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La experiencia chilena de la vivienda soviética

/ por Angelo Narváez León

I. El mercado de la vivienda.

Si la vivienda es un lenguaje, en las ciudades latinoamericanas se habla en castellano y portugués


neoliberal, un dialecto que interpreta la realidad desde la singularidad y el desarraigo. La
concentración poblacional y la densificación urbana encuentran un espacio de expresión transversal
en ciudades que carecen de márgenes para procesos de urbanización transidos por la desregulación
y la ausencia de planificación local y/o centralizada, ciudades entregadas al ritmo de la
“espontaneidad” y autonomía decisional de los proyectos inmobiliarios. En Santiago de Chile,
particularmente, el ritmo inmobiliario no pareció incomodar a muchos política e ideológicamente
hasta que el estallido de los guetos verticales comenzó su avance sobre los barrios tradicionales.

(Comuna de Estación Central, Santiago de Chile).

Los guetos verticales responden explícitamente a los ritmos del mercado inmobiliario; que en el
caso de Chile responde al principio “al mercado lo que es del mercado”. En un escenario histórico
de desposesión y de privatización de los derechos sociales logrado en más de un siglo de
movilizaciones, la vivienda privada y social hoy carece de un sentido que no sea el de la
desideologización de la política y de la despolitización de la gestión administrativa de la
urbanización.

El año 2002, el programa Chile-Barrio, del Ministerio de la Vivienda y Urbanismo del Gobierno de
Chile, delegó en el arquitecto Alejandro Aravena la responsabilidad de regularizar una toma de
terreno en Iquique (Región de Tarapacá), el mismo Aravena que luego se adjudicaría el Premio
Pritzker (2016), y también el Gothenbug por desarrollo sustentable (2017). El proyecto de Aravena
y su equipo, Elemental, consistió en la regularización habitacional de casi 100 familias de la Quinta
Monroy a partir de la construcción de viviendas autónomas familiares de 30m2.

(Plano del equipo Elemental)

El proyecto de Aravena formalmente reduce los indicadores estatales y gubernamentales de


viviendas irregulares. Sin embargo, lo que soluciona a nivel formal expresa a la vez una
contradicción material: la inexistencia de un modelo de desarrollo urbano y la ausencia de un
concepto de espacio habitacional que responda a las necesidades y pretensiones sociales antes que a
la reproducción de las dinámicas del capital inmobiliario. Si bien es cierto que cada sociedad
produce contradictoriamente su propio espacio social –como sostenía Lefebvre–, el problema con el
espacio habitacional contemporáneo es que pretende erigirse sobre una ausencia de contradicción
delegando los aspectos políticos en decisiones técnicas, disciplinando y profesionalizando el uso y
sentido de la vivienda.

Esto no fue siempre así. Desde comienzos del siglo XX el movimiento de pobladores en Chile logró
avances tanto en términos de acceso a la vivienda como en términos de calidad material de los
espacios habitacionales. Especialmente en el periodo 1958-1973, el movimiento de pobladores tuvo
un avance cuantitativo y cualitativo que implicó modificar el modelo de desarrollo urbano a nivel
estructural. Aquí, no pretendemos nada más que mostrar a modo general, como trazos en un lienzo
siempre inconcluso y con sus propias contradicciones, una escena específica de los proyectos de
urbanización que se llevaron a cabo en Chile más allá de los límites de un imaginario social de la
vivienda transida por las dinámicas del mercado inmobiliario y el costo del suelo.

II. Viviendas y paneles.

La primera vez que se utilizó en Latinoamérica la técnica soviética de construcción de viviendas


sociales por ensamble de paneles prefabricados (krupno–panelnoye domostroyenie, КПД), fue en
los primeros años de la Cuba revolucionaria, cuando el ciclón Flora avanzó a través de la isla desde
la provincia Oriente (hoy Holguín, Granma y Las Tunas) hasta Camagüey. La devastación que dejó
tras de sí el ciclón sirvió en algún grado como mito fundante y originario de la solidaridad cubano–
soviética que se abrió paso luego de la Declaración socialista del 16 de abril de 1961 y de la II
Declaración de La Habana del 4 de febrero de 1962.

