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Lectura 2: Carr, David (2005).

El sentido de la educación: una introducción a la filosofía y a


la teoría de la educación y la enseñanza, pp. 18-37

Educación y personas

Haremos brevemente un primer examen del alumno como sujeto o


receptor de la educación. Con relación a ello, debemos observar, en
primer lugar, que el tipo de agencias educables o educadas no tiene
un obvio correlato con aquellas que son capaces de aprender. Dado
que la mayoría de las formas vivas que la biología nos ofrece -ya sean
murciélagos, amebas, ratas o felinos- pueden aprender algo, hasta
cierto punto, es obvio que la categoría de los seres que pueden
aprender es mayor que la de los seres educados o susceptibles de
serlo: por ello podemos perfectamente y con toda coherencia decir que
enseñamos a los perros a hacer algo, por ejemplo, o que aprenden
esto y aquello, pero resulta absurdo o es simplemente incongruente
referirse a ratones educados o a conejos que lo están siendo.
¿Debemos, pues, hablar solamente de la educación de seres
humanos? De hecho, creo que resulta bastante inexacto o equívoco
considerar que los humanos sean sujetos de la educación únicamente
en tanto que somos una especie biológica, una clase de animal.

Una luz diferente sobre quién o qué está cualificado para la educación
puede aportar la idea de que la educación se ocupa de la iniciación de
los agentes humanos en sus capacidades racionales, en aquellos
valores y virtudes que las ​personas ​llevan adscritas a su estatus. Esto,
en cambio, presupone una distinción importante entre seres humanos
y personas. Los seres humanos, entendidos en su continuidad
evolutiva con otras especies animales, pueden considerarse objeto de
estudio biológico o antropológico. Las personas, sin embargo, no son
principalmente ​objetos de ​estudio científico, sino ​sujetos ​de acciones
judiciales, ​partes ​en contratos matrimoniales, ​miembros d ​ e clubes y
asociaciones, ​actores ​sobre el escenario, ​personajes ​de novela, etc.
Desde este punto de vista, debemos notar que la humanidad
concebida biológicamente no es una condición necesaria del ser
persona: formas de vida inteligente no-humanas o extraterrestres
podrían considerarse como personas (y por tanto, como seres
educables) —y, por supuesto, muchos creyentes religiosos creen que
los dioses, ángeles y demonios son, digámoslo así, personas
no-humanas—. Aunque ello es más controvertido, también se puede
negar el estatus de persona (al menos el estatus completo) a ciertos
seres humanos: por ejemplo, consideramos que los recién nacidos
sólo son personas potencial-mente, en un sentido aproximado; o, por
ejemplo, en el caso de los comas irreversibles, donde la vida mental
está reducida a mera pasividad.

En resumen, la idea de persona -diferenciada de la de ser humano —


vendría a ser la de aquel portador de capacidades, valores y
caracteres de tipo tanto racional como práctico, que resultan
impensables fuera de unas complejas redes de asociación
interpersonal y/o instituciones sociales. A la luz de esta definición,
cobra bastante sentido la famosa doctrina del​ francés
​ René Descartes,
el gran fundador de la filosofía moderna, conocida como ​dualismo
cartesiano, que afirma que la mente o el alma son sustancias o
entidades no-físicas, inmateriales, metafísica y ontológicamente
distintas de los cuerpos físicos que habitan (así como, en principio,
separables de los mismos después de la muerte). La verdad
importante que subyace a esta idea es que las ​personas ​humanas no
son idénticas al cuerpo biológico de los seres humanos, y que las
características de la personalidad, el carácter y el valor humanos
ofrecen alguna resistencia al tipo de explicación y comprensión propios
de las ciencias de la naturaleza, de la física, la química o la biología.

Llegado a este punto, insistimos en que ​hay ​algo parecido a unas


ciencias naturales tanto de las personas como de los seres humanos:
pues, ¿acaso ciencias estadísticas como la sociología, la psicología o
la economía no tienen por objeto de estudio a las personas, así como
la biología y la antropología tienen al ser humano por objeto? Esto nos
llevaría a una cuestión que trataremos, de un singular modo
postcartesiano, en la segunda
parte de esta obra. Por ahora, me limitaré a comentar que es
efectivamente una cuestión ​abierta ​el que la psicología deba
considerarse una ciencia estadística a la manera de la química o la
física: como veremos, pueden existir razones para cuestionar que las
diferentes formas de la psicología empírica puedan iluminar algunos
aspectos de la agencia personal que sean de algún interés para la
pedagogía. No obstante, cuestionar el estatus de la psicología como
ciencia empírica no es poner en duda de modo absoluto su valor como
forma de investigación humana; simplemente, afirmamos que para
comprender la psique humana puede ser mucho más útil la historia, la
biografía o la lectura de las obras de Shakespeare que el estudio de la
psicología «científica». Visto lo cual, parece justificado simpatizar con
la posición de Descartes, renuente a reducir totalmente el «alma», la
mente, la historia o la biografía a los parámetros causales y
estadísticos y al discurso de las ciencias de la naturaleza.

El problema con el dualismo cartesiano surge, por supuesto, al


concluir que las mentes o almas, irreducibles al conocimiento
científico, son entidades individuales, «íntimas» y espirituales,
inaccesibles a la observación y, en principio, separables de sus
vehículos corporales. En primer lugar, si muchos de los atributos
psicológicos de las personas tienen características y vínculos ​prácticos
y ​públicos, ​resulta difícil entenderlos como cualidades incorpóreas:
¿cómo podría nadie describirme corno una persona
valiente o un pianista de talento fuera de los contextos corpóreos de la
agencia y de la destreza, que dan sustancia a esos atributos? Es de
suponer, por tanto, cierto grado de corporeidad a todas o casi todas
las cualidades personales. En segundo lugar, si la mentalidad de la
persona no puede definirse fuera de ciertas instituciones y prácticas
públicas, difícilmente podrán poseerla los individuos
fundamentalmente ​desasociados: ​¿cómo puedo, por ejemplo, atribuir
una responsabilidad criminal a una persona en ausencia de
instituciones legales ​socialmente ​constituidas?

