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LA FILOSOFÍA COMO FORMA DE VIDA

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proyecto editorial

[hermeneia]
FILOSOFÍA

Manueldirectores
Maceiras Fafián
Juan Manuel Navarro Cordón
Ramón Rodríguez García

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LA FILOSOFÍA COMO FORMA DE VIDA

Ignacio Izuzquiza

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© Ignacio Izuzquiza

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso 34
28015 Madrid
Tel 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN:978-84-995838-5-3

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leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

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A la memoria de mi madre, señora de maneras antiguas, que siempre añoró las dehesas de Trujillo, la madrileña
casa de Claudio Coello y el mar de Zarauz, e hizo de la libertad, el sentimiento y la belleza una forma de vida.

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Índice

Introducción. La filosofía, una diosa extraña

1 La diosa de las mil caras: un holograma de la filosofía


1.1. Un triple espacio inicial
1.1.1. La seducción de lo obvio,1.1.2. El triunfo del pretexto,1.1.3. La
transparencia de la complejidad
1.2. La pregunta incesante
1.2.1. La pregunta como forma de erotismo, 1.2.2. Filosofía, pregunta y
riesgo, 1.2.3. Una fenomenología de la pregunta,1.2.4. Sancte Socrates:
la pregunta incesante
1.3. La morada del límite
1.3.1. Grenzepromenade: una precisión del concepto de "límite", 1.3.2.
Un mundo elástico, 1.3.3. Dioses, héroes y límites
1.4. El tejido de la diferencia
1.4.1. La diferencia como movimiento: una precisión semántica,1.4.2. El
aburrimiento y el anhelo de launitas multiplex, 1.4.3. El aburrimiento y
el hastío,1.4.4. Elogio de la sutileza,1.4.5. Diferencia y repetición: la
repetición creadora

2 El oficio del filósofo


2.1. Señas de identidad: un retrato de familia
2.2. Volcanes del silencio: la relación entre biografía y obra filosófica
2.3. La "artesanía" de las ideas
2.4. Galería de retratos: una posible tipología de filósofos

3 El regreso de la teoría o el nuevo esfuerzo del concepto

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3.1. La "batalla" de la razón: la crítica del concepto clásico de especulación
sistemática
3.1.1. El concepto clásico de sistema,3.1.2. La lucha contra un concepto
cerrado de sistema
3.2. Un nuevo significado de "especulación" y de "sistema"
3.2.1. Un nuevo sentido de la especulación
3.2.2. Un nuevo concepto de arquitectura sistemática
3.3. Referencias para una teoría filosófica de nuestro tiempo
3.3.1. Un punto de partida: la materia como energía,3.3.2. Un mundo
tensional, vibratorio y elástico,3.3.3. Las exigencias de una teoría
posible
3.4. La teoría como hogar de la tragedia y de la paradoja

4 La razón apasionada
4.1. La filosofía como forma de vida
4.1.1. La filosofía como destino,4.1.2. Una vida filosófica,4.1.3. La
santidad de la razón
4.2. La filosofía como amistad universal
4.3. Un saber de soledades y silencios
4.3.1. La soledad amada,4.3.2. Saber de silencios

Conclusión. Una sonrisa irónica

Nota bibliográfica

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Introducción.
La filosofía, una diosa extraña

L os antiguos gustaban de representar a la filosofía en forma de diosa, heredando


tradiciones griegas y romanas. Pero, a pesar de lo lucido de tal comparación, la filosofía
tiene en nuestros días poco del esplendor de las diosas: se presenta frágil, casi sin
adornos, inútil. Sin embargo, logra mantenerse en pie a pesar de las fracturas que críticas
radicales, traiciones y desprecios le han ocasionado.
Parecen no preocuparle las críticas, como si creciera con las experiencias de su
propia muerte y como si levantara su propia fuerza sobre el orgullo de su propia
inutilidad. En ese orgullo queda instalada. Y ofrece, a quien desee contemplarla, un
regalo interesante: pensar cómo la filosofía adquiere su belleza de su aparente inutilidad.
Pues la inutilidad de las diosas comparte ese destino de los actos humanos más
enigmáticos que se revelan tanto más valiosos cuanto alejados se encuentran de toda
utilidad y eficacia inmediatas.

La "inutilidad" de la filosofía

En este ensayo pretendo reflexionar sobre los rasgos de la filosofía, a la que comparo con
esa diosa inútil. Mi trabajo es un estudio general sobre los rasgos fundamentales de la
filosofía, que no sólo es teoría, sino forma de vida. Y es que la inutilidad de la filosofía
no deja de ser un tema que ejerce atracción sobre quienes se dedican a la filosofía y
sobre aquellos que desean mantener una adecuada reflexión sobre los rasgos de nuestro
tiempo. Por ello, el tema de mi ensayo puede recibir el nombre técnico de "metafilosofía"
o estudio de lo que sea la filosofía, de los rasgos que constituyen a la filosofía como
actividad y que posee una reconocida carta de naturaleza en nuestro tiempo.
Tengo muy en cuenta que la filosofía –como ocurre, en cierto modo, con las
humanidades– es, en nuestro tiempo, una actividad prescindible a la que muchos no
encuentran sentido. Tiene pocos seguidores, su investigación provoca gestos de extrañeza
y su estudio parece relegado en los planes de estudio, como si se tratara de una
antigualla. A veces se admite como algo que debe mantenerse porque es de buen tono el
hacerlo. No se sabe muy bien para qué sirve y se reconoce ya muerta de antemano.
Como ocurre con las antigüedades. A lo sumo, puede ser una pieza de colección. Pero

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nada más que eso.
Desde esta perspectiva, se afirma que la filosofía debe sustituirse por el estudio de
otras ciencias humanas y sociales y ha de medirse con el espectacular progreso alcanzado
por la ingeniería, la cibernética, la bioquímica, la física teórica o la matemática
contemporáneas. En suma, su existencia, cuando se mantiene, es sólo permitida. Como
permitida es la existencia de una antigüedad que es de buen tono conservar.
Pero lo curioso es que la filosofía conoce desde hace mucho tal situación. Me
atrevería a decir que la conoce desde el momento en que comenzó a manifestarse como
actividad intelectual independiente en la Hélade presocrática. Siempre ha sido objeto de
críticas contundentes y ha recibido continuas amenazas de muerte. Su misma vida se
encuentra tejida de meditados suicidios. Nada puede entenderse de la filosofía si no se
entiende que la filosofía vive siempre un peligroso pas de deux con su negación, su
crítica o su propia muerte.
Es esa batalla con su propia muerte la que parece erigirse en uno de sus más seguros
y constantes rasgos. Y es su misma muerte la que acecha en las construcciones más
imponentes que algunos sistemas filosóficos han logrado elaborar. Todo ello como si la
filosofía estuviera siempre condenada a mantener una actitud de cuidada supervivencia.
O, lo que es mejor aún, como si acostumbrada a la vecindad de su muerte, hiciera de ella
y de su propia inutilidad un rasgo de su propio valor. Porque es en esa aparente inutilidad
donde la filosofía muestra su valor. Y es esa aparente inutilidad la que exhibe con orgullo
como uno de los rasgos esenciales de su existencia.
No se entienda que cuando afirmo la penuria actual de la filosofía y constato su
precariedad, que reduce la filosofía a "brillante ingenio" de columnas de opinión o
mediáticos escenarios con foco, deseo expresar un sentimiento de conmiseración o
pretendo diseñar una estrategia de defensa. Tales actitudes no tienen sentido y, ante todo,
son ridículas. Pues no hay peor consolación que una consolación externa, igualada a una
defensa sentimental. No es la mía una actitud militante de infundada defensa de la
filosofía, ni mucho menos una actitud de falsa nostalgia por épocas pasadas en que las
que era necesario demostrar un sólido conocimiento de las disputas filosóficas para
obtener el puesto de escribano. Mal podrá defender la filosofía quien lo haga desde la
nostalgia de otras épocas o desde el deseo de mantener una actitud gremial.
Afortunadamente, la filosofía nos libera de todo ello. Pero eso sí, exige a quien
desee contemplarla una reflexión interna sobre sus propios rasgos, sobre cuanto ella
supone. En suma, exige una descripción que muestre los rasgos por los que la filosofía
sigue viviendo a pesar de la historia de muertes que es su propia historia. Tal es la tarea
que me he propuesto en este ensayo. Una tarea que asume la inutilidad de la filosofía; y
la muestra con el orgullo con que se muestra una verdadera antigüedad frente a las
fausses antiquités de los nuevos ricos o frente a las "ingeniosas creaciones" de quienes se
creen innovadores.

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Una introducción a la filosofía

Debo indicar, como es propio de las introducciones, unas sugerencias que aliviarán la
tarea de leer mis páginas a quien desee hacerlo. Este ensayo desea presentar algunos de
los "rasgos de identidad" de la filosofía, que es forma de conocimiento y forma de vida.
Ambos elementos se encuentran estrechamente relacionados, como querían ya los
antiguos filósofos que hacían de la teoría un asunto de vida. Es éste un rasgo que, en
nuestros días, ha expresado certeramente el francés Pierre Hadot, notable historiador de
la filosofía antigua que recoge la mejor herencia del rigor galo, en sus reflexiones
publicadas con el título La philosophie comme maniere de vivre (Albin Michel, París,
2001). De esta obra tomo prestado el título de mi ensayo, que podía simplemente llevar
el antiguo epíteto "introducción a la filosofía" o, el más moderno (y pretencioso) de
"teoría de la filosofía".
Mi trabajo hace caso omiso de muchas de las formulaciones técnicas y de las
posturas filosóficas concretas en que se ha diferenciado la actividad filosófica a lo largo
de la historia. Me ha interesado más señalar qué es lo que anima a un filósofo cuando se
dedica a cumplir su tarea que describir los objetos concretos en los que esa tarea ha
tomado forma. Por ello no se encuentran aquí referencias a diferentes escuelas
filosóficas; apenas se señalan los argumentos que permiten hablar de racionalismo,
empirismo, transcendentalismo, naturalismo, materialismo, idealismo, etc.
Como consecuencia de esta pretendida generalidad, mi ensayo incluye dos niveles de
expresión que deben ser advertidos desde un comienzo: una expresión técnica que aborda
problemas muy concretos y que lleva mi argumentación a exponer análisis de conceptos
de un modo intencionalmente elaborado; pero, al mismo tiempo, la consideración de una
serie de temas generales, que permiten conectar a la filosofía con otras formas de
actividad intelectual.
Es importante tener en cuenta que mi estudio tiene una confesada voluntad de
apertura, que reconozco desde su inicio. En él no pretendo presentar concluyentes
argumentaciones, sino ofrecer sugerencias. Es éste un modo de exposición que suscita
muchas críticas, que se presta a engaños y que dejará insatisfechos a muchos lectores,
pero que asumo desde el principio.
En mi ensayo he tomado dos decisiones que expreso con claridad. Por un lado, he
limitado mi ensayo a una educada y soportable extensión de páginas. Por otro lado, he
reducido a un mínimo las notas. Pues aun cuando el texto podría verse enriquecido con
la multitud de referencias bibliográficas que pueden acompañar a los argumentos que en
él se expresan, quedaría anulado el valor de reflexión personal y de propia
responsabilidad del autor de cuanto en él se afirma. Pretender originalidad en filosofía es,
casi siempre, una aventura suicida y sin sentido. Mis páginas tienen, claro está, muchas y
variadas influencias: no pretenden ser originales. Lo siento, pero aquí muestro escasa
erudición; y no tengo empacho alguno en reconocerlo.
Estos problemas formales deben completarse con una nota nada formal. Se trata de
una cuestión de género, que supera todo formalismo y posee una importancia evidente.

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Mis referencias a quien ejercita la filosofía se expresan, ordinariamente, en género
masculino (i. e.: el filósofo, los filósofos) y no en género femenino. En ello me siento
atrapado por la facilidad de expresión en castellano. Pero reconozco esa trampa y la
denuncio. La filosofía es, por supuesto, actividad de hombres y mujeres.
Afortunadamente. Su sujeto debería ser una hidra de dos cabezas, que hiciera justicia al
nada ingenuo problema del género. Por ello, siempre debe entenderse que al hablar de
"filósofo" o "filósofos", también quiero decir "filósofa" y "filósofas". Nada hay de
retórica en mi apreciación. Lo que hay es un enfado con el lenguaje y la tradición. Y el
reconocimiento de mi incapacidad para resolver este problema sin hacer extraña mi
expresión escrita.
Unida a las anteriores consideraciones, me interesa advertir al lector que este libro
guarda estrecha relación con mis anteriores trabajos. En estas páginas se encuentran ecos
de autores que estudié con anterioridad (armado, en aquellas ocasiones, con notas y
erudición). Pero debo indicar que este libro guarda una estrecha relación con dos ensayos
míos anteriormente publicados: Filosofía del presente. Una teoría de nuestro tiempo
(Alianza Editorial, Madrid, 2003) y Filosofía de la tensión: realidad, silencio y
claroscuro (Anthropos, Barcelona, 2004). Todos estos trabajos fueron redactados en un
mismo intervalo temporal. Entre ellos existe una complicidad teórica que deseo advertir
desde el inicio de estas páginas.

La estructura del libro

Mi ensayo se articula en cuatro capítulos. El primero presenta una descripción de la


filosofía. En el segundo, se analizan los rasgos del oficio del filósofo. El tercero, de
carácter más proyectivo, plantea la urgencia de contar con una teoría filosófica
especulativa rigurosa. Finalmente, el cuarto capítulo se encuentra dedicado a presentar
cómo la filosofía tiene incidencia en la vida concreta y cómo puede ser descrita una vida
orientada por la filosofía. Una bibliografía, que pretende ser útil para el lector de lengua
castellana, cierra mi trabajo. Con esta bibliografía se puede formar una biblioteca de
iniciación a la filosofía que recoja también los trabajos de autores en lengua castellana y
que nos libre de ese fatal espejismo, tan hispano, que sólo concede valor a lo publicado
en otras lenguas.
En todos los capítulos de este libro se introducen tesis polémicas, como es la
exigencia de una teoría sistemática de nuevo cuño. Y todos ellos están escritos desde una
perspectiva personal que, a buen seguro, sólo contentará en parte y ocasionará críticas.
Las asumo. No de otro modo puede entenderse el carácter personal que posee este
ensayo. Excesivamente literario para algunos, desnudo de erudición para otros, y siempre
deudor de decenas de influencias para su autor.
En suma, mi trabajo desea presentar esa peculiar diosa que hoy parece inútil y que
es símbolo de la filosofía desde antiguo. De esa inutilidad, que la diosa contempla con

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ironía, surgen los fundamentos de mi elogio de la filosofía. Y pensemos que poco nos
habrá enseñado la vida si no advertimos que las acciones más bellas y admirables de los
seres humanos son siempre acciones gratuitas. En decir, acciones que parecen ser
inútiles.

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1
La diosa de las mil caras: un holograma de
la filosofía

E n este capítulo presentaré una descripción de la filosofía. Se trata de una


caracterización elaborada mediante una matriz de rasgos, características o aspectos que
permitirán considerar los elementos esenciales de la filosofía y que son comunes a
diferentes escuelas filosóficas. Mi descripción toma en consideración la historia de la
filosofía, y pretende obtener del conjunto de la actividad filosófica realizada en el pasado
un conjunto de referencias fundamentales. Ello implica, como es evidente, asumir la
transformación y el avance histórico en las formas de hacer filosofía.
Asimismo, mi análisis presta atención a las formas en que se desarrolla la filosofía en
la actualidad, y plantea algunas de las tareas que, en mi opinión, deben ocupar la
reflexión filosófica en un futuro. En todo caso, semejante atención al pasado, presente y
futuro de la filosofía no debe entenderse nunca como una visión sub specie aeternitatis
de la filosofía, sino como una consideración fundada en una concepción tensional del
tiempo, que hace configurar al presente como tensión y relación dinámica entre pasado y
futuro y que no le concede más entidad propia que la otorgada por la fuerza de esa
tensión. Aspecto este que desarrollé con mayor amplitud en mi ensayo Filosofía del
presente. Una teoría de nuestro tiempo (Alianza Editorial, Madrid, 2002).
Considero importante advertir que mi descripción se hace atendiendo a los aspectos
dinámicos y operaciones que realiza la filosofía. Este modo de proceder permite disolver
la entidad de un objeto en sus operaciones: un objeto es lo que es capaz de hacer, es
equivalente a sus aspectos dinámicos, a sus procedimientos de actuación. Se trata de una
descripción, en cierto modo, operacional.
En suma, tras mi caracterización hay un claro compromiso ontológico que me
llevará a disolver cualquier consideración entitativa estática en una consideración
dinámica y a traducir los rasgos de un objeto en las reglas y consecuencias de su acción.
En este sentido, lo que considero como actividad filosófica se identifica con la
interrelación de las operaciones que presento a continuación, y que son comunes a
cualquier forma de reflexión filosófica.
Es posible emplear otra aproximación para clarificar este modo de describir la
filosofía a través de sus actividades. La concepción actual de la holografía nos permitirá
esta aproximación, y mostrará su justeza con cuanto quiero expresar. Recordemos que la

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holografía, técnica que tiene en su base la revolución cuántica y el empleo del láser, fue
descubierta por el físico Dennis Gabor en 1948 y permite reproducir imágenes en relieve.
Entre otros elementos interesantes de la holografía, debemos tener en cuenta que cada
uno de los fragmentos del holograma contiene la totalidad de la imagen que se desea
reproducir. Tras la holografía se encuentra la apasionante investigación de la frecuencia
de la luz y sus aplicaciones cuánticas, lo que posee implicaciones conceptuales muy
relevantes.
Pues bien, el conjunto de los aspectos que presento en esta sección constituyen un
holograma de la filosofía. Cada uno de ellos no es un fragmento aislado, sino que, en
cierto modo, reproduce la totalidad de las otras manifestaciones y, por lo tanto, es una
representación del conjunto de la filosofía. Desde esa perspectiva de creativa integración
que muestra la holografía, puede entenderse también mi caracterización de la filosofía.
Las operaciones o aspectos que señalo establecen tres diferentes perspectivas de la
actividad filosófica: todas ellas presentan una consideración dinámica y abierta de la
filosofía, la introducen en un campo de tensiones y la sitúan en una red de relaciones.
Por ello, la filosofía podrá ser considerada como actividad esencialmente abierta,
tensional y relacional.
Así, en primer lugar, estos aspectos operacionales permiten la apertura de la filosofía
a una variada multiplicidad de objetos que pueden ser funcionalmente sustituibles entre
sí; ello impide cualquier definición estática de la filosofía y de sus actividades,
incorporando una técnica de descripción dinámica y funcional extremadamente fecunda.
En segundo lugar, la apertura propia de las operaciones o aspectos mencionados y la
combinación de las mismas crean un campo de tensiones en el que se sitúa la filosofía.
Tal exigencia refuerza los rasgos dinámicos de la filosofía y la operatividad de sus rasgos
como aspectos que señalan espacios de apertura y de tensión. En tercer lugar, las
operaciones señaladas se entrecruzan mutuamente, estableciendo una red de relaciones
dinámica que se encuentra en la base de la actividad filosófica, lo que supone introducir
el concepto de relación en el núcleo mismo de la filosofía.
Propondré, a modo de guía, una enumeración de los aspectos principales con que
dibujo mi descripción de la filosofía. No existe entre ellos una gradación lineal, pues
todos son abiertos, señalan espacios de equivalencia funcional, son esencialmente
operativos, constituyen un espacio o campo tensional y mantienen una estructura
relacional. Debe advertirse que estos aspectos no son los únicos posibles: la filosofía es
como una diosa con mil rostros.
Los rostros que describo ahora son lo suficientemente potentes para generar otros
muchos que podrán comprenderse si se tienen en cuenta los que aquí indico. En el
vestidor de nuestra diosa, estos aspectos son aderezos con los que la filosofía puede
construir los mil ropajes con los que se presenta en público, para asombrar, seducir,
aniquilar o decepcionar a quien desee contemplarla. Tal es la riqueza del campo señalado
por estos rasgos, y ahí radica parte de su interés fundamental: el espacio señalado por
estos aspectos es extremadamente creativo y llega, incluso, a transformarse a sí mismo.
Presentemos el "mapa" de estos aspectos u operaciones radicalmente dinámicos. Todos

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ellos son integrantes de un posible holograma de la filosofía. Los indico desde un
comienzo:

1. La seducción de lo obvio.
2. La ausencia de todo objeto propio.
3. La transparencia de la complejidad.
4. El orgullo de la pregunta incesante.
5. El tratamiento del límite y la elaboración de un mundo elástico.
6. El trabajo de la diferencia.

Los tres primeros constituyen un prólogo en el que se delimita un espacio de análisis.


Los otros tres suponen el ejercicio de diferentes operaciones. Y entre todos ellos existe
un relación de dinámica continuidad.

1.1. Un triple espacio inicial

1.1.1. La seducción de lo obvio

Vivir, amar, conocer, morir, desear, hablar, existir, etc., son obviedades. Son universales,
afectan a todos. De tan presentes, se creen ya conocidas y en nada provocan ya
sorpresa. Pero es precisamente por muchas de estas cuestiones que denominamos
"obvias" por las que la filosofía se siente fascinada. Son temas que la filosofía reivindica
para sí. Pero también son temas por los que la filosofía resulta envenenada.
Nada resulta más sencillo y evidente que la afirmación de que la filosofía tiene en el
terreno de lo obvio uno de sus terrenos propios. Y nada resulta, asimismo, tan peligroso.
Pues todo lo que resulta obvio encierra la trampa de la lucha entre simplicidad y
complejidad: contiene una extremada complejidad, maquillada de simplicidad elemental,
que todos creen conocer y dominar.
Tras lo que consideramos obvio se encuentran emboscadas las cuestiones más
radicales que podamos idear. Camufladas en cuanto parece obvio, tales cuestiones
parecen resguardadas para aparecer con luz nueva y con una extremada urgencia
interrogativa. Son cuestiones tan antiguas como la muerte, la vida, el conocimiento, la
felicidad; cuestiones que siempre han estado presentes en la filosofía y que sólo épocas
de escolástica o de penoso complejo de inferioridad han negado.
De hecho, cuando la actividad filosófica es radical, atenderá preferentemente a todo
aquello que se encuentra encerrado en lo obvio. Muchas veces mantendrá con lo obvio
una lucha denodada para encontrar sus aspectos nuevos, para iluminarlo con diferentes
juegos de luces, para conquistar originales perspectivas sobre las más cotidianas
obviedades. No otra cosa es lo que la filosofía más radical nos ha legado: concepciones
diferentes sobre la muerte, el conocimiento, el lenguaje, la pasión, la actividad humana, la

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percepción de los otros, la estructura de la realidad, etc. Todas ellas son perspectivas
teóricas sobre cuanto parece obvio, planteamientos conceptuales que han surgido desde
una fascinación inicial que, a veces, se resuelve en destrucción y violencia. En suma, una
historia de amor que termina siendo una historia de violencia y de conquista, sin agotarse
nunca.
En este enfrentamiento con lo obvio, que se realiza de muchas formas y presenta
aspectos diferentes, la filosofía no siempre resulta victoriosa. A veces es derrotada por la
fuerza de lo obvio, que renace con una nueva capacidad interrogativa ante lo que se creía
definitivamente dominado. En otras ocasiones es objeto de fina ironía por parte de lo
obvio, que surge con nueva fuerza porque no ha sido abordado con suficiente
radicalidad. En esta lucha con lo obvio, encuentra su explicación la variedad de
respuestas filosóficas a un mismo problema. Y en el enfrentamiento con lo obvio tiene la
filosofía, como he dicho, su mayor gloria y su miseria más secreta.
La seducción por lo obvio es la causa de la admiración o el desprecio, que afectan al
filósofo y a su actividad. Ello explica, en cierto modo, el papel fronterizo y marginal de la
filosofía, su fuerza y su debilidad. Esta seducción permite, en suma, comprender una
paradoja: la urgencia de eliminar la filosofía se encuentra siempre unida a la urgencia de
su más viva presencia.
Precisemos mejor los rasgos de cuanto parece obvio. Con ello entraremos en el
ámbito de la filosofía y, quizá, podremos captar algo de la seducción que anima su
mismo comienzo.

• Lo manifiesto y habitual

En una primera aproximación, entendemos por obvio lo manifiesto, lo evidente, lo


que salta a la vista, lo que no se puede negar porque parece ser indiscutible. Cuanto es
obvio, se percibe tan sólo con mirar alrededor y se diferencia, obviamente, del "ver", que
exige una especial concentración. Los antiguos griegos conocían bien esta diferencia
cuando distinguían entre "ver" (eídein) y "mirar" (ordo): la actividad del "mirar" poseía
un carácter biológico, que el ser humano compartía con otros seres vivos, pero el "ver"
exigía mucho más; no en vano, el término "idea" es una derivación del ver: es una visión.
Y la filosofía, cuando es rigurosa, se esfuerza en "ver" y crea "visiones".
En algunas ocasiones, lo obvio tiene una connotación negativa, y se le considera
semejante a lo que se denomina "lugar común" o tópico. Conviene distinguir ambas
acepciones, pues nunca son equivalentes, aunque lo obvio pueda caer, en ciertas
ocasiones, en el ámbito de lo tópico y pueda convertirse en un lugar común.
Precisemos más algunos componentes del significado de lo obvio. Si lo hacemos,
podemos advertir que:

1. Lo obvio es lo manifiesto, lo que apenas puede negarse y, por ello, parece

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poseer una meridiana claridad. En todo lo obvio hay un componente de
diafanidad, de manifiesta presencia. Por ello, cuanto es obvio parece
reconocerse de un modo inmediato. Ya lo recordaba Hegel cuando afirmaba
que "lo característico y peculiar de la filosofía consiste precisamente en
investigar lo que suele darse por conocido. Lo que se maneja y emplea sin
darse cuenta de ello, aquello que se utiliza al buen tuntún en la vida, es
precisamente lo que no se conoce cuando no se tiene una formación
filosófica" (Hegel, G.: Lecciones de Historia de la Filosofía; trad. de J. Gaos,
FCE, México, 1955: 25). Tal es el caso de cuestiones como la existencia
misma, la presencia del amor y del odio, la realidad de la muerte, la existencia
de la naturaleza, etc.
2. Lo obvio es lo común y compartido por todos. Es reconocido como algo que a
todos afecta: todos participan de él y lo comparten, domina y amenaza a todos
por igual. La vida, la muerte, el amor, el conocimiento, la sociedad, la
naturaleza, etc. son obvios porque son comunes a muchos sujetos diferentes,
aun cuando puedan ser interpretados de diversa forma. Este aspecto de
comunidad que encierra lo obvio es muy importante, pues es esta comunidad
la que –paradójicamente– fundamenta la diversidad de interpretaciones a que
da lugar lo obvio.
Advirtamos que la corrupción de esa comunidad que se encuentra en la
base de todo lo obvio dará lugar a los denominados "lugares comunes" o
"tópicos", que no son sino las obviedades asumidas sin crítica ni interpretación
alguna. Es decir, obviedades sin más sentido que el de su inmediatez.
3. Lo obvio parece identificarse con lo que ocurre habitualmente, lo que se repite
sin cesar y por ello es siempre "esperado": apenas suscita sorpresa y puede
parecer aburrido, llegando a producir hastío y tedio. El reino de lo obvio es el
reino de la "normalidad": es lo "habitual". Y cualquier consideración de lo
obvio debe tener en cuenta este carácter de normalidad, de hábito que posee
lo obvio para confirmarlo o para rechazarlo.
Conviene advertir que, aun cuando lo obvio es lo que ocurre
habitualmente, y lo que se identifica con lo normal, no hay más justificación
de esa normalidad que su presencia constante y común, igualmente aceptada.
Una presencia cuya necesidad parece imponerse, y cuando es críticamente
analizada se deshace en preguntas que exigen una respuesta creativa. Por eso
el tratamiento de lo obvio plantea, en cierto modo, un compromiso de análisis
de lo que es realmente radical. Pues nada hay más radical que encontrar
sorpresa en lo que es siempre habitual o esperado y suele considerarse sin
asombro alguno.
4. Uno de los más significados rasgos de lo obvio es su recurrencia. Lo obvio
posee el carácter de un suceso o evento recurrente. La vida, la muerte, el
amor, el conocimiento, la paz y la guerra, la riqueza y la miseria, etc., ocurren
siempre, aun cuando se trate de épocas y lugares diferentes. Poseen la

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constancia que ofrece la recurrencia de un suceso. Lo obvio ocurre
constantemente, pues forma parte de un particular ritmo que parece repetirse.
Recordar el sentido de las grandes tragedias griegas, con su recurrencia y su
concepto de destino como inevitable amenaza, puede ayudar a comprender
este rasgo de lo obvio.
5. Cuanto parece obvio encierra, entre otras muchas, una particular paradoja. Por
un lado, parece lo más simple y lo más elemental, aquello que es inevitable y
que todo el mundo cree conocer. Pero, por otro lado, lo obvio parece ser un
espacio donde se encierran algunas de las más radicales cuestiones que afectan
al ser humano y a la estructura de lo real. Lo obvio es lo que mantiene los más
fuertes interrogantes con una mantenida y constante tensión. Los ejemplos
son múltiples: la vida, la muerte, la felicidad, el poder, el conocimiento, el
odio, el amor, etc. son, todas ellas, cuestiones obvias. Y todas ellas parecen
extremadamente simples en su presencia inmediata. Sin embargo, estas
cuestiones son espacios de tensión que encierran preguntas continuamente
renovadas. Generan continuamente preguntas desde una aparente evidencia
que exige ser siempre revisada.

El origen de muchos de los grandes análisis filosóficos se encuentra en el


enfrentamiento con lo obvio. Debe señalarse siempre que tal enfrentamiento tiene en su
origen una seducción y fascinación particulares, como ocurre con todos los
enfrentamientos que son fecundos. Mi interés no es tanto analizar lo obvio en sí mismo,
sino mostrar cómo la filosofía se deja seducir por lo obvio, y encuentra en esa
fascinación uno de sus momentos más importantes y creativos. Me basta ahora con
indicar que lo obvio es un conglomerado ontológico-vital, que supone la constante
presencia de una serie de aspectos de la realidad que constituyen un destino inevitable y
ante los que se plantean diferentes actitudes humanas. La filosofía como actividad
pretende violentar este conglomerado ontológicovital para mostrar sus rasgos y situarse
ante ellos.

• El hastío

Lo obvio tiene siempre un sabor agridulce y tiende una trampa a quien desea
considerarlo. Parece como si se encontrara envenenado con su propia paradoja
constitutiva y pudiera infectar con su veneno a quien se acerca a él. Bajo una apariencia
de simplicidad extrema, de presencia inevitable, de monotonía y falta de sorpresa se
encierra un conjunto de problemas fundamentales que sólo puede ser considerado
mediante los instrumentos de una rigurosa y decidida reflexión. Las grandes cuestiones
de la existencia humana y de la realidad son, ordinariamente, cuestiones que surgen de lo
que parece obvio y vuelven a sumergirse en él.

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No podemos olvidar que, ordinariamente, lo obvio suele calificarse de forma
negativa. Y no es para menos. Pues lo obvio encierra lo que todos ceen conocer. Suele
pensarse que para alcanzarlo no se necesita especial iniciación. Los grandes problemas
escondidos en lo obvio parecen revestirse de apariencia conocida, habitual, cotidiana.
Ante estos problemas pueden darse dos actitudes: el aburrimiento y el miedo.
Aburrimiento porque lo obvio parece señalar lo rutinario, lo elemental, lo que ocurre
siempre, lo que es común y por ello afecta a todos de igual forma.
En realidad, lo obvio provoca esa particular forma de ennui que fue magistralmente
expresada por Baudelaire y que se convirtió en actitud vital origen de importantes
creaciones artísticas y de reflexiones filosóficas. Por esta razón, lo obvio es uno de los
espacios privilegiados para el surgimiento del tedio y para la exigencia de su análisis.
Sin embargo, lo obvio incluye también la amenaza del miedo: es el miedo que
ocasiona la amenaza de cuestiones siempre abiertas, cuya solución no es nunca
inmediata. Pensemos en lo que supone analizar las razones de la muerte, la estructura del
amor y del deseo, el concepto de destino, los caminos del conocimiento cierto, el éxito y
el fracaso, el problema del mal y del bien, etc. Tras todas ellas se encuentra el miedo y la
posibilidad de la fácil huida. Pero será siempre un miedo que se cobra su recompensa,
pues nunca permitirá alcanzar respuestas radicales.

• Novedad y rutina

Uno de los aspectos más notables que presenta lo obvio es su particular combinación
de novedad y de rutina. Por un lado, lo obvio es lo recurrente, lo que vuelve a ocurrir
siempre, lo que siempre parece estar presente, aun cuando sea bajo apariencias muy
diferentes. Y esto es lo que ocurre con algunos de los temas centrales en la investigación
filosófica: el ser humano, la estructura de la realidad, la acción ética, las últimas
cuestiones trascendentales. Todos estos temas parecen repetirse. Pero, al mismo tiempo,
son fuente de novedad y constituyen el origen de respuestas muy diferentes.
Y es que lo obvio encierra un problema especulativo de gran importancia: la
presencia de la novedad en la repetición. Cuanto más obvio parece ser un problema, más
respuestas nuevas puede originar. Todas las grandes cuestiones de la filosofía muestran lo
que acabo de decir. Y es en esta combinación de novedad y de repetición donde se
encuentra una de las explicaciones de la extremada variedad de respuestas filosóficas a
un mismo tema y donde se encuentra la posibilidad misma de la variedad de la filosofía.
Lo obvio plantea el problema de que un tema que se repite constantemente lo hace
en formas nuevas y provoca aproximaciones variadas. La novedad que engendra lo obvio
es una novedad paradójicamente centrada en su capacidad de repetición, en su misma
obviedad.
Podemos ilustrar cuanto he afirmado si consideramos tres ejemplos:

22
a) La muerte es un hecho presente y un término cierto de toda forma de vida
natural; sin embargo este hecho obvio, que salta a la vista y que es común, ha
provocado una gran cantidad de respuestas diferentes, algunas de las cuales
obligan a considerar la muerte desde ángulos muy diferentes y han originado
sistemas completos de pensamiento.
b) El conocimiento es un hecho obvio que se encuentra siempre presente en la
especie humana y que ha atravesado su historia. Pero este hecho obvio ha
motivado una gran multiplicidad de respuestas, planteamientos y sugerencias
de métodos que otorgan una nueva luz al problema obvio de la necesidad del
conocimiento.
c) La existencia de la realidad externa, que es un tema obvio, ha generado, desde
su recurrente inmanencia, una gran cantidad de cuestiones nuevas que parecen
quebrar su uniforme recurrencia.

Podríamos prolongar la lista, pero sólo deseo llamar la atención sobre este rasgo de
lo obvio. En su propia recurrencia se encuentra una extremada capacidad de novedad.
Un tema que incorpora la paradoja y que debe ser analizado con el rigor especulativo que
se merece.
Advertir que la repetición de lo obvio genera novedades permite comparar lo obvio a
una estructura musical, en la que el ritmo y la armonía es creada por la repetición de los
mismos sonidos dando lugar a combinaciones muy diferentes. No es extraño, pues lo
obvio es, como ya afirmé, un evento recurrente. Y la música es un ejemplo magnífico de
la recurrencia de un evento, como es el sonido. Si aceptamos esta perspectiva podremos
plantear cómo lo obvio tiene una estructura musical y cómo una forma de análisis
musical puede llegar a ser una forma de análisis coherente de lo obvio. La admiración y
el asombro son respuestas a esta peculiar relación de repetición y novedad que se
encuentra presente en lo obvio.
Pero lo obvio no sólo genera novedades. En mi opinión, es también un verdadero
banco de prueba de toda novedad. Es decir, cuando se plantea una novedad y se la
reconoce como tal en cualquier terreno del conocimiento, de la existencia o de la
actividad práctica, deberá medirse con lo obvio e intentar mostrar una apariencia nueva
de lo obvio. Es como si afirmáramos que una novedad es tal cuando se levanta contra lo
que no parece ser capaz de novedad alguna, cuando destruye la repetición que parecía
ser la cárcel de toda novedad.
Una novedad radical –y, por lo tanto, una novedad real– será tal cuando permita
alcanzar un nuevo entendimiento y una nueva perspectiva de la muerte, de la existencia,
del conocimiento, etc. Tales son, no lo olvidemos, las novedades que introducen quienes
denominamos "autores clásicos". Un clásico es aquel capaz de ofrecer una nueva
perspectiva de cuanto parece obvio. Por eso no puede pasar de moda.

23
• La repetición

La filosofía se encuentra fascinada por lo obvio: es el asombro mismo ante lo obvio,


ante aquello que para nadie suele ser motivo de asombro. La filosofía se instala en lo
obvio, porque lo obvio es, al mismo tiempo, lo más radical y lo más sugerente, lo más
común y lo más particular, lo antiguo y lo nuevo, la repetición y la novedad. Situarse ante
lo obvio es situarse ante un evento de particulares características que harán de la filosofía
una actividad también particular.
Ahora bien, la filosofía responde a esa fascinación luchando contra lo obvio para
hacerle aparecer en su misma verdad que no es otra sino la capacidad de crear
novedades desde el terreno de la repetición. La filosofía es, en este sentido, semejante a
un particular virus extremadamente inteligente que desea penetrar lo obvio y que genera
engañosos anticuerpos. En este sentido la inmunología contemporánea, una de las más
fascinantes y fecundas disciplinas de la biología actual, ofrece problemas teóricos de gran
potencia. La filosofía devuelve la fascinación que lo obvio le ha provocado con un gesto
arrogante, como se devolvía el guante en los antiguos y rituales duelos de honor.
Debo señalar que esta actitud combativa, que acoge formas diferentes, sólo es
posible desde la fascinación que lo obvio ha ejercido para la filosofía. Sin fascinación no
puede haber lucha, aprehensión, intento alguno de explicación. Los niveles de
enfrentamiento de lo obvio que la filosofía realiza son todos ellos niveles de agresión. Del
mismo modo que es agresión todo verdadero amor y todo verdadero conocimiento. Claro
que lo obvio se revuelve con mil artimañas y es capaz de presentar mil disfraces para
huir de esa agresión y mantenerse intacto. Pero sólo se alcanzará una verdadera actitud
filosófica cuando lo obvio pueda ser agredido. Mostrar los caminos y las formas de
agresión de lo obvio equivale a mostrar la amplia variedad de métodos filosóficos a lo
largo de la historia de la filosofía occidental.
Sin embargo, lo obvio parece vengarse, muchas veces, de la filosofía. Pues, cuando
ha sido objeto de agresión, parece mutarse en nuevas obviedades, mostrando su poder
autorreferente y su carácter de evento que vuelve sobre sí mismo. Claro es que "regresa
a sí mismo" mostrando una nueva estructura. Por ello parece que la filosofía no vence
nunca y que siempre triunfa lo obvio.
Tan sólo tras una aguda y ejercitada mirada podrá observarse que esas nuevas
obviedades no son nunca las obviedades antiguas, sino que son requiebros profundos
creados como venganza por la violación de lo sagrado. Y es que entre lo obvio y lo
sagrado existe una compleja relación: el origen de lo sagrado hunde sus raíces en la
respuesta a los enigmas de cuanto parece obvio. Es ello lo que explica la permanencia de
una serie de problemas siempre presentes en la filosofía: éstos no son nunca los mismos
problemas, sino nuevas cuestiones producidas tras la agresión a un núcleo original de
obviedades. Cuestiones nuevas que parecen ser un resultado de esa trágica historia de
amor y odio que la filosofía tiene por lo obvio y que se constituye en su misma esencia.

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1.1.2. El triunfo del pretexto

La filosofía no tiene un objeto propio, y su actividad no se ejerce sobre la propiedad


privada de un objeto o de un campo de objetos como lo hacen otras actividades
intelectuales. Su historia es la historia de un continuado expolio, de un incesante
desprendimiento. Tal historia llega hasta la vaciedad de todo objeto propio, hasta el
asentamiento en una ausencia objetual, en un terreno atravesado por la pobreza más
absoluta. Pero esta ausencia de todo objeto, esta falta de propiedad y esta vaciedad que
se va construyendo progresivamente, no es, como puede pensarse, una historia de
desesperación. Es una historia de esperanza y de paradójica riqueza.
La ausencia de la seguridad que proporciona poseer un objeto inmediato hace
siempre incómoda a la filosofía. Supone una amenaza contra toda propiedad y contra
toda seguridad. Por ello no es tampoco extraño que la filosofía comporte una actitud vital
muy profunda, y que el filósofo sea un personaje casi siempre peculiar.
La filosofía se encuentra construida sobre una ausencia y profesa, con osadía, una
indecible pobreza. Reflexionemos sobre este rasgo de la filosofía. Es una reflexión que
debe ir siempre acompañada con el recuerdo de que tal pobreza es una pobreza
construida desde el dolor. Un dolor que resulta casi siempre trágico, aunque sea fuente de
inagotable libertad.

