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TRANSFORMACIONES GLOBALES

LA ANTROPOLOGÍA
Y EL MUNDO MODERNO

Michel-Rolph Trouillot
Traducción y presentación:
Cristóbal Gnecco

Universidad del Cauca


CESO-Universidad de los Andes
CONTENIDO
Antropología en entredicho: propuestas desde el fondo
de la subalternidad..............................................................................9
Agradecimientos....................................................................................31
Introducción...........................................................................................35
Capítulo 1. La antropología y el nicho del salvaje: poética
y política de la alteridad...................................................................43
Capítulo 2. Ficciones del Atlántico Norte: transformaciones
globales, 1492-1945...............................................................79
Capítulo 3. Una globalidad fragmentada............................................103
Capítulo 4. Antropología del Estado en la época de la
globalización: encuentros cercanos del tipo engañoso..................149
Capítulo 5. Adieu, cultura: surge un nuevo deber . ............................175
Capítulo 6. Tener sentido: los campos en los cuales
trabajamos............................................................................ 211
Referencias..........................................................................................247
Índice...................................................................................................275
INTRODUCCIÓN

L
a antropología es lo que hacen los antropólogos;1 es decir, las
fronteras y las características distintivas de la disciplina cambian
con el tiempo. Los cambios en el mundo y en la academia, las
respuestas de los antropólogos a esos cambios y sus iniciativas indivi-
duales y colectivas contribuyen al dinamismo de la disciplina.
Desde la década de 1980 un gran cambio en antropología sociocultural
ha sido un énfasis creciente en los flujos globales de poblaciones, ideas,
bienes y recursos y en las transformaciones que provocan esos movi-
mientos masivos en las poblaciones involucradas. A medida que la palabra
“globalización” se vuelve parte de nuestro vocabulario los antropólogos
socioculturales luchan por entender las transformaciones en marcha que
evocan su uso y sus implicaciones en nuestras teorías y metodologías.
Este libro es un intento por enfrentar esos retos; sin embargo, su punto
de partida precede a la mayoría de los estudios de la globalización por
cinco siglos. Una de las varias razones que justifican esa profundidad
temporal debe ser dicha desde el principio: este libro pretende reevaluar,
críticamente, los retos que tipifican nuestro tiempo a la luz de la historia
—tanto la historia de la antropología como la historia de Occidente. Su
premisa central es que estas dos historias han estado interrelacionadas
desde el principio, que la geografía de la imaginación inherente a la
creación de Occidente hace cinco siglos es una condición de posibilidad
de la antropología. Uno de sus propósitos es desentrañar algunos de los
principales nudos de esta interconexión. Esta tarea implica tomar distancia
de las historias dominantes sobre Occidente y la antropología. Las
narrativas históricas producen, necesariamente, silencios significativos
(Trouillot 1995). ¿Cuáles son los mayores silencios en la historia que
Occidente cuenta sobre sí mismo? ¿Cuáles son los silencios relacionados
que la antropología, como disciplina, produce sobre su propia historia?

Geografías del Atlántico Norte


Al crear “Occidente” el Renacimiento europeo dio forma a una geografía
global de la imaginación. Esa geografía requirió un “nicho del Salvaje,”

1 En este libro, excepto que indique lo contrario, usaré antropología como


forma abreviada de antropología sociocultural.
Michel-Rolph Trouillot

un espacio para el inherentemente Otro. El escritor de Martinica Edouard


Glissant (1989:2) escribió: “Occidente no está en el occidente. Es un
proyecto, no un lugar.” De hecho, el lugar que más frecuentemente
llamamos Occidente puede ser mejor llamado Atlántico Norte —no sólo
por un asunto de precisión geográfica sino, también, porque su uso nos
permite enfatizar que “Occidente” es, siempre, una ficción, un ejercicio
de legitimación global. Algunas veces ese ejercicio toma la forma de
un proyecto explícito en manos de líderes intelectuales, económicos o
políticos. Sin embargo, muchas de las personas que se consideran Occi-
dentales, aspiran a serlo o critican esa aspiración experimentan Occidente
como una proyección: la proyección del Atlántico Norte como el único
sitio legítimo de lo universal, la categoría predeterminada, lo indiferen-
ciado —digamos— de todas las posibilidades humanas.
Así, Occidente nunca ha tenido un contenido fijo ni es un sitio inva-
riable: su centro se mueve de Roma a Lisboa, de Viena a Londres, de
Washington a Ginebra, de Venecia a Granada, dependiendo de las preten-
siones que hayan sido formuladas. Puede absorber partes del oriente de
Europa o de América Latina y, más recientemente, de Japón —no porque
estas áreas tengan algo en común sino dependiendo quién más está siendo
excluido. Como todas las categorías predeterminadas Occidente, como
un universal indiferenciado, opera sólo en oposición a las poblaciones
que diferencia.
La antropología emergió en el siglo xix como una disciplina separada
especializada en los ocupantes del nicho del Salvaje. A pesar de la nobleza
de sus valores políticos o de la precisión de sus teorías los antropólogos
han heredado las limitaciones estructurales del nicho que comparten con
el Salvaje; en otras palabras, la antropología, como práctica, es parte de la
misma geografía de la imaginación que busca entender. La antropología
como disciplina emerge de la proyección de Occidente, de la brecha entre
el Aquí y el Otro Lugar, de manera distinta a cualquier otra disciplina.
Por eso no es sorprendente que haya sido acusada de ser una herramienta
inherente al poder del Atlántico Norte como ninguna otra disciplina, de ser
hija del colonialismo y el imperialismo. Estos cargos son merecidos sólo
en cuanto muchos antropólogos han ignorado la dualidad de Occidente
y, por lo tanto, las desigualdades globales que hacen posible su trabajo.
De hecho, algunas veces los antropólogos olvidan que la proyección de
Occidente no implica una sino dos geografías relacionadas.
Desde el principio la geografía de la imaginación anduvo mano a
mano con la geografía de la administración que hizo posible —y que
fue, a su vez, alimentada por— el desarrollo del capitalismo mundial y el

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Transformaciones globales

poder creciente de los Estados del Atlántico Norte. Así como Occidente
fue global desde el inicio el capitalismo, como un sistema económico
postulado en una expansión espacial continua, también fue global desde
el principio (véanse los Capítulos 2 y 3). También lo fue el sistema del
Estado moderno puesto que la existencia de cualquier Estado descansó
en el reconocimiento de ese sistema como un todo. La administración
y la imaginación siempre han estado conectadas, global y localmente,
como un fenómeno interrelacionado, pero distinguible, que une espacio y
tiempo, política y economía, producción y consumo. En la medida en que
la imaginación renacentista implicó una jerarquía universal el control y el
orden también fueron postulados en esta empresa (Capítulo 1). También
lo fueron la colonización, las ganancias del comercio y la extracción de
trabajo forzado en las colonias para el mejoramiento del libre comercio en
los Estados del Atlántico Norte. En suma, la geografía de la imaginación
siempre fue sostenida en el terreno, tanto en casa como en el extranjero,
por la elaboración e implementación de procedimientos e instituciones de
control y por una geografía global de administración que esta imaginación
ayudó a consolidar y reproducir. No debe sorprendernos que los mapas
generados por estas dos geografías no coincidan totalmente; de hecho, en
la interacción de estas geografías podemos identificar los procesos más
relevantes para la producción conjunta de semejanzas y diferencias que
caracteriza la expansión dual del Atlántico Norte y del capitalismo mundial.
Los más agudos críticos de la antropología —internos y externos—
sostienen que la disciplina ha privilegiado una de estas geografías a costa
de la otra. Si Occidente es una pretensión de legitimidad universal es
justo decir, como defensa parcial de la antropología, que ninguna otra
disciplina ha sostenido un cuestionamiento explícito de esa pretensión.
Gracias, en parte, a la antropología muchos seres humanos, dentro y fuera
del Atlántico Norte, ahora aceptan la propuesta de que no hay una sola
manera para que las sociedades hagan lo correcto, de que los propósitos y
los valores, las verdades y las prácticas que se consideran evidentes y, por
lo tanto, universales en un lugar no son, necesariamente, aceptadas así en
otro. Al documentar este registro humano la antropología ha relativizado
el Atlántico Norte y revelado algunas de las brechas y conexiones entre
sus dos geografías. Los antropólogos han tenido el tiempo libre para
mirar en ambas direcciones —y, usualmente, se han aprovechado de esta
dualidad— debido a la localización de su disciplina en las fronteras de la
brecha institucionalizada entre las humanidades y las ciencias sociales.
Ahora necesitamos sistematizar los beneficios de esa localización,
doblemente ambigua, en la frontera entre las humanidades y las ciencias

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Michel-Rolph Trouillot

sociales y entre el Aquí y el Otro Lugar. Si el mundo moderno implica


dos geografías en vez de una no tiene sentido aislar una de ellas, arti-
ficialmente, como objeto predilecto de estudio. Si, como sostienen los
críticos de la antropología, se necesita la unión de estas dos geografías
para hacer nuestra práctica necesaria y posible entonces es posible y
necesario que convirtamos estas geografías en herramientas heurísticas.
Podemos decir, mejor que nadie, cómo la geografía de la imaginación
y la geografía de la administración se entrelazan, constantemente, para
construir la administración de la imaginación.
Esto significa que no podemos abandonar, completamente, la historia
a los historiadores, la sociología a los sociólogos y la economía a los
economistas. Estas disciplinas no sólo tienen sus propios sesgos institu-
cionales —como tiene la nuestra— sino que los materiales con los cuales
tratan producen impactos inmediatos en la geografía de la imaginación
de la cual decimos ser expertos. El análisis de la retórica, los clichés, los
cambios en la sensibilidad y las autopercepciones de individuos y comu-
nidades que acompañan nuestra era global actual requiere una evaluación
preliminar de los cambios extraordinarios que el capital financiero ha
impuesto a la mayor parte de la humanidad desde la década de 1980.
El actual análisis simbólico de la globalización no puede, de ninguna
manera, evitar el análisis del ascenso de los financistas. Para reconocer
esos lazos no podemos analizar los símbolos como simples productos
de la vida material; al contrario, necesitamos analizar la geografía de la
imaginación y la geografía de la administración como dominios distintos,
pero necesarios, de nuestra empresa intelectual.

Antropología para un mundo cambiante


El leitmotiv de este libro es la historia de las relaciones cambiantes entre
estas dos geografías y lo que esa historia nos enseña sobre nuestra propia
época. Los flujos planetarios de poblaciones, cultivos y animales, bienes,
ideas, motivos, recursos, técnicas, religiones, idiomas e ideologías datan
de la primera oleada de colonización y de la conquista de América en el
siglo xvi. Sólo llamando la atención sobre estos cinco siglos de transfor-
maciones globales podemos distinguir entre ellos y las tendencias que
caracterizan nuestra época. Entre más insistamos en la relevancia de los
flujos globales previos es más probable que identifiquemos cambios en
la naturaleza, la magnitud, la velocidad y las direcciones de estos flujos
hoy en día sin suponer una teleología moral.
No es fácil establecer distancia crítica de una moral teleológica,
especialmente porque la globalización actual sostiene dos ilusiones

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Transformaciones globales

ideológicas básicas pero opuestas: euforia y nostalgia. Los observadores


que conocen poco de la historia del mundo antes del siglo xix —o que
prefieren olvidarla— tienden a ser más eufóricos sobre las promesas de
la globalización. Los observadores que tienden a reducir las posibilidades
de un mundo mejor a las promesas evocadas en el siglo xix tienden a ser
más nostálgicos de un pasado que no vivieron. Otros vacilan entre estos
dos polos.
El esfuerzo por distinguir nuestra época de eras anteriores requiere,
entonces, que demos cuenta de la dificultad de establecer un punto de
vista que incorpore nuestra propia temporalidad; también requiere que
tomemos una distancia moral crítica de los términos bajo los cuales el siglo
xix nos enseñó a ver la historia mundial y a enmarcar nuestro presente
(véanse los Capítulos 3, 4 y 5). La dependencia de los términos del siglo
xix sólo incrementa la dificultad de asegurar un punto de vista confiable
desde donde mirar las actuales transformaciones globales.
Esa dificultad no es sólo temporal; también es espacial porque tiene
que ver con la porosidad y maleabilidad de las fronteras. Las dos geogra-
fías que acompañaron la creación de Occidente propusieron un mundo
de unidades fijas y entidades identificables, más tarde reforzado por las
prácticas intelectuales y políticas de la Ilustración y del siglo xix. Una
vez que la circunnavegación definió los límites materiales del planeta fue
fácil reivindicar fronteras inmutables que eran tan sociales e ideológicas
como geográficas. Los límites del Oriente se suponían conocidos; también
lo fueron los Siete Mares o las Indias Occidentales. El hecho de que los
límites de Francia o Navarra, de Prusia e Italia fueron impugnados y rede-
finidos con sangre, constantemente, hizo poco para cambiar la proposición
fundamental de que los europeos sabían cómo dividir el resto del mundo.
El siglo xix solidificó, aún más, las fronteras de las unidades —tanto
aquellas que se referían, supuestamente, a entidades exteriores (como las
razas o los Estados nacionales) como las que, supuestamente, estaban a
medio camino entre la observación y el análisis (como las sociedades,
las economías, las culturas o la política). La solidificación intensa y
conjunta de fronteras políticas e intelectuales en Europa durante el siglo
xix debería recordarnos que las ciencias de la humanidad, como las
conocemos ahora, son producto del mismo mundo que tratan de explicar,
particularmente las ciencias sociales, solidificadas como disciplinas en
departamentos que otorgaron títulos durante un siglo, el xix, marcado
por el fervor nacionalista en el Atlántico Norte y la dominación colonial
casi en cualquier otra parte.

