lo
son todo. Como escribí anteriormente, la acción se congela en beneficio del
cuarteto. En el Fígaro hay momentos similares —el trío («Da questo momento») en
el finale del segundo acto— y también en Don Giovanni —el trío («Protegga il giusto
cielo») en el finale del primer acto—. Estos pasajes son más chocantes por el hecho
de que su aparición suspende el inexorable curso dramático previamente
establecido. Trascienden el contexto del momento. Van más allá de la
perogrullesca moraleja que, como es costumbre, se presenta al final de la ópera
bufa. Estos pasajes inmóviles se reservan para declaraciones indirectas y
personales, creo yo. Sirven como pistas que apuntan a la significación dramática de
la estructura musical que subyace en las obras.
122 Publicado por primera vez en Garry Hagberg (ed.), Art and Ethical
Criticism, Oxford, Wiley-Blackwell (2008: 245-258).
123 No obstante, las indicaciones de escena no dejan claro quién se casa con
quién. (Creo que es importante que esta ambigüedad se mantenga en la
representación). Se podría especular sobre el origen de la atracción que Mozart
sintió por este argumento, ya que al parecer amó a la hermana de su mujer.
124 Benucci fue también el cantante para el que Mozart escribió el papel de
Fígaro y representó el papel de Leporello en la producción vienesa de Don
Giovanni. Mozart solo menciona a Benucci una vez en sus cartas; el 7 de mayo de
1783, le escribió a su padre: «bueno, la ópera bufa italiana ha empezado aquí otra
vez y es muy popular. El [tenor] bufo es particularmente bueno, se llama Benucci».
Todas las citas de las cartas de Mozart las hago a partir de las traducciones de
Emily Anderson.
125 He llamado la atención (Davies, 2003: cap. 13) sobre la manera en la que
estas exigencias afectan negativamente a la estructura melodramática global en el
último acto de Las bodas de Fígaro. Marcellina y Basilio tienen sus arias, como debe
ser, pero esto sucede a expensas del desarrollo dramático. El avance de la trama se
detiene y la aceleración de la tensión musical se disipa. Sin embargo, si estas arias
se eliminaran con el objetivo de preservar el ritmo del drama, el equilibrio
estructural entre el segundo y cuarto actos se desharía.
127 Si Donna Anna conserva o no su virtud es algo que nunca se aclara. Este
asunto ha inspirado como mínimo una novela: The Snow Ball (1974) de Brigid
Brophy.
130 Para un análisis más detallado del que ofrezco aquí, cfr. Davies (2003:
cap. 13).
131 Podría desarrollarse una caracterización más compleja desde el punto de
vista psicológico, ya que la ópera trata en la misma medida sobre la interrelación
entre razón y sentimiento como del equilibrio entre ambos en tanto que algo
necesario en el carácter de una persona, si esta quiere lograr ser feliz en sus
relaciones con los demás.
CAPÍTULO 10
Percibir melodías132
RETROGRADACIONES E INVERSIONES
Sin embargo, está claro que a veces los compositores quieren que quienes
escuchen sus obras perciban las inversiones y retrogradaciones y que la mayoría de
oyentes las perciben cuando esto sucede. Si se quiere que las inversiones y
retrogradaciones sean audibles, normalmente se emplean motivos o temas
comparativamente breves y con un carácter distintivo. De las dos técnicas, la
mayoría de la gente encuentra que las inversiones son más fáciles de reconocer que
las retrogradaciones, y las retrogradaciones más fáciles que las inversiones
retrogradadas (Dowling, 1972). Seguramente, los ejemplos más conocidos de
inversiones más o menos audibles que abarquen toda una pieza son las fugas en
espejo de El arte de la fuga de J. S. Bach. La número doce es una fuga a cuatro voces
de cincuenta y seis compases. En esta fuga, el tema principal y sus
acompañamientos se invierten con frecuencia, pero lo milagroso es que la fuga
entera esté diseñada para tocarse invertida. Lo mismo sucede con la fuga a tres
voces que sigue. Otras obras del siglo xx, académicas y a gran escala que emplean
técnicas similares son Ludus Tonalis de Paul Hindemith y los Veinticuatro Preludios
y Fugas Op.87 de Dmitri Shostakovich.
