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“En torno de las lecturas del presente.


Sandra Contreras (Conicet-UNR)

Noticia
Este trabajo se escribió para participar, junto con Josefina Ludmer, Claudia Gilman y Martín Prieto,
de la Mesa “Intervenciones de la Crítica”, en el Tercer Argentino de Literatura, realizado en la
Universidad Nacional del Litoral del 14 al 16 de agosto de 2007. La reformulación que ahora me
interesaría precisar, después de seguir conversando sus hipótesis, con alumnos y colegas, en
distintos encuentros a lo largo de estos tres años, se incluye, en parte, en el Dossier “Cuestiones
de Valor” del Boletín/15 del Centro de Estudios en Teoría y Crítica Literaria, del año 2010. Para
estos Cuadernos prefiero mantener la versión que se leyó en el Seminario.

Quisiera ensayar un rodeo en torno a las lecturas del presente de la literatura argentina. Me refiero
a las lecturas del presente que en los últimos meses han puesto en el centro de la discusión no
sólo el paso de un sistema literario, con sus redes y jerarquías, a otro (esto es, la pregunta por lo
nuevo que recurre periódicamente y es nuestra tradición), sino también, y sobre todo, la puesta en
cuestión, y hasta la transformación, del estatuto mismo de la literatura hoy, de su concepto y de los
valores a él asociados. Discusión de larga duración, desde luego, que Roland Barthes ya
anunciaba en su sesión de 1978; es decir, discusión que ni es reciente ni mucho menos exclusiva
de la literatura argentina, pero que en nuestro contexto inmediato parece haberse acelerado o
intensificado en los últimos años adoptando tonalidades particulares y hasta un modo propio de
poner en escena el problema más interesante de esta transformación como es el de la tensión,
medular cuando se trata del presente inmediato, entre las insistencias del pasado y las líneas de
fuga hacia el futuro. Estoy pensando, claro está, en las recientes intervenciones de Beatriz Sarlo y
de Josefina Ludmer sobre la narrativa argentina que se está escribiendo hoy, dos lecturas cuyo
punto de vista podría definirse, creo que sin dificultad, para ambas, como el de la ontología del
presente tal como Foucault lo vio en “¿Qué es la ilustración?”: una permanente reactivación de la
modernidad como actitud, esto es, de un modo de relación con y frente a la actualidad entendido
como un ethos filosófico que debe, por una parte, abrir un dominio de indagaciones históricas
según una actitud histórico-crítica de nosotros mismos, y, por otra, someterse a la prueba de la
realidad y de la actualidad según una actitud experimental. El rodeo que intentaré consistirá,
apenas, en el ensayo de un par de comentarios en torno de las preguntas que, creo, abren estas
intervenciones y la evidente confrontación de sus protocolos de lectura; también en torno de las
preguntas que, entiendo, ellas permitirían plantear sobre sus condiciones de posibilidad, a partir de
la tensión -en ellas, entre ellas- entre el ethos del diagnóstico crítico, las fuerzas de la descripción,
y el ethos de la actitud experimental, las fuerzas de la valoración. Todo será [quisiera ser]
formulado en el orden de la conjetura y la interrogación.
Como se advierte inmediatamente, los dos artículos que Beatriz Sarlo publicó en diciembre
de 2005 y diciembre de 2006 en Punto de Vista, “Pornografía o fashion” y “Sujetos y tecnologías.
La novela después de la historia” apuestan por una lectura que se quiere analítica en el diagnóstico
pero al mismo tiempo fuerte y centralmente valorativa de algunas de las novelas que, publicadas
entre 2004 y 2006, aparecen, en la red de lecturas críticas, académicas y hasta poéticas (de los
propios escritores), como “lo nuevo”. Como lo sabemos, el diagnóstico dice que el presente es, casi
masivamente, el tiempo de la literatura que se está escribiendo hoy, y que el peso de ese presente,
a diferencia del peso del pasado o de la historia en las novelas de la década del 80, no es el de un
enigma a resolver sino el de un escenario a representar. La valoración es que, sumergidas sin
distancias en ese presente que pretenden representar y entregadas al registro plano y a la
celebración festiva o bienpensante de las diferencias culturales (las tribus y los dialectos urbanos),
estas novelas resultan pura documentación etnográfica de los temas del presente (del momento) y
de este modo renuncian a, o pierden, o simplemente carecen de, la función cognoscitiva y crítica
propia del (mejor) arte. Uno y otro artículo cierran con la apuesta fuerte por seguir discutiendo, hoy,
en el contexto posmoderno de la disolución de las diferencias y las jerarquías, los presupuestos
estéticos, su cualidad diferencial, y desde luego éste es, en ambos, su centro. La primera pregunta
que quisiera formular responde a un interés por tratar de razonar una primera e inmediata reacción:
¿qué es lo que me incomoda de una lectura con la que comparto muchos de sus presupuestos, no
sólo el rechazo al costumbrismo, a la mimesis banal, y a la corrección ideológica, sino específica, y
especialmente, el interés por seguir pensando hoy en términos de valor literario, mejor, por pensar
los problemas y los modos de su insistencia? ¿Dónde podría residir el malestar?
Enseguida advierto que la reacción no es uniforme, o masiva, y que si bien los dos
artículos son continuos y complementarios, algo sucede en el paso de uno a otro: que lo que
resultó convincente en la lectura de las dos novelas de Alejandro López, se vuelve insuficiente o
disonante cuando el objeto es un corpus más amplio y dispar y cuando en ese corpus está
Washington Cucurto, que la excelente fórmula con la que Sarlo discute los alcances estéticos de
¿kerés coger? y el pretendido legado de Puig en su novela (dice Sarlo: “el exceso de mimesis es
inverosímil, y lo inverosímil es el déficit de invención”) pierde eficacia argumentativa cuando
transforma el exceso de Cucurto –la hipérbole lingüística- en clásico barroquismo de los escritores
cultos con las lenguas bajas. El lapso que transcurre entre uno y otro artículo y entre una y otra
reacción ante sus argumentos, podría ser un índice del modo en que el devenir temporal está
implicado en el ethos valorativo. Como bien lo sabemos el paso del tiempo y también el montaje de
tiempos heterogéneos están implicados en la atribución del valor, y el problema del valor es, desde
luego, el de su duración, el de su vigencia. En este sentido resulta oportuno el recuerdo de Alberto
Giordano, a propósito de “¿Pornografía o fashion?”, de que también las primeras novelas de Puig
fueron descalificadas en su momento por costumbristas y que los argumentos para intentar
desplazarlas hacia la retaguardia de la literatura moderna no eran demasiado diferentes de los que
usa Sarlo aquí; también su observación de que “esto es algo para tener en cuenta, sabiendo, como
sabemos de sobra dice Giordano, que el discurso de la crítica puede resultar conservador cuando
lo que de algún modo lo excede y pone en peligro sus criterios de validación lo deja indiferente o lo
fastidia”. (p.34). Y si, acto seguido, Giordano declara que no está seguro de que éste sea el caso, y
no lo está porque, por una razón oportunista dice, una idea de Sarlo le sirve para precisar que
López fracasa donde Puig revela un talento extraordinario, esto es, “en el arte de imaginar
narrativamente lo inaudito de algunas formas triviales de interlocución”, podríamos decir ahora, a
propósito de “Sujetos y tecnologías” que no estamos seguros de que no lo sea –éste, el caso-
porque la transformación de la hipérbole de Cucurto en “sana diversión, desfachatez y simpatía”,
en diferencia rápidamente asimilable que los “lectores cultos leen con la diversión con que las
capas medias escuchan cumbia”, muestra, creo, la operación implícita de convertir la invención
cucurtiana en “falso trabajo” con la lengua (en el sentido en que Adorno hablaba de la falsa
disonancia del jazz: una disonancia que en la repetición, en lugar de ejercer una auténtica distancia
crítica respecto de la industria cultural, termina volviéndose convención y por lo tanto fácilmente
consumible), y en esa operación creo que podría discutirse no tanto el calificativo de “falso” cuanto
la previa, atribución, de la dimensión del trabajo -un parámetro, creo, por completo ajeno a la
operación de Cucurto, en su poesía y en su narrativa. Para sacar todo esto del banal relativismo
del gusto, podría ser interesante observar lo sintomático que resulta el hecho de que sean poetas y
críticos de poesía los que lean, o hayan leído, algo tan diametralmente opuesto a lo que lee Sarlo
en los relatos de Cucurto. Pienso en Silvio Mattoni y su hipótesis de que “todo ese mundo de
cumbias y bailantas, con su rosario de hallazgos lingüísticos paraguayos o dominicanos, no es más
que la apariencia necesaria para que una escritura, un estilo imponente fabriquen su propia
totalidad”. Pienso en Ana María Porrúa y su convicción de que no hay miserabilismo posible en el
mundo cucurtiano, de que lo popular no está sometido en Cosa de negros a una mirada
etnográfica ni sociológica porque la de Santiago Vega, que no habla de un mundo que no conoce,
no es una pose y porque es la marca de festividad lo que define a un tono que, ya presente en su
1
primer libro de poemas, distingue a su escritura del resto de la nueva narrativa de los 90. Pero
pienso, centralmente, en el brillante libro que Tamara Kamenszain acaba de publicar sobre el
testimonio en la poesía, y en la maestría crítica con que lee la singularidad de la poesía de Cucurto
–pero también de la obra que supone la dramatización de su personaje, de la que no sería ajena
su narrativa- con la lengua misma que inventa Washington Cucurto, esto es, con la lengua como
una red de categorías, de imágenes y de valores, con los que se inventa, de un modo singular y
único, un mundo. Se podrá decir, inmediatamente: pero Kamenszain lee la poesía de Cucurto, no
sus relatos. Frente a lo cual habría que precisar: pero la lectura de Kamenszain no es en absoluto
inmanente ni interior a los poemas en sí; y esto, porque su punto de partida es lo que llama la

