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LA ANTROPOLOGÍA
Y EL MUNDO MODERNO
Michel-Rolph Trouillot
Traducción y presentación:
Cristóbal Gnecco
L
a antropología es lo que hacen los antropólogos;1 es decir, las
fronteras y las características distintivas de la disciplina cambian
con el tiempo. Los cambios en el mundo y en la academia, las
respuestas de los antropólogos a esos cambios y sus iniciativas indivi-
duales y colectivas contribuyen al dinamismo de la disciplina.
Desde la década de 1980 un gran cambio en antropología sociocultural
ha sido un énfasis creciente en los flujos globales de poblaciones, ideas,
bienes y recursos y en las transformaciones que provocan esos movi-
mientos masivos en las poblaciones involucradas. A medida que la palabra
“globalización” se vuelve parte de nuestro vocabulario los antropólogos
socioculturales luchan por entender las transformaciones en marcha que
evocan su uso y sus implicaciones en nuestras teorías y metodologías.
Este libro es un intento por enfrentar esos retos; sin embargo, su punto
de partida precede a la mayoría de los estudios de la globalización por
cinco siglos. Una de las varias razones que justifican esa profundidad
temporal debe ser dicha desde el principio: este libro pretende reevaluar,
críticamente, los retos que tipifican nuestro tiempo a la luz de la historia
—tanto la historia de la antropología como la historia de Occidente. Su
premisa central es que estas dos historias han estado interrelacionadas
desde el principio, que la geografía de la imaginación inherente a la
creación de Occidente hace cinco siglos es una condición de posibilidad
de la antropología. Uno de sus propósitos es desentrañar algunos de los
principales nudos de esta interconexión. Esta tarea implica tomar distancia
de las historias dominantes sobre Occidente y la antropología. Las
narrativas históricas producen, necesariamente, silencios significativos
(Trouillot 1995). ¿Cuáles son los mayores silencios en la historia que
Occidente cuenta sobre sí mismo? ¿Cuáles son los silencios relacionados
que la antropología, como disciplina, produce sobre su propia historia?
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poder creciente de los Estados del Atlántico Norte. Así como Occidente
fue global desde el inicio el capitalismo, como un sistema económico
postulado en una expansión espacial continua, también fue global desde
el principio (véanse los Capítulos 2 y 3). También lo fue el sistema del
Estado moderno puesto que la existencia de cualquier Estado descansó
en el reconocimiento de ese sistema como un todo. La administración
y la imaginación siempre han estado conectadas, global y localmente,
como un fenómeno interrelacionado, pero distinguible, que une espacio y
tiempo, política y economía, producción y consumo. En la medida en que
la imaginación renacentista implicó una jerarquía universal el control y el
orden también fueron postulados en esta empresa (Capítulo 1). También
lo fueron la colonización, las ganancias del comercio y la extracción de
trabajo forzado en las colonias para el mejoramiento del libre comercio en
los Estados del Atlántico Norte. En suma, la geografía de la imaginación
siempre fue sostenida en el terreno, tanto en casa como en el extranjero,
por la elaboración e implementación de procedimientos e instituciones de
control y por una geografía global de administración que esta imaginación
ayudó a consolidar y reproducir. No debe sorprendernos que los mapas
generados por estas dos geografías no coincidan totalmente; de hecho, en
la interacción de estas geografías podemos identificar los procesos más
relevantes para la producción conjunta de semejanzas y diferencias que
caracteriza la expansión dual del Atlántico Norte y del capitalismo mundial.
Los más agudos críticos de la antropología —internos y externos—
sostienen que la disciplina ha privilegiado una de estas geografías a costa
de la otra. Si Occidente es una pretensión de legitimidad universal es
justo decir, como defensa parcial de la antropología, que ninguna otra
disciplina ha sostenido un cuestionamiento explícito de esa pretensión.
