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Laura,

El hombre es capaz de imaginar hasta el más mínimo


detalle que acontecerá tras su muerte; las lluvias
torrenciales que le sobrevivirán, el ajetreo
inconsciente de la cuidad que hará de su olvido una mala
comedia, los amantes que, sin reparo alguno, obrarán con
el amor que en vida, él, no pudo eternizar. Así, con el
último, moribundo, destello de lucidez que me queda,
descubro la muerte que de mí se apoderó tras nuestra
ruptura. El deceso que siguió, inmediato aunque
inaudible a causa del crujido sordo de mi egocéntrica
furia, a mi error, el de dejarte ir, fue el de la
totalidad de mis fuerzas. Permítaseme explicar. Siempre
fue tu firmeza general (la que obtuviste y sigues
obteniendo a causa de las circunstancias hostiles que
desde tu infancia se han dignado a acompañarte y
fortalecer tu vida) la que dirigía nuestra relación y la
asistía en los momentos críticos de hundimiento que yo
mismo proporcionaba. Tu empeño, heroico, en amar, fue la
fuerza que nos mantuvo a flote durante el tiempo que
estuvimos juntos. Me tomó dos años descubrir que ese
impulso vital que tú me dabas se había adueñado de todas
y cada una de las fuentes que daban inició a los
distintos fragmentos que componen mi vida. Sin tu brazo
tutor, me cuesta caminar y no puedo más que quedarme
atónito frente a un mundo que no logro comprender sin
tus besos clarificadores, porque era tu brazo, tierno
pero firme, y tus ojos, exponentes de un mundo vasto
pero cálido, los que sostenían mi débil cuerpo de niño
cuando, desecho por los fútiles enfados que me entraban,
quería caer en el abismo. Ciego, no pude entender antes
de la caída que aquel abismo, desde donde hoy te
escribo, era tu ausencia. Pero te he perdido y es mi
deber hacerme cargo. Solo quiero que sepas que,
descolorido tras tu partida, el mundo al que debo
enfrentarme no es más ese parque edénico donde alguna
vez nos amamos con la ilusión de dos enamorados con toda
una vida por delante, pues el tiempo futuro, el que me
queda por morir, no es más el tiempo de nuestra unión.
Es, sin tu compañía, un tiempo pálido e infausto. Si
alguna vez te dije “mi vida”, no era, ahora lo sé, una
simple forma de llamarte, sino la confesión última de lo
que habías causado en mí y lo que te pertenecía
legítimamente; te habías convertido en la totalidad de
mis alegrías, posicionado en todos mis sueños, recibido
todos mis amores, acompañado todas mis soledades. Tu
partida, de la que me achaco toda culpa, destruyó todo
lo que tenía y lo que era y me quedaba por ser. En una
soledad de la acción (pues, desde que te fuiste, ya las
manzanas no saben tan dulce ni los rayos del sol
iluminan con el mismo vigor con que lo hacían en
nuestros encuentros), de mis labios solo puede salir un
perdón franco y una última e injusta petición: regálame
tu adiós, que salga de tus labios rotos ese postrero
veredicto y que entonces pueda yo renacer. Que tu adiós,
que abrazo con las lágrimas sinceras del derrotado, sea
el último regalo, el último y definitivo acto de amor.

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