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Es preciso advertir enseguida que las lecturas de Mattoni y Porrúa se refieren a la poesía y a Cosas de
negros, antes de la publicación de las siguientes novelas. El tiempo está implicado en la valoración, decíamos,
y no sería improbable que la repetición, la convencionalización, y el consiguiente aburrimiento, que Sarlo
atribuye al costumbrismo etnográfico del presente, volviera por lo menos problemático, para estos poetas,
seguir sosteniendo esas hipótesis de lectura de 2004. En todo caso no lo sabemos. Y en cualquier caso,
también es cierto que Sarlo no distingue en su lectura de 2006 entre Cosas de negros y Las aventuras del Sr.
Maíz, que las lee, digamos, en bloque.
“máquina cucurtiana de publicar”: “ese nudo orgánico donde editar, escribir y publicar ya son una y
la misma cosa”. A partir de aquí la intuición poética con que Kamenszain hace hablar a ese “centro
editor” le permite leer el vitalismo cucurtiano (leer, por ejemplo, en la afirmación de “una poesía sin
más ambición que la de vivir” no la simple y ridícula –el término es de Sarlo- celebración de la
alegría de vivir sino la afirmación de una máquina de vida que, como una matriz, alimenta casi
todos sus libros, incluida su narrativa), y, sobre todo, le permite leer en la máquina de hacer
paraguayitos no la celebración bienpensante de las diferencias culturales sino la creación de un
dispositivo que vuelve literal su amado y mítico Centro Editor de América Latina (“El argentino
Vega –dice- le roba la nacionalidad a un dominicano inexistente y con un pasaporte falsificado se
pone a fabricar paraguayos”), y que asegura para la literatura argentina la circulación de objetos,
según una economía literaria que se esfuerza por traer a la vida, por devolver al uso, los objetos
que están desaparecidos en la órbita muerta de la metáfora.
Después de la lectura del artículo de Sarlo de diciembre de 2006, el encuentro con el libro
reciente de Kamenszain impone esta pregunta: ¿Cuánto resiste –cuánta potencia de sentido gana
o pierde- la lectura de una obra hecha desde una lengua ajena –por completo extranjera- a la que
la obra inventa? Y es que lo espectacular que resulta la extranjeridad de las lenguas –de la lengua
de la crítica con la obra que se lee pero también de las lenguas de la crítica entre sí (pareciera que
Sarlo y Kamenszain hablaran de dos objetos por completo diferentes)- pone en primer plano la
pregunta por el sentido que Sarlo quiere darle a su término central. Resulta evidente que Sarlo
emplea “etnografía” en el sentido de “mirada turística”, en el sentido del turismo contemporáneo
entendido, según Marc Augé por ejemplo, como agotamiento del viaje verdadero y ya imposible.
Pero también resultaría evidente, creo yo, que no es éste un sentido que vaya de suyo toda vez
que se hable, hoy, de mirada o punto de vista etnográficos en el relato. Por supuesto, bastaría con
retomar el clásico libro de Geertz para recordar inmediatamente que ni siquiera en la misma
disciplina la operación del antropólogo como autor se entiende en un sentido tan simple como el
del plano registro descriptivo mediante el expediente de llevar el grabador en la mano. Pero más
allá de esto, que Sarlo desde luego sabe muy bien, lo que importa es que tanto el énfasis puesto
en el término “etnografía” en un sentido tan devaluado como su elección en detrimento de un
término clásico y recurrente en su crítica para impugnar toda mimesis banal del presente como es
el de “costumbrismo” muestran no sólo que Sarlo quiere aplanar como turística toda narrativa que
represente sin distancia crítica las comunidades -“civilizaciones” diría la ficción de Aira- del mundo
contemporáneo, y discutir de paso con cierta hegemonía de los estudios culturales americanos,
sino que esas civilizaciones parecen volverse, para la propia Sarlo, los “otros” del lector: ajenos,
extraños, y hasta incomprensibles. En su lectura de Tristes trópicos Clifford Geertz dice que lo que
emerge de la multiplicidad de textos yuxtapuestos en el libro de Lévi-Strauss es el mito del
antropólogo como buscador iniciático, pero que el punto crítico, en lo que al antropólogo como
autor se refiere, es la crucial experiencia revelatoria (o mejor: antirevelatoria) del estéril y fallido fin
de la Búsqueda iniciática: lo inasequible de los salvajes que ha estado buscando, la imposibilidad
de comprenderlos en sí mismos a no ser traduciéndolos a un análisis universalizador que acabaría
por disolver la extrañeza. Cabría preguntar tal vez: ¿En qué punto la lectura, hecha desde un
afuera total de la obra (quizás debamos decir mejor: desde otro tiempo, desde otro presente, desde
otra actualidad), se vuelve ella misma mirada etnográfica, es decir, punto de vista que convierte a
los objetos del presente inmediato en su otro incomprensible? Pero más aún, ¿en qué punto la
lectura se cierra a la experimentación –según la melancolía del fracaso para remitirnos, por
ejemplo, a la antropología especulativa de Saer- de esa distancia irreductible?

