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ARMAND

M. NICHOLI, JR.

LA CUESTIÓN DE DIOS

C. S. LEW1S Y SIGMUND FREUD

debaten acerca de Dios, el amor,

el sexo y el sentido de la vida

(Traducción: Alfonso Bielza Díaz-Caneja

y Eulalio Fiestas Le-Ngoc)

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID
La cuestión de Dios es un libro a la vez
profundo

y fascinante. Ofrece una buena


oportunidad para

penetrar en la muy diferente visión de la


vida que

tenían S. Freud y C. S. Lewis.

Tras más de veinte años de enseñar e


investigar

sobre ambos, el autor ha logrado en este


libro que

esa experiencia sea más asequible a


todos.

La comparación de la visión del mundo y


de la

vida de estas dos figuras ofrece la


oportunidad de

considerar las preguntas más importantes


que una

persona puede hacerse.

Este libro intenso, asequible y hondo, da


luces

para encontrar respuestas, que pueden


cambiar la
vida. Todos aquellos que busquen el
verdadero

sentido de sus vidas, deberían tomarse


tiempo para

leerlo.

Índice

Prólogo

PARTE PRIMERA: QUÉ


DEBERÍAMOS CREER

1. LOS PROTAGONISTAS: Las vidas de


Sigmund

Freud y C. S. Lewis
2. EL CREADOR: ¿Hay una Inteligencia
por

encima del Universo?

3. CONCIENCIA: ¿Hay una ley moral


universal?

4. LA GRAN TRANSICIÓN: ¿Cómo se


llega a la

realidad?

PARTE SEGUNDA: CÓMO


DEBERÍAMOS VIVIR

5. FELICIDAD: ¿Cuál es nuestra mayor


fuente de
satisfacción en la vida?

6. SEXO: ¿Es la búsqueda del placer


nuestro único

objetivo?

7. AMOR: ¿Todo amor no es más que


sexo

sublimado?

8. DOLOR: ¿Cómo podemos resolver el


problema

del sufrimiento?

9. MUERTE: ¿Es la muerte nuestro único


destino?

Epílogo

Bibliografía

Agradecimientos

Prólogo

La mañana del 26 de septiembre de 1939,


en Golders Green al noroeste

de Londres, un grupo de amigos y


familiares se reunía para el duelo por la

muerte de Sigmund Freud. Después de la


cremación del cadáver, Ernest
Jones hizo notar en su oración fúnebre
que «estaba siendo enterrado....

[como] hubiera deseado... con toda


sencillez, sin una nota de pompa o

ceremonia». El escritor Stefan Zweig


terminó sus palabras prediciendo que

«donde quiera que busquemos


internarnos en el laberinto del corazón

humano, en lo sucesivo su luz intelectual


alumbrará nuestro camino».

La primera página del New York Times


dominical destacaba en un
titular: «Dr. Sigmund Freud muere en el
exilio a los 83 años». Y como

subtítulo: «El fundador del psicoanálisis...


fallece en su casa cerca de

Londres». El artículo describía su reciente


fuga de los nazis, que quemaron

sus libros, descalificaron sus teorías como


pornográficas y exigieron dinero

como rescate por su libertad. También


mencionaba la «fama y grandeza

universal» de Freud: se refería a él como


«uno de los científicos más
discutidos del mundo», señalaba que «ha
puesto a todo el mundo a hablar

de psicoanálisis» y hacía notar que sus


ideas ya han permeado nuestra

cultura y lenguaje.

Cuando era joven, Freud demostró un


brillante nivel académico: fue de

los primeros de su clase durante siete


años y se graduó como bachiller con

summa cum laude. Entró en la


Universidad de Viena con diecisiete años,

leyó mucho en varios idiomas, investigó


y estudió temas que iban desde la

física hasta la filosofía.

Hoy en día, los historiadores sitúan las


contribuciones científicas de

Freud junto a las de Planck y Einstein. Su


nombre aparece en la mayoría

de las listas de los médicos más grandes


de la historia. Recientemente

apareció en la portada de Time (con


Albert Einstein) en un número

dedicado a los científicos más grandes del


siglo , y en sexto lugar en el

ranking de un libro con los cien


científicos más influyentes . Sin embargo,

si la fama de Freud y su influencia han


seguido aumentando desde su

muerte hace más de sesenta años, también


han crecido las críticas y

controversias que le rodean. El persiste, a


pesar de todo. Su retrato orna la

moneda austríaca. Sus ideas siguen


incrustadas permanentemente en
nuestra cultura y lenguaje.

Utilizamos términos como ego, represión,


complejo, proyección,

inhibición, neurosis, psicosis, resistencia,


rivalidad fraterna y desliz

freudiano sin darnos cuenta de su origen.


El modelo psíquico de Freud

sigue siendo quizás el más desarrollado


de todos. De las más de cien formas

de psicoterapia, muchas continúan usando


uno u otro de los conceptos de

Freud. Lo más importante de todo, tal


vez, es que sus teorías influyen en

cómo interpretamos la conducta humana,


no sólo en biografías, crítica

literaria, sociología, medicina, historia,


educación y ética, sino también en

las leyes. Ahora damos por supuesto el


concepto psicoanalítico básico de

que nuestras primeras experiencias


influyen fuertemente en cómo

pensamos, sentimos y nos comportamos


de adultos. A causa del inequívoco

impacto de su pensamiento, algunos


eruditos se refieren al siglo veinte

como el «siglo de Freud».

Como parte de su legado intelectual,


abogaba decididamente por una

filosofía atea de la vida. Se refería a esta


perspectiva como la

«Weltanschauung científica». Freud libró


también una batalla continua y

feroz contra la cosmovisión espiritual, a


la que llamaba «la

Weltanschauung religiosa». Sus escritos


filosóficos, más ampliamente
leídos que sus obras divulgativas o
científicas, han jugado un papel

significativo en la secularización de
nuestra cultura. En el siglo diecisiete la

gente recurría a los descubrimientos


astronómicos para demostrar lo que se

consideraba como el conflicto


irreconciliable entre ciencia y fe; en el

dieciocho, a la física newtoniana; en el


diecinueve, a Darwin; en el veinte

y todavía hoy, Freud es la piedra de toque


atea.
* * *

Veinticuatro años después de la muerte de


Freud, en la mañana del 26

de noviembre de 1963, en Oxford,


Inglaterra, al noroeste de Londres, un

grupo de amigos y familiares se reunía en


la iglesia de la Santísima

Trinidad en Headington Quarry para


despedir a C. S. Lewis. El funeral

empezó con la frase «Yo soy la


resurrección y la vida, dijo el Señor».

Después del funeral, el grupo salió


lentamente, era un día frío y despejado,

y contempló en silencio cómo se llevaban


el féretro desde la iglesia al

cementerio para enterrarlo.

El New York Times del 25 de noviembre


de 1963, entre numerosos

artículos sobre el asesinato de John F.


Kennedy, anunciaba en un titular:

«C. S. Lewis muerto: escritor, crítico 64».


Bajo una foto y un artículo de

varias columnas, el Times hacía un repaso


de la prolífica vida de Lewis,
mencionaba su fama como brillante
profesor, pasaba revista a algunas de

sus obras académicas y populares de las


que había vendido ya millones de

ejemplares y hacía notar que su éxito


como escritor tuvo lugar después de

su cambio de cosmovisión, de ateo a


creyente.

Lewis, famoso profesor de Oxford, crítico


literario, quizá el más popular

defensor en el siglo veinte de la fe basada


en la razón, ganó
reconocimiento internacional mucho
antes de su muerte en 1963. Durante

la Segunda Guerra Mundial, sus charlas


radiadas hicieron que su voz fuera

la segunda más conocida después de la de


Churchill en la BBC. Pocos años

después de la guerra, un artículo de


portada de la revista Time le describía

como el portavoz más influyente a favor


de la visión espiritual del mundo.

Sus libros siguen vendiéndose de forma


prodigiosa y su influencia continúa
creciendo. En 1998, centenario de su
nacimiento, hubo conferencias sobre

su obra en los Estados Unidos y Europa.


Sus populares Crónicas de Narnia

encienden la imaginación de niños de


todo el mundo. La cantidad total de

libros y artículos, biográficos y literarios,


sobre Lewis; el vasto número de

sociedades C. S. Lewis que hay en


colleges y universidades; y Tierras de

penumbra (Shadowlands), la obra de


teatro basada en su vida, premiada en
Londres y Broadway, y llevada al cine...,
todo esto da fe del creciente

interés en el hombre y su obra.

Lewis empezó su brillante carrera


académica cuando todavía era

estudiante en Oxford, donde ganó un


triple primer premio, los honores

más altos en tres áreas de estudio..., una


hazaña raramente lograda.

Después de terminar sus estudios,


permaneció en Oxford como miembro

de la facultad. Durante los treinta años


siguientes, enseñó filosofía y

después lengua y literatura inglesas. En


1955 dejó Oxford para aceptar una

cátedra de literatura inglesa medieval y


renacentista en el Magdalen

College de la Universidad de Cambridge.


En Oxford y Cambridge, sus

clases, tremendamente populares,


llenaron a menudo los auditorios que

parecían estancias en las que sólo se


podía estar de pie.

Durante la primera mitad de su vida,


Lewis abrazó la visión atea del

mundo y utilizó el modo de razonar de


Freud en defensa de su ateísmo.

Después rechazó el ateísmo y se convirtió


en creyente. En sus escritos

posteriores, presenta respuestas


contundentes a los argumentos de Freud

contra la cosmovisión espiritual.


Dondequiera que éste suscite un

argumento, Lewis trata de responderlo.


Los escritos de ambos tienen un

llamativo paralelismo. Si Freud sirve aún


como principal portavoz del

materialismo, Lewis hace de portavoz


principal de la visión espiritual que

Freud atacaba.

Desgraciadamente, nunca mantuvieron un


debate directo. Cuando

Lewis comenzó a enseñar en Oxford, no


llegaba a los treinta años, y Freud

estaba en la mitad de sus setenta. El


primero estaba bien al corriente de las

teorías del segundo; la nueva psicología


era ampliamente debatida. Aun
antes, cuando Lewis se matriculó en
Oxford, Freud era va el padre de la

nueva crítica literaria que Lewis


estudiaba. Más tarde, puede que Freud

leyera alguno de los primeros escritos de


Lewis, como The Allegory of

Love, publicado con grandes elogios de la


crítica varios años antes de que

Freud muriese. Pudo haber leído


Pilgrim’s Regress, en el que Lewis
satiriza

la psicología freudiana. Lewis puso a uno


de sus personajes el nombre de
Segismundo, el verdadero nombre de
Freud hasta que, a los veintidós años,

lo cambió por el de Sigmund.

Como Lewis vivió a una generación de


diferencia de Freud,

desgraciadamente en sus respuestas a los


argumentos del segundo tuvo la

última palabra escrita. Freud nunca tuvo


la oportunidad de rebatirlas. Pero

si los argumentos de ambos se colocan


uno junto al otro, se suscita un

debate como si los dos compartieran


podios en una misma sala. Ambos

pensaron cuidadosamente los puntos


débiles y las alternativas de sus

posturas; cada uno tuvo en cuenta las


opiniones del otro.

Hace treinta años, Harvard me invitó a


dar un curso sobre Freud. Desde

entonces lo vengo dando a universitarios


y desde hace diez años también a

los alumnos de la Facultad de Medicina


de Harvard. Al principio, el curso

se centraba exclusivamente en la visión


filosófica de Freud.

Aproximadamente la mitad de mis


alumnos estaban de acuerdo con él, la

otra mitad disentía enérgicamente.


Cuando el curso evolucionó a una

comparación entre Freud y Lewis, se hizo


más atractivo, y había

discusiones apasionadas. Desde entonces,


lo he estado impartiendo de esta

forma. Sin embargo, me he dado cuenta


de que hay que añadir una tercera

voz a la de sus escritos, y es la de sus


biografías. Sus argumentos nunca

pueden probar o refutar la existencia de


Dios. Sin embargo, sus vidas

ofrecen un vivo comentario sobre la


verdad, credibilidad y utilidad de sus

opiniones. (Cuando analizamos sus


biografías, sin embargo, debemos tener

en cuenta que los seres humanos no


siempre viven lo que profesan, ni

profesan lo que viven).

* * *

El objeto de este libro es mirar la vida


humana desde dos puntos de vista

diametralmente opuestos: el de un
creyente y el de un no creyente. (Freud

dividía a toda la gente en estas dos


categorías). Examinaremos varios temas

básicos de la vida desde estas dos


posturas opuestas. Abordaremos estas dos

perspectivas tan objetiva y


desapasionadamente como sea posible y

dejaremos que los argumentos hablen por


sí mismos. (Me doy cuenta de

que nadie —incluido el autor— es neutral


en temas tan cargados de

emotividad. Ninguno de nosotros puede


tolerar la idea de que nuestra

cosmovisión pueda estar basada en una


falsa premisa y, por tanto, que toda

nuestra vida camine en la dirección


equivocada). Debido a las

consecuencias que tienen a largo plazo


para nuestras vidas, tenemos la

tendencia a descalificar y contradecir los


argumentos de la cosmovisión

que rechazamos. Espero que cada lector


valorará críticamente los

argumentos tanto de Freud como de


Lewis y seguirá el consejo de Sir

Francis Bacon de «no leer para


contradecir... sino para sopesar y

considerar».

Sócrates dijo que «la vida sin examen no


vale la pena vivirla». En la

universidad, alumnos y profesores


escrutan todos los aspectos posibles de

nuestro universo —desde los miles de


millones de galaxias a las partículas
subatómicas, electrones, quarks—, pero
evitan pertinazmente examinar

sus propias vidas. Fuera de las aulas, en el


mundo en general, nos

mantenemos frenéticamente ocupados y


llenamos todos los momentos

libres del día con alguna forma de


diversión: trabajo, ordenadores,

televisión, películas, radio, revistas,


periódicos, deportes, alcohol, drogas,

fiestas. Tal vez necesitemos tanta


distracción porque mirar nuestras vidas
nos enfrenta con nuestra falta de sentido,
nuestra infelicidad y nuestra

soledad... y con la dificultad, fragilidad e


increíble brevedad de la vida.

Quizá Pascal estuviera en lo cierto


cuando hizo la observación de que «si

nuestra condición fuera verdaderamente


feliz, no necesitaríamos

apartarnos de pensar... la única causa de


nuestra infelicidad es que no

sabemos cómo sentarnos tranquilamente


en nuestra habitación». Uno de
mis alumnos de Harvard afirmó en una
intervención en clase que «vivir

una vida humana es un asunto que


asusta». Quizás la razón por la que se

nos hace difícil sentarnos tranquilamente


y examinar nuestras vidas sea

porque hacerlo nos crea ansiedad. Pero


mientras no examinemos nuestras

vidas, poco podremos hacer para que sean


menos insatisfactorias y nos

llenen más. Espero que Freud y Lewis


puedan guiarnos a través de tal
examen.

* * *

Nos demos cuenta o no, todos poseemos


una cosmovisión. Pocos años

después de nacer, vamos formulando


gradualmente nuestra filosofía de la

vida. La mayoría de nosotros nos


hacemos uno de estos dos presupuestos

básicos: o bien vemos el universo como


resultado de sucesos aleatorios y la

vida en este planeta como algo casual; o


suponemos una Inteligencia más
allá del universo que lo ordena y da
sentido a la vida. Nuestra cosmovisión

informa nuestras vidas en lo personal,


social y político. Influye en cómo

nos percibimos a nosotros mismos, cómo


nos relacionamos con los demás,

cómo nos acomodamos a la adversidad y


cuál pensamos que sea nuestro

fin. Nuestra cosmovisión nos ayuda a


determinar nuestros valores, nuestra

ética y nuestra capacidad para ser felices.


Nos ayuda a comprender de
dónde venimos, nuestra herencia; quiénes
somos, nuestra identidad; por

qué existimos en este planeta, nuestro fin;


qué nos mueve, nuestra

motivación; y a dónde vamos, nuestro


destino. Algunos historiadores de la

ciencia, como Thomas Kuhn, señalan que


la cosmovisión del científico

influye no sólo en lo que investiga sino


también en cómo interpreta lo que

investiga. Nuestra cosmovisión nos dice


quizás más sobre nosotros mismos
que cualquier otro aspecto de nuestra
historia personal.

Las visiones del mundo de Freud y Lewis


han existido desde los

comienzos de la historia documentada: la


cosmovisión espiritual, que

hunde sus raíces principalmente en el


antiguo Israel, con su énfasis en la

verdad moral y la conducta honrada y su


lema de «Así dice el Señor»; y la

cosmovisión materialista o «científica»,


enraizada en la antigua Grecia, con
su énfasis en la razón y adquisición de
conocimientos y su lema de «¿Qué

dice la Naturaleza?» Todos nosotros


abrazamos alguna forma de la

cosmovisión de Freud o de la de Lewis.


Si aceptamos el materialismo

freudiano, nos podemos llamar ateos,


agnósticos o escépticos. Igualmente

hay muchas expresiones diferentes de la


cosmovisión de Lewis. Vamos a

considerar la forma específica de la


cosmovisión espiritual adoptada por
Lewis y, según una reciente encuesta de
Gallup, por más del 80 por ciento

de los estadounidenses.

¿Por qué Freud y Lewis? Por varias


razones. La primera, porque ambos

escriben extensamente sobre una


cosmovisión específica y representativa,

con gran profundidad, claridad y


concisión. Freud obtuvo el codiciado

premio Goethe de literatura y Lewis fue


profesor de literatura, notable

crítico literario y prolífico escritor,


ampliamente leído. Además,

escribieron sendas autobiografías y miles


de cartas que proporcionan una

razonable buena perspectiva sobre cómo


vivieron sus vidas. Freud y Lewis

proporcionan una lente particularmente


clara a través de la cual podemos

examinar estas dos visiones. Estas


cosmovisiones ¿son meras

elucubraciones filosóficas que no se ven


afectadas por la pregunta de si son

verdaderas o falsas? No. Una de ellas


comienza con la premisa básica de

que Dios no existe, la otra con la de que


sí existe. Son por tanto

mutuamente excluyentes: si una es


verdad, la otra tiene que estar

equivocada. ¿Tiene importancia saber


cuál es cada una de ellas? Freud y

Lewis pensaron que sí era importante.


Pasaron buena parte de su vida

explorando estos temas, haciendo


repetidamente la pregunta «¿es verdad?»

Freud estaba preocupado por la cuestión


de si Dios existe o no. En una

colección de cartas que escribió cuando


era estudiante de la Universidad

de Viena, el tema de la existencia de Dios


aparece constantemente.

Continúa a lo largo de sus escritos


filosóficos hasta su última gran obra,

Moisés y la religión monoteísta. En la


conferencia En torno de una

cosmovisión, Freud argumenta contra la


existencia de Dios. Señala el

problema del sufrimiento y desarrolla el


argumento psicológico de que

todo el tema no es más que la proyección


de un deseo infantil de

protección paterna contra las vicisitudes y


sufrimientos de la existencia

humana. Argumenta también contra la


objeción de los partidarios de la

cosmovisión espiritual de que la fe «es de


origen divino, nos ha sido

concedida por la Revelación de un


Espíritu a quien el espíritu humano no

puede concebir». Freud dice que esto «es


una manifiesta petitio principii» y

añade este comentario: «lo que se pone en


entredicho es, justamente, la

existencia de un Espíritu divino y su


Revelación, y es evidente que la

disputa no se decide afirmando que eso


no se puede discutir porque no está

permitido poner en entredicho a la


divinidad».

Lewis está de acuerdo con Freud en que


ésta es verdaderamente la

pregunta más importante. Escribe: «hay


una puerta detrás de la cual, según

algunas personas, te está esperando el


secreto del universo. O es verdad o

no lo es. Si no lo es, entonces lo que la


puerta esconde realmente no es otra

cosa que el mayor fraude... conocido».


Como hay tanta gente que adopta la

respuesta de Lewis —una reciente


encuesta Gallup informa de que la gran

mayoría de los americanos adultos creen


en Dios— Lewis está en lo cierto:

si no es verdad, entonces la cosmovisión


espiritual no sólo es un fraude,

sino también el engaño más cruel


perpetrado jamás contra la raza humana.

Y la única alternativa es seguir el consejo


de Freud de madurar y

enfrentarse con la dura realidad de que


estamos solos en el universo.

Puede que encontremos menos consuelo


—dice—, pero la verdad, aunque

sea dura, nos liberará de falsas esperanzas


y de expectativas irreales. Pero si

la cosmovisión espiritual es verdadera,


entonces toda otra verdad mengua

en importancia. Nada tiene implicaciones


más profundas y de mayor

alcance para nuestra vida.

Si Freud y Lewis pensaron que el tema de


la existencia de Dios es la

pregunta más importante de la vida,


veamos cómo llegaron a respuestas

opuestas. Y veamos si sus biografías —


cómo vivieron de hecho sus vidas—

refuerzan o debilitan sus argumentos y


nos dicen más de lo que sus
palabras transmiten.

PARTE PRIMERA

QUÉ DEBERÍAMOS CREER

LOS PROTAGONISTAS

Las vidas de Sigmund Freud y C. S.


Lewis

Aunque C. S. Lewis, toda una generación


más joven que Sigmund

Freud, adoptó el ateísmo de Freud


durante la primera mitad de su vida,
finalmente rechazó ese punto de vista.
Cuando Lewis empezó a dar clases

en Oxford, los escritos de Freud habían


influido ya en muchas disciplinas

intelectuales, incluido el campo de Lewis,


la literatura. Lewis conocía bien

todos los argumentos de Freud, quizás


porque los utilizó para reforzar su

propia postura cuando era ateo. En su


autobiografía escribe: «la nueva

psicología se estaba difundiendo entre


todos nosotros. No la aceptábamos
en su totalidad... pero influía en nosotros.
Lo que más nos interesaba era la

“fantasía” y la “creencia fundada en los


deseos”, porque, por supuesto,

todos éramos poetas y críticos y


concedíamos gran valor a la
“imaginación”

siguiendo el alto concepto que de ella


tiene Coleridge, por lo que se hacía

necesario distinguir “imaginación” de


“fantasía”, tal y como los psicólogos

3
entendían ese término» .

Es muy raro que una persona no cambie


nunca su modo de ver la vida a

lo largo de ésta. Antes de comparar los


puntos de vista de Lewis y Freud,

por tanto, necesitamos saber algo sobre


cómo llegaron a ellos.

Antecedentes de Freud

El 6 de mayo de 1856, en el pueblo de


Freiberg, Moravia, Amalia Freud

dio a luz un hijo. Poca cuenta se dio de


que su hijo habría de ser incluido
algún día entre los científicos más
influyentes de la historia. Su marido,

Jacob, le puso el nombre de Sigismund


Schlomo y anotó estos nombres en

la Biblia familiar. El joven muchacho se


quitaría algún día ambos nombres.

Nunca usó «Schlomo», nombre de su


abuelo paterno, y, siendo estudiante

en la Universidad de Viena, cambió


«Sigismund» por «Sigmund».

Una niñera cuidó del joven Freud durante


los primeros dos años y
medio de su vida. Devota católica, solía
llevar consigo al niño a la iglesia.

La madre de Freud, muchos años


después, le dijo a Freud que él, al volver

de la iglesia, «nos contaba y predicaba


qué hace el Dios Todopoderoso». La

nodriza pasaba bastante tiempo con


Freud, sobre todo desde que su madre

quedó en estado y le dio un hermanito.


Freud la consideraba como una

madre adoptiva y llegó a sentirse muy


unido a ella. Cuando tenía menos de
dos años, perdió a su hermano menor,
Julio, cuya enfermedad y muerte

debió de absorber todo el tiempo de su


madre y le dejó casi totalmente al

cuidado de su niñera. Escribió que llegó


«a tratarme con rudeza», sin

embargo él «la distinguía con su amor» .


En una carta a Wilhelm Fliess, un

otorrinolaringólogo con el que Freud


llegó a tener una gran amistad de

años, afirmaba que «mi “causante” fue


una mujer fea, vieja pero sabia, que

me contó muchas cosas sobre el buen


Dios y sobre el infierno y me instiló

una elevada opinión sobre mis propias


capacidades» . Por entonces, la

niñera, tras ser acusada de robo, dejó la


casa repentinamente. Ya de adulto,

Freud la recordaría mucho .

Los especialistas se han planteado si el


antagonismo freudiano a la
cosmovisión espiritual, y en concreto a la
Iglesia Católica, pudo tener en

parte su origen en el enfado y desilusión


al verse abandonado por la niñera

católica en un período crítico de su vida.


Freud reconocía que «si la mujer

desapareció de una forma tan rápida...


alguna impresión del suceso debió

de quedar dentro de mí. ¿Dónde está


ahora?» Recordaba también una

escena que ha estado «dando vueltas


durante los últimos veintinueve años
en mi memoria consciente... Yo lloraba de
todo corazón... No podía

encontrar a mi madre... Temía que se


hubiera esfumado, como mi niñera

no mucho antes» . De todos modos, se


trata de una ampliación freudiana

suponer que sus sentimientos hacia la


Iglesia se formaron por la salida de

una persona de su vida.

Lo que sí es verdad es que la niñera puso


a Freud en contacto con las
prácticas católicas. Cuando llevaba al
pequeño a misa, Freud debía

observar que los fieles se arrodillaban,


rezaban y hacían la señal de la cruz.

Puede que aquellas tempranas


impresiones de la niñez fueran lo que
tenía

en mente cuando, ya de adulto, escribió


artículos en los que comparaba las

prácticas religiosas con síntomas


obsesivos y se refería a la religión como
la

8
«neurosis obsesiva universal» . Puede
haber sido también la primera

relación de Freud con la música, Roma y


las fiestas de Pascua y

Pentecostés (también conocida como


domingo de Pentecostés, la

celebración de la venida del Espíritu


Santo sobre los apóstoles). Aunque a

Freud no le gustaba la música, parecía


tener una extraña atracción por

Roma y una desusada atención por esas


dos fiestas. Las mencionaba a
9

menudo en sus cartas. Escribe sobre «mi


manía por Roma», de su deseo de

10

pasar «las próximas Pascuas en Roma» y


cómo «deseaba vivamente volver

11

de nuevo a Roma» .

Sigmund Freud creció en una familia


complicada y poco común. Su

padre Jacob se casó con Amalia


Nathansohn cuando ésta era todavía una
adolescente y él tenía cuarenta años y ya
era abuelo. Amalia fue la tercera

esposa de Jacob. Este tenía dos hijos de


su primer matrimonio, uno era

mayor que Amalia y el otro un año más


joven.

El padre de Freud había sido educado


como judío ortodoxo. Poco a poco

dejó toda práctica religiosa y celebraba


sólo el Purim y la Pascua como

fiestas familiares. Sin embargo, leía la


Biblia regularmente en casa en
12

hebreo y parece que hablaba hebreo con


fluidez . En su autobiografía,

escrita cuando tenía casi setenta años,


Freud recordaba, «mi temprano

ahondamiento en la historia bíblica


apenas hube aprendido el arte de leer

tuvo, como lo advertí mucho después, un


efecto duradero sobre la

13

orientación de mi interés» . En diversas


visitas a la casa de Freud en
Londres, dediqué tiempo exclusivamente
a estudiar su biblioteca. Me fijé

en un gran ejemplar de la Biblia de


Martín Lutero. Muchas de las

numerosas citas bíblicas de Freud parecen


indicar que leyó esta traducción.

Sin embargo, la Biblia que leyó de


muchacho parece que era la de

Philippson, que comprende el Antiguo


Testamento y recibe el nombre de

un erudito del Movimiento reformista que


condujo al judaismo reformado.
En el treinta y cinco cumpleaños de
Freud, Jacob Freud envió a su hijo un

ejemplar de la Biblia Philippson con la


siguiente dedicatoria en hebreo:

Querido hijo:

Fue en tu séptimo aniversario cuando el


espíritu de Dios

comenzó a inclinarte hacia el saber. Diría


que el espíritu de

Dios te habló así: «Lee Mi Libro: te


abrirá los caminos del

conocimiento y del intelecto». Este es el


Libro de los Libros; es

el pozo que excavaron los sabios y del


que los legisladores han

extraído las aguas de su sabiduría.

Tú has visto en este Libro la visión del


Todopoderoso, tú lo has

escuchado complacido, tú lo has recreado


y has intentado volar

a las alturas sobre las alas del Espíritu


Santo. Desde entonces he

conservado la misma Biblia. Hoy, día en


que cumples treinta v
cinco años, la he sacado de su redro y te
la envío como prenda

14

del amor de tu anciano padre .

Freud asociaba naturalmente la


cosmovisión espiritual con su padre. Sus

sentimientos hacia él fueron en el mejor


de los casos ambivalentes. Al

contrario de él, Freud nunca aprendió a


hablar hebreo y sólo supo unas

15

pocas palabras del yiddish materno .


Jacob Freud luchó por ganarse la vida
como comerciante de lana, y toda

la familia ocupaba una sola habitación


alquilada en una pequeña casa. Los

Freud vivían encima del propietario, un


herrero, que ocupaba la primera

planta. En la época en que nació Freud, la


población de Freiberg —

conocida después como Príbor en la


actual República Checa— contaba

entre 4.000 y 5.000 habitantes. El número


de católicos de Freiberg era
mucho mayor que el de protestantes y
judíos, que eran sólo de un 2 a 3 por

ciento cada uno.

Cuando tenía tres años, en 1859, Freud y


su familia se trasladaron a

Leipzig, y un año después a Viena. Vivió


y trabajó el resto de su vida en

Viena... hasta 1938 en que, con ochenta y


dos años, después de la invasión

nazi, se escapó a Londres con la ayuda de


colegas, del Secretario de Estado

americano y del Presidente Franklin


Roosevelt.

Durante sus años de adolescencia en


Viena, Freud estudió judaismo con

Samuel Hammerschlag, que subrayaba la


experiencia ética e histórica del

pueblo judío más que su vida religiosa.


Hammerschlag fue amigo y

benefactor de Freud durante muchos


años. A los quince años, Freud

también empezó a mantener


correspondencia con un amigo llamado

Eduard Silberstein. Estas cartas abarcan


una década y nos proporcionan

alguna idea de los pensamientos y


sentimientos teológicos y filosóficos del

joven Freud, en especial sobre la cuestión


de si existe o no una Inteligencia

más allá del universo. Silberstein era un


creyente que se hizo abogado y se

casó con una joven a la que envió a Freud


para que la tratara de una

depresión. Después de llegar a donde


Freud tenía su consulta, le dijo a su

sirvienta que la esperara abajo. En lugar


de ir a la sala de espera de Freud,

16

subió al cuarto piso y se suicidó saltando


al vacío .

Cuando Freud entró en la Universidad de


Viena en 1873 y estudió con

el distinguido filósofo Franz Bren- tano,


antiguo sacerdote católico que

abandonó el sacerdocio por no aceptar la


infalibilidad del Papa, escribió

sobre esto a Silberstein. Brentano causó


una profunda impresión en el
joven Freud. Con dieciocho años,
exclamaba Freud en una carta a su

amigo: «yo, un impío estudiante de


medicina y empírico, asisto a dos

cursos de filosofía... Uno de los cursos —


¡escucha y maravíllate!— trata de

la existencia de Dios, y el profesor


Brentano, que lo da, es un hombre

magnífico, un sabio y filósofo, a pesar de


que considera necesario apoyar

con sus razones esta existencia etérea de


Dios. Próximamente te escribiré,
es decir, tan pronto como un argumento
suyo toque realmente el asunto

(de momento no hemos pasado aún las


cuestiones previas), para no

17

cortarte el camino hacia la salvación en la


fe» .

Unos meses después. Freud comenta más


sus impresiones sobre

Brentano: «de este hombre extraño (es


creyente, teólogo... y una gran

persona, muy inteligente, casi diría


genial) y en muchos aspectos ideal, te

18

contaré algunas cosas de viva voz» . Bajo


la influencia de Brentano, Freud

vaciló y llegó a plantearse creer. Confiaba


a Silberstein la fuerte influencia

que ejercía Brentano sobre él: «no he


escapado a su influencia, no soy

capaz de refutar un simple argumento


teísta, que es la culminación de sus

disquisiciones... Demuestra a Dios con


tan poco partidismo y con tanta
exactitud como otro demostraría la
excelencia de la teoría ondulatoria

19

frente a la de la emisión» . Freud también


animó a Silberstein a que

asistiera a las clases de Brentano: «el


filósofo Brentano, que de mis cartas

conoces, leerá ética o filosofía práctica de


8 a 9 de la mañana, y será bueno

que tú vayas a escucharle, pues es hombre


de entidad e ingenio, aunque

20
dice la gente que es jesuita, lo que no
puedo creer... » .

Entonces

Freud

hizo

un

asombroso

cuasi-reconocimiento:

«evidentemente sólo soy un teísta a la


fuerza porque soy lo bastante

honesto como para reconocer mi


indefensión ante su argumento; pero no

tengo intenciones de darme por vencido


tan rápida o completamente». En

el mismo párrafo, hizo una afirmación


contradictoria: «de momento, he

21

dejado de ser materialista, pero todavía


no soy aún teísta». Esta confusión

y ambivalencia permanecería en él, a


pesar de sus muchas y sonoras

declaraciones a favor del ateísmo.

En otra carta unas semanas después,


Freud continuaba refiriendo su

lucha: «el mal, en especial para mí,


consiste en que precisamente las

22

ciencias naturales parecen reivindicar a


Dios... » .

Puede que Freud haya reprimido la


experiencia de convertirse en «teísta

a la fuerza». Cuando tenía setenta años,


en su alocución a la B’nai B’rith

(Hijos de la Alianza), afirmó: «lo que me


ataba al judaismo no era (me
avergüenza admitirlo) ni la fe ni el
orgullo nacional; en efecto, siempre

23

permanecí incrédulo... » . Si Freud


consideraba tan irresistibles los

argumentos de Brentano sobre la


existencia de Dios, ¿qué le hizo ser tan

reacio a aceptarlos, a «rendirse» al


razonamiento que era incapaz de

«refutar»? Algunas respuestas a estas


preguntas se pueden encontrar en las

otras influencias que recibió el joven


Freud durante sus largos años de

educación médica.

Primero, en sus cartas a Silberstein, Freud


mencionaba la lectura de

otro filósofo, Ludwig Feuerbach. «Que es


al que más venero y admiro

24

entre todos los filósofos» , escribió Freud


a su amigo en 1875. Ludwig

Feuerbach, nacido en 1804, estudió


teología en la Universidad de

Heidelberg. Alumno de Hegel, escribió


libros críticos de teología,

afirmando que la relación de uno con los


demás —la relación «yo-y-tú»—

era más fuerte que la relación de uno con


Dios. Aunque se proclamaba

creyente, sus escritos reforzaron el


ateísmo de Marx y Freud. Su tesis

principal en La esencia del Cristianismo


es que la religión es simplemente

la proyección de una necesidad humana,


una satisfacción de deseos

profundamente asentados.
El objeto de su libro, escribió Feuerbach,
era «la destrucción de toda

ilusión». Resumió el trabajo en su


conclusión: hemos demostrado que el

contenido y el objeto de la religión es


totalmente humano, que la sabiduría

divina es sabiduría humana, que el


misterio de la teología es la

25

antropología, que el misterio del ser


divino es la esencia humana» . Freud

dedicó muchos años de su vida adulta a


trabajar en las implicaciones de las

afirmaciones de Feuerbach.

Otras influencias que pueden haber


jugado un papel importante en el

rechazo freudiano de la cosmovisión


espiritual tienen que ver con el

ambiente cultural de Europa a finales del


siglo diecinueve y comienzos del

veinte y con el ambiente específico de la


facultad de medicina donde

Freud se formó. A finales del siglo


diecinueve, muchas publicaciones
trataron el supuesto conflicto entre
ciencia y religión. Dos libros bien

conocidos —la History of the Conflict


Between Religion and Science, de

John William Draper, y la History of the


Warfare of Science with

Theology in Christendom, de Andrew


Dickson White— ilustran los

puntos de vista predominantes. El


historiador Peter Gay menciona

«importantes núcleos de anticlericalismo


y desprecio laicista por toda
26

religión» , que se difundieron por la


cultura europea durante los años que

pasó Freud en la escuela de medicina.


Muchos de esos «núcleos»

involucrarían a la comunidad médica,


cuya aceptación tanto deseó Freud

para su avance profesional en los


comienzos de su carrera y, luego, para la

aceptación de sus teorías.

Freud trabajó en el laboratorio de Ernst


Brücke, miembro de un grupo
de fisiólogos que intentaron fundar una
ciencia biológica sobre bases

totalmente materialistas. Freud describió


a Brücke como «la más alta

27

autoridad con quien me haya encontrado


jamás» . Brücke, junto con

muchos otros de la facultad de medicina a


los que Freud admiraba, adoptó

una postura firme contra la cosmovisión


espiritual, insistiendo en que

existen diferencias irreconciliables entre


ciencia y religión y en que no

existía más verdad que la conseguida a


través del método científico. Como

Freud escribiría al final de su vida «no


existe otra fuente para conocer el

28

universo que... lo que se llama


“investigación”» .

Freud ansiaba pertenecer al prestigioso


claustro de la Universidad de

Viena. Durante muchos años su solicitud


fue rechazada. Otros colegas, que
pasaron el mismo número de años
enseñando, recibieron el

nombramiento, mientras Freud


contemplaba año tras año cómo un desfile

de promociones pasaba ante él. Dispuesto


a no esperar pasivamente más

tiempo, utilizó a un amigo y antiguo


paciente para ejercer influencia

política y al final obtuvo el puesto. La


espera normal para un miembro de

la facultad con la experiencia de Freud


era de cuatro años; Freud había
esperado diecisiete. Había sido advertido
por un viejo profesor suyo de

fisiología de que había prejuicios contra


él en círculos oficiales. Además,

los dos profesores que propusieron su


ascenso le recordaron el

antisemitismo predominante entonces en


Austria e insinuaron que podría

29

encontrar resistencia .

Durante sus años de formación médica, el


intenso antisemitismo del
mundo político de Austria y de la gente
en general, infectó también a la

profesión médica. Para los judíos que


vivían al final del siglo diecinueve,

esta atmósfera produjo una especie de


holocausto psicológico, precursor

del que tuvo lugar bajo los nazis una


generación después. La literatura

médica de entonces reflejaba un intenso


racismo y antisemitismo. Como

señala el historiador Sándor Gilman, las


revistas médicas europeas
reflejaban la opinión del siglo dieciocho
de que «los judíos eran

profundamente

defectuosos...

predispuestos

numerosas

30

enfermedades» . El biógrafo oficial de


Freud, Ernest Jones, señala que
Freud tenía una «exagerada sensibilidad,
común entre los judíos, al más

leve indicio de antisemitismo..., y


evidentemente sufrió mucho desde la

época escolar en adelante, y


especialmente en la Universidad, a causa
del

31

antisemitismo de que estaba impregnada


Viena» .

Las primeras experiencias de Freud con el


antisemitismo influyeron
hondamente en su actitud hacia la visión
espiritual del mundo. En Austria

más del 90 por ciento de la población se


declaraba católica. Freud decía

que en este entorno «mi pertenencia a la


confesión israelita me colocaba

en una situación de inferioridad con


respecto a mis condiscípulos, entre los

32

cuales resultaba un extranjero» . Se puede


comprender su motivación para

desacreditar y destruir lo que él llamaba


la «Weltanschauung religiosa» y

por qué se refería a la religión como «el


enemigo». Sin este «enemigo» no

habría estado en una minúscula minoría,


ni se habría esperado que se

sintiera «inferior y un extranjero».

Freud recordó toda su vida un suceso que


su padre le contó cuando

tenía unos diez años. Un matón


antisemita se acercó a su padre, le quitó la

gorra y se la arrojó al arroyo gritando:


«¡bájate de la acera, judío!» Freud
preguntó a su padre cuál fue su reacción.
Le contestó: «Dejar la acera y

recoger la gorra». Freud decía que le


impresionó ese comportamiento, «no

pareciéndome muy heroica esta conducta


de aquel hombre alto y

33

robusto...» . Freud plantó cara al


antisemitismo no como su padre, con una

aceptación pasiva, sino con el fuerte


deseo de luchar con uñas y dientes.

En abril de 1882, Freud conoció a Martha


Bernays, y dos meses después

se prometieron. El abuelo de ella había


sido el gran rabino de Hamburgo y

su padre conservaba la fe judía ortodoxa


del abuelo.

Cuando tenía veintisiete años, Freud


escribió a su prometida una

experiencia que tuvo en el tren: «ya sabes


lo que me gusta siempre respirar

aire fresco, y conoces mi manía de abrir


las ventanas, sobre todo en los

trenes. Dándole rienda suelta, abrí la


ventanilla de aquel tren y saqué la

cabeza fuera para respirar a mis anchas.


Apenas lo había hecho cuando

comenzaron a gritarme que la cerrara...


Yo dije que estaba dispuesto a

cerrarla si se abría la de enfrente, pues era


la única ventilación que tenía

todo aquel largo vagón. Mientras


proseguía la discusión y mi contradictor

sugería que abriéramos la rendija de


ventilación en lugar de la ventanilla,

se oyó a alguien que decía: “¡es un sucio


judío!” Con esto la situación

adquirió un matiz distinto. Freud describe


cómo uno de los hombres

implicado en la disputa amenazó con


finalizarla físicamente. Freud decía

que «no me sentí atemorizado en absoluto


por la actitud de aquella gente,

y me limité a pedir al primero que


guardara para sí sus palabras vacías, ya

que éstas no contribuían a aumentar mi


respeto hacia él, diciendo al otro

que se levantara y preparase para recibir


el vapuleo que se había merecido.

34

Yo estaba dispuesto a matarle... » .

El Domingo de Pascua de 1886, cuando


tenía treinta años, Freud abrió

una consulta privada de neuropatología.


Desde entonces, la Pascua le

recordaría este acontecimiento. Medio


siglo después, escribió en una carta:

«el Domingo de Pascua representa para


mí el quincuagésimo aniversario

35
del comienzo de mi práctica médica» .
Muchos investigadores hacen notar

que la Pascua tenía una significación


especial para él, que se remontaba a

cuando su niñera católica le llevaba a la


iglesia. Algunos escriben que el

hecho de abrir su consulta el Domingo de


Pascua reflejaba el respeto

36

especial que Freud daba a ese día ; otros,


que ello reflejaba desafío o

37
desprecio .

La apertura de su consulta privada le


proporcionó ingresos suficientes

para poder casarse y sostener una familia.


Se casó con Martha el 13 de

septiembre de 1886. No quiso una boda


judía porque encontraba

incómodos los aspectos religiosos.


Incluso por un tiempo se planteó

hacerse protestante para evitar la


ceremonia religiosa judía, pero su amigo

y mentor Josef Breuer se lo desaconsejó.


Así pues, la pareja se casó en

Alemania, primero en una ceremonia civil


en el Ayuntamiento y, el día

siguiente, en una breve ceremonia judía


en casa de la novia, con la sola

38

presencia de unos pocos miembros de la


familia .

El padre de Freud murió una década


después, en octubre de 1896.

Entonces escribió en una carta a Fliess


que esta muerte «me ha afectado
profundamente... me ha vuelto a despertar
todos mis primeros

sentimientos... me siento muy


desarraigado». Hizo notar que la muerte
del

padre es «el suceso más importante, la


pérdida más conmovedora en la vida

de un hombre». Jacob había luchado por


salir adelante económicamente,

no había sido capaz de ayudar a su hijo


durante su larga formación médica

y había tenido la humillante experiencia


de tener que aceptar la ayuda de
la familia de su esposa. Freud
consideraba a su padre como un
fracasado.

Sin embargo, su muerte le afectó


hondamente. En verdad, en mi propia

práctica clínica he observado que se tiene


más dificultad para superar la

pérdida de un progenitor cuando


permanecen sin resolver sentimientos

negativos hacia él. La muerte del padre de


Freud estimuló su autoanálisis,

cuya puesta por escrito la consideró su


trabajo más significativo, La
interpretación de los sueños, y el
comienzo de la formulación de su teoría

del complejo de Edipo. Este tema de tanta


controversia dentro y fuera de

los círculos del psicoanálisis, puede


ayudar a explicar los sentimientos

personales de Freud hacia la idea de una


Autoridad Suprema y su continuo

ataque a la cosmovisión espiritual.

La teoría de Edipo, tan fácilmente y tan a


menudo caricaturizada,

requiere una redefinición. Freud


observaba clínicamente que los niños

experimentan una fase de su desarrollo


psicosexual en la que desarrollan

sentimientos positivos hacia el progenitor


del sexo opuesto y sentimientos

de rivalidad hacia el progenitor del


mismo sexo. «Ya en los primeros años

infantiles comienza el hijo a sentir por la


madre una particular ternura. La

considera como cosa suya y ve en el


padre una especie de competidor que

le disputa la posesión», explica Freud en


una conferencia de 1915.

«Análogamente considera la niña a su


madre como alguien que estorba sus

cariñosas relaciones con el padre y ocupa


un lugar que la hija quisiera

monopolizar. Determinadas
observaciones nos muestran a qué

tempranísima edad debemos hacer


remontarse esta actitud, a la que hemos

dado el nombre de complejo de Edipo por


aparecer realizados, con muy

ligeras modificaciones, en la leyenda que


a Edipo tiene por protagonista,

los dos deseos extremos derivados de la


situación del hijo; esto es, los de

39

matar al padre y desposar a la madre» .

Freud observó este complejo de


sentimientos en su propio análisis. En

una carta a Fliess admitía que «también


en mí he hallado el

enamoramiento de la madre y los celos


hacia el padre y ahora lo considero

un suceso universal de la niñez


temprana... Si esto es así, se comprende el

poder cautivador de Edipo Rey, a


despecho de todas las objeciones que el

40

entendimiento eleva contra la premisa del


hado» . (Si Freud basó su teoría

del complejo de Edipo sólo en su


autoanálisis, se podría poner en duda si es

un «suceso universal» o no. La familia de


Freud, con un padre de edad, una

atractiva jovencita como madre, y


hermanastros que tenían más o menos la
edad de su madre, difícilmente resultaba
típica).

Reconocía que las primeras personas que


escucharon esta teoría

pensaron que se trataba de algo absurdo:


«el descubrimiento ha provocado

la más violenta oposición entre los


adultos...». Sin embargo, sugirió que si

la teoría contiene algo de verdad —


independientemente de lo que

desagradara— debemos aceptarla. «Es mi


firme convicción que no hay
nada en ella que deba ser rechazado o
pasado por alto. Debemos

reconciliarnos con el hecho de que la


misma leyenda griega la reconoció

41

como un destino inevitable» .

¿Por qué pensó Freud que este concepto


era tan importante? Porque

pensaba que el fracaso en resolver este


sentimiento universal de la niñez

había contribuido al posterior desarrollo


en la vida de muchos desórdenes
emocionales. «Se descubría, cada vez
más patentemente», escribió en 1924

en Esquema del psicoanálisis, «[que] la


complicada relación afectiva del

sujeto infantil con sus padres, el llamado


complejo de Edipo..., era el

42

núcleo de todo caso de neurosis» . Estos


tempranos sentimientos de los

niños hacia sus padres formaban también


la base para el principal

argumento de Freud contra la existencia


de una Inteligencia más allá del

universo. Freud afirma que la


ambivalencia hacia la autoridad paterna

especialmente los sentimientos positivos


de esa ambivalencia— forma la

base del deseo, profundamente asentado,


de Dios.

Hoy día, en los círculos psicoanalíticos,


se discute todavía el complejo

de Edipo. Pero incluso entre aquéllos que


ponen en duda la universalidad
de esta teoría, hay un amplio acuerdo en
que las primeras relaciones con

los padres influyen fuertemente en la


posterior salud psíquica. Y quizás

estas primeras relaciones familiares nos


predisponen a favor o en contra de

la creencia en Dios.

Antecedentes de Lewis

El 29 de noviembre de 1898, en los


alrededores de Belfast, Irlanda,

Florence Hamilton Lewis dio a luz un


hijo. Ella y su marido, Albert James
Lewis, pusieron al recién nacido el
nombre de Clive Staples. No se

imaginaban que el niño sería algún día un


brillante profesor, un célebre

escritor cuyas obras serían leídas por


millones de personas, y que, entre los

muchos honores que recibiría, estaría el


de Comendador de la Orden del

Imperio Británico (honor que Lewis


rehusó).

C. S. Lewis, en su autobiografía
Cautivado por la alegría, describe a su
familia de forma sucinta. Aunque nacido
en Irlanda, su padre era galés y su

madre escocesa. Las familias de sus


padres «eran tan diferentes en su

temperamento como en su origen». La


familia paterna «era

verdaderamente galesa, sentimental,


apasionada y melodramática,

fácilmente dada tanto a la ira como a la


ternura; hombres que reían y

lloraban con facilidad y que no tenían


demasiada capacidad para ser
felices». La familia de su madre, por el
otro lado, «era una raza más fría.

Tenía una mente crítica e irónica y la


capacidad para ser felices

desarrolladísima...». Lewis creía que «el


cariño alegre y pacífico de la

madre» y «los altibajos» de la vida


emocional de su padre alimentaron en él

«una cierta desconfianza o aversión a las


emociones como algo desapacible,

violento e, incluso, peligroso».

Antes de casarse con el padre de Lewis,


Albert, Florence Hamilton

estudió en el Queen’s College de Belfast


y sacó matrículas en lógica y

matemáticas. Albert Lewis estuvo en un


internado en Inglaterra y estudió

con W. T. Kirkpatrick, un director muy


exigente pero excelente, que más

tarde enseñaría al joven Lewis. Cuando


Albert terminó el internado, fue

aprendiz de un procurador: abogado en el


sistema británico que lleva casos

sólo en los tribunales de primera


instancia. Albert acabó su pasantía y se

estableció por su cuenta en Belfast, donde


trabajó el resto de su vida. Se

casó con Florence el 29 de agosto de


1894.

El abuelo de Lewis sirvió como vicario


de la iglesia local a la que asistía

la familia Lewis. Predicaba sermones


muy emotivos y a menudo lloraba en

el pulpito. Lewis recordaba que, siendo


muy joven, a él y a su hermano

Warren esos servicios de la iglesia les


parecían incómodos y embarazosos...

tan embarazosos que tenían que


esforzarse para evitar que se oyeran sus

risas tontas. Estas experiencias tempranas


con la religión formal jugaron un

papel no pequeño en el posterior repudio


de Lewis de la fe nominal de su

infancia, en ver la cosmovisión espiritual


como tonta y en su adopción de

una alternativa materialista.

Cuando tenía unos cuatro años, Lewis


anunció a sus padres que su
nombre era «Jacksie», después abreviado
en «Jack». nombre que usarían

siempre los que le conocían bien.

Al escribir la autobiografía, Lewis


rememoró ciertas primeras

experiencias que se daba cuenta de que


eran espiritualmente significativas.

Uno de estos sucesos ocurrió antes de los


seis años. En Cautivado por la

alegría explica: «una vez, por aquellos


días, mi hermano trajo al cuarto de

jugar la tapa de una lata de galletas que


había cubierto con musgo y

adornado con ramitas y flores para


convertirla en un jardín o en un bosque

de juguete. Ésa fue la primera cosa bella


que vi... Mientras viva, mi imagen

del Paraíso siempre tendrá algo del jardín


de juguete de mi hermano».

Lewis sugería que este recuerdo, junto


con la vista de las colinas de «Green

Hills» que «veíamos desde la ventana del


cuarto de jugar», le enseñó a

43
«añorar» . Después de haber rechazado el
ateísmo, miró hacia atrás y se

dio cuenta de que aquellas primeras


experiencias sucedían periódicamente.

Las describió como «Alegría» y decía que


deben ser «distinguidas tanto de

Felicidad como de Placer». Más tarde


concluía que este anhelo no era por

un «lugar», como pensó primero, sino por


una «Persona».

Cuando tenía siete años, su familia se


cambió a una nueva casa llamada
«Little Lea», una amplia casa de campo.
Lewis anotó en su autobiografía

que «la Casa Nueva es casi el personaje


más importante de mi historia».

Aquí pasó muchos de sus años más


formativos leyendo libros, entre «largos

pasillos, habitaciones vacías y soleadas,


silencios en el interior del piso de

arriba, áticos explorados en solitario,


ruidos distantes del goteo de las

cisternas y cañerías, y el sonido del viento


bajo los tilos». Debido al
frecuente tiempo lluvioso de la zona
irlandesa de Belfast, Lewis y su

hermano dedicaron muchas horas en su


nueva casa a dibujar y escribir

cuentos: «...teníamos siempre lápices,


papel, tiza y cajas de pintura, y este

encerramiento repetido nos daba ocasión


y estímulo para desarrollar el

hábito de imaginación creativa... juntos


creamos el país imaginario de

“Boxen”, que proliferó enormemente y


llegó a ser nuestro solaz y alegría
durante muchos años». Lewis empezaba a
desarrollar la imaginación y la

habilidad para escribir que caracterizaron


su vida adulta. Entonces su

hermano Warren «fue despachado a un


internado en Inglaterra», y Lewis

se quedó solo durante un largo período de


tiempo. Recordaba que «a la

edad de seis, siete y ocho, viví casi


enteramente en mi imaginación».

Cuando Lewis tenía nueve años, su


mundo acogedor y cómodo se
hundió como en un cataclismo. Primero,
murió su abuelo paterno. Luego,

su madre enfermó gravemente. Después


de consultas con muchos

especialistas, los médicos diagnosticaron


cáncer y recomendaron que fuera

operada. La operación tuvo lugar en la


casa, un suceso no raro entre las

familias irlandesas de clase media. Lewis


recordaba los ruidos y olores, a la

vez que personas que entraban o salían


deprisa de la habitación de su
madre durante la operación. Casi medio
siglo después, recordaba con toda

viveza cómo su padre trató de «que mi


aterrada mente entendiera cosas

que no había concebido antes-. La


enfermedad de la madre, su terrible

operación y después su muerte abrumaron


al pequeño muchacho.

Recordaba que le llevaron al dormitorio


materno para observar su cadáver

y su «dolor se confundía con el terror».

El impacto de esta pérdida, el cambio en


el estado de ánimo de su padre

y el consiguiente cambio en la relación


con sus dos hijos, la depresión y

pesimismo de Lewis por muchos años, y


la «primera experiencia religiosa»

de rezar en vano por la recuperación de su


madre, todos estos

acontecimientos fueron cruciales.

Albert Lewis, muy afectado por la muerte


de su esposa, decidió que no

podía cuidar adecuadamente a sus hijos y


los envió a un internado en
Inglaterra. Los internados (llamados
escuelas públicas) eran entonces, y

son todavía, escuelas privadas,


independientes. Quizás debido a su

temprana edad —nueve años— y porque


asoció el dejar la casa con la

pérdida de su querida madre, Lewis


reaccionó frente a Inglaterra «con un

odio inmediato». Aborreció «el extraño


acento inglés... la monotonía...

millas y millas de tierra sin final, que te


encierran lejos del mar, que te
aprisionan, que te sofocan. Todo estaba
mal; vallas de madera en vez de

muros y cercas de piedra, granjas de


ladrillo rojo en vez de casas de campo

blancas, campos demasiado grandes...


entonces le tomé un odio a

44

Inglaterra que tardé muchos años en


superar» . Los dolorosos sentimientos

de pena y soledad del joven Lewis


pueden ser la causa de que aborreciera

cualquier lugar fuera de la comodidad y


seguridad de su casa y de aquéllos

que se preocupaban por él.

La primera escuela que Albert Lewis


escogió para sus hijos resultó ser

poco afortunada. Lewis la experimentó


como si fuera un infierno. Tenía

sólo unos veinte alumnos. El director —


apodado «Oldie»— los golpeaba

con un bastón y tenía fama de cruel. El


profesorado consistía

principalmente en el director y su hijo e


hija. Lewis describía la crueldad
como «irracional e imprevisible». Su
hermano Warren escribía del

director: «he visto levantar del suelo a un


muchacho de unos doce años

agarrándole por detrás del cuello y


sosteniéndole con el brazo extendido,

como puede hacer con un perro... y


pegarle en las pantorrillas con su

bastón». El padre de un muchacho


denunció ante los tribunales al director

por extrema brutalidad. Al final, la


escuela tuvo que cerrar por falta de
alumnos. El director, después de ser
diagnosticado como psicótico, murió

dos años después. Oldie, pastor de la


Iglesia de Inglaterra, produjo en

Lewis una impresión inolvidable. Medio


siglo después, Lewis tenía

dificultad para perdonarle. Algunos se


han planteado si el director obtenía

placer sexual con su conducta violenta,


pero Lewis lo duda: «hoy en día

todo el mundo habla de sadismo, pero yo


cuestiono si en su crueldad había
algún elemento erótico». Que el director
fuera clérigo no le pasó

inadvertido al joven Lewis.

Pero no todas sus experiencias fueron


negativas. Mirando hacia atrás, se

daba cuenta de que alguna le ayudó a


prepararle para la fe que acabaría

abrazando. Recuerda en su autobiografía:


«la vida en un internado

horrible... enseña a vivir en esperanza.


Incluso en cierto modo en fe;

porque al principio de cada trimestre, el


hogar y las vacaciones están tan

lejos que es tan difícil imaginárselos


como imaginarse el cielo». Lewis

recordaba que iba a la iglesia durante


aquellos años y empezaba «a rezar y

leer la Biblia y a intentar obedecer a mi


conciencia». ¿Qué fue lo que le

impulsó a hacer esto? «Temía por mi


alma; especialmente en ciertas noches

45

de resplandeciente luna llena en aquel


dormitorio sin cortinas» .
Tras el cierre del primer internado, Albert
Lewis envió a su hijo a otro,

Cherburg, en la ciudad de Malvern. Aquí


estuvo bajo la influencia de una

Miss Cowie, la gobernanta, que se


convirtió en su primera madre

subrogada. Parece que ella se dio cuenta


de que Lewis tenía una

sensibilidad fuera de lo normal y que se


sentía aislado y solo. El

correspondió a sus cuidados. Una vez el


director la encontró con Lewis en
sus brazos y, aunque parece que había
cogido a otros muchachos en lo que

éstos consideraban un gesto de afecto


materno, rápidamente la despidió.

Lewis la echó de menos y escribió sobre


ella unos cincuenta años después:

«ningún colegio ha tenido jamás una


gobernanta mejor, más hábil y

reconfortante con los niños enfermos, ni


más alegre y mejor compañera

con el resto. Era una de las personas más


desinteresadas que yo haya
46

conocido. Todos la adorábamos» .

Miss Cowie produjo otro efecto más


profundo en Lewis. Ella «era

totalmente inmadura espiritualmente


hablando» y «daba tumbos» entre

diferentes cultos, que comentaba con él.


Esto provocó una considerable

confusión en el joven de trece años, y su


fe incipiente empezó a flaquear y

finalmente desapareció. «Poco a poco,


inconscientemente, sin intención,
limando todas las asperezas, resquebrajó
toda la red de mis creencias. La

vaguedad, el carácter meramente


especulativo de todo este Ocultismo

47

empezó a extenderse... » .

Los esquemas continuaron


derrumbándose cuando empezó a leer los

clásicos. Lewis recordaba: «en ellos,


especialmente en Virgilio, se me

presentaban un montón de ideas


religiosas; pero todos los profesores y
editores daban por supuesto desde el
principio que estas ideas religiosas

eran pura fantasía... la impresión que yo


saqué era que la religión en

general, aunque totalmente falsa, era una


reacción natural, una especie de

48

absurdo endémico al que la humanidad se


dirigía erróneamente» .

Lewis describió sus años de internado


como tiempos de soledad y

tristeza. Mirando hacia atrás, Lewis era


perfectamente consciente del

efecto negativo que tuvo todo aquello.


«Si los padres de cada generación

siempre, o a menudo, supieran lo que


ocurre en realidad en los colegios de

49

los hijos, la historia de la educación sería


muy distinta» . Recordaba a un

instructor que infundía en sus alumnos


«el deseo de brillar, de

fanfarronear, de distinguirse, el deseo de


estar en el candelero» e inducía a
Lewis «a trabajar con gran interés para
convertirme en un mentecato, en

un grosero, en un “snob”».

A Lewis no le gustaba en qué se estaba


convirtiendo, ni le gustaba lo

que veía que estaba ocurriendo con los


jóvenes que le rodeaban. «Nunca he

visto una comunidad tan competitiva, tan


llena de “snobismo” y

servilismo, una clase dirigente tan egoísta


y con tanta conciencia de clase,

o un proletariado tan servil, tan falto de


cualquier tipo de solidaridad y

50

sentido del honor corporativo» . El


ambiente favorecía el orgullo y la

arrogancia y la tendencia a mirar a los


demás desde arriba. Escribía

muchos años después: «durante los


últimos treinta años, más o menos,

Inglaterra se ha llenado de una


intelectualidad amarga, truculenta,

escéptica, carente de sentimientos y


cínica. Gran parte de ella estuvo en
colegios privados, y creo que a muy
pocos les gustó». Lewis añadía que

aquéllos que defienden esos colegios


dirán que ésos son los casos en los que

el «sistema fracasó; no se les pateó,


escarneció, azotó y humilló lo

51

suficiente» .

Finalmente, el padre de Lewis decidió


que a su hijo le iría mejor

estudiar con un tutor privado que en un


internado. Como explicaba en una
carta al hermano de Lewis: «en una
palabra, todo es un fracaso, que debe

terminar. Sus canas me desagradan...


creo... que lo mejor que puedo hacer

es enviarle a “Kirk” después del próximo


trimestre».

William T. Kirkpatrick, director de


colegio jubilado que en su tiempo

dio clases al padre de Lewis, daba ahora


clases particulares de preparación

para la universidad. Lewis estuvo los dos


años y medio siguientes
estudiando bajo «el Gran Knock», como
le llamaba, años que resultaron ser

los más formativos y felices de su vida.


Pasó muchas horas del día metido

en libros de su propia elección. Cada


tarde era libre «para leer, escribir, o

52

vagar por los bosques dorados y valles de


este país» .

En estas horas de ocio descubrió Lewis a


George MacDonald, autor que

produjo un impacto profundo en él y en


sus escritos. «Nunca he ocultado

el hecho de que le considero como mi


maestro; en verdad me imagino que

nunca he escrito un libro en el que no


mencione palabras suyas», escribió

Lewis treinta años después. El libro que


le hizo descubrir a MacDonald,

Phantastes, «tenía una especie de fresca


inocencia matinal... Lo que de

hecho hizo conmigo fue convertirme,


incluso bautizar... mi

53
imaginación» . Lewis no se dio cuenta
entonces de que MacDonald estaba

escribiendo sobre la cosmovisión


espiritual que él, Lewis, adoptaría unos

quince años después.

Kirkpatrick, ateo militante y dedicado a la


lógica, enseñó a Lewis a

pensar críticamente y según las estrictas


reglas de la lógica. Bajo el «Gran

Knock», Lewis desarrolló hábitos de


trabajo que conservó el resto de su

vida. Insistía, sin embargo, en que


Kirkpatrick no imponía el ateísmo a sus

alumnos: «el lector recordará que mi


propio ateísmo y pesimismo ya

estaban totalmente formados antes de que


fuera a Bookham. Allí sólo

obtuve munición de refresco para


defender una posición previamente

elegida. E incluso esto lo obtuve


indirectamente, a través de sus

54

pensamientos, o por mi cuenta, leyendo


sus libros» . Lewis consideró a
Kirkpatrick uno de sus mayores
profesores y siempre hablaba de él con

afecto: «la deuda que tengo con él es


inmensa, mi respeto no ha

55

disminuido nada hasta el día de hoy» .

Lewis v el Gran Knock basaban su


ateísmo en estudios antropológicos

tales como rama dorada de Frazer. Lewis


consideraba que «todas las

religiones, es decir todas las mitologías,


por darles el nombre apropiado,
son inventos del propio hombre». Creía
Lewis que el Nuevo Testamento

era como otros mitos paganos relativos a


un dios que viene a la tierra,

muere y resucita de nuevo. Expresó sus


puntos de vista en una carta escrita

en este tiempo a su amigo Arthur


Greeves: «...grandes hombres fueron

considerados como dioses después de su


muerte, tales como Hércules u

Odín: así, después de la muerte de un


filósofo hebreo, Yeshua (cuyo
nombre hemos corrompido por el de
Jesús), éste llegó a ser visto como

dios, brotó un culto... y de esta forma


nació el Cristianismo, una mitología

entre muchas... Naturalmente en cada


época hay supersticiones que se han

apoderado del vulgo, pero en cada época


la gente culta y que piensa se ha

56

mantenido al margen...» .

Lewis fue a Oxford el 4 de diciembre de


1916 para hacer un examen de
ingreso en clásicas. Fue aprobado por el
University College. Tenía que

pasar otra serie de exámenes llamados


«Responsions» antes de ser

admitido, pero suspendió la parte de


matemáticas de aquel examen.

Afortunadamente, se le permitió entrar en


Oxford para pasar al Ejército

por la vía del Cuerpo de Entrenamiento


de Oficiales. (Aunque nunca

aprobó el examen de matemáticas, se le


permitió volver a Oxford después
de su servicio en la guerra, porque los ex-
combatientes quedaron entonces

exentos de ese requisito). Durante su


curso de entrenamiento de oficial, su

compañero de habitación fue un joven


llamado Edward «Paddy» Moore.

Lewis y Paddy se hicieron muy amigos y


cada uno prometió que, si caía en

la guerra, el otro cuidaría de su


progenitor.

Lewis llegó a las trincheras el día que


cumplía diecinueve años. El
terror de ver amigos masacrados, heridos
por metralla y hospitalizados,

provocó que Lewis reviviera estas


escenas en sueños repetitivos durante

años. Sin embargo, escribió poco sobre


sus experiencias de la guerra. Quizá

le provocaban demasiada ansiedad.


Tendía a veces a quitar importancia a

algunas: «no vale la pena contar, a menos


que sea como un chiste, cómo

“capturé” unos sesenta prisioneros, es


decir, descubrí con gran alivio que
aquella multitud de figuras en uniforme
de campaña, que de repente

57

aparecieron de no se sabe dónde, todas


tenían las manos en alto» .

Pero Paddy murió en acción. Lewis


recordó su promesa y la tomó en

serio. Se trasladó a vivir con la señora


Moore y su hija. Ayudó a llevar la

casa en infinidad de pequeñas tareas y


contribuyó a pagar el alquiler. La

señora Moore, unos treinta años mayor


que Lewis, se convirtió en su

madre adoptiva. Algunos biógrafos han


aventurado que Lewis y ella fueron

amantes, pero las pruebas desbaratan esa


idea. En sus cartas, Lewis deja

clara sin lugar a dudas su relación de hijo-


madre: «ella es la señora mayor

que llamo mi madre y con la que vivo»;


«en realidad es la madre de mi

58

59

60
amigo» ; «mi madre enferma» ; «mi
anciana madre» .

Tras la muerte de la señora Moore, Lewis


continuó refiriéndose a ella

en estos términos: «ha habido un gran


cambio en mi vida debido a la

muerte de la anciana señora a quien


llamaba mi madre. Murió sin dolores

aparentes después de muchos meses de


existencia semiconsciente, y sería

61

una hipocresía pretender que fue una


desgracia para nosotros» . George

Sayer, alumno y luego buen amigo y


biógrafo, describía la relación con la

madre de Paddy tal como la observó: «la


relación de Jack con la señora

Moore... era una mezcla de gratitud por


su amabilidad maternal y generosa

hospitalidad, de compasión por ella como


madre de su mejor amigo del

tiempo de guerra, y del compromiso que


había hecho de cuidarla si Paddy

62
resultaba muerto» .

En 1919, Lewis regresó a Oxford, donde


viviría los siguientes treinta y

cinco años. En el primer año publicó su


primer libro Spirits in Bondage,

una colección de poemas que malvendió.


Cuando terminó sus estudios,

enseñó filosofía por un año y luego, en


1925, fue elegido para un puesto de

literatura inglesa en el Magdalen College


de Oxford. El resto es historia.

