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Revista de Filosofía

Volumen 67, (2011) 145 - 165

Filosofía y violencia en Jorge Millas

Maximiliano Figueroa
Universidad Diego Portales
mxfigueroa@gmail.com

Resumen

Este artículo muestra que la preocupación filosófica sobre la violencia está presente en
más de un momento en la obra de Jorge Millas y que su ensayo “Las máscaras filosóficas
de la violencia” expresa una reflexión sobre este fenómeno que destaca por su hondura
y penetración crítica. El análisis del declive ideológico que verifican algunas filosofías
proporcionando argumentaciones teóricas que enmascaran o justifican la violencia con
propósitos instrumentales, junto al privilegio de la perspectiva de las víctimas al momento
de comprender y valorar el hecho violento, son los ejes privilegiados en la presentación
y ponderación de la postura de Millas.

Palabras clave: filosofía chilena, Jorge Millas, violencia, víctimas, utopía, revolución,
dignidad humana.

Abstract

This article shows that the philosophical concern about violence is present more than once
in Jorge Millas’ work and that his essay Las máscaras filosóficas de la violencia expresses
a reflection on this phenomenon that stands out for its depth and critical insight. The
analysis of the ideological decline, verified by some philosophies that provide theoretical
arguments which mask or justify violence with instrumental purposes, along with the
privilege of the victims’ perspective at the time of comprehending and assessing the
violent act, are the privileged axes in the presentation and consideration of Millas’ stance.

Key words: Chilean philosophy, Jorge Millas, violence, victims, utopia, revolution,
human dignity.

En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo, pero el


hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias;
impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo,
adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia
se ha consumado. Así nacen las ideologías, las doctrinas y
las farsas sangrientas. Idólatras por instinto, convertimos
en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de
nuestros intereses. La historia no es más que el desfile de
falsos Absolutos. En cuanto rehusamos admitir el carácter
intercambiable de las ideas, la sangre corre.
E. Cioran
Revista de Filosofía Maximiliano Figueroa

Una parte significativa de la filosofía del siglo veinte se articula como reacción
a las experiencias de violencia y horror que en éste tuvieron lugar y desarrollo.
Las condiciones sociales y políticas, culturales e históricas, que otorgan a la violencia
su posibilidad y hacen explicable su manifestación y expansión en el mundo moderno,
junto a las construcciones teóricas e ideológicas que aspiran a su “justificación”, fueron
objeto, en distinta medida y forma, del examen de pensadores como Walter Benjamin,
Hannah Arendt, Theodor Adorno, Gabriel Marcel, María Zambrano o Karl Jaspers.
Un poco más cercanos a nosotros en el tiempo, los trabajos de Emmanuel Lévinas,
Jean Francoise Lyotard, Cornelius Castoriadis o Giorgio Agamben hacen del horror,
específicamente del que instala la violencia de la tiranía y del totalitarismo, referencia
fundamental para el trabajo filosófico comprometido con la libertad y la dignidad humana.
Jorge Millas dedicó un ensayo –audaz y lúcido, al decir de un crítico de la
época1– a analizar lo que él llamó “las máscaras filosóficas de la violencia”. Se trata
de un análisis del modo general en que los discursos “justificadores” de la violencia
suelen constituirse. Se publicó en diciembre del año 1975 en la revista Dilemas
que editaba la Editorial Universitaria. Había transcurrido casi un año y medio de
la instalación del régimen militar en Chile y la violencia era parte importante del
contexto que se vivía: su peso, su verificación y permanente amenaza teñían los días.
Es cierto que el conocimiento detallado y masivo de los hechos era muy difícil en ese
entonces, existía un control férreo sobre los medios de comunicación y mecanismos
para la elaboración y difusión de una “verdad oficial” que tendía a invisibilizar lo que
ocurría o a otorgarle atenuaciones a su verdadera crudeza. Millas, como observador
atento y sensible al proceso nacional, como un hombre con vínculos de amistad
con destacados líderes políticos, pero también como miembro activo de una de las
instituciones que fue objeto de intervención y purga: la universidad, parece haber sido
consciente en un grado no menor de lo que ocurría y de la oscura suerte que algunos
chilenos estaban padeciendo. El transcurso temporal, el resultado de algunos procesos
judiciales, los materiales entregados por investigaciones periodísticas, las distintas
comisiones creadas a instancias gubernamentales durante el retorno a la democracia,
el trabajo incansable de organizaciones de derechos humanos, han dado la evidencia
indesmentible y concreta de que la violencia ejercida en los primeros años del régimen
militar fue especialmente intensa y concentró el mayor número de casos de violación
a los derechos fundamentales.

1
Ibáñez Langlois, J. M., “Sobre la violencia” en El Mercurio, Santiago, 26 de septiembre de
1976, p. 3. Hacia el final del texto se puede leer el siguiente balance: “He aquí un penetrante
ensayo, digno de ser meditado siquiera entre los aspirantes a filósofos, para que nunca se
diga que entre nosotros el pensamiento aportó su falaz contribución a lo que nunca debiera
darse en el seno de nuestra comunidad pensante”. Efectivamente, no sería la pluma de
Millas la que aportaría en ese sentido.

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Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

Previo al análisis del texto de Millas al que se destina este trabajo, cabe llamar la
atención sobre el hecho de que el pensador chileno ya había transformado la violencia
en objeto de algunas consideraciones en su obra. En 1939, cuando solo tenía 22 años,
publica en dos partes un texto titulado “Teoría del pacifismo” en la Revista Universitaria,
órgano de la Federación de Estudiantes de Chile (Millas 1939a y 1939b). El escrito
contiene las ideas que presentó en el II Congreso de la Juventud para la defensa de
la Paz, celebrado en Nueva York un año antes, en 1938. La precocidad intelectual de
Millas queda manifiesta a lo largo de una exposición que resulta notable en su estilo
y rigor. Ya en esa época se rebelaba contra las posturas realistas o historicistas que
muestran la guerra asociada al “derecho” del más fuerte y que se acercan a justificarla
como ley formal de la historia2. Le preocupó hacer de la distinción entre facticidad y
validez, entre lo empírico y lo axiológico, un criterio para la ponderación crítica de
la guerra, especialmente frente a posturas que podrían catalogarse de naturalismos
fatalistas3. Sostuvo que es posible encontrar operando como raíz del hecho bélico, no
tanto una determinada controversia, sino más bien una cierta forma de resolver las
controversias. “Hay guerras porque a los conflictos suscitados no se les dio otra solución
que la guerrera”; “las guerras son posibles porque hay ciertos hábitos mentales y ciertos
impulsos éticos que las consagran como un valor”; “cuando se suscita un conflicto entre
países o razas, todos piensan en la guerra como solución posible” (Millas, 1939a: 23).
Ideas como estas son las que llevan a Millas a postular que la empresa del pacifismo
estaría asociada a la creación de una nueva ética social que lleve, en algún momento,
a reemplazar los hábitos bélicos por otros hábitos distintos, “capaces de satisfacer y
superar la dinámica histórica que, con el supuesto de las guerras, han podido hasta
ahora mantenerse”( (Millas 1939a: 19) y, no sin cierto entusiasmo filosófico juvenil,
postuló que “solo una filosofía responsable es capaz de organizar una ética semejante,

2
“Tan inaceptable como fundar la guerra en un derecho, es justificarla como ley formal
de la historia, aunque el investigador la encuentre en casi todas las grandes subversiones
institucionales del pasado y aunque al parecer haya contado siempre como un coeficiente
de elevada cuantía en los cambios históricos. Pero no es de notoria evidencia el que esté
la historia verdaderamente sometida al imperio de leyes estructurales, a las cuales deban
someterse las determinaciones libres del hombre” (Millas, J., “Teoría del pacifismo” Revista
Universitaria, Federación de Estudiantes de Chile, Santiago, agosto 1939, número 1: p.
29).
3
A Millas le parece “inaceptable el argumento de quienes, para hacer el elogio de la violencia,
remiten al espectáculo, a veces brutal, de la naturaleza. Mientras quieran mantenerse en el
plano de lo racional y filosófico, tales razones carecerán de todo fundamento, pues ¡qué nos
autoriza a afirmar que por ser la fuerza un hecho debamos ejercerla sin que previamente la
hallamos reconocido como un derecho, esto es, como un valor” (Ibíd., p. 27). “Volvemos a
encontrarnos –escribió– con el absurdo de justificar la guerra como un instinto: con respecto
a los afanes humanos jamás el instinto puede por sí mismo justificarse; se justifica solo por
su racional sujeción a las previsiones libres de la cultura, esto es, por la subordinación de
su espontaneidad a la vida del hombre cultivado. La realidad de nuestro vivir no se agota
en el plano de lo telúrico, la materia bruta de la indómita vitalidad, recibe una forma y
comienza su existir como cultura. Es la zona de la vida espiritual” (Ibíd., p. 30).