La fábrica de “Gran panel soviético” inició sus trabajos de producción a comienzos de 1965 –
estratégicamente en el Reparto de San Pedrito, Santiago de Cuba– para la reconstrucción de las
provincias orientales. Doce años después del paso del ciclón Flora, había en Cuba más de veinte
fábricas análogas repartidas a lo largo de la isla. Las fábricas cubanas tuvieron un recorrido propio y
diverso en gran medida porque ya desde antes de la Revolución las propuestas de viviendas sociales
de Antonio Quintana y José Novoa mostraron su eficacia al no necesitar ningún tipo de maquinaria
pesada para la construcción. Esa eficacia fue la que popularizó al sistema “Novoa” en México,
Honduras y Nicaragua (fue justamente a propósito de Nicaragua que tras la Revolución se le
conociera en Cuba como sistema “Sandino”, utilizado especialmente en la construcción de escuelas
rurales). En 1969, un grupo de estudiantes de arquitectura, coordinado por Fernando Salinas, sería
premiado por sus paneles Multiflex en el Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos de
Buenos Aires. Desde comienzos de los 70 operó en Cuba el Centro Técnico para el Desarrollo de
los Materiales de Construcción y, por los mismos años, proliferaron otros sistemas de construcción
gracias a la incidencia de la ingeniería yugoslava y húngara. Las fechas y los países de este
contexto, cubano y global, no son fortuitos ni decorativos.

(Distrito José Martí en Santiago de Cuba, 1970. Fuente: REBELLÓN, Josefina. Arquitectura y desarrollo
nacional. Cuba 1978. 1a ed. La Habana, Editorial CEDITEC. 1978)

Para 1970, el sistema KPD había entrado en un transversal desuso técnico y desprestigio político
tanto en Cuba como en Europa. La necesidad de una reconstrucción acelerada y a bajo costo de la
Europa de posguerra supuso un vertiginoso proceso de competencia entre fábricas especializadas en
espacios habitacionales. En 1948, Raymond Camus patentó su sistema de paneles (que luego
vendería a Rusia bajo el nombre de I–464 en 1956) que, tras asociarse con la fábrica Coignet, lo
posicionaría de manera nada despreciable en la reconstrucción de Europa central. De la eficacia del
sistema inaugurado por Camus no hay dudas. Sólo en la Unión Soviética posibilitó la construcción
de, literalmente, millones de viviendas sociales. A nivel técnico y económico, el sistema Camus–
KPD aceleró la competencia internacional que vio surgir propuestas análogas y cada vez más
eficientes en Inglaterra, Dinamarca y Suecia. Sin embargo, sostiene Jean–Claude Croizé, las
construcciones erigidas por “el sistema Camus y sus análogos contemporáneos” entre 1952 y 1958,
comenzaron a ser sistemáticamente demolidas o desmanteladas desde 1968.

Además de problemas técnicos asociados al aumento de la competencia inmobiliaria y el


desmantelamiento estructural del Estado de bienestar europeo desde mediados de los 70, las
viviendas sociales prefabricadas enfrentaron problemas políticos marcados por la singularidad
cultural de los espacios donde se ensayó su aplicación. En Rusia, por ejemplo, el sistema KPD distó
significativamente del imaginario creativo de los primeros años de la Revolución y de la proletkult
sostenida por Lunacharski y Krúpskaya hasta el inapelable ascenso de los apparátchiki estalinistas
hacia fines de 1920. Un imaginario que llevó a Lunacharski a juzgar y sentenciar a Dios.

Si bien la II Guerra Mundial supuso un suspenso en el proyecto de urbanización soviético, tras la


toma de Berlín Stalin abogó casi inmediatamente por un doble movimiento de transformación
espacial, asociado, de una parte, al monumentalismo propio de los edificios públicos (las Siete
hermanas de Moscú) y, de otra, al funcionalismo habitacional del nuevo programa de distribución
poblacional. Estos espacios habitacionales dieron forma a las stálinskie, las viviendas estalinianas
que luego Kruschev denunciaría, además, como estalinistas. En la Unión Soviética de 1956 esa
tenue diferencia terminológica entre estaliniano y estalinista valía el peso de toda la realidad.

Dos años antes de presentar su Informe secreto sobre el culto a la personalidad y sus consecuencias
en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Kruschev insinuó los principios
que coordinarían los procesos posteriores de urbanización a través de una absoluta “austeridad”
habitacional. La Conferencia Nacional de los Trabajadores de la Construcción de 1954 y la
disolución de Academia Soviética de Arquitectura sepultaron el modelo de urbanización
estaliniana–estalinista, y las stálinski pasaron a significar espacios de prestigio partidario–
hereditario que Kruschev quiso subvertir con la modelación de microdistritos (mikrorayoni)
autónomos y funcionales, erigidos a partir de una reformulación de la “fanfarria” de las stálinskie:
las kruschevskie del periodo 1956–1970.