Ahora bien, hay que decir rápidamente que no todo es devaluativo en relación con la
“etnografía” en el artículo. Para confrontar el registro plano, sumergido y tecnológico de Paula,
Cucurto y Link, “la etnografía mala”, Sarlo lee las novelas de Fogwill y Aira y dice: también aquí hay
miradas documentales del presente coyuntural, sólo que las torsiones desrealizadoras reorientan
en cada caso ese potencial documental hacia otra dimensión: así, tanto la etnografía hipotética de
Los pichyciegos que es el procedimiento específico inventado por Fogwill para tratar el carácter
imaginario de la situación narrada, como la levedad graciosa con que las novelas-crónicas de Aira
se separan de la vocación demostrativa y en el fondo pedagógica que tuvo la crónica de espacios
sociales, estarían del lado de la “etnografía buena”. Pero no sólo esa levedad; el delirio final airiano
es la gran operación que socava y desvía el registro documental: el abandono de la trama, que,
dice Sarlo, fuerza la ficción de Aira dentro de una lógica donde todo puede ser posible, desmiente
imprevisiblemente la etnografía social del comienzo. “Lo disparatado –concluye Sarlo- es
inconclusivo y por eso, en otras dimensiones, puede ser ‘etnográfico’: salgamos a pasear por el
mundo donde no hay argumento sino suma de episodios divertidos”. No voy a discutir aquí la
hipótesis de que Aira abandona la trama en el desenlace, y que lo hace porque se aburre de lo que
viene contando, ni de que el delirio final viene a decir que no hay argumento. Pero sí quisiera decir
que me resulta por lo menos extraña la idea de que la pulsión de esta obra sea la de salir a pasear
a registrar, a contar, una suma de episodios divertidos con –sigo citando- la “perfecta distancia del
dandy literario que encuentra chistosa o amena toda variación presente.” Por una parte, si uno
recuerda que los reparos de Sarlo frente a la amenidad de la narración recorren una y otra vez sus
artículos, que uno de los más recientes puede encontrarse en un artículo de 1988 en el que con
Hannah Arendt impugna las operaciones de la industria cultural que vuelve “entretenida” –y por lo
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tanto asimilable, consumible- la literatura de los grandes escritores , resulta bastante evidente que
en el término “divertido” o “ameno”, atribuidos a los avatares de la ficción airiana, subyace –como
un resto tal vez, pero sustrato al fin- algo del orden de una sustracción de valor. No digo que leer a