Por otra parte, la idea cartesiana de persona, entendida como entidad


interior, íntima y disociada se puede rastrear en los herederos
racionalistas y empiristas de Descartes -Leibniz, Locke, Berkeley y
Hume, entre otros- hasta entrado el siglo xx. Sobrevive incluso en el
heroico intento de Kant de reconciliar las ideas fundamentales del
empirismo y el racionalismo en sus grandes obras ​Crítica de la razón
pura y​ ​Crítica de la razón práctica. D
​ e hecho, una forma especialmente
virulenta de cartesianismo parece implícita en la idea kantiana del
agente moral, entendido como sujeto no-empírico de una ley moral
metafísica. Para Kant la persona es inseparable de la autonomía
racional del sujeto -por otra parte, una autonomía racional definida
conforme al desinterés y a la imparcialidad que caracterizan la ley
moral-. De donde se deduce que la persona de la razón pura práctica
tiene que ser independiente del mundo egocéntrico, por no decir
egoísta, que caracteriza habitualmente a los motivos e intenciones del
sujeto. Para Kant la persona ​real ​no es el yo empírico que se nos
presenta cotidianamente, sino el yo metafísico y ​nouménico de u ​ na
razón práctica trascendente.

En resumen, podemos extraer dos importantes conclusiones de este


breve examen al que hemos sometido los conceptos de educación y
persona, aparte de sugerir, por supuesto, que la finalidad fundamental
de la educación es la promoción de la persona. La primera es que
tanto la idea de persona como la de educación son nociones
fundamentalmente ​normativas: ​esto nos permite interpretar de un
modo más adecuado el concepto de persona como función de una
iniciación en los valores, costumbres, prácticas, hábitos e instituciones
que conforman de modo característico la ​cultura h ​ umana, alcanzada a
través de la educación o por otros medios de socialización. Lo que
podemos considerar como característico de la cultura humana es que
es la creación libre o el producto de agentes ​racionales ​que son
capaces de organizar y dirigir sus vidas conforme a razones que no
pueden explicarse totalmente (si es que pueden explicarse en
absoluto) en los términos estadísticos de las ciencias de la naturaleza.
Ya la filosofía desde Platón advirtió el carácter problemático de la
cesura que separa el razonamiento causal del entendimiento
normativo. No obstante, aunque los filósofos modernos de la
educación hayan hecho referencia a este punto, al afirmar que la
educación persigue el desarrollo de la ​mente, ​hemos visto que
interpretar las cosas de este modo puede no llevarnos a ninguna parte,
si se entiende la mente en términos cartesianos como algo puramente
subjetivo o exclusivamente «íntimo». Por el contrario, si consideramos
la idea de persona como resultado de una iniciación educativa en las
normas de la cultura humana, podremos apreciar más claramente el
carácter esencialmente práctico, público y social de la vida humana
mental y espiritual: con ello, dejamos abierta la posibilidad -la manzana
de la discordia de la moderna filosofía educativa- de que los valores y
las práctica| en que una persona se inicia bajo el nombre de educación
son tanto ​prácticas c​ omo teóricas.

Afirmar, empero, que la educación es una forma de iniciación en los


valores, hábitos, prácticas, costumbres e instituciones de la cultura
(humana) no nos lleva demasiado lejos. Para empezar, el mismo
término «cultura» es de una notoria ambigüedad. Si tomamos la
acepción «sociológica» del término, la cultura comprende entonces la
suma total de costumbres y prácticas que caracterizan un cuerpo
social dado; queda claro, por tanto, que la educación no se ocupa de
ello. Además de que muchas de estas prácticas resultan moralmente
inapropiadas para su uso educativo, una iniciación de tal alcance está,
por razones puramente logísticas, fuera de los objetivos educativos.
Sin embargo, podemos seguir un concepto evaluativo de la cultura,
meno*s vasto que el anterior, que define la cultura como lo más
valioso para el hombre -según las conocidas palabras de Matthew
Arnold, «lo mejor que se ha dicho y pensado en el mundo»8-, acepción
que nos obliga a enfrentarnos a un problema educativo fundamental,
que es el de decidir cuáles de entre las numerosas formas de
aprendizaje que se encuentran en una(s) cultura(s) humana(s) son
cruciales para el desarrollo personal de la juventud.

Esta es, sin duda, una cuestión muy compleja dentro de la filosofía
educativa, sobre la que se ha vertido mucha tinta -y de la que, de un
modo u otro, nos ocuparemos a lo largo de todo el libro-. No obstante,
dedicaremos el resto de este capítulo a elucidar una serie de
distinciones tan elementales como problemáticas, necesarias para
nuestras indagaciones ulteriores.
Educación, cultura y valores

¿Cómo concebir entonces de un modo razonable los objetivos y el


contenido en su conjunto de la educación y la escolarización? En
consonancia con lo anteriormente dicho, una respuesta más bien
insatisfactoria sería identificar la tarea fundamental de la educación
con la preparación de la juventud para su correcto funcionamiento
social y personal en la vida adulta: de un modo algo más preciso,
proveer a los individuos de una sociedad de los conocimientos, del
entendimiento y las capacidades necesarias para llevar una vida
económicamente productiva, socialmente responsable y
personalmente satisfactoria. Una vez más, desconocemos el objeto y
la utilidad práctica de semejantes banalidades -la clase de retórica
que adorna habitualmente los discursos de los partidos políticos
cuando versan sobre educación (educación, educación)-. Tampoco
está del todo claro que todos estos presuntos objetivos de la
educación armonicen entre sí. Así, podríamos muy bien considerar
que una vida rutinaria dedicada al trabajo fabril es económicamente
productiva, si bien no tan satisfactoria en el plano personal. Por otra
parte, una vida consagrada a la promiscuidad sexual y al abuso de las
drogas puede ser para el que la vive personalmente muy satisfactoria,
aunque no la juzguemos como socialmente responsable.