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Michel-Rolph Trouillot

Si fuéramos a buscar un solo sentimiento colectivo que identificara


nuestra época sería la sensación de que los muchos tipos de fronteras
inicialmente propuestos por el Renacimiento, reforzados por la Ilus-
tración e institucionalizados en el siglo xix son cada vez más difíciles
de reconciliar con la realidad que percibimos. Estas unidades nunca
responden, perfectamente, a las experiencias cotidianas de millones de
seres humanos; sin embargo, como tropos fueron convenientes y suficien-
temente poderosos para sostener una ilusión de fronteras fijas que no sólo
fue compartida por los científicos sociales. La visibilidad, velocidad y
magnitud de los actuales flujos globales hace difícil mantener esta ilusión
de fijeza. La antropología debe adaptarse a un mundo donde ninguno
de nosotros puede refugiarse en la ilusión de que hemos encontrado al
Salvaje incontaminado, el portador de esa cultura prístina supuestamente
intocada por su alter ego Occidental.
Este libro es una contribución a esta muy necesitada adaptación y
revitalización de la antropología. Espero que ayudará a afilar nuestra
distancia crítica de la geografía de la imaginación que buscamos entender.
Enterradas en la crítica de la antropología como hija del colonialismo
existen propuestas positivas para una mejor evaluación de las narrativas de
Occidente y su alcance global. Los antropólogos han sido muy productivos
en mostrar cómo pueden ser falseadas estas narrativas en lugares y tiempos
específicos. Como maestros de lo particular hemos puesto al descubierto
miles de pequeños silencios y discrepancias en la proyección del Atlántico
Norte. Este libro es un intento por proseguir esta crítica antropológica
de las ficciones del Atlántico Norte. Sin embargo, es deliberadamente
reflexivo: esa crítica no puede dejar de lado a la antropología.
Conceptualmente, la crítica de la antropología que propongo esta-
blece dos blancos preferidos, empirismo y esencialismo, que han estado
cercanamente unidos en nuestra práctica hasta ahora. En la Pobreza de
la filosofía Karl Marx se burló de los filósofos que buscaban la frutedad
de la fruta, anticipando la crítica de Ludwig Wittgenstein a la búsqueda
inútil de la esencia común que hace que todos los juegos sean símbolos
de lo mismo. En muchos sentidos las ciencias sociales han perseguido,
en grados diferentes, la búsqueda de contenido cuando no han buscado
esencias directamente. Un tema recurrente de este libro es la futilidad
de esa búsqueda: no hay estatalidad de los Estados, no hay esencia de la
cultura, ni siquiera un contenido fijo de culturas específicas, por no hablar
de un contenido fijo de Occidente. Obtenemos un conocimiento más
grande de la nación, el Estado, la tribu, la modernidad o la globalización

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Transformaciones globales

cuando los vemos como un grupo de relaciones y procesos más que como
esencias ahistóricas.
En cierta forma este libro es un examen de esas palabras clave y sus
silencios en tanto se relacionan con la historia, la teoría y la práctica de
la antropología: Occidente (Capítulo 1); la modernidad (Capítulo 2); la
globalización (Capítulo 3); el Estado (Capítulo 4); la cultura (Capítulo 5);
el campo, la etnografía y la antropología misma (Capítulo 6). Sin embargo,
este examen no agota el proyecto. Primero, requiere un compromiso serio
con la historia del Atlántico Norte, sin la cual es imposible una lectura
juiciosa de sus ficciones. Segundo, y más importante, este ejercicio en
reflexividad disciplinaria es importante debido a las preguntas de largo
alcance que hace sobre la inserción de la disciplina en un mundo más
amplio. En última instancia la antropología sólo importará a las pobla-
ciones que estudiamos y a la mayoría de nuestros lectores si evoca un
propósito fuera de ella misma. Este propósito no tiene que ser encontrado
en las aplicaciones inmediatas de nuestra investigación pero no implica
que no sea un tema de debate fundamental en la disciplina. ¿Para quién
debe —y debería— tener sentido la antropología? Este libro es una
invitación a ese debate.

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CAPÍTULO 1

LA ANTROPOLOGÍA Y EL NICHO DEL


SALVAJE: POÉTICA Y POLÍTICA
DE LA ALTERIDAD

L
a antropología descubrió la globalización antes de que el término se
pusiera de moda. Hacia el final de la década de 1970 los cambios
en el dinamismo, el volumen, la velocidad y la dirección de los
flujos globales afectaron, seriamente, la práctica antropológica debido
a su impacto en la posibilidad y relevancia del trabajo de campo. ¿Qué
significado tenía hacer trabajo de campo en la India cuando había tantos
hindúes en New Jersey? ¿Todavía se podía pretender que los pueblos
no Occidentales estaban intocados por el poder del Atlántico Norte y
que, verdaderamente, constituían aislamientos culturales? Entonces, a
mediados de la década de 1980, cuando el postmodernismo anunció,
cada vez con voz más alta, la muerte de las grandes narrativas asociadas
con la modernidad Occidental varios antropólogos trataron de revaluar la
etnografía —tanto el trabajo de campo como la escritura— en relación con
las pretensiones, cada vez más sospechosas, inherentes a esas narrativas;
no sólo continuaron la crítica del progreso iniciada por antropólogos
anteriores sino que se involucraron con una crítica de la representación
que abordó, directamente, principios fundamentales de la práctica
antropológica. La nueva oleada de desafíos planteada por los cambios
acontecidos dentro y fuera de la academia requirió una arqueología de la
disciplina y un examen cuidadoso de sus premisas implícitas.
Desde 1982 hasta comienzos de la década de 1990 uno de los intentos
más poderosos de ese reexamen en los Estados Unidos es lo que llamo, en
síntesis, la crítica postmodernista de la antropología. El rótulo es un atajo
conveniente: incluye académicos que nunca se vieron como parte de un
solo movimiento. De hecho, el postmodernismo nunca fue una escuela en
antropología. Más aún, la melancolía postmodernista de la década de 1980
ha sido superada en la antropología, como en otras partes, por la euforia,
la rabia o la confusión impulsadas por el surgimiento de las narrativas
de la globalización —un cambio que debemos incorporar en nuestra
evaluación de la globalización, a pesar de que sea temporal (Capítulo 3).
Michel-Rolph Trouillot

Sin embargo, la reevaluación de la representación y los reclamos por una


crítica cultural de la disciplina y por una mayor reflexividad individual
que proliferaron en la década de 1980 ofrecieron un conjunto diagnóstico
de los problemas antropológicos y un conjunto relacionado de soluciones.
Unas décadas después ambos conjuntos todavía son instructivos a pesar
de, o debido a, sus limitaciones. Su crítica también es instructiva porque
muchas de las sensibilidades y presupuestos del postmodernismo —sin
contar el ánimo sombrío— han pasado a formar parte, desde entonces, de
las formas como la antropología aborda la globalización. Sin embargo,
el conjunto diagnóstico de la crítica postmodernista se queda corto en la
construcción de la arqueología que, correctamente, considera necesaria
porque tiende a tratar la disciplina como un discurso cerrado. Igual-
mente, el conjunto de soluciones propuesto, desde la reevaluación de la
etnografía como texto hasta la mayor reflexividad de los antropólogos
como escritores e investigadores de campo, no abordó las relaciones de
la antropología con la geografía de la imaginación de Occidente; tampoco
cuestionó el nicho del Salvaje.
Este capítulo expande la crítica de ese conjunto doble para presentar
un argumento central en este libro. Sostengo que la antropología perte-
nece a un campo discursivo inherente a la geografía de la imaginación
de Occidente. Los tropos internos de la antropología importan mucho
menos que este campo discursivo más amplio donde opera y sobre cuya
existencia es postulada. Cualquier crítica de la antropología requiere una
historización de ese campo discursivo más amplio —y, por lo tanto, una
exploración de las relaciones entre la antropología y la geografía de la
imaginación indispensable para Occidente. Las nuevas direcciones sólo
podrán surgir de los nuevos puntos de vista descubiertos a través de una
crítica de ese tipo.

Retos y oportunidades
Las disciplinas académicas no crean sus campos de significación; sólo
legitiman organizaciones de significado particulares. Filtran y jerarquizan
—y, en ese sentido, verdaderamente disciplinan— argumentos impug-
nados y temas que, usualmente, las preceden. Al hacerlo continuamente
expanden, restringen o modifican, de diversas formas, su arsenal distintivo
de tropos, el tipo de enunciados que considera aceptable. Pero las poéticas
y las políticas de los “nichos” donde operan las disciplinas no dictan la
relevancia enunciativa de estos lugares. No existe una correlación directa
entre las “políticas electorales” de una disciplina y su relevancia política.
Por “políticas electorales” entiendo el conjunto institucionalizado de

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Transformaciones globales

prácticas y relaciones de poder que influencian la producción de cono-


cimiento desde dentro de la academia: las filiaciones académicas, los
mecanismos de institucionalización, la organización del poder dentro y
entre departamentos, el valor mercantil del prestigio del dicho “publica o
perece” y otros asuntos mundanos que incluyen las maniobras que, usual-
mente, conocemos como “políticas académicas” pero que se expanden
mucho más allá de ellas. Las coaliciones de duración variable unen afini-
dades intelectuales, institucionales e individuales y contribuyen a impulsar
a ciertos académicos a la vanguardia de sus disciplinas de maneras que
hacen sus voces más autorizadas en el gremio y más representativas de
ese gremio en el mundo exterior.
Los cambios en los tipos de enunciados producidos como “aceptables”
en una disciplina, regulados —aunque sólo sea en parte— por estas “polí-
ticas electorales,” no modifican, necesariamente, el campo más amplio de
operación y, especialmente, el contexto enunciativo de esa disciplina. Los
cambios en los criterios explícitos de aceptabilidad no alivian, automá-
ticamente, el peso histórico del campo de significación que la disciplina
heredó al nacer. Lo más probable es que el peso del pasado se aligere
cuando las condiciones sociohistóricas existentes en el momento de su
aparición hayan cambiado tanto que los practicantes tienen que escoger
entre un olvido completo y un redireccionamiento fundamental. En un
momento del tiempo los alquimistas se volvieron químicos o dejaron de
ser —pero la transformación sólo pudo ser predicha por pocos alquimistas
y aún menos la hubieran deseado.
La antropología no es una excepción en este escenario. Como todas
las disciplinas académicas heredó un campo de significación que precedió
su formalización. Como muchas de las ciencias humanas ahora enfrenta
condiciones históricas de desempeño dramáticamente nuevas. Como
cualquier discurso puede encontrar nuevas direcciones sólo si modifica
las fronteras dentro de las cuales opera. Estas fronteras no sólo anteceden
la aparición de la antropología como disciplina sino que prescriben sus
papeles (y la relevancia final de la etnografía) en una dimensión aún no
establecida. La antropología llena un compartimiento preestablecido en
un campo simbólico más amplio, el “nicho del Salvaje”2 de una trilogía
temática que ayudó a constituir Occidente tal y como lo conocemos. Una
antropología crítica y reflexiva requiere, más allá de la condena autoindul-

2 En los borradores del artículo de 1991 en el cual se basa esta sección


usé Salvaje con mayúscula cuando el término se refería a una categoría
abstracta más que a un sujeto o grupo de individuos específicos e histó-
ricos. Esa distinción fue obvia en Trouillot (1991); en este libro usaré
la mayúscula por claridad.

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Michel-Rolph Trouillot

gente de técnicas y tropos tradicionales, una re-evaluación de esta orga-


nización simbólica sobre la que está postulado el discurso antropológico.
El futuro de la antropología depende, en gran medida, de su habilidad
para impugnar el nicho del Salvaje y la thématique que lo construye. Es
tiempo de que hagamos este cuestionamiento. Más importante aún, las
soluciones que se quedan cortas en este reto empujarán a la disciplina
hacia la irrelevancia, a pesar de lo seriamente preocupadas que puedan
parecer. En ese sentido, los llamados a la reflexividad en Estados
Unidos no son producto del azar, la convergencia casual de proyectos
individuales; tampoco son una moda pasajera, el efecto accidental de los
debates que sacudieron a la filosofía y a la teoría literaria.3 Más bien, son
respuestas tímidas, aunque espontáneas —y, por lo tanto, genuinamente
americanas—, a grandes cambios en las relaciones entre la antropología
y el mundo que la rodea, expresiones provinciales de preocupaciones
más amplias, alusiones aún por aprovechar. ¿Cuáles son esos cambios?
¿Cuáles esas preocupaciones? ¿Cuáles las oportunidades?
En términos puramente empíricos las diferencias entre las sociedades
Occidentales y no Occidentales son más borrosas que nunca antes.
La respuesta antropológica a esta transformación en marcha ha sido
típicamente ad hoc y fortuita. Los criterios de acuerdo con los cuales
ciertas poblaciones son consideradas objeto legítimo de investigación
continúan cambiando con los departamentos, las agencias financiadoras,
los practicantes e, incluso, con los cambios de ánimo de investigadores
específicos. En medio de la confusión cada vez más antropólogos rein-
gresan a Occidente con cautela, por la puerta de atrás, después de pagar
sus cuotas en otra parte. En general este reingreso no está mejor teorizado
que las partidas previas a tierras lejanas.4

3 Por razones de espacio no puedo recordar aquí todas las conexiones


entre los debates recientes en filosofía y teoría literaria y las críticas a
la antropología en los últimos años. En cualquier caso, nuestras lecturas
son demasiado parroquiales —a tal punto que cualquier pensador mayor
debe ser traducido a la disciplina por un antropólogo. La antropología
tiene mucho más que aprender de otras disciplinas, sobre todo de la
historia, la crítica literaria y la filosofía, de lo que asumen los intérpretes
reflexivos. Hay lagunas que el lector deberá llenar con el uso adecuado
de las referencias bibliográficas.
4 Aparte de otras razones el trabajo de campo a largo plazo en el llamado
Tercer Mundo, después de la disertación doctoral, se está volviendo más
difícil y menos gratificante para la mayoría de los antropólogos. Desafor-
tunadamente, asuntos como la competencia creciente por financiación
para hacer trabajo de campo en el extranjero o la proporción, cada vez
mayor, de familias con dos carreras, dentro y fuera de la academia,
sólo son motivos de buena conversación. Los practicantes tienden a