LA TRANSFORMACIÓN MELÓDICA
Hay datos empíricos que apoyan la primera teoría, de acuerdo con la cual
los oyentes abstraen, a partir de la forma de los detalles melódicos, contornos más
amplios. Por ejemplo, W. Jay Dowling (1972) no encontró ninguna evidencia de
que los individuos que participaron en su experimento distinguieran entre
transformaciones melódicas que conservan las relaciones interválicas exactas y las
que conservan únicamente el contorno melódico. Dowling y Dane Harwood (1986)
consideran que la percepción y el recuerdo de melodías se basan en esquemas e
invariantes. Y Robin Maconie (2002: 84) describe un catálogo de temas que Denys
Parsons inventó y que se basa solo en el contorno del siguiente modo:
No obstante, tal vez la cuestión sobre cuál de las teorías es correcta debiera
dejarse de lado, puesto que no tienen por qué ser exclusivas. Los modos de
representación y procesamiento que casan bien con ambas teorías podrían tener
lugar. Stephen McAdams y Daniel Matzkin (2001) identifican tres tipos de
similitud que se perciben entre ideas musicales —en la distribución estadística de
valores de superficie y sus derivados, en patrones específicos de atributos y en
invariantes estructurales—. El primer y tercer tipo sugieren que la abstracción está
implicada en el proceso, mientras que el segundo se aproxima más a la idea de que
lo que se representa es un ejemplar detallado o un prototipo. Y otros estudios
enfatizan la relevancia que tienen para el reconocimiento melódico tanto el
contorno melódico global como los detalles concretos de articulación, fraseo, etc.
(por ejemplo, cfr. Schulkind et al., 2003).
En cualquier caso, la capacidad visual para reconocer que algo sigue siendo
lo mismo, a pesar de que haya cambios en su aspecto, enlaza con un equivalente
auditivo en el caso musical. De hecho, la propia existencia de todas las obras
musicales, salvo las más breves, parece descansar sobre esta capacidad.
132 Publicado por primera vez como parte de «Perceiving Melodies and
Perceiving Musical Colors», Review of Philosophy and Psychology, 1 (2010): 19-39.
134 No obstante, esta destreza, como es obvio, puede adquirirse. Los cajistas
de la era en la que los tipos eran móviles tenían que leer las letras al revés. El
aguafuerte y el grabado también se hacen con la imagen reflejada en espejo.
139 Krumhansl et al. (1987) muestran que algunos oyentes que poseen
entrenamiento musical pueden seguir la transformación de la serie en dos obras de
cámara de Schoenberg. Sin embargo, esto no tiene por qué invalidar los hallazgos
de Cook, ya que el tratamiento del material que hace Webern es deliberadamente
menos melódico desde el punto de vista tradicional que el de Schoenberg. Es
interesante que los monos rhesus reconozcan las melodías diatónicas cuando se
transportan a distancia de octava (pero no de quinta), si bien no reconocen
melodías atonales transportadas una octava (Wright et al., 2000). Además, los bebés
reaccionan positivamente a las melodías diatónicas y rechazan las atonales (Trehub
et al., 1990). Estos experimentos sugieren que la codificación neural de las melodías
tonales y atonales son en esencia diferentes.
140 Analizo este caso en Davies (2001a: 57-58). Clarke (2005: cap. 2) plantea
un detallado análisis y transcripción de la actuación de Hendrix.
Aunque es posible que estos dos primeros puntos se apliquen solo a unos
pocos cuadros, dos consideraciones adicionales sugieren que el color dista mucho
de ser irrelevante para el carácter formal o representativo de un cuadro. La
involucración del color a la hora de organizar el espacio que se representa es a
menudo fundamental. Por ejemplo, los pintores saben desde hace mucho que los
elementos distantes no solo son más pequeños y menos definidos que los que están
más cerca, sino también más azules; las longitudes de onda más cortas en el
extremo azul del espectro penetran en la atmósfera recorriendo una mayor
distancia que las longitudes de onda rojas, que son más largas. Los colores
interactúan en función de su área, contraste, complementariedad, saturación,
tonalidad y brillo para producir efectos espaciales y de otros tipos, como la mezcla
o el centelleo. Por ejemplo, los rojos y los naranjas avanzan, mientras que los
violetas y los azules retroceden, las áreas de mucho y poco brillo son,
respectivamente, más brillantes y oscuras cuando se yuxtaponen, las áreas de
mayor tamaño parecen más brillantes y saturadas que otras extensiones idénticas
pero más pequeñas, etc. Finalmente, cuando producen apariencias realistas, los
colores contribuyen a la verosimilitud representacional de un cuadro. Y cuando se
apartan de las apariencias realistas, como en las obras de Vincent van Gogh o
André Derain, los colores contribuyen a menudo a la expresividad de la obra150.