Como vemos, generalidades de este tipo producen inevitablemente


contradicciones, cuando no aporías. Esta sospecha parece reforzada
por cada disputa pública entre los llamados «tradicionalistas
educativos» y los que proponen una educación «progresista» o
«centrada en el niño», o bien entre los que sostienen la importancia de
la educación para la consecución de metas económicas y aquellos que
defienden su importancia para el crecimiento y el desarrollo
personal. Una sospecha que crece si consideramos la normatividad de
las ideas de cultura, educación y persona que hemos desarrollado
sucintamente: es tal la diversidad de objetivos del conocimiento y son
tan variados los modos de la vida y la experiencia humana a los que
se aplican, que no resulta extraño el gran desacuerdo existente sobre
las metas y objetivos educativos.
En un plano más superficial, si se quiere, el currículo escolar contiene
ya formas de conocimiento, comprensión y capacidad del más diverso
valor y significado. En primer lugar, muchas de las materias y
destrezas que en el presente y en el pasado han encontrado su lugar
en nuestras escuelas se han incluido, al parecer, por su ​utilidad.
Algunas materias se han incluido porque, una vez finalizada la
escuela, tenían o se creía que tenían alguna utilidad personal -por
ejemplo, la economía doméstica o la carpintería que figuraban
respectivamente en la educación secundaria de las chicas y chicos
británicos. Otras materias pueden haberse incluido al parecer
indispensables para una formación ​profesional, d​ estinada a ciertos
tipos de alumnos, definidos de nuevo por sus aptitudes; por ejemplo,
las técnicas de reparación de automóviles o, en épocas
preinformáticas, la formación administrativa.

No obstante, podemos encontrar otras muchas actividades o destrezas


en el currículo escolar que no son ​útiles ​en este sentido – por ejemplo,
las actividades de educación física y danza que figuran en la mayoría
de los currículos escolares-. Se dice con frecuencia que tales
actividades son de una utilidad ​instrumental, ​ya que permiten al
alumno alcanzar un nivel de forma física saludable. Argumento poco
convincente, si se tiene en cuenta el poco tiempo dedicado a la
educación física en el currículo de la mayoría de las escuelas, a todas
luces insuficiente para mejorar la forma física, por no mencionar la
elección habitual de ​hockey ​y ​ballet e
​ n estas materias, en lugar de
escoger actividades más convenientes para un correcto ​fitness. ​La
verdad es que la mayoría de la gente dedica muy poco tiempo o
ninguno a actividades físicas de cualquier tipo (sin mencionar que el
deporte bien puede dañar la salud), sin olvidar que la razón principal
para practicar la danza o hacer deporte es para la mayoría la
satisfacción personal, o más modestamente, la diversión que les
reporta.

El currículo escolar está lleno igualmente de materias que no


solamente no tienen una utilidad práctica directa, sino que rara vez son
objeto de predilección personal, no digamos ya de diversión. Bien es
cierto que algunas pueden despertar una pasión o interés personal
similar al que puede despertar en otros la danza o el deporte: así como
existe quien dedica todo su tiempo libre, o su vida entera, a la danza o
a jugar al golf, otros se consagran a la lectura de la gran literatura, a
escribir poesía o a actuar en el teatro o la ópera de forma profesional o
amateur. ​La diferencia entre albergar un interés por la ficción literaria,
la poesía o el teatro (categoría en la que podemos incluir la danza) o
interesarse por el fútbol o el golf resulta bastante significativa. Es más,
difícilmente podremos conceder el estatus de educado a quien no
haya leído nunca una gran novela o no tenga conocimientos de poesía
o de teatro, mientras que afecta menos a ese estatus el que alguien no
haya tenido nunca en las manos un palo de golf o dado una patada a
un balón de fútbol. Todo esto nos lleva a deducir un vínculo interno o
conceptual ​entre poseer educación y cierto conocimiento literario de
mayor o menor calidad, vínculo que no encontramos entre tener
​ or ejemplo.
educación y jugar al ​golf, p

Llegados a este punto, podemos entender que las humanidades


fomentan un tipo de sensibilidad civilizada que permite conocer más
profundamente la condición humana en su dimensión cultural,
psicológica y social, una mejor comprensión de nosotros mismos, del
mundo y de nuestras relaciones con los demás. Una definición que,
por lo demás, no resulta fácil defender. Pues, si bien se ha dicho con
frecuencia que la educación es en cierto sentido una vía de mejora
humana, no queda claro que tal comprensión nos haga ​moralmente
mejores, los educadores físicos han afirmado a veces una conexión
intrínseca entre la práctica de de-portes y el desarrollo moral que, de
ser cierta, haría a los jugadores de ​cricket ​más justos que a los
poetas​1​. Pero en un sentido habitual de mejora educativa —el que
hace hincapié en el desarrollo de la comprensión de nosotros mismos
y de nuestra condición- podemos sin duda estar mejor servidos con
una sola lectura del ​Rey Lear q​ ue con un partido de fútbol.

Existen todavía, es cierto, contenidos educativos consagrados por la


tradición -disciplinas como la historia, la geografía y la biología- que no
tienen una utilidad obvia y directa para la gran mayoría de alumnos
que las estudian. No está claro que enseñemos geografía a los
jóvenes para que puedan orientarse mejor -como podemos afirmar que
enseñamos aritmética y medición para que aprendan a contar y medir-
y muy pocos de los que aprenden física o biología pondrán en práctica
esos conocimientos en campos como la medicina, la técnica o la
educación, donde el uso de esos conocimientos es habitual. Se dice
con cierta frecuencia que debemos enseñar historia para evitar en el
futuro los errores .del pasado -pero esto equivale a poner un extraño
acento utilitarista a este tipo de "enseñanza— lo que probablemente
debe más a la lógica instrumentalista del currículo escolar de los
últimos tiempos, que exige explicar ​para qué e ​ s una materia o
asignatura, que a una explicación sensata y razonable del valor de la
histeria. De hecho, no es nada evidente que un buen conocimiento de
la historia haya sido de alguna eficacia ni para una nación ni para un
individuo a la hora de evitar los errores del pasado.