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Transformaciones globales

Mientras algunos antropólogos están redescubriendo a Occidente sin


siquiera nombrarlo, lo que Occidente significa es un asunto de debate
dentro y fuera de las puertas de la academia. La búsqueda reaccionaria
por un corpus Occidental de “grandes textos” por parte de muchos inte-
lectuales y burócratas en en el mundo anglófono es tanto el reflejo de un
conflicto más amplio como la respuesta particular a las incertidumbres
producidas por este conflicto. Es interesante que pocos antropólogos hayan
intervenido en ese debate; aún menos entre quienes se consideran en la
vanguardia de la disciplina se han dignado abordar, directamente, el tema
del monumentalismo Occidental, con una o dos excepciones (e.g., Rosaldo
1989). Aún más interesante, la teoría antropológica sigue siendo irrele-
vante para —y sin usar por— ambos lados del debate sobre los “grandes
textos,” a pesar de las referencias retóricas. Hoy en día el enunciado de
que cualquier canon elimina, necesariamente, un conjunto no especifi-
cado de experiencias no necesita venir sólo de la antropología —gracias,
desde luego, a la pasada difusión de la disciplina y, especialmente, a
cambios en el mundo y a las experiencias que expresan y motivan esos
cambios. Las minorías de todo tipo pueden y expresan sus pretensiones
culturales, no con base en teorías explícitas de la cultura sino en nombre
de la autenticidad histórica. No entran al debate como académicos —o
no sólo como académicos— sino como individuos situados con derechos
a la historicidad. Hablan en primera persona, firmando su argumento con
un “yo” o un “nosotros” en vez de invocar la voz ahistórica de la razón,
la justicia y la civilización.
La antropología fue cogida de sorpresa por esta reformulación; tradi-
cionalmente abordó las diferencias culturales con un monopolio sobre el
“discurso nativo,” hipócritamente consciente de que este discurso perma-
necería como una cita. Es demasiado liberal para aceptar la autenticidad
radical de la primera persona o la reversión conservadora a las verdades
canónicas —eso explica su silencio teórico.
Me parece que el silencio es una abdicación precipitada. Por lo menos,
la antropología debería ser capaz de iluminar el mito de un canon Occi-
dental incuestionado sobre el cual se postula el debate.5 Al hacerlo cier-

ignorarlos en las evaluaciones escritas (y, por lo tanto, “serias”) de las


tendencias disciplinarias. La sociología de nuestra práctica es perci-
bida como un tabú; sin embargo, véanse Wolf (1969), cuyos llamados
tempranos por una sociología de ese tipo fueron ignorados, y Rabinow
(1991).
5 En ese sentido me aparto de la formulación de Renato Rosaldo
(1989:223) de que el dominio conservador “ha distorsionado lo que
antes fue un debate saludable.” Lo que cierto tipo de antropología puede

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Michel-Rolph Trouillot

tamente socavaría algunas de sus premisas; pero ese riesgo es un aspecto


inherente a la actual oleada de cambios: sus numerosas oportunidades
son inseparables de sus numerosas amenazas. En ninguna otra parte esta
combinación de amenazas y oportunidades es tan flagrante como en la
admisión postmoderna de que las metanarrativas Occidentales se están
desmoronando.

La caída de la Casa de la Razón


Independientemente de lo que el postmodernismo signifique es insepa-
rable del reconocimiento del colapso actual de las metanarrativas en un
mundo donde la Razón y la Realidad han sido fundamentalmente deses-
tabilizadas (Lyotard 1979, 1986).6 Sin duda, la pretensión relacionada de
que “el mundo que hizo la ciencia, y que la ciencia hizo, ha desaparecido”
(Tyler 1986:123) todavía es prematura. La conciencia creciente entre los
literati de que la racionalidad no ha cumplido sus promesas de descubrir
el atractivo absoluto del espíritu no altera su institucionalización, cada vez
mayor (Godzich 1986:xvii-xix). De hecho, se podría argumentar que el
espectacular fracaso de la ciencia y de la razón, juzgado en los términos
universales que los académicos adoran enfatizar, sirve para enmascarar
el éxito en los terrenos más prácticos y localizados que los académicos
rara vez visitan.
Pero si el mundo hecho por la ciencia está bastante vivo el mundo
que hizo la ciencia ahora es inestable. La crisis del Estado-nación, del
individuo, de los partidos del orden (liberales, autoritarios o comunistas),
el terrorismo, la crisis del “capitalismo tardío” —todo contribuye a
un malestar Occidental y, a su vez, se alimenta de él (Jameson 1984;
Aronowitz 1988). Se dice que los filósofos preguntaron: ¿podemos pensar
después de Auschwitz? Pero tomó algún tiempo para que Auschwitz se
hundiera, para que el comunismo revelara sus pesadillas, para que el

demostrar es, exactamente, que el debate nunca fue tan saludable como
nos llevaron a creer.
6 Véanse Graff (1977), Jameson (1984), Arac (1986a, 1986b), Lyotard
(1986), Ross (1988b) y Harvey (1989) sobre definiciones contradictorias
del postmodernismo. No estoy calificado para resolver este debate. Pero
si el postmodernismo sólo significa un estilo, un conjunto de herra-
mientas expositivas, caracterizado (o no) por una “doble codificación”
(Jencks 1986), entonces no importa mucho a los antropólogos —en
tanto noten que esa doble codificación ha sido parte del arsenal cultural
de muchas poblaciones no Occidentales por siglos. Véanse Lyotard
(1979, 1986), Eagleton (1987) y Harvey (1989) sobre las conexiones
entre postmodernismo y metanarrativas.

48
Transformaciones globales

estructuralismo demostrara su impasse magistral, para que el Norte y el


Sur admitieran la imposibilidad del diálogo, para que los fundamentalistas
de todas las denominaciones desacralizaran la religión y para que los
intelectuales re-ilustrados cuestionaran todo pensamiento fundacional. A
medida que los muros se desmoronaban —Norte y Sur y Este y Oeste—
los intelectuales desarrollaron lenguajes de postdestrucción. Esta mezcla
de sorpresa intelectual negativa, este post mortem de las metanarrativas,
sitúa el ánimo postmodernista como básicamente Occidental y pequeño
burgués.
Estas palabras no son peyorativas; su propósito es historizar el
fenómeno —un ejercicio importante si queremos ser relevantes fuera
del Atlántico Norte. Primero, no es evidente que todas las visiones del
mundo, pasadas y actuales, requirieron metanarrativas hasta su ingreso
a la postmodernidad. Segundo, si el colapso de las metanarrativas fuera
la única característica de la condición postmoderna algunas de las
poblaciones situadas fuera del Atlántico Norte que han estado ocupadas
desconstruyendo las suyas por siglos o que han experimentado sus propios
megacolapsos habrían sido “postmodernas” desde hace tiempo y no habría
nada nuevo bajo el sol. Las cosas se vinieron abajo muy temprano en
las costas del sur del Atlántico y, después, en el interior de África, Asia
y América. Tercero, incluso si aceptamos, en virtud del argumento, que
alguna vez las metanarrativas fueron un prerrequisito de la humanidad
y que ahora están colapsando en todas partes de manera similar (dos
grandes supuestos, de hecho) no podemos inferir idénticas estrategias
reactivas a este colapso.
Entonces, debemos distinguir entre el postmodernismo como un talante
y el reconocimiento de una situación de postmodernidad, especialmente
ahora que la melancolía está desapareciendo. El reconocimiento de que
hay una crisis de representación, de que hay en marcha un conjunto
de cambios cualitativos en la organización internacional de símbolos
(Appadurai 1991, 1996), en los ritmos de construcción simbólica (Harvey
1989) y en la manera como los símbolos se relacionan con experiencias
localizadas y subjetivas no requiere un post mortem. En ese sentido
la clave de las versiones dominantes sobre el postmodernismo es una
destrucción en marcha vivida como choque y revelación. El postmoder-
nismo se construye sobre esta revelación de la desaparición repentina
de reglas establecidas, juicios fundacionales y categorías conocidas
(Lyotard 1986:33). Pero el hecho de la revelación implica una actitud
previa hacia esas reglas, juicios y categorías —por ejemplo, que han sido
dadas por sentado o consideradas inmutables. El post mortem inherente al

49
Michel-Rolph Trouillot

ánimo postmodernista implica un “mundo de universales” previo (Ross


1988a:xii-xiii); implica una idea específica del cambio cultural; implica,
por lo menos en parte, la Ilustración y la Europa del siglo xix.
En una perspectiva transcultural el ánimo dominante del postmoder-
nismo aparece como un fenómeno histórico específico, una reacción
provocada por la revelación de que la Ilustración y sus afluentes en
conflicto se han agotado. Este ánimo no es inherente a la situación
mundial; tampoco es un asunto pasajero, como pretenden muchos de los
detractores del postmodernismo —aunque anuncie sus propias modas.
Es un ánimo en el sentido en que Geertz (1973:90) definió el ánimo
religioso: poderoso, persuasivo y prometedoramente perdurable. Pero,
al contrario de las religiones, rechaza la pretensión de facticidad y la
aspiración a motivaciones realistas. Busca una “terapia psicoanalítica” a
la “neurosis moderna,” a la “esquizofrenia Occidental, la paranoia, etc.,
todas las fuentes de miseria que hemos conocido por dos siglos” (Lyotard
1986:125-126).
“Nosotros,” en este caso, es Occidente, pero no en un sentido genea-
lógico o territorial. El mundo postmoderno tiene poco espacio libre para
las genealogías y las nociones de territorialidad están siendo redefinidas
delante de nuestros ojos (Appadurai 1991, 1996). Es un mundo donde el
afroamericano Michael Jackson comienza un tour en Japón e imprime
casetes que marcan el ritmo de las familias campesinas de Haití en la
Sierra Maestra de Cuba; un mundo donde la Florida habla español (una
vez más); donde un primer ministro socialista llegó a Grecia desde Nueva
Inglaterra y el Imán fundamentalista llegó de París para convertir Irán en
un Estado islámico. Es un mundo donde un líder político en la Jamaica del
reggae traza sus raíces a Arabia, donde las tarjetas de crédito de Estados
Unidos son procesadas en Barbados y los zapatos de un diseñador italiano
son hechos en Hong Kong o Shangai. Es un mundo donde el Papa puede
ser polaco y donde la mayoría de los marxistas ortodoxos vive en el lado
Occidental de la caída cortina de hierro. Es un mundo donde los más
ilustrados sólo son ciudadanos de medio tiempo de comunidades de la
imaginación de medio tiempo.
Pero estos fenómenos —y su conexión inherente a la expansión de
lo que convenientemente llamamos Occidente— son parte del texto que
revela el ánimo postmodernista como resultado de una problemática
Occidental. La percepción de un colapso como revelación no puede
ser imaginada fuera de la trayectoria de pensamiento que ha marcado a
Occidente y que se ha difundido, de manera irregular, por fuera de sus
fronteras expansivas. Sus condiciones de existencia se unen en Occidente.

50
Transformaciones globales

La postura que genera es impensable fuera de Occidente y sólo tiene


significación dentro de las fronteras establecidas por la interpretación
Occidental de la historia mundial.

Historicidad milenaria
Los seres humanos participan de la historia como actores y narradores; sin
embargo, las fronteras entre estos dos lados de la historicidad, necesarias
como herramientas heurísticas, son históricas y, por lo tanto, fluidas y
cambiantes. La interfaz entre lo que sucedió y lo que se dice que sucedió
es materia de lucha, un campo impugnado donde se despliega el poder
desigual (Trouillot 1995). Hasta aquí he insistido que Occidente es una
proyección histórica, una proyección en la historia; pero, también, es una
proyección de la historia, la imposición de una interfaz particular entre
lo que sucedió y lo que se dice que sucedió.
La geografía de la imaginación inherente a Occidente desde el siglo
xvi, como ancla de una pretensión de legitimidad universal, impone un
marco dentro del cual puede leerse la historia mundial. Descontando
las variaciones temáticas y las escogencias políticas, desde Las Casas a
Condorcet, a Kant, Hegel, Marx, Weber y más allá, este marco siempre
ha asumido la centralidad del Atlántico Norte, no sólo como el sitio desde
donde se hace la historia mundial sino, también, como el sitio donde esa
historia puede ser contada. Eric Wolf (1982) argumentó que las disciplinas
humanas han tratado al mundo situado fuera de Europa como compuesto
por pueblos sin historia; yo agregaría que también fueron tratados como
pueblos sin historicidad. Su capacidad de narrar la parte anecdótica del
relato mundial siempre fue subsumida bajo la historicidad Noratlántica
que se consideró universal.
La continuidad lineal que proyecta el universalismo Occidental —el
sentido de un telos, cuando no todas las variaciones teleológicas que
puntúan la literatura desde Condorcet hasta Engels— reflejó y reforzó
las persuasiones implícitas y explícitas de un público creciente, dentro y
fuera del Atlántico Norte. Durante los dos últimos siglos se volvió obvio
para segmentos más grandes de poblaciones diversas que la historia
iba hacia algún lugar. Con la certeza de un telos —o, por lo menos, de
un “sentido” universal de la historia— llegó un giro particular en la
periodización: fragmentos de cronología pudieron ser leídos hacia atrás
o en su contemporaneidad como momentos temporales de regresión o,
más frecuentemente, como indicaciones de progreso. No sólo la historia
mundial estaba yendo a alguna parte; también era posible decir qué tan
lejos había llegado y estimar qué tanto más lejos tendría que ir.

