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Los transclase: Abolir el yo

(Conversación con Chantal Jaquet)

Autor: Laura Raim

Fuente: Regards (25 de julio de 2014).

URL original:
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http://www.regards.fr/web/transclasses-l-ascension-sociale-n,7871
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Disponible en UniNómada:
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http://www.uninomada.co/inicio/index.php/biblio
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Para citar este artículo:
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Raim, Laura. « Los transclase: Abolir el yo (Conversación con Chantal Jaquet) ».
URL: http://www.uninomada.co/inicio/index.php/biblio
Fuente: Regards (25 de julio de 2014).
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Los transclase: Abolir el yo
(Conversación con Chantal Jaquet)

Por: Laura Raim


Revista Regards
25 de julio de 2014

Traducción:
UniNómada, Colombia

En su libro Los transclase o la no-reproducción, Chantal Jaquet explora las trayectorias de


quienes se desprenden de su medio de origen, lo cual parece desmentir las leyes de la
sociología. Para esta filósofa spinozista, quienes escapan a su clase están tan determinados
para hacerlo como quienes se quedan en ella.

Laura Raim (LR). La no-reproducción social es un tema candente. ¿Por qué la mayor
parte de los pensadores de la izquierda crítica se rehúsan a estudiarlo?

Chantal Jaquet (CJ). Las excepciones a la reproducción social son efectivamente el punto
ciego de la reflexión de Pierre Bourdieu. Ahora bien, los pensadores de izquierda son
reticentes a esclarecerlo por razones esencialmente políticas. Por una parte, los
investigadores implicados aspiran a un cambio global, colectivo, y consideran que las
excepciones son por definición insulares y por tanto poco interesantes. Por otra parte,
temen refrendar la ideología meritocrática dominante que consiste en pensar que cada uno
es responsable de su destino, el famoso dicho “cuando se quiere, se puede”. Y de hecho los
raros ejemplos de movilidad social son a menudo valorados al servicio de esta tesis del
voluntarismo y para ocultar el inmovilismo.

LR. Usted demuestra por el contrario que el ascenso social tiene poco que ver con la
voluntad o el mérito.

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CJ. En efecto, mi trabajo consiste en mostrar que no hay libre albedrío: el destino de cada
uno no es el resultado de una decisión tomada ex nihilo sobre la base de una voluntad. Eso
es una pura ilusión, puesto que no se actúa nunca sin causas ni razones, ya sean conscientes
o no. Sin embargo, que haya determinismo no significa que haya fatalidad. Mi posición se
sitúa entre la negación del libre albedrío y la negación de la fatalidad. He intentado
comprender las causas que permiten que algunos efectúen un cambio social allí donde, a
falta de una revolución, no hay cambio colectivo, allí donde todo parece definitivamente
establecido.

LR. ¿Cuáles son esas causas?

CJ. No hay nunca una única causa que se pueda esgrimir como la causa primera: hay que
estudiar cada caso en su singularidad. Aquellos que cambian de clase, a quienes yo llamo
los “transclase”, obedecen a la confluencia de causas diversas que se combinan: hay
primero condiciones de posibilidad económica y política, ligadas por ejemplo al sistema
educativo y al sistema de becas; hay también encuentros decisivos y un juego complejo de
afectos. Pero hay que advertir que el concepto de afecto no remite a una determinación
psicológica, puesto que designa en Spinoza el conjunto de modificaciones físicas y
mentales que producen un impacto sobre nuestra potencia de obrar. Los sentimientos y las
emociones resultan de nuestros encuentros con el mundo exterior, y producen efectos.

LR. ¿La ambición no es un factor explicativo?

CJ. La ambición es sólo la parte visible del iceberg, por lo puede ser más una consecuencia
que una causa: para que haya ambición, se debe ambicionar algo, y para ello, es preciso que
se haya tenido la idea de la existencia de ese algo. Por tanto, hay que intentar comprender
qué encuentros, qué modelos (en la familia o en la escuela, por ejemplo) y qué mimetismos
(conscientes o inconscientes) han podido jugar allí. Pero aunque se tenga la idea de otros
modelos de vida, eso no basta: ¡aún hace falta desearlos! Para eso, el modelo de vida que
nos ofrece nuestro entorno inmediato debe parecernos no deseable: ya sea porque los
padres sufren por su condición social y desean otro porvenir para su hijo —como lo vivió la

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escritora Annie Ernaux, quien dice que escribe para “vengar a su raza”—, ya sea porque el
hijo no tiene un lugar en su propio medio del cual es rechazado, por ejemplo, a causa de su
homosexualidad. Tal es el caso de Édouard Louis, el autor de Para acabar con Eddy
Bellegueule, o del sociólogo Didier Eribon. El ascenso social no es una aventura individual,
uno no empieza completamente solo: uno es echado por su propio medio o expulsado por
él. No hay self-made-man. Uno se hace siempre con el concurso de otros: con o contra
ellos, pero siempre en relación con su medio.

LR. ¿Esta movilidad social representa necesariamente un bien, un progreso?