• La desnudez del pensamiento

La historia de la filosofía es una historia de presencias y de ausencias. Presencias de


conceptos, deducciones y construcciones teóricas, brillantes en algunas ocasiones. Y
ausencias progresivas no sólo por los silencios ante determinadas cuestiones, por las
faltas de atención a determinados problemas, por las inexactitudes. Por algo peor. Por un
continuado proceso de raptos en los que la filosofía se ha visto desposeída de muchos de
los objetos de su atención y de muchos ámbitos de los que había tomado privada
posesión. Es algo que podemos entender hoy en día con gran claridad, desde la
perspectiva de la lejanía histórica.
En sus orígenes, la filosofía occidental era referencia para todo tipo de saber y
acogía en sí misma cualquier actividad intelectual rigurosa. Se identificaba con el mismo
núcleo del proceso de conocimiento. Todo cuanto era conocimiento era también filosofía.
Poseía la plenitud de los objetos del conocimiento. Ella misma era el conocimiento, y
contenía la totalidad de los objetos de conocimiento. Era la riqueza absoluta y detentaba
el poder sobre métodos y objetos.
El progreso de la sociedad y de la historia del conocimiento occidental, ha astillado
ese poder. Muchos de los objetos que eran propios de la filosofía y que sólo poseían
valor a su lado le fueron arrebatados para poseer una vida independiente y, en muchas
ocasiones, una vida combativamente enemiga de la filosofía. La historia de estos raptos

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es bien conocida: las matemáticas, la física, la química, las ciencias de la tierra, la
historia, la filología, etc., que formaban parte de la filosofía, van desgajándose de ella
para adquirir vida independiente. Las ciencias formales, las ciencias naturales, las
denominadas ciencias humanas y sociales surgieron, en mayor o menor medida, de la
filosofía. Y la historia de la modernidad es, entre otras cosas, la historia de los raptos que
la filosofía ha sufrido, hasta llegar a una extremada desnudez.
Esta situación puede ser considerada con dolor de ausencia o con una esperanza de
nuevo elaborada. Es fácil plantear una postura de dolor ante tanto expolio. Considerar
este robo y recordar constantemente su memoria permite a los filósofos mantener una
actitud de angustia que permite vivir de las antiguas glorias ya perdidas.
Sin embargo, existe otro modo de analizar este rapto, de modo que revierta
positivamente sobre la filosofía y permita comprender su naturaleza. Tal modo
alternativo de análisis supone plantear que la filosofía tiene un extremado poder
generador de conocimientos y de objetos de conocimiento, un poder que destruye
objetos de análisis con la misma fuerza con que puede crearlos. Un poder generador que
lleva a crear objetos tales que pueden alcanzar independencia por sí mismos y que se
erigen en ámbitos propios de conocimiento, sin necesidad alguna de lo que era antes su
ámbito originario.
Éstos son objetos de un extremado dinamismo, que pueden vivir su propia historia,
que sufren sus propias pasiones y que deben afrontar sus propias dificultades sin acudir a
ninguna consolación por su perdida filiación filosófica. Pero semejante independencia es
peculiar, pues muchas de las cuestiones que llegan a plantearse sobre y desde estos
campos específicos de análisis son, en cierto modo, cuestiones filosóficas cuando afectan
a su propio ser, a su propia independencia, a los fundamentos que los constituyen como
tales objetos independientes. Se trata de una particular venganza que parece ejercer la
filosofía.
Hay un elemento adicional que debe considerarse en esta visión positiva de los
raptos a que ha sido sometida la filosofía. Muchas de las ciencias que surgieron
originariamente de la filosofía han seguido un arduo camino de especialización. La
especialización progresiva no es solamente algo deseado, sino algo necesario en el
proceso de diferenciación propio de la sociedad moderna. Cada una de las ciencias con
reconocido estatuto tiene su ámbito propio, sus criterios de trabajo, sus publicaciones, su
propia estructura social y sus estructuras internas que le permiten sobrevivir como tal
ciencia. Esa misma especialización crea, como es bien sabido, una especie de "cordón
sanitario" que sólo pueden cruzar los iniciados, marcando un espacio que suele ser
defendido con afán.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando se alcanza un nivel de especialización máxima, que
equivale a dominar con precisión un determinado campo de objetos y un espacio
entitativo, con sus métodos y perspectivas propias? Ante esta situación aparece la
filosofía de nuevo. Bien puede decirse que un determinado ámbito de conocimiento
alcanza su verdadero nivel de especialización cuando transgrede sus fronteras y rompe su
nivel de clausura especializada, de modo que ésta se abra a problemas generales y a

26
cuestiones que exceden el propio nivel de especialización. Claro que para que ello ocurra
es precisa la especialización y es necesario un determinado nivel de clausura que permita
fundamentar el nivel de indedependencia de cada una de estas ciencias.
Pero el final de esta carrera de especialización es muy significativo: el acceso a
cuestiones generales, el préstamo de métodos y problemas de otras especialidades y la
aparición de temas que parecen netamente filosóficos. En este particular "regreso" o a
cuestiones que parecen originariamente filosóficas parece verse una cierta venganza de la
filosofía. Lo que fue arrebatado en un principio es restaurado, con mayor fuerza y
precisión.
Ante todo esto, que exige un análisis muy detenido de algunas de las principales
ciencias contemporáneas para ser bien ejemplificado, no cabe postura de inferioridad o
de rabia contenida para la filosofía. El rapto inicial no ha sido más que un necesario
preámbulo para un final en el que parece triunfar la filosofía. No nos engañemos: la
historia de los raptos que han vaciado de contenido a la filosofía ha sido un necesario
preámbulo para una mayor riqueza de la filosofía, que vuelve renovada a analizar
determinadas cuestiones con un mayor nivel de eficacia. Parece como si el rapto que ha
vaciado a la filosofía de sus objetos no ha hecho sino fortalecerla. Como si este rapto
fuera una necesaria "noche oscura" de la que la filosofía surge renovada.
Es claro que, a pesar de esta lectura positiva que pretendo hacer de semejantes
raptos, y que llevan a una verdadera purificación de la filosofía, existe un componente
negativo que debe tenerse en cuenta. Y es que la vida positiva de la filosofía se compone
de negatividades, de situaciones límites, de verdaderos suicidios. Más aún, la filosofía no
sólo vive con la amenaza de raptos provocados desde el exterior. La filosofía se rapta a sí
misma y llega a someterse a tal violencia que incluso se vacía a sí misma de contenido,
llegando a desear –expresado en metáfora– el suicidio propio. Es la negatividad llevada al
máximo. Pero de ella surgirá una nueva vida. Tendremos ocasión de analizarlo más
adelante.

• La ausencia de un objeto propio

Para componer una tarjeta de visita que pueda presentar en sociedad a la filosofía,
nada hay más ilustrativo que diseñar los contenidos de un curso convencional de
introducción a la filosofía. Sin embargo, ésta no es tarea fácil. Elaborar el programa de
este curso muestra la extremada dificultad de otorgar objetos específicos de análisis a la
filosofía, a no ser que éstos sean cuestiones ampliamente generales que, a su vez, son
tratadas en los preámbulos de las diferentes ciencias especializadas. O bien la filosofía se
compone de "restos" de las denominadas disciplinas humanísticas y sociales que no han
alcanzado, todavía, un nivel de independencia propio y que son, por ello mismo,
"cuestiones disputadas" por diferentes disciplinas.
La dificultad aumenta cuando se intenta precisar los contenidos de las diferentes

27
disciplinas filosóficas clásicas: metafísica, ética, antropología, teoría del conocimiento,
etc. La mayoría de las disciplinas filosóficas, con la excepción de algunas que han
alcanzado un notable nivel de especialización, no tienen un objeto bien definido de
análisis, y parecen disputarse entre ellas un botín de generalidades. Tal situación se
agrava paulatinamente cuando se sitúa la filosofía en el terreno de la división actual del
conocimiento científico. Entonces, como ya he afirmado, resalta más esa imprecisión y
falta de límites precisos, dejando a la filosofía en una situación de particular indefensión.
La respuesta a tal situación es muy variada. Se reivindica la vuelta a los objetos
clásicos del análisis filosófico, sin advertir que muchos de ellos ya no pueden sostenerse
en el actual panorama de la ciencia, fundando la filosofía en una nostalgia incontenible y
de difícil defensa. O bien se crean nuevos campos de análisis con la ayuda de los "restos"
de los que no se ocupan otras disciplinas especializadas, dejando a la filosofía con el falso
consuelo de un terreno propio que no es tal y sobre el cual no puede echar raíz alguna.
Nada digamos del ridículo en que tantas veces se sumerge a la filosofía cuando se
desea hacer de ella una actividad publicitaria: los filósofos, entonces, desean convertirse
en políticos de afición, lo que les impide ser tanto políticos como filósofos. El tiempo de
Platón en Siracusa sigue ejerciendo fascinación, pero se descubre una gran libertad al
advertir que ya pasó de una vez. En algunos casos se permite la existencia de la filosofía
como una curiosa muestra arqueológica del pasado, que es de buen tono conservar, pero
que no tiene más fundamento que la apariencia que mantiene toda familia de casta venida
a menos. Todos ellos son intentos de salvarse de un naufragio inminente e inevitable.
Una postura distinta a todas las mencionadas es la que desea analizar la raíz de esta
situación. Acudir a la raíz es reconocer que la filosofía no tiene objeto específico propio
sobre el que pueda fundamentarse y sobre el que pueda argumentar su necesidad y su
independencia. Tal es la lección positiva que debe obtenerse de la historia de los raptos
sucesivos a que se ha visto sometida la filosofía a lo largo de la historia. Y tal es la
consecuencia que debe ser, en mi opinión, reconocida, tras analizar con cierto
detenimiento el progresivo nivel de diferenciación del conocimiento en nuestra sociedad
contemporánea. La filosofía tendrá un lugar en esta sociedad si funda su sentido en la
negación de un objeto específico propio. Ello supone asumir de un modo positivo esa
historia de raptos que de un modo tan lacrimógeno se ha querido ineficazmente resolver.
Ahora bien, junto al reconocimiento de esa ausencia de objeto propio, debe
señalarse un rasgo adicional. La filosofía no tiene un objeto específico, porque se sitúa al
margen de cada objeto y analiza lo que hace que un objeto sea tal objeto. Es una
investigación centrada en los márgenes ontológicos que constituyen como tal a un objeto
determinado. El trabajo filosófico se encuentra por encima de la independencia de las
ciencias particulares y específicas, al situarse en el margen de las mismas y procurar
cuestiones radicales sobre la legitimidad de sus propios objetos. La filosofía, siempre
vacía de todo objeto propio, se encuentra instalada en el preámbulo que configura la
posibilidad de todo objeto.
Cuando la filosofía se ocupa de un objeto concreto lo hace desde los límites que
constituyen a ese objeto como tal, ya sea este objeto un problema, una situación, un

28
método, un concepto, una actividad práctica, etc. Más aún, cuando la filosofía analiza un
objeto lo disuelve en sus propios límites e intenta recuperar lo que queda de él tras
destacar sus límites. En este sentido, la filosofía es una ocupación de fundamentos: los
fundamentos que permiten a un objeto determinado levantarse como tal objeto
independiente y constituirse en tema de una determinada actividad científica. La filosofía
encuentra en el límite como tal su propio terreno, su propio interés. Lo veremos al
analizar el tratamiento del límite como uno de los aspectos esenciales de la filosofía.

• Una peculiar pobreza

Desposeída de cualquier objeto propio, que pueda definirla como actividad con
objeto directo, la filosofía reivindica la fuerza de su acción desnuda, que no precisa
descansar en un determinado objeto. El espacio propio de la filosofía es el espacio de la
absoluta desnudez, caracterizado por la ausencia de los objetos; un espacio tan sólo
indicado por las huellas de aquellos objetos que le han sido progresivamente arrebatados.
Advirtamos que plantear la relación entre ausencia y/o presencia de objetos no
supone tanto hablar de objetos concretos y específicos, ni dirigir la atención sobre
determinados objetos, sino considerar la posibilidad misma de la ausencia/presencia de
todos los objetos. En este sentido, esa dolorosa operación ascética, que la filosofía ha
realizado y que le ha llevado a vaciarse de objetos propios concretos y de un lugar
determinado en la clasificación de las ciencias, le permite prepararse para la presencia
universal de todo tipo de objetos. Por eso, la vaciedad de todo objeto concreto explica la
aspiración que la filosofía tiene de convertirse en un saber universal que no se ocupa de
contenido particular alguno, sino de la totalidad de los objetos. La ausencia de un objeto
específico propio señala, en contrapartida, la presencia de todos los objetos.
Esta combinación de vaciedad y plenitud que afecta a la filosofía puede entenderse
más aún si se recurre a dos comparaciones ilustrativas basadas en la historia de las
religiones. Como ocurre en algunas tradiciones místicas, la filosofía se levanta sobre la
paradoja de una ausencia total que permite la riqueza más absoluta. Muchas de las vías
místicas de vaciamiento no son más que el preámbulo de la plenitud suprema, que
permite comprender la existencia de todo lo real desde sus propios límites, y no
solamente la existencia de un objeto o grupo de objetos determinados. Es así como
puede entenderse el concepto de unión mística, que siempre presupone el vaciamiento
más absoluto de objetos concretos.
• Otro elemento de comparación que permite entender esta situación de la filosofía
es la exaltación de la pobreza que existe en la práctica de algunas religiones. Lejos de ser
una limitación, los votos o confesiones de pobreza son, teóricamente, entendidos como
un medio para alcanzar la mayor riqueza que puede pensarse, para aquilatar el valor y los
límites de todos los objetos y alcanzar su sentido. El voto de pobreza es tan sólo un
preámbulo para que pueda darse la mayor riqueza posible, que no se basa en la posesión

29
de un objeto determinado, sino en la posesión del sentido de todos los objetos en sus
propios límites. Es decir, en la posesión de lo que hace a un objeto tal objeto y, sobre
todo, en la posesión de las tensiones y relaciones que constituyen a los objetos
determinados como tales. Por ello, la pobreza no es sino el prólogo de una extremada
riqueza.
Así, no es extraño que el voto de pobreza contenga, a pesar de sus apariencias, una
extraordinaria fuerza de egoísmo: por la pobreza uno mismo es mucho más y se
encuentra en el camino de la riqueza más valorada. Valgan estos dos ejemplos como
muestra de lo que supone la vaciedad filosófica y como ilustración de lo que puede ser
una actitud filosófica.
Retomemos nuestra descripción: es en la vaciedad la ausencia y la radical pobreza de
todo objeto propio donde se asienta la filosofía. No sólo admite esta vaciedad, sino que la
reivindica como propia, planteando no pocos escándalos a quienes se atrevan a
analizarla. La frontera entre la vaciedad de un objeto propio y la plenitud de los límites
que hacen posibles a todos los objetos como tales objetos es una verdadera frontera
ontológica. Es la misma frontera de la vida y de la realidad. Y en ella se asienta,
orgullosamente, la filosofía.
Ahora bien, ¿supone semejante vaciedad que la filosofía es el terreno intelectual
donde "todo vale"? En modo alguno. Ya he indicado que el no tener un objeto propio
supone analizar las condiciones mismas de la objetualidad de todos los objetos posibles, y
supone por ello que la filosofía puede analizar cómo los objetos de determinadas ciencias
y saberes son tales objetos. Por su pobreza objetual, la filosofía se siente con libertad
para analizar el rango de objetos de otras ciencias más "ricas" y precisas en contenido de
objetos propios.
Esta ausencia de contenido y de objeto propio de la filosofía se compensa mediante
una máxima tensión metodológica, centrada sobre la posibilidad misma de todo objeto,
que se plantea desde la ausencia de objeto propio. Semejante compromiso de tensión
metodológica constituye, en cierto modo, los rasgos de lo que podemos denominar
"mirada filosófica" y es lo que permite identificar a una actividad como filosófica.
Profundizar en esta tensión metodológica no es sino hablar de ese particular "oficio" que
constituye a un filosófo como tal y que ha sido cumplida, con una gran variedad de
opciones, a lo largo de la historia de la filosofía.

• La voracidad insaciable

La ausencia de objeto propio que es propia de la filosofía supone un rasgo de gran


importancia que explica el comportamiento de la filosofía y que, como ocurre con otros
de sus rasgos, es fundamento de su riqueza y de su miseria. Por carecer de objeto
propio, la filosofía es una actividad extremadamente voraz, que considera cualquier
objeto como si fuera un pretexto para el ejercicio de su actividad. La extremada

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voracidad y el deseo de considerar todo tipo de objetos son dos aspectos estrechamente
unidos, que explican la universalidad de la filosofía y refuerzan el hecho de que no posea
un objeto de análisis propio.
En efecto, la filosofía no tiene reparos en considerar cualquier objeto como meta de
sus análisis, para emplearlo como "banco de pruebas" de su propia actividad. Claro es
que algunas escuelas filosóficas muestran una determinada preferencia por considerar
unos objetos sobre otros. Pero, aun cuando se reivindique un espacio preferente, este
espacio es un pretexto para que la filosofía se realice a sí misma, olvidando muchas veces
el rango propio del objeto considerado. Un objeto posible resultará adecuado y
reivindicado por la filosofía en tanto es un pretexto para desarrollarse a sí misma. Es
decir, el objeto se analiza desde sus propios límites, desde su propia marginalidad, lo que
no supone sino reforzar lo que ya había planteado: el objeto interesa por sus mismos
límites.
Todo esto no hace sino reforzar lo que antes había planteado: el objeto interesa
desde sus límites y posee valor en tanto que es pretexto, estímulo, prólogo de actividad
para la filosofía. Lo que posee un indudable interés, pues un pretexto suele ser punto de
partida de una creación original, en la que el objeto inicialmente considerado aparece
desde una nueva perspectiva, mostrando posibilidades que antes no eran consideradas.
Esta voracidad de la filosofía se traduce en una universalidad de intereses teóricos
que es uno de sus rasgos más significativos. La variedad de los objetos que considera la
filosofía –sin poseer sobre ellos una posesión determinada que lo defina como tal– es
inmensa, absolutamente enciclopédica. Por esta razón, la filosofía ha sido, desde el
primer momento, creadora de sugerencias y está en el origen de ciencias particulares. Y
por ello ha sufrido raptos, desengaños y decisivas rupturas.
Como si fuera una ménade báquica, la filosofía se mueve desesperadamente en
busca de nuevos pretextos y de renovados espacios de análisis. Es lo que explica la
variedad y la multiplicidad de la apuesta filosófica. Con ello se asemeja a las grandes
culturas cosmopolitas que hacían del mundo (y no de "un" mundo particular y limitado)
un objeto de deseo. Este rasgo es lo que explica, asimismo, la multiplicidad de los análisis
que se realizan en cada época y la posibilidad de libertad de objetos de reflexión
alcanzada en nuestro propio tiempo. Para desconsuelo de quienes quieren reivindicar tan
sólo un tipo de objetos o desean enclaustrar a la filosofía en una determinada tradición.
La extremada voracidad de la filosofía, que le hace convertir a todo objeto en
pretexto de su actividad, puede iluminarse mediante tres símiles. En primer lugar, la
filosofía podría compararse a un sujeto extremadamente creativo, que fuera pura
sensibilidad. Este sujeto se encontraría en puro estado de recepción de estímulos: un
sujeto convertido en radar, que no detuviera nunca su capacidad de asimilación y de
percepción. Desde esta perspectiva, la filosofía es semejante a un potente artefacto
perceptivo, para el que cada una de las percepciones que puede realizar le obliga a
mantenerse en un puro estado vibratorio que no se detiene nunca.
En segundo lugar, la filosofía puede ser comparada a un observador universal, a un
voyeur extremadamente refinado, para quien todo lo que es capaz de ver se convierte en

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estímulo de creación. Y, en tercer lugar, la filosofía puede asemejarse, en su trato con los
objetos que analiza, al antiguo fumador de opio –inmortalizado en tantos escritos–, para
quien la búsqueda de la droga y de los excitantes no era sino un pretexto para entender
mejor la realidad, haciendo del contenido de sus alucinaciones un excitante nuevo para
concebir mejor cuanto le rodea. Pero extender el alcance de estos tres símiles supone
escribir una heterodoxa historia de la filosofía que, aunque nos reportaría interesantes
enseñanzas, extendería más de lo debido la amplitud de mi ensayo.
Sensibilidad, observación y peculiar droga. O lo que resulta equivalente: estimulación
constante, visión radical y creación de posibilidad por negación de la realidad presente.
Son tres símiles de la filosofía que permiten entender, desde su pobreza de objetos
concretos, la paradójica amplitud de su alcance. Y que señala a quien desee practicarlos
los caminos de la perdición y del sufrimiento que siempre comporta una extremada
sensibilidad.

1.1.3. La transparencia de la complejidad

Es habitual mantener que uno de los aspectos más notables de la filosofía es su


dificultad, y que las deducciones filosóficas presentan intrincados caminos de dificultad
extrema. Yo quisiera matizar semejante opinión, que no me parece ajustada. La filosofía
no es difícil, sino compleja; y su función estriba, precisamente, en hacer transparente la
complejidad. Para comprender este rasgo de la filosofía, es necesario reflexionar sobre
los conceptos de dificultad y complejidad y mostrar el sentido que posee la tarea de hacer
transparente la complejidad.

• Dificultad y complejidad

Suele identificarse el concepto de dificultad con el concepto de complejidad. Tal


identificación tiene un cierto fundamento, en tanto que lo complejo se presenta como
algo difícil, pero no permite establecer una identificación semántica entre ambos. Lo
complejo no tiene, en mi opinión, por qué ser difícil. Más bien, en muchas ocasiones, la
dificultad suele ser una máscara que oculta la verdadera complejidad y la hace
inaccesible.
Como resulta bien sabido, "difícil" es un adjetivo que guarda relación con el verbo
"dificultar" y con el sustantivo "dificultad". Todos ellos derivan del verbo latino facere
(hacer). Dificultar, dificultad, difícil designa un obstáculo para la acción y denota –
mediante el prefijo "dif"– la imposibilidad de hacer algo llanamente. Cuanto se considera
difícil parece un ostáculo para hacer algo, para cumplir un objetivo, para conseguir algo e
impide la facultad de hacer una determinada acción. Es un término que designa oposición

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a una determinada actividad. Por ello se identifica difícil con un freno para la acción, con
un obstáculo que es necesario superar para llevar a cabo determinado objetivo.
No es extraño, pues, que lo difícil tenga, ordinariamente, una connotación negativa.
Lo difícil impide algo, supone esfuerzo e impide realizar una determinada acción. Pero
comporta también una connotación positiva que debe ser resaltada, porque lo difícil es lo
que exige un esfuerzo para realizar algo, para llevar a cabo un determinado objetivo. Esta
connotación positiva debe ser rescatada del significado de difícil y separada del resto de
sus connotaciones negativas. Es importante advertirlo, pues en filosofía –como en
cualquier otra actividad que se considere valiosa– el esfuerzo es una virtud preliminar que
debe siempre tenerse en cuenta. Lo que no es nunca una virtud, y por ello debe ser
combatido, es el concepto de dificultad como obstáculo o impedimento para poder
realizar algo.
Más interesante que el análisis del término "difícil" lo es el del término "complejo".
En una primera aproximación etimológica, "complejo" procede del verbo latino
complectere, que significa abarcar, abrazar; y, por querer abarcarlo se encuentra
condensado, plegado, comprimido. Son varios los significados que puede denotar en
nuestro uso cotidiano del término. Lo complejo es lo que está compuesto de varias cosas,
frente a la simple unidad. Asimismo, lo complejo es lo múltiple. Y también lo complejo
es lo que está "plegado": es la multiplicidad y la composición de varias cosas reunidas en
un pliegue determinado. Precisamente por ello, lo que es complejo puede aparecer como
confuso y como costoso de entender. Ordinariamente, lo complejo suele considerarse
como sinónimo de difícil. Pero ello es un gran error. Pues lo complejo y lo difícil sólo
comparten, a mi parecer, uno de los rasgos anteriormente mencionado: la necesidad de
esfuerzo.
Desvelar y "desplegar" lo complejo supone siempre esfuerzo, del mismo modo que
lo difícil exige siempre un esfuerzo para ser resuelto. Tan sólo en esta línea de
significados se encuentra relación entre lo complejo y lo difícil. Y sólo en ésta. Por ello,
lo complejo parece encontrarse mejor caracterizado por el concepto de "pliegue" que
deja entrever su origen etimológico para indicar, que es una multiplicidad plegada sobre sí
misma hasta parecer una unidad. De ahí que, a veces, lo complicado sea difícil. Pero lo
verdaderamente complejo no llegará nunca a ser un obstáculo insuperable, siempre que
pueda encontrarse su sentido al hecerlo transparente o reducir su alcance.
Sin embargo, donde se muestra la importancia de lo complejo no es en su distinción
respecto a lo difícil, sino en el mismo sentido del término. Lo complejo y la complejidad
es uno de los grandes temas de nuestro tiempo, y su precisión exigiría un ensayo
independiente. Con todo, plantearé ahora algunas indicaciones sobre el sentido de lo
complejo. De este modo se alcanzará a ver su diferencia respecto a la dificultad y podrá
distinguirse de él adecuadamente, dando fin a una conexión imprecisa. Lo complejo
puede describirse mediante cuatro rasgos fundamentales: es unidad múltiple, supone un
exceso de relación,presenta un exceso de posibilidades nuevas, y puede ser analizado
según niveles estructurados. Ampliemos la consideración de estos rasgos.
Lo complejo es una multiplicidad que funciona como una unidad: es una unidad

33
múltiple. Asimismo, lo complejo se caracteriza por un exceso de relaciones, de modo que
en el ámbito de lo complejo no es posible establecer procedimientos que permitan la
correspondencia biunívoca de diferentes realidades complejas. Por su capacidad para
establecer relaciones y por estar estructurado mediante relaciones, lo complejo es
extremadamente maleable a la posibilidad; su misma realidad se compone de niveles
diferentes de posibilidad.
También debe señalarse que lo complejo puede analizarse según niveles de
estructuras siempre dinámicos, como si estos niveles plantearan determinados nudos
tensionales. Por último, debe advertirse que lo complejo puede ser abordado de dos
modos: mediante procedimientos de reducción de su misma complejidad a niveles de
complejidad más asequibles, o mediante procedimientos de transparencia que hagan
accesible su estructura y permitan captar su sentido, posibilitando entender el exceso de
posibilidad y de relación que lo constituyen.
Tradicionalmente, la historia del pensamiento occidental ha opuesto lo simple a lo
complejo y ha buscado la simplicidad de un modo constante. Hasta tal punto que la
complejidad se ha convertido en un enemigo a combatir. Sin embargo, no debe oponerse
lo simple y lo complejo de este modo. De la misma forma que puede .distinguirse entre
lo que es meramente trivial y lo que es obvio, debe diferenciarse lo que es meramente
elemental y lo verdaderamente simple; es decir, entre dos sentidos de simplicidad: aquella
que no se encuentra apoyada en la complejidad y aquella que se fundamenta en la
complejidad.
Cuanto es verdaderamente simple encuentra siempre en su base una reducción de la
complejidad o hace transparente la complejidad. Tal es el caso de los grandes problemas
y métodos científicos: hacen aparecer simple lo que es, en realidad, extremadamente
complejo. El avance de la ciencia no es el avance hacia una simplicidad vacía, sino hacia
una complejidad reducida, pues lo verdaderamente simple es siempre complejidad
reducida o complejidad hecha transparente. Los grandes objetos de atención científica,
así como los grandes problemas que merecen estudio detenido son siempre problemas
que presentan una gran dosis de complejidad. Incluso los más elementales actos
biológicos y sociales son actos extremadamente complejos que, a pesar de ello, parecen
simples. Lo que ocurre es que la acción de la ciencia y de la práctica social e histórica
han logrado que esa complejidad sea reducida o se haya hecho transparente y pueda, por
lo tanto, ser positiva y fructíferamente manipulada.
Todo ello obliga a revisar la radical dicotomía entre lo simple y lo complejo que ha
configurado la historia del pensamiento occidental. Lo simple –unitario, apenas sin
relación, sin posibilidad, unívoco, inane de sugerencias, etc.– no ofrece más que un
consuelo parcial y nunca satisfactorio. Como tal, no puede sostenerse por sí solo. Lo
verdaderamente simple es complejidad reducida o, al menos, complejidad hecha
transparente. Con ello, será necesario tener en cuenta que lo simple ha de ser definido
sobre lo complejo. Que la complejidad es, en definitiva, el objeto de atención prioritario.
Y que solamente si se toma en consideración el alcance de lo complejo podrá mantenerse
un adecuado concepto de simplicidad. Nunca a la inversa, como se ha pretendido tantas

34
veces.
Una vez indicada elementalmente la diferencia entre lo difícil y lo complejo,
volvamos por un instante a considerar el concepto de dificultad. Tradicionalmente, la
filosofía se ha asociado a lo difícil y se ha presentado como una actividad regida por la
dificultad. Ello no es, en modo alguno, exacto.
La filosofía se encuentra siempre relacionada con la complejidad. E íntimamente
unida a ella se encuentra un rasgo de la dificultad. Pero tan sólo el más positivo de ellos:
la urgencia del esfuerzo para poder conseguir algo. Pues es evidente que enfrentar la
complejidad exige esfuerzo. Y esfuerzo supone también reducir la complejidad o hacerla
transparente, ya que solamente puede reducirse o hacerse transparente lo complejo desde
un mayor nivel de complejidad. Pero la complejidad y la dificultad deben mantenerse
separadas, a no ser por esa semejanza apuntada. En ocasiones, la dificultad no es más
que una máscara que oculta la complejidad y que impide vislumbrarla. Invocar la
dificultad es, muchas veces, una excusa para no encarar lo complejo.
Para advertir la frecuencia con que se huye de lo complejo acudiendo a lo difícil,
basta considerar dos ejemplos. Por un lado, un ejemplo tomado de la enseñanza: un mal
profesor prefiere –a pesar de que ello parezca contradictorio– los libros difíciles con el fin
de desviar la atención desde las cuestiones realmente importantes que son siempre
cuestiones que encierran una complejidad reducida. Este procedimiento prefiere siempre
la falsa sutileza, que no hace sino ocultar la ignorancia y, sobre todo, maquillar la
imposibilidad para enfrentar problemas realmente serios.
Hay otro ejemplo de cuanto digo más cercano a la filosofía. Los grandes filosófos
han planteado siempre cuestiones verdaderamente complejas y se han esforzado en
reducir la complejidad que éstas encierran o en mostrar la estructura de la complejidad
que las fundamenta. Para ello han elaborado grandiosos edificios teóricos sobre temas,
aspectos o problemas que, en un primer momento, parecían simples. Pero lo parecían
porque estaban cargados de complejidad. Su trabajo estriba en ex-plicar, des-plegar,
desar-rollar esta aparente simplicidad y mostrar la estructura de posibilidades, relaciones
y tensiones que comportan esas cuestiones. La falsa reflexión filosófica añora la falsa
sutileza y emplea la dificultad como máscara para ocultar la complejidad. Ésa suele ser la
tabla de salvación de muchas escolásticas y del academicismo vacío.
La dificultad es una huida de la complejidad. Porque equivale a reconocer que lo
complejo no puede ser tratado y parece defender la parálisis ante cualquier tipo de
tratamiento de lo complejo. En ello debe pensarse cuando se critica o analiza la filosofía
académica que sólo tiene como elemento de supervivencia una lucha competitiva a
muerte consigo misma o con otras disciplinas. O cuando se valoran las escolásticas en
filosofía. Son defensas de la dificultad frente a la complejidad. Son el reconocimiento de
una parálisis esencial. Y la filosofía no puede ser nunca equivalente a parálisis sino el
acicate de una sensibilidad siempre orientada a enfrentar la complejidad creciente.

35
• La simplicidad compleja

Desterrado el fantasma de la dificultad, no sólo habremos roto un tópico de la


filosofía, sino que habremos recuperado uno de sus objetivos más claros. Porque la
filosofía tiene en la complejidad una de sus metas más evidentes. La complejidad es, en
cierto modo, el ámbito de la filosofía, que busca lo complejo como uno de sus más
firmes aliados.
Tal afirmación supone plantear dos precisiones. En primer lugar, la filosofía se
enfrenta a lo complejo como una cualidad, más que a la complejidad como un objeto
determinado y específico. Al ser una cualidad, se respeta la ausencia de objeto propio
que hemos analizado anteriormente, y puede afirmarse entonces que a la filosofía le
interesa cualquier tipo de objeto siempre que éste sea complejo. La complejidad como
cualidad atraviesa cualquier campo de interés propio de la filosofía y es criterio de
selección de sus posibles intereses.
En segundo lugar, afirmar que la filosofía tiene en lo complejo su ámbito más
específico supone revisar la relación entre lo complejo y lo simple y plantea la exigencia
de revisar la noción misma de lo simple en términos de su relación con la complejidad.
Lo absolutamente simple –es decir, lo simple que se opone a lo complejo– no puede
soportarse. Ni siquiera llamaría la atención. Es el consuelo más débil y el consuelo de los
débiles. Lo simple es lo trivial, lo uniformemente elemental, lo inmediato que no soporta
ninguna evidencia ulterior, lo que apenas es capaz de entrar en relación, lo que no
soporta tensión alguna. Evidentemente, otorga tranquilidad, pero es la tranquilidad de la
muerte. Es el freno absoluto. Así, lo simple es el tópico, el lugar común, lo que no aporta
sugerencia alguna. Lo simple encierra, por otro lado, múltiples trampas: permite un
consuelo temporal y una tranquilidad efímera porque, en realidad, anula todo estímulo
intelectual.
No puede ser este concepto de simple, entendido como opuesto y enemigo de lo
complejo, lo que deba convertirse en meta o en preciado botín de conquista. Si ello es así
no podría entenderse el progreso, porque este concepto de simplicidad es la negación de
una verdadera evolución. Lo simple es verdaderamente insoportable, no porque sea
difícil de tratar, sino porque está vacío y no ofrece nada que pueda ser soportado. Es la
vaciedad más absoluta de todo contenido, la absoluta orfandad de sentido porque es el
agotamiento de todo sentido.
Sin embargo, cuanto es verdaderamente simple se construye sobre la complejidad. Y
es, en realidad, un maquillaje y un disfraz de la complejidad. Lo verdaderamente simple
encierra una extraordinaria complejidad que se encuentra reducida y parece
"transparente", como gustaba de afirmar Niklas Luhmann y ya estudié en mi anterior
ensayo La sociedad sin hombres. Niklas Luhmann o la teoría como escándalo
(Anthropos, Barcelona, 1990). La lista de ejemplos de lo simple complejo es muy
grande. Todos los hechos y actos de la realidad y de la existencia humana que nos
parecen simples encierran una intricada complejidad.
Los grandes progresos científicos son descubrimientos de simplicidades complejas

36
que permiten atisbar, desde perspectivas nuevas y con instrumentos nuevos, espacios
más amplios de complejidad y permiten reducir la complejidad o hacerla más
transparente. Los cambios de paradigma en la historia de la ciencia se encuentran
motivados por una atención derivada hacia complejas simplicidades heterodoxas o por el
descubrimiento de nuevas simplicidades complejas que no habían sido advertidas. Las
grandes obviedades son complejas simplicidades, que encierran multitud de preguntas
radicales y suponen la posibilidad misma del asombro, como ya advertimos
anteriormente.
La simplicidad compleja es lo que permite que la vida siga avanzando, y lo que se
encuentra en el núcleo mismo de la capacidad de asombro y de admiración, de la
posibilidad de desvarío y perdición, del riesgo esencial que supone todo verdadero
pensamiento radical. La historia de la civilización occidental parece dar testimonio de esta
simplicidad verdadera y es el espectáculo de su progresiva consecución. Pues progresa al
alcanzar cotas, cada vez más elevadas, de simplicidad compleja. El progreso es el
testimonio de que lo simple ya no puede ser entendido como enemigo de lo complejo, y
de que todo ideal de simplicidad debe estar construido en términos de complejidad. Sólo
así se revela lo simple como lleno de sugerencias, de tensiones, de posibilidades y de
relaciones. Entonces se convierte en estímulo de pensamiento, de acción y del necesario
riesgo que constituye toda forma de actividad humana.
Como ya he indicado, la filosofía es, o debe ser, una reducción de la complejidad y
los resultados de la actividad filosóficadeben llevar a hacer transparente la complejidad.
Precisamente por ello sigue la ruta de la complejidad y no de la dificultad. Y por ese
enfrentamiento con lo complejo la filosofía ha podido sugerir continuamente nuevos
objetos de análisis, sin agotarse nunca en un objeto concreto.
Deben distinguirse esos dos tratamientos de lo complejo: reducción y transparencia.
Ninguno de ellos pretende anular lo complejo, pues, de otro modo, quedaría eliminado
cuanto de interés pueda existir. La reducción de la complejidad supone hacer manejable y
posibilitar el sentido en el exceso de relaciones, tensiones, posibilidades que constituyen
lo complejo, encontrando para ello una determinada orientación. Gran parte de las teorías
científicas y de las instituciones sociales son, de hecho, reducciones de la complejidad.
Hacer transparente la complejidad supone analizar la estructura y la arquitectura de la
complejidad, de modo que se hagan accesibles para el análisis las diferentes
configuraciones de relaciones, posibilidades, tensiones, correspondencias, etc., que
caracterizan lo complejo. Tal es una de las intuiciones fundamentales de Herbert Simon
en su ya clásico artículo titulado "The Architecture of Complexity" The Sciences of the
Artificial (MIT Press, Cambridge, Mass., 1969: 84-117).
La reducción y la transparencia de la complejidad ofrecen una orientación en la
complejidad y un reconocimiento de la necesidad de vivir en medio de la complejidad. Y
el resultado de la reducción o transparencia de la complejidad no es otro que el de la
posesión de simplicidades complejas, que permiten avanzar entre la complejidad y no
hacerla extraña ni considerarla enemiga del pensamiento o de la acción.
Debe advertirse que reducir o hacer transparente la complejidad es una

37
comprometida tarea. Porque, mediante determinados mecanismos, la complejidad –que
siempre es sobreabundancia y exageración– parece vengarse de quien desea trabajar con
ella. Y toda reducción o transparencia de complejidad supone alcanzar un espacio donde
es posible hacer manejable la complejidad, pero también crear nuevas cotas de
complejidad, crear nuevos espacios de complejidad. Pues solamente lo complejo reduce
o hace transparente lo complejo.
Empleando una prestada analogía de la historia del arte, podemos decir que si la
complejidad supone, en cierta manera, el triunfo del barroco, la reducción de la
complejidad supone la instauración de un paradójico y austero rococó. La filosofía –que
es compleja y no difícil– no sólo pretende reducir y hacer transparente la complejidad,
sino que es ella misma una atmósfera que permite detectar complejidad y que permite
sentar las condiciones para que aparezcan nuevas cotas de complejidad. Como la misma
complejidad, la filosofía es, en este aspecto, insaciable y se encuentra atravesada por una
especial maldición: sólo la complejidad puede saciar a la complejidad. Por ello, reducir o
hacer transparente la complejidad supondrá, siempre, abordar crecientes cotas de
complejidad. Esto es: de relaciones, de tensiones, de posibilidades. En suma, tratar con la
complejidad implica crear nuevas cotas de complejidad en forma recursiva.
Poseemos ya un triple espacio que constituye a la filosofía y que forma el escenario
de su actividad. La seducción por cuanto parece obvio, la ausencia de un objeto propio
que le hace convertir a todo objeto en pretexto para el ejercicio de su actividad y el
compromiso en la reducción de la complejidad son las dimensiones de este triple espacio.
Desde él pueden considerarse los restantes aspectos que presenta la filosofía y que
siempre tienen en cuenta ese triple punto de partida descrito en este capítulo. En suma,
es un espacio de tres dimensiones que son, también, tres rostros de nuestra diosa.

1.2. La pregunta incesante

La filosofía es una actividad intelectual que se encuentra atravesada por el incesante


cuestionamiento: asume totalmente el compromiso del preguntar y se hace ella misma
interrogación. Cuando la filosofía otorga respuestas lo hace de un modo que esas
respuestas llevan, de nuevo, a preguntas más radicales. Nunca encuentra la filosofía su
término en una pregunta concreta. Pues, para la filosofía, plantear una pregunta supone
hallar una respuesta que haga posible seguir interrogando. De otro modo, la filosofía
moriría. Es en la fuerza de la tensión interrogativa donde la filosofía se mide consigo
misma y se mide con otras actividades intelectuales. Y por ello pueden distinguirse los
diferentes tipos de filosofía según sean las preguntas que plantean o las bases desde las
que se instalan en una actitud interrogativa.
Toda verdadera pregunta surge de la intranquilidad y lleva a la incomodidad. No es
el camino de la facilidad y de la conformidad el camino que anda la pregunta, sino el
camino de la complejidad y del esfuerzo. No es sencillo preguntar. Y menos aún lo es

38
mantenerse en la pregunta radical, generando nuevas peguntas sobre respuestas que
parecían ya resueltas. Una pregunta agrede, rompe, destruye los límites de un espacio
protegido, disuelve fronteras y deja abierto un nuevo espacio que es necesario conquistar.
La pregunta otorga al conocimiento su carácter de transgresión y de riesgo. Por ello,
todo conocimiento que se considera verdadero y eficaz es siempre una transgresión y
comporta la maldición que conlleva la transgresión. Es, en el sentido más fuerte del
término, un pecado. No olvidemos que, en la tradición bíblica, el pecado original fue un
pecado de conocimiento, y sólo si se analiza desde la osadía del preguntar –que el
hombre deseaba como rasgo divino– pueden entenderse sus rasgos. Apliquemos a la
filosofía el rango sagrado de las verdaderas preguntas, pues en ellas podrá encontrar
algunos de los secretos que configuran su propia actividad.