Gracias, en parte, a la antropología muchos seres humanos, dentro y fuera
del Atlántico Norte, ahora aceptan la propuesta de que no hay una sola
manera para que las sociedades hagan lo correcto, de que los propósitos y
los valores, las verdades y las prácticas que se consideran evidentes y, por
lo tanto, universales en un lugar no son, necesariamente, aceptadas así en
otro. Al documentar este registro humano la antropología ha relativizado
el Atlántico Norte y revelado algunas de las brechas y conexiones entre
sus dos geografías. Los antropólogos han tenido el tiempo libre para
mirar en ambas direcciones —y, usualmente, se han aprovechado de esta
dualidad— debido a la localización de su disciplina en las fronteras de la
brecha institucionalizada entre las humanidades y las ciencias sociales.
Ahora necesitamos sistematizar los beneficios de esa localización,
doblemente ambigua, en la frontera entre las humanidades y las ciencias
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cuando los vemos como un grupo de relaciones y procesos más que como
esencias ahistóricas.
En cierta forma este libro es un examen de esas palabras clave y sus
silencios en tanto se relacionan con la historia, la teoría y la práctica de
la antropología: Occidente (Capítulo 1); la modernidad (Capítulo 2); la
globalización (Capítulo 3); el Estado (Capítulo 4); la cultura (Capítulo 5);
el campo, la etnografía y la antropología misma (Capítulo 6). Sin embargo,
este examen no agota el proyecto. Primero, requiere un compromiso serio
con la historia del Atlántico Norte, sin la cual es imposible una lectura
juiciosa de sus ficciones. Segundo, y más importante, este ejercicio en
reflexividad disciplinaria es importante debido a las preguntas de largo
alcance que hace sobre la inserción de la disciplina en un mundo más
amplio. En última instancia la antropología sólo importará a las pobla-
ciones que estudiamos y a la mayoría de nuestros lectores si evoca un
propósito fuera de ella misma. Este propósito no tiene que ser encontrado
en las aplicaciones inmediatas de nuestra investigación pero no implica
que no sea un tema de debate fundamental en la disciplina. ¿Para quién
debe —y debería— tener sentido la antropología? Este libro es una
invitación a ese debate.
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CAPÍTULO 1
L
a antropología descubrió la globalización antes de que el término se
pusiera de moda. Hacia el final de la década de 1970 los cambios
en el dinamismo, el volumen, la velocidad y la dirección de los
flujos globales afectaron, seriamente, la práctica antropológica debido
a su impacto en la posibilidad y relevancia del trabajo de campo. ¿Qué
significado tenía hacer trabajo de campo en la India cuando había tantos
hindúes en New Jersey? ¿Todavía se podía pretender que los pueblos
no Occidentales estaban intocados por el poder del Atlántico Norte y
que, verdaderamente, constituían aislamientos culturales? Entonces, a
mediados de la década de 1980, cuando el postmodernismo anunció,
cada vez con voz más alta, la muerte de las grandes narrativas asociadas
con la modernidad Occidental varios antropólogos trataron de revaluar la
etnografía —tanto el trabajo de campo como la escritura— en relación con
las pretensiones, cada vez más sospechosas, inherentes a esas narrativas;
no sólo continuaron la crítica del progreso iniciada por antropólogos
anteriores sino que se involucraron con una crítica de la representación
que abordó, directamente, principios fundamentales de la práctica
antropológica. La nueva oleada de desafíos planteada por los cambios
acontecidos dentro y fuera de la academia requirió una arqueología de la
disciplina y un examen cuidadoso de sus premisas implícitas.
Desde 1982 hasta comienzos de la década de 1990 uno de los intentos
más poderosos de ese reexamen en los Estados Unidos es lo que llamo, en
síntesis, la crítica postmodernista de la antropología. El rótulo es un atajo
conveniente: incluye académicos que nunca se vieron como parte de un
solo movimiento. De hecho, el postmodernismo nunca fue una escuela en
antropología. Más aún, la melancolía postmodernista de la década de 1980
ha sido superada en la antropología, como en otras partes, por la euforia,
la rabia o la confusión impulsadas por el surgimiento de las narrativas
de la globalización —un cambio que debemos incorporar en nuestra
evaluación de la globalización, a pesar de que sea temporal (Capítulo 3).