La construcción de viviendas con paneles prefabricados tuvo experiencias análogas en


prácticamente todos los espacios de influencia del modelo de urbanización soviética post–
estalinista: el panelák checo, el ungsarmal mongol, el plattenbau alemán o el panelház húngaro no
sólo representaron ejemplos técnicos y productivos, sino también modelos civilizatorios precisos de
urbanización y distribución poblacional a través de mikrorayoni. Esta última dimensión, sin
embargo, es justamente la que denunciaba Béla Tarr en Gente prefabricada de 1982. Para Tarr (no
precisamente un entusiasta socialista), la Hungría satelital supuso la imposición de un modelo
civilizatorio cotidiano que, en última instancia, negaba la posibilidad de una individualidad
imponderablemente creativa, una supresión de la diferencia por la identidad. Una denuncia análoga
a la que Eldar Riazánov había propuesto con lenguaje satírico en su filme La ironía del destino, de
1976. Tras la fantástica escena inicial de las kruschevskie animadas marchando sobre las ciudades
soviéticas, sobre los balnearios de Crimea, el desierto de Ryn–Peski y las montañas de Sverdlovsk,
se escucha el relato de un aparente modelo de urbanización soviético de mediados del siglo XX:
“Las villas suburbanas de Moscú: Troparevo, Chertanovo, Medvedkovo y, por supuesto,
Cheremuskhi, nunca pensaron que serían inmortalizadas el mismo horrible día […] la villa de
Cheremuskhi dio su nombre a un nuevo barrio, que creció en la parte suroeste de la capital. Hoy
casi todas las ciudades soviéticas tienen su propio barrio Cheremuskhi. En otros tiempos, cuando
uno se encontraba en una ciudad desconocida, se sentía solo y perdido. Todo alrededor era extraño:
las casas, las calles, la vida misma. Pero ahora todo es diferente. Cuando una persona llega a una
ciudad extraña se siente en casa […] hoy en día se puede encontrar en cualquier ciudad un cine
estandarizado, donde puedes ver una película estandarizada”. Por cierto, una crítica completamente
ausente en la intratable versión norteamericanizada, con renos y pinos atiborrados de luces y
regalos, de Timur Bekmambétov, de 2007.
(Kruschevskie, en Apatity, óblast de Múrmansk. Fotografía de Odd Iglebaek)

La paradoja de esta estandarización, sostiene irónicamente Natalya Chernyshova, estuvo en que el


“minimalismo económico y funcional” de las kruschevskie despertó en las clases medias
tímidamente ascendentes de las grandes ciudades una más que curiosa nostalgia por los amplios
espacios habitacionales y los decorados de las stálisnkie de posguerra, a la vez que propiciaron el
desprestigio de las kruschevskie, que pronta y espontáneamente pasaron a denominarse kruscheby
(una contracción satírica entre Kruschev y trushchoby, tugurio). Las kruschevskie que llegaron a
Chile quizás lo hicieron fuera de su tiempo y de su espacio, pero inaugurando también sus propias
contradicciones locales.

III. Los paneles soviéticos en Chile.

En un relato recuperado por Andrés Brignardello, Gabriela Correa –trabajadora de la fábrica KPD
instalada en Chile en 1972– denuncia que en un reportaje de El Mercurio se decía que los edificios
“tenían baños comunes, duchas comunes, lavaderos comunes, o sea, ¡eran tan hijos de puta que eran
capaces de mentir a ese nivel!”. Paradójicamente, esos eran en gran medida los principios
materiales de la cultura kommunalka, heredera simbólica del comunismo de guerra y que
encontraría en el constructivismo de espacios comunes de Ginzburg y El Lissitzky a sus grandes
antecedentes, exponentes y defensores.
(Fotografía de Françoise Huguier)

En 1964, el programa presidencial de Eduardo Frei Montalva comprometió la construcción de


