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MIllas - Filosofía y Violencia PDF
MIllas - Filosofía y Violencia PDF
Maximiliano Figueroa
Universidad Diego Portales
mxfigueroa@gmail.com
Resumen
Este artículo muestra que la preocupación filosófica sobre la violencia está presente en
más de un momento en la obra de Jorge Millas y que su ensayo “Las máscaras filosóficas
de la violencia” expresa una reflexión sobre este fenómeno que destaca por su hondura
y penetración crítica. El análisis del declive ideológico que verifican algunas filosofías
proporcionando argumentaciones teóricas que enmascaran o justifican la violencia con
propósitos instrumentales, junto al privilegio de la perspectiva de las víctimas al momento
de comprender y valorar el hecho violento, son los ejes privilegiados en la presentación
y ponderación de la postura de Millas.
Palabras clave: filosofía chilena, Jorge Millas, violencia, víctimas, utopía, revolución,
dignidad humana.
Abstract
This article shows that the philosophical concern about violence is present more than once
in Jorge Millas’ work and that his essay Las máscaras filosóficas de la violencia expresses
a reflection on this phenomenon that stands out for its depth and critical insight. The
analysis of the ideological decline, verified by some philosophies that provide theoretical
arguments which mask or justify violence with instrumental purposes, along with the
privilege of the victims’ perspective at the time of comprehending and assessing the
violent act, are the privileged axes in the presentation and consideration of Millas’ stance.
Key words: Chilean philosophy, Jorge Millas, violence, victims, utopia, revolution,
human dignity.
Una parte significativa de la filosofía del siglo veinte se articula como reacción
a las experiencias de violencia y horror que en éste tuvieron lugar y desarrollo.
Las condiciones sociales y políticas, culturales e históricas, que otorgan a la violencia
su posibilidad y hacen explicable su manifestación y expansión en el mundo moderno,
junto a las construcciones teóricas e ideológicas que aspiran a su “justificación”, fueron
objeto, en distinta medida y forma, del examen de pensadores como Walter Benjamin,
Hannah Arendt, Theodor Adorno, Gabriel Marcel, María Zambrano o Karl Jaspers.
Un poco más cercanos a nosotros en el tiempo, los trabajos de Emmanuel Lévinas,
Jean Francoise Lyotard, Cornelius Castoriadis o Giorgio Agamben hacen del horror,
específicamente del que instala la violencia de la tiranía y del totalitarismo, referencia
fundamental para el trabajo filosófico comprometido con la libertad y la dignidad humana.
Jorge Millas dedicó un ensayo –audaz y lúcido, al decir de un crítico de la
época1– a analizar lo que él llamó “las máscaras filosóficas de la violencia”. Se trata
de un análisis del modo general en que los discursos “justificadores” de la violencia
suelen constituirse. Se publicó en diciembre del año 1975 en la revista Dilemas
que editaba la Editorial Universitaria. Había transcurrido casi un año y medio de
la instalación del régimen militar en Chile y la violencia era parte importante del
contexto que se vivía: su peso, su verificación y permanente amenaza teñían los días.
Es cierto que el conocimiento detallado y masivo de los hechos era muy difícil en ese
entonces, existía un control férreo sobre los medios de comunicación y mecanismos
para la elaboración y difusión de una “verdad oficial” que tendía a invisibilizar lo que
ocurría o a otorgarle atenuaciones a su verdadera crudeza. Millas, como observador
atento y sensible al proceso nacional, como un hombre con vínculos de amistad
con destacados líderes políticos, pero también como miembro activo de una de las
instituciones que fue objeto de intervención y purga: la universidad, parece haber sido
consciente en un grado no menor de lo que ocurría y de la oscura suerte que algunos
chilenos estaban padeciendo. El transcurso temporal, el resultado de algunos procesos
judiciales, los materiales entregados por investigaciones periodísticas, las distintas
comisiones creadas a instancias gubernamentales durante el retorno a la democracia,
el trabajo incansable de organizaciones de derechos humanos, han dado la evidencia
indesmentible y concreta de que la violencia ejercida en los primeros años del régimen
militar fue especialmente intensa y concentró el mayor número de casos de violación
a los derechos fundamentales.
1
Ibáñez Langlois, J. M., “Sobre la violencia” en El Mercurio, Santiago, 26 de septiembre de
1976, p. 3. Hacia el final del texto se puede leer el siguiente balance: “He aquí un penetrante
ensayo, digno de ser meditado siquiera entre los aspirantes a filósofos, para que nunca se
diga que entre nosotros el pensamiento aportó su falaz contribución a lo que nunca debiera
darse en el seno de nuestra comunidad pensante”. Efectivamente, no sería la pluma de
Millas la que aportaría en ese sentido.