51
Michel-Rolph Trouillot

El siglo xix emergió, dentro de esta continuidad y la temporalidad


global que implicó, como una era de certezas, de verdades por las que
valía la pena morir —y matar— en nombre de una especie súbitamente
unida a pesar de sus desigualdades y, de hecho, usualmente debido a
ellas. El siglo xx fue, desde esa misma perspectiva, un siglo de paradojas
(Todorov 2001). Fue una época de extremos (Hobsbawm 1962) durante
la cual se revelaron, con toda fuerza, las incompatibilidades del univer-
salismo Occidental —evidentes en el Renacimiento pero rápidamente
enmascaradas por la retórica de la Ilustración y el enorme despliegue del
poder del Atlántico Norte en el siglo xix. Durante los últimos cien años
de ese milenio difunto el dominio global de las formas institucionales
del Atlántico Norte se volvió tan generalizado que fue imposible para
los pueblos subyugados en cualquier parte formular los términos de su
liberación e imaginar sus futuros por fuera de esas formas. Fue el siglo
de la esperanza pero, también, de las muertes violentas —casi dieciocho
millones en la Primera Guerra Mundial, el doble en la Segunda y el doble,
desde entonces, en guerras étnicas, civiles y nacionales, conflictos fron-
terizos y luchas separatistas. Fue el siglo durante el cual las instituciones
internacionales ganaron legitimidad pero, también, se institucionalizaron
las disparidades internacionales. Fue el siglo de los milagros médicos y
tecnológicos pero, también, el siglo durante el cual la humanidad midió
el horror total de la tecnología y su capacidad de destrucción masiva.
Al final de ese siglo su camino contradictorio —largamente encubierto
por los partidarios del comunismo y del capitalismo de igual manera— no
pudo ser escondido por más tiempo, especialmente después de que la caída
de la Unión Soviética removió uno de los componentes necesarios de los
discursos teleológicos que nutrieron el encubrimiento. Tal vez la historia
mundial no estaba yendo a ninguna parte. Con esa progresiva sensación
de pérdida los ánimos y las emociones comenzaron a reemplazar los
esquemas analíticos que alguna vez prometieron un futuro universal
que ahora parecía cada vez más dudoso. La melancolía postmodernista
lloró la muerte de las Utopías: nunca hubo futuro. La euforia globali-
taria pretendió el fin de la historia: nuestro presente es el futuro. Ambas
reflejan la historicidad milenaria de un Atlántico Norte incapaz de insertar
la historia de los últimos cien años en una sola narrativa universal. La
Utopía y el progreso se volvieron concretos en el siglo xx pero ninguno
sobrevivió intacto.
Si el ánimo postmoderno es fundamentalmente Occidental, en el
sentido delineado antes, ¿qué significa para una antropología del presente?
Significa que el presente que los antropólogos deben confrontar es

52
Transformaciones globales

producto de un pasado particular que abarcó la historia y la prehistoria de


la antropología. En consecuencia, también significa que la crítica postmo-
dernista en la antropología norteamericana permanece dentro del mismo
campo temático que pretende desafiar. Finalmente, significa que una
antropología verdaderamente crítica y reflexiva necesita contextualizar las
metanarrativas Occidentales y leer, críticamente, el lugar de la disciplina
en el campo así descubierto. En suma, la antropología necesita voltear el
aparato elaborado para observar a las sociedades no Occidentales y, más
específicamente, la historia de la cual surgió. Esa historia no comienza
con la formalización de la disciplina sino con la emergencia del campo
simbólico que hizo posible esta formalización.

El salvaje y el inocente
En 1492 Cristóbal Colón tropezó con el Caribe. El error del almirante
sería presentado, más tarde, como “el descubrimiento de América,” un
rótulo sólo impugnado el siglo pasado durante la celebración del quinto
centenario. En verdad, hubo que esperar al avistamiento del Pacífico
por Núñez de Balboa en 1513 para verificar la existencia de una masa
continental y a la insistencia de Amerigo Vespucci en un mundus novus
para que la Cristiandad reconociera este “descubrimiento.” Entonces tomó
otros cincuenta años para darse cuenta de su significación simbólica. Sin
embargo, 1492 fue, de cierta forma, un descubrimiento incluso entonces,
el primer paso material en un proceso de invención continuamente reno-
vado (Ainsa 1988). Abandonando un lago por otro, Europa confirmó la
fisura sociopolítica que estaba empujando al Mediterráneo, lentamente,
hacia las orillas del sur y del norte. Al hacerlo se creó a sí misma pero,
también, descubrió América, su alter ego todavía sin pulir, su Otro Lugar,
su Otro. La Conquista de América sigue siendo el modelo europeo para
la constitución del Otro (Todorov 1982; véase Ainsa 1988).
Desde el principio el modelo tuvo las dos caras de Jano. En 1516 se
publicaron dos precursores de la antropología: la edición de Alcalá de
las Decades de Pietro Martire d’Anghiera (un reporte paraetnográfico de
las Antillas y, en muchos sentidos, una de las primeras introducciones
europeas al “estado de naturaleza” en otra parte) y una de las ediciones
más populares de los relatos de viaje epistolares de Amerigo Vespucci. Ese
mismo año Thomas More publicó su reporte ficticio de un “estado ideal”
en la isla Utopía, el ningún lugar prototípico de la imaginación europea.
La coincidencia cronológica de estas publicaciones, acaso fortuita,
simboliza una correspondencia temática ahora desdibujada por la espe-
cialización intelectual y por el abuso de las categorías. Ahora podemos

53
Michel-Rolph Trouillot

decir que distinguimos, claramente, entre los reportes de los viajeros, los
reconocimientos coloniales, los reportes etnográficos y las Utopías ficticias.
Esa catalogación es útil, pero sólo hasta cierto punto. A principios del siglo
xvi las descripciones europeas en modo realista de un supuesto estado de
naturaleza llenaron los escritos de los oficiales coloniales encargados de
la administración inmediata del Otro. El modo realista también impregna
los relatos de los viajeros de los siglos xvi y xvii antes de establecerse en
el espacio privilegiado del discurso culto de los filósofos del siglo xviii
y de los antropólogos de escritorio del siglo xix. Aún entonces la línea
entre estos géneros no siempre fue clara (Thornton 1983; Weil 1984). Ese
modo también está en la ficción —tanto que algunos críticos del siglo xx
distinguen entre Utopías y “viajes extraordinarios,” o viajes a las tierras de
ningún lugar, y los escenarios geográficos más “realistas.” Por otro lado,
en la ficción aumentaron las fantasías sobre un estado ideal, que llegaron
al teatro, las canciones y los tratados filosóficos.
A pesar de las clasificaciones la conexión entre un estado de naturaleza
y un estado ideal está, en gran medida, en la construcción simbólica de
los materiales. La transformación simbólica a través de la cual la Cris-
tiandad se convirtió en Occidente estructura un grupo de relaciones que
necesitó tanto la Utopía como el Salvaje. Lo que ocurre con los nichos
que se crearon de esta manera —y dentro de los géneros literarios que
condicionan su existencia histórica— no deja de tener consecuencias.
Pero el análisis de estos géneros no puede explicar los nichos ni sus tropos
internos. La “utopía” ha sido la forma más estudiada de este conjunto; sin
embargo, todavía no hay un consenso final sobre qué trabajos se pueden
incluir en el categoría (Atkinson 1920, 1922; Andrews 1937; Trousson
1975; Manuel y Manuel 1979; Eliav-Feldon 1982; Kamenka 1987). Más
aún, cuando el consenso se alcanza es, generalmente, efímero. Incluso si
pudieramos postular un continuum de la etnografía realista a las Utopías
ficticias las obras salen y entran de estas categorías y éstas usualmente se
sobreponen en terrenos textuales y no textuales. Finalmente, la textualidad
es rara vez el criterio final de inclusión o exclusión. Desde la controversia
de 200 años de duración sobre Voyage et aventures de François Leguat
(un best seller de 1708 que algunos consideran un reporte verdadero y
otros un trabajo de ficción) a la vergüenza que causó Castaneda7 a la

7 El trabajo etnográfico de Carlos Castaneda fue conducido mientras


todavía era estudiante de postgrado en antropología en la Universidad
de California-Los Angeles con el informante yaqui Don Juan Matus en
México. Esta colaboración produjo numerosos libros sobre el chama-
nismo de Don Juan y sobre la sabiduría antigua, ofrecidos libremente
(a través del antropólogo) a las personas del Atlántico Norte (Castaneda

54
Transformaciones globales

antropología profesional hasta los debates sobre Shabono8 o la existencia


de los tasaday9 una miríada de casos indica la relevancia final de asuntos
fuera del “texto” mismo (Atkinson 1922; Weil 1984; Pratt 1986).
El hecho de que el corpus real que encaja en estos géneros literarios
en un período dado nunca ha dejado de ser problemático subraya una
correspondencia temática que ha sobrevivido categorizaciones cada vez
más refinadas. En la década de 1500 los lectores no pudieron dejar de
notar las similitudes entre obras como Brief recit, de Jacques Carrier, que
presentó descripciones paraetnográficas de los indígenas, y algunas de las
escenas en Gargantua, de Rabelais. Montaigne, un viajero observador
dentro de los confines de Europa, usó descripciones de América para
establecer temas de antropología filosófica para sus lectores —y en su
famoso ensayo Des cannibales señaló la mayor diferencia entre su trabajo
y el de sus predecesores griegos, incluido Platón: los griegos no tenían
una base de datos realista (Montaigne 1952 [1595]). A comienzos del
siglo xvii Tommaso Campanella escribió La citta del sole (La ciudad del
sol) informado por descripciones escritas por misioneros portugueses y
mercenarios holandeses de Ceilán y por reportes jesuitas sobre socialismo
en el reino de los incas.
Las Utopías fueron raras e inferiores —de acuerdo con estándares
anteriores y posteriores— durante el siglo xvii. Pocos son recordados
ahora, aparte de Campanella, Sir Francis Bacon y François Fénelon.
Pero la búsqueda de un ideal exótico no había muerto, como parecen

1968, 1973). Aunque fue muy popular entre los espiritualistas de la


Nueva Era y otros sujetos que buscaban esa sabiduría antigua los
antropólogos cuestionaron su conocimiento de la historia y el medio
ambiente yaqui y preguntaron, incluso, si su informante existió. Hay
muchas críticas del trabajo de Castaneda; véanse De Mille (1976) y De
Mille y Clifton (1980).
8 El libro Shabono, de Florinda Donner (1982), fue un reporte de sus
experiencias de campo entre los yanomami en Venezuela. Más tarde
Donner fue acusada de plagiar la narrativa de una mujer brasileña que
fue raptada por los yanomami cuando era niña y quien vivió con ellos
hasta la edad adulta; véase Pratt (1986).
9 Los tasaday de Filipinas fueron “descubiertos” en 1971 y declarados
—por periodistas, antropólogos y otros— como un pueblo “primitivo”
o, incluso, “paleolítico” de la selva con sólo herramientas de piedra y
sin conocimiento de armas, guerra, agricultura o del mundo fuera de su
territorio. En 1986 algunos declararon que el grupo era un engaño. No
hay observadores neutrales en este caso dadas las políticas internas de
la antropología discutidas aquí y dada la rabia de los urbanizadores y
madereros filipinos porque se están protegiendo tierras muy rentables
para el uso de los tasaday. La controversia todavía continúa.

55
Michel-Rolph Trouillot

sugerir algunos autores (Trousson 1975). Les aventures de Télémaque


tuvo 20 reimpresiones. The history of the sevarites de Denis Vairasse
d’Alais (1677-1779) fue publicada, originalmente, en inglés y, después,
en una versión francesa que estimuló traducciones alemanas, holandesas
e italianas (Atkinson 1920). Las Utopías no aliviaron la sed por tierras
de fantasía porque la demanda relativa había aumentado de una manera
inesperada.
Los reportes de viaje, cuyo número se multiplicó, llenaron la demanda
por Otro Lugar. Algunos lo hicieron con reportes de unicornios e islas
flotantes, entonces aceptados como realidad por el público, incluyendo a
algunos de los intelectuales más respetados de su tiempo. Pero muchos lo
hicieron con lo que eran retratos “realistas” del salvaje que pasarían las
pruebas de exactitud del siglo xx y todavía son usados por historiadores y
antropólogos. Jean-Baptiste Du Tertre (1973 [1667]), Jean Baptiste Labat
(1972 [1722]) o Thomas Gage (1958 [1648]) —sólo para mencionar unos
pocos autores reconocidos que escribieron en un hemisferio— familia-
rizaron a los lectores con las maravillas de las Antillas o del continente
americano.
Fuera de un grupo restringido de intelectuales y administradores exce-
sivamente celosos poco importaba a la audiencia europea, en general, si
esos trabajos eran ficticios o no. Era suficiente que presentaran Otro Lugar;
que ese Otro Lugar realmente estuviera en algún lugar fue un asunto de
especialistas. El sueño permaneció vivo hasta bien entrado el siguiente
siglo. El Barón de Montesquieu era tan consciente de esta correspondencia
implícita que apostó por invertir todas las tradiciones al mismo tiempo,
con un efecto estético y didáctico considerable, en sus Lettres persanes
(1721). El Otro Lugar se convirtió en París; el otro se volvió francés; la
Utopía se volvió una situación bien conocida. Funcionó porque todo el
mundo reconoció los modelos y entendió la parodia.
La correspondencia temática entre las Utopías y los reportes de viaje
o descripciones paraetnográficas no fue bien camuflada hasta el final
del siglo xviii. Las formas continuaron divergiendo mientras el número
de publicaciones en cada categoría aumentaba. Las Utopías llenaron el
siglo que nos dio la Ilustración, desde los paródicos Gulliver’s travels
de Jonatahn Swift (1702) hasta el inconcluso L’amazone de Bernadin
de Saint Pierre (1795). También lo hicieron las descripciones realistas
de gentes de tierras lejanas y, más aún, los debates transnacionales en
Europa sobre qué significaban esas descripciones para el conocimiento
racional de la humanidad. Sólo en la década de 1760 Inglaterra envió
expediciones a tierras salvajes en todo el mundo como las del Comodoro