1.2.1. La pregunta como forma de erotismo

Preguntar es una actividad que siempre tiene algo que ver con el erotismo y con el amor.
Y es que, como el amor verdadero y el impulso amoroso, la actividad interrogativa es
una tensión, que tiene en su base la inestabilidad, la diferencia, la mera sugerencia frente
a toda claridad. Preguntar es siempre estar situado en un terreno intermedio y, como
ocurre en todo acto amoroso, también la pregunta lleva consigo la destrucción de la
intranquilidad que le constituye como tal.
Decidirse a interrogar no supone tan sólo el mantenerse en un radical nivel de
inseguridad. Más aún –y es lo que deseo recalcar– supone, como ocurre en toda
verdadera actividad erótica, la necesidad de considerar todo desde el carácter del
preámbulo, desde el carácter de la sugerencia. El erotismo es el triunfo de la sugerencia,
del preámbulo, del claroscuro, del deseo no realizado. Vivir eróticamente es vivir desde la
intranquilidad que provoca la posesión nunca alcanzada. Y asumir, por ello, el valor de lo
intermedio. Eso lo sabía bien Platón. La filosofía es, en cierta medida, el triunfo
definitivo de la sugerencia, del preámbulo, del claroscuro y de la incitación. Por ello la
filosofía es semejante al amor.
Uno de los más interesantes elementos que se derivan al tratar a la filosofía como
actividad interrogativa y, por ello, erótica, es la consideración del concepto de
"interesante", de la cualidad de "ser interesante". Ser erótico equivale a ser
continuamente "interesante" y a encontrar constantemente nuevas fuentes de interés. En
una palabra, a elevar la categoría de curiosidad a un rango esencial de la actividad
racional. Preguntar supone siempre poseer interés en el objeto de la pregunta. En el
origen de toda pregunta se encuentra siempre el interés, y, cuanto mayor sea su
presencia, más relevante será la pregunta planteada.
Sin embargo, no contamos con una adecuada reflexión sobre la cualidad, tan
empleada en castellano, que permite calificar a algo como "interesante". En nuestro
medio, Ortega y Gasset apuntó interesantes reflexiones, por su nivel de sugerencia, en su

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ensayo de 1925, titulado: "Para una psicología del hombre interesante" (Obras
Completas, vol. IV, Madrid, 1966: 468-473). El concepto de "lo interesante" encierra un
conglomerado de significados y de expresiones: estar interesado, ser interesante, poseer
interés, etc. Todos ellos se encuentran atravesados por un componente previo, que no es
otro que el de poder sugerir, el de encontrarse abierto y el de poder plantear siempre
preguntas y cuestiones. Porque quien es "interesante" o cuanto es "interesante" se levanta
siempre en un espacio de preguntas: las provoca y las suscita siempre.
"Ser interesante", "despertar interés" es, en realidad, un estado ontológico, una
manera de ser, una cualidad. Un estado ontológico que se encuentra constituido por la
pregunta. Se trata de un tema que se encuentra presente de muchas maneras en la
historia de la filosofía. Pues ésta es una historia de intereses siempre renovados y de
constantes capturas de interés. Quien no sepa encontrar cuanto de "interesante" elabora
la historia de la filosofía no podrá entenderla nunca. Claro es que ello exige, como
preámbulo, realizar un análisis de cuanto se entiende por "lo interesante".
Tal análisis aportará, al menos, dos consideraciones que son importantes para
nuestro propósito: delimitar lo que sea el verdadero concepto de lo interesante y señalar
el cambio de cuanto se considera interesante como un problema sociológico, sujeto a
modas variables. Se trata de dos elementos que parece necesario considerar en un
tiempo, como el nuestro, donde se maneja el concepto de "interés" con una inusitada
alegría y donde el tránsito de lo interesante ha ocupado el lugar de lo interesante mismo.
La relación planteada entre pregunta, erotismo e interés abre la consideración a un
rasgo importante de la filosofía que, como los otros rasgos analizados en este ensayo,
puede ser considerado como una irreversible condena para quien decida dedicarse a la
filosofía. Y es que el rigor de los conceptos filosóficos puede convertirse en peligrosa
arena movediza, pues en muchas ocasiones se trata de un rigor para la generación de
preguntas nuevas, para la instalación en los preámbulos, para la generación de
sugerencias.
Cuanto más riguroso sea un concepto filosófico y más trabado se encuentre un
sistema de pensamiento, cuanto más radical quiera ser la definición de un concepto en
filosofía, tanto más será abierto y será entregado a la sucesiva reinterpretación. El
necesario rigor filosófico es el rigor y la exactitud de la seducción, del erotismo, del
interés. Pues la filosofía construye un rigor erótico, un rigor de la sugerencia, un rigor del
interés que no se agota nunca en sí mismo, sino que se encuentra continuamente abierto.
Como abierta es siempre toda pregunta verdadera. Quizá se encuentre aquí uno de los
rasgos "trascendentales" que explican la necesidad de reinterpretar que existe en filosofía,
incluso con los conceptos más rigurosos. Y, lo que es más interesante, la necesidad de
reinterpretar sistemas completos de pensamiento. De hecho, una gran parte de la historia
de la filosofía es la historia de una constante "reinterpretación" de problemas que nunca
parecen agotarse.

40
1.2.2. Filosofía, pregunta y riesgo

Toda interrogación es una situación excepcional que se plantea desde un límite. Una
situación excepcional que, en muchas ocasiones, se hace normal y parece anular su
carácter de excepcionalidad. Éste es uno de los más interesantes engaños y astucias de la
pregunta: hacer pasar como normal y habitual lo que nunca puede serlo. Tal me parece
ser una de las causas de la labilidad de la pregunta, y de su escondido potencial. Al
mismo tiempo, semejante astucia es, también, una de las causas de la muerte de la
pregunta. Cuando se olvida que el origen de la pregunta es la excepción, la pregunta se
hace inofensiva. Una verdadera pregunta se plantea siempre desde una situación
excepcional.
Como preguntar supone encontrarse en un estado de excepción, la actividad
interrogativa se encuentra siempre unida al riesgo. Riesgo y pregunta se encuentran
siempre relacionados. Y ello nos permite comprender uno de los más significativos rasgos
de nuestro tiempo y de nuestra propia condición humana. Los momentos más
significativos de la vida humana y de una época histórica se encuentran escritos según la
gramática del riesgo.
Apuntemos algunas consideraciones que nos permitan subrayar la importancia del
concepto de riesgo. El término "riesgo" incluye un gran conjunto de significaciones
diferentes. Uno de los significados originales de este término lo pone en relación con el
verbo latino resecare, que bien puede traducirse por "cortar". Todo riesgo tiene que ver
con la acción de cortar, de romper, de deshacer. Y, muchas veces, de cortar
violentamente, de arrancar y de deshacer lo que se encuentra conformado. Por ello, estar
expuesto a un riesgo supone estar expuesto a un corte; es decir, a una ruptura de
posibilidades, derivada de una apuesta o de una meditada decisión.
Al mismo tiempo, el concepto de riesgo implica dos sentidos hermanados: el de
peligro y el de "exposición a un peligro". Tan sólo parece haber riesgo en tanto se den un
verdadero peligro y este peligro sea advertido como tal. El riesgo será tanto mayor cuanto
mayor sea la amenaza de un claro peligro. Y cuanto consideramos "apuesta" que, desde
Pascal, tanto tiene que ver con un pensamiento radical surge siempre en una situación de
riesgo y peligro.
Pero el riesgo no debe entenderse sólo desde la consideración del corte y del peligro.
Hay riesgo también porque hay contingencia, posibilidad. El riesgo siempre supone un
conjunto de contingencias, de inseguridades, de alternativas y de posibilidades ante las
que es preciso optar y elegir. Tanto mayor será el riesgo cuanto mayor sea la
contingencia y el que haya contingencias tiene, en su base, la existencia de posibilidades y
alternativas. Por ello, no es extraño que en los momentos en que hay abundancia de
contingencia y posibilidad, hay también abundancia de riesgo. De hecho, como me
esforcé en indicar en mi anterior ensayo Filosofía de la tensión, una ontología del riesgo
supone siempre un admitir una ontología de la posibilidad.
Ahora bien, las alternativas, las contingencias y las posibilidades no se levantan
solas, ni pueden ser sostenidas aisladamente. Es necesario enfrentarlas y decidir por una

41
o unas cuantas de ellas. Es decir, es necesario "cortar" el núcleo de contingencias y
posibilidades. En este corte se resuelve el concepto de riesgo y adquiere todo su valor la
alternativa contingente, que pasa a ser realidad. Este corte comporta peligro y establece
una verdadera tensión. Peligro y tensión que suelen ser olvidados cuando la alternativa ya
no es considerada como tal o cuando por una particular rutina se ha olvidado de que la
situación actual es tan sólo una de las muchas situaciones posibles, un "recorte" entre
otros muchos.
He indicado que considerar el riesgo supone siempre tener en cuenta la tensión que
en él está siempre presente. Los anteriores componentes del riesgo pueden bien
proyectarse en todo cuanto la tensión supone. Todo riesgo comporta una cierta
intranquilidad profunda, derivada de la tensión que exige el mantenerse abierto a las
posibilidades y a la contingencia. Hay tensión porque es preciso disolver las posibilidades
y las contingencias que, por definición, dejarán de ser tales cuando se "corten", cuando
se apueste por una de ellas y se la lleve a la realidad. Y cuando, desde esa realidad ya
conseguida, se siga manteniendo la llamada de la posibilidad perdida que sólo como tal
llamada puede existir. En esta tensión radica uno de los rasgos del peligro que todo
verdadero riesgo comporta, y que será tanto mayor cuanto mayor sea la tensión presente
comprendida entre contingencia, posibilidad y realidad.
Uno de los elementos que abren, con mayor claridad, la realidad del riesgo es la
urgencia de una decisión. Olvidemos los matices antropológicos de este término,
extendiendo su significado más allá de cualquier referencia al ser humano. Pues los seres
vivos (desde las amebas a los humanos), las formaciones geológicas, las grandes culturas
o los grandes sistemas sociales viven en tanto eligen de una manera u otra.
El riesgo obliga a recordar los elementos fundamentales de una teoría de la decisión,
y se encuentra íntimamente ligada a ella. Pues del mismo concepto de posibilidad y
contingencia se sigue la urgencia de tomar una decisión. Tomar una decisión equivale a
"cortar", y cortar peligrosamente, en el sentido en el que antes he señalado; es decir, a
optar por una de las posibilidades y de las contingencias planteadas, anulando las otras y
–lo que es importante– a generar toda una serie de consecuencias que se derivan de esa
decisión. Decidir supone siempre recordar que hay riesgo y tensión: ambos son
componentes decisivos que es necesario mantener si es que la decisión debe llevar tal
nombre.
Volvamos a nuestra consideración de la pregunta. Preguntar siempre comporta
riesgo. Puede hacerse una gradación de la validez de determinadas preguntas en tanto
comporten niveles cada vez más elevados de riesgo. Es decir, en tanto sea mayor la
cantidad de posibilidades y contingencias que deben ser enfrentadas. La actividad
interrogativa inaugura el camino del riesgo, pues equivale a transformar una realidad
admitida como sustancial y enunciativa en una realidad de posibilidad y contingencia. La
antigua, y ya clásica, comparación de la pregunta con la admiración bien puede
transformarse en la relación existente entre la pregunta y el riesgo.
De hecho, la sensibilidad por la pregunta es una sensibilidad por el riesgo. Y si
deseamos abordar una ontología de la pregunta, deberemos abordar también una

42
ontología del riesgo. De otro modo no haremos de la pregunta más que un señuelo de
crítica fácil y nunca podremos recuperar su verdadera importancia. Y, desde luego, no
entenderemos por qué la filosofía se levanta siempre sobre un suelo tejido de preguntas.

1.2.3. Una fenomenología de la pregunta

Una vez que he señalado un espacio en el que puede inscribirse la relación de la filosofía
con la pregunta, debe precisarse mejor lo que sea la pregunta. Para ello propongo realizar
una descripción fenomenológica de la pregunta. Lo que, en el fondo, nos brinda una
precisión adicional de la misma filosofía. Expondré estos rasgos en forma de breve
enumeración.

Sujeto y objeto. Toda pregunta es un privilegiado espacio en el que analizar la


relación existente entre dos términos esenciales de todo discurso: el sujeto y el objeto.
Habitualmente, una pregunta exige un sujeto que pregunta y que se encuentra en el
primer plano de la actitud interrogativa. Pero este sujeto se encuentra muchas veces
ahogado por el objeto de la pregunta que puede llegar a dominarle efectivamente. Esto
permite explicar la permanencia de ciertas preguntas, independientemente del sujeto que
las ha formulado.
Para entender mi afirmación, basta con analizar algunas de las preguntas esenciales
de una determinada tradición cultural, que han quedado aisladas del sujeto o los sujetos
que las enunciaron, pasando a adquirir una independencia por ellas mismas. Sin embargo,
lo que me parece más interesante es que en toda pregunta queda privilegiada, en primer
plano, la relación entre sujeto y objeto, y no sólo uno de los dos polos de esa relación; se
trata de una relación que obliga a considerar al sujeto y al objeto desde el nivel mismo de
la pregunta.
No entro ahora a dilucidar si esta relación anula al sujeto o al objeto. Pero en este
peculiar movimiento de "desaparición" se encuentran algunos de los rasgos más
interesantes de la "deconstrucción" propuesta por Derrida, así como de algunos
procedimientos de análisis de la tradición estructuralista. En todos ellos interesa más la
actividad y la relación interrogativa que el sujeto que las realiza. Obviamente, debe
reconocerse aquí la influencia de Husserl y Heidegger (ambos en una relación que no
suele ser recordada) en el planteamiento de este problema en la filosofía del siglo XX.
Tuve ocasión de indicar este aspecto en mi estudio titulado Caleidoscopios. La filosofía
occidental en la segunda mitad del siglo XX (Alianza Editorial, Madrid, 2000).
Cuando se analiza con rigor lo que sea una pregunta, importa más la relación
interrogativa que los términos de esa relación. Ello permite considerar los conceptos de
sujeto y objeto como definidos por una relación y no como elementos que poseen una
identidad aislada de la relación interrogativa. La relación interrogativa es, de hecho,
anterior a los términos de la misma, que deben definirse en términos relacionales y no en

43
términos sustantivos.
Extendiendo el valor y la importancia de la relación interrogativa que subsume su
sujeto y su objeto, me permito señalar que una pregunta es siempre dinamismo y
actividad pura. Un dinamismo que parece ser denotado por el signo de interrogación.
Este signo es portador de la maldición de la pura actividad. Se trata de una maldición que
afecta a la pura enunciación, asesinando la tranquilidad que ella comporta y abriéndola a
un terreno desconocido y peligroso. La pregunta –a diferencia de la enunciación– puede
mantenerse en la tensión de una pura actividad, sin que ello suponga que esta actividad
deba cerrarse. Por eso quien sabe preguntar y desea mantenerse en la pregunta desarrolla
una actitud que bien puede calificarse de heroica.
Este rasgo complementa el anterior: ser una relación y mantenerse como pura
actividad son elementos estrechamente unidos. Y ambos, a su vez, permiten atisbar un
universo interrogativo donde domina la actividad y la relación, frente a un universo
enunciativo de cerradas sustancias y de esencias fundamentales.
La pregunta resulta ser así un recurso que permite huir de lo cerrado y permite
transgredir los límites, reconociéndolos en su justa medida. Por ello, preguntar siempre
ha sido considerado como algo peligroso y marginal. No es extraño que se haya intentado
siempre asesinar las preguntas con respuestas que se creen definitivas y que inauguran
escolásticas, dogmatismos y banderías con apariencia de escuelas filosóficas. La filosofía,
que se encuentra atravesada de interrogantes, debe tenerlo en cuenta. Cuando no lo hace,
cae en una estéril escolástica que es la muerte misma de la capacidad de preguntar.

Perspectiva y límite. La pregunta verdadera es siempre un abismo en el que se


vislumbra la ruptura con el mundo habitual y cotidiano. Siempre que sea válida, una
pregunta introduce una perspectiva nueva. Se trata de una perspectiva de profundidad,
de interioridad, que rompe con la simple linealidad de la enunciación. Una interrogación
introduce una perspectiva vertical frente a la horizontalidad de la simple enunciación.
Por este carácter vertical, la pregunta se constituye desde el límite y desde la
excepción. La verdadera interrogación no es solamente un límite, sino que inaugura un
límite. Y todas las preguntas radicales se levantan desde el margen de lo permitido para
señalar los límites del mundo. Por todo ello, como ya dijimos, la pregunta es siempre
arriesgada y puede llegar a ser peligrosa. Pero este peligro y este riesgo puede conjurarse,
ya que el paisaje de profundidad, abismo y radicalidad que descubre la pregunta
compensa todo peligro, al descubrir un paisaje completamente nuevo.
Debemos tener en cuenta que una verdadera pregunta introduce siempre una
perspectiva. Ahora bien, hablar de perspectivas supone hablar de lugares de observación,
de panoramas atisbados, de elementos entrevistos. Y es que preguntar supone siempre
plantear el tema de la perspectiva, de la observación, del preámbulo, de la presuposición.
En definitiva, supone plantear el tema de la sensibilidad como preámbulo a toda
percepción y a todo conocimiento.
Entre sensibilidad y pregunta existe una relación biunívoca: sólo se puede preguntar
desde una determinada sensibilidad, y la sensibilidad puede ser creada y reformada desde

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preguntas determinadas. De hecho, la sensibilidad es un señor invisible que ejerce una
matizada causalidad de tipo múltiple sobre todo lo que se hace. En este territorio se
encuentra la pregunta. Por eso es preciso que al hablar de preguntas se tenga en cuenta la
relevancia de la sensibilidad. Y por ello, al hablar de una pedagogía de la pregunta es
necesario presuponer una pedagogía de la sensibilidad. Un tema este de extraordinaria
relevancia que ningún sistema educativo puede responder y que la filosofía, casi siempre
reducida a simple "asignatura" o ampulosa "disciplina", no puede olvidar nunca.

Curiosidad y asombro. Resulta habitual unir el tema de la pregunta al asombro. La


pregunta surge del asombro, y la filosofía –en una curiosa derivación no suficientemente
analizada– queda incluida en el asombro. No puedo negar la justeza de tal afirmación.
Sin embargo, he de criticar la inútil grandilocuencia que, a veces, anula el valor del
asombro. Pues el asombro es, muchas veces, considerado como una actitud pasiva que
no equivale a la verdadera contemplación. El asombro puede paralizar, víctima de su
propio impulso. Es un concepto que debe revitalizarse y cuya historia negativa debe ser
redimida. Mediante la pregunta y la actitud interrogativa, el asombro se transforma en
curiosidad. Una curiosidad tanto más radical y certera cuanto más radical y certero sea el
asombro que ha motivado la pregunta.
Para entender mejor la curiosidad que anima toda pregunta, podemos comparar la
curiosidad con la vibración y con el viaje. Ser curioso equivale a encontrarse en un
estado vibratorio donde apenas hay reposo. La curiosidad es vibración constante y
permite introducir una identificación entre la intranquilidad propia de la vibración y la
ausencia de un término preciso. La vibración es siempre voracidad y riqueza de
respuestas a todo estímulo posible. Y la vibración es también un peculiar estado de
quietud basado en el reconocimiento y asunción positiva de la intranquilidad. La
vibración es una riqueza basada en la pobreza: una riqueza de respuesta que se basa en
una pobreza de estímulo. La física contemporánea conoce bien esta mezcla de riqueza y
de pobreza propia de los sistemas vibratorios.
También puede establecerse una comparación entre la curiosidad y el viaje,
entendido como estado vital y como estado ontológico. El viajero empedernido siente
como una droga la necesidad de cambiar, de descubrir nuevos lugares, de perderse en
calles nunca conocidas, de mantener su actitud de extranjero ante el límite de cualquier
patria. Todo verdadero viaje tiene mucho de vibración, de continuado cambio, de
intranquilidad, que sólo se calma con movimiento siempre renovado.
En la curiosidad hay vibración y estado de permanente viaje. Es preciso recuperar el
significado positivo de la curiosidad como sensibilidad profunda y como actitud
intelectual y que, en tantas ocasiones, ha reivindicado Hans Blumenberg en su obra Der
Prozess der theoretischen Neugierde (Suhrkamp, Frankfurt, 1980). Ello permite no sólo
unirlo a la pregunta, sino ofrecer una nueva luz sobre lo que sea una verdadera actitud
interrogativa. Y, con ello, una nueva luz sobre lo que sea la filosofía como pregunta. De
ahí que el filósofo pueda asumir como suyo cuanto comporta la vibración, el viaje y
cuanto representa una fundamentada curiosidad.

45
Finalidad y aproximación. Ordinariamente suele pensarse que cuando se pregunta
algo es para encontrar una respuesta. Lo importante, en esta actitud, es que la pregunta
muera en su respuesta. Tal es la concepción ordinaria de la actividad interrogativa.
Semejante concepción queda reforzada cuando se tiene de la pregunta una concepción
meramente instrumental. Es decir, cuando se considera cualquier pregunta en función de
la respuesta que puede satisfacerla. Ello supone tener una visión teleológica de la
actividad interrogativa: la finalidad de una pregunta es alcanzar una respuesta. Tanto
mejor si la respuesta es adecuada y anula la pregunta que la ha originado.
Sin embargo, cuando se analiza realmente lo que es una pregunta, cambia la
perspectiva. Pues toda respuesta es sólo una consecuencia de la actividad interrogativa.
Cuanto más radical sea la pregunta, menos valor instrumental tendrá la respuesta que
aquella haya generado.
Cuanto mayor sea la radicalidad y el interés de la pregunta, más matices y facetas
creará antes de ser respondida, reforzando su propio valor. Esos matices son, en realidad,
una muestra de su poder, que le hacen escapar de la muerte que supone una respuesta
definitiva. Pues una respuesta definitiva es, en cierto modo, la sentencia de muerte de
una pregunta. Pobres de quienes se limitan a plantear preguntas para obtener respuestas
inmediatas. No sólo no saben lo que es la pregunta, sino que encuentran un falso
consuelo, porque toda verdadera pregunta se venga siempre reviviendo en múltiples
formas.
Por todo ello, podemos decir que el ámbito de la pregunta se constituye como un
espacio donde puede discutirse la finalidad y cuanto conlleva la concepción teleológica de
lo real y de lo humano. Unida a esta concepción quedan, como es bien sabido,
implicados muchos de los aspectos de una teoría teleológica de la verdad, en tanto una
respuesta que resuelve adecuadamente la pregunta es considerada como el fin adonde
debe llevar esa pregunta.
De hecho, las concepciones de la verdad, en su mayoría –y sobre todo, las teorías
de la verdad-correspondencia– son concepciones finalistas. Cuando se analiza la
respuesta a una pregunta, se plantea la adecuación o correspondencia de la respuesta a la
pregunta, y es en ese ámbito de adecuación o correspondencia donde se establece la
cuestión de la verdad de una determinada respuesta. Tan sólo parece salvarse de esta
perspectiva el concepto de verdad como aproximación, que posee un sentido propio y
diferente a los conceptos de verdad-coherencia y verdad-correspondencia.
Pues bien, adentrarse en el ámbito de la pregunta y dejarse seducir por su fuerza
supone una nueva lectura del problema de la finalidad y exige entrar en el camino de la
aproximación y de la verosimilitud. No puede ser de otro modo, si recordamos los rasgos
ya analizados de la pregunta y sus componentes de vibración y de continuo surgimiento.
Ello no supone nunca anular el valor de las respuestas, sino construir las respuestas desde
el dolor de la apertura que una pregunta instaura.
Si se mantiene esta apertura, la respuesta alcanzará un valor insospechado:
participará de la vida de la pregunta y será fuente de ulteriores creaciones. Tan sólo las
escolásticas y los catecismos desean atesorar preguntas asesinadas por un conjunto de

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respuestas cerradas. Por ello son siempre tan ineficaces. Cuanto indicamos puede
aplicarse a la filosofía, que parece seducida por el espacio no teleológico de la pregunta y
que no se avergüenza de plantear sin cesar preguntas renovadas.

Enigma y oráculo. Muchas preguntas radicales pueden compararse a los antiguos


oráculos. Sabemos que el origen de muchas culturas importantes –como también de
nuestra cultura occidental– se encuentra construido en torno a los oráculos. El oráculo es,
entre otras cosas, una pregunta formulada de modo radical y expresada de un modo
misterioso; es una pregunta expresada en forma enunciativa, donde la interrogación
triunfa sobre el mero enunciado.
Uno de los elementos que fundamentan el interés del oráculo es que en él queda
abierta la exigencia de la pregunta, sin que se exija ante ella una respuesta determinada.
Aunque el oráculo exige una constante interpretación en forma de respuesta, ésta nunca
será definitiva. El oráculo manifiesta la fuerza de la relación y de la apertura que se
encuentran en la base de una verdadera pregunta. Revestido de múltiples disfraces, el
oráculo posee el mismo núcleo de una verdadera pregunta, en lo que ésta tiene de más
peligroso y radical. Siempre se mantiene vivo aunque no haya ninguna respuesta unívoca
a lo que plantea, como si su esencia fuera un tornasol ante el que todo color definido
parece palidecer. Es, en definitiva, un boceto orgulloso de serlo, que da origen a
realizaciones extremadamente variadas.
Muchas de las preguntas más relevantes tienen una estructura semejante al oráculo.
Son pura tensión, son elementos fundadores de conductas y de culturas, son abismales,
pueden llegar a condenar, y exigen siempre un tipo de droga para poder ser soportados y
para poder enfrentarlos. La filosofía, que plantea preguntas como si fueran oráculos,
comparte estos rasgos. Y lo hace porque se encuentra unida a la estructura de una
pregunta con sus consecuencias más determinantes. Es preciso tenerlo en cuenta. Pues
de ello se deriva una consideración de la filosofía como archivo de oráculos. Lo que
equivale a considerarla como archivo de retos, de abismos, de sugerencias y de pasiones
siempre abiertas.

Tensión y deseo. Toda verdadera pregunta se asemeja, en muchos aspectos, al


deseo: hija del deseo, hereda de él parte de su estructura. Como el deseo, la pregunta
lucha por ser respondida, como el deseo quiere ser satisfecho. Pero ello no hace sino
prolongar su agonía: una verdadera pregunta nunca podrá ser totalmente aniquilada en
una respuesta unívoca, sino que se fragmentará en respuestas que encierran, todas ellas,
el veneno de una pregunta encerrada. Es ello lo que produce dolor. Y lo que explica la
apertura de la pregunta incesante, que nunca es totalmente aniquilada. Finalmente, como
ocurre con el deseo, una pregunta alcanzará la paz en un equilibrio inestable de diferentes
respuestas. Pero esa paz tiene un carácter "tensional", al estar dominada por las tensiones
que ella misma ha generado y que no pueden ser aniquiladas a menos que se aniquile la
pregunta misma.
Como el deseo, también la pregunta se funda en una incesante tensión y parece estar

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atravesada por una ley de constante incompletud. Es decir, que toda verdadera pregunta
parece estar atravesada por una ley de incompletud constante, y que quella se aniquila en
tanto ésta ya no está presente. Por eso puede hablarse de la posibilidad de estar siempre
en estado de apertura radical cuando se está en estado interrogativo. Y es que la pregunta
se encuentra escrita con la sintaxis del dolor que provoca la apertura siempre mantenida.
Ello permite comprender el dolor y la alegría que provoca una verdadera apertura.
La actividad interrogativa constituye un ejemplo admirable de cómo es posible estar
cerrado en un círculo que exige, por su fuerza centrífuga, una constante apertura. La
filosofía asume totalmente este rasgo de la pregunta, lo que le hace vivir un particular
calvario. Pues ella es deseo, dolor y paz sustentados en una tensión siempre constante.

Silencio y pregunta. Sin ánimo de agotar esta elemental fenomenología de la


pregunta, quisiera concluir mediante la mención de una paradoja incluida en la estructura
misma de una pregunta. Se trata de la relación entre pregunta y silencio; una relación
que, como todas las planteadas, permite iluminar lo que sea la filosofía. Las grandes
preguntas surgen del silencio; y, a su vez, las preguntas más radicales llevan al silencio.
Sólo puede formularse una verdadera pregunta cuando se han acallado muchas voces y
cuando se va a la fuente misma de toda voz y de todo ruido. No es extraño que el
silencio constituya una particular droga que el filósofo y todo aquel que desee interrogar
precisa siempre para su trabajo. Y que sea el silencio lo que está detrás de muchas de las
grandes preguntas filosóficamente relevantes. El verdadero silencio sólo puede
construirse con base en la tensión que supone una actitud verdaderamente interrogativa y
la tensión de las preguntas esenciales es la que estructura el silencio. De otro modo, el
silencio es equivalente a muerte o a huida. Por esa estructura tensional, el silencio puede
existir en medio del más abrumador ruido.
Reivindicar la importancia del silencio parece ser especialmente relevante en nuestra
época donde todo silencio parece suscitar un pánico que debe restañarse con múltiples
ocupaciones. El silencio es estímulo para formular preguntas porque en él pueden
encontrarse los ecos más relevantes y los problemas más acuciantes que no han logrado
conseguir una clara formulación enunciativa.
Pero, a la inversa, la actividad interrogativa desemboca siempre en el silencio. La
verdadera pregunta obliga, a quien la plantea –o a quien la recoge, una vez planteada–, a
una tensión sin límite, a una continuada peregrinación de dolor y de deseo, a un
sentimiento desgarrado. Y todos ellos terminan en el silencio, que es el lugar o "topos" de
donde han surgido. Todo ocurre como si la pregunta fuera el recurso que el silencio tiene
para salir de sí mismo y volver a entrar en sí mismo. Como veremos en el epígrafe 4.3,
la filosofía participa de esta relación entre pregunta y silencio, haciendo realidad la
paradójica relación que existe entre ellos. Por ello, el filósofo deberá ser siempre un
orfebre del silencio.
Esta descripción fenomenológica de la pregunta permite aplicar sus resultados a la
filosofía. La filosofía podrá ser considerada, desde la perspectiva de las preguntas que
son su mismo núcleo, como dinamismo y actividad pura, como un abismo, como una

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continuada curiosidad incontenible, como un espacio donde cuestionar la finalidad, como
un oráculo que compromete, como una actividad tan dolorosa como el deseo y como un
lugar donde se construyen los silencios más radicales.

1.2.4. Sancte Socrates: la pregunta incesante

Las reflexiones anteriores quedarían invalidadas si no advertimos que existen diferentes


tipos de preguntas, que es necesario tener en cuenta. Los rasgos que acabo de indicar
sirven para caracterizar la actitud interrogativa en general; una actitud en la que se
encuentra instalada la filosofía. Pero la verdadera actitud interrogativa comporta siempre
una disciplina propia, una ascesis de la pregunta. Y la filosofía hace de esta ascesis una
regla propia de conducta.
En la formulación de las preguntas, la filosofía se muestra como una actividad de
segundo grado. Tiene en cuenta, como es sabido, otras preguntas y otras cuestiones
planteadas en diferentes ámbitos especializados, que elaboran las ciencias de primer
grado. Éste es un elemento de gran importancia, que se mantiene incluso cuando la
filosofía construye su propio nivel de preguntas de forma autónoma. Ello supone que la
filosofía, una vez ha atendido a las preguntas elaboradas en las disciplinas y ciencias de
primer orden, plantea un nivel interrogativo "puro" en el que no solamente se analiza lo
que sea el preguntar, sino se plantean las condiciones y requisitos de las formas válidas
del preguntar. Es decir, supone la exigencia de una arquitectónica del "preguntar puro".
Asimismo, la historia de la filosofía puede ser concebida como historia de las
preguntas que se han planteado en esa historia. El interés de elaborar una historia de las
preguntas estriba en que no se limita a acotar las respuestas que se consideran
verdaderas, ni las respuestas triunfantes. Hacer una historia de las preguntas es hacer una
historia del origen de esas respuestas y pretender rescatar los elementos que ha escondido
una verdad o un enunciado triunfante, analizar las aproximaciones, los fallos, las
desviaciones. Es decir, hacer una historia del éxito y de los fracasos de una actividad
intelectual.
Tal perspectiva tiene un indudable interés porque lo ordinario es hacer una historia
de los triunfos, como es habitual en las historias convencionales de la filosofía. Pero
registrar sólo los triunfos hace olvidar que es el fracaso, el titubeo, la duda, la opción lo
que resulta mayoritario en la historia del conocimiento. Por otra parte, plantear una
historia de los triunfos y de los logros positivos no hace sino ocultar algo que se
encuentra en el origen mismo de todo logro teórico y que es la pasión que ha originado
un tipo de conocimiento. La historia de las preguntas es la historia del movimiento y de la
vida de las pasiones teóricas, la historia de la sensibilidad teórica. En definitiva, una
particular historia de la posibilidad misma del conocimiento.
Elaborar una historia de las preguntas exige, como es obvio, toda una serie de
requisitos metodológicos. No los desarrollaré aquí. Lo que sí me interesa indicar es que

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mediante este tipo de trabajo, la historia no se limita a ser un recuerdo o una
reconstrucción del pasado, sino que permite ser considerada como una invitación a crear.
Es decir, como la interpretación de un pasado que permite, en el acto mismo de esa
interpretación, crear novedades. Porque, al ser la historia de las preguntas una historia de
la sensibilidad y de las pasiones, permite reconstruir y modelar la propia sensibilidad y las
propias pasiones conceptuales. Semejante planteamiento ilumina el trabajo
historiográfico. Y es que el trabajo paciente, y necesariamente riguroso, de un historiador
de la filosofía no es más que un pretexto para exponer su sensibilidad y sus propias
pasiones teóricas. Con lo que queda cumplido uno de los más misteriosos –y, por ello,
más eficaces– rasgos de la historia: la de hacer posible que se pueda crear algo nuevo en
la repetición cuidadosa del pasado. En suma, el viejo y apasionante tema de cómo es
posible la novedad en la repetición.
Los humanistas del Renacimiento invocaban a Sócrates como un santo peculiar. No
sólo era su semejanza con Cristo y con las virtudes cristianas lo que motivaba esta
advocación. La figura de Sócrates provocaba una fascinación, afortunadamente viva
todavía, por su actitud intelectual y por la conexión entre su actitud intelectual y su
actitud práctica. Era la fascinación de la pregunta encarnada, de la pregunta acuciante,
del veneno de la pregunta; es decir, la fascinación por el origen de toda teoría. Pues
Sócrates es la misma pregunta. Pregunta incesante, sin respuesta que pueda satisfacerla.
Recordar hoy la invocación Sancte Socrates supone, entre otras cosas, recuperar el
orgullo y el dolor de la pregunta incesante. Este orgullo se encuentra tras todo verdadero
trabajo filosófico. Un orgullo que no admite nunca la vanidad de respuestas elementales.
Pues la filosofía es el espacio y la encarnación de la interrogación. Es, ella misma, como
lo fue Sócrates, la pregunta encarnada en un tiempo y levantada sobre una pasión.

1.3. La morada del límite

La filosofía parece sentirse "en casa" cuando enfrenta los límites; un enfrentamiento que
le lleva no sólo a detectarlos, sino a analizarlos y, en su caso, a transformarlos.
Consideremos este rasgo detenidamente. Al pensar sobre el concepto de límite como
hace la filosofía, entenderemos muchos de los rasgos que caracterizan la filosofía.
Cuando trata con los límites y pretende, en cierto modo, su superación, la filosofía
parece querer construir un mundo en el que la elasticidad y el dinamismo que la
elasticidad comporta se convierte en una verdadera meta. Tras esta pretensión de
alcanzar la elasticidad, se encuentra un verdadero programa de análisis y de elaboración
intelectual que aquí sólo dejaré apuntado.
Este capítulo constará de los siguientes momentos de análisis. En primer lugar,
plantearé una precisión del concepto de límite. A continuación, señalaré la referencia de
un mundo elástico, que es una meta a la que apunta la filosofía. Una mención al
heroísmo que acompaña siempre al concepto de límite concluirá nuestra reflexión sobre

50
este aspecto de la filosofía.

1.3.1. Grenzepromenade: una precisión del concepto de "límite"

El término "límite" tiene muy diversas acepciones, todas ellas presentes en el lenguaje
ordinario. Por ello pasan, quizá, inadvertidas. Ya indiqué que una de las tareas de la
filosofía estriba en destacar debidamente lo que se encuentra oculto por la familiaridad de
la vida cotidiana. Procederé de modo esquemático, proponiendo siete núcleos
significativos que presentan diferentes perspectivas del concepto de límite, y recuperan
algunos significados que el término tiene en el lenguaje ordinario. Con estas precisiones
podrá establecerse un recorrido conceptual –una Grenzepromenade– por el concepto del
límite.

• Frontera

El más inmediato significado de "límite" es el de "frontera", "lindero", "valla",


"muro": es el "límite-frontera". Se trata de un significado esencialmente unido a la
propiedad, a la demarcación de un territorio o espacio que es considerado como propio.
Toda frontera es un límite manifiesto, que no puede franquearse impunemente, y que
revela el orgullo del propio dominio. Ahora bien, el concepto de frontera o de lindero
lleva aparejado el problema de su transgresión. Y la transgresión podrá considerarse
pecado o delito o –en algunos casos especiales– heroicidad.
El concepto de "límite-frontera" lleva en sí la paradoja: es una afirmación de la
propia propiedad y es la afirmación del delito que la transgrede. Por ello, la historia de los
límites es la historia de las fronteras –naturales, biológicas, antropológicas y sociales– y
también la historia de la transgresión de esas fronteras que, ordinariamente, se hace
siempre con violencia. La filosofía encontrará en el análisis de fronteras de tipo variado
una de sus más creativas tareas. No está de más recordar aquí cómo el problema de la
clasificación es uno de los temas centrales de la investigación filosófica y del
conocimiento científico. Y toda clasificación encierra una consideración del límite
entendido como frontera.

• Separación

Todo límite es una barrera que separa. De ahí que el concepto de límite debe incluir
el de "separación" en su contenido significativo. Admitir la presencia de límites supone

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admitir también la separación entre aquello que se encuentra limitado. Tras el problema
del límite se encuentra el problema mismo de las entidades discretas, de los mundos
separados, de los fragmentos, de la división en partes y de la totalidad.
Como ocurre en el "límite-frontera", el "límite-separación" proporciona una cierta
tranquilidad, ya que permite establecer criterios de división y la división es la que crea un
ámbito de sosiego y tranquilidad. Mencionemos algunas cuestiones que se derivan del
límite como separación: el límite entre lo exterior y lo interior, que tantas cuestiones
teóricas ha revelado; la admisión de un mundo de entidades separadas entre sí,
absolutamente discretas, propio de una concepción atomista; la ubicación y localización
precisas. Y, por último –sin que ello agote el problema, que es merecedor de un
tratamiento específico–, cabe indicar que en el problema de la separación se incluye, en
cierta medida, gran parte de las concepciones del espacio y del tiempo, considerados
como instrumentos de localización. La filosofía encuentra una especial relevancia en el
análisis de la separación y de sus criterios adecuados.