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Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía
Previo al análisis del texto de Millas al que se destina este trabajo, cabe llamar la
atención sobre el hecho de que el pensador chileno ya había transformado la violencia
en objeto de algunas consideraciones en su obra. En 1939, cuando solo tenía 22 años,
publica en dos partes un texto titulado “Teoría del pacifismo” en la Revista Universitaria,
órgano de la Federación de Estudiantes de Chile (Millas 1939a y 1939b). El escrito
contiene las ideas que presentó en el II Congreso de la Juventud para la defensa de
la Paz, celebrado en Nueva York un año antes, en 1938. La precocidad intelectual de
Millas queda manifiesta a lo largo de una exposición que resulta notable en su estilo
y rigor. Ya en esa época se rebelaba contra las posturas realistas o historicistas que
muestran la guerra asociada al “derecho” del más fuerte y que se acercan a justificarla
como ley formal de la historia2. Le preocupó hacer de la distinción entre facticidad y
validez, entre lo empírico y lo axiológico, un criterio para la ponderación crítica de
la guerra, especialmente frente a posturas que podrían catalogarse de naturalismos
fatalistas3. Sostuvo que es posible encontrar operando como raíz del hecho bélico, no
tanto una determinada controversia, sino más bien una cierta forma de resolver las
controversias. “Hay guerras porque a los conflictos suscitados no se les dio otra solución
que la guerrera”; “las guerras son posibles porque hay ciertos hábitos mentales y ciertos
impulsos éticos que las consagran como un valor”; “cuando se suscita un conflicto entre
países o razas, todos piensan en la guerra como solución posible” (Millas, 1939a: 23).
Ideas como estas son las que llevan a Millas a postular que la empresa del pacifismo
estaría asociada a la creación de una nueva ética social que lleve, en algún momento,
a reemplazar los hábitos bélicos por otros hábitos distintos, “capaces de satisfacer y
superar la dinámica histórica que, con el supuesto de las guerras, han podido hasta
ahora mantenerse”( (Millas 1939a: 19) y, no sin cierto entusiasmo filosófico juvenil,
postuló que “solo una filosofía responsable es capaz de organizar una ética semejante,
2
“Tan inaceptable como fundar la guerra en un derecho, es justificarla como ley formal
de la historia, aunque el investigador la encuentre en casi todas las grandes subversiones
institucionales del pasado y aunque al parecer haya contado siempre como un coeficiente
de elevada cuantía en los cambios históricos. Pero no es de notoria evidencia el que esté
la historia verdaderamente sometida al imperio de leyes estructurales, a las cuales deban
someterse las determinaciones libres del hombre” (Millas, J., “Teoría del pacifismo” Revista
Universitaria, Federación de Estudiantes de Chile, Santiago, agosto 1939, número 1: p.
29).
3
A Millas le parece “inaceptable el argumento de quienes, para hacer el elogio de la violencia,
remiten al espectáculo, a veces brutal, de la naturaleza. Mientras quieran mantenerse en el
plano de lo racional y filosófico, tales razones carecerán de todo fundamento, pues ¡qué nos
autoriza a afirmar que por ser la fuerza un hecho debamos ejercerla sin que previamente la
hallamos reconocido como un derecho, esto es, como un valor” (Ibíd., p. 27). “Volvemos a
encontrarnos –escribió– con el absurdo de justificar la guerra como un instinto: con respecto
a los afanes humanos jamás el instinto puede por sí mismo justificarse; se justifica solo por
su racional sujeción a las previsiones libres de la cultura, esto es, por la subordinación de
su espontaneidad a la vida del hombre cultivado. La realidad de nuestro vivir no se agota
en el plano de lo telúrico, la materia bruta de la indómita vitalidad, recibe una forma y
comienza su existir como cultura. Es la zona de la vida espiritual” (Ibíd., p. 30).
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asegurando su eficacia social” (Millas 1939a: 20). Es interesante notar, para lo que
veremos en este artículo, que un aspecto central en su “Teoría del pacifismo” fue salir al
paso a justificaciones de la guerra provenientes del campo de la propia filosofía. Criticó,
específicamente, el entusiasmo belicista de Max Scheler (Millas 1939b: 147-158). El
examen de Millas hace visible una construcción discursiva que, en un período histórico
importante y no tan lejano, transformó la grandeza del Estado en principio justificador
de las empresas bélicas en que tantos seres humanos participaron y sacrificaron.