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Retos y oportunidades
Las disciplinas académicas no crean sus campos de significación; sólo
legitiman organizaciones de significado particulares. Filtran y jerarquizan
—y, en ese sentido, verdaderamente disciplinan— argumentos impug-
nados y temas que, usualmente, las preceden. Al hacerlo continuamente
expanden, restringen o modifican, de diversas formas, su arsenal distintivo
de tropos, el tipo de enunciados que considera aceptable. Pero las poéticas
y las políticas de los “nichos” donde operan las disciplinas no dictan la
relevancia enunciativa de estos lugares. No existe una correlación directa
entre las “políticas electorales” de una disciplina y su relevancia política.
Por “políticas electorales” entiendo el conjunto institucionalizado de
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demostrar es, exactamente, que el debate nunca fue tan saludable como
nos llevaron a creer.
6 Véanse Graff (1977), Jameson (1984), Arac (1986a, 1986b), Lyotard
(1986), Ross (1988b) y Harvey (1989) sobre definiciones contradictorias
del postmodernismo. No estoy calificado para resolver este debate. Pero
si el postmodernismo sólo significa un estilo, un conjunto de herra-
mientas expositivas, caracterizado (o no) por una “doble codificación”
(Jencks 1986), entonces no importa mucho a los antropólogos —en
tanto noten que esa doble codificación ha sido parte del arsenal cultural
de muchas poblaciones no Occidentales por siglos. Véanse Lyotard
(1979, 1986), Eagleton (1987) y Harvey (1989) sobre las conexiones
entre postmodernismo y metanarrativas.
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Historicidad milenaria
Los seres humanos participan de la historia como actores y narradores; sin
embargo, las fronteras entre estos dos lados de la historicidad, necesarias
como herramientas heurísticas, son históricas y, por lo tanto, fluidas y
cambiantes. La interfaz entre lo que sucedió y lo que se dice que sucedió
es materia de lucha, un campo impugnado donde se despliega el poder
desigual (Trouillot 1995). Hasta aquí he insistido que Occidente es una
proyección histórica, una proyección en la historia; pero, también, es una
proyección de la historia, la imposición de una interfaz particular entre
lo que sucedió y lo que se dice que sucedió.
La geografía de la imaginación inherente a Occidente desde el siglo
xvi, como ancla de una pretensión de legitimidad universal, impone un
marco dentro del cual puede leerse la historia mundial. Descontando
las variaciones temáticas y las escogencias políticas, desde Las Casas a
Condorcet, a Kant, Hegel, Marx, Weber y más allá, este marco siempre
ha asumido la centralidad del Atlántico Norte, no sólo como el sitio desde
donde se hace la historia mundial sino, también, como el sitio donde esa
historia puede ser contada. Eric Wolf (1982) argumentó que las disciplinas
humanas han tratado al mundo situado fuera de Europa como compuesto
por pueblos sin historia; yo agregaría que también fueron tratados como
pueblos sin historicidad. Su capacidad de narrar la parte anecdótica del
relato mundial siempre fue subsumida bajo la historicidad Noratlántica
que se consideró universal.
La continuidad lineal que proyecta el universalismo Occidental —el
sentido de un telos, cuando no todas las variaciones teleológicas que
puntúan la literatura desde Condorcet hasta Engels— reflejó y reforzó
las persuasiones implícitas y explícitas de un público creciente, dentro y
fuera del Atlántico Norte. Durante los dos últimos siglos se volvió obvio
para segmentos más grandes de poblaciones diversas que la historia
iba hacia algún lugar. Con la certeza de un telos —o, por lo menos, de
un “sentido” universal de la historia— llegó un giro particular en la
periodización: fragmentos de cronología pudieron ser leídos hacia atrás
o en su contemporaneidad como momentos temporales de regresión o,
más frecuentemente, como indicaciones de progreso. No sólo la historia
mundial estaba yendo a alguna parte; también era posible decir qué tan
lejos había llegado y estimar qué tanto más lejos tendría que ir.