* * *
Las primeras experiencias vitales de
Freud y Lewis muestran un

paralelismo asombroso. Cuando eran


jóvenes, poseyeron dotes

intelectuales que prefiguraban el


profundo impacto que producirían de

adultos. Ambos sufrieron pronto pérdidas


importantes en sus vidas.

Tuvieron difíciles relaciones paternas,


llenas de conflictos. Los dos

recibieron una instrucción temprana en la


fe de su familia y reconocieron
haber aceptado nominalmente esa fe.
Ambos desecharon su temprano

sistema de creencias y se hicieron ateos


en la juventud. Ambos leyeron

autores que les indujeron a rechazar las


creencias nominales de su infancia:

Freud fue muy influenciado por


Feuerbach y los numerosos científicos
con

los que estudió en su época de estudiante;


y Lewis por sus profesores, que

le dieron la impresión de que «las ideas


religiosas eran pura fantasía... una
especie de absurdo endémico».

Lewis, sin embargo, acabó rechazando el


ateísmo y adoptó la mismísima

visión que antes pensó que era un


sinsentido. ¿Cómo explicó él este

cambio tan radical? ¿Cuál fue la causa de


que Freud siguiera rechazando la

rica herencia espiritual de su familia y


permaneciera ateo?

EL CREADOR

¿Hay una inteligencia por encima del


Universo?

Cuando era ateo, Lewis estaba de acuerdo


con Freud en que el universo

es lo único que existe: simplemente un


accidente que ocurrió y nada más.

Pero Lewis acabó preguntándose si su


increíble inmensidad, su precisión y

orden, y su enorme complejidad


reflejaban una cierta Inteligencia. ¿Hay

Alguien por encima del universo, que lo


creó?

Freud contesta a esta «la más importante


pregunta» con un

contundente: «¡No!» La idea misma de


«un superhombre idealizado» en el

cielo —utilizando una frase de Freud—


es «tan claramente infantil y tan

extraña a la realidad, que... es doloroso


pensar que la gran mayoría de los

mortales nunca superarán esta visión de la


vida». Predijo, sin embargo, que

en la medida en que las masas fueran


teniendo más educación, se irían

63
«apartando» de «las fábulas religiosas» .
«El mundo no es una guardería»,

recuerda, y nos aconseja vivamente


afrontar la dura realidad de que

estamos solos en el universo. En una


palabra, grita: «¡Crece!»

Lewis, después de cambiar su


cosmovisión, contesta con un

contundente: «¡Sí!» Afirma que el


universo está lleno de postes

«indicadores» como los «cielos


estrellados encima y la ley moral dentro»

frase de Emmanuel Kant— que señalan
con inconfundible claridad hacia

aquella Inteligencia. Lewis nos aconseja


abrir los ojos, mirar alrededor y

entender lo que vemos. En síntesis, Lewis


grita: «¡Despierta!» Tanto Freud

como Lewis dan respuestas contundentes,


claras, inequívocas y

mutuamente excluyentes.

* * *

En sus obras, en su autobiografía y en las


cartas escritas a lo largo de su
vida, Freud se auto-titula como «un
materialista», «un ateo», «un médico

sin dios», «un infiel» y «un descreído».


Cuando tenía ochenta y dos años,

uno antes de morir, escribió una carta al


historiador Charles Singer, en la

que afirmaba: «ni en mi vida privada ni


en mis escritos he ocultado mi

64

escepticismo total» . Freud parece


haberse olvidado de que dudó una vez,

en aquella carta a Silberstein, pero


aquello no fue más que un breve

episodio de estudiante, que pasó


rápidamente.

En sus escritos filosóficos, Freud no


divide a la gente en categorías

psiquiátricas, sino en «creyentes» y «no-


creyentes». Bajo los segundos

incluye a todos los que se llaman a sí


mismos materialistas, buscadores,

agnósticos y ateos; como creyentes define


todo un espectro que abarca

desde los que se limitan a asentir


intelectualmente a que haya un cierto Ser

Sobrenatural hasta los que, como Lewis,


describen una experiencia

espiritual transformadora que revoluciona


sus vidas y les convierte

literalmente en «nuevas criaturas».

Freud llama «científica» a su


cosmovisión, debido a su premisa de que
el

conocimiento sólo proviene de la


investigación. Naturalmente, esta

premisa básica no se puede basar en la


investigación científica. Más bien,

es un presupuesto filosófico que no puede


ser probado. Uno sólo puede

asumir que todo conocimiento proviene


de la «investigación» y que el «no-

conocimiento» procede «de la


revelación».

Freud parece darse cuenta que no se


puede lógicamente probar una

negación: no puede probar que Dios no


existe. La única defensa real de su

cosmovisión es desacreditar su
alternativa. Así, Freud se empeñó en un

ataque sistemático y sostenido a la


cosmovisión espiritual. La atacó a golpes

de mazo. Escribió que las «noticias de


milagros... contradecían todo lo que

la sobria observación había enseñado, y


harto dejaban traslucir el influjo

65

de la fantasía humana» . Afirmaba que las


Escrituras «están llenas de

contradicciones, revisiones y
falsificaciones»; decía que ninguna
persona

inteligente puede aceptar los «absurdos»


y «cuentos de hadas» de los

creyentes.

Escribió que las doctrinas religiosas


«llevan el sello de las épocas en que

66

nacieron, la infancia de la humanidad


todavía ignorante» , que la doctrina

concreta de que «el universo fue creado


por un ser que parecía un hombre,

pero magnificado en todos los aspectos...


un superman idealizado... refleja

la grosera ignorancia de los pueblos


primitivos».

Describía la cosmovisión espiritual como


algo que consistía «en

deformar delirantemente la imagen del


mundo real..., imponiendo por la

67

fuerza al hombre la fijación a un


infantilismo psíquico» . Escribió que «las

religiones de la humanidad deben ser


consideradas como delirios
colectivos», y se refería a la religión
como «la obsesiva neurosis universal

68

de la humanidad» . Se preguntaba si
«Jesucristo... no es una creación

69

mitológica» o simplemente «una criatura


corriente engañada». En una

carta a Oskar Pfister, amigo y clérigo,


Freud se refería a las enseñanzas de

Jesús como «psicológicamente


imposibles e inútiles para nuestras vidas»
y

70

concluía: «yo no doy valor alguno a la


“imitación de Cristo” » . Freud se

refería aquí al famoso e influyente libro


La Imitación de Cristo, que se cree

fue escrito por Tomás de Kempis entre


1390 y 1440, en el que se anima a

los lectores a seguir el ejemplo de


Jesucristo en la negación de uno mismo

y en el amor a los demás.

* * *
Durante los treinta primeros años de su
vida, Lewis compartió el

ateísmo de Freud. Su materialismo tomó


forma definitiva poco después de

comenzar la juventud. Anteriormente


participaba en las prácticas

religiosas tradicionales, cumpliendo con


su familia y con el reglamento de

los internados en los que estuvo. La


capilla obligatoria era una

«oportunidad para los ensueños». En su


autobiografía, recordaba que «las
experiencias religiosas no se produjeron
jamás... me enseñaban las cosas

normales, me hacían rezar mis oraciones


y a su debido tiempo me llevaron

a la iglesia». Pero Lewis se encontraba


aburrido y desinteresado. Siguió

mecánicamente esta forma de


religiosidad, «sin haber puesto mucho

71

interés en ello» .

Las experiencias en el internado borraron


gradualmente todos los
vestigios de su religiosidad infantil. «Yo
creo en no Dios», escribió Lewis

en una carta a su amigo Arthur Greeves,


cuando ambos tenían cerca de

veinte años. Ya en aquella temprana edad,


Lewis se expresaba con sencillez

y claridad.

Una década después, siendo profesor en


Oxford, experimentó un

cambio radical: un cambio del ateísmo a


la fe basada en el Antiguo y

Nuevo Testamento. Por una serie de


discusiones con colegas cuya

inteligencia admiraba mucho y por la


lectura de ciertos autores a lo largo

de un período de muchos años, Lewis


llegó a una firme creencia, no sólo

en un Creador del universo, sino también


a la creencia de que el Creador

se había metido en la historia de la


humanidad.

En la introducción de su libro más


ampliamente leído, Lewis describía

su cosmovisión en diez palabras: «hay un


sólo Dios y... Jesucristo es Su

único Hijo». Más adelante, da más


detalles. Escribió que toda la humanidad

puede dividirse en «la mayoría, que cree


en una clase de Dios o dioses, y la

minoría que no cree».

Añadía Lewis que, entre los creyentes,


existe otra división: un grupo,

los hinduistas, creen que «Dios está más


allá del bien y del mal»; el otro

grupo, los judíos, musulmanes y


cristianos, creen que «Dios es
definitivamente “bueno” o “justo”, un
Dios que toma partido, que ama el

amor y rechaza el odio». La cosmovisión


bíblica afirma «que Dios hizo el

mundo... el espacio y el tiempo, el calor y


el frío, y todos los colores y

sabores, y todos los animales y


vegetales...», «pero también piensa que
hay

muchas cosas que han ido mal en este


mundo que Dios creó y que Dios

insiste, e insiste en voz muy alta, en que


volvamos a enderezarlas».
Pero Dios no era el único ser
sobrenatural. Había también «un Poder

Oscuro en el universo... el Poder detrás de


la muerte, la enfermedad y el

pecado... [que] fue creado por Dios y


[que] era bueno cuando fue creado, y

que fue por mal camino». Lewis afirmaba


que este Poder de las Tinieblas es

«el príncipe de este mundo» y ahora


vivimos en «territorio ocupado por el

enemigo».

¿Por qué un Dios bueno y omnipotente


iba a hacer un mundo que podía

ir, y fue, tan mal? «Dios creó seres con


libre voluntad... y el libre albedrío,

aunque haga posible el mal, es también lo


único que hace que el amor o la

alegría merezcan la pena tenerse». El


abuso de esta libertad, sin embargo,

ha hecho que la raza humana sea un


horror para Dios y para sí misma. El

resultado es la historia humana, con su


esclavitud, guerras, prostitución y

pobreza, «la larga y terrible historia del


hombre intentando encontrar otra

cosa fuera de Dios que lo haga feliz».

Lewis describe cómo Dios ha intervenido


repetidamente en nuestras

vidas. «En primer lugar, nos dejó la


conciencia, el sentido del bien y el

mal: a lo largo de la historia ha habido


individuos que han intentado...

obedecerlo. Ninguno de ellos lo


consiguió del todo». Segundo, Dios dio al

género humano narraciones «esparcidas


por todas las religiones paganas
acerca de un dios que muere y vuelve de
nuevo a la vida y que, por medio

de su muerte, ha dado de algún modo


nueva vida a los hombres». Tercero,

Dios eligió a un pueblo particular —los


judíos— instruyéndoles en la clase

de Dios que era: «que sólo había uno


como Él y que le interesaba la buena

conducta». Las Escrituras hebreas


recogen este período de instrucción.

Entonces sucedió algo sorprendente.


«Entre estos judíos aparece de
pronto un hombre que va por ahí
hablando como si Él fuera Dios». Lewis

escribió que si este hombre hubiera


aparecido entre los hinduistas u otros

panteístas, donde la gente dice a menudo


que son uno con Dios o una parte

de Dios, podríamos comprender su


pretensión. Pero este hombre era un

judío, para el que Dios «significaba el Ser


aparte del mundo que Él había

creado». Lewis argüía que en este


contexto la pretensión de este hombre de
ser Dios «era lo más impresionante que
jamás haya sido pronunciado por

ningún ser humano».

* * *

Freud quedó menos sorprendido. Ofrece


dos argumentos principales

contra la existencia de una Inteligencia


por encima del universo: uno, el

argumento psicológico relativo al


cumplimiento de los deseos, y dos, el

argumento relativo al sufrimiento


humano. Ambos argumentos prevalecen
en nuestra cultura actual. Al argumento
psicológico, ya usado mucho antes

que Freud, le dio un giro innovador. El


del sufrimiento humano apenas fue

un argumento nuevo; de hecho, durante


siglos ha sido el mayor obstáculo

para la fe tanto de creyentes como de no


creyentes. También fue bien

empleado por Freud.

Su argumento psicológico contra la


cosmovisión espiritual se apoya en

la noción de que todas las ideas religiosas


están enraizadas en deseos muy

asentados y son por tanto ilusiones: falsas


creencias. Escribe en su

ampliamente leído El porvenir de una


ilusión: «nos decimos que sería muy

bello que hubiera un dios creador del


mundo y providencia bondadosa, un

orden moral universal y una vida de


ultratumba; pero encontramos harto

72

singular que todo suceda así tan a medida


de nuestros deseos» . Por eso
Freud concluye que creer en Dios es
meramente una proyección de deseos

poderosos y necesidades internas.


Escribe: «...las ideas religiosas, que nos

son presentadas como dogmas... son


ilusiones, realizaciones de los deseos

más antiguos, intensos y apremiantes de


la Humanidad. El secreto de su

73

fuerza está en la fuerza de estos deseos» .

Admite Freud que muchos antes que él


reconocieron y escribieron
sobre este argumento, especialmente el
filósofo alemán Ludwig Feuerbach.

«No he dicho nada que antes no haya sido


ya sostenido más acabadamente

y con mayor fuerza por otros hombres


mejores que yo». Freud lo admite

modestamente. Entonces confiesa que sus


«nombres no habré de citar, por

ser de sobra conocidos, y además para


que no se crea que intento incluirme

74

entre ellos» .
Muchos estudiosos han reconocido que el
argumento de Freud refleja la

forma de pensar de varios escritores de la


Ilustración... principalmente

75

Voltaire, Diderot y Darwin, además de


Feuerbach . En una carta a Freud,

el clérigo suizo Oskar Pfister argumentó


que el materialismo era

simplemente otra religión y que «su


sustituto para la religión es

esencialmente el pensamiento de la
Ilustración del siglo XVIII, renovado y

76

modernizado en forma soberbia» .

En El porvenir de una ilusión, Freud


afirma con algo menos de

modestia, pero con más detalle, que «lo


único que he hecho —la sola

novedad de mi exposición— es haber


agregado a la crítica de mis grandes

77

predecesores cierta base psicológica» .


Muchos escritores antes de él
expresaron que Dios era una proyección
de las necesidades y deseos

humanos. Lo que Freud llevó a cabo fue


identificar dichos deseos de forma

muy específica.

Afirma Freud que los deseos


profundamente asentados que
proyectamos

en nuestra idea de Dios proceden de la


infancia temprana. El primero de

ellos es un sentimiento de desamparo que


se arrastra hasta la edad adulta.
Escribe Freud: «la religiosidad se refiere,
biológicamente, a la impotencia y

78

a la necesidad de protección del niño


durante largos años» . Argumenta

que todos compartimos un deseo poco


consciente, pero muy fuerte, de la

protección de nuestros padres, sobre todo


del padre.

Cuando nos hacemos adultos, aún nos


sentimos desamparados cuando

nos enfrentamos con las grandes fuerzas


de la vida y así evocamos una

figura como la de quien nos protegió de


niños. «El psicoanálisis», escribía

Freud en su trabajo de 1910 sobre


Leonardo da Vinci, «nos ha mostrado

que el Dios personal no es,


psicológicamente, sino una superación
del

padre, revelándonos innumerables casos


de sujetos jóvenes que pierden la

79

fe religiosa en cuanto cae por tierra la


autoridad paterna» .

Tres años después, escribió en Tótem y


tabú que «la investigación

psicoanalítica del individuo nos ha


evidenciado que él mismo concibe a

Dios a imagen y semejanza de su padre


carnal, que su actitud personal con

respecto a Dios depende de la que abriga


con relación a dicha persona

80

terrenal y que, en el fondo, no es Dios


sino una sublimación del padre» . Y
veinte años después, en El malestar en la
cultura, escribe: «en cuanto a las

necesidades religiosas, considero


irrefutable su derivación del desamparo

infantil y de la nostalgia del padre que


aquél suscita ... El hombre común

no puede representarse esta Providencia


sino bajo la forma de un padre

grandiosamente exaltado». Freud observó


que «ese Dios Creador es

llamado directamente Padre» y afirmaba


que «el psicoanálisis infiere que es
de hecho el padre, tan grandioso como le
apareció otrora al niño

81

pequeño» .

Freud insistía en que la relación personal


con Dios depende

enteramente de la relación que haya


tenido uno con su padre. Como

explicaba: «la misma persona a la que el


niño debe su existencia, el padre

(dicho de manera más correcta: la


instancia parental compuesta de padre y
madre), protegió y cuidó también al niño
endeble, desvalido, expuesto a

todos los peligros que acechan en el


mundo exterior; y él, bajo su tutela, se

82

sentía seguro» .

Explicaba que cuando un niño crece «se


sabe por cierto en posesión de

fuerzas mayores, pero también ha crecido


su noción de los peligros de la

vida, y con derecho infiere que en el


fondo permanece tan desvalido y
desprotegido como en la infancia, y frente
al mundo sigue siendo un niño».

Como adulto plagado de sentimientos de


impotencia, no «gusta de

renunciar a la protección de que gozó


cuando niño». Tiene impresa la

«imagen mnémica del padre de la


infancia, a quien sobrestimaba tanto, lo

erige en divinidad y lo sitúa en el presente


y en la realidad objetiva». Freud

concluía que «la intensidad afectiva de


esta imagen... y su no extinguida
83

necesidad de protección son las


portadoras de su creencia en Dios» .

En El porvenir de una ilusión, Freud


señalaba que la madre se convierte

en «la primera protección contra los


peligros que nos amenazan desde el

mundo exterior, en la primera protección


contra la angustia, podríamos

84

decir» . Pero entonces ocurre un cambio:


«sin embargo, la madre no tarda
en ser sustituida en esta función por el
padre, más fuerte, que la conserva

ya a través de toda la infancia. Pero la


relación del niño con el padre

entraña una singular ambivalencia. En la


primera fase de las relaciones del

niño con la madre, el padre constituía un


peligro y, en consecuencia,

inspiraba tanto temor como cariño y


admiración». Freud afirmaba que

«todas las religiones muestran


profundamente impresos los signos de
esta
ambivalencia de la relación con el padre...
y cuando el individuo en

maduración advierte que está


predestinado a seguir siendo siempre un

niño necesitado de protección contra los


temibles poderes exteriores,

85

presta a tal instancia protectora los rasgos


de la figura paterna» . Así, Dios

es descrito a menudo como alguien que


debe ser temido y amado a la vez.

Freud escribió que el individuo crea para


sí «sus dioses a los que, sin

embargo de temerlos, encargará de su


protección». En resumen, «la

defensa contra la indefensión infantil


presta a la reacción ante la

impotencia que el adulto ha de reconocer,


o sea, precisamente a la génesis

de la religión, sus rasgos característicos».

Así Freud afirma que poseemos unos


intensos deseos, profundamente

arraigados, que forman la base de nuestro


concepto de Dios y de nuestra
creencia en él. No nos crea él a su
imagen; nosotros creamos a Dios según

la imagen de nuestros padres... o, más


exactamente, según la imagen

infantil de nuestro padre. Dios existe sólo


en nuestras mentes. Freud no

puede menos que aconsejarnos crecer y


dejarnos de «cuentos de hadas de

religión».

* * *

C. S. Lewis replicó al argumento


freudiano de la satisfacción de deseos
con la afirmación de que la cosmovisión
bíblica incluye una gran cantidad

de desesperación y dolor y no es
ciertamente algo que uno desearía.

Argumenta que la comprensión de esta


visión comienza con darse cuenta

de que se tiene un gran problema, de que


se ha transgredido la ley moral y

se necesita perdón y reconciliación.


Escribía que esta cosmovisión empieza

a tener sentido sólo «después de que os


habéis dado cuenta de que hay una
verdadera Ley Moral, y un Poder detrás
de esa Ley, y que habéis infringido

86

esa Ley y os habéis puesto a mal con ese


Poder» . Sólo después de que nos

hayamos dado cuenta de que nuestra


posición es «casi desesperada»,

empezamos a comprender las Escrituras.


Aunque esta fe bíblica es

«indeciblemente consoladora», escribía


Lewis, «no empieza con consuelo;

empieza con el desaliento». Y «no sirve


de nada pasar al consuelo sin haber

pasado antes por el desaliento».

Hasta que no se experimenta el desaliento


de darse cuenta de cuán

cortos nos quedamos al cumplir con los


estándares del Creador y cuánto

tenemos que cambiar, no se experimenta


el consuelo de creer. Lewis

escribía que en la fe «como en la guerra y


en todo lo demás, el consuelo es

lo único que no se puede obtener


buscándolo. Si buscáis la verdad, puede
que encontréis el consuelo al final. Si
buscáis el consuelo no obtendréis ni

el consuelo ni la verdad... sólo palabrerías


y creencias deseadas para

87

empezar y, al final, desconsuelo» .

Añade Lewis que cualquier intento de


vivir esta particular cosmovisión

incluye también dolor, y ciertamente esto


no es algo que uno desearía. En

El problema del dolor, señala que el


proceso de «conceder al deseo propio
lo que hemos reclamado como tal durante
tanto tiempo, es en sí mismo

extraordinariamente doloroso. Rendirse al


deseo propio inflamado e

88

hinchado con años de usurpación es una


especie de muerte» .

Además, Lewis hace notar astutamente


que el argumento freudiano

procede de sus observaciones clínicas de


que los sentimientos del niño

hacia el padre están siempre


caracterizados por una «particular

ambivalencia: es decir, unos sentimientos


fuertemente positivos y

fuertemente negativos, pero si las


observaciones de Freud son verdad, estos

deseos ambivalentes no pueden funcionar


en ambos sentidos. La parte

negativa de la ambivalencia ¿no indica


que el deseo de que Dios no exista

es tan fuerte como el deseo de que sí


exista?»

Lewis descubrió que así había ocurrido en


su propia vida. En la

autobiografía advierte que como ateo su


deseo más fuerte era que Dios no

existiera. Necesitaba que nadie


interfiriera en su vida. «Ninguna palabra
de

mi vocabulario expresaba mejor el horror


que la palabra intromisión»,

escribió en Cautivado por la alegría.


Descubrió que era profundamente

consciente de que el Antiguo y el Nuevo


Testamento «se centraban en
89

torno a lo que me parecía entonces un


Entrometido trascendental» . El

ateísmo le atraía a Lewis porque


satisfacía su deseo profundamente

arraigado de que le dejaran solo. Afirma


Lewis que las observaciones

clínicas de Freud nos dicen algo sobre


nuestros pensamientos y

sentimientos, pero que esos sentimientos


pueden implicar un deseo a favor

o un deseo en contra de la existencia de


Dios. Freud no fue consecuente

con sus propias observaciones.

Lewis da un paso adelante en su


argumento. No sólo el deseo de algo no

descarta la existencia del objeto deseado,


sino que puede ser en sí mismo la

prueba a favor de su existencia. En su


propia vida, experimentó

periódicamente un deseo profundo que


llamaba «alegría» y que terminó

por concluir que se trataba de un deseo de


relacionarse con el Creador.
Lewis apunta que habitualmente tenemos
deseos de cosas que existen.

Afirma que «las criaturas no nacen con


deseos a menos que exista la

satisfacción de esos deseos. Un niño


recién nacido siente hambre: bien,

existe algo llamado comida. Un patito


quiere nadar: bien, existe algo

llamado agua. Los hombres sienten deseo


sexual: bien, existe algo llamado

90

sexo» . Entonces deduce que todos


tenemos un deseo muy profundamente

arraigado, una tendencia, orientada hacia


una relación con el Creador y

hacia una existencia más allá de esta vida,


aunque a menudo la

confundamos con otra cosa.


Investigaciones recientes realizadas por

neurólogos añaden a esto una vuelta de


tuerca. Existen pruebas de que el

91

cerebro humano está «cableado»


(programado genéticamente) para creer .
Si esto es verdad, el que tal programación
refleje una Inteligencia más allá

del universo, dependerá de la


cosmovisión de cada uno. Como afirma

Lewis, lo que aprendemos de la


experiencia «depende del género de

92

filosofía con que afrontamos la


experiencia» .

Escribe Lewis: «si encuentro en mí


mismo un deseo que nada en este

mundo puede satisfacer, la explicación


más probable es que fui hecho para

otro mundo». Continúa: «si ninguno de


mis placeres terrenales lo satisface,

eso no demuestra que el universo es un


fraude. Probablemente los placeres

terrenos nunca estuvieron destinados a


satisfacerlos, sino sólo a excitarlos,

a sugerir lo auténtico. Si eso es así, debo


cuidarme, por un lado, de no

despreciar nunca, o desagradecer, estas


bendiciones terrenales, y por otro,

no confundirlos con aquello otro de lo


cual estos son una especie de copia,

o eco, o espejismo».

Relaciona este deseo con el fin que


damos a nuestra vida: «debo

mantener vivo en mí mismo el deseo de


mi verdadero país, que no

encontraré hasta después de mi muerte;


jamás debo dejar que se oculte o se

haga a un lado; debo hacer que el


principal objetivo de mi vida sea seguir

93

el rumbo que me lleve a ese país y ayudar


a los demás a hacer lo mismo» .

En breve: «un éxtasis inasequible se ha


estado cerniendo durante

nuestra vida fuera del alcance de la


conciencia. Se acerca el día en que

despertaremos para descubrir que lo


hemos alcanzado contra toda

esperanza, o para darnos cuenta, por el


contrario, de que, habiéndolo

94

tenido a nuestro alcance, lo hemos


perdido para siempre» .
Freud reconocía en sí mismo un deseo
similar. Utilizaba la palabra

alemana Sehnsucht, la misma palabra que


Lewis usaba para describir la

95

añoranza . En un trabajo publicado en


1899, Freud describía una

«nostalgia» que le perseguía toda su vida.


Asociaba esta nostalgia con el

deseo de pasear por el bosque con su


padre, como hacía de niño. Escribe:

«ahora opino que nunca me abandonó la


añoranza de los hermosos

bosques del solar natal, a los que solía


escapar de mi padre apenas pude

96

caminar» .

* * *

Clínicamente he observado que todos


tenemos algún conflicto con

nuestros padres y por tanto cierta


ambivalencia hacia la autoridad. Las

diferencias son de grado y no de


naturaleza. Recordad lo que Freud decía
sobre la actitud de un niño hacia su padre:
«le teme no menos que le desea

y admira». Puede que Freud tenga razón


en que estos primeros

sentimientos hacia la autoridad paterna


influyan en el concepto de Dios y

en la actitud hacia él. Ya de adultos


pueden determinar si permanecemos

abiertos, o desconfiados y cerrados, a la


mera posibilidad de una Autoridad

Ultima. El ateísmo de Freud, y el que


Lewis adoptó durante la primera
mitad de su vida, pueden explicarse en
parte sobre la base de los primeros

sentimientos negativos hacia el padre. Un


conjunto considerable de

pruebas corrobora esta idea. Tanto Freud


como Lewis describen fuertes

sentimientos negativos hacia su padre


cuando eran niños —sentimientos

sobre los que escribieron a menudo ya de


adultos— y ambos además

asocian a su padre con la cosmovisión


espiritual que rechazaron de
jóvenes.

El padre de Freud era ya abuelo cuando


se casó con la madre de Freud,

su tercera esposa. Freud siempre se sintió


considerablemente más cercano

a su joven madre que a su padre, bastante


más viejo. En su autoanálisis

Freud descubrió sentimientos de intensa


envidia y rivalidad hacia el padre.

Los reveses económicos de éste no


ayudaron nada. El hijo alcanzó grandes

éxitos, pero consideró a su padre un


fracasado. Cuando tenía casi sesenta

años, Freud escribió un artículo que


refleja sus experiencias de colegial y

describe la relación de un chico con su


padre de una forma que claramente

es reflejo de su propia experiencia. «En la


segunda mitad de la infancia se

prepara un cambio de esta relación con el


padre, cambio cuya magnitud no

es posible exagerar... Comprueba que el


padre ya no es el más poderoso, el

más sabio, el más acaudalado de los


seres; comienza a dejar de estar

conforme con él, aprende a criticarle y a


situarle en la escala social, y suele

hacerle pagar muy cara la decepción que


le produjera... se convierte en el

modelo que no solo se querría imitar, sino


también destruir para ocupar su

propia plaza. Las tendencias cariñosas y


hostiles contra el padre subsisten

97

juntas, muchas veces durante toda la


vida...» .
Freud recordaba durante toda su vida el
disgusto y amargo desengaño

que experimentó, siendo un muchacho de


diez años, cuando oyó que su

padre rehusaba defenderse contra los


matones antisemitas que le echaban

de la acera. También asociaba la fe


religiosa con su padre ortodoxo, que

leía la Biblia y hablaba hebreo


perfectamente.

C. S. Lewis también tuvo una relación


con su padre plagada de
conflictos. Después de la pérdida de su
madre cuando tenía nueve años,

describió cómo su padre tenía dificultad


en controlar su genio y «hablaba

locamente y actuaba de forma injusta».


Nunca pudo perdonarle que le

enviara fuera en un momento de


desesperada necesidad emocional. A

partir de los años siguientes, Lewis se fue


sintiendo más extraño a él. En la

autobiografía, describe la deteriorada


relación de ambos, cómo su padre le
irritaba, cómo casi cualquier intento de
hablar de un tema con él

terminaba en una discusión, cómo no fue


a visitarle cuando Lewis, que se

estaba recuperando de las heridas de


guerra, le suplicó que fuera.

Describía a su padre como «patético y


cómico» a la vez. Bastante

después de la muerte de éste, se daba


cuenta de que su conflicto con él fue

más por su culpa que por la de su padre.


En la autobiografía admite: «con la
crueldad de la juventud permitía que me
irritaran algunos rasgos de mi

padre que, entonces, hubiera considerado


como chocheces graciosas en

98

otros hombres mayores» .

Al igual que Freud, Lewis asociaba la


cosmovisión espiritual con su

padre. Éste le animaba a ir a la iglesia y a


ser creyente. Cuando se hizo ateo

en su primera juventud, no sólo no se lo


dijo a su padre; en más de una
ocasión aparentó ser creyente. En su
autobiografía confiesa que «las

relaciones con mi padre ayudan a explicar


uno de los peores actos de mi

vida». Aunque era ateo, se preparó para la


confirmación e hizo su primera

comunión «sin creer en absoluto». En la


autobiografía afirma: «la cobardía

me llevó a la hipocresía y la hipocresía a


la blasfemia... Actuaba de

mentira... me parecía imposible decirle a


mi padre mis verdaderas
opiniones».

Lewis parece ser consciente de cierta


relación entre su ateísmo y los

sentimientos negativos hacia su padre. No


sólo asociaba la cosmovisión

espiritual con su padre, sino que sabía que


su adhesión al ateísmo sería un

desafío para él y le perturbaría. Cuando


éste murió, Lewis sintió

remordimiento por sentirse tan alejado,


tan enfadado y tan impaciente con

él.
Tanto Freud como Lewis, de adultos,
experimentaron gran dificultad

con la autoridad, no sólo con la Ultima


Autoridad, sino con toda autoridad.

En la autobiografía de Freud anota cómo


luchó para desembarazarse de los

últimos restos de «la inocente fe en la


autoridad de la que yo no me había

aún liberado». Menciona cómo trabaja


bien con personas situadas por

debajo de él, pero tiene dificultad con


«los que están en una categoría
99

superior a la mía, o son más que yo en


cualquier otro sentido» . Lewis

también escribe del «odio profundamente


arraigado hacia la autoridad»

que sintió como ateo. Así quizás estos


sentimientos infantiles,

intensamente negativos, de Freud y Lewis


hacia la primera autoridad en

sus vidas provocaron resistencia a la idea


misma de una Ultima Autoridad.

La argumentación de Freud, sin embargo,


no puede explicar con

facilidad cambios de visión. ¿Cómo


superó Lewis su resistencia a creer? Él

lo logró y Freud no. Freud no puede


decirnos por qué.

Igual que muchas de las enseñanzas de


Freud, el gran psiquiatra ofrece

una verdad parcial que soporta su


filosofía, pero omite aspectos cruciales

que cuestionan sus conclusiones. Sus


argumentos eran militantemente

hostiles a la existencia de Dios. Pero su


lógica predecía ambivalencia.

Como reflejo de esta ambivalencia, él


mismo siguió preocupado toda su

vida por la cuestión de la existencia de


Dios. Estaba verdaderamente

preocupado por el «infantil» «cuento de


hadas» de la existencia de Dios.

Esto puede resultar sorprendente para


algunos lectores de Freud, pero es

verdad. La prueba está en sus cartas.

La hija de Freud, Anna, el único hijo que


continuó su trabajo, me dijo
una vez: «si quieres saber cómo era mi
padre, no leas a sus biógrafos, lee

sus cartas». Una lectura cuidadosa de sus


cartas revela cierto material que

causa sorpresa, si no perplejidad.


Primero, Freud hacía citas frecuentes de

la Biblia, tanto del Antiguo como del


Nuevo Testamento. En su

autobiografía, escribe Freud: «mi


temprano ahondamiento en la historia

bíblica... tuvo, como lo advertí mucho


después, un efecto duradero sobre la
100

orientación de mi interés» . Segundo,


cartas escritas durante su vida están

llenas de palabras y frases tales como


«pasé mis exámenes con la ayuda de

Dios»; «si Dios lo quiere»; «con la gracia


de Dios»; «Dios arriba»; «si algún

día nos encontramos arriba»; «en el otro


mundo»; «mi oración secreta». En

una carta a Oskar Pfister, Freud escribe


que Pfister era «un verdadero

siervo de Dios» y estaba «en afortunada


posición de conducir (a otros) a

Dios». ¿Qué significa esto? ¿Podemos


descalificar todo esto como meras

formas de hablar, corrientes en inglés y


en alemán? Sí, si se tratara de

cualquier otro que no fuera Freud. Pero


Freud insistía en que hasta un

desliz de palabra tenía sentido.

Esta preocupación continúa hasta su


último libro, Moisés y la religión

monoteísta, escrito medio siglo después,


cuando ya había cumplido
ochenta años. ¿Por qué? ¿Por qué no
podía poner término a la cuestión? Si

tenía todas las respuestas, ¿por qué


continuaba preocupándole la cuestión

de la existencia de Dios? Lewis podría


decir que nunca podemos

minusvalorar a Dios. Asimismo, no


podemos encontrar descanso hasta que

este deseo tan profundo (experimentado


tanto por Freud como por Lewis)

quede satisfecho.

Algunos de mis estudiantes niegan


dogmáticamente la existencia de

Dios... pero a la vez reconocen que cada


vez que su avión tropieza con una

turbulencia, se encuentran rezando.


Muchas facetas de la vida de Freud

parecen estar de igual forma en


contradicción con su ateísmo. Lewis
decía

que cuando era ateo, su vida también


estaba llena de contradicciones.

Escribe: «en aquel momento yo vivía,


como tantos ateos... en un mar de
contradicciones. Afirmaba que Dios no
existía. Además, estaba muy

enfadado con Dios por no existir.


También estaba enfadado con El por

haber creado un mundo... ¿por qué las


criaturas debían soportar la carga de

101

una existencia, que se les imponía sin su


consentimiento?» . Incluso como

ateo, Lewis se daba cuenta de su


ambivalencia hacia Dios: una parte de él

deseaba desesperadamente que Dios no


existiera, otra parte deseaba

fuertemente su existencia.

* * *

La vida temprana de Lewis se parecía a la


de Freud en algunos aspectos

importantes. Ambos recibieron


instrucción religiosa de niños. Sin

embargo, de adolescentes, se hicieron


ateos declarados. Algo sucedió en

sus mentes de adolescentes muy


inteligentes que les llevó a repudiar su

educación religiosa y a adoptar una


cosmovisión atea. ¿Examinaron

cuidadosamente el fundamento de su fe y
lo encontraron intelectualmente

sin sentido? Cada uno de ellos se enfrentó


con concretas influencias

conscientes en sus entornos académicos,


y con una ambivalencia menos

consciente hacia sus padres y hacia la


autoridad en general.

Para comprender qué sucedió, nos puede


ser útil la clasificación de la fe

religiosa según un esquema desarrollado


por Gordon W. Allport. Utilizó

102

dos categorías: religión extrínseca e


intrínseca . La gente de religión

extrínseca es aquélla cuyas expresiones


de fe están motivadas por la

necesidad de alcanzar un estatus o de ser


aceptados por otros.

Normalmente la fe infantil, motivada por


la necesidad de agradar a los

padres, entra dentro de esta categoría. La


gente de religión intrínseca es
aquélla que interioriza sus creencias de
forma que se convierten en la

primera influencia motivadora de sus


vidas. Muchos de este grupo hablan

de un tiempo concreto en el que llegaron


a la fe; algunos hablan de esa

experiencia como un renacer. La


investigación médica moderna ha

mostrado que la religiosidad extrínseca


puede tener un efecto negativo en

la salud física y psíquica, mientras que la


religiosidad intrínseca tiene a
103

menudo un efecto positivo


científicamente demostrable .

La religiosidad infantil, tanto de Freud


como de Lewis, motivada por el

deseo de agradar a sus padres, sería


considerada extrínseca y fácilmente

erosionada por influencias externas.


Como hemos visto, su rechazo de esta

fe infantil nominal o extrínseca fue


también motivado por factores

externos: ambos se rebelaron contra su


padre. Ambos rechazaron su fe

nominal después de dejar su hogar, Lewis


para ir a un internado y Freud a

la universidad. Ya nunca estuvieron bajo


la autoridad de sus padres. En el

análisis de sus pacientes (y quizás en su


propio análisis), Freud señaló que

los jóvenes pierden sus creencias


religiosas «cuando cae por tierra la

104

autoridad paterna» .

Las obras filosóficas de Freud no se


caracterizan por el tono objetivo,

desapasionado, del clínico o científico.


Por el contrario, muestran un tono

intenso, emocional, discutidor y, a veces,


desesperado y suplicante.

Obviamente Freud siente intensamente


estos temas. Parece estar dispuesto

a destrozar toda posible razón para


aceptar la cosmovisión espiritual.

A veces el ataque de Freud se hace


premeditado y contradictorio. Por

ejemplo, hace la contundente afirmación


de que los creyentes

simplemente no son muy inteligentes y


adolecen de «un intelecto débil».

Freud afirma que «la debilidad mental de


individuos tempranamente

habituados a aceptar sin crítica los


absurdos y las contradicciones de las

105

doctrinas religiosas, no puede ciertamente


extrañarnos» . En verdad,

Freud tenía una pobre opinión de la gente


en general y la consideraba
perezosa, influida no por la razón sino
por sus pasiones. Escribe: «pues las

masas son perezosas e ignorantes... [y se


caracterizan por] la falta de amor

106

al trabajo y la ineficacia de los


argumentos contra las pasiones» . Con
casi

ochenta años, escribió que «pocos


motivos tengo para cambiar mi criterio

107

sobre la naturaleza humana» . Sin


embargo, Freud se daba cuenta de que

muchas de las grandes mentes que


admiraba habían sido hombres de fe.

Consideraba a Newton un genio y le


citaba con frecuencia. Escribió que

San Pablo «sobresale solo en toda la


historia». Oskar Pfister, un pastor

suizo y psicoanalista de quien Freud dice


que «obtuvo sugerencias de los

estudios altamente concretos... que le


permitieron elaborar la técnica del

108
psicoanálisis infantil» , siguió siendo uno
de sus amigos más cercanos a lo

largo de su vida. Estos hombres fueron


excepción; en general, Freud se

burlaba de los creyentes.

Lewis argumenta justo lo contrario. Hace


la observación de que la

cosmovisión bíblica tiene ciertas


características que se asemejan a nuestro

universo físico: es extremadamente


compleja y diferente de la que

hubiéramos esperado que fuese. Señala,


por ejemplo, que una mesa no es

simplemente una mesa... comprende


átomos, electrones, etc. Además, el

universo no es simplemente la suma de


sus partes físicas. Lewis cree que

cualquiera que trate de comprender y viva


esta cosmovisión «encontrará su

inteligencia agudizada... Es por eso por lo


que un creyente sin cultura

como Bunyan fue capaz de escribir un


libro que ha asombrado al mundo».

A la gente que adoptaba la perspectiva


espiritual del mundo Freud la

calificaba no sólo como falta de


inteligencia, sino también como personas

que padecían la «neurosis obsesiva


universal». Cuando de niño le llevaban

a la iglesia, Freud veía a la gente


arrodillarse frecuentemente y hacer la

señal de la cruz. Pudo haber observado


también los balanceos de los judíos

ortodoxos cuando rezan. Más tarde, en su


práctica clínica, cuando trató a

pacientes que sufrían de un desorden


obsesivo-compulsivo (DOC), se dio

cuenta de síntomas que le recordaban


aquellas primeras observaciones.

Una persona con DOC puede


experimentar la necesidad de repetir
ciertas

conductas —tales como rezar, contar o


lavarse las manos— para reducir la

ansiedad causada por pensamientos


obsesivos: impulsos o imágenes

109

persistentes, repetidos, que son intrusivos


y causan mucha ansiedad .

En el primer trabajo de Freud sobre la


cosmovisión religiosa, Los actos

110

obsesivos y las prácticas religiosas ,


señaló «la analogía entre los llamados

actos obsesivos de los neuróticos y las


prácticas devotas con las que el

creyente atestigua su piedad». Freud creía


que el género humano

experimentaba etapas de desarrollo


paralelas a las etapas que experimenta
el individuo. Las neurosis obsesivas
universales, pensaba, son paralelas a las

neurosis infantiles que creía que cada


individuo experimenta en el proceso

de crecimiento. Freud pensaba que la raza


humana superaría algún día la

necesidad de creer... especialmente a


medida que las masas fueran

teniendo más educación. Pero de hecho,


según un reciente sondeo Gallup,

aunque hoy hay más americanos y con


más formación que nunca, también
111

creen, más que nunca, que Dios juega un


papel directo en sus vidas .

Los psiquiatras usan términos clínicos,


muchos de los cuales proceden

de Freud. Este pensó que la gente que


adopta la cosmovisión espiritual

sufría una enfermedad neurótica que a


veces rozaba la psicosis. Freud deja

claro su pensamiento de que los dogmas


religiosos «son tan inverosímiles y

tan opuestos a todo lo que trabajosamente


hemos llegado a averiguar sobre

la realidad del mundo, que... podemos


compararlos a las ideas delirantes».

La psiquiatría define las alucinaciones


como creencias falsas, fijas. Todos

tenemos falsas creencias. Lewis señala


que cuando sabemos poco sobre un

tema, poseemos pocos conceptos


correctos y muchos conceptos falsos.

Pero estos conceptos o creencias falsos


cambian —no son fijos— según

nuestro conocimiento aumenta y nos


muestra dónde la creencia no se

corresponde con la realidad. Una persona


alucinada, por otro lado, no

cambia sus puntos de vista en respuesta a


la evidencia contraria. Es un

psicópata.

Cuando un médico americano le escribió


a Freud sobre la experiencia

de su conversión, Freud despreció esa


experiencia como una «psicosis

alucinante». Afirma Freud en El malestar


en la cultura: «las religiones de la
humanidad deben ser consideradas como
delirios colectivos. Desde luego,

ninguno de los que comparten el delirio


puede reconocerlo jamás como

112

tal» .

¿Creía realmente Freud que todo el que


adoptaba la cosmovisión

espiritual estaba psíquicamente enfermo?


Los resultados de una encuesta

Gallup recientemente publicados indican


que el 96 por ciento de los
norteamericanos dicen creer en Dios y el
80 por ciento creen que tienen

113

una relación personal con Dios . ¿Hay


realmente tantos americanos

psicológicamente enfermos?

Criticar la retórica freudiana sobre la


espiritualidad no es disminuir sus

contribuciones científicas. Lewis nos


recuerda que «las teorías y técnicas

médicas de los psicoanalistas» no están


en conflicto con la cosmovisión
espiritual. El conflicto tiene lugar sólo
con la «perspectiva filosófica

general del mundo que Freud y otros han


añadido a las primeras». Añade

Lewis que «cuando Freud habla de cómo


curar a los neuróticos, habla

como especialista en su propio tema, pero


cuando procede a hablar de

filosofía en general habla como un


aficionado... He descubierto que

cuando habla fuera de su propio tema y


sobre un tema sobre el que yo
114

conozco algo... demuestra ser muy


ignorante» .

En resumen, los argumentos de Freud y


Lewis pueden ser sometidos a

pruebas de experiencia y plausibilidad.


Necesitamos comprender sus

argumentos y valorar cuánto están


basados en la evidencia y cuánto en una

emoción que les llevó a distorsionar la


realidad. Freud asoció con la

cosmovisión espiritual el vehemente


antisemitismo que experimentó

cuando crecía, y esto sin duda contribuyó


a su intenso deseo de

desacreditarla y destruirla. Además,


parece que trató a muchos pacientes

cuya fe estaba basada en una necesidad


neurótica o cuyos síntomas

psicóticos contenían elementos


religiosos... es decir, pacientes cuya fe

reflejaba una patología. Oskar Pfister


recordó a Freud que sólo había visto

formas patológicas de fe religiosa.


Escribió Pfister a Freud: «la diferencia

radica principalmente en el hecho de que


usted se desarrolló en contacto

115

con formas religiosas patológicas y las


considera como la “religión”» .

Según vamos centrándonos en los


argumentos que profieren Freud y

Lewis, necesitamos preguntar cuál


corresponde mejor a la realidad tal

como la hemos experimentado. Y


necesitamos seguir observando cómo sus
vidas refuerzan o debilitan sus
argumentos.

CONCIENCIA

¿Hay una ley moral universal?

Una premisa básica que mantiene la


mayoría de los creyentes es que

cada individuo «distingue exactamente»


lo que es bueno de lo que es malo,

a causa de una ley moral absoluta que ha


existido siempre en todas las

culturas. Si pienso que robar a una


persona o hacer el amor con su mujer

está bien —si él tiene mucho dinero y si


su mujer consiente— ¿está mal

hacerlo? Si no estás de acuerdo conmigo,


¿quién tiene razón? Si no

tenemos un punto de referencia moral, lo


que pienses no es más correcto o

equivocado que lo que yo pueda pensar.


Este relativismo moral,

predominante en nuestra cultura, suscita


una importante pregunta

planteada tanto por Freud como por


Lewis. ¿Hay una ley moral universal?

Nos portamos en la vida de acuerdo con


nuestro sentido del bien y del

mal. De algún modo poseemos una


conciencia de lo que «debemos» hacer.

Cuando no hacemos lo que «debemos»,


una parte de nuestro interior, que

llamamos «conciencia», provoca un


sentimiento desagradable que

llamamos «culpa». Ese sentimiento —


presente en casi todos los individuos

—, ¿es indicio de una ley moral dada por


Dios?, ¿o refleja simplemente lo

que nos han enseñado nuestros padres?

Nuestra conciencia influye en las


decisiones que tomamos a lo largo del

día. Si encontramos un billetero con


cientos de dólares, decidimos

devolver el monedero o nos quedamos


con él, según nuestro código moral.

¿De dónde viene este código? Influye no


sólo en nuestra conducta, sino

también en cómo nos sentimos con


relación a nuestra conducta.
¿Simplemente lo inventamos? Freud
piensa que sí, de la misma forma que

hacemos las leyes de tráfico y que los


códigos morales pueden cambiar de

cultura a cultura. Lewis dice que ese


código lo descubrimos, como

descubrimos las leyes matemáticas, y que


la ley moral universal

transciende el tiempo y la cultura.

Una diferencia importante entre los


puntos de vista de Freud y los de

Lewis concierne a la epistemología, a la


fuente del conocimiento. Freud

escribió: «...no existe otra fuente para


conocer el universo que la

elaboración intelectual de observaciones


cuidadosamente comprobadas,

vale decir, lo que se llama


“investigación”; y junto a ellas no hay

116

conocimiento alguno por revelación...» .


Los Diez Mandamientos del

Antiguo Testamento y los dos grandes


mandamientos (amar a Dios y amar
al prójimo como a uno mismo), según
Freud, proceden de la experiencia

humana, no de la revelación. El método


científico, escribe, es nuestra

única fuente de conocimiento.

Lewis no está de acuerdo en absoluto. El


método científico

sencillamente no puede contestar a todas


las preguntas, no es posible que

sea la fuente de todo conocimiento. Dice


que el papel de la ciencia —un

papel muy importante y necesario— es


experimentar y observar e

informar de cómo se comportan las cosas


y cómo reaccionan. Escribe:

«pero la razón de por qué las cosas están


donde están, y de si hay algo

detrás de las cosas que observa la


ciencia... esto no es cuestión

117

científica» .

Sostiene Lewis que la pregunta de si


existe o no una Inteligencia por

encima del universo no puede ser


contestada mediante el método

científico. Cuando alguien intenta


contestar a esta pregunta, hace una

premisa filosófica o metafísica, no una


afirmación científica. Igualmente,

no podemos esperar de la ciencia que


conteste a preguntas concernientes a

la existencia de una ley moral.

Continúa: «queremos saber si el universo


sencillamente es lo que es sin

ninguna razón, o si hay un poder detrás


de él que lo hace ser lo que es...».
Piensa que una forma por la que cabría
esperar que se mostrara este poder,

podría ser «dentro de nosotros como una


influencia o una orden que

intentase que nos portásemos de una


cierta manera. Y eso es justamente lo

que encontramos dentro de nosotros...


Algo que dirige el universo, y que

aparece en mí como una ley que me urge


a hacer el bien y me hace

118

sentirme responsable e incómodo cuando


hago el mal» .

La ley moral universal, según Lewis, se


encuentra expresada no sólo en

el Antiguo y Nuevo Testamentos, sino


también en nuestra conciencia. Esta

ley, piensa, es uno de los muchos postes


indicadores que señalan hacia el

Creador. Lewis dice que tenemos dos


fuentes experimentales para llegar a

la existencia de este Creador: «una de


ellas es el universo que ha creado...

el otro indicio de evidencia es esa ley


moral, que Él ha puesto en nuestras

mentes». La ley moral es mejor prueba


porque «es información

confidencial. Se descubre más acerca de


Dios a través de la ley moral que a

través del universo en general, del mismo


modo que se descubre más

acerca de un hombre escuchando su


conversación que mirando la casa que

119

ha construido» .

Lewis está de acuerdo con el filósofo


alemán Emmanuel Kant, que

señalaba la «ley moral interior» como un


poderoso testigo de la grandeza

de Dios. Quizás Lewis y Kant tenían en


mente los pasajes bíblicos donde el

Creador dice: «Yo pondré mi ley en sus


mentes y la escribiré en sus

corazones» (Jer 31,33).

Freud se muestra confuso ante la


referencia kantiana a la ley moral: «en

una famosa sentencia, el filósofo Kant


nombró la existencia del cielo
estrellado y de la ley moral en nuestro
pecho como los más poderosos

testimonios de la grandeza de Dios». Pero


Freud duda de que los cielos

estrellados tengan algo que ver «con la


cuestión de que una criatura

humana ame a otra o le dé muerte».


Piensa que es «extraño» que Kant

usara el cielo por encima y la ley moral


interior como prueba de la

existencia de Dios.

Pero, dice Freud, pensándolo dos veces,


lo dicho por Kant «roza una

gran verdad psicológica». En la visión


freudiana del mundo, Dios es, sin

más, una proyección de la autoridad


paterna, y si se acepta esto, entonces

la afirmación de Kant tiene sentido.


Asociamos a los padres con nuestra

creación y con enseñarnos lo que está


bien y mal. Freud afirma que «el

mismo padre (la instancia parental) que


dio al niño la vida y lo preservó de

sus peligros le enseñó también lo que


tenía permitido hacer y lo que debía

omitir... Mediante un sistema de premios


de amor y de castigos, se educa al

120

niño en el conocimiento de sus deberes


sociales» .

Freud afirma que, a medida que los niños


se van haciendo adultos, su

sentido del bien y del mal procede


simplemente de lo que les han

enseñado sus padres, que «las


prohibiciones y demandas de los padres
perviven en su pecho como conciencia
moral». Acaban introduciendo todo

este sistema de premios y castigos


«inmodificados en su religión».

Lewis está de acuerdo en que, en parte,


aprendemos la ley moral de

nuestros padres y profesores, y que esto


ayuda a desarrollar nuestra

conciencia. Pero eso no quiere decir que


la ley moral sea simplemente

«una invención humana». Explica Lewis


que nuestros padres y profesores
no fabricaron esta ley más que la de las
tablas de multiplicar, que también

nos enseñan. Señala que parte de lo que


nuestros padres y profesores nos

enseñan «son meras convenciones que


podrían haber sido diferentes —

aprendemos a mantenernos en el lado


derecho de la carretera, pero

igualmente la regla podía haber sido que


nos mantuviésemos a la izquierda

121

— y otras de ellas, como las matemáticas,


son verdades auténticas» . Las

costumbres y hábitos cambian con el


tiempo; la moralidad y la ley moral

permanecen firmes.

Freud, por el contrario, afirma que la


ética y la moralidad proceden de

la necesidad humana y de la experiencia.


La idea de una ley moral

universal como la proponen los filósofos


está «en conflicto con la razón».

Escribe que «la ética no está basada en un


orden moral del mundo sino en
las exigencias ineludibles de la
convivencia humana». En otras palabras,

nuestro código moral procede de lo que


los seres humanos encuentran que

es útil y expeditivo. Es irónico que Lewis


contrapusiera la ética a las leyes

de tráfico; Freud escribió que «la ética es


una clase de código de autopista

para el tráfico entre la humanidad». Esto


es, cambia con el tiempo y la

cultura.

Argumenta Lewis que éste es un punto


sobre el que hay pruebas

empíricas. Dice que la ley moral es


básicamente la misma en todas las

culturas. Aunque hay alguna diferencia de


una cultura a otra, las

diferencias, dice, «no son realmente muy


grandes... y puede reconocerse la

122

misma ley presente en todas» . Lewis


insiste en que desde el momento en

que tenemos datos históricos, la gente ha


sido consciente de que había una
ley que tenía que obedecer. «Todos los
seres humanos de los que la historia

tiene noticia han conocido alguna clase de


moralidad; esto es, sienten antes

de realizar ciertas acciones las


experiencias expresadas por las palabras
“yo

123

debo” o “yo no debo”» . Y normalmente


no logran vivir sin esta ley.

Lewis escribe: «primero... los seres


humanos del mundo entero tienen esta
curiosa idea de que deberían comportarse
de una cierta manera, y no

pueden librarse de ella. Segundo... de


hecho no se comportan de esa

manera... Estos dos hechos son el


fundamento de todas las ideas claras

124

acerca de nosotros mismos y del universo


en que vivimos» .

Lewis comparó las enseñanzas morales


de los antiguos egipcios,

babilonios, hindúes, chinos, griegos y


romanos y descubrió «lo parecidas

que son entre sí y a las nuestras...


Piénsese en un país en el que la gente

fuese admirada por huir en la batalla, o en


el que un hombre se sintiera

orgulloso de traicionar a toda la gente que


haya sido más bondadosa con

él... Los hombres han disentido al señalar


sobre quiénes ha de recaer

nuestra generosidad —la propia familia, o


los compatriotas, o todo el

mundo—. Pero siempre han estado de


acuerdo en que no debería ser uno

125

el primero. El egoísmo nunca ha sido


admirado» .

Esta ley moral ha sido reconocida desde


hace mucho y se la ha llamado

Tao, Ley Natural, o Principios básicos de


la Razón práctica o Moralidad

126

Tradicional . Lewis dice que a través de la


historia la gente dio por

supuesto que todo el mundo conocía la


ley moral por naturaleza. Nos

recuerda que durante la última guerra


mundial dimos por supuesto que los

nazis sabían que lo que hacían estaba mal.


Conocían la ley moral y sabían

que la estaban violando. Nosotros los


juzgamos y los encontramos

culpables. «¿Qué sentido tendría decir


que el enemigo estaba haciendo

mal», pregunta Lewis, «a menos que el


bien sea una cosa real que los nazis

en el fondo conocían tan bien como


nosotros y debieron haber

127

practicado? »

Señala que, aunque la ley moral no


cambia con el tiempo o de una

cultura a otra, puede cambiar la


sensibilidad hacia la ley y cómo una

cultura o un individuo la expresa. Por


ejemplo, la nación alemana bajo el

régimen nazi obviamente ignoró la ley y


practicó una moralidad que el

resto del mundo consideró abominable.


Lewis declara que cuando

afirmamos que las ideas morales de una


cultura son mejores que las de

otra, estamos utilizando la ley moral para


hacer tal juicio. «En el momento

en que decís que un conjunto de ideas


morales puede ser mejor que otro»,

escribe, «estáis, de hecho, midiendo a


ambos por una norma; estáis

diciendo que uno de ellos se ajusta más a


esa norma que el otro... la norma

que mide dos cosas es diferente de esas


dos cosas. Estáis, de hecho,

comparando a ambos con una Moral


Auténtica, admitiendo que existe algo

como el auténtico bien,


independientemente de lo que piense la
gente, y

que las ideas de algunas personas se


acercan más a ese auténtico bien que

otras». Lewis concluye que «si vuestras


ideas morales pueden ser más

verdaderas, y las de los nazis menos


verdaderas, debe de haber algo —
128

alguna Moral Auténtica— que haga que


las primeras sean verdad» .

Algunos individuos poseen, quizás por su


pasado y formación, una

conciencia más desarrollada que otros, un


conocimiento más

fundamentado de la ley moral. Lewis dice


que antes de cambiar su

cosmovisión, su conciencia no estaba


bien desarrollada en comparación

con la de otros jóvenes conocidos suyos.


«Cuando llegué por primera vez a

la Universidad», recuerda en El problema


del dolor, «tenía tan escasa

conciencia moral como cualquier otro


muchacho de mi edad. Mis más

altos logros eran una tenue aversión a la


crueldad y a la mezquindad en

cuestiones monetarias. Sobre la castidad,


la veracidad y la abnegación

129

pensaba lo mismo que piensa un mandril


sobre la música clásica» . Notó
en algunos de sus compañeros de clase
una mayor conciencia de la ley

moral y un mayor deseo de seguirla.

Freud reconoce también que la gente


difiere en el desarrollo de su

conciencia. Afirma que si Dios en verdad


nos dio el cielo estrellado por

encima y la ley moral dentro, hizo un


trabajo especialmente pobre con la

ley moral. Hace la observación de que


«las estrellas son sin duda algo

grandioso, pero por lo que atañe a la


conciencia moral, Dios ha realizado

un trabajo desigual y negligente, pues una


gran mayoría de los seres

humanos no la han recibido sino en


escasa medida, o no en la suficiente

130

para que valga la pena hablar de ella» .

Freud no se incluía en esa «gran


mayoría». En una carta al Dr. James

Jackson Putnam de Boston, que


aparentemente abrazó la idea de una ley

moral universal, le escribió: «me apenó


que usted creyera que yo

posiblemente pudiera considerar sus


idealistas puntos de vista como un

sinsentido porque difieran de los míos.


No soy tan intolerante como para

desear hacer una ley a costa de la


deficiencia en mi propia constitución. No

siento la necesidad de una síntesis moral


más elevada, de la misma forma

que no tengo oído para la música. Pero no


me considero un hombre mejor

por ello... Le respeto a usted y sus puntos


de vista... Aunque estoy

resignado al hecho de ser un incrédulo


judío abandonado de Dios, no estoy

orgulloso de ello y no miro por encima


del hombro a los demás. Yo sólo

puedo decir con Fausto, “Tiene que haber


tipos raros como ése,

131

también”» . Ocho años más tarde Freud


escribió en una carta a su amigo

Pfister que «la ética es algo remoto para


mí... No me quiebro mucho la
cabeza en relación con el bien y el mal».
Decía que no valoraba a la

mayoría de la gente «ya sea que


pertenezcan abierta o solapadamente a
esta

132

o aquella o a ninguna doctrina moral» .

Freud creía que la educación y el


establecimiento de la «dictadura de la

razón» serían la única solución para


resolver el comportamiento cruel e

inmoral que caracteriza la historia de la


humanidad. «Nuestra mejor

esperanza para el futuro», proclama, «es


que el intelecto —el espíritu

científico, la razón— establezca con el


tiempo la dictadura dentro de la

133

vida anímica» . En una carta a Albert


Einstein, que le había escrito

preguntando qué podía hacerse para


proteger a la humanidad de la guerra,

responde: «lo ideal sería, desde luego,


una comunidad de hombres que
134

hubieran sometido su vida pulsional a la


dictadura de la razón» .

Pero Freud observó el ascenso de los


nazis en Alemania, una de las

naciones más cultivadas del mundo, y


conoció el terror de las tropas de las

SS, una de las fuerzas armadas más


educadas de la historia. También se dio

cuenta de que el mayor conocimiento de


los psicoanalistas generalmente

no les hacía más morales que otros


grupos profesionales. «Que el

psicoanálisis no haya hecho que los


mismos analistas sean mejores, más

nobles, o de carácter más fuerte, me


supone una frustración», confesaba

135

Freud en otra carta a Putnam. «Quizás me


equivoqué al esperarlo» .

Igual que con los orígenes de las


creencias, Freud formuló una teoría

sobre cómo se desarrolla la conciencia.


Creía que durante el desarrollo del
niño, «hacia la edad de cinco años», tiene
lugar un cambio importante. El

niño interioriza la parte de sus padres que


le dice qué ha de hacer y qué ha

de evitar, y esta parte interiorizada de sus


padres se convierte en su

conciencia, parte de lo que Freud llama el


super-yo. En su último trabajo

explicativo, Compendio del psicoanálisis,


escribe Freud: «una parte del

mundo exterior es abandonada, por lo


menos parcialmente, como objeto, y
en cambio es incorporada al yo mediante
la identificación; es decir, se

convierte en parte integrante del mundo


interno». Explica que «esta nueva

instancia

psíquica

continúa

las

funciones

que

anteriormente
desempeñaron... [los padres]: observa al
le imparte órdenes, lo corrige y lo

amenaza con castigos, tal como lo


hicieron los padres, cuya plaza ha

venido a ocupar... A esta instancia la


llamamos super-yo, en sus funciones

136

judicativas la sentimos como conciencia»


.

Freud resume este proceso señalando que


«una de las características de

nuestra evolución consiste en la


transformación paulatina de la coerción

externa en coerción interna por la acción


de una especial instancia

psíquica del hombre, el super-yo, que va


acogiendo la coerción externa

entre sus mandamientos. En todo niño


podemos observar el proceso de

137

esta transformación, que es la que hace de


él un ser moral y social» .

Freud observó clínicamente que la culpa


juega algunas veces un
importante papel en la enfermedad. A
veces la culpa es inconsciente.

«Cuando nuestro paciente sufre de un


sentimiento de culpabilidad, como si

hubiera cometido un crimen, no le


aconsejamos que se sobreponga a este

tormento de su conciencia acentuando su


indudable inocencia, pues esto

ya lo ha intentado él sin resultado alguno.


Lo que hacemos es advertirle de

que una sensación tan intensa y resistente


ha de estar basada en algo real,
138

que quizá pueda ser descubierto» .

Sin embargo, a pesar de tan sensible


pragmatismo, los argumentos de

Freud sobre la culpa, el super-yo y la


interiorización han recibido críticas.

Lewis fue sólo uno de los críticos.


Señalaba que todas las culturas de la

historia, incluso las paganas, eran


conscientes de una ley moral y de una

falta si no se vive de acuerdo con ella. En


sus escritos, manifestaban temor
a un castigo eterno. «Cuando los
apóstoles predicaban, podían asumir que

sus oyentes paganos tenían verdadera


conciencia de merecer la cólera

divina», escribe Lewis en El problema del


dolor. Nuestra cultura, cree él,

ha perdido esta sensibilidad. Una causa


de esto «es el efecto del

psicoanálisis sobre la opinión pública».


«La doctrina de la represión y la

inhibición» implica que «el sentimiento


de vergüenza es peligroso y
nocivo». Lewis escribe: «se nos dice que
“saquemos las cosas a la luz del

día’... sobre la base de que “estas cosas”


son completamente naturales y no

139

debemos avergonzarnos de ellas» .

Así, tendemos a aceptar conductas no


civilizadas —«cobardía, mentira,

envidia, lujuria»— con más facilidad que


muchas culturas anteriores.

Dentro de este contexto, dice Lewis que


tiene poco sentido la concepción
bíblica de una necesidad universal de
expiación y redención. Esto es, la

historia bíblica no tiene sentido hasta que


«os habéis dado cuenta de que

hay una verdadera ley moral, y un Poder


detrás de la ley, y que habéis

140

infringido esa ley y os habéis puesto a


mal con ese Poder» .

Freud tenía que considerar su propio


comportamiento según una norma

diferente. Ciertamente sus actos


contradecían en cierto modo sus

argumentos. Comparaba su propia


conducta no con una ley universal, sino

con la conducta moral de los demás. Le


gustaba la comparación. En una

carta al Dr. Putnam, cuando estaba


próximo a cumplir sesenta años,

escribe: «me considero una persona muy


moral, que puede suscribir la

excelente sentencia de Th. Visher: “Lo


moral es evidente por sí mismo”.

Considero que en lo que se refiere al


sentido de justicia y de consideración

hacia los demás y en cuanto a


disgustarme el hacer sufrir a los demás o

aprovecharme de ellos puedo


compararme con la mejor gente que haya

conocido. Nunca he hecho nada


mezquino o malicioso ni podría recordar

141

tampoco tentación alguna de hacerlo» .


Freud añade rápidamente que no

obtiene «satisfacción en concluir que soy


más bueno que la mayor parte de
la gente». También señala que, aunque
estuvo a favor de una sexualidad

mucho más libre, él mismo no ejercitó esa


libertad; siguió el código sexual

142

bíblico tradicional .

Se trata de una carta digna de mención.


Cuando Freud decía que cree en

«la excelente sentencia» de que «lo moral


es evidente por sí mismo», Lewis

podría argumentar que sin querer estaba


declarando su apoyo a una ley
moral. Cuando actuaba de forma diferente
a lo que defendía, como

hombre monógamo que urgía una


sexualidad más abierta y libre, no

parecía ver contradicción entre la


sexualidad libre que profesaba y el

estricto código que practicaba.

Para Lewis, la afirmación freudiana de


que lo moral es «evidente por sí

mismo», es lo mismo que decir: «creo


que los principios morales primarios,

de los que todos los demás dependen, son


descubiertos racionalmente.

Nosotros “vemos exactamente” que no


hay razón por la cual la felicidad de

mi prójimo tenga que sacrificarse a la


mía, de la misma manera que “vemos

exactamente” que dos cosas iguales a una


tercera son iguales entre sí. Si no

podemos probar ninguno de estos dos


axiomas, no es porque sean

irracionales, sino porque son evidentes


por sí mismos y todas las pruebas

dependen de ellos. Su racionalidad


intrínseca brilla con luz propia. Y

porque toda la moralidad se basa en tales


principios evidentes por sí

mismos, es por lo que, cuando queremos


atraer a un hombre a la buena

143

conducta, le decimos: “sé razonable”» .

En un contexto diferente, Lewis hacía un


comentario que tiene que ver

con la situación de Freud cuando


comparaba su propio comportamiento

con el de los demás. Cuando Freud hace


afirmaciones tales como «me

considero una persona muy moral...


puedo compararme con la mejor gente

que haya conocido... soy más bueno que


la mayor parte de la gente», encaja

en una categoría que Lewis describe en El


diablo propone un brindis. En

un discurso en el banquete de la
Academia de jóvenes diablos, Escrutopo,

un diablo muy experimentado, aconseja


cómo ayudar a la gente (sus

pacientes) en su camino al infierno. Les


dice cuánta ventaja tienen (los

demonios) cuando una persona se


compara con otras y desarrolla la

postura de soy-tan-bueno-como-tú.