56
Transformaciones globales

Byron, los Capitanes Cartwright, Bruce, Furneaux y Wallis, y el Teniente


Cook. Bruce, Wallis y Cook llevaron reportes de Abisinia, Tahití y Hawaii.
Byron y sus compañeros volvieron con reportes “de una raza espléndida
de gigantes” de Patagonia. Cartwright volvió con cinco esquimales vivos
que causaron conmoción en las calles de Londres (Tinker 1922:5-25).
Los intelectuales devoraron esos datos “realistas” sobre el Salvaje
con un interés aún insuperado mientras escribían Utopías didácticas y
exploraban, en sus tratados filosóficos, la revelación racional detrás de los
descubrimientos de los viajeros. Voltaire, quien leyó las descripciones de
viaje de su tiempo vorazmente, nos dio Candide y Zadig. También usó
descripciones paraetnográficas para participar en los debates antropoló-
gicos de su tiempo, alineándose, por ejemplo, con la escuela de poligénesis
de Gotinga (Duchet 1971). Denis Diderot, quien debió leer más relaciones
de viaje que alguien vivo entonces y quien convirtió muchas de ellas en
descripciones paraetnográficas para la Enciclopedia, escribió dos Utopías
fieles a la forma.10 Jean Jacques Rousseau, a quien Claude Levi-Strauss
llamó “el padre de la etnología,” buscó el lazo más ordenado entre “el
estado de naturaleza” inicialmente descrito por Martire d’Anghiera y la
“mancomunidad” imaginada por More y sus seguidores. Así, involunta-
riamente, formalizó el mito del “buen salvaje,” renovando un tema que
no sólo se remonta a Alexander Pope y Daniel Defoe sino a viajeros de
los siglos xvi y xvii ahora olvidados. Mucho antes de Le contrat social de
Rousseau Pietro Martire ya había pensado que los arawak de las Antillas
eran dulces y simples. El compañero de Fernando Magallanes, Antonio
Pigafetta, afirmó en 1522 que los indígenas de Brasil eran creduli e bon
por instinto. Pierre Boucher, escribiendo sobre los iroqueses en 1664,
había confirmado que “tous les Sauvages ont l’esprit bon” (Atkinson
1920:65-70; Gonnard 1946:36).
El mito del buen salvaje no es una creación de la Ilustración. Desde
que Occidente se convirtió en Occidente Robinson ha estado buscando
a Viernes. El siglo xviii ni siquiera fue el primero en ver argumentos a
favor o en contra de ese mito (Gonnard 1946). El duelo verbal entre
Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda sobre la “naturaleza”
de los indígenas y la justicia de su esclavitud, ocurrido en Valladolid a
comienzos de la década de 1550 en frente de la nobleza intelectual espa-
ñola, fue tan espectacular como cualquier cosa que la Ilustración pudiera

10 La primera consiste en dos capítulos de Les bijoux indiscrets. La segunda


es el fantástico Supplement au voyage du Bougainville, una utopia
primitivista donde Tahití es el Otro en más de una manera, siendo tanto
salvaje como femenino (Trousson 1975:140; Brewer 1985).

57
Michel-Rolph Trouillot

imaginar (Andre-Vincent 1980; Pagden 1982; Las Casas 1992 [1552]).


Más bien, la especificidad de los filósofos antropológicos fue descartar
algunas de las pasadas limitaciones de esta controversia grandiosa y
pretender resolverla, no con base en las Escrituras sino en los terrenos
abiertos de la racionalidad y la experiencia. Pero el debate siempre estuvo
implícito en la concordancia temática que había unido la observación
del Salvaje y las esperanzas de la Utopía desde, por lo menos, 1516. El
escritor suizo Isaac Iselin, una voz líder en la escuela de antropología de
Gotinga, criticó los ideales de Rousseau y el estado de salvajismo como
una “fantasía desordenada” (Rupp-Eisenreich 1984:99). El hecho de
que la escuela de Gotinga no se preocupó por verificar sus propias bases
“etnográficas” o que usara los reportes de los viajeros para propósitos
distintos de aquellos de Rousseau (Rupp-Eisenreich 1985) importa menos
que el hecho de que Rousseau, Iselin, Christoph Meiners y Joseph-Marie
De Gérando compartieran las mismas premisas sobre la relevancia del
salvajismo. Para Rousseau, tanto como para More y Defoe, el Salvaje era
un argumento para una clase particular de Utopía. Para Iselin y Meiners,
tanto como para Swift y Thomas Hobbes en otros tiempos y contextos, era
un argumento en contra. Dada la tradición del género literario utilizado,
el terreno formal de la batalla y el gusto personal del autor el argumento
fue tácito o explícito y la cara del Salvaje esbozada o magnificada. Pero
hubo discusión.
El siglo xix desdibujó los signos más visibles de esta correspondencia
temática al separar la Utopía y el Salvaje artificialmente. Para esque-
matizar un proceso prolongado y controvertido diría que es como si ese
siglo de especialización subdividió el Otro que el Renacimiento había
establecido al crear Occidente. Desde entonces la Utopía y el Salvaje
evolucionaron como dos nichos distinguibles. Immanuel Kant había esta-
blecido los principios filosóficos de esta separación al exponer su propia
teleología sin humor o ficción mientras se alejaba del instinto innato. Los
positivistas franceses del siglo xix, por su parte, ridiculizaron las Utopías
como utopismos quiméricos (Manuel y Manuel 1979).
La creciente literatura ficticia en los Estados Unidos también modificó
las formas de la Utopía (Pfaelzer 1984). Para comenzar, Estados Unidos
había sido el sitio imaginado de las Utopías tradicionales, la feuille blanche
de Alexis de Tocqueville, la tierra de todas las (im)posibilidades. Definir
otro lugar desde este sitio fue un dilema. Idealmente, su edén estaba
dentro de él (Walkover 1974). Por eso no es sorpresivo que William Dean
Howells llevara A traveler from Altruria (1894) a los Estados Unidos antes
de enviar a sus lectores de regreso a Utopía. Edward Bellamy escogió

58
Transformaciones globales

mirar “hacia atrás.” Más importante, los Salvajes de Estados Unidos y


sus colonizados también estaban dentro de él —tanto como los indígenas
o los afrodescendientes, sólo uno de los cuales los antropólogos blancos
se atrevieron a estudiar antes de finalizar ese siglo (Mintz 1971a, 1990).
Con dos grupos de salvajes para escoger se estableció la especialización
y los indígenas (especialmente los “buenos” indígenas) se volvieron el
coto de los antropólogos.11
Al mismo tiempo, una Utopía negra era impensable dado el carácter del
racismo norteamericano y la estructura de la imaginería negro/blanco en
la literatura de Estados Unidos (Levin 1958). Entonces la pastoral negra
(cuya cima inigualada es Uncle Tom’s cabin [1851], pero nótese que el
sabor también está en Faulkner) jugó el papel que Paul et Virginie (1787),
de Saint Pierre, había jugado antes en la imaginación europea.12 Pero en
Norteamérica los escritores de utopías fieles a la forma se alejaron del
espectro del salvajismo.
Otros factores estaban en juego. El siglo xix fue el siglo norteame-
ricano de la concreción, cuando sus Utopías se volvieron alcanzables.
De los 52 millones de inmigrantes que abandonaron Europa entre 1824
y 1924 más de 90% fue a Norteamérica, sobre todo a Estados Unidos.
En los Estados Unidos y en Europa el intercambio decreciente entre
los escritores —quienes estaban involucrados con formas diferentes
de discursos y buscaban legitimidad en terrenos distintos— contribuyó
a dar a cada grupo de practicantes, cada vez más, la sensación de que
estaban llevando a cabo empresas diferentes. A medida que creyeron
en su práctica y practicaron sus creencias las empresas, en realidad, se
separaron, pero sólo hasta cierto punto. Hacia el final del siglo xix los
novelistas utópicos acentuaron intereses formales mientras los utopismos
fueron reconocidos, básicamente, como doctrinas expuestas en términos
no ficticios: saint-simonismo, socialismo fabianista, marxismo (Gonnard
1946). Los reportes de viaje llegaron a ser un género totalmente separado,
aunque permanecieron algunos personajes parecidos a Robinson. El
11 Sobre el racismo anti-negro de Morgan véase Mintz (1990).
12 Debo mis ideas sobre la pastoral negra o de plantación a conversaciones
con el profesor Maximilien Laroche y al acceso a su artículo inédito
sobre el tema. En la exitosa obra de Bernardin Saint Pierre Paul et
Virginie (1787), que tiene lugar una isla de plantación, un grupo de
esclavos cimarrones sorprende a dos amantes. Para sorpresa de los
héroes el jefe de los esclavos fugitivos dice “Buenos pequeños blancos,
no se asusten; los vimos pasar esta mañana con una mujer negra de
Riviere-Noire; ustedes fueron donde su amo malo a pedir un favor para
ella; en agradecimiento los llevaremos de regreso a su casa en nuestros
hombros.”

59
Michel-Rolph Trouillot

estudio “científico” del Salvaje como Salvaje se convirtió en el campo


privilegiado de la antropología académica, pronto anclado en posiciones
universitarias distinguidas pero ya separado de su contraparte imaginaria.

Una disciplina para el salvaje


El resto de la historia es conocido, quizás demasiado conocido, en la
medida en que la insistencia sobre los métodos y los tropos de la antro-
pología como disciplina puede oscurecer el orden discursivo más amplio
que dio sentido a su institucionalización. Las historias que no problema-
tizan esta institucionalización —y las críticas postuladas en esa historia
ingenua— se quedan cortas en iluminar el contexto enunciativo del
discurso antropológico. Hasta hoy los antropólogos siguen diciendo a sus
estudiantes y a los lectores legos que su práctica es útil para “entendernos”
mejor pero sin precisar, jamás, las especificidades de este entendimiento,
las Utopías detrás de esta curiosidad vuelta profesión.
Usualmente se ha dicho que el Salvaje o el primitivo fueron el alter ego
que Occidente construyó para sí mismo. Lo que no ha sido suficientemente
enfatizado es que este Otro fue un Jano, de quien el Salvaje fue sólo la
segunda cara.13 La primera cara fue Occidente mismo, pero un Occidente
construido, caprichosamente, como una proyección utópica destinada a
ser, en esa correspondencia imaginaria, la condición de existencia del
salvaje. Esta correspondencia temática precedió a la institucionalización
de la antropología como un campo especializado de investigación. Mejor
dicho, el momento constitutivo de la etnografía como metáfora antecede
la constitución de la antropología como disciplina e, incluso, precede su
solidificación como discurso especializado.
La aparición institucional de la antropología fue parte de la institu-
cionalización de las ciencias sociales desde mediados del siglo xix hasta
el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Esa institucionalización
siguió, de cerca, el surgimiento del nacionalismo y la consolidación del
poder del Estado en los países del Atlántico Norte donde las disciplinas
de las ciencias sociales se solidificaron inicialmente. Ocurrió al mismo
tiempo que la partición del mundo, principalmente por los mismos países

13 Algunos autores han hecho esta observación; otros han reunido la infor-
mación necesaria para hacerlo sin llegar, siempre, a la misma conclusión
a partir de sus yuxtaposiciones. He leído por encima de los hombros de
tantos de ellos que me resulta difícil dar los créditos de este capítulo y el
próximo en el cuerpo principal del texto; sin embargo, véanse Atkinson
(1920, 1922, 1924), Baudet (1965 [1959]), Chinard (1934), De Certeau
(1975), Droixhe y Gossiaux (1985), Duchet (1971), Gonnard (1946),
Rupp-Eisenreich (1984), Todorov (1982) y Trousson (1975).

60
Transformaciones globales

(Wallerstein et al. 1996). Las ideas eurocéntricas que se desarrollaron


y nutrieron, sucesivamente, por el Renacimiento, la primera oleada del
colonialismo, la Ilustración y la práctica de la esclavitud de plantación en
América alcanzaron un nuevo impulso con la segunda oleada del colonia-
lismo. En la época cuando las ciencias sociales fueron estandarizadas en
departamentos que daban títulos las áreas y los pueblos no Occidentales
fueron pensados como fundamentalmente diferentes, tanto en esencia
como en práctica; no podían ser conocidos a través de los mismos proce-
dimientos científicos o sujetos a las mismas reglas administrativas. Al
mismo tiempo aumentó el deseo de conocerlos y administrarlos.
En este contexto la antropología cultural se convirtió, casi por prede-
terminación, en una disciplina dirigida a exponer a la gente del Atlántico
Norte a las vidas y costumbres del Otro. La antropología llegó para llenar
“el nicho del Salvaje” de un campo temático más amplio, desempeñando
un papel jugado, de maneras diferentes, por la literatura y los reportes
de viajes —y, a veces, por medios de comunicación inesperados.14 Los
factores contingentes de esa institucionalización ahora parecen irrele-
vantes; sin embargo, el nicho y la formalización de la antropología cultural
hubieran sido diferentes si los Estudios Clásicos hubieran mantenido un
diálogo más sostenido con el Orientalismo; si los Estudios Orientales
hubieran continuado siendo vibrantes en Francia y, especialmente, en
Gran Bretaña; si la sociología se hubiera vuelto un brazo institucional del
Estado en el exterior como lo fue en casa. Hubiese habido una división del
trabajo académico en el nicho del Salvaje. Como esa división no existió
la antropología heredó un monopolio disciplinario sobre un objeto que
nunca se preocupó por teorizar.
Pero esa teorización es necesaria. Para la metamorfosis dominante
la transformación del salvajismo en mismidad gracias a la Utopía como
referencia positiva o negativa no es el resultado de un ejercicio textual
en la práctica antropológica sino parte de las condiciones originales de
existencia de la antropología. No es intrigante que la disciplina fuera posi-
tivista en una época positivista y estructuralista en un contexto dominado
por el estructuralismo; como Tyler (1986:128) notó con agudeza la más
reciente “textualización de pseudo discurso” puede lograr “una aliena-
ción terrorista más completa que la de los positivistas.” Los intentos de
reflexividad disciplinaria, entonces, no pueden detenerse en el momento

14 Por ejemplo, consideren como indicadores del futuro el éxito de los


programas populares de televisión en Norteamérica basado en el nicho
del Salvaje, las ventas internacionales de peras de boxeo con la imagen
de Saddam Hussein durante la Guerra del Golfo en 1991 y las ventas
de las camisetas de Osama bin Laden en 2001.