360.000 viviendas en los seis años de gobierno. Para esta propuesta se creó la Consejería Nacional
de Promoción Popular y el Ministerio de Vivienda y Urbanismo. Sin embargo, las tomas de terreno
que se venían sucediendo desde mediados de 1950 excedieron por mucho las capacidades técnicas y
políticas del gobierno democratacristiano. Entre 1967 y 1970 se produjeron al menos 155 tomas,
escenario que supuso que sólo en Santiago existieran 238 campamentos hacia 1971. Al asumir el
gobierno de la Salvador Allende y la Unidad Popular, el déficit habitacional ascendía a 592.000
viviendas. El MINVU, que incorporó un Subdepartamento de Campamentos y la Oficina del
Poblador, debía coordinar programáticamente el “Plan de Emergencia” que implicaba la
construcción de 31 millones de m2 habitacionales entre 1970 y 1976, que se debiesen haber
traducido en 500.000 viviendas sociales. En la práctica, la Corporación de Mejoramiento Urbano
(CORMU), la Corporación de la Vivienda (CORVI) y la Corporación de Servicios Habitacionales
(CORHABIT) y la COU (Corporación de Obras Urbanas) debían llevar a cabo un programa que,
por ejemplo, en el caso de la CORMU, incluía la construcción de complejos habitacionales para el
Ejército.

El 8 de julio de 1971 el terremoto de Illapel significó un golpe de timón en la conducción de las


soluciones para el déficit habitacional, que ahora sumaban la devastación del interior en las actuales
regiones de Coquimbo y Valparaíso (Allende designaría a Augusto Pinochet jefe de Zona de
Catástrofe y luego de Zona de Emergencia, cargo que ostentó hasta noviembre del 1972 al asumir
como representante nacional de la delegación de Fidel Castro en Chile).
Las diferencias entre Cuba y Chile son de algo más que matices. El terremoto de Illapel, como el
ciclón Flora en Cuba, debía significar el mito originario de la solidaridad chileno–soviética tras
medio siglo de relaciones diplomáticas dispersas e inconsistentes. Si bien Frei Montalva había
trazado líneas de cooperación técnica y comercial con la Unión Soviética, estas no se harían
efectivas hasta 1971, tras el viaje de Clodomiro Almeyda a Moscú. El problema, sostiene Andrés
Brignardello, es que para 1972 “la dirección soviética estaba dividida respecto al futuro de la
Unidad Popular. Un grupo encabezado por el jefe de la KGB, Yuri Andropov, evaluó
negativamente cualquier tipo de apoyo económico por considerar que el gobierno no resistiría por
mucho tiempo, y otro encabezado por Andrei Kirilenko, uno de los hombres más poderosos del
Kremlin, que visitó Chile especialmente invitado por Luis Corvalán, se inclinó por un apoyo
explícito y concreto a las reformas revolucionarias que había emprendido el gobierno socialista”.

Es en este contexto que llegó el ofrecimiento de la fábrica soviética KPD que se establecería en el
cordón industrial Quilpué–Villa Alemana, particularmente en el sector El Belloto. La fábrica debía
producir 1.680 viviendas por año, “su objetivo principal era la construcción de viviendas en altura,
módulos de cuatro pisos de tres modelos diferentes: edificios de cuatro pisos de 16 departamentos,
de 32 departamentos y otro modelo de 48 departamentos”. El primer barco con insumos para la
fábrica, el “Lunacharski”, desembarcó en febrero de 1972 en Valparaíso.
(Fotografía de Norberto Salinas)

Entre 1972 y 1981, la fábrica produjo 153 torres repartidas entre Quilpué, Villa Alemana, Viña del
Mar y Santiago. Si bien para 1973 ya se habían erigido 30 torres, ninguna de estas se entregó antes
de septiembre, mismo mes en que debía zarpar desde Liverpool una fábrica de alta tecnología
inglesa con los mismos propósitos. Las 123 torres posteriores se produjeron bajo la transformación
de la fábrica en la nueva VEP (Viviendas Económicas Prefabricadas) reabierta poco más de una
semana después del Golpe, ahora formalmente conducidas por el Oficial de Marina Roberto Vargas
Biggs, a quien “nunca se le ha rendido el homenaje que merece”, según las palabras de Jorge
Abbott, Jefe de Personal y luego Jefe de Administración de la fábrica hasta 1978.