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asegurando su eficacia social” (Millas 1939a: 20). Es interesante notar, para lo que
veremos en este artículo, que un aspecto central en su “Teoría del pacifismo” fue salir al
paso a justificaciones de la guerra provenientes del campo de la propia filosofía. Criticó,
específicamente, el entusiasmo belicista de Max Scheler (Millas 1939b: 147-158). El
examen de Millas hace visible una construcción discursiva que, en un período histórico
importante y no tan lejano, transformó la grandeza del Estado en principio justificador
de las empresas bélicas en que tantos seres humanos participaron y sacrificaron.
De manera especialmente lúcida, el joven Millas muestra cómo en la hipóstasis del
Estado, en la amplia variedad de formas que ésta adopta y verifica, se encuentra una
de las raíces que han nutrido el espíritu guerrero y llevado incluso a algunos filósofos
a justificarlo y alabarlo. A lo largo de todo este escrito de juventud, Millas refleja su
interés porque no se pierda nunca de vista, al momento de la ponderación axiológica,
que el hecho bélico compromete el destino de seres humanos concretos exponiéndolos
al sufrimiento y la muerte.
Una segunda referencia previa la constituye el Prólogo al libro Idea de la
Filosofía, publicado en dos volúmenes el año1970, en que la filosofía es presentada
como alternativa crítica a la posibilidad de la violencia y sometimiento intelectual
que los discursos ideológicos suelen implicar. Defiende Millas la práctica filosófica
como la elevación de la conciencia que toma el hombre de sí mismo a la máxima
perplejidad y a la máxima esperanza. “La Filosofía –sostuvo– significa el llamado
a capítulo que se hace el hombre desde la totalidad del mundo y la totalidad de la
historia, respecto a la totalidad de su destino. Un llamado semejante, hecho a la luz
de la razón y la experiencia, no puede tener lugar sino con plena autenticidad. Ante
su exigencia han de caer los fetiches ideológicos y abrirse todas las trampas. Ningún
género de chantaje –así sea el del sufrimiento humano– puede prevalecer frente a él.
Al contrario, puestas las cosas en su sitio por la autenticidad filosófica, ese chantaje
se revela en toda su repugnancia, y el tipo de libertador que lo explota, en todo su
carácter de nuevo verdugo” (Millas 1970a: 13). Como se ve, ya en ese texto explicita su
sospecha y distancia crítica frente a las legitimaciones discursivas de la violencia como
instrumento al servicio de un incierto futuro mejor. “Solo en el seno de la Filosofía, que
lleva la libertad a la experiencia límite de desafiar al hombre con la libertad frente a sí
mismo, puede verse a plena luz la magnitud y el significado del sufrimiento humano.
Porque ahí no puede ocultarse el propio hombre, con sus terrores y sus mitos, a la par
religiosos y políticos, como responsable de muchas formas históricas de ese sufrimiento,
incluso de aquellas implantadas para acabar con el sufrimiento” (Millas 1970a: 13).
Pocos, entre nosotros, han vinculado tan explícitamente el ejercicio del filosofar
con el proceso de reconocimiento y comprensión de la experiencia del sufrimiento
humano. Prosigue Millas indicando una suerte de programa para la filosofía al que
su propia reflexión quiso servir: “Despejar esta mistificación y poner al hombre sin
simulaciones ideológicas frente a su propia responsabilidad, es la efectiva contribución
de la Filosofía, tanto al conocimiento del hombre como a la acción destinada a mejorar
su suerte. Esa suerte –lo sabemos hoy mejor que nunca– está ligada al destino de
la sinceridad y lucidez que solo pueden provenir de la inteligencia no sometida ni
anestesiada” (Millas 1970a: 13).

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En el ensayo de 1975, a cuya presentación nos abocamos, el filósofo es consciente


de que la preocupación por la violencia puede llamar la atención a los celosos del
ascetismo de la filosofía; el asunto, en su carácter “tremebundo”, difícilmente permite
una actitud impasible. Millas plantea que la implicación emocional puede resultar
inevitable en un tema de esta índole, incluso puede ser exigible por la misma aspiración
a la comprensión auténtica: “si constituye un vicio contra natura philosophiae que la
emoción sustituya al pensamiento, es igualmente vicioso que la intelección desdeñe los
datos primarios del sentimiento cuando éstos pertenecen a la naturaleza de las cosas”
(Millas 1975: 3). Permítaseme aludir a una referencia notoriamente coincidente en su
espíritu con el planteamiento del pensador chileno. Hannan Arendt, en medio de sus
penetrantes análisis del horror totalitario, aseveró que si alguien no experimenta una
conmoción emocional y una profunda indignación ética frente a la experiencia de los
campos de exterminio, puede pensarse que simplemente no logró acceder a la verdadera
comprensión de lo allí acontecido.
Millas despliega su reflexión y análisis en una conferencia leída con ocasión
de conmemorarse el cuarto de siglo de la Sociedad Chilena de Filosofía. Advierte el
carácter incompleto de sus planteamientos, indicando que forman parte de una obra
mayor; obra que, como sabemos, no llegó a publicar y cuyo título habría de ser El sin
fin de la utopía4. Es importante notar que el pensador le confería a estas reflexiones
un sentido de total pertinencia, de urgencia incluso, frente a lo que Chile vivía: “las
considero pertinentes en esta hora del país y del mundo. En cuanto a Chile, vale la pena
que en reunión de cultores de la Filosofía agudicemos la inteligencia de un problema
tan actual, cuya falta de comprensión puede acentuar el peligroso maniqueísmo y
fariseísmo de la hora” (Millas 1975: 3)5.
Si bien Millas reconoce una motivación suscitada por el contexto, decisiva en su
ocupación del tema, su tratamiento del mismo mira la filosofía ad intra, específicamente
tiene el propósito de examinar la situación que se hereda de los “manejos filosóficos”
de la violencia que se siguen de Nietzsche, de Sorel y sus continuadores. Hubo un
tiempo en que “la violencia pudo ser tratada en su carácter ya de componente natural
de la vida, ya de mero residuo de una vida insuficientemente espiritualizada. Pero ahora
se la consagra como un valor y hasta se le procura una metafísica. Toda una tradición
pro-violencia se abre camino en la Filosofía. Asociada con el irracionalismo, se ha


4
El trabajo de elaboración de esta obra aparece referido en la página introductoria del libro
La filosofía y sus máscaras, que publicó en Editorial Aconcagua, en Santiago, el año 1978,
y en el que se recoge el ensayo que analizamos en este capítulo; apareció junto a un trabajo
del profesor Edison Otero.

5
Reparemos que para Millas la preocupación no es solo que tal maniqueísmo y fariseísmo
puedan darse, sino que lleguen a acentuarse aún más en la hora que se vivía.

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convertido en una ideología de la violencia. Y esto a manos de los propios filósofos y


de otros tipos de intelectual” (Millas 1975: 3).
La atención de Millas se centra en el fenómeno de transformación que algunas
filosofías han experimentado en este tema: de la misión intelectiva, que es esencial al
filosofar, a una función abiertamente ideológica. Así, en su examen, el intento es juzgar
la violencia y ciertos tratamientos filosóficos de la misma. Esto lo obliga a delimitar
la especificidad filosófica de la aproximación pretendida. La sola determinación del
concepto de violencia representa ya un problema de envergadura y Millas es consciente
de la amplitud del campo semántico que debiera abarcarse en un tratamiento exhaustivo:
“Aunque éste tiene como centro la simple noción de fuerza, no se reduce a ella. También
connota determinaciones cuantitativas, como la de grado; lógicas, como la de legitimidad;
axiológicas, como las de injusticia; psicológicas, como las de temor; pragmáticas, como
las de absolutismo y sujeción” (Millas 1975: 3). Si la empirie del fenómeno corresponde
a ciencias como la historia, la sociología y la psicología, encargadas de mostrar su génesis
y sus leyes, el problema de su valoración parece recaer, más bien, en el campo de la
filosofía6: “Sólo filosóficamente podemos dar sentido a la idea del deber y esclarecer
los fundamentos de la acción. Ni el deber ni el valor son conceptos empíricos. Por eso
no es lícito esperar que las ciencias nos ofrezcan un sistema de deberes ni diluciden
las cuestiones relativas al fundamento de nuestra conducta” ((Millas 1975: 4). Que el
problema sea visto desde una perspectiva filosófica significa abordarlo con el método
de tal perspectiva: el de la intelección total y de la fundamentación radical, realizadas
con el propósito consiguiente de servir para la orientación de la vida humana. Preguntas
propias de la perspectiva filosófica serían, en este caso, algunas como las siguientes:
“¿Cómo se integra la violencia en la estructura del mundo racionalmente concebido y
valorado por el hombre? ¿Cómo enriquece o perturba el sistema de los valores humanos
que una cultura acepta, por ejemplo, a la racionalidad o la espiritualidad de la vida?
¿Cómo se funda ella misma o qué cosas fundamenta, si fundamenta alguna?” (Millas
1975: 4). Pero, como ya se ha señalado, el centro de la preocupación está constituido
por aquellas filosofías que han devenido en ideologías justificadoras de la violencia:
“Toda ideología –precisará Millas– tiene el efecto de sacar las ideas de sus quicios
intelectivo-descriptivos y de aislarlas, rompiendo sus enlaces con el sistema general del
conocimiento que les da sentido. La idea pierde así su función cognoscitiva y se torna
en estímulo afectivo y, lo que es más característico y sorprendente, en encubridora,
oscurecedora de realidades. Nacida la idea para mostrar y hacer ver las cosas, una vez
ideologizada hace todo lo contrario: esconde y enmascara” (Millas 1975: 4)7. De esta