• Limitación interna

Estrechamente ligado al significado anterior, pero en un nivel lógico diferente, un


límite puede ser concebido como una "frontera interna", mediante la que se configura y
precisa la entidad y el contenido de algo. Recogiendo una potente imagen procedente de
la moderna biología, este aspecto del límite lo hace semejante a una "membrana" interior,
que permite delimitar aquello que rodea, y le proporciona un espacio propio.
Para comprender este símil de la membrana, conviene tener en cuenta lo que supone
el concepto de membrana celular en la biología actual: un límite sensible al entorno de la
célula que puede ser modificado mediante una diferencia de potencial electroquímico.
Este concepto de límite se encuentra en la base de lo que conocemos como
"delimitación". Entendido como origen y criterio de delimitación, el límite es una especie
de frontera propia, que actúa como una particular cárcel interna, a la que es difícil
renunciar, a no ser que se pierda la propia identidad; pero es una cárcel peculiar ya que,
al ser interna, parece naturalmente asumida.
Toda delimitación puede plantearse, al menos, de dos formas: positiva y negativa. La
positiva es la que se hace "de dentro hacia afuera"; la negativa se hace "de fuera hacia
dentro". La más interesante es la primera, pues surge de sí mismo y desarrolla la propia
constitución, fundamentando la originalidad propia: por ello es positiva. La menos
interesante, la más débil, es la segunda: es impuesta desde fuera; en cierto modo, es
artificial y débil, pues se encuentra hecha para separar, sin más. Tendremos ocasión de
considerar este tema en el próximo apartado, cuando analicemos los conceptos de
"diferencia externa" y "diferencia interna".
La forma más ordinaria de delimitación se plantea como interiorización de un límite:
el límite sirve para defenderse de ingerencias, mantener un espacio propio y poder vivir y

52
actuar en ese ámbito sin que haya amenazas externas. Esta delimitación de contenido, de
entidad, de propiedades y de funciones, que proporciona un límite así entendido, ofrece
una seguridad y las bases de una identidad fundamentalmente negativa. Se trata de una
delimitación de defensa, siempre construida para sostener la lucha y el enfrentamiento
con otros. Es una delimitación negativa que construye identidad menesterosa, pues es
identidad basada en la defensa.
En cierto modo, toda delimitación se plantea como una positividad carencial, basada
en el miedo o en la frontera, y no es sino una identidad impuesta –nunca conquistada–
para defenderse de ataques entitativos de especie muy variada. Frente a este tipo de
delimitación negativa se da –como he indicado– una forma positiva de delimitación, que
va "de dentro hacia afuera": es siempre afirmativa y no pecisa del enfrentamiento y de la
defensa de otros.
Al enfrentarse con el límite, la filosofía toma en consideración el problema de la
delimitación y se interesará en detectar las falsas delimitaciones, en identificar los límites
negativos y en plantear cómo es posible una delimitación de tipo positivo, que surja de la
misma naturaleza de aquello que se pretende delimitar. Lo que plantea ya todo un
programa de trabajo.

• Definición

El concepto de "límite" está íntimamente relacionado con uno de los temas


fundamentales de la historia del pensamiento occidental: el problema de la definición.
Una definición no es más que una forma de limitar, de asegurar con precisión los límites
y de tener una base para aplicarlos. Definición y límite se interpenetran totalmente.
Pero unir definición y límite plantea, al menos, tres cuestiones: en primer lugar, la
necesidad de unir en un mismo problema los aspectos entitativos y lógicos de lo que se
desea definir. Al mismo tiempo, supone plantear el problema de la identidad de aquello
que se define y de la forma en que esta identidad se elabora proyectada desde una
instancia externa al objeto de la definición. Asimismo, se plantea el problema de cómo
toda definición supone un poder de objetivación y de manipulación de aquello que se
define, con lo que poder y definición resultan unidos en una peculiar amalgama. En este
sentido, conviene recordar que una de las aportaciones más fecundas de la obra de
Michel Foucault se encuentra en su concepto de "enunciado": en él quedan unidos poder
y definición.
Considerar el tema del "límite-definición" permite señalar un rasgo importante de
toda definición. Una teoría de la definición es, en cierto modo, una teoría de la relación.
Por eso, parece relevante adoptar un concepto de definición que permita definir un
objeto en términos de las relaciones que puede entablar; y, en su caso, de la actividad
relacional que pueda mantener. Ello equivale a considerar la definición no como un freno
o como un límite infranqueable, sino como una invitación a seguir analizando el objeto

53
definido. En mi perspectiva de la definición, ésta no puede ser nunca un final definitivo,
sino tan sólo un comienzo: se define para poder seguir tratando con el objeto y no para
agotarlo, para abrir las relaciones que puede establecer y no para cerrarlas.
Una perspectiva de este tipo –que, obviamente, exige más atención de la que aquí
puedo dedicar– permite considerar de un modo abierto el objeto que se quiere definir y
permite establecer grados de definición como grados diferentes de la capacidad de
soportar la sugerencia, que eso es una relación abierta o la posibilidad misma de la
relación; hace posible detectar grados de originalidad en el establecimiento de relaciones;
y permite analizar el objeto definido desde el ritmo con el que establece o anula sus
relaciones, lo que hace posible introducir un componente rítmico en toda definición. Dejo
apuntados todos estos temas que tienen un carácter abierto, con el compromiso de
considerarlos con mayor precisión posteriormente.

• Meta y final

Uno de los más interesantes significados del término "límite" es el que hace
referencia al "término" o "final". Un límite es un término, una meta, un final; así puede
entenderse que "llegar al límite" sea llegar al final de lo que está limitado, llegar a la
misma frontera, al límite de cuanto hace que algo sea tal. Toda una serie de componentes
conceptuales debe advertirse en este conjunto de significados. Destaquemos alguno de
ellos, pues así quedarán resaltadas algunas tareas de la filosofía.
El límite entendido como término y final presenta un componente dinámico
interesante, ya que el límite se presenta como una meta a alcanzar. Es decir, el límite
acota un espacio que puede ser recorrido para alcanzar la totalidad del objeto limitado. Se
trata de un recorrido interior al mismo objeto, en el que se descubren las diferentes
posibilidades del objeto o situación limitada. Todo ocurre como si de un viaje de
descubrimiento del objeto se tratara. O bien como de una particular conquista: cuando se
llega al límite, se conquista el mismo objeto o, mejor aún, lo que hace que ese objeto sea
tal objeto. Lo que no hace sino recordar, en una perspectiva rigurosamente ontológica,
que el conocimiento tiene una íntima relación con el poder sobre los objetos, y con la
forma de vida que supone el viaje y la conquista.
Si todo lo anterior representaba apertura, no debe olvidarse que el límite como meta
y como final tiene un componente teleológico importante. El límite-meta es una
referencia cumplida, segura y cierta en la mayoría de las ocasiones. Cuando se alcanza la
meta se descansa, porque se ha conquistado una finalidad. Con ello, el problema de la
finalidad se introduce de lleno en el problema del límite. Y todo aquel que desea
considerar los límites desde el punto de vista de la meta o del final deberá enfrentarse a
una discusión de la teleología. La filosofía lo ha hecho muchas veces a lo largo de su
historia.
La consideración del límite como meta y final plantea un problema adicional al de la

54
teleología. Pensar desde la meta, desde el final supone introducir la necesidad de pensar
el límite más allá de sí mismo. Es decir, al ser considerado como meta o final, el límite
debe ser extendido, "estirado" (i. e.: elastizado, hecho elástico) más allá de sí mismo.
Todo ocurre como si, de una forma paradójica, el límite saliera de sí mismo y se
reconociera como tal límite. En cierta medida, puede decirse que el análisis del límite
como meta y final equivale a teñir de escatología el pensamiento del límite.
Tal planteamiento escatológico, impuesto desde la perspectiva del límite entendido
como meta y final exige retomar el pensamiento de los "finales", de un objeto de análisis,
una situación, una época, etc. Ello supone retomar los antiguos problemas –algunos de
ellos presentes en nuestra época– del final de los tiempos, del final de la historia, del final
del milenio, del final del pensamiento especulativo, etc. Contra lo que puede parecer, esta
perspectiva no supone ninguna huida de lo real, sino su más atenta consideración.
La filosofía será siempre un pensamiento escatológico, en el sentido apuntado. Y en
esta dirección escatológica se encuentra la exigencia de generalidad y de atención a los
resultados de las ciencias particulares que es propia del pensamiento filosófico. El
pensamiento escatológico es, en suma, el pensamiento del "cierre" que –aunque parezca
paradójico– encuentra su apertura yendo más allá del cierre mismo: es pensar en el quicio
del mismo cierre. Tal es la exigencia –muchas veces peligrosa– de todo verdadero
pensamiento filosófico.
Pensar desde el final y desde el término supone también recuperar, con un nuevo
sentido, el concepto y la realidad de la muerte. La muerte es un final. Y, por ello, puede
decirse que morir es, en cierta forma, alcanzar un objetivo, finalizar una carrera, cumplir
un propósito, llegar a una meta, aunque el fin y la meta sean impuestos. Pensar el límite
equivale establecer una particular alianza con la muerte. Y retomar el pensamiento de la
muerte trocándolo en pensamiento de la posibilidad misma de la vida. Sin que ello no
suponga anular el dolor de la muerte y la incomprensión que ese final común ocasiona,
sino asumiéndolo como propio para recordar que sólo él puede dar cuenta de lo que la
vida es en sus propios límites.
Aunque parezca escandaloso –y necesite de mayor precisión– la filosofía es, en
tanto pensamiento del límite, compromiso con el pensamiento de la muerte y es siempre
pensamiento desde la misma muerte. Aquí se encuentra uno de los motivos clásicos de la
antigua "consolación de la filosofía" que Boecio, en la clave del cristianismo naciente,
esbozó y que tiene en nuestro tiempo traducciones de tono diferente.

• Umbral y dintel

Ya es sabido que el origen etimológico de "límite" guarda relación con el término


latino limen, que tiene el equivalente castellano de "umbral, puerta, dintel". Éstos forman
un conjunto de significados que tiene su raíz en la casa, en el hogar, en el espacio de la
habitación cotidiana y que, por ser tal, ha generado tan diferentes acepciones, muchas de

55
ellas empleadas del modo más abstracto. Pensemos el problema del límite desde el
espacio cotidiano y familiar. Nos brindará perspectivas interesantes para considerar lo
que sea la filosofía.
El límite considerado como "dintel" delimita un espacio propio que puede ser
franqueado. Tal es el caso de la puerta de una vivienda. Ésta crea un espacio –el del
interior de la casa, denominado "hogar"– peculiar, que posee, al menos, dos rasgos: es un
espacio propio de habitabilidad y es un espacio que puede ser franqueado. El dintel crea
una división entre el espacio interior y el espacio exterior: es un particular creador de
espacio. Desde una perspectiva peculiar, Ortega y Gasset ya esbozó una reflexión acerca
de la importancia que posee el marco de un cuadro, como creador de espacio, en su
ensayo titulado "Meditación del marco", El Espectador(1921) (Obras Completas, vol. 2,
Madrid, 1983: 307-313).
Uno de los rasgos propios del concepto de límite como dintel es que lleva aparejado
la posibilidad de franquear o de no franquear el espacio que él ha creado. Como ocurría
en el caso, considerado anteriormente, del límite-frontera, el límite como dintel implica el
problema de su transgresión. Si ésta es violenta, la transgresión debe castigarse. Si la
transgresión está permitida, parece necesario idear un mecanismo que, teniendo en
cuenta el valor del dintel y respetando cuanto él supone, permita atravesarlo. En el
primer caso, se trata del mecanismo de la violación de la privacidad, de la invasión, de la
penetración violenta. En el segundo caso, se trata del mecanismo de la invitación y de la
recepción.
Es decir, la existencia del dintel parece exigir, junto a la consideración de su
transgresión, los mecanismos de entrada, recepción e invitación. Es la existencia y la
presencia del dintel la que permite la existencia misma de estas ceremonias, que no son
sino modos de franquear el dintel haciendo explícita la necesidad misma de su presencia.
No se piense que una invitación y la posterior recepción sirven para hacer olvidar el
límite como dintel de un determinado espacio propio. Es, en realidad, un modo de
hacerlo más presente. Por ello, cuanto más elaborado sea el rito de invitación y recepción
más consciente es de la fuerza del límite y de lo que supone su transgresión.
No es, por ello extraño, que todas las culturas humanas –y algunas de las más
evolucionadas especies animales– hayan desarrollado prohibiciones de transgresión tanto
más potentes cuanto más potentes son los mecanismos de invitación y de recepción. Ello
exige una consideración de la urbanidad, planteada en términos conceptuales y que vaya
más allá de la historia de las meras fórmulas de trato social.
El concepto de límite puede entenderse también como "umbral". En cierto modo, es
un sentido semejante al de "dintel". Pero el límite como "umbral" permite unir el
concepto de límite a la moderna teoría de la percepción y de la sensibilidad. El umbral es
una frontera de sensibilidad, un límite más allá del cual es imposible sentir o percibir. No
puedo mostrar aquí los matices y desarrollos actuales de cuanto supone la teoría de los
umbrales perceptivos.
Un umbral perceptivo domina, en cierto modo, a la sensibilidad, y la presupone
siempre. Hasta el punto de que parece ser una condición de la misma sensibilidad, que se

56
levanta sobre su propio límite. Esto lleva a la posibilidad de modificar, en lo posible, los
límites de los umbrales perceptivos. Y a considerar cómo muchos de los momentos más
importantes de la historia han supuesto la transgresión de los umbrales perceptivos
ordinarios, así como la laboriosa construcción de sentidos "artificiales" que amplían el
alcance de los simples sentidos naturales. En el ámbito de la filosofía hispana, este
aspecto ha sido señalado explícitamente por García Bacca, como ya indiqué en mi
ensayo El proyecto filosófico de Juan David García Bacca (Anthropos, Barcelona,
1983: 225 y ss.; 301 y ss.).

• Transfinitud

Dejo intencionadamente para el final de esta Grenzepromenade la referencia al


concepto matemático de límite. Como la mayoría de los significados anteriores, su
relevancia no puede ser agotada aquí. Gran parte de la historia de la matemática coincide
con la historia del concepto de límite matemático. Éste es un concepto basado en la idea
de aproximación, y su entorno deductivo es la teoría de las funciones.
Especial interés tiene la teoría de los límites concebida como una teoría de la
aproximación a un término definido, que sirve para medir el tamaño de determinados
conjuntos. Y un frente de gran relevancia teórica se plantea con el problema de los
números transfinitos. Fue el gran matemático alemán Georg Cantor quien formula, por
vez primera, la teoría de los números transfinitos en el ámbito de su concepción de la
continuidad y del infinito matemático derivadas de su teoría de conjuntos. La exposición
clásica de esta teoría tiene por título: Beiträge zur Begründung der transfiniten
Mengenlehre (en Cantor, G.: Gesammelte Abhandlungen; ed. por E. Zermelo, Berlín,
1932). Cantor llega a la teoría de los números transfinitos al demostrar que un conjunto
infinito puede ser puesto en correspondencia biunívoca con uno de sus subconjuntos.
Cantor concibe el más pequeño número transfinito como el número cardinal más
pequeño de cualquier conjunto que puede situarse en correspondencia biunívoca con el
conjunto de los números enteros positivos; este transfinito fue denominado como el "alfa
cero". Su teoría de los números transfinitos enriquece notablemente el concepto de la
infinitud matemática y desarrolla una aritmética de los números transfinitos semejante a
una aritmética finita. El número transfinito denota el tamaño de una colección infinita de
objetos, y su relevancia no puede ser exagerada en el estudio de las matemáticas
actuales, poseyendo una importancia central en aspectos tales como la teoría de
conjuntos, la teoría de funciones, la teoría de la prueba, etc.
El concepto matemático de límite revela, al margen de consideraciones más técnicas
que tienen un elevado interés especulativo, dos elementos que me interesa retener porque
son relevantes en toda actividad filosófica. En primer lugar, el uso del concepto de límite
como instrumento analítico que posee una función positiva: la idea pura de límite
matemático es la misma idea de límite en su aplicabilidad más general. Asimismo, el

57
concepto del límite matemático –y de la teoría de los límites, con sus derivados en el
cálculo de derivadas y funciones– supone la posibilidad de abordar el análisis de lo más
pequeño y de lo más grande, fijando la atención en lo que hace a algo grande o pequeño:
tal es, entre otras cosas, el valor del cálculo infinitesimal y sus derivados, que se
encuentran basados en el concepto de límite.
Con cuanto he indicado en esta Grenzepromenade, que me ha llevado a diseñar un
marco para el análisis del concepto de límite, hay elementos suficientes para entender
cómo la filosofía se enfrenta con el concepto de límite. Muchos de los elementos
apuntados exigen, como ya he advertido, un análisis más detenido. Pero me basta con
haber señalado la dirección de ese análisis.
La filosofía deberá detectar fronteras, considerar la relevancia de las separaciones,
abordar el problema de la delimitación, luchar con la posibilidad misma de la definición,
establecer un pensamiento del término que no es sino un pensamiento escatológico,
transgredir umbrales y atreverse a abordar lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño. En todas esas actividades encontrará su propia realización y sentirá el orgullo
de su existencia.
La filosofía tiene en el límite su morada preferida y, por ello, su actividad siempre se
plantea cumplir la operación que, tomada en préstamo de la matemática, puede
denominarse "paso al límite". El "paso al límite" equivale a llevar todo al límite de lo que
le constituye como realidad, y es esta operación la que cumple ejemplarmente la
filosofía. Ahora bien, el interés de todo "paso al límite" se encuentra en lo que denomino
una "teoría de la elasticidad". Al encontrarse en el espacio del límite, la filosofía
contribuye a elaborar un mundo elástico y a hacer elásticas todas las rigideces con que se
encuentra. Es decir, a plantear los límites de lo que no desea ser considerado en su
confín o de cuanto ofrece un límite que se considera inamovible.

1.3.2. Un mundo elástico

La operación del "paso al límite" tiene unos componentes ontológicos y lógicos que no
pueden pasar inadvertidos. Esta operación exige la elaboración de una ontología y de una
lógica del límite, como una consecuencia inmediata del trabajo filosófico. En el ámbito de
lengua castellana, tal análisis ha sido expuesto por las investigaciones de Eugenio Trías,
entre las que destaca su Lógica del límite (Ariel, Barcelona, 1990), que combina
aportaciones personales e influencias de Heidegger, con una notable atención a los
problemas estéticos. Desde un punto de vista diferente, he analizado este problema en mi
ensayo Filosofía de la tensión (Anthropos, Barcelona, 2004: 131-143).

• Paso al límite

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El "paso al límite" puede ofrecer una explicación de dos importantes rasgos que han
sido considerados esenciales para la filosofía desde antiguo: la radicalidad y la
generalidad. El lenguaje del límite, al que pretende traducir todo la filosofía, es el
lenguaje y ámbito mismo de la radicalidad. El límite de un objeto permite considerarlo
desde la raíz misma que le hace ser de ese modo. Por ello la filosofía debe ir a lo
denominado esencial, que no es sino un modo de denominar esa radicalidad que
señalamos. Con un añadido importante en el caso del límite: la radicalidad de lo analizado
siempre se analiza en la frontera, en el peligro, en lo que puede dejar de ser. Como si se
tratara del análisis de un proceso inestable.
Del mismo modo que la radicalidad, también la generalidad es un componente
esencial de la filosofía en tanto ésta atiende al límite. Analizar el límite implica poner el
funcionamiento el mecanismo del binomio particular-general, pues un determinado
particular será tal en tanto sea capaz de enfrentar la generalidad y de soportarla como tal.
El punto esencial de ese enfrentamiento es, precisamente, el límite.
La amenaza de la generalidad sobre el límite es constante y será, precisamente, el
límite el que permite sentar las bases de la asunción de la generalidad. Las discusiones
sobre el sentido de la obra de arte en el siglo XIX entendieron bien este aspecto. Y
muchos de los análisis de la filosofía contemporánea, que versan sobre objetos no
tradicionalmente filosóficos aplican este procedimiento de la generalidad basado en la
consideración del límite. Como ya indiqué en mi trabajo Caleidoscopios. La filosofía
occidental en la segunda mitad del siglo XX, algunos de estos análisis han sido
realizados por algunos recientes filósofos franceses de especial relevancia mediática como
Baudrillard, Lipovetsky, Bruckner o Finkelkraut, entre otros. Estos autores toman como
objeto de análisis un aspecto relevante de la vida cotidiana y aplican –con diferente
criterio y resultados, claro está– una particular metodología del límite que permite
considerar el objeto de análisis en un modo nuevo y justifica el mismo sentido de su
análisis. Muchos de los ensayos de la denominada "filosofía posmoderna", que se
encuentran dedicados a considerar aspectos de la vida cotidiana, obtienen su valor del
modo en que se llevan al límite las situaciones o problemas analizados. Y es en este
modo como puede ser analizada su eficacia teórica.
En todo caso, debe ser resaltado que al analizar el límite se pone en cuestión aquello
mismo que limita, lo limitado y lo señalado por el mismo límite. Tres cuestiones que
fundamentarán cualquier perspectiva coherente de radicalidad y de generalidad.
Entender cómo afecta la operación del "paso al límite" a la filosofía supone
relacionar el concepto del límite con uno de los rasgos más significativos de la filosofía: la
precisión conceptual y el rigor argumentativo. Pues, en efecto, la precisión conceptual,
que es una exigencia interna de la misma actividad filosófica, no es sino un medio de
refinar el lenguaje del límite. Es preciso y riguroso para poder plantear, con rigor
sucesivo, el nivel del límite y alcanzarlo con mayor eficacia. No de otro modo pueden
entenderse el rigor de muchas deducciones filosóficas y la intensidad de muchas de sus –
en apariencia– interminables y continuadas discusiones que suelen prolongarse durante
siglos. Son caminos guiados por la pretensión de llevar al límite los objetos de discusión.

59
El "esfuerzo del concepto" –no de otro modo llamaba Hegel al camino de la filosofía– no
es sino el esfuerzo por alcanzar una precisión máxima que permita identificar el límite de
lo analizado.
Gran parte de la actividad filosófica –cuando ésta alcanza un nivel de independencia
conceptual, como es el caso de todo conocimiento maduro– posee un significativo nivel
de autorreferencia. Es decir, se asemeja a un particular sistema que construye sus propias
referencias y encuentra su justificación en sí mismo. Realizando, eso sí, determinadas
opciones, que son las que le permitirán acercarse a la realidad y contactar con ella: un
contacto que, sin embargo, tiene como fin aumentar el nivel de la propia clausura, que es
lo que le otorgará independencia.

• Clausura autorreferente

Si esto se admite, puede considerarse a la filosofía como una actividad intelectual


que alcanza su máximo valor cuando ha alcanzado una clausura de sí misma que exige, al
mismo tiempo, una continua apertura hacia todo lo que no es ella. Su valor se encuentra
en la clausura que es capaz de mantener, lo que le permite poseer un fundamento sólido
para seleccionar sus formas de apertura –es decir, los contactos con lo real– como
formas de refuerzo de su propia sustantividad.
Este nivel de autorreferencia explica la sustantividad de la filosofía y da cuenta del
carácter, tantas veces autocontenido, de muchas de sus discusiones. Basta pensar cómo
muchas de las más potentes teorías filosóficas poseen un elevado nivel de
autorreferencia. Es éste un rasgo que, junto a lo que acabamos de indicar, puede ser
explicado mediante la moderna teoría cibernética de los sistemas autorreferentes. Tuve
ocasión de ocuparme de este tema al analizar el alcance de la teoría del sociólogo alemán
Niklas Luhmann en mi ensayo La sociedad sin hombres (Anthropos, Barcelona, 1990),
que concede una gran importancia a la moderna teoría de los sistemas autorreferentes.
Pensar el problema del límite en un sistema autorreferente tiene una importancia
extremada, para el propio sistema y para el mismo concepto de límite. Pues éste es, al
mismo tiempo, puerta de apertura y de clausura. Conforme se vayan ampliando las
potencialidades de la autorreferencia, se ampliarán las cuestiones del límite. De hecho, el
problema del paso al límite no hace sino abrir el problema mismo de la autorreferencia.
Lo que siempre debe tenerse en cuenta cuando quiera entenderse el sentido de algunas
discusiones filosóficas.
Es en esta relación de autorreferencia llena de tensión teórica donde deben radicarse
algunas de las acusaciones de extremada abstracción y de olvido de lo real que se le
imputan a la filosofía. Tal abstracción, caracterizada por la generalidad y la radicalidad,
no es sino el precio que debe pagarse por alcanzar el límite. Pues la contemplación del
límite sólo puede realizarse en ese peculiar desierto que ha expulsado toda forma
inmediata de existencia.

60
• Límite y relación

Hay un aspecto de la operación del "paso al límite" que tiene especial importancia: la
conexión existente entre el concepto de límite y el de relación. Si se atiende a esta
conexión pueden descubrirse importantes aspectos tanto del límite como del concepto de
relación. En realidad, todo límite denota un conjunto de relaciones, al permitir el
establecimiento de unas determinadas relaciones impidiendo otras.
Es en el mismo concepto de límite de un objeto donde puede y debe analizarse el
núcleo que posibilita las diferentes relaciones que puede entablar el objeto. De hecho, la
fuerza del concepto de límite y de la operación del paso al límite se identifica con la
fuerza misma de las relaciones. La operación de paso al límite permite entender cómo el
límite se disuelve en relaciones, ya sean éstas relaciones prohibidas o relaciones
permitidas.
Si tenemos en cuenta que el concepto de límite se disuelve en el concepto de
relación, podemos abordar en forma nueva un problema ya antiguo: el nexo existente
entre el concepto de límite y el de libertad. Que el límite pueda disolverse en un conjunto
de relaciones permite entender cómo la libertad que es, básicamente, la capacidad de
establecer relaciones y de seguir siendo uno mismo en esas relaciones, queda unida al
concepto de límite, y éste no se considera únicamente como un obstáculo para la
libertad. Al mismo tiempo, quedan unidos dos tradicionales enemigos de una forma que
puede ser explosiva. Y puede comenzar a entenderse cómo el reconocimiento del límite –
conseguido una vez que se ha realizado la operación del "paso al límite"– es un elemento
importante de todo proceso de libertad. Reconocer el límite supone pensar la necesidad
como ingrediente de la libertad: algo que supieron analizar bien autores clásicos como
Epicuro, Spinoza o Hegel.

• Elasticidad

Una de las aportaciones más significativas de la operación del "paso al límite" es que
mediante ella se puede abordar provechosamente el problema de la elasticidad. No es
casual la relación existente entre límite y elasticidad. Aunque el desarrollo de una teoría
adecuada de la elasticidad se verá en otro lugar, no está de más considerar brevemente
aquí el compromiso que la filosofía tiene con la elasticidad, en tanto que tiene un
compromiso con el límite. Recordemos algunos conceptos para considerar el argumento
que quiero proponer.
Aun cuando el concepto de elasticidad comenzó a ser empleado en el siglo XVII y el
químico Robert Boyle advirtió la "capacidad elástica" del aire, la formulación de una
teoría matemática de la elasticidad fue propuesta entre 1820 y 1830 por Augustin
Cauchy. Mi interés al referirme a la teoría de la elasticidad estriba en el valor especulativo
y conceptual que la misma puede presentar. Pues bien, por elasticidad entiendo la

61
propiedad que tienen algunos cuerpos para volver a su forma original una vez que han
sido deformados; es el poder que tienen de recuperarse y volver a su situación inicial una
vez han sido sometidos a límites máximos de resistencia. La teoría de la elasticidad –en
su formulación matemática, física y tecnológica, así como sus consecuencias en la teoría
contemporánea de resistencia de materiales– tiene una importancia evidente y ha sido
objeto de análisis y aportaciones muy detalladas. Especialmente relevante es el papel que
esta teoría desempeña en la cosmología contemporánea, que estudia, entre otras cosas,
los límites macroscópicos del universo y los límites microscópicos de los espacios
intraatómicos.
Lo que me interesa destacar es que, tanto la teoría de la elasticidad como su vecina,
la teoría de la resistencia de materiales, encuentran una aplicación importante en la
operación del paso al límite. La elasticidad no es sino un modo de resolver y de abordar
el problema del límite. Y podemos decir que un mundo como el nuestro es elástico
porque lleva hasta el extremo operaciones de paso al límite de una forma, muchas veces,
programada y eficazmente probada.
Podemos decir que la filosofía, con su obsesión por llevar al límite, se ocupa, de
modo claro, del problema de la elasticidad. Es cierto que existen grados diferentes de
elasticidad, del mismo modo que existen tipos diferentes de límites. Pero siempre que se
trabaja en el límite, se trabaja en una esfera donde se prueba la elasticidad. Encontrar
una formulación para la máxima elasticidad y lograr construirla es, en cierto modo, una
de las metas de esa búsqueda de límites que constituye gran parte de la actividad
filosófica.
Un mundo elástico es aquel en el que se encuentran presentes los límites, pero
solamente como pretexto para ser sometidos a prueba, nunca como fronteras inmediatas,
que se consideran infranqueables. Es decir, considerar el límite es un pretexto sustantivo
para analizar las deformaciones y la capacidad de recuperación.
Imaginemos, por un momento, un mundo elástico. Ello no es nada utópico, ya que
algunos de los más significativos rasgos de nuestro mundo contemporáneo son los rasgos
de un mundo que pretende conseguir la elasticidad máxima. Un mundo elástico es un
mundo siempre deformable, sin que las deformaciones obliguen a destruirlo. Será un
universo construido de tensiones creativas, un mundo dominado por el ritmo y la
vibración; un mundo extremadamente ágil.
Un mundo elástico estará formado esencialmente por relaciones, donde toda
sustantividad no es ya entendida como una rigidez fundamental. Este universo peculiar
obligará a formular de modo nuevo los problemas de identidad, que nunca se entenderán
como problemas cerrados, sino que deberán considerarse problemas esencialmente
abiertos.
Un universo dominado por la elasticidad será un mundo dominado por el verdadero
sentido de la libertad, que no es otro que el de la extensión de los propios límites, basada
siempre en el reconocimiento de la fuerza que ellos tienen o pueden poseer. Tras todo
ello se encuentra un programa de trabajo que, a buen seguro, encuentra muchas
anticipaciones en la historia del pensamiento. Pero un programa que la filosofía acoge –a

62
veces de forma indebida y vergonzante– cuando hace de la operación del paso al límite
una de sus ocupaciones fundamentales.
Ni que decir tiene que una teoría de la elasticidad como teoría filosófica aportaría
consideraciones nuevas para la actividad filosófica. Tal teoría no supone nunca olvidar
los límites, ni obviar su presencia, sino tenerlos muy en cuenta. Pero supone
considerarlos no como frenos, como simples fronteras, como impedimentos, sino como
pretextos e hipótesis. Supone hacer suyos muchos de los planteamientos de la física y de
la tecnología contemporáneas.
Un mundo elástico es, en verdad, un mundo de ensoñación que no sólo afecta a la
naturaleza, sino a la misma esencia del hombre. Será, entre otras cosas, un mundo de
sugerencias. Pues la sugerencia exige siempre la elasticidad máxima. Algo que entendían
bien muchos artistas, pues el gran arte se caracteriza siempre por introducir elasticidad en
su representación de la realidad, y que sigue entendiendo la más rigurosa filosofía. Lo
dejo indicado como toma de postura que es debidamente reconocida desde ahora.

1.3.3. Dioses, héroes y límites

Las culturas más importantes parecen haber situado el pensamiento mismo de los límites
en el concepto de Dios. Pues todo posible concepto de Dios se encuentra construido
desde el límite. Es la respuesta a lo limitado y es, él mismo, la posibilidad de pensar
positivamente el límite. Al tiempo que permite pensar más allá de todo límite. El
pensamiento de Dios es el pensamiento mismo del límite. Y, en alguna forma, puede ser
considerado un contexto desde el que construir una teoría del paso al límite.
Centremos nuestra argumentación en algunos rasgos de la tradición cristiana, que
configura parte de nuestra civilización occidental, cuya fuerza debe analizarse, no lo
olvidemos, desde sus propios límites, lo que implica reconocer el propio valor de
Occidente desde el reconocimiento de los límites de otras formaciones culturales. En esta
tradición, los rasgos y los atributos de Dios son atributos que tienen en su centro el
límite. Todos ellos son pensados desde el límite: lo engloban para poder superarlo. Y
muchos de los elementos centrales de una teoría teológica son elementos que sólo
pueden entenderse desde el límite, desde su mantenimiento y desde el pensamiento de su
superación. Basta pensar en el valor que posee, en el catolicismo romano, la figura de
Cristo como Dios encarnado o la importancia que se concede al Espíritu Santo en las
iglesias cristianas ortodoxas.
De ahí que el concepto de Dios pueda ser un concepto positivo por haber padecido
la presión del límite. Del mismo modo, la teología más rigurosa (siempre distinta a todo
"fervorín" y a la simple devoción ritual) es la teoría de la posibilidad del pensamiento del
límite y se encuentra fundamentada en la operación del paso al límite. El interés teórico
que puedan presentar algunos de los problemas teológicos estriba en su tratamiento del
límite. Y considerar la relevancia del pensamiento del límite es central para entender esta

63
atracción.
Es evidente que cuanto acabo de decir de la teología y del concepto de Dios se
encuentra dominado por el problema central del conocimiento teológico, que incluye la fe
como uno de sus fundamentos. Y la filosofía es, esencialmente, un conocimiento que no
exige la fe como uno de sus motivos principales. Por ello, atender al concepto de Dios
desde un interés alejado de la fe como compromiso personal exige una tarea paradójica:
elaborar una teología laica, una teología que sólo se quede con el planteamiento del límite
y con el pensamiento desnudo del paso al límite. Semejante tarea ha sido propuesta en
otros momentos de la historia de la filosofía occidental. Y, creo, sigue siendo una tarea
que sigue mostrando exigencias no resueltas.

• Héroe y límite

Junto al concepto de Dios, el de héroe tiene una estrecha relación con el límite. El
héroe encarna la operación del paso al límite y vive permanentemente en ella. Y, a la
inversa, podemos decir que quien decide seguir el camino del paso al límite sigue, en
cierta medida, el camino del heroísmo.
Llevar la existencia a la máxima tensión, mantenerse en la tensión y en el límite,
soportar una continuada situación de riesgo, etc., son aspectos constantes, que revelan
una verdadera situación ontológica y se identifican con una situación de heroísmo.
Poseemos ejemplos históricos, que se han revelado siempre modélicos y que no sólo han
servido para fundamentar culturas, sino para extenderlas. Y realizar una lectura selectiva
de algunos de estos ejemplos históricos es altamente interesante y provechoso, siempre
que se realice desde una adecuada óptica conceptual y sirva para potenciar el rigor de la
reflexión.
Contar con una adecuada descripción del heroísmo, y de sus matices, sirve también
para encontrar el sentido de una época. Los verdaderos héroes consideran su época
desde sus mismos límites, lo que les permite plantear una adecuada perspectiva sobre
ella, juzgarla y, dado el caso, encontrar alternativas a esa época, trabajando sobre los
mismos límites de esa época. Los héroes, y las situaciones de heroísmo, son siempre
ejemplos de elasticidad. Y, por supuesto, ejemplos de riesgo y de peligro. El héroe es la
encarnación de una actitud de tensión y de la plasticidad propia de una resistencia
elástica.
Cuanto he indicado tiene un importante valor para la época que nos ha caído en
suerte vivir. Nuestro tiempo parece carecer de héroes y no presenta, apenas, modelos.
En mi opinión, ello es común a muchas épocas, y no debe preocuparnos: cuando se vive
en ellas, todas las épocas están en crisis, y, si no se consideran con el bálsamo de una
perspectiva temporal, todas parecen igualmente condenadas. Pero siempre es importante
contar con una particular galería de héroes. Cada uno de nosotros debería tenerla y, de
hecho, la tenemos, muchas veces inconsciente y escondida. Pero debemos hacerla

64
explícita y consciente, sabiendo de sus razones.
Esta galería supondría disponer de una serie de situaciones límite y de los modos en
que estas situaciones pudieron resolverse. Y, lo que es más importante, servirían como
un particular diccionario de posibilidades, siempre dispuesto a la consulta. Claro que este
diccionario y esta galería sólo puede elaborarse con esfuerzo y con la misma conciencia
del límite. Y casi nada tiene que ver con la construcción de "santorales", siempre
presente en la historia y hoy potenciada por los medios de comunicación
contemporáneos, cuyos componentes no sirven de estímulo para crear nada, sino que
son extraños modelos que dispensan de toda crítica y de todo esfuerzo personal; es decir,
pregonan la necesidad de una copia mecánica y estéril que se vende como curioso medio
de salvación.
Conviene recordar que pueden distinguirse dos grandes formas de heroísmo o dos
modos de vivir en el límite. Por un lado, el heroísmo adornado de publicidad, tan
frecuente en nuestro tiempo que parece necesitar héroes manifiestos. Sin embargo, no
son éstos los héroes que reclamo. Pues frente a ellos hay también héroes callados. Son
héroes cotidianos que han transformado la teatralidad y el espectáculo que, tantas veces,
acompaña al heroísmo en una escena íntima, que puede vivirse en la más íntima y simple
cotidianeidad.
Estos héroes son seres silenciosos, que encuentran su espacio de libertad en el paso
al límite, que viven su vida con la purificación de la tragedia. Son héroes que,
acostumbrados al abismo del límite, reconocen el verdadero valor de las cosas. Son
elegantes. Por supuesto, son críticos, pues la crítica es una preparación necesaria para el
reconocimiento del límite. Pero no exigen que su crítica sea reconocida y, por ello,
elevada a norma de vanidad.
Son extremadamente sinceros, ya que la sinceridad es una forma desnuda de la
verdad del límite. Y aprenden lecciones positivas de la tragedia, sabiendo siempre que el
dolor es el lugar de toda verdadera conquista y el origen de toda verdadera alegría.
Existen hoy muchos ejemplos de estos héroes, aunque no aparezcan nunca en los
periódicos. Tan sólo nos es necesario elegir y construir nuestra particular galería de
héroes. Y advertiremos que la lección del heroísmo es necesaria porque enseña a vivir el
límite. Como debería hacerlo el filósofo.
Cuanto acabo de afirmar en los parágrafos anteriores es aplicable a la filosofía. Al
poseer como operación propia el paso al límite –e identificarse con ella–, la filosofía
misma es una actividad elástica y pretende introducir elasticidad en cuanto considera. Es
decir, la filosofía se aplica a sí misma, de un modo ejemplar y autorreferente, el valor del
límite.
Quien practique la filosofía debe seguir el aprendizaje de la elasticidad como
consecuencia de practicar el lenguaje del límite. Ello explica que la filosofía tenga
continuamente necesidad de salir de sí misma, de acudir a otras formas de conocimiento,
de construir una clausura propia con la tensión de la apertura continuada a otros ámbitos
del conocimiento y de la práctica. Asimismo, la filosofía pretenderá hacer elástico lo que
parece rígido y planteará que sólo lo elástico merece poseer vida propia porque siempre

65
se levanta sobre sus propios límites y actúa sobre ellos, liberándolos de su rigidez.
Especialista en crear sugerencias –que adoptarán las formas de sólidas cadenas
argumentales–, en crear atmósferas, la filosofía luchará contra toda forma de rigidez que
se considere definitiva. Y al hacerlo se exigirá como una forma de particular heroísmo.

1.4. El tejido de la diferencia

La atracción por la diferencia constituye uno de los más significados rasgos de la


filosofía, y la actividad filosófica se encuentra atrapada por el tejido de la diferencia y el
suyo es el paisaje mismo de la diferencia. Es evidente que, dada la variedad de las
formas de reflexión filosófica, existe también un tratamiento muy diverso de la diferencia,
que se encuadra entre dos máximos extremos: la presencia absoluta de la diferencia y el
rechazo Violento de toda forma de diferencia. Pero, en todo caso, la diferencia se
encuentra siempre presente. Y como la diferencia es un material explosivo, la filosofía
correrá siempre el peligro que comporta el manejo de los materiales de alto riesgo.
Veremos que el concepto de diferencia incluye, entre otros, elementos de separación,
diversidad y escisión. Todos ellos son términos que sólo pueden comprenderse y
capturarse desde el dolor. Pero el dolor que comporta la diferencia no hace sino
confirmar cuanto afirmaba en páginas anteriores, acerca del dolor como inicio de todo
verdadero conocimiento. Por otro lado, la presencia de la diferencia permite entender con
claridad y hace, al mismo tiempo, posible la vibración, la elasticidad y la misma pasión.
Éstas existen porque hay diferencias y porque las diferencias son asumidas como tales.
Abordaré el concepto de diferencia de un modo selectivo. En primer lugar,
estableceré una precisión semántica del término, plantearé la relación negativa existente
entre diferencia y uniformidad, esbozaré la relación que existe entre diferencia y
refinamiento, indicaré el problema existente al relacionar la diferencia con la repetición y,
finalmente, haré una breve referencia al significado doloroso de toda diferencia. Con
todas estas precisiones podré fundamentar mi reivindicación de la diferencia como
aspecto central de la actividad filosófica.