61
Michel-Rolph Trouillot

de la institucionalización o enfatizar los tropos internos de las etnografías


modernas tardías, a pesar de que algunas aluden, correctamente, a la
correspondencia entre salvajismo y Utopía o al uso del modo pastoral
en antropología (e.g., Clifford 1986b; Rosaldo 1986; Tyler 1986). Eso
intentos no son equivocados. Pero el énfasis fundamental en la construc-
ción textual del Otro en antropología puede desviar nuestra atención de
la construcción de la Otredad sobre la cual se postula la antropología y
enmascarar, aún más, una correspondencia ya suficientemente escondida
por la especialización creciente desde el siglo xix.
De hecho, la correspondencia salvaje-utopía tiende a generar un falso
candor. Rara vez revela sus cimientos más profundos o su desigualdad
inherente, aun cuando desencadena pretensiones de reciprocidad. De
Pietro Martire hasta las incursiones de la antropología norteamericana
en la reflexividad postmoderna el Salvaje ha sido una ocasión para
profesar inocencia. Podemos suponer algunas de las razones detrás de esta
tendencia a exhibir el desnudo como desnudez. Déjenme decir aunque
sea esto: a pesar de tan viejas pretensiones el Occidente utópico dominó
la correspondencia temática. Lo hizo desde atrás de la escena, por lo
menos la mayor parte del tiempo. Sólo en pocas ocasiones se mostró en
términos menos equívocos, sobre todo en las justas filosóficas sobre la
colonización de América en la España del siglo xvi (Pagden 1982) y en
los debates antropológicos del siglo xviii (Duchet 1971).
Pero visible o no, ingenuo o cínico, Occidente fue siempre el primero,
como Utopía o como su desafío —esto es, como un proyecto universalista
cuyas fronteras no están en ninguna parte, u-topos, no espacial. Y eso,
debo repetirlo, no es un producto de la Ilustración sino parte integrante de
los horizontes establecidos por el Renacimiento y su creación simultánea
de Europa y la Otredad, sin las cuales Occidente es inconcebible. Thomas
More no tuvo que esperar los reportes etnográficos sobre América para
componer su Utopia. Igualmente, los lectores de reportes de viaje del siglo
xviii no tuvieron que esperar su verificación. Aún hoy existe una brecha
necesaria entre la aceptación inicial de las “etnografías” más fantásticas
y los “reestudios” o “reevaluaciones” siguientes. La precedencia crono-
lógica refleja una desigualdad más profunda en las dos caras de Jano: el
Occidente utópico está primero en la construcción de esta complemen-
tariedad. Es la cara que primero se ve de la figura, la proyección inicial
contra la cual el Salvaje se vuelve una realidad. El Salvaje tiene sentido
en términos de Utopía.

62
Transformaciones globales

La mediación del orden


La Utopía sólo tiene sentido en términos del orden absoluto contra el
cual fue proyectada, negativamente o no.15 Las Utopías no expusieron,
necesariamente, proposiciones fundacionales pero se alimentaron del
pensamiento fundacional. Los “estados ideales” ficticios, presentados
como novelas o tratados, sugieren un proyecto o un contraproyecto; esta
proyección, más que sus características supuestas o probadas, los hace
Utopías. De nuevo tenemos que regresar al Renacimiento, ese renacer
ficticio a través del cual la Cristiandad se convirtió en Occidente, donde
dos instantáneas más pueden aclarar el asunto.
Desde el punto de vista de los contemporáneos el evento más impor-
tante de 1492 no fue la llegada de Colón a las Antillas sino la conquista
del reino musulmán de Granada y su incorporación a Castilla (Trouillot
1995:108-140). La brecha entre las tres religiones de Abraham coincidió
con la fisura sociopolítica que dividió el Mediterráneo pero, debido a esa
fisura, la intolerancia religiosa se expresó, crecientemente, de forma que
entrelazó religión, etnicidad, territorio y asuntos de control del Estado;
en otras palabras, a medida que la Cristiandad se volvió Europa, Europa
misma se volvió la Cristiandad. No fue accidental que la caída de la
Granada musulmana fuera seguida, inmediatamente, por la expulsión
de los judíos del ahora territorio cristiano; tampoco fue accidental que el
mismo individuo que firmó la orden pública contra los judíos también
firmó las instrucciones secretas de Fernando e Isabel a Colón. De hecho,
la naciente Europa pudo volver sus ojos al Atlántico sólo porque la conso-
lidación de las fronteras políticas y la concentración del poder político en
nombre del dios cristiano presagiaron el advenimiento del orden interno.
El orden —político e ideológico— fue un asunto fundamental del
programa, tanto en teoría como en práctica, y el uso creciente de la
imprenta estimuló el intercambio entre teoría y práctica. Entonces, en
1513, tres años antes de Utopia, de Thomas More, Niccolò Machiavelli
escribió Il principe. (El príncipe). En retrospectiva esa obra significó un
umbral: algunos líderes del mundo Occidental emergente estuvieron listos
para expresar el asunto del control en términos de realpolitik mucho antes
de que fuera acuñada la palabra. La era maquiavélica abarcó Institutio
principis Chris (La educación de un príncipe cristiano) de Desiderius

15 Mi concepción de este asunto en términos de orden debe mucho a


conversaciones con Ashraf Ghani; sin embargo, soy responsable de la
manera como lo uso aquí y de sus posibles limitaciones. Los elementos
empíricos del análisis del papel del orden en los horizontes simbólicos
del Renacimiento son abundantes en Hale (1977).

63
Michel-Rolph Trouillot

Erasmus, De l’institution du prince (Sobre la educación del príncipe)


de Guillaume Budé y otros tratados que compartieron un “énfasis en lo
trabajable más que en lo ideal,” una creencia de que “los destinos de los
hombres estaban, hasta cierto punto, al alcance de su propio control y
de que ese control dependía del autoconocimiento” (Hale 1977:305).16
Los escritos seminales que inscribieron el salvajismo, la Utopía y el
orden fueron concebidos en la misma época. Esta simultaneidad es sólo
una indicación de que estos nichos fueron creados contra el telón de
fondo de cada uno de los otros. En el contexto de Europa los trabajos que
establecieron estos nichos fueron parte de un debate emergente que ligó
el orden con la búsqueda de verdades universales, una búsqueda que dio
su relevancia al salvajismo y a la Utopía. El tema del orden como fin y
medio y su relación con la razón y la justicia apareció encima del tema del
estado ideal de cosas, ligándolo al del estado de naturaleza. La citta del
sole de Campanella, segunda detrás de Utopia, según los críticos, abordó
algunas de las propuestas de Machiavelli y de los filósofos españoles
contemporáneos (Manuel y Manuel 1979:261-288). Campanella, como
More, también escribió de modo no ficticio: comentó sobre los regímenes
políticos de Europa en términos de su justificación definitiva; propuso a
varios monarcas europeos un plan de gobierno no ficticio basado en sus
concepciones religiosas y filosóficas. De hecho, las opiniones expresadas
en sus tratados lo enviaron a una cárcel española, donde escribió su Utopía
ficcionalizada (Trousson 1975:39, 72-78; Manuel y Manuel 1979). A su
vez, Sir Thomas More fue ejecutado.
La relación entre las Utopías ficcionalizadas y los asuntos del poder
político se remonta a las formas ancestrales del género en la Grecia antigua
(Trousson 1975:39); también lo hacen los debates sobre la naturaleza de
la otredad. Pero no tenemos que aceptar la ingenua historia de Occidente
sin discusión: Grecia no engendró a Europa. Más bien, Europa reclamó a
Grecia. La historiografía revisionista a través de la cual el Renacimiento
volvió Europa a la Cristiandad y le dio su herencia griega es un fenómeno
que debe ser localizado en la historia. La característica distintiva del
Renacimiento fue, en parte, la invención de un pasado para Occidente;17

16 La ficción utópica también ha enfatizado el control humano. Alexandre


Cioranescu (1971:108) señaló que la perfección de Utopia de More se
debió a la elección humana mientras la Atlántida de Platón fue el trabajo
de los dioses, condenado a fallar una vez fue dejado en manos humanas.
17 Las genealogías que ubican los comienzos de la antropología en Heró-
doto (¿por qué no en Ibn Battuta?) participan de esa historia ingenua;
sirven los intereses gremiales de la “disciplina,” su construcción de la
tradición, la autoría y la autoridad y la reproducción del nicho del salvaje

64
Transformaciones globales

también fue, en parte, una pretensión emergente a la universalidad y a


un orden absoluto inconcebible sin esa pretensión. Como Las Casas,
Montesquieu y Montaigne señalaron, en diferentes términos y épocas, una
diferencia fundamental entre Europa y la Grecia antigua fue la manera
como Europa experimentó la realidad del Salvaje después de 1492. A
diferencia de Grecia, Roma o el mundo islámico la visión Occidental
del orden implicó, desde el comienzo, dos espacios complementarios, el
Aquí y el Otro Lugar, que se basaron uno en otro y fueron concebidos
como inseparables.18
En términos imaginarios ese Otro Lugar podría ser Utopía; pero en
los términos concretos de la conquista fue un espacio de colonización
poblado por otros que, eventualmente, se convertirían en “nosotros” —o,
por lo menos, que deberían hacerlo— en un proyecto de asimilación
antitético a las variantes más liberales de la filosofía griega (Hartog
1988). En ese sentido el orden se volvió universal, absoluto —tanto en
la forma del Estado absolutista emergente (bastante opuesto, de hecho,
a la democracia griega) como en la forma de un imperio universal que
se extendía fuera de las fronteras de la Cristiandad hacia Ningún Lugar.
La colonización se volvió una misión y el Salvaje se volvió ausencia y

sobre el cual edifica su legitimidad. Debo notar, sin embargo, que sólo
en los siglos xviii y xix los románticos y los racistas abandonaron la
versión de los griegos antiguos sobre sus orígenes culturales, negando
la contribución de los africanos y de los semitas a la “civilización.”
Entonces los estudios clásicos inventaron un nuevo pasado para los
griegos con un modelo ario (Bernal 1987).
18 Ni siquiera Plinio El Viejo —usualmente el ejemplo más flagrante de
etnocentrismo de la antigüedad romana— operó con una dicotomía
espacial que opusiera el Aquí y el Otro Lugar. Las relaciones fantasiosas
de “extrañeza” de Plinio algunas veces mencionan gente “entre nosotros”
y, en un caso por lo menos, “no lejos de la ciudad de Roma” (Plinio El
Viejo VII:517). Para Plinio no había duda de que incluso sus monstruos
eran, de alguna manera, parte de la humanidad. De igual manera, la
organización del espacio de Marco Polo no estaba basada en una dico-
tomía Occidental/no Occidental, a pesar de la tradición inventada que
lo considera el primer viajero “Occidental.” Para Polo (1958) el Otro
Lugar podía estar en cualquier parte, dentro o alrededor del mundo
fragmentado de la Cristiandad; más aún, la familia Polo no tenía un
mandato cristiano, menos uno Occidental. Medio siglo después el mundo
islámico todavía era la única construcción espacial con pretensiones
prácticas de estándares universales y fronteras claramente definidas (Ibn
Battuta 1983); su “Occidente” no era Europa sino el Magreb—aunque
el Islam todavía dominara partes de lo que, más tarde, sería Europa.

65
Michel-Rolph Trouillot

negación.19 El proceso simbólico por el cual Occidente se creó a sí mismo


implicó la legitimidad universal del poder —y el orden se convirtió, en
ese proceso, en la respuesta a la pregunta por la legitimidad. Para ponerlo
de otra manera Occidente es inconcebible sin una metanarrativa. Desde
su aparición común en el siglo xvi el capitalismo mundial, el Estado
moderno y la colonización plantearon —y continúan planteando— el
tema de la base filosófica del orden para Occidente. ¿Qué lenguaje puede
legitimar el control universal? De nuevo la geografía de la imaginación
y la geografía de la administración parecen ser distintas y, sin embargo,
interrelacionadas, empírica y analíticamente.
Otra vez las convergencias cronológicas ilustran este punto. Más o
menos en la época cuando Machiavelli escribió Il principe la corona
española hizo conocer sus leyes suplementarias sobre la colonización
americana y en 1513 el clan Medici aseguró el papado con la nominación
de León X —el mismo León, Obispo de Roma, a quien Pietro Martire
dedicó partes de su etnografía. Dos años más tarde el ascenso de Francisco
I como rey de Francia señaló la invención autoconsciente de las tradiciones
constitutivas del Estado-nación francés —una autoconciencia manifiesta
en la imposición del uso del dialecto francés y la creación del Colegio
de Francia.20 Un año después del advenimiento de Francisco Carlos I
(después Carlos V) se convirtió en rey de Castilla y de sus posesiones
del Nuevo Mundo y dos años después Martín Lutero publicó las tesis de
Wittenberg. La segunda década del nuevo siglo terminó, por pura casua-
lidad, con una apariencia de victoria del orden, esto es, la “elección” de
Carlos a la corona imperial en 1519. Pero la condena de Lutero (1520), la
agitación social en Castilla y la llamada amenaza Oriental (que culminó

19 Desde entonces las descripciones del salvajismo inscribirían la ausencia,


gramáticamente, de una manera hoy bastante conocida (e incuestionada)
por los antropólogos. El salvaje es lo que no es Occidente: “sin comercio,
sin conocimiento de las letras, sin ciencia de números... sin contratos,
sin sucesiones, sin dividendos, sin propiedades...” (Montaigne 1952:94).
Este lenguaje es bastante diferente del de Polo (1958) e, incluso, del de
Plinio pero sus antecedentes inmediatos son las primeras descripciones
de Américas; Colón, por ejemplo, pensó que los “indios” no tenían
“religión” —probablemente quiso decir “ninguna de las tres religiones
de Abraham.”
20 No puedo sugerir que Francisco I previó, conscientemente, un Estado-
nación francés en el sentido moderno pero el orden absolutista que
imaginó se reveló como históricamente insostenible sin la tradición
inventada necesaria para la construcción simbólica de la nación. Sólo
por una de esas ironías de las cuales está repleta la historia esta tradición
revivió en la época de la Revolución y fue solidificada por un mercenario
corso sin pretensión a la nobleza franca, Napoleón Bonaparte.