6
Respecto a la especificidad de la filosofía, frente a la contribución de las ciencias sociales,
puede leerse Millas, J. (1977, “Las ciencias sociales y un punto de vista de la Filosofía”,
Dilemas. Revista de Ideas, n° 13, pp. 28-33.
7
Difícil no recordar, para quien la conoce, la descripción del escritor E. Cioran: “En sí misma
toda idea es neutra o debería serlo, pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y
sus demencias, impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta la figura
de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado. Así nacen las ideologías,

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Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

manera, muchas ideas filosóficas vienen a representar no una comprensión, sino más
bien una promoción de la violencia.
Con la referencia a la posición del filósofo alemán Herbert Marcurse, el ensayo
comienza su análisis. La justificación de la violencia que realiza el pensador de la escuela
de Frankfurt, sostendrá Millas, no puede asociarse de manera necesaria con ningún
postulado propiamente filosófico de su obra, sino que surge como consecuencia de
devenir su pensamiento en un ejercicio que cede a la construcción ideológica en función
del propósito revolucionario, que, además, en el caso de Marcuse, queda difusamente
delineado. El carácter paralógico y, sencillamente, alógico al que la ideología de la
violencia puede arribar se ejemplificaría en la asimilación que Marcuse realizó en algún
momento entre la violencia de la ocupación militar británica en la India y la resistencia
pacífica practicada por la masa hindú. Para Marcuse, ambas son violencia. De manera
semejante, aunque en la posición política contrapuesta, el escritor francés Jean Francois
Revel –recuerda Millas– llegó a considerar que la no-violencia de Martin Luther King
“no era sino una forma de la violencia”. “Boicotear los transportes de una ciudad –nos
asegura Revel– es una acción mucho más violenta que abofetear a un vigilante en la
plaza de la Concordia” (Millas 1975: 6). Estaríamos, así, frente a dos ejemplos de una
suerte de rudimentario paralogismo. El nombre que Millas nos propone para designar
este desplazamiento es el de falacia del género sumo. Tal falacia consiste, básicamente,
en extender más allá del dominio de las operaciones lógicas donde se hace posible la
construcción del género, las relaciones de identidad que dentro de él son legítimas.
El género, construcción intelectual que aporta el beneficio de la simplificación y de la
unificación de realidades diversas vinculables en algún aspecto o rasgo común, en su
empleo falacioso se cierra sobre sí mismo, de esta manera, la idea general elaborada,
a fuerza precisamente de generalidad, lo absorbe todo y nos deja instalados en una
parcialidad lógica que no sabe ya de matices distintivos o diferencias esenciales.
Ambos pensadores europeos referidos utilizan la idea de la violencia como
sinónimo de fuerza y con ello se exponen a la falacia del género sumo al desconocer
los factores diferenciadores y las condiciones determinantes de las formas posibles
que puede adoptar la fuerza, como fenómeno y concepto. Por eso Millas argumenta
que “cuando impugnamos la violencia, no hacemos, por cierto, un acto de valoración
abstracta. El valor negativo recae en un complejo de conductas con sus antecedentes y
consecuencias, en una situación total de relaciones humanas, en donde no solo cuenta
la fuerza, sino también los fines perseguidos, los efectos previsibles, las víctimas y los
victimarios, el sufrimiento consiguiente, el tipo de relación humana que se constituye
y ejemplariza, los hábitos intelectivos y afectivos que se promueven. La fuerza,

las doctrinas y farsas sangrientas. Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados


los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile
de falsos Absolutos, una sucesión de templo elevados a pretextos, un envilecimiento del
espíritu ante lo Improbable […] No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo
que no revele el fondo bestial del entusiasmo […] En cuanto rehusamos admitir el carácter
intercambiable de las ideas, la sangre corre”. Genealogía del fanatismo.

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abstractamente mencionada, es solo un elemento del cuadro total. No es, pues, la fuerza
como acción destinada a quebrantar un propósito ajeno o a inducir la voluntad del otro
hacia el logro de nuestros objetivos lo que cuenta por modo decisivo en la repulsa ética
a la violencia. Gandhi, al desobedecer, opone una fuerza moral al dominador británico.
Pero que sea moral y no física hace toda la diferencia del mundo. El poder del Imperio
se ve obstaculizado, es cierto, por una resistencia que supone mucha fortaleza de ánimo.
Mas, ¿se trata, en concreto, de la misma cosa? El problema no consiste en la cuestión
puramente terminológica de que se use la palabra “violencia” en uno y en otro caso
[…] La verdadera cuestión estriba, primero, en no dar curso a la falacia del género
sumo, cualquiera sea el término empleado; y, segundo, ya que se emplea ese término,
en averiguar si no abusamos de él en función del sentido ya consagrado por el uso. El
peligro es evidente, porque también el género común, al modo de la oscuridad, hace
que en la noche todos los gatos sean negros” (Millas 1975: 6).
Lo que Millas intenta, siempre un paso inicial en el trabajo de una mente analítica
como la suya inclinada a la búsqueda permanente de la lucidez, es despejar de malos
entendidos el camino para la comprensión del fenómeno y para el establecimiento de
la ponderación moral que corresponde hacer frente a él. Por eso, prosigue señalando
que si aceptáramos las identificaciones de los autores mencionados, tendríamos que
aceptar la falacia de que también todo intento de persuasión es un acto de violencia,
ya que a través del recurso a razones fácticas y lógicas lo que se buscaría es inducir la
voluntad del prójimo [forzarla] hacia una posición a la que éste se resiste. “Pero llamar
violencia a todo eso –sentencia Millas– es inflar el concepto más allá de su natural
elasticidad” (Millas 1975: 6).
Un despeje más que se introduce en el texto es el que se abre al enfrentar la
noción de “violencia institucionalizada”. Recuperemos la argumentación que, tal vez,
podría representar uno de los momentos polémicos del ensayo y que exigirá hacer más
consideraciones. Millas piensa que otro recurso para asegurar “la impunidad ética y
jurídica de la violencia” consiste en postular que el orden del derecho también representa
una forma particular de la violencia. Porque, se suele decir, la violencia “solo nos llama
la atención y nos alarma cuando se manifiesta fuera y contra del orden establecido; pero,
en cambio, la admitimos y nos conformamos con ella cuando se expresa dentro y a favor
de ese orden, esto es, cuando está “institucionalizada” (Millas 1975: 7). Estamos, una
vez más, frente a la falacia del género sumo revestida con aires de cordura: siempre hay
“violencia”, solo que a veces se trata de la violencia “institucionalizada”, y a veces, de
la violencia “no-institucionalizada”, rezaría el argumento a revisar.
Millas es especialmente enfático frente a este planteamiento: se trata, a su juicio,
de una incoherencia, pues “desde el momento que la violencia se institucionaliza –esto
es, se somete a un sistema normativo, o, con más precisión, al orden jurídico– ya no
es violencia” (Millas 1975: 7). A su juicio, cabe hablar de fuerza institucionalizada,
pero no de violencia institucionalizada. Es cierto, cómo negarlo, que los ordenamientos
del derecho degeneran o pueden degenerar y, entonces, puede llegar a ocurrir que la
fuerza del Estado encargado de proteger de tales anomalías, se convierta relativamente
en violencia. En ese caso, “el grado de relatividad es función del grado en que dicha
fuerza se sustrae a las regulaciones del orden. Si la sustracción es total, se ha instalado