«La primera y más evidente ventaja»,


dice Escrutopo, «es inducirla a

entronizar en el centro de su vida una útil,


sólida y clamorosa falsedad». La

falsedad no es sólo una falsedad de


hecho: no hay nadie exactamente igual

a todos los demás en amabilidad,


honestidad y buen sentido, como no los
hay iguales en altura y peso. La verdadera
falsedad, dice Lewis por boca de

este personaje Escrutopo, se refiere al


mismo paciente: «ni él mismo la

cree... Nadie que dice soy tan bueno


como tú, se lo cree. Si lo hiciera, no lo

diría». Apunta Escrutopo que una persona


que sabe que es superior en un

campo, no necesita señalárselo a otros.


Sencillamente lo acepta.

Escrutopo dice que «fuera del campo


estrictamente político, la
declaración de igualdad es hecha
exclusivamente por quienes se

consideran a sí mismos inferiores de


algún modo». La necesidad de una

persona de decir a los demás que es


superior, expresa «la lacerante, hiriente

y atormentadora conciencia de una


inferioridad que el paciente se niega a

144

aceptar» .

¿Qué movía a Freud a decir a otros por


escrito que era «mejor que la
mayor parte de la gente»? ¿Tenía
sentimientos de inferioridad o de baja

autoestima? Los psiquiatras han sido


conscientes siempre de que un

145

síntoma clásico de depresión es el


sentimiento de no valer nada . Hay

pruebas contundentes de que, la mayor


parte de su vida, Freud luchó con

una depresión clínica. Lo menciona


frecuentemente en sus cartas y

durante unos años tomó cocaína para


encontrar alivio.

Freud también utilizó sus observaciones


clínicas en pacientes con

depresión profunda para argumentar


contra una ley moral universal.

Observó que algunos pacientes que


experimentan períodos de excesiva

culpa durante su depresión descubren que


su sentido de culpabilidad

disminuye o desaparece según se


recuperan. Cuando una persona está

deprimida, «su superyó se vuelve


hipersevero, insulta, denigra, maltrata al

pobre yo, le hace esperar los más graves


castigos, lo reprocha por acciones

de un lejano pasado que en su tiempo se


tomaron a la ligera, como si

durante todo ese intervalo se hubiera


dedicado a reunir acusaciones y sólo

aguardara su actual fortalecimiento para


presentarse con ellas y sobre esa

base formular una condena. El superyó


aplica el más severo patrón moral

al yo que se le ha entregado inerme, y


hasta subroga la exigencia de la

moralidad en general; así, aprehendemos


con una mirada que nuestro

sentimiento de culpa moral expresa la


tensión entre el yo y el superyó».

Además, «trascurrido un cierto número de


meses el alboroto moral pasa,

la crítica del superyó calla, el yo es


rehabilitado y vuelve a gozar de todos

los derechos humanos hasta el próximo


ataque». La observación es

chocante: «es una experiencia muy


asombrosa ver como un fenómeno

periódico [en dichos pacientes] a esa


moralidad que supuestamente nos ha

146

sido otorgada e implantada tan hondo por


Dios» . Ciertamente Freud no

estaba equivocado. Sabemos que a


menudo los pacientes depresivos tienen

sentimientos patológicos de culpabilidad,


a veces por un hecho imaginado

que no han cometido en la realidad. Por


ejemplo, un paciente puede haber
perdido un hermano más joven, un
hermano hacia el que podía haber

albergado sentimientos negativos.


Durante una enfermedad psíquica puede

aflorar un sentimiento de culpabilidad,


como si el paciente hubiera

causado la muerte, pero éste desaparece


cuando el paciente se recupera.

Freud hizo extensivas sus observaciones


de la enfermedad a la salud. Al

igual que Lewis, hizo notar que parece


estar presente en todos un «sentido
de culpa». Pero como no creía en una ley
moral universal, formuló una

teoría alternativa para explicar la culpa,


explicando los orígenes de la

religión organizada y de los preceptos


éticos. Freud estaba familiarizado

con los hallazgos de los antropólogos que


indicaban que los pueblos

primitivos vivían en clanes y tenían un


animal que les servía como

emblema o símbolo (es decir, tótem) del


clan. Estas tribus primitivas
tenían ciertas prohibiciones, como la de
«matar al tótem y la de no realizar

el coito con una mujer perteneciente al


mismo clan del tótem». Freud

conocía una «conjetura» de Charles


Darwin «de que los hombres vivían

primitivamente en hordas, cada una de las


cuales estaba bajo el dominio de

un único macho, fuerte, violento y


celoso».

En un famoso pasaje de Tótem y tabú,


Freud explicaba que había tenido
una «visión»: «el padre de la horda
primitiva, como era un déspota sin

límites, se había reservado para sí todas


las mujeres; sus hijos, al ser

peligrosos para él como rivales, habían


sido matados o alejados. Un día, sin

embargo, los hijos se reunieron... para


matar y devorar al padre, que había

sido su enemigo pero también su ideal».


Freud se imaginaba que este matar

al padre es el hecho «del cual procedería


la conciencia humana de la
culpabilidad (o “pecado originar), punto
de partida... de la religión y la

restricción moral». Citando a Fausto, que


parafraseaba el Evangelio de San

Juan, Freud escribió: «en el principio fue


la Acción».

Freud desarrolló más aún su teoría y


conjeturó que los miembros del

clan sustituyeron el tótem, normalmente


un animal, por el padre

primitivo, y finalmente «el padre


primitivo, temido, odiado, adorado y
envidiado, se convirtió en el prototipo de
la divinidad». Afirmó que «la

comida totémica sería la fiesta


conmemorativa del monstruoso
asesinato»,

y esto arroja luz sobre la práctica de la


Comunión en la que «perdura sin

147

disfraz alguno la ceremonia de la comida


totémica» . La culpa de este

parricidio se ha transmitido de generación


en generación y a ella se debe el
«sentimiento de culpabilidad» que se
observa en todos los pueblos. Muchos

se sienten culpables, según Freud, no


porque hayan violado la ley moral,

sino porque han heredado la culpa por el


asesinato del padre primordial.

Dependiendo de la cosmovisión que se


tenga, este trabajo es un intento

extraordinario y atrevido de re-escribir la


historia humana, o pura fantasía.

Sin embargo, incluso en sus propios


términos, Freud se dio cuenta de un
problema. Si el asesinato del padre
primitivo fue el comienzo de todas las

restricciones éticas, y si es cierta su


definición de conciencia como la

interiorización de estas restricciones,


entonces los hijos que asesinaron al

padre no se habrían sentido culpables.


Todavía no habían desarrollado una

conciencia.

Lewis también vio este fallo en la


hipótesis de Freud. Señalaba que «los

intentos de disolver la moral en cualquier


otra cosa presuponen, una vez

más, lo que intentan explicar. Ese es el


caso de un famoso psicoanalista,

que deduce la moral del parricidio


prehistórico. El origen del sentimiento

de culpa provocado por el parricidio se


halla en la creencia de los hombres

de que no debían haberlo cometido. De


no haberlo creído así, no hubieran

148

tenido ningún sentimiento de culpa» .

Freud responde con un giro semántico.


Dice que los hijos que mataron

al padre sintieron «remordimiento», no


culpa. Explica en El malestar en la

cultura que «si alguien tiene un


sentimiento de culpabilidad después de

haber cometido alguna falta... tal


sentimiento debería llamarse, más bien,

remordimiento. Sólo se refiere a un hecho


dado, y, naturalmente,

presupone que antes del mismo haya


existido una disposición a sentirse

culpable, es decir, una conciencia moral,


de modo que semejante

remordimiento jamás podrá ayudarnos a


encontrar el origen de la

149

conciencia moral y del sentimiento de


culpabilidad en general» . Freud

entonces preguntaba: «si... no puede


haberse dado la condición previa de la

conciencia moral y del sentimiento de


culpabilidad anteriores al hecho

[del asesinato del protopadre]... ¿de


dónde proviene en esa situación el
remordimiento?» Su respuesta: «este
remordimiento fue el resultado de la

primitivísima ambivalencia afectiva


frente al padre, pues los hijos lo

odiaban, pero también lo amaban; una


vez satisfecho el odio mediante la

agresión, el amor volvió a surgir en el


remordimiento consecutivo al

hecho». Freud añadía que «este caso


seguramente ha de aclararnos el

enigma del sentimiento de culpabilidad,


poniendo fin a nuestras
150

dificultades. Efectivamente, creo que


cumplirá nuestras esperanzas» .

Si seguimos teniendo dificultades con el


presente razonamiento

freudiano, nos pasa lo mismo que a


muchos de sus biógrafos y a Freud

mismo. Expresaba dudas acerca de sus


conclusiones poco después de

terminar Tótem y tabú. «Me he alejado


mucho de la primitiva apreciación

tan elevada de este trabajo y en general


me coloco ahora en una actitud de

151

crítica negativa frente a él» , escribió a


varios de sus colegas. Temía una

reacción negativa ante el libro; tenía


razón. El libro se encontró con un

«completo rechazo, como una fantasía


personal más de Freud. Los

antropólogos se unieron para desestimar


sus conclusiones y sostener que

152

había interpretado mal los hechos» .


Para empeorar las cosas, toda la hipótesis
freudiana —o como él la

llamó, su «visión»— se apoyaba en una


conjetura de Darwin de que los

pueblos primitivos, prehistóricos, vivían


en una horda gobernada por un

macho polígamo, violento,


monopolizador. La investigación
posterior no

ha conseguido demostrar esta hipótesis.


Además, la teoría de Freud

depende de la idea de que las


características adquiridas pueden ser

transmitidas de generación en generación


(una generación pasaría a la

siguiente el sentimiento de culpabilidad):


la genética moderna ha

desacreditado también esta noción.

¿Por qué escribe Freud un libro sobre


algo de lo que tenía tales dudas?

Sólo podemos hacer conjeturas. Peter


Gay escribió que «es sumamente

probable que algunos de los impulsos que


están detrás de la argumentación
freudiana en Tótem y tabú provinieran de
su vida oculta; en algunos

aspectos, el libro representa un episodio


más de su nunca concluida lucha

con Jacob Freud». Gay menciona también


que Freud se daba cuenta de que

153

«estaba publicando fantasías científicas» .


Si efectivamente estaba

«luchando» todavía con la primera


autoridad de su vida, ¿podría estar

también luchando contra la noción de una


Autoridad Última? ¿Se dejó

llevar por la necesidad de desafiar y


probar que no existía el Legislador?

Freud escribió a un colega que su ensayo


«servirá para amputar

154

limpiamente todo lo que haya de...


religioso» .

Argumentaba que no sólo la verdad moral


tiene orígenes humanos, sino

que atribuir esta verdad a Dios es


imprudente y «peligroso». Escribió: «los
reclamos éticos que la religión pretende
sancionar piden más bien otro

fundamento, pues son indispensables para


la sociedad humana y es

155

peligroso atar su observancia a la fe


religiosa» .

¿Por qué es peligroso? Porque Freud creía


que, en la medida en que la

gente fuera teniendo más conocimientos,


acabaría apartándose de su fe

religiosa. Escribía que «cuanto más


asequibles se hacen al hombre los

tesoros del conocimiento, tanto más se


difunde su abandono de la fe

religiosa». Si las masas ya no creen en


Dios, ¿qué les moverá a vivir

moralmente la vida? «Si no se debe matar


única y exclusivamente porque

lo ha prohibido Dios, y luego se averigua


que no existe tal Dios y no es de

temer por tanto su castigo, se asesinará


sin el menor escrúpulo, y sólo la

156
coerción social podrá evitarlo» .

Freud propuso un argumento a favor del


propio interés ilustrado como

base del orden social. Afirmaba que «de


los hombres cultos... no tiene

mucho que temer la civilización», pues


viven vidas éticas porque la razón

les dice que obrar así es lo mejor para su


propio interés. (Freud escribió

esto en 1927, antes del ascenso nazi en la


culta Alemania). Sin embargo,

advirtió que «otra cosa es la gran masa


inculta». Esta necesitaba que se le

dieran razones de por qué debía seguir


preceptos morales básicos.

Por ejemplo, Freud creía que si se dijera a


las masas que no matasen «en

el interés de la vida colectiva», no lo


harían. Esto, empero, parece

contradecir su fuerte convicción de que la


pasión, más que la razón,

gobernaba las masas.

Afirmaba que «sería muy conveniente


dejar a Dios en sus divinos cielos
y reconocer honradamente el origen
puramente humano de los preceptos

e instituciones de la civilización». «Con


su pretendida santidad

desaparecerían la rigidez y la
inmutabilidad de todos estos
mandamientos».

Conforme la gente se fuera haciendo más


cultivada, comprendería que

estos preceptos fueron hechos «para


servir a sus intereses... y adoptaría una

157
actitud más amistosa ante ellos» .

Lewis, sin embargo, creía que la


ignorancia de las leyes morales

dificulta que la gente llegue a conocer al


Legislador. Después de haber

rechazado su ateísmo, escribió en una


carta a un amigo que «Cristo

promete el perdón de los pecados, pero


¿qué pasa con aquéllos que, como

no conocen la ley de natural, no saben


que han pecado?, ¿quién va a tomar

una medicina si no sabe que ha cogido


una enfermedad? El relativismo

moral es el enemigo que tenemos que


superar antes de abordar el

158

ateísmo» .

Cuando una cultura ignora la ley moral,


decía Lewis, tienen poco

sentido conceptos espirituales del


Antiguo y Nuevo Testamento tales como

expiación y redención. Sin una ley que se


pueda transgredir y un legislador

al que haya que darle cuentas, hay poca


conciencia de cuánto le falta a uno

para cumplir con la ley y, por tanto, poca


necesidad de perdón y

redención. Sin conocimiento de la ley


moral y sin una conciencia de los

propios fallos en el cumplimiento de la


ley, sólo nos comparamos con

otros, en especial con los que faltan más


que nosotros. Esto a su vez lleva al

orgullo, o autocomplacencia, que Lewis


llama «el peor enemigo» y «el gran

pecado». Donde Freud hablaba de la


necesidad de instalar «la dictadura de

la Razón», Lewis advertía del peligro de


establecer la «dictadura del

159

Orgullo» .

Cuando Freud se comparaba con otros,


concluía que «era mejor que la

mayor parte de los demás». Sin embargo,


si se hubiera comparado a sí

mismo con la medida de los dos grandes


mandamientos del Antiguo y

Nuevo Testamento, podría no haberle ido


tan bien. Hablaba abiertamente

de que «amar al prójimo como a uno


mismo» era una locura y algo

«imposible».

Freud y Lewis se daban cuenta de que


quienes se ajustan más de cerca a

la ley moral, por ejemplo San Pablo,


parecen ser más conscientes de cuánto

les falta para cumplir con la ley. Pero


Freud daba a esta observación una

interpretación completamente diferente


de la de Lewis. Freud señalaba
que «cuanto más virtuoso es el hombre»
más severa es su conciencia y así

«quienes han llegado más lejos por el


camino de la santidad son

precisamente los que se acusan de la peor


pecaminosidad». Freud explicaba

esto diciendo que la falta de satisfacción


de los instintos en estos

individuos les hace más conscientes de su


necesidad de satisfacción, y así

les hace sentirse más culpables.

«Si los santos se acusan de ser pecadores,


no lo hacen sin razón,

teniendo en cuenta las tentaciones de


satisfacer sus instintos a que están

expuestos en un grado particular, pues,


como se sabe, la tentación no hace

sino aumentar en intensidad bajo las


constantes privaciones, mientras que

al concedérsele satisfacciones
ocasionales, se atenúa, por lo menos

160

transitoriamente» .

Lewis daba una interpretación diferente.


Señalaba que «cuando un

hombre se va haciendo mejor, comprende


cada vez con más claridad el

mal que aún queda dentro de él. Cuando


un hombre se hace peor,

comprende cada vez menos su maldad.


Un hombre moderadamente malo

sabe que no es muy bueno: un hombre


totalmente malo piensa que está

bastante bien... La buena gente sabe lo


que es el bien y lo que es el mal; la

mala gente no conoce ninguno de los


dos». Dice Lewis que cuanto más

luchamos contra nuestros malos


impulsos, mejor los conocemos. Cuanto

más cedemos, menos los conocemos.


Escribe: «la virtud —incluso la virtud

161

que se intenta— trae consigo la luz; la


permisividad trae las nieblas» .

Cuando Freud examinaba su propia


conducta, quedaba perplejo ante el

origen de su idea del bien y del mal. Se


daba cuenta de que una cierta
fuerza interior le llevaba a obrar
moralmente. Parecía que su teoría del

superyó no le proporcionaba una


respuesta adecuada. Su biógrafo oficial y

colega Ernest Jones escribió que «Freud


mismo se hallaba constantemente

intrigado precisamente por este problema,


había en él una actitud moral

tan profundamente arraigada que daba la


impresión de ser parte de su

fondo natural y primitivo. Nunca tuvo


duda alguna acerca de cuál era el
162

camino recto a seguir en cada caso» .

En una carta al Dr. Putnam, escribía


Freud: «cuando me pregunto por

qué me he conducido siempre


honorablemente, dispuesto a considerar a

los demás y ser bondadoso todas las


veces que me fuera posible y por qué

no he dejado de actuar así aun cuando he


visto que de esta manera uno se

perjudica y se transforma en víctima de


todos, porque los demás son
brutales y desleales, cierto es que no sé
qué contestarle. Ha sido por cierto

una conducta sensata». Luego Freud


reconocía que cuando se miraba a sí

mismo, allí parecía haber una prueba a


favor de una ley moral. Admitía a

Putnam que «se podría citar precisamente


mi caso en apoyo de su concepto

de que un impulso hacia el ideal


constituye una parte esencial de nuestra

naturaleza».

Añadía que, sin embargo, bajo ciertas


condiciones él sería capaz de

encontrar «explicaciones psicológicas


muy naturales» de por qué la gente

cultivada se comporta moralmente.


Concluía: «pero, como ya dije, no sé

nada acerca de esto. Me resulta una cosa


completamente incomprensible

por qué yo —y casualmente, además, mis


seis hijos, todos adultos—

163

tenemos que ser seres humanos tan


absolutamente decentes» .
Quizás la vida de Freud habla más fuerte
que sus palabras. Quizás su

reconocimiento de un «impulso» interior


a ser «totalmente decente» puede

ser una clara indicación de que, con


palabras de San Pablo, «la ley está

escrita en sus corazones». O, como


algunos científicos han argumentado

recientemente, este «impulso» a ser


«decente» puede ser un mecanismo de

164

adaptación que entró en el pool genético


sin asistencia divina . Freud y

Lewis trataron de obedecer la ley moral,


pero sólo Freud valoró su

cumplimiento comparándose con otros,


concluyendo que fue «mejor que

la mayor parte de la gente». Lewis


comparó su cumplimiento con lo que la

ley moral pedía. Él estaba «abrumado»


por «las terribles cosas» que

encontraba «sobre mi propio carácter».


Esto le hizo darse cuenta de la

necesidad de ayuda externa y supuso uno


de los muchos pasos en su

rechazo del ateísmo y en su transición a


una cosmovisión espiritual.

LA GRAN TRANSICIÓN

¿Cómo se llega a la realidad?

Freud y Lewis coincidían en la pregunta


más importante referente a la

visión espiritual del mundo: ¿es


verdadera? Freud admitía que abrazar los

«cuentos de hadas» de la fe religiosa


podía traer consuelo. Pero insistía en
que a largo plazo sólo podría crear
dificultades: «sus consolaciones no

merecen confianza. La experiencia nos


enseña que el mundo no es un

165

juego de niños» . Esto suscita otra


pregunta central: ¿funciona? La

cosmovisión espiritual, ¿dificulta el


comportamiento o lo favorece?,

¿proporciona recursos que hagan que los


pocos días de nuestra vida en este

planeta tengan más sentido? Freud


argumenta que, puesto que no es

verdad, no puede funcionar. Basar la


propia vida en una ilusión, en una

premisa falsa, hará que la vida sea más


difícil. Sólo la verdad puede

ayudarnos a hacer frente a las duras


realidades de la vida. Lewis, por el

contrario, argumenta que la realidad más


importante se refiere a nuestra

relación con la Persona que nos hizo.

Mientras que esa relación no se


establezca, ningún logro, ninguna fama
o fortuna podrá satisfacernos nunca.
¿Quién tiene razón? Antes de

proseguir en los argumentos y vidas de


estos renombrados intelectuales,

consideremos el cambio de cosmovisión


de Lewis. ¿Hay algo que se pueda

aprender de esa transición?

Ocurrió cuando tenía treinta y un años. El


cambio revolucionó su vida,

llenó su mente de sentido y significado, y


aumentó su productividad de

forma impresionante; también alteró


radicalmente sus valores, la imagen

de sí mismo y sus relaciones con los


demás. Esta experiencia no sólo volvió

a Lewis del revés, sino que le volvió


hacia fuera: de estar centrado en sí

mismo a centrarse en los demás.

Incluso le cambió el temperamento.


Personas que le conocieron antes y

después de su conversión escriben cómo


se hizo más reposado, con una

quietud y tranquilidad interiores. Una


alegría animosa reemplazó su
pesimismo y desesperanza. En los últimos
días antes de morir, los que

estaban con Lewis hablaban de su


«alegría» y «calma».

Lewis se refería a esta experiencia como


«mi conversión». El diccionario

Webster define conversión como «una


experiencia asociada con una

definitiva y decisiva adopción de fe


religiosa». El término conversión

aparece con poca frecuencia en las


Escrituras. En el Antiguo Testamento se
refiere al pueblo de Israel que se vuelve
de la idolatría al Dios verdadero,

«el Padre de Abraham, Isaac y Jacob». En


el Nuevo Testamento, es

sinónimo de «volver a nacer». En el


tercer capítulo del Evangelio según

San Juan, Jesús dice a un dirigente judío


llamado Nicodemo: «a no ser que

el hombre nazca de nuevo, no puede ver


el reino de Dios». Cuando el

perplejo Nicodemo pregunta cómo una


persona puede entrar de nuevo en
el vientre de su madre para experimentar
un renacimiento, Jesús explica

que el segundo nacimiento no es físico,


sino «del espíritu». Así como el

nacimiento físico es el comienzo de la


relación de uno con sus padres, el

nacimiento espiritual es el comienzo de la


relación con el Creador.

Según una encuesta reciente de Gallup,


aproximadamente ocho de cada

diez adultos norteamericanos profesan


creer en un Dios personal, y la
mitad más o menos manifiestan haber
tenido una experiencia de

166

conversión . Muchos hombres y mujeres


prominentes, desde el apóstol

Pablo, Agustín, Blaise Pascal, Jonathan


Edwards, David Livingston,

Dorothy Day y León Tolstoy hasta


escritores más modernos, como

Malcolm Muggeridge, Eldridge Cleaver y


Charles Colson, describen en sus

escritos experiencias espirituales que


transformaron radicalmente sus

vidas. Para comprender a esta parte


significativa de nuestra población,

necesitamos ver desde dentro el proceso


de conversión. ¿Cómo sucede?

¿Qué pasa realmente en el individuo?


Como psiquiatra, he tenido un

prolongado interés clínico en estas


experiencias.

Freud expresaba dudas sobre ellas, en


especial sobre la pretensión de

que formaban la base para hacerse una


idea de lo que es la cosmovisión

espiritual. «Yo... antes... estaba ciego,


pero ahora veo», escribió John

Newton después de su conversión, en el


famoso himno «Amazing Grace».

Newton, antiguo traficante de esclavos


británico, que, con William

Wilberforce, llegó a ser una de las figuras


pioneras de la abolición de la

esclavitud en Gran Bretaña, escribió este


cántico unos cincuenta años

antes del nacimiento de Freud, que pudo


haberla conocido. Si es necesaria

una experiencia de conversión para «ver»


espiritualmente, Freud se

pregunta qué pasa con todos los que no


han tenido esa experiencia.

Pregunta: «si la verdad de las doctrinas


religiosas depende de un suceso

interior que testimonia de ella, ¿qué


haremos con los hombres en cuya

167

vida interna no surge jamás tal suceso,


nada frecuente?» En otras
palabras, pregunta: «¿qué pasa en mi
caso?»

Freud parece que acepta estas


experiencias interiores cuando se dan en

personas a las que conoce y admira. Por


ejemplo, nunca le plantea a su

amigo íntimo Oskar Pfister la posibilidad


de un auto-engaño, de cobijarse

en una ilusión. Y Freud menciona poco la


famosa conversión de San Pablo,

a quien cita con frecuencia y lo clasifica


entre los «grandes pensadores»:
«Pablo, como personalidad genuinamente
judía, ha tenido siempre mi

especial simpatía. ¿No es acaso también


el único situado definitivamente a

168

la luz de la historia? »

Pablo describe su experiencia —quizá la


más dramática y famosa de

todas las conversiones— en Hechos 22:


«Hacia el mediodía... me envolvió

de repente una gran luz del cielo. Caí por


tierra y oí una voz...». Si se parte
del presupuesto freudiano de que Dios no
existe, entonces la experiencia

de Pablo sólo puede explicarse como una


expresión patológica, un caso de

alucinaciones visuales y auditivas.


Ciertamente, algunos neurólogos

modernos han atribuido esa experiencia


de conversión a un desorden

convulsivo conocido como epilepsia del


lóbulo temporal.

En una entrevista publicada en 1927,


Freud mencionaba su falta de fe y
su indiferencia hacia una vida futura. En
respuesta, un médico americano

le escribió una experiencia reciente en la


que «Dios volvió claro para mi

alma que la Biblia era Su Palabra, que las


enseñanzas sobre Jesucristo eran

verdaderas, y que Jesús era nuestra única


esperanza. Tras una revelación

tan clara acepté la Biblia como la Palabra


de Dios y a Jesucristo como mi

Salvador personal. Desde entonces Dios


se me ha revelado mediante
muchas infalibles pruebas... le ruego,
como hermano médico que dirija sus

pensamientos a este tema, de suma


importancia, con mente abierta. Dios

revelará la verdad a su alma...». Freud


contestó que «Dios no ha hecho

mucho por mí. Nunca me ha permitido


oír una voz interior; y si, en vista

de mi edad, no se da prisa, no sería por


mi culpa si permanezco hasta el

final de mi vida como lo que he sido


hasta ahora, “un judío infiel”».
Poco después, Freud escribió un artículo
titulado Una vivencia

169

religiosa en el que psicoanalizaba la


experiencia del médico americano,

concluyendo que sufría «una psicosis


alucinatoria». Se pregunta si este caso

arroja «alguna luz en la psicología de la


conversión en general». Admite,

sin embargo, que «en absoluto» explica


esto «todos los casos de

conversión». Quizás la diferente actitud


de Freud hacia personas como San

Pablo refleja un reconocimiento tácito de


que algunas experiencias pueden

ser genuinas y otras patológicas. O puede


ser simplemente una de las

contradicciones procedentes de su
profunda ambivalencia hacia la

cosmovisión espiritual.

El campo de la psiquiatría, fuertemente


influenciado por Freud, ha

tendido hasta hace relativamente poco a


ignorar la dimensión espiritual de
la persona y a despreciar toda fe como
«neuróticamente determinada»,

«una ilusión», «una proyección de deseos


infantiles», «una psicosis

170

alucinatoria», etc. En los últimos años,


sin embargo, los médicos

reconocen cada vez más la importancia de


comprender la dimensión

espiritual de sus pacientes. En la Reunión


Anual de la Asociación

Americana de Psiquiatría, que tuvo lugar


en mayo de 2000, no menos de

trece ponencias trataron de temas


espirituales, el mayor número en la

historia de la organización.

Hace varios años dirigí un proyecto de


investigación en el que se

analizaba a los estudiantes de la


Universidad de Harvard que, siendo

alumnos, experimentaron lo que ellos


referían como una «conversión

religiosa». Entrevisté a esos estudiantes y


a personas que los conocían de
antes y después de su conversión. Esas
experiencias ¿fueron una expresión

patológica, es decir, aisladoras y


destructivas, o de adaptación y

constructivas? Estas experiencias


¿deterioraron o mejoraron su modo de

funcionar? Los resultados publicados en


American Journal of Psychiatry

mostraban que cada sujeto describía «una


marcada mejoría en el

funcionamiento del ego, [que incluía] un


cambio radical en el estilo de
vida con un brusco abandono del uso de
drogas, alcohol y tabaco; un

aumento en el control de los impulsos,


con la adopción de un código

sexual estricto, que exige castidad o


matrimonio con fidelidad; una mejora

en los resultados académicos; un


incremento de la autoestima y mayor

acceso a sentimientos internos; una


mayor capacidad para establecer

“relaciones estrechas, satisfactorias”;


mejor comunicación con los padres,
aunque la mayoría de éstos expresaban al
principio cierta alarma ante el

intenso interés religioso más bien rápido


del estudiante; un cambio

positivo en los afectos, con una


disminución de la “desesperanza

existencial”; y una disminución de la


preocupación por el paso del tiempo

171

y la aprensión sobre la muerte» .

Sin embargo, sigue ahí la pregunta de


cómo suceden estas experiencias.
¿Qué causa estos cambios tan
impresionantes en personas singulares?

¿Cómo C. S. Lewis, ateo militante con


talento, muy inteligente, crítico, y

respetado miembro de una facultad en la


universidad quizá más prestigiosa

del mundo, viene a adoptar una


cosmovisión tan radicalmente en
conflicto

con su ateísmo? ¿Qué le llevó a esa


experiencia, que transformó

radicalmente su vida: su temperamento,


motivaciones, relaciones,
productividad y el sentido de la misma?
¿Qué le llevó no sólo a adoptar la

cosmovisión espiritual, sino a dedicar el


resto de su vida a definirla, a

defenderla, a convertirse en su «más


influyente portavoz»? ¿Qué llevó a

Lewis a esa firme convicción de que


existe no sólo una Inteligencia por

encima del universo, sino que ese mismo


Ser se ha metido en la historia

humana?

De antemano, Lewis había estado incluso


más seguro de su ateísmo que

lo estuvo Freud. Este vaciló en su ateísmo


cuando estudiaba en la

Universidad de Viena; Lewis, en Oxford,


nunca dudó. Trató y le agradaron

personas del clero, pero escribe: «aunque


me gustaban los sacerdotes tanto

como me pudieran gustar los osos, tenía


tan pocos deseos de estar en la

iglesia como en el zoológico». La noción


de una Autoridad Última que

pudiera interferir en su vida le hizo sentir


náuseas: «no había una región,

ni siquiera en la profundidad más interna


de la propia alma... que uno

pudiese rodear con una verja y proteger


con un cartel de “Prohibido el

paso”. Y eso era lo que yo quería; alguna


zona, por pequeña que fuese, de

la que yo pudiera decir al resto de los


seres, “esto es asunto mío, sólo

mío”». Lewis reconocía en sí mismo un


deseo muy profundo de que Dios

no existiera.
Lewis escribió en una carta que el cambio
que transformó su vida fue

«muy gradual e intelectual... y no


sencillo». Primero, a lo largo de su vida,

desde que era un muchacho y vivía en


Belfast hasta su conversión al poco

de cumplir los treinta años, experimentó


periódicamente una intensa

nostalgia por algún lugar o persona.


Durante años luchó para

comprenderlo. Recordaba que, cuando


tenía ocho años, un intenso deseo
«de repente me asaltó sin avisar, como si
surgiera de una distancia, no de

años, sino de siglos... Por supuesto fue


una sensación, de deseo, pero deseo

172

¿de qué?» Entonces, tan de repente como


apareció, «el deseo se había

ido... el mundo volvió a ser vulgar, o


agitado solamente por una nostalgia

de la nostalgia que acababa de cesar.


Había durado un instante y en cierto

sentido todo lo demás que me había


ocurrido era insignificante comparado

con aquello». Lewis describía esta


nostalgia como un «deseo insatisfecho,

que es en sí mismo más deseable que


cualquier otra satisfacción... Lo llamo

Alegría... Dudo de que cualquiera que la


haya probado la cambiase, si

ambas cosas estuvieran en su poder, por


todos los placeres del mundo». Y

distinguía este deseo del sentimiento de


quien se hace ilusiones. Escribe:

«tal nostalgia es en sí misma el


mismísimo reverso de un hacerse
ilusiones,

es más bien como un deseo muy


pensado».

Aunque Lewis describía su experiencia


como «la historia central de mi

vida», acabó dándose cuenta que ninguna


relación humana podría

satisfacer alguna vez esa nostalgia. La


Alegría era un «indicador hacia otra

cosa y más externa», un indicador que


señalaba hacia el Creador. Después
de su gran transición a la fe, la
experiencia de la Alegría «casi perdió
todo

su interés para mí». Explica que «cuando


nos perdemos en el bosque, ver

un letrero es un asunto muy importante.


El primero que lo ve, grita

“¡mirad!”. Toda la pandilla se reúne a su


alrededor y lo contempla. Pero

cuando hayamos encontrado la carretera y


pasemos los letreros cada pocos

kilómetros, no nos pararemos a mirar».


Los amigos de Lewis también jugaron un
papel crítico en su transición.

Cuando Lewis era un joven profesor de


Oxford, algunos de sus amigos más

cercanos, personas a las que admiraba,


abandonaron sus cosmovisiones

materialistas y se convirtieron en lo que


él llamó «sobrenaturalistas

completos». Lewis pensaba que todo era


un «disparate de marca mayor» y

sentía que no había peligro de ser


«arrastrado a ello». Sin embargo,
experimentó una «soledad y una
sensación de ser abandonado» por esos

amigos. Entonces encontró a otros


miembros de la facultad a los que

admiraba, en especial al profesor H. V.


Dyson y al profesor J. R. Tolkien.

Ambos eran creyentes fervientes e iban a


jugar un importante papel en la

gran transición de Lewis. Escribe que


«parecía que esta extraña gente

surgía por todas partes».

Lewis se daba cuenta de que los autores


que más admiraba, tanto

antiguos como modernos, adoptaban la


cosmovisión espiritual: Platón,

Virgilio, Dante, Johnson, Spenser, Milton,


y autores más modernos como

George MacDonald y G. K. Chesterton.


Los materialistas que leyó le

parecían por comparación «un poco


canijos». (Ciertamente, la

espiritualidad de Platón es diferente de la


de Chesterton; pero en un

mundo dividido entre materialistas y


espiritualistas, sólo podría ser

clasificado entre los segundos).

Entonces ocurrieron dos sucesos rápida y


sucesivamente. Primero,

Lewis leyó la obra El hombre eterno de


G. K. Chesterton, un libro que le

impresionó profundamente con


argumentos que luego usó en sus propios

libros. Chesterton fue un prolífico autor


británico, periodista, poeta y

crítico literario. La primera vez que


Lewis se encontró con sus escritos fue
cuando tenía diecinueve años y estaba
sirviendo en el ejército. Enfermó

con una fiebre de trincheras y, mientras se


recuperaba en el hospital, leyó

un libro de ensayos de Chesterton. Lewis


no podía entender su positiva

reacción al espiritualismo de Chesterton.


Anota: «se podría esperar que mi

pesimismo, mi ateísmo y mi horror al


sentimentalismo hubieran hecho

que fuera el autor con el que menos


congeniase». Lewis añade entonces:
«puede ser que la Providencia... dirija
nuestros gustos previos cuando

173

decide unir dos mentes» .

En una entrevista en 1963, Lewis


reconocía que «el libro

174

contemporáneo que más me ayudó es El


hombre eterno de Chesterton» .

En algún lugar de su autobiografía,


explicaba: «no sabía dónde me estaba

metiendo. Un joven que quiere seguir


siendo un perfecto ateo no puede ser

demasiado exigente con su lectura».


Aunque «Chesterton tenía más sentido

común que todos los demás modernos


juntos», tenía la misma

«peculiaridad» que la mayoría de los


otros autores admirados por Lewis:

Chesterton era creyente.

Entonces tuvo lugar un segundo suceso


que provocó «un fuerte

impacto». Uno de los mayores ateos


militantes del claustro de Oxford, T.
D. Weldon, se sentó una tarde en la
habitación de Lewis y le comentó que

la autenticidad histórica de los Evangelios


era sorprendentemente firme.

Esto perturbó profundamente a Lewis.


Comprendió inmediatamente las

implicaciones. Si este «el más convencido


de todos los ateos que conocía»

pensaba que los Evangelios son verdad,


¿en dónde le dejaba aquello?

¿Adónde podría volverse? «¿Es que no


había escapatoria?» Había
considerado las historias del Nuevo
Testamento como un mito, no como

hechos históricos. Si eran verdad, se daba


cuenta de que toda otra verdad

perdía significado. ¿Quería decir esto que


toda su vida estaba dirigida en la

dirección equivocada?

Lewis recordaba un incidente que sucedió


varios años antes, el primer

día de su llegada a Oxford de joven. Dejó


la estación del tren y empezó a

caminar con el equipaje en dirección al


college, pensando de antemano en

su primera mirada al «fabuloso enjambre


de campanarios y torres» que

había oído y soñado durante tantos años.


Según caminaba y se dirigía hacia

campo abierto, no podía ver señal alguna


de la gran universidad. Cuando

se dio la vuelta, percibió las majestuosas


agujas y torres del college en el

lado opuesto de la ciudad y se dio cuenta


que se estaba encaminando en

dirección errónea. Lewis escribió muchos


años después en la autobiografía:

«no me percaté de hasta qué punto


aquella pequeña aventura era una

175

alegoría de toda mi vida» .

Escribe que empezó a sentir a su


«Adversario» —el Uno, que necesitaba

desesperadamente que no existiera—


cada vez más cercano. Se sintió

acosado. La mayoría de los grandes


escritores que admiraba y muchos de

sus mejores amigos eran creyentes. «La


zorra había sido expulsada del

bosque... y corría por campo abierto...


sucia y cansada, y con los sabuesos

pisándole los talones. Y casi todo el


mundo ahora (de una forma o de otra)

pertenecía a la jauría». Lewis se


preguntaba si ellos no tendrían razón. Se

daba cuenta que podía utilizar su voluntad


para «abrir la puerta o

mantenerla cerrada».

Entonces tomó una de las decisiones más


fatídicas de su vida. Decidió
dejar sus prejuicios y examinar las
pruebas. «Subía Headington Hill en el

piso de arriba de un autobús... me dio la


impresión de estar acorralando

algo, o arrinconando algo... podía abrir la


puerta o cerrarla... La elección

pareció ser trascendental, pero también


era extrañamente poco emotiva...

Elegí abrir... Me sentía como si fuera un


hombre de nieve que empezaba a

derretirse...». Cuando tomó esa decisión,


comenzó a sentir la presencia de
Aquél que había necesitado
desesperadamente no encontrar.

Finalmente, Lewis se rindió. «Debes


imaginarme solo, en aquella

habitación del Magdalen, noche tras


noche, sintiendo, cada vez que mi

mente se apartaba por un momento del


trabajo, el acercamiento continuo,

inexorable de Aquél con quien, tan


encarecidamente, no deseaba

encontrarme. Aquél a quien temía


profundamente cayó al final sobre mí.
En el trimestre de verano... cedí, admití
que Dios era Dios y, de rodillas,

recé; quizá fuera, aquella noche, el


converso más desalentado y remiso de

176

toda Inglaterra» .

Esta primera fase en la transición, explica


Lewis, «fue sólo al teísmo,

pura y simplemente... Aún no sabía nada


de la Encarnación... El Dios al

que me sometí, simplemente, no era


humano». Lewis no experimentó
ninguna relación personal con este Dios,
y a veces, cuando rezaba, sintió

que estaba «echando cartas al correo con


una dirección inexistente».

Una vez que aceptó, con considerable


resistencia, la presencia de una

Inteligencia por encima del universo,


Lewis concluyó que este Ser pedía

una rendición y obediencia completas:


«...la exigencia era, simplemente,

“todo”... había que obedecer a Dios sólo


porque era Dios... por lo que es en
sí mismo... Si se pregunta por qué
debemos obedecer a Dios, la respuesta

es, como último recurso, “Yo soy”».

Por aquel entonces, Lewis se encontraba


confuso ante las doctrinas del

Nuevo Testamento. Le parecía que era


difícil «creer en algo que uno no

comprende». También se preguntaba


sobre la relevancia del relato

evangélico para la vida moderna. «Lo que


no podía entender era cómo la

vida y la muerte de Alguien (quien quiera


que fuese) de hace 2000 años

177

podía ayudarnos aquí y ahora...» .


Encontraba tontas o chocantes

expresiones «como “propiciación”,


“sacrificio”, y “la sangre del Cordero”».

Escribió: «mi perplejidad era toda la


doctrina de la redención».

Así empezó a leer el Nuevo Testamento


en griego. Su experiencia como

profesor de filosofía le hacía ser


consciente de «la asombrosa
multiplicidad

de “religiones”» con afirmaciones


conflictivas. ¿Cómo podría saber cuál

contenía la verdad? Sin embargo, el


comentario del «más convencido de

todos los ateos» T. D. Weldon sobre la


autenticidad histórica de los

Evangelios perseguía a Lewis. Según leía


el Nuevo Testamento, era

impactado por éste. Lewis ha pasado su


vida leyendo antiguos manuscritos.

Como ateo, él, igual que Freud, consideró


el relato del Nuevo Testamento

simplemente como otro de los grandes


mitos. Conocía bien los mitos y

leyendas antiguos —en especial los de la


mitología noruega— y le

impresionaron mucho. Siendo un joven


adolescente, Lewis se topó con el

libro Sigfrido y el ocaso de los dioses y


reavivó la experiencia de alegría de

la que había carecido durante años.


Muchos de esos mitos, tales como los

de Balder, Adonis y Baco, contenían


historias similares a la de la Biblia...

de un dios que baja a la tierra, muere para


salvar a su pueblo y resucita de

entre los muertos. Lewis siempre había


considerado la historia del Nuevo

Testamento simplemente como uno de


esos mitos.

Pero los Evangelios, se daba cuenta, no


contenían los ricos e

imaginativos escritos de esos escritores


antiguos y de tanto talento.

Parecían ser simples relatos de testigos


oculares de sucesos históricos,

principalmente hechos por judíos que no


estaban claramente

familiarizados con los grandes mitos del


mundo pagano que les rodeaba.

Lewis escribe: «ya tenía demasiada


experiencia en crítica literaria como

178

para considerar que los Evangelios son


mitos. No tienen el gusto mítico» .

Observa que eran diferentes de cualquier


otra cosa en literatura. «Si alguna
vez un mito se hubiera plasmado en la
realidad, se hubiera encarnado,

179

sería exactamente como éste» . En su


libro milagros explica que algunas

veces Dios usa un mito para predecir lo


que finalmente ocurrirá en la

historia: «... la verdad aparece primero en


forma mítica, y después por un

largo proceso de condensación o


focalización se encarna finalmente como

historia». Lewis sentía que según la


verdad llega a ser verdad histórica se

hace más sencilla, «más prosaica» que el


mito, y es «menos rica en muchas

180

clases de bellezas imaginativas de la


mitología pagana» . «Pero la historia

de Cristo es sencillamente un mito


verdadero: un mito que trabaja en

nosotros de la misma forma que los otros,


pero con esta tremenda

181

diferencia de que sucedió realmente... » ,


escribe a Greeves.

Resaltaba el estilo y contenido de los


Evangelios: «como historiador de

la literatura, estoy completamente


convencido de que, sean lo que sean los

Evangelios, no Pero los Evangelios, se


daba cuenta, no contenían los ricos

e imaginativos escritos de esos escritores


antiguos y de tanto talento.

Parecían ser simples relatos de testigos


oculares de sucesos históricos,

principalmente hechos por judíos que no


estaban claramente

familiarizados con los grandes mitos del


mundo pagano que les rodeaba.

Lewis escribe: «ya tenía demasiada


experiencia en crítica literaria como

para considerar que los Evangelios son


mitos. No tienen el gusto mítico»14.

Observa que eran diferentes de cualquier


otra cosa en literatura. «Si alguna

vez un mito se hubiera plasmado en la


realidad, se hubiera encarnado,

sería exactamente como éste»15. En su


libro milagros explica que algunas

veces Dios usa un mito para predecir lo


que finalmente ocurrirá en la

historia: «... la verdad aparece primero en


forma mítica, y después por un

largo proceso de condensación o


focalización se encarna finalmente como

historia». Lewis sentía que según la


verdad llega a ser verdad histórica se

hace más sencilla, «más prosaica» que el


mito, y es «menos rica en muchas

clases de bellezas imaginativas de la


mitología pagana»16. «Pero la historia

de Cristo es sencillamente un mito


verdadero: un mito que trabaja en

nosotros de la misma forma que los otros,


pero con esta tremenda

diferencia de que sucedió realmente...»17,


escribe a Greeves.

Resaltaba el estilo y contenido de los


Evangelios: «como historiador de

la literatura, estoy completamente


convencido de que, sean lo que sean los

Evangelios, no son leyendas. Yo he leído


muchísimas leyendas (mitos) y

me parece muy claro que los Evangelios


no son ese género de cosas. No

son suficientemente artísticos para ser


leyendas. Desde un punto de vista

imaginativo son torpes, no desarrollan...


La mayor parte de la vida de Jesús

es desconocida para nosotros... y nadie


que creara una leyenda, permitiría

182

algo así» .

Su concepto de la Figura Central de estos


documentos empezó a

cambiar. Como ateo, Lewis había


clasificado a Jesús Nazareno sólo como

un «filósofo hebreo», otro gran maestro


moral. Ahora empezaba a ver esta

figura con luz diferente: «...tan real, tan


reconocible, a través de tanto

tiempo, como el Sócrates de Platón, o el


Johnson de Boswell... y sin

embargo tan numínico, iluminado por una


luz de más allá del mundo, un

dios. Pero si un dios, como ya no


volveremos a ser politeístas, no era un

dios, era Dios. Aquí, y sólo aquí, en todo


tiempo, el mito podría haberse

183

hecho realidad: el Verbo, carne; Dios,


hombre» . Lewis empezó a darse

cuenta de que esta Persona hizo


declaraciones únicas sobre sí mismo,

declaraciones que de ser verdad


descartaban la posibilidad de que fuera

sólo un gran maestro moral.


Primeramente, señala que Jesús tuvo la
«asombrosa pretensión» de ser el Mesías,
ser Dios. Cita a Jesucristo cuando

dice: «soy el unigénito del Dios Uno,


antes que Abraham fuera, yo soy»;

Lewis continúa: «...y recuerda lo que las


palabras “yo soy” eran en hebreo.

Eran el nombre de Dios, y no debían ser


pronunciadas por ningún ser

humano, formaban el nombre cuya


pronunciación significaba la

184

muerte» . Como filólogo, Lewis se centra


en los pasajes del Nuevo

Testamento que se refieren a Cristo como


«engendrado, no creado» y el

«hijo unigénito». Lewis explica que


«engendrar es convertirse en el padre

de algo o alguien. Crear es hacer... Lo que


Dios engendra es Dios, del

mismo modo que lo que engendra un


hombre es un hombre. Lo que Dios

crea no es Dios, del mismo modo que lo


que el hombre crea no es un

hombre. Por eso los hombres no son


Hijos de Dios en el sentido en que lo

185

es Cristo» .

Lewis advertía que esta Persona también


declaraba perdonar los

pecados, perdonar lo que la gente hizo a


otros. Más tarde escribía: «ahora

bien, a menos que el que hable sea Dios,


esto resulta tan absurdo que raya

en lo cómico. Todos podemos


comprender el que un hombre perdone

ofensas que le han sido infligidas... Pero


¿qué hemos de pensar de un

hombre que anuncia que él te perdona por


haber pisado a otro hombre o

186

haberle robado a otro hombre su dinero?


» . Incluso Freud parecía darse

cuenta de la unicidad de esta declaración.


En una carta a Oskar Pfister,

escribe: «y ahora, suponte que digo a un


paciente: “Yo, el profesor

ordinario titular Sigmund Freud, le


perdono sus pecados” ¡Qué ridículo en
187

mi caso!» .

Lewis argumenta que la declaración de


Jesús de ser el Mesías y perdonar

los pecados descarta la posibilidad de ser


simplemente un gran maestro

moral. Aquí estaba influido por


Chesterton. En El hombre eterno,

Chesterton señalaba que ningún gran


maestro moral proclamó ser Dios, ni

Mahoma, ni Miqueas, ni Malaquías, o


Confucio, o Platón, o Moisés, o
Buda: «de ningún profeta o filósofo de su
mismo orden intelectual se puede

decir que proclamara su divinidad... y


cuanto más grande sea, menos

188

probable es que haga la mayor de las


proclamas» . Lewis extiende la idea

de Chesterton escribiendo que «si nos


hubiéramos acercado a Buda y le

hubiéramos preguntado “¿Eres tú el hijo


de Bramah?”, nos hubiera dicho:

“Hijos míos, estáis todavía en el valle de


la ilusión”. Si nos hubiéramos

acercado a Sócrates y le hubiéramos


preguntado: “¿Eres tú Zeus?”, se

hubiera reído de nosotros. Si nos


hubiéramos acercado a Mahoma y le

hubiéramos preguntado: “¿Eres tú Alá?”,


primero se hubiera rasgado las

vestiduras y después nos hubiera cortado


la cabeza... La idea de un gran

maestro moral que diga lo que decía


Cristo es totalmente imposible».

La afirmación de Jesucristo de ser Dios y


tener autoridad para perdonar

los pecados dejaba sólo una de estas tres


posibilidades: estaba engañado, o

intentaba deliberadamente engañar a sus


seguidores para algún fin

ulterior, o él era lo que proclamaba ser. A


medida que continuaba Lewis su

lectura de los documentos del Nuevo


Testamento, estaba de acuerdo con

Chesterton en que la prueba estaba en


contra de que esta Persona fuera

mala o psicótica. (Los psiquiatras se


encuentran en efecto con personas que

dicen ser Dios, pero padecen


invariablemente severas limitaciones en
su

comportamiento y tienen un concepto


distorsionado de la realidad). Para

Lewis, los relatos de testigos oculares del


Nuevo Testamento no reflejaban

las enseñanzas de un lunático. Él resalta


«un acuerdo general acerca de que

en la enseñanza de este Hombre y de Sus


inmediatos seguidores, la moral
se manifiesta en su forma mejor y más
pura... plenitud de sabiduría y

189

prudencia... producto de un hombre


sensato» . Más tarde cerró un

capítulo de su libro más leído con: «un


hombre que fue meramente un

hombre y que dijo las cosas que dijo


Jesús, no sería un gran maestro moral.

Sería un lunático... o si no sería el


mismísimo demonio. Tenéis que

escoger... Podéis hacerle callar por necio,


podéis escupirle y matarle como

si fuera un demonio; o podéis caer a sus


pies y llamarle Dios y Señor. Pero

no salgamos ahora con insensateces


paternalistas acerca de que fue un gran

190

maestro moral. Él no nos dejó abierta esa


posibilidad. No quiso hacerlo» .

Chesterton influyó profundamente en que


Lewis aceptara «la

Encarnación», la sorprendente convicción


de que el Creador del universo
descendió realmente a la historia humana.
Chesterton escribe que la

historia del Nuevo Testamento «es nada


menos que la afirmación

categórica de que ese misterioso hacedor


del mundo ha visitado su mundo

en persona. Él, Él mismo, aquel invisible


Ser original, acerca del cual los

pensadores hicieron teorías y los


mitólogos mitos. El Hombre Que Hizo el

Mundo. Que tal alta personalidad existe


detrás de todo lo creado, lo han
inferido siempre los mejores pensadores,
como asimismo las más hermosas

leyendas. Pero ni aquéllos ni éstas han


imaginado nunca... Lo más que ha

dicho algún profeta religioso es que él era


el verdadero servidor de tal

Ser... Lo más que se ha atrevido a sugerir


cualquier mito es que el Creador

estuvo presente en la Creación. Pero que


el Creador estuvo presente... en

la vida común y diaria del Imperio


Romano... esto es algo sin semejanza
posible con nada de este mundo. Es el
hecho más asombroso que ha

conocido el hombre desde que habló la


primera palabra articulada... no se

191

puede utilizar como un elemento de


religión comparada» . La palabra

«evangelio» significa buena nueva.


Chesterton señala que es «un puñado de

buenas nuevas. Tan buenas, que parecen


increíbles».

Es buena noticia porque ofrece otro


camino al desaliento de tratar de

seguir la ley moral y no conseguirlo,


como le sucedía a Lewis. A medida

que seguía leyendo seriamente la Biblia,


se daba cuenta de que ninguno de

los principales personajes (salvo uno)


cumplió con la ley moral. Adán

acusó a Eva de su desobediencia, la


Caída, que marcó la separación de la

raza humana del Creador y el comienzo


de la enfermedad y la muerte;

Abraham mintió sobre la relación con su


mujer Sara; David cometió

adulterio y asesinato; incluso el apóstol


Pedro negó conocer a Jesús. Todo

esto llevaba a la conclusión de que nadie


salvo Dios Mismo podría observar

la ley moral. La transgresión de la ley nos


separó de Dios. Todo necesitaba

reparación, ser reconciliado con El. El


Nuevo Testamento afirmaba que

Dios envió a «su Hijo Unigénito» para


hacer posible esta reconciliación,

para redimirnos. Lewis empezó a darse


cuenta que todos los mitos paganos

sobre un dios que muere, las profecías de


las Escrituras hebreas e incluso la

tendencia de la vida vegetal, «tiene que


empequeñecerse y hacerse una

cosa dura, insignificante, similar a la


muerte, tiene que caer en tierra; de

192

aquí la nueva vida reasciende» , todo


señala a aquel momento de la

historia en que el Creador mismo vendría


a la tierra, moriría y resucitaría
de nuevo. Todo esto para liberar a la
humanidad de las consecuencias de la

Caída, para redimir al mundo. Lewis


empezó a «ver» lo que previamente

había parecido «tonto y chocante». Las


piezas del rompecabezas iban

encajando.

Cabría preguntar cómo Lewis, cuando era


ateo, un brillante erudito que

pasó buena parte de su vida en las


bibliotecas de Oxford, había podido no

leer los documentos del Nuevo


Testamento, considerados entre las obras

más influyentes de la historia de la


civilización. Ciertamente sabía que se

han escrito más libros sobre Jesucristo


que sobre ningún otro en la historia,

que aparecía en los escritos de los


historiadores romanos y judíos y por

tanto era más que un mito. De hecho,


todos los sucesos de la historia

occidental están fechados antes y después


de su nacimiento. Quizás parte

de la respuesta está en lo que Lewis llama


una «ceguera voluntaria» que

tenía en sus años de ateísmo.

La tarde del 19 de septiembre de 1931,


puede que la más significativa de

su vida, Lewis invitó a sus dos mejores


amigos —Dyson y Tolkien— a

cenar. Empezaron a discutir sobre el mito


y la metáfora. Después de la

cena pasearon por el campus de Oxford, a


lo largo del bello Paseo Addison.

Este sendero de una milla, bajo


magníficas hayas, atraviesa campos
abiertos

de flores y es a menudo visitado por


venados. Estuvieron hablando hasta

entrada la noche, en esa cálida tarde, y,


como Lewis recordaría más tarde,

una ráfaga repentina de viento hizo que


cayeran las primeras hojas de los

árboles. Los tres hombres se pararon en la


oscuridad y escucharon. Quizás

esto vino a tener un sentido simbólico


para Lewis, que había estado

leyendo en el Evangelio según San Juan:


«El viento sopla donde quiere y

oyes su voz, pero no puedes decir de


dónde viene y a donde va. Así es todo

el que es nacido del Espíritu» (Jn 3,8). La


discusión continuó hasta que el

reloj de la Torre del Magdalen dio las tres


de la madrugada. Tolkien, que al

parecer no se dio cuenta de lo tarde que


era, regresó deprisa a casa con su

esposa. Lewis y Dyson continuaron una


hora más.

Diez días después de aquella tarde, Lewis


escribió a Arthur Greeves:

«acabo de pasar ya a... creer


definitivamente en Cristo. Trataré de

explicártelo en otro momento. Mi larga


noche de conversación con Dyson

193

y Tolkien tiene mucho que ver con ello» .


Y en otras cartas: «...el lado

194

intelectual de mi conversión no fue


simple» ; «Dyson y Tolkien fueron

195
las causas humanas inmediatas de mi
conversión» . «Las conversiones

suceden de múltiples formas; algunas


brusca y catastróficamente (como

San Pablo, San Agustín o Bunyan), otras


de forma muy gradual e

196

intelectual (como la mía)» .

Pero, ¿cómo ocurrió exactamente? Dice


que sabe cuándo sucedió, pero

no exactamente cómo. Iba en moto hacia


el zoológico. Escribe: «cuando
salimos, no creía que Jesucristo fuera el
Hijo de Dios, y cuando llegamos al

zoológico, sí. Sin embargo, no me había


pasado todo el camino sumido en

mis pensamientos, ni en una gran


inquietud...». Después utiliza una

metáfora un tanto extraña, aunque


familiar: «era más parecido a cuando un

hombre, después de dormir mucho, se


queda en la cama inmóvil, dándose

cuenta de que ya está despierto».

Ciertamente todos experimentamos, casi


a diario, sin saber exactamente

cómo, la transición desde el mundo irreal


del sueño y de los sueños al

mundo de la vigilia. Sabemos cuándo nos


despertamos, como Lewis supo

cuándo llegó a creer en Jesucristo. Sabía


qué personas y sucesos influyeron

en ese proceso, de la misma forma que


nosotros sabemos qué sucesos —la

luz del día, el despertador, y otros—


influyen cuando nos despertamos.

Pero cómo ocurrió el hecho en sí de pasar


de no creer a creer —como

nuestro proceso de dormir a despertarnos


—, permanece sin haber sido

descrito por el expresivo Lewis.

Una vez que tomó la decisión consciente


de superar su «ceguera

voluntaria» y de examinar las pruebas, y


la segunda decisión de rendir su

voluntad, sólo entonces pasó de lo que


describió como las tinieblas de la

incredulidad a la luz de la realidad. Se


despertó.
Lewis insiste en que su conversión fue
principalmente «intelectual» y da

una larga y detallada descripción del


proceso mental implicado. De cuando

iba en moto al zoo, Lewis puntualiza: «no


me había pasado todo el

camino... en una gran inquietud...


“Inquietante” quizá sea el último

adjetivo que podamos aplicar a algunos


de los sucesos más importantes».

Como psiquiatra, encuentro difícil creer


que estos sucesos estuvieran
totalmente exentos de emociones, incluso
para Lewis. Sentimos más

fácilmente de lo que pensamos, y


nuestros sentimientos controlan a

menudo nuestras decisiones y conducta


más que nuestros pensamientos.

Quizás a causa de las experiencias


traumáticas de su vida de joven, Lewis

encontraba menos accesibles sus


sentimientos. Hay una gran prueba de

esto en la autobiografía de Lewis. Por


ejemplo, comenta: «...los altibajos de
la vida emocional de mi padre...
[alimentaron] en mí, mucho antes de que

fuera lo suficientemente mayor como


para darle un nombre, una cierta

desconfianza o aversión a las emociones


como algo desapacible, violento e,

197

incluso, peligroso» .

Sin embargo, el intelecto de Lewis jugó


ciertamente un papel

significativo en su conversión. Se daba


cuenta de que su falta de
conocimiento formaba la base de su
incredulidad. Como explicaba en una

carta escrita poco después de su


transición, «lo que me ha estado

reteniendo... no ha sido tanto una


dificultad para creer como una

dificultad para conocer... tú no puedes


creer en una cosa mientras ignoras

198

lo que es esa cosa» . Sólo después de leer


el Nuevo Testamento adquirió el

conocimiento y empezó a comprender lo


que llegó a formar la base de su

fe.

Hay muchas similitudes entre la


transición de Lewis y las experiencias

de conversión de los estudiantes


universitarios que he investigado.

Primero, todas las experiencias ocurrieron


dentro del contexto de una

universidad moderna, liberal, donde el


ambiente tendía a ser hostil a tales

experiencias. Segundo, tanto Lewis como


los estudiantes observaron en las
vidas de las personas que admiraban
alguna cualidad que faltaba en sus

propias vidas. Lewis lo observaba en la


vida de los grandes escritores así

como en ciertos miembros de la facultad


de Oxford; los estudiantes de

Harvard, en la vida de otros estudiantes.


Claramente fueron influenciados

por sus contemporáneos. Tercero, tanto


Lewis como los estudiantes

hicieron un esfuerzo consciente de


voluntad para abrir sus mentes y
examinar las pruebas. Lewis empezó a
leer el Nuevo Testamento en griego;

los estudiantes trataron de unirse en el


campus a grupos de estudio de la

Biblia. Llegaron a convencerse de la


credibilidad histórica de esos

documentos y comprendieron la Figura


Central no como la de alguien que

murió hace dos mil años, sino como «una


realidad viva» que hizo

declaraciones únicas sobre sí mismo y


con el que ellos tenían una relación
personal. Cuarto, Lewis y cada uno de los
estudiantes, después de su

conversión, descubrieron que su fe


estimulaba el funcionamiento de sus

vidas. Manifestaban haber tenido cambios


positivos en sus relaciones con

los demás, su propia imagen, su


temperamento y su productividad. Las

personas que conocían a Lewis y los que


conocían a los estudiantes antes y

después de su transición confirmaron esos


cambios.
Pero, ¿podrían explicarse
psicológicamente todos estos cambios?

¿Podrían Lewis y esos estudiantes haber


experimentado alguna clase de

crisis psicológica? Si Freud hubiera


colocado a Lewis en su diván, ¿habría

encontrado algún indicio de «neurosis


obsesiva» o «psicosis alucinatoria»?

Los hechos no se inclinan hacia esa


posibilidad. La enfermedad psíquica,

comprendida según Freud (y los


psiquiatras de hoy día más orientados
dinámicamente), es causada por
conflictos inconscientes que afectan

seriamente al comportamiento de los


pacientes en áreas importantes de sus

vidas. Los psiquiatras determinan si un


paciente necesita tratamiento

según el grado de dificultad de su


comportamiento. Si Freud hubiera

analizado a Lewis, los hechos sugieren


que no lo habría despedido como

disfuncional; más bien, Freud le habría


admirado —su inteligencia y sus
habilidades literarias— igual que le
sucedía con San Pablo y su gran amigo

Oskar Pfister. Como experto clínico,


Freud habría observado que la

transición experimentada por Lewis le


maduró emocionalmente y no

perturbó, sino más bien favoreció, su


modo de funcionar. Puede que

hubiera concluido, como hizo el notable


psicoanalista Erik Erikson, que la

persona que, como Lewis, experimenta


una transición espiritual «es
siempre más mayor, o con pocos años se
hace de repente mayor que... sus

padres y profesores, y se concentra de una


forma precoz en lo que a otros

les cuesta toda su vida conseguir apenas


un mero indicio: la cuestión de

cómo escapar de la corrupción en vida y


de cómo en la muerte dar sentido

199

a la vida» .

PARTE SEGUNDA

CÓMO DEBERÍAMOS VIVIR


5

FELICIDAD

¿Cuál es nuestra mayor fuente de


satisfacción en la

vida?

Los capítulos anteriores se centraron en


cuestiones relacionadas con

nuestra filosofía de la vida: en creer o no


creer, y en la transición entre los

dos estados. Pero hay muchas —quizás


innumerables— preguntas
relacionadas con ésas. Creer o no creer
refleja dos cosmovisiones

totalmente distintas, de modo que ofrecen


respuestas muy diferentes a

cómo encarar vida y muerte, amor y


pérdida, e incluso la sexualidad. Sobre

cada una de estas cuestiones, Freud y


Lewis formularon respuestas muy

elaboradas y a menudo contrarias.

Ningún aspecto de la vida es más


deseado, más vaporoso y más

desconcertante que el de la felicidad. La


gente desea lo que cree que la

hará feliz y se esfuerza por conseguirlo:


buena salud, aspecto atractivo, un

matrimonio ideal, niños, una casa


cómoda, éxito, fama, independencia

económica... la lista es interminable. Sin


embargo, no todo el mundo que

consigue estos objetivos es feliz. Parece


que la infelicidad está al menos tan

presente como la felicidad. No hace falta


ser psiquiatra para darse cuenta

de que un número asombroso de


norteamericanos padece depresión clínica

—una forma sostenida de infelicidad— y


un número significativo decide

poner fin a su infelicidad suicidándose.


(En los Estados Unidos, más de un

cuarto de millón de personas intentan


acabar su vida cada doce meses, y

unos 30.000 lo consiguen).

A menudo pregunto a mis alumnos si, por


su observación y experiencia,

las personas que les rodean son felices.


Invariablemente su respuesta es no.
Invariablemente manifiesto sorpresa.
Tengo que señalar que, en

comparación con la mayoría de las


personas del mundo, tienen de todo:

juventud, salud, inteligencia, comida


abundante, vestidos, un lugar

agradable para vivir, educación, un futuro


prometedor, etc. ¿Qué les hace

ser infelices? La contestación típica es la


falta de relaciones con sentido.

Los alumnos ponen de relieve que todos


los que les rodean parecen estar
consumidos por sus éxitos. Cuando les
pregunto qué piensan que

entienden sus colegas por éxito y cuáles


observan que son los objetivos

vitales que su entorno instila, la respuesta


es «fama y fortuna».

¿Qué es la felicidad? ¿Cómo se define? A


lo largo de los siglos, las

grandes cabezas del pasado han intentado


definir esta experiencia humana

tan importante. Algunos filósofos han


concluido que la felicidad es un
objetivo ilusorio que nunca se alcanza.
«El hombre nunca es feliz, pero

gasta toda su vida luchando por algo que


cree que le hará feliz», escribe

Arthur Schopenhauer, famoso filósofo


alemán, cuyos escritos influyeron

en Freud. Otras definiciones reflejan


filosofías específicas de la vida. «¿Qué

es la felicidad?» pregunta Friedrich


Nietzsche, que también influyó en

Freud. Contesta: «la sensación de que el


poder aumenta, de que la
resistencia es vencida».

Aunque Freud y Lewis describen la


experiencia y el sentimiento

humanos con considerable exactitud,


definen la felicidad de formas

notablemente distintas. Al principio esto


puede parecer sorprendente; a fin

de cuentas, aunque sus cosmovisiones les


llevaron a buscar la felicidad por

caminos diferentes, ¿por qué habrían de


definir de forma tan diversa la

misma sensación? Sin embargo, si


miramos más de cerca, la visión

freudiana de la felicidad resulta


fundamental para su visión materialista
del

mundo, y ciertamente la definición de


Lewis refleja su vida espiritual. El

contraste es fascinante.

Si acudimos a diccionarios modernos, el


concepto de felicidad no está

claro en absoluto. Una primera definición


implica que la felicidad es un

estado determinado por circunstancias


externas, es decir, «caracterizado

por la suerte o buena fortuna» (American


Heritage Dictionary). Una

segunda, describe la felicidad como un


estado emocional, un sentimiento,

un ánimo positivo —por ejemplo,


«expresando el estado de ánimo de uno

que está contento o encantado»


(Webster’s Collegiate Dictionary) o

«cualquier estado de buen humor,


temporal o duradero» (American

Heritage Dictionary). Como sinónimos de


«feliz», tenemos «contento»,

«jovial» «despreocupado», «jubiloso» y


«alegre». Estos mismos diccionarios

nos dicen que lo opuesto a felicidad es


«tristeza». Y tristeza, cuando se la

experimenta durante bastante tiempo, es


un síntoma primario de

depresión, la enfermedad psicológica más


corriente de nuestra cultura.

Estudios recientes indican que del orden


del 30 por ciento —más de 75

millones de americanos— desarrollarán


una depresión en su vida y

buscarán tratamiento. Los investigadores


creen que, como la mayoría de

los deprimidos no busca ayuda, el número


real de personas que tienen

200

depresión es considerablemente mayor .

En su obra citada El malestar en la


cultura, Freud escribe que cuando

uno observa «qué fines y propósitos de


vida expresan los hombres en su

propia conducta... es difícil equivocar la


respuesta: aspiran a ser felices, no

201

quieren dejar de serlo» . Freud observa


también que «nos es mucho

menos difícil experimentar la desgracia»


que la felicidad. Estemos o no de

acuerdo, la mayoría de nosotros admitiría


probablemente que, durante

nuestro breve viaje por este planeta, la


felicidad juega un papel importante

para determinar la calidad de nuestra


vida. Probablemente también
estaríamos de acuerdo, como indica la
investigación reciente sobre la

depresión, en que la mayoría de la gente


no parece ser feliz, al menos

durante parte de su vida. ¿Pueden, Freud


o Lewis, esclarecer nuestra

comprensión de la felicidad, de forma que


podamos experimentarla más en

nuestras vidas?