Uno debe esperar que el grado de verosimilitud y las cualidades expresivas de los
colores se cuenten entre los rasgos identificativos de una representación de algo.
Antes enumeré algunas réplicas a la idea de que los colores son irrelevantes
para la forma y los contenidos que permiten identificar un cuadro. ¿Sirven las
mismas réplicas para la idea de que el timbre y la instrumentación de una obra
musical no son relevantes para su identidad, quedando esta última establecida
exclusivamente mediante la estructura de las notas? Algunas obras de Anton
Webern y Edgard Varèse emplean el color instrumental como rasgo estructural
principal, y la técnica schoenbergiana de la Klangfarbenmelodie crea vínculos
estructurales entre timbre y armonía (Cramer, 2002). En otros casos, hay
asociaciones simbólicas entre los instrumentos musicales y los elementos
narrativos y programáticos que se consideran fundamentales para la identidad de
la obra. Los metales y las cajas tienen un sabor militar; las trompas se asocian con
la caza, y el oboe y el corno inglés con la paz bucólica (France’s, 1988).
Hay algo profundamente intuitivo en la idea de que las obras de música son
tipos puros de eventos sonoros: en otras palabras, lo que hace que una
determinada obra sea esa obra es simplemente que sus ejecuciones deberían sonar
así [...]. Alguien que no estuviera al tanto de los avances en estética analítica
aceptará con toda probabilidad que una ejecución del Hammerklavier en un
sintetizador que produzca un timbre perfecto, indistinguible al oído de una
ejecución tocada al piano, no constituye una presentación menos satisfactoria de la
obra.
Espero que, llegados a este punto, esté claro que Dodd se considera en
posesión de un punto de vista invencible. Si las propiedades pertinentes no
pueden oírse, es que no pertenecen a la obra, sino al compositor, al ejecutante, a la
historia social de la práctica musical, a la tradición de ejecución o a cualquier otra
cosa. Y, si pueden oírse, de manera que pertenecen a la obra, el hecho de que se
oigan no presupone nada acerca de la proveniencia del sonido. Además, no
podemos apelar a lo que los compositores pretenden, lo que esperan obtener los
músicos y lo que los oyentes experimentan cuando argumentemos en contra del
sonicismo tímbrico, ya que Dodd plantea una teoría del error, de acuerdo con la
cual los compositores, músicos y oyentes tienden a albergar creencias erróneas
sobre los asuntos en cuestión. Cuando los compositores pretenden exigir a los
ejecutantes que usen los instrumentos que especifican, están en un error. Los
ejecutantes que piensan que pueden establecer los requisitos de una ejecución
auténtica en términos de las destrezas musicales implicadas en el uso de los
instrumentos especificados también están equivocados; igual que los oyentes que,
debido a su falta de imaginación, sienten que a la ejecución producida por un
sintetizador de timbre perfecto le falta algo. La actitud de Dodd hace que su
postura no se pueda falsar. Y con su suposición inicial, que la responsabilidad de la
prueba no recae sobre él, sino sobre sus detractores, el sonicismo tímbrico se
asegura salir victorioso.
Puesto que los sonidos en el mundo cotidiano especifican (entre otras cosas)
las características motoras de sus fuentes, es inevitable que los sonidos musicales
también especifiquen movimientos y gestos —tanto los movimientos y gestos
reales implicados en la producción efectiva de la música [...] como los movimientos
y gestos ficticios del entorno virtual que estos crean157—.