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Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

en el derecho, la violencia, sin más” (Millas 1975: 7). Para Millas, la violencia es, dicho
con precisión, la fuerza libre que simplemente no puede ser llevada a la jurisdicción
reguladora de un ordenamiento jurídico y moral y seguir siendo tal. “Violencia
institucionalizada” representa una contradicción en los términos y remite, cuando se
le confiere plausibilidad, a un orden jurídico que ya no opera con propiedad, no de
manera íntegra o cabal 8.
¿Cómo entender este planteamiento en circunstancias que el propio contexto
en que se formula ofrece ejemplos de Estados que, no desprovistos de ordenamientos
jurídicos, presentan el despliegue de una violencia dirigida a atropellar la dignidad y la
vida de muchas personas? Terrorismo de Estado o violencia de Estado, ¿no son nociones
que parecen hacer sentido a luz de la experiencia de tantas víctimas de regímenes
dictatoriales o totalitarios? Creo que Millas no dudaría en atribuir la violencia a esos
regímenes, pero, quizás, dudaría respecto a si cabe considerarlos auténticos ejemplos del
ordenamiento en los marcos del derecho y de su institucionalidad correspondiente. La
explicación de este planteamiento obliga a vincular con la reflexión filosófica sobre el
derecho en la que Millas, también, ha sido reconocido como un aporte significativo entre
nosotros9. Considero que el planteamiento taxativo de Millas se hace comprensible, en
primer lugar, si se tiene a la vista que el propósito de su ensayo es delimitar el fenómeno

8
Hay autores que simplemente no hacen las distinciones de Millas y postulan, como lo hace
por ejemplo W. Benjamin, que toda violencia es, como medio, poder que funda o conserva
el derecho. Cfr. Benjamin, W. (1991), Para una crítica de la violencia y otros ensayos.
9
Por ejemplo, Raúl Rettig escribió: “Como filósofo del Derecho, Millas tiene hallazgos que
requirieron, precisamente… de Jorge Millas, para proyectarse en el ámbito tan estrecho
entre nosotros del estudio teórico de lo jurídico en profundidad. Su noción acerca de la
plasticidad axiológica del Derecho nos revela cómo todos los valores buscan la tutela
de la norma. Y, al decirlo, lo hace con originalidad y belleza. El concepto de seguridad
jurídica como valor supremo que el Derecho debe custodiar, y con el cual llega a una
identificación casi esencial, está defendida en sus obras con rigor y seriedad tales que hacen
irrebatible la postulación formulada” (Rettig, R., “Jorge Millas” en periódico Las Últimas
Noticias, Santiago, 16 de noviembre de 1982). La principal obra de Millas en la temática
es su Filosofía del derecho, Editorial Universitaria, Santiago, 1956, con otras ediciones
en 1957, 1958, 1960 y 1961. También pueden consultarse Millas, J., “Las dos clases de
proposiciones en la ciencia del derecho”, Anales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y
Sociales, Universidad de Chile, Santiago, 1 (1-3), 1952-1954, pp. 58-70; Millas, J., “Sobre
los fundamentos reales del orden lógico-formal del derecho”, Revista de Filosofía, Santiago,
3 (3), 1956, pp. 67-74; Millas, J., “El problema de la forma de la proposición jurídica”,
Anais do Congresso Internacional de Filosofía de Sao Paulo, 1956, pp. 697-704; Millas,
J., “Derecho y sociedad de masas”, Primeras Jornadas Sociales, Seminario de Derecho
Privado de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, 1964,
pp.13-25; Millas, J., “Filosofía, derecho y sociedad de masas”, Atenea, Concepción, (429-
430), 1974, pp. 71-89; Millas, J., “Ihering y la idea de la ciencia del derecho”, Revista
de Ciencias Sociales, EDEVAL, Facultad de Ciencias Jurídicas Económicas y Sociales
de la Universidad de Chile, Valparaíso, 10.11, 1976-1977, pp. 285-303; Millas, J., “Las
determinaciones epistemológicas de la teoría pura del derecho”, en VVAA, Apreciación

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Revista de Filosofía Maximiliano Figueroa

y el concepto de la violencia en su especificidad. En segundo lugar, si se acepta que


al separar derecho de violencia, opera desde una determinada concepción del derecho
que sería tributaria del desarrollo histórico de esta creación humana y de su decantado
contemporáneo en la moderna sociedad democrática occidental. Millas sostiene que “el
Derecho es manifestación exterior visible de estados más profundos del alma social.
Pero como toda expresión de vida colectiva, su acción reflejante es, a la par, una toma
de conciencia, apta para reobrar sobre la propia cosa reflejada. Las instituciones del
derecho en sus dos aspectos de conducta social regulada (experiencia jurídica) y de su
norma (representación normativa de aquella conducta) ponen ante la sociedad su propia
imagen y coadyuvan, mediante la toma de conciencia que de esta manera inducen, a
otras fuerzas rectificadoras. Y ello, sobre todo, si aquella imagen traduce también de
algún modo como política jurídica, la acción de reforma” (Millas 1964: 24). Tales
palabras vienen a cerrar conclusivamente un análisis del desarrollo histórico del derecho
en la modernidad. El filósofo conecta, de esta manera la conformación del derecho
con la circunstancia de que “una sociedad no puede sobrevivir sin una representación
adecuada de su estructura y dinámica, que procure a la conciencia de sus miembros unos
principios de valoración reguladora y de seguridad dentro de la complicada urdimbre
social” (Millas 1964: 23). En este esquema representativo, se habría ido imponiendo,
parece sostener Millas, un tipo de sociedad que en su autoimagen entiende el derecho
como la ordenación jurídico-normativa instituida para encauzar la convivencia humana
en los mayores grados posibles de racionalidad y no violencia. Si, desde un punto vista
general (y podría decirse que epistemológico), la postura de Millas también indica que
en el marco del derecho la coacción, la sanción y la pena son recursos a un tipo de
fuerza que no se da libre, sino regulada, organizada y graduada, en el específico caso
del derecho instituido en una sociedad democrática, éste queda, y de modo especial su
recurso a la fuerza, ordenado esencialmente a tal sociedad como contexto axiológico
que determina su carácter y orienta su fijación y administración, supeditándolo a la
protección de la dignidad e integridad de las personas. Es este contexto axiológico y
político el que permite afirmar taxativamente la incongruencia de una noción como
“violencia de Estado”; la aparente plausibilidad de la expresión vendría a indicar solo
la alteración negativa que se está verificando en el orden de las cosas, es decir, un
proceso de deterioro o corrupción que experimenta el Estado, la señal de un Estado
contrahecho, carcomido en su índole política y moral. Eso es lo que Millas estimó que
ocurría en Chile durante el régimen militar. Consultado en una entrevista periodística
sobre si existen formas indirectas de terrorismo, respondió: “Las oficiales, las que
tienen lugar en una forma clandestina en nombre de la ley, o mejor, en nombre de la
autoridad. Cuando a una persona se la hace desaparecer de su casa, por ejemplo, por
diez o más días y nadie sabe nada, no se sabe dónde encontrarla, ésa es una forma de
amedrentamiento y opresión. Para mí espantosa” (Millas 1981b: 20). Esta exclusión
de la violencia, por ejemplo en la forma política de la tiranía, es lo que también otro

critica de la teoría pura del derecho, EDEVAL, Valparaíso, 1982, pp. 31-63; Millas, J., y
otros, Estado, derecho y sociedad de masas, Imprenta la Libertad, Santiago, 1964.