66
Transformaciones globales

con el sitio de Viena por los turcos en 1529) siguieron recordando a la


naciente Europa que su autoentrega no ocurriría sin dolor. La noción de
un imperio universal que destruiría las fronteras de las Cristiandad a través
de su expansión ineluctable se volvió más atractiva en el pensamiento y
más inalcanzable en la práctica.21
Las Utopías ficcionalizadas que se escribieron inmediatamente después
de More y se sobrepusieron a la reformulación práctica del poder en
una Europa recién definida fueron, en general, reformistas más que
revolucionarias, apenas abriendo nuevos terrenos imaginarios (Trousson
1975:62-72). Esto no es sorprendente porque así como el Salvaje está
en una relación desigual con la Utopía la Utopía está en una relación
desigual con el orden. Así como el Salvaje es un argumento metafórico
por o contra la Utopía la Utopía (y el Salvaje que abarca) es un argu-
mento metafórico por o contra el orden, concebido como una expresión
de universalidad legítima. Es la mediación del orden universal como el
significado definitivo de la relación Salvaje-Utopía que da pleno sentido
a la tríada. En defensa de una visión particular del orden el Salvaje se
convirtió en evidencia de un tipo particular de Utopía. Que la misma
fuente etnográfica pudiera ser usada para hacer el argumento contrario
no importó más allá de un requerimiento mínimo de verosimilitud. Sin
duda Las Casas estuvo en el Nuevo Mundo pero Sepúlveda no y este
hecho contribuyó a la causa del Procurador. Sin duda los seguidores de
Rousseau estaban en lo cierto y la escuela de Gotinga estaba equivocada
sobre los tamaños craneales. Sin duda el veredicto empírico todavía
no está del lado de los tasaday. Pero ahora, como entonces, el Salvaje
es sólo evidencia en un debate cuya importancia no sólo sobrepasa su
entendimiento sino su existencia.
Así como la Utopía puede ser ofrecida como una promesa o como
una ilusión peligrosa el Salvaje puede ser noble, sabio, bárbaro, víctimo
o agresor, dependiendo del debate y los propósitos de los interlocutores.
El espacio dentro del nicho no es estático y sus contenidos cambiantes no

21 La atracción de una universalidad jerarquizada estuvo, inicialmente,


confinada a intelectuales, políticos y líderes religiosos porque tomó largo
tiempo a Occidente convencerse a sí mismo. En pleno Renacimiento la
conciencia de ser extranjero no trajo, automáticamente, “ningún sentido
claro de involucramiento personal con el país del individuo, por no decir
con la Cristiandad en su conjunto” (Hale 1977:119). Al mismo tiempo,
sin embargo, la gente ya estaba muy lejos de la organización implícita,
por ejemplo, en la introducción de Marco Polo: “En el año del señor
de 1260, cuando Balduino era emperador de Constantinopla...” Desde
entonces “Nuestro Señor” se había convertido en el señor y Constanti-
nopla en un no lugar.

67
Michel-Rolph Trouillot

están predeterminados por su posición estructural. Abundan las variantes


regionales y temporales de la figura del Salvaje a pesar de tendencias
recurrentes que sugieren una especialización geográfica.22 A menudo
el discurso antropológico modifica la proyección de observadores no
académicos sólo en la medida en que los “disciplina.”23 En otras ocasiones
los antropólogos contribuyen a crear y a reforzar imágenes que pueden
cuestionar permutaciones previas.24 Así, lo que sucede dentro del nicho
no está condenado y no deja de ser importante (Fox 1991; Vincent 1991).
Más bien, la crítica de la antropología no puede bordear este nicho. Ahora
la dirección de la disciplina depende de un ataque explícito a ese nicho y
al orden simbólico sobre el cual está basada (Figura 1). Mientras el nicho
permanezca, en el mejor de los casos el Salvaje es una figura del habla,
una metáfora en un argumento sobre la naturaleza y el universo, sobre
el ser y la existencia —en suma, un argumento sobre el pensamiento
fundacional.

22 Sospecho que el Salvaje como sabio es asiático la mayoría de las veces;


que el Salvaje como noble es, frecuentemente, un nativo norteamericano;
que el Salvaje como bárbaro es, usualmente, árabe o negro. Pero ni los
papeles ni las posiciones son siempre claras y las dicotomías estructu-
rales no siempre prevalecen en la historia. Los judíos y los gitanos, por
ejemplo, son salvajes “dentro” de Occidente —una posición incómoda
de la que no da cuenta la dicotomía Aquí/Otro Lugar pero resuelta, en
la práctica, por la persecución.
23 La insistencia antropológica sobre, digamos, la rebelión y la resistencia
en América Latina; la economía como sobrevivencia material en
África; la expresión ritual en el sureste asiático y el énfasis temático
que Appadurai (1991) llamó “conceptos guardianes” participan de una
distribución simbólica que antecede, cronológica y epistemológica-
mente, la división de trabajo en la disciplina. Un gran vacío del trabajo
de Edward Said (1978) es la lectura equivocada del “orientalismo” sólo
como un grupo de permutaciones dentro del nicho del Salvaje.
24 Mi mayor familiaridad con la antropología del Caribe puede explicar
por qué encuentro la mayoría de mis ejemplos positivos en este rincón
del mundo pero para los caribianistas es obvio que la antropología
contribuyó a desafiar la idea de las Antillas como islas en el sol pobladas
por nativos indolentes —una visión popularizada desde el siglo xix por
escritores racistas, aunque famosos, como Anthony Trollope (1859).
Otro asunto es saber qué tan exitoso fue ese desafío pero 40 años antes
de que la “política vudú” se volviera un eslogan peyorativo en la jerga
política de Norteamérica algunos antropólogos norteamericanos y
europeos tomaron en serio la religión popular haitiana (e.g., Herskovits
1975).

68
Transformaciones globales

Figura 1. La organización simbólica del nicho del salvaje, ca. 1515-1990.

Retrato del artista como burbuja


Esto nos regresa al presente. He argumentado que historizar a Occidente
es historizar a la antropología y viceversa; también he sugerido que los
cambios que están sucediendo en el mundo, dentro y fuera de la academia,
hacen que esa doble historización sea urgente y necesaria. Si estos dos
argumentos son correctos exponen la seriedad de los desafíos que enfren-
tamos; también exponen las limitaciones de algunas de las soluciones
propuestas. El retrato del antropólogo postmodernista que emerge de
este ejercicio dual no es feliz. Con la cámara y el diario de campo en
sus manos busca al Salvaje, pero éste ha desaparecido. El problema
comienza con la herencia condenada de los modernos. El mundo que el
antropólogo hereda ha borrado la huella empírica del Salvaje-objeto: las
botellas de Coca Cola y los cartuchos ahora oscurecen las huellas cono-
cidas. Sin duda podemos reinventar al Salvaje o crear nuevos Salvajes
en Occidente. Las soluciones de este tipo son muy atractivas (véanse los
Capítulos 3 y 6). La noción de salvajismo es cada vez más redundante en
términos empíricos, independientemente del Salvaje-objeto; las condi-
ciones persistentes de la modernidad hacen que esa noción sea difícil de
evocar en la imaginación ahora que hordas de Salvajes han engrosado
los tugurios del Tercer Mundo o llegado hasta las playas del Atlántico
Norte. Estamos lejos de los tiempos cuando cinco esquimales causaron
furor en Londres. El primitivo se ha vuelto terrorista, refugiado, luchador

69
Michel-Rolph Trouillot

por la libertad, cultivador de amapola o coca, o parásito. Algunas veces


puede ser antropólogo. Los documentales de la televisión muestran sus
condiciones “reales” de existencia; los periódicos underground exponen
sus sueños de modernidad. Gracias a la modernidad y a la modernización
el salvaje ha cambiado, Occidente ha cambiado y Occidente sabe que
ambos han cambiado empíricamente.
Pero la modernidad es sólo parte de la dificultad de los antropólogos.
Los obstáculos modernos tienen respuestas modernas (técnicas) —o eso
creíamos. El asunto clave es que las soluciones técnicas ya no bastan;
como mucho, pueden resolver el problema del objeto empírico quitando
las botellas de Coca Cola y los cartuchos; al menos, pueden construir
una cara enteramente nueva para el salvajismo. Pero no pueden remediar
los cambios en el campo temático más amplio, especialmente porque
el Salvaje nunca dominó ese campo; sólo fue uno de los requisitos de
una relación tripartita, la máscara de una máscara. El problema no es,
simplemente, que las máscaras están rotas, que los verdaderos caníbales
son raros ahora, ni siquiera que ahora —como en Cannibals and chris-
tians (Caníbales y cristianos), de Norman Mailer (1966)— ambos sean
igualmente buenos o igualmente malvados (Walkover 1974), si la maldad
puede ser definida (Lyotard 1986).
Este es el dilema postmoderno; es parte del mundo de constructos y
relaciones revelado por nuestras instantáneas yuxtapuestas y es un dilema
intrínseco de la antropología postmoderna. Porque si los pensamientos
fundacionales están colapsando, si las Utopías son argumentos sobre el
orden y los pensamientos fundacionales y si el Salvaje existe, básica-
mente, en una correspondencia implícita con la Utopía el especialista
en salvajismo está en una situación difícil. No sabe cómo resolverla. Su
modelo favorito ha desaparecido o, cuando lo encuentra, rehúsa posar
como se espera que lo haga. El etnógrafo examina sus herramientas y
encuentra que su cámara es inadecuada. Más importante aún, su campo
de visión parece borroso. Pero necesita volver a casa con una foto. Llueve
afuera y los zancudos están comenzando a picar. Desesperadamente, el
desconcertado antropólogo quema sus notas para crear un momento de
luz, mueve su cara hacia la llama, cierra sus ojos y, sosteniendo la cámara
con sus manos, toma una foto de sí mismo.

Tácticas y estrategias
Para que este retrato no caracterice al antropólogo postmodernista como
epítome de la autoindulgencia (como sugieren muchos críticos) déjenme
decir que los rótulos narcisistas no caracterizan a los antropólogos postmo-

70
Transformaciones globales

dernistas como individuos mejor que como tipifican a sus predecesores o


adversarios. Los intelectuales reclamaron y ganaron, mucho antes que el
postmodernismo, una autoindulgencia bien recibida por la sociedad. La
intención individual es secundaria en este asunto. En cualquier caso, la
situación del antropólogo precisa más reflexiones sobrias que acusaciones
mezquinas de egomanía a través de campos teóricos.
Puedo terminar siendo más indulgente y más severo —arriesgando la
condena de enemigos y proponentes por igual— si digo que la percibida
autoindulgencia de los antropólogos postmodernistas es inherente a la
situación, lo que la hace tan obvia y blanco tan fácil para sus oponentes.
Si tomamos seriamente la percepción del colapso de las metanarrativas
Occidentales, el vacío creado por la caída de la Casa de la Razón en los
campos antes fértiles de la imaginación utópica y la destrucción empírica
del Salvaje-objeto entonces el antropólogo consciente de esta situación
no tiene un blanco por fuera de sí mismo (como testigo) y de su texto
(como pretexto) en el universo temático que hereda.
Una vez puesto en estos términos el dilema parece manejable. Una
solución obvia es confrontar y cambiar el campo temático y reclamar
nuevos terrenos para la antropología —justo lo que algunos antropó-
logos han venido haciendo, aunque sin programas explícitos. Pero el
dilema vivido por los postmodernistas no es menos real y la epifanía de
la textualidad no puede ser reducida a un simple agregado de tácticas
individuales de autoengrandecimiento o preservación.25 Si las políticas
electorales pueden explicar tanta exageración o el ansia por nuevas modas
en la antropología de Norteamérica y de otras partes, dicen poco de los
mecanismos que conducen a escogencias específicas en una miríada de
posibilidades.26 ¿Por qué el texto? ¿Por qué el repentino redescubrimiento

25 Sin duda el declarado descubrimiento del texto provoca hipérboles


pasajeras. Todos sabemos que la etnografía también era texto, incluso
sólo si tenemos en cuenta a los estudiantes de postgrado no graduados
que tuvieron que dedicarse a manejar taxis cuando sus trabajos no vieron
la luz del día o sus carreras fueron destruidas cuando las disertaciones
doctorales no pudieron convertirse en libros “publicables” (¿el texto/test
por excelencia?). No es nuevo que Marcus y Cushman (1982:27) “por
simplicidad... no consideren la excitante relación entre la producción
de un texto etnográfico publicado y sus versiones escritas intermedias.”
Los comités que otorgan estabilidad laboral a los profesores han estado
haciendo lo mismo por años, también “por simplicidad,” mientras
continuamos ignorando, educadamente, las políticas electorales que
condicionan el éxito académico.
26 Eric Wolf (1969) trató de generar algún interés en la sociología del
conocimiento antropológico pero su llamado no fue escuchado. Esa

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Michel-Rolph Trouillot

de la literatura (por los antropólogos, hasta cierto punto) y sólo de alguna


literatura? Aunque mucho del (re)descubrimiento de la textualidad y de
la legitimación autorial se asocie con maniobras de mitad de período
también debe ser visto en otro contexto; en ese contexto —el campo
temático delineado por el orden, la Utopía y el Salvaje— este énfasis en
la textualidad representa una retirada estratégica producida por la percep-
ción de una destrucción inminente. En otras palabras, sólo las políticas
electorales no pueden explicar la antropología postmodernista. Para
proponer alternativas viables tenemos que tomar el contexto ideológico y
teórico del postmodernismo con mayor seriedad que los postmodernistas.
También tenemos que tomar con seriedad la crítica literaria y la filosofía.