Todos esto sugiere que la afirmación de Dodd según la cual el timbre es una
propiedad únicamente de un sonido, y no de una voz o de un instrumento que se
toca, es tan extraño como decir que un color es solamente una propiedad de la luz,
y no del objeto en el que se refleja la luz. Si nuestros sentidos evolucionaron, como
parece probable, para proporcionarnos información relevante para nuestra
supervivencia y acomodación a nuestro entorno, es predecible que nos muestren la
naturaleza de causas distantes precisamente como, y por medio de, sus efectos
próximos. Como James Gibson (1968: 87, 89), que fue un defensor de esta
explicación ‘ecológica’ de la percepción, señaló: «el sonido de frotar, hacer rodar y
cepillar, por ejemplo, son distintivamente acústicos y se diferencian
fenoménicamente [...]. Los sonidos que producen diversas herramientas son
específicos de la acción mecánica de la herramienta, como serrar, aporrear, limar y
cortar». De acuerdo con esto, los oyentes tienden a identificar los sonidos
cotidianos en términos de los objetos o acontecimientos que los producen
(Vanderveer, 1979; cfr. también Windsor, 2000).
Tal y como ahora explicaré, creo también que Dodd se equivoca al pensar
que los asuntos de ontología musical deberían o podrían ponerse en cuarentena
respecto de las preocupaciones sociológicas y psicológicas que rechaza al
considerarlas únicamente epistemológicas.
Me parece que hay dos respuestas bastantes obvias a esta pregunta, ninguna
de las cuales puede caerle simpática al sonicista tímbrico. La primera consiste en
señalar que las obras casi siempre especifican los tipos de instrumento (viola da
gamba, caja, clarinete, serpentón, sacabuche), sin contemplar las diferencias
individuales (normalmente sutiles) entre los ejemplares de un determinado tipo.
Esto se debe a que las obras del tipo en cuestión están diseñadas y pensadas para
ser tocadas múltiples veces, en diferentes ejecuciones con diferentes músicos y
orquestas. Así que, de nuevo, la referencia a los medios con los que se realiza la
ejecución está implicada en la identidad de la obra musical, no en las cualidades
del sonido por sí solas.
146 El material reunido en este capítulo se publicó por primera vez como
parte de «Perceiving Melodies and Perceiving Musical Colors», Review of
Philosophy and Psychology, 1 (2010): 19-39 y «Musical Works and Orchestral
Colour», British Journal of Aesthetics, 48 (2008): 363-375. Para una réplica, cfr. Dodd
(2010).
150 En un cuadro, los colores irreales (hierba roja) no estimulan la región del
color en el cerebro del mismo modo en que lo hacen los colores realistas (sangre
roja) (Zeki, 1999).
152 Scruton desarrolla la tesis en 1997: 2-3, 19-20. Para un análisis del punto
de vista de Scruton, cfr. Hamilton (2007).
155 Cfr. Davies (1994a, 2003: cap. 9). Levinson (1990: caps. 4, 10, 16; 2002)
defiende la misma posición que yo, si bien yo no comparto su idea de que la acción
implicada al tocar la música sea siempre evidente en la música producida (cfr.
Davies, 2001a: 66-68) ni su teoría (Levinson, 2006) de que concebimos las
expresiones que oímos en la música como las de una persona imaginaria (cfr.
capítulo 1).
156 Descrita en Conard et al. (2009). Otras flautas que tal vez sean igual de
antiguas se analizan en Conard (2005).
158 Cfr. Blacking (1961), Baily (1977, 1985), Iyer (1998, 2002), Nelson (2002),
Cross (2007).
159 Cfr. McNeil (1995), Benzon (2001), London (2004), Higgins (2006, 2012),
Cross (2007), Cross y Morley (2009).
160 Janata y Grafton (2003), Koelsch y Siebel (2005), Koelsch et al. (2006).
161 Cfr. Bregman (1990), y, para otros análisis en esta misma línea, Gibson
(1968), Vanderveer (1979), Clarke (1985, 2005), Handel (1989), Shove y Repp (1995),
Windsor (2000).
164 Para una discusión crítica de mi intento (Davies, 2001a) de separar las
ejecuciones en directo de las ejecuciones de estudio, cfr. Kania (2006).
CAPÍTULO 12
Hay varios indicadores de que una obra musical está acabada. (1) El
compositor declara que lo está. En una carta a su padre fechada el 10 de abril de
1784, Mozart escribe a propósito de su concierto para piano en sol mayor, K. 453:
«Hoy he terminado otro nuevo concierto para Fräulein Ployer»166. (2) El
compositor señala la partitura o un catálogo. En el caso del K. 453, Mozart
introdujo el tema inicial en el catálogo de temas que comenzó a elaborar en febrero
de 1784167. (3) La partitura se copia para ser tocada. El padre de Mozart recibió en
Salzburgo el 15 de mayo de 1784, junto con otros manuscritos, el K. 453. Mozart
escribió: «No soy quisquilloso con la sinfonía, pero sí te pido que tengas copiados
en casa los cuatro conciertos, porque los copistas de Salzburgo son tan poco fiables
como los de Viena». (4) La obra tiene una interpretación pública a la que se llama
su estreno. El K. 453 se tocó en público por primera vez, con Fräulein Ployer como
solista, el 13 de junio de 1784 (Deutsch, 1966: 225). (5) Se imprime y se vende una
versión autorizada de la partitura. La partitura impresa del K. 453 se puso a la
venta en Viena en agosto y septiembre de 1785 (Deutsch, 1966: 249-252).