De manera especialmente lúcida, el joven Millas muestra cómo en la hipóstasis del
Estado, en la amplia variedad de formas que ésta adopta y verifica, se encuentra una
de las raíces que han nutrido el espíritu guerrero y llevado incluso a algunos filósofos
a justificarlo y alabarlo. A lo largo de todo este escrito de juventud, Millas refleja su
interés porque no se pierda nunca de vista, al momento de la ponderación axiológica,
que el hecho bélico compromete el destino de seres humanos concretos exponiéndolos
al sufrimiento y la muerte.
Una segunda referencia previa la constituye el Prólogo al libro Idea de la
Filosofía, publicado en dos volúmenes el año1970, en que la filosofía es presentada
como alternativa crítica a la posibilidad de la violencia y sometimiento intelectual
que los discursos ideológicos suelen implicar. Defiende Millas la práctica filosófica
como la elevación de la conciencia que toma el hombre de sí mismo a la máxima
perplejidad y a la máxima esperanza. “La Filosofía –sostuvo– significa el llamado
a capítulo que se hace el hombre desde la totalidad del mundo y la totalidad de la
historia, respecto a la totalidad de su destino. Un llamado semejante, hecho a la luz
de la razón y la experiencia, no puede tener lugar sino con plena autenticidad. Ante
su exigencia han de caer los fetiches ideológicos y abrirse todas las trampas. Ningún
género de chantaje –así sea el del sufrimiento humano– puede prevalecer frente a él.
Al contrario, puestas las cosas en su sitio por la autenticidad filosófica, ese chantaje
se revela en toda su repugnancia, y el tipo de libertador que lo explota, en todo su
carácter de nuevo verdugo” (Millas 1970a: 13). Como se ve, ya en ese texto explicita su
sospecha y distancia crítica frente a las legitimaciones discursivas de la violencia como
instrumento al servicio de un incierto futuro mejor. “Solo en el seno de la Filosofía, que
lleva la libertad a la experiencia límite de desafiar al hombre con la libertad frente a sí
mismo, puede verse a plena luz la magnitud y el significado del sufrimiento humano.
Porque ahí no puede ocultarse el propio hombre, con sus terrores y sus mitos, a la par
religiosos y políticos, como responsable de muchas formas históricas de ese sufrimiento,
incluso de aquellas implantadas para acabar con el sufrimiento” (Millas 1970a: 13).
Pocos, entre nosotros, han vinculado tan explícitamente el ejercicio del filosofar
con el proceso de reconocimiento y comprensión de la experiencia del sufrimiento
humano. Prosigue Millas indicando una suerte de programa para la filosofía al que
su propia reflexión quiso servir: “Despejar esta mistificación y poner al hombre sin
simulaciones ideológicas frente a su propia responsabilidad, es la efectiva contribución
de la Filosofía, tanto al conocimiento del hombre como a la acción destinada a mejorar
su suerte. Esa suerte –lo sabemos hoy mejor que nunca– está ligada al destino de
la sinceridad y lucidez que solo pueden provenir de la inteligencia no sometida ni
anestesiada” (Millas 1970a: 13).
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4
El trabajo de elaboración de esta obra aparece referido en la página introductoria del libro
La filosofía y sus máscaras, que publicó en Editorial Aconcagua, en Santiago, el año 1978,
y en el que se recoge el ensayo que analizamos en este capítulo; apareció junto a un trabajo
del profesor Edison Otero.
5
Reparemos que para Millas la preocupación no es solo que tal maniqueísmo y fariseísmo
puedan darse, sino que lleguen a acentuarse aún más en la hora que se vivía.
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6
Respecto a la especificidad de la filosofía, frente a la contribución de las ciencias sociales,
puede leerse Millas, J. (1977, “Las ciencias sociales y un punto de vista de la Filosofía”,
Dilemas. Revista de Ideas, n° 13, pp. 28-33.
7
Difícil no recordar, para quien la conoce, la descripción del escritor E. Cioran: “En sí misma
toda idea es neutra o debería serlo, pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y
sus demencias, impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta la figura
de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado. Así nacen las ideologías,
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manera, muchas ideas filosóficas vienen a representar no una comprensión, sino más
bien una promoción de la violencia.