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El artículo es sobre El coloquio de Alan Pauls, escrito en 1988, antes de que se publique la novela. Sarlo cita
a Hannah Arendt: “Muchos grandes escritores del pasado sobrevivieron a siglos de olvido, pero aún no
tenemos respuesta a la pregunta sobre si podrán sobrevivir a una hipotética versión entretenida de lo que
dijeron”. Y dice después: “Toda la industria cultural está en cuestión en esta frase: Hamlet (sigue Arendt) no
puede ser tan entretenido como una comedia musical. La primera palabra que me viene a la cabeza es
elitismo, no quisiera merecer el adjetivo”. Para Sarlo Pauls logra hacer exactamente lo contrario que quienes
querían adaptar con amenidad a Hamlet. Escribe un relato tragicómico, carente de función: inconsumible.”
Aira como divertido sea restarle valor estético, en absoluto. Digo que en la trama de palabras-
valores de la crítica de Sarlo cuando “lee el presente” en 1988 (el artículo sobre El coloquio está en
la sección Leer en presente de sus Escritos sobre literatura argentina), y que en la trama de
palabras-valores de la crítica de Sarlo en el artículo del 2006 (donde para restar potencial
transgresivo a la operación de Cucurto se la define como “sana diversión”), lo divertido y lo ameno,
variaciones de lo entretenido, no constituyen precisamente un valor, esto es, en la perspectiva de
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Sarlo, un valor que porte distancia crítica en relación con el presente.

Y habría otra cuestión: esta disonancia en el uso del término “divertido” en el artículo haría
serie con otra: lo disonante que resulta el uso extraño y hasta superficial de la categoría de “dandy”
atribuida a Aira. Como todos sabemos, precisamente es en “¿Qué es la ilustración?” que Foucault
lee el ensayo de Baudelaire sobre el pintor moderno y precisa que tanto la moda (que no hace más
que recoger el momento presente como una curiosidad fugitiva o interesante) como la actitud de
flanerie (que es la postura del espectador ocioso que se pasea), se distinguen claramente para
Baudelaire de la actitud y el hombre de la modernidad que tienen un fin más elevado: extraer de la
moda lo que ésta pueda contener de poético en lo histórico. Si Constantin Guys es para Baudelaire
el pintor moderno por excelencia, lo es porque justo cuando el mundo entero adormece, él
comienza su trabajo para transfigurarlo: una transfiguración que no es anulación de lo real sino
juego dificil entre la verdad de lo real y el ejercicio de la libertad. “Para la actitud de modernidad –
dice Foucault- el alto valor que tiene el presente es indisociable de la obstinación tanto en
imaginarlo de modo distinto a lo que es, como en transformarlo, no destruyéndolo sino captándolo
en lo que es”, respetándolo y violándolo a un tiempo. Pero además: la modernidad no es
simplemente para Baudelaire una forma de relación con el presente sino una voluntad que consiste
en no aceptarse tal como se es en el flujo de momentos que pasan y en tomarse por lo tanto a sí
mismo como objeto de una elaboración ardua y compleja: tal, para Baudelaire, la operación del
dandysmo”, la transfiguración del propio cuerpo pero también de la propia existencia en obra de
arte. Si hubiera que atribuirle a César Aira la distancia del dandy decimonónico no encontraría otro
modo de hacerlo sino aludiendo a la transfiguración del escritor en artista y a la gran obra de
transfiguración del realismo en esa etnografía anticipada de las civilizaciones de la Argentina que
Aira imagina como mundos a punto de extinción, juego de libertad con el presente que para
Baudelaire sólo podía realizarse en ese lugar, diferente de la sociedad o del cuerpo político, que
llamaba arte. Desde luego, habría que pensar cómo podría tener lugar esa transfiguración del
pintor, del escritor –del etnógrafo- moderno en la presente coyuntura del post, y admitir de

3
El artículo de Sarlo del 2005 cierra con tres citas de tres novelas en las que la narración del sexo se sustrae
al lugar común, a la moda, y produce, por lo tanto, el shock propio de la distancia estética: Vivir afuera de
Fogwill, Las noches de Flores de Aira y Glosa de Juan José Saer. Después de 15 años de no haber sser leído
en Punto de vista, Aira vuelve a la revista y nada menos que para ser convocado, claramente, como
parámetro de valor estético, nada menos que del lado de Saer. Pero en el artículo de 2006, el movimiento es,
ligeramente, otro: Aira sigue estando del lado bueno, con Fogwill, pero el repliegue en la valoración de Sarlo,
implícito en la atribución de “amenidad”, es por lo menos sugerente.
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inmediato que de ningún modo podría definirse en los mismos términos . Pero creo que tampoco
podría resolverse la pregunta por la relación de Aira con el presente volviendo la operación,
superficialmente, a la superficialidad del espectador distante de la actualidad, del paseante
ocurrente o delirante, travieso y divertido, esto es, reconduciéndolo al lado más banal, menos
complejo, de la empresa moderna –esto es, para Sarlo, la empresa auténticamente artística.