Sin embargo, si todos estos signos existen, podemos tener un alto grado de
seguridad respecto de que la obra está acabada. (Los casos en los que una obra
inacabada presenta todos estos indicadores son concebibles pero, en la práctica,
poco menos que inexistentes).
Una versión de una obra puede surgir de manos de una persona distinta de
quien la compuso. Esto ocurre, por ejemplo, cuando una segunda persona
completa una obra inacabada. Deryck Cooke hizo una versión lista para su
ejecución de la Décima Sinfonía de Mahler. Cada uno de los muchos compositores
que continuaron la última fuga inacabada de El arte de la fuga de Bach produjo una
versión diferente de la obra. El Requiem de Mozart existe solo en una versión
concluida por tres de sus discípulos. En estos casos, no existe una composición
definitiva y final. Hay una obra que el compositor deja inacabada y una o más
versiones que indican una manera de concluirla.
Las versiones de una obra también pueden surgir de manos de los editores
si el texto que deja el compositor o las copias existentes son ambiguas o entran en
conflicto. Si el editor elige entre varias posibilidades —por ejemplo, decide que el
do del compás 40 debería ser sostenido, si bien el sostenido figura solo en algunas
de las fuentes de la obra y no viene exigido por la práctica o convenciones de la
ejecución—, el resultado es una versión.
Dónde sitúe uno la línea entre las versiones y las interpretaciones de una
obra es algo que dependerá del nivel de detalle con el que se especifican las obras
del tipo pertinente. En otras palabras, dependerá del carácter ontológico de la obra.
Si la obra ‘tiene poco cuerpo’, habrá una amplia variedad de sus materializaciones
que responderá a la interpretación que se haga de ella, no a su re-composición en
distintas versiones. Si la obra ‘tiene mucho cuerpo’, las diferencias significativas
entre sus materializaciones pueden ser indicativas, cuando no sean accidentales, de
que se están dando distintas versiones.
Del mismo modo en que las versiones deben, por un lado, distinguirse de las
interpretaciones-ejecución y de las versiones-interpretación, deben, por otro lado,
diferenciarse de las obras nuevas, derivadas pero distintas, ejemplo destacado de
lo cual son las transcripciones. Cuando una obra específica de un medio se adapta
para uno nuevo, como cuando una sinfonía del siglo XIX se reescribe para piano,
yo defiendo que el resultado es una obra distinta (Davies, 2003: cap. 3).
Habitualmente, la transcripción es posterior al original, pero puede antecederlo si,
por ejemplo, el compositor crea una obra sinfónica al piano. La primera vez que
sonó La consagración de la primavera fue cuando Stravinsky y Debussy tocaron la
transcripción del compositor para dos pianos.
Estos últimos casos sugieren las siguientes ideas: es común distinguir entre
disciplinas artísticas en las que las obras han de ser singulares de aquellas en las
que es posible que haya múltiples ejemplares de una obra. Las esculturas talladas a
mano, los dibujos y cuadros son singulares; los grabados, las estatuas hechas en
moldes, las novelas, las obras de teatro, las canciones, las películas y las obras
musicales son potencialmente múltiples. Sin embargo, algunos filósofos, entre los
que se encuentra Gregory Currie (1988), rechazan esta división. Consideran que
todas las obras artísticas son potencialmente múltiples. Una copia de la Mona Lisa
sería un ejemplar de la misma obra que el cuadro de Leonardo, siempre y cuando
tal copia sea lo suficientemente precisa. ¿Muestra la observación anterior, según la
cual los óleos y esculturas de mármol pueden existir en más de una versión, que
los que defienden la multiplicidad ontológica están en lo cierto?