A pesar de lo cual, encontramos una poderosa razón intuitiva para


incluir la historia -y quizás también la literatura- en la educación de
todos ​los jóvenes. Aunque no resulta difícil concebir la educación sin
hockey o ​ sin golf, ni es fácil defender la inclusión de una biología o
unas matemáticas avanzadas más allá de unos rudimentos de
aritmética y ciencias de la naturaleza, cierta forma de historia debería
ser parte de la educación de los jóvenes a lo largo de su
escolarización formal. La historia o, en una concepción más amplia, las
humanidades parecen decisivas para una sensibilidad educada -y si la
educación es un proceso que dura ​toda la vida, ​como se dice tantas
veces, debe ser de interés duradero también para el adulto educado e
instruido-. Ahora bien, todo esto debe argumentarse si queremos
sostener la significación educativa de una materia que sólo tiene una
clara utilidad práctica para el puñado de alumnos que se convertirán
en profesores de historia. Si la historia no es útil en este sentido
meridianamente claro, ​¿para qué sirve?

Los objetivos de la educación y el aprendizaje


No es fácil exagerar la confusión generada sobre el significado de la
simple preposición «para» ni su repercusión, tanto en la filosofía de la
educación en general como para el currículo escolar en particular. Esta
confusión surge en su mayor parte de olvidar el significado no
instrumental de esta preposición. La mayor confusión se da entre el
sentido ​instrumental ​y el no-instrumental o ​teleológico. N ​ o es ​poco
común, incluso en la filosofía al uso, encontrar que estos dos sentidos
vayan aparejados -tal vez debido a que la más conocida de las teorías
éticas, el utilitarismo, es una teoría ​tanto ​teleológica ​como
instrumental-. Los utilitaristas ​definen l​ a bondad según las
consecuencias o resultados beneficiosos de nuestros actos. Pero el
sentido instrumental y el teleológico de «A es ​para ​B» es bien distinto y
diferenciado. Supongamos que a la pregunta de para qué sirve la
danza, alguien nos contestara que se ocupa de la expresión simbólica
de sentimientos o ideas según modelos de movimiento del cuerpo
humano, y a la misma pregunta un bailarín famoso nos contestara que
para él la danza es un medio para ganar mucho dinero, disfrutar de
una vida llena de comodidades y hacer conquistas. ¿Son estas dos
respuestas, diferentes y contradictorias, contestación a una misma
pregunta?

Por supuesto que no, son respuestas claramente diferentes a


preguntas perfectamente ​diferentes. L ​ a primera responde a la
pregunta para qué sirve la danza e indica cuál es el objeto de la danza,
es decir, da una justificación teleológica. La segunda se refiere a los
motivos individuales que llevan a una persona determinada a practicar
la danza: es una justificación ​instrumental. ​Esto, por cierto, da origen a
una confusión muy extendida en otros campos de la filosofía, en la
ética sexual, por ejemplo. Algunos defensores de la moral tradicional
suelen objetar respecto de la homosexualidad -o, para el caso, la
promiscuidad heterosexual o las prácticas sexuales no reproductivas-
que la sexualidad es un medio ​para ​un fin que es la reproducción. Sea
o no un punto de vista éticamente sostenible, es fundamental darse
cuenta de que si se rebate contestando que el sexo se practica por
otro tipo de razones, ​además ​de la reproducción (el placer, el amor, el
control o lo que fuere), estamos cometiendo el mismo tipo de
equivocación c​ on la palabra «para».
Puesto que la tesis conservadora se apoya en la finalidad teleológica
de la sexualidad (biológicamente bastante exacta, por lo demás),
cualquier observación de índole sociológica como las anteriores queda
​ echos para
fuera de lugar. Si yo digo que los bates de ​cricket están h
​ lguien me responde que los utiliza para
golpear bolas de ​cricket y a
apalear y matar a la gente indefensa en caminos oscuros, estamos
contestando a preguntas muy diferentes acerca de ​para q ​ ué sirven los
bates de ​cricket.

La distinción entre una justificación teleológica y una instrumental está


vinculada, si bien no es equivalente a ella, con la diferencia
establecida entre valor ​intrínseco y​ ​extrínseco​, distinción no
casualmente establecida en la posguerra por la filosofía educativa de
corte analítico. Esta diferenciación muestra principalmente que las
razones que nos empujan a determinados proyectos o a emprender
ciertas actividades pueden fundarse más en propiedades intrínsecas
eje esos proyectos que en consideraciones fundadas en el beneficio
y/o motivo social o individual. Mientras que ciertas actividades tal vez
se elijan y lleven a cabo por los beneficios instrumentales y
contingentes que reportan -elijo estudiar ciencias empresariales por la
posibilidad que me ofrece de conseguir beneficios económicos a su
término—, otras se eligen porque encontramos en ellas un valor de
otro tipo, un valor no-instrumental.

Nos queda definir el sentido que pueda tener un valor no-instrumental.


La distinción entre valor extrínseco o instrumental y valor intrínseco o
valor en sí mismo parece tener verdadera fuerza ​motivacional: n ​ ingún
agente humano podría vivir su vida entera conforme a una motivación
instrumental, puesto que una cadena de justificaciones instrumentales
debe terminar lógicamente en algo que se haga por sí mismo y no en
función de alguna otra cosa. La idea del valor intrínseco no nos ofrece
una motivación humana ​común, p ​ uesto que todos valoramos cosas
muy diferentes, si bien la dificultad reside aquí más bien en que los
intereses y actividades que la gente valora por sí mismos no son
precisamente deseables desde un punto de vista educativo. Es decir,
que la distinción entre valor extrínseco e intrínseco encierra una
ambigüedad entre la justificación instrumental y la teleológica o de
objetivo y aquella que se da entre la ​motivación ​intrínseca y la
extrínseca.
Habiendo reconocido de manera correcta que la motivación está
vinculada a objetivos no-instrumentales -expresado en la distinción
entre valor intrínseco y extrínseco- resulta tentador buscar una forma
de motivación intrínseca invariablemente asociada a un valor
intrínseco. Los filósofos de la educación de posguerra, de tendencia
analítica, lo identificaban con un compromiso general del hombre con
la racionalidad -es decir, pensaban que los agentes racionales no
pueden rechazar, sin caer en la contradicción, lo que consideramos
como formas de conocimiento y comprensión educacionalmente
valiosas-. El problema es que los agentes racionales pueden evadir y,
de hecho, lo hacen, su compromiso con este tipo de conocimiento; y
que, por otra parte, confundir valor intrínseco con motivación intrínseca
es querer ir demasiado lejos.