Metáforas en etnografía y etnografía como metáfora


El descubrimiento de la textualidad por los antropólogos norteamericanos
en la década de 1980 estuvo basado en una noción del texto bastante
limitada (véase el Capítulo 6). El énfasis en “la importancia independiente
de la escritura etnográfica como género literario” (Marcus 1980:507),
el rechazo del pre-texto, del con-texto y del contenido contribuyeron a
leer el producto antropológico aislado del campo más amplio donde se
generan sus condiciones de existencia. Aparte de referencias pasajeras,
el rumbo de la investigación sobre las relaciones entre la antropología,
el colonialismo y la “neutralidad” política que comenzó a finales de la
década de 1960 y comienzos de la de 1970 (e.g., Asad 1973) se considera
cerrado porque, supuestamente, reveló todas sus verdades parciales. El
feminismo —como discurso que reclama la especificidad de (algunos)
sujetos históricos— es dejado de lado, aparte de menciones marginales
al género, porque se dice que sólo trata con el “contenido.”27 A pesar de

sociología todavía es muy necesaria, aunque será más relevante si se


articula con la organización simbólica delineada en este capítulo.
27 Véase la negación indulgente del feminismo que hizo Clifford
(1986a:21) sólo en términos textuales: “No ha producido formas
no convencionales de escritura ni desarrollado reflexiones sobre la
textualidad etnográfica.” No importa que algunas corrientes feministas
ahora sustenten el discurso más potente sobre la especificidad del sujeto
histórico y, por extensión, sobre el problema de la “voz.” No se puede
negar que algunas mujeres blancas de clase media, especialmente en
los Estados Unidos, quieren universalizar esa “voz” recién encontrada
y su empresa feminista amenaza con volverse una nueva metanarrativa,
similar al tercermundismo de Fanon o al Poder Negro de la década de
1960, pero es extraño, por lo menos, que Clifford rechazó las escrituras
feministas y no Occidentales por haber hecho impacto sólo en asuntos
de contenido.

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Transformaciones globales

las referencias marginales al Tercer Mundo los temas generados por la


historización del Otro hecha por Wolf (1982) —un estudio que, inheren-
temente, hace de la antropología parte de este mundo cambiante— son
considerados discutibles. A pesar de las menciones a las relaciones de
producción textual los mecanismos y procesos enfatizados son los que
singularizan la voz de la antropología como si el discurso antropológico
fuera autocontenido o autosuficiente.
No resulta sorprendente que la exploración arqueológica que apun-
tala el ejercicio norteamericano de reflexividad tienda a detenerse en la
institucionalización de la antropología como una disciplina en el mundo
anglófono o, como mucho, en el delineamiento de un discurso antropoló-
gico especializado en la Europa de la Ilustración. A pesar de la declarada
renuncia a los rótulos las fronteras se establecen en términos modernos
para producir una historia de la disciplina, aunque con énfasis diferentes.
La construcción revelada es un orden discursivo en la antropología, no el
orden discursivo donde opera y tiene sentido la antropología —aunque,
una vez más, este campo más amplio parece merecer una mención pasa-
jera. El aspecto representacional del discurso etnográfico es atacado con
un vigor absolutamente desproporcionado en relación con el valor refe-
rencial de las etnografías en el campo más amplio donde la antropología
encuentra su significado. Para usar un lenguaje todavía válido el objeto de
estudio es lo “simple” más que la reproducción “agrandada” del discurso
antropológico. A pesar de la terminología y de las citas el campo temático
en el cual se basa la antropología apenas es tocado.
Si tomamos con seriedad la propuesta de ver la antropología como
metáfora —creo que podemos hacerlo, si tenemos en cuenta el campo
temático que he descrito— podemos ver más que metáforas en antro-
pología. El estudio de la “alegoría etnográfica” (Clifford 1986b; Tyler
1986) no puede referirse, básicamente, a formas alegóricas en etnografía
sin perder de vista el panorama más amplio. Nuestro punto de partida no
puede ser “una crisis en antropología” (Clifford 1986a:3) sino las historias
del mundo.28 Necesitamos salirnos de la antropología para ver la cons-
trucción de la “autoridad etnográfica” no como un requerimiento tardío
del discurso antropológico (Clifford 1983) sino como un componente
temprano de este campo temático más amplio que es constitutivo de la
antropología (véase el Capítulo 6). ¡Ojalá que el poder de la antropo-
logía dependiera de inmigrantes geniales como Franz Boas y Bronislaw
Malinowski! Nos permitiría encontrar nuevas cabezas de turco sin tener

28 De hecho, dudo que haya crisis en la antropología; más bien, hay crisis
en el mundo que asume la antropología.

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Michel-Rolph Trouillot

que buscarlas en el Renacimiento. Pero el ejercicio en reflexividad


debe hacerse hasta el final y examinar, completamente, la reproducción
ampliada del discurso antropológico.29
Los observadores pueden preguntar por qué el experimento post-
modernista en la antropología de Estados Unidos no ha estimulado un
aumento de modelos sustantivos. La dificultad de pasar de la crítica a la
sustancia no sólo es debida a una aversión teórica al contenido o a una
sospecha instintiva hacia los modelos. Después de todo, la ola postmo-
dernista revitalizó la producción sustantiva en otros campos académicos;
estimuló a los arquitectos y a los teóricos políticos por igual. Por lo menos
ha provocado debate sobre y de sustancia. Más aún, algunos radicales
políticos defienden la posibilidad de prácticas militantes enraizadas en
el postmodernismo —aunque no sin controversias (Laclau y Mouffe
1985; Arac 1986b; Ross 1988b). Más importante, la conciencia implícita
de una situación expandida de la postmodernidad continúa motivando
movimientos de base en todo el mundo con sus verdades y resultados
parciales. De hecho, un antropólogo bien puede leer el postmodernismo o,
por lo menos, la situación postmoderna como un caso para la especificidad
de la otredad, para la destrucción del nicho del Salvaje.
Reclamar la especificidad de la otredad es sugerir un residuo de expe-
riencia histórica que siempre escapa al universalismo justamente porque
la historia siempre involucra objetos irreductibles; es reservar un espacio
para el sujeto (no el sujeto existencial favorecido por el Sartre temprano
y que continua arrastrándose, de nuevo, en el mea culpa de la antropo-
logía sino los hombres y mujeres que son los sujetos de la historia);30 es
reconocer que este espacio del sujeto histórico está fuera del alcance de
todas las metanarrativas, no porque las metanarrativas son creadas iguales
y estén igualmente equivocadas —que es la pretensión del nihilismo y
siempre termina favoreciendo algunos sujetos y algunas narrativas— sino
porque esas pretensiones a la universalidad implican, necesariamente, el
silencio de las primeras personas, en singular o plural, que son conside-

29 Los ejercicios limitados de los postmodernos tomarían nuevas dimen-


siones si se usan para mirar la reproducción ampliada de la antropología.
Por ejemplo, si fuéramos a reanimar la noción del género literario para
leer etnografía (Marcus 1980) necesitaríamos especular un metatexto (la
clasificación retrospectiva de un crítico) o la sanción de una audiencia
de no especialistas o un marco temático e ideológico en la forma de
un campo architextual (Genette et al. 1986). Hablar de cualquiera de
ellos en relación con la etnografía como género literario ilustraría la
reproducción ampliada y reexaminaría los terrenos de la antropología.
30 Agradezco a Eric Wolf por llevarme a hacer esta distinción importante.

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Transformaciones globales

radas marginales. Decir que la otredad es siempre específica e histórica


es rechazar esta marginalidad. El Otro no puede ser abarcado por una
categoría residual: no hay nicho del Salvaje. La dicotomía “nosotros y
todos los demás,” implícita en el orden simbólico que crea a Occidente,
es un constructo ideológico y las muchas formas de tercermundismos
que reversan sus condiciones son sus imágenes especulares. No hay un
solo otro sino multitudes de otros que son otros por diferentes razones, a
pesar de las narrativas totalizantes, incluyendo la del capital.
Muchas proposiciones se desprenden de este enunciado, la menor de
las cuales no puede ser que una disciplina cuyo objeto es el Otro pueda, de
hecho, no tener objeto —lo que nos llevaría a examinar, con detenimiento,
la especificidad metodológica de la antropología. También se desprende
que la autenticidad del sujeto histórico puede no estar totalmente capturada
desde afuera, ni siquiera por medio de citas directas; puede haber algo
irreductible en la primera persona del singular. Este asunto, a su vez,
conduce a dos temas relacionados: el estatus epistemológico del discurso
nativo31 y el estatus teórico de la etnografía. Me referiré a estos dos temas
en el Capítulo 6 pero son necesarias algunas conclusiones preliminares.
Primero, la antropología necesita evaluar sus ganancias y sus pérdidas
con un conteo justo del conocimiento que los antropólogos han producido
en el pasado, alguna veces a pesar de sí mismos y casi siempre a pesar
del nicho del Salvaje. Nos debemos a nosotros mismos preguntarnos
qué quedará de la antropología y de las monografías específicas cuando
eliminemos este nicho —no para revitalizar la tradición disciplinaria con
cirugía cosmética sino para construir una epistemología y una semiología
de lo que han hecho y pueden hacer los antropólogos. No podemos
asumir, simplemente, que el modernismo ha agotado todos sus proyectos
potenciales; tampoco podemos asumir que la “etnografía realista” sólo

31 El asunto del estatus de los mezclados (abordado por Abu-Lugod 1991)


puede ser analizado, adicionalmente, en estos términos. No tenemos que
caer en el nativismo para hacer preguntas epistemológicas sobre el efecto
de la experiencia acumulada históricamente, la “plusvalía histórica” que
grupos específicos de sujetos-como-practicantes llevan a la disciplina
basada en la existencia del nicho del Salvaje y la conmensurabilidad
de la otredad. Al mismo tiempo, por razones filosóficas y políticas me
opongo a las fórmulas del tipo “añada los nativos, revuelva y proceda
como siempre” que son tan exitosas en las políticas electorales dentro
y fuera de la academia. La antropología necesita algo más fundamental
que la cirugía reconstructiva y los mezclados, las mujeres, la gente de
color, etc, merecen algo mejor que un nuevo nicho (véanse los Capítulos
3 y 6).

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Michel-Rolph Trouillot

ha producido figuras de lenguaje vacías y pretensiones de autoridad poco


profundas.
Segundo, armados con este arsenal renovado recapturar dominios
de significado creando puntos estratégicos de “reingreso” al discurso
sobre la alteridad: áreas del discurso donde la introducción de nuevas
voces o nuevas combinaciones de sentido perturbe el campo entero y
abra el camino para su recaptura (parcial).32 Este capítulo no es el lugar
para expandirme en las direcciones de estas muchas preguntas, mejor
abordadas en los Capítulos 4, 5 y 6. Sólo puedo fastidiar al lector seña-
lando algunas tareas urgentes en este nuevo contexto: una reevaluación
epistemológica del sujeto histórico (la primera persona del singular que
ha sido abrumada por la voz de la objetividad o por la del narrador y que
es tan importante para muchas feministas, especialmente afrodescen-
dientes); una reevaluación similar de la condición y del discurso de los
nativos, hasta ahora poco conceptualizados; y una teoría de la etnografía,
ahora repudiada como la nueva “falsa conciencia.” Por ahora, al menos,
necesitamos más etnografías que aborden estos temas a través de casos
concretos, no tanto etnografías que cuestionen la dicotomía autor/nativo
al exponer el desnudo como desnudez sino etnografías (¿etno-historio-
semiologías?) que ofrezcan nuevos puntos de reingreso al cuestionar
el mundo simbólico en el cual se basa la “natividad.” Por lo menos los
antropólogos pueden mostrar que el Otro, aquí y en cualquier parte, es
realmente un producto —simbólico y material— del mismo proceso que
creó Occidente. En suma, es hora de proposiciones sustantivas dirigidas,
explícitamente, a la desestabilización y eventual destrucción del nicho
del salvaje.
Que no haya ocurrido así en la antropología norteamericana es un
asunto de escogencia. A pesar de una terminología que exige una deco-
dificación de la “antropología como metáfora” escasamente estamos
leyendo a la antropología; más bien, estamos leyendos páginas antropo-
lógicas y la atención sigue estando puesta, básicamente, en las metáforas
de la antropología. Esta negativa recurrente a profundizar el ejercicio
arqueológico oscurece la posición asimétrica del salvaje-otro en el campo
temático en el cual se basa la antropología; niega la especificidad de la

32 La reapropiación simbólica que la Cristiandad impuso al judaísmo o que


la teología de la liberación está haciendo de la Cristiandad en algunas
partes del mundo, la reorientación que el movimiento ecológico ha
inyectado a los nociones de “sobrevivencia,” el redireccionamiento que
el feminismo ha impuesto en los asuntos de género y la perturbación
que hizo Marx de la economía política clásica desde dentro, todos son
ejemplos desiguales de “reingreso” y recaptura.

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Transformaciones globales

otredad, subsumiendo al Otro en la mismidad del texto, percibido como


una cooperación liberadora. ¿”Somos el mundo”?33
La antropología no creó el Salvaje; más bien, el Salvaje fue la raison
d’etre de la antropología. La antropología llegó para llenar el nicho del
salvaje en la trilogía orden-utopía-salvajismo, una trilogía que precedió la
institucionalización de la antropología y le dio coherencia continua a pesar
de los cambios intradisciplinarios. Ahora esta trilogía está amenazada. Ya
es tiempo de atacar, frontalmente, las visiones que dieron forma a esta
trilogía; de atacar sus raíces éticas y sus consecuencias; y de encontrar
una mejor ancla para una antropología del presente, una antropología del
mundo cambiante y sus historias irreductibles. Pero muchos antropólogos
sólo pasan cerca de esta oportunidad mientras buscan al Salvaje en el
texto; quieren que leamos los tropos internos del nicho del Salvaje, sin
duda un ejercicio útil a pesar de su autoindulgencia potencial, pero se
niegan a abordar, directamente, el campo temático (y, por lo tanto, el
mundo más amplio) que hizo (hace) posible este nicho, malhumorada-
mente preservando el nicho vacío.
Los tiempos han cambiado desde el siglo xvi: ahora uno es inocente
hasta que se pruebe lo contrario. Así, las pretensiones de inocencia pueden
tomar la forma del silencio. De alguna manera, para mi sorpresa, extraño
la fiel indignación de Las Casas.

33 La canción We are the world (Somos el mundo) fue escrita por los
cantantes Michael Jackson y Lionel Ritchie para recolectar dinero para
la campaña “USA for Africa.” La canción fue grabada en los American
Music Awards el 28 de enero de 1985 para asegurar que participaran
más de 35 de los músicos más populares del momento. La canción y el
album del mismo nombre ganaron el premio Grammy por mejor canción
del año y mejor disco del año.

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