Ahora bien, yo niego que esto vaya contra la idea de sentido común según la
cual los cuadros y esculturas hechos a mano son entidades singulares. Las
múltiples versiones de una obra de teatro o de una novela son numéricamente
distintas y existen todas ellas al mismo tiempo. Esto es posible porque son tipos o
clases que el artista indica como tales. Por el contrario, el pintor de óleos o el
escultor en mármol puede crear una versión solo mediante el trabajo directo y
concreto sobre la obra original y su material. La nueva versión suplanta a la
anterior; en otras palabras, estas obras existen solo en una versión al mismo
tiempo. La obra preserva su identidad a lo largo del proceso de cambio, pero esto
no la convierte en un universal o un tipo. Podría compararse más bien con una
persona, que puede estar encorvada y tener canas ahora, pero ser la misma que el
niño que antes era rubio y erguido. Los óleos y las estatuas talladas pueden tener
sucesivas versiones, pero, al contrario que las obras de teatro y las novelas, no
pueden tener versiones (ni ejemplares) coexistentes, que es lo que sería necesario
para que fueran múltiples en el sentido antes comentado. En vez de deducir que
los cuadros y las esculturas son todos potencialmente múltiples a partir del hecho
de que exista la posibilidad de que tengan versiones, es más razonable percatarse
de que las diferencias ontológicas entre las obras singulares y múltiples
determinan una diferencia análoga en cuanto a lo que implica crear versiones de
ellas.
167 Bach escribió las letras «S. D. G.» en los márgenes de sus partituras,
letras que significan «Solo a Dios Gloria» [Soli Deo Gloria]. Al final de sus
partituras, Haydn escribió: «Fine. Laus Deo». Otros compositores firman o fechan
sus partituras.
171 Esto no implica decir que la interpretación entra en juego como algo que
se añade solo después de que se ha logrado ser fiel a la obra. La interpretación no
se reserva únicamente para el ‘hueco’ que hay entre la obra y los detalles concretos
de su ejecución. Comprende todos los niveles, por así decirlo.
176 En el límite entre las transcripciones y las obras totalmente nuevas está
la «fantasía sobre» y el «homenaje a». A veces, estas obras se clasifican como
transcripciones, como la ‘transcripción’ que hizo Percy Grainger del Vals de las
flores de Tchaikovsky.
178 Esta respuesta podría ser más probable si la pregunta fuera «¿Has leído
Voiynah ee meer?», suponiendo que la persona entiende que este es el título en ruso.
De acuerdo con Peter Kivy (1990: cap. 10), para ser profunda, la música
tendría que ocuparse de algún asunto profundo y hacerlo de forma ejemplar o
adecuada al tema del que trata. Si bien admite que la música expresa emociones,
Kivy niega que la música sea profunda en virtud de ello. Esto se debe a que no
trata sobre las emociones que expresa. De hecho, la música instrumental no trata
normalmente de nada, si bien algunas obras, como las composiciones
contrapuntísticas de J. S. Bach, tratan sobre las posibilidades de los materiales
musicales y, por tanto, sobre la propia música. El tratamiento que Bach hace de sus
ideas musicales es ejemplar, pero su tema, el potencial de los materiales musicales,
no merece gran preocupación y no golpea en el núcleo moral de la vida humana.
En consecuencia, si bien la música de Bach posee un perdurable interés e
importancia para mucha gente, no puede considerarse profunda. La intuición de
Kivy es que hay música que es profunda y la de Bach debería serlo como la que
más, pero esta intuición cede bajo la presión de su propio análisis.