1.4.1. La diferencia como movimiento: una precisión semántica

Al comienzo de mi análisis, quisiera esbozar una básica descripción conceptual del


concepto de "diferencia", como he realizado con otros conceptos anteriores. Presentaré
el uso del concepto apelando a usos del lenguaje ordinario, con lo que su significado
tendrá en cuenta la experiencia y el lenguaje ordinarios, que conceden a este concepto
una gran riqueza de significaciones diferentes.
Atender a la etimología del concepto de diferencia obliga a subrayar su carácter

66
dinámico. Tanto "diferencia" como "diferir" se encuentran asociados a los términos
griegos diaphorá y diaphoréin, que son términos dinámicos. El verbo diaphorein
presenta las siguientes acepciones castellanas: "llevar de un lado a otro, dispersar;
arrebatar; hacer añicos, romper, desgarrar; disolver; ser llevado de un lado a otro, estar
incierto; hacer evacuar los humores del cuerpo". Y el sustantivo diaphorá encierra tres
conjuntos diferentes de significados: a) acción de diferenciarse de algo que produce
diversidad; b) litigio o desacuerdo; c) acción de comportarse de otro modo, ser extraño.
Es importante recordar este origen dinámico del concepto de diferencia, aun a pesar
de que haya perdido este dinamismo en gran parte de sus usos. Hay diferencia porque
hay acción de diferenciar, porque hay proceso diferenciador y porque el diferenciar es
siempre una actividad fundamentada en el movimiento, en el desacuerdo, en la
extrañeza. Se trata de un significado dinámico que comporta siempre algo de violencia o,
al menos, de movimiento intranquilizador.
Consideremos una lista de términos relacionados con el de "diferencia". Mediante
ellos, podremos entender mejor el concepto y la actividad que la filosofía tiene en la
operación de diferenciar. Seré esquemático en mi enumeración, destacando ocho
perspectivas fundamentales:

• Alteridad. Toda diferencia se establece como la oposición existente entre "lo


mismo" y "lo otro" de eso mismo, lo que introduce el tema de la "alteridad".
Esto supone la aparición de un asunto de gran importancia conceptual: "lo
otro", la relación entre "alter" y "ego", con una referencia esencial al problema
de la identidad, que quedará afectada –positiva o negativamente– por la
alteridad.
La diferencia establece el ámbito de la alteridad, introduciendo la
inquietud de lo otro frente a la uniformidad de lo mismo. Y, en consonancia
con su carácter dinámico, la diferencia introduce el tema de la alteridad de un
modo, muchas veces, violento, como si de una irrupción se tratara.
• Variedad y diversidad. La diferencia como núcleo de diversidad introduce la
variedad, que no es sino la pluralidad provocada por la misma diferencia. La
diferencia como fundamento de la pluralidad supone señalar la capacidad
creadora de la diferencia y la posibilidad de constituir un mundo de variedad,
frente a un mundo de uniforme monotonía.
Las consecuencias ontológicas de la variedad alcanzan un significado
particular cuando se analizan desde el punto de vista de la diferencia, pues, si
no existe la diferencia en lo que es considerado variado, no podrá hablarse de
verdadera variedad, de diversidad real. Asimismo, tanto la variedad o
diversidad como la alteridad plantean un problema que resuena desde antiguo
en la historia de la filosofía: la diferencia siempre es un concepto relacional. Se
es otro, se es diverso mediante una doble relación: respecto a un rasgo
determinado y respecto a quienes no comporten del mismo modo ese rasgo
determinado.

67
• División. La diferencia permite una operación de gran importancia: la división,
la fragmentación. Y ello en un doble sentido: por un lado es la que permite
mantener un criterio de verdadera división; por otro, la que permite sustentar
el valor de lo dividido, ya que lo dividido, para que sea real, deberá ser
diferente y manifestar esa diferencia. De otro modo, la división y la
fragmentación no podrá sostenerse adecuadamente.
Ni que decir tiene que el tema de la diferencia como fundamento de la
división es fundamental en lo que puede denominarse una "teoría del
fragmento", que tiene una gran importancia para poder entender algunos
rasgos de la cultura y del pensamiento contemporáneos.
• Comparación. La diferencia plantea una importante relación con la
comparación. Al comparar se establece siempre una enumeración de
semejanzas y diferencias. Una comparación no es sino un camino para hallar
diferencias. De ahí la extremada importancia de lo que podría denominarse la
"razón del comparar".
La razón del comparar no es solamente una razón analítica, sino una
razón relacional, basada en el concepto de diferencia. Pero emplear el
concepto de diferencia como base de la comparación lleva a la aparición de un
concepto interesante: lo incomparable, lo original, lo único. Merece un
comentario particular por su importancia.
• Originalidad. La diferencia es lo que permite hablar de originalidad, de
singularidad propia y específica. Es evidente que no todo lo diferente llegará a
ser original, y que, por su parte, lo original supone una fundada presencia de la
diferencia. Se es original en tanto se es diferente en grado sumo. Se es original
en tanto se es, de alguna manera, incomparable. Cuando algo o alguien es
realmente original mantiene un determinado grado de clausura basado en la
posesión de una diferencia o de un conjunto de diferencias.
Pero la diferencia como base de la originalidad ha de poder surgir de la
comparación y debe ser continuamente revalidada, pues una diferencia –dado
su carácter dinámico– se transforma continuamente. Y la originalidad debe ser
ganada, en una lucha a pulso con la diferencia. Hay, tras esta concepción de la
diferencia, como base de la originalidad, toda una serie de cuestiones que se
abren al análisis teórico. La diferencia como base de la originalidad es, en fin,
un fundamento de distinción y plantea, necesariamente, el conjunto de
cuestiones relacionadas con el problema del elitismo.
• Excepción. Unido al anterior concepto de la originalidad y de la singularidad,
se encuentra la relación de la diferencia con el concepto de "excepción". Una
excepción es tal porque plantea una diferencia respecto a una regla o a una
norma. La excepción es siempre marginalidad y provoca extrañeza. Es el
destierro de lo comúnmente aceptado.
Lo excepcional, que siempre se muestra tan unido a lo original y a lo
singular, es tal porque muestra la fuerza de la diferencia y porque introduce

68
división, lucha, movimiento activo de signos opuestos, movimiento de
oposición en la llanura –en apariencia estática– de lo común. Tal es el sentido
de las situaciones, seres o conocimientos excepcionales, y de las pequeñas
excepciones, más cotidianas, que revelan el sentido de la común vida
cotidiana. Con ello entramos en el terreno de la diferencia como generadora de
movimiento.
• Conflicto y desacuerdo. Todos estos conceptos se encuentran radicados en la
noción de diferencia e introducen una relación conflictiva basada en la
desigualdad de los términos que se pretende poner en relación. Especialmente
importante es la noción de "desacuerdo", que implica una radical desigualdad e
introduce una sucesión de conflictos. Recordemos que en este sentido de la
diferencia se apoya el importante concepto de différend que ocupa un lugar
fundamental en el pensamiento de J. Derrida, y que hereda rasgos del
complejo concepto de conciencia de la fenomenología de Husserl. En todo
caso, debemos advertir que la diferencia se encuentra unida al concepto de
conflicto y estructura las realidades por ella dominadas como conflictos.
Asimismo, la diferencia como desacuerdo introduce un concepto
importante en la concepción de toda sucesión y, en especial, en la sucesión
temporal, con la importancia que esto tiene. Por último, debe tenerse en
cuenta que el concepto de desacuerdo se encuentra tras la misma posibilidad
de la narración, en tanto la narración se establece mediante la presencia de
diferentes desacuerdos y "retrasos" en los planos de la narración. De ahí que
gran parte de la llamada "crisis de la narratividad" tenga su origen en la
presencia de la diferencia en los planos narrativos y, especialmente, en la
sucesión temporal que caracteriza a la narración. Muchos más elementos
podrían derivarse de este significado del concepto de diferencia. Señalo aquí
su relevancia, dejando para otro momento la obtención completa de sus
consecuencias.
• Agitación. La diferencia se encuentra en la base de un significado que nos es
familiar y que no ha perdido en su raíz etimológica griega. Este significado
tiene una importancia extrema, pues confirma el carácter dinámico que nunca
debe faltarle a nuestro concepto. En efecto, toda verdadera diferencia supone
siempre agitación y vibración, movimiento violento; un movimiento de
opuestos, de heterónimos, de variaciones.
No se trata de un movimiento cualquiera, sino del movimiento más
dinámico, de lo que es, en realidad, el modelo del mismo movimiento, según
el cual pueden definirse otros tipos de movimiento. Tal movimiento violento
de agitación incluye, además, un componente de pillaje, de arrebato, de la
absorción en un mismo torbellino; pues el movimiento de la diferencia es un
movimiento turbulento que arrebata todo lo que entra en contacto con él,
haciéndolo añicos y fragmentándolo. En ello se encuentra uno de los
fundamentos que explican el poder fragmentador de toda verdadera diferencia.

69
Este tipo de movimiento extremado que se encuentra en la base de la
diferencia explica el extravío, la incertidumbre, la sensación de pérdida de todo
cuanto se halla dominado por la diferencia. La diferencia es el movimiento
mismo de la incertidumbre y del extravío. Esta noción de extravío no tiene por
qué ser necesariamente negativa, ya que puede ser estímulo para encontrar el
verdadero lugar. Recordemos que el concepto de agitación que se encuentra
siempre en la tradición mística se encuentra, ordinariamente, unido a la
obtención de un estado de paz y quietud, de modo que quedan unidos, en
relación paradójica, la paz y la inquietud. Asimismo, en todo acto creador se
da la presencia de un importante y significativo momento de agitación e
intranquilidad.
En suma, la diferencia como movimiento de agitación y extravío no hace
sino indicar que la verdadera inmovilidad y la paz de ella derivada se levantan
sobre el secreto de la agitación más pura. Éste es un elemento importante para
entender el sentido de la tensión y de la tranquilidad que puede encontrarse en
la tensión, del equilibrio inestable en el que se encuentra la misma naturaleza.

Sinteticemos brevemente algunas de las lecciones obtenidas de este análisis del


concepto de diferencia:

• Se trata de un concepto esencialmente dinámico, constituido en el movimiento,


que muestra su dinamismo en su propia constitución y en el modo en que
desarrolla su actividad.
• El movimiento que constituye la diferencia es un movimiento inestable, un
movimiento de agitación y vibración.
• Como todo movimiento inestable, la diferencia y el proceso de diferenciación
comporta siempre riesgo: el riesgo es el ámbito esencial del concepto de
diferencia, y exige asumir positivamente la inestabilidad y la relación.
• La diferencia siempre supone plantear la independencia, la originalidad, el nivel
del "sí mismo"; como he indicado, la diferencia es base de la originalidad.
Todo lo que es original lo es en forma inestable y vibratoria, y debe ganar, con
un elevado sentido del riesgo, su propio nivel de originalidad. Por ello, la
originalidad, el sí mismo, la independencia verdadera es siempre un riesgo
continuo y sólo puede conseguirse mediante el dolor de la separación y de la
diferencia.
• Suele unirse la diferencia con la precisión. Esto es especialmente importante en
los argumentos filosóficos y científicos, donde la precisión progresiva es un
requisito indispensable de avance científico. Entender este rasgo desde el
adecuado entendimiento del concepto de diferencia es importante y revela
todo su sentido. Precisar equivale a establecer las diferencias adecuadas, los
"cortes" adecuados. Tal es el verdadero sentido de la precisión. La ganancia

70
en la precisión será una ganancia en el proceso de conquistar diferencias. Y
una verdadera precisión supondrá siempre la conquista de sucesivas
diferencias, reales y eficaces.

En los siguientes apartados expondré una serie de rasgos derivados de mi


consideración de la diferencia. Todos ellos podrán aplicarse a la filosofía, en tanto que la
filosofía encuentra en el ámbito de la diferencia su ámbito propio.

1.4.2. El aburrimiento y el anhelo de la unitas multiplex

Existe un procedimiento negativo para analizar lo que sea la diferencia y destacar sus
contornos conceptuales: proyectar el concepto de diferencia analizado sobre un contexto
en el que cada uno de los rasgos definidos encuentren su referente negativo.
Todos estos referentes tienen, como denominador común, la uniformidad abstracta,
la unidad informe, la identidad vacía, la más falsa generalidad. Si los analizamos
habremos adquirido un conocimiento adicional de lo que es la diferencia. Y podremos
obtener algunas relevantes consecuencias para entender el sentido de la filosofía en
nuestro tiempo, con una indicación sobre el aburrimiento como forma de uniformidad, el
sentido del outsider y el ideal de la unitas multiplex, que es el contrapunto de la
discusión entre diferencia y unidad.

• Un contexto negativo del concepto de "diferencia"

Sin pretender realizar una enumeración exhaustiva, indicaré algunos de los referentes
negativos del concepto de diferencia. De todos ellos pueden obtenerse aspectos que
iluminen la lucha entre la diferencia y la identidad uniforme:

1. La diferencia se opone a la unidad simple, de la que depende el concepto de


identidad única. En efecto, la diferencia origina la división, la fragmentación de
la unidad. Y del mismo modo que la unidad fundamenta la identidad única y
asegura indivisibilidad, la diferencia se encuentra en la base de la división y del
fragmento.
No quiere esto decir que bajo el concepto de diferencia resulte imposible
pensar en la unidad y en la identidad. Admitir la diferencia supone que la
unidad y la identidad provienen de la consideración del fragmento y de la
división, y no al revés. Es decir, triunfa lo fragmentario, que desde la
diferencia posee un sentido que no tenía desde la unidad.

71
2. La diferencia se opone también a la igualdad y a la uniformidad, pues la
diferencia es el ámbito de lo distinto y de la distinción pura. Toda reflexión
sobre la variedad y la originalidad radican en una consideración adecuada de la
diferencia, que se encuentra en su fundamento. Ello supone un problema:
¿cómo es posible que se dé la organización de lo diferente?, lo que equivale a
afirmar: ¿cómo se organiza lo original que, por definición, parece rehusar toda
forma de organización?
Para abordar este tema se hace necesaria una reflexión adecuada sobre el
problema de la organización, que es donde –en mi opinión– puede discutirse
adecuadamente el tema de la variedad y de la distinción. Y, al mismo tiempo,
supone discutir el problema de la igualdad uniforme y de la igualdad en la
diferencia, que se encuentra unido al tema de la uniformidad. La actual
discusión del valor del liberalismo así como el sentido que tiene la igualdad
social en nuestro tiempo no son sino una manifestación de la dificultad y de la
importancia –ligada, evidentemente, a esa dificultad– del tema.
En cualquier caso, es la presencia de la diferencia la que permite abordar
desde un nuevo sentido la uniformidad y la igualdad, y no al revés. Hacerlo
directamente desde la igualdad y la uniformidad supone ahogar el sentido
mismo de la diferencia y, en el fondo, no entender que toda verdadera
uniformidad e igualdad tienen su origen en la manifestación de la diferencia.
3. La imposición de un orden o escala de tipo unívoco se basa en la negación de la
diferencia y permite la instauración del mismo como si la fuera la única forma
de orden posible. Ello supone una ordenación, una escala, una jerarquía que
se consideran establecidas de modo fijo y determinado de una vez por todas.
Y es que el concepto de diferencia introduce una particular explosión en el
concepto de orden.
Por un lado, dificulta extremadamente la posibilidad misma de construir
un orden unívoco; pues lo diferente no permite establecer la operación de
uniformidad en la que se basan los órdenes convencionales. Por otro lado,
pone en cuestión todo orden ya construido– que suele considerarse único–
cuando se enfrenta con otros órdenes diferentes. Con ello se poseen dos
frentes de referencia: la posibilidad misma de ordenar y la presencia de todo
orden ya construido.
Frente a un concepto de orden unívoco, la diferencia privilegia la variedad
de órdenes frente a la existencia de un orden determinado. Sólo desde la
pluralidad de todos los órdenes posibles será posible pensar en el concepto de
orden; sólo desde la diferencia podrá construirse un orden –una jerarquía, una
ordenación, una secuencia, etc.– que pueda soportar las presiones de la
diferencia. Y que es, evidentemente, un tipo nuevo de orden. Las
consecuencias de todo ello son, evidentemente, muy notables.
4. El concepto ordinario de caos parece llevar implícita la falta de diferencia y la
presencia de la uniformidad. La discusión de este aspecto exige, en nuestro

72
tiempo, la introducción de algunas hipótesis en física teórica y cosmología
física en las que no voy a entrar por la limitación de espacio que me he
impuesto. Si consideramos su significado ordinario, el caos es semejante a una
masa informe, donde reina la uniformidad, donde las fronteras no existen,
donde las diferencias se encuentran anuladas en una uniformidad absoluta.
Como ya advirtieron algunos clásicos relatos de la creación, la unidad de
la diferencia y el caos da lugar a las cosas concretas. Se trata de la unidad que
es equivalente a la dotación de forma, a la dotación de singularidad. Es decir,
equivale a la presencia de la in-formación. Toda información supone siempre
la posesión de diferencias y el manejo de esas diferencias. Por ello, la
información siempre implica poder y se convierte en uno de los más
relevantes frentes de análisis de nuestra época. Debe recordarse, asimismo,
que, en su sentido etimológico "in-formación" supone la posibilidad de luchar
contra el caos que no posee "forma" alguna y crear "formas" o diferencias en
lo que no estaba diferenciado. En todo caso, crear desde el caos es, como ya
dije, informar el caos, lo que supone introducir alternativas y diferencias.
De este modo, cada una de las cosas creadas podrá ser objeto de elección
y podrá, ella misma, elegir, al introducir la alternativa como forma de
diferencia inmediata. Y precisamente porque ha surgido de la diferencia, los
seres singulares pueden ser asesinados en lo que les ha hecho tales: pueden ser
uniformados, aniquilando la diferencia que los constituye. Lo que equivale a la
muerte de lo que ellos son. Esta paradoja parece clara cuando se considera el
problema desde la diferencia. Nunca podrá resultar evidente si se toma el
camino de la simple igualdad unívoca.
5. La diferencia parece oponerse a la monotonía, a la rutina, al hastío. Pues el
ámbito de la diferencia puede convertirse en el ámbito de la novedad, y la
diferencia siempre comporta un elemento de sorpresa. La diferencia supone la
victoria sobre la monotonía y el hastío, cuya presencia parece anunciar la
muerte de la diferencia.
En un universo monótono nunca parece ocurrir nada, porque todo lo que
ocurre no tiene la categoría de sorpresa y novedad: es el ámbito donde no hay
eventos ni sucesos realmente significativos. La monotonía es como una
duración sin diferencia, que es la muerte de toda verdadera duración, donde
nada ocurre porque todo se encuentra muerto. La diferencia es, pues, la
amenaza mayor que la monotonía tiene y su certero enemigo mortal. Basta
pensar lo que sea el hastío y el aburrimiento para comprender cuanto digo: en
ellos sólo hay uniforme rutina sin diferencia alguna. Lo veremos más adelante.
6. La diferencia es el enemigo secreto de lo convencional, de lo aceptado, del
establishment. Por ello, la diferencia permite dos operaciones importantes
respecto a lo convencional: considerarlo en su verdad al plantear sus límites y
anularlo en su posible poder. La diferencia es un instrumento del "paso al
límite" respecto a lo convencional: permite su observación y, en su caso, su

73
superación. Tal es el verdadero sentido de la expresión "protesta contra lo
convencional", que puede entenderse únicamente desde la perspectiva de la
diferencia, y que exige ir más allá de una mera protesta "sentimental".
Una protesta "sentimental" no tiene en cuenta la diferencia –o no la ha
tematizado suficientemente–, por lo que resulta ineficaz en su crítica. Hay
muchos ejemplos de esta actitud en la vida cotidiana de nuestro tiempo. En
ocasiones, será preciso participar en manifestaciones para "ser visto" o
convendrá llevar determinados distintivos para "ser reconocido" de modo
inmediato. Pienso que éste es, en general, un uso equivocado de la diferencia,
que comporta un elitismo incorrecto. Nada de ello tiene que ver con una seria
actitud de protesta ante aspectos negativos de la sociedad, ni con la necesidad
de una rigurosa crítica ante determinados conflictos sociales. A veces, el valor
de la protesta seria y comprometida parece ahogado en las falsas luminarias
del show bussiness, más propio de efímeras campañas publicitarias que de la
manifestación de convicciones certeras y fundamentadas.
Tal es el caso de muchas protestas históricas: no han sido eficaces porque
no han tematizado adecuadamente la diferencia que las sustentaba. Porque no
han seguido la lógica de la diferencia, que exige un extremado rigor para que
sea eficaz. Con ello se abre todo un frente de análisis interesante que no puede
despreciarse y que va desde la más radical protesta política hasta los
enfrentamientos que, en un plano individual, se plantean frente a los diferentes
tipos de establishment. La lección que de esa inutilidad –tantas veces trágica–
de la protesta debe aprenderse no es otra que la exigencia de atender a la
lógica de la diferencia.
7. Un tema de gran importancia es el que une el poder con la diferencia. O, mejor,
la relación de enfrentamiento que existe entre poder y diferencia. Las más
burdas formas de poder son aquellas que anulan toda diferencia e imponen la
más absoluta uniformidad. Las más refinadas formas de poder, por el
contrario, crean diferencias artificiales: funcionan creando la apariencia de que
existe variedad y diferencia y de que la diferencia es autónoma y puede
funcionar libremente. En ningún caso se da un correcto uso de la diferencia.
Esas formas de poder se basan en un desprecio de la verdadera
diferencia. Más explícito en el caso de las primeras y mucho más difícil de
advertir en el caso de las segundas. La reacción contra toda forma de poder
debe tener en cuenta que sólo podrá resultar válida si se apoya en un uso
adecuado y conveniente de la diferencia.

1.4.3. El aburrimiento y el hastío

Pensaba Schopenhauer que el aburrimiento es una enfermedad mortal propia de los

74
humanos. Entender el aburrimiento exige precisar cómo tiene su origen en la falta de
diferencia o en un mal uso de la diferencia, que debilita su fuerza hasta el punto de
hacerla imposible. El aburrimiento siempre se plantea en relación con la uniformidad, con
la monotonía, con la repetición mecánica, con la rutina, con la falta de ritmo, con la
rigidez y la falta de elasticidad. Es una toma de conciencia de todo ello, que produce un
hastío mortal.
Esta nueva enfermedad parece afectar a la sociedad moderna en forma especial. Y
advertirlo es importante, pues, en esta sociedad donde se plantea el aburrimiento, se
plantea también el aumento de diferenciación. Es decir, a mayor nivel de diferenciación,
mayor presencia del aburrimiento. Pensemos por un momento que nunca como hoy día
ha habido tantas posibilidades de acción que, en muchas ocasiones, desembocan en
fuente de hastío. Ocurre como si el aburrimiento tuviera en su base la repetición
mecánica de la diferencia, lo que anula el poder de toda diferencia y resulta en su muerte
más verdadera. El problema estriba en la comprensión de la estructura de la diferencia.
A pesar de la presencia de un general proceso de diferenciación, no abunda en
nuestro tiempo la búsqueda de verdaderas diferencias. Ello explica la aparición de formas
de poder más silencioso, más exigente y más dominador que el burdo poder del antiguo
régimen. El antídoto para ello es buscar el sentido verdadero de la diferencia, pues nada
hay más peligroso que la banalización de la diferencia o el contar con simples apariencias
de diferencia.
Pero encontrar el camino de la diferencia equivale a plantear una dura ascesis que no
todos parecen dispuestos a seguir. Y que, desde luego, las formas más silenciosas y
refinadas de poder se aprestan a ocultar. La filosofía –o cualquier otra actividad
intelectual que comparta los verdaderos rasgos de la filosofía– puede ser una guía de esta
ascesis para encontrar el sentido mismo de la diferencia. Por ello, la filosofía puede ser
un antídoto contra el aburrimiento como enfermedad mortal de nuestro tiempo.

• El outsider

El problema del contexto negativo de la diferencia permite considerar, junto al tema


del aburrimiento, una figura importante que centra su mismo valor en el concepto de
diferencia: la figura del marginal, del "extraterritorial" o el outsider. Es una figura basada
en el ejercicio de la diferencia frente a lo común, y lo aceptado. El outsider encarna la
diferencia y se convierte, él mismo, en una excepción viviente que juzga –aun sin
pretenderlo– todo ámbito constituido por la uniformidad convencional.
Es una figura que ha existido en todas las épocas y culturas, aun con diferente grado
de mantenimiento de la diferencia. El marginal representa, en cierto modo, cuantos
rasgos positivos caracterizan la diferencia y es el rechazo del contexto negativo de la
diferencia. Su postura permite captar el sentido de la diferencia. Y, lo que es más
importante, el verdadero marginal se encuentra moldeado por el dolor de la diferencia,

75
siendo una encarnación de ese dolor.
Del mismo modo que la diferencia presenta múltiples formas y puede estar presente
en diferentes ámbitos, el outsider puede tener configuraciones muy diferentes. Y puede
encontrarse en ámbitos muy diferentes, que van desde la vida cotidiana a las expresiones
más ricas del conocimiento, del arte, de la vida política y de distintas actividades
prácticas.
El outsider pasa, en ocasiones, a formar parte de los libros de historia. Pero, la
mayoría de las veces, su existencia y su obra quedan confinadas a la letra pequeña de
esos mismos manuales, si es que perdura su recuerdo. Porque muchas veces no queda ni
eso. Su existencia termina en la pérdida absoluta. Como si con ello mostraran que el
sentido de la diferencia es el de perder siempre en un mundo donde sólo parecen ganar
las positividades más radicales. Pues el outsider es, la mayoría de las veces, un perdedor.
Lo que ocurre es que su existencia ilumina el posible sentido positivo que la imagen del
"perdedor" puede poseer.
En ocasiones, el marginal renuncia a lo común con una gran teatralidad, como si
necesitara señalar sus diferencias respecto a lo convencional y establecido de un modo
explícito. Sin embargo, no es necesario que el outsider muestre los rasgos de la
diferencia que le caracterizan, si esta diferencia es lo suficientemente fuerte y se
encuentra debidamente fundamentada.
No es necesario que la diferencia se revista de teatralidad y se muestre de modo
ostensible. Si la diferencia está basada en fundamentos sólidos, puede erigirse
orgullosamente con la modestia del silencio y el orgullo del propio convencimiento, que
no necesita nada externo a ellos. Es importante tenerlo en cuenta, porque muchos de los
más radicales outsiders conviven en el silencio de la cotidianeidad más uniforme y en el
aparente aburrimiento de la existencia propia de nuestra sociedad contemporánea.
Algunas de las más importantes contribuciones de la filosofía se encuentran
elaboradas por outsiders que, aun sin parecerlo, son más radicales en su rechazo de la
uniformidad que aquellos que pregonan su marginalidad. O que han tomado como
profesión –triste profesión– la de ser modelos de algo que nunca puede ser imitado.
Porque la diferencia no admite aduladores y nunca podrá ser realmente imitada.

• La nostalgia de la unitas multiplex

Del contexto negativo de la diferencia surge, sin embargo, un concepto de gran


importancia, que ha tenido una torturada historia en el pensamiento occidental. Este
concepto parece disolver los elementos negativos de la diferencia y la uniformidad; es
decir, parece reunir cuanto de positivo pueda tener la diferencia y la uniformidad, en una
explosiva mezcla que es la mezcla de dos líneas de aportaciones fundamentales en la
historia del pensamiento. Tal concepto no es otro que el concepto de la "unidad múltipe",
la clásica unitas multiplex, descrita entre otros, por Nicolás de Cusa.

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La unitas multiplex es, a la vez, unidad y multiplicidad, identidad y alteridad,
originalidad y monotonía, creación y repetición, igualdad y distinción, etc. Se trata de un
concepto cuya lógica parece revelarse como imposible, por lo que su consideración es
dejada a la mística y a algunas tradiciones intelectuales orientales. Sin embargo, son
muchas las situaciones y actitudes cuya explicación requiere un concepto de unitas
multiplex. Muchas de las aportaciones de la física contemporánea no pueden entenderse
sin ella. Algunas de las más profundas visiones del ser humano en nuestro tiempo
reclaman ese concepto para intentar explicar lo que sea el sujeto. Y muchas situaciones
sociales no pueden describirse sin el uso de un concepto que conlleva la añoranza de una
unidad múltiple nunca realizada.
En la "unidad múltiple" encontrará la paz una lucha que, desde antiguo, atraviesa la
historia del pensamiento occidental: la lucha entre unidad y diferencia. Y en ese concepto
podrá apoyarse una adecuada reivindicación de la diferencia. Y, como tal, una
concepción de la filosofía adecuada a nuestro tiempo. Aunque su consideración exija un
ensayo independiente.

1.4.4. Elogio de la sutileza

Ahorraríamos muchas discusiones teóricas en torno al progreso si advertimos que el


progreso es la tendencia a una creciente diferenciación. Es decir, si unimos el concepto
de progreso con el concepto de diferencia y con lo que hemos analizado, en secciones
anteriores, acerca del concepto de diferencia. El progreso es, en mi opinión la conquista
sucesiva de las diferencias y la aparición de una diferenciación más refinada, lo que
supone, también, un aumento de complejidad. Y sobre esta base deberá analizarse el
problema –siempre espinoso– de la "dirección" del progreso, que siempre está contenido
en su juicio.
Si admitimos cuanto acabo de indicar, podremos decir que la dirección del progreso
será aceptable si las diferencias se entienden como tales y se revelan con el nivel de
originalidad que poseen; no habrá un progreso adecuado si estas diferencias se ocultan o
se mantienen débilmente asumidas. Un verdadero progreso no sólo se entenderá como
un aumento de la diferenciación, sino como diferenciación y complejidad que deben
poseer un sentido. El problema del sentido en el progreso es el problema del sentido de la
diferenciación y del aumento de complejidad que ésta comporta.
Son muchos los ejemplos que pueden aducirse para confirmar que el progreso es el
avance en la diferenciación, la conquista de diferencias cada vez más fundamentales. La
historia confirma este avance, hasta el punto de que podría hacerse una historia de la
civilización desde la perspectiva del proceso de diferenciación que ocurre en diferentes
ámbitos civilizatorios. Este proceso es equivalente al proceso de creación de complejidad,
y al proceso del establecimiento de relaciones cada vez más potentes.
Señalemos algunos ejemplos de este proceso: el progreso en el proceso de

77
producción, alcanzado desde la revolución industrial ha llevado a una diferenciación del
trabajo donde el llamado sector cuaternario tiene más relevancia económica que la
primitiva agricultura y el comercio, así como otras actividades extractivas menos
complejas.
La economía mundial ha avanzado hasta plantear niveles de complejidad y
refinamiento tan particulares como pueden ser los representados por las magnitudes
macroeconómicas, el mercado mundial, las transacciones electrónicas o el mecanismo
inversor de las bolsas. El proceso de toma de decisiones y el análisis de proyectos ha
pasado de ser una actividad permitida hasta convertirse en uno de los elementos cuyo
poder y control es ampliamente deseado y con una importancia creciente en la sociedad
moderna.
La complejidad y diferenciación de la conducta humana en el entorno de las
sociedades modernas suponen una diferenciación progresiva si se las compara con la vida
rural. La evolución de las costumbres y del cuidado personal de los ciudadanos que ha
hecho de las meras funciones fisiológicas y del necesario mantenimiento de la salud una
base para industrias como la alimentaria, la sanitaria, la industria del ocio, etc., es un
ejemplo más de este avance en el proceso de diferenciación. Gran parte de las instancias
que regulan la vida cotidiana, como son el derecho, la economía, la cultura, etc., se han
convertido en abstractos mecanismos originados, todos ellos, en un proceso muy
refinado de diferenciación.
En nuestro tiempo, todo resulta más complejo porque todo se encuentra más
diferenciado. Captar el sentido de esta diferenciación equivale, como he indicado, a
captar el sentido de la evolución y del progreso. Lo que equivale a captar el sentido de la
complejidad, mediante su reducción o su transparencia. En suma, la modernidad, en la
que estamos sumidos no puede entenderse sin la atenta consideración de la diferencia en
una gran variedad de ámbitos diferentes.
Si se admite la tesis anterior, podrán admitirse tres consecuencias de esa misma tesis
que tienen una especial incidencia en el mantenimiento de una adecuada actitud ante la
diferencia. El progreso en la diferencia exige una reflexión nueva sobre la sutileza, el
refinamiento y el gusto y, de nuevo, el elitismo. Apuntemos algunas reflexiones, muy
breves, acerca de estos tres temas.

A) Sutileza

La sutileza es un término con fortuna negativa. Muy criticada, la sutileza parecía


estar presente en los momentos históricos en los que nada había que decir y parecía ser
siempre un prólogo de decadencia. Todo ocurría como si la sutileza fuera equivalente a la
pérdida de creación. Y los ejemplos de la crítica a la sutileza son muy abundantes.
Conviene tener en cuenta que existe una directa relación entre sutileza y proceso de
diferenciación, entre sutileza y diferencia. Un progresivo aumento de la diferencia supone

78
también un progresivo grado de la sutileza. El problema estriba en el sentido que esa
sutileza pueda tener y, sobre todo, en la pérdida del sentido de la diferenciación que la
sutileza plantea.
Sin embargo, creo que deberíamos plantear un elogio de la verdadera sutileza. Este
elogio daría como resultado un análisis de lo que debe entenderse como "sutileza", que
no es sino el sentido de la diferenciación y el valor que posee la creación de diferencias.
Ello supondría una referencia para entender nuestra propia sociedad. Que, se quiera o
no, es una sociedad cada vez más dominada por una creciente sutileza. Y, para nuestra
desgracia, por una sutileza que puede permanecer peligrosamente inaccesible para
quienes vivimos en nuestro tiempo.

B) Refinamiento

El progresivo avance de la diferencia no supone sólo un avance en la sutileza, sino


también un avance en el refinamiento. Basta acudir a ejemplos cotidianos para mostrar
esta tesis. El progresivo refinamiento en la vida cotidiana y sus hábitos, el refinamiento
en la cocina y en las costumbres de mesa, el refinamiento en la confección de objetos
cotidianos, el refinamiento en las actitudes y comportamientos sociales, la cada vez más
precisa configuración de la vida social, etc., son muestras del avance de la diferencia.
Estos procesos de diferenciación, que se encuentran en la base de todo refinamiento,
suponen que ya no basta con contentarse con lo meramente indiferenciado (i. e.: comer,
cocinar, trato humano, convivencia social, uso de los objetos, etc.), que no es sino la
respuesta inmediata a una necesidad humana básica. La progresiva creación de
diferencias, realizada en la historia de las sociedades humanas, transforma estas
situaciones naturales y lleva a elaborar productos cuyo refinamiento se iguala a la
capacidad de diferenciación.
Gran parte de la civilización es la conquista de esta diferenciación en la vida
cotidiana. Algunos de los más diferenciados y refinados aspectos de la producción
humana son ya testimonios de este refinamiento. Debe advertirse, claro está, que muchos
de los productos "refinados" estaban destinados a una determinada clase social, y que la
gran mayoría de la población no tenía acceso a ellos. Siempre ha existido un importante
desfase entre la producción material de transformación y diferenciación de lo meramente
natural y el mismo proceso de diferenciación social. Un desfase que comienza a
corregirse con la desaparición del antiguo régimen en Europa, pero que dista mucho de
haber sido eliminado en nuestros días y que debe ser siempre considerado con atención
crítica.
Desde esta perspectiva alcanzaría una nueva luz el análisis que hace Walter
Benjamin de la posibilidad de reproducción de la obra de arte, y que puede unirse al tema
de la producción y consumo masivo de bienes de consumo, cada vez más refinados.
Asimismo, cuanto representan los grandes almacenes en las sociedades occidentales,

79
cada uno de ellos con sus rasgos propios (i. e.: Harrods en Londres, KaDeWe en Berlín,
Galleries Lafayette y el desparecido Tati en París, El Corte Inglés en España, etc.),
plantea un interesante problema de análisis que supone un particular proceso de
diferenciación, muchas veces artificial.
Unido a todo ello, es necesario situar el problema de la elegancia y de la educación.
Es cierto que un avance en la diferenciación debería suponer un aumento de la elegancia,
la educación y el refinamiento. Y ello no sólo en los modos de comportamiento
habituales y en las formas que adopta la vida cotidiana. También en los modos de pensar
y en los modos de actuar. Retengamos, al menos, que el ámbito de la diferencia exige
plantear el problema de la elegancia: una tarea que no debe ser menospreciada y que
puede revelar interesantes elementos conceptuales. La filosofía entra de lleno en este
ámbito, pues es difícil que pueda haber filosofía sin una base de refinamiento y elegancia
que orientará muchos de sus argumentos. De hecho, los grandes ensayos de filosofía
pueden ser considerados como manuales de urbanidad en los que se esbozan reglas de
elegancia que afectan al pensamiento y a la vida práctica. El filósofo, mal que le pese, se
encuentra asediado por el problema de la elegancia que comporta su propia actividad.

C) Elitismo

Ya tuve ocasión de plantear cómo la diferencia se encuentra unida a la originalidad y


al elitismo. Es necesario recordarlo aquí de nuevo. Pues el ámbito de la diferencia incluye
siempre el elitismo. Y en tanto la filosofía se encuentra construida sobre la diferencia, se
encontrará fundada en una determinada concepción del elitismo.
El elitismo se fundamenta en la posesión de una diferencia, o de un conjunto de
diferencias, que separan a quienes están afectados por esas diferencias de quienes no lo
están. En el elitismo, la noción de diferencia se hace, en cierto modo, consciente; es
decir, se convierte en causa asumida y admitida de la separación. Siempre que hay una
verdadera diferencia hay elitismo. De ahí que el elitismo parece ser una necesaria
consecuencia de la presencia de la diferencia y de cuanto suponen los progresivos
procesos de diferenciación.
Ahora bien, existen, a mi entender, dos formas de posesión de una diferencia: la
diferencia puede proceder de un rasgo o estímulo interno, o puede ser impuesta o
copiada sin que tenga ninguna raíz interior. El primer caso es lo que denomino una
adecuada posesión de la diferencia: en ella, la diferencia se entiende como algo propio. El
segundo caso representa, a mi entender, un uso espúreo de la diferencia: nada de la vida
propia corresponde a la diferencia que se desea mantener. Se trata de una diferencia
artificial y precariamente mantenida, bien porque procede de una imposición o de un
deseo artificial y poco fundado de mantener una diferencia. Es una diferencia mantenida
en precario, una diferencia artificialmente sostenida y que, por ello, debe ser
continuamente mostrada.

80
Pues bien, a estas dos formas de presencia de la diferencia corresponden dos formas
de elitismo. La primera forma dará lugar a un elitismo, creativo y fecundo. La segunda
forma dará lugar a un remedo del verdadero elitismo, a un elitismo espúreo. La primera
forma de diferencia supone un elitismo consciente de sí mismo –en él, como he dicho, se
hace consciente la diferencia–, que no pretende despreciar a los que no poseen esa
diferencia o ese grado de diferenciación.
La segunda forma de diferencia supone un elitismo artificial, sin conciencia, sin
naturalidad, que sólo emplea esa diferencia copiada y artificial, con la finalidad única de
distinguirse de quienes no la poseen por el mero hecho de no poseerla; pero nunca por lo
que supone esa diferencia, ni por sus consecuencias. En esta forma de elitismo, el
desprecio de los demás es radical, ya que ese desprecio es el modo de marcar la posesión
artificial de una diferencia. Es una diferencia disecada, pues cualquier contacto con lo
exterior o cualquier empleo de la misma corren el riesgo de quebrarla, con lo que ya no
hay base de distinción; y, por supuesto, nunca se pretende que esa diferencia tan
artificialmente poseída se extienda a quienes no la poseen: no se desea extenderla porque
ni se posee ni se entiende realmente.
La primera forma de elitismo es, en mi opinión, una forma positiva de elitismo. Es el
elitismo basado en el orgullo real de la diferencia y comporta una especial forma de
aristocracia, a la que no interesa excluir empleando diferencias falsas. Es un elitismo
consciente de sí mismo, que desea ser extendido y que no desprecia realmente a nadie:
vive la vida de su propia diferencia y el dolor que ésta comporta. La segunda forma de
elitismo es la más deleznable forma de vivir una diferencia espúrea: está basada en la
vanidad de creer que se posee una diferencia y se enfrenta a quienes no poseen esa
diferencia.
Es éste un concepto de elitismo que ha sido preponderante y que ha viciado el
verdadero sentido del elitismo, dotándole de una inútil negatividad. Tal es el elitismo de
gran parte de la nobleza del antiguo régimen, basada en el único –y azaroso– mérito de la
herencia; también ése es el elitismo que gusta a las nuevas clases sociales emergentes,
denominados despectivamente "nuevos ricos" o "arribistas" (parvenus), etc. Tal es el
elitismo mostrado en los clubes o sociedades "exclusivas" que pretenden ofrecer una
huida de las "masas" a quienes, en el fondo, pertenecen a ellas más que nadie.
Estos tipos de elitismo no se encuentran nunca fundamentados en un verdadero
sentido de la diferencia. Son formas de elitismo que sólo poseen el lenguaje del miedo y
de los privilegios infundados; nunca el elitismo que procede de la verdadera diferencia.
Esta forma de elitismo debe ser totalmente desterrada en todas mis referencias a la
necesidad del elitismo. Lo aparto conscientemente y con todo el rigor de una confesión
explícita. Siempre que aquí hable de elitismo será en el primer sentido.
El elitismo de los verdaderamente diferentes sólo puede satisfacerse creando una
separación, ya que la posesión de una diferencia separa realmente. Los diferentes sólo se
entenderán con los diferentes. Y se buscarán entre ellos. Componen una peculiar
aristocracia. Si se encuentran, podrán profundizar el sentido y la posesión de sus
diferencias. Si no se encuentran, nunca tendrán miedo a la soledad, pues la fuerza de la

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diferencia incluye la capacidad de soportar la soledad. Pero nunca establecerán vínculos
reales con quienes no mantienen una verdadera diferencia o con quienes representan un
elitismo espúreo. Tal es el sentido de la soledad de los verdaderos aristócratas. E insisto
en lo de "verdaderos": la verdadera aristocracia no es nunca herencia de cuna, sino fruto
del esfuerzo consciente. Su aparente sacrificio no es más que el triunfo de la diferencia.
Por eso, sin elitismo verdadero, sin aristocracia y sin la separación que exige la
posesión de diferencias reales, no podrá haber nunca una verdadera cultura ni un
verdadero progreso que siempre son equivalentes al progreso de la diferencia. Se trata de
un elitismo que anulará su significado negativo en el deseo de extender sus límites de
modo universal, sin excluir a nadie que desee emprender el camino doloroso de la
diferencia. Si esto se ha comprendido, se entenderá por qué la filosofía siempre ha sido
elistista y aristocrática; y, por ello, criticará falsos elitismos y aristocracias de purpurina.
Entenderlo es una forma rigurosa de comprender lo que sea la filosofía.