Es probable también que la disonancia que percibimos en estos usos de “etnografía”,


“divertido”, “dandy”, provenga del hecho de que no nos resulte convincente, o adecuado, su
atribución a obras como las de Aira, la de Cucurto, inclusive la de Link, en términos de
procedimientos de representación, es decir, su atribución a textos desgajados o desvinculados de
lo que hoy podríamos llamar “operación”. Resulta claro, creo, que hablar de la literatura de César
Aira supone, ya, hoy, hablar del “fenómeno” Aira, es decir, de “algo” que está (explota, se
disemina) más allá de cada libro, más allá inclusive de la obra en su conjunto, y que tiene que ver
con el gesto que la sustenta, con el acto que está en su génesis y también en su periódica
consumación, que la literatura de Aira no es sólo proliferación del relato sino también, y ante todo,
acción, performance y que por eso la publicación misma es parte esencial de la obra como acto
artístico, como acción. Una prueba de esto podría ser la firmeza con la que ha logrado imponer
esta pregunta: no tanto ¿qué escribe? cuánto ¿pero qué hace?, ¿qué es lo que está haciendo con
la literatura? Reinaldo Laddaga, en un libro que acaba de editarse y que se está presentando en
este momento en Buenos Aires, es bien preciso y lúcido al respecto. Laddaga lee aquí las obras-
prácticas de Aira, Mario Bellatin y Joao Gilberto Noll, como emergentes del estado actual de las
artes, al cual define como el trance de formación de un imaginario de las artes verbales tan
complejo como el que tenía lugar hace dos siglos, cuando cristalizaba la idea de una literatura
moderna. La precisión que me interesa traer aquí es la siguiente: estos escritores, dice Laddaga,
imaginan en sus libros –como se imagina un objeto de deseo- figuras de artistas que son menos
los artífices de construcciones densas de lenguaje o los creadores de historias extraordinarias, que
productores de “espectáculos de realidad”, dedicados a montar escenas en las cuales se exhiben,
en condiciones estilizadas, objetos y procesos de los cuales es difícil decir si son naturales o
artificiales, simulados o reales. Al mismo tiempo, puede registrarse entre ellos la propensión a
emplear sus mejores energías no en producir representaciones de tal o cual aspecto del mundo ni
en proponer diseños abstractos que resulten en objetos fijos sino en construir dispositivos de
exhibición de fragmentos de mundo, según esa tendencia común entre los artistas
contemporáneos a construir menos objetos concluidos que perspectivas, ópticas, marcos que
permitan observar un proceso que se encuentre en curso, el despliegue de una práctica.
Washington Cucurto es, para Laddaga, uno de los emergentes más notables del despliegue de
prácticas de este tipo en Argentina, [por el funcionamiento de la máquina del centro editor, tal como

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En el marco de esta hipótesis pensé en su momento, en Las vueltas de César Aira, que la forma
que adoptaba la vuelta al Arte, su transfiguración, consistía en Aira en la adopción de un como si.
lo lee Kamenszain; también por la fantasía con que imagina en sus textos el despliegue
concomitante de la vida y la escritura, la escritura incitando el despliegue de la vida, la vida
forzando su inscripción en la escritura, en un circuito donde se enlazan en la misma vasta
improvisación, que es al mismo tiempo la de acciones corporales y la de inscripciones]. Y la forma
en que, acorde con esta perspectiva, Kamenszain lee la función de términos como “negras”,
“dominicanas”, “yotibenco” –en absoluto la representación banal de diferencias culturales sino el
intersticio por donde entra, en forma atolondrada, lo real- sería una prueba de la eficacia de leer el
imaginado “realismo” de esta literatura por fuera de los parámetros de la representación.
En un orden más general, diría que los presupuestos de lecturas como las de Kamenszain
y la de Laddaga habilitarían para seguir formulando esta pregunta: ¿Hasta dónde la distancia que
abre el arte –aun en las actuales coyunturas- tendría que seguir pensándose como crítica del
presente, como crítica de la sociedad o de la cultura en la que se realiza? O de otro modo, y si es
que seguimos admitiendo que la práctica artística sigue abriendo una distancia en una ecología
cultural y social muy modificada como la presente, ¿hasta cuándo la forma de esa distancia tendría
que seguir siendo la del desgarramiento, la del trabajo desrealizador, la del socavamiento del lugar
común según una economía literaria que definiera esa crítica como esencialmente negativa, como
fundada en la negatividad?