Freud equipara felicidad con placer, en


concreto el placer que proviene

de satisfacer nuestras necesidades


sexuales. Escribe: «la felicidad... es un

problema de satisfacer un deseo instintivo


de la persona... Lo que en el

sentido más estricto se llama felicidad


surge de la satisfacción, casi siempre

instantánea, de necesidades acumuladas,


que han alcanzado elevada

202

tensión... » . Y añade: «...el amor sexual


(genital)... ofrece... las más

intensas vivencias placenteras,


estableciendo... el prototipo de toda
felicidad». Este «principio del placer»,
escribe Freud, «rige las operaciones

del aparato psíquico desde su mismo


origen».

Da varias razones de por qué es tan difícil


ser feliz. Primero, menciona

las muchas causas de dolor: enfermedad,


vejez, las fuerzas destructivas de

la naturaleza y, la más dolorosa de todas,


nuestra relación con otras

personas. Segundo, señala que como


experimentamos placer sexual sólo
como «un fenómeno episódico» —es
decir, después de que el deseo sexual

ha alcanzado una cierta intensidad— sólo


podemos experimentar la

felicidad por un breve período de tiempo.


«Nuestra disposición», explica

Freud, «no nos permite gozar


intensamente sino al contraste, pero sólo
en

muy escasa medida lo estable. Así,


nuestras facultades de felicidad están ya

limitadas en principio por nuestra propia


constitución».
Además, nuestra cultura impone
restricciones y prohibiciones en la

expresión de nuestras necesidades


sexuales instintivas, que limitan aún

más nuestro placer y por consiguiente


nuestra capacidad de ser felices.

Cuando violamos estas reglas, la mayoría


de nosotros, aunque no todos,

experimentamos un sentimiento de
culpabilidad que nos hace sentirnos

menos felices. Freud explica que primero


nuestros padres nos imponen
estas restricciones sociales y les
obedecemos por temor a perder su amor.

Después, esta autoridad paterna se


interioriza en nuestra conciencia, el

superyó.

Freud plantea, quizás con tono de burla:


«supongamos levantadas de

pronto sus prohibiciones [de la


civilización]: el individuo podrá elegir

como objeto cualquier mujer que


encuentre a su gusto, podrá

desembarazarse sin temor alguno de los


rivales que se la disputen, y en

general de todos aquéllos que se


interpongan de algún modo en su camino,

y podrá apropiarse de los bienes ajenos


sin pedir siquiera permiso a sus

dueños. La vida parece convertirse así en


una serie ininterrumpida de

satisfacciones». Freud se da cuenta de


que todos los demás «abrigan los

mismos deseos que yo, y no han de


tratarme con más consideración que yo

a ellos. Resulta, pues, que en último


término, sólo un único individuo

puede llegar a ser “ilimitadamente” feliz


con esta supresión de las

restricciones...: un tirano, un dictador que


se haya apoderado de todos los

203

medios de poder» . (Uno se pregunta, sin


embargo, si Hitler y otros

dictadores se consideraron felices). Así


Freud está de acuerdo en que, como

cultura, necesitamos estas prohibiciones


para controlar nuestros instintos
sexuales y agresivos y, de esa forma,
protegernos unos de otros. El precio

que pagamos por esta protección es una


marcada disminución en nuestra

capacidad de experimentar felicidad.

Freud explica además otra razón de


nuestra infelicidad. Como el amor

sexual «nos proporciona la experiencia


placentera más poderosa y

subyugante, estableciendo así el prototipo


de nuestras aspiraciones de

204
felicidad» , la gente tiende a buscar su
felicidad sobre todo en relaciones

amorosas. Pero advierte que cuando


alguien logra encontrar su principal

fuente de felicidad en una relación


amorosa, esto le «conduce a una

peligrosa dependencia frente a una parte


del mundo exterior —frente al

objeto amado que se elige—,


exponiéndolo así a experimentar los
mayores

sufrimientos cuando este objeto lo


desprecie o cuando se lo arrebate la
205

infidelidad o la muerte» . Como cualquier


poeta estaría de acuerdo:

«jamás nos hallamos tan a merced del


sufrimiento como cuando amamos;

jamás somos tan desesperadamente


infelices como cuando hemos perdido

206

el objeto amado o su amor» .

Freud reconoce que podemos obtener


cierto grado de placer del trabajo

creativo, lo que llama la «sublimación de


los instintos». Pero el placer o

felicidad «de esta clase, como la que el


artista experimenta en la creación...

la del investigador en la solución de sus


problemas y en el descubrimiento

de la verdad... comparada con la


satisfacción de los impulsos instintivos

groseros y primarios, es muy atenuada y


de ningún modo llega a

207

conmovernos físicamente» . Además, no


todo el mundo puede
involucrarse en un trabajo creativo; no
todos poseen dones creativos. Sin

embargo, Freud explica que el trabajo


podría actuar generalmente como

una «poderosa desviación» de nuestra


infelicidad. Supone que Voltaire

tiene esto en mente cuando, en Cándido,


aconseja a uno cultivar su propio

jardín. Pero Freud previene rápidamente


que «el trabajo es menospreciado

por el hombre como camino a la


felicidad. No se precipita a él como a
otras
fuentes de goce. La inmensa mayoría de
los seres sólo trabaja bajo el

imperio de la necesidad...». El trabajo,


para la mayoría, no da la felicidad.

Ni siquiera los avances científicos y


tecnológicos y «el alargamiento de

la vida media» en los días de Freud han


conseguido hacer a la gente más

feliz. (Tampoco en nuestro tiempo). De


hecho, cree que estos avances han

contribuido a nuestra infelicidad. «Los


hombres han ganado en controlar
las fuerzas de la naturaleza hasta tal punto
que... no tendrían ninguna

dificultad en exterminarse unos a otros


hasta el último hombre. Lo saben,

y de ahí proviene una gran parte de su


inquietud actual, su infelicidad y su

humor ansioso».

Mientras la felicidad parece ser muy


difícil de obtener en esta vida, «nos

es mucho menos difícil experimentar la


desgracia». Freud explica: «el

sufrimiento nos amenaza por tres lados:


desde el propio cuerpo que,

condenado a la decadencia y a la
aniquilación, ni siquiera puede prescindir

de los signos de alarma que representan el


dolor y la angustia; del mundo

exterior, capaz de encarnizarse en


nosotros con fuerzas destructoras

omnipotentes e implacables; por fin, de


las relaciones con otros seres

humanos. El sufrimiento que emana de


esta última fuente quizá nos sea

208
más doloroso que cualquier otro» .

Freud no prestó la menor atención al gran


número de personas que

encuentran que los recursos espirituales


les liberan de esta «inquietud»,

«infelicidad» y «ansiedad». Llama a la fe


religiosa «la tentativa de

procurarse un seguro de felicidad y una


protección contra el dolor por

medio de una transformación delirante de


la realidad... desde luego,

ninguno de los que comparten el delirio


puede reconocerlo jamás como

209

tal» .

Sin embargo, Freud reconoce que la


cosmovisión de cada uno no sólo

puede disminuir la infelicidad, sino que


también influye en el grado de

felicidad que se experimenta. Manifiesta


envidia porque su visión del

mundo le ofrece poco a este respecto. En


Moisés y la religión monoteísta,

afirma sarcásticamente: «¡Cuán


envidiable nos parece a nosotros, pobres
de

fe, el investigador convencido de que


existe un Ser Supremo!... ¡Cuán

amplias, agotadoras y definitivas son las


doctrinas de los creyentes,

comparadas con las penosas, mezquinas y


fragmentarias tentativas de

explicación que constituyen nuestro


máximo rendimiento». Se da cuenta

de que los creyentes afirman poseer una


conciencia de cómo deben
comportarse. «El espíritu divino... inculcó
a los hombres el conocimiento

de este ideal y al mismo tiempo el anhelo


de identificarse con él».

Reconoce que vivir bien según ese ideal


influye en su estado emotivo.

Respecto al concepto de una ley moral


universal, Freud dice que «sus

sentimientos se ajustan a la respectiva


distancia que los separa de su ideal.

Experimentan gran satisfacción cuando se


le aproximan..., y sufren
doloroso displacer cuando... se han
alejado de él». Pero una vez más Freud

desecha esta visión. «Todo esto sería así


de simple e inconmovible», afirma

con sorna. Enseguida añade, «no


podemos menos de lamentar si ciertas

experiencias de la vida y observaciones


del mundo nos impiden aceptar la

existencia de semejante Ser Supremo». Y


Freud se pregunta de dónde esta

creencia tan extendida en un Ser Supremo


«ha tomado... su enorme
210

poderío, que triunfa sobre la razón y la


ciencia» . Concluye finalmente,

«... y aún estaríamos por afirmar que el


plan de la “Creación” no incluye el

211

propósito de que el hombre sea feliz» .

Lewis cree que el plan de la creación sí


que tenía prevista nuestra

felicidad. Pero algo falló en el plan.


Puesto que la mayoría de nuestros

sufrimientos provienen de otros seres


humanos —Lewis supone que tres

cuartas partes de los sufrimientos caen


dentro de esta categoría—

necesitamos preguntarnos cuál es la causa


de que los humanos inflijan tal

miseria a otros. Explica: «Dios creó seres


con libre albedrío. Esto significa

criaturas que pueden acertar o


equivocarse. Algunos creen que pueden

imaginar una criatura que fuese libre,


pero no tuviera posibilidad de

equivocarse; yo no. Si alguien es libre de


ser bueno, también es libre de ser

malo. Y el libre albedrío es lo que ha


hecho posible el mal. Cuanto más

inteligente y con más talentos sea la


persona que Dios crea, tanto mayor

será la capacidad de amar y de ser una


fuerza positiva en el universo, pero

también, si esa persona se rebela, mayor


será la capacidad de causar mal, de

infligir daño y causar desgracia. Nuestros


remotos antepasados se rebelaron

y usaron su libertad para transgredir la ley


moral... ser sus propios amos...

inventar una suerte de felicidad para sí


mismos fuera de Dios».

Lewis pregunta: «¿por qué, entonces, nos


ha dado Dios el libre

albedrío?» ¿Por qué nos dio Dios libertad


para escoger, si sabía que la gente

usaría esa libertad para causar tanta


frustración en sí mismos y tanta

miseria en otros? «Porque el libre


albedrío, aunque haga posible el mal, es

también lo único que hace que el amor, la


bondad o la alegría merezcan la

pena tenerse». Sin libertad, seríamos


autómatas, y obviamente Dios

prefirió relacionarse no con máquinas,


sino con seres humanos. Lewis

afirma que «la felicidad que Dios concibe


para Sus criaturas más

evolucionadas es la felicidad de estar


libre y voluntariamente unidos a Él y

entre sí en un éxtasis de amor y deleite


comparado con el cual el amor más

arrobado entre hombre y mujer en este


mundo es mera insignificancia. Y

212

para ello deben ser libres» .

Afirma Lewis que el fin principal de


nuestra vida —la razón de nuestra

existencia en este planeta— es establecer


una relación con la Persona que

nos colocó aquí. Mientras no se


establezca esa relación, todos nuestros

intentos de alcanzar la felicidad —nuestra


búsqueda de reconocimiento, de

dinero, de poder, del matrimonio perfecto


o la amistad ideal, de todo

aquello en cuya búsqueda gastamos


nuestras vidas— siempre se quedarán

cortos, nunca satisfarán el anhelo,


colmarán el vacío, calmarán la

inquietud o nos harán felices. Lewis


explica que «Dios diseñó a la máquina

humana para funcionar con El. El


combustible con el que nuestro espíritu

ha sido diseñado para funcionar, o la


comida que nuestro espíritu ha sido

diseñado para comer es Dios mismo...


Dios no puede darnos paz ni

213

felicidad aparte de Él, porque no existen.


No existe tal cosa» .

Lewis está en desacuerdo con Freud en


que «la satisfacción sexual

(genital)» proporcione las más intensas


vivencias de placer y sea así el

prototipo de toda felicidad. En Dios en el


banquillo, Lewis aduce que la

felicidad, incluso en el matrimonio,


depende considerablemente de algo
más que de la compatibilidad sexual.
«Cuando dos personas logran

felicidad duradera, no es sólo porque se


hayan amado mucho, sino también

—lo diré crudamente— porque son dos


buenas personas, porque son

personas con capacidad de autocontrol,


leales, imparciales, adaptables la

una a la otra».

También arguye que, aunque tenemos


derecho a buscar la felicidad —

perseguirla, como dicen los americanos—


no tenemos el derecho a la

felicidad en sí misma. «Me parece tan


extraño como el derecho a tener

buena suerte... buena parte de nuestra


felicidad o nuestra miseria depende

de circunstancias ajenas al control


humano. El derecho a la felicidad no

tiene, a mi juicio, más sentido que al


derecho a medir 1,85, o ser hijo de un

214

millonario o a que haga buen tiempo


cuando queremos ir de excursión» .
Aunque Lewis cree que todas las formas
de placer, de pasarlo bien, de

felicidad y alegría provienen de Dios que


nos las da libremente a todos

para gozarlas, admite que estos placeres


terrenos nunca nos satisfacen

plenamente. «Tenemos diversiones y


alguna posibilidad de arrobamiento»,

escribe Lewis, pero nunca satisfacen


nuestros anhelos. Dios mantiene fuera

de nuestro alcance «la felicidad y la


seguridad estables que todos
deseamos». De otra forma, dice,
pensaríamos que este mundo es nuestra

morada más que un lugar de paso. Escribe


que el Creador «nos reconforta

en el viaje procurándonos albergue en


posadas acogedoras, pero no nos

215

alienta a confundirlas con el hogar» .

Los placeres terrenos y las fuentes


terrenas de felicidad, aunque dadas

por Dios para que las disfrutemos


completamente, poseen un cierto
peligro, cree Lewis, cuando se convierten
en el principal objetivo de

nuestras vidas. No sólo pueden llevarnos


a pensar equivocadamente que

este mundo es nuestra residencia


permanente, sino que también pueden

distraernos de nuestra relación con Dios.


Previene que, aunque «todo

placer y felicidad son buenos por su


propia naturaleza, y Dios desea que los

gocemos, sin embargo, no desea que los


gocemos sin relación con El,
216

menos aún que los prefiramos a Él» .


Lewis continúa subrayando un

principio básico de la vida espiritual:


cuando se le da el primer lugar a la

relación de uno con Dios, todo lo demás


aumenta, incluidos nuestros

amores y placeres terrestres. Escribe en


una carta a un amigo: «cuando

haya aprendido a amar a Dios más que a


lo que más quiera en la tierra,

amaré lo que me resulta más querido


mejor que lo he hecho hasta ahora.

En la medida en que aprenda a amar lo


que más quiero en la tierra a

expensas de Dios y en lugar de Dios, me


estaré moviendo hacia ese estado

en que ni siquiera podré amar lo que más


amo en la tierra. Cuando las

primeras cosas se ponen lo primero, las


segundas no quedan suprimidas

217

sino aumentadas» .

Finalmente, pero no lo menos importante,


Lewis subrayaba que ningún

placer de la tierra puede substituir o


satisfacer la necesidad y deseo

profundos que tenemos de una relación


con la Persona que nos hizo. Cree

Lewis que si buscamos primero esta


relación, la lograremos junto con una

buena dosis de felicidad. Pero si


buscamos primero nuestra felicidad, no

obtendremos ni una relación con nuestro


Creador ni nuestra felicidad.

«Verdaderamente lo mejor de la felicidad


en sí misma», escribe, «es que te

libera de pensar en la felicidad, como el


gran placer que puede darnos el

218

dinero es hacer innecesario tener que


pensar en el dinero... » .

Lewis cita un versículo del Nuevo


Testamento que dice, «tú creaste

todas las cosas, y por tu voluntad existen,


y fueron creadas». Observa

entonces que «la principal razón de la


creación no fue que el hombre
pudiera amar a Dios, aunque también fue
creado para amarlo, sino que

Dios pudiera amar al hombre, que


pudiéramos convertirnos en objetos en

los que el amor divino pudiera descansar,


“complacerse”». Convertirnos en

objeto que Dios pueda amar, puede


requerir cambios. Algunas de nuestras

experiencias desgraciadas o dolorosas


colaboran para cambiarnos en seres

que Dios pueda amar y encontrar


complacencia en ellos. Lewis escribe:
«cuando nos hagamos seres a los que Él
pueda amar sin obstáculos,

219

entonces seremos realmente felices» .


Sigue insistiendo en que serán

frustrantes todos nuestros esfuerzos por


encontrar la felicidad profunda,

firme, duradera que deseamos fuera de


nuestra relación con el Creador.

Explica que las personas están hechas


para esa relación: «el puesto asignado

a cada una de ellas en su plan universal es


el lugar para el que han sido

creados. Cuando lo alcanzan, realizan


plenamente su naturaleza y

220

consiguen la felicidad... ha pasado la


angustia» . Lewis concluye que

«Dios nos da lo que tiene, no lo que no


tiene: da la verdadera felicidad, no

una felicidad engañosa. Ser Dios, ser


como Dios y compartir su bondad

respondiendo a su llamada como


criaturas, y convertirnos en seres
despreciables son las tres únicas
alternativas posibles. Si no queremos

aprender a comer el único alimento que el


universo produce —el único

que cualquier universo imaginable puede


producir—, padeceremos

221

hambre eternamente» .

* * *

El materialismo de Freud le hace


pesimista en lo relativo a la posibilidad

de alcanzar la felicidad; cuando era ateo,


Lewis compartía esa visión

pesimista de Freud. Para éste, la


naturaleza del placer físico es fugaz y
hace

inevitable una insatisfacción general. Veía


el futuro obscuro y

amenazador. Después de su conversión,


Lewis se volvió optimista y veía el

futuro lleno de esperanza ¿Quién tenía


razón? Sus biografías arrojan luz

sobre esta pregunta.

Tanto Freud como Lewis —antes de que


Lewis experimentara su

cambio de cosmovisión— mencionan a


menudo en sus cartas y

autobiografías su pesimismo, tristeza y un


estado general de infelicidad.

Ambos experimentaron pérdidas


tempranas en sus vidas. (La investigación

ha demostrado que la pérdida de un


progenitor o padre adoptivo al

222

principio de la vida predispone a la


depresión) . Freud escribió a menudo
sobre sus «rachas de depresión». Amigos
de Lewis hablaban de una

«melancolía celta» en él antes de su


conversión.

Cuando era joven, Freud se carteó mucho


con su amigo Eduard

Silberstein. Al parecer, Silberstein


mencionó el ánimo abatido de Freud.

Como mucha gente deprimida, Freud no


se veía a sí mismo como

deprimido y se resistía a esa idea. «Tú me


haces injusticia cuando calificas
mi humor como sombrío y triste»,
escribía cuando tenía dieciséis años.

Insistía en que era realmente jovial y sólo


en «momentos inesperados me

223

coge ese humor de desamparo» . Pero a


los seis meses escribía otra carta a

un amigo y se refería a su abatimiento


como a «mi miserable vida».

Quizás uno de esos momentos


inesperados ocurrió después de un

desengaño amoroso. Aunque se refiere a


Gisela Fluss muchos años después

como «mi primer amor», tenemos poca


información de hasta qué punto la

conoció de hecho y qué parte tuvo esta


relación en sus ensueños de

adolescente. Al parecer, unos tres años


después, él oyó que se había casado

con otro. Freud escribió una carta a


Silberstein que incluía un largo poema

224

titulado Epitalamio . El poema parece ser


un intento de sobreponerse al
dolor y tristeza por su pérdida, haciendo
indeseable su recuerdo y

mencionando todo lo que no le gustaba de


ella. Más inquietante resulta,

sin embargo, que también incluyó en su


carta, puede que por

inadvertencia, una hoja de notas que


escribió mientras redactaba el primer

borrador del poema. Las notas mencionan


cómo se enfada cuando piensa

en «la fiel prometida en los brazos de


otro», «adverso destino», «estoy
furioso, el dolor me quema el pecho».
Aún más inquietantes son las

muchas referencias al suicidio:


«mándame inmediatamente 2 cianuros...
5

gotas de éter... cicuta... arsénico, muy


blanco y auténtico...». Puede tratarse

de una respuesta exagerada de un


adolescente a lo que luego calificaría

como un «flirteo», pero puede que no sea


exagerado en alguien que está

luchando con una depresión.


Muchas cartas escritas en el segundo
decenio de su vida hacen

referencia a su depresión. Cuando tenía


veintiséis años, menciona en una a

su novia Martha Bernays que sus amigos


«me han sacado de mi

225

desesperación» . Unos años después,


Freud encontró otra forma de

obtener alivio. A comienzos de 1884,


cuando tenía veintiocho años,

empezó a experimentar con una nueva


droga llamada cocaína. Sus cartas

indican que había estado notablemente


deprimido durante el año

precedente. En agosto de 1884 escribe a


su novia: «he experimentado

durante los últimos catorce meses sólo


tres o cuatro días felices... Y esto es

demasiado poco para un ser humano que


es aún joven y que, sin embargo,

226

jamás se ha sentido joven» . Empezó a


tomar cocaína unas semanas antes
y descubrió que le quitaba la depresión.
En sus cartas se refiere a sí mismo

como «un salvaje hombrón, que tiene


cocaína en el cuerpo. Cuando mi

última depresión tomé cocaína otra vez, y


una pequeña dosis me elevó a

227

las alturas de una forma maravillosa» .

Seis meses después menciona de nuevo la


droga en una carta a Martha:

«estoy tomando regularmente dosis muy


pequeñas contra la depresión y la
228

indigestión, con el más brillante de los


éxitos» . Unos pocos meses

después empieza una carta con: «hoy


quizá eches en falta la melancolía a

229

que te tienen acostumbrada las que yo te


escribo desde París» .

Naturalmente, las drogas no eran la única


respuesta para Freud. Algunas

veces usó su trabajo para ayudarse a


levantar el ánimo. En una carta a
Fliess, escribe que «pude imponerme a mi
depresión con la ayuda de un

230

régimen estricto en materia de actividad


intelectual» . Pero en el fondo

seguía siendo un pesimista capaz de


humor negro. A la edad de cuarenta y

cuatro años, Freud compartía con Fliess


«una nueva intelección de la

esencia de la “felicidad”. Se alcanza la


felicidad cuando el destino no

231
realiza enseguida todas sus amenazas» .
Mucho más tarde, en una carta a

su médico, Freud comentaba lo evasiva


que es la felicidad: «...uno piensa

232

que ya la tiene en sus manos y siempre se


escapa» . A los ochenta años,

casi al final de su vida, podía sonar a


malhumorado: «mi ánimo no es

bueno o sea que me gusta cada vez


menos, mi autocrítica se ha agudizado

233
mucho. Si se tratara de otro diagnosticaría
depresión senil» .

Además de la tristeza, hay otras


características de la depresión como:

sentimientos de desesperanza y
desamparo, una interpretación negativa
de

la vida con frecuentes pensamientos de


muerte y una pesimista visión del

futuro. De hecho, algunas voces


autorizadas creen que el pensamiento

negativo y el pesimismo no sólo


caracterizan la depresión sino que de
234

hecho la causan . Ciertas formas de


psicoterapia, especialmente la terapia

cognitiva, tratan de cambiar esta forma de


pensar negativa como medio de

tratar la depresión). Freud presentaba


todas estas señales de depresión. Nos

centraremos aquí en su intensa actitud


negativa y su pesimismo extremo.

El pesimismo se trasluce en muchos de


los escritos de Freud. En una

carta a su colega Karl Abraham, escribe


que «la vida pesa demasiado sobre

mí. Yo hablo muy poco sobre ello porque


sé que otros tomarían tales

afirmaciones como quejas y señales de


depresión». Otra carta a Abraham,

escrita unos quince años antes de la


muerte de Freud, revela su

preocupación por la muerte así como su


pesimismo. «Aun cuando se me

considera en vías de restablecimiento,


abrigo en lo hondo una convicción

pesimista de que se acerca el final de mi


vida. Esta convicción se alimenta

de los tormentos que incesantemente me


procura mi cicatriz [de su

operación de cáncer en la mandíbula].


Padezco una especie de depresión

senil centrada en un conflicto entre un


irracional amor a la vida y un

235

sentimiento, más sensato, de


resignación... » .

Su pesimismo se expresa no sólo en sus


cartas, sino también en sus obras
divulgativas y filosóficas. Por ejemplo, en
El malestar en la cultura, escrito

cuando era septuagenario, Freud concluye


de forma pesimista: «¿de qué

nos sirve, por fin, una larga vida, si es tan


miserable, tan pobre en alegrías

y rica en sufrimientos, que sólo podemos


saludar a la muerte como feliz

236

liberación?»

Freud parece ser consciente de la relación


que hay entre su visión del
mundo y su pesimismo. En una carta a
Oskar Pfister, la defendía

escribiendo, «no soy un masoquista ni


una persona “pesada”; con todo

gusto, deseo para mí mismo, tanto como


para los otros, algo bueno y me

parecería más agradable y reconfortante


el poder contar con un futuro tan

brillante. Pero parece tratarse nuevamente


de un caso de pugna entre

ilusión (realización deseada) y


conocimiento. No se trata de ningún
modo
de aceptar lo que es más alentador o más
cómodo o ventajoso para la vida,

sino de aquello que puede aproximarse


más a aquella realidad enigmática

que existe fuera de nosotros... Mi


pesimismo me parece, por lo tanto, un

237

resultado; el optimismo de los demás, una


hipótesis» . Freud acaba

concluyendo que sus teorías y filosofía


están basadas en una sensata lógica.

«Podría decir también que realicé un


matrimonio de conveniencia con mis

teorías sombrías, y que los demás viven,


con las suyas, en una unión por

simpatía». Dice de sus oponentes:


«espero que con ello sean más felices que

yo». Freud parecía saber que su


cosmovisión ofrecía poca esperanza de

felicidad, pero se sentía impotente para


hacer algo en ese sentido.

C. S. Lewis también sufrió depresión


durante la primera mitad de su

vida. La pérdida de la madre, el rechazo


del padre y la crueldad del

director del primer internado, tuvieron su


parte en ello. Los últimos años

de infancia fueron dolorosos y


contribuyeron al dolor y desgracia de su

profunda pérdida. Con sólo quince años,


cuando estudiaba a las órdenes de

Mr. Kirkpatrick en Great Bookman,


Lewis experimentó algo parecido a la

felicidad. En una carta a su amigo


Greeves, escribe: «en verdad que es

extraña mi posición, de repente arrastrado


de un estado de terrorismo

abyecto y desesperanza en Malvern, a un


confort y prosperidad bien por

encima de la media. Si envidias mi


situación presente, debes recordar

siempre que, después de tantos años de


desgracia, debería haber algo a

modo de compensación. Todo lo que


espero es que no venga una

238

correspondiente depresión después de


esto... » .
Hay pruebas considerables de que el
pesimismo y tristeza de Freud lo

compartió Lewis antes de su conversión.


Lewis habla de su pesimismo en

su autobiografía, cartas y otros escritos.


En Cautivado por la alegría,

menciona que siendo niño tuvo «la más


triste anticipación de la vida de

adulto». Algo de esta triste visión la


atribuye a su padre, que «representaba

la vida de adulto como una vida de


esclavitud incesante bajo la continua
239

amenaza de la ruina económica» . Así, su


idea de lo que le esperaba una

vez terminada la escuela era «trabajo,


trabajo, trabajo, hasta que nos

muramos». Tratando de los muchos


obstáculos que tuvo de adolescente

para abrazar una cosmovisión espiritual,


escribe: «en contra de mi fe, tenía

un pesimismo profundamente arraigado:


un pesimismo en aquella época

más intelectual que temperamental... Me


había formado muy

definitivamente la opinión de que el


universo, por lo general, era una

240

institución bastante deplorable... un lugar


amenazador y hostil» .

Lewis hace aquí una distinción. Se da


cuenta de que su pesimismo era

más el resultado de sus pensamientos que


de sus sentimientos, más de

cómo pensaba sobre el mundo y lo veía.


¿Por qué pensaba entonces tan
negativamente? Da varias razones: cierta
torpeza física que le dificultaba

practicar deportes y, naturalmente, la


muerte de su madre. «En cuanto a

las fuentes de mi pesimismo», escribe, «el


lector recordará que, aunque

tuve suerte en muchas cosas, había


conocido demasiado pronto una gran

241

desgracia» .

Lewis describe cómo, en aquella


temprana edad, su pesimismo influyó
en toda su visión del futuro caracterizada
por «la certeza de que todo haría

lo que tú no querías que se hiciese.


Cualquier cosa que quisieras que

permaneciese recta, se curvaría; cualquier


cosa que quisieras curvar, se

volvería a poner derecha; todos los nudos


que quisieras que estuviesen

fijos, se soltarían. No es posible


expresarlo con palabras sin convertirlo en

algo cómico, y en verdad no tengo ningún


deseo de verlo (ahora) más que
como algo cómico. Pero quizás sean estas
primeras experiencias, tan

fugaces y tan grotescas para un adulto, las


que dan a la mente sus primeros

242

prejuicios, su sentido habitual de lo que


es o no plausible» .

Siendo un joven adolescente, Lewis


escribió una tragedia llamada Loki

Bound. Loki, el héroe, era (como más


tarde se dio cuenta) «una proyección

de mí mismo; proclamaba ese sentido de


superioridad pedante con el que

243

yo, desgraciadamente, empezaba a


compensar mi infelicidad» . El héroe

estaba en conflicto con Odin porque


«Odin había creado un mundo,

aunque Loki le había advertido


claramente de que eso era una crueldad

imperdonable. ¿Por qué las criaturas


debían soportar la carga de una

existencia que se les imponía sin su


consentimiento?» Lewis se daba cuenta
de que estaba expresando aquí su propia
ira y pesimismo. «En aquel

momento yo vivía, como tantos ateos...


en un mar de contradicciones.

Afirmaba que Dios no existía. Además,


estaba muy enfadado con Dios por

no existir. También estaba enfadado con


El por haber creado un

244

mundo» . Estaba resentido por haber sido


colocado en esta tierra y

expuesto a todos sus horrores sin su


consentimiento. Sin embargo, nunca

sintió el «horror por la nada, por la


aniquilación». Le deprimía, no la

muerte, sino la vida. Esto cambió después


de su conversión, después «de

haber empezado a saber lo que la vida es


realmente y lo que hubiera

245

perdido perdiéndola» .

Los puntos esenciales, para Lewis,


estaban resumidos en una cita de

Lucrecio:
Si Dios hubiera creado el mundo, no sería

un mundo tan débil e imperfecto como lo


vemos.

El ateísmo de Lewis ¿precedía al


pesimismo, o era al contrario? ¿Quizá

se reforzaban mutuamente uno al otro?


En una carta escrita casi treinta

años después de presenciar los horrores


de la guerra, enumera las

experiencias personales que le llevaron al


pesimismo y que, por ello,

formaron la base de su ateísmo: «la


temprana pérdida de mi madre, la gran

infelicidad en la escuela y la sombra de la


última guerra, y ahora su

experiencia, me han dado una visión muy


pesimista de la existencia. Mi

ateísmo se basaba en ello: y todavía me


parece que con mucho la baza más

fuerte en manos de nuestros enemigos es


el curso actual del mundo: y eso,

aparte de males particulares como guerras


y revoluciones. La “vanidad”

inherente de la “criatura”, el hecho de que


la vida llama a la vida, que toda

belleza y felicidad es producida sólo para


ser destruida: esto era lo que se

246

atragantaba en mi garganta» .

La descripción más detallada de cómo


veía el mundo antes de su

conversión la da Lewis en su obra clásica


sobre el sufrimiento humano, El

problema del dolor. «Si alguien me


hubiera preguntado hace algunos años,

cuando yo aún era ateo que por qué no


creía en Dios, la respuesta

espontánea de mis labios hubiera sido


más o menos la siguiente...»;

primero, la desnudez del universo:


«buena parte de él, la mayor con

diferencia, es un espacio vacío


completamente oscuro y terriblemente

frío... el único modo de sobrevivir


conocido por las diferentes formas de

vida consiste en atacar a las demás... Las


criaturas causan dolor al nacer,

viven infligiéndose dolor y mueren, la


mayoría de las veces, en medio de

profundo dolor». Después, en «el


hombre, la más compleja de las criaturas,

surge una nueva cualidad denominada


razón, un atributo que le permite

prever su propio dolor. Desde ese


momento, el dolor futuro irá precedido

por un agudo sufrimiento del alma. La


razón capacita al hombre para

imaginar su propia muerte aun en los


momentos en que le embarga un

ardiente deseo de seguir viviendo». Esta


historia humana es «una secuencia

de crímenes, guerras, enfermedades y


dolor... con atisbos de felicidad que

sirven para despertar... un angustioso


temor de perderla». En síntesis, «si

me piden que crea que todo esto es obra


de un espíritu omnipotente y

misericordioso, me veré obligado a


responder que todos los testimonios

apuntan en dirección contraria».

Los numerosos biógrafos de Lewis, así


como sus amigos más cercanos,
subrayan cuán profundamente alteró su
vida el cambio de cosmovisión, en

particular su capacidad para experimentar


la felicidad. Antes de su

conversión, Lewis no tenía «ni la más


sutil alusión a que alguna vez había

habido o habría alguna relación entre


Dios y la Alegría». No había

reconocido aún que el profundo anhelo


que llamaba «Alegría» era el deseo

de una relación con la Persona que le


había hecho. Después de su
conversión, Lewis encontró la felicidad
en su relación con el Creador,

nuevamente restablecida, y con las


muchas nuevas amistades que formó.

La calidad de nuestras relaciones es un


barómetro bastante fiel de

nuestra salud psíquica. La felicidad o


infelicidad son un reflejo de nuestro

talante que, a su vez, influye en cómo nos


relacionamos con otros. Una

persona deprimida no sólo está triste y


pesimista, sino también enfadada,
irritable y desesperanzada, que no son
precisamente las cualidades

requeridas para establecer buenas


relaciones. Esto puede ayudarnos a

comprender las tormentosas relaciones


que tuvo Freud en su vida y los

escasos amigos íntimos de la primera


mitad de la vida de Lewis. Después de

su conversión, Lewis gozó de muy


buenos amigos. Escribió: «creer y orar

fueron el principio de la extraversión.


Como suele decirse, “me habían
247

hecho salir de mí mismo” » .

Nada proporcionaba más gozo a Lewis


que sentarse alrededor del fuego

con un grupo de buenos amigos


enzarzados en una buena discusión, o dar

largos paseos con ellos a través de la


campiña inglesa. «Mis horas más

felices», escribe, «las paso estando con


tres o cuatro viejos amigos con trajes

viejos vagabundeando juntos y parando


en pequeños pubs, o también
estando en la madrugada en las
habitaciones del colegio de alguno,

hablando de tonterías, poesía, teología,


metafísica... con una cerveza, té y

248

fumando pipas. No hay sonido que más


me guste que las risas» . En otra

carta a su amigo Greeves, escribe: «la


amistad es el mayor de los bienes del

mundo. Ciertamente para mí es la


felicidad principal de la vida. Si tuviera

que dar un breve consejo a un joven sobre


un lugar donde vivir, creo que

diría, “sacrifica casi todo para vivir donde


puedas estar cerca de tus

249

amigos”. Sé que soy muy afortunado a


este respecto... » . Y Lewis

encontró una felicidad total en su


matrimonio, que como mejor se la puede

apreciar es leyendo las cartas de su


esposa y el libro de Lewis sobre su

muerte, Una pena en observación.


Cambió de ser un introvertido receloso,
con muy pocas buenas relaciones, a una
personalidad extravertida con

muchos buenos amigos y colegas.


Georges Sayer, un biógrafo que conoció

a Lewis durante unos treinta años, y


Owen Barfield, uno de sus mejores

amigos durante más de cuarenta años,


describen a Lewis después de su

transición: «estaba desconocidamente


alegre, y tomó un gusto casi infantil»

por la vida. Le describen como «muy


entretenido, un compañero
extremadamente ocurrente y divertido...
considerado... más preocupado

por el bienestar de sus amigos que por el


suyo propio».

¿Por qué el cambio? Como psiquiatra,


sugiero tres factores: Primero,

cuando Lewis empezó a leer seriamente


el Antiguo y Nuevo Testamento,

notó un nuevo método de establecer su


identidad, aceptando su «verdadera

personalidad». Este proceso, escribe,


incluye perderte a ti mismo en tu
relación con el Creador. «Hasta que no te
hayas rendido a Él», escribe

Lewis, «no tendrás un verdadero tú


mismo». En particular, Lewis se fijó en

el versículo del Nuevo Testamento: «el


que pierde su vida por mí, la

encontrará». Se volvió hacia fuera en


lugar de hacia dentro para

«encontrarse a sí mismo».

Segundo, su comprensión del Ágape —


del amor al prójimo queriendo

para él lo mejor y ejercitando la propia


voluntad para actuar

consecuentemente— también sacó a


Lewis fuera de sí mismo. Desarrolló

una capacidad para salir de sus propias


necesidades lo suficiente como para

ser consciente de las necesidades de los


otros y para ejercitar su voluntad

resolviendo esas necesidades.

Tercero, la nueva cosmovisión de Lewis


cambió su valoración de las

personas. La muerte ya no señalaba el


final de la vida, sino sólo el final del
primer capítulo de un libro que
continuaba sin fin. Cada ser humano,
creía

ahora, viviría para siempre, sobreviviendo


a toda organización, toda

nación, toda civilización sobre la tierra.


«No hay gente vulgar», recordaba

Lewis a su auditorio en Oxford. Les


animaba a «recordar que la persona

más estúpida y sin interés con la que


podamos hablar puede ser algún día

una criatura ante cuya presencia nos


sintamos movidos a adorarla». Nadie
habla nunca a «un mero mortal... los seres
con quienes bromeamos,

trabajamos, nos casamos, a quienes


desairamos y explotamos son

inmortales: horrores inmortales o


esplendores eternos... el prójimo es el

250

objeto más sagrado ofrecido a nuestros


sentidos» .

En la nueva visión de Lewis, las personas


transcienden en tiempo y

significado a todo lo demás en la tierra.


Esto le forzó a establecer nuevas

prioridades en su vida: la primera


prioridad la daba a su relación con el

Creador; la segunda prioridad, a su


relación con los otros. La importancia

de guardar el orden de nuestras


prioridades es un tema recurrente en sus

escritos.

Felicidad y ambición

¿Está la fama, o el deseo de ella,


relacionada con la felicidad? Si la

satisfacción es un aspecto importante de


la felicidad, entonces la falta de

reconocimiento puede ser una fuente de


desgracia en alguien que aspire a

ser famoso. Algunos escritores dan a


entender que la fama misma es un

obstáculo para la felicidad. Thomas


Jeffer- son en una carta a John Adams

escribió: «el más feliz es aquél del que el


mundo no dice nada, bueno o

malo».

La necesidad de reconocimiento
proporcionó una fuerte motivación a
Freud, y a Lewis antes de su transición.
Freud había expresado siempre

abiertamente su deseo de ser famoso.


Después de su conversión, Lewis

expresó la fuerte convicción de que la


necesidad de ser famoso, el deseo de

ser más conocido que otros, le había


supuesto una piedra de tropiezo

espiritual en sus primeros años.

Cuando Freud empezó su autoanálisis y


pasaba de los cuarenta años,

observó un deseo persistente e intenso de


ser famoso, de ser conocido

como un gran hombre. En interpretación


de los sueños, habla de un suceso

que oyó repetidamente en su niñez. Al


nacer, «una anciana campesina

había profetizado a mi madre que yo sería


un gran hombre». Freud pensó

que esta historia, repetida y repetida


según iba creciendo, podría haber

sido en parte responsable de su anhelo.

Freud recordaba un segundo incidente de


su infancia que pensaba que
estaba relacionado con su necesidad de
ser famoso. Cuando tenía siete u

ocho años, tuvo un accidente en la alcoba


de sus padres. Se orinó en el

suelo. Su padre tuvo un enfado explosivo


y comentó que el muchacho

nunca llegaría a ser nada. Este bochorno


persiguió a Freud durante años y

soñó con él repetidamente. Pensaba que


esto «debe haber sido un golpe

terrible a mi ambición». Se daba cuenta


de que «las alusiones a esta escena
vuelven constantemente en mis sueños, y
están regularmente unidas con

enumeraciones de mis logros y éxitos».


Freud se planteaba que esta

necesidad de fama y grandeza puede


haber sido motivada por un deseo de

decir a su padre y al mundo: «ya lo ves,


he llegado a ser algo después de

todo».

Cuando tenía diecisiete años, escribió a


su amigo Emil Fluss y le sugirió

que conservara las cartas que recibía de


él, dando a entender que algún día

sería famoso. «Ahora es el momento de


recomendarte altruísticamente...»,

escribe, «que conserves mis cartas, que


las encuadernes, que las cuides,

251

pues nunca se sabe lo que puede pasar» .

Unos doce años después, tomó una


decisión que pensó que habría de

frustrar a sus futuros biógrafos y que


refleja una vez más sus pensamientos

de llegar a ser famoso. «He culminado


uno de mis propósitos, el cual

habrán de lamentar cierto número de


desdichadas personas que aún no

han nacido. Como no creo posible que


supongas a qué clase de gente

aludo, te lo diré: se trata de mis


biógrafos», escribió Freud en una carta a
su

novia. Explicaba: «he destruido todas las


notas correspondientes a los

últimos catorce años, así como la


correspondencia, los resúmenes
científicos y los manuscritos de mis
artículos. De las cartas, sólo he

conservado las de mi familia. Las tuyas,


mi vida, nunca corrieron peligro».

Freud parece estar confiado, incluso en


los primeros años de su carrera y

antes de cumplir los treinta años, en que


algún día la gente querría escribir

sobre él: «en cuanto a los biógrafos, allá


ellos. No tenemos por qué darles

todo hecho. Todos acertarán al expresar


su opinión sobre “la vida del gran
hombre”, y ya me hace reír el pensar en
sus errores». ¿Qué revelaban sobre

Freud los papeles que quiso destruir? No


lo especificó; tan sólo escribió que

incluían «todos mis pensamientos y


sentimientos sobre el mundo en

general, y sobre mí mismo en particular...


no podría haber entrado en la

madurez ni podría haber muerto sin


preocuparme pensando en qué manos

252

caerían» .
Cuando uno de sus colegas tuvo éxito y
recibió reconocimiento, Freud

se refería a él como «gran hombre que ha


hecho un gran invento» pero

253

luego añadía pesaroso, «todos me han


superado en fama» .

Cuando entró en la cincuentena, pareció


perder interés por lo que otros

pensaran de él. «Lo que esta otra gente


diga es indiferente», escribía en una

carta a su colega Sándor Ferenczi. Y


parecía darse cuenta de que la fama

podía tener efectos negativos: «todos


nosotros hemos de lograr por el

psicoanálisis más gratitud y mayor fama


póstuma de la que podría

254

convenirnos ahora que estamos en mitad


de la tarea» . En otra carta a

Ferenczi, Freud dejó claro el pensamiento


de que, aunque podía haber

deseado fuertemente la fama, albergaba


dudas de recibirla alguna vez: «por
cierto no trabajo con vistas a la fama ni a
recompensas de ninguna índole.

Considerando la inevitable ingratitud del


género humano, no espero nada,

255

ni siquiera para más tarde, para mis hijos»


.

Sin embargo, la falta de reconocimiento y


especialmente las críticas que

encontró de parte de los demás


molestaron a Freud a lo largo de su vida.
Al
escribir la autobiografía casi a los ochenta
años, refirió una historia más

bien extraña en la que culpaba a su novia


del gran retraso en llegar a ser

famoso. Después de describir sus años de


formación y su asentamiento en

Viena para establecerse como médico, de


repente añade: «por cierto que,

siendo aún novia mía, me hizo perder una


ocasión de adquirir fama ya en

aquellos años juveniles». Decía Freud que


se interesó por «el alcaloide
llamado cocaína, por entonces poco
conocido, y lo hice traer de Merck».

Empezó a investigar en la droga, cuando


«se me presentó ocasión de hacer

un viaje a la ciudad donde residía mi


novia, a la que no veía hacía ya dos

años». Antes de partir para la visita,


Freud sugirió a un amigo que debería

investigar las «propiedades anestésicas»


de la cocaína para el ojo. De ahí

resultó que fuera otro en lugar de Freud


«el descubridor de la anestesia
local por medio de la cocaína, tan
importante para la pequeña cirugía. Por

mi parte, no guardo a mi mujer rencor


ninguno por la ocasión perdida».

En la misma autobiografía, Freud expresa


la amargura que sintió hacia

los que ridiculizaban su trabajo y


retrasaban que recibiera el

reconocimiento que pensaba que merecía.


Escribió que «la conducta de los

críticos anteriores no fue muy honrosa


para la ciencia alemana... para el
exceso de orgullo, el desprecio absoluto
de la lógica, y la grosería y mal

gusto demostrado en los ataques no hay


disculpa alguna». Reconoce que

después de tantos años pasados, puede ser


«infantil por mi parte dar rienda

suelta a tales sentimientos como éstos


ahora». Pero después añade, «no por

256

eso deja de doler menos profundamente»


.

En 1917, fue nominado para el Premio


Nobel, pero no lo recibió. En su

diario anotó aquel año: «No Premio


Nobel». Al parecer esperaba recibirlo

en una fecha futura. Todavía en 1930,


anotó de nuevo: «definitivamente

257

pasado por alto para el Premio Nobel» .

C. S. Lewis también soñó con ser famoso,


pero sólo antes de su

transición. En un ensayo escrito en 1941,


menciona «sueños de éxito, fama,

amor y similares... he tenido docenas de


ellos... sueños en los que he dicho

cosas inteligentes... luchado batallas, y


generalmente forzado al mundo a

258

reconocer qué persona tan notable era» .


Antes de su transición, Lewis

albergó todo el esnobismo, orgullo y


arrogancia inculcados en aquéllos que

acudían a los internados de élite en


Inglaterra y a las universidades

prestigiosas. Su diario, su autobiografía y


cartas lo muestran claramente.
Escribe de sus experiencias escolares:
«nunca he visto una comunidad tan

competitiva, tan llena de esnobismo y


servilismo, una clase dirigente tan

egoísta y con tanta conciencia de clase, o


un proletariado tan servil».

Poco antes de cambiar su visión del


mundo, Lewis empezó a examinarse

seriamente por primera vez. No le gustó


lo que observó. «Encontré algo

que me aterró: un zoológico de lujurias,


un manicomio de ambiciones»,
escribe en Cautivado por la alegría. Esto
puede haber contribuido quizá a

caer en la cuenta de que necesitaba una


ayuda fuera de sí mismo y a su

final conversión. Durante los años de su


transición escribe a su amigo

Greeves: «he encontrado cosas ridículas y


terribles sobre mi propio

carácter... Sentado tranquilamente,


mirando los pensamientos que se

levantan... según aparecen... uno de cada


tres es un pensamiento de
autoadmiración... me sorprendo a mí
mismo adoptando posturas ante el

espejo, por así decir, durante todo el día.


Pretendo que estoy pensando

cuidadosamente lo que voy a decir al


siguiente alumno (por su bien, por

supuesto) y entonces de repente estoy


realmente pensando cuán

terriblemente inteligente voy a ser y cómo


me admirará... Y cuando te

259

esfuerzas en pararlo, te admiras de hacer


eso» .

Otra carta a Greeves revela lo que Lewis


consideraba un fallo

relacionado con su carácter, a saber, su


deseo de ser reconocido como un

gran escritor: «el lado mío que añora... ser


aprobado como escritor, no es el

lado nuestro que realmente vale la pena.


Y dependiendo de ello, salvo que

Dios nos haya abandonado, Él encontrará


los medios para cauterizar ese

lado de alguna forma o de otra. Si


podemos sobrellevar bien el dolor y

verdaderamente ahora, y por ello para


siempre, superar el deseo de ser

distinguido por encima de nuestros


compañeros, bien: si no, lo tendremos

de nuevo de alguna otra forma. Y


honradamente, el ser curado, con todo

su dolor, tiene también placer: uno se


arrastra a casa, cansado y con

rozaduras, en un estado mental


verdaderamente descansado, cuando
todas
260

las ambiciones propias se han dejado de


lado» .

Aunque Lewis no buscaba la fama,


después de su transición, la

encontró. Descubrió que cuando se


concentraba en escribir bien y se

olvidaba de llegar a ser famoso como


escritor, a la vez escribía bien y

lograba ser reconocido por ello. Esto


puede haber contribuido a su

principio tan repetido de que cuando se


ponen primero las primeras cosas,

las segundas no disminuyen, sino que


crecen.

Descubrió también que la fama o su


deseo contenía un gran peligro. Se

daba cuenta de que el deseo de fama era


simplemente el deseo de ser más

conocido que otros y que tal deseo era


una manifestación de orgullo, «el

vicio esencial, el mal más terrible». Lewis


condivide algunas profundas

consideraciones sobre la naturaleza


humana cuando anota que «el orgullo

es esencialmente competitivo —es


competitivo por su naturaleza misma—,

mientras que los demás vicios son


competitivos sólo, por así decirlo, por

accidente. El orgullo no deriva de ningún


placer de poseer algo, sino sólo

de poseer algo más de eso que el vecino».


Señala también que «es el orgullo

el mayor causante de la desgracia en


todos los países y en todas las familias

desde el principio del mundo [...] el


orgullo siempre significa la enemistad:

es la enemistad. Y no sólo la enemistad


entre hombre y hombre, sino

también la enemistad entre el hombre y


Dios». Lewis se refiere al orgullo

como «un cáncer espiritual, devora la


posibilidad misma del amor, de la

261

satisfacción, o incluso del sentido


común» .

Intenta aclarar algunos malentendidos


acerca del orgullo. Primero, el
orgullo no significa autoestima o amor
propio. El orgullo significa vanidad

propia, la necesidad de sentirse superior a


otros. «Un hombre orgulloso

siempre desprecia todo lo que considera


por debajo de él, y, naturalmente,

mientras se desprecia lo que se considera


por debajo de uno, no es posible

apreciar lo que está por encima», afirma


explicando cómo el orgullo

interfiere en las relaciones de uno con


Dios. Segundo, Lewis explica que
«el placer ante el elogio no es orgullo. El
niño al que se felicita por haberse

aprendido bien su lección, la mujer cuya


belleza es alabada por su amante,

el alma redimida a la que Cristo dice


“bien hecho”, se sienten complacidos,

y así debería ser. Porque aquí el placer


reside no en lo que somos, sino en

el hecho de que hemos complacido a


alguien a quien queríamos (y con

razón) complacer». No hay ningún


problema en esto. Pero el problema
empieza «cuando se pasa de pensar: “le
he complacido: todo está bien”, a

pensar: “qué estupenda persona debo ser


para haberlo hecho”. Cuanto más

nos deleitamos en nosotros mismos y


menos en el elogio, peores nos

hacemos. Cuando nos deleitamos


enteramente en nosotros mismos y el

262

elogio no nos importa nada, hemos


tocado fondo» .

En su famosa obra académica Preface to


Paradise Lost, Lewis explica

cómo el orgullo ocasiona la caída de


Adán y Eva. «La caída es simple y sola

desobediencia —hacer lo que se te ha


dicho que no hagas; y ello proviene

del orgullo—, por creerte más de lo que


eres, olvidando tu lugar, pensando

que eres Dios». Advierte, «Milton lo


afirma en la mismísima primera línea

del primer libro [de El Paraíso perdido]...


y todos sus personajes insisten en

263
lo mismo a través del poema, como si
fuera el tema de una fuga» .

Después de su transición, Lewis parecía


estar avisado del peligro de caer

en el vicio del orgullo. Escribe en una


carta: «estoy ahora en mi año

cincuenta: siento que mi celo de escribir,


y cualquier otro talento que

poseía originalmente, están


disminuyendo; tampoco (creo) agrado a
mis

lectores como solía hacer... Quizá sea la


cosa más sana para mi alma que
pierda tanto la fama como la habilidad,
para que no caiga en esa funesta

264

enfermedad, la vanagloria» . No hace


falta decir que Lewis publicó

muchos de sus libros más populares en


los doce años siguientes. No perdió

ni la fama, ni el talento.

* * *

Toda esta discusión sobre pesimismo,


ambición y orgullo nos ayuda a

comprender el cambio en la forma de


pensar de Lewis después de su

conversión. Pero ¿qué decir sobre sus


sentimientos, su disposición, su

ánimo? ¿Un cambio de cosmovisión


ayuda a cambiar en cómo uno se

siente, incluso para una persona que sufre


una depresión?

Varios artículos recientes en prestigiosas


revistas médicas han

investigado los efectos del enfoque de la


vida en pacientes que sufren

depresión. Descubrieron que los que


tienen una cosmovisión espiritual

responden más rápidamente al


tratamiento para la depresión que los de

una cosmovisión secular. También


encontraron que cuanto más fuerte era

su compromiso con sus convicciones


espirituales, más rápida fue su

265

respuesta al tratamiento . ¿A qué se debe


esto? Si uno mira críticamente y

con objetividad a la visión del mundo de


Lewis, ¿de qué manera pudieron
haberle ayudado en la depresión sus
convicciones nuevamente asentadas?

Puede que la forma más efectiva de


contestar a esto sea fijarnos en la

investigación que hice sobre este tema


con los estudiantes de Harvard que,

como Lewis, experimentaron un cambio


radical en su cosmovisión.

En estos universitarios que


experimentaron lo que ellos llamaban

«conversión religiosa», yo tenía interés en


estudiar si esas transiciones,
como tantas en mi especialidad,
reflejaban una patología y un fútil intento

de resolver graves conflictos internos o de


escapar de la realidad. Muchos

de esos estudiantes, como tantos otros


hoy día, habían luchado con la

depresión.

Antes de la experiencia de su conversión,


mencionaban a menudo un

vacío y un desaliento, llamándolo a veces


desesperanza existencial. Este

ánimo depresivo estaba relacionado en


parte con una separación que

sentían entre su conciencia social por una


parte y su moralidad personal —

cómo vivían de hecho— por otra. Daban


la impresión de luchar con el

paso del tiempo, con el envejecimiento y


la muerte, por muy paradójico

que pueda parecer en personas de esa


edad. Hablaban desesperanzados de

que se sentían viejos, de que habían


conseguido poco en sus vidas y, como

estudiantes, de que vivían una existencia


parásita. Sin embargo, tras su

conversión, mencionaban experimentar


una sensación de perdón que

parecía ayudarles a ser menos intolerantes


con ellos mismos, les ayudaba a

salvar la distancia entre lo que sentían ser


y lo que pensaban que debían

ser, y les proporcionaba recursos externos


que hicieron que salvar esa

distancia en el futuro fuera menos


desesperante.

Aunque su experiencia espiritual no les


libraba de alteraciones en el

ánimo, hablaban de una «sensación de


alegría» desconocida antes y una

marcada disminución en el sentimiento de


total desesperanza contra el que

habían luchado previamente. Puede ser


más que una coincidencia el que

Lewis escriba en su autobiografía que la


alegría era «el tema central de mi

vida». ¿Ayudó la nueva fe de estos


estudiantes a superar su sensación de

inutilidad?
La experiencia de la conversión trajo
consigo un cambio en el

sentimiento que los estudiantes tenían de


sí mismos, pero no quizá de la

forma en que los no creyentes puedan


pensar. Una intensa introspección

recientemente descubierta les hizo ser


más intensamente conscientes —no

menos— de cuán lejos estaban del ideal


de perfección que les pedía su fe.

Aunque se podría esperar que este


proceso agrandase la brecha entre lo
que sentían que eran y lo que pensaban
que deberían ser, y de esta forma

aumentase la agonizante desesperanza


con la que muchos luchaban antes

de la conversión, parecía que la verdad


era lo contrario. Hablaban de

recursos espirituales que dan energía y


esperanza renovada y que

favorecen un espíritu más abierto, más


tolerante, más amoroso hacia los

demás. Se referían frecuentemente a los


conceptos teológicos de redención
y perdón como instrumentos para reducir
su autoaversión.

Freud desesperó de encontrar en su vida


una felicidad permanente.

Consideró no razonables y «en conflicto


con la verdad» a los que eran

optimistas acerca del futuro. A lo largo de


su existencia, padeció «brotes de

depresión» y se preguntaba casi al final


de la vida: «¿de qué nos sirve una

larga vida, si es tan miserable, tan pobre


en alegrías y rica en sufrimientos,
266

que sólo podemos saludar a la muerte


como feliz liberación? » . Antes de

su conversión, Lewis compartió el


pesimismo de Freud pero experimentó

una felicidad radicalmente nueva en su


relación con el Creador. «Qué

verdad es todo esto: el QUE VE sale con


una alegría y felicidad

impensables, donde los ojos aburridos y


sin sentido del mundo, sólo ven

267
destrucción y muerte» . En su Preface to
Paradise Lost, Lewis cita a

Addison: «la gran moraleja que reina en


Milton es la más universal y útil

que se puede imaginar: que la obediencia


a la voluntad de Dios hace felices

a los hombres y la desobediencia los hace


miserables».

Cuando observamos la vida de Freud y la


de Lewis antes y después de su

conversión, no podemos dejar de


observar cómo la cosmovisión de cada
uno tiene un impacto profundo en la
propia capacidad para experimentar

la felicidad. Lewis afirma claramente que


su pesimismo y tristeza estaban

estrechamente relacionados con su


ateísmo. La experiencia de su

conversión cambió su pesimismo, tristeza


y desesperanza, en alegría,

liberación del peso de una ambición


desmedida y muchas relaciones

gratificantes.

6
SEXO

¿Es la búsqueda del placer nuestro único


objetivo?

Freud y Lewis escribieron por extenso


sobre sexualidad. El primero

decía que cuando miras la conducta de la


gente, su único objetivo en la

vida es ser feliz y que el «amor sexual


(genital)... [es] el prototipo de toda

felicidad». Lewis está en completo


desacuerdo. Cree que hay otras fuentes

más permanentes de felicidad. La


satisfacción del deseo sexual, como la

satisfacción del deseo de alimento, es


sólo uno de los muchos placeres que

nos ha dado Dios. Consideraba que Freud


estaba demasiado preocupado

con el sexo. Ambos se dieron cuenta de


que la sexualidad humana puede

ser una fuente de gran placer y vehículo


para expresar los sentimientos

más tiernos y sublimes, pero también una


fuente de dolor e incluso de

muerte. Vemos frecuentes artículos


periodísticos sobre abusos sexuales de

niños, violación y asesinato de mujeres, y


muertes causadas por

enfermedades de transmisión sexual.

Freud y Lewis debatieron diversas


cuestiones relacionadas con esto. ¿La

moral tradicional frustra nuestros deseos


normales, naturales? O, ¿aumenta

nuestro placer? ¿Cómo se relaciona la


sexualidad con esas complicadas

experiencias humanas que llamamos


«amor» y «felicidad»? Cuanto más
aprendemos de fisiología, bioquímica,
sociología y psicología de la

sexualidad, tanto más, culturalmente,


parecemos preocupados y confusos a

la vez con relación a este instinto


poderoso, dominante, y que de alguna

forma nos deja perplejo. Arrojan luz


sobre estas cuestiones no sólo los

escritos de Freud y Lewis, sino también


cómo expresaron su propia

sexualidad.

* * *
En su último trabajo expositivo,
Compendio del psicoanálisis, escrito

durante el último año de su vida y


después de que sus teorías estuviesen

muy desarrolladas, Freud resumía sus


principales hallazgos sobre

sexualidad:

«a. La vida sexual no empieza sólo en la


pubertad, sino que se inicia

con evidentes manifestaciones poco


después del nacimiento.

b. Es necesario establecer una neta


distinción entre los conceptos de

lo “sexual” y lo “genital”. El primero es


un concepto más amplio y

comprende muchas actividades que no


guardan relación alguna con los

órganos genitales.

c. La vida sexual incluye la función de


obtener placer en zonas del

cuerpo, una función que ulteriormente es


puesta al servicio de la

268

procreación» .
«De acuerdo con la concepción
corriente», añade Freud, «la vida sexual

humana consiste esencialmente en el


impulso de poner los órganos

genitales propios en contacto con los de


una persona del sexo opuesto».

Freud escribe que sus hallazgos


«contradijeron esta concepción» y por

tanto «despertaron sensación y


antagonismo».

En su Autobiografía, Freud presenta una


clara descripción del
desarrollo de sus teorías. Aplicó el
término «sexual» a casi todas las

interacciones humanas que implican


sentimientos placenteros, incluyendo

los de los afectos: «en primer lugar,


hemos desligado la sexualidad de sus

relaciones, demasiado estrechas, con los


genitales, describiéndola como

una función somática más comprensiva


que tiende, ante todo, hacia el

placer, y sólo secundariamente entra al


servicio de la reproducción...
hemos incluido entre los impulsos
sexuales todos aquellos simplemente

cariñosos o amistosos para los cuales


empleamos en el lenguaje corriente la

269

palabra “amor”, que tantos y tan diversos


sentidos encierra» .

La falta de comprensión de esta


definición más amplia de sexo continúa,

aun hoy, provocando intensa oposición,


grosera incomprensión y un

inevitable rechazo de las teorías de Freud.


Quizás si hubiera utilizado un

término con menos carga emocional que


la palabra «sexo» para describir

este amplio abanico de funciones, se


habría salvado a sí mismo y al

psicoanálisis de innecesarios conflictos y


tensiones. Gran parte de la

oposición que encontró, incluso de


algunos de sus colegas, se concentró en

particular en que calificase como sexuales


muchas experiencias de la

primera infanda, desde la succión infantil


en el pecho de la madre hasta el

afecto de una niña de cuatro años por su


padre. Cuanta más gente

reaccionó contra la palabra «sexual»,


tanto más insistió en usar el término.

«Aquéllos que consideran la sexualidad


como algo vergonzoso y

humillante para la naturaleza humana,


pueden servirse de los términos

“Eros” y “Erotismo”, más distinguidos».


Añade con tristeza: «así lo hubiera

podido hacer también yo desde un


principio, cosa que me hubiera

270

ahorrado numerosas objeciones» .

¿Por qué insistió Freud en este término


cuando tanta gente le advirtió

de lo contrario? Cuando Cari Jung le


urgió a reconsiderarlo, replicó que

pensaba que era más eficaz retar a la


gente con una estrategia de choque.

«No podemos ahorrarnos las resistencias,


¿por qué, entonces, no

271
provocarlas de inmediato? La agresión es
la mejor defensa, creo yo» .

El primero de los tres hallazgos


principales de Freud afirma que la

sexualidad comienza en el nacimiento, no


en la pubertad como era la

opinión dominante entonces. Dijo Freud


una vez: «mi destino parece

haber sido el de descubrir únicamente lo


que es evidente de por sí: que los

niños tienen sensaciones sexuales, cosa


que todas las niñeras saben y que
los sueños son tanto una realización de
deseos como lo son las

272

ensoñaciones diurnas» . Aunque las


niñeras pueden haber sabido que los

niños tienen sentimientos sexuales, la


profesión médica de entonces no lo

creía. Y manifestaron sorpresa y disgusto


cuando Freud les introdujo en el

secreto.

Pero cuando Freud anunciaba que los


niños poseen sentimientos
sexuales —sentimientos explotados a
veces por muchachos mayores y

personas adultas—, no quería decir que


un niño de dos o tres años tenga

un concepto de sexualidad adulta. Quería


decir sólo que los niños

experimentan placer sensual en varias


zonas de su cuerpo en diferentes

etapas del desarrollo. Se refería a esas


etapas como «oral», «anal» y «fálica».

Por ejemplo, Freud observó que durante


el periodo de crecimiento
siguiente al nacimiento, «toda la actividad
mental está centrada en la tarea

de proporcionar satisfacción a las


necesidades» del cuerpo y la mente a

través de la boca. «La boca es, a partir del


nacimiento, el primer órgano

que aparece como zona erógena...


Primero, toda actividad física está

273

centrada en la satisfacción de las


necesidades de esa zona» . Freud se fijó

en que el chupeteo se da incluso después


de que se ha satisfecho la

necesidad de alimento, indicando así la


presencia de una necesidad

psicológica de placer oral. Freud escribe:


«no se debe confundir la fisiología

con la psicología. El chupeteo del niño,


actividad en la que éste persiste

con obstinación, es la manifestación más


precoz de un impulso hacia la

satisfacción que, si bien originado en la


ingestión alimentaria y estimulado

por ésta, tiende a alcanzar el placer


independientemente de la nutrición,

274

de modo que podemos y debemos


considerarlo sexual» .

Así, la boca, para Freud, llega a ser la


primera «zona erógena». La etapa

oral es la primera fase en «el largo y


complicado proceso de desarrollo

antes de convertirse en lo que nos es


familiar como vida sexual normal». La

etapa oral precede a «la segunda fase,


denominada “sádico- anal”, porque
en ella la satisfacción se busca en las
agresiones y en las funciones

excretorias». Freud dice que la tercera


fase, «denominada “fálica”, es como

un prolegómeno de la conformación
definitiva que adoptará la vida sexual,

275

a la cual se asemeja sobremanera» .

La dificultad en el progreso a través de


estas etapas de desarrollo sexual

puede influir en el desarrollo del carácter


y produce ciertos rasgos. Freud
relacionaba la disciplina obsesiva, la
avaricia y la obstinación con la etapa

anal, y así se ha infiltrado en nuestro


lenguaje uno de los muchos

conceptos psicoanalíticos. A menudo nos


referimos a una persona con

estos rasgos como «anal».

Cuando tenía cuarenta y un años, en su


autoanálisis, Freud descubrió

que amaba a su madre y había tenido


celos de su padre: el complejo de

Edipo. Como escribió a un amigo: «se


comprende el poder cautivador de

Edipo Rey... la saga griega apresa una


obligación que cada quien reconoce

porque ha registrado en su interior la


existencia de ella. Cada uno de los

oyentes fue una vez en germen y en la


fantasía un Edipo así, y ante el

276

cumplimiento del sueño traído aquí a la


realidad retrocede espantado...» .

En su primer trabajo clínico, Freud


observó que muchos de sus
pacientes neuróticos recordaban
experiencias sexuales de su infancia

temprana que parecían estar relacionadas


con sus síntomas. Esas

experiencias incluían a menudo una


seducción por otros niños de más

edad o por adultos. Freud se dio cuenta


finalmente de que, aunque algunas

de estas experiencias sucedieron de hecho


—es decir, algunos pacientes

habían padecido efectivamente abusos de


niños—, muchas de las
experiencias reflejaban sólo fantasías
infantiles. La exploración de estas

fantasías confirmó el autoanálisis de


Freud; los niños pasan a través de una

fase de desarrollo en la que experimentan


una preferencia por el

progenitor del sexo opuesto y


sentimientos ambivalentes hacia el del

mismo sexo. El complejo de Edipo se ha


convertido en parte del lenguaje

de cada día.

Las teorías freudianas incluyen la idea de


que poseemos dos instintos

básicos que generan necesidades o


tensiones corporales. Esas tensiones

producen «exigencias en la vida


psíquica». El supuso «la existencia de
sólo

277

dos instintos básicos, el Eros y el instinto


de destrucción» . La energía

psíquica del Eros «la llamaremos en


adelante “libido”». Como Freud supone

que esta energía llamada libido motiva


muchas interacciones humanas, se

refiere a estas interacciones como


sexuales.

Cuando Freud anunció sus


descubrimientos, en especial su
observación

de que la sexualidad empieza en la


infancia, ofendió a la comunidad

médica. Los médicos consideraron estos


hallazgos totalmente absurdos y

obscenos. Freud escribió en su


autobiografía: «son muy pocos los
descubrimientos del psicoanálisis que
han... provocado tanta indignación

como la afirmación de que la función


sexual se inicia con la vida misma...».