CJ. De ninguna manera. Es por eso que he creado el término neutro de “transclase”, el cual
implica el movimiento, el tránsito de un lado a otro, pero sin juicios de valor ni positivos ni
negativos. Por supuesto, los transclase pueden vivir su trayectoria como una promoción,
pero también la viven como una alienación. En todo caso, no se puede hablar de progreso
cuando el transclase incorpora sin discernimiento alguno los valores de la clase a la que
arriba y se vuelve un opresor que olvida a los oprimidos. La abolición de las barreras de
clase, que sólo puede lograrse por vía de un cambio colectivo, no implica adoptar todos los
valores del mundo burgués. Es comprensible que se envidie los recursos económicos de la
burguesía y una parte de su cultura, pero no todos sus valores culturales e intelectuales
merecen ser tomados. Igualmente, en la cultura popular hay valores y prácticas de saber-
hacer que el transclase mal haría en olvidar o rechazar, pues pueden constituir una fuerza,
un recurso y ofrecer una salvaguarda crítica que impida su adhesión ciega al medio al que
arriba, a la cultura del “entrenós” que prevalece a menudo en el mundo burgués.

LR. Usted analiza ampliamente el sentimiento de vergüenza social. ¿A qué corresponde


este afecto tan presente con frecuencia en los transclase, incluso cuando objetivamente
tienen “éxito”?

CJ. La vergüenza no corresponde necesariamente con una situación objetiva: es más bien la
interiorización de una mirada que uno se imagina, con o sin razón, que los demás tienen
sobre uno. Esta vergüenza, que puede en determinados momentos ser un motor y un

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instrumento de liberación, puede también por el contrario paralizar, volverse opresora y
producir un sentimiento de inferioridad o de impostura que conduce a algunos transclase a
probar constantemente su legitimidad y a adoptar una postura más realista que la del rey.
Sobreactúan así su nuevo rol social e intentan imitar la clase a la que arriban para demostrar
que poseen bien todos sus atributos. Los intelectuales, por ejemplo, procuran hacer alarde
de su erudición. El transclase se hará reconocer así por su falta de agilidad respecto al
desenvolvimiento natural de quien proviene de “buena cuna” y que no tiene nada que
demostrar.

LR. Algunos pasajes de su libro parecen casi un manual o una guía para los transclase
que sufren esta vergüenza social, para ayudarlos a recuperar su orgullo.

CJ. Mi trabajo como filósofa es, en efecto, un trabajo de liberación respecto a los afectos
que oprimen. Idealmente, se debe llegar a un punto en el que uno viva bien su condición sin
vergüenza ni orgullo. Pero sufrir de orgullo puede ser una etapa intermedia. La vergüenza
social, al estar ligada a un sentimiento de inferioridad y autodesprecio que reposa en gran
medida sobre un imaginario, necesita para combatirla que se le oponga otro imaginario más
fuerte, reivindicando eventualmente una especie de orgullo de los propios orígenes. Claro
está, el orgullo del que hablo no está ligado al mérito, ni a la afirmación de un valor
superior. Está muy bien expresado en el orgullo gay (gay pride), puesto que el acrónimo
GAY significa en sus orígenes “We are as Good As You”, “somos tan buenos como tú”, es
decir, en suma, que uno vale sin importar nada más. Hay que transformar luego este orgullo
en autoestima, en amor propio bien comprendido: el amor que uno se tiene a sí mismo, que
nos impulsa a conservarnos, a desarrollarnos.

LR. El sufrimiento que usted describe no vale sólo para los transclase: basta con llegar a
París desde las afueras (banlieue) o desde la provincia para tener la experiencia violenta
de la dominación y de la inferioridad… ¿Esta experiencia es semejante?

CJ. El recorrido de un transclase es ejemplar respecto a otro tipo de cambios que se pueden
vivir en otras escalas y de otras maneras, como cuando uno es puesto bruscamente en otro

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medio o como cuando uno no ocupa de inmediato su lugar. A menudo hago la comparación
con la inmigración, pero lo mismo puede ocurrir cuando se pasa de un medio rural a un
medio urbano, y viceversa. Todo tránsito, todo desplazamiento, puede provocar el
sufrimiento de sentirse rechazado o de no comprender los códigos.

LR. Los cambios de vida importantes dan a veces la impresión de que ya no se reconoce a
la persona que uno mismo era en el pasado, al punto de que uno puede correr el riesgo de
cuestionarse sobre la realidad de su propia identidad…

CJ. En la línea de Spinoza, considero que el yo no existe. Se tiene la ilusión de un sujeto


constituido, de una personalidad fija y unificada, pero en realidad uno está hecho de retazos
provenientes de muchas partes: uno se teje, se desteje y se mestiza permanentemente. Es
por eso que prefiero hablar no de identidad, sino de complexión, es decir, de un conjunto de
determinaciones que se anudan y se desanudan en cada uno de nosotros. El transclase es
simplemente quien mejor ilustra que no hay un yo constituido o constitutivo previamente
dado como un a priori, y quien amplifica lo que vale para la condición humana entera.

LR. Esta es una buena nueva, ¿no?

CJ. Por supuesto. Mientras que la noción de identidad tiende a paralizar a los seres, la idea
de desidentificarse, de que uno no se limita a lo individual sino que se sitúa en lo
transindividual es bastante liberadora. El yo nos encierra, su abolición abre todas las
fronteras.

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