El artículo de Josefina Ludmer, “Literaturas postautónomas”, que tomo y cito según circuló
a fines del año pasado en la web, apunta al nudo de esta cuestión, que es por supuesto el de la
autonomía del arte en la sociedad contemporánea, cuando diagnostica que “al perder
voluntariamente especificidad y atributos literarios, al perder el valor literario [y al perder la ficción]
la literatura postautónoma perdería el poder crítico, emancipador y hasta subversivo que le asignó
la autonomía a la literatura como política propia, específica”. “Es posible –concluye el párrafo- que
ese poder o política ya no puede ejercerse en un sistema que no tiene afueras.” Pero más allá del
diagnóstico de un estado posterior y diferente al de la autonomía, lo interesante de la intervención
es la postulación de la ambivalencia como régimen político de las escrituras del presente, no sólo
cuando registra la simultaneidad de dos tendencias (las literaturas postautonómas conviven junto
con las escrituras que resisten a esta condición acentuando las marcas de pertenencia a la
literatura autónoma) sino cuando lee la ambivalencia que produce esa divergencia entre autonomía
y postautonomía en las mismas escrituras postautónomas. Se trata, dice Ludmer, de escrituras que
atraviesan la frontera de la literatura pero que en ese movimiento quedan afuera y adentro –“afuera
pero atrapadas en su interior” es la exacta fórmula de Ludmer- de modo tal que siguen portando
algunos de los signos de la literatura (soporte, nombre de autor, género), al mismo tiempo que
aplican a la literatura una drástica operación de vaciamiento que vuelve imposible –o impertinente,
podríamos decir- darles un valor literario: no se sabe o no importa si son buenas o malas, si son o
no literatura. Y más interesante aún que esto es, creo yo, la postulación de la ambivalencia no sólo
como rasgo de los objetos que se leen sino como la condición misma de la lectura del presente.
Que la ambivalencia es la economía de estas escrituras debería poder demostrarse en el
hecho de que no se trata de una ambivalencia interna, intrínseca, de los textos en sí mismos, sino
que de una ambivalencia que salta de los textos hacia afuera y afecta otros niveles: el de la lectura,
el de la recepción, el de valoración. Pienso en la paradoja propuesta por el caso Bruno Morales. Si
admitimos las hipótesis de Ludmer, Bolivia construcciones es y no es literatura, no admite
categorías estéticas para ser leído y juzgado. Pero sucedió que para defenderlo de la acusación de
plagio –de la deslegitimación implicada allí- se abundó en la apelación a estrategias
específicamente literarias: el plagio apareció así como la esencia misma de la operación literaria.
La Vindicación del plagio, que circuló como la Carta de Puán y también en blogs que intervinieron
en el debate como el de Link, sostuvieron, no sólo que “la valoración de la originalidad es histórico
–un invento de la burguesía que se consolidó definitivamente en el capitalismo con el valor de la
propiedad- y no corresponde, digamos, al estado actual de las artes, sino también que el plagio en
Bolivia Construcciones no es en modo alguno ocioso o injustificado porque responde a razones
estructurales de la novela –aquí hay que observar esto: el valor atribuido a las razones
estructurales de la novela-, y que además es injusto y paradójico que se pretenda una limitación y
se confunda con un grosero plagio aquello que constituye una de las excelencias de la novela –
nótese el valor-, su “rica trama de intertextualidades”. Lo más interesante, creo yo, es esa vuelta
por la que entra por la ventana la atribución de valor: si lo que vindica el plagio es “la excelencia”
de su uso en la novela, lo rico de su intertextualidad –de su literariedad-, es evidente que se está
discutiendo si el plagio es bueno o malo, y que se está presuponiendo que lo que lo legitima –
literariamente- es la exitosa operación literaria: un uso bueno y no malo (grosero). No tendría
ningún sentido ver aquí algo así como una contradicción; por el contrario, lo que importa
justamente es el modo en que la ambivalencia instala en los textos, es decir, en su lectura y en su
recepción, algo del orden de la indeterminación (no indefinición, sino más específicamente
indeterminación) de los valores. (Entre paréntesis, quizás aquí, en esta determinación, esté el más
claro legado de Aira. La recurrencia con la que la publicación periódica de las novelas de Aira ha
instalado una y otra vez la pregunta por el valor –como si nos obligara a preguntarnos cada vez:
¿es buena o es mala?- es la gran conmoción que produjo en el sistema de valores de la literatura
argentina y lo que define su gran operación.)

La otra pregunta podría plantearse así: ¿hasta qué punto puede hablarse de posición
diaspórica referido solamente a textos literarios, es decir, sin cruzar explícitamente las fronteras del
libro hacia el despliegue de las prácticas, según la fórmula de Laddaga? Por un lado, ¿alcanzaría
el montaje puesto en escena con el seudónimo de Sergio di Nucci y con los avatares del premio
2006-2007 de La Nación-Sudamericana para situar a Bolivia Construcciones en una posición
diaspórica? Por otro, ¿hasta qué punto basta que la performance se realice en una novela suelta
para hablar de un cambio en el estado mismo de la literatura, o de las artes? No hará falta –mejor
dicho: ¿no seguirá haciendo falta- una performance que sea de algún modo una obra (un gesto
que es una obra)? ¿No sigue siendo necesaria la firma de artista? Aira, Bellatin, Noll. ¿O esto es lo
que se está transformando justamente: la necesidad de la firma de artista? En este sentido, diría
que percibo una cierta desmesura entre la atribución de un cambio radical en la literatura y la falta
de una obra, un gesto, que firmar (excepción hecha de Cucurto que, con la lección mejor aprendida
de Aira, inventa un personaje y lo pone en ficción). Y diría también que lo más interesante de los
gestos críticos de Laddaga y Kamenszain está en el modo en que ensayan una “ontología del
presente”, atenta al estado actual de la literatura, a su puesta en crisis, al mismo tiempo que
conservan, mejor: que retienen, que captan la forma de insistencia de la literatura en fuga. No es
casual, en este sentido, que sea una lectura atenta a sus “mejores” resoluciones, a sus mejores
expresiones. Laddaga usa una fórmula muy precisa, y muy interesante: “Estos son, en efecto, los
libros de escritores ambiciosos”. Se refiere a estos libros del final del libro, libros de una época en
que lo impreso es un medio entre otros de transporte de la palabra escrita, y que se escriben un
poco contra esa forma material, contra este vehículo, como si quisieran forzarlo, modificarlo,
reducirlo a ser el medio a través del cual se transmite la conmoción de individuos situados en el
tiempo y el espacio, conmoción que se prolonga y se despliega en construcciones veloces de
lenguaje que se publican sin reserva o correcciones. Y dice en otro lugar:

Estos escritores toman los modelos para las figuras que describen menos de la larga tradición de
las letras que de otra más breve, la de las artes contemporáneas, tanto que es posible preguntarse
si no obedecen secreta o abiertamente a una fórmula que podría cifrarse, si se quisiera efectuar
una discreta variación sobre cierta expresión de Walter Pater (“all art aspires to the condition of
music”), de esta manera: toda literatura aspira a la condición del arte contemporáneo. Toda
literatura, en todo caso, que sea fiel a la tradición de la cultura moderna de las letras en lo que en
ella había de más ambicioso, pero que al mismo tiempo reconozca que el escritor que se
encuentra en la descendencia de un Borges, un Lezama Lima, una Lispector, opera ahora en una
ecología cultural y social muy modificada.