154
Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

filósofo interesado en la temática que analizamos, Emmanuel Lévinas, interpretó como


impulso histórico operativo en la generación de la ley o del derecho10.
Dicho esto, lo que corresponde es entrar a la determinación de la violencia que
ofrece Millas. Su intento consiste en dar con los elementos realmente genéricos del
concepto, la definición ofrecida es la siguiente: “La violencia no es simplemente la
fuerza, en general, sino un modo de aplicarla: es el empleo de la fuerza sin apelación
para la víctima y sin normas supra-personales de responsabilidad y de regulación para
el victimario” (Millas 1975: 7). Millas considera que, si bien hay rasgos que vienen a
especificar formas particulares de violencia, lo dicho es “suficiente para filiar la actitud
y la acción de que aquí se trata” (Millas 1975: 7).
Lo que prosigue en el ensayo es el desarrollo explicativo de lo contenido en
esta definición. Con claro énfasis se señala que lo que debe registrarse en “primerísimo
lugar” es que “hay víctimas” y ­–se nos advierte– este término no se usa en un sentido
abstracto, cumpliendo un papel para la sola clarificación lógica en la construcción de
un concepto: “La idea de violencia requiere de esa clarificación, como toda idea, pero
es también representación de una realidad sui géneris, de carácter pavoroso, que solo
puede ser de verdad comprendida, teniendo a la vista su índole terrorífica. Hacer otra
cosa, y hablar plácida y analíticamente de la violencia, haciendo su ‘fenomenología’
como quien hace la fenomenología de una polka, es hacer literatura y de la mala. Justo
porque a la fenomenología le incumbe la descripción de las cosas en el modo exacto
como son objetivadas por la conciencia, no podemos dejar de lado, en una descripción
de la violencia, el hecho de que por su existencia misma hay unos hombres que son
víctimas –víctimas del temor, del dolor, del crimen” (Millas 1975: 7).
Para Millas no hay duda alguna: “La filosofía de la violencia ha de partir de
las víctimas a que la violencia se dirige, y tener en cuenta que el intento de ésta es
anularlas mediante el sufrimiento” (Millas 1975: 7). Los filósofos de la violencia suelen
considerar el uso de la fuerza un instrumento para fines políticos que le otorgarían
justificación (moral). “La liberación de los pueblos” o la “grandeza de las naciones”
representan ejemplos, fáciles de reconocer, de tales fines. El caso de Nietzsche es
especial, con él se inaugura la apología filosófica de la violencia, su lenguaje sobre ella
muchas veces parece rendirle culto; “en el nivel de los individuos, la violencia es una
fuerza purificadora”, “es el hombre que se recrea a sí mismo” –ha dicho–, sin embargo,
toda su loa a la vida guerrera y a la fuerza no se ordena a ningún fin político, lo que


10
Lévinas, E. (2001), “Libertad y mandato”, en Lévinas, E., La realidad y su sombra, pp.
72-74. La tiranía es fuerza libre, arbitraria, sin sometimiento a control o norma, violencia,
por eso –afirma Lévinas– “La libertad, en su temor a la tiranía, acaba en institución, en un
compromiso de la libertad con la libertad, en un Estado.”(p. 72) y agrega en otro pasaje:
“nuestra conclusión hasta ahora: imponerse un mandato libre, pero precisamente un mandato
exterior, no simplemente una ley racional, no un imperativo categórico sin defensa contra
la tiranía, sino una ley exterior, una ley escrita, dotada de una fuerza contra la tiranía; he
ahí el mandato como condición de la libertad” (p. 73).

155
Revista de Filosofía Maximiliano Figueroa

no impide que siga siendo posible seguir la filiación nietzscheana como presente en
muchos planteamientos posteriores.
El marxismo leninismo y el fascismo, coincidentes en sus pretensiones de
cientificidad, ejemplifican que la justificación de la violencia con propósitos políticos se
encuentra en posturas de izquierda y de derecha. Para Millas, el originario mesianismo
nietzscheano de la violencia no desaparece en la amplia variedad de ejemplos de la
instrumentación política, éstos continúan hablando un lenguaje que alude a asociaciones
como la de la “purificación necesaria”, y esto, se insiste, en un espectro que va desde la
izquierda revolucionaria hasta el nacionalismo, racismo y otros extremismos asociados a
la derecha. “El lenguaje y los conceptos de un H. S. Chamberlain, un Maurice Barrés, un
Mussolini, un Spengler, se parecen muchísimo a los de un Fanon, un Sartre, un Marcuse.
Tampoco para ellos la violencia es jubilosamente gratuita, como en Nietzsche, pero es
‘purificadora’, ‘santificadora’ y ‘necesaria’, en virtud de los fines que la trascienden.
Estos fines son otros, a no dudar, pero también son fines que la víctima no comprende o
no quiere, y así comprende y quiere el victimario, trátese del socialismo o de la raza, de
la dictadura del proletariado o de la hegemonía de la clase propietaria, del partido que
ha asumido la misión ‘educadora’ del pueblo o de los grupos que se sienten llamados
a altos destinos ‘espirituales’ en la ‘civilización occidental’” (Millas 1975: 8).
Todos los constructos ideológicos que avalan la violencia coinciden en el
mismo punto: “la insensibilidad frente al sufrimiento concreto e individual del hombre
y la capacidad para trascenderlo ya estética, ya utilitariamente, con fría y calculadora
prescindencia de contemplador o de estratega”. Sentencia Millas: “La idea de la violencia
que ‘se’ trasciende –esto es, que trasciende al sufrimiento de sus víctimas– es un recurso
característico de este lenguaje de mago con que se intenta hacer desaparecer la realidad
de la violencia (Millas 1975: 8). Marcuse sirve nuevamente como ejemplo. Sus palabras
son estas: “La violencia del terror revolucionario es muy distinta de la violencia del
terror blanco, porque el terror revolucionario implica, precisamente como terror, su
propio trascender hacia una sociedad libre, en tanto que el terror blanco no lo hace”
(Marcuse 1967: 115). Millas pide que se repare en las cursivas que él introduce en esta
cita, y que no se pierda de vista que la expresión “precisamente como terror” significa
“como crueldad, como martirio, como paralización de toda posibilidad de reflexión,
libertad, como miedo, y en fin, como aniquilación de un hombre” (Millas 1975: 9), y
como tal opera en el argumento de que la violencia vendría a trascender en lo contrario,
en una sociedad libre. Se construye, así, con control semántico, un mecanismo “lógico”
útil para anestesiar la sensibilidad frente al sufrimiento gracias al poder hipnótico de
la mera posibilidad de una sociedad libre. Es cierto que el propio Marcuse se plantea,
quizás con una cierta conciencia intranquila de filósofo, la posibilidad de evitar que el
terror revolucionario degenere en crueldad; en una “verdadera revolución –afirmó el
pensador alemán– hay siempre medios y maneras de evitar la degeneración del terror”
(Marcuse 1967: 78). Pero desde un punto de vista estrictamente lógico, riguroso en
el uso conceptual, cabría enfrentar a Marcuse como lo hace Millas y preguntar si
acaso no lleva el terror la crueldad en su propia entraña terrorífica y si no se encarga
la propia experiencia empírica de mostrarnos que las revoluciones que registra la
historia comportaron siempre crueldad. ¿Podría alguien negar que fueron verdaderas

156
Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

revoluciones la francesa de 1789 y la bolchevique y que, ambas, por lo tanto, desmienten


el aserto de Marcuse?
Millas sostiene que cuando se recurre a la idea de que la revolución implica
como momento necesario la violencia para la conquista del poder, se dispara un
mecanismo más de sustitución que sirve para apagar, en sus palabras, “la postrera
y débil lucidez frente a la inhumanidad de la violencia” (Millas 1975: 9). Y es que
“la crueldad afecta a la víctima, pero no a su verdugo porque éste se reserva el más
llevadero papel de comprenderle en su carácter necesario. Y el pensador queda así en
paz consigo mismo. El refugio en el sueño de la sociedad mejor se encarga de lo demás,
si damos la correspondiente vuelta al tornillo sin fin de la utopía” (Millas 1975: 9). Es
cierto, parece reconocer Millas, que los teóricos de la violencia dan espacio a lamentar
el recurso violento, pero lo hacen soslayando las graves cuestiones sobre el mal y la
autonomía que conlleva la violencia en beneficio, en último término, de los fines y
métodos revolucionarios: “Sorel le hacía gestos de asco a la orgía de la Revolución
Francesa, explicándola como producto ejemplar del alma burguesa […] Marcuse expresa
sus reservas frente a la ‘transformación del terror en actos de crueldad, brutalidad y
tortura’ y advierte que cuando tales actos ocurren “nos encontramos en presencia de
la perversión de la revolución” […]. Mussolini, como buen discípulo de Nietzsche y
Sorel, escribió cosas semejantes aunque –por ser más político y menos filósofo– harto
más cínicas” (Millas 1975: 9). Pero, como sea, el lamento no detiene la opción.
El análisis ahonda un poco más en la posibilitación subjetiva del recurso
violentista. Jean Jaurés, recuerda Millas, indicó que “las revoluciones reclaman del
hombre el sacrificio más extremoso, no ya de su tranquilidad, no ya de su vida, sino
también de la inmediata ternura humana y de la piedad” (Millas 1975: 11). La compasión
o cualquier otro sentimiento que conduzca a la culpa son factores a inhibir como
obstáculos que debilitan el logro de los fines perseguidos. Por otra “mágica sustitución”
se hace aparecer a la víctima como victimario a través de verlo como responsable
del sufrimiento de otros y transforma en justificable su propio sufrimiento, “así la
violencia pierde su esencia propia y hasta se dignifica, en la medida en que expresa el
sufrimiento del victimario –que pasa a ocupar el primer plano– y es una acción que,
lejos de engendrar, tiende a eliminar el sufrimiento” (Millas 1975: 10). El odio, incluso,
se convierte en útil factor auxiliar para la eficacia de la lucha, pues –en palabras que
Millas cita del Che Guevara– “el odio implacable hacia el enemigo nos impele por
encima y más allá de las naturales limitaciones del hombre y nos transforma en una
efectiva, selecta y fría máquina de matar” (Millas 1975: 10). De esta manera, prosigue
Millas, “ahí donde el fascista pone inhumano regocijo estético, gratuita indiferencia
ante el martirio de otros hombres, el guerrillero pone odio humano, ‘comprometida’,
utilitaria indiferencia ante lo mismo. Pero el resultado ético es uno solo: el sufrimiento
de ciertos hombres ya no cuenta para otros hombres, en circunstancias de que estos
últimos tienen el privilegio de elegir y definir. Medio para la morbosa deleitación de
un alma corrompida por el poderío o medio para alcanzar los fines políticos de un alma
arrebatada por el odio, en uno y otro caso confrontamos el hecho terrible de que en
nombre de los valores que el propio hombre ha creado, el hombre concreto se convierte
en algo que puede ser ‘trascendido’. Así se comprende que hagamos política, poesía