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El salvaje y el inocente
En 1492 Cristóbal Colón tropezó con el Caribe. El error del almirante
sería presentado, más tarde, como “el descubrimiento de América,” un
rótulo sólo impugnado el siglo pasado durante la celebración del quinto
centenario. En verdad, hubo que esperar al avistamiento del Pacífico
por Núñez de Balboa en 1513 para verificar la existencia de una masa
continental y a la insistencia de Amerigo Vespucci en un mundus novus
para que la Cristiandad reconociera este “descubrimiento.” Entonces tomó
otros cincuenta años para darse cuenta de su significación simbólica. Sin
embargo, 1492 fue, de cierta forma, un descubrimiento incluso entonces,
el primer paso material en un proceso de invención continuamente reno-
vado (Ainsa 1988). Abandonando un lago por otro, Europa confirmó la
fisura sociopolítica que estaba empujando al Mediterráneo, lentamente,
hacia las orillas del sur y del norte. Al hacerlo se creó a sí misma pero,
también, descubrió América, su alter ego todavía sin pulir, su Otro Lugar,
su Otro. La Conquista de América sigue siendo el modelo europeo para
la constitución del Otro (Todorov 1982; véase Ainsa 1988).
Desde el principio el modelo tuvo las dos caras de Jano. En 1516 se
publicaron dos precursores de la antropología: la edición de Alcalá de
las Decades de Pietro Martire d’Anghiera (un reporte paraetnográfico de
las Antillas y, en muchos sentidos, una de las primeras introducciones
europeas al “estado de naturaleza” en otra parte) y una de las ediciones
más populares de los relatos de viaje epistolares de Amerigo Vespucci. Ese
mismo año Thomas More publicó su reporte ficticio de un “estado ideal”
en la isla Utopía, el ningún lugar prototípico de la imaginación europea.
La coincidencia cronológica de estas publicaciones, acaso fortuita,
simboliza una correspondencia temática ahora desdibujada por la espe-
cialización intelectual y por el abuso de las categorías. Ahora podemos
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decir que distinguimos, claramente, entre los reportes de los viajeros, los
reconocimientos coloniales, los reportes etnográficos y las Utopías ficticias.
Esa catalogación es útil, pero sólo hasta cierto punto. A principios del siglo
xvi las descripciones europeas en modo realista de un supuesto estado de
naturaleza llenaron los escritos de los oficiales coloniales encargados de
la administración inmediata del Otro. El modo realista también impregna
los relatos de los viajeros de los siglos xvi y xvii antes de establecerse en
el espacio privilegiado del discurso culto de los filósofos del siglo xviii
y de los antropólogos de escritorio del siglo xix. Aún entonces la línea
entre estos géneros no siempre fue clara (Thornton 1983; Weil 1984). Ese
modo también está en la ficción —tanto que algunos críticos del siglo xx
distinguen entre Utopías y “viajes extraordinarios,” o viajes a las tierras de
ningún lugar, y los escenarios geográficos más “realistas.” Por otro lado,
en la ficción aumentaron las fantasías sobre un estado ideal, que llegaron
al teatro, las canciones y los tratados filosóficos.
A pesar de las clasificaciones la conexión entre un estado de naturaleza
y un estado ideal está, en gran medida, en la construcción simbólica de
los materiales. La transformación simbólica a través de la cual la Cris-
tiandad se convirtió en Occidente estructura un grupo de relaciones que
necesitó tanto la Utopía como el Salvaje. Lo que ocurre con los nichos
que se crearon de esta manera —y dentro de los géneros literarios que
condicionan su existencia histórica— no deja de tener consecuencias.