Hay una parte importante de verdad en la supuesta relación entre valor


intrínseco y educación, y es que la capacidad de valorar algo por sí
mismo es evidentemente una condición necesaria de la persona
educada. No obstante, es también evidente que el hecho de que una
materia o asignatura tenga valor en sí misma no es una condición ​ni
​ ecesaria de su ​valor educativo ​—puesto que uno puede
suficiente ​ni n
valorar intrínsecamente muchas actividades que no tienen ninguna
relevancia educativa (como permanecer ebrio tumbado al sol), y una
materia o una actividad puede tener valor educativo y no ser valorada
por sí misma-. Debemos preguntarnos, pues, dónde reside el valor de
la educación. Hasta el momento, la mejor aproximación sería decir que
la educación es llegar a apreciar o valorar en sí mismas las
características ideológicas o no-instrumentales (intrínsecamente
valiosas) de aquellas formas de conocimiento, comprensión y destreza
que consideramos razonablemente como educativas.

A primera vista, esto parece una forma de eludir el problema: la


definición presupone de forma bastante obvia lo que pretende definir.
Si recapitulamos, no obstante, lo anteriormente expuesto sobre el
papel fundamental de la educación como iniciación de los jóvenes en
los mejores aspectos de la cultura, entendida como formación de la
identidad y la persona, encontraremos más contenido conceptual que
el que a primera vista podría parecer. En este sentido, la educación es
algo más y algo menos que dotar a los jóvenes con el conocimiento, la
comprensión y las destrezas que puedan serles útiles en su vida
adulta, bien en un plano terapéutico, bien psicoterapéutico o
​ ues todo individuo joven podría llegar a
profesional; es algo ​más, p
dominar y poseer esas capacidades sin llegar a valorarlas por sí
mismas, y es algo ​menos, p ​ ues algunas de las materias o actividades
que se adquieren por su valor instrumental apenas tienen cualidades
valiosas para el desarrollo de la persona.

Visto lo cual, podemos decir que la educación tiene por objeto la


adquisición de ciertas formas de conocimiento, comprensión y
capacidad valiosas en sí mismas y que son formativas de la
personalidad, como, por ejemplo, la historia -si bien otras disciplinas
de las humanidades y las ciencias servirían igualmente de ejemplo-.
Debemos reconocer, sin embargo, que cualquiera de estas formas de
conocimiento puede valorarse también de forma ​no ​educativa -por
ejemplo, como medios de progreso técnico, con un objetivo vocacional
o como medio para ganar dinero en un concurso-. Como hemos visto,
una apreciación ​educacional ​de las mismas nos impide considerarlas
desde el punto de vista exclusivo de su utilidad práctica.

En definitiva, vemos que hay formas de conocimiento, comprensión y


capacidad que no son artículos contingentes y desechables, aptos
para el consumo individual y social, sino que conforman el hecho de
ser persona. Por esta misma razón, la mera iniciación en un conjunto
de datos -como con demasiada frecuencia estudiamos historia en
nuestras escuelas- de ningún modo merece el nombre de ​educación
histórica; una educación histórica ha de suponer un compromiso
significativo c​ on aquellos aspectos de nuestra herencia y tradición
cultural sin los cuales difícilmente podremos entender lo que somos o
lo que podemos llegar a ser. Aún más, si no llegamos a apreciar el
valor no-instrumental y formador de la persona que tienen ciertas
formas de conocimiento, comprensión y capacidad -precisamente
aquellas que nos permiten entendernos a nosotros mismos, y que nos
permiten entender el mundo que nos rodea y nuestra relación con los
demás-, no podremos comprender por qué ocupan un lugar
consagrado en el currículo escolar de ayer y de hoy tantas materias y
actividades artísticas y científicas de poca o nula utilidad práctica para
la mayoría de los alumnos.
La educación, la escolarización y el currículo

Todo lo dicho valga como reconstrucción del concepto de educación


elaborado por la filosofía analítica de posguerra, concepto desde luego
elitista, fundamentado en el reconocimiento de la diferencia existente
entre el desarrollo educativo y otros tipos de desarrollo humano tales
como la socialización o la formación profesional o la (psico) terapia. La
tesis de que ciertas formas de conocimiento y comprensión tienen un
valor educativo intrínseco en y por sí mismas se basa en la
apreciación de las diferentes metas que tienen estas diversas
actividades y en el papel diferente que el conocimiento desempeña en
su desarrollo.

En este sentido, normalmente se afirma que no es posible buscar una


justificación externa o extrínseca a la educación, de la manera como
podernos buscar una justificación extrínseca —en términos de
formación doméstica, prosperidad económica y salud mental- a la
socialización, la formación profesional y la psicoterapia. En resumen,
no se puede justificar ​para qué ​ha sido uno educado del mismo modo
como se justifica para qué ha sido uno formado (en un sentido
profesional) o tratado (psicológicamente), sin caer en un craso error
lógico y gramatical. Esto fundamenta la tesis que sostiene que ​si ​la
educación tiene un valor -que bien podría no tenerlo—, lo tendrá por sí
misma, de un modo no-instrumental y no conforme a una meta
externa; y, por consiguiente, aquello que la educación es en sí misma
es la diferencia (teleológica) entre sus objetivos y metas y los de otros
procesos como la socialización, la formación profesional y la
psicoterapia.