Un profesor en una Conferencia alemana


de neurólogos y psiquiatras

declaró que estas materias encajaban en


una reunión científica tanto como

en una para la policía. Freud fue acusado


de tener una «mente obsesa», y el

método psicoanalítico fue calificado de


objetable e innecesario. En aquel
entonces pocos habían oído hablar de
abuso sexual infantil, todo lo

contrario que ahora. Además, los médicos


creían que, como la sexualidad

llegaba con la pubertad, los niños


pequeños eran totalmente inocentes de

sentimientos sexuales. Decir que la


sexualidad comenzaba al nacer y que

está claramente presente en los niños


pequeños era simplemente

inaceptable. La mayoría de los


profesionales consideraron ese modo de
278

hablar, dijo Freud, «como haber


despojado a la niñez de su inocencia» .

Los críticos acusaban a Freud de ser un


libertino y de utilizar el

psicoanálisis para abolir la moral


tradicional. Una lectura cuidadosa de sus

obras no avala esa conclusión. Todo lo


contrario: Freud creía en la libertad

de hablar sobre sexo, no la libertad de


actuar. Pero los críticos de Freud

pensaban que incluso hablar era


inapropiado. Freud animó a sus colegas a

esperar y enfrentarse a una resistencia.


Insistía en usar la definición amplia

de sexualidad y persistía en pedir libertad


de hablar sobre ello. En una

carta a su amigo y colega Ernest Jones,


explicaba: «siempre me ha parecido

que lo mejor es una desacralización de la


inocencia de la infancia,

comportarse como si la libertad para


hablar sobre sexualidad existiera en sí

279
misma, y aceptar con calma la inevitable
resistencia» .

En su defensa, debe señalarse que


subrayaba una y otra vez lo

importante que era enseñar a los niños


unos estándares altos de moral y

que la sociedad hiciera cumplir esos


parámetros para controlar ambos

impulsos, los agresivos y los sexuales.


Como escribe Freud en El malestar

en la cultura, una comunidad «actúa con


plena justificación psicológica»
cuando prohíbe una conducta sexual en
los niños «pues la contención de

los deseos sexuales del adulto no


ofrecería perspectiva alguna de éxito si no

280

fuera facilitada por una labor preparatoria


en la infancia» .

Si urgió prohibiciones en la conducta,


también pensó que era sano

desmitificar el tema a los niños. Freud


tenía mucho que decir sobre cómo

ilustrar a los niños en cuestiones sexuales.


Aconsejaba que los padres

informasen a los hijos para que «no se


formen la idea de que, entre todo

aquello que no alcanzan aún a


comprender, lo que más cuidadosamente
se

les oculta son los hechos de la vida


sexual», y tratar el sexo «en la misma

forma que cualquier otro orden de cosas


dignas de ser sabidas». ¿Cuándo

contarles todos los hechos? Freud dice


que «al término de la primera
enseñanza... al cumplir el niño los diez
años». Pero es inadecuado dar a los

niños meros hechos sin unas guías


morales. Afirma que «las obligaciones

morales» referentes a la sexualidad


deberían ser dadas en «el momento de

281

la confirmación [religiosa]» . (No precisó


si estaba reconociendo

simplemente que su ateísmo no era


ampliamente compartido, o si estaba

expresando una ambivalencia sobre el


papel de la fe religiosa en la vida de

la mayoría de la gente). El que tanta gente


distorsionara y malinterpretara

sus conceptos hizo perder a Freud muchas


energías. Sostener que el

psicoanálisis animaba a la gente a ser


inmoral, decía, estaba basado en una

absoluta ignorancia y estupidez. Si acaso,


era todo lo contrario.

Escribe: «un malicioso malentendido,


justificado sólo por la ignorancia,

es creer que el psicoanálisis esperaría la


curación de los trastornos

neuróticos del “libre gozar de la vida”


sexualmente. Cuando hace

conscientes los apetitos sexuales


reprimidos, el análisis posibilita, más
bien,

dominarlos en un grado que antes era


imposible a causa de la represión.

Con más derecho se diría que el análisis


emancipa al neurótico de los

282

grilletes de su sexualidad» .
Freud se opuso persistentemente a
cualquier contacto físico entre el

psicoanalista y el paciente, y prevenía que


cuando desaparecen los

estándares sexuales, como sucedió


«durante la decadencia de la cultura

283

antigua, el amor perdió todo valor, la vida


se volvió vacía» . Freud no se

ahorró palabras cuando oyó lo que


consideraba una conducta impropia de

un colega con una paciente. «Usted no ha


hecho ningún secreto del hecho

de que besa a sus pacientes y les permite


que a su vez hagan lo mismo con

usted; lo he escuchado también de boca


de un paciente mío», escribía.

«Ahora bien, si se decide a exponer


ampliamente su técnica y los

resultados de la misma, tendrá que elegir


uno de estos dos caminos: o bien

expone este detalle o lo mantiene oculto.


Esto último, como bien puede

comprender, sería poco honorable... Por


otra parte, ambos caminos pronto

desembocan en uno solo. Aun cuando se


lo ocultara usted a sí mismo, no

tardaría mucho en saberse del mismo


modo en que yo he llegado a

284

enterarme de esto antes de que usted me


lo dijera» .

Con todo, su preocupación no era que el


amor pudiera devaluarse con

tales relaciones. Freud aseguraba a su


colega que su preocupación no
procedía de «mojigatería o de una
consideración de convencionalismos

burgueses», sino del impacto que a largo


plazo tendría en la técnica del

psicoanálisis. Freud advertía: «Ahora


bien, imagínese qué resultado puede

tener el que usted haga conocer


públicamente su técnica. No hay ningún

revolucionario que, en su momento, no


sea desalojado a su vez por otro

más radical que él. Serían muchos los


francotiradores en materia de técnica
que se dirían a sí mismos: ¿por qué
vamos a detenernos en el beso?» Freud

describió un cuadro muy vivo de lo que


entonces podría suceder,

advirtiendo que «a los más jóvenes de


nuestros colegas les resultará difícil

detenerse precisamente en el punto en que


anticipadamente planearon

hacerlo».

Una investigación reciente muestra que


continúa habiendo una relación

sexual inapropiada entre psiquiatras (lo


mismo que otros médicos) y

pacientes y ha sido abiertamente discutida


en la prensa común y en la

literatura médica reciente. Aunque los


cambios en las costumbres sexuales

y otros aspectos de nuestra cultura han


contribuido a esta discusión, el

juramento hipocrático y el código de ética


de la Asociación Americana de

Psiquiatría proscriben las relaciones


sexuales con los pacientes. A causa de

la intensa interacción emocional que se da


entre el terapeuta y el paciente

implicados en la práctica de la
psicoterapia psicoanalista, el terapeuta

puede ser más vulnerable a la tentación


que el profesional medio. Sin

embargo, una encuesta entre varios


cientos de médicos informó de que

«entre el 5 y el 13 por ciento... tenían


conductas eróticas, con o sin acto

sexual, con un número limitado de


pacientes» y que los psiquiatras de la

muestra estaban «probablemente menos


implicados en actos eróticos,

particularmente en comparación con toco-


ginecólogos y médicos

285

generales» .

En su experiencia clínica, Freud se dio


cuenta pronto del proceso de

transferencia, en el que el paciente puede


desarrollar sentimientos

románticos y sexuales hacia el médico.


Cuando empezó a tratar a

neuróticos, utilizó el hipnotismo para


ayudarles a traer a la conciencia

pensamientos inconscientes. Sin


embargo, descubrió que el método tenía

ciertas limitaciones. Primero, no todos los


pacientes podían ser

hipnotizados. Segundo, se dio cuenta de


que el éxito o fracaso de este

tratamiento dependía en gran manera de


los sentimientos del paciente

hacia el médico. Estos sentimientos no


podrían ser explorados o

controlados si el paciente estaba bajo


hipnosis. Señaló que «los más

brillantes resultados podían ser barridos


de repente si mi relación personal

con el paciente llegara a perturbarse».


Finalmente, un suceso inesperado le

persuadió a dejar la hipnosis: «...llegó un


día en el que me fue dado

comprobar algo que sospechaba ya desde


mucho tiempo atrás. Una de mis

pacientes más dóciles, con la cual había


obtenido por medio del

hipnotismo los más favorables resultados,


me sorprendió, un día que había

logrado libertarla de un doloroso acceso


refiriéndolo a su causa inicial,

echándome los brazos al cuello al


despertar del sueño hipnótico. Una

criada que llamó a la puerta en aquellos


momentos nos evitó una penosa

explicación: pero desde tal día


renunciamos, por un acuerdo tácito, a la

continuación del tratamiento hipnótico».


Freud añade enseguida:

«suficientemente modesto para no atribuí:


aquel incidente a mis atractivos

personales; supuse haber descubierto con


él la naturaleza del elemento

286

místico que actuaba detrás del


hipnotismo» . En un trabajo titulado

Puntualizaciones sobre el amor de


transferencia, Freud advierte que «no

son las groseras apetencias sensuales de


la paciente las que crean la

tentación; ellas provocan más bien


rechazo y hace falta armarse de
tolerancia para admitirlos como un
fenómeno natural. Son quizá las

mociones de deseo más finas, y de meta


inhibida, de la mujer las que

conllevan el peligro de hacer olvidar la


técnica y la misión médica a

287

cambio de una hermosa vivencia» .


Añade que «no quiero decir que sea

siempre fácil para el doctor mantenerse


dentro de los límites prescritos por

la ética y la técnica. Aquéllos que son


todavía jóvenes y aún no sujetos por

fuertes ataduras pueden en particular


encontrarlo una tarea dura». De

hecho, los comités éticos se han


encontrado con que las quejas por

actuaciones sexuales han sido sobre todo


contra doctores mayores, y que

probablemente puede haber sido más por


haber sufrido ellos pérdidas

recientes.

Freud insistía en que de ninguna manera


alentaba el psicoanálisis a
romper los parámetros sexuales
tradicionales. Parece que también se dio

cuenta de que si llegara a formar parte del


proceso psicoanalítico una

implicación sexual, proporcionaría


munición a aquéllos que lo

consideraban un intento «libertino» de


destruir la estructura moral de la

sociedad y que acusaban al psicoanálisis


de impulsar una conducta

inmoral.

Lewis estaba de acuerdo en que el


psicoanálisis no está en absoluto en

conflicto con la ley moral. Explicaba que


debemos distinguir claramente

entre «las teorías y técnicas médicas de


los psicoanalistas, y la perspectiva

filosófica general del mundo que Freud y


otros han añadido a las

primeras». Lewis decía que la filosofía


materialista de Freud sí está en

conflicto con la cosmovisión bíblica.


«Pero el psicoanálisis en sí», escribía

Lewis, «aparte de todas las connotaciones


filosóficas que Freud y otros le

han añadido, no es en absoluto


contradictorio con el cristianismo... y no

288

sería mala cosa que todos supiéramos


algo de él...» .

Freud empezó su vida adulta durante el


reinado de la reina Victoria.

Pensaba que la hipocresía y mojigatería


de aquella era aumentaba la

excesiva represión que, según él,


conducía a enfermedades neuróticas. No
veía razón alguna para que fuera
silenciada la sexualidad. Lewis estaba de

acuerdo con él en que no hay nada


prohibido o pecaminoso en la

sexualidad y que hemos que tener


completa libertad para hablar de ello.

Añadía que la cosmovisión bíblica,


especialmente la basada en el Nuevo

Testamento, «aprueba el cuerpo


totalmente... ha glorificado el

matrimonio... cree que la materia es


buena, que Dios mismo tomó una vez
un cuerpo humano, que recibiremos
alguna especie de cuerpo en el Cielo y

que éste será una parte esencial de nuestra


felicidad, de nuestra belleza y

nuestra energía». Daba a entender que no


es por accidente que «casi toda la

289

mejor poesía de amor del mundo ha sido


escrita» por aquéllos que han

abrazado esta cosmovisión.

Astutamente señalaba Lewis que


debemos comprender lo que Freud
quiere decir cuando habla de una excesiva
represión que lleva a síntomas

neuróticos. No debemos, escribe,


confundir el término «represión» con

«supresión», como hacen tantos en


nuestra cultura. La palabra «represión»

es un término técnico que se refiere a un


proceso inconsciente que, cuando

es excesivo, puede dar lugar a esos


síntomas. Una excesiva represión,

señala acertadamente Lewis, ocurre


normalmente a una edad muy
temprana y, cuando sucede, no nos damos
cuenta de que está sucediendo.

«La sexualidad reprimida no le parece al


paciente sexualidad en

290

absoluto» . Supresión, por otro lado, es el


control consciente de los

propios impulsos. Al confundir estos dos


términos, mucha gente de nuestra

cultura concluyó que resulta malsano


cualquier control de los impulsos

sexuales. Lewis arguyó que esto es un


disparate. En realidad, es la falta de

control lo que no es sano. Escribe Lewis:


«ceder a todos nuestros deseos

lleva evidentemente a... la enfermedad,


los celos, la mentira, la ocultación

y todo aquello que es lo opuesto a la


salud... Para cualquier tipo de

felicidad, incluso en este mundo, se


necesita una gran dosis de control...».

Los medios de comunicación han


contribuido a que en nuestra cultura

se confundan represión y supresión.


«Cartel tras cartel, película tras

película, novela tras novela», señala


Lewis, «asocian la idea de la

permisividad sexual con las de la salud, la


normalidad, la juventud, la

franqueza y el buen humor». Proclama


que esta asociación da una

impresión falsa y es una mentira. «Como


todas las mentiras poderosas»,

explica, «está basada en una verdad... que


el sexo en sí... es “normal” y

“sano”... La mentira consiste en pretender


que todo acto sexual al que te

291

sientes tentado es ipso facto saludable y


normal» . Lewis añade que la

sexualidad humana, como la gravedad y


cualquier otro aspecto del

universo, no puede ser en sí misma moral


o inmoral. La sexualidad, como

el resto del universo, es dada por Dios y


por ello buena. Cómo expresa la

gente su sexualidad, por otro lado, puede


ser moral o inmoral.
Lewis va más lejos que Freud y sostiene
que las personas que controlan

sus impulsos sexuales comprenden su


sexualidad más que las que no

consiguen controlarlos. «La virtud —


incluso la virtud que se intenta— trae

292

consigo luz; la permisividad trae las


nieblas» .

Lewis también está en desacuerdo con la


noción de Freud de que la

resistencia a hablar del sexo ha sido causa


de tanta dificultad como

tenemos con ella. Lewis escribe: «nos


dicen que el sexo se ha convertido en

un lío porque ha sido mantenido en


secreto... que solo con que

abandonemos nuestra anticuada idea


victoriana de silenciarlo, todo en el

jardín será bellísimo. Esto no es cierto».


Señala que durante las últimas

décadas «no ha sido mantenido en


secreto. Se ha hablado de él en todo

momento... Yo creo que ha sido al revés.


Creo que la raza humana lo

mantuvo originalmente en secreto porque


se había convertido en un lío

293

tal» .

Quizás si Freud y Lewis vivieran hoy,


estarían de acuerdo en que hablar

de sexo no ha disminuido el lío, hemos


estado parloteando de él día y

noche en películas, novelas y programas


de televisión. Sin embargo,

nuestro dolor y confusión acerca del amor


y del sexo persisten con

continuos matrimonios que terminan en


divorcio, un gran número de

embarazos extramatrimoniales,
enfermedades transmitidas sexualmente,
y

así sucesivamente. Y los escándalos


sexuales nunca han dejado de salpicar a

los políticos, tanto en América como en la


mayoría de Europa.

Lewis y Freud diferían también sobre si


eran esenciales o no criterios
claros de conducta. Discutiendo el código
sexual basado en las Escrituras

hebreas y el Nuevo Testamento, Lewis


declara: «no hay manera de

evitarla: la... norma cristiana es: “O boda,


con fidelidad absoluta a la pareja,

294

o la abstinencia total” » . Freud parece


resistirse a este estricto código,

aunque él y su familia lo siguieron. ¿Este


estricto criterio aumenta el placer

y la satisfacción del sexo y disminuye su


confusión y dolor?

Lewis está de acuerdo con Freud en que


para la mayoría de la gente esta

regla es cualquier cosa menos fácil.


Escribe Lewis: «esto es tan difícil y tan

contrario a nuestros instintos que,


evidentemente, o el cristianismo se

equivoca o nuestro instinto sexual, tal


como es en la actualidad, se ha

295

desvirtuado» . Lewis cree que es el


instinto lo que se ha desvirtuado.
Daba varias razones de por qué piensa
que el apetito sexual ha crecido

296

hasta una «absurda y excesiva


desproporción con su función» .

Comparándolo con el apetito por la


comida, escribe: «podemos reunir un

público considerable para un número de


striptease; es decir, para

contemplar cómo una mujer se desnuda


en un escenario. Supongamos que

llegamos a un país donde podría llenarse


un teatro sencillamente

presentando en un escenario una fuente


cubierta, y luego levantando

lentamente la tapa para dejar que todos


vieran, justo antes de que se

apagasen las luces, que ésta contenía una


chuleta de cordero o una loncha

de tocino, ¿no pensaríais que en ese país


algo se había desvirtuado en lo

que respecta al apetito por la comida? ¿Y


no pensaría alguien que hubiese

crecido en un mundo diferente que algo


igualmente extraño ha ocurrido

297

en lo que respecta al instinto sexual entre


nosotros? » Lewis cree que la

explotación del instinto sexual, creado


para darnos gran placer, ha

intensificado el instinto más allá de


aquello para lo que fue creado. La

consiguiente falta de control ha


contribuido a que para muchos la

sexualidad sea más una fuente de dolor


que de placer.
Al contrario que Freud, que consideraba
que todas las formas de amor

eran expresiones de sexualidad, Lewis


hizo una clara distinción entre eros,

el sentimiento romántico que se da en una


pareja enamorada, y la

sexualidad. Al acto sexual, físico, lo


llamaba Venus, por la diosa romana

del amor. «Entiendo por “eros” ese estado


que llamamos “estar

298

enamorado” » , escribe Lewis en su libro


Los cuatro amores. El distingue

estar enamorado del acto físico del sexo.


«Al elemento sexual carnal o

animal dentro del eros, voy a llamarlo


(siguiendo una antigua costumbre)

venus. Y por venus entiendo lo que es


sexual, no en un sentido críptico o

rarificado, sino en un sentido


perfectamente obvio: lo que la gente que
lo

ha experimentado entiende como sexual,


lo que se puede definir como
299

sexual tras la observación más simple» .

Lewis adoptó una postura firme contra la


creencia popular de que estar

enamorado podría hacer moral un acto


sexual inmoral. Si una relación

sexual, por ejemplo, es adulterina, estar


enamorado no la hace menos. «No

suscribo en modo alguno la idea, muy


popular, de que... la ausencia o

presencia del Eros [estar enamorado]...


hace que el acto sexual sea
“impuro” o “puro”, degradante o
hermoso, ilícito o lícito». Recuerda a sus

lectores que en muchos matrimonios


felices de épocas pasadas, los esposos

fueron escogidos por sus padres y el coito


tenía lugar entre parejas que no

estaban enamoradas. «Este acto, como


cualquier otro, se justifica o no por

criterios mucho más prosaicos y


definibles: por el cumplimiento o

quebrantamiento de una promesa, por la


justicia o injusticia cometida, por
300

la caridad o el egoísmo, por la obediencia


o la desobediencia» .

La atracción sexual, ¿sirve siempre para


unir una pareja de forma que,

conforme se vayan conociendo, acaben


«enamorándose»? Lewis piensa que

lo más frecuente es que se enamoren


antes y luego se encuentren atraídos

sexualmente. «Habrá quienes en un


comienzo han sentido un mero apetito

sexual por una mujer y más tarde han


llegado a “enamorarse” de ella; pero

301

dudo de que esto sea muy común» ,


escribe en Los cuatro amores. «Con

mayor frecuencia lo que viene primero es


simplemente una deliciosa pre-

ocupación por la amada, una genérica e


inespecífica pre-ocupación por ella

en su totalidad. Un hombre en esa


situación no tiene realmente tiempo de

pensar en el sexo; está demasiado


ocupado pensando en una persona».
Afirma Lewis que un hombre enamorado
necesita «no una mujer, sino una

mujer en particular. De forma misteriosa,


pero indiscutible, el enamorado

quiere a la amada en sí misma, no el


placer que pueda proporcionarle». Lo

resume con: «el deseo sexual... quiere


eso, la cosa en sí; el eros

302

[enamorarse] quiere a la amada» .

Escribe Lewis que enamorarse lleva a


desear a la otra persona con
independencia de cualquier necesidad que
la persona pueda satisfacer,

incluso la necesidad de gratificación


sexual. El deseo sexual es una realidad

que nos afecta a nosotros mismos; se


centra en uno mismo, mientras que el

enamorarse (eros) hace referencia a otro,


se centra en el amado. «Porque

una de las primeras cosas que hace el eros


es borrar la distinción entre el

303

dar y el recibir» . Puede que esto suceda


porque el enamoramiento

provoca en la pareja el sentimiento de que


se han hecho uno. Lewis cita a

304

su colega Charles Williams: «¿Te amo?


Yo soy tú» . Freud hace esta

misma observación cuando escribe: «en


la culminación del enamoramiento

amenaza esfumarse el límite entre el yo y


el objeto. Contra todos los

testimonios de sus sentidos, un


enamorado afirma que “yo” y “tú” son
uno,

305

y está dispuesto a comportarse como si


realmente fuese así» .

Lewis hace la interesante observación de


que nuestra cultura tiende a

ser demasiado seria sobre el sexo. Esto


puede parecer al principio que

contradice su descripción sobre ello; a


pesar de la gran cantidad de

discusión y preocupación por el sexo, el


estado actual de la sexualidad es
«un lío». Sin embargo, a lo que Lewis se
refiere aquí es a la actitud.

«Nuestros anuncios publicitarios, los más


sexistas, pintan todo el asunto en

términos de rapto, intensidad, de


apasionada languidez; rara vez hay un

atisbo de alegría... nada sería tan


necesario como una buena carcajada de

306

las de antes» .

Lewis se pregunta por qué Freud se


muestra tan serio y preocupado por
el sexo. «Algunas veces estoy tentado de
considerar si la freudiana no es

sino una gran escuela de mojigatería e


hipocresía. El planteamiento de que

estamos “sorprendidos” por tales


interpretaciones, o de que un rechazo de

repugnancia es la causa de nuestra


resistencia, me parece un sinsentido.

Naturalmente sólo puedo hablar por mi


propio sexo y clase, y estoy

dispuesto a admitir que las señoras


vienesas que iban a la consulta de Freud
pueden haber tenido una mente más casta
o más tonta que la nuestra: pero

puedo afirmar con seguridad que ni yo ni


nadie que haya encontrado sufre

tal náusea encogedora ante un fenómeno


sexual como la teoría parece

307

pedir» .

Lewis está de acuerdo en que el sexo


implica aspectos importantes de

nuestra vida: las obligaciones que


conlleva el ser padre, las implicaciones
espirituales, etc. Pero dice que tendemos
a olvidar el lado cómico,

humorístico de la sexualidad. Nos


recuerda que Afrodita, la diosa griega

del amor, está siempre riéndose. Lewis


afirma que Venus es «un espíritu

308

burlón, malévolo... [que] nos juega malas


pasadas» .

Recuerda a los enamorados que a


menudo, cuando las circunstancias

externas son perfectas para hacer el amor,


el deseo sexual abandonará de

repente a uno o a ambos. Por otro lado,


«cuando todo acto al descubierto se

hace imposible, y ni siquiera se pueden


intercambiar miradas —en trenes,

tiendas, y en... reuniones sociales— ella


[Venus] los asaltará con todas sus

fuerzas...». Aunque esto conduce a una


gran frustración, Lewis observa que

«los enamorados con sentido común se


ríen de eso». Ve con humor que

nuestro deseo sexual esté influenciado


por «factores tan terrenos como el

clima, la salud, la dieta, la circulación de


la sangre y la digestión». No

puede sino terminar en comedia. «No es


casualidad que todas las lenguas y

literaturas del mundo estén llenas de


chistes sobre el sexo», escribe Lewis.

Aunque muchos son «malos o de mal


gusto», dice que sirven para que la

gente no se tome el sexo demasiado en


serio, o lo convierta en un dios.

Advierte Lewis: «al desterrar el juego y la


risa del lecho del amor, se abre

309

la entrada a una falsa diosa» .

Quizás la mayor contribución que hace


Lewis para comprender la

sexualidad y el amor es su clara


distinción entre estar enamorado y el
amor

en su forma más profunda y madura.


Siempre digo a mis alumnos de

Harvard que si ellos no aprenden nada


más que a entender esta distinción,
solo con esto pueden ahorrarse una vida
de tensión innecesaria.

La mitad de los matrimonios terminan en


divorcio. Desde mi práctica

clínica de muchos años y mi


investigación sobre adultos jóvenes que

provienen de familias divorciadas, puedo


decir sin equivocarme que una

gran parte de la infelicidad de nuestra


sociedad es resultado de no

comprender la distinción entre estar


enamorado (Eros) y amar en el
sentido más profundo (Ágape). La
mayoría de las parejas que vienen a mi

despacho pensando en divorciarse, vienen


porque uno de ellos se ha

enamorado de algún otro. Esa persona


afirma que ya no está enamorada de

su cónyuge. El marido (o la esposa)


conoció a alguien en el trabajo y

empezó a sentir esos hermosos


sentimientos que en otro tiempo sintió

hacia el cónyuge, el sentimiento de estar


enamorado. Al considerar
equivocadamente el enamoramiento
como la única base para una relación

y la sola fuente de verdadera felicidad, la


persona no ve razón alguna para

permanecer en el matrimonio. El (o ella)


no se da cuenta de que el

enamoramiento de la nueva relación


cambiará a su vez inevitablemente,

de forma que una vez más puede


encontrarse enamorado de otra persona.

Un alto porcentaje de segundas nupcias


termina en divorcio.
Lewis cree que el divorcio es como la
amputación de una pierna,

considerada sólo como un último recurso


para salvar la vida. Pero

¿deberían permanecer juntas dos personas


si ya no están enamoradas?

Lewis da «varias razones sociales de


peso» para hacerlo así. Primero,

«proporcionarle un hogar a sus hijos».


Segundo, «proteger a la mujer... de

ser abandonada cuando su marido se ha


cansado de ella».
La tercera razón que da es, según mi
experiencia clínica, la más

profunda y más útil de todas. El


enamoramiento es una experiencia

humana significativa, maravillosa. Lewis


escribe que este «estado

glorioso... nos ayuda a ser generosos y


valientes, nos abre los ojos no sólo a

la belleza del ser amado sino a la belleza


toda... y es el gran conquistador

de la lujuria». Pero hace la asombrosa


afirmación de que estar enamorado
no dura, ni se pretende que dure. «Estar
enamorado es bueno... es un

sentimiento noble, pero no deja de ser un


sentimiento... no se puede

depender de que ningún sentimiento


perdure en toda su intensidad... los

310

sentimientos vienen y van» .

Explica que «estar enamorado» implica


una intensidad y excitación tales

que, si persistiera, interferiría con el


sueño, el trabajo, el apetito. El intenso
sentimiento de estar enamorado debe
trocarse en una clase de amor más

profunda, más confortable y madura, que


se basa tanto en la voluntad

como en el sentimiento. Lewis explica


que «dejar de estar enamorados no

necesariamente implica dejar de amar. El


amor en este otro sentido, el

amor como distinto de 4 estar


enamorado”, no es meramente un

sentimiento. Es una profunda unidad,


mantenida por la voluntad y
deliberadamente reforzada por el
hábito...». Lewis dice que una pareja

puede «retener este amor incluso cuando


cada uno podría fácilmente, si se

lo permitieran, estar “enamorado” de otra


persona». Afirma que

enamorarse junta a las personas y las


motiva para prometerse fidelidad; el

amor más tranquilo, más profundo, más


maduro les permite guardar esa

promesa.

Freud y Lewis están de acuerdo en que


por el bienestar del individuo y

de la sociedad, los impulsos sexuales


necesitan ser controlados. Sus

razones, sin embargo, difieren


considerablemente. Freud sostiene que la

civilización impone ciertas restricciones


al individuo para mantener el

orden social. Esto le ocasiona malestar y


menos felicidad. Lewis defiende

que la ley moral viene de un Creador que


nos ama y desea nuestra

felicidad. Seguir esa ley nos ayudará a


amar más efectivamente y, por

tanto, a ser más felices. Una mirada a


cómo controlaron sus propio

impulsos sexuales antes y después de sus


respectivos matrimonios arroja

alguna luz sobre ambas razones.

La vida sexual de Freud

La mayoría de los biógrafos están de


acuerdo en que Freud vivió su vida

sexual en estricto cumplimiento del


código tradicional de «sexo dentro del

matrimonio con completa fidelidad, o


abstinencia». Aunque luchó para

que hubiera una mayor libertad de


expresión sexual, su propia conducta,

por lo que sabemos, se atuvo


estrechamente a este código. «Yo
propugno

una vida sexual incomparablemente más


libre, si bien por mi parte he

311

hecho muy poco uso de tal libertad... » ,


escribió Freud al Dr. Putnam de

Boston.
Sabemos muy poco de los ensueños
románticos de Freud o de sus

sentimientos sexuales antes de los


dieciséis años. Por entonces tuvo su

«primer amor». Durante una visita a


Freiberg, donde vivían los Freud antes

de trasladarse a Viena, Freud conoció a


una joven llamada Gisela Fluss, un

año más joven que él y hermana de un


amigo. Primero Freud se encandiló

con la madre de la joven, la señora Fluss,


y escribió extensamente sobre su
inteligencia y encanto y lo bien que le
trataba. Luego, se enamoró de

Gisela. A causa de la introversión y


timidez de Freud, la relación se

desarrolló sólo en su mente. Parece que


incluso no llegó a hablar con ella.

Pocos días después, ella se marchó a la


escuela. El continuó con sus

ensueños sobre ella y hacía referencias a


ella y a su madre en cartas a su

amigo Silberstein. Se preguntaba si había


transferido sus sentimientos de la
madre a la hija, anticipando quizás ya
alguna de sus posteriores teorías.

Freud también le mencionó a su novia,


unos diez años después, su

encaprichamiento con Gisela. «¿Te conté


alguna vez que Gisela fue mi

primer amor cuando tenía dieciséis


años?», confesó Freud a Martha, su

novia. «¿No? Pues ahora puedes reírte de


mí tanto como quieras, primero

por mi gusto y luego porque nunca le dije


nada indiferente a esa niña ni
menos aún cosas amables. Si ahora lo
pienso bien, me había enternecido en

312

aquel entonces el reencuentro con la tierra


natal» .

Como Freud comunicó escasos detalles


de sus primeros años,

conocemos relativamente poco de sus


primeros pensamientos y

experiencias sexuales. Lo que sí sabemos


indica que, por su introversión y

timidez, se limitó a observaciones y


fantasías. Cuando tenía diecinueve

años, Freud visitó Trieste y reparó en las


atractivas jóvenes que veía por las

calles. «Me pareció como si Trieste


estuviese toda poblada por diosas

italianas, y empecé a tener mucho


miedo», escribió a su amigo Silberstein.

En la misma carta expresaba preferencia


por las rubias: «pero como ya he

dicho, en Muggia las mujeres son más


guapas, sorprendentemente rubias

en su mayoría, lo que no coincide ni con


la raza italiana ni con la

313

judía... » .

Paradójicamente, Freud, el mundialmente


afamado explorador de la

psique, admitía no entender la mente


femenina. Sus cartas indicaban que

pensaba que las mujeres eran más nobles


y éticas que los hombres, pero sus

ideas sobre el papel que desempeñan en


la vida y en el matrimonio dejaban

mucho que desear, incluso para el tiempo


en que vivió. Aunque mantuvo

buenas relaciones con un buen número de


mujeres profesionales que le

caían bien y a las que admiraba, pensaba


que el lugar de la mujer estaba en

el hogar.

Respondiendo a un ensayo de J. S. Mill


sobre las mujeres (que algunos

mantienen que fue escrito por la mujer de


Mill), Freud señala que Mill

afirma que las mujeres deberían hacer una


carrera y que una «mujer casada
podría ganar tanto como su marido». En
una carta a su novia, Freud

escribe: «seguramente estás de acuerdo


conmigo en que el manejo de una

casa, el cuidado y crianza de los niños


exigen de un ser humano la más

completa consagración y excluyen casi en


absoluto toda posibilidad de un

trabajo remunerado, aún en el caso en que


una organización simplificada

de la casa ponga a la dueña a cubierto de


los trabajos de limpieza, cocina,
etc. Simplemente [Mill] ha olvidado todo
esto, así como todo lo

concerniente a la relación entre los


sexos».

Freud está en total desacuerdo con la


declaración de Mili de que la

opresión de las mujeres es análoga a la de


la población negra. Escribe que

«cualquier muchacha... a la que hubiese


besado la mano un hombre,

ofreciéndole arriesgado todo su amor,


podría haberle abierto los ojos en
este punto». Freud concluye su larga carta
a Martha prediciendo que el

papel básico de las mujeres nunca


cambiará: «la Naturaleza ha cifrado el

destino de la mujer en la belleza, el


encanto y la dulzura. Mucho es lo que

la ley y las costumbres pueden dar a la


mujer, de lo que hasta ahora le ha

sido negado, pero su posición, por cierto,


seguirá siendo la misma de ahora:

un ser adorado en su juventud, y en los


años de madurez, una querida
314

esposa» .

Muchas décadas después, Freud decía a


su colega y amiga Marie

Bonaparte que «la gran pregunta que


nunca ha obtenido respuesta y que

hasta ahora no he sido capaz de contestar,


a pesar de mis treinta años de

investigación del alma femenina, es ésta:


“¿Qué es lo que desea la

315

mujer?”» Quizás la mayoría de ellas hoy


día estarían de acuerdo en que

Freud no las comprendió.

Durante sus primeros veinte años estuvo


absorbido por sus estudios y

no tenemos registrado ningún suceso


romántico hasta un día de abril de

1882, que iba a marcar su vida. En esa


fecha, Martha Bernays fue a la casa

de Freud para visitar a una de sus


hermanas. Freud se enamoró

rápidamente y empezó a enviar cada día a


Martha una rosa roja con una
tarjeta de visita en latín, español, inglés o
alemán. En una tarjeta la

comparaba a una princesa encantada de


cuyos labios caían rosas y perlas.

Desde entonces, su término favorito de


cariño sería «princesa».

Dos meses después de su primer


encuentro, se comprometieron. Pero el

camino emprendido no iba a ser llano. La


madre de Martha tenía serias

dudas sobre Freud y sobre la relación. La


objeción principal de la familia
de Martha se refería a su ateísmo. La
mayoría de la familia pensaba que era

316

un réprobo . Freud se daba cuenta que no


le querían. Escribió a Martha:

«hubieran preferido que te casaras con un


viejo rabino... Una ventaja que

deriva del hecho de que tu familia no


guste de mí es que voy a recibirte sin

ninguna clase de apéndices familiares,


que es la cosa que más deseo».

La familia de Martha tenía prestigio


social pero no dinero. Freud venía

de una familia pobre. Su padre —al que


tuvo que ayudar económicamente

— no pudo ni siquiera mantenerle


durante los años de su educación.

(Freud recibió ayuda económica de


algunos de sus amigos, incluido el

médico Josef Breuer, su mentor). No sólo


no tenía dinero para poder

mantener una esposa y familia, sino que


estaría sin los ingresos necesarios

para los muchos años requeridos para


terminar su formación médica. El

resultado fue un noviazgo de cuatro años.


Para poner las cosas aún peores,

la madre de Martha insistió en que su hija


viviera con ella en Hamburgo,

Alemania, razonando que si el noviazgo


tenía que ser largo, lo mejor era

que estuvieran separados. Los


sentimientos de Freud hacia su futura
suegra

no fueron positivos y constituyeron una


continua fuente de conflictos con
su prometida.

Freud no tenía dinero para visitar a


Martha, y los cuatro años fueron

frustrantes. Le escribió más de


novecientas cartas —casi una diaria—

durante esos años. En sus cartas se


muestra a sí mismo como un amante

apasionado y fieramente celoso.

En cierta ocasión, Freud se encontró a un


joven, buen amigo de Martha,

del que creía que tenía sentimientos


románticos hacia ella. Discutieron
vehementemente. El amigo amenazó con
disparar a Freud y después a sí

mismo, si Freud no trataba bien a Martha.


La discusión fue tan intensa que

ambos terminaron llorando. Después,


Freud escribió a Martha: «el hombre

que hace aflorar lágrimas a mis ojos tiene


que hacer mucho para que yo lo

perdone. Ha dejado de ser mi amigo, y


pobre de él si llega a ser mi

enemigo. Estoy hecho de una pasta más


dura que la de él, y si llegamos a
317

medirnos, ya verá que no es mi igual...


puedo ser implacable» .

Freud expresaba en sus cartas afectos


intensos y, a la par, ternura. Todas

empiezan con «Mi dulce, preciosa


querida» o «Princesa, mi princesita».

Pero también, a veces, podía ser tan


franco que resultase nada amable.

Escribió en una carta: «sé que no eres


bella en el sentido de un pintor o

escultor; si insistes en una estricta


corrección en el uso de las palabras,

entonces debo confesar que no eres


bella». En otra carta recuerda a Martha

que no olvide «que “la belleza” sólo dura


unos pocos años y que tenemos

que vivir una larga vida juntos»; y en otra


carta, que «la naturaleza modeló

tu nariz y boca más característicamente


que bellamente, con una casi

masculina expresión, tan poco femenina


en su firmeza». ¿Candor o

crueldad? Para descartar lo segundo,


Freud le lanzó un pequeño ramillete:

«...si algún resto de vanidad aún queda en


tu cabecita, no te ocultaré que

algunas personas aseguran que eres


hermosa, y aún notablemente hermosa.

318

Yo no tengo opinión sobre el particular» .

Los padres de Freud provenían de


devotas familias judías, con rabinos

entre sus familiares. Aunque no eran


versados en su teología, sí lo eran en

su ética sexual. Freud no se casó hasta los


treinta años, y la mayoría de sus

biógrafos coinciden en que no tuvo


experiencias sexuales previas. Martha

Bernays creció en una familia judía


ortodoxa estrictamente observante. El

sexo, antes o fuera del matrimonio, estaba


prohibido. Peter Gay escribe

que «durante el compromiso, la


virginidad de la joven permaneció
intacta»

319

y limitaron sus contactos a «besos y


abrazos» . Y el biógrafo oficial de

Freud, Ernest Jones, describió a Freud


como un «peculiar monógamo»,

320

razonando que permaneció fiel durante


todo su matrimonio .

El Domingo de Pascua de 1886, Freud


abrió una consulta privada para

ejercer como especialista en


«Enfermedades nerviosas». Le
preocupaba ser

capaz de ganarse la vida. Confesó que, a


veces, no podía permitirse coger

un taxi para atender visitas a domicilio.

Intentó pedir dinero prestado a amigos


para hacer posible su boda e

incluso escribió a la madre de Martha


suplicándole que consiguiera un

préstamo de su hermana rica. La petición


fue denegada. En una carta más

bien embarazosa, la madre de Martha


escribió a Freud y en esencia le dijo

que dejara de lloriquear y que madurara.


«Cuando un hombre, que no
cuenta con medios inmediatos ni
perspectivas de lograrlos, se compromete

con una joven pobre, toma sobre sí una


pesada carga para los años

venideros, pero no puede culpar de ello a


nadie... cargar con los gastos de

una casa sin contar con los medios


necesarios para ello es una maldición.

Durante años la he experimentado yo


misma, de modo que puedo juzgar

muy bien. Le ruego e imploro que no lo


haga... espere tranquilamente
hasta que cuente con medios fijos de
subsistencia... En este momento lo

que usted parece es un niño mimado que


no consigue lo que quiere, y

321

llora, en la creencia de que así logrará


todo» .

A pesar de todo, Freud pudo ahorrar lo


suficiente. La dote de su novia,

los regalos de boda en efectivo de la


familia de ella, y los regalos de amigos

acomodados les permitieron casarse el 13


de septiembre de 1886.

La boda tuvo lugar en Wandsbec,


Alemania. Freud detestaba la

ceremonia religiosa y acordó con Martha


celebrar sólo una ceremonia

civil. Poco después, sin embargo, se


informaron de que la ley austríaca

exigía una ceremonia religiosa y así tuvo


lugar una segunda ceremonia

ante unos pocos amigos al día siguiente.


Freud recitó de mala gana las

respuestas hebreas que memorizó


precipitadamente. Entre las muchas

peticiones que hizo a Martha durante su


largo noviazgo estaban que ella

estaría siempre de su parte en las


discusiones con la familia de ella, que

debía reconocer que le pertenecía a él y


no a su familia, y que debía

abandonar sus «prejuicios religiosos». Él


afirmó su autoridad

inmediatamente y le prohibió observar el


sábado. Ella confió a su primo

que el que «la primera noche de viernes


después de la boda no se le

permitiera encender las velas del Sabbath


fue una de las experiencias que

más la perturbaron en su vida».

Freud tuvo seis hijos en ocho años. Pero


su deseo sexual pareció

desvanecerse durante largos períodos de


tiempo incluso antes de cumplir

cuarenta años. En 1893, con treinta y


siete años, escribió a su amigo Fliess

322

que «ahora vivimos en abstinencia» .


Dos años más tarde, después del
nacimiento de Anna, su último vástago,

Freud interrumpió las relaciones sexuales


con su mujer de forma

permanente. Algunos expertos dicen que


la razón fue evitar tener más

hijos; entonces no existían


anticonceptivos eficaces. También
apuntan a

una conferencia que dio en 1916 en la que


afirmaba: «nosotros...

describimos una actividad sexual como


perversa si se ha abandonado el fin

reproductivo y se persigue conseguir


placer como un fin independiente del

otro». (Algunas veces es difícil entender


cómo se convirtió Freud en un

símbolo internacional de la libertad


sexual.)

Otros eruditos señalan que Freud


interrumpió la actividad sexual no

inmediatamente después del nacimiento


de su último hijo, sino

inmediatamente después de la muerte de


su padre. Ponen de relieve su

profunda reacción ante esta pérdida, que


describió como «el

acontecimiento más señalado» de su vida


y el que «revolucionó mi alma».

También señalan uno de los casos clínicos


de Freud en el que el paciente,

después de la muerte de su padre, «se


denegó el goce de la mujer, presa de

323

una tierna conciencia de culpa» . Quizás


Freud padeció algo parecido.
En la educación de sus hijos Freud fue un
padre estricto y de alguna

forma hiperprotector. Una entrevista con


el hijo de Freud, Oliver, reveló

que Freud previno a sus hijos de los


«peligros» de la masturbación. En un

trabajo presentado ante la Sociedad


Psicoanalítica de Viena en 1912,

escribió a sus colegas: «mi propia


experiencia médica me impide excluir el

debilitamiento permanente de la potencia


entre las consecuencias de la
324

masturbación» . En otro trabajo escribió


que «tales medios sustitutivos de

la satisfacción sexual en modo alguno son


inocuos; predisponen hacia las

325

numerosas formas de neurosis y psicosis»


. En otra conferencia dada en la

Clínica Psiquiátrica de Viena afirmaba:


«todos ustedes saben cuán

sorprendente valor etiológico conceden


nuestros neuróticos a su
onanismo. Lo responsabilizan de todos
sus achaques y nos da mucho

trabajo hacerles creer que están en un


error. Pero en verdad, deberíamos

concederles que tienen razón, pues el


onanismo es el poder ejecutivo de la

sexualidad infantil, y a ellos justamente


los aqueja el fallido desarrollo de

326

esta última» .

Freud pensaba que un síndrome clínico


llamado neurastenia, que
consiste en depresión, ansiedad y
múltiples síntomas somáticos, era

327

ocasionado por una excesiva


masturbación . «Mientras que la
neurastenia

genuina se genera tras poluciones


espontáneas o se adquiere por

masturbación, a la etiología de la neurosis


de angustia pertenecen aquellos

factores que corresponden a una retención


de la excitación sexual. Por
ejemplo: abstinencia existiendo libido,
excitación frustránea y, sobre todo,

328

coitus interruptus» . En otro trabajo:


«acerca de diversos movimientos

compulsivos, se me ha vuelto claro que


significan un sustituto de los

329

movimientos masturbatorios
abandonados» .

Freud demostró ser un padre conservador


poco corriente a la hora de
vigilar la vida social de sus hijos. Cuando
Ernest Jones expresó su interés

en cortejar a la hija de Freud, Anna, éste


le escribió una carta diciéndole

educadamente que se mantuviera al


margen. «Le estoy muy agradecido por

su amabilidad con mi hijita. Es posible


que no la conozca mucho», escribió

Freud en julio de 1914. Explicaba que


ella era la mejor dotada y capaz de

sus hijos. Entonces hizo una extraña


afirmación para alguien que insistía
en que la sexualidad comienza al nacer.
«No reclama ser tratada como una

dama, y aún está lejos de los deseos


sexuales... Entre ella y yo hay un

acuerdo explícito de que no pensará en el


matrimonio o en sus

330

prolegómenos antes de 2 ó 3 años. No


creo que rompa este trato» . Ana

tenía casi diecinueve años.

Anna Freud nunca se casó. Muchas veces


me he preguntado por qué. La
encontré no sólo muy inteligente, sino
también afectuosa y bien parecida.

Cuando la iba a ver a su clínica de


Londres, almorcé algunas veces con su

secretaria Gina Bon. En una ocasión, le


pregunté por qué Miss Freud no se

había casado nunca. Miss Bon dejó de


comer, me miró unos segundos y a

continuación dijo: «nunca haga esa


pregunta».

La vida sexual de C. S. Lewis

Creo que sólo se puede entender cómo


vivió la sexualidad C. S. Lewis a

la luz de las desoladoras pérdidas de su


abuelo, tío y madre, cuando era un

muchacho de nueve años. Cuando su


padre le envió a estudiar fuera, la

pérdida solamente se agravó. Quizás el


temor de experimentar otra pérdida

y reactivar este trauma temprano y


abrumador mantuvo a Lewis apartado

de entablar ninguna relación estrecha


hasta que encontró a la mujer con la

que se casó.
Sin embargo, no le faltaron deseos.
«Experimenté un violento ataque de

tentación sexual que obtuvo un éxito


total», escribe en su autobiografía,

describiendo vivamente el despertar de


sus apetitos sexuales cuando era un

adolescente de catorce años. Antes de ese


momento, Lewis decía que había

aprendido «de otro niño» el «simple acto


de la generación». Pero entonces

dice que era «demasiado joven para sentir


algo que no fuera un interés
científico». Por primera vez experimentó
ahora un intenso deseo mientras

observaba los movimientos de una


hermosa bailarina. «Fue la primera

mujer que contemplé con lujuria... un


gesto, un tono de voz... yo estaba

deshecho». Se dio cuenta de que lo que


sentía por esa joven no era una

«pasión romántica». «Lo que yo sentí por


la bailarina era puro deseo; la

331

prosa y no la poesía de la carne» .


Reconocía su lucha para controlar sus

fantasías

sexuales,

incluida

alguna

de

sadomasoquismo,

su

autogratificación y, mucho más tarde, su


intenso sentimiento de culpa. Su
lucha continuó hasta su transición (o
conversión), después de la cual, por

vez primera, logró controlar esas


tendencias.

Cuando tenía dieciséis años, Lewis se


prendó de una joven belga cuya

familia había sido evacuada a Inglaterra


durante la Primera Guerra

Mundial. Escribió a su amigo Greeves:


«no creo que haya estado tan

animado en mi vida, ella es un tipo


terriblemente decente». En otra carta
un par de semanas después, detalló su
relación, terminando con: «en

cualquier caso, sería imposible ahora;


pues se ha ido una semana con su

madre a visitar a otros belgas en


Birmingham. Pero puede que estés

332

cansado de mis “affaires”» . Este «affair»,


empero, como el de Freud con

Gisela Fluss, ocurría sólo en la fantasía.

En una carta a Greeves, escrita dieciséis


años después cuando pensaban
editar estas primeras cartas, Lewis
decidió «suprimir» ciertas misivas:

aquéllas que trataban de la masturbación,


a la que se referían como a «eso»,

y las que trataban del «affair» con la


joven belga. «Estoy suprimiendo...

333

todas las cartas que se refieren a mi


pretendida cita con la belga» . Lewis

estaba confundido por «tal locura» y se


preguntaba si su castigo no debería

incluir «tener [las cartas] escritas a


máquina y abiertas para la posteridad».

Después añadía: «espero que esto no sea


realmente necesario en el caso de

334

un pecado tan antiguo y (espero) tan


completamente abandonado» .

Lewis afirmaba que de adolescente no se


sintió culpable por sus

pensamientos sexuales y experiencias de


auto-satisfacción. «Y también

debo decir aquí que el sentimiento de


culpa... era algo que casi desconocía
en aquella época. Adquirir inhibiciones
me llevó tanto tiempo como otros,

335

según dicen, han necesitado para librarse


de ellas» . A los dieciocho años

entró en la Universidad de Oxford.


Cualquier clase de restricción que se

impusiera en la vida sexual no fue


producto de su conciencia. «Cuando

llegué por primera vez a la Universidad»,


escribió más tarde sobre sus

primeros años del college, «tenía tan


escasa conciencia moral como

336

cualquier otro muchacho de mi edad» .


Siendo soldado, Lewis escribió a

su amigo Greeves que no gastaba su


dinero «en prostitutas, restaurantes y

sastres, como hacen los paganos... Te


sorprenderás y, espero, hasta te

divertirá un poco oír que mis puntos de


vista en el presente se están

volviendo casi monásticos en lo que se


refiere a todos los deseos de la
337

carne» . Pero también dejó claro que las


razones que le llevaban a

refrenarse de tal conducta no estaban


basadas en nada moral o espiritual.

Unas pocas semanas después escribía:


«no creo en Dios, y mucho menos en

338

uno que me pueda castigar por los


“deseos carnales”» . Entonces, ¿qué

razones podía tener para evitar «los


apetitos de la carne» en ese momento
de su vida? Tenía miedo a enfermar física
o psíquicamente. Lewis escribió

esta carta en 1918 cuando los escritos de


Freud eran bien conocidos.

Georges Sayer, que conoció a Lewis a lo


largo de muchos años, escribe en

su biografía que «algunos doctores decían


que eso [la masturbación] podría

conducir a la demencia, así como a varias


enfermedades corporales. En su

juventud este hábito le causaba más


sufrimiento que cualquier otra
339

cosa» .

Aunque no tenemos detalles de las


relaciones sexuales de Lewis antes

de su transición, sabemos que tenía un


robusto apetito sexual y que no

sentía ningún freno moral para


satisfacerlo. Antes de su conversión, se
dio

cuenta de que otros a los que admiraba


parecían vivir en un plano ético

más alto y trató de imitarlos. Fracasó


especialmente, lo admitía, en los

temas de «lujuria e ira». Parece que


Lewis tenía un temperamento que le

era difícil de dominar. Cuando empezó a


examinarse seriamente por vez

primera, encontró «algo que me aterró...


un zoológico de lujurias». Sin

ayudas externas, se encontró con que


podía hacer poco para controlar sus

impulsos.

Siendo tutor en Oxford, tenía buena


apariencia, buena voz, buena
inteligencia y fama de profesor que llena
las aulas. Sin embargo, supo

evitar aventuras románticas, incluso


cuando no era raro que los tutores las

tuvieran con sus alumnas. En una carta a


su padre, indicaba que trató de

utilizar ciertos mecanismos de defensa


para mantenerse al margen de sus

alumnas más atractivas. Pero tales


mecanismos no funcionaron siempre.

Un amigo cercano y biógrafo escribió que


Lewis dejó de enseñar a una
cierta alumna porque la encontraba tan
bella que «su presencia le dejaba

sin habla».

Un apunte biográfico afirmaba que Lewis


se encerraba frecuentemente

en su habitación cuando aparecían por el


college visitas femeninas. El negó

esta acusación. Todo lo que sabemos es


que evitó cualquier aventura

romántica. Admitía que el temor de ser


abandonado —algo presente en

todo niño— se intensificó después de la


muerte de su madre y que debía

de haber influido en esto.

Los que conocieron a Lewis antes y


después de su transición notan la

transformación que tuvo lugar. Un


compañero de estudios

preuniversitarios recordaba a Lewis como


un «ateo bulliciosamente

divertido. Realmente era muy malhablado


sobre ello». Cuando se lo

encontró muchos años después de su


conversión, notó «la completa
transformación del carácter» que se había
dado y «quedé atónito al ver que

era el autor de las Cartas del diablo a su


sobrino».

Cuando finalmente se enamoró y gozó de


la expresión completa de su

sexualidad, llegarían a ser conocidos en


todo el mundo la intensidad, la

pasión y el dramatismo de la relación.


Una obra de teatro en Londres y

Broadway, varios libros, una serie de


televisión y una película tratan de
captar el amor, la alegría y el pathos de
esta insólita historia de amor.

¿Cómo acabó Lewis implicado


sentimentalmente, teniendo en cuenta

sus muchas defensas? Una judía


norteamericana, escritora, llamada Joy

Davidman Gresham, leyó los libros de


Lewis y a través de esos escritos

experimentó un cambio en su visión atea


del mundo similar a la que había

sufrido Lewis.

Joy Davidman nació en Nueva York,


estudió en el Hunter College, e

hizo estudios universitarios en la


Universidad de Columbia. Se ganaba la

vida como escritora y obtuvo el Premio


de Poesía de Yale en 1938 con un

libro de versos, Letter to a Comrade.


Publicó dos novelas. Se afilió al

partido comunista y trabajó como crítica


de cine y editora de poesía para el

periódico comunista New Masses.


También estuvo algún tiempo en

Hollywood como guionista de la Metro-


Goldwyn-Mayer. Se casó con

William Gresham, miembro como ella del


partido comunista, ateo, y

reconocido novelista. Él había estado


casado anteriormente y se había

divorciado.

William Gresham padecía profundas


depresiones, tendencias suicidas,

adicción al alcohol y proclividad a liarse


con otras mujeres. El tratamiento

psiquiátrico le alivió de la depresión, pero


continuó bebiendo mucho. El
matrimonio se hizo difícil. En cierta
ocasión llamó a Joy y le dijo que no

volvería a casa. Ella se sintió


desamparada y desesperada, y se encontró
a sí

misma de rodillas llorando a Dios. En un


artículo en que describía su

conversión, Joy escribió: «...los muros de


la arrogancia, de la presunción y

el amor propio tras los cuales me había


escondido de Dios, se derrumbaron

340
en un momento. Y Dios entró» . Los
escritos de Lewis la habían influido

y decidió escribirle a comienzos de 1950.


Lewis encontraba sus cartas

particularmente bien escritas e


ingeniosas.

En septiembre de 1952, Joy se decidió a


viajar a Londres para ver si

podía conocer a Lewis. Lo invitó a comer.


Él devolvió la invitación

pidiéndole que fuera a comer a Oxford. El


almuerzo fue el comienzo de
una relación que, después de varios años,
desembocaría en la conocida

historia de amor.

Lewis encontró a Joy fascinante. Su


brusca franqueza le asombraba y

divertía. Ella compartía con él muchos


intereses y muchos gustos, y

muchas cosas que no les gustaban a


ninguno. Compartían un profundo

interés por la buena literatura y por


escribir. Ambos detestaban la ciudad y

a los dos les gustaba el campo. Ella


criticaba la América moderna. Lewis,

como Freud, albergaba una similar visión


negativa de América y los

americanos, y le resultaban divertidas las


críticas de Joy.

En diciembre de 1952, Joy recibió una


carta de su marido pidiendo el

divorcio y anunciándole que estaba


enamorado de Renée Pierce, prima de

Joy. Cuando Joy volvió a casa, los


encontró durmiendo juntos y consintió

en el divorcio. Luego se trasladó a vivir a


Londres con sus dos hijos

pequeños en el verano de 1953. No


tenemos datos de cuánto contacto tuvo

con Lewis en los dos años siguientes. En


1955, Joy y sus dos hijos se

trasladaron de Londres a una casa en


Headington, cerca de donde vivía

Lewis. Empezó a ayudarle en sus escritos


y se veían con frecuencia.

Por entonces el Home Office rehusó


renovar el permiso de residencia

de Joy en Gran Bretaña, quizás a causa de


su pasado comunista. Lewis se

apiadó de ella y le ofreció casarse por lo


civil, simplemente para que

pudiera permanecer en Inglaterra. Por


varias razones, él no planeó

consumar el matrimonio. Primero, parecía


no ser consciente de ningún

sentimiento romántico por Joy. La veía


como una buena amiga. Segundo,

veía imposible una ceremonia religiosa,


porque la ley canónica prohíbe el

matrimonio con una persona divorciada.


Escribió a Greeves que pensaba

que un matrimonio verdadero era «desde


mi punto de vista, un adulterio, y

341

por tanto no debe suceder» . La


ceremonia civil se celebró privadamente

el 23 de abril de 1956, y Joy y sus hijos


pudieron quedarse en Inglaterra.

En octubre de aquel año tuvo lugar un


acontecimiento que habría de

cambiar dramáticamente la naturaleza de


sus relaciones. Joy enfermó de
cáncer de hueso, que se había extendido
desde su localización originaria en

un pecho. Lewis escribió a su amigo


Greeves que «ella puede morir en

pocos meses». Sintió la responsabilidad


de traerla, a ella y a sus hijos, a casa

y cuidarlos. Hizo público su matrimonio


civil. The Times del 24 de

diciembre de 1956 anunció: «Se ha


celebrado un matrimonio entre el

Profesor C. S. Lewis, del Magdalene


College, Cambridge, y la señora Joy
Gresham, actualmente ingresada en el
Hospital Churchill, Oxford. Se

ruega no enviar cartas».

Puede que el pensamiento de perder a Joy


le hiciera darse cuenta a

Lewis no sólo de que la amaba, sino de


que estaba profundamente

enamorado de ella y la quería totalmente


como esposa. Cómo obtuvo

permiso para casarse por la iglesia, como


deseaba Joy, es parte de una

complicada historia, de cuyos detalles


sabemos poco. Al parecer, Lewis

argumentaba que, como Bill Gresham


había estado casado antes de casarse

con Joy, y su primera mujer vivía todavía,


su matrimonio no fue un

verdadero matrimonio cristiano. Un


antiguo alumno de Lewis, el Rev.

Peter Bidé, estuvo de acuerdo y los casó


junto a la cama de Joy en el

Hospital Churchill de Oxford el 24 de


abril de 1957. Warren, el hermano

de Lewis, escribió en su diario con


relación a la ceremonia del matrimonio:

«lo encontré conmovedor, y


especialmente el gran deseo de Joy de
tener el

lastimoso consuelo de morir bajo el


mismo techo que Jack, aunque sentir

piedad por alguien tan magníficamente


valiente como Joy es un insulto...

parece que hay poca esperanza, salvo que


puede que no haya dolor al

final».

Joy se trasladó a los Kilns, la casa de


Lewis. Este escribió en mayo que

«Joy está en casa... el hospital no puede


hacer nada más por ella...

completamente postrada en cama. Pero


gracias a Dios, sin dolor... y a

menudo con buen ánimo». Antes de que


el Reverendo Bidé casara a Joy y

Jack Lewis, rezó por su recuperación, y


Jack siguió haciéndolo. Entonces

sucedió algo que muchos consideraron


milagroso. Joy empezó a

recuperarse, y luego a andar. Ella escribió


a un amigo en junio de 1957 que

«Jack y yo estamos logrando ser


sorprendentemente felices considerando

342

las circunstancias» . En julio volaron a


Irlanda para una tardía luna de

miel. Lewis vivió con su mujer en «total


felicidad y contento», según los

amigos que los visitaron. En cierta


ocasión mencionó a un amigo: «nunca

esperé tener a mis sesenta aquella


felicidad que se me pasó de largo en mis
veinte». Joy tuvo, durante muchos años,
el deseo de visitar Grecia. En abril

de 1960, con otro matrimonio, pasaron


diez días de vacaciones allí.

Cuando Joy fue a Inglaterra con la


esperanza de conocer a C. S. Lewis,

no sólo lo conoció, sino que derribó todas


sus defensas y sencillamente

pasó por encima de un letrero que decía


POR FAVOR, NO MOLESTAR.

Disfrutaron tres años y cuatro meses de


dicha. Cartas escritas por Joy
«rebosan felicidad», según los biógrafos.
Ella escribió: «pensarías que

éramos una pareja de veinteañeros recién


casados», y comentaba

343

abiertamente la habilidad sexual de Lewis


. Lewis escribió en Una pena

en observación, «en estos breves años


pasados, [mi esposa] y yo

festejábamos el amor; en cualquiera de


sus modalidades... No había fisura

del corazón o del cuerpo que quedara


insatisfecha».

Cuando miramos cómo Freud y Lewis


vivieron su propia sexualidad,

Freud parece haber tenido una vida sexual


considerablemente más

restringida que Lewis. La mayoría de los


biógrafos están de acuerdo en que

Freud no tuvo experiencia sexual antes de


casarse a los treinta años. Su

actividad sexual durante el matrimonio


parece haber durado sólo unos

pocos años. ¿Puede ser posible que el


padre de la nueva libertad sexual

restringiera su propia sexualidad a sólo


diez de sus ochenta y tres años de

vida? Si es así, ¿por qué? ¿Tiene razón


Lewis cuando acusa a Freud de ver

el sexo como algo escandaloso y


desagradable, como lo era para las

vienesas que trataba?

Ciertamente, Lewis tuvo una vida sexual


más activa que Freud. Disfrutó

de un tardío vigor sexual con una mujer


que primero fue una amiga y
luego una amante. Después de su
conversión, y antes de su matrimonio,

cuando parecía que era capaz por vez


primera de controlar sus impulsos

sexuales, daba la impresión de que estaba


más contento consigo mismo y

con sus relaciones. ¿Por qué? Quizás


pueden darnos una pista los

estudiantes de Harvard a los que he


investigado.

Antes de la experiencia de su conversión,


los estudiantes describían que
sus relaciones sexuales no llegaban a ser
satisfactorias y contribuían poco a

proporcionarles la cercanía afectiva que


deseaban. Manifestaban una

profunda soledad y una «sensación de no


pertenencia». Su conducta sexual

parecía ser sobre todo un intento


desesperado de vencer esta soledad.

Después de su conversión, intentaron,


como Lewis, vivir los estrictos

criterios bíblicos de castidad o


matrimonio con completa fidelidad.
Aunque esta severa restricción entraba
fuertemente en conflicto con sus

comportamientos anteriores y con las


costumbres actuales, vieron que

estos límites definidos eran menos


confusos que no tener límites en

absoluto, y eran útiles para relacionarse


con miembros del sexo opuesto

344

«como personas más que como objetos


sexuales» .

¿Alcanzó Freud una convicción personal


similar basada en sus

observaciones clínicas? Sólo podemos


especular. Ciertamente educó a sus

hijos dentro de los límites bien definidos


que él mismo abrazó, en claro

contraste con su pública reivindicación de


«una vida sexual

incomparablemente más libre». Puede


que concluyera tácitamente, como

hizo Lewis, que «para cualquier tipo de


felicidad, incluso en este mundo, se

345
necesitará una gran dosis de control» .

AMOR

¿Todo amor no es más que sexo


sublimado?

Freud y Lewis escriben prolíficamente


sobre el amor. Ambos se dan

cuenta de que la palabra «amor» se usa de


forma imprecisa, tiene muchos

significados diferentes y debe ser


claramente definida. Con la palabra

«amor», describimos nuestros


sentimientos hacia nuestro país, nuestro

perro, nuestros hijos, nuestros amigos,


nuestros padres o nuestra esposa.

En cada caso, significamos algo


totalmente diferente.

Freud divide todas las formas de amor


humano en dos categorías

básicas: amor sexual (genital) y amor en


el que el deseo sexual es

inconsciente. «La imprecisión con que el


lenguaje emplea el término

“amor” está... genéticamente justificada»,


escribe Freud en El malestar en

la cultura. «Suélese llamar así a la


relación entre el hombre y la mujer que

han fundado una familia sobre la base de


sus necesidades genitales; pero

también se denomina “amor” a los


sentimientos positivos entre padres e

346

hijos, entre hermanos y hermanas» .

El amor entre un marido y su esposa es


«amor genital»; el amor fraterno

y entre hijos y padres es «amor de fin


inhibido» o «cariño». La libido —la

energía psíquica del eros— puede


expresarse abiertamente en una relación

erótica, o ser sublimada y estar presente


sólo en el inconsciente. «El amor

coartado en su fin fue en su origen un


amor plenamente sexual, y sigue

siéndolo en el inconsciente humano.


Ambas tendencias amorosas, la

sensual y la de fin inhibido, trascienden


los límites de la familia y

establecen nuevos vínculos con seres


hasta ahora extraños. El amor genital

lleva a la formación de nuevas familias;


el amor de fin inhibido, a las

347

“amistades”» .

El amor dentro de la familia y la amistad


son formas de amor que «no

han resignado sus metas directamente


sexuales, pero resistencias internas

les coartan su logro; se conforman con


ciertas aproximaciones a la

satisfacción y justamente por ello


establecen lazos particularmente fijos y

duraderos entre los seres humanos. A esta


clase pertenecen, sobre todo, los

vínculos de ternura —plenamente


sexuales en su origen— entre padres e

hijos, los sentimientos de la amistad y los


lazos afectivos en el matrimonio

348

—que proceden de una inclinación


sexual» .

Freud se dio cuenta de que la gente


tendría una fuerte resistencia a
calificar de «sexual» todas las formas de
amor. Intentó salirle al paso. «El

nódulo de lo que nosotros denominamos


amor se halla constituido,

naturalmente, por lo que en general se


designa con tal palabra y es cantado

por los poetas; esto es, por el amor


sexual, cuyo último fin es la cópula

sexual. Pero, en cambio, no separamos de


tal concepto aquello que

participa del nombre de amor, o sea, de


una parte, el amor del individuo a
sí propio, y de otra, el amor paterno y el
filial, la amistad y el amor a la

349

Humanidad en general» .

Calificar como «sexual» el amor por la


humanidad y el amor entre hijos

y padres y entre amigos provoca burla y


rechazo. ¿Por qué lo hacía Freud?

En su Psicología de las masas, explica:


«nuestra justificación está en el

hecho de que la investigación


psicoanalítica nos ha enseñado que todas
estas tendencias constituyen la expresión
de los mismos movimientos

instintivos que impulsan a los sexos a la


unión sexual...». En otras formas

de amor, los impulsos sexuales son


«desviados de su objetivo» pero son, sin

embargo, sexuales. «Con este acuerdo ha


desencadenado el psicoanálisis

una tempestad de indignación, como si se


hubiera hecho culpable de una

innovación sacrílega. Y, sin embargo, con


esta concepción “amplificada”
del amor, no ha creado el psicoanálisis
nada nuevo. El Evos, de Platón,

representa, por lo que respecta a sus


orígenes, a sus manifestaciones y a su

relación con el amor sexual, una perfecta


analogía con la energía amorosa;

esto es, con la libido del psicoanálisis...;


cuando el apóstol Pablo alaba el

amor en su famosa Epístola a los


Corintios y lo sitúa sobre todas las cosas,

350

lo concibe seguramente en el mismo


sentido “amplificado” » . La cita de 1

Corintios la da Freud como sigue: «Si yo


hablare las lenguas humanas y

angélicas y no tuviere caridad [amor],


vengo a ser como metal que resuena

o címbalo que retiñe». Freud lamenta que


«los hombres no siempre toman

en serio a sus grandes pensadores, aunque


aparentemente los admiren

351

mucho» . No está del todo claro si Freud


se estaba refiriendo a Platón, a
Pablo o a sí mismo.

Freud argumentaba: «no encuentro mérito


ninguno en avergonzarse de

la sexualidad. La palabra griega “eros”,


con la que se quiere velar lo

vergonzoso, no es, en fin de cuentas, sino


la traducción de nuestra palabra

alemana Liebe [amor]».