Con la referencia a la posición del filósofo alemán Herbert Marcurse, el ensayo
comienza su análisis. La justificación de la violencia que realiza el pensador de la escuela
de Frankfurt, sostendrá Millas, no puede asociarse de manera necesaria con ningún
postulado propiamente filosófico de su obra, sino que surge como consecuencia de
devenir su pensamiento en un ejercicio que cede a la construcción ideológica en función
del propósito revolucionario, que, además, en el caso de Marcuse, queda difusamente
delineado. El carácter paralógico y, sencillamente, alógico al que la ideología de la
violencia puede arribar se ejemplificaría en la asimilación que Marcuse realizó en algún
momento entre la violencia de la ocupación militar británica en la India y la resistencia
pacífica practicada por la masa hindú. Para Marcuse, ambas son violencia. De manera
semejante, aunque en la posición política contrapuesta, el escritor francés Jean Francois
Revel –recuerda Millas– llegó a considerar que la no-violencia de Martin Luther King
“no era sino una forma de la violencia”. “Boicotear los transportes de una ciudad –nos
asegura Revel– es una acción mucho más violenta que abofetear a un vigilante en la
plaza de la Concordia” (Millas 1975: 6). Estaríamos, así, frente a dos ejemplos de una
suerte de rudimentario paralogismo. El nombre que Millas nos propone para designar
este desplazamiento es el de falacia del género sumo. Tal falacia consiste, básicamente,
en extender más allá del dominio de las operaciones lógicas donde se hace posible la
construcción del género, las relaciones de identidad que dentro de él son legítimas.
El género, construcción intelectual que aporta el beneficio de la simplificación y de la
unificación de realidades diversas vinculables en algún aspecto o rasgo común, en su
empleo falacioso se cierra sobre sí mismo, de esta manera, la idea general elaborada,
a fuerza precisamente de generalidad, lo absorbe todo y nos deja instalados en una
parcialidad lógica que no sabe ya de matices distintivos o diferencias esenciales.
Ambos pensadores europeos referidos utilizan la idea de la violencia como
sinónimo de fuerza y con ello se exponen a la falacia del género sumo al desconocer
los factores diferenciadores y las condiciones determinantes de las formas posibles
que puede adoptar la fuerza, como fenómeno y concepto. Por eso Millas argumenta
que “cuando impugnamos la violencia, no hacemos, por cierto, un acto de valoración
abstracta. El valor negativo recae en un complejo de conductas con sus antecedentes y
consecuencias, en una situación total de relaciones humanas, en donde no solo cuenta
la fuerza, sino también los fines perseguidos, los efectos previsibles, las víctimas y los
victimarios, el sufrimiento consiguiente, el tipo de relación humana que se constituye
y ejemplariza, los hábitos intelectivos y afectivos que se promueven. La fuerza,
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abstractamente mencionada, es solo un elemento del cuadro total. No es, pues, la fuerza
como acción destinada a quebrantar un propósito ajeno o a inducir la voluntad del otro
hacia el logro de nuestros objetivos lo que cuenta por modo decisivo en la repulsa ética
a la violencia. Gandhi, al desobedecer, opone una fuerza moral al dominador británico.
Pero que sea moral y no física hace toda la diferencia del mundo. El poder del Imperio
se ve obstaculizado, es cierto, por una resistencia que supone mucha fortaleza de ánimo.
Mas, ¿se trata, en concreto, de la misma cosa? El problema no consiste en la cuestión
puramente terminológica de que se use la palabra “violencia” en uno y en otro caso
[…] La verdadera cuestión estriba, primero, en no dar curso a la falacia del género
sumo, cualquiera sea el término empleado; y, segundo, ya que se emplea ese término,
en averiguar si no abusamos de él en función del sentido ya consagrado por el uso. El
peligro es evidente, porque también el género común, al modo de la oscuridad, hace
que en la noche todos los gatos sean negros” (Millas 1975: 6).
Lo que Millas intenta, siempre un paso inicial en el trabajo de una mente analítica
como la suya inclinada a la búsqueda permanente de la lucidez, es despejar de malos
entendidos el camino para la comprensión del fenómeno y para el establecimiento de
la ponderación moral que corresponde hacer frente a él. Por eso, prosigue señalando
que si aceptáramos las identificaciones de los autores mencionados, tendríamos que
aceptar la falacia de que también todo intento de persuasión es un acto de violencia,
ya que a través del recurso a razones fácticas y lógicas lo que se buscaría es inducir la
voluntad del prójimo [forzarla] hacia una posición a la que éste se resiste. “Pero llamar
violencia a todo eso –sentencia Millas– es inflar el concepto más allá de su natural
elasticidad” (Millas 1975: 6).
Un despeje más que se introduce en el texto es el que se abre al enfrentar la
noción de “violencia institucionalizada”. Recuperemos la argumentación que, tal vez,
podría representar uno de los momentos polémicos del ensayo y que exigirá hacer más
consideraciones. Millas piensa que otro recurso para asegurar “la impunidad ética y
jurídica de la violencia” consiste en postular que el orden del derecho también representa
una forma particular de la violencia. Porque, se suele decir, la violencia “solo nos llama
la atención y nos alarma cuando se manifiesta fuera y contra del orden establecido; pero,
en cambio, la admitimos y nos conformamos con ella cuando se expresa dentro y a favor
de ese orden, esto es, cuando está “institucionalizada” (Millas 1975: 7). Estamos, una
vez más, frente a la falacia del género sumo revestida con aires de cordura: siempre hay
“violencia”, solo que a veces se trata de la violencia “institucionalizada”, y a veces, de
la violencia “no-institucionalizada”, rezaría el argumento a revisar.
