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Instrucciones para cumplir 20 años (o una carta sin consejos

sobre cómo cumplir 20 años y no morir en el intento).


.

Hace unos días, cuando me preguntaste si iniciar la cuenta de los veinte era algo distinto a
hacer lo propio con la de los diez, mi respuesta afirmativa fue casi automática. La vida cambia
después de los veinte, pensé, y mis casi dos años de experiencia al respecto así me lo
demuestran.

Pero quizá deseabas un poco más. Esperabas te contara qué cambia que hace distintos los días
y las horas cuando se acaban los diecinueve y el pastel cuenta de veinte velitas en adelante.
Quizá querías un consejo, una anécdota curiosa, un aviso o un aforismo. O quizás no, sólo
intentas ver si en algo es diferente vivir hasta los 19 que hacerlo hasta los 21. Como sea, y ante
la ausencia de chocolates para regalar, he decidido contarte en esta carta, mitad regalo, mitad
recopilatorio personal a modo de expansión del subconsciente, lo que sé sobre cumplir 20
años.

Vivimos en un mundo dominado por cuarentones. Las tendencias mayoritarias, las


definiciones, las grandes obras y hasta los artículos del poder, son producto de mentalidades
que superan los treinta y cinco años de edad. Contrario a lo que sucedía cuando mis padres (o
tus abuelos) eran pequeños, las decisiones que definen la vida del país ya no las toman, ni en
lo público ni en lo privado, seres humanos mayores de cincuenta años.

Esto da como resultado un cambio en la perspectiva de la edad. “La vida inicia a los cuarenta”,
decía un comercial hace diez años. “La adolescencia termina a los veintinueve”, arremetía,
todavía más juvenil, Carrie Bradshaw (Sarah Jessica Parker) en algún episodio de Sex and the
city. Ser joven hoy día es una cuestión que se prolonga indefinida, casi inexistentemente, más
allá de la edad. Hoy hay ancianos de veintiuno, y adolescentes de treinta y cinco. ¿No es así la
historia moderna, un recopilado de indefiniciones absolutas?

Por eso no sé decirte si a los veinte me convertí en adulto. No sé incluso si a un paso de los
veintidós soy ya un adulto. Reconozco en mí un sentido de responsabilidad que no es el de un
quinceañero, pero ése lo tengo desde los diecinueve. Sí puedo, en cambio, contarte que a los
veinte comencé a vivir.

Crecí creyendo que las cosas me eran perfectas, y que nada nunca podría salirme mal. Mis
decepciones, mis fracasos y mis frustraciones, ésas que todo niño tiene hasta que se da cuenta
que eso mismo es vivir, se convertían, de llegar, en máximos tanques de guerra en el mar
belicoso de mi egomanía. Pero los veinte te van restando ego. Por eso digo que comienzas a
vivir: un día amaneces y descubres que te preocupa más decirle al mundo que su gobernador
les roba la plata que pagan que verte bien frente al espejo; prestas más atención a qué curso
de actualización en periodismo brindará próximamente la U. de G. que a cuál es el color de la
temporada. Conceptos como verdad, sinceridad, confianza, amistad, comunicación y fidelidad,
cobran más peso y significados más profundos. Y sí, pasa: un día te ves al espejo y te
encuentras tan distinto, ves tan movido tu eje axionómico (tu lista de valores con su respectiva
definición), que tienes que iniciar de nuevo contigo mismo.

A los 20 creé El Baile de la Coma, precisamente a modo de intento por darle un nuevo orden a
mi perspectiva. Y funcionó más de lo que yo creía, trayéndome por añadidura amigos
“interesantes”

[1] y lectores asiduos. Alguien me preguntó una vez si no sería mejor haber creado un diario,
pero sé la respuesta a tal cuestionamiento: en un diario, mi nuevo orden habría sido sólo mío;
en un blog, puedo compartirlo, hacerlo público para que, como en buffet, otros se sirvan de lo
que creo y lo que soy. Ser útil, a través de mi esencia misma, a los demás. “Dar hasta que
duela”, decía Teresa de Calcuta, lo cual no necesariamente significa quedarse pobre.