Así, ¿es el amor algo que en realidad sólo


se refiere al sexo? ¿O esta

concepción no es más que una


exageración materialista? Para no quitar a
nadie su mérito, Freud proporciona una
gran penetración en la compleja

naturaleza de todas las relaciones. Nos


ayuda a comprender por qué, en

todos los grupos —familia, club, iglesia,


escuela, una corporación, un

equipo de atletismo, un hospital— los


problemas principales no residen en

la tarea para la que existe la organización,


sino en el conflicto entre las

personas. Una razón para esto, explica, es


que todos albergamos
sentimientos negativos hacia los demás.
Normalmente, estos sentimientos

están reprimidos y resultan


irreconocibles, pero influyen en nuestro

comportamiento y crean conflictos


interpersonales.

Freud escribe que «casi todas las


relaciones afectivas íntimas de alguna

duración entre dos personas —el


matrimonio, la amistad, el amor paterno

y el filial—dejan un depósito de
sentimientos hostiles, que precisa, para
desaparecer, del proceso de la represión».
Lo advertimos claramente

«cuando vemos a dos asociados pelearse


de continuo». Esta subyacente

hostilidad y tendencia a mirar desde


arriba a los otros también se expresa

en grandes grupos. «Siempre que dos


familias se unen por un matrimonio,

cada una de ellas se considera mejor y


más distinguida que la otra. Dos

ciudades vecinas serán siempre rivales, y


el más insignificante cantón
mirará con desprecio a los cantones
limítrofes». Otra frase legada por

Freud es el «narcisismo de las pequeñas


diferencias». Freud da ejemplos

geográficos nacionales y raciales: «el


alemán del sur no puede aguantar al

del norte; el inglés habla despectivamente


del escocés, y el español

desprecia al portugués». Menciona como


aversión casi insuperable «la que

los galos experimentan por los germanos,


los arios por los semitas y los
352

blancos por los hombres de color» .

Reconoce que no comprendemos


completamente por qué existe esta

hostilidad subyacente, pero «es innegable


que esta conducta de los

hombres revela una disposición al odio y


una agresividad a las cuales

353

podemos atribuir un carácter elemental» .

Freud analiza también cómo


seleccionamos nuestras relaciones
amorosas. Afirma que nuestras primeras
experiencias vitales influyen

fuertemente en quién escogemos para


casarnos, así como en la elección de

amigos. En un artículo de 1922, escribía:


«ya en los primeros seis años de la

infancia el pequeño ser humano ha fijado


de una vez por todas la forma y

el tono afectivo de sus relaciones con los


individuos del sexo propio y del

opuesto; a partir de ese momento podrá


desarrollarlas y orientarlas en
distintos sentidos, pero ya no logrará
abandonarlas. Las personas a las

354

cuales se ha fijado de tal manera son sus


padres y sus hermanos» .

Entonces hace la sorprendente afirmación


de que todas nuestras

relaciones cuando somos adultos están


determinadas, en alguna medida,

por estas relaciones tempranas: «todos los


hombres que haya de conocer

posteriormente serán, para él, personajes


sustitutivos de estos primeros

objetos afectivos... Estas relaciones


ulteriores asumen, pues, una especie de

herencia afectiva, tropiezan con simpatías


y antipatías en cuya producción

escasamente han participado; todas las


amistades y vinculaciones amorosas

ulteriores son seleccionadas sobre la base


de las huellas mnemónicas que

cada uno de aquellos modelos primitivos


haya dejado».

Freud acabó desarrollando la teoría de la


transferencia, que jugaría un

papel decisivo en su método para tratar


los desórdenes emocionales y que

todavía hoy nos da cierta luz acerca de


cómo seleccionamos a nuestros

amigos o a la persona con quien casarnos.


Los sentimientos en las

relaciones, como ahora los entendemos,


siguen una doble vía.

Reaccionamos y nos relacionamos con


otra persona no sólo por cómo

experimentamos conscientemente a esa


persona, sino también por nuestra

experiencia inconsciente en lo referente a


nuestras pasadas relaciones con

personas significativas de la infancia y


niñez, en particular los padres y

otros miembros de la familia. Tendemos a


desplazar nuestros sentimientos

y actitudes desde esas figuras del pasado


a personas del presente,

especialmente si alguna tiene rasgos


similares a una persona en el pasado.

Un individuo puede, por tanto, evocarnos


sentimientos intensos —fuerte

atracción o fuerte aversión— totalmente


inapropiados al conocimiento o a

la experiencia que tenemos de esa


persona. Este proceso puede, en grados

variables, influir en nuestra elección de


un amigo, compañero de

355

habitación, esposa o patrón . Todos


tenemos la experiencia de ver a

alguien al que no conocíamos que nos


evoca fuertes sentimientos. Según la
teoría de la transferencia, esto sucede
porque algo de esa persona —el

andar, la inclinación de la cabeza, un


modo de reírse o algún otro rasgo—

recuerda a un personaje importante de


nuestra infancia temprana. Algunas

veces la esposa o un superior a cuyas


órdenes trabajamos nos provocarán

una reacción mucho más intensa de lo


que demandan las circunstancias.

Un gesto o tono de voz puede reactivar


sentimientos negativos infantiles,
que en su día experimentamos hacia un
personaje entonces importante.

* * *

Aunque en todas las relaciones se dan


reacciones de transferencia,

ocurren con más frecuencia e intensidad


en relaciones de autoridad. Esto

sucede especialmente en la relación


médico-enfermo, en parte porque los

pacientes a menudo ven al médico como


un personaje con autoridad y

tienden a desplazar sobre él los


sentimientos que en su día dirigieron a
sus

padres, que fueron las primeras


autoridades de su vida. «El enfermo ve en

aquél una copia —una reencarnación—


de alguna persona importante de

su infancia, de su pasado, transfiriéndole,


pues, los sentimientos y las

reacciones que seguramente


correspondieron a ese modelo pretérito.
Este

fenómeno de la transferencia no tarda en


revelarse como un factor de
356

insospechada importancia» . Freud se dio


cuenta de que los sentimientos

positivos del paciente hacia el doctor


(transferencia «positiva»)

proporcionan al paciente una fuerte


fuerza motivadora para mejorar. En

una carta a Jung en la que trata de las


bases del trabajo psicoanalítico,

357

Freud escribe: «se trata en realidad de una


curación mediante el amor» .
Con el desarrollo de este concepto de
transferencia, Freud hizo una

contribución fundamental a nuestra


comprensión de todas las relaciones

humanas.

Sin embargo, Lewis pensó que la


comprensión freudiana del amor y de

las relaciones era incompleta. C. S. Lewis


recurrió a la gran literatura para

su tratamiento del amor. Su enfoque es


más detallado que el enfoque

clínico de Freud. Centró en el amor


humano una parte considerable de su

trabajo académico. Son clásicos sus libros


Allegory of Love y Los cuatro

amores.

Lewis divide primero todo amor en dos


amplias categorías. Una es el

amor basado en la necesidad; la otra es el


amor libre de necesidad. En Los

cuatro amores, escribe: «la primera


distinción que hice fue entre lo que yo

llamé amor-dádiva y amor-necesidad. El


ejemplo típico del amor-dádiva es
el amor que mueve a un hombre a
trabajar, a hacer planes y ahorrar para el

mañana pensando en el bienestar de su


familia, aunque muera sin verlo ni

participe de ese bienestar. Ejemplo de


amor-necesidad es el que lanza a un

358

niño solo y asustado a los brazos de su


madre» . «El amor de necesidad

dice de una mujer “no puedo vivir sin


ella”; el amor-dádiva aspira a hacerla

359
feliz, a darle comodidades, protección y,
si es posible, riqueza» .

Al igual que Freud, Lewis cita el Nuevo


Testamento que afirma que

«Dios es amor» y advierte que debemos


tener cuidado para no traducirlo

como «el amor es Dios». Lewis hace una


interesante observación: que cada

forma de amor humano puede convertirse


en una forma de idolatría y

llevarnos a cometer actos de desamor en


su nombre. Escribe que el amor
«empieza a ser un demonio desde el
momento en que comienza a ser un

dios». La gente tiende a hacer cosas que,


de otra manera, su conciencia

nunca le permitiría, y todo en nombre del


amor. «Todo amor humano, en

su punto culminante, tiene tendencia a


exigir para sí la autoridad divina;

su voz tiende a sonar como si fuese la


voluntad del mismo Dios». Lewis

escribe en Los cuatro amores-, «el amor


por una mujer puede hacer que un
hombre rompa sus votos y abandone a su
esposa e hijos, el amor al país

puede hacer que una persona cometa


atrocidades increíbles y el amor a la

iglesia puede motivar a la gente a causar


de hecho mal». «Si se escribe

alguna vez el libro que yo no pienso


escribir», declara Lewis con su

acostumbrado candor, «tendrá que


escribirse en él una completa confesión

de la Cristiandad por su específica


contribución a la suma mundial de
crueldades y traiciones humanas... Hemos
gritado el nombre de Cristo, y

360

nos hemos puesto al servicio de Moloch»


.

Lewis divide el amor humano en otras


cuatro categorías, siguiendo la

tradición griega: (1) Storgué, afecto entre


miembros de una familia; (2)

Philía, amistad; (3) Eros, amor romántico


entre personas “enamoradas”; y

(4) Ágape, el amor que se tiene a Dios y


al prójimo. En una carta a un

amigo, define más estas formas


diferentes: «“Caridad” significa amor. Es

llamado Ágape en el Nuevo Testamento


para distinguirlo del eros (amor

sexual), storgué (cariño familiar) y philía


(amistad)... hay cuatro formas de

amor, cada una buena en su lugar


apropiado, pero ágape es el mejor amor,

porque es el que Dios nos tiene y es


bueno en toda circunstancia. Hay

personas hacia las que no debo sentir


eros, y personas por las que no puedo

sentir storgué o philía; pero puedo


practicar ágape con Dios... con el

Hombre y la Bestia, con el bueno y el


malo, el viejo y el joven, el lejano y

el cercano. Ves que ágape es todo dar, no


recibir... Dar dinero es sólo “una”

forma de demostrar caridad, dar tiempo y


esfuerzo es mucho mejor y (para

361

la mayoría de nosotros) más costoso» .

Storgué es la forma de amor humano que


llamamos “cariño”. Los

griegos usaron el término originalmente


para referirse al cariño dentro de

la familia. «Mi diccionario griego define


storgué como “afecto,

especialmente el de los padres a su


prole”, y también el de la prole a sus

padres», escribe Lewis. «Y ésta es, no me


cabe duda, la forma original de

362

este afecto, así como el significado básico


de la palabra» . También
podemos sentir cariño por personas
ajenas a la familia. El criterio principal

parece ser una cómoda familiaridad.


Podemos sentir afecto hacia una

persona con la que no compartimos


intereses, y por tanto hacia personas

que no son amigas nuestras. Sentimos


cariño, dice Lewis, hacia personas

simplemente porque las conocemos desde


hace tiempo y estamos a gusto y

como en familia con ellas. Dibuja este


sentimiento con lenguaje
descriptivo: «el afecto parece como si se
colara o filtrara por nuestras vidas;

vive en el ámbito de lo privado, de lo


sencillo, sin ropajes: suaves

pantuflas, viejos vestidos, viejos chistes,


el golpeteo del rabo del perro

363

contra el suelo de la cocina, el ruido de la


máquina de coser... » .

Lewis señala que el afecto se expresa a


sus anchas en marcos cómodos,

privados, tranquilos, no en lugares


públicos. Cuando se expresa en público,

el cariño pude desagradar a otros. Dice


que «el afecto no sería afecto si se

hablara de él repetidamente y a todo el


mundo; mostrarlo en público es

como exhibir los muebles de un hogar en


una mudanza: están muy bien

donde están, pero a plena luz del día se ve


lo raídos o chillones o ridículos

364

que son» .

Lewis describe también el cariño como


un amor humilde. «La gente

puede estar orgullosa de estar


“enamorada” o de su amistad», explica.
«Pero

el afecto es modesto, discreto y


pudoroso... Habitualmente son necesarios

la ausencia y el dolor para que podamos


alabar a quienes estamos ligados

por el afecto: contamos con ellos, y esto


de contar con ellos, que puede ser

un insulto en el caso del amor erótico,


aquí es hasta cierto punto razonable
y adecuado, porque se aviene bien con la
amable y sosegada naturaleza de

365

este sentimiento» .

El cariño puede acompañar a otras formas


de amor. Podemos sentir

cariño por un amigo. «Hacerse amigo de


alguien no es lo mismo que ser

afectuoso con él; pero cuando nuestro


amigo ha llegado a ser un viejo

amigo, todo lo referente a él, que al


principio no tenía que ver con la
amistad, se vuelve familiar y se ama de
un modo familiar».

El afecto se extiende mucho más allá de


la familia y puede mezclarse

con otras formas de amor. El cariño es, y


debería ser, parte del eros. El

amor sexual sin cariño sería frío y sin


atractivo. El afecto, escribe Lewis, es

el menos discriminativo de los amores:


«...casi todo el mundo puede llegar

a ser objeto de afecto: el feo, el estúpido,


e incluso esos que exasperan... he
visto cómo sienten afecto por un débil
mental no sólo sus padres sino sus

hermanos... Ignora hasta las barreras de la


especie: lo vemos no sólo entre

perro y persona, sino también, lo que es


más sorprendente, entre perro y

366

gato» .

Lewis ofrece una interesante advertencia


sobre las relaciones basadas en

el cariño y la familiaridad. Pueden


presentar un peligro porque pueden
tentar a que uno se tome libertades. «El
afecto es cuestión de ropa cómoda

y distensión, de no andar con rigideces,


de libertades que serían de mala

educación si nos las tomáramos ante


extraños». Pero advierte que

«mientras más familiar es la ocasión,


menor es la formalidad; pero no por

eso ha de ser menor la necesidad de


educación. En cambio, el mejor afecto

pone en práctica una cortesía que es


incomparablemente más sutil, más
367

fina y profunda que la mera cortesía en


público ... Se puede decir

“¡Callaos, quiero leer!” Se puede decir


cualquier cosa en el tono adecuado y

en el momento oportuno, tono y momento


que han sido buscados para no

herir, y de hecho no hieren. Cuanto mejor


es el afecto, más acierta con el

368

tono y el momento adecuados (cada amor


tiene su “arte de amar”)» .
Naturalmente, las familias a menudo no
alcanzan a practicar la cortesía.

«¿Quién no ha estado en la incómoda


situación de invitado a una mesa

familiar donde el padre o la madre han


tratado a su hijo ya mayor con una

descortesía que, si se dirigiera a cualquier


otro joven, habría supuesto

sencillamente terminar con ellos toda


relación? Las afirmaciones

dogmáticas sobre temas que los jóvenes


entienden y los mayores no, las
crueles interrupciones, el contradecirles
de plano, hacer burla de cosas que

369

los jóvenes toman en serio» .

Cree Lewis que el amor que llamamos


cariño nos proporciona una

buena parte de nuestra felicidad en la


tierra: si «hay sentido común, el dar

y recibir mutuos —ese tira y afloja—, y


“honestidad”... el afecto es la

causa, en nueve casos sobre diez, de toda


la felicidad sólida y duradera que
370

hay en nuestra vida natural» .

Lewis se une a Freud para advertir que


todas las formas de amor

humano «llevan consigo las semillas del


odio». Si uno tiene necesidad de

ser necesitado y el hijo o los padres no


conocen esa necesidad, puede llegar

a hacerse cada vez más exigente y la


frustración puede convertir el amor

en odio. Lewis advierte: «lo mismo


sucede con el amor erótico, del que el
poeta romano dice “Yo amo y odio”; e
incluso otros tipos de amor admiten

esa misma mezcla, pues si se hace del


afecto el amor absoluto de la vida

humana, la semilla del odio germinará; el


amor, al haberse convertido en

371

dios, se vuelve un demonio» . Aunque


Freud y Lewis parecen estar de

acuerdo en la superficie, Lewis no sugiere


que la sexualidad sea central o

incluso periférica a storgué.


* * *

Cuando Lewis piensa en philía, o


amistad, su desacuerdo con Freud es

más rotundo aún. No ve base alguna para


considerar la amistad como una

forma de sexualidad reprimida. Freud la


llamaba amor de «fin inhibido»,

pero Lewis describió cuatro


características muy diferentes de la
amistad:

a. Es la menos necesaria de las varias


formas de amor: «sin eros ninguno
de nosotros habría sido engendrado, y sin
afecto ninguno de nosotros

hubiera podido ser criado; pero podemos


vivir y criar sin la amistad.

372

La especie, biológicamente considerada,


no la necesita» .

b. Es el menos natural de los amores; «el


menos instintivo, orgánico,

biológico, gregario y necesario. No tiene


ninguna vinculación con

nuestros nervios; no hay en él nada que


acelere el pulso o lo haga a

uno palidecer o sonrojarse».

c. Es el menos apreciado en nuestra


cultura moderna. La amistad «es

algo que se da esencialmente entre


individuos: desde el momento en

que dos hombres son amigos, en cierta


medida se han separado del

rebaño... A la multitud o el rebaño —la


comunidad— hasta puede

disgustarles y desconfiar de ella». Los


dirigentes de grupos y
organizaciones «pueden sentirse
incómodos cuando ven surgir íntimas

y fuertes amistades entre sus


subordinados... esa actitud que valora lo

colectivo por encima de lo individual


necesariamente menosprecia la

amistad, que es una relación entre


hombres en su nivel máximo de

373

individualidad» .

d. Es diferente del amor erótico, pero


puede profundizarlo y
aumentarlo. Lewis dice que es un
disparate ver todo amor como

sexual.

Refiriéndose a la definición freudiana de


amistad, Lewis escribe que

aquéllos que ven la amistad «sólo como


un disfraz o una elaboración del

eros, dejan traslucir el hecho de que


nunca han tenido un amigo... aunque

podamos sentir amor erótico y amistad


por la misma persona... nada como

la amistad se parece menos a un asunto


amoroso... Normalmente los

enamorados están frente a frente, absortos


el uno en el otro; los amigos

374

van el uno al lado del otro, absortos en


algún interés común» . Pero los

enamorados también pueden llegar a ser


amigos y los amigos amantes.

Cuando dos personas del sexo opuesto se


conocen y descubren que

comparten un interés común, «la amistad


que nace entre ellas puede
fácilmente pasar —puede pasar en la
primera media hora— al amor

erótico».

Y puede suceder justamente lo contrario.


Dos personas que se

enamoran y se atraen sexualmente pueden


darse cuenta de que comparten

un interés común profundamente


arraigado. Entonces pueden convertirse

en amigos, en el verdadero sentido de la


amistad, además de amantes. La

diferencia en su relación es que en el


amor erótico están concentrados

solamente en ellos mismos, pero en


cuanto amigos comparten

ilusionadamente con otros el interés que


les une.

Lewis afirma que la unión de eros y de


amistad «en lugar de borrar la

diferencia entre ambos amores, los


clarifica incluso más. Si alguien que, en

sentido pleno y profundo, fue primero


amigo o amiga, y gradual o

súbitamente se manifiesta como alguien


que también se ha enamorado, no

querrá, es claro, compartir ese amor


erótico por el amado con un tercero;

pero no sentirá celos en absoluto por


compartir la amistad. Nada enriquece

tanto un amor erótico como descubrir que


el ser amado es capaz de

establecer, profunda, verdadera y


espontáneamente, una profunda amistad

con los amigos que uno ya tenía: sentir


que no sólo estamos unidos por el

amor erótico, sino que nosotros tres o


cuatro o cinco somos viajeros en la

375

misma búsqueda, tenemos la misma


visión de la vida» .

Al tratar de philía, Lewis nos da una


clave sobre cómo se sentía con sus

propios amigos. Escribe que en un grupo


de amigos cada uno tiene tal

respeto por el otro que, «en lo más íntimo


de su corazón, se siente poca

cosa ante todos los demás. A veces se


pregunta qué pinta él allí entre los
mejores. Tiene suerte, sin mérito alguno,
de encontrarse en semejante

compañía».

Lewis tuvo muchos amigos de verdad con


los que se reunía

regularmente para dar largos paseos y


tener conversaciones estimulantes.

Escribe que el placer de la amistad es el


mayor «cuando todo el grupo está

reunido, tomando lo mejor, lo más


inteligente o lo más divertido que hay

en todos los demás. Esas son las sesiones


de oro: cuando cuatro o cinco de

nosotros, después de un día de duro


caminar, llegamos a nuestra posada,

cuando nos hemos puesto las zapatillas, y


tenemos los pies extendidos

hacia el fuego y el vaso al alcance de la


mano, cuando el mundo entero, y

algo más allá del mundo, se abre a


nuestra mente mientras hablamos, y

nadie tiene ninguna querella ni


responsabilidad frente al otro, sino que

todos somos libres e iguales, como si nos


hubiéramos conocido hace apenas

una hora, mientras que al mismo tiempo


nos envuelve un afecto que ha

madurado con los años. La vida, la vida


natural, no tiene don mejor que

376

ofrecer. ¿Quién puede decir que lo ha


merecido? » .

Lewis cree que la amistad conlleva


ciertos peligros. Algunas veces

deseamos ser incluidos en un grupo de


personas, no porque compartamos
un interés profundo con ellos, sino
simplemente porque los vemos como

parte de un «grupito.» Si un grupo existe


no sobre la base de intereses

compartidos, como sucede con la


verdadera amistad, sino «por un placer de

vanidad y superioridad», entonces ese


grupo cae en el peligro del

«orgullo... el peligro al que las amistades


son naturalmente propensas».

Tales grupos atraen a personas que se


unen por otras razones diferentes
a los intereses compartidos que forman la
base de la amistad verdadera. «El

arribista desea vincularse a cierto grupo


porque está considerado como una

“élite”; los amigos están en peligro de


considerarse a sí mismos una “élite”

377

porque están ya vinculados... » . «El


orgullo», señala Lewis, «es el vicio

esencial, el mal más terrible... el estado


mental completamente anti-Dios...

el placer de estar por encima de los


demás... de ver a la gente siempre por

378

debajo» .

En cada grupo de personas —en casa, en


la escuela, universidad,

hospital, bufete de abogados o empresa—


existe lo que Lewis llama «el

379

círculo cerrado» . Afirma que todos


luchamos alguna vez en la vida con

«el deseo de estar dentro del círculo local,


y el terror a ser alejado de él».
Este temor de ser dejado fuera, de no ser
parte del círculo importante,

causa considerable tensión e infelicidad.


Para ser aceptado por la gente que

consideramos importante, para formar


parte del círculo cerrado, a menudo

hacemos cosas que van contra nuestro


mejor juicio. Lewis escribe: «Freud

consideraría todo esto, sin duda alguna,


como un subterfugio del impulso

sexual. Me pregunto si no estará puesto el


zapato en el pie contrario, si no
se habrá perdido en tiempos de
promiscuidad más veces la virginidad por

obedecer el señuelo de la camarilla


política que por someterse a Venus.

Cuando está de moda la promiscuidad,


los castos quedan desplazados. Son

ignorantes de cosas conocidas por los


demás... El número de los que

fumaron o se emborracharon por vez


primera apoyándose en razones

similares, por referirnos a asuntos menos


graves, es seguramente muy
grande».

Lewis aclara que cree que allá donde la


gente viva y trabaje, se formarán

círculos cerrados y que no son malos en


sí mismos. Sólo lo es el deseo de

estar en ellos. Da entonces un ejemplo de


cómo una cosa puede ser en sí

moralmente neutra, pero su deseo,


inmoral: «la muerte sin dolor de un

pariente piadoso de avanzada edad no


supone un gran mal. Pese a todo, el

deseo ardiente de sus familiares de verlo


morir no se considera un

sentimiento decente. La ley desaprueba,


por su parte, cualquier intento,

380

incluso el más dulce, de acelerar su


pérdida» .

¿Qué nos mueve a desear el círculo


cerrado? Enumera varias razones,

que incluyen el deseo de «poder, dinero,


libertad para quebrantar las

reglas, posibilidad de soslayar los deberes


rutinarios y de eludir la
disciplina», pero la principal de todas, «la
deliciosa sensación de la secreta

intimidad». Lewis previene que «de todas


las pasiones, la pasión por el

círculo cerrado es la más hábil para


inducir a un hombre... a hacer cosas

muy nocivas». Y observa que cuanto


mayor es el temor de ser un

desplazado, más probablemente


permanecerá uno como tal. «Seguirán

siendo unos desplazados mientras no


venzan el temor de serlo». Añade que
«la búsqueda del círculo cerrado romperá
sus corazones si ustedes no lo

rompen a él».

Lewis ofrece una idea de cómo ganar


aceptación en el mundo del

trabajo independientemente del círculo


cerrado: «si en las horas de trabajo

convierten su quehacer en fin, se


encontrarán dentro del único círculo

profesional realmente importante. Serán


artesanos dignos de confianza, y

los demás trabajadores leales lo sabrán».


E igualmente: «si en los ratos libres se
asocian sencillamente con las

personas que les agradan, descubrirán de


nuevo que han topado

súbitamente con un ámbito realmente


interior, que están verdaderamente

cómodos y seguros en medio de una


realidad que desde fuera podría

parecer exactamente un círculo cerrado».


Pero hay una diferencia

importante que lo distingue del círculo


cerrado habitual: «la diferencia
reside, no obstante, en el carácter
accidental de su hermetismo, en que su

exclusivismo es un subproducto. Por lo


demás, nadie es llevado allá por el

señuelo de lo esotérico: se limita a reunir


a cuatro o cinco personas

semejantes entre sí para hacer lo que les


gusta». Lewis llama a este tipo de

círculo «la amistad». Concluye que la


amistad «produce seguramente la

mitad de la felicidad del mundo, algo que


ningún círculo cerrado podrá
381

tener jamás» .

Para ilustrar cómo eros, storgué y philía


pueden solaparse y mezclarse

uno con otro, Lewis se refiere al beso.


Nos recuerda que «en la mayoría de

los lugares y épocas los tres amores han


tenido en común, como una

expresión suya, el beso. En la Inglaterra


actual, la amistad ya no lo usa,

pero sí lo hacen el afecto y el eros». Dice


que no sabemos si el beso empezó
como expresión de uno o del otro. Añade:
«lo que con seguridad podemos

decir es que el beso del afecto es distinto


del beso del eros. Sí; pero no

todos los besos de los enamorados son


besos de enamorados».

* * *

Freud y Lewis escriben con considerable


intensidad sobre un aspecto

del amor. Esta forma de amor humano,


mencionada en las Escrituras

hebreas y en el Nuevo Testamento,


incluye un precepto básico de la visión

espiritual que Freud ataca: «Ama a tu


prójimo como a ti mismo».

Freud se daba cuenta de la existencia de


una forma de amor humano

que no encajaba bien en su clasificación.


Algunas personas comprometen

toda su vida en el servicio a los demás sin


ninguna motivación egoísta

obvia. Decidió que su generosidad


procedía, de algún modo, de un deseo

de autoprotección. Puesto que poner


sentimiento en un «objeto-amor»

comporta riesgos, Freud creía que algunas


personas «se protegen contra la

pérdida del objeto, dirigiendo su amor en


igual medida a todos los seres en

vez de volcarlo sobre objetos


determinados... un amor universal por la

humanidad... El estado en que de tal


manera logran colocarse, esa actitud

de ternura etérea e imperturbable, ya no


conserva gran semejanza exterior

con la... vida amorosa genital de la cual


se ha derivado. San Francisco de

Asís fue quizá quien llegó más lejos en


esta utilización del amor para lograr

una sensación de felicidad interior».


Afirma Freud que la dificultad que

entraña esta clase de «amor universal»


estriba en que «no todos los seres

382

humanos merecen ser amados» .

En realidad, para Freud, el gran


mandamiento de «Ama a tu prójimo

como a ti mismo» es absurdo. Sus


mazazos a la religión no se dirigían

simplemente contra «los milagros» y «las


doctrinas», sino también contra

esta enseñanza. Dice que este precepto


«goza de universal nombradla y

seguramente es más antiguo que el


cristianismo, a pesar de que éste lo

ostenta como su más encomiable


conquista» (De hecho, tuvo su origen en

el libro del Levítico [19,18] del Antiguo


Testamento).

Freud dice que este mandamiento, junto


con el de «ama a tus

enemigos», le desconcierta totalmente.


Sencillamente no puede

entenderlo. Se pregunta: «¿Por qué


tendríamos que hacerlo? ¿De qué

podría servirnos? Pero, ante todo, ¿cómo


llegar a cumplirlo? ¿De qué

manera podríamos adoptar semejante


actitud? Mi amor es, para mí, algo

muy precioso, que no tengo derecho a


derrochar insensatamente... Si amo

a alguien, es preciso que éste lo merezca


por cualquier título... Merecería

mi amor si se me asemejara en aspectos


importantes, a punto tal que

pudiera amar en él a mí mismo; lo


merecería si fuera más perfecto de lo

que yo soy, en tal medida que pudiera


amar en él al ideal de mi propia

persona... En cambio, si me fuera extraño


y si no me atrajese ninguno de

sus propios valores, ni hubiera adquirido


significado alguno para mi vida

afectiva, entonces me sería muy difícil


amarlo. Hasta sería injusto si lo

amara, pues los míos aprecian mi amor


como una demostración de

383

preferencia, y les haría injusticia si los


equiparase con un extraño» .

Aún más, escribe Freud: examinándolo


con más detenimiento, el

prójimo no tiene amor por él y a menudo


le hace daño. «Siempre que le sea

de alguna utilidad», afirma, «no vacilará


en perjudicarme... le bastará
experimentar el menor placer para que no
tenga escrúpulo alguno en

denigrarme, en ofenderme, en difamarme,


en exhibir su poderío sobre mi

persona, y cuanto más seguro se sienta,


cuanto más inerme yo me

encuentre, tanto más seguramente puedo


esperar de él esta actitud para

conmigo». Concluye: «para confesarlo


sinceramente, [mi prójimo] merece

mucho más mi hostilidad y aun mi odio».


Freud dice que podría entender
este mandamiento si afirmara «Amarás al
prójimo como el prójimo te ame

384

a ti» .

Freud advierte que la gente tiende a


olvidar que «el hombre no es una

criatura tierna y necesitada de amor, que


sólo osaría defenderse si se la

atacara, sino, por el contrario, un ser entre


cuyas disposiciones instintivas

385

también debe incluirse una buena porción


de agresividad» . Se pregunta:

«¿a qué viene entonces tan solemne


presentación de un precepto que,

razonablemente, nadie puede aconsejarse


cumplir?». Concluye que

«ningún otro es, como él, tan contrario y


antagónico a la primitiva

386

naturaleza humana» .

Lewis está de acuerdo con Freud en que


este precepto va contra nuestra

naturaleza original. Pero por eso mismo


necesitamos una nueva

naturaleza, necesitamos renacer


espiritualmente, necesitamos una

«alteración». La llave para entender el


precepto de «amar al prójimo como

a ti mismo», dice Lewis, es comprender


la frase «como a ti mismo», ¿Cómo

nos amamos a nosotros mismos? Nos


amamos a nosotros mismos, dice,

queriendo lo mejor para nosotros y


actuando consecuentemente, incluso

cuando no nos gustamos a nosotros


mismos. Todo lo que hacemos, desde

que nos levantamos por la mañana hasta


que nos acostamos por la noche,

comer, hacer ejercicio, bañarnos, trabajar,


todo lo hacemos porque

queremos lo mejor para nosotros. Y


utilizamos nuestra voluntad para

llevar a cabo estas actividades,


independientemente de si nos gusta

hacerlas o no.

Escribe Lewis: «no experimento lo que se


dice un sentimiento de cariño
o afecto por mí mismo, y ni siquiera
disfruto siempre de mi propia

compañía. Así que “ama a tu prójimo” no


significa “tenle cariño” o

“encuéntralo atractivo”... Puedo


contemplar algunas de las cosas que he

hecho con rechazo y horror. De modo que


en apariencia se me permite

387

odiar o rechazar algunas de las cosas que


hacen mis enemigos» . Entonces

recuerda que sus maestros le decían que


era importante «odiar las malas

acciones de un hombre, pero no... al


hombre». Siempre pensó que se

trataba de una distinción tonta: «¿cómo se


podía odiar lo que hacía un

hombre y no odiar al hombre?». Años


después, se dio cuenta de que había

una persona con la que había estado


haciéndolo toda su vida, a saber, él

mismo. Escribe: «por mucho que me


disgustase mi cobardía o mi vanidad o

mi codicia, seguía queriéndome a mí


mismo», es decir, continuó queriendo

o deseando lo mejor para sí mismo.

Una vez que Lewis se decidió a explorar


la cosmovisión espiritual sin

prejuicios, empezó a leer el Nuevo


Testamento en griego. Cuando leyó los

dos grandes mandamientos «Ama al


Señor tu Dios con todo tu corazón», y

«Ama a tu prójimo como a ti mismo»,


observó que en ambos

mandamientos la palabra que se emplea


para amor es ágape. A diferencia
de eros, storgué, o philía, que se basan
principalmente en el sentimiento,

ágape se basa más en la voluntad. No


tenemos control sobre lo que

sentimos, pero siempre tenemos control


sobre nuestra voluntad y, por

tanto, sobre lo que decimos y hacemos. Y


lo que decimos o hacemos

determina si ayudamos o perjudicamos a


otros. Lewis continúa subrayando

que ágape es «un estado de la voluntad,


que tenemos naturalmente sobre
nosotros mismos, y debemos aprender a
tenerlo sobre otras personas».

El ágape hace referencia a un principio


básico de las relaciones

humanas. Señala Lewis que cuando


deseas lo mejor para alguien y actúas

de acuerdo con ello, aunque se trate de


una persona a la que no quieres,

pones las bases para que esa persona te


disguste menos y para quererle o

quererla más. Pero lo contrario también


es verdad. «Esta misma ley
espiritual funciona de un modo terrible en
el sentido inverso... cuanto más

crueles seamos, más odiaremos, y cuanto


más odiemos, más crueles nos

volveremos, y así sucesivamente en un


círculo vicioso para siempre».

Clínicamente este principio ha sido


observado una vez y otra. Cuando sin

darnos cuenta ayudamos a alguien que no


queremos, tendemos a que él o

ella nos disguste menos, quizás porque


nos hacen sentirnos culpables.
Aunque ágape se basa principalmente en
la voluntad, el ejercicio de esta

forma de amor influye en nuestros


sentimientos, a menudo volviendo del

revés los sentimientos negativos en


positivos.

Como médico, he observado que ágape es


la clave del éxito de todas las

relaciones, incluso aquéllas que se dan


dentro de grupos y organizaciones.

En las instituciones con las que me he


relacionado —hospitales,
universidades, empresas y otras— he
visto que los problemas reales que

afrontan no tienen que ver con su


principal tarea de cuidar a los enfermos,

enseñar a los alumnos, fabricar un


producto o proporcionar un servicio.

Invariablemente, sufren por conflictos


entre personas y los problemas

surgen de personas que actúan sobre todo


por sentimientos de rivalidad,

envidia, odio, venganza o reivindicación,


más que por voluntad. Si ágape
determinara cómo nos relacionamos con
los demás, nos ahorraríamos, a

nosotros y a los que nos rodean, muchas


penas innecesarias. Lewis parecía

haber cogido bien este principio.

* * *

Con esto es suficiente para conocer la


teoría de Lewis y Freud. Sus

conductas en la práctica pueden ser


incluso más reveladoras de sus

diferencias. La vida de Freud muestra un


esquema: establecer unas
relaciones muy estrechas, desarrollar
serios conflictos, y después terminar

la relación de repente. Esto sucedió con


Josef Breuer, el mentor que ayudó

y animó al joven Freud cuando abrió su


consultorio médico; y con

Wilhelm Fliess, su mejor amigo y


confidente durante los primeros años de

profesión, en los que trabajaba


principalmente solo. También sucedió
con

muchos de sus seguidores, empezando


con los miembros del grupo de
debate que se reunían los miércoles por la
noche en el apartamento de

Freud (este grupo acabó convirtiéndose


en la Sociedad Psicoanalítica de

Viena).

Freud rompió con muchos de ellos en


medio de amargas

recriminaciones e insultos. Las víctimas


incluyeron a Wilhelm Stekel,

Alfred Adler, Cari Jung, Otto Rank y


Sándor Ferenczi, por nombrar sólo

los más conocidos. Algunas de las frases


que Freud usó para describir a sus

antiguos colegas fueron «un ser humano


insoportable», «un cerdo», y «un

desesperado, descarado mentiroso».


Decía de Adler que sufría de

«alucinaciones paranoicas». Varios de


esos colegas, como Wilhelm Stekel,

Paul Federn y Victor Tausk, se


suicidaron. Mirando hacia atrás a estas

relaciones rotas, Freud las atribuía a


«diferencias personales, envidia o

388
venganza, o alguna otra clase de
animosidad» .

La relación de Freud con Cari Jung


representa un ejemplo bien

conocido. «¡Que se vaya a hacer puñetas!


Me sobran tanto su amistad como

389

sus falsedades» , escribió Freud en una


carta después de romper con él.

Había empezado de forma muy inocente.


Jung, un psiquiatra suizo que

trabajaba con el Dr. Eugen Bleuler, leyó


interpretación de los sueños de

Freud, mencionó las ideas de Freud en un


par de publicaciones y envió

copias a Freud. Esto dio origen a una


correspondencia que al final

desembocó en una estrecha amistad. A


Freud le gustaba Jung y decidió que

390

sería su sucesor. A menudo se refería a él


como su «hijo y heredero» .

Jung llegó a ocupar muy rápidamente


puestos directivos: presidente del
Primer Congreso Internacional de
Psicoanálisis y editor del

Psychoanalytic Yearbook. Esta estrecha


amistad duró varios años. Freud

valoraba su relación con los psiquiatras


suizos por su buena reputación y

porque eran gentiles, no judíos. Como la


mayoría de sus seguidores

vieneses eran judíos, Freud temía que su


nueva ciencia pudiera incurrir en

prejuicios. Escribió a su colega Karl


Abraham en 1908: «nuestros
camaradas arios nos son indispensables,
pues de lo contrario el

391

psicoanálisis sucumbiría a manos del


antisemitismo» .

Pero empezaron a surgir desacuerdos


entre Freud y Jung. Se convirtió

en una lucha de padre-hijo por el poder.


Freud explicaba a James Jackson

Putnam: «debo protegerme contra


personas que se han llamado mis

alumnos durante muchos años y que


deben todo a mi estímulo. Ahora

392

debo acusarlos y rechazarlos. No soy una


persona pendenciera» . Y en

una carta a Ernest Jones: «en lo que se


refiere a Jung, estoy dispuesto a

abandonar cualquier relación privada con


él. Su amistad no vale la tinta

que se gasta en escribirle... quiero que


siga su camino y yo no tengo

393

necesidad de su compañía» .
La intensidad del odio y amargura de
Freud hacia Jung, su sensación de

haber sido traicionado por éste, están


totalmente expresadas en una carta a

su colega Ferenczi: «quedó [Jung]


totalmente vencido y avergonzado y

confesó todo: que llevaba tiempo


temiendo que la intimidad conmigo o

con otros perjudicaría su autonomía, por


lo que había decidido retirarse;

que me había construido conforme al


complejo paterno... que ciertamente
se había equivocado al desconfiar de mí;
que le dolía ser considerado un

chiflado acomplejado; etc. No le perdoné


nada y le dije con serenidad que

una amistad con él no era posible, que él


mismo había dado pie a que

intimáramos para luego distanciarse de


ese modo tan brutal; que no estaba

en paz con los hombres, ni conmigo ni


con nadie».

Freud continuaba: «se comportaba como


un borracho que no paraba de
gritar: no creáis que estoy borracho, estoy
así por una clara reacción

neurótica. Le di a entender que me había


equivocado con él al tenerle por

un líder nato cuya autoridad podía


evitarles muchos errores a los demás;

que él no era esa autoridad, sino que era


inmaduro y necesitaba que se le

controlara, etc. Ya no me contradecía y lo


admitió todo. Me parece que le

394

hizo bien» . En otro lugar Freud llama a


Jung «un tipo maligno» y le

395

acusaba de «mentiras, brutalidad y


condescendencia antisemita» .

Cuando la larga y ya tensa relación


terminó finalmente con amargas

recriminaciones, Freud escribió a


Abraham: «¡con que nos hemos liberado

por fin del brutal, santurrón Jung y sus


loros repetidores!... Toda mi vida

estuve buscando amigos que no se


aprovecharan de mí para traicionarme
396

luego...» . Cuando le preguntaban por qué


tantos dejaron su movimiento,

Freud contestaba: «precisamente porque


ellos también querían ser

397

Papas» .

Escribiendo su autobiografía años


después, Freud parecía sentir la

necesidad de defenderse contra la


acusación de que le resultaba difícil

mantener relaciones estrechas, duraderas.


Él anotaba que muchos colegas

le dejaron. Pero, en contra de lo que


alguno podía pensar de que eso era

«un signo de mi intolerancia» o que una


«especial fatalidad cuelga sobre

mí», Freud señalaba que muchos colegas


permanecieron con él. «Indicaré

exclusivamente que frente a aquellos que


me han abandonado, como Jung,

Adler, Stekel y otros, se alza gran número


de personas —tales como

Abraham, Eitington, Ferenczi, Rank,


Jones, Brill, Sachs, Pfister, Von

Emden Reik, y otros—, que me son


adeptos desde hace más de quince

años, durante los cuales han colaborado


fielmente conmigo, y con los que

vengo manteniendo una ininterrumpida


amistad». Freud concluye que «un

hombre intolerante y absorbente no


hubiera podido conservar en derredor

suyo una tan numerosa legión de


personas de alta intelectualidad, sobre

todo no poseyendo, como no poseo,


medio alguno práctico de

398

atracción» . Uno se pregunta: si la mitad


de los hijos de Freud le

rechazaron, ¿se referiría él a la otra mitad


para probar que tenía buenas

relaciones con su familia?

¿Cuál fue la causa de tantas relaciones


rotas en la vida de Freud? La

amistad, como señalaba Lewis, está


basada en intereses compartidos, y los

colegas de Freud compartían muchos


intereses. Todos esos primeros

seguidores no eran sólo psicoanalistas,


sino que también compartían la

cosmovisión materialista de Freud. ¿Por


qué el conflicto?

Pueden haber contribuido la desconfianza


de Freud y su bajo aprecio

por la gente. «La indignidad de los seres


humanos, incluso de los analistas,

siempre ha provocado una profunda


impresión en mí», escribe Freud a un

colega de Boston cuando tenía cincuenta


y nueve años. Y Freud admitía

fácilmente que incluso el psicoanálisis


poco podría hacer para mejorar la

naturaleza humana. Pregunta: «pero ¿por


qué la gente analizada habría de

ser mejor que la otra? Lo que cabe


esperar del análisis es la unidad, no

necesariamente la bondad. Yo no
coincido con Sócrates y Putnam en que

todos nuestros defectos provengan de la


confusión y la ignorancia. Creo

que es una carga excesiva para el


psicoanálisis el pretender de él que pueda

399

realizar todos los grandes ideales» .

Otras cartas al pastor suizo Oskar Pfister


reflejan esta actitud: «no me

quiebro mucho la cabeza en relación con


el bien y el mal, pero en

términos generales he encontrado poco


“bien” en las gentes. La mayoría

son según mi experiencia, unos canallas,


ya sea que pertenezcan abierta o

400
solapadamente a esta o aquella o a
ninguna doctrina moral» . Y un par de

años después, en una carta que tiene


especial significado cuando uno se da

cuenta de que el único placer continuado


en la vida de Freud fue su trabajo

intelectual, escribió: «la satisfacción


personal que puede deducirse del

psicoanálisis la gocé ya hace tiempo,


cuando estaba solo, y desde que otros

se han sumado, he recibido más disgustos


que placeres. La forma en que las
personas lo admiten y lo utilizan no ha
producido en mí ninguna otra

impresión de ellos... Debe de haber


surgido en aquella época un abismo

401

infranqueable entre ellos y yo» .

Cuando tenía setenta y tres años, Freud


seguía conservando una

impresión extremadamente negativa de


los seres humanos y de la

naturaleza humana. Escribe que «la


existencia de tales tendencias
agresivas, que podemos percibir en
nosotros mismos y cuya existencia

suponemos con toda razón en el prójimo,


es el factor que perturba nuestra

402

relación con los semejantes . Freud ve al


prójimo como alguien que

intenta «humillarlo, para ocasionarle


sufrimientos, martirizarlo y matarlo.

403

Homo homini lupus.». (El hombre es un


lobo para el hombre) . La única
solución que tiene Freud que ofrecer es
que «cada uno de nosotros tiene

que dejar como ilusiones las esperanzas


que, en su juventud, puso en sus

colegas los hombres, y... aprender cuánta


dificultad y dolor se han añadido

a su vida por los mal intencionados».

El contraste con Lewis —al menos,


después de su conversión— no

podría ser más chocante. Antes del


cambio, sin embargo, Lewis también

luchó con sus relaciones, aunque de


forma diferente. En su autobiografía

se describe antes de cambiar su


cosmovisión como alguien introspectivo

que permitía entrar en su vida sólo a unos


pocos. Por el trauma severo que

Lewis experimentó a los diecinueve años


—la muerte de su madre y de

algunos otros miembros de su familia—


Lewis se acercó con cautela a las

relaciones. Se dio cuenta, quizás sobre


todo de forma inconsciente, de que

cada relación íntima, especialmente con


una mujer, podría desembocar en

el dolor de la separación y la pérdida, y


reactivar todo el trauma anterior.

En su autobiografía, escrita ya cerca de


los sesenta años, se acuerda de

cuando era un niño pequeño y se


despertaba en medio de la noche para

escuchar la respiración de su hermano. Si


no lo oía, Lewis sospechaba que

su padre y hermano «se habían levantado


en secreto, mientras yo dormía,

y se habían ido a América, que me habían


abandonado». Al enfocar las

relaciones, Lewis adoptaba la filosofía de


que «todos los seres humanos

mueren. No permitamos que nuestra


felicidad dependa de algo que

podemos perder... ante todo, soy


partidario de la seguridad. De todos los

argumentos contra el amor, ninguno atrae


tanto a mi naturaleza como

404

“¡Cuidado!, eso te puede hacer sufrir”» .

De su autobiografía y de su diario, que


escribió durante cinco años al

poco de cumplir los veinte años, sacamos


algunas ideas más de la actitud de

Lewis hacia los demás, antes de su


conversión. Cuando era un adolescente,

influido por un joven y popular profesor,


Lewis escribe que su experiencia

dentro del internado «gradualmente me


estaba enseñando a ser un

pedante, esto es, un pedante intelectual o


(en el mal sentido) una Gran

405
Cabeza» . Lewis era muy crítico con el
sistema inglés de las escuelas

públicas, cuando lo miraba


retrospectivamente después de su gran

transición. Criticaba el áspero tratamiento


que los estudiantes recibían allí.

«Cuando la represión no destroza


totalmente y para siempre el espíritu,

¿no tiene una tendencia natural a producir


orgullo y desprecio en

venganza?... Nadie está más dispuesto a


ser arrogante que un esclavo recién
liberado». En conjunto, «la vida escolar
era una vida totalmente dominada

406

por la lucha de clases; continuar, llegar o


haber alcanzado la cima... » .

Su diario ofrece amplia prueba de que fue


crítico, orgulloso, cínico,

cruel y arrogante. Lewis describe a las


sirvientas que le ayudaban en las

407

faenas domésticas como «campesinas,


perezosas, ruidosas e ineficaces» .
408

Se refería a una visita como la «mujer de


cejas falsas que dice mentiras» ,

409

a otra como «hipereducada, afectada,


vana, ligera e insufrible» ; en otro

huésped señaló «los ruidos de chupar,


chirriantes, crujientes que hace al

410

comer» . Después de una función en una


iglesia católica escribió que

«estábamos más aburridos que reyes y...


el sacerdote... era casi el más

411

desagradable hombrecito que nunca he


visto» . Lewis se refiere a otros

412

413

414

como «la perra» , «el pequeño asno» ,


«repulsivo dago» [término

despectivo referido a españoles,


portugueses o italianos], «infantil,
ingenuo
415

y conserva muchas obstinadas


vulgaridades» , y «una mujer gorda,

416

amable, fea» . En resumen, antes de su


conversión, Lewis prefería estar

solo, abrazando la arrogancia y


esnobismo inculcado en él por el sistema

inglés de los internados y sin poseer


ninguna de las clases de amor sobre

las que escribiría extensamente y


demostraría más tarde en sus relaciones.
Después de la gran transición Lewis se
volvió hacia fuera. Ya no pasaba

horas mirándose a sí mismo, y ya no


escribía un diario. Parece que

consiguió fuerzas interiores que le


ayudaron a superar su temor a

establecer relaciones íntimas y a correr el


riesgo de que pudiera repetirse la

traumática pérdida experimentada en su


niñez. Su valoración de las

personas cambió totalmente.

Estableció un amplio abanico de amigos.


Muchos de ellos —incluidos

varios profesores de Oxford— se reunían


en un grupo de debate en las

habitaciones de Lewis las noches de los


jueves y volvían a hacerlo los

martes antes de comer. Se reunían para


comer en un diminuto restaurante

o pub llamado «El Águila y el Niño».


Este grupo de amigos de Lewis llegó a

ser conocido como los Inklings. Leían


para el grupo manuscritos que

estaban trabajando. Algunos libros


famosos —El señor de los anillos y

Cartas del diablo a su sobrino— salieron


de estos debates. Compartían

chistes y se divertían mucho. Hubo unos


dieciocho Inklings asiduos y

muchos otros que iban y venían, según


sus carreras se lo dictaran. Lewis

tenía mucho ingenio y contribuía con su


parte de chistes. George Sayer

escribe en su excelente biografía de


Lewis que las reuniones de los Inklings

hacían a Lewis «totalmente feliz».


Resultó que los Inklings eran todos
varones. Pero Lewis tuvo muchas

amigas a las que admiraba y con las que


mantuvo estrecho contacto.

Después de su conversión, con su nuevo


convencimiento de que «no hay

personas corrientes», Lewis mantuvo


correspondencia regular con muchas

personas, la mayoría mujeres. «No es


principalmente con hombres con los

que estoy en contacto mediante mi


enorme correspondencia: es con
mujeres», escribe Lewis a un amigo. «La
hembra, feliz o desdichada, ce

acuerdo o en desacuerdo, es por


naturaleza un animal mucho más epistolar

417

que el macho» . Lewis mantenía


correspondencia regular con la autora

inglesa Dorothy Sayers, la poeta Ruth


Pitter, la novelista Rose Macaulay y

la erudita anglosajona Dorothy Whitlock.

Se dedicó a escribir sus cartas con


considerable diligencia y fidelidad,
con un empeño similar al que puso en
cumplir la promesa que había hecho

a su amigo Paddy More de cuidar de su


madre y hermana. Contestaba

todas las cartas que le enviaban; desde las


de importantes líderes a las de

un niño o una viuda que no conocía. Las


contestaba cada día, antes de

comenzar su trepidante horario de trabajo.


«El correo, sabes, es el gran

jaleo del comienzo de cada día para mí»,


escribe Lewis al mismo amigo.
«He tenido algunas veces que escribir
cartas desde las 8,30 hasta las 11,

antes de poder empezar mi propio trabajo.


La mayoría a corresponsales que

nunca he visto. Sospecho que la mayor


parte de mis contestaciones no

sirven para nada: pero de vez en cuando


la gente piensa que uno les ha

418

ayudado y así uno no se atreve a dejar de


contestar las cartas» .

Su conversión alteró de modo


impresionante su aprecio por los demás.

Cambió de ser un introvertido que, como


Freud, era muy crítico y

desconfiado de los otros, a una persona


que echaba una mano y parecía

valorar a cada ser humano. Cada decisión


que toma una persona, afirma

Lewis, le acercará o separará de una


relación con la Persona que le hizo,

esa relación para la que aquel individuo


fue creado. «Durante todo el día

estamos, en cierto grado, ayudándonos a


uno u otro de esos destinos».

419

«Era un hombre profundamente amable y


caritativo» , escribió el

legendario crítico teatral y escritor


Kenneth Tynan, antiguo alumno de

Lewis. Después de reunirse con Lewis en


un momento de desesperación,

Tynan escribiría más tarde: «según le


escuchaba, mi problema empezó a

reducirse a sus propias proporciones;


había entrado en su habitación
pensando en el suicidio y salí eufórico».
Tynan escribe que si alguna vez él

entraba en el campo de la cosmovisión


espiritual de Lewis, «sería por los

argumentos de Lewis según los expresó


en libros como “los Milagros”. (El

nunca aprovechó las tutorías para


colocárselos)».

Freud tristemente vio a su prójimo como


a alguien inclinado «a

humillarle, a causarle dolor». El prójimo


era alguien que necesitaba
ganarse su confianza y su amor. Decía,
cuando tenía casi sesenta años, que

había estado toda la vida buscando


amigos que no le explotaran o le

traicionaran. Lewis, antes de su


conversión, compartía este cauteloso,

defensivo acercamiento a la gente.


Después, veía a cada individuo como un

420

viviente eterno: «nunca hemos hablado


con un mero mortal» . Añade que

«mortales son las naciones, culturas,


corrientes artísticas y civilizaciones».

Nuestras relaciones con los demás deben


estar caracterizadas por «un

verdadero y venturoso amor, que siente


profundamente los pecados sin

merma del amor al pecador» y sin


«ninguna frivolidad, superioridad o

421

presunción» . El concepto de Lewis del


amor claramente enriqueció su

vida y ayudó a hacerle una persona


profundamente diferente, una «nueva
creación».

DOLOR

¿Cómo podemos resolver el problema del


dolor?

Vivir es sufrir dolor. Ningún ser humano


se escapa de la experiencia del

dolor físico o psíquico. El dolor es parte


intrínseca de nuestra existencia.

Causamos dolor y experimentamos dolor


desde el momento de nuestro

nacimiento y periódicamente, de una


forma u otra, a lo largo de nuestras

vidas. Muchos de nosotros morimos con


dolor.

Para Freud, y para Lewis antes de su


transición y por un breve periodo

después, el problema de reconciliar la


noción de un Creador todo-amor,

benevolente, con el sufrimiento humano


representaba el mayor obstáculo

para aceptar la cosmovisión espiritual.


Ciertamente, el problema del dolor

y el correlativo problema del mal han


supuesto verdaderos quebraderos de

cabeza para los creyentes a través de la


historia.

Tanto Freud como Lewis se preguntaban:


«si Dios es soberano, si en su

providencia cuida del universo y si


realmente me ama, entonces ¿cómo

puede permitir que yo surta así? O bien Él


no existe, o Él no lo controla o

realmente no le importa». Freud concluía


que Dios no existe. Lewis

concluía de modo diferente.


La gente viene a mi consulta sobre todo
para encontrar alivio de dolores

afectivos. Clínicamente, un sufrimiento


anímico es a menudo bastante más

intolerable que el dolor físico. Aunque


podemos experimentar largos

respiros del sufrimiento físico, recibimos


poco alivio del dolor emocional.

Fluctuamos en un espectro que va de un


penoso estado de ansiedad a otro

estado aún más penoso de desaliento y


desesperación. Aunque hay
periodos en que nos sentimos libres de
estos estados incómodos de la

mente, son con mucho demasiado breves.


Además, cuanto más conscientes

y más sensibles somos al sufrimiento de


los que nos rodean, más fácilmente

vamos a vivir en lo que Freud llama un


«estado de ansiosa expectación».

Finalmente, la conciencia de ser mortales


nos causa dolor porque nuestra

necesidad más profunda es la de


permanecer y nuestro temor más
dominante es la separación de las
personas queridas. El Salmista nos dice

que es de sabios saber que nuestros días


están contados (Salmo 90,12). Pero

esa conciencia también esconde dolor.

Mi primer encuentro con lo que Lewis


llama «el problema del dolor» y

que Freud llama «la dolorosa criba de la


muerte» sucedió cuando era

interno de cirugía en las salas de un gran


hospital. Presencié sufrimientos

insoportables, viendo morir niños


pequeños y oyendo los gritos de dolor

de sus familias. Estaba atormentado y era


incapaz de dormir. ¿Cómo

alguien en la tierra —o en el cielo— con


poder para prevenir esto no lo

hacía? Me tropecé con un ejemplar de El


problema del dolor de C. S. Lewis

en la mesa de la biblioteca del hospital y


me resultó de gran ayuda.

(Entonces no me di cuenta de que sería


una parte clave del curso que

enseñaría muchos años después). Lewis


sufrió grandemente y lo aceptó.

Freud también sufrió, física y


emocionalmente.

Cuando tenía tres años, Freud perdió a su


querida niñera. A lo largo de su

vida perdió por fallecimiento a otros seres


queridos, incluida una hija

favorita y un nieto querido. Estas


pérdidas contribuyeron a la depresión

que Freud sufrió a través de su vida.

Ninguna experiencia, sin embargo, le


produjo más dolor afectivo que el
generalizado antisemitismo que encontró
en Viena, especialmente en la

universidad. Quizás sólo aquéllos que han


experimentado prejuicios e

intolerancia pueden comprender el


intenso dolor afectivo que tales

experiencias pueden causar en niños y


adultos. He aprendido de amigos y

colegas, así como de mi trabajo clínico, el


daño que permanece por toda la

vida cuando uno de niño experimenta


prejuicios. Un íntimo amigo judío
puede recordar todavía vivamente cuando
oía a otros niños usar el término

«asesino de Cristo». De mis colegas


afroamericanos he sido consiente de las

sutiles, pero inconfundiblemente claras,


expresiones de racismo que le

hacen a uno sentirse tole- ido, pero no


bienvenido.

Está claro que Freud sintió el


antisemitismo con regularidad, y desde

joven. En su Interpretación de los sueños,


escribió que, siendo colegial,
«fui comprendiendo las consecuencias de
pertenecer a una raza extraña al

país en que se ha nacido, y me vi en la


necesidad de adoptar una actitud

ante las tendencias antisemitas de mis


compañeros». Tenía diez o doce

años cuando su padre le contó que había


sido intimidado en la acera y

había cedido humildemente.

Freud recordaba que «no me pareció muy


heroica esta conducta de

aquel hombre alto y robusto que me


llevaba de la mano». El gran general

cartaginés Aníbal había jurado a su padre


que él le vengaría de Roma.

«Aníbal y Roma simbolizaron, para mí, la


tenacidad del pueblo judío y la

422

organización de la Iglesia Católica» .


Viena entonces era muy católica y

Freud asociaba catolicismo con


antisemitismo. La Iglesia Católica sería

vista por él como el enemigo durante el


resto de su vida.
A los diecisiete años, entró en la
Universidad de Viena. La mayor

necesidad de un joven adolescente es la


de ser aceptado por sus

compañeros. Muchas décadas después


Freud recordaría claramente el

rechazo que experimentó siendo


universitario. «La Universidad, a cuyas

aulas comencé a asistir en 1873, me


procuró al principio sensibles

decepciones. Ante todo, me preocupaba


la idea de que mi pertenencia a la
confesión israelita me colocaba en una
situación de inferioridad con

respecto a mis condiscípulos, entre los


cuales resultaba un extranjero». Esta

reacción inicial no fue «anibalesca», pero


quizás su propósito a largo plazo

sí fue eco de la del gran guerrero.


«Renuncié sin gran sentimiento a la

connacionalidad que se me negaba...


Estas primeras impresiones en la

Universidad tuvieron la consecuencia


importantísima de acostumbrarme
desde un principio a figurar en las filas de
la oposición y fuera de la

423

“mayoría compacta’ dotándome de una


cierta independencia de juicio» .

A lo largo de los años Freud conservó la


firme convicción de que el

antisemitismo fue la causa de mucha de la


resistencia y antagonismo hacia

el psicoanálisis. Reconocía diferencias


entre las culturas «aria» y «judía»,

pero sostenía que «no puede haber una


ciencia aria o judía. Las

conclusiones de la ciencia tienen que ser


las mismas, aunque varíe su

424

forma de presentación» . Por el contrario,


había una tendencia

generalizada a decir implícitamente que


el psicoanálisis era el resultado de

la «cultura vienesa». Freud pensaba que


esto era una forma ligeramente

encubierta de antisemitismo. Escribió en


la Historia del movimiento
psicoanalítico: «todos conocemos la
curiosa teoría que intenta explicar la

génesis del psicoanálisis por la influencia


del ambiente vienes... Dicha

teoría pretende que el psicoanálisis, y


correlativamente la afirmación de

que las neurosis dependen de


perturbaciones en la vida sexual, no
pueden

haber nacido sino en una ciudad como


Viena, en la que reina un ambiente

de sensualidad e inmoralidad ajeno a


otras ciudades, no siendo nuestra
disciplina sino una proyección teórica de
aquellas peculiares condiciones

de la vida vienesa. No soy, ciertamente,


un apasionado localista; pero la

teoría descrita me ha parecido


particularmente insensata, tan insensata
que

me ha inclinado repetidas veces a suponer


que el reproche dirigido a Viena

no era sino la representación eufemística


de otro distinto reproche que no

425
se quería expresar en público» .

En una carta a un colega, Freud dejó clara


su convicción de que el

antisemitismo estaba detrás del rechazo


de sus teorías: «abrigo la sospecha

de que el antisemitismo contenido de los


suizos, que a mí se digna

perdonarme, se lanza reforzado sobre


usted. Sólo que pienso que, como

judíos, si queremos participar de algo,


tenemos que desarrollar un poco de

masoquismo, estar dispuestos a permitir


que nos hagan alguna injusticia.

De otro modo, es imposible convivir.


Tenga la seguridad de que si yo me

llamara Oberhuber, mis innovaciones


hubieran encontrado pese a todo

426

mucha menor resistencia» .

Ya en 1912, Freud expresó su


impaciencia por la dificultad que

encontraba en sus intentos de asegurar


que el psicoanálisis no fuera

considerado como una ciencia judía: «la


única cosa seria sobre ello es esto:

semitas y arios o antisemitas, a los que


quise juntar en servicio del

427

psicoanálisis, de nuevo se separan como


el aceite y el agua» .

El rechazo y la burla de Freud por parte


de los médicos alemanes y

otros científicos le provocó una amarga


desilusión. Aunque luchó

denodadamente por superar la


desesperanza y continuar su trabajo como
parte de «la oposición», sufrió este
rechazo durante toda su vida. Cuando

tenía casi ochenta años, escribió, «... para


el exceso de orgullo, el desprecio

absoluto de la lógica, la grosería y mal


gusto demostrados en los ataques no

428

hay disculpa alguna... hubo de serme muy


doloroso» .

En un trabajo titulado Análisis de la fobia


de un niño de cinco años,

Freud ofrece una interpretación


psicoanalítica del antisemitismo: «el

complejo de castración es la raíz


inconsciente más profunda del

antisemitismo; pues ya en la guardería


oye el niño que a los judíos les

cortan algo en el pene— un pedazo del


pene, imagina el infantil sujeto— y

esto le da el derecho a despreciar a los


judíos. Tampoco la idea de

429

superioridad sobre la mujer posee más


honda raíz inconsciente» .
En Moisés y la religión monoteísta,
escrito durante los últimos años de

su vida, añadió otras razones y señaló que


debe de haber más de una para

un «fenómeno tan intenso y persistente».


Seguidamente trata de analizar

algunas de ellas. Menciona que los judíos


«suelen vivir formando minorías

en el seno de otros pueblos» y señala que


«el sentimiento de comunidad de

las masas precisa... odio contra una


minoría extraña, cuya debilidad
430

numérica incite a oprimirla» .

Otra razón: «la de desafiar [los judíos]


todas las opresiones, la de que las

más crueles persecuciones no hayan


logrado exterminarlos, pues, por el

contrario, manifiestan la capacidad de


imponerse en toda actividad

dirigida a su subsistencia, aportando


también valiosas contribuciones a la

cultura cuando se les permite el acceso a


ésta».
Finalmente, establece tres «motivos más
profundos» para el

antisemitismo: primero, la gente envidia a


los judíos por ser el pueblo

escogido. «Me atrevo a afirmar que aun


hoy no se ha logrado superar la

envidia contra el pueblo que osó


proclamarse hijo primogénito y

predilecto de Dios-Padre, cual si


efectivamente se concediera crédito a

pretensión». Segundo, de nuevo, es el


temor de la castración: «entre las
costumbres con que se distinguieron los
judíos, la circuncisión ha

impresionado desagradable y
siniestramente, debido sin duda a que
evoca

la temida castración».

Tercero, Freud afirma que el cristianismo,


que se deriva del judaismo, a

menudo ha sido impuesto a la gente


contra su voluntad, de modo que el

antisemitismo es, en realidad, hostilidad


hacia el cristianismo, una
hostilidad que repercute en los judíos.
«Cabe tener presente que todos esos

pueblos, hoy destacados enemigos de los


judíos, no se convirtieron al

cristianismo sino en épocas relativamente


tardías, y muchas veces fueron

compelidos a hacerlo por sangrienta


imposición... No lograron superar

todavía su rencor contra la nueva religión


que les fue impuesta, pero lo

han desplazado a la fuente desde la cual


les llegó el cristianismo». Freud
recuerda a sus lectores que «la
circunstancia de que los Evangelios
narran

una historia que sucede entre judíos y


que, en realidad, sólo trata de judíos,

ha facilitado, por cierto, semejante


desplazamiento». Concluye que «en el

fondo, el odio de estos pueblos contra los


judíos es un odio a los

431

cristianos» . Para confirmar esto él señala


el tratamiento hostil de los
nazis contra cristianos y judíos.

Esta hostilidad nazi fue algo que Freud


conoció de primera mano.

Durante mi visita a la clínica de Anna


Freud en Londres el 23 de junio de

1980, entrevisté a Paula Fichtl, la


sirvienta que sirvió a la familia Freud

durante más de medio siglo. Miss Fichtl


me contó algunos de los

momentos de terror que vivieron en Viena


durante la ocupación nazi. Me

habló de las tropas SS que llegaban a la


casa de Freud y se llevaban a Miss

Freud para interrogarla. Dijo que, antes


de que Miss Freud se fuera, su

padre le dio cápsulas de cianuro para


tomarlas si los nazis decidían

torturarla.

Pero Freud no sentía hostilidad sólo de


parte de los alemanes y

austríacos. En una carta que escribió


siendo ya octogenario, después de

escapar de la Austria nazi a Inglaterra,


decía de los ingleses: «básicamente
todos son antisemitas. Están en todas
partes. Con frecuencia el

antisemitismo está latente y oculto, pero


está allí. Naturalmente, hay

excepciones... Pero las masas en conjunto


son antisemitas aquí como en

432

todas partes» .

«¿No piensa usted que debería reservar


las columnas de su número

especial [sobre antisemitismo] para las


manifestaciones de los no-judíos,
menos afectados personalmente que yo?»,
pregunta Freud en una carta

escrita al editor de Time and Tide, una


publicación británica, sólo diez

meses antes de su muerte. (La revista le


había mencionado). Freud estaba

fuertemente convencido de que la gente


no judía debería tomar conciencia

y hablar contra lo que el editor observaba


como «un cierto crecimiento del

antisemitismo también en este país».

En esa carta Freud resume sus propias


experiencias dolorosas: «llegué a

Viena, cuando tenía 4 años, procedente de


una pequeña ciudad de

Moravia. Después de "8 años de asiduo


trabajo hube de dejar mi hogar, vi

disuelta la Sociedad Científica que había


fundado, nuestras instituciones

destruidas, nuestra editora... confiscada


por los invasores, los libros que

había publicado confiscados o reducidos


a pulpa, mis hijos expulsados de

433
sus ocupaciones» .

* * *

No sería justo atribuir todas las


desventuras de Freud al antisemitismo.

Padecía brotes de depresión, fobias —


especialmente temor de morir— y

síntomas psicosomáticos. Durante los


últimos dieciséis años de su vida,

sufrió un doloroso cáncer en el paladar.

Ya en 1923, cuando tenía sesenta y siete


años, Freud observó una zona

blanca, espesa en la bóveda de la boca.


Como médico, reconoció esas

manchas blancas como leucoplaquia, que


se da a menudo en grandes

fumadores. El fumaba varios cigarros al


día y era muy adicto a la nicotina.