Millas es especialmente enfático frente a este planteamiento: se trata, a su juicio,
de una incoherencia, pues “desde el momento que la violencia se institucionaliza –esto
es, se somete a un sistema normativo, o, con más precisión, al orden jurídico– ya no
es violencia” (Millas 1975: 7). A su juicio, cabe hablar de fuerza institucionalizada,
pero no de violencia institucionalizada. Es cierto, cómo negarlo, que los ordenamientos
del derecho degeneran o pueden degenerar y, entonces, puede llegar a ocurrir que la
fuerza del Estado encargado de proteger de tales anomalías, se convierta relativamente
en violencia. En ese caso, “el grado de relatividad es función del grado en que dicha
fuerza se sustrae a las regulaciones del orden. Si la sustracción es total, se ha instalado
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en el derecho, la violencia, sin más” (Millas 1975: 7). Para Millas, la violencia es, dicho
con precisión, la fuerza libre que simplemente no puede ser llevada a la jurisdicción
reguladora de un ordenamiento jurídico y moral y seguir siendo tal. “Violencia
institucionalizada” representa una contradicción en los términos y remite, cuando se
le confiere plausibilidad, a un orden jurídico que ya no opera con propiedad, no de
manera íntegra o cabal 8.
¿Cómo entender este planteamiento en circunstancias que el propio contexto
en que se formula ofrece ejemplos de Estados que, no desprovistos de ordenamientos
jurídicos, presentan el despliegue de una violencia dirigida a atropellar la dignidad y la
vida de muchas personas? Terrorismo de Estado o violencia de Estado, ¿no son nociones
que parecen hacer sentido a luz de la experiencia de tantas víctimas de regímenes
dictatoriales o totalitarios? Creo que Millas no dudaría en atribuir la violencia a esos
regímenes, pero, quizás, dudaría respecto a si cabe considerarlos auténticos ejemplos del
ordenamiento en los marcos del derecho y de su institucionalidad correspondiente. La
explicación de este planteamiento obliga a vincular con la reflexión filosófica sobre el
derecho en la que Millas, también, ha sido reconocido como un aporte significativo entre
nosotros9. Considero que el planteamiento taxativo de Millas se hace comprensible, en
primer lugar, si se tiene a la vista que el propósito de su ensayo es delimitar el fenómeno
8
Hay autores que simplemente no hacen las distinciones de Millas y postulan, como lo hace
por ejemplo W. Benjamin, que toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva
el derecho. Cfr. Benjamin, W. (1991), Para una crítica de la violencia y otros ensayos.
9
Por ejemplo, Raúl Rettig escribió: “Como filósofo del Derecho, Millas tiene hallazgos que
requirieron, precisamente… de Jorge Millas, para proyectarse en el ámbito tan estrecho
entre nosotros del estudio teórico de lo jurídico en profundidad. Su noción acerca de la
plasticidad axiológica del Derecho nos revela cómo todos los valores buscan la tutela
de la norma. Y, al decirlo, lo hace con originalidad y belleza. El concepto de seguridad
jurídica como valor supremo que el Derecho debe custodiar, y con el cual llega a una
identificación casi esencial, está defendida en sus obras con rigor y seriedad tales que hacen
irrebatible la postulación formulada” (Rettig, R., “Jorge Millas” en periódico Las Últimas
Noticias, Santiago, 16 de noviembre de 1982). La principal obra de Millas en la temática
es su Filosofía del derecho, Editorial Universitaria, Santiago, 1956, con otras ediciones
en 1957, 1958, 1960 y 1961. También pueden consultarse Millas, J., “Las dos clases de
proposiciones en la ciencia del derecho”, Anales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y
Sociales, Universidad de Chile, Santiago, 1 (1-3), 1952-1954, pp. 58-70; Millas, J., “Sobre
los fundamentos reales del orden lógico-formal del derecho”, Revista de Filosofía, Santiago,
3 (3), 1956, pp. 67-74; Millas, J., “El problema de la forma de la proposición jurídica”,
Anais do Congresso Internacional de Filosofía de Sao Paulo, 1956, pp. 697-704; Millas,
J., “Derecho y sociedad de masas”, Primeras Jornadas Sociales, Seminario de Derecho
Privado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, 1964,
pp.13-25; Millas, J., “Filosofía, derecho y sociedad de masas”, Atenea, Concepción, (429-
430), 1974, pp. 71-89; Millas, J., “Ihering y la idea de la ciencia del derecho”, Revista
de Ciencias Sociales, EDEVAL, Facultad de Ciencias Jurídicas Económicas y Sociales
de la Universidad de Chile, Valparaíso, 10.11, 1976-1977, pp. 285-303; Millas, J., “Las
determinaciones epistemológicas de la teoría pura del derecho”, en VVAA, Apreciación
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critica de la teoría pura del derecho, EDEVAL, Valparaíso, 1982, pp. 31-63; Millas, J., y
otros, Estado, derecho y sociedad de masas, Imprenta la Libertad, Santiago, 1964.