157
Revista de Filosofía Maximiliano Figueroa

lírica y hasta metafísica de la violencia, como si las víctimas no existieran o, existiendo,


carecieran de importancia o, teniéndola, fueran solo factores abstractos de abstractas
ecuaciones históricas” (Millas 1975: 10-11).
El análisis avanza, de este modo, mostrando “el subterfugio que permite no ver la
víctima ni el caos de la violencia, haciéndolos transparentes, para mirar a su través solo
el fin redentor, a menudo fríamente político, elegido por el victimario” (Millas 1975:
11). La tosca falacia envuelta en el principio “el fin justifica los medios” reaparece una
vez más. Pero digamos que ahora lo hace con las precisiones específicas de la violencia
política: el medio en cuestión es el ser humano, es decir, “hay unos hombres que en
virtud del ‘necesario’ sufrimiento que se les impone son convertidos en ‘medios’, en
puro expediente de los fines admitidos por quienes ejercen la violencia […]. Es cierto
que esto se hace en nombre de la humanidad, de la justicia, del bienestar colectivo y
de otras idealidades de nobilísimo linaje, por modo semejante a como en otro tiempo
se quemaba a los herejes en nombre de la gloria de Dios y de la salvación del género
humano, incluidos los propios mártires. Pero ello no atenúa y, al contrario, exalta el
principio de que es bueno, por útil, hacer de unos hombres una herramienta para los
fines de otros hombres. Y que tales fines sean precisamente de otros hombres, y que,
por la dialéctica del caso, se puedan generalizar, para transmutarlos en fines generales
de la humanidad […] hace tanto más peligroso dicho principio. Porque éste viene a
significar, en definitiva, no ya la mera comprobación empírica del homo homini lupus,
sino su consagración intelectual y ética” (Millas 1975: 11).
Esta última idea viene a explicar que se haga también objeto de consideración la
postura realista, es decir, aquella que convierte lo fáctico en ético, lo que es de hecho, en
lo que debe ser. “Desde Calícles a Spengler, en líneas que pasan por Maquiavelo, Hobbes
y Proudhon, sin olvidar, por supuesto a Nietzsche y a su inacabable descendencia, el
realismo y el nihilismo han puesto de relieve la acción de la violencia en la Historia y
el papel que siempre han desempeñado las fuerzas primarias del egoísmo, la voluntad
de poder y la codicia, sobre todo en las relaciones entre los Estados” (Millas 1975:
12). Pero el intento de Millas es ubicarse más allá de un campo solo constatativo. “La
cuestión de verdadera importancia –sostiene– concierne a la relación entre lo fáctico y lo
ético en la Historia” (Millas 1975: 11). El pensador distingue dos maneras de enfrentar
esta relación, la empírico-naturalista y la pragmático-cultural. La primera simplemente
deja ser la historia, la exime de enjuiciamiento y ponderación; la segunda, llama la
violencia a capítulo para juzgarla moralmente e introducir la voluntad consciente y
racional del propio hombre entre las fuerzas que le dan forma. Porque el asunto digno
de consideración, el auténtico problema a enfrentar, intelectual y prácticamente,
para seres que quieren hacerse cargo de las condiciones de realización de su mundo,
consiste en determinar la racionalidad y valor de la violencia, y no solo verificar su
existencia como hecho entre los hechos. En uno de los pasajes más penetrantes de su
ensayo, por su comprensión honda de lo humano, y no sin cierta inspiración kantiana,
Millas escribe: “Quizás si lo único que legitime el apelativo de ‘espiritual’ que damos
al hombre sea la capacidad que tiene de verse en su miseria y de reconocerse en la
condición de bestia corrompida que suele imponérsele en el trato con otros hombres.
Porque entonces sí se agudiza su conciencia y surge ante él, como si fuera el llamado

158
Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

de otro mundo, la voz del ideal, del bien posible, que no es solo un imperativo de
amor, sino de inteligencia. Gracias a esa conciencia el hombre no es mera naturaleza
y puede ser tan antinatural como para convertirse en legislador, sabio o artista. No se
diga, pues, que porque la violencia es un hecho, debe el hombre rendirle su capacidad
de juicio y, peor que eso, servirla con el auxilio de su propia razón. El derecho a la
fuerza, que históricamente ha podido invocarse en ocasiones, y a menudo contra la
fuerza misma, no consagra ningún derecho a la fuerza” (Millas 1975: 11). “Este es el
aspecto más grave que ofrece la presencia de la violencia en la vida humana. Cuando
ella aparece como lo que es, como pura disposición primaria, como impulso natural,
ciego y estúpido, al hombre le es fácil ponerla en su lugar y no duda lo que ha de hacer
con ella. El verdadero problema surge cuando la inteligencia misma, y en términos
más generales, la espiritualidad del hombre –medio despierta, medio embotada– la
fortalece con sus recursos, y encubre su fea apariencia con modos ‘intelectuales’,
‘espirituales’ de justificación y disimulo. El espíritu es una extraña dimensión de la
realidad humana que tiene la capacidad de aniquilarse a sí mismo […]. La violencia
es verdaderamente una creación del hombre que destruye su propia espiritualidad con
recursos del espíritu mismo” (Millas 1975: 13).
Como se ha visto, el ensayo recuerda que la violencia es recurso de derechas e
izquierdas y en su análisis se preocupa permanentemente de notar esta circunstancia;
sin embargo, la violencia revolucionaria adquiere, por momentos, el privilegio en la
atención de Millas. Especial dedicación le merece la forma de enajenación que ésta
implicaría en la práctica y en los esfuerzos teóricos por avalarla. Como moral, poseería
cierta contradicción y ambigüedad característica, no estando exenta, además, de una
importante dosis de conformismo. El examen de la denuncia de explotación del hombre
por el hombre que realiza el marxismo permite señalar que esta postura no logra ver
que el principio de la violencia puede ser considerado como una forma particular de
explotación del hombre por el hombre. Poco importa –sostendrá Millas– si se trata de
la explotación económica del asalariado por parte del productor capitalista, y puesta
al servicio de los beneficios de la libre competencia, como si se trata de la explotación
física y moral del enemigo reaccionario por parte del luchador partidista, subordinada
al servicio de la justicia de la economía socialista y de la dictadura del proletariado:
en ambos casos “lo decisivo es que unos hombres hacen uso de otros hombres como
de simples recursos para lograr sus fines” (Millas 1975: 13). La especificidad de la
violencia política es que tiende a ser más amplia en el campo que abarca, a la aniquilación
física suele sumar la anulación intelectual y moral de las víctimas, ya que les niega
reconocimiento a sus capacidades comunicativas como interlocutor válido a considerar
y, con elaboraciones simbólicas produce que dejen de aparecer en su condición de
personas y aparezcan en alguna modalidad chocante de la categoría enemigo. “De
esta manera, la violencia es una forma de explotación total del hombre por el hombre,
mucho más general y profunda que la explotación del trabajador en algunas sociedades
capitalistas. Porque al fin y al cabo la explotación económica, en virtud de sus fines
esenciales, que la orientan al uso eficaz de la fuerza ajena de trabajo, impone un límite
a la hondura y generalidad de la explotación. El respeto, siquiera utilitario, de ciertos
valores personales, no es incompatible y, al contrario, suele ser coadyuvante, de los fines