Aunque se dio cuenta de que estas


lesiones podían llegar a ser cancerosas,

esperó un par de meses antes de consultar


con el Dr. Félix Deutsch, un

joven internista. Freud pidió a Deutsch


que le ayudara a «desaparecer de

este mundo con decencia» si su


diagnóstico no le ofrecía más que

sufrimiento.

Deutsch diagnosticó cáncer. Temiendo


que Freud pudiera suicidarse,

Deutsch ocultó su diagnóstico, diciendo


sólo que había que quitar esas

lesiones con cirugía y que debería dejar


de fumar. Sin embargo, Freud se

imaginó la verdad.

«Place dos meses detecté un crecimiento


leucoplástico en mi mandíbula

y lado derecho del paladar, que me


quitaron el pasado día 20», escribía

Freud a su colega Ernest Jones en abril de


1923. «Aún no trabajo y no

puedo tragar... Se me aseguró su


benignidad... Mi propio diagnóstico ha

sido epitelioma [cáncer], pero los


médicos no lo aceptaron. Se dice que esta

434

rebelión de los tejidos tiene su causa en


mi afición al tabaco» .

Esta primera operación no fue bien. Uno


de los médicos de Freud la
435

describiría más tarde como una «grotesca


pesadilla» . Freud escogió al Dr.

Marcus Hajek para la cirugía. Le conocía


personalmente. Hajek le contó

que la intervención sería una «operación


muy ligera» y que podría volver a

casa el mismo día. Para ahorrar


preocupaciones a su familia, Freud no la

informó de su operación.

Hajek llevó a cabo la intervención con


anestesia local en la clínica para
pacientes externos de un hospital general
clínico con medios menos que

adecuados. Hubo complicaciones.

Freud empezó a sangrar profusamente.


Deutsch escribe: «fuimos juntos

al hospital en coche creyendo que él


volvería a casa inmediatamente

después de la operación. Pero perdió más


sangre de lo previsto y como

emergencia tuvo que descansar sobre un


camastro en una pequeño

habitación... con otro paciente que, por


coincidencia trágico-cómica, diría

436

yo, era un enano imbécil» .

La clínica llamó a la familia de Freud,


que se asustó al saber los

pormenores. Cuando su esposa e hija


Anna llegaron a la clínica,

encontraron a Freud sentado en una silla


de cocina, cubierto de sangre.

Cuando ellas se fueron a comer, Freud


comenzó a sangrar de nuevo. No

podía hablar o pedir ayuda y trató de


tocar un timbre. El timbre no

funcionaba. El enano se dio cuenta de que


Freud tenía problemas, corrió

en busca de ayuda, y quizás salvó la vida


de Freud. Desde entonces Anna

no dejaría a Freud solo y durante la noche


notó que su padre estaba débil

por la pérdida de sangre y con


considerable dolor. Ella y la enfermera se

alarmaron por su estado y la enfermera


llamó al cirujano a su casa. El

cirujano se negó a levantarse de la cama.


Uno de los médicos de Freud escribió
muchos años después que el Dr.

Hajek «verdaderamente no estaba


cualificado» para llevar a cabo la

complicada operación. El Dr. Deutsch


acabó poniendo a Freud en manos

de un distinguido cirujano de boca


llamado Dr. Hans Pichler, que realizó

una operación más radical requerida por


el cáncer invasor.

Durante el resto de su vida, Freud sufriría


unas treinta operaciones,
realizadas con anestesia local. Después de
que los cirujanos le quitaran la

bóveda de la boca, le insertaron una


prótesis metálica para separar la

cavidad nasal de la boca. Respirar y


comer se hicieron extremadamente

difíciles. Los efectos tóxicos de


numerosos rayos-x y de radioterapia se

añadieron al sufrimiento que experimentó


durante los siguientes dieciséis

años de su vida.

Freud acabó prefiriendo comer solo. Una


vez él y su hija Anna estaban

desayunando en un tren, con una pareja


de americanos que acababan de

conocer. De repente brotó sangre de la


boca de Freud; al parecer una

437

corteza dura de pan había abierto de


nuevo la herida . Pero Freud

continuó su viaje de vacaciones y aceptó


su sufrimiento con una cierta

impasibilidad. A veces, sin embargo, su


ira estallaría, como cuando escribió
a su amigo Oskar Pfister: «—permítame
ser descortés en esta ocasión—

¿cómo demonios conciba usted todo lo


que vivimos y lo que nos espera en

438

el mundo con su postulado de un orden


universal ético?» Freud concluía

en cambio que «poderes oscuros,


insensibles y desamorados presiden el

439

destino humano» .

* * *
C. S. Lewis también experimentó
increíbles sufrimientos, afectivos y

físicos. Si el antisemitismo fue la mayor


causa de sufrimiento en la vida de

Freud, la temprana pérdida de la madre de


Lewis, reactivada por la pérdida

de su querida esposa varias décadas


después, causó en Lewis el más

prolongado e intenso sufrimiento. Cuando


escribió refiriéndose a la

muerte de su madre que «mi padre jamás


se recobró completamente de
aquella pérdida», podría haber dicho lo
mismo de su caso.

En su autobiografía, Lewis recuerda el


terror que sintieron él y su

hermano cuando les informaron de que su


madre podía morir. Los niños

tienden a reprimir experiencias dolorosas


de forma que su recuerdo de la

infancia permanece predominantemente


positivo. Según se van haciendo

adultos, tienden a olvidar los temores


comunes de los niños, como el temor
a la oscuridad o a ser abandonados.
Recuerdan su temprana infancia como

pacífica y dichosa.

Sin embargo, en el caso de Lewis, el


dolor por la muerte de su madre le

pudo tanto que, cuando escribió su


autobiografía casi medio siglo después,

lo recordaba vivamente. «Para nosotros,


como niños, la verdadera pérdida

se había producido antes de que nuestra


madre muriese. La fuimos

perdiendo poco a poco, mientras se iba


apartando gradualmente de nuestra

vida para quedar en manos de las


enfermeras, del delirio y de la morfina,

mientras toda nuestra existencia cambiaba


convirtiéndose en algo extraño

440

y amenazador» .

Mirando hacia atrás, Lewis se daba


cuenta de que niños y adultos

experimentan la desgracia de forma


diferente, y que esto provoca que los

niños se sientan aislados y alienados de


aquéllos que les rodean. «Si puedo

confiar en mi propia experiencia»,


escribe, «la visión de cómo reacciona el

adulto ante la desgracia y el terror tiene


sobre el niño un efecto de

asombro y paralización». Él y su hermano


se sintieron más distantes de su

padre y en consecuencia «cada día nos


acercábamos más...; dos críos

asustados, apiñándose para encontrar


calor en un mundo desolado». Él

recuerda: «me llevaron a la habitación


donde mi madre yacía muerta...».

De su visión del cadáver escribió: «... el


dolor se confundía con el terror».

Reaccionó con horror «contra toda la


parafernalia del féretro, las flores, el

coche fúnebre y el funeral». Lewis


escribió que con la muerte de su madre

441

«desapareció de mi vida» toda felicidad.

Ya hemos visto lo difíciles que fueron los


primeros años de Lewis en el

internado. Pero sus problemas no pararon


allí. A los diecinueve años, vivió

el terror de estar en

primera línea durante la Primera Guerra


Mundial y ser herido por un

obús que mató a amigos cerca de él. No


escribió con detalle sobre estas

experiencias salvo para decir que «mis


memorias de la última guerra me

442

persiguieron en sueños durante años» .

Allí enfermó de «fiebre de las


trincheras», fue ingresado en el hospital
cercano a las líneas de vanguardia durante
tres semanas, y luego volvió a

443

las trincheras a tiempo para «el gran


ataque alemán» . «En invierno

nuestros principales enemigos eran el


cansancio y el agua. Me he llegado a

quedar dormido caminando y al despertar


seguía caminando.

Caminábamos por las trincheras con


botas de goma hasta el muslo y agua

que nos llegaba a las rodillas; recuerdo la


corriente helada que entraba en

444

las botas cuando te enganchabas en un


espino artificial oculto» . Lewis se

dio cuenta de que, aunque a menudo soñó


con la guerra, los aspectos más

terribles de sus experiencias de la guerra


tendieron a borrarse de la

memoria. Anotó «el frío, el olor... los


hombres horriblemente destrozados

que aún se movían como escarabajos


medio aplastados, el tumbar o
levantar cadáveres, el panorama de toda
aquella tierra sin una brizna de

hierba, las botas puestas día y noche hasta


que parecían crecer con tus pies,

445

todo esto asoma de vez en cuando entre


mis recuerdos vagamente» .

Lewis recuerda la primera bala que oyó;


sintió algo que «no era

exactamente miedo» sino «una vibración


ligera que decía:

446
“Esto es la guerra. Sobre esto es sobre lo
que escribió Homero” » .

Mientras se recuperaba de sus heridas en


un hospital de Londres, Lewis,

447

según Georges Sayer, «sufrió


intensamente de... soledad y depresión» .

Los sueños sobre la guerra le dificultaban


dormir.

Hoy día podríamos diagnosticar que


sufrió un trastorno de estrés post-

traumático, no raro entre jóvenes heridos


en el campo de batalla.

Ciertamente Lewis presentaba muchos de


los síntomas que los psiquiatras

utilizan hoy para diagnosticar el


trastorno: haber tenido experiencias casi

mortales; heridas graves; y haber


respondido con temor, desamparo y

horror. Las pesadillas recurrentes son


también un síntoma típico.

Más tarde, Lewis sufrió el rechazo del


profesorado de Oxford, que,

quizás porque no compartían su


cosmovisión o tenían celos de su

popularidad, no le dieron una cátedra.


Hasta mediados sus cincuenta años

la Universidad de Cambridge no le
ofreció a Lewis una cátedra de

literatura medieval y del renacimiento.

Su peor pérdida y fuente de dolor,


naturalmente, fue la muerte de Joy

Davidman cuando él tenía sesenta y dos


años. Fue el tipo de pérdida que

temió y trató de evitar durante toda su


vida. Una vez más experimentó el
terror de su niñez temprana. Trató
desesperadamente de mantener el

control de sus emociones, quizás


mediante métodos que desarrolló pronto

en su vida. Utilizó su aguda inteligencia


para comprender la complejidad e

intensidad de sus sentimientos y para


evitar ser superado por ellos.

Puso por escrito todos esos pensamientos


y sentimientos, tratando de

comprender el complicado proceso del


dolor. «Nadie me había dicho
nunca que la pena se viviese como el
miedo», escribe en Una pena en

observación. «No es que esté asustado,


pero la sensación es la misma que

cuando lo estoy. El mismo mariposeo en


el estómago, la misma inquietud,

448

los bostezos. Aguanto y trago saliva» .

Lewis anotó que su dolor, a veces, lo


sentía como si estuviera intoxicado

o aturdido por un golpe en la cabeza:


«otras veces es como si estuviera
medio borracho o conmocionado». Le
apartaba de la gente, haciéndole

difícil el trato con los demás. «Hay una


especie de manta invisible entre el

mundo y yo. Me cuesta mucho trabajo


enterarme de lo que dicen los

449

demás. Tiene tan poco interés» . Pero no


deseaba estar solo. «Quiero

tener gente a mi alrededor. Me espantan


los ratos en que la casa se queda

vacía. Lo único que querría es que


hablaran ellos unos con otros, que no se

450

dirigieran a mí» . Lewis describe lo que


he observado clínicamente: la

gente de luto quiere estar con otros sin


tener que hablar con ellos. La

familia y los amigos pueden ayudar con


sólo estar allí.

Para suavizar el dolor, Lewis trató de


convencerse de que se encontraba

fuerte y bajo control. Se recordaba a sí


mismo que tenía abundancia de lo
que se llaman «recursos» y que él
funcionaba bien antes de su matrimonio.

Pero luego escribe: «le avergüenza a uno


prestar oídos a esa voz, pero por

unos momentos da la impresión de que


está abogando por una causa justa.

Luego sobreviene una repentina


cuchillada de memoria al rojo vivo y todo

ese “sentido común” se desvanece como


una hormiga en la boca de un

451

horno» .
Lewis tenía dos hijastros que, tratando de
hacer frente a la pérdida de su

madre, le recordaban sus propias


reacciones de niño al morir su madre.

Señalaba: «a los niños no puedo hablarles


de ella. Las veces que lo he

intentado, en sus rostros no asoma dolor,


miedo, amor ni compasión, sino

embarazo, que es el peor de todos los


falsos consejeros. Me miran como si

estuviera cometiendo una indecencia.


Están deseando que me calle. A mí
me pasó lo mismo cuando murió mi
madre, cada vez que mi padre la

452

nombraba. No se lo puedo reprochar. Es


la manera de ser de los niños» .

Lewis se cuestionó la necesidad de


escrutar sus sentimientos y anotarlos

en papel. «Yo cada uno de mis días


interminables no solamente lo vivo en

pena, sino pensando en lo que es vivir en


pena un día detrás de otro. ¿No

servirán mis apuntes únicamente para


agravar este aspecto de la cuestión?

¿Para confirmar simplemente las vueltas


que le da la mente al mismo tema,

como si se tratara de la monótona


andadura en torno a un molino?» Él se

defendió de la única forma posible.


«¿Qué voy a hacer? Necesitaría alguna

droga, y por ahora leer no es una droga lo


bastante fuerte. Escribiendo para

echarlo todo fuera (¿todo?, no, un


pensamiento entre miles) me parece que

453
me separo un poco de ello. Así es como
justificaría mi caso...» .

Lewis teme que este método pueda


llevarle a sentir pena de sí mismo:

«...el asqueroso, dulzarrón y pringoso


placer de ceder a revolcarse en un

baño de autocompasión, eso es algo que


me nausea». Y se pregunta: «¿No

son todas estas notas las contorsiones sin


sentido de un hombre incapaz de

aceptar que lo único que podemos hacer


con el sufrimiento es aguantarlo?
Un hombre empeñado en seguir pensando
que hay alguna estrategia (que

es cuestión de encontrarla) capaz de


lograr que el dolor no duela. Pero en

realidad da igual agarrarse crispadamente


a los brazos del sillón del

dentista que dejar las manos reposando en


el regazo. El taladro taladra

igual».

A medida que Lewis seguía pensando


sobre su dolor, se daba cuenta de

cómo su esposa Joy había dado a su vida


una intimidad que él no había

conocido antes. «El regalo más precioso


que me hizo el matrimonio fue el

de brindarme un choque constante con


algo muy cercano e íntimo, pero al

mismo tiempo indefectiblemente otro y


resistente, real, en una palabra».

Añoraba su regreso y gritaba: «Ay amada,


amada mía, vuelve por unos

454

instantes... » . Perder a su mujer fue


perder una parte de sí mismo: «ahora
estoy aprendiendo a andar con muletas.
Dentro de poco puede que me

455

pongan una pierna ortopédica. Pero nunca


volveré a ser un bípedo» .

Lewis distingue entre el sufrimiento


físico y el emocional. «La pena es

comparable a un bombardero que nos


sobrevuela dando vueltas y

dispuesto a soltar una bomba cada vez


que una de estas vueltas desde

arriba coincide justamente con nuestra


cabeza. El dolor físico es como el

fuego constante en una trinchera durante


la Primera Guerra Mundial,

horas y horas sin cejar ni un minuto. El


pensamiento nunca es estático; el

456

dolor físico lo es muchas veces» . Pero


los pensamientos dolorosos

parecen no terminar nunca: «¿Cuántas


veces me voy a seguir

sorprendiendo frente al inmenso vacío,


como si se tratara de una novedad,
y oyéndome decir: “Nunca me había dado
cuenta de lo que he perdido

hasta este momento”? ¿Va a seguir siendo


siempre así? Me amputan la

457

misma pierna una y otra vez» .

Finalmente, Lewis se hacía la pregunta


más profunda, aquella con la

que se han angustiado muchos que


sufren: «¿Dónde está Dios?» Señalaba

que «cuando eres feliz, tan feliz que no


tienes la sensación de necesitar a
Dios para nada, tan feliz que te ves
tentado a recibir sus llamadas sobre ti

como una interrupción, si acaso


recapacitas y te vuelves a Él con gratitud
y

reconocimiento, entonces te recibirá con


los brazos abiertos —o al menos

así es como lo vive uno». Pero cuando


más le necesitaba, Dios parecía estar

ausente. «Pero vete hacia Él cuando tu


necesidad es desesperada, cuando

cualquier otra ayuda te ha resultado vana,


y ¿con qué te encuentras? Con
una puerta que te cierran en las narices,
con un ruido de cerrojos, un

cerrojazo de doble vuelta en el interior. Y


después de esto, el silencio. Más

vale no insistir, dejarlo. Cuanto más


esperes, mayor énfasis adquirirá el

silencio... ¿Qué puede significar esto?


¿Por qué es Dios un jefe tan

omnipresente en nuestras etapas de


prosperidad, y tan ausente como apoyo

458

en las rachas de catástrofe?» Un amigo le


recordaba que Jesús de Nazaret,

a la hora de gran necesidad también gritó,


«Dios mío, Dios mío, ¿por qué

me has abandonado?» (Mat. 27,46).


Lewis contestó: «¿Y qué? ¿Se consigue

con eso que las cosas se vuelvan más


fáciles de entender?»

Lewis no sólo se pregunta por la


presencia de Dios cuando más le

necesitaba, sino también qué nos dice


sobre El todo este sufrimiento. «No

es que yo corra demasiado peligro de


dejar de creer en Dios, o por lo

menos no me lo parece. El verdadero


peligro está en empezar a pensar tan

horriblemente mal de Él. La conclusión a


que temo llegar no es la de: “Así

que no hay Dios, a fin de cuentas”, sino la


de: “De manera que así es como

era Dios en realidad. No te sigas


engañando”».

Lewis luchó por comprender cómo un Ser


Omnipotente que le amaba

podría permitir tal sufrimiento. Pensó que


quizás tendríamos que pensar

en Dios como en un buen y concienzudo


cirujano: «cuanto más acendradas

sean su bondad y su esmero, más


inexorable se mostrará en manejar el

bisturí. Si cediese a nuestras súplicas, si


interrumpiese la operación antes

de darla por concluida, todo el dolor


padecido hasta ese momento no

habría ser- ido para nada». Su respuesta:


«en fin, cada uno que piense lo

que quiera. Las torturas tienen lugar. Si


son innecesarias, es que no existe

Dios o que el que hay es malo. Si existe


un Dios bienintencionado, será que

esas torturas son necesarias. Porque


ningún Ser medianamente bueno

podría infligirlas o permitírselas, si


hubiera otro remedio». Lewis

preguntaba: «¿Qué quiere decir la gente


cuando afirma, “yo a Dios no le

459

tengo miedo porque sé que es bueno?”


¿Han ido al dentista alguna vez? » .
Aunque su mente inquisitiva le forzó a
hacerse un montón de

preguntas, nunca perdió su fe. Las


versiones teatrales y cinematográficas

de Tierras de penumbra dan a entender


que sí. La realidad, basada en sus

cartas y en mucha gente que le conoció


bien, da testimonio de que su fe

después de la muerte de Joy se hizo


incluso más fuerte que antes. El sólo

hacía interminables preguntas sobre el


Objeto de su fe.
Lewis recordaba la promesa del Nuevo
Testamento de que si alguien

llama, la puerta se abrirá. Pero lo que


encontraba era «solamente el

460

cerrojazo en la puerta, el telón de acero,


el vacío, el cero absoluto» .

Lewis era consciente de que no sólo


estaba llamando a la puerta; en su

desesperada necesidad, estaba tratando de


derribarla a patadas. Se decía:

«llamar no significa aporrear y martillear


la puerta como un poseso». Al

final, se dio cuenta de que su


desesperación y su ansia de ayuda pueden

haber interferido en su capacidad de


recibirla: «“A los que tienen se les

dará”. Pero, a fin de cuentas, hay que


tener capacidad para recibir; si no, ni

la omnipotencia sería capaz de dar.


Seguramente es la propia pasión lo que

461

destruye temporalmente esa capacidad» .

La presencia de Dios volvió


gradualmente como el amanecer de un

cálido día de verano. «Mi pensamiento,


cuando se vuelve hacia Dios, ya no

se encuentra con aquella puerta del


cerrojo echado. Y cuando se vuelve

hacia H (Mrs. Lewis), ya no se encuentra


con aquel vacío, con aquel

embrollo de mis imágenes mentales sobre


ella. Mis notas muestran parte

del proceso, pero no tanto como yo


esperaba. Tal vez estos dos cambios no

se prestaban realmente a la observación.


No se produjo una transición

repentina, sorprendentemente emocional.


Fue como una habitación que se

va calentando, como la llegada del


amanecer. Cuando te quieres dar

462

cuenta, las cosas ya llevan tiempo


cambiando» .

Lewis no recibió respuesta a todas sus


preguntas. Pero recibió lo que

llama «una forma especial de decir “No


hay contestación”. No es la puerta
cerrada. Es más bien como una mirada
silenciosa y en realidad no exenta

de compasión. Como si Dios moviese la


cabeza no a manera de rechazo,

sino esquivando la cuestión. Como


diciendo: “Cállate, hijo, que no

463

entiendes”» .

Según miraba hacia atrás a la época de


duelo, se daba cuenta de que

hizo más difícil el proceso porque se


concentró no en Dios sino en sí
mismo. Percibió que Dios «no ha estado
ensayando un experimento sobre

mi fe o mi amor con vistas a poner en


claro su calidad. Esa calidad ya la

464

conocía El. Era yo quien no la conocía» .


Quizás Lewis empezó a

comprender por experiencia personal lo


que había escrito unos veinte años

antes en El problema del dolor, «...el


sufrimiento no es bueno en sí mismo.

Lo verdaderamente bueno para el afligido


en cualquier situación dolorosa

es la sumisión a la voluntad de Dios. Para


el observador de la tribulación

ajena lo realmente beneficioso es, en


cambio, la compasión que despierta y

las obras de misericordia a las que mueve.


En un universo como el nuestro,

caído y parcialmente redimido, debemos


distinguir varias cosas: (1) El bien

simple, cuyo origen es Dios. (2) El mal


simple, producido por criaturas

rebeldes. (3) La utilización de ese mal por


parte de Dios para su propósito

redentor. (4) El bien complejo producido


por la voluntad redentora de

Dios, al que contribuye la aceptación del


sufrimiento y el arrepentimiento

del pecador. El poder de Dios de hacer un


bien complejo a partir del mal

simple no disculpa a quienes hacen el mal


simple, aunque puede salvar por

465

misericordia» .

* * *
Si finalmente Lewis reconcilió el
sufrimiento y la fe, Freud no pudo. El

sufrimiento en su propia vida y en la de


los que amaba, descartó para él la

noción de un Creador todo amor,


todopoderoso. Verdaderamente, el

problema del sufrimiento alimentó uno de


los principales argumentos de

Freud contra la existencia de un Creador.

En su publicación Una vivencia religiosa,


afirma que «Dios permite que

los horrores» ocurran. Dice que hará a


Dios responsable. De igual forma,

en una carta al Dr. James Jackson Putnam


de Boston, Freud expresa su ira

y desafío: «Yo... no tengo temor alguno al


Todopoderoso. Si alguna vez

llegáramos a enfrentarnos yo tendría más


reproches que hacerle a él, de los

466

que él podría hacerme a mí» . Aquéllos


que han sufrido mucho pueden

quizás entender su ira. Pero siendo ateo,


¿con quién está enfadado?
El trabajo clínico de Freud le hizo
consciente de la universalidad del

sufrimiento. Observó que cuando sus


pacientes enfermaban psíquicamente

de gravedad —incluso los psicóticos—,


era a menudo para escapar de una

realidad intolerablemente dolorosa.


Cuando la realidad, interna o externa,

se volvía demasiado dura para soportarla,


el paciente crea su propio

mundo. Escribe Freud en Compendio del


psicoanálisis: «la experiencia
clínica nos demuestra que la causa
desencadenante de una psicosis radica

en que, o bien la realidad se ha tornado


intolerablemente dolorosa, o bien

los instintos han adquirido extraordinaria


exacerbación, cambios que

deben surtir idéntico efecto, teniendo en


cuenta las exigencias contrarias

467

planteadas al yo por el ello y por el


mundo exterior» .

Freud continuó tratando de identificar


nuestras primeras fuentes de

sufrimiento, quizás en un esfuerzo por


comprender su propio sufrimiento.

Escribe en El porvenir de una ilusión:


«están los elementos que parecen

burlarse de toda coerción humana: la


tierra, que tiembla, se abre y sepulta

a los hombres con la obra de su trabajos;


el agua, que inunda y ahoga; la

tempestad, que destruye y arruina, y las


enfermedades, en las que sólo

recientemente hemos reconocido los


ataques de otros seres animados; está,

por último, el doloroso enigma de la


muerte, contra la cual no se ha

468

hallado aún, ni se hallará probablemente,


la triaca» .

Unos pocos años después, en El malestar


en la cultura, él añade otra

fuente de dolor, en concreto los seres


humanos. «El sufrimiento que emana

de esta última fuente quizá nos sea más


doloroso que cualquier otro».
Freud concluye que «la vida es difícil de
soportar» y a menudo provoca «un

469

continuo temor angustiado» .

Freud utiliza el problema del sufrimiento


para atacar la premisa de que

Dios bendice a los que obedecen su


Voluntad. Mira alrededor, dice: el

bueno sufre tanto como el malo. En En


torno de una cosmovisión, escribe

Freud: «...las aseveraciones religiosas por


las que se prometía protección y
dicha a los seres humanos con tal que
observaran algunos requerimientos

éticos probaban ser increíbles. No parece


cierto que en el mundo exista un

poder que procure con paternal cuidado el


bienestar del individuo y lleve a

feliz término todo cuanto le afecta....


terremotos, inundaciones, incendios,

470

no distinguen entre el bueno y piadoso y


el maligno o incrédulo» .

Cuando se trata de relaciones entre


personas, dice, el bueno sale

malparado. «Hartas veces el violento,


taimado, despiadado, rebaña para sí

los ambicionados bienes de este mundo y


el hombre piadoso se queda sin

nada. Poderes oscuros, insensibles y


desamorados presiden el destino

humano». Sostiene que la noción de que


el bien es recompensado y el mal

471

castigado por «el gobierno del mundo no


parece existir» .
Lewis lo pone de forma diferente,
sugiriendo que el «gobierno del

universo» está temporalmente en las


manos del enemigo. Escribe: «una de

las cosas que me sorprendió la primera


vez que leí seriamente el Nuevo

Testamento fue que éste hablase tanto


acerca de un Poder Oscuro en el

universo... un poderoso espíritu del mal


que se creía estaba detrás de la

muerte, la enfermedad y el pecado...


estamos viviendo en una parte del
universo ocupado por los rebeldes... Un
territorio ocupado por el enemigo:

472

eso es lo que es este mundo» .

La respuesta de Freud a este argumento


es clásica. Dice que la gente no

puede reconciliar el sufrimiento con su


concepto de un Dios que es amor,

así que evoca a un demonio echándole la


culpa. Pero incluso la idea de un

demonio no deja a Dios a salvo. Freud


pregunta: después de todo, ¿no creó
Dios al demonio? En El malestar en la
cultura, escribe: «el Diablo aún sería

el mejor subterfugio para disculpar a


Dios... pero aun así se podría pedir

cuentas a Dios tanto de la existencia del


Diablo como del mal que

473

encarna» . Lewis está de acuerdo en que


Dios creó al demonio, pero eso

no hace que Dios sea malo o el creador


del mal.

Escribe Lewis: «este Poder Oscuro fue


creado por Dios y era bueno

cuando fue creado y se volvió malo».


Explica la relación entre libertad y

capacidad de hacer el mal. «Dios creó


seres con libre albedrío. Esto

significa criaturas que pueden acertar o


equivocarse. Algunos creen que

pueden imaginar una criatura que fuese


libre pero que no tuviera

posibilidad de equivocarse; yo no. Si


alguien es libre de ser bueno también

es libre de ser malo. Y el libre albedrío es


lo que ha hecho posible el mal».

Así, ¿por qué permitir el libre albedrío en


primer lugar? Contesta: «porque

el libre albedrío, aunque haga posible el


mal, es también lo único que hace

que el amor, la bondad o la alegría


merezcan la pena tenerse. Un mundo

de autómatas —de criaturas que


funcionasen como máquinas— apenas

474

merecería ser creado» .

Pero uno se pregunta: ¿no sabía Dios que


esto sucedería, que habría

todo este mal, este horrible sufrimiento?


Lewis escribe: «por supuesto que

Dios sabía lo que ocurriría si utilizaban


mal su libertad; aparentemente, le

475

pareció que merecía la pena arriesgarse» .

Lewis, cuando era ateo, también estaba


enfadado con Dios. Escribe: «mi

argumento en contra de Dios era que el


universo parecía tan injusto y

cruel. Pero ¿cómo había yo adquirido esta


idea de lo que era “justo” y lo

que era “injusto”? Un hombre no dice que


una línea está torcida a menos

que tenga una idea de lo que es una línea


recta... Así, en el acto mismo de

intentar demostrar que Dios no existía —


en otras palabras, que toda la

realidad carecía de sentido— descubrí


que me veía forzado a asumir que

una parte de la realidad —


específicamente mi idea de la justicia—
estaba
llena de sentido. En consecuencia, el
ateísmo resulta ser demasiado

476

simple» . Lewis señala que la fe del


Nuevo Testamento «tampoco es un

sistema en el que debamos encajar la


compleja realidad del dolor, sino un

hecho difícil de ajustar con cualquier


sistema que podamos construir. En

cierto sentido, el cristianismo crea más


que resuelve el problema del dolor,

pues el dolor no sería problema si, junto


con nuestra experiencia diaria de

un mundo doloroso, no hubiéramos


recibido una garantía suficiente de

477

que la realidad última es justa y amorosa»


.

Hablando en cierta ocasión con Anna


Freud, mencioné que su padre

parecía tener mucho interés en el


problema del sufrimiento. Ella asintió.

Entonces me preguntó: «¿Qué piensas?


¿Crees que hay Alguien allá arriba
que dice, “para ti cáncer, para ti
tuberculosis”? Contesté que Oskar Pfister

atribuiría probablemente algunos de los


sufrimientos del mundo a un

Poder del Mal. Ella pareció estar


interesada en esta idea y volvió sobre ella

durante la conversación. De tal padre, tal


hija.

Freud y Lewis escriben extensamente


sobre el demonio. La sátira de

ficción de Lewis, Cartas del diablo a su


sobrino, presenta la
correspondencia entre dos demonios.
Escrutopo, el mayor de los dos,

desarrolla una aguda percepción


psicológica para instruir a su joven

sobrino en la mejor forma de desviar a la


humanidad. El amplio impacto de

este libro sorprendió al mismo Lewis. En


el prefacio a una edición

revisada, publicada casi veinte años


después de la primera, Lewis señala

que «las ventas fueron inicialmente


prodigiosas (para lo que acostumbran a
venderse mis libros), y se han mantenido
estables». El éxito del libro

contribuyó a que llegara a aparecer en la


portada de la revista Time. ¿Creía

Lewis verdaderamente en los demonios?


Contesta: «Sí, creo. Es decir, creo

en los ángeles, y creo que algunos de


ellos, abusando de su libre albedrío,

se han enemistado con Dios y, en


consecuencia, con nosotros. A estos

ángeles podemos llamarles “diablos”».


Señala que cree que «Satán, el
cabecilla o dictador de los diablos», es un
ángel caído, y por tanto «lo

contrario no de Dios, sino del arcángel


Miguel».

En el índice de la Standard Edition of the


Complete Psychological

Work of Sigmund Freud (Obras


completas, vol. XXIV), se encuentran

numerosas referencias al demonio.

Los estudiosos han señalado la


preocupación y fascinación de Freud con

el demonio. Por ejemplo, Freud leyó la


Las tentaciones de San Antonio de

Gustave Flaubert cuando era un


veinteañero y describió con detalle sus

478

fuertes reacciones al libro . La obra


literaria que más veces citó fue el

Fausto de Goethe. El último libro que


leyó el día que escogió para morir

por eutanasia fue La piel de zapa, de


Balzac, donde el héroe también hace

un pacto con el diablo. En Fausto y La


piel de zapa, el protagonista
principal, un hombre de ciencia,
deprimido por su falta de reconocimiento

y de éxito, se plantea el suicidio.

Puede que Freud se identificara no sólo


con estos dos protagonistas

principales, sino también con el demonio


mismo, no como encarnación del

mal sino como último rebelde, que


desafía a la Autoridad y rehúsa rendirse

a ella. Cuando Freud oscilaba siendo


estudiante universitario y escribía a

su amigo que ya no era un materialista


pero todavía no era teísta,

prometía: «no pretendo rendirme». En


una carta escrita cuando tenía

treinta años, decía: «yo estaba siempre en


vehemente oposición a mis

profesores». Y en una carta a su


prometida en la que expresa sus temores

acerca del futuro, cita su obra literaria


favorita El Paraíso perdido de

Milton, no utilizando las palabras de


Adán, Eva, o Dios, sino las del

demonio:
Tratemos de ver

Qué confortamiento puede


proporcionarnos la esperanza

479

Y si no, qué resolución nos inspira la


desesperación.

A lo largo de sus escritos se refiere a


menudo al demonio, a veces como

una figura coloquial, a veces en citas de


la gran literatura. Por ejemplo, en

una carta a Jung, Freud señala cómo


«necesitamos urgentemente auxiliares
hábiles» para difundir las teorías
psicoanalíticas y entonces usa una cita de

Fausto: «El diablo les ha enseñado, desde


luego, pero el diablo, por sí solo,

480

no puede hacerlo» .

¿Sentía Freud, a algún nivel, que había


hecho un pacto con el demonio?

481

Algunos estudiosos contestan que sí a esa


pregunta . Naturalmente, no

tendría sentido para Freud tratar al


demonio como objetivamente real. En

un trabajo que escribió en 1923, explica


sus puntos de vista analizando un

manuscrito del siglo diecisiete, que


describe el caso de un pintor que hizo

un pacto con el diablo: «el diablo puede


procurar, como precio del alma

inmortal, muchas cosas que los hombres


estiman grandemente: riqueza,

seguridad contra los peligros, poder sobre


los hombres y sobre las fuerzas

de la Naturaleza, artes mágicas y, ante


todo, placer, el placer dispensado

482

por hermosas mujeres» . Freud señala que


el pintor «firmó un pacto con

el Demonio para librarse de un estado de


depresión». El padre del pintor

murió y el pintor había «caído en honda


melancolía a causa de la muerte

de su padre, siendo entonces cuando se le


apareció el demonio y, después

de preguntarle por qué estaba tan triste, le


prometió “ayudarle y
favorecerle cuanto pudiera’». El pintor
hace este pacto: dará su alma al

demonio si éste devuelve durante nueve


años a su padre perdido.

Entonces Freud da su explicación


psicológica sobre la existencia del

demonio, una explicación basada en su


teoría del complejo de Edipo: «en

primer lugar, que Dios es un sustituto del


padre; o, mejor dicho, un padre

ensalzado; o, todavía de otro modo, una


copia del padre tal como hubo de
ser visto y vivido en la infancia». Freud
señala que los sentimientos hacia

el padre son ambivalentes, están


compuestos de «dos impulsos afectivos

antitéticos: no sólo una cariñosa


sumisión, sino también una hostil

rebeldía. Esta misma ambivalencia


preside, a nuestro juicio, la relación de

la especie humana con su Dios. En la


pugna, indecisa aún, entre la

nostalgia del padre, por un lado, y el


miedo y la rebeldía filial, por el otro,
hemos hallado la explicación de los
caracteres principales y los destinos

483

decisivos de las religiones» . Los


sentimientos positivos vuelven a surgir

bajo la forma de nuestra idea de Dios; y


los sentimientos negativos como el

concepto que tenemos del demonio.

* * *

Lewis desarrolla su respuesta al problema


del sufrimiento en varias de

sus obras, siendo las dos más populares


El problema del dolor, un trabajo

de pensamiento que trata de los aspectos


intelectuales del problema, y Una

pena en observación, una respuesta, más


emotiva y visceral a la muerte de

su esposa.

Poseía una asombrosa habilidad para


reducir temas complicados a su

mismísima esencia. Describió el


problema con sorprendente claridad.

Escribe: «si Dios fuera bueno, querría que


sus criaturas fueran
completamente felices; y si fuera
todopoderoso, podría hacer lo que

quisiera. Mas como las criaturas no son


felices, Dios carece de bondad, de

484

poder o de ambas cosas» . Éste, explica,


es el problema del dolor en su

forma más sencilla.

Para comprender el problema del


sufrimiento, Lewis afirma que

primero debemos comprender lo que


queremos decir cuando usamos
términos tales como «feliz», «bueno»,
«todopoderoso» u «omnipotente». Si

damos a estas palabras el sentido popular,


escribe Lewis, entonces el

«argumento es incontestable». Por


ejemplo, la palabra «omnipotencia»

«significa el poder de hacer todo o todas


las cosas». Se nos dice en las

Escrituras que «con Dios todas las cosas


son posibles». Pero Lewis afirma

que esto no quiere decir que Dios pueda


hacer cualquier cosa. Dios no
puede, por ejemplo, contestar a preguntas
sin sentido, tales como ¿cuántos

kilómetros hay de color azul? De la


misma forma, no puede hacer dos

cosas que son mutuamente excluyentes;


por ejemplo, no puede hacer

criaturas con libre albedrío y a la vez


restringirles su voluntad libre.

Escribe: «la omnipotencia divina significa


un poder capaz de hacer todo lo

intrínsecamente posible, no lo
intrínsecamente imposible. Podemos
485

atribuir milagros a Dios, pero no debemos


imputarle desatinos» .

Explica Lewis que si una criatura ha de


tener libre albedrío, debe haber

un entorno en el que haya «cosas


diferentes entre las que elegir». Por

tanto, algunas elecciones serán correctas,


otras serán equivocadas. Las

elecciones que desafían la ley moral —


igual que las que desafían la ley de

la gravedad— conllevarán dolor. Lewis


explica que «si la materia ha de

servir de campo neutral, deberá tener una


naturaleza fija característica» y

no una que cambia a capricho de sus


habitantes; «si la materia tiene una

naturaleza fija y obedece a leyes


constantes, sus diferentes estados no se

486

acomodarán de igual modo a los deseos


de un alma determinada... » .

Escribe: «si tratáramos de excluir el


sufrimiento, o la posibilidad del
sufrimiento que acarrea el orden natural y
la existencia de voluntades

libres, descubriríamos que para lograrlo


sería preciso suprimir la vida

487

misma» .

Advierte Lewis que no debemos


confundir la bondad o amor de Dios

con nuestro concepto de bondad. Escribe:


«el amor es algo más austero y

espléndido que la mera amabilidad... La


benevolencia forma parte del
amor, pero no coincide con él. Cuando la
benevolencia, en el sentido

arriba indicado, se separa de los demás


elementos del amor, acarrea una

evidente indiferencia hacia su objeto, e


incluso algo parecido al desprecio

488

hacia él» . Lewis señala que «el amor, por


su propia naturaleza, exige

perfeccionar al amado, y que la mera


“condescendencia”, dispuesta a

tolerarlo todo excepto el sufrimiento del


amado, es en este sentido el polo

489

opuesto del amor» .

La bondad, cuando se piensa en ello,


puede a veces interferir con el

amor: por ejemplo, nuestra bondad puede


hacer que no llevemos a una

niña al dentista para ahorrarle dolor,


mientras que el amor, queriendo lo

mejor para esa niña, insistirá en que ella


se enfrente con el dolor ahora

para prevenir uno mayor después. Lewis


insiste en que «la principal razón

de la creación no fue que el hombre


pudiera amar a Dios, aunque también

fue creado para amarlo, sino que Dios


pudiera amar al hombre, que

pudiéramos convertirnos en objetos en los


que el amor divino pudiera

“complacerse”» Y para llegar a ese


estado, Lewis dice que necesitamos

«alteración». El «problema de reconciliar


el dolor humano con la existencia

de un Dios que es amor resulta insoluble


únicamente si damos a la palabra

490

“amor” un sentido trivial» . Insiste en que


debemos cambiar nuestro

concepto de felicidad. Piensa que el


Creador es la fuente de toda felicidad

y que la mayoría de las infelicidades y


miserias que experimentamos a lo

largo de los siglos procede de intentos de


encontrar la felicidad al margen

de esa Fuente. Escribe: «y por ese intento


desesperado ha venido casi todo
lo que llamamos historia humana —
dinero, pobreza, ambición, guerra,

prostitución, clases, imperios, esclavitud


—: la larga y terrible historia del

hombre que trata de encontrar otra cosa


diferente de Dios que le haga

feliz». Él concluye: «Dios no puede


darnos felicidad y paz fuera de Sí

mismo porque no las hay. No hay tales


cosas».

Finalmente, Lewis está de acuerdo con


Freud en que el dolor que
experimentamos por parte de otros seres
humanos es la causa de la

mayoría de nuestros sufrimientos.


Escribe: «cuando las almas se vuelven

malvadas y crueles usan esa posibilidad


para infligirse daños unas a otras.

Ello explica quizá las cuatro quintas


partes del sufrimiento de los seres

humanos. Han sido los hombres, no Dios,


quienes han inventado los potros

de tortura, los látigos, las cárceles, la


esclavitud, los cañones, las bayonetas
y las bombas. La avaricia y la estupidez
humanas, no la mezquindad de la

491

naturaleza, son las causas de la pobreza y


el trabajo agotador» .

Conforme fue estudiando el Antiguo y


Nuevo Testamento, llegó Lewis a

una nueva comprensión de la Creación, la


Caída y las doctrinas de la

Expiación y la Redención. Explicaba que


«Dios es bueno e hizo buenas

todas las cosas... una de las cosas buenas


creadas por Él, el libre albedrío de

las criaturas racionales, incluía por su


propia naturaleza la posibilidad del

mal, y las criaturas se han hecho malas,


aprovechándose de ella... el

hombre en su estado actual es una


infamia para Dios y para sí mismo, y

una criatura mal adaptada al universo;


pero no por haber sido creado así

por Dios, sino por haberse hecho de ese


modo abusando de su libre

492
albedrío» .

El abuso de esta libertad para transgredir


la voluntad del Creador es la

causa primaria del sufrimiento, la


enfermedad y la muerte. En una carta

escrita cuando Lewis tenía cincuenta


años, explica: «Yo mantengo que

Dios “envía” enfermedad o guerra en el


sentido de que Él nos envía todas

las cosas buenas. Por eso, en Lucas 13,16,


Nuestro Señor atribuye

claramente una enfermedad no a la acción


de su Padre sino a la de Satán.

493

Creo que tienes razón. Todo sufrimiento


procede del pecado» .

Lewis dice que el dolor es malo, que Dios


no produce el dolor, sino que

lo utilizará para producir bien. Muchos no


reconocen a Dios hasta que se

encuentran con el dolor o con un gran


peligro, por ejemplo, cuando su

avión se mete en una turbulencia.


Escribe: «...el dolor reclama
insistentemente nuestra atención. Dios
susurra y habla a la conciencia a

través del placer, pero le grita mediante el


dolor: es su megáfono para

494

despertar a un mundo sordo» . Pero


Lewis previene de que el dolor puede

también alejar a la gente de Dios. Escribe:


«el dolor como megáfono de

Dios es, sin la menor duda, un


instrumento terrible. Puede conducir a
una
definitiva y contumaz rebelión». Dice que
Dios puede usar el dolor para

que nos demos cuenta de que Le


necesitamos, pero algunas veces

respondemos, no volviendo a Él, sino


dándole la espalda. Una vez oí a un

colega médico decir: «si Dios permite esa


clase de horror, no quiero saber

nada de Él».

Freud afrontó el sufrimiento en su propia


vida con lo que él llamaba a

menudo «resignación». En El porvenir de


una ilusión, describió a qué se

parecería la vida cuando la gente rechazó


la cosmovisión espiritual,

describiendo quizás su misma


experiencia. «Tendrá que reconocer su

impotencia y su infinita pequeñez y no


podrá

considerarse ya como el centro de la


creación, ni creerse amorosamente

guardado por una providencia


bondadosa... Y por lo que respecta a lo

inevitable, al Destino inexorable, contra


el cual nada puede ayudarle,

495

aprenderá a aceptarlo y soportarlo sin


rebeldía» .

Cuando trató de reconfortar a otros en sus


sufrimientos, Freud no tenía

«palabras de consuelo», sólo el consejo


de soportar el sufrimiento con

resignación. En una carta a la esposa de


un amigo después de la muerte de

su marido, Freud lamenta «que tenemos


que someternos con resignación a
los golpes del destino que ya conoces; y
adivinarás que para mí su pérdida

es particularmente dolorosa porque, con


el egoísmo de la ancianidad,

pienso que se podría haber ahorrado esa


pérdida durante la probable corta

duración de mi propia vida». Cuando su


colega Ernest Jones perdió a su

única hija, Freud le escribió una carta


diciendo: «como fatalista descreído,

sólo puedo sumirme en un estado de


resignación cuando me enfrento al
496

horror de la muerte» . Recordaba a Jones


que cuando su nieto Heinele

murió, él perdió todo deseo de vivir: «me


cansé definitivamente de

497

vivir» . Freud parecía ser muy consciente


de su falta de recursos

espirituales a los que recurrir en tiempos


de crisis. Después de la muerte de

su hija Sofía, escribía a un colega: «no sé


qué más se puede decir. Es un
hecho de efecto tan paralizante, que no
puede inspirar reflexión alguna a

quien no es creyente...». Freud se


preguntaba «cuándo será el mío» [su

498

turno] y deseaba que su vida terminara


pronto .

C. S. Lewis, antes de cambiar su


cosmovisión, tenía puntos de vista

similares sobre el dolor. En la


introducción a El problema del dolor,

explica Lewis: «si alguien me hubiera


preguntado hace algunos años,

cuando yo aún era ateo, que por qué no


creía en Dios, la respuesta

espontánea de mis labios hubiera sido


más o menos la siguiente: “Si

miramos el universo en el que vivimos,


comprobaremos que buena parte

de él, la mayor con diferencia, es un


espacio vacío completamente oscuro y

terriblemente frío... es dudoso que haya


vida fuera de la Tierra en algún

otro planeta de nuestro sistema solar. La


misma Tierra ha existido durante

millones de años sin albergar vida alguna,


y seguirá existiendo tal vez

durante muchos millones más después de


que la vida haya desaparecido.

Fijémonos, por lo demás, en cómo es la


vida mientras existe. El único

modo de sobrevivir conocido por las


diferentes formas de vida consiste en

atacar a las demás... Las criaturas causan


dolor al nacer, viven infligiéndose

dolor y mueren, la mayoría de las veces,


en medio de profundo dolor”».

Porque el hombre está dotado de razón,


puede «prever su propio dolor» así

como «su propia muerte» y mediante


«cientos de ingeniosas invenciones»

puede infligir más dolor a otros; la


historia humana «es en gran parte una

secuencia de crímenes, guerras,


enfermedades y dolor... todas las

civilizaciones se extinguen, pero mientras


existen causan un sufrimiento

especial, muy superior seguramente al


alivio que hayan podido producir...

el cosmos declina... el género humano


está destinado a desaparecer». Lewis

escribe que «si me piden que crea que


todo esto es obra de un espíritu

omnipotente y misericordioso, me veré


obligado a responder que todos los

testimonios apuntan en dirección


contraria. Así pues, o bien no hay

espíritu alguno fuera del universo, o bien


es indiferente al bien y al mal, o

499
es un espíritu perverso» .

El dolor aparece en toda vida. Cómo


reaccionamos ante él determina

cómo influye en la calidad de nuestra


vida. Si creemos, como Lewis, que

un Ser Supremo nos ama y controla en


último extremo nuestro destino,

podemos aguantar con paciencia y


esperanza. Pero si mantenemos una

cosmovisión materialista, nos tenemos


que quedar con la recomendación

de Freud de someternos a la dura realidad


con la que nos enfrentamos.

Como concluye Freud, «el creyente,


obligado a invocar en última instancia

los “inescrutables designios” de Dios,


confiesa con ello que en el

sufrimiento sólo le queda la sumisión


incondicional como último consuelo

y fuente de goce. Y si desde el principio


ya estaba dispuesto a aceptarla,

500

bien podría haberse ahorrado todo ese


largo rodeo» .
9

MUERTE

¿Es la muerte nuestro único destino?

Al poco de llegar a esta tierra, tomamos


conciencia del hecho más

fundamental de nuestra existencia: que no


estaremos aquí por mucho

tiempo. La vida media dura menos de


30.000 días. Dormimos un tercio de

ese tiempo, de forma que los días que


experimentamos son menos de

20.000. Podemos intentarlo, pero nunca


podemos negar completamente

nuestra condición mortal. No cesan de


surgir recordatorios: compañeros de

colegio que ya no vuelven después de las


vacaciones de verano; vamos al

trabajo un hermoso día de primavera, y


aparece de repente una fila de

coches con un furgón fúnebre a la cabeza;


el periódico trae a diario

numerosas esquelas.

Aunque el salmista nos dice que es de


sabios contar nuestros días y
darnos cuenta de que este mundo no es
nuestra morada, el proceso de

hacernos conscientes de ello es


extraordinariamente doloroso. La
increíble

brevedad de nuestra vida está en conflicto


con nuestra ansia tan profunda

de permanencia y con el temor que


albergamos a lo largo de la vida de ser

separados de aquéllos que amamos, temor


que nos persigue desde la

infancia hasta la vejez.


¿Cómo resolvemos y nos reconciliamos
con lo que Freud llamaba «el

doloroso enigma de la muerte»? Sócrates


decía: «el verdadero filósofo está

siempre persiguiendo la muerte y


muriendo». La mayoría de los grandes

escritores, incluyendo a Freud y Lewis,


trataron extensamente de este

tema. Unos pocos comentarios sacados de


sus escritos son particularmente

importantes. Cómo reaccionaron ante la


muerte de sus amigos y familiares
y la forma en que cada uno de ellos
afrontó su propia muerte nos ayudará a

comprender cómo enfocó este «doloroso


enigma» su respectiva

cosmovisión. Freud cita a Schopenhauer


que afirma que «el problema de la

501

muerte se alza en el umbral de toda


filosofía» . Verdaderamente, este

problema influyó en Freud y Lewis a la


hora de escoger su específica

filosofía de la vida.
En La interpretación de los sueños, Freud
revela que ya de niño empezó

a tener conciencia de la muerte. Cuando


tenía unos dos años, murió su

hermano menor Julio. En su autoanálisis,


Freud afirmaba recordar la

reacción que tuvo ante esa muerte.


Debido a sus celos infantiles, se sintió

culpable. «Yo había recibido a mi


hermano varón un año menor (muerto

de pocos meses) con malos deseos y


genuinos celos infantiles, y... desde su
502

muerte ha quedado en mí el germen para


hacerme reproches» .

Recordaba también una conversación con


su madre en la que ella le dijo

que «estábamos hechos de tierra y que,


por ello, a la tierra debíamos de

volver». El joven muchacho expresó sus


dudas. Entonces ella apoyó su

afirmación con una «prueba». «Mi madre


frotó las palmas de sus manos,

con movimiento idéntico al de quien hace


albóndigas, y me mostró las

negras escamas que de este modo quedan


arrancadas de la epidermis como

“prueba” de la tierra de que estamos


hechos. Asombrado ante esta

demostración ad oculos, me rendí a la


enseñanza contenida en las palabras

de mi madre, enseñanza que después


había de hallar expresada en la frase

de que “Du bist der Natur einen Tod


schldig” [todos somos deudores de

503
una muerte a la Naturaleza]» .

En una carta escrita en 1914, Freud hacía


partícipe de los puntos de

vista sobre la guerra obtenidos a partir de


su trabajo clínico. «El

psicoanálisis ha llegado a la conclusión...


de que los impulsos primitivos,

salvajes y malignos de la humanidad no


han desaparecido en ningún

individuo, sino que siguen existiendo, si


bien en una forma reprimida, en

el inconsciente...». Como estos impulsos


«esperan oportunidades propicias»

para manifestarse y como la guerra ofrece


tal oportunidad, las guerras

continuarán siendo una parte recurrente


de la historia. Conforme la raza

humana se ha hecho más educada y con


más conocimientos, las guerras

han llegado a ser, no menos, sino más


frecuentes y más destructoras. La

razón de esto es «que nuestra inteligencia


es una cosa débil y sojuzgada,

504
juguete e instrumento de nuestros
impulsos y emociones» .

Las guerras demuestran que nuestros


impulsos básicos han cambiado

poco con relación a los de nuestros


primitivos ancestros; que bajo nuestros

modos civilizados somos tan incivilizados


y salvajes como siempre. Las

guerras muestran que «nuestro


inconsciente es tan inaccesible a la

representación de la muerte propia, tan


sanguinario contra los extraños y
tan ambivalente en cuanto a las personas
queridas, como lo fue el hombre

505

primordial» .

En 1915, en un trabajo titulado


Consideraciones de actualidad sobre la

guerra y la muerte, Freud hace la


interesante observación de que la muerte

no existe en nuestro inconsciente. Parece


que nuestra mente está

construida de tal forma que esperamos


permanecer. Escribe: «nuestro
inconsciente no cree en la propia muerte;
se conduce como si fuera

506

inmortal» . «La muerte propia es, desde


luego, inimaginable, y cuantas

veces lo intentamos podemos observar


que continuamos siendo en ello

507

meros espectadores.... nadie cree en su


propia muerte» . Freud evita dar

una interpretación filosófica a esta


provocativa observación. Puede que
Lewis hubiera dicho que nuestra mente
rechaza la muerte porque la

muerte no formaba parte del «plan de la


creación» originario.

Freud termina su ensayo sobre la guerra y


la muerte con una curiosa

advertencia: «si quieres soportar la vida,


prepárate para la muerte». Se dio

cuenta de algo que muchos psiquiatras


han observado ampliamente: para

vivir al máximo, hay que resolver el


problema de la muerte. Si se deja sin
resolver, se gastan demasiadas energías
negándola o llegando a

obsesionarse con ella. Freud no dejó duda


de cómo enfocó el problema.

Llegó a obsesionarse con la muerte, a ser


extraordinariamente temeroso y

supersticioso con relación a ella. Soñó


con la muerte continuamente. Su

médico describió la preocupación que


tenía por la muerte como

«supersticiosa y obsesiva».

A los treinta y ocho años, Freud escribía


que, en su opinión, el futuro

«es que padeceré todavía 4-5-8 años de


malestares variables, con épocas

buenas y malas, y que después, entre los


40 y los 50, tendré una buena

508

muerte súbita a causa de un colapso


cardíaco; no está tan mal...» .

Cuando tenía cincuenta y tres años, Freud


realizó su única visita a los

Estados Unidos. Conoció a William


James, el famoso filósofo y psicólogo
americano. James le causó «una positiva
y duradera impresión»,

especialmente por la forma en que James


se enfrentaba con su propia

muerte. «Nunca olvidaré una pequeña


escena que ocurrió mientras

caminábamos juntos. Yendo un día de


paseo con él, se detuvo de repente,

me entregó una cartera que llevaba en la


mano y me pidió que me

adelantase, prometiendo alcanzarme en


cuanto dominara el ataque de
angina de pecho, que sentía próximo. Un
año después moría en uno de

esos ataques, y desde entonces me he


deseado un análogo valor ante la

509

muerte» .

Con cincuenta y cuatro años, escribió


Freud: «nos hemos hecho viejos

desde que compartimos los pequeños


placeres de los años de estudios.

510

Ahora pronto la vida se terminará...» .


Para él, los cumpleaños no eran

ocasiones de alegría y celebración, sino


de desesperanza. «Si hubiera sabido

cuán poco iba a alegrarme en el


sexagésimo año, es probable que tampoco

me hubiera alegrado el primero. Como


que inclusive en los tiempos más

511

bellos no sería con todo más que una


fiesta melancólica» .

Seis años después, Freud seguía


presintiendo que moriría pronto.
Escribía a un amigo: «ahora también
usted ha llegado a su sesenta

cumpleaños, mientras que yo, que tengo


seis más, me aproximo al límite

de mi existencia y llegaré pronto al fin del


quinto acto de esta comedia

512

bastante incomprensible y no siempre


divertida» . En resumen, estaba

seguro de que moriría a los cuarenta y


uno; luego a los cincuenta y uno;

luego a los sesenta y uno y sesenta y dos;


y cuando tenía setenta estaba

seguro de que moriría a los ochenta.

¿Cómo llegó a estas fechas tan concretas?


La siguiente carta a C.G. Jung

ilustra el proceso de su pensamiento que


podemos considerar más bien

insólito, supersticioso: «hace algunos


años descubrí en mí mismo la

convicción de que habría de morir entre


los sesenta y uno y sesenta y dos

años... Viajé entonces con mi hermano a


Grecia y entonces me resultó
directamente inquietante cómo el número
61 ó 62... se repetía en todas las

ocasiones dignas de mención en todos los


objetos contados... Con el ánimo

deprimido, esperé respirar tranquilo en el


hotel de Atenas, cuando nos

destinaron habitaciones en el primer piso;


allí no podía venir en

consideración el número 61. Bueno, pues


recibí al menos el número 31

(que con licencia fatalista se puede


considerar como la mitad de 61-62)...».
Entonces Freud se dio cuenta que el
número 31 continuaba apareciendo

aún con más frecuencia.

¿Pero cuándo y cómo llegó por vez


primera a la «convicción de que

moriría entre los 61 y 62 años»? Le


empezó a preocupar en 1899. «Por

entonces coincidieron dos


acontecimientos. En primer lugar, escribí
La

interpretación de los sueños... en segundo


lugar, me asignaron un nuevo
número de teléfono... 14362... cuando
escribí La interpretación de los

sueños, tenía yo 43 años». Como un


numerólogo, concluye: «¿qué más fácil

sino deducir entonces que las otras cifras


deberían significar el final de mi

vida, y por tanto 61 ó 62?». Freud


explica: «la superstición de que habré de

morir entre los 61 y los 62 años aparece


como equivalencia a la convicción

de que con La interpretación de los


sueños he culminado la obra de mi
vida, de que no preciso hacer ya nada más
y puedo morir tranquilo».

Entonces, quizás para auto-asegurarse,


añadió: «estará usted de acuerdo en

513

que tras esta sustitución la cosa no suena


ya tan absurda» .

En 1907, ocho años después, seguía


creyendo que moriría a los sesenta y

un años. «He estado trabajando


duramente, me siento estropeado y

comienzo a encontrar el mundo


repugnante y odioso. La supersticiosa
idea

de que mi vida llegará a su fin en febrero


de 1918, ya me parece a menudo

514

enteramente propicia» .

La «superstición» freudiana de que


moriría a una edad determinada

continuó incluso a la edad de ochenta


años y no le daba paz. Entonces

estaba seguro de que moriría pronto, tras


haber alcanzado «el límite de
vida que alcanzaron mi padre y mi
hermano. Me falta sólo un año más

hasta entonces... No te cogerá de sorpresa


que me obsesione pensando si

alcanzaré la edad de mi padre y hermano,


o incluso la de mi madre,

torturado como estoy por el conflicto que


suponen sentimientos tan

inconciliables como el deseo de


descansar, el temor de los renovados

sufrimientos (que acarrearía la


prolongación de la existencia) y la
anticipación de la pena que me producirá
el separarme de todo aquello a lo

515

que aún me siento unido» .

Freud habla abiertamente de su temor en


sus cartas. «De mí, noto

516

migrañas, secreción nasal y ataques de


angustia de muerte» , escribe a su

amigo Fliess con cuarenta años. Ernest


Jones escribe: «desde la época más

temprana que conocemos de su vida,


parece haber estado preocupado por

pensamientos de muerte, más que ningún


otro gran hombre... Incluso en

los primeros años de conocernos, él tenía


el desconcertante hábito de

marcharse con las palabras “Adiós; tal


vez no vuelva Ud. a verme nunca

más”». Jones continúa: «tuvo repetidos


ataques de lo que él llamaba

“Todesangst” (miedo a la muerte). Le


molestaba la idea de envejecer ya

antes de los cincuenta años, y a medida


que envejecía sus ideas sobre la

muerte se hacían cada vez más poderosas.


Cierta vez dijo que pensaba en la

517

muerte todos los días, lo cual es


ciertamente poco usual» .

En sus últimos años temía al dolor de una


enfermedad terminal, pero

¿qué era lo que tanto le torturaba en sus


años jóvenes? Y ¿están

relacionados esos temores con su


cosmovisión?
Freud da una clave de sus temores en La
interpretación de los sueños.

Se refiere a este libro diciendo que


contiene «el más valioso de todos los

descubrimientos que he tenido la buena


fortuna de hacer». Observa que a

menudo los niños sueñan que un hermano


rival ha muerto y que tales

sueños reflejan un deseo inconsciente de


la desaparición del rival. A los

que objetan que los niños no serían tan


depravados como para desear la
muerte de otro niño, Freud les recuerda
que los niños no conceptualizan o

temen la muerte como los adultos.


Entonces enumera lo que él piensa que

los adultos temen de la muerte: «el horror


de la putrefacción, el frío del

sepulcro y el terror de la nada eterna».


Añade que los adultos no pueden

tolerar estos temores, «como nos lo


demuestran todos los mitos “del más

518

allá” » . Freud creía que la gente aceptaba


la visión religiosa del mundo

por su temor a la muerte y su deseo de


permanencia. Aunque «los terrores

de la nada eterna» preocuparon a Freud


más que a la mayoría de las

personas, siguió siendo ateo, resignado a


la dura realidad de su enfoque del

mundo.

El caso de Lewis es todo lo contrario.


Describe su estado mental antes

de la transición como extremadamente


pesimista y sin deseo alguno de que
la vida continúe de ninguna forma. «Creía
que casi todo lo que amaba era

imaginario... Estaba tan lejos de una


creencia fundada en los deseos más

que en los hechos que apenas creía que


algo fuese real a menos que

519

contradijese mis deseos» . Pero Lewis


decía que había una excepción,

reconocía un deseo.

Paradójicamente, en contradicción con la


teoría de Freud, Lewis afirma
que su atracción hacia el ateísmo
«gratificaba mis deseos». Este deseo

consistía en una fuerte necesidad de ser


libre de toda Autoridad que

interfiriera con su vida, así como una


rápida y fácil salida cuando las

circunstancias se hicieran intolerables.


«El universo del materialista tenía

el enorme atractivo de que... la muerte


terminaba con todo... Y si incluso

los desastres finitos demostraban ser


mayores de lo que uno estaba
dispuesto a soportar, siempre quedaba el
suicidio. El horror del universo

cristiano era que no tenía una puerta con


el cartel de Salida».

Cuando Freud perdía a una persona


querida, se sentía totalmente

desesperado. En una carta a Jones


escribió: «yo tenía casi tu edad (41 años)

cuando mi padre murió, y revolucionó mi


alma. ¿Puedes recordar un

tiempo tan lleno de muerte como éste?»


En La interpretación de los
sueños, la muerte de su padre aparece con
frecuencia. En el preámbulo a la

segunda edición escribe que «para mí,


este libro tiene una... importancia

subjetiva... al comprobar que era una


parte de mi propio análisis, que

representaba mi reacción frente a la


muerte de mi padre».

Cuando ocurrió, en 1896, escribía a


Fliess: «ayer sepultamos al viejo,

que falleció el 23 de octubre por la noche.


Se había portado gallardamente
hasta el final, porque absolutamente era
un hombre no común... debió

soportar hemorragias meningeales...


espasmos, de los que despertaba sin

fiebre. El último ataque trajo un edema


pulmonar y una muerte en verdad

520

suave... Todavía estoy sentido por ello» .


Una semana después, Freud se

lamenta: «la muerte del viejo me ha


conmocionado mucho. Lo estimaba en

alto grado, lo comprendía muy bien, y él


importaba mucho en mi vida con

su mezcla peculiar de sabiduría profunda


y fantasía juguetona. Ya había

gozado harto de la vida cuando murió,


pero en lo interior, con esta

521

ocasión, sin duda ha despertado todo lo


más temprano» .

A los sesenta y cuatro años, perdió a una


hija joven y hermosa. Había

tenido Freud seis hijos, tres niños y tres


niñas, y no amaba en este mundo a
nadie más que a su hija Sophie. En 1912
ésta se casó. Sophie y su marido

llevaban viviendo en Hamburgo ocho


años cuando ella enfermó

repentinamente de gripe. «Ayer por la


mañana falleció nuestra querida y

522

bella Sophie a consecuencia de una gripe


galopante y pulmonía» ,

escribió Freud a su madre el 26 de enero


de 1920. Explicaba que su mujer

Martha estaba demasiado afectada como


para que «le podamos dejar

realizar el viaje, y en cualquier caso no


habría encontrado a Sophie viva. Es

la primera entre nuestros hijos a la que


sobrevivimos». Y al mes siguiente,

en una carta al psiquiatra suizo Ludwig


Binswanger, Freud menciona que

ni él, ni su esposa, «ha superado el


monstruoso hecho de que los hijos

523

mueran antes que sus padres» . Quizás


Freud nunca se recuperó del todo
de esta pérdida. Casi una década después
empieza una carta a Binswanger

524

con «mi difunta hija hubiera cumplido


hoy treinta y seis años» . En otra

carta: «siendo como soy profundamente


antirreligioso no tengo a quién

acusar, y sé que no hay tampoco a quién


recurrir en queja. Muy adentro,

muy en lo profundo advierto el impacto


de una honda herida narcisística,

525
que ya no podrá ser curada» .

En menos de tres años, Freud sufrió otra


pérdida en la familia, el hijo de

Sophie, que tenía casi un año cuando


falleció su madre. La muerte de este

niño provocó en Freud la más fuerte


reacción ante todas sus pérdidas. «Nos

trajimos aquí de Hamburgo al hijo menor


de Sophie, Heinele, que cuenta

ahora cuatro años y medio... En realidad,


era un muchachito encantador, y

yo mismo me daba cuenta que jamás


había amado tanto a un ser humano

y, desde luego, nunca a un niño», escribe


Freud en una carta a algunos

amigos. Menciona que al pequeño le


faltaba el cuidado médico adecuado

en Hamburgo y llegó a Viena para vivir


con los Freud. «El niño se puso

nuevamente malo hace una semana, con


temperaturas entre 39 y 40 y

dolores de cabeza y... al final nos ha ido


entrando el convencimiento lento,

pero seguro, de que tiene tuberculosis


miliar o, en otras palabras, de que

está perdido. Se encuentra ahora sumido


en un coma con paresia... los

médicos dicen que puede durar una


semana o quizá más, añadiendo que no

es deseable... que se salve». Entonces


Freud grita en su dolor: «no creo

haber experimentado jamás una pena tan


grande. Quizá mi propia

enfermedad contribuya al disgusto.


Trabajo por pura necesidad, pues,

526
fundamentalmente, todo ha perdido su
significado para mí...» «Tampoco

527

encuentro ningún placer en la vida» .

Freud escribe al padre del niño que «he


pasado algunos de los días más

negros de mi vida sufriendo por el niño.


Finalmente... puedo pensar en él

tranquilamente y hablar de él sin


lágrimas». Freud admite de nuevo que no

tiene de dónde obtener consuelo: «el


único consuelo para mí es que a mi
edad yo no le haya conocido tanto».
Según Jones, ésta es la única vez en la

vida de Freud que se recuerde que llorara.

Siete años después, Freud sufrió aún otra


muerte en la familia. En el

verano de 1930 murió su madre. Tenía


noventa y cinco años y Freud

setenta y cuatro. Por los sentimientos


mezclados de Freud hacia su padre y

la especial relación que tuvo con su


madre durante la niñez —recordados

en su autoanálisis y reflejados en su teoría


del complejo de Edipo— cabría

esperar que su muerte hubiera sido más


perturbadora que la pérdida de su

padre. Parece ser que fue justo lo


contrario. En una carta a Jones, Freud

confesaba: «no ocultaré el hecho de que


mi reacción a este

acontecimiento... ha sido curiosa... en lo


superficial sólo puedo descubrir

dos cosas: un refuerzo de mi libertad


personal, por cuanto siempre me

resultó aterradora la idea de que ella


pudiera algún día llegar a enterarse de

mi muerte; y en segundo lugar la


satisfacción de que finalmente ella ha

alcanzado la liberación a que se hizo


acreedora después de tan larga vida».