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10
Lévinas, E. (2001), “Libertad y mandato”, en Lévinas, E., La realidad y su sombra, pp.
72-74. La tiranía es fuerza libre, arbitraria, sin sometimiento a control o norma, violencia,
por eso –afirma Lévinas– “La libertad, en su temor a la tiranía, acaba en institución, en un
compromiso de la libertad con la libertad, en un Estado.”(p. 72) y agrega en otro pasaje:
“nuestra conclusión hasta ahora: imponerse un mandato libre, pero precisamente un mandato
exterior, no simplemente una ley racional, no un imperativo categórico sin defensa contra
la tiranía, sino una ley exterior, una ley escrita, dotada de una fuerza contra la tiranía; he
ahí el mandato como condición de la libertad” (p. 73).
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no impide que siga siendo posible seguir la filiación nietzscheana como presente en
muchos planteamientos posteriores.
El marxismo leninismo y el fascismo, coincidentes en sus pretensiones de
cientificidad, ejemplifican que la justificación de la violencia con propósitos políticos se
encuentra en posturas de izquierda y de derecha. Para Millas, el originario mesianismo
nietzscheano de la violencia no desaparece en la amplia variedad de ejemplos de la
instrumentación política, éstos continúan hablando un lenguaje que alude a asociaciones
como la de la “purificación necesaria”, y esto, se insiste, en un espectro que va desde la
izquierda revolucionaria hasta el nacionalismo, racismo y otros extremismos asociados a
la derecha. “El lenguaje y los conceptos de un H. S. Chamberlain, un Maurice Barrés, un
Mussolini, un Spengler, se parecen muchísimo a los de un Fanon, un Sartre, un Marcuse.
Tampoco para ellos la violencia es jubilosamente gratuita, como en Nietzsche, pero es
‘purificadora’, ‘santificadora’ y ‘necesaria’, en virtud de los fines que la trascienden.
Estos fines son otros, a no dudar, pero también son fines que la víctima no comprende o
no quiere, y así comprende y quiere el victimario, trátese del socialismo o de la raza, de
la dictadura del proletariado o de la hegemonía de la clase propietaria, del partido que
ha asumido la misión ‘educadora’ del pueblo o de los grupos que se sienten llamados
a altos destinos ‘espirituales’ en la ‘civilización occidental’” (Millas 1975: 8).
Todos los constructos ideológicos que avalan la violencia coinciden en el
mismo punto: “la insensibilidad frente al sufrimiento concreto e individual del hombre
y la capacidad para trascenderlo ya estética, ya utilitariamente, con fría y calculadora
prescindencia de contemplador o de estratega”. Sentencia Millas: “La idea de la violencia
que ‘se’ trasciende –esto es, que trasciende al sufrimiento de sus víctimas– es un recurso
característico de este lenguaje de mago con que se intenta hacer desaparecer la realidad
de la violencia (Millas 1975: 8). Marcuse sirve nuevamente como ejemplo. Sus palabras
son estas: “La violencia del terror revolucionario es muy distinta de la violencia del
terror blanco, porque el terror revolucionario implica, precisamente como terror, su
propio trascender hacia una sociedad libre, en tanto que el terror blanco no lo hace”
(Marcuse 1967: 115). Millas pide que se repare en las cursivas que él introduce en esta
cita, y que no se pierda de vista que la expresión “precisamente como terror” significa
“como crueldad, como martirio, como paralización de toda posibilidad de reflexión,
libertad, como miedo, y en fin, como aniquilación de un hombre” (Millas 1975: 9), y
como tal opera en el argumento de que la violencia vendría a trascender en lo contrario,
en una sociedad libre. Se construye, así, con control semántico, un mecanismo “lógico”
útil para anestesiar la sensibilidad frente al sufrimiento gracias al poder hipnótico de
la mera posibilidad de una sociedad libre. Es cierto que el propio Marcuse se plantea,
quizás con una cierta conciencia intranquila de filósofo, la posibilidad de evitar que el
terror revolucionario degenere en crueldad; en una “verdadera revolución –afirmó el
pensador alemán– hay siempre medios y maneras de evitar la degeneración del terror”
(Marcuse 1967: 78). Pero desde un punto de vista estrictamente lógico, riguroso en
el uso conceptual, cabría enfrentar a Marcuse como lo hace Millas y preguntar si
acaso no lleva el terror la crueldad en su propia entraña terrorífica y si no se encarga