159
Revista de Filosofía Maximiliano Figueroa

de la producción capitalista […]. Todo lo cual –advierte Millas– no implica, ciertamente,


la justificación ética ni la exaltación pragmática del capitalismo” (Millas 1975: 13-14).
En la descripción de Millas reviste especial gravedad el hecho de que las víctimas
no tienen posibilidad de apelación: “No hay voz, ni la propia ni la ajena, que pueda
abogar por ellas” (Millas 1975: 14). Ceder a esta posibilidad parecería equivaler a
permitir un perjuicio o debilitamiento en la prosecución del fin perseguido, la posibilidad
de distraer la atención de lo que es realmente relevante e importa más que nada. “La
víctima queda así ‘trascendida’ en cuanto envuelta y devorada por la subjetividad de su
opositor violento. Sin posibilidad de apelación, no puede sino hallarse, por principio,
impedida. Dicha posibilidad implicaría reconocerle como persona, como sujeto moral
que es fin y no medio, que tiene tantos deberes como derechos, por su mera condición
de hombre. Entre estos derechos está el de elevar sus conflictos con otros hombres
–conflictos directa o indirectamente relativos a la extensión y acción recíproca de
sus respectivos ámbitos de libertad– al plano del examen y las decisiones racionales.
Mas, convertida en cosa que obstaculiza los fines de la revolución, dominado por la
subjetividad pasional el ámbito de la racionalidad en donde los humanos pueden entrar
en relaciones como sujetos morales, solo queda la consecuencia de que la víctimas sea
avasallada, sin apelación” (Millas 1975: 14).
Lo que en esta operación ocurre puede ser considerado una forma más que
adopta la enajenación del hombre. “Pues he aquí cómo, para des-enajenar al ser humano
convertido en cosa ajena, lo anulamos, apropiándonos de él mediante la violencia, que lo
hace pasar a nuestro dominio, convertido en mero instrumento de los fines humanitarios”
(Millas 1975: 15). Y si hay una salida para la víctima en este proceso, esa no es otra
que uno de los fines que persigue la misma violencia: la sumisión. A través de ella, la
víctima se pone bajo el poder ajeno, es decir, también se enajena. Estamos, sostiene
Millas, frente a una contradicción más que porta la lógica de la violencia: la enajenación
del hombre es tomada como el medio para trascender su enajenación.
Pero es posible reconocer otra forma más de enajenación, la del propio victimario.
Es común que la retórica del “compromiso” y de la “entrega total” acompañe esta figura
humana, promueva su existencia, su desenvolvimiento y eficacia. El potencial victimario,
el militante que integra el partido o el movimiento, atenúa su individualidad reflexiva,
subordina o delega su responsabilidad ética, se pone al servicio de las necesidades de la
causa, se integra a un proyecto que lo “trasciende”, se hace obediente a un poder ajeno
y, finalmente, se convierte “en pieza eficaz del mecanismo de la lucha” (Millas 1975:
15). Todas sus operaciones “espirituales” se expresan “dentro de la pequeña burbuja
de franquía encerrada en el seno de su alienación mayor” (ídem).
Millas tuvo el mérito de mostrarnos la insuficiencia moral en que se inscribe la
opción vital del militante del movimiento que lo dispone a ser capaz de infligir violencia
y sufrimiento a otros. Todo hombre inscribe su acción en un marco de lealtades que
sujetan su libertad. Pero la especificidad de la experiencia moral reside en la posibilidad
efectiva de que el individuo subjetive la norma objetiva y la vuelva mandato interior.
Se trata de un paso constitutivo y necesario de la vida moral en la medida en que en
ella nos relacionamos con la generalidad de una regla o mandato que contiene los

160
Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

fines que estimamos dignos de ser perseguidos, pero que, por esa misma generalidad,
deja abierta la cuestión de los medios o maneras para su concreción práctica. Esto
hace de la experiencia moral una tarea que no puede ejercerse, para ser tal, sin ese
fundamento de una existencia autónoma y responsable que es la práctica de la reflexión
crítica personal para estimar valores, determinar acciones y ponderar consecuencias.
“Preceptos como ‘amarás a tu prójimo’, ‘harás el mayor bien posible’, ‘no matarás’
son normas relativas a fines y no a medios. Solo negativamente contienen la ética
referencia a los medios, en cuanto prohíbe aquellos recursos que con miras a un bien
particular transgreden el orden ético total o, dicho de otra manera, en cuanto rechaza la
falacia de que el fin justifica los medios. Positivamente, los medios pertenecen, desde el
punto de vista ético, al ámbito de la libertad” (Millas 1975: 16). Sin embargo, he aquí
la crítica de Millas, en el esquema de justificación de la violencia con fines políticos,
propio del movimiento revolucionario, esa justificación ocupa y controla de manera
total el campo de deliberación. “El revolucionario se ha entregado a la causa no solo
como a un sistema de fines sino también como a un sistema de medios. Su enajenación
es total” (Millas 1975: 16).
El espectro de justificaciones de la violencia no queda completo, sin embargo, si
se omite aquella justificación citada reiteradamente como el bien superior que se sirve
con el tránsito por la violencia: el interés de la humanidad. Marcuse sostuvo en cierta
ocasión: “No he equiparado en modo alguno el humanitarismo con la no-violencia.
Por el contrario, he hablado de situaciones en las que en interés de la Humanidad se
ha de recurrir a la violencia” (Millas 1975: 17). Millas enfrenta esta tesis preguntando
quién determina ese interés. ¿El marxista que quiere exterminar al antimarxista o el
antimarxista que quiere acabar con el marxismo? ¿Por qué ese interés –por cualquiera
de los dos determinado– ha de prevalecer sobre otros de la misma humanidad, por
ejemplo, el de que una parte de ella no sea inmolada en aras de la otra parte? ¿Con qué
derecho unos hombres imponen por la violencia su particular manera de apreciar la
libertad y la felicidad humanas?
Millas propone usar la noción de “secuestro” para caracterizar la situación en
que termina inscribiéndose el revolucionario. Éste queda expuesto a experimentar,
en algún momento y en algún nivel de conciencia, una libertad impedida por el
poder subyugante de la ideología y del movimiento. “Elegida la revolución como
fin, quien se decidió por ella cerró la puerta de su propia trampa. A partir de ese
momento se halla secuestrado por el poder de una decisión que quizás –aunque
éste no es siempre el caso– haya sido un acto libre en su origen, pero que, dado su
carácter –hacer la revolución, sin más– lo sujeta a su implacable automatismo. En
vano podría invocar el secuestrado, o quien hiciera apología de su misión violenta, su
propósito de servir los intereses de la Humanidad. Dichos intereses no pueden serle
ajenos, en la medida en que la revolución es el fin mismo y constituye un sistema
cerrado, autosuficiente, dotado de su propia legalidad, tanto histórica como ética.
Esta es la situación común de todo militante de causas mesiánicas, sistematizadas
como ideologías o cruzadas. Por supuesto, es también la trampa que se cierra sobre
el cruzado antimarxista y sobre todo adorador de fetiches consagrados al fantasma
de la Humanidad” (Millas 1975: 20).

161
Revista de Filosofía Maximiliano Figueroa

Los violentos de cualquier índole, marxistas o antimarxistas, como lo explicita


Millas, cuando llegan a ocupar el espacio de la vida política, “es la sociedad entera
la que es secuestrada, cae, en lo concerniente a su destino colectivo, bajo el poder de
quienes, arrogándose su representación, deciden sobre el bien y el mal actuales y futuros.
También en esta perspectiva más general se hace presente el rasgo de inapelabilidad
tan característico de la violencia: ante ella, ni siquiera la Humanidad, en cuyo nombre
opera, tiene posibilidad de apelación” (Millas 1975: 20).
Millas concluye su ensayo con un llamado a rectificar el declive ideológico al
que algunas filosofías parecen ceder: “Que la violencia sea un hecho, que dependa de
leyes reales y que la gente la considere necesaria si se trata de aplicarla a los demás,
es una cosa. Pero que la Filosofía se encargue de ayudar a esas leyes y justificar tal
necesidad, cubriendo la fea desnudez del fenómeno con mantos de mala lógica y dudosa
metafísica, es otra cosa. No me parece tan candoroso, al fin y al cabo, que los filósofos,
sin olvidar aquello de homo homini lupus, nieguen el auxilio del pensamiento a algo
que es por esencia la negación del pensamiento. Creo de mucho mayor candor que sean
los propios filósofos quienes lo fortalezcan” (Millas 1975: 20).