A los veinte profundicé mis amistades, y me deshice de muchas otras que consideré dañinas.
Eso fue favorable: a los veintidós nada me estorba, nadie está de más en mi corazón,
ocupando un arrendamiento que no le corresponde.

Las novias que he tenido después de los 20, dos y media –sabes a lo que me refiero-, han sido
las mejores amantes, las mejores mujeres y las mejores relaciones interpersonales que he
tenido. Eso no significa que fueran los mejores éxitos: han sido también las mejores
decepciones. Pero soy conciente de que cumplir veinte años no trajo por sí solo semejantes
“premios mayores”. Tuve qué decidir, escoger, observar y concientizar, y luego decidir, porque
si algo sí llega naturalmente después de los veinte es una sensación como de que corre el
tiempo más veloz, y que hay muy poco por perder.

A los veinte se van algunos miedos, como el de verse mal, o el de llegar a una fiesta y
encontrar a otro vestido igual que tú. Pero llegan otros tantos. Da más miedo perder amigos,
ser irresponsable y decidir. Se piensan más las cosas –en tu caso, está difícil-, pero en
consecuencia se toman mejores opciones. Se va haciendo cada vez más sencillo mandar todo a
la goma, pero también se corre más el riesgo de convertirse en el poeta solitario que decide
trabajar en un banco.

Y el aumento en la velocidad en que parece correr el tiempo hace que todo sea más: se
extraña más, se ama más y se trabaja más. ¡Ah, sí! Y todo sabe distinto: los besos, las
Dulcigomas, el chicharrón prensado y la muerte. Después de los veinte no se teme morir, pero
sí se le mira con más respeto a la vida, y se aprende a dar lugar a los demás sin perder terreno
propio –mágico aprendizaje que atenta contra las más elementales reglas de la física natural-.

A los veinte se cree cada vez menos en los ídolos populares, más en el destino, nada en Dios y
un poco en el verdadero amor. Se prueban más cosas, y las ya conocidas se reconocen
distintas. Aparecen más personas, y conocidas de años se van, aparentemente para no volver.
Se sufre igual, pero por motivos diferentes, y llorar no se vuelve más complicado, sino más
inútil –concientemente inútil-. ¡Eso es!, después de los veinte, las lágrimas se convierten en
artículos de lujo, y regarlas por alguien o algo duele más que llorarlas.

Algo que también pasa a los veinte es que se van pidiendo cada vez menos abrazos, pero que
duren más tiempo. Se escucha más música, pero de más artistas, porque con los veinte entran
también unas ganas absurdas y desquiciantes de conocerlo todo. Duelen más las cicatrices del
pasado, y se siente más las caricias del presente. El sexo se vuelve más conciente, y a veces
también da voces de alarma y se reconsidera. Y todo sabe diferente. ¿Ya te dije antes que
después de los veinte todo sabe diferente? Se cobra más conciencia de lo ajeno, y se vuelve
uno más celoso de lo personal.

Todo esto es paulatino, claro, y no es más que lo que mi experiencia me ha dejado. Quizá varíe
de persona a persona, de profesión a profesión incluso. No amaneces los veinte o los veintiuno
siendo conciente de tantas cosas. Es más: no te das cuenta hasta que no escribes una carta
para un amigo que se inicia en los veinte. A dos años de distancia, todo cobra vida, todo es un
ardid de diferencias comparativas.

Ésta sería justo la parte de la carta en que se felicita y se dan consejos. Pero no hay consejos
para ti en esta carta. Un consejo es un intento desesperado por hacer que una experiencia
personal cobre brillo y sirva de algo más que ocupar espacio en la memoria, más que oxidar el
inconciente. Y no, eso no está “in”. Por eso nada más te dejo la felicitación, aunada, eso sí, a
un deseo: que las decisiones que tomes de los veinte a los veintiuno, por lo menos, sean, si no
acertadas, sí por lo menos completamente tuyas. ¡Felices veinte, viejo!

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