la propia experiencia empírica de mostrarnos que las revoluciones que registra la
historia comportaron siempre crueldad. ¿Podría alguien negar que fueron verdaderas
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de otro mundo, la voz del ideal, del bien posible, que no es solo un imperativo de
amor, sino de inteligencia. Gracias a esa conciencia el hombre no es mera naturaleza
y puede ser tan antinatural como para convertirse en legislador, sabio o artista. No se
diga, pues, que porque la violencia es un hecho, debe el hombre rendirle su capacidad
de juicio y, peor que eso, servirla con el auxilio de su propia razón. El derecho a la
fuerza, que históricamente ha podido invocarse en ocasiones, y a menudo contra la
fuerza misma, no consagra ningún derecho a la fuerza” (Millas 1975: 11). “Este es el
aspecto más grave que ofrece la presencia de la violencia en la vida humana. Cuando
ella aparece como lo que es, como pura disposición primaria, como impulso natural,
ciego y estúpido, al hombre le es fácil ponerla en su lugar y no duda lo que ha de hacer
con ella. El verdadero problema surge cuando la inteligencia misma, y en términos
más generales, la espiritualidad del hombre –medio despierta, medio embotada– la
fortalece con sus recursos, y encubre su fea apariencia con modos ‘intelectuales’,
‘espirituales’ de justificación y disimulo. El espíritu es una extraña dimensión de la
realidad humana que tiene la capacidad de aniquilarse a sí mismo […]. La violencia
es verdaderamente una creación del hombre que destruye su propia espiritualidad con
recursos del espíritu mismo” (Millas 1975: 13).
Como se ha visto, el ensayo recuerda que la violencia es recurso de derechas e
izquierdas y en su análisis se preocupa permanentemente de notar esta circunstancia;
sin embargo, la violencia revolucionaria adquiere, por momentos, el privilegio en la
atención de Millas. Especial dedicación le merece la forma de enajenación que ésta
implicaría en la práctica y en los esfuerzos teóricos por avalarla. Como moral, poseería
cierta contradicción y ambigüedad característica, no estando exenta, además, de una
importante dosis de conformismo. El examen de la denuncia de explotación del hombre
por el hombre que realiza el marxismo permite señalar que esta postura no logra ver
que el principio de la violencia puede ser considerado como una forma particular de
explotación del hombre por el hombre. Poco importa –sostendrá Millas– si se trata de
la explotación económica del asalariado por parte del productor capitalista, y puesta
al servicio de los beneficios de la libre competencia, como si se trata de la explotación
física y moral del enemigo reaccionario por parte del luchador partidista, subordinada
al servicio de la justicia de la economía socialista y de la dictadura del proletariado:
en ambos casos “lo decisivo es que unos hombres hacen uso de otros hombres como
de simples recursos para lograr sus fines” (Millas 1975: 13). La especificidad de la
violencia política es que tiende a ser más amplia en el campo que abarca, a la aniquilación
física suele sumar la anulación intelectual y moral de las víctimas, ya que les niega
reconocimiento a sus capacidades comunicativas como interlocutor válido a considerar
y, con elaboraciones simbólicas produce que dejen de aparecer en su condición de
personas y aparezcan en alguna modalidad chocante de la categoría enemigo. “De
esta manera, la violencia es una forma de explotación total del hombre por el hombre,
mucho más general y profunda que la explotación del trabajador en algunas sociedades
capitalistas. Porque al fin y al cabo la explotación económica, en virtud de sus fines
esenciales, que la orientan al uso eficaz de la fuerza ajena de trabajo, impone un límite
a la hondura y generalidad de la explotación. El respeto, siquiera utilitario, de ciertos
valores personales, no es incompatible y, al contrario, suele ser coadyuvante, de los fines
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fines que estimamos dignos de ser perseguidos, pero que, por esa misma generalidad,
deja abierta la cuestión de los medios o maneras para su concreción práctica. Esto
hace de la experiencia moral una tarea que no puede ejercerse, para ser tal, sin ese
fundamento de una existencia autónoma y responsable que es la práctica de la reflexión
crítica personal para estimar valores, determinar acciones y ponderar consecuencias.