Por otra parte, mantener que el objetivo de la educación es desarrollar


el conocimiento y la comprensión por su propio valor resulta tan
extraño como decir que el objetivo de la pesca es intentar cazar peces
-pues, así como intentar cazar peces no es algo que persigamos a
​ e igual
través de la pesca, sino precisamente lo que pescar ​significa, d
modo desarrollar la comprensión y el conocimiento (en el sentido
formador de la identidad que hemos definido) no es algo que
busquemos a través de la educación, sino exactamente lo que la
educación significa.
Rehabilitar de este modo el concepto de educación elaborado por la
filosofía analítica de posguerra, el concepto de búsqueda
no-instrumental del conocimiento y la comprensión, no carece de
consecuencias o implicaciones problemáticas. Una de ellas procede
de eliminar del currículo escolar aquellas materias y destrezas que no
pueden ser entendidas dentro del concepto de educación que hemos
definido, es decir, aquel que entiende la ​educación d​ e los alumnos
como una iniciación en formas de conocimiento y comprensión que
tienen un valor por sí mismas. En este sentido, también se entiende
que formas de conocimiento y comprensión que tienen un valor por sí
mismas podrían poseer ​también u ​ n valor instrumental (ya sea en un
sentido vocacional o terapéutico). Todo esto viene a reforzar una
tendencia en la teoría de la educación hacia lo que llamaré aquí
no-instrumentalismo.

La teoría educacional no-instrumentalista tiene, por supuesto,


eminentes precursores en la obra de filósofos de la educación como
Matthew Arnold, por ejemplo, que puede considerarse como el padre
fundador del moderno tradicionalismo liberal. Este filósofo rebate con
contundencia las tesis del ​instrumentalismo d ​ e sus contemporáneos
utilitaristas del xix, que sostenían que el objetivo fundamental de la
educación popular debía ser proveer a los individuos de aquellos
valores, virtudes y sensibilidades propias del ciudadano y la vida
civilizada. Por esta misma razón, defendía sustituir las habilidades
técnicas y científicas, definidas por los utilitaristas como materias de
más valor en la enseñanza secundaria por ser económicamente
productivas, por la literatura, las humanidades y otros estudios
culturalmente significativos. Para Arnold, las materias con mayor valor
no-instrumental tenían que ocupar un puesto privilegiado en el
currículo escolar y conformar el meollo de la educación, si bien no
negó nunca por completo la importancia de una formación profesional
con fines socioeconómicos.

La forma moderna de este no-instrumentalismo educacional,


desarrollada hace tres décadas por la filosofía analítica de la
educación, parece haber tomado un cariz aún más radicalmente
no-instrumentalista que su precedente decimonónico. En una versión
muy influyente de este nuevo no-instrumentalismo​ ​ se aducía que lo
esencial de la educación es de carácter ​intelectual y​ que el currículo
escolar debería ocuparse de promover, sobre todo, la iniciación
racional en una serie de formas de conocimiento y comprensión
«lógicamente diferenciadas» (identificadas a veces como la forma
lógica y/o matemática, la científica, la estética y/o artística, la moral, la
religiosa, la de las ciencias humanas o sociales y la filosófica).

Dicho de forma más precisa, definir el contenido educativo del


currículo escolar debería ser la tarea exclusiva de los pedagogos
profesionales, puesto que la educación se basaría «en la naturaleza y
.el significado del conocimiento mismo y no en las predilecciones de
los alumnos, las exigencias de la sociedad o los caprichos de los
políticos». Si bien los responsables de esta concepción no llegaron a
negar la importancia socioeconómica de una formación profesional, el
mensaje estaba bastante claro: el contenido curricular de la
escolarización no estaba obligado a responder a los intereses
no-educacionales de agencias públicas o privadas no-profesionales,
ya fueran de índole socioeconómica, terapéutica o de otro tipo. Es
más, auspiciada por estos presupuestos filosóficos, proliferó, en una
época en que esta idea de la educación ejercía una influencia notable
sobre profesionales incluso sobre políticos, toda una literatura
curricular que da testimonio de la paranoia generada por este
no-instrumentalismo entre los profesores de materias que no permitían
tan fácilmente una justificación no-instrumental. Muchos profesores de
materias cuyo valor educativo no-instrumental no era del todo
transparente -en materias como la educación física, por ejemplo, que
tampoco podía aducir un gran valor instrumental y/o vocacional- se
vieron sometidos a una cierta presión profesional y política para
demostrar, las más de las veces de manera bastante improbable, que
sus materias eran formas de conocimiento y comprensión de valor
intrínseco y contenido intelectual.

Pero se ha considerado también que esta forma de pensamiento


no-instrumental supone un enfoque extremadamente improbable sobre
los objetivos y contenidos apropiados de la escolarización. De hecho,
a pesar de las objeciones de Matthew Arnold y sus modernos
herederos a la tesis que atribuye un papel principal a los aspectos
vocacionales y socioeconómicos en la educación secundaria, no
debería sorprender que las políticas educativas de los Estados
económicamente más competitivos se hayan hecho desde una
mentalidad utilitarista o ​instrumentalista.

De igual modo, en la Gran Bretaña de la posguerra tuvo su apogeo el


no-instrumentalismo en un período relativamente corto de optimismo
social y expansión económica -marcado por la construcción del Estado
del bienestar británico-, que rápidamente resultó ser algo que la nación
no podía permitirse. Dentro y fuera de Gran Bretaña, era predecible
que una mala coyuntura económica y el agotamiento de los
recursos del Estado del bienestar conducirían a un planteamiento
más práctico de la escolarización y la educación conforme a objetivos
socioeconómicos: si la economía tenía que operar de forma eficaz en
un mercado global cada vez más competitivo, era sin duda el primer
deber de las escuelas y demás instituciones educativas proveer de la
fuerza de trabajo cualificada de que estaba necesitada. Con
anticipación a los hechos, es cierto, desde diferentes posiciones
teórico-educativas se atacó a este moderno no-instrumentalismo
educativo.