(Fotografía de Norberto Salinas)

No es fortuito que la VEP cerrara en 1981. Aún dentro de los perversos márgenes dictatoriales, la
KPD/VEP representa con bastante precisión la disputa abierta entre 1978 y 1981 por el sentido
concreto y específico del nuevo modelo productivo nacional. Lo que, finalmente, daría paso a la
neoliberalización de la economía y la vida cotidiana. En un escenario de vertiginoso ascenso del
capital financiero y de desposesión de la vivienda, ¿qué cabida podría tener la producción más
(KPD) o menos (VEP) socializada de la vivienda?
(Cortesía de Andrés Brignardello)

Cuando me reuní con Brignardello hace algún tiempos, quedé con la impresión de estar ante un
proyecto de rescate inconcluso de un proyecto habitacional también inconcluso. Por supuesto, no en
el sentido que uno podría esperar, como registro acabado y definitivo de un momento dentro de un
proceso tan complejo como la vía chilena al socialismo, pero sí en el sentido de que bien se podría
reconstruir la historia del siglo XX a partir de unas cuantas torres de departamentos dispersas entre
1972 y 1981. ¿No es justamente el sentido de la palabra "torre" la que hoy causa estupor, y significa
un modelo de edificación completamente diferente y aún más barbárico de lo que el genio
cinematográfico de Tarr o Riazánov podría haber registrado? ¿Quién podría, como en el contexto
del plan habitacional de Emergencia de 1971, defender socialistamente una consigna como “Ahora
vamos pa’ arriba” que inmediatamente remitiría a la presencia estructural de los guetos verticales
contemporáneos?

IV. Mismo panel para un Chile diferente.

El año 2014 Pedro Alonso y Hugo Palmarola rescataron uno de los paneles de la KPD para
presentarlo en el Pabellón de Chile de la 14ª Exposición Internacional de Arquitectura de la Bienal
de Venecia. El 22 de noviembre de 1972, ese panel, dicen, “fue firmado sobre el cemento fresco por
el presidente Salvador Allende para luego ser instalado como monumento conmemorativo en la
entrada de la fábrica”. Brignardello, sin embargo, sostiene que no fue en noviembre, sino en
diciembre de 1972, y que sólo se anunció la inauguración, que finalmente se realizaría el 25 de
enero de 1973. Un hecho notable que sí rescatan Alonso y Palmarola es que “tras el golpe de Estado
de 1973, la nueva administración de la industria a cargo de la Armada de Chile cubrió la firma,
pintó el panel, y agregó en su ventana un retablo con la imagen de la Virgen María junto al Niño
Jesús, además de dos lámparas neocoloniales […] a la Bienal decidimos llevar el panel sin firmas y
sin vírgenes. Lo expusimos como un original, pero también como una ruina de la modernidad
arquitectónica y política. En definitiva, en Venecia mostramos un escombro. Presentarlo así nos
parecía una acción radical, pero fundamental, pues no se trataba de curar objetos que ya tuvieran un
valor reconocido para la arquitectura. Al contrario, la operación curatorial consistía en
problematizar el supuesto valor de este objeto para así rastrear las controversias contenidas en el
panel, pero evitando resolverlas por medio de la restauración de firmas o vírgenes”. ¿Resolverlas?
Quizás no. Pero tampoco hubiese sido una mala idea restaurar a la Virgen y al Niño Jesús, con sus
dos lámparas neocoloniales, para invitar a un joven Lunacharski a juzgar y procesar a la sagrada
familia y sus consortes.

(Fotografía de Natalia Espina)

Desde noviembre del 2017 el panel forma parte de la muestra permanente del Museo de la Memoria
y de los Derechos Humanos, cumpliendo esa extraña e ingrata función de situar un hito mnémico
sólo a condición de no responder a las condiciones del imaginario político y social que lo abrió
como posibilidad. Tal como un panel en un guion de Bekmambétov.

 Una versión anterior de este texto se publicó en:


http://razacomica.cl/sitio/2017/12/07/vivienda-sovietica-de-moscu-a-la-habana-y-quilpue/

Angelo Narváez León

Licenciado y Doctor en Filosofía por la P. Universidad Católica de Valparaíso. Profesor de


Epistemología de las Ciencias Sociales en la Universidad Alberto Hurtado (Santiago de Chile), y
miembro del Núcleo de Investigación Espacio y Capital del Departamento de Geografía de la
misma Universidad. Profesor a cargo de la cátedra “Relaciones geopoblacionales y asentamientos
rur-urbanos” del Departamento de Historia de la Universidad de Santiago. Investigador Fundación
CREA. Twitter: @aa_narvaezl // angelo.naravez.l@gmail.com

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