¿No sintió Freud pena o dolor?


Reconoció que aunque su hermano más

joven experimentó dolor, él no. «Nada de


dolor, nada de congoja, cosa que

probablemente se explica por... su


avanzada edad y el final de toda

compasión frente a su estado de


impotencia. Junto a esto, un sentimiento

de liberación, de alivio, que creo poder


comprender. No me era permitido

morir mientras ella viviera, y ahora sí


puedo». Y entonces otra asombrosa

528

confesión: «no estuve en los funerales» .


Freud estaba todavía muy activo,

productivo y con movilidad. ¿Cuál podría


haber sido la razón de faltar al

funeral? ¿Estaba tan aterrorizado ante la


muerte que no podía permitirse el
asistir?

La intensa reacción de Freud ante la


muerte de su padre, que le

perturbó tan profundamente, y el no haber


experimentado «ni pena, ni

dolor» en la de su madre, ilustra una


paradójica respuesta clínica,

frecuentemente observada, ante la


muerte: cuanto más negativos y sin

resolver son los sentimientos hacia un


familiar fallecido, especialmente los

padres, más dificultad se tiene para


resolver la pérdida.

* * *

Aunque Freud temía la muerte y se


obsesionaba con la fecha en que

moriría, insistía en que necesitaba saber


de su médico cuándo llegaba su

hora. «Espero encontrar en mi hora»,


escribía en una carta cuando tenía

cuarenta y tres años, «a alguien que me


trate con más respeto y me diga el

momento en que debo estar preparado.


Mi padre lo supo claramente, no
529

habló de ello y mantuvo hasta el final su


bella compostura» .

Cuando Freud se puso gravemente


enfermo, y sus médicos

diagnosticaron cáncer, su joven internista,


el Dr. Félix Deutsch, de acuerdo

con el cirujano, se reservó el diagnóstico.


Deutsch informó de que Freud le

había pedido ayuda para dejar este mundo


con decencia si estaba

condenado a morir con sufrimientos. El


temor de Deutsch a que Freud se

suicidara fue lo que le hizo ser renuente.


Cuando Freud lo descubrió más

tarde, se sintió traicionado. Deutsch


sugirió dejar de ser el médico de

Freud, temiendo que éste hubiera perdido


la completa confianza necesaria

en la relación médico-paciente. Freud


estuvo de acuerdo y, aunque

terminaron su relación profesional,


siguieron siendo amigos. (Más tarde,

Félix Deutsch se hizo psicoanalista y con


su mujer Helena, también

analista, se trasladaron a Cambridge,


Massachusetts. Él fue mi analista

durante mi formación psiquiátrica).

Cuando Freud se trasladó a Londres para


escapar de los nazis, logró

obtener visados para toda su familia, su


sirvienta Paula Fichtl, y su médico

de cuarenta y un años, el internista Dr.


Max Schur. Schur trató a Freud

durante las últimas etapas de su


enfermedad. Como estuvo con Freud
durante sus últimos meses y en el
momento de morir, me apoyaré mucho

en su relato acerca de cómo Freud se


enfrentó y reaccionó ante la muerte.

Freud y su familia llegaron a Londres el 6


de junio de 1938, y durante el

viaje había desarrollado lo que su médico


llamaba unos «síntomas

cardíacos menores». Se habían producido


también algunas lesiones nuevas

en la bóveda de la boca que su médico


temía que fueran cancerosas. Un
cirujano le operó en septiembre de ese
año, y Freud se recuperó lenta y

penosamente.

La familia se trasladó a Maresfield


Gardens, 20, en Hampstead, al

noroeste de Londres, el 27 de septiembre


de 1938. La muerte de Freud

tuvo lugar en esa casa justo un año


después, el 23 de septiembre de 1939.

Durante sus últimos días, como señaló el


Dr. Schur, Freud seleccionó

sus libros «muy cuidadosamente». Unos


pocos meses antes de morir, leyó

El emperador, los sabios y la muerte, de


Raquel Berdach. «Tu misterioso y

hermoso libro... me ha agradado... No he


leído nada tan sustancial y

530

poéticamente logrado durante largo


tiempo» , escribió Freud a la autora.

«A juzgar por la prioridad que le atribuye


a la muerte, cabe concluir que es

usted muy joven. ¿Me concederá el placer


de visitarme algún día?»
Max Schur se dio cuenta de cuán
profundamente conmovió el libro a

Freud y él mismo lo leyó varias veces.


Berdach se centra en la realidad de

la muerte y el temor que provoca; suscita


muchas preguntas, como, ¿se

encuentra solo el hombre condenado por


el conocimiento de la muerte en

medio de la vida? Los personajes,


creyentes y no creyentes, expresan cómo

entienden la muerte. Una discusión, entre


un obispo y un médico árabe, se
centra en la milagrosa resurrección de
Lázaro obrada por Jesús de Nazaret

y en la dificultad de tener que encararse


con la muerte por segunda vez.

Uno de los poemas favoritos de Freud,


del escritor Heine, se titulaba

«Lázaro». La atracción de Freud por la


historia de Lázaro ¿refleja su propio

deseo de permanencia? El protagonista


del libro de Berdach muere

despertándose una noche en un


asombroso silencio. Toda la gente de su
ciudad se ha ido, y sólo él se ha quedado
detrás del Ángel de la Muerte.

Muere en un estado de pánico,


desesperación y abandono.

El 22 de setiembre de 1939, el día antes


de que Freud muriera por

eutanasia, seleccionó de su biblioteca el


libro de Balzac La piel de zapa.

Sabía que a las pocas horas iba a pedir a


su médico que pusiera fin a su

vida. De los cientos de libros que leyó en


vida, ¿por qué La piel de zapa? La
trama no es simple. El protagonista,
Rafael, un joven científico con ansias

de riqueza y fama, se considera altamente


dotado, pero minusvalorado y

fracasado. Planea suicidarse.


«Implacables deben de ser los huracanes
que

531

lo obligan a pedir la paz de alma al cañón


de una pistola» , escribe el

autor, entre varios comentarios acerca de


los que se quitan la vida.
Rafael se encuentra con el demonio, que
le promete satisfacer todos sus

deseos de fama y fortuna. «Voy a hacerlo


más rico, poderoso y considerado

de cuanto un rey constitucional pueda


serlo», promete el demonio. Pero

como parte del pacto, Rafael debe coger


«la piel de un onagro, un asno

salvaje». Con cada deseo que exprese el


protagonista, la piel se encogerá un

poco y abreviará su vida. El demonio


advierte a Rafael que «querer nos
abrasa; poder nos destruye... Voy a
revelarle en pocas palabras un gran

misterio del humano vivir. Agótase el


hombre debido a dos actos

instintivamente realizados, que ciegan las


fuentes de su vida. Dos verbos

expresan todas las formas que asumen


esas dos causas de muerte: querer y

poder».

Según se va enriqueciendo el protagonista


y ha obtenido más y más

deseos, se da cuenta de que otros se le


resienten. Cuando habla de sí

mismo, se puede comprender cómo pudo


haberse identificado Freud con

él. El personaje reflexiona: «el


pensamiento es la clave de todos los

tesoros... me he cernido sobre el mundo,


en el que mis placeres fueron

siempre intelectuales... La curiosidad


filosófica, los trabajos excesivos, el

amor a la lectura, que desde los siete años


hasta mi entrada en el mundo

ocuparon constantemente mi vida, ¿cómo


no iban a dotarme del fácil

poder con que... sé expresar mis ideas y


marchar adelante por el vasto

campo de los humanos conocimientos?...


Ese inmenso amor propio que en

mí hervía, esa sublime creencia en un


hado y que quizá llegue a ser genio...

todo eso me salvó».

Rafael dice que otros «le han acusado de


arrogancia», que él ha hecho a

otros conscientes de su «mediocridad», y


«se vengaron sometiéndole a una
especie de ostracismo». Ciertamente
Freud podría identificarse con estos

pensamientos, especialmente con el


ostracismo y el rechazo que

experimentó por parte de la comunidad


científica y médica.

La novela contiene pasajes sobre una


famosa pintura de Jesucristo, así

como discusiones respecto a la existencia


y naturaleza de Dios. «No se me

ocurrirá pensar —dice Rafael— que el


Ser Supremo pueda encontrar
placer en atormentar a un hombre
bueno».

Se le conceden a Rafael cada vez más


deseos. La piel continúa

encogiéndose y el héroe sabe que su vida


está llegando al final. Trata de

encontrar un modo de estirar la piel, pero


fracasa. «Todo se me ha

terminado», llora. «¡Es el dedo de Dios!


¡Moriré!». La novela termina con la

muerte del protagonista en un estado


frenético de desesperación. Se
enamora de la hermosa Paulina. Pero
cada vez que la desea, la piel se

encoge y su vida se acorta. Por eso, la


deja. Cuando ella lo encuentra, teme

no ser capaz de controlar su deseo por


Paulina y que la piel se encoja por

última vez y le mate. «Huye, huye,


¡déjame!», dice a su amante. «Si sigues

aquí, me muero..., ¿es que quieres verme


morir?» Le muestra la piel, que

empieza a encogerse según crece su deseo


por ella. De repente, Paulina cae
en la cuenta de lo que está sucediendo, se
encierra en otra habitación y,

para salvar a Rafael, trata de matarse a sí


misma. Rafael se da cuenta de que

él se está muriendo y le grita: «¡quiero


morir en tus brazos!». Derriba la

puerta, corre por la habitación y la toma


en sus brazos. Incapaz de

controlar sus deseos o su miedo a la


muerte, fallece en un estado de pánico.

Muchos críticos literarios hablan de


Rafael como de otro Fausto. No
podemos menos de recordar que el Fausto
de Goethe es la obra que Freud

citó con más frecuencia. ¿Qué le llevó a


que esta concreta obra de Balzac

fuera el último libro que leyó antes de


morir?, ¿sentía Freud que había

hecho un pacto con el demonio cuando


dio la espalda a la cosmovisión de

sus padres, abrazando la perspectiva


científica para obtener fama y fortuna,

como el protagonista de la novela? Freud


hablaba de su investigación de la
mente como si fuera su amante. ¿Temía
Freud morir en un frenético

estado de temor y pánico como le ocurrió


al héroe de esos dos libros, el de

Berdach y el de Balzac? Su médico


comenta que utilizó la palabra

«encogimiento» para describir la muerte


de su padre acaecida muchos años

antes: «¡Qué misterioso resulta que


decidiera leer este libro justamente

532

antes de escribir “el fin” de su propia


historia!» .

El día siguiente de haber leído La piel de


zapa, Freud cogió la mano de

Schur y le recordó una promesa hecha


cuando el médico empezó a

tratarle. «Entonces prometió no


abandonarme cuando llegara el momento.

Ahora sólo queda la tortura, que ya no


tiene sentido». El doctor se

acordaba. Freud le dio las gracias y le


pidió que se «lo» dijera a su hija

Anna.
Después de informar a Anna, el Dr. Schur
inyectó a Freud dos

centigramos de morfina, una fuerte dosis


que repitió a las doce horas. A las

tres de la madrugada del 23 de setiembre


de 1939 moría Freud. Fue

incinerado en la mañana del 26 de


setiembre de 1939 en Golders Green,

un pueblecito al noroeste de Londres.

* * *

C. S. Lewis también escribe


extensamente sobre la condición mortal.
En

El problema del dolor, describe cómo,


siendo ateo, el problema del

sufrimiento humano, en especial la


capacidad del «hombre para imaginar

su propia muerte aun en los momentos en


que le embarga un ardiente

deseo de seguir viviendo», le hizo difícil


creer en un Creador. Antes de su

conversión, la muerte implicaba el


inevitable final de una existencia triste

y pesimista. Muerte equivalía a extinción


y, aunque terrorífica y temida,

proporcionaba una salida. Cuando tenía


17 años, escribió a su amigo

Greeves: «mi padre parecía en muy mala


forma cuando llegué a casa, y se

preocupó mucho por mi resfriado. Así


que todo es horrible, y he decidido

533

—naturalmente— suicidarme de nuevo» .


Hay muchas verdades que se

dicen de broma, y sabemos por su


autobiografía que Lewis consideraba el
suicidio como una escapatoria, si la vida
se hacía insoportable.

Tras su conversión, Lewis creyó que la


única persona que podía decidir

el momento de la propia muerte era la


Persona que le daba a uno la vida.

En las Cartas del diablo a su sobrino, el


demonio creado por Lewis anima a

la muerte y al suicidio. «Si se trata de un


hombre emotivo, crédulo», avisa

el demonio a su representante en la tierra,


«aliméntale de poetas menores
y de novelistas de quinta fila, de la vieja
escuela, hasta que le hayas hecho

creer que el “amor” es irresistible y


además, de algún modo,

intrínsecamente meritorio... Esta creencia


no es de mucha utilidad, te lo

garantizo, para provocar faltas casuales


de castidad; pero es una receta

incomparable para conseguir prolongados


adulterios “nobles”, románticos

y trágicos, que terminan, si todo marcha


bien, en homicidios y
534

suicidios...» .

Después de su cambio de cosmovisión,


Lewis entendió la muerte como

un resultado de la transgresión de las


leyes divinas y no como parte del

plan original. La muerte es a la vez el


resultado de un Universo Caído y la

única esperanza de superar la Caída. «La


mente humana espontáneamente

adopta una de dos actitudes ante la


muerte», explica en su obra clásica
llamada Los Milagros. «Una es la elevada
visión, que alcanza su mayor

intensidad entre los estoicos, que la


muerte “no importa”... y que hemos de

afrontarla con indiferencia. La otra es la


visión “natural”, implícita en casi

todas las conversaciones privadas sobre la


materia y en gran parte del

pensamiento moderno sobre la


supervivencia de las especies humanas:
que

la muerte es el mayor de todos los


males».
Pero ninguna de estas dos visiones de la
muerte refleja la del Nuevo

Testamento, que, dice Lewis, es


considerablemente más sutil. «De una

parte, la muerte es el triunfo de Satanás,


el castigo de la caída y el último

de los enemigos». Pero Lewis explica que


la muerte no es sólo un enemigo

que derrota a cada ser humano; es


también el medio que Dios utiliza para

redimirnos. «Por otra parte... la muerte de


Cristo es el remedio de la caída.
La muerte es, en efecto, lo que algunos
modernos llamarían “ambivalente”.

Es la gran arma de Satanás y también la


gran arma de Dios; es... nuestra

suprema desgracia y nuestra única


esperanza; aquello que Cristo vino a

conquistar y los medios por los cuales lo


conquistó». Lewis recuerda a sus

lectores que «Cristo lloró junto a la tumba


de Lázaro y sudó sangre en

Getsemaní...» y «detestó el horror de esta


pena no menos que nosotros,
535

sino más» .

Afirma Lewis que el tema central del


relato del Nuevo Testamento

tiene que ver con la muerte. La muerte de


Jesús de Nazaret «nos ha puesto

de alguna manera a bien con Dios y nos


ha otorgado un nuevo comienzo».

Esta muerte concreta «es aquel momento


de la historia en el que algo

absolutamente inimaginable llega desde


fuera y aparece en nuestro
mundo». Advierte que este concepto es
difícil de imaginar para la mente

humana, pero esto era de esperar. «De


hecho, si descubriésemos que

podemos comprenderlo totalmente, esto


mismo demostraría que el hecho

no es lo que pretende ser... lo


inconcebible, lo increado, lo que se halla

536

fuera de la naturaleza, e irrumpe en la


naturaleza como un relámpago» .

A diferencia de Freud, que detestaba


hacerse viejo y se refería

continuamente a este proceso en términos


negativos y pesimistas, Lewis

parecía gozar en ello. Escribiendo a un


amigo un mes antes de su muerte,

exclama: «sí, el otoño es la mejor de las


estaciones; y no estoy seguro de

537

que la vejez no sea la parte mejor de la


vida» .

Antes de su conversión, se dio cuenta de


que muchos de los mitos
paganos que había leído tenían un tema
común. Escribía a un amigo: «¿se

puede creer que no había nada en ese


persistente tema de sangre, muerte y

resurrección, que ensarta como un cordón


negro y escarlata los grandes

mitos... de Balder y Dionisio y Adonis...?


Seguro que la historia del

pensamiento humano es más consistente


si supones que todo eso es la

primera aproximación, entre sombras, de


algo cuya realidad vino con
Cristo... incluso por más que no podamos
comprender del todo, por ahora,

538

ese algo» . Los grandes mitos paganos


relativos a un Dios que muere y

que tanto impresionaron a Lewis de


estudiante, los ve ahora como postes

indicadores, que señalan ese momento


definido de la historia humana, al

que él llamaba el Gran Milagro, la


Resurrección.

Cuando Lewis combatió en la Primera


Guerra Mundial, fue herido y

pensó que se iba a morir. Recordaba más


tarde: «hay dos cosas que

destacan. Una es el momento, justo


después de haber sido herido, en que

me di cuenta (o pensé que me la daba) de


que no respiraba y supuse que

esto era la muerte». Se encontró


extrañamente libre de temor y de

cualquier otro sentimiento. «La


proposición “aquí hay un hombre

moribundo” estaba delante de mí tan


árida, tan clara, tan poco emotiva

539

como una frase en un libro de texto. Ni


siquiera era interesante» .

Pero, salvo en ese momento, Lewis


experimentó todo el terror que

forma parte de las guerras. Cuando


comenzó en Europa la Segunda Guerra

Mundial, escribió: «mis recuerdos de la


última guerra me persiguieron en

sueños durante años. El servicio militar...


incluye la amenaza de todo mal
temporal: dolor y muerte, que es lo que
tememos de la enfermedad;

separación de aquéllos que amamos, que


es lo que tememos del exilio; duro

trabajo bajo jefes arbitrarios, injusticia y


humillación, que es lo que

tememos de la esclavitud; hambre, sed,


frío desnudez, que es lo que

tememos de la pobreza». Concluye que


«la muerte sería preferible que

540

vivir otra guerra» .


En una conferencia que dio en Oxford
aquel mismo año, «Learning in

Wartime.», Lewis asegura que «la guerra


no hace más frecuente la muerte».

Señala que «el cien por cien de nosotros


muere y este porcentaje no se

puede aumentar»; que la guerra sólo


«pone varias muertes más temprano».

Observa que uno de los pocos aspectos


positivos de la guerra es que nos

hace «conscientes de nuestra mortalidad».


«Si el servicio militar activo no
prepara al hombre para la muerte, ¿qué
concatenación de circunstancias

541

podría hacerlo?» . Está de acuerdo con el


Salmista en que se gana

sabiduría al ser consciente de la propia


mortalidad. «¡Enséñanos a contar

nuestros días, para que entre la sabiduría


en nuestro corazón!» (Salmo 90,

12).

Lewis trae esta idea en Cartas del diablo a


su sobrino cuando el diablo se
queja de que la guerra fuerza a la gente a
pensar sobre la muerte y a

prepararse para ella: «cuán desastroso es


para nosotros el continuo

acordarse de la muerte, a que obliga la


guerra. Una de nuestras mejores

armas, la mundanidad satisfecha, queda


inutilizada. En tiempo de guerra,

ni siquiera un humano puede creer que va


a vivir para siempre». El

demonio considera que esto es


desafortunado. «¡Cuánto mejor para
nosotros [demonios] si todos los humanos
muriesen en costosos sanatorios,

entre doctores que mienten, enfermeras


que mienten, amigos que

mienten, tal y como les hemos enseñado,


prometiendo vida a los

542

agonizantes... no sea que [se] revelase al


enfermo su verdadero estado! » .

A los veintitrés años, Lewis escribió una


carta a su padre comentándole

la muerte de un antiguo profesor al que


conocía bien: «he visto la muerte

bastante a menudo y todavía no he sido


capaz de encontrarla sino

extraordinaria y más bien increíble. La


persona real es tan real, tan

obviamente llena de vida y diferente de lo


que queda, que no se puede

543

creer que algo se haya vuelto nada» . Esta


observación refleja

comentarios de algunos de mis alumnos


de medicina: después de observar
por vez primera el cadáver de un paciente
que conocían, se dan cuenta de

que la persona era mucho más que un


cuerpo.

En 1929, cuando Lewis tenía treinta años


y aún era ateo, murió su

padre. Su reacción reflejaba la intensa


ambivalencia que sentía hacia su

padre. En una carta a un amigo describe


sus sentimientos: «estoy

atendiendo a un enfermo en cama casi sin


dolor, por el que tengo poco
afecto y cuyo trato me ha dado durante
muchos años muchos

inconvenientes y ningún placer... Sin


embargo, lo encuentro casi

insoportable... hay... si no simpatía


espiritual, sí una profunda y terrible

simpatía fisiológica. Mi padre y yo somos


físicamente parecidos: y durante

544

estos días más que nunca ha


experimentado su semejanza conmigo» .
En
la autobiografía Lewis escribe poco sobre
la muerte de su padre. «La

muerte de mi padre, con toda la entereza


(e incluso el desenfado) que

demostró en su última enfermedad, no


entra realmente en la historia que

545

estoy narrando» . Esta es una de las


escasas ocasiones que en su

autobiografía muestra poco de su interior.

En 1960, cuando murió Joy Davidman


después de una larga
enfermedad, escribió Lewis a un amigo:
«mi querida Joy ha muerto... Hasta

diez días antes del final esperamos... que


podría resistir, pero no iba a ser...

A la una y media la llevé al hospital en


una ambulancia. Estuvo consciente

el poco tiempo que le quedó de vida, y


con muy poco dolor gracias a las

medicinas; y murió tranquilamente en mi


compañía hacia las 10,15 de esa

546

noche... Comprenderás que no tengo


corazón para escribir más» .

La elegía de Lewis, Una pena en


observación, hace que el lector sienta

la rabia, resentimiento, soledad, temor e


inquietud del doloroso proceso.

Su rabia se hace palpable cuando se


plantea si Dios, a fin de cuentas, es «un

sádico del cosmos, un imbécil cargado de


rencor». Se queja: «hace falta

mucha paciencia para aguantar a esa


gente que dice “la muerte no existe” o

“la muerte no importa”. La muerte claro


que existe, y sea su existencia del

tipo que sea, importa... por ese principio


podríamos decir que nacer no

importa». Lucha para obligar a su mente a


que acepte la pérdida. «Alzo los

ojos al cielo de la noche. Es de todo


punto evidente que si me fuera

permitido rebuscar en toda esa infinidad


de espacios y tiempos, nunca

volvería a encontrar en ninguna parte el


rostro de ella, ni su voz, ni su

tacto. Murió. Está muerta. ¿Es que se


trata de una palabra tan difícil de

547

comprender?» . El lector puede sentir su


dolor cuando escribe, «Cáncer, y

cáncer, y cáncer. Mi madre, mi padre, mi


mujer. Me pregunto quién será

548

el siguiente en la lista» .

Joy Davidman rompió el caparazón que


Lewis había construido

alrededor de sí mismo para evitar el


riesgo de volver a experimentar la
terrible pérdida que sufrió durante su
niñez. Ahora que había sucedido lo

que más temía, gritaba: «¿por qué, oh


Dios mío, te tomaste tantas molestias

para sacar a la fuerza de su concha a esta


criatura, si ahora la condenas a

que sea nuevamente absorbida al interior


de esa concha?» Pero Lewis,

según fue sobreponiéndose a su dolor,


llegó a comprender que «el duelo

forma parte integral y universal de la


experiencia del amor. Es una
continuación del matrimonio de la misma
manera que el matrimonio es

una continuación del noviazgo o que el


otoño es una continuación del

549

verano» .

Para comprender los pensamientos y


sentimientos de Lewis cuando

supo que podía morir, necesitamos leer


sus cartas y considerar los libros

que leyó entonces. Nunca perdió su


sentido del humor. En una carta a una
señora que le escribió alarmada cuando
llegó a sus oídos que Lewis estaba

gravemente enfermo, escribe: «¿qué jaleo


se ha montado ahí con el rumor

de mi muerte? Morir no es nada


deshonroso: ¡he conocido personas muy

550

respetables que lo han hecho! » .

En otra carta, un par de años después,


escribe: «a qué estado hemos

llegado cuando no podemos decir “seré


feliz cuando Dios me llame” sin
miedo a ser calificados de “morbosos”. A
fin de cuentas, San Pablo dice lo

mismo... ¿Por qué no habríamos de mirar


hacia delante, a la meta...?»

Concluye que, ante la muerte, sólo caben


tres actitudes: «desearla, temerla

o ignorarla. La tercera alternativa, que es


la que el mundo moderno llama

551

“saludable”, es seguramente la más


incómoda y precaria de todas» .

Unos años después, trató de consolar a


esta misma mujer con la que se

carteaba, cuando ella se enteró de que


estaba seriamente enferma. «¿Qué

tenemos que hacer tú y yo, sino preparar


nuestra salida? Cuando me

comunicaron mi situación de peligro hace


meses, no recuerdo haberme

angustiado. Estoy hablando naturalmente


de morir, no de que te maten. Si

comenzaran a caer obuses sobre esta casa,


me sentiría de una manera muy

distinta. Una amenaza externa, visible y


(aún peor) audible despierta de

golpe el instinto de conservación que se


pone en acción frenéticamente.

552

No creo que la muerte natural tenga


terrores similares» .

En otra carta, meses después: «¿no


puedes ver la muerte como el amigo

y libertador? Significa despojarse de ese


cuerpo que te está atormentando:

como quitarse un cilicio o salir de una


mazmorra. ¿De qué temer?... ¿Ha
sido este mundo tan amable contigo como
para que lo dejes con pena?»

Lewis trata entonces de consolarla con


palabras que revelan sus propios

pensamientos y sentimientos ante la


muerte: «delante hay cosas mejores

que cualquiera de las que dejamos atrás...


¿No piensas que Nuestro Señor te

dice “Paz, hija, paz. Relájate. Vamos.


Debajo están los brazos eternos...

¿Confías tan poco en mí?” Naturalmente


esto puede que no sea el final.
Entonces conviértelo en un buen ensayo».
Lewis firmaba esta carta: «Tuyo

553

(y como tú, viajero cansado, cerca del


final del viaje) Jack» .

En junio de 1961, Lewis, que padecía


hipertrofia de próstata, tuvo

obstrucción urinaria, infección renal y


finalmente toxemia con síntomas

cardíacos. Mejoró durante los meses


siguientes y continuó enseñando,

escribiendo y visitando a sus amigos. El


15 de julio de 1963, tuvo un

infarto de corazón y entró en coma. Se


recuperó de nuevo, pero sólo por

breve tiempo, y vivió los meses


siguientes tranquilo y feliz. Los recuerdos

de sus últimos días dan fe de una paz


interior gozosa, tranquila e incluso

esperanzada. Durante este tiempo escribió


a su amigo Arthur Greeves:

«aunque no soy en absoluto desgraciado,


no puedo menos que sentir que

más bien fue una pena que reviviera en


julio. Me explico: después de

haberme estado deslizando tan sin dolor


hacia la Puerta, parece duro

tenerla cerrada delante de las propias


narices y saber que todo el proceso

debe repetirse de nuevo algún día...


¡Pobre Lázaro!»

Aunque Lewis mantuvo su sentido del


humor durante los últimos años,

sin embargo sentía profundamente la


separación de los seres queridos que

la muerte conllevaría. En la misma carta,


anota que aunque está «cómodo y

alegre... la única pega real es que parece


como si tú y yo nunca nos

fuéramos a encontrar de nuevo en esta


vida. Esto me entristece mucho a

554

menudo» .

Escribe a otro amigo: «he revivido


inesperadamente de un largo coma, y

puede que se deba a las casi continuas


oraciones de mis amigos..., pero

habría sido un tránsito lujosamente fácil,


y uno casi se lamenta de que la

puerta estuviese cerrada delante de las


propias narices... Cuando mueras...

mírame... Todo es más bien divertido —


solemne diversión— ¿no es

555

verdad?» .

Uno de sus biógrafos y amigo íntimo


señala que dedicó sus últimos días

a releer sus libros favoritos: «la Odisea y


la litada y un pequeño Platón en

griego; la Eneida en latín; La Divina


Comedia de Dante; el Preludio de

Wordsworth; y obras de George Herbert,


Patmore, Scott, Austen, Fielding,

556

Dickens y Trollope» .

En enero de 1962 escribió: «sabía que


estaba en peligro, pero no estaba

557

deprimido. He leído muy bien todo» .


Tres semanas antes de morir,

escribió a un amigo que estaba contento


de tener tiempo libre para hacer
lo que siempre le gustó hacer durante su
vida: leer buena literatura. «No

pienses que no soy feliz... Estoy


volviendo a leer la Ilíada y gozando de la

558

lectura más que nunca» .

Dos semanas antes de su muerte, comió


con un colega de la facultad,

Richard W. Ladborough. Se reunieron por


invitación de Lewis para

comentar un libro que éste acababa de


leer. Alguien le había prestado un
ejemplar de Las amistades peligrosas, de
Pierre Choderlos de Lacios.

559

«¡Anda, vaya libro! » , exclamó Lewis.


Dijo que era «como leer seriamente

un libretto de Mozart: una experiencia


que te congela la sangre». Podemos

comprender que Lewis leyera obras


clásicas de literatura, que en sus

primeros años le agradaron mucho. Pero


¿por qué le atrajo esta novela

francesa, publicada en 1782?


La novela es una serie de cartas entre
miembros de la aristocracia

francesa; expone el engaño, libertinaje y


corrupción que prevalecían en la

alta sociedad de entonces. El héroe,


Valmont, y la heroína, Merteuil, se

mueven por ambición, poder y orgullo;


utilizan el engaño y la seducción

para conseguir sus propósitos. Usan su


situación social para vivir a costa de

los débiles. Los críticos han calificado la


novela como «diabólica», una
«invectiva contra... la corrupción de los
privilegiados... y el destino de las

mujeres en una sociedad dominada por


los hombres». Un crítico describía

a los personajes principales como seres


que, «habiendo sobrepasado a Dios,

560

existen en un mundo que no tiene más


valores que los que ellos le dan» .

¿Qué le llevó a Lewis a leerlo? Primero,


un colega le prestó el libro y

puede que se lo recomendara como una


gran novela. Ésta empezó a recibir

una creciente atención durante los años


1940 y 1950, y los críticos

acabaron considerándola «la mayor


novela francesa del siglo dieciocho». La

reputación del autor se colocó junto a las


de Alejandro Dumas y Víctor

Hugo. Así, Lewis pudo haberse fijado en


una importante obra literaria,

pero creo que la respuesta está en otro


lado. Después de todo, Lewis es el

autor de Cartas del diablo a su sobrino y


otros escritos sobre el demonio.

Escribió a menudo acerca de los peligros


del orgullo y la ambición, y de la

necesidad que tiene cada ser humano de


ser redimido. En Las amistades

peligrosas los intrigantes lo destrozan


todo a su alrededor. Puede que

encontrara que los aspectos «diabólicos»


del libro y la descripción del lado

obscuro de la naturaleza humana eran


fascinantes y estaban de acuerdo

con sus observaciones, que tan


convincentemente retrató en su popular

Cartas del diablo a su sobrino.

Durante la discusión de esa novela en la


comida, Ladborough notó que

Lewis estaba «feliz como de costumbre y


con el buen humor de siempre».

Pero sintió que Lewis se daba cuenta de


que su final estaba cerca. «De

algún modo noté que era la última vez


que nos encontraríamos y cuando

me acompañó hasta la puerta, con su


habitual cortesía, creo que él también
561

lo notaba. Nunca un hombre estuvo mejor


preparado» .

¿Cómo podía estar Lewis, o cualquier


otro, «preparado» para la muerte,

para encarar esa «obscenidad penal» no


sólo con alegría, calma y paz

interior, sino con real anticipación? ¿Su


cosmovisión le proporcionaba los

recursos que lo hacían posible? De nuevo,


puede que encontremos la

respuesta en sus propias palabras: «si


realmente creemos lo que decimos

creer, si realmente pensamos que nuestra


casa está en otro lugar y que esta

vida es un “deambular para encontrar


casa”, ¿por qué no tenemos ganas de

562

llegar? » .

El 22 de noviembre de 1963 el hermano


de Lewis, Warren, le llevó el té

de las cuatro. Notó que Lewis estaba


somnoliento, pero tranquilo y alegre.

En una carta, escrita dos semanas después


de que muriera, escribe Warren:

«desde el verano mi hermano ha ido


perdiendo continuamente, aunque

todos tratamos de cerrar los ojos ante este


hecho. Pero no mi hermano».

Warren escribió que Lewis sabía que iba a


morir y estaba en calma y con

paz a la luz de esa conciencia. «Como


una semana antes de su muerte me

dijo: “he hecho todo aquello para lo que


fui enviado a este mundo, y estoy

preparado para ir”. Nunca he visto la


muerte reflejada en la cara con tanta

tranquilidad...».

Luego Warren describe los últimos


instantes de la vida de su hermano.

«El 22 del mes pasado le llevé su té a la


cama a las 4 en punto y volví a mi

estudio para hacer algún trabajo. A las


5,30 oí un golpe en su habitación y

corrí allí; le encontré de espaldas en el


suelo, inconsciente; vivió aún unos

cinco minutos y ya nunca recobró el


conocimiento. ¿No desearíamos todos
563

irnos de la misma manera cuando llegue


nuestra hora?» .

Epílogo

¿Se vieron alguna vez Freud y Lewis? La


hipótesis resulta tentadora.

Cuando Freud emigró a Inglaterra, vivió


en Hampstead, en el noroeste de

Londres, no lejos de Oxford. Un joven


profesor de Oxford visitó a Freud

durante ese tiempo, pero no ha sido


identificado. ¿Pudo haber sido Lewis?
Nunca lo sabremos. Sí conocemos, sin
embargo, una curiosa conexión

entre las familias. Durante la Segunda


Guerra Mundial, para escapar del

bombardeo de Londres, una joven


llamada Jill Fluett se trasladó de su casa

de Londres a vivir en los alrededores con


Lewis y Mrs. Moore. Antes de

conocer a Lewis, ella le había idolatrado


como escritor. A medida que le

fue conociendo, se encariñó con el joven


profesor. Lewis la trató
amablemente y mantuvo el contacto con
ella durante muchos años

después de que ella dejara el hogar de


Lewis. Jill acabó casándose. El amor

de su vida resultó ser nada menos que


Clement Freud, nieto de Sigmund

Freud y miembro del Parlamento. Un día


Jill Freud llamó a la casa de

Lewis para concertar una fecha para ir a


comer ella y su familia. Le

comunicaron que Lewis había muerto


aquella misma tarde.
Si Freud y Lewis se hubieran conocido, si
Lewis el joven profesor de

Oxford que visitó a Freud en su casa de


Hampstead, esto habría ocurrido

entre junio de 1938 y septiembre de 1939,


los quince meses que Freud

vivió en Inglaterra antes de su muerte.


Freud habría sido octogenario,

Lewis habría tenido menos de la mitad de


esa edad.

¿Habrían tenido algo significativo que


decirse uno al otro? Ciertamente
cuando Albert Einstein visitó a Freud
muchos años antes, tenían pocos

intereses en común y tuvieron poco que


discutir. En una carta a un amigo,

Freud escribió acerca de la visita de


Einstein: «entiende tanto de psicología

como yo de física, de modo que tuvimos


una conversación muy

564

placentera» .

Lewis y Freud, por el contrario, habrían


tenido mucho que discutir.
Tenían en común el interés por la
literatura y por el psicoanálisis. Freud,

ya conocido como el padre de la nueva


crítica literaria, suministró a

críticos como Lewis nuevas herramientas


para interpretar el

comportamiento humano.

Quizás habrían podido tratar de los


grandes autores con los que

disfrutaban. Freud tenía en su lista el


Paraíso perdido de Milton como uno

de sus dos «libros favoritos».


(Curiosamente, su otro libro preferido,

Lázaro, del gran escritor judío Heinrich


Heine, que abrazó la cosmovisión

de Lewis, también se centraba en un


relato bíblico). Lewis era ya una

autoridad sobre Milton, aunque no


publicó su famoso Preface to Paradise

Lost hasta tres años después.

Como Freud tenía una enfermedad


mortal, podrían haber tratado

también del problema del dolor, que


ambos se habían esforzado por
comprender. Freud podría haber tratado
con Lewis, de igual forma que lo

había hecho con un amigo una década


antes, del pesimismo y desesperanza

que sintió cuando se enfrentó con la


enfermedad y perdió a un ser querido:

«descreído fatalista como yo, sólo puedo


dejar caer mis brazos frente a los

565

terrores de la muerte» .

Lewis, por respeto a Freud de más edad,


probablemente habría evitado
presentar los numerosos argumentos que
puso por escrito en El problema

del dolor. Podría haber comentado


sencillamente con Freud cómo llegó a

una fe personal que le ayudó a través de


algunas de sus experiencias más

dolorosas. Dado que Freud admiraba y


citada a menudo a San Pablo, Lewis

podría haberle hecho conocer su


transición, que, aunque menos dramática

y más gradual que la de San Pablo, no fue


menos radical y menos
transformante.

Su discusión podría haber discurrido


ampliamente e incluido los temas

de sexo, amor, muerte, felicidad y


naturalmente el más importante: la

cuestión de Dios. Con independencia de


lo que hubieran podido discutir,

habría sido una experiencia emocionante


escuchar a escondidas su

conversación. Espero haber


proporcionado al lector la siguiente mejor

alternativa: revisar sus pensamientos


sobre estos temas en sus cartas y

prolíficas publicaciones.

* * *

¿Por qué los escritos de C. S. Lewis y


Sigmund Freud continúan

teniendo un profundo impacto en nuestra


cultura medio siglo después de

su muerte? Una razón de su impacto


puede ser que, nos demos cuenta o

no, todos compartimos alguna forma de la


cosmovisión materialista

proclamada por Freud o la espiritual de


Lewis. Pero puede haber otras

razones más sutiles. Puede que Freud y


Lewis representen partes de

nosotros que están en conflicto. Una parte


levanta su voz desafiando la

autoridad y dice con Freud: «no me


rendiré»; otra parte, como Lewis,

reconoce dentro de nosotros el profundo


anhelo de una relación con el

Creador.

Freud y Lewis están de acuerdo en que la


pregunta más importante
concierne a la existencia de Dios: ¿hay
una Inteligencia más allá del

universo? Ambos emplearon una


significativa porción de sus vidas en

tratar esta cuestión, valorando sus


profundas implicaciones para

comprender nuestra identidad, nuestro


propósito y nuestro destino.

Pero Freud, y Lewis antes de su


transición, también evitó afrontar los

hechos. Descubrimos que esto es fácil de


hacer. Nos ocupamos en
distracciones. Racionalizamos. Nos
decimos que consideraremos temas de

tanto peso (y que provocan ansiedad)


cuando seamos mayores, cuando las

ocupaciones de tiempo no sean tan


grandes. Por el momento, tenemos

necesidades más apremiantes. Como


sucedía con Lewis antes de su

transición, realmente no queremos saber,


alimentamos una «voluntaria

ceguera» y una «aversión muy enraizada


hacia la autoridad». Encontramos
repugnante la idea de «un Entrometido
trascendental». Sentimos hacia

nuestras vidas lo mismo que Freud y


Lewis hacia las suyas: «esto es asunto

mío, y sólo mío».

Lewis y Freud, empero, también


experimentaron unos anhelos muy

profundos que les persiguieron


persistentemente. Ambos describieron

estos sentimientos utilizando la palabra


alemana Sehnsucht. Cuando tenía

sesenta y seis años, Freud continuaba


hablando de unas «extrañas y

secretas nostalgias», pensando ahora que


pueden ser «quizás... de una vida

de otra clase totalmente distinta». Lewis


describía estas experiencias de

anhelos como «la historia central» de su


vida. Después de la transición, se

dio cuenta de que eran valiosos «sólo


como una señal hacia algo distinto y

exterior», como «postes indicadores» que


señalan al Creador. Puede que

todos experimentemos tales anhelos y,


como Freud, permanezcamos

confusos ante ellos; o, como Lewis, los


reconozcamos como postes

indicadores.

Los escritos de Freud y Lewis nos ayudan


a comprender una dificultad

que tenemos a menudo al ver los postes


indicadores, en concreto, nuestra

tendencia a distorsionar nuestra imagen


de Dios. Una de las teorías

freudianas que ha probado ser útil


clínicamente se relaciona con el proceso
inconsciente de transferencia, la
tendencia a desplazar los sentimientos

desde figuras de autoridad de la niñez a


otras del presente, distorsionando

así la autoridad de hoy día y provocando


conflictos con ella. Si tenemos

una fuerte tendencia a desplazar o


transferir sentimientos desde la

autoridad paterna, especialmente del


padre, a las actuales personas con

autoridad, ¿cuánto más podemos


distorsionar nuestro concepto de una
Autoridad Ultima que no podemos
experimentar con nuestros sentidos? Si

esto es verdad, debemos tener cuidado


para que nuestro concepto de Dios

—sea el Dios que rechazamos como


descreídos o el que adoramos como

creyentes— esté firmemente basado en el


Creador revelado en la historia y

no en nuestra distorsión neurótica de Él.

Debemos tener cuidado también con no


conceptualizar o juzgar a Dios

por las acciones defectuosas de sus


falibles criaturas, ya sean las de la

Biblia, telepredicadores que van a la


cárcel o sacerdotes que molestan a

niños. Ninguno da la talla. Jesús de


Nazaret fue amable y perdonó a la

mujer del pozo que buscaba perdón, pero


fue severo con los líderes

religiosos que no vivían lo que


profesaban.

Nuestra tendencia a distorsionar y crear


nuestro propio Dios, algunas

veces un Dios no de amor sino de odio,


puede explicar por qué, a lo largo

de los siglos, la gente ha cometido, y


sigue cometiendo, actos impíos —

incluso actos de terrorismo— en nombre


de Dios. Esta tendencia a crear

nuestro propio Dios nos hace percibir por


qué el primer mandamiento es:

«no tendrás otros dioses delante de mí».

Los intensos sentimientos de Freud y


Lewis hacia sus padres influyeron

en su negativa actitud hacia Dios. Lewis,


después de su transición, se
guardó cuidadosamente de esta tendencia
interior. Escribió: «mi idea de

Dios no es una idea divina. Hay que


hacerla añicos una vez y otra. La hace

añicos El mismo. Él es el gran


iconoclasta. ¿No podríamos incluso decir

que su destrozo es una de las señales de


su presencia?... Toda la realidad es

566

iconoclasta» .

La respuesta a la cuestión de Dios tiene


profundas implicaciones para
nuestra vida aquí en la tierra, tanto Freud
como Lewis están de acuerdo en

ello. Por tanto, estamos obligados a mirar


los hechos, empezando quizá por

el Antiguo y Nuevo Testamento. Lewis


también nos recuerda, sin

embargo, que la prueba está alrededor de


nosotros: «podemos ignorar, pero

no podemos esquivar en sitio alguno, la


presencia de Dios. El mundo está

lleno de Él. Camina a todas partes


incógnito, y el incógnito no es siempre
fácil de comprender. La verdadera tarea
es recordar, prestar atención. Estar

567

despierto efectivamente. Más aún:


mantenerse despierto» .

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Agradecimientos

Con mi gratitud y agradecimiento a:

Dr. Vernon Grounds, el primero que me


animó a interesarme por la

psiquiatría y que, durante años, me ha


enviado un continuo goteo de

artículos y libros para centrar mi atención


al escribir éste.

Vester Hughes, que, hace más de veinte


años, me sugirió escribir este

libro y me proporcionó una subvención


que me ayudara a comenzar la

investigación. A Howard y Barbara Dan


Butt por su perseverancia en

hacer posible esta investigación. Y a


Kenneth y Nancy McGee, cuya ayuda

y ánimos durante muchos años resultó


crucial.

Cientos de alumnos que han seguido mis


cursos durante los pasados

treinta años y que han sido una fuente de


inspiración y conocimiento.

Jeremy Fraiberg, Cathy Struve, Sandra


Lee y otros antiguos alumnos

que, durante quince años, ayudaron a


reunir la base de datos de los escritos

de Freud y Lewis. Algunos viajaron lejos


para localizar material inédito.

Profesor Peter Gomes, que me animó a


dar las Conferencias de Harvard

Noble, que constituyen el embrión de este


libro.

Marjorie Mead del Wade Center en el


Wheaton College por su ayuda

para encontrar cartas inéditas.

Victor Boutrous, Douglas Coe, Herbert


Hess, Sally Frese, Paul Klassen,

Jeremy Fraiberg, y los doctores Chester


Pierce e Irving Weisner por hacer
la lectura crítica del manuscrito.

Dean Overman y tantos otros amigos que


me han animado durante

estos años, incluyendo a Marcia y Robín


Brown, Leslie y Brit Nicholson,

Jean y Jim Petersen, y Rebecca y Andy


Wasynczuc.

Bruce Nichols, editor jefe de Simón &


Schuster, que sugirió ampliar las

Conferencias Noble a un libro e hizo


muchas enmiendas útiles; y a su

equipo por su magnífica edición.


Y a Frederick Lee, M.D., Ph.D., mi
antiguo alumno de medicina y

actual profesor asociado, brillante


investigador científico y médico de

cabecera, amigo y colega, sin cuya


enorme ayuda puede que este libro no

se hubiera escrito.

Notes

[←1]

Time Magazine, 29-03-1999.

[←2]
Barondes, Mood Genes, p. 25.

[←3]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 209.


[Siempre que las obras que cita el autor

estén traducidas al castellano,


utilizaremos la versión ya publicada. En
la

bibliografía se menciona, con los datos de


edición, el nombre del traductor (N. de

los T.)]

[←4]

Freud, La interpretación de los sueños, c.


6, t. 2, p. 95.

[←5]

Freud, Cartas a Wilhelm Fliess, p. 288s.

[←6]

Bonaparte et al., The Origins of Psycho-


analysis, p. 219s.

[←7]

Ibid., p. 222s.

[←8]

Freud, Los actos obsesivos y las prácticas


religiosas, p. 235.
[←9]

Freud, Cartas a Wilhelm Fliess p. 309.

[←10]

Ibid., p. 449.

[←11]

Freud, Epistolario, p. 273.

[←12]

Gay, Freud p. 29.

[←13]

Freud, Autobiografía [esta frase no se


encuentra en la edición española de la

Autobiografía que utilizamos; para los


motivos de esta omisión, cf. Freud,

Presentación autobiográfica, en Obras


completas, t. XX, p. 8].

[←14]

Schur, Sigmund Freud, t. 1, p. 50.

[←15]

Freud, Cartas de juventud, p. 283


(epílogo de W. Boehlich).

[←16]
Ibid., p. 272 (epílogo de W. Boehlich).

[←17]

Ibid., p. 117.

[←18]

Ibid., p. 147.

[←19]

Ibid., p. 156.

[←20]

Ibid., p. 184 [en castellano en el original


de Freud].
[←21]

Ibid., p. 156.

[←22]

Ibid., p. 165.

[←23]

Freud, Alocución ante los miembros de la


Sociedad Bnai B’rith, en Obras

completas, t. XX, p. 263.

[←24]

Freud, Cartas de juventud, p. 149.


[←25]

Feuerbach, La esencia del cristianismo, p.


311.

[←26]

Gay, A Godless Jew, p. 7.

[←27]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud,


1.1, p. 50.

[←28]

Freud, Nuevas conferencias de


introducción al psicoanálisis, p. I46s.
[←29]

Gay, Freud, p. 170s.

[←30]

Gilman, The Case of Sigmund Freud.

[←31]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.1,


p. 153.

[←32]

Freud, Autobiografía, p. 9.

[←33]
Freud, La interpretación de los sueños, c.
6, t. 2, p. 40.

[←34]

Freud, Epistolario, p. 89s.

[←35]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t. I,


p. 153.

[←36]

Ibid., t. I, p. l53s.

[←37]

Ibid., t. I, p. 154.
[←38]

Ibid., t. I, p.160.

[←39]

Freud, Introducción al psicoanálisis, p.


217.

[←40]

Freud, Cartas a Wilhelm Fliess, p. 293.

[←41]

Freud, Esquema del psicoanálisis.

[←42]
Freud, Esquema del psicoanálisis, p. 16.

[←43]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 15.

[←44]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 33.

[←45]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 43.

[←46]

Ibid., p. 68.

[←47]
Ibid., p. 69.

[←48]

Ibid., p. 71.

[←49]

Ibid., p. 39.

[←50]

Ibid., p. 117.

[←51]

Ibid., p. Il4s.

[←52]
Lewis, They Stand Together, p. 53.

[←53]

Green — Hooper, C. S. Lewis, p. 45.

[←54]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 146.

[←55]

Ibid., p. 154.

[←56]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis, p. 135.

[←57]
Lewis, Cautivado por la alegría, p. 203.

[←58]

Lewis, Letters, C. S. Lewis-Don


Giovanni Calabria, pp. 43-47.

[←59]

Ibid., pp. 31-33.

[←60]

Ibid., p. 15.

[←61]

Lewis, carta a Firor de fecha 27 de marzo


de 1951 (inédita), Marión E. Wade
Center, Wheaton College, Wheaton, Ill., y
Bodleian Library, Oxford University.

Usada con autorización.

[←62]

Sayer, Jack, 135.

[←63]

Freud, El porvenir de una ilusión, p. 173.

[←64]

Freud, Epistolario, p. 503.

[←65]
Freud, En torno de una cosmovisión, p.
154.

[←66]

Ibid., p. 155.

[←67]

Freud, El malestar en la cultura, p. 30.

[←68]

Ibid., p. 26.

[←69]

p. 87.
[←70]

Freud-Pfister, Correspondencia, p. 121.

[←71]

Lewis, Cautivado por la alegría,, p. 15.

[←72]

Freud, El porvenir de una ilusión, p. 177.

[←73]

Ibid., p. 173.

[←74]

Ibid., p. 180.
[←75]

Gay, A Godless Jew, p. 42.

[←76]

Freud-Pfister, Correspondencia., p. 110.

[←77]

Freud, El porvenir de una ilusión, p. 180.

[←78]

Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo


de Vinci, p. 60.

[←79]
Ibid., p. 60.

[←80]

Freud, Tótem y tabú, p. 172.

[←81]

Freud, En torno de una cosmovisión, p.


150.

[←82]

Ibid., p. 150.

[←83]

Ibid., p. 151.
[←84]

Freud, El porvenir de una ilusión, p. 167.

[←85]

Ibid., p. 167.

[←86]

Lewis, Mero Cristianismo, 1.1, cap. 5, p.


48.

[←87]

Ibid., 1.1, cap. 5, p. 49.

[←88]
Lewis, The Problem of Pain, p. 9.

[←89]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 178.

[←90]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. III, cap. 10,


p. 148.

[←91]

Newberg et al., Why God Won’t Go


Away.

[←92]

Lewis, Los Milagros, p. 8.


[←93]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. III, cap. 10,


p. 149.

[←94]

Lewis, El problema del dolor, p. 147.

[←95]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 15.

[←96]

Freud, Sobre los recuerdos encubridores,


en Obras completas, t. III, p. 306.

[←97]
Freud, Sobre la psicología del colegial, p.
153.

[←98]

Lewis, Cautivado por la alegría., p. 166.

[←99]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t. I,


p. 207.

[←100]

Freud, Presentación autobiográfica [ver


capítulo 1, nota 11].

[←101]
Lewis, Cautivado por la alegría, pp. 122-
123.

[←102]

Allport y Ross, «Personal religious


orientation and prejudice».

[←103]

Strawbridge W.J., R.D. Cohen, S.J.


Shema, y G.A. Kaplan, «Frequent
attendance at

religious Services and mortality over 28


years» en Am J Public Heath 87, n° 6

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George, y B.L. Peterson, «Religiosity and

remission of depression in medically ill


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M.E., y D.B. Larson, «Religion and

depression: a review of the literature» en


Twin Res 2, n° 2 (Junio 1999) 126-36;

Koening, H.G., «Religion and medicine


II: Religion, mental health, and related

behaviors» en Int J Psych Med 31, n° 1


(2001) 97-109; Koenig H. G., D. B.
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y S. S. Larson, «Religion and coping with
serious medical illness» en Annals

Pharmacotherapy 35, n° 3 (Marzo 2001)


352-59; y Koening, H.G., «Religion,

spirituality, and medicine: application to


clinical practice» en JAMA 284, n° 13

(Octubre 4, 2000) 1708.

[←104]

Freud, Un recuerdo infantil de Leonardo


de Vinci, p. 60.

[←105]

Freud, El porvenir de una ilusión p. 192.


[←106]

Ibid., pp. 148-149.

[←107]

Freud-Pfister, Correspondencia, p. 135.

[←108]

Ibid., p. 10.

[←109]

American Psychiatric Association,


Diagnostic and Statistical Manual of
Mental
Disorders, pp. 417-423.

[←110]

Freud, Los actos obsesivos y las prácticas


religiosas, p. 223.

[←111]

Gallup-Jones, The Next American


Spirituality, p. 177.

[←112]

Freud, El malestar en la cultura, p. 26.

[←113]

Gallup-Jones, The Next American


Spirituality, p. 177.

[←114]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. III, cap. 4,


p. 104.

[←115]

Freud-Pfister, Correspondencia, p. 117.

[←116]

Freud, En torno de una cosmovisión, p.


146s.

[←117]

Lewis, Mero Cristianismo, 1.I, cap. 4, p.


40s.

[←118]

Ibid., 1. I, cap. 4, p. 42s.

[←119]

Ibid., 1. I, cap. 5, p. 46.

[←120]

Freud, En torno de una cosmovisión, p.


151.

[←121]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. I, cap. 2, p.


30.
[←122]

Ibid., 1. I, cap. 2, p. 30.

[←123]

Lewis, El problema del dolor, p. 29.

[←124]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. I, cap. 1, p.


26.

[←125]

Ibid., 1. I, cap. 1, p. 24.

[←126]
Lewis, La abolición del hombre, p. 48.

[←127]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. I, cap. 1, p.


23.

[←128]

Ibid., 1. I, cap. 2, p. 31.

[←129]

Lewis, El problema del dolor, p. 45.

[←130]

Freud, Nuevas conferencias de


introducción al psicoanálisis, p. 57.
[←131]

Hale, James Jackson Putnam and


Psychoanalysis, carta de Freud a Putnam
de 8 de

agosto de 1910.

[←132]

Freud-Pfister, Correspondencia, p. 58.

[←133]

Freud, En torno de una cosmovisión, p.


158.

[←134]
Freud, ¿Por qué la guerra?, p. 196.

[←135]

Hale, James Jackson Putnam and


Psychoanalysis, carta de Freud a Putnam
de 13

de noviembre de 1913.

[←136]

Freud, Compendio del psicoanálisis, p.


180.

[←137]

Freud, El porvenir de una ilusión, p. 152.


[←138]

Freud, La cuestión del análisis profano, p.


264.

[←139]

Lewis, El problema del dolor, p. 61.

[←140]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. I, cap. 5, p.


48.

[←141]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


II, p. 435.
[←142]

Ibid., t. II, p. 435.

[←143]

Lewis, Los Milagros, cap. 5, p. 60.

[←144]

Lewis, El diablo propone un brindis,


p.42.

[←145]

Nicholi, The Harvard Guide to


Psychiatry, p. 282; y American
Psychiatric
Association, Diagnostic and Statistical
Manual of Mental Disorders, p. 349.

[←146]

Freud, Nuevas conferencias de


introducción al psicoanálisis, p. 56.

[←147]

Freud, Autobiografía, p. 76.

[←148]

Lewis, El problema del dolor, p. 29.

[←149]

Freud, El malestar en la cultura, p. 76.


[←150]

Ibid., p. 77.

[←151]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


II, p. 373.

[←152]

Ibid., t. II, p. 379.

[←153]

Gay, Freud p. 379.

[←154]
Freud-Abraham, Correspondencia, p.
167.

[←155]

Freud, En torno de una cosmovisión, p.


155.

[←156]

Freud, El porvenir de una ilusión, p. 184.

[←157]

Ibid., p. 186.

[←158]

Lewis, Letters, C. S. Lewis-Don


Giovanni Calabria, pp. 89-91.

[←159]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. III, cap. 8,


p. 138.

[←160]

Freud, El malestar en la cultura, p. 70.

[←161]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. I, cap. 5, p.


117.

[←162]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


II, p. 434.

[←163]

Ibid., t. II, p. 434-436.

[←164]

Wilson, The Moral Sense.

[←165]

Freud, En torno de una cosmovisión, p.


155.

[←166]

Gallup et al., Surveying the Religious


Landscape, p. 67
[←167]

Freud, El porvenir de una ilusión, p. 172.

[←168]

Freud-Pfister, Correspondencia, p. 72.

[←169]

Freud, Una vivencia religiosa, en Obras


completas, t. XXI, pp. 167-170.

[←170]

Nicholi, «A New Dimension of the Youth


Culture», en American Journal of

Psychiatry, 131 (1974) pp. 396-401.


[←171]

Ibid.

[←172]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 24.

[←173]

Ibid., p. 195

[←174]

Lewis, God in the Dock, p. 260.

[←175]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 189.


[←176]

Ibid., p. 233.

[←177]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 427.

[←178]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 24l.

[←179]

Ibid., p. 241.

[←180]
Lewis, Miracles, p. 139, nota 1.

[←181]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 31.

[←182]

Lewis, Dios en el banquillo, p. 98s.

[←183]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 24l.

[←184]

Lewis, Dios en el banquillo, p. 97.


[←185]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. IV, cap. 1,


p. 169.

[←186]

Ibid., 1. II, cap. 3, p. 68.

[←187]

Freud-Pfister, Correspondencia,, p. 121.

[←188]

Chesterton, El hombre eterno, p. 1610s.

[←189]
Lewis, Dios en el banquillo, p. 95s.

[←190]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. II, cap. 3, p.


69.

[←191]

Chesterton, El hombre eterno, p. 1666s.

[←192]

Lewis, Los Milagros, p. 184.

[←193]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 425.
[←194]

Ibid., p. 447.

[←195]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis, p. 197.

[←196]

Lewis, Carta a Bodle, de 31 de diciembre


de 1947 (inédita), Marión E. Wade

Center, Wheaton College, Wheaton, Ill. y


Bodleian Library, Oxford University.

Usada con autorización.

[←197]
Lewis, Cautivado por la alegría, p. 12.

[←198]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 426s.

[←199]

Erikson, Young Man Luther, p. 261.

[←200]

Nicholi, The Harvard Guide to


Psychiatry, p. 290.

[←201]

Freud, El malestar en la cultura, p. 20.


[←202]

Ibid., p. 21.

[←203]

Freud, El porvenir de una ilusión, p. 157.

[←204]

Freud, El malestar en la cultura, p. 27.

[←205]

p. 46.

[←206]

Ibid., p. 27.
[←207]

Ibid., p. 24.

[←208]

Ibid., p. 21.

[←209]

Ibid., p. 26.

[←210]

Freud, Moisés y la religión monoteísta,,


p. l50s.

[←211]
Freud, El malestar en la cultura,, p. 20.

[←212]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. II, c. 3, p.


65.

[←213]

Ibid., 1. II, c. 3, p. 67.

[←214]

Lewis, Dios en el banquillo, p. 125s.

[←215]

Lewis, El problema del dolor, p. 117.


[←216]

Lewis, carta a la Sra. Jacob del 3 de julio


de 1941 (inédita), Marión E. Wade

Center, Wheaton College, Wheaton, Ill., y


Bodleian Library, Oxford University.

Usada con autorización.

[←217]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis, p. 248.

[←218]

Ibid., p. 227.

[←219]
Lewis, El problema del dolor, p. 55.

[←220]

p. 59.

[←221]

Ibid., p. 60.

[←222]

Nicholi, The Harvard Guide to


Psychiatry, p. 623.

[←223]

Freud, Cartas de juventud, p. 53.


[←224]

Ibid., p. 254S.

[←225]

Freud, Epistolario, p. 35.

[←226]

Ibid., p. 140.

[←227]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t. I,


p. 95.

[←228]
Ibid., t. 1, p. 92.

[←229]

Freud, Epistolario, p. 194

[←230]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t. I,


p. 314.

[←231]

Freud, Cartas a Wilhelm Fliess, p. 483.

[←232]

Schur, Sigmund Freud, t. 2, p. 633. [La


carta no va dirigida a su médico, sino a
Marie Bonaparte: n. del tr.].

[←233]

Freud-Zweig, Correspondencia, p. 133.

[←234]

Nicholi, The Harvard Guide to


Psychiatry, p. 292.

[←235]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


III, p. 79.

[←236]

Freud, El malestar en la cultura, p. 34.


[←237]

Freud-Pfister, Correspondencia,, p. 127s.

[←238]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 55s.

[←239]

Lewis, Cautivado por la alegría,, p. 32.

[←240]

Ibid., p. 72-74.

[←241]
Ibid., p. 72.

[←242]

Ibid., p. 73.

[←243]

Ibid., p. 123.

[←244]

Ibid., p. 123.

[←245]

Ibid., p. 124.

[←246]
Glover, C. S. Lewis, pp. 32-33.

[←247]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 238.

[←248]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 26.

[←249]

Ibid., p. 477.

[←250]

Lewis, El peso de la gloria, p. 129.


[←251]

Freud, Epistolario, p. 10.

[←252]

Ibid., p. 156s.

[←253]

Ibid., p. 145.

[←254]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


II, p. 366.

[←255]
Ibid., t. II, p. 418.

[←256]

Freud, Autobiografía, pp. 54s.

[←257]

Gay, Freud., p. 635.

[←258]

Lewis, They asked for a paper, 123.

[←259]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 339.
[←260]

Ibid., pp. 379-380.

[←261]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. III, c. 8, p.


138.

[←262]

Ibid., 1. III, c. 8, p. 138.

[←263]

Lewis, Preface to Paradise Lost, pp. 70s.

[←264]
Lewis, Letters, C. S. Lewis-Don
Giovanni Calabria, pp. 31-33.

[←265]

Koenig, H. G., L. K. George, y B. L.


Peterson, «Religiosity and remission of

depression in medically ill older


patients», en Am J Psychiatry 155, n° 4
(Abril

1998) 536-92.

[←266]

Freud, El malestar en la cultura,, p. 34.

[←267]
Lewis, The Letters of C. S. Lewis to
Arthur Greeves, p. 49.

[←268]

Freud, Compendio del psicoanálisis, p.


121.

[←269]

Freud, Autobiografía, p. 4ls.

[←270]

Freud, Psicología de las masas, p. 29s.

[←271]
Freud-Jung, Correspondencia, p. 63.

[←272]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


1, p. 361.

[←273]

Freud, Compendio del psicoanálisis, p.


122.

[←274]

Ibid., p. 122.

[←275]

Ibid., p. 123.
[←276]

Freud, Cartas a Wilhelm Fliess, p. 293.

[←277]

Freud, Compendio del psicoanálisis, p.


117s.

[←278]

Freud, La cuestión del análisis profano, p.


284.

[←279]

Freud-Jones, Correspondencia completa,


p. 81.
[←280]

Freud, El malestar en la cultura., p. 49.

[←281]

Freud, La ilustración sexual del niño, p.


14.

[←282]

Freud, Dos artículos de enciclopedia, en


S. Freud, Obras completas, t. XVIII, p.

247.

[←283]

Freud, Sobre la más generalizada


degradación de la vida amorosa, en S.
Freud,

Obras completas, t. XI, p. 181.

[←284]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


III, p. 180.

[←285]

Nicholi, The Harvard Guide to


Psychiatry, pp. 19-22.

[←286]

Freud, Autobiografía, p. 30.


[←287]

Freud, Puntualizaciones sobre el amor de


transferencia, en Obras completas, t.

XII, p. 173.

[←288]

Lewis, Mero Cristianismo, 1. III, c. 4, p.


104.

[←289]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 113.

[←290]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 116.


[←291]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 1 l4s.

[←292]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 117.

[←293]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 112s.

[←294]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 110.

[←295]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 110.


[←296]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 111.

[←297]

Ibid., 1. III, c. 5, p. 111.

[←298]

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Ibid., p. 104.

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[←495]

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[←496]

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[←497]

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[←498]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


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[←499]

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[←500]

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[←501]

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[←502]

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[←503]
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6, t. 2, p. 49s.

[←504]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


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[←505]

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sobre la guerra y la muerte, p. 128.

[←506]

Ibid., p. 125.

[←507]
Freud, Ibid., p. 116.

[←508]

Freud, Cartas a Wilhelm Fliess, p. 80.

[←509]

Freud, Autobiografía, p. 58.

[←510]

Freud, Cartas de juventud, p. 248.

[←511]

Freud-Andreas-Salomé,
Correspondencia,, p. 52.
[←512]

Freud, Epistolario, p. 383.

[←513]

Freud-Jung, Correspondencia., p. 267s.

[←514]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


II, p. 209.

[←515]

Freud, Epistolario, p. 483.

[←516]
Freud, Cartas a Wilhelm Fliess, p. 193.

[←517]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


III, p. 299.

[←518]

Freud, La interpretación de los sueños, c.


6, t. 2, p. 101.

[←519]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 176.

[←520]

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[←521]

Ibid., p. 213s.

[←522]

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[←523]

Schur, Sigmund Freud, t. 2, p. 491.

[←524]

Freud, Epistolario, p. 431.

[←525]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


III, p. 30.

[←526]

Freud, Epistolario, p. 388s.

[←527]

Schur, Sigmund Freud, t. 2, p. 535.

[←528]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


III, p. 168.

[←529]

Freud, Cartas a Wilhelm Fliess, p. 375.


[←530]

Schur, Sigmund Freud, t. 2, p. 750.

[←531]

Balzac, La piel de zapa, p. 25.

[←532]

Schur, Sigmund Freud, t. 2, p. 771.

[←533]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 128.

[←534]
Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, p.
91.

[←535]

Lewis, Los Milagros, p. 205.

[←536]

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72.

[←537]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis, p. 308.

[←538]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, pp. 436s.

[←539]

Lewis, Cautivado por la alegría, p. 203.

[←540]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis, p. 166.

[←541]

Lewis, The Weight of Glory, p. 31.

[←542]

Lewis, Cartas del diablo a su sobrino, p.


41.
[←543]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis, p. 59.

[←544]

Ibid., p. 137.

[←545]

Lewis, Cautivado por la alegría,, p. 220.

[←546]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis, p. 293.

[←547]

Lewis, Una pena en observación, p. 24.


[←548]

Ibid., p. 20.

[←549]

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[←550]

Lewis, Letters to an American Lady, p.


67s.

[←551]

Ibid., p. 80s.

[←552]
Ibid., p. 111s.

[←553]

Ibid., p. 114.

[←554]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis to


Arthur Greeves, p. 566.

[←555]

Lewis, The Letters of C. S. Lewis, p. 307.

[←556]

Sayer, Jack, p. 407s.


[←557]

Green y Hooper, C. S. Lewis, p. 295.

[←558]

Sayer, Jack, p. 408.

[←559]

Wilson, C. S. Lewis, p. 292.

[←560]

David Cower en Pierre Choderlos de


Laclos, Les Liaisons Dangereuses,
Oxford

University Press, Oxford 1995.


[←561]

Como, C. S. Lewis at the Breakfast Table,


p. 104.

[←562]

Lewis, Letters to an American Lady, p.


80s.

[←563]

Carta de Warren H. Lewis a la Srta. Frank


J. Jones de 7 de diciembre de 1963

(inédita), Marión E. Wade Center,


Wheaton College, Wheaton, Ill., y
Bodleian
Library, Oxford University. Con
autorización.

[←564]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


III, p. 146.

[←565]

Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, t.


III, p. 155.

[←566]

Lewis, Una pena en observación, p. 91.

[←567]
Lewis, Si Dios no escuchase. Cartas a
Malcolm, p. 88.

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Notes

255
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