“Preceptos como ‘amarás a tu prójimo’, ‘harás el mayor bien posible’, ‘no matarás’
son normas relativas a fines y no a medios. Solo negativamente contienen la ética
referencia a los medios, en cuanto prohíbe aquellos recursos que con miras a un bien
particular transgreden el orden ético total o, dicho de otra manera, en cuanto rechaza la
falacia de que el fin justifica los medios. Positivamente, los medios pertenecen, desde el
punto de vista ético, al ámbito de la libertad” (Millas 1975: 16). Sin embargo, he aquí
la crítica de Millas, en el esquema de justificación de la violencia con fines políticos,
propio del movimiento revolucionario, esa justificación ocupa y controla de manera
total el campo de deliberación. “El revolucionario se ha entregado a la causa no solo
como a un sistema de fines sino también como a un sistema de medios. Su enajenación
es total” (Millas 1975: 16).
El espectro de justificaciones de la violencia no queda completo, sin embargo, si
se omite aquella justificación citada reiteradamente como el bien superior que se sirve
con el tránsito por la violencia: el interés de la humanidad. Marcuse sostuvo en cierta
ocasión: “No he equiparado en modo alguno el humanitarismo con la no-violencia.
Por el contrario, he hablado de situaciones en las que en interés de la Humanidad se
ha de recurrir a la violencia” (Millas 1975: 17). Millas enfrenta esta tesis preguntando
quién determina ese interés. ¿El marxista que quiere exterminar al antimarxista o el
antimarxista que quiere acabar con el marxismo? ¿Por qué ese interés –por cualquiera
de los dos determinado– ha de prevalecer sobre otros de la misma humanidad, por
ejemplo, el de que una parte de ella no sea inmolada en aras de la otra parte? ¿Con qué
derecho unos hombres imponen por la violencia su particular manera de apreciar la
libertad y la felicidad humanas?
Millas propone usar la noción de “secuestro” para caracterizar la situación en
que termina inscribiéndose el revolucionario. Éste queda expuesto a experimentar,
en algún momento y en algún nivel de conciencia, una libertad impedida por el
poder subyugante de la ideología y del movimiento. “Elegida la revolución como
fin, quien se decidió por ella cerró la puerta de su propia trampa. A partir de ese
momento se halla secuestrado por el poder de una decisión que quizás –aunque
éste no es siempre el caso– haya sido un acto libre en su origen, pero que, dado su
carácter –hacer la revolución, sin más– lo sujeta a su implacable automatismo. En
vano podría invocar el secuestrado, o quien hiciera apología de su misión violenta, su
propósito de servir los intereses de la Humanidad. Dichos intereses no pueden serle
ajenos, en la medida en que la revolución es el fin mismo y constituye un sistema
cerrado, autosuficiente, dotado de su propia legalidad, tanto histórica como ética.
Esta es la situación común de todo militante de causas mesiánicas, sistematizadas
como ideologías o cruzadas. Por supuesto, es también la trampa que se cierra sobre
el cruzado antimarxista y sobre todo adorador de fetiches consagrados al fantasma
de la Humanidad” (Millas 1975: 20).
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La reflexión desplegada por Millas sobre la violencia y sus máscaras puede ser estimada
como una pieza de examen crítico, lúcido y penetrante, como pocas en nuestra tradición
intelectual. Si ubicáramos su trabajo, breve, pero profundo, en el contexto de reconocidas
teorías críticas contemporáneas de la violencia política, sus méritos destacarían sin lugar
a dudas. La claridad rotunda sobre aspectos esenciales del asunto hace inexplicable que
entre nosotros su trabajo haya permanecido escasamente conocido. El filósofo chileno
procede como tantas otras veces en la construcción de su pensamiento: toma resguardo
ante las verdades a medias, los fetiches, las aseveraciones insuficientemente fundadas,
lleva al límite los planteamientos en cuestión para extender consecuencias o develar
incoherencias, su ejercicio de desmantelamiento argumentativo es implacable; y, a la
par de todo eso, como si estuviéramos frente a la reiteración de un método, trata de
situar el fenómeno y su concepto en aquellas relaciones pertinentes con la totalidad
de la experiencia humana. Hay en toda la obra de Millas un permanente afán holístico
que anima y guía la comprensión, afán que reconoce su eje u horizonte decisivo en la
evaluación de cómo lo analizado puede llegar a afectar a la más plena realización del
ser humano.
La crítica de Millas se inscribe en una perspectiva solidaria con el trabajo
de importantes autores contemporáneos. A semejanza de Walter Benjamin o María
Zambrano permite entender cómo la historia de la humanidad puede leerse, en gran
medida, como una historia sacrificial. Como Emmanuel Lévinas o Giorgio Agamben
privilegia la perspectiva de las víctimas y devela los ignominiosos mecanismos de
construcción de la figura del enemigo eliminable por la violencia. Como Hannah Arendt
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