Lo fundamental es el término “ambicioso”, ese señalamiento de una ambición, que no puede ser
sino una ambición artística –la ambición de Arte que vemos en Aira, en Bellatin, también en
Cucurto- y sería, al menos, en principio, el indicio de una desmesura, de una intención, de un
deseo, que sobrepasa la medianía, lo cotidiano, el mundo en su realidad, en su generalidad. La
ambición como marca de una diferencia –de una distancia decíamos antes- que de algún modo
subsiste.
Tal vez podamos decir: la ambición en tanto indicio de algo así como la supervivencia del
aura. Tomo la expresión de Georges Didi-Huberman y “La supervivencia del aura en el mundo
contemporáneo”, un artículo de 1996 que integra como el último capítulo de Ante el tiempo, de
2001. La pregunta de Didi-Huberman es: ¿Qué sentido tiene hoy, sesenta años después de
Benjamin, reintroducir la cuestión, la hipótesis, la suposición del aura? El arte que nos es
contemporáneo ¿no se inscribe en –y no se inscribe en él- lo que Benjamín llamaba “la época de la
reproductibilidad técnica”, época considerada como la causante de la muerte, o al menos de la
decadencia, del aura? La potencia, la productividad, de la reflexión de Didi-Huberman proviene del
hecho de que parte de una lectura bien ajustada del concepto de decadencia del aura en
Benjamín: si el aura nombra una cualidad antropológica originaria de la imagen y el origen no es en
ningún caso la fuente sino “lo que está en tren de nacer en el devenir y en la decadencia”; la
decadencia en la época moderna no significa en Benjamin desaparición sino antes bien un rodeo
hacia abajo, una inclinación, una desviación, una inflexión nuevas, y la decadencia del aura supone
–implica, desliza por debajo, envuelve, sobreentiende, pliega a su manera- el aura en tanto que
fenómeno originario de la imagen, fenómeno “inacabado” y “siempre abierto”. Didi-Huberman se
pregunta si se puede suponer el aura en las obras del siglo XX, entendiendo por suposición la
producción de una hipótesis, y lo que se contesta es que puede intentarse, siempre con el riesgo
de admitir que tal suposición es difícil de construir: demasiado molesta y cargada de pasado en un
sentido; demasiado fácil, incluso dudosa, en otro. En cualquier caso, esta suposición no puede
satisfacerse con ninguna sentencia de muerte (muerte histórica, muerte en nombre de un sentido
de la historia), en la medida en que está vinculada con la memoria, y no con la historia en el
sentido usual. En síntesis con la supervivencia. Pero tampoco puede satisfacerse con la coartada
dudosa de las ideologías de la restauración. Si algo similar a una cualidad aurática sobrevive en la
obra de esos pintores, e incluso sub-yace en ellas, no quiere decir que sobrevive tal cual. El gran
acierto de Huberman está en percibir que, más allá de toda oposición tajante entre un presente
olvidadizo (que triunfa) y un pasado caduco (que está o se ha perdido), Walter Benjamín planteaba
la cuestión del aura en el orden de la reminiscencia, y esto es lo que le permite a Huberman situar
la insistencia del aura en el orden de la memoria, y más estrictamente en el de la supervivencia y, a
la vez, a la supervivencia en el orden de la transfiguración y la imagen dialéctica. Todo el
problema, dice Huberman citando a Bataille, en un cierto sentido es el del empleo del tiempo.
Hablar de cosas “muertas” o de problemas “perimidos” –en particular cuando se trata del aura-,
hablar de “renacimientos” –incluso cuando se trata del aura- es hablar de un orden de hechos
consecutivos que ignora la indestructibilidad, la transformabilidad, y el anacronismo de los
acontecimientos de la memoria.
El planteo de Huberman permitiría pensar la concordancia/divergencia de tiempos en la
lectura. Por un lado, pensar lo que Ludmer identifica como la ambivalencia en los textos mismos (el
adentroafuera) o lo que Laddaga describe como la confluencia de una dinámica depresiva que
causa la multiplicación innegable de los “signos de obsolescencia” (la expresión es de Barthes) de
la cultura moderna de las letras y de una dinámica euforizante que causa la percepción de otras
posibilidades que emergen en un mundo que sufre cambios sísmicos en todos sus niveles. Uno de
los signos más interesantes de esa “obsolescencia” sería el interés por el libro en un momento de
un cierto debilitamiento de la ansiedad autoral y a la valorización creciente de los artefactos
verbales que favorecen el desarrollo de lazos asociativos. Pienso en Monserrat, de Daniel Link. Si
es cierto, como quiere Ariel Schettini, que la novela es una mezcla de blog y novela de aventuras
en las que se confunden, como en las experimentaciones de internet, los límites de los cuerpos (lo
público y lo privado) con los espacios límites (lo barrial versus la aldea global) o las
jerarquizaciones de los saberes (la opinión, la encuesta, la enciclopedia, la historia, etc), no menos
oportuno es observar que, inicialmente publicándola por entregas en su blog, Link quiso que su
novela fuera publicada y distribuida y leída como libro. El movimiento, podemos constatarlo
fácilmente, es más bien general: es notable cómo los escritores jóvenes –o los que quieren
identificarse como La joven guardia, lo nuevo de lo nuevo- hablan del potencial de circulación y
hasta creativo que supone el dinamismo de los blogs, de la publicación en blogs, al mismo tiempo
que no sólo no renuncian a sino que procuran, quieren y hasta valoran el posterior pasaje al
formato impreso, la estabilización y la permanencia en el libro y en el nombre de autor. No tendría
ningún sentido ver aquí algo como una inconsistencia; de hecho, los más interesantes de estos
autores, como Juan Terranova, reflexionan inteligentemente sobre esta ambivalencia. Pero sí vale
la pena, creo, registrar que el deseo de convertirse en escritor y ser leído por un lector, en formato
de libro, parece seguir consumándose de algún modo. Otra vez tenemos a Barthes y La
preparación de la novela: “Quizás ese gran drama del Querer escribir no pueda ser escrito sino en
período de repliegue, de agotamiento de la literatura: quizá la esencia de las cosas aparece
cuando están por morir.” “Y si actualmente -decía Barthes en 1979- parece haber una baja en la
cotización de la literatura (éste sería otro tema), el Deseo de escribir: funciona –sigue funcionando
diría- como una Separación social -separación difícil de asumir, sobre todo porque la literatura
aparece como un objeto pasado (camino al demodé: fin de la transferencia), también como un
gusto por el pasado, un arcaísmo. Quizás –cierra Barthes la entrada- todo Deseo lo sea, y el
pasado es siempre lo más difícil de asumir en un mundo que ha hecho de la Renovación (desde el
siglo XVIII: la Teomanía) un mito” Lo inquietante de ese libro no escrito que está en el centro de El
desperdicio (2007), la última novela de Matilde Sánchez, podría ser un signo, indirecto y ficcional,
de esa tensión: el libro como desperdicio –ese resto que se tira o que hay que descartar: lo que
(ya) no se escribe–, y a la vez, en la voz que quiere escribir hoy, el libro desperdiciado –eso que se
extraña y se lamenta como proyecto malogrado y que por eso mismo todavía es la cifra de un
Deseo.
Pero la idea de la supervivencia del aura también es muy operativa para pensar el modo –
el sentido, la forma- en que subsisten los valores estéticos, la apuesta por la distancia estética en
la lectura. Didi-Huberman demuestra, de modo brillante, cómo los debates actuales sobre el “fin de
la historia” y, paralelamente, sobre el fin del arte, son burdos y están mal planteados, porque se
fundan en modelos de tiempo inconsistentes y no dialécticos, pero también lo dudosas que son las
coartadas de las ideologías de la restauración (él se refiere a las artes plásticas y habla de los
resentimientos de todo género contra la modernidad en el sentido de contemporaneidad: “regreso”
redentor de los valores del arte del pasado, nostalgia del subject matter religioso, reinvindicación
de espiritualidad o de sentido). Sarlo dedica todo un ensayo a rechazar, la atribución a su
posicionamiento de lectura, de nostalgia del pasado. Sarlo no se quiere de ningún modo
nostálgica, y en ese rechazo afirma, por supuesto, que su apuesta por la autonomía del arte se
pretende atenta a sus transformaciones, a su dialéctica temporal, a su coyuntura histórica. (“Como
no tengo la superstición del pasado, es posible que no enferme del optimismo experiencial del
presente”, Tiempo presente, 226, “Retomar el debate”.) Con todo, la pregunta que podría hacerse
es: ¿Cuánto resiste la lectura del presente con las categorías del pasado? Pero también: ¿Cuánto
la resistencia a las formas del presente convierte a la apuesta por el valor estético en prescriptiva?
¿Cuánto esa resistencia convierte a las categorías de la modernidad crítica en valores del pasado,
cerrados a la dialéctica misma del presente, o, si se quiere, de la modernidad?