La reflexión desplegada por Millas sobre la violencia y sus máscaras puede ser estimada
como una pieza de examen crítico, lúcido y penetrante, como pocas en nuestra tradición
intelectual. Si ubicáramos su trabajo, breve, pero profundo, en el contexto de reconocidas
teorías críticas contemporáneas de la violencia política, sus méritos destacarían sin lugar
a dudas. La claridad rotunda sobre aspectos esenciales del asunto hace inexplicable que
entre nosotros su trabajo haya permanecido escasamente conocido. El filósofo chileno
procede como tantas otras veces en la construcción de su pensamiento: toma resguardo
ante las verdades a medias, los fetiches, las aseveraciones insuficientemente fundadas,
lleva al límite los planteamientos en cuestión para extender consecuencias o develar
incoherencias, su ejercicio de desmantelamiento argumentativo es implacable; y, a la
par de todo eso, como si estuviéramos frente a la reiteración de un método, trata de
situar el fenómeno y su concepto en aquellas relaciones pertinentes con la totalidad
de la experiencia humana. Hay en toda la obra de Millas un permanente afán holístico
que anima y guía la comprensión, afán que reconoce su eje u horizonte decisivo en la
evaluación de cómo lo analizado puede llegar a afectar a la más plena realización del
ser humano.
La crítica de Millas se inscribe en una perspectiva solidaria con el trabajo
de importantes autores contemporáneos. A semejanza de Walter Benjamin o María
Zambrano permite entender cómo la historia de la humanidad puede leerse, en gran
medida, como una historia sacrificial. Como Emmanuel Lévinas o Giorgio Agamben
privilegia la perspectiva de las víctimas y devela los ignominiosos mecanismos de
construcción de la figura del enemigo eliminable por la violencia. Como Hannah Arendt

162
Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

o Zygmunt Bauman muestra la violencia política como posibilidad latente debido a


ciertas condiciones generadas por una sociedad tecnificada de masas.
La orientación que escoge –develar argumentaciones teóricas y filosóficas que
enmascaran la violencia con propósitos instrumentales­–, no solo le otorga originalidad a
su trabajo, sino que compromete la filosofía en una crítica en que ésta queda involucrada
en su índole y sentido. Millas cree en una filosofía que implica responsabilidad frente al
destino humano y que no duda, por ello, tomar partido por la víctimas del sufrimiento
que ocasiona la violencia que se enmascara en dudosas justificaciones. “Una filosofía
que no esté animada por una verdadera pasión frente al destino del hombre, no es en
propiedad verdadera filosofía” (Millas 1943: 101), afirmó en su primer libro cuando,
siendo muy joven, ya se dejaba ver el carácter de un pensamiento que sería incapaz de
neutralidad o indiferencia moral. En su caso, el aserto que formulara alguna vez Lévinas
se cumplió a cabalidad: la auténtica condición del pensamiento es una conciencia moral.
La irradiación del pensamiento libre que quiere comprensión y rehúye el engaño, que
busca mirar con ojos limpios la realidad y los acontecimientos, sin enmascararlos y sin
anestesiarse, incluye en Millas la atención a los seres humanos que son transformados
en víctimas. La cualidad y función de esta atención, que en Millas fue virtud intelectual
y moral, quedó expresada mejor que nadie por la pensadora francesa Simone Weil
cuando afirma que “la atención es una forma de la justicia, porque consiste en vigilar
para que no se haga daño a los seres humanos” (Weil 2000: 96).
La violencia, tal como nos la muestra este ensayo, viene a significar que hay
cosas ante las cuales el prójimo desaparece; desaparece su rostro único, su humana y
concreta condición personal. Hay algo “superior” que nubla la atención, que impide
el reconocimiento entre los seres humanos, algo ante lo cual ese reconocimiento no
tiene cabida ni importancia. La patria, Dios, la revolución, el Estado, el progreso, la
civilización, la humanidad, son formas, como nos alecciona la historia, que adopta eso
“superior” que atrapa por completo la mirada y hace posible la insensibilidad frente al
sufrimiento y la humillación de las víctimas. Millas denunció el deterioro del amor, su
desnaturalización más peligrosa cuando éste se asocia a tales ideas: “El amor mismo
–sostuvo– puede invocarse como excusa para ser desconsiderados con el hombre. A
eso alude mi temor frente a los refinamientos espirituales, origen muchas veces de los
deterioros de la benevolencia. Tanta fuerza tiene la evocación del dios amor, que con
su complicidad estamos frecuentemente dispuestos a sacrificar el orden metafísico y
moral de las cosas, para desplazar a nuestro prójimo mediante bienes que llamaríamos
amados. Es el peligro de admitir que sean realmente amor la afición y valoración del
conocimiento, el gusto y valoración del arte, el anhelo de justicia, la preocupación por
la patria” (Millas, 1981a: 73).
Millas fue consciente de que la violencia cobija su posibilidad en las paradojas
de la propia cultura. En una entrevista reflexionó: “es tan complejo el fenómeno que
inmediatamente uno tiene que reconocer una situación paradójica: la propia cultura
estimula la violencia y crea las condiciones para que brote en ella el terror. La propia
cultura, incluso en sus aspectos positivos. Porque la cultura crea valores de solidaridad,
crea valores de justicia, del patriotismo, del amor al suelo patrio. Sin embargo, estos
valores son los que a menudo, exaltados, llevados al frenesí, convertidos en verdaderos

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Revista de Filosofía Maximiliano Figueroa

ídolos o fetiches, constituyen incentivos de la violencia. Y entonces, en nombre de la


justicia, en nombre de la patria, en nombre de la solidaridad, el hombre se lanza en una
acción agresiva, destructora y eventualmente terrorista para realizar la justicia, para
realizar el patriotismo y los demás valores” (Millas 1981b: 20).
Se hace explicable así la referencia instrumental a los intereses de la humanidad
en que Millas insiste en su ensayo como característica de los ideólogos de la violencia.
Explicable también su irónica exclamación y comentario: “¡Ah, la Humanidad!
¡Tantas promesas se pueden hacer en tu nombre! Su fantasma da vueltas y más
vueltas al tornillo sin fin de la utopía. Al fin y al cabo ‘la Humanidad’ es el futuro
de la Humanidad, y cuando llega el momento de saldar cuentas con ella, los que la
invocaron y comprometieron, ya no existen para responder, y la Humanidad misma,
que podría pedir cuentas, es un nuevo futuro” (Millas 1975: 17). Quizás este pasaje nos
permita afirmar que la violencia cometida en la historia está ahí reclamando un sitio
en la memoria para que ésta nos aleccione y contribuya a fundar una conciencia moral
agudizada en las nuevas generaciones que, entonces, serían capaces de intervenir el
presente en la espera activa de algo distinto, con mayor altura humana para todos. La
falta de solidaridad con el sufrimiento de las víctimas del pasado oscurece un horizonte
de posibilidades más valiosas para la sociedad que se construye, quita una base para
la esperanza de crear órdenes que estimen el respeto a la dignidad del ser humano
como imperativo incondicional y factor decisivo a regir la autoimagen moral que una
sociedad tiene de sí misma.
Que a lo largo de su ensayo se reitere la expresión “el sin fin de la utopía” y que
Millas haya pensado en transformarla en el título de un libro proyectado, amerita escrutar
las posibles implicancias que entrevió en ella. Sabemos que el pensador consideró
peligrosos los discursos utópicos vertidos en ideología fetichista y encarnados en
movimientos mesiánicos. “Han sido los absolutistas –sostuvo– los que han hecho más
trágica la historia del hombre” (Millas 1977b: 46). La expresión utilizada, “el sin fin de
la utopía”, viene a remitir a los movimientos que se despliegan con lógica salvacionista,
conducidos por autoritarios iluminados y animados por lo que Kierkegaard llamara “la
pasión de infinito”; movimientos demasiado grandes y amorfos para medir en el presente
su éxito o fracaso. Lanzados a un futuro que proveería pletórico las justificaciones
del sacrifico actual, estos movimientos escamotean toda evaluación y ponderación.
Articulados en una disposición a la “trascendencia” se revisten de infalibilidad, esperan
la sumisión y clausuran todo espacio para el libre espíritu de la crítica. La filosofía,
parece ser la lección que nos deja Millas, tiene frente a ellos la misión de mostrarlos
como injurias al sentido, como peligrosa soberbia frente a la finitud y brevedad de la
vida, como ruda contradicción a los límites y falibilidad de la razón humana.
Toda violencia supone el recuento desigual de los seres humanos, afirmó el
filósofo Alain Badiou (Badiou 1998: 107). A ese recuento, nos permite concluir Millas,
es al que hay oponerse con todos los recursos de la inteligencia y del espíritu. “Más
que de represión, más que de política de los gobiernos –señaló el pensador chileno–,
se trata de un problema moral, que comienza con la necesidad absoluta de convertir la
vida humana, a la persona humana, en algo intocable” (Millas 1981b: 20).

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Filosofía y violencia en Jorge Millas Revista de Filosofía

Referencias bibliográficas

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