1.4.5. Diferencia y repetición: la repetición creadora

El concepto de diferencia adquiere una luz particular cuando se enfrenta con el concepto
de repetición. Esta relación problemática presenta la siguiente forma, que planteo en su
expresión trascendental kantiana: ¿cómo es posible que surja la diferencia en la
repetición? O, lo que resulta equivalente, pero es mucho más acuciante como problema:
¿cómo es posible que la repetición pueda dar lugar a una novedad y pueda, ella misma,
ser creadora?
Estas preguntas presentan distintas facetas que arrojan una luz peculiar tanto sobre
el concepto de diferencia como sobre el concepto de novedad. Debo reconocer aquí el
interés de algunas propuestas realizadas por G. Deleuze en su ensayo Lógica del sentido
(Paidós, Barcelona, 1989); en especial, su análisis de la tradición filosófica realizada
desde la perspectiva de la diferencia, que posee un valor especial en la obra del filósofo
francés. Quisiera incluir algunas reflexiones sobre este tema que, como las incluidas en
estas páginas, quedan abiertas a ulteriores análisis.

• La presencia universal de la repetición

La repetición es un elemento esencial en la realidad –tanto natural como social– y


representa un mecanismo fundamental para la construcción de identidades.
Consideremos, por ejemplo, la repetición en el ámbito de la vida humana. Sin ella es casi
imposible concebir algunos de los elementos fundamentales de la vida social. La misma
vida cotidiana se encuentra llena de actos de repetición y es, en cierta manera, ella
misma, una continuada repetición, como señaló Norbert Elias en su obra Sobre el tiempo

82
(FCE, Madrid, 1989: 68, 83 y ss.). El concepto de rutina –de tanta importancia
sociológica y psicológica– es central en la sociedad actual y se encuentra basado en el
fenómeno de la repetición. El recuerdo y la memoria comportan un elemento central de
repetición, que es indispensable para poder cumplir adecuadamente las exigencias de la
existencia. La misma historia tiene un componente importante de repetición, que debe ser
tenido en cuenta y que plantea cuestiones teóricas relevantes. La repetición es también
un elemento esencial en toda forma de aprendizaje.
Y, por último, cuanto en este ensayo se ha venido denominando lo obvio, lo común,
encuentra una de sus raíces en el concepto mismo de repetición: algo es obvio y común
porque se repite continuamente y es, por ello, continuamente esperado. En síntesis,
cabría preguntarse si es posible la misma vida sin repetición. Con ello, la repetición
adquiere –como categoría ontológica– una importancia difícil de exagerar.

• Identidad y dinamismo

Tras señalar la presencia universal de la repetición, pensemos, por un momento, en


su concepto. La repetición no es sino la vuelta recurrente sobre sí mismo de un objeto,
tema, evento o situación. Toda repetición encierra, al menos, dos momentos relevantes:
el dinamismo del círculo que vuelve sobre sí mismo y la identidad de la referencia que se
repite circularmente.
Sin embargo, estos dos elementos –el dinamismo de la "vuelta circular" y la
identidad que se repite– pueden encontrarse descompensados. Si se privilegia la identidad
se alcanza una repetición que no aporta novedad alguna. Tal es el caso de muchas figuras
retóricas y de algunos tipos clásicos de juicio, como es el caso de los juicios analíticos.
En cambio, si se privilegia el movimiento circular, puede llegarse a una repetición que
construya figuras excéntricas, como ocurre en el caso de una circularidad provocada por
fuerzas centrífugas, cuyos resultados analizan la topología y la teoría física de la
elasticidad contemporáneas. Se trata, evidentemente, de dos formas de entender la
repetición. Por un lado, la perspectiva que considera a la repetición como engendradora
de la simple igualdad e identidad uniforme. Por otro, la perspectiva que permite
considerar a la repétición como generadora de una paradójica identidad no uniforme,
pues incluye diferencias.
El primer sentido de la repetición encierra el significado habitual del término, y se
identifica con los rasgos del contexto negativo de la diferencia, que analizamos en el
parágrafo anterior. El segundo sentido incluye la diferencia en su propio seno: no es una
diferencia impuesta desde fuera, una diferencia débil porque es externa, sino una
diferencia interna. Más aún, sólo puede mantenerse como tal repetición si provoca
diferencia y novedad. Este último es el sentido que me interesa reivindicar. Desde su
perspectiva, dispondremos de concepto de repetición que sólo puede ser comprendido
como paradoja, ya que engendra la creación y la novedad.

83
• Repetir, interpretar y crear

Los ejemplos de una repetición creadora son múltiples. Señalemos algunos, que
servirán de marco para ulteriores reflexiones. El fenómeno de la "interpretación" –ya sea
musical, teatral, histórica, literaria, etc.– es un caso de repetición creadora. Tanto en el
caso de la música como en el caso del teatro –el caso de la interpretación histórica es
mucho más complejo–, que son lugares clásicos del significado ordinario de
"interpretación", la repetición de un modelo no se agota en una mecánica creación de
igualdad. Exige, por el contrario, la creación de una diferencia que repercute en la
identidad del modelo –ya sea una partitura o un guión– con rasgos propios y originales.
Nada está más lejos de una interpretación musical que el pretender la igualdad
mecánica con el modelo o la partitura de referencia. Interpretar es siempre repetir para
crear diferencias, para arrebatar novedades a lo que no es sino un modelo de referencia.
No olvidemos que las grandes partituras musicales siempre se abren a la diferencia, como
también lo hacen los grandes cuadros. Son siempre sugerencias para crear mediante la
repetición. Tal es el caso de los grandes textos filosóficos. El intérprete debe saber captar
las diferencias que en ellos se encuentran contenidas y mostrarlas adecuadamente.
De ahí que una buena interpretación musical o teatral se encuentre siempre guiada
por la tensión entre la identidad y la diferencia. Es decir, la igualdad respecto al modelo
de referencia (la partitura o el guión originales) y la diferencia que supone la
interpretación original y propia de un modelo de referencia. Muy poco puede entenderse
de la historia de la música y de la profesión de actor si no se tiene en cuenta esta
paradójica situación creada por la novedad producida en la diferencia.
Un ejemplo clásico en la historia del arte ilustra la idea que comentamos. Gran parte
del arte musulmán parece basarse en una novedad surgida en la repetición. La estructura
de los artesonados árabes; la repetición de la escritura –con el concepto de caligrafía que
ella encierra– como elemento decorativo; la riqueza ornamental que no deja ningún
ángulo sin decorar parece estar dictada por una repetición constante que, sin embargo, es
capaz de engendrar la diferencia de modo continuado.
Un ejemplo cercano al que estamos comentando se encuentra en el arte mudéjar,
que eleva el concepto de repetición hasta límites máximos y con simples motivos
repetidos hasta la saciedad, logra crear novedades de perspectiva y novedades
ornamentales extremadamente significativas. Tal es la magia del ladrillo mudéjar, que se
repite como único material y llega, mediante esa repetición, a crear un movimiento
original y propio.
Pensemos, para aportar ejemplos procedentes de ámbito diferente, en el concepto de
jardín. La historia de los jardines es la historia de la imitación de la naturaleza desde el
punto de vista de la repetición creadora. Tal es uno de los intereses teóricos más elevados
que esta historia puede presentar, como señala R. Assunto en su ensayo Ontología y
teleología del jardín (Tecnos, Madrid, 1991: 110 y ss.; 125 y ss.).
La naturaleza dominada y recreada en el jardín se asemeja a este concepto de
repetición que estamos manejando. Por ello, la historia de los jardines es, en cierto

84
modo, la historia de una novedad generada en la repetición, que es capaz de crear
diferencias sustentadoras de novedad. Otro notable ejemplo de cuanto vengo afirmando
acerca de la repetición creadora se encuentra en la actual teoría de la simulación, que
tanta relevancia posee en muchas de las ciencias más novedosas, desde la computación a
las neurociencias: se simula algo para dominarlo y, en su caso, crear novedades desde la
misma simulación.
El concepto de repetición creadora muestra un aspecto nuevo de la diferencia en un
contexto que es, en apariencia, negativo respecto al sentido de la diferencia. Revela la
fuerza de la diferencia como relación que introduce una estructura rítmica, del mismo
modo que si de una fuga musical se tratara. Considerar, por otro lado, la historia de la
filosofía desde la perspectiva de la repetición creadora equivale a abordar el sempiterno
problema de la repetición de los problemas. Una repetición que siempre genera
novedades y diferencias. Y que debe abordarse en cualquier consideración de la historia
de la filosofía.
En suma, la filosofía se siente fatalmente atraída por la diferencia y es, ella misma,
una actividad que se despliega en el reino de la diferencia. El análisis de este rasgo de la
filosofía nos ha llevado a precisar el concepto de diferencia que la filosofía mantiene, a
añorar el elogio de una nueva y necesaria sutileza, a encarnar la figura de la diferencia en
la marginalidad creativa, y a mostrar cómo la diferencia que se da en la repetición es una
diferencia de grado superlativo. Filosofía y diferencia deben igualarse. Hasta alcanzar el
prometido territorio de la unitas multiplex que permite comprender la multiplicidad de la
diferencia desde la unidad de una adecuada perspectiva racional. Tal es la apuesta de la
filosofía. Y lo será también de quienes reclaman su cobijo.

85
2
El oficio del filósofo

E n el capítulo anterior he considerado las que, en mi opinión, son las más relevantes
operaciones de la filosofía. El resultado ha sido un holograma metafórico que permite
considerar la filosofía como actividad anónima. Este capítulo, por el contrario, pretende
señalar algunos rasgos del sujeto que desempeña esa actividad: el filósofo y la filósofa.
Sin embargo, no debe buscarse en las páginas que siguen una consideración ideal del
filósofo. No creo en semejantes paradigmas ideales que, tantas veces, resultan
inalcanzables. Analizaré cuatro perspectivas que nos permitan identificar el "oficio" del
filósofo:

1. Un retrato de familia, que analiza los rasgos generales del filósofo.


2. La relación entre biografía y obra filosófica.
3. Algunos elementos que constituyen el modo de trabajo del filósofo.
4. Unas breves indicaciones para confeccionar una tipología de filósofos.

2.1. Señas de identidad: un retrato de familia

Cuando se desea establecer el retrato de un filósofo, se está obligado a realizar un retrato


de familia. Es decir, a plantear una serie de rasgos comunes que pueden ser compartidos
por filósofos de diferente índole. Todo ocurre como en esos antiguos retratos donde un
personaje se destacaba sobre el fondo común de su familia. En estos "retratos de
familia", ya clásicos en nuestra tradición pictórica occidental, como los retratos de los
grandes burgueses realizados por Van Hals o Rembrandt o los retratos de las familias
reales de Velázquez y Goya, cada uno de los personajes del cuadro se destaca sobre un
determinado contexto relacional que constituye el fondo común de la representación
pictórica. Es decir, la individualidad surge de un conjunto de relaciones y herencias. Pues
bien, aun cuando el filósofo sea un decidido iconoclasta, desee renunciar a su herencia

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intelectual, o pretenda inaugurar una tradición nueva de reflexión filosófica, siempre se
levanta sobre un contexto; pues el filósofo, quizá más que ningún otro humanista,
mantiene unas relaciones de especial carácter con la tradición y el pasado de la filosofía.
El "retrato de familia" que deseo presentar atiende a una serie de rasgos comunes, en
cierto modo intemporales, que son propios de todo filósofo. Pero, al mismo tiempo,
quiere plantear una serie de problemas que afectan al trabajo del filósofo en nuestro
tiempo; un tiempo en el que la filosofía se ha convertido en una materia de enseñanza y
en el que aparece una denominada filosofía técnica o profesional, que debe competir con
otras ramas del saber.
Asimismo, debo indicar que algunas de las cuestiones o rasgos analizados en este
capítulo tienen, intencionadamente, un carácter descriptivo. Pero no quiero llamar a
engaño si afirmo que esa descripción pretende también insinuar ulteriores sugerencias de
análisis. Es, lo advierto ya, una descripción envenenada. Porque en ella se encuentran
también juicios de valor y deseos esbozados. Al lector o lectora corresponde
descubrirlos.
Imaginemos un retrato colectivo. En él hay diferentes personajes, objetos distintos,
un entorno determinado. Pero cada uno de los personajes tiene un rasgo que comparte
con los otros. Es el "aire de familia", el denominador común de quienes forman parte de
ese retrato. Ese denominador justifica el retrato y cada uno de los personajes en él
incluidos se encuentra marcado por ese ambiente común. Son las señas de identidad del
retrato, que cada personaje comparte en mayor o menor medida. De acuerdo con esta
consideración, planteemos aquí las señas de identidad del filósofo. Las apuntaré como
rasgos aislados. El lector podrá unirlos a su antojo y podrá ver en ellos un "precipitado"
de la misma historia de la filosofía y de los personajes que la han elaborado.

• Hijo de la exuberancia

El filósofo es un producto del lujo y la exuberancia. Él mismo es un lujo: comparte


los riesgos y beneficios de todo lujo. A veces, es aniquilado y se ordena su desaparición.
Otras veces, es objeto de prohibiciones. En ocasiones, es permitido; y sólo a veces es
aceptado como un lujo necesario. Claro es que no ocurre nada si desaparece. Como nada
parece ocurrir si se prohíbe el lujo en una vida particular, en una época de la historia. Por
eso, el filósofo vive con la libertad que le otorga semejante situación de ser
absolutamente prescindible.
Como hijo del lujo que es, parece arrastrar el destino de su origen. Esto es algo que
sabemos bien desde que Platón situó al éros, hijo de la abundancia y la pobreza, en el
núcleo del trabajo filosófico. Por ello, el filósofo se encuentra a gusto en los momentos
de clara exuberancia, donde la diferenciación y el refinamiento se encuentran presentes
como componentes esenciales de una sociedad o una determinada época histórica. Ya es
sabido que la filosofía aparece cuando se alcanza un determinado grado de desarrollo y

87
diferenciación de la sociedad. Como ocurre con toda actividad intelectual. Pero el caso
de la filosofía es más claro, pues sus objetos no tienen unos contornos definidos, y su
utilidad se encuentra siempre bajo sospecha. Sólo habrá filosofía cuando haya una
refinada y lujosa exuberancia.
Si no se mantiene esta relación entre filosofía y lujo, es difícil entender que muchos
de los argumentos del filósofo encuentren un sentido en la creación de un particular
refinamiento. Tampoco puede entenderse el impulso que lleva al filósofo a separarse de
la actividad práctica o pública para encerrarse en sus reflexiones.
Contrariamente a lo que se cree, el filósofo se recluye en su gabinete para encarnar
el lujo y la exuberancia: la que manifiesta en la extrañeza de sus objetos, en la delicada
arquitectura de los argumentos, en la creación de conceptos nuevos. Lo repetiré de
nuevo: el filósofo es un lujo y comparte la quebradiza existencia de todo lujo. Una
sociedad puede existir sin él, es obvio. Pero una sociedad que niega el lujo y la
exuberancia niega, en cierta medida, su propia posibilidad y comete un suicidio, de
consecuencias nada despreciables.

• Miembro de la ciudad

La filosofía ha sido, desde sus inicios, un asunto ciudadano. Es cierto que muchos
filósofos han criticado negativamente los rasgos de su ciudad o de su entorno social; pero
tal crítica procede siempre de una acendrada conciencia de lo que supone la ciudad como
realidad histórica y objeto teórico. Todo ocurre como si la ciudad –resumida en el antiguo
concepto de "foro", en el más nuevo de "plaza" y en el cotidiano de "calle"– generara,
entre sus múltiples productos, la filosofía. Y es que la ciudad genera la filosofía –nótese
bien– como uno de los elementos que contribuyen a sostenerla. Por ello, el filósofo es un
privilegiado hijo de la ciudad. Y en las relaciones –tantas veces conflictivas– del filósofo
con la ciudad, se encuentra uno de los ámbitos esenciales del quehacer de la filosofía.
Afirmar la raíz ciudadana de la filosofía supone, evidentemente, considerar el
fundamento social del filósofo. La filosofía puede desarrollarse según una relación
estructurada por amor o por odio, respecto a la ciudad. Es importante advertir que ambos
tipos de relación tienen un origen semejante. Una relación de amor, una relación positiva
con la ciudad supone participar de la vida ciudadana, atender a su movimiento, seguir de
cerca su propia constitución y hacer de la propia vida una sinfonía acorde con la vida de
la ciudad. Una relación negativa con la ciudad alentará las críticas contra la estructura y
consecuencias de la vida ciudadana. Pero lo importante es mantener esa relación íntima
con la ciudad que constituye la filosofía.
Es desde esta relación desde donde debe incluirse la exigencia de una identificación o
de un rechazo de la ciudad por parte del filósofo. Ello supone establecer una reflexión
que admita tanto la máxima compañía como la máxima soledad, lo que equivale a pensar
las raíces mismas de toda forma de sociabilidad y a situar en un mismo plano teórico la

88
soledad y el silencio. Esta relación es, evidentemente, una relación paradójica. Y permite
fundamentar una actitud de ironía, que es central en la reflexión filosófica, por lo que
tiene de distancia transformadora.
Cuanto acabo de indicar permite entender la risa de Heráclito ante los ciudadanos de
Éfeso, la angustiada relación que Platón mantuvo con la política; la tradición de análisis
político inherente al empirismo británico, desde Hobbes y Locke; la ilustrada obsesión de
Kant por encontrar fundamentos trascendentales de la sociabilidad; el pesimista rechazo
de Schopenhauer o la callada actitud del último Kierkegaard, por no hablar de muchas de
las aportaciones teóricas de algunos filósofos relevantes de nuestro siglo.
La tópica imagen de alejamiento y clausura del filósofo respecto a muchos rasgos de
la vida social parece ser contraria a la génesis ciudadana de la filosofía. En algunos casos,
parece surgir del despecho; en otros, de un decidido desinterés por los asuntos
ciudadanos; pero siempre parece oponerse a una adecuada relación de la filosofía con la
ciudad. Es evidente que la actitud de quien trabaja de espaldas a la ciudad puede generar
grandes críticas y el desprecio de quienes se sienten traicionados en su mismo origen.
Sin embargo, una verdadera actitud especulativa exige tomar una necesaria distancia
para dominar mejor el origen ciudadano de la filosofía. Y todo verdadero sistema
conceptual, por abstracto que sea, no puede obviar este compromiso con la ciudad, bajo
pena de perder el mismo valor de la especulación. El alejamiento y la distancia de la
especulación no es sino un refinado modo de participación en la ciudad. Se trata, en
definitiva, de un modo elegante de reconocer el propio origen y de llevarlo con orgullo,
pues toda verdadera especulación filosófica mostrará el valor ciudadano de la filosofía.
Aunque lo haga con una elegante y refinada insinuación, muchas veces más potente que
cualquier afirmación explícita.

• Hijo de la perversión

El filósofo es hijo de la perversión. Pervertir supone trastornar, alterar un estado


habitual. Alteración que llega a corromper esa situación, provocando el escándalo y el
extravío. Hay dos modos de entender la perversión: como destrucción y corrupción
totales; o bien, como subversión de lo estable mediante la que se pretende encontrar un
nuevo sentido. Tal es el significado positivo de la perversión, y el que aquí se emplea. La
perversión le viene cumplidamente al filósofo. Recordemos las operaciones de la
filosofía. Cada una de ellas es un aspecto de esa perversión de lo obvio y lo natural,
como ya tuve ocasión de indicar en las secciones anteriores.
Si se analiza con cuidado, puede advertirse que la historia de la filosofía es una
historia de perversiones, todas ellas con su componente de trastorno y de escándalo. Por
ello, no es extraño que la filosofía haya sido, tantas veces, considerada peligrosa. Pues
fundamentar lo real mediante su perversión es un modo peligroso de atender a la
estructura de la realidad. Quizá encontremos en este rasgo del filósofo una de las raíces

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del odio y de la persecución; o, al menos, del desprecio, que el verdadero filósofo debe
sufrir siempre con su actividad.
Ahora bien, la perversión que ejerce el filósofo no se limita a la mera negatividad de
la corrupción, de la degeneración. No es una perversión que lleva a la muerte. Es, en
realidad, una perversión que pretende redimir lo real, mostrando su estructura. Y también
es una perversión que contribuye a crear. Para comprender esto, podemos acudir a los
procesos biológicos: en ellos (como advirtió Aristóteles), de la misma corrupción parece
nacer una nueva forma de vida. Y como también ocurre en los grandes procesos de
transformación personal que la psicología la mística y la historia de las religiones han
mostrado: lo radicalmente negativo, la verdadera conversión, la muerte, es un preámbulo
para nuevas formas de vida y siempre es umbral de transformaciones importantes.
Es evidente que existe una gradación de perversiones. Como he indicado, la misma
historia de la filosofía puede medirse por esa escala. Pero lo más interesante, en mi
opinión, es la diferencia entre formas de perversión explícitas e implícitas. Cuando una
perversión es explícita, comienza su andadura de un modo abierto, es inmediatamente
advertida y, quizá, inmediatamente combatida. Es una perversión directa. Pero hay una
perversión implícita, que no se aparece a primera vista, actúa con lentitud y se enmascara
continuamente para no sucumbir a sus enemigos. Es una perversión emboscada. Va
minando los aspectos más evidentes de lo habitual, de lo normal, de lo obvio para
redimirse a sí misma en una destrucción que es, al mismo tiempo, creación.
Algunos filósofos ejercen una perversión abierta y lo afirman sin reparos. Otros son
más cautos. Ni siquiera se plantean pervertir; nada en ellos parece violento. Pero, si son
verdaderos filósofos, ejercerán una solapada perversión, que es lenta, eficaz y está a
salvaguarda de enemigos evidentes. A este tipo de filósofos pertenecen muchos de los
grandes nombres de la historia del pensamiento. La apariencia de tranquilidad, de
silencio, de callado esfuerzo conceptual no es más que una máscara. Es la máscara que
precisa la verdadera perversión para trastornar y corromper lo habitual, que sólo posee la
justificación de lo comúnmente aceptado. Con esta máscara, emboscados en lo real,
realizan su trabajo cáustico: trastornan y escandalizan; corrompen sin que su corrupción
sea evidente.
Quizá en este modo de comportarse se encuentra uno de los rasgos de la vida
tranquila, sosegada y callada de muchos filósofos, sean o no famosos. Una vida que no
es externamente interesante. Pero cuyo interés se encuentra en el movimiento interior de
su perversión y en la fuerza del ocultamiento que se hace de ésta. No se busquen
sorpresas evidentes en la vida de un verdadero filósofo. Las suyas son sorpresas
escondidas, mecanismos de explosión aplazados, ejercicios de una silenciosa y mortal
perversión.

• Amigo de la lentitud

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El filósofo es amigo del tiempo "extendido": lo que hoy denominanos el "largo
plazo". Y esta filiación supone una nueva consideración del tiempo, del presente y de la
inmediatez. La familiaridad del filósofo con el largo plazo se encuentra dominada por las
relaciones que el filósofo mantiene con cuanto es inmediato. Nunca se satisface el
filósofo con la inmediatez, y siempre mantiene ante ella una relación conflictiva, aun
cuando pueda parecer lo contrario.
En una clara derivación del recelo ante toda forma de inmediatez, el filósofo niega el
tiempo inmediato y la serie temporal inmediata, que no es otra que la sucesión lineal
pasado-presentefuturo. Nunca confiará el filósofo en el inmediato presente, como señalé
en mi ensayo Filosofía del presente (Alianza, Madrid, 2003, cap. 1). Recela de lo que se
denomina el plazo corto, que es la inmediatez del tiempo. El corto plazo es un presente
inmediato y el filósofo parece ser el especialista en recubrir de desconfianza todo plazo
corto. Mantiene ante ese presente fácilmente dominable una distancia adjetivada por la
ironía. Y esboza una sonrisa –que sólo a él importa– ante las pretensiones de quienes
desean ver realizados sus proyectos de forma inmediata.
El filósofo adquiere, con su risa ante la inmediatez del plazo, categoría de campesino
anciano que sabe de sus granos y de sus vinos, de médico sabio que conoce de los lentos
ritmos del cuerpo, de obsesionado artista cuya obra no quiere ser entregada a la
inmediatez del presente. Y con ello inaugura una nueva visión del tiempo. Se ríe de los
intentos de poseer todo en un plazo abreviado. Y, lo que es más importante, sabe que lo
ocurrido en un plazo corto ha debido ser ardua y largamente preparado.
No se entienda con lo anterior que el filósofo se despreocupa del presente inmediato.
Precisamente porque es un apasionado del tiempo que le ha tocado vivir –para alabarlo o
negar su valor– considera que la única forma de atenderlo adecuadamente es analizarlo
desde un contexto más amplio: desde la mediatez del tiempo. Solamente así descubrirá
aspectos del presente que merecen ser elevados a categoría de reflexión o a objetivo de
acción contundente.
Con todo ello, el filósofo inaugura un nuevo sentido temporal. Es el sentido de la
espera, de la paciencia. En filosofía es necesario saber esperar. Y la reflexión filosófica
sólo puede construirse con la paciencia. Sin embargo, la espera y la paciencia son
actitudes poco valoradas en nuestro tiempo. Ambas se encuentran basadas en una certera
reflexión sobre la mediatez del tiempo. Y en la desconfianza de que las cosas y
acontecimientos importantes puedan resolverse de modo inmediato. Más aún, se basan
en una crítica del concepto de "prisa", en un rechazo de la inmediatez temporal.
El filósofo reivindica el ritmo lento, el largo plazo, la espera que configuran los
grandes acontecimientos biológicos y los procesos naturales. Tal compromiso con la
mediatez del tiempo proviene, precisamente, de una cercanía con el concepto de tiempo,
de una familiaridad con la estructura profunda de las transformaciones que el tiempo
pretende medir. En definitiva, el filósofo cree en la exigencia de elaborar una sensibilidad
de la paciencia y un nuevo concepto de "prisa" basado en la paciencia. Se trata de un
tema que proporciona amplios motivos para una detenida reflexión y convierte al filósofo
en un asceta de la paciencia y de la espera. Es decir: en un asceta de las mediaciones del

91
tiempo.
La espera y la paciencia que se derivan del largo plazo proporcionan una visión del
mundo a "cámara lenta", en la que los más importantes acontecimientos se desarrollan
con un tempo largo. Ello permite obtener una perspectiva ajustada de eventos que
anteriormente pasaban inadvertidos y permite moldear, con una nueva sensibilidad,
determinados contornos de la realidad. No se trata de una cámara lenta para anular la
vivacidad de lo real, sino para aumentar la percepción de cuanto es real, que se muestra
en el conjunto de sus más notables articulaciones. Se trata, en suma, de una particular
sensibilidad que permite presentar con un rostro nuevo lo que antes pasaba inadvertido.
La ganancia y adquisición de nuevos aspectos de la realidad comporta ventajas analíticas
que son el pago de esa ascesis de la paciencia.
No debe olvidarse que la perspectiva del largo plazo, en la que se encuentra
comprometido el filósofo plantea, entre otras, una consecuencia de tipo práctico. Se trata
de una nueva consideración de la vanidad. En el largo plazo, apenas hay lugar para la
vanidad, que es reducida a su verdadero sentido; es decir, a las cenizas de una
temporalidad inmediata. La vanidad es, en cierto modo, el triunfo de la inmediatez, la
necesidad del pronto reconocimiento, el reconocimiento inmediato de una valía, la
añoranza de un agradecimiento inmediato, la prisa por ser apreciado y conocido.
La vanidad es el pavor al vacío, la ausencia de la espera. Es una actitud
extremadamente frágil, cuya debilidad –y esto es lo significativo– hace sufrir a quienes no
logran satisfacerla. Realizar una lectura de la vanidad en términos temporales es muy
ilustrativo. Tanto para la vanidad como para la perspectiva de la inmediatez y de la
temporalidad. Y todo ello en términos que resultan cercanos a la vida y a los sentimientos
cotidianos, pues la vanidad es moneda de cambio común entre los seres humanos. La
vanidad no puede ser sometida a cámara lenta. Cuando lo hace, encuentra el ridículo que
constituye su propio fundamento. En definitiva, el largo plazo es como un reactivo que
permite delinear el verdadero contorno de la vanidad, encontrar su fundamento. Y
permite admitirla como un necesario aspecto de la naturaleza humana, cuya comprensión
no debe permitir su justificación inmediata.

• Hijo de la vista y la contemplación

El filósofo es hijo de la vista. No solamente posee, como todos los seres humanos,
un sentido corporal de la visión, sino que debe engendrar un nuevo sentido de la vista
para poder desarrollar su tarea. Lo sabían bien los antiguos griegos, que identificaban
visión, teoría, ideas y contemplación. Todo un conjunto de términos unidos por el
denominador común de la visión. Como es bien sabido, el sentido de la vista –real o
metafórico– ha formado una parte integrante del desarrollo de nuestra cultura occidental.
Todos los términos derivados de la visión corresponden, pues, al filósofo. Sin
embargo, hay dos formas preliminares de la visión que el filósofo precisa desarrollar en

92
grado sumo. Son, en cierto modo, condiciones de una visión certera, prólogos a una
forma de ver creativa. Se trata de la contemplación y de la observación.
Al distinguir entre contemplación y observación, tengo en cuenta el concepto
contemporáneo de observación, que se ha generado en el ámbito de la cibernética y de la
teoría de sistemas. Tuve ocasión de analizarlo en mi estudio La sociedad sin hombres.
Niklas Luhmann o la teoría como escándalo (Barcelona, 1990: 113-123). Según las
aportaciones más recientes, la observación no es nunca una actividad limitada a los seres
humanos y no se limita al habitual lenguaje antropológico. El nuevo concepto de
observación identifica la observación con la elaboración de un esquema de diferencias
que permite distinguir adecuadamente lo observado y sentar las bases para una
descripción adecuada y eficaz del mismo. Para ello es preciso crear un esquema de
distinciones con el que se puede identificar adecuadamente el objeto o dominio de
objetos observado y elaborar una descripción ajustada de los mismos, que será la base de
una acción sobre ellos.
La observación es, siempre, una operación recursiva y autorreferente, pues puede
realizarse sobre sí misma; así se da una observación de la observación, con lo que se
alcanza un extraordinario nivel de complejidades amplía la potencia de su alcance.
Especialmente interesante es unir este aspecto de la observación con un aspecto central
de la actividad filosófica: la creación de conceptos y de teorías. Según la actual teoría de
la observación, los conceptos y las teorías son esquemas ordenadores de diferencias y
pueden ser objetos de una doble consideración, igualmente eficaz: los conceptos y las
teorías son esquemas de diferencias que hacen posible la observación; y, asimismo, los
conceptos y teorías son productos de la observación que, a su vez, ejercen una acción
retroactiva que permite alcanzar nuevos niveles de observación.
Un importante problema de la teoría de la observación –que afecta indirectamente al
concepto de contemplación– es el de la creación de nuevos instrumentos de observación,
que permiten ampliar el alcance de la misma. Y, en cierto modo, permiten ampliar los
niveles de realidad accesibles a la observación. Con ello, se plantea la relación entre
observación, construcción y realidad; una relación adecuadamente puesta de manifiesto
por las actuales teorías constructivistas. Ello supone considerar la conexión existente
entre observación, construcción y realidad, que implica adentrarse en las implicaciones
ontológicas de la teoría de la observación.
En un primer e intuitivo sentido, podemos decir que existe una relación estrecha
entre lo que se entiende, ordinariamente, por contemplación y por observación. La
observación queda subsumida por la contemplación, que no parece limitarse –como
ocurre con la observación– a conseguir una adecuada descripción del objeto observado,
sino a dominar el objeto observado. Toda verdadera contemplación debe tener en su
base una observación adecuada, que es un prólogo al acto de contemplación. Pero la
contemplación supera a la mera observación y la hace aparecer en su verdad: es, por
decirlo en términos clásicos, la verdad de la observación, que termina con la
identificación y posesión del objeto contemplado. En definitiva, un paso más elevado de
la mera y simple descripción del objeto y su realización más cumplida. En cualquier caso,

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en este trabajo considero especialmente la contemplación como tarea propia de la
filosofía.
El filósofo resume en él mismo los rasgos esenciales de la contemplación, ya que
posee un papel fundamental en la formación de Occidente y se encuentra tras
importantes logros culturales y sociales de nuestra sociedad. Toda contemplación es una
operación interior, cuyo significado debe ser rescatado de tópicos vulgares y recuperado
en una seria reflexión. Indiquemos algunos caminos de esta recuperación. La
contemplación comienza al fijar la atención, siguiendo el modelo de la atención visual.
Pero fijar la atención supone, en cierto modo, inventar una forma de vista, crear unos
nuevos ojos, que permiten componer la relación de semejanza de la contemplación con la
visión. Supone ver con plena conciencia, superando, con ello, el mero acto inconsciente
de mirar. La contemplación sólo puede llevarse a cabo cuando se crean determinadas
perspectivas sobre el objeto que se desea contemplar.
Más aún, la contemplación sólo será posible cuando el objeto analizado sea disuelto
en diferentes perspectivas. La contemplación es un ejercicio muy especial de disolución
ontológica del objeto contemplado en las sugerencias que puede provocar, y que sólo se
abren a quien sabe contemplar. De hecho, en la contemplación el objeto realiza un
ejercicio reflexivo de aniquilamiento, mostrando la plenitud de su propio significado y
haciendo de sí mismo un pretexto, en un acto de verdadera autorreferencia. No interesa
tanto el objeto en sí mismo, sino el objeto como pretexto de nuevos significados.
La contemplación se realiza desde el "recogimiento" personal que permite
permanecer con el objeto. Por eso, toda contemplación exige una extremada austeridad,
que elimine las referencias superfluas. Conviene recordar aquí cómo muchas de las crisis
más violentas ocurridas en la historia de las religiones (y, en especial, del cristianismo)
han tenido su origen en la interpretación de esta austeridad requerida para la
contemplación. Ordinariamente, este recogimiento se considera como una experiencia
interior, que lleva al fondo de uno mismo y que solamente puede realizarse desde los
supuestos de una teoría de la conciencia y de la identidad que permitan sustentarlos.
El recogimiento y la experiencia interior es una conquista de la libertad personal que
no debe necesariamente estar relacionada con la experiencia religiosa, aunque encuentre
en ella un modo de ser culturalmente aceptado. El recogimiento es, en realidad, el triunfo
de la libertad personal, mediante la que el sujeto es capaz de verse solo ante el objeto
para extender los límites del mundo objetivo y los límites de su propio mundo. Es un
acto de poder y de dominio del sujeto sobre sí mismo. De ahí el particular orgullo que
acompaña al recogimiento y a la contemplación, que suele ser considerado un grado de
perfección.
El término de la verdadera contemplación lleva a la posesión del objeto contemplado
y a la transformación de quien contempla en el objeto contemplado. Es una forma
peculiar de posesión de lo contemplado, que se funda en la negación de quien contempla:
mediante esa negación el sujeto de la contemplación puede adquirir una nueva existencia
en la posesión del objeto.
Por ello quien alcanza el término de la contemplación – o quien se encuentra cerca

94
de él– puede extender el ámbito de su subjetividad y enriquecerla notablemente. Puede
vivir en una continuada representación teatral con papeles siempre renovados, en un
maquillaje de vidas nuevas. Puede realizar el viejo ideal clásico que aspiraba a poseer
vidas diferentes en una vida que sólo se vive una vez. Un ideal que resulta cercano al
divino deseo de inmortalidad.

• Un personaje erótico

Como ya tuve ocasión de afirmar anteriormente, el filósofo es hijo del amor: es un


personaje erótico. Ello supone transcribir la descripción platónica del amor como hijo de
Penía y Póros a una descripción del filósofo. El filósofo cumple la paradoja de la
relación, siempre conflictiva, entre pobreza y riqueza. Sin embargo, es preciso situar bien
el inicio de esta paradoja. Pues, originariamente, el filósofo es hijo de la pobreza. Es, él
mismo, la realidad positiva de la pobreza. No tiene ningún objeto propio, no posee
ningún espacio determinado, no puede reivindicar una propiedad teórica como propia e
ineludible. Su lugar es la ausencia de objeto concreto, de espacio propio. La filosofía es
la negación de la posesión de objetos concretos, es la carencia absoluta de la tranquilidad
que otorga la posesión y está cubierta por la oscuridad que genera la pobreza.
Por todo ello puede decirse que el filósofo es el más pobre y el más rico de quienes
se dedican a un trabajo intelectual. El filósofo se encuentra en el espacio de las
mediaciones que configuran la pobreza y de la riqueza, que ilumina tanto lo que sea la
pobreza como la riqueza. Por eso es, como afirmaba Platón, semejante a un dáimon.
Nada en él es tranquilo ni definitivo. Pretende la pobreza absoluta para entrar en el
camino de la riqueza que no se apoya en ningún objeto determinado porque puede
poseerlos a todos.
Es éste uno de los escándalos de la filosofía, que obliga al filósofo a mantener una
tensión continuada, le obliga a hacer elástica su capacidad de resistencia frente a todo
objeto concreto, le lleva a ser extranjero en la patria de los objetos, le hace ser inquisitivo
ante cualquier afirmación, le insta a imponer silencio ante toda foma de propiedad y le
permite reír, satisfecho, con la posesión de lo que nadie parece apreciar.

• Cultivador de elitismos

El filósofo es el hijo del elitismo, y toda reflexión filosófica puede plantearse desde el
problema del elitismo. Hasta el punto de que, me atrevo a afirmar, no es posible hacer
filosofía sin plantearse el problema del elitismo.
Como ya advertí en páginas anteriores, existen dos significados fundamentales de
elitismo. Para el primero de ellos, el elitismo se basa en la conciencia de una separación

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respecto a otras personas, que se vive dolorosamente, se acepta como tal. Este tipo de
elitismo obliga a buscar a quienes son semejantes y a quienes comparten la separación;
esta conciencia se nutre de la diferencia, de la separación. Es una forma de elitismo
profunda, centrada en sí mismo, sin advertir lo que los demás pueden ofrecer.
El segundo concepto de elitismo se basa en la conciencia de una separación frente a
otras personas, que lleva a despreciarlas y a sentirse superior a ellas. Tal actitud no
supone profundizar en el sentido de la diferencia, sino en el resultado de una diferencia
que no es realmente entendida y que, por ello, es muchas veces supuesta y artificial.
Semejante forma de elitismo se basa en el desprecio, en el rechazo, en la afirmación de
lo que no sirve para afirmar realmente nada. Esta acepción suele ser la más empleada y
la que tradicionalmente ha acaparado el significado del término, haciendo un flaco
servicio al verdadero concepto de elitismo. Es una forma de elitismo basado en una
apariencia de diferencia y nunca fundamentado en el dolor que siempre comporta el
verdadero sentido de la diferencia.
Pues bien, el filósofo es hijo del elitismo entendido en el primer y más radical
sentido del término. Basta repasar las actividades de la filosofía para advertir que, cada
una de ellas, se encuentra dominada por un sentido de la separación. O considerar los
rasgos del filósofo para comprender cómo todos ellos se encuentran dominados por el
veneno de la separación y de la diferencia. El filósofo ejerce la diferencia y la separación
de un modo que no todo el mundo puede soportar y que es necesario aprender.
Este sentido de la diferencia y de la separación puede manifestarse en formas muy
diferentes. Desde la pretensión de anular a quienes no compartan la diferencia que forma
al filósofo –y la consecuente creación de un mundo propio– hasta el deseo de aspirar,
con la reflexión y el trabajo, a un tipo de sociedad y de realidad en la que todos sean
elitistas. Es un ideal, siempre paradójico, que desemboca en la formación de una
república de aristócratas. Pues quien es consciente de su propio elitismo es también, en
cierto modo, un verdadero aristócrata, que tiene en sí mismo la medida de la virtud y
sabe por qué no comparte otras medidas. Semejante ideal es, en cierto modo, más
cercano al clásico concepto del thymós griego que al de un orgullo derivado del elitismo
espúreo que vengo criticando.
Estas dos actitudes son, en realidad, aspectos de una misma moneda: lo importante
es señalar la estrecha unidad existente entre el elitismo y la filosofía. Si se advierte en sus
bases verdaderas, el problema del elitismo se habrá puesto sobre sus pies. Y siempre que
se exprese la consabida afirmación "cada hombre es un filósofo", se estará añorando esa
sociedad de elitistas y aristócratas, a la que antes hacía referencia.