Referencias bibliográficas
Augé, Marc: El viaje imposible. El turismo y sus imágenes. 1997.
Barthes, Roland: La preparación de la novela. Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2005.
Cucurto, Washington: Cosa de negros. Buenos Aires, Interzona, 2003.
. Las aventuras del Sr. Maíz. Buenos Aires, Interzona, 2005
. El curandero del amor. Buenos Aires, Emecé, 2006.
Didi-Huberman, Georges: Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Buenos
Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2006 [Editions du Minuit, 2000]
Foucault, Michel: “¿Qué es la ilustración?” en Saber y Verdad, Las Ediciones de la Piqueta, Madrid,
1991, pp. 197-207).
Geertz, Clifford: El antropólogo como autor. Buenos Aires, Paidós, 1991.
Giordano, Alberto: Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas. Rosario, Beatriz Viterbo Editora,
2006.
Kamenszain, Tamara: La boca del testimonio. Lo que dice la poesía. Buenos Aires: Norma, 2007.
Laddaga, Reinaldo: Espectáculos de realidad. Ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las
últimas dos décadas. Rosario: Beatriz Viterbo Editora, 2007.
Link, Daniel: Montserrat. Buenos Aires, Editorial Mansalva, 2007.
Ludmer, Josefina: “Literaturas postautónomas” (diciembre 2006) y “Literaturas postautónomas 2”
(mayo 2007) en www.loescrito.net.
Mattoni, Silvio: “La fabricación de un idioma” en Suplemento Cultural de La voz del interior,
setiembre 2003.
Porrúa, Ana María: “Un barroco gritón” (sobre Cosas de negros) en www.bazaramericano.com
Sánchez, Matilde: El desperdicio. Buenos Aires, Alfaguara, 2007.
Sarlo, Beatriz: “¿Pornografía o fashion?”, Punto de Vista, Nº 83, diciembre 2005
SArlo, Beatriz: “Sujetos y tecnologías. La novela después de la historia”, Punto de Vista, Nº 86,
diciembre 2006.

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