Creo que la segunda línea argumental se las arregla mejor que la primera
para hacer frente a la visión de Kivy (si bien no hay nada que impida combinarlas,
como hace Levinson). La segunda, recordemos, pretende hablar de profundidad
musical en términos, primero, de lo que se logra en el tratamiento de los
contenidos y forma de la obra, y segundo, de algún tipo de conexión indirecta
entre estos acontecimientos, procesos, rasgos musicales y los asuntos que son
importantes para el ser humano. Algunos filósofos ubican una fuente crucial del
valor de la música no en su conexión directa con lo extra-musical, sino más bien en
su carácter abstracto y en su independencia respecto del mundo real. Malcolm
Budd (1995: cap. 4) cree que buena parte del valor de la música radica en el
tratamiento de su forma abstracta, que se asemeja a determinados procesos
dramáticos y sociales, como el diálogo, el conflicto y la resolución. Si bien es
abstracta, la música puede tratar ‘sobre’ otras abstracciones, como la semejanza y la
diferencia, la unificación de materiales diversos, la reconciliación armoniosa de lo
múltiple en lo unitario, etc. En una vena similar, David A. White sugiere que una
obra musical es profunda cuando está unificada, en sus partes y como todo. White
(1992: 32-33) escribe:
Los partidarios de esta segunda posibilidad comparten con Kivy una de sus
peticiones para explicar la profundidad musical: mirar hacia lo específico de la
música. Muy pocos de quienes hallan el sentido de la vida, del universo y del todo
en los últimos cuartetos de Beethoven hallan la ocasión para mencionar nada que
sea distintivo del contenido y forma musicales de los cuartetos, si bien se supone
que tanto uno como otra son la fuente de las percepciones logradas. Por el
contrario, tanto Levinson como White llevan a cabo un meticuloso análisis de las
obras concretas para fundamentar sus puntos de vista. Esto es la parte buena. La
mala consiste en una vaguedad general sobre el modo en que la música contribuye
a nuestra comprensión de las nociones metafísicas que se mencionan. En otras
palabras, volvemos a la anterior queja de que, aun si la música puede dirigir
nuestra atención hacia nociones importantes para el ser humano, no está claro que
pueda iluminar nuestra comprensión de las mismas como tales. ¿Qué es
exactamente lo que la música transmite sobre la semejanza y la diferencia o sobre
la unidad que sea tan profundo? La conexión entre lo que está en la música y la
especulación filosófica sobre la naturaleza de la identidad, por ejemplo, parece
demasiado tenue como para aceptar que la música dirija y represente esa
especulación, aun si esta es profunda y está inspirada por la audición de música.
Alternativamente, si se replica que lo que uno ha aprendido de la música es que un
movimiento con temas de tal o cual manera, una estructura y desarrollo de tal o
cual tipo distintivo, etc., pueden unificar ideas musicales que aparentemente están
en contraste para formar una multiplicidad completa y satisfactoria, entonces no se
ha respondido al problema que en un primer momento noqueó a Kivy, a saber,
cómo revelar el modo en que los materiales de la música pueden tocar asuntos
dignos de gran atención que van directos al corazón de la vida de los seres
humanos.
LA PROFUNDIDAD EN EL AJEDREZ
LA PROFUNDIDAD MUSICAL
Mi tesis central es que hay música que es profunda del mismo modo en que
lo son algunas partidas de ajedrez; lo son en virtud de lo que ejemplifican y por
ello revelan sobre la mente humana. Hasta ahora he subrayado el aspecto formal y
cognitivo de esto, lo cual es natural al trazar el paralelismo con el ajedrez. Pero la
música tiene poderes mucho mayores, como, por ejemplo, los que se derivan de su
expresividad. Antes argumenté que la música no comunica verdades importantes
sobre las emociones, pero ahora es el momento de incorporar su expresividad a un
relato más amplio sobre su profundidad. La expresividad de la música puede
contribuir y dar forma a su carácter formal y, de este modo, puede desplegar las
capacidades cognitivas que subrayé anteriormente. Es más, las más grandes obras
maestras pueden revelar la capacidad humana para representar, entender,
controlar, equilibrar y reflexionar sobre las emociones, y, de este modo, dejar al
descubierto la dimensión afectiva del ser humano, así como nuestro aspecto más
puramente cognitivo.
180 Publicado por primera vez en British Journal of Aesthetics, 42 (2002): 343-
356. Para la respuesta de Kivy, cfr. Kivy (2003).
183 Herzog (1995) es uno de los que abandera esta idea, si bien es un camino
que ya transitaron Langer (1942) y otros muchos.
185 Como anteriormente cité, Goldman cree que la música implica una
comunión de las mentes, puesto que puede revelar la trascendencia del espíritu
hegeliano sobre la materia. Lo que yo afirmo es mucho menos metafísico. Vemos
mentes particulares sobresalientes mientras trabajan, haciendo cosas que la gente
ordinaria no puede hacer, y esto nos lleva a ser conscientes del alcance de nuestras
—esto es, las del ser humano— capacidades cognitivas y creativas.
186 Para un diálogo sobre la estética del ajedrez, cfr. P. N. Humble (1993,
1995) y Ravilous (1994).
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