2.2. Volcanes del silencio: la relación entre biografía y obra filosófica

En ninguna otra actividad intelectual se plantea una relación tan conflictiva entre vida y
obra, entre biografía y decurso intelectual como ocurre en la filosofía. El filósofo parece

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convertirse en un lugar privilegiado para precisar la relación existente entre las etapas de
una vida y las etapas de un pensamiento o de una obra. Lo que, en realidad, queda del
filósofo –y lo que de él debe ser considerado, estudiado o analizado críticamente– es la
obra intelectual, la producción teórica, la tensión por lograr un sistema coherente. Pues
escasamente podrá ser un verdadero filósofo quien precise de la explicación de su vida
para comprender su obra.
De hecho, el estudio de la relación entre la producción teórica y la evolución
biográfica de un filósofo ha ocupado interesantes capítulos de la misma historia de la
filosofía. Este problema teórico queda acentuado cuando se desea estudiar un filósofo
determinado y, para ello, se plantea la conveniencia de hacerlo presente para "pensar"
con él.
En una palabra, cuando se plantea la urgencia de "traducir" el pensamiento de un
filósofo para poder considerarlo como dato inicial de nueva creación y no sólo como
objeto de comentario analítico. Es en este momento cuando tiene un interés especial la
consideración de un fundamento pasional y existencial del pensamiento de los filósofos y
filósofas. Un interesante intento de analizar con rigor la conexión entre biografía y obra
filosófica es el apuntado por las aportaciones, no muy conocidas entre nosotros, que
realiza Albert William Levi en su ensayo Philosophy as Social Expression (University of
Chicago Press, Chicago, 1981). O las más discutibles reflexiones planteadas por Ben-Ami
Scharfstein en su obra Los fiolósofos y sus vidas (Cátedra, Madrid, 1984).
Señalar la totalidad de los rasgos de una biografía que poseen valor conceptual
excede los límites de este estudio, ya que ello exige un análisis monográfico de la relación
entre biografía y pensamiento especulativo. Sin embargo, pueden darse algunas
indicaciones que se suponen obtenidas de ese análisis y que, en alguna medida, pueden
servir para orientarlo. Señalaré algunas de las más significativas.
La relación del autor con su propio tiempo siempre posee un destacado interés
conceptual, en tanto el autor se convierte en una figura teórica que refleja –con
elementos de afirmación o de rechazo– la propia época. Este rasgo de la biografía
permite convertir al autor estudiado en una perspectiva para considerar la globalidad de
una época.
Es evidente que, en algunas ocasiones, el mismo autor expresa su opinión explícita,
lo que se revela como juicio de ese autor sobre su propio tiempo, y debe ser analizado en
forma acorde con la importancia de ese juicio. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que
este juicio de la época –cuando es conceptualmente potente– se hace de una forma
general e implícita y no afecta tan sólo a la propia época en la que vive el autor
mencionado.
Advertir este nivel de generalidad y precisarlo adecuadamente no es una tarea
sencilla, ya que exige sobrepasar la propia época. La afirmación que un filósofo hace
sobre su época constituye un pretexto para poder expresar ideas generales sobre la
sociedad o sobre la estructura de lo real, que debe ser tenido en cuenta.
Más difícil parece advertir esta relación en el caso de una obra eminentemente
teórica, que parece desarrollarse en un marco intemporal. Tal es el caso de muchas de las

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más significativas aportaciones filosóficas. La relación con la época parece tener aquí un
carácter secundario. Pero esta vicariedad es tan sólo sostenida por quienes buscan
afirmaciones explícitas sobre una época determinada. Aun sin pretenderlo, las más
abstractas expresiones conceptuales y los argumentos más desarraigados de la inmediatez
temporal mantienen una conexión con el tiempo en que han sido formuladas. Con ello, la
abstracción especulativa constituye una exigencia para analizar, de un modo general, la
propia época.
Otro elemento conceptualmente significativo, que extiende sus límites más allá de la
relación con la época y se adentra en la estructura misma de la obra filosófica, es la
presencia de ciertas "iluminaciones" o "conversiones" que el filósofo confiesa de modo
explícito. Se trata de importantes acontecimientos biográficos, que marcan la evolución
teórica de un autor y que suelen tener una gran relevancia especulativa, no sólo para
comprender cuanto el autor expresa, sino para pensar a partir de ellas. O para
reproducirlas e iniciar caminos diferentes a los que el autor ha desarrollado en su propia
obra.
Estas peculiares crisis ofrecen motivos no sólo para la comprensión del autor, sino
para la creación filosófica que el intérprete pretende realizar a partir de su trabajo sobre
un determinado clásico. A modo de ejemplo, pensemos en la crisis personal que vive
Descartes y que le lleva, según su propia confesión, a establecer la duda como base de su
método; asimismo, en las crisis de Hegel que inaugura la exposición de su pensamiento
de madurez; la transformación de Nietzsche al escribir Así habló Zaratustra; las ya
habituales distinciones de los intérpretes respecto a las etapas del pensamiento de autores
clásicos (i. e.: los "primeros" y "segundos" Platón, Wittgenstein, Heidegger, etc.). Estas
diferencias evocan profundas transformaciones personales que tienen una traducción en
la obra teórica de los filósofos.
Un elemento interesante que une la biografía de un autor con su obra es la asunción
que este autor realiza de una tradición intelectual o de un determinado conjunto de
problemas. Salvo en casos muy contados, los grandes autores han asumido una tradición
determinada y la han "puesto sobre sus pies"; es decir, han mostrado la maleabilidad y
elasticidad de toda tradición.
La relación entre tradición y autor será tanto más relevante cuanto mayor sea la
transformación que el autor ha logrado realizar de esa tradición. Debe indicarse también
que esta asunción personal de una tradición obliga a plantear el problema de la
originalidad filosófica. Una cuestión de relevancia historiográfica, que debe analizarse
adecuadamente y cuya consideración aporta no pequeñas ventajas.
Unido al tema anterior, es relevante el problema de la formación de un sistema de
pensamiento. Es decir, el progresivo esfuerzo por construir un pensamiento propio, que
suele coincidir con determinadas etapas biográficas. Las etapas biográficas –con cuanto
ellas contienen– se convierten, al mismo tiempo, en etapas conceptualmente relevantes si
se las sabe destacar adecuadamente. Son etapas en las que la obra se une con la vida y
en las que ésta queda señalada con evidentes notas de relevancia conceptual. En este
modo de proceder –muy común entre los historiógrafos de la filosofía, y que ha marcado

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definitivamente la interpretación de muchos filósofos– presenta un especial interés el
problema de las "influencias" que ha soportado un determinado autor.
Unido a las dos consideraciones anteriores –la asunción propia de una determinada
tradición y la formación biográfica de un pensamiento propio–, el problema de las
influencias es, muchas veces, un problema espúreo, que sólo sirve para señalar la
sagacidad policial y la erudición del intérprete o del historiador. Es decir, que sólo sirve
para iluminar la mente del intérprete, pero no crea un contexto o una perspectiva nueva
para poder leer e interpretar, de modo también nuevo, un determinado pensamiento.
La búsqueda de influencias –un "deporte" académico muy practicado– no tiene más
interés que el de ofrecer un contexto nuevo de análisis o relativizar el valor de
originalidad de una determinada aportación filosófica. Lo importante es analizar las
influencias como etapas en la formación biográfica de un determinado pensamiento y
ampliar la posibilidad misma de la interpretación de un determinado autor. Pero nunca o
casi nunca puede servir de exclusivo tema de análisis. Aunque sean muchos los
congresos que quedan agotados en el hallazgo de una nueva influencia. De nada valen
tales proezas si no revelan la importancia conceptual de la formación biográfica de un
pensamiento, o no logran acercar la vida de un autor a su reflexión teórica.
Finalmente, un tema fundamental en la relación entre obra teórica y biografía es el
análisis del trasfondo sentimental, pasional e, incluso, irracional, que tiene la obra teórica
de un autor. En este análisis se encuentra una gran variedad de señuelos de interés: desde
elementos puramente sentimentales y, en cierto modo, privados, a cuestiones que sólo un
fundamentado análisis psicológico puede revelar.
Pero la concordancia de todos esos factores lleva a considerar cómo una obra
teórica, por muy abstracta y especulativa que sea, se encuentra apoyada en un fondo
pasional y sentimental que no puede despreciarse. Y que el analista deberá mostrar con el
mismo respeto y el mismo ocultamiento con que el autor analizado los ha planteado en su
obra. Se trata, en realidad, de hilvanar sugerencias para construir un contexto que
permite nuevas interpretaciones de una obra teórica.

2.3. La "artesanía" de las ideas

Una justificada curiosidad por la filosofía y por el filósofo justifica el preguntar por los
elementos más secretos del trabajo filosófico. Tras las grandes construcciones filosóficas,
tras los grandes sistemas, tras la exposición de los conceptos más reveladores y tras la
elaboración de los argumentos más refinados se encuentra un fondo de oscuro trabajo,
de concentrada atención, de delicada artesanía. Es la artesanía de la razón filosófica, que
acompaña las más importantes creaciones de la filosofía. Indicar algunos de los rasgos de
esta artesanía, con el sigilo suficiente para que no puedan ser inmediatamente
descubiertos, ni menos plagiados, es un requisito necesario cuando se quiere dar cuenta
del oficio del filósofo. Por ello encuentran su lugar en este ensayo.

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No pretendo, como es obvio, relatar una lista de técnicas y una enumeración de los
procedimientos que se encuentran presentes en el trabajo filosófico. Sería demasiado
ingenuo por mi parte. Y, sobre todo, supondría ignorar que el dominio de una artesanía
no equivale nunca a la creación genial. Mi intención es más elemental: se limita a indicar
–nunca a desvelar totalmente– una serie de procedimientos y exigencias que son
reconocidas como universales en la tradición filosófica. Ellas constituyen el arsenal
artesano de un filósofo y son, en varias ocasiones, motivo y fundamento de la enseñanza
de la filosofía.
En cualquier caso, es importante tener en cuenta que estos elementos técnicos, que
componen lo que puede denominarse "artesanía" propia del filósofo, suponen siempre las
operaciones de la filosofía analizadas en el anterior capítulo. Son una consecuencia de
esas operaciones y, en el fondo, son un medio –muchas veces mágico y sorprendente–
que prepara su aparición.
Expondré en cuatro grandes conjuntos los rasgos de esta artesanía filosófica. Cada
uno de ellos tiene una entidad propia y se encuentra, intencionadamente, abierto. Al
lector corresponde llenarlos con ejemplos tomados de la historia del pensamiento. A mí
me corresponde, tan sólo, indicarlos como una ayuda para penetrar en el secreto, tantas
veces fascinante y peligroso, de la creación del filósofo. Escaso servicio haría yo a
cualquier lector si desvelara plenamente ese secreto, respecto al cual toda forma de
técnica se revela como condición necesaria pero nunca suficiente.

• La sensibilidad conceptual

La sensibilidad conceptual es un elemento privilegiado e inicial de todo trabajo


filosófico. Esta sensibilidad conceptual supone un proceso de traducción de estímulos de
variado tipo, procedentes de ámbitos muy diferentes, al ámbito de los conceptos y de la
generalidad abstracta. Es una capacidad de establecer mediaciones de tipo conceptual que
lleva a considerar toda forma de inmediatez como un pretexto para la mediación
conceptual.
Esta sensibilidad, que presenta diversos matices y cuyo análisis completo exigiría un
tratamiento independiente, se encuentra como presupuesto de todo análisis filosófico y
debe ser continuamente avivada por el filósofo. El filósofo no sólo debe esforzarse por
alcanzarla, sino que debe mimarla y cultivarla sin cesar, pues es de una extremada
fragilidad y necesita un ejercicio constante si no se desea verla desaparecer.
La capacidad para encontrar mediaciones conceptuales presenta, obviamente,
formas muy diferentes. Pero todas ellas tienen una raíz común, una base compartida: la
capacidad de encontrar estímulos para ejercer adecuadas mediaciones teóricas. En ello, la
sensibilidad conceptual es semejante a la sensibilidad perceptiva, posee sus mecanismos
propios, sus órganos adecuados y, por supuesto, precisa de una continuada ejercitación.
La sensibilidad apuntada puede llegar a convertirse en un estado, y sólo será eficaz

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cuando se haya convertido en un estado real; es decir, cuando no sea sólo anécdota
biográfica, sino situación ontológica. Este estado es, en realidad, un estado de
intranquilidad, de extremo dinamismo, donde todo se considera como un pretexto para
acaparar estímulos diversos, para ejercer diferentes tipos de mediación, para conseguir
traducciones conceptuales adecuadas. Es un estado doloroso, en tanto se encuentra
atravesado por el dolor de la inquietud y de una incesante intranquilidad.
Quien es verdaderamente sensible nunca da por terminada su capacidad de sentir:
ésta es incesante, inagotable, y siempre se muestra voraz. La sensibilidad es, en realidad,
un estado construido según el dinamismo del suceso. Es, ella misma, un evento y hace
compartir la vida de los eventos –y nunca la muerte estática de los estados intemporales–
a quien la posee.
Asimismo, la sensibilidad conceptual tiene mucho que ver con la curiosidad y con
una forma refinada de dilettantismo. En efecto, toda sensibilidad es abierta, como lo es la
curiosidad. Y la curiosidad, cuando es adecuada y eficaz, es semejante a la sensibilidad, a
la capacidad de recibir estímulos y de crear nuevos estímulos teóricos, a la elaboración
de continuadas mediaciones. Es cierto que la curiosidad no es, todavía, una forma de
saber adecuada, sino su inicio. Reivindicar la sensibilidad equivale a reconocer el valor de
la curiosidad, fomentarla y recuperar cuanto ella tiene de positivo e, incluso, de doloroso
e incompleto. Ya tuvimos ocasión de analizarlo.
Por todo ello, puede también decirse que la sensibilidad comparte algunos rasgos del
dilettantismo. Todo dilettantismo es abierto, atiende a muchos niveles diferentes y se
recrea en distintos motivos que pueden servir como origen a una reflexión más profunda.
En realidad, todo verdadero sistema de pensamiento tiene, en su comienzo, un acusado
componente de diletantismo, aun cuando éste sea posteriormente redimido en formas
más rigurosas de conocimiento.
Esta sensibilidad que el filósofo cultiva le dota de una extrema voracidad y un
notable sentido de la rapiña que le lleva a considerar una gran variedad de objetos y le
hace plantear multitud de situaciones donde pueda ejercer su sensibilidad. Aquí radica
uno de los sentidos de la transdisciplinariedad que es propia de la filosofía, y que
permanece como compañera inseparable del filósofo.
En esa voracidad e irritabilidad suma –expresión, asimismo, de vitalidad propia de la
filosofía–, el filósofo se muestra como intranquilo, capturando en cada objeto mil
ocasiones para el análisis y haciendo de cada análisis un pretexto para no detenerse
nunca. No es extraño que el filósofo despierte inquietud y resulte fuente de
intranquilidad, pues él es la encarnación misma de la irritabilidad sensible: es la
manifestación de la continuada travesía que nunca parece encontrar un término.

• La maestría técnica

Un segundo conjunto de elementos que componen la artesanía propia del filósofo

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incluye una serie de técnicas concretas, cuyo dominio es necesario poseer. Todas ellas
tienen una referencia común con lo que habitualmente se entiende por tradición
filosófica. Por así decir, son una marca de clase. Debe, al mismo tiempo, tenerse en
cuenta que todas estas técnicas resultan vacías de contenido si no se advierte la
necesidad de que estén dominadas por los rasgos de la sensibilidad anteriormente
mencionada.
Cuatro son, en mi opinión, los componentes de la maestría técnica que un filósofo
debe dominar. En primer lugar, un conocimiento creador –nunca paralizante– de la
tradición filosófica y de la historiografía filosófica que le permita seguir pensando en
relación –positiva o negativa– con las aportaciones filosóficas del pasado.
En segundo lugar, es necesario practicar una particular atención respecto a los
problemas con relevancia filosófica, algunos de los cuales parecen constantes a lo largo
de la historia, pero que presentan formas diferentes y que han recibido soluciones
diversas. Esto supone que el filósofo debe tener una visión muy particular de la historia
de la filosofía: una visión problemática, que convierte a esa historia en un pretexto para
considerar determinados problemas fundamentales.
En tercer lugar, conviene recordar que el conocimiento de los métodos de resolución
de problemas es un componente esencial de la artesanía filosófica. Ello supone, en
filosofía, la cercanía con todo un conjunto de perspectivas que se ha dado en llamar
sistemas o escuelas filosóficas. Conocer los procedimientos de tratamiento y resolución
de problemas tiene una capital importancia, ya que no se limita sólo a resolver un
problema determinado, sino a considerar el contexto de generación de un problema, a
analizar los intentos de resolución del problema y a idear –en su caso– nuevos ámbitos en
los que ese problema puede aparecer como todavía interesante. No se piense, con todo,
que el conocimiento de los métodos de resolución supone resolver eficazmente un
problema. Ello no ocurre casi nunca en filosofía, donde se prefiere la constante apertura
de un determinado problema a su clausura definitiva.
El progresivo dominio de la argumentación es un requisito importante en toda forma
de reflexión filosófica, y llega a ser un componente esencial de la artesanía de un filósofo.
No es preciso insistir en este aspecto, que parece obvio. Me interesa rescatar la antigua
idea de que una forma de argumentación es, en realidad, una forma de retórica
fundamentada, en la que la presentación de una cadena de argumentos tiene una decisiva
importancia. Como retórica y como argumentación. Unir los dos términos puede servir
para rescatar antiguos significados de la retórica y otorgar un nuevo sentido a la teoría de
la argumentación. Será el dominio de la argumentación el que permita reconstruir la
arquitectura conceptual de importantes contribuciones filosóficas que, de otro modo,
pasan inadvertidas.
Por último, en cuarto lugar, es muy conveniente que el filósofo cuente, entre sus
armas técnicas, con la disciplina que le puede proporcionar el conocimiento cercano de
una ciencia establecida. Ya sea una ciencia social o una ciencia natural. Semejante
conocimiento le ayudará a plantear los necesarios niveles de transdisciplinareidad que la
filosofía debe poseer y otorgará especial eficacia a los argumentos que diseñe.

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No puede olvidarse que algunos de los datos más relevantes con que debe contar la
filosofía y de los que debe partir en sus reflexiones le vienen proporcionados por la
investigación científica. Es éste un hecho que obliga al filósofo a acudir
irremediablemente a los resultados de la ciencia empírica, aun cuando mantenga sobre
ellos una distancia particular y, sobre todo, los considere como puntos de partida para su
propia reflexión.

• La expresión del pensamiento

El filósofo desarrolla siempre una particular lucha con la expresión de sus ideas.
Tanto si se trata de una expresión oral como si es una expresión escrita. Algunos grandes
filósofos lo son a pesar de una escasa obra escrita. Pero no han podido evitar la
necesidad de expresar sus deducciones. Y la expresión se convierte en un campo de
batalla en el que, muchas veces, resultan heridas las ideas. Cuanto tiene vida debe ser
expresado, y en la lucha por la expresión encuentra el filósofo uno de los momentos más
significativos de su trabajo.
Es obvio que existen muchas formas de expresión del discurso filosófico. Pero lo
importante es el núcleo de lo que desea expresarse y la tensión a que ese núcleo
significativo se somete en el deseo de expresión. Para ello, el filósofo debe poseer algo
propio que transmitir y debe esforzarse en la elaboración de ese núcleo personal de
pensamiento. Aun cuando sea en forma rudimentaria, el filósofo precisa elaborar su
propio territorio de problemas, referencias, conceptos y argumentos. Asimismo, deberá
poseer ámbitos conceptuales que le ayuden a crear su propia reflexión.
Merece la pena reflexionar sobre el valor que pueden tener, para el trabajo de un
filósofo, las expresiones –todavía incompletas– de sus ideas: las anotaciones, los
esquemas, los borradores, los ensayos. Uno de los más secretos y personales modos de
trabajo artesanal del filósofo estriba en la elaboración de estas notas. Tomarán muchas
formas. Y, casi seguro, serán incompletas y fragmentarias. Pero en ellas se expresa el
deseo de elaborar algo propio, un deseo de identificación personal y de creación que se
deja conquistar en la expresión. Me atrevería a decir que un filósofo que no construya su
particular archivo de ideas propias y de bocetos personales nada interesante tiene que
ofrecer. Tan sólo con la acumulación de estas notas logrará, tras años de reflexión
esforzada, expresar un pensamiento propio.
Ninguna vergüenza debe mostrar el filósofo que, en las auroras o atardeceres de su
vida, emborrona papeles con notas por doquier. Ello revela que intenta pensar por sí
mismo, y que ejerce conscientemente su capacidad de elección ante la variedad de
estímulos intelectuales que se le ofrecen. De hecho, el filósofo creativo es
extremadamente selectivo en su búsqueda de información y lee poco las obras de otros
autores porque tiene muy determinado su campo de selección. Su capacidad de selección
es directamente proporcional a la fuerza que posee su propia creación y aunque sea

103
extremadamente voraz –como voraz es toda actividad filosófica–, su voracidad le lleva a
la elaboración de sus propios argumentos y nunca se ahoga en una erudición meramente
acumulativa.
Y es que el filaósofo asume plenamente el vacío que precede a toda creación.
Posteriormente vendrán las críticas. Pero el primer paso debe ser emprendido: es el vacío
del "comienzo puro". Un inicio para el que el filósofo no encuentra nunca descanso. Lo
demás se da por añadidura: desde la elaboración de una cadena argumental a la posesión
de una idea que puede servir para la elaboración de un sistema, con muchas y variadas
aplicaciones. Nada de eso ocurrirá si no se posee el primer nivel que exige el proceso de
creación: despojarse de la vergüenza de crear y sentir el vacío de pensar por sí mismo.
El filósofo lucha contra el lenguaje como si fuera un enemigo cuando desea expresar
sus ideas y construir sus argumentos. Sólo hay expresión de la filosofía cuando se lucha
contra el lenguaje. Sea éste hablado o escrito. Pues el filósofo sabe que su reflexión
permanece cuando se formula en el lenguaje, aunque éste se vengue con muchas
traiciones. La traición que ocasiona el lenguaje en la expresión del pensamiento será
siempre compañera constante de quien ejerce el trabajo filosófico.

• La práctica de la cortesía

Indicaré, por último, un aspecto que forma parte de la artesanía secreta –y tantas
veces vergonzante– del filósofo. Es, en cierto modo, un aspecto extremadamente privado
y que, sin embargo, afecta de modo decisivo a la elaboración de un discurso filosófico.
Este aspecto no es otro que el de la conexión entre la vida de reflexión y la vida cotidiana
del filósofo. Ya he indicado anteriormente algunos de los rasgos que hacen
conceptualmente relevante la consideración de la biografía de los filósofos. Pero ahora la
relación es más estrecha e íntima: se trata de la relación existente entre una forma de
vivir y el trabajo de la reflexión creadora del filósofo.
Es evidente que tal relación adopta muchas formas, y que está muy lejos de mí el
plantear una relación lineal y directa entre una forma de pensamiento y una forma de
vida. Pero la filosofía –cuando se entiende como creación y como un compromiso de
reflexión asumido, no cuando se entiende como simple profesión o materia de
enseñanza– es una de las formas de saber que tiene consecuencias prácticas de modo
inmediato. Se traduce en formas de vida, que pueden ser muy variadas, pero que tienen
relación con la fuerza de la reflexión. La filosofía no hace, con ello, sino cumplir con uno
de sus rasgos más antiguos y significados: su aspecto catárquico, la incidencia práctica
que produce en todos aquellos que la practican.
La filosofía exige una urbanidad, una cortesía particular que el filósofo debe traducir
en su propia existencia y que resulta siempre presente. Y, finalmente, la filosofía traduce
siempre un determinado concepto de belleza inquietante, que es la belleza propia de toda
reflexión. Ello hasta el punto de que no hay verdadera filosofía si no se encuentra

104
atravesada de un determinado concepto de belleza. De nuevo reclamo aquí el recuerdo
de Platón para quien el filósofo lo era por ser capaz de mirar frente a frente la idea de lo
bello. De otro modo será un charlatán de las ideas, pero nunca un filósofo.
Por último, hay un elemento interesante que afecta a la traducción práctica que tiene
la filosofía en la vida del filósofo. Éste no es otro que un particular sentido de la
temporalidad. Porque el filósofo siempre trabaja en relación con el tiempo. Su reflexión y
su actividad no es sólo una actividad temporal, sino que no puede entenderse sin la
consideración del tiempo. Incluso aquellas reflexiones que parecen intemporales lo son
por introducir una mediación en el tiempo inmediato. Su desposorio con el tiempo es más
evidente cuando el filósofo plantea una reflexión que atañe a la realidad de su propio
presente. Entonces, su actividad es un evento y sólo puede entenderse como tal, con la
fuerza añadida que otorga la lógica de los eventos.
Sin embargo, este particular compromiso con el tiempo se manifiesta de un modo
pleno cuando el filósofo y su obra se encuentran dominados por una categoría
estrictamente temporal y que tiene una gran importancia conceptual. Tal categoría no es
otra que el kairós, la oportunidad. La filosofía es, en cierto sentido, una actividad que
tiene en cuenta lo que sea el kairós. La oportunidad, el tiempo adecuado, es la bendición
de ese desposorio que el filósofo hace con el tiempo. Y es lo que explica, al mismo
tiempo, que la labor del filósofo pueda ser entendida en un tiempo concreto y que pueda
ser comprendida más allá de todo inmediato presente.
Es esta relación con el kairós lo que permite que la filosofía sea siempre
"inoportuna" e intempestiva, como Nietzsche quería, respecto a su propia época, pero
oportuna por la claridad que su crítica es capaz de crear. Un rasgo del trabajo filosófico
que sólo puede ser adquirido tras un ascético esfuerzo en el que se intenta dominar el
tiempo, con ese sentido de odio y cercanía que conocen bien quienes son capaces
realmente de amar y de ser amados.
En este apartado he desvelado algunos de los secretos de la artesanía del filósofo. La
sensibilidad conceptual, los elementos del trabajo técnico, la urgencia de la expresión
propia, una especial cortesía que afecta a la vida propia. Todos estos rasgos artesanos
han sido expuestos, intencionadamente, en forma deshilvanada. Pues los secretos tan
sólo pueden indicarse. Para verlos cumplidos, basta con acudir a la historia de la filosofía
y leer la obra de algunos de los más relevantes filósofos. Pues la historia de la filosofía y
el trabajo concreto de muchos filósofos, famosos o desconocidos, podrán ser
comprendidos por quien se esfuerce en entender esta artesanía.

2.4. Galería de retratos: una posible tipología de filósofos

Toda actividad humana relevante posee un núcleo de referencias en las que esa actividad
puede contemplarse. Éstas pueden ser solamente teóricas; pero pueden, asimismo,
estructurarse en torno a modelos concretos, siempre que éstos encarnen alguno de los

105
rasgos más significados de semejante actividad.
Cuando se trata de modelos encarnados en determinadas personalidades, el conjunto
de estas referencias toma la forma de una galería de retratos, al modo en el que los
salones de las antiguas familias se adornaban con los retratos de los antepasados, o se
decoraban con las representaciones de héroes y personajes con los que el dueño de la
casa se sentía identificado.
La presencia de estas galerías muestra un hecho importante: la necesidad de una
afirmación propia mediante el recuerdo de los antepasados o la necesidad de poseer
referencias y modelos que sirvan para poder construir la vida presente. En cierto modo,
es una muestra de la pervivencia del pasado para poder orientar el presente, de la
necesidad que posee el presente de apoyarse en el pasado. Tal es el sentido de semejante
galería: la presencia del pasado y el orgullo del presente construido con los más
significativos restos del pasado.
Pueden distinguirse dos tipos de galerías de retratos: aquella que reúne una suma de
retratos, como si de una genealogía se tratara; y aquella que es construida pacientemente,
mediante una cuidada y consciente selección, que orienta la inclusión de los retratos que
componen la galería.
En el primer caso, la galería se construye según un criterio de acumulación (que, en
el caso de la genealogía es especialmente sencilla). En el segundo caso, interviene un acto
de decisión, que se encuentra orientado por determinados valores y desemboca en una
particular selección. El primer tipo de galería posee el interés de la acumulación, que
revela el sentido meramente "sumatorio" de su propietario. En cambio, el segundo tipo es
una creación elaborada mediante selecciones muy determinadas. Debe justificarse,
porque no todo el mundo puede entender la selección realizada; puede provocar sorpresa
ante la elección de unos determinados modelos frente a otros.
Traduzcamos cuanto acabo de indicar al caso de la filosofía. El oficio del filósofo
posee, como cualquier otra actividad humana su propia galería de retratos, un conjunto
de modelos en los que se refleja el ideal de la actividad filosófica. Los retratos que
componen la galería son, en cierta medida, encarnaciones de un conjunto de referencias
teóricas. En este sentido, la construcción personal que cada filósofo hace de su galería de
retratos revela mucho de lo que ese filósofo es y de lo que desea ser. Y, en definitiva, le
construye a él mismo como filósofo. De ahí el interés que presenta en sí misma la
posibilidad de contar con una tipología de filósofos que permita establecer ciertas bases
para la elaboración de esta galería.
Uno de los primeros problemas que se plantean a la hora de elegir entre diferentes
modelos o referencias teóricas es el de precisar el rango de filósofo, de pensador, que es
el primer paso para poder otorgar la entrada, con pleno derecho, a esa galería de retratos.
Con ello, vuelve a plantearse de nuevo la espinosa cuestión de identificar lo que sea un
filósofo y los rasgos que permitan identificarle.
Pueden considerarse aspirantes a esa galería de retratos los filósofos que la
convención ha considerado como tales, y que corresponden a los capítulos mayores de
una historia convencional de la filosofía. Asimismo, podrá formar parte de esa galería de

106
retratos todo un conjunto de pensadores no necesariamente considerados como filósofos,
pero que detentan una actitud intelectual y una sensibilidad cercanas a lo que se entiende
por filosofía. En este caso, entrarán bajo esta consideración científicos, artistas, políticos,
religiosos, creadores, procedentes de ámbitos muy variados y que comparten un modo de
sensibilidad, un conjunto de rasgos que puede identificarse como cercanos a la filosofía.
O bien formará parte de esta galería una serie de personajes no reconocidos por la
historia, pero que ilustran un conjunto de preferencias teóricas que permanecen difusas e
inexplicables si no encuentran su objetivación en un personaje concreto.
Poseemos ya una serie de elementos que nos permiten identificar la tarea del
filósofo, planteados en las líneas anteriores. Podemos afirmar que el filósofo es el
constructor de teorías generales, el introductor de mediaciones, el traductor de lo
concreto a una sensibilidad conceptual, el que ha ganado un lugar en la historia de la
filosofía, el que participa de las discusiones técnicas que se plantean en filosofía, el
profesor de filosofía; o, simplemente, el que convencionalmente es considerado filósofo.
Nada de eso resuelve el problema. Y es que, en mi opinión, a nada lleva el querer
poseer una definición cerrada –y, por ello, tranquilizante– de lo que sea un filósofo. No
nos engañemos. Por ello yo he preferido plantear una descripción operativa de la
filosofía, que es un evento y nunca un estado, como ya indiqué. Es decir, proponiendo
una definición operativa, aspectual de la filosofía. Lo mismo ocurre con el filósofo.
No es el de filósofo un estado cerrado, sino una situación, una condición, una
tensión. El filósofo cumple, en este sentido, uno de los rasgos de la misma filosofía: la
tensión al límite y la búsqueda de la elasticidad. Por ello puede adoptar muchas formas, y
presenta una extremada riqueza. Y por ello resulta siempre inquietante: rompe con los
límites más precisos e incomoda a quien desea contar con referencias limitadas. Se define
por las relaciones que es capaz de mantener (y que me he esforzado en precisar en las
páginas anteriores) y no tanto por el resultado de las mismas.
No se piense, con ello, que la apertura de la definición del filósofo equivale a
vaguedad y supone creer, a ciegas, la afirmación de que todo hombre es un filósofo. Las
actividades señaladas y la genealogía apuntada, así como los rasgos del oficio del filósofo
reseñados en estas páginas admiten grados y tienen límites. Son los límites que marcan
los rasgos de un filósofo. Y, sobre todo, señalan un nivel de exigencia al que debe
adecuarse quien desee ostentar el calificativo de filósofo.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, y atendiendo al intencionado nivel de
generalidad que deseo mantener en estas páginas, es interesante contar con las bases para
establecer una tipología de filósofos. O, mejor dicho, de posibles componentes de la
galería de retratos que el filósofo elabora para identificar su propia actividad.
Existen, como es obvio, muchos modos de establecer una tipología semejante. Pero
pueden indicarse algunas referencias que permitan orientar la elaboración de esa galería.
Como todo lo que afirmo en esta obra, el elemento de elasticidad y de dinamismo se
encuentra presente también en los criterios para establecer una tipología de filósofos.
Algunas de sus referencias se entrecruzan con otras. Pero consideradas aisladamente
pueden sostenerse por sí mismas. Las expondré en forma esquemática, dejando al lector

107
que las ilustre con los ejemplos de la historia de la filosofía. Veamos algunas de las más
relevantes:

• La actitud filosófica. La presencia de una actitud filosófica, entendiendo por


tal una aproximación a practicar los rasgos de la actividad filosófica, reseñados
en páginas anteriores. Es el caso de muchos filósofos considerados,
simplemente, como philosophes, en el sentido de la tradición ilustrada
francesa –tan presente en nuestros días– y para quienes la reflexión filosófica
no es prioritaria, ni tampoco lo es la forma de expresión ni el compromiso de
análisis. Se trata, tan sólo, de una aproximación a las actividades de la
filosofía. Este rasgo puede orientar la selección de creadores de muchos
ámbitos que, sin embargo, adoptan en algunos momentos una denominada
actitud filosófica que se combina con otros elementos.
• El desarrollo de una sensibilidad conceptual. Esto es, la posesión de una
capacidad de mediación de las instancias concretas de experiencia y la
capacidad de situar en un mundo de relaciones aquello que se considera. Esta
denominada "sensibilidad", anteriormente analizada, es de una extrema
importancia: se encuentra en todos los filósofos reconocidos como tales, en
muchos otros intelectuales –que cuando la manifiestan se comportan como
verdaderos filósofos– y permite extender ampliamente el dominio de la
reflexión filosófica.
• El poder de la construcción teórica. La capacidad arquitectónica y
argumentativa muestra el nivel de autonomía de la reflexión filosófica. Esta
autonomía no se conquista de espaldas a los datos de la experiencia ni a los
resultados contrastados de la investigación científica, pero es propia de la
sustantividad de la filosofía. Tras esta autonomía no se encuentra la capacidad
de abstracción que es capaz de elaborar "castillos en el aire". Toda la reciente
historia de la filosofía ha debido aprender lo suficiente de la función
terapéutica de la filosofía para evitar este error.
• La voluntad de ruptura. El fundamento crítico y la voluntad de ruptura frente
a conceptos, escuelas o sistemas de pensamiento recibidos en la tradición,
puede ser un elemento que ayude a fundamentar una tipología de los distintos
filósofos. En ella se encontrarán las obras de los filósofos que han pensado –
incluso a pesar de ellos mismos– contra una tradición. Es decir, que han
considerado la ruptura radical con un pasado como una guía de su propio
trabajo. Entran aquí los filósofos que, aun sin proponérselo explícitamente,
han roto con un conjunto de tradiciones y han pensado de un modo tan
radicalmente nuevo que han modificado las futuras formas de pensar.
• La erudición creativa. La erudición, entendida en su más amplio sentido,
puede servir de base para elaborar una tipología de filósofos. Para ello será
preciso contar con un creativo concepto de erudición, que no se limite a la
mera recopilación de datos, sino a una acumulación de datos realizada en

108
función del establecimiento de relaciones y de creación de contextos nuevos
en los que queden iluminados problemas y conceptos antiguos.
Entran en esta categoría algunos de los grandes historiadores de la
filosofía, que entienden su tarea como un medio de establecer la propia
reflexión abriendo interpretaciones nuevas. Asimismo, también pueden
incluirse aquí los comentaristas y lectores de textos y problemas filosóficos,
que iluminan su lectura con un importante acopio de datos nuevos. Tal es el
caso de una verdadera historia "filológica" de la filosofía: cuando ésta es
realmente valiosa, ofrece perspectivas nuevas sobre antiguos problemas. En
cualquier caso, una consistente "historia filológica" de la filosofía mostrará,
casi siempre, el "egoísmo" e interés del historiador que, aun guardando la
necesaria objetividad en la presentación de su análisis, emplea su trabajo de
intérprete fiel para dar expresión a los problemas que le ocupan a él mismo.
• La crítica de la sociedad. La relación entre la filosofía y la realidad social
puede convertirse en referencia para establecer una tipología de filósofos, que
se podrían agrupar por la presencia o la ausencia de esta relación, así como
por la gradación de la misma. Entran en esta relación muchos factores.
Algunos de ellos son la crítica de la realidad social, la consideración de la
realidad social como inspiración del trabajo filosófico y la traducción de las
ideas filosóficas a la realidad social. Asimismo, es importante incluir aquí la
repercusión social de la reflexión filosófica.
Es éste un elemento de diferente rango a los anteriormente señalados, que
afecta de un modo relevante a la actividad filosófica de nuestro tiempo, y
puede hacer de la filosofía una actividad-espectáculo, sujeta a las modas y
obediente a los gustos e incidencias del momento en una determinada
sociedad. Más aún, puede al filósofo en un interesado augur de la inmediatez
de los acontecimientos sociales y hace de la filosofía una particular "corrida"
teórica con su secuela de aplausos y pitos y su particular "ruedo" de acción.
No indicaré aquí la crítica a estas manifestaciones: ésta ocuparía un ensayo
entero, abundante en curiosas anécdotas, muchas veces deprimentes.
• La fama y el olvido. Ambas son categorías de un alcance más amplio que el
meramente sociológico, para poder establecer una tipología de filósofos.
Aplicarlas para establecer esta tipología revelará sorpresas. Pues no solamente
resumen importantes apreciaciones sociológicas, sino que muestran los
mecanismos que llevan a la construcción de la fama o a la fabricación del
olvido, al tiempo que otorgan recetas –nunca mágicas– para entrar en el
mundo de la fama intelectual y de los circuitos que la componen.
Esta referencia a la fama permite revelar algunos de los modos en que se
ha construido la historia de la filosofía y muestra por qué hay autores de "letra
grande" y autores de "letra pequeña" en esa historia. Se trata de una distinción
importante, que plantea no pequeñas consecuencias, y cuyo análisis revela una
gran luz no sólo sobre la sociología de la fama en la historia de la filosofía,

109
sino sobre los descubrimientos de ideas desconocidas, aspectos olvidados,
autores denominados "menores" y argumentos valiosos que han quedado
oscurecidos por no haberse podido subir al carro de la fama. Pero quizá sea
más importante poseer su propia galería de raros a disponer de una galería de
famosos. Pues una galería de raros siempre precisa de construcción personal y
es decisivo un compromiso con un modo de filosofar y con una forma de
entender la vida.
• El deseo de escuelas y discípulos. Unido al aspecto anterior, creo significativo
apuntar otro estrechamente relacionado con él, y que tiene cierta incidencia en
filosofía. Es la distinción entre filósofos que tienen una escuela y que se
preocupan de que su pensamiento tenga adecuados seguidores, y la de
aquellos que construyen en el silencio, dejando a posibles lectores –muchas
veces lejanos en el tiempo– la extensión de las ideas por ellos planteadas. Ello
plantea la diferencia entre filósofos apoyados en el orgullo de su propio
pensamiento y filósofos apoyados en la vanidad que siempre espera el
reconocimiento inmediato de lo que ellos han pensado. En el primer caso, la
filosofía no necesita imperio ni necesita conquistas: le vienen dadas por
añadidura. En el segundo caso, la reflexión sólo es válida cuando se concibe
como conquista, como allanamiento deseado, como combativa misión.
Los dos ejemplos son abundantes en la historia de la filosofía. Y más lo
es el segundo entre los llamados grandes autores o autores reconocidos. Tras
esta idea se encuentra el problema de la formación de una escolástica o el
problema de la formación de una escuela de pensamiento. Y, por supuesto, la
existencia de una concepción imperial, conquistadora, proselitista de un
determinado sistema filosófico. Una cuestión que no resulta baladí en modo
alguno.

No extenderé más la lista de referencias que permiten formar distintas tipologías de


filósofos. Ninguna de las referencias mencionadas aportan elementos entendidos como
tradicionalmente técnicos de la reflexión filosófica, que permiten distinguir a los filósofos
como realistas o idealistas, como materialistas e idealistas, como intuicionistas y
emotivistas, etc. Me ha interesado precisar, aun cuando de un modo intencionadamente
elemental, grandes categorías que permitan agrupar distintos puntos de partida para
elaborar una topología de filósofos. Cada una de ellas puede llenarse con el vocabulario y
los tecnicismos propios de las distintas ramas de la investigación filosófica.
En suma, mi propuesta es intencionadamente general. Pues no quiere evitar que la
urgencia de que cada uno elabore su propia galería de retratos quede anulada por el fácil
recurso a tecnicismos. Éstos, sobre todo cuando son oscuros e incomprensibles, ocultan
la necesidad de elegir los modelos que permitan orientar una fundamentada vía de
reflexión filosófica.