En primer lugar, defensores de la educación popular y sociólogos del


conocimiento sostenían (a pesar de sus diferencias) que el nuevo
tradicionalismo liberal era demasiado elitista y/o de clase media,
aduciendo que el currículo de las formas de conocimiento ensalzaba
de forma injustificada lo académico o intelectual sobre lo práctico y útil.
En segundo lugar, los modernos filósofos del utilitarismo​ ​educacional
mantenían que el conocimiento y la comprensión en sí no existían,
siendo por tanto la utilidad económica o social la piedra de toque para
incluir en el currículo escolar cualquier materia o actividad: debería
considerarse la educación como un ​medio ​para alcanzar un fin, no
como un fin en sí mismo.
No obstante, desde un punto de vista crítico acerca de este debate tan
polarizado entre instrumentalismo y no-instrumentalismo educativo,
resulta difícil evitar una impresión de confusión grave: de hecho, creo
que este debate ejemplifica perfectamente la clase de beneficios que
puede aportar una aclaración de términos básicos a la antigua usanza.
Veamos, entonces, dónde se genera la confusión. En primer lugar, la
tesis fundamental del no-instrumentalismo parece bastante acertada,
pues sostiene que la educación, al ser una iniciación en formas de
conocimiento y comprensión racionales de valor intrínseco, es un fin
en sí mismo.

También parece igualmente irrefutable la tesis contraria


instrumentalista, que defiende que las escuelas —como instituciones
mantenidas por los contribuyentes- son responsables pública y
políticamente de intereses socioeconómicos. Pero si estas dos tesis
son ciertas, no podrán contradecirse. Para ver qué es lo que genera la
apariencia de conflicto sólo tenemos que suponer que alguien afirme
—como oímos a veces que se dice- que la escolarización es una
iniciación en formas de conocimiento y comprensión racionales de
valor intrínseco, o ​bien ​que la educación es un medio de fomentar el
crecimiento socioeconómico. De hecho, quien hiciera ​estos ​asertos se
equivocaría en ​ambos a ​ spectos: puesto que si bien el propósito de la
educación no es (enteramente) servir a fines económicos, tampoco es
la (única) función de las escuelas promover el amor desinteresado al
conocimiento.

En resumen, la confusión principal en que se pierden las discusiones


entre instrumentalistas y no-instrumentalistas es fundamentalmente
una confusión entre ​educación ​y ​escolarización,​ error recurrente que
se manifiesta de formas varias en las muchas discusiones públicas,
políticas y profesionales acerca de los objetivos de la educación. Sin
duda, la escolarización es una institución social financiada con
presupuesto público y en este sentido ha de responder a los deseos
de los contribuyentes y de sus representantes políticos
democráticamente elegidos. Una de las muchas cosas que el
contribuyente medio exige de las escuelas es que dote a su
descendencia con el tipo de capacidades necesarias para convertirse
en miembros de la sociedad responsables, productivos y
económicamente prósperos. Sin embargo, muchos padres querrán
también que su prole adquiera una clase de comprensión cultivada de
sí misma, del mundo y de sus relaciones con los demás, que les
permita la identificación de intereses y proyectos de valor y
satisfacción intrínsecos, así como la prosecución autónoma de los
mismos.

Pues, ¿qué sentido tendría estar capacitado para ganarse


holgadamente la vida, careciendo de aquellos intereses y pasiones de
índole estética, científica, espiritual, social y política que pueden
proporcionarnos razones para vivir? Pero la educación, interpretada de
este modo, no es una institución social o proceso por el que pasamos
un período de tiempo en un determinado lugar. En cierto sentido, la
educación es ​más ​que la escolarización: podemos hablar con acierto
de una educación o aprendizaje que duran toda la vida, pero no así de
una escolarización que abarque todo ese tiempo. De este modo, la
relación entre educación y escolarización es comparable a la que
pueda existir entre la religión y la iglesia, o la justicia y el sistema legal.
Resulta por tanto perfectamente razonable afirmar que alguien es
educado o educada sin haber pisado nunca la escuela, como decir que
ese alguien es religioso o religiosa pero que nunca va a la iglesia (o
decir que la religión está en todas partes menos en las iglesias, o que
la justicia no se encuentra en los tribunales). De hecho, los críticos
radicales de la escolarización convencional han puesto de relieve esta
incongruencia entre educación y escolarización: los llamados
«desescolarizadores» de hace unas tres décadas atacaban
precisamente la escolarización pública convencional de las economías
avanzadas, a la que acusaban de adoctrinar en vez de educar. Pero,
en cierto sentido, la educación (incluso la educación que se imparte en
las escuelas) es ​menos ​que escolarización.

La escolarización sólo puede ocuparse en ​parte d ​ e iniciar a los


jóvenes en la valoración desinteresada de los grandes logros
artísticos, literarios, etc.: la escolarización ha de rendir cuentas al
mismo tiempo a Dios y al César y dotar a los alumnos de las
capacidades relevantes para el desarrollo profesional -y proveer así a
la economía de fuerzas de trabajo productivas - para crear bienestar
en un mercado competitivo.
Educación, teoría y práctica

No obstante, se comprende que en muchos de los círculos de filosofía


educacional contemporánea la diferencia observada entre educación y
escolarización -incluida la diferencia que suponemos entre educación y
formación vocacional o de otro tipo- no vaya a ser calurosamente
recibida. La razón principal es lo que anteriormente llamamos el giro
«práctico» o anticartesiano en la filosofía moderna. Por esta misma
razón, tres maniobras dialécticas de la filosofía educacional de
posguerra se han ganado una crítica persistente.

La primera es la tendencia, que ya hemos comentado, a diferenciar lo


educacional y lo no-educacional, distinguiendo las actividades y las
destrezas con valor en sí mismas de aquellas que son sólo medios
para un fin externo. La segunda identifica las actividades y destrezas
con valor en sí mismas con lo teórico, y las actividades y destrezas
que son medios para un fin con lo práctico. La tercera identifica la
dicotomía de lo teórico y lo práctico con la distinción entre lo
profesional y lo no-profesional. No obstante, es fácil encontrar materias
y actividades que ocupan un lugar legítimo en el currículo escolar y no
encajan en este análisis que acabamos de reformular. Una iniciación
en la moralidad y en las humanidades suele ser práctica y teórica a la
vez, pero no puede dudarse del potencial educativo de esta iniciación.