Pero el análisis de estos géneros no puede explicar los nichos ni sus tropos
internos. La “utopía” ha sido la forma más estudiada de este conjunto; sin
embargo, todavía no hay un consenso final sobre qué trabajos se pueden
incluir en el categoría (Atkinson 1920, 1922; Andrews 1937; Trousson
1975; Manuel y Manuel 1979; Eliav-Feldon 1982; Kamenka 1987). Más
aún, cuando el consenso se alcanza es, generalmente, efímero. Incluso si
pudieramos postular un continuum de la etnografía realista a las Utopías
ficticias las obras salen y entran de estas categorías y éstas usualmente se
sobreponen en terrenos textuales y no textuales. Finalmente, la textualidad
es rara vez el criterio final de inclusión o exclusión. Desde la controversia
de 200 años de duración sobre Voyage et aventures de François Leguat
(un best seller de 1708 que algunos consideran un reporte verdadero y
otros un trabajo de ficción) a la vergüenza que causó Castaneda7 a la
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13 Algunos autores han hecho esta observación; otros han reunido la infor-
mación necesaria para hacerlo sin llegar, siempre, a la misma conclusión
a partir de sus yuxtaposiciones. He leído por encima de los hombros de
tantos de ellos que me resulta difícil dar los créditos de este capítulo y el
próximo en el cuerpo principal del texto; sin embargo, véanse Atkinson
(1920, 1922, 1924), Baudet (1965 [1959]), Chinard (1934), De Certeau
(1975), Droixhe y Gossiaux (1985), Duchet (1971), Gonnard (1946),
Rupp-Eisenreich (1984), Todorov (1982) y Trousson (1975).
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sobre el cual edifica su legitimidad. Debo notar, sin embargo, que sólo
en los siglos xviii y xix los románticos y los racistas abandonaron la
versión de los griegos antiguos sobre sus orígenes culturales, negando
la contribución de los africanos y de los semitas a la “civilización.”
Entonces los estudios clásicos inventaron un nuevo pasado para los
griegos con un modelo ario (Bernal 1987).
18 Ni siquiera Plinio El Viejo —usualmente el ejemplo más flagrante de
etnocentrismo de la antigüedad romana— operó con una dicotomía
espacial que opusiera el Aquí y el Otro Lugar. Las relaciones fantasiosas
de “extrañeza” de Plinio algunas veces mencionan gente “entre nosotros”
y, en un caso por lo menos, “no lejos de la ciudad de Roma” (Plinio El
Viejo VII:517). Para Plinio no había duda de que incluso sus monstruos
eran, de alguna manera, parte de la humanidad. De igual manera, la
organización del espacio de Marco Polo no estaba basada en una dico-
tomía Occidental/no Occidental, a pesar de la tradición inventada que
lo considera el primer viajero “Occidental.” Para Polo (1958) el Otro
Lugar podía estar en cualquier parte, dentro o alrededor del mundo
fragmentado de la Cristiandad; más aún, la familia Polo no tenía un
mandato cristiano, menos uno Occidental. Medio siglo después el mundo
islámico todavía era la única construcción espacial con pretensiones
prácticas de estándares universales y fronteras claramente definidas (Ibn
Battuta 1983); su “Occidente” no era Europa sino el Magreb—aunque
el Islam todavía dominara partes de lo que, más tarde, sería Europa.
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Tácticas y estrategias
Para que este retrato no caracterice al antropólogo postmodernista como
epítome de la autoindulgencia (como sugieren muchos críticos) déjenme
decir que los rótulos narcisistas no caracterizan a los antropólogos postmo-
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28 De hecho, dudo que haya crisis en la antropología; más bien, hay crisis
en el mundo que asume la antropología.
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33 La canción We are the world (Somos el mundo) fue escrita por los
cantantes Michael Jackson y Lionel Ritchie para recolectar dinero para
la campaña “USA for Africa.” La canción fue grabada en los American
Music Awards el 28 de enero de 1985 para asegurar que participaran
más de 35 de los músicos más populares del momento. La canción y el
album del mismo nombre ganaron el premio Grammy por mejor canción
del año y mejor disco del año.
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