La teoría física y la arqueología pueden ser profesionales y no


necesariamente prácticas -o especialmente útiles-. El ​hockey y el
fútbol pueden ser un fin en sí mismos, pero es obvio que no son
educativos en el sentido en que puedan serlo la historia o la botánica.
También son útiles la economía doméstica, la carpintería o la
educación para la salud, si bien no tanto en un sentido profesional, etc.
De esta manera, a la luz del rechazo que Descartes produce en la
filosofía moderna, si reconocemos que los aspectos normativos de la
persona se entienden mejor como iniciación en prácticas humanas
complejas, ​¿no s​ ería mejor desechar todas las distinciones
trasnochadas anteriormente mencionadas y entender que la educación
no es sino una cierta iniciación en actividades moralmente aceptables,
iniciación que necesitamos como personas para realizar los proyectos
y propósitos que nos son propios?
Creo, sin embargo, que una conclusión de este cariz es errónea y
prematura. En primer lugar, debería quedar bastante claro que
abandonar de este modo toda distinción es tirar piedras contra el
propio tejado -puesto que, a pesar de las críticas a que estas
distinciones se han visto sometidas, debería quedar claro que estas
críticas no serían posibles sin aquéllas: la tarea del filósofo de la
educación no es, por tanto, abandonar tales distinciones, sino
aguzarlas para su empleo más preciso-. En segundo lugar, tendríamos
que reconocer al menos una razón importante para establecer una
diferencia entre la educación y otras formas racionales de
conocimiento o de práctica -no menos importante a causa de los
dualismos y distinciones anteriormente mencionados, pues
recientemente se ha producidlo una oposición a esos dualismos y
distinciones, en el nombre de unas conclusiones moralmente dudosas
acerca de lo que puede ser educativamente apropiado para los
jóvenes-. De nuevo, la argumentación rechaza cualquier distinción
entre educación y formación profesional dado que: la teoría (reflexión
sobre los principios) está implicada indefectiblemente en la práctica; la
práctica es con frecuencia un camino importante para entender la
teoría y formas de formación profesional o de índole práctica pueden
dotar a algunos jóvenes de una «educación práctica» equivalente a
una educación «académica». Visto así, es poco menos que un
prejuicio elitista considerar que ciertas formas de práctica inteligente
-como el bricolaje o la cocina- son menos valiosas desde un punto de
vista educacional que la ciencia o la literatura clásica, simplemente por
ser prácticas y útiles.

Este argumento es capcioso, pues ignora la ambigüedad subyacente a


una tesis que sostiene que la práctica puede ser fuente de
comprensión teorética en la educación de los jóvenes. Por una parte,
si con esto queremos decir que una forma eficaz de enseñar ciencia es
dedicar tiempo a la experimentación práctica antes que a la
memorización de leyes y teoremas, estamos haciendo referencia a un
tipo de aprendizaje teórico de principios científicos que se apoya en la
experiencia práctica. Por otra parte, si esto significa que hay modos de
aprender ciertas destrezas que se centran más en adquirir aquellos
principios que conforman una práctica inteligente que en el simple
aprendizaje de procedimientos prácticos, este argumento no consigue
sustituir el aprendizaje de destrezas racionales por formas más
intelectuales de comprensión. En resumen, criticar de este modo la
distinción entre educación y formación profesional supone sólo ignorar
cuan diferentes son los papeles que en la formación personal juegan,
por una parte, aquella comprensión de los principios (si bien adquirida
de forma práctica) que constituye el conocimiento científico y, por otra,
la comprensión (si bien «intelectual») de los principios que determinan
lo que debe ser un buen peinado. No se puede intelectualizar la
economía doméstica ni dotar de significado educacional al voleibol
articulando con mayor precisión los principios que nos permiten
desarrollar esas actividades de forma inteligente, simplemente porque
no son la clase correcta de principios. Aún más, el mejor camino hacia
el elitismo es seguramente argüir que se puede sustituir de forma
razonable en la educación de algunos alumnos (normalmente, los
menos dotados) una comprensión crítica de la historia por una
apreciación crítica del arte de la cocina.

Todo esto debería recordarnos, como deseaban mostrarnos con tanto


anhelo los tradicionalistas liberales del moderno no-instrumentalismo,
que tenemos una herencia cultural a la que todos los jóvenes tienen
derecho-indistintamente de sus diferentes capacidades, de su entorno
social y su destino vocacional- y que el deber sagrado de la escuela es
familiarizar a todos y cada uno de los niños y niñas con dicha herencia.
De este modo, si bien hay destrezas y actividades (como el cálculo y el
saber leer y escribir) que ​todos ​necesitamos adquirir, puesto que
ningún hombre o mujer modernos pueden funcionar de forma
adecuada sin ellos, así como destrezas (de reparación de automóviles
y trabajos administrativos) que algunos individuos, pero no todos,
necesitan para sus profesiones particulares, los diferentes destinos
profesionales de niños y niñas no deben permitir que se conculque el
derecho común de todo niño a ser iniciado de forma adecuada en lo
«mejor que se ha pensado y se ha dicho».

Por tanto, creemos justificadamente que existen formas de


comprensión humana que constituyen necesidades educacionales
universales y, así mismo, suponemos que, si bien no todos los
alumnos pueden poseer las capacidades necesarias para la
comprensión de la mecánica cuántica o las matemáticas avanzadas,
todos deberían familiarizarse con una concepción seria de la literatura,
la historia, la cultura y la moral. No negamos con esto que las
diferentes capacidades e intereses individuales y los distintos entornos
sociales no deban influir en el currículo escolar, y dejamos abierta la
cuestión de si, en definitiva, la misma clase de educación es válida
para todos. Son cuestiones a las que volveremos en los siguientes
capítulos.

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