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111
3
El regreso de la teoría o el nuevo esfuerzo
del concepto

U na reflexión metafilosófíca no sólo exige considerar las operaciones fundamentales


de la filosofía, ni los rasgos del filósofo, sino también los resultados de la actividad
filosófica. Dos de estos resultados más significativos son la especulación y el sistema. La
filosofía produce especulación sistematizada. Bien es cierto que esos dos términos –
especulación y sistema– se encuentran atravesados de contradictorios significados y
expresan una gran cantidad de posturas contrapuestas. Esa carga significativa impide,
muchas veces, analizar lo que se encuentra tras estos términos. Y, lo que es peor, impide
su uso cuando se piensa en los componentes negativos con los que se encuentran
construidos.
Existen, sin embargo, varios términos relacionados con ellos que no contienen esa
carga negativa que afecta al concepto de especulación y de sistema. Claro es que
tampoco tienen el vigor con el que se encuentran construidos aquéllos. Pero quizá
ofrecen la ventaja de reivindicar algo semejante sin perderse en aledaños secundarios.
Estos dos términos, en cierto modo sustitutivos, son "teoría" y "organización". Antes
podría decirse que la filosofía produce, con su actividad, especulación sistemática.
Podemos decir hoy que la filosofía produce teoría organizada, y que, en esa producción
teórica adecuadamente organizada, desembocan parte de las actividades previamente
analizadas de la filosofía. En la teoría organizada se cumplen los aspectos esenciales de la
filosofía que he descrito y en su elaboración se centra la tarea del filósofo.
Es, pues, importante, considerar en todo su alcance esta producción teórica. En ella
le va a la filosofía su propio ser. Sin embargo, nuestra época ha golpeado el sentido y
posibilidad de esa producción. Es cierto que se trata de una antigua batalla. Ya dije que la
filosofía vive de su propia muerte, y sólo puede concebirse como actividad suicida. Pero
en nuestros días no se trata de un suicidio consciente, como el que planteó Kant, como el
que diseñó Hegel o Nietzsche. Es algo más refinado.
En nuestro tiempo, es habitual reconocer que la filosofía no puede, tan siquiera,
producir la teoría de su propio suicidio y, mucho menos, la forma sistemática y
organizada de exposición del mismo. Se niega, incluso, la posibilidad de que la filosofía
pueda dar una forma coherente y una estructura teórica a las actividades que parecen
componer su núcleo. Por ello, analizar esta crítica –hoy en día globalizada tras la

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reivindicación de un pensamiento fragmentario– equivale a analizar el núcleo de lo que es
la misma filosofía. Es librar una batalla decisiva.
Es claro que la propuesta de un pensamiento débil y el rechazo absoluto a la
producción de teoría organizada que pueda originar la filosofía atañen al núcleo de la
misma filosofía, y a uno de los principios de su justificación. Más aún, esta crítica –y eso
es lo importante– se ha realizado tomando como referentes aspectos internos de la
filosofía y se basa en una determinada concepción de la teoría –la especulación– y de la
organización de esa teoría-sistema.
Los conceptos clásicos de especulación y sistema han sido tan potentes que han
generado su propia crítica y han obligado a pensar de otro modo los sentidos de la
especulación y del sistema; o, si se prefiere, el sentido de una teoría organizada. Los
ataques serios y eficaces a la posibilidad de que la filosofía elabore teoría organizada
presentan una alternativa, ella misma teórica, a esa postura. De hecho, los planteamientos
que critican la tarea "edificante" de la filosofía y defienden que ésta debe limitarse a una
función "terapéutica" lo hacen desde una rigurosa perspectiva teórica, como ocurre en los
casos, tan alejados entre sí, de Hume o Wittgenstein. En cambio, muchos de los ataques
fragmentarios a algún aspecto de la producción teórica de la filosofía quedan en la pura
anécdota y señalan una imposibilidad que no lleva a ningún lado. Dejo al juicio del lector
advertir cuáles son más frecuentes.
En este capítulo pretendo, por lo tanto, investigar la posibilidad de una vuelta de la
teoría, del retorno de un pensamiento "fuerte", haciendo frente a las amenazas que
contra él se levantan. Lo que más me interesa precisar es que tanto el pensamiento fuerte
–la teoría organizada– como la propuesta de defensa de un pensamiento débil –cuando
esta propuesta se encuentra adecuadamente fundamentada– son semejantes. Ambas
revelan el fundamento y el núcleo teórico que es indispensable para el mantenimiento de
la razón filosófica. Aun cuando sean perspectivas diferentes de un mismo hecho. Y, sean
también, lógicamente, perspectivas ante las que es necesario optar.
Para mostrar esta opción, dividiré mi argumentación en tres etapas. En primer lugar,
presentaré una revisión de los conceptos clásicos de especulación y de sistema, que es
necesario criticar con justeza. En segundo lugar, propondré una alternativa al concepto
clásico de sistema y que permite, en mi opinión, reivindicar la presencia de una
producción teórica organizada, de un nuevo "pensamiento fuerte", que supone la vuelta
sin verguenza de la teoría radical. Finalmente, apuntaré algunas referencias que señalen la
dirección de un nuevo trabajo teórico en filosofía.

3.1. La "batalla" de la razón: la crítica del concepto clásicode especulación


sistemática

Cada época de la historia de la filosofía puede caracterizarse por el conjunto de batallas


teóricas que en ella se libran. Lo que equivale a presentar una concepción polémica del

113
desarrollo de la filosofía, como ha mantenido Nicholas Rescher en su ensayo The Strife
of Systems. An Essay on the Grounds and Implications of Philosophical Diversity
(University of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 1985). Una de las más relevantes batallas que
se libra en nuestros días es la batalla entre el denominado pensamiento fuerte y
pensamiento débil. Es decir, entre dos determinados conceptos de razón, cada uno de los
cuales da lugar a una concepción de la filosofía. Para una, la razón tiene, como actividad
principal, la producción de teoría organizada. Para otra, la razón no puede producir teoría
organizada y debe limitarse a anular sus pretensiones de generalidad, a la producción de
breves ensayos, y a disolverse en el dominio de las otras ciencias humanas y sociales.
La primera postura lleva a la afirmación de la actividad positiva de la razón y –por
paradójico que ello pueda resultar– a crear las críticas de esa actividad positiva que
obligan a reivindicar formas nuevas de teoría y de organización teórica. La segunda
postura niega toda posibilidad de construcción racional, niega el valor de toda
formulación sistemática y reconoce la disolución de la sustantividad de la filosofía.
Ambos planteamientos son, en cierto modo, contrapuestos. Aun cuando la segunda
postura, cuando es coherente, presenta muchos rasgos de la primera y genera posiciones
nuevas en la delimitación del mismo concepto de filosofía.
Nuestra época vive con particular intensidad la lucha entre estas dos formas de
razón. Es una lucha entre dos modos de concebir la filosofía. Y, en cierto sentido, la
batalla parece ganada por quienes defienden la disolución de la filosofía. Hoy no hay ya
lugar para elaboradas construcciones teóricas. No tiene sentido ofrecer interpretaciones
globales. El esfuerzo del concepto parece condenado al fracaso. Sólo queda el fragmento.
Sólo resta la posibilidad del ensayo frente a cualquier tipo de tratado.
Esta postura que niega la posibilidad de una verdadera actividad racional se hace
activa y no huye de lo que ha criticado, convirtiéndose en una actividad intelectual más
que pretende sustituir, muchas veces en forma militante, a cuanto representa la filosofía.
Mencionemos algunos de sus rasgos con ironía y ridículo. Emplea océanos de palabras
que se encadenan, muchas veces, sin sentido y llegan a ahogar a quien decide
escucharlas. No hace caso de su primigenia inspiración y, en lugar de abandonar toda
tarea edificante, construye edificios sin base alguna, por el placer de construirlos y de
mostrarlos en compensación a esa crítica a la construcción.
Asumiendo que no puede haber pensamiento propio ni ejercicio autónomo de la
razón, se emplea a fondo en el comentario esotérico de textos de diferente procedencia,
escondiendo en el conocimiento de lo que sólo unos pocos conocen una forma de falso
elitismo. En fin, se trata de un ejercicio de la razón que, negándose a sí mismo, sustituye
lo complejo por lo difícil y lo obvio por lo que posee apariencia de exótico. Y concluye
su esfuerzo en la elaboración de un discurso que, aun conteniendo algunas sugerencias
interesantes, exige un extremado esfuerzo de comprensión porque no tiene claro lo que
quiere decir.
Este ejercicio de la razón que he ridiculizado llega a ser moneda común en nuestros
días. Niega la posibilidad de la filosofía, pero no es consecuente con esta negación y
elabora, ella misma, un remedo de lo que suele entenderse por filosofía. Para ello sigue

114
un camino arduo, lleno de guiños muchas veces incomprensibles.
Poseído por gestos de escolar escasamente aplicado, se dedica a formar una
comunidad de elegidos que comparten esos gestos y que se erige en intérprete y guardián
de lo único que puede y debe ser leído. Es un ejercicio constante, que confunde la
opinión periodística con la deducción rigurosa y añora la fama publicitaria. Es una
actividad que convierte a la filosofía en un aburrido baile de carnaval con máscaras de
baratillo, olvidando que una verdadera máscara es, siempre, una obra de arte. Es un
ejercicio, en suma, que hace de la penuria especulativa y de la ausencia de esfuerzo
conceptual su propia vida.
Como he indicado, la actitud que acabo de describir llega a ser común en algunas
aportaciones filosóficas de nuestros días. Sin embargo, debemos precisar que el núcleo
de lo que esta postura desea criticar puede responder a fundamentos muy precisos. Es
decir, puede responder a un análisis de los límites de la razón y del modo de
comportamiento posible de la razón filosófica. Pero puede, también, surgir como rechazo
a cualquier forma de racionalidad posible.
En el primer caso, existe siempre posibilidad de encontrar un fundamento en el
modo de entender y analizar la actividad de la razón. En el segundo caso, sólo se esgrime
el rechazo a toda forma de racionalidad. El primer caso es claramente útil para precisar el
nivel de la actividad filosófica y de sus resultados en una teoría organizada. En el
segundo caso ni siquiera se plantea esta posibilidad. El primer caso recoge muchas de las
formas críticasde la actividad constructiva y edificante de la filosofía que revierten –y
esto es importante– sobre una precisión de la misma actividad filosófica. En el segundo
caso, las críticas son externas a la misma filosofía, parecen resbalarle y apenas le atañen
eficazmente. Tan sólo tomaré en consideración el primer tipo de crítica. Las segundas no
merecen más que una atención curiosa, pues sólo una altanera confusión puede derivarse
de ellas.
La batalla de la razón está, pues, planteada. Y ante ella debe tomarse partido. Se
trata de una batalla centrada, entre otros frentes, en los conceptos de especulación y de
sistema –o, bajo otros términos– de teoría y de organización teórica. Y es una batalla en
la que, muchas veces, la razón débil lo es no porque sea un tipo diferente de razón, sino
porque no posee la fuerza especulativa y el rigor teórico que plantea la razón fuerte. Pues
las verdaderas críticas contra la filosofía son las críticas radicalmente filosóficas. Nunca
lo son los apaños de crítica o las mascaradas que pretenden simularla.

3.1.1. El concepto clásico de sistema

Los nuevos conceptos de especulación y de sistema deben ser construidos sobre


cadáveres. Es decir, sobre la muerte del concepto de especulación y de sistema que se
formaron en la época clásica de la filosofía y que han perdurado hasta la formación de
los grandes sistemas filosóficos del idealismo alemán. Tras la muerte del sistema

115
hegeliano, no parece posible resucitar, sin más, esos conceptos periclitados. Se hace
necesario revisar el núcleo de esos conceptos.
Debemos advertir que las críticas más eficaces contra los conceptos de especulación
y de sistema han surgido del mismo núcleo que los constituye como tales, y no de su
exterior. Son tan potentes que ellos mismos han sido capaces de generar su propia
muerte. En este sentido, lo que ocurre con estos conceptos es un ejemplo palmario de
crítica radical, que siempre será una crítica interna. El nuevo sentido de teoría organizada
–o de sistema especulativo– deberá surgir de la consideración de la muerte de sus
grandes referentes.
En la perspectiva clásica, la especulación debía estar estructurada en la forma de un
sistema. El sistema era, en realidad, la verdad de la teoría. La aspiración a una
organización sistemática de la teoría ha sido, también, un frente de batalla. Lo fue en
tiempos pasados y lo es en nuestros días. Semejante batalla se libraba en el núcleo
mismo de las obras de los grandes pensadores sistemáticos, y encontraba una respuesta
claramente combativa en autores que no admitían la forma de sistema como culminación
de una especulación adecuada. Esta lucha alcanza un especial relieve en la segunda mitad
del siglo XIX, hasta el punto de que bien podemos afirmar que la genealogía de la razón
de nuestro tiempo pasa, necesariamente, por la revisión del concepto de sistema como un
necesario componente de la filosofía que nos es contemporánea.
El concepto clásico de sistema se estructuraba en torno a una arquitectura
axiomática –no siempre debidamente fundamentada– que cerraba el dominio de
deducciones posible en un espacio de absoluta coherencia. El sistema pretendía ser un
ámbito de explicación universal, con un dominio pretendidamente universal, y en cuyo
concepto de universalidad se encontraba su misma fuerza. Por ello, era un absoluto
centro de referencia, que servía como orientación y fundamento a todas las explicaciones
parciales y constituía, no sólo el ámbito de su verdad, sino el ámbito de la misma certeza:
el sistema es el centro absoluto. Y es que el sistema no puede pensarse sin el concepto de
finalidad: es él la referencia de toda finalidad: y nada escapa, en el sistema, a una
explicación finalista.
Todo ese conjunto de elementos, que constituyen el núcleo del concepto clásico de
sistema, genera un determinado comportamiento teórico. Veamos algunos de los rasgos
de este comportamiento teórico propio del sistema. El sistema pretende anular cualquier
diferencia que se levante contra él y reducirla al terreno de la uniformidad absoluta, que
no es otra que la de su propia coherencia. Una coherencia que, al no admitir diferencia
alguna, supone la anulación de cualquier perspectiva dinámica, ya que en el dinamismo
resulta siempre privilegiada la diferencia frente a cualquier tipo de uniformidad. El poder
del sistema es tal que no respeta las junturas de la realidad ni posee "ternura" por las
cosas, y sólo pretende su propia imposición, obligando a todo lo que encuentra ante su
camino a ajustarse a sus exigencias, sin considerar excepción alguna.
En este sentido, el sistema tiene siempre un comportamiento "imperial" y avanza
mediante violentas y sucesivas conquistas en las que pretende imponer su propia fuerza
generando escolásticas y proselitismos combativos. Por ello, la vida misma del sistema es

116
la vida de la fuerza y del poder: el sistema existe, y se justifica en tanto logra extender su
dominio mediante la fuerza arrolladora de la uniformidad y el poder de la imposición. No
admite diálogo ni diferencia de pareceres: es su propia voluntad la que debe ser realizada,
y sólo encuentra justificación en el dominio y sujección de todo a sí mismo. No es, pues,
extraño, que un sistema –en su más puro estado– cerrado no admita novedades y sea
incapaz de provocar y permitir la sorpresa. La sorpresa es, en cierto modo, un indicio de
debilidad para el sistema.
Un rasgo importante de este comportamiento del sistema clásico, que encierra todos
los demás es que no permite que haya nada exterior a él y, por lo tanto, hace imposible la
posibilidad de poder ser observado. El sistema anula la posibilidad de todo observador
externo y no posee más referente que él mismo. En esta ausencia de observación externa
se da la presencia del poder constructivo del sistema. Él es el sujeto único, la única
posibilidad, la referencia única y sólo él puede observarse a sí mismo. Tan sólo existe,
para el sistema, posibilidad de autoobservación: es el reino de la pura autorreferencia
cerrada.
Pero esta aparente claridad de la visión propia que impera en el sistema, sólo puede
funcionar en la oscuridad absoluta –real o impuesta– de todo lo que no es él mismo. Por
eso, el sistema se convierte no sólo en sujeto, sino en sujeto absoluto, que impide la
existencia de otros sujetos que puedan observarle o aniquila, con su propio poder, esa
existencia posible. El poder del sistema es el poder de una presencia absoluta construida
sobre la muerte de las presencias diferentes a la suya propia.
El concepto de sistema presentado es, evidentemente, un concepto negativo, y
ofrece un frente abierto a la crítica fundamentada. Se trata de un concepto de sistema
basado en la más reductora simplicidad, en el mantenimiento de la identidad propia y en
la clausura radical que excluye cualquier diferencia. No logra, ni mucho menos, reducir la
complejidad a pesar de que ésa parece ser su función primera. Está construido sobre el
deseo de anular la complejidad, pero ésta triunfa siempre sobre él.
El exagerado concepto de sistema cuyos rasgos acabo de presentar resume,
asimismo, los elementos más negativos y detestables del concepto de especulación. Pues
en el sistema encuentra, como hemos dicho, su verdad la misma especulación. Y la
crítica contra el concepto de sistema equivale a criticar, en un nivel de mayor potencia, la
vaciedad de la especulación cerrada de la razón.

3.1.2. La lucha contra un concepto cerrado de sistema

La lucha contra el concepto de un sistema cerrado ha sido tan frecuente, a lo largo de la


historia de la filosofía, como el deseo de su construcción. Es posible, como ya he
advertido, establecer en forma paralela una historia del pensamiento sistemático y una
contrahistoria del pensamiento que lucha contra la formación de un sistema cerrado. Las
críticas contra un sistema cerrado son especialmente intensas a partir de la segunda mitad

117
del siglo XIX. Y esa actitud dura, en cierto modo, hasta nuestros días, dominando el
panorama de la filosofía contemporánea.
En la batalla contra el concepto de sistema deben distinguirse dos elementos:

1. Los aspectos puntuales del concepto de sistema criticados.


2. Los momentos por los que esta crítica ha encontrado un lugar sustantivo y ha
dado lugar a desarrollos filosóficos independientes.

Los aspectos más criticados del concepto de sistema son aquellos aspectos
paradójicos en los que el sistema muestra su fuerza y presenta, al mismo tiempo, su
aspecto más negativo. Se trata de los aspectos "no elásticos" del concepto de sistema,
que llevan al derrumbamiento y destrucción interna del sistema. Los más relevantes han
sido mencionados en la descripción que acabo de ofrecer.
Pero a todos ellos deben añadirse otros que, en cierto modo, resultan extraños y
exteriores al concepto de sistema. Son rasgos propios de una nueva sensibilidad
conceptual que no puede contentarse con el concepto clásico de sistema. Muchos de
estos aspectos representan aspectos significativos del modo contemporáneo de plantear la
actividad filosófica. Los mencionaré brevemente.

• La reivindicación de la diferencia y de lo particular. Lo particular es


considerado en sí mismo como sede de diferencias específicas, que lo
fundamentan.
• El abandono definitivo del ideal enciclopédico, motivado por una creciente
especialización y, sobre todo, por la creencia de que no es posible presentar
actualmente una adecuada suma del saber, aun cuando las exigencias de la
interdisciplinareidad deban matizar esta imposibilidad.
• La negativa a mantener un saber cerrado en sí mismo que no sea capaz de
establecer interconexiones entre diferentes aspectos de la realidad y del saber:
es la negativa a mantener un concepto de clausura que convierte al sistema en
la única referencia posible.
• La aparición de las críticas a la arquitectura axiomática y a los procesos de
deducción lineales, relacionados con el uso de una razón explicativa –así como
de un concepto de causalidad– de tipo lineal. Un proceso que ha afectado
particularmente a los mecanismos de percepción en el mundo del arte y de la
ciencia europeos de 1905 a 1914.
• La crisis del concepto clásico de certeza, que lleva a preferir los métodos de
aproximación frente a los procedimientos que prometen una certeza absoluta
que no puede nunca ser alcanzada.
• La desconfianza frente a toda perspectiva que se exija a sí misma ser universal,
globalizante y general; una desconfianza que afecta a cualquier planteamiento
con pretensiones de totalidad.

118
• La crisis de un modo de narración, que ya no hace posible –como ocurría con
una razón de tipo lineal– estructurar una historia de tipo lineal, como es la que
pretende narrar un sistema clásico con su modo de deducción también lineal.
• La negativa a admitir el poder constructor y "edificante" de la reflexión, lo que
supone la crítica a cualquier concepción de la filosofía y del sistema como una
actividad que deba realizarse en sus mismas construcciones. La filosofía
nunca puede ser considerada como una legítima actividad que pueda edificar
algo.
• El rechazo de la absoluta autonomía de la razón y del valor de cuanto concibe
una razón aislada como una metafísica vacía de sentido y como una
construcción sin fundamentos.

Tras cada una de estas críticas puede, como he dicho, escribirse una verdadera
historia. En todo caso, debe advertirse que cuando las críticas al concepto de sistema y
de especulación son consistentes renuevan algunos aspectos centrales del antiguo
concepto de sistema, ofreciendo algunas alternativas al mismo. Por ello, podemos afirmar
que:

a) Las críticas al concepto clásico de sistema surgen de la potencia de ese mismo


concepto. Cuando un sistema se encuentra adecuadamente formulado, es él
mismo el que ofrece flancos para su propia crítica. El mismo sistema genera,
en el momento de su máxima madurez, la posibilidad de su propia crítica. En
su máximo desarrollo se encuentra, también, su más débil perspectiva. De este
modo, el sistema se comporta de un modo semejante a las grandes ideas:
contienen siempre –si son verdaderamente potentes– los elementos de su
propia destrucción. Las críticas al sistema forman parte de él y no pueden
entenderse sin esta íntima relación con cuanto el sistema propone.
b) Cuando las críticas a un sistema son eficaces y se encuentran bien construidas
no son nunca críticas aisladas. Por el contrario, se trata de críticas que
mantienen entre sí una determinada conexión. Y es una conexión que
recuerda, en ocasiones, a una estructura sistemática, aun cuando no comparte
los rasgos criticados del concepto de sistema. Es el caso de muchas de las
propuestas calificadas como propias del "pensamiento débil": todas ellas,
cuando merecen la debida atención, son propuestas que tienen, en cierto
modo, una organización interna. Y serán tanto más radicales cuando más
intensa sea la interconexión que presentan.
c) Evidentemente, existen críticas puntuales al concepto de sistema que no forman
parte de entramado alguno. Son críticas aisladas, semejantes a
"divertimentos". Pero algunas de ellas son especialmente potentes y afactan a
puntos determinados del sistema. Estas críticas serán interesantes cuando ellas
mismas o, mejor aún, los resultados a los que llevan puedan entroncarse en

119
una propuesta organizada, que recuerda algunos rasgos del sistema, aunque
aparte de sí precisamente aquellos rasgos criticados. De otro modo, este breve
elemento crítico –semejante a un chispazo de agudeza– quedará sin resalte
alguno y se perderá al no poseer fuerza alguna.

Debo advertir de un asunto particular que se encuentra presente en toda crítica al


concepto de sistema y que se repite hasta la saciedad en nuestros días. Algunas de las
contribuciones significativas de la filosofía de nuestros días resultan prácticamente
ilegibles e incomprensibles. Cultivan una falsa sutileza de lenguaje y de argumentación
que desemboca en una sarta de incomprensibles y crípticas afirmaciones. Su carné de
presentación es la dificultad y la incomprensibilidad. Sin embargo, nada está más lejos de
una crítica radical y fecunda que esta actitud, que no es sino una verdadera enfermedad.
Enfermedad que, en cierto modo, se encuentra presente en algunas manifestaciones de la
filosofía contemporánea.
Este rasgo posee claras razones, y quiere encontrar fundamentos. Pero estos
fundamentos confunden siempre dificultad con complejidad. La verdadera complejidad
se encuentra en los problemas más obvios, en los que siempre han afectado al hombre y
a sus relaciones con las cosas y con otros hombres. La filosofía contemporánea se
encuentra, en algunas de sus manifestaciones, enferma de falsa sutileza y de vacía
dificultad. Conviene tenerlo presente. Sobre todo, cuando se desea analizar el valor de
algunas propuestas filósoficas asistemáticas: a veces son tan sóloun juego de lenguaje, un
mal ejercicio literario, un entretenimiento incomprensible y, a la larga, aburrido, un
camino que no lleva a ninguna parte. Y, lo que es peor, se quiere vender como el camino
que puede salvar a la reflexión de las servidumbres totalitarias de un clásico sistema de
ideas.
El denominado "pensamiento débil" ha parecido dominar las nuevas propuestas
filosóficas que se han originado en la crítica de los conceptos de especulación y de
sistema clásicos. No entraré en la originalidad de esta propuesta, que es ampliamente
conocida. Sí me interesa recordar, como he venido diciendo, que las propuestas
significativas del llamado "pensamiento débil" y del pensamiento posmoderno –algunas
de las cuales desean erigirse en alternativas al antiguo concepto de sistema– encierran
componentes significativos del concepto de sistema y, si desean ser eficaces, serán
también, en cierta medida, críticas sistemáticas. Aun en muchas de esas propuestas se
encuentra la nostalgia de un pensamiento sistemático. Es decir, de una propuesta "fuerte"
de reflexión. Ello no debe ser considerado como algo contradictorio. Por el contrario,
revela cuanto de más interesante tiene el "pensamiento débil". Que no se encuentra en su
debilidad, sino en la necesidad y en la nostalgia por hallar una verdadera fortaleza del
pensamiento.
Es hora de que analicemos los nuevos caminos que puede tomar la teoría organizada
sistemáticamente con la conciencia de las críticas señaladas anteriormente al concepto de
sistema. Ello no será sino un modo de rescatar cuanto de positivo pueda haber en el viejo
concepto de sistema.

120
3.2. Un nuevo significado de "especulación" y de "sistema"

Obteniendo las lecciones pertinentes de las críticas anteriores, creo posible sustentar un
concepto de teoría general (o de especulación) que puede ser empleada con provecho
como uno de los resultados esenciales de la filosofía. Ofreceré de ella una esquemática
caracterización. Pues su más adecuada descripción debe considerarse en la aplicación de
la reflexión teórica, en el desarrollo de la propia teoría. Aquí me limitaré a señalar una
serie de rasgos esenciales de este nuevo concepto de especulación.

3.2.1. Un nuevo sentido de la especulación

Los rasgos de una nueva consideración de la teoría deberán tener en cuenta, como una
de sus partes fundamentales cuanto he presentado en el primer capítulo, los aspectos
fundamentales de la filosofía. Estas actividades generarán un determinado tipo de teoría.
Así, la teoría deberá cumplir con los siguientes requisitos: la fascinación por lo obvio, la
ausencia de objeto propio, la reducción de la complejidad, la obsesión por la pregunta, el
paso al límite y la actividad diferenciadora. La teoría no sólo surge y es la concreción de
esas operaciones, sino que ella misma se encuentra surcada por los rasgos de las mismas.
Pero, adicionalmente a estos rasgos –y, en parte, como consecuencia de ellos– deberá
también cumplir los siguientes requisitos:

• El valor de la mediación. La teoría es un espacio de mediaciones. En ella,


todo lo inmediato queda disuelto en las mediaciones que lo constituyen,
mediante diferentes procedimientos que hagan resaltar esas mediaciones (i. e.:
búsqueda de mediaciones primitivas, resolución de situaciones intermedias,
análisis en términos de proceso y de génesis, etc.). Por ello mismo, la filosofía
debe destruir todo concepto de certeza inmediata y debe traducir toda realidad
estática a un lenguaje de actividad. Pues la mediación no es más que dotar de
movilidad a lo que se presenta con el rigor mortis de la inactividad y a lo que
se quiere presentar con el olvido de su génesis.
• La construcción de la generalidad. La teoría debe mantenerse en un nivel de
generalidad explícita y debe aspirar a la totalidad. La teoría disuelve cuanto es
particular en un conjunto de perspectivas generales. Respeta, como es obvio,
lo particular y encuentra en él un estímulo. Pero tan sólo para superarlo y
elevarse a la generalidad. El nuevo sentido de la teoría debe asumir el reto de
la generalidad, aun cuando para ello deba poseer correctores interiores que
cuiden de que esta generalidad no sea vacía y sin sentido.
La exigencia de generalidad supone disolver el núcleo de cuanto es
particular atendiendo a la diferencia que lo constituye como tal; no se trata de

121
anularlo –pues este tipo de generalidad no destruye la diferencia que
caracteriza a un particular– sino de elevarlo a su máxima potencia, destacando
precisamente lo que le hace ser tal particular y obligándole a que luche por esa
particularidad. Se trata de una lucha en la que –paradójicamente– lo particular
es reforzado y en la que la teoría se revela como el único modo de mostrar la
relevancia de lo particular.
Asimismo, el impulso hacia la totalidad es un impulso a construir un
contexto, un entramado de relaciones en el que lo particular adquiera su
verdadera relevancia y pueda ser adecuadamente comprendido; es un
contraste que siempre resaltará el valor de lo particular, al situarlo en su
perspectiva adecuada. Debe indicarse siempre que la generalidad y la totalidad
aquí exigidas deben entenderse en términos de dirección y nunca como
realizaciones completas. La teoría se encuentra surcada de tendencias e
impulsos, lo que es una consecuencia adicional de su carácter dinámico. Ello
supone recuperar el concepto de teoría como impulso, tendencia o Trieb, lo
que supone un rasgo importante de la actual filosofía hermenéutica, que
hereda este planteamiento de Schleiermacher, como ya expuse en mi ensayo
Armonía y razón. La filosofía de E. D. Scheleiermacher (Zaragoza, 1998,
especialmente cap. 4.4).
Es especialmente relevante, para entender el sentido en el que la totalidad
y la generalidad son exigencias de la teoría, considerar que la teoría deberá ser,
ante todo, una teoría de tipo relacional que encuentre en el ámbito de las
relaciones la expresión de su actividad. Y, por ello, los rasgos de generalidad y
de totalidad deben referirse a un conjunto de relaciones y al dominio de estas
relaciones. La generalidad y la totalidad plantean que sólo en tanto se sitúe al
objeto particular que la teoría desee considerar en un universo relacional del
máximo nivel –es decir, que no se corten arbitrariamente las relaciones que lo
constituyen– podrá ser comprendido este objeto.
• Los límites de las disciplinas. Una teoría de mediación, generalista y
relacional como la que pretendo considerar deberá ser, necesariamente, una
teoría transdisciplinar. Es éste el nuevo nombre que debe tomar la antigua
consideración de que la filosofía es una teoría de "segundo grado". Debe tener
en cuenta las aportaciones de las ciencias y disciplinas particulares de primer
grado, considerando el ámbito propio que cada una de ellas posee. Sin
embargo, no debe quedarse rezagada en la consideración de una sola de estas
disciplinas y encerrarse en su propio dominio.
La teoría debe situarse en el límite de la misma disciplina –una tarea que
es extremadamente difícil y que puede realizarse cuando una disciplina alcanza
un cierto grado de madurez– y la debe considerar desde ese límite. Por ello
puede plantear una perspectiva transdisciplinar: necesita y respeta la
particularidad de cada una de las disciplinas, pero ella misma se sitúa en los
límites de las mismas y busca conexiones entre ellas. Es decir, busca niveles

122
de relación entre las diferentes disciplinas particulares. Y se sitúa en el espacio
en que esas relaciones puedan establecerse.
Debe notarse que el término "transdisciplinar" exige mucho más que el de
"interdisciplinar". Este último denota la posibilidad de intercambiar disciplinas
y de situarse en el terreno donde estas disciplinas se entrecruzan. La
transdisciplinareidad pone en cuestión la sustantividad de cada disciplina
aislada, y encuentra el fundamento de la independencia de cada disciplina en
el ámbito que se encuentra más allá de los límites de cada disciplina. La
"interdisciplinareidad" supone analizar la conexión existente entre diferentes
disciplinas en términos del análisis de uno o varios objetos determinados.
La "transdisciplinareidad", por el contrario, analiza las diferentes
disciplinas en términos de los confines de los problemas que trata. Quien
adopte una perspectiva transdisciplinar deberá cargar con múltiples
acusaciones de diletantismo, superficialidad, falta de rigor y generalismo
inacabado. Ello no debe importar. Quien desee asumir tal perspectiva lo hará
tras haber asumido la necesaria ascesis que sustenta la práctica de diferentes
disciplinas y deberá haber sentido la necesidad de su superación: buscará el
rigor de los problemas en sí mismos, y no la comodidad de la rutina
disciplinar. Pues la exigencia transdisciplinar es una exigencia dictada por la
urgencia de los problemas y nunca por la comodidad de las soluciones,
cualesquiera que éstas sean.
• La constante apertura de los problemas. Un rasgo del concepto de teoría que
es posible desarrollar en filosofía resulta especialmente molesto a quien decide
considerarlo atentamente: la teoría resuelve los problemas al dejarlos abiertos,
y no al cerrarlos con una determinada solución. No es nunca enemiga de los
problemas, pues encuentra en ellos el estímulo de su funcionamiento. Cuando
la teoría resuelve algún problema lo hace de un modo particular: lo resuelve
parcialmente, de modo que el problema no queda anulado, sino que tras la
aplicación de la teoría se ha generado un nuevo nivel de problemas. Es decir,
la teoría no se limita a resolver problemas y a anularlos, disolviéndolos de un
modo definitivo. Resuelve algunos problemas para obligarse a plantear otros
nuevos.
Este rasgo intranquilizador de la teoría transforma el concepto de eficacia
de una teoría. Ordinariamente, se considera que una teoría es capaz de
atender a determinados problemas y de resolverlos con eficacia. Como he
indicado, resolverlos quiere decir, en algún modo, disolverlos, anular su
existencia. El concepto de teoría que reivindico no tiene, sin embargo, este
carácter tranquilizador, pues mantiene siempre abierta la herida que representa
un problema concreto. Lo importante es el problema, no la teoría.
La teoría sirve para afinar el nivel del problema y para que éste no pierda
su eficacia. Lo que no es poco, pues los problemas –como los virus–
transforman su apariencia, con el fin de no morir nunca. La filosofía que

123
genera teoría adecuada será siempre una actividad problemática, que mantiene
vivos los problemas. Por ello es teoría intranquilizadora; es, en realidad, un
instrumento de observación de los problemas y no de su disolución. Sus
objetos son problemas, sus resultados son consideraciones problemáticas
nuevas y su compensación más evidente es la creación de sorpresas
conceptuales.
• El "sentido"de la información. La teoría que elabora la filosofía tiene un rasgo
muy particular: ofrece escasa información, pero puede cambiar la perspectiva
desde la que se genera la información. Ocurre con esta actividad teórica lo que
Goethe afirmaba de Winckelmann: "con él no se aprende nada nuevo, pero
uno se convierte en un hombre nuevo". Es muy importante tener muy claro
este aspecto de la teoría filosófica para otorgarle su lugar adecuado. Ello es
especialmente importante en un mundo dominado por la información, como es
el nuestro. La filosofía devora información, pero no entrega, a su vez,
información, sino esquemas para seleccionar y procesar la información, que es
algo muy diferente.
La filosofía no puede vivir sin la información que le proporcionan las
disciplinas de primer orden y sin cuanto le aporta la experiencia estética. Esta
dependencia es ya un elemento indiscutible en nuestro tiempo, pues son esas
disciplinas las que proporcionan una información real sobre el mundo natural y
el mundo social, con todos sus componentes. Nadie debería estudiar filosofía
para adquirir información, como no sea una información sobre la historia del
pensamiento. Los grandes conceptos filosóficos no proporcionan información
en el sentido en el que hoy entendemos el concepto. Proporcionan modos de
tratar la información y brindan caminos para adquirir fuentes de información.
En este sentido, la teoría filosófica presenta un aspecto muy particular
respecto al mundo de la información. Es, en realidad, un "nudo reflexivo"
donde la información se considera a sí misma en forma recursiva. Ello permite
relacionar la filosofía con el mundo contemporáneo de la información. Y
permitiría, al mismo tiempo, pensar de nuevo el valor práctico de la filosofía
en nuestro propio tiempo.
Esta relación de la filosofía con la información permite entender uno de
los rasgos exigidos tradicionalmente a la filosofía: su capacidad para otorgar
sentido. Gracias a este requisito, la filosofía puede ofrecer caminos para
procesar información –ella misma no ofrece más que una "reflexión" de la
información– y, sobre todo, instrumentos para poder elegir diferentes tipos de
información y mantener una fundamentada posición ante su posible exceso.
• La creación de perspectivas. La teoría generada por la filosofía se asemeja a
un artefacto ideal que generara perspectivas para iluminar de un modo
tangencial los objetos que considera. El modo de comportamiento propio de
esta teoría –y uno de los componentes de su eficacia– no estriba tanto en
explicar de modo lineal, sino en destacar perspectivas desde las que pueda

124
considerarse el objeto a analizar y crear contextos en los que ese objeto pueda
ser situado. La filosofía explica creando perspectivas, construyendo contextos,
estableciendo relaciones y apuntando sugerencias. Ello permitirá, obviamente,
mostrar rasgos nuevos de los objetos considerados y encontrar, para ellos,
nuevas redes de relaciones.
Conviene advertir que esta concepción de la teoría no implica mantener
una concepción perspectivista del mundo, en la que un objeto se disuelve, por
su propia naturaleza, en múltiples perspectivas. Por el contrario, mi
concepción exige que el objeto sea siempre considerado en sí mismo y sea
respetado en su integridad. Se trata de dar perspectiva a esa integridad, de
mantener distancias frente a ella y de lograr, de esta forma, que la perspectiva
ilumine aspectos no considerados de ese objeto.
Por otra parte, se exige que una teoría eficaz en filosofía sea capaz de
construir muchas y variadas perspectivas de un mismo objeto. Uno de los
rasgos de la agudeza y de la adecuación de la teoría estribará, precisamente,
en la elaboración de esas perspectivas. Pero la unidad del objeto queda
salvaguardada. Al menos, la unidad que hace del objeto una unidad múltiple y
un centro de distintas referencias.
La teoría mantiene el nivel de independencia entitativa del objeto, sin
disolver su nivel ontológico. Lo que hace la teoría es entresacar las
posibilidades que el mismo objeto contiene y que no han sido suficientemente
destacadas. En realidad, cada objeto es una síntesis de muchas perspectivas,
un resumen de muchas historias y refleja, él mismo, el conjunto del mundo.
Ello equivale, en cierto modo, a mantener una adecuada "ternura por las
cosas" que el concepto clásico de especulación no era capaz de mantener.
Una referencia adicional se hace necesaria. Se trata de la relación
existente entre perspectiva e ironía. La ironía es, en realidad, una forma de
perspectiva. Y si se plantea que una adecuada teoría filosófica debe ser
concebida como un mecanismo de creación de perspectivas, parece obvio
señalar que existe una estrecha relación entre ironía y teoría. La ironía es,
entre otras cosas, distancia, inversión, crítica, movimiento y salvación del
objeto (o crítica acendrada para lograr una salvación más eficaz). La salvación
de la ironía es la salvación de la teoría. Es claro que tras el concepto de ironía
que manejo aquí se encuentra mucho más de lo que permiten los clásicos
manuales de retórica, que reducen la ironía a un simple procedimiento
comunicativo.
La ironía es un importante adjetivo de toda teoría. Ello me obliga a
relacionar mi concepto de ironía con algunos de los más antiguos elementos
presentes en la razón occidental. Y es la puerta para considerar la risa, el
ridículo, la pasión, y otros elementos tradicionalmente considerados accesorios
en una descripción de la teoría como verdaderos valores sustantivos. Con ello
adquiere mayor relevancia teórica no sólo el concepto de ironía, sino también

125
el de teoría, abriendo un espacio con importantes consecuencias reflexivas.
• Elasticidad y paradojas. Una teoría filosófica debe ser una teoría elástica; es
decir, debe ser capaz de adaptarse a circunstancias muy diferentes y debe
poseer un amplio dominio de aplicación. Este rasgo es, evidentemente, una
consecuencia del modo de comportamiento de la filosofía. Y, al mismo
tiempo, es una consecuencia de su exigencia de generalidad bien cumplida. Ser
flexible equivale a modificarse internamente cuando la ocasión lo exija, o bien
cuando el binomio autonomía-dependencia propio de la filosofía se haya
desequilibrado. Ello supone, asimismo, plegarse a lo que es su objeto del
modo más cercano: seguir los pliegues de lo real para, si es el caso, poder
actuar sobre ellos. Éste es un rasgo de extremado interés, que va de la mano
con la radicalidad exigida a la filosofía: se es radical porque se es lo
suficientemente ágil, flexible y elástico para poder analizar los más recónditos
aspectos de lo real y abordarlo en sus propios pliegues.
Pero ser elástico supone también admitir la paradoja como impulso
creador. Supone estar radicado en un campo de tensiones o fuerzas, ser un
núcleo de relaciones en tensión, mantenerse a sí mismo en un equilibrio
constante. Ello recuerda cuanto hemos dicho de un campo vibratorio y
permite explicar la semejanza de la teoría filosófica con la música, y la
necesidad que tiene la filosofía de contar con el ritmo.
Esta elasticidad permite explicar las múltiples formas que toma la teoría
filosófica y la multitud de soportes en los que puede expresarse. La filosofía
no puede tener miedo ni al equilibrio inestable: ella misma es –o debe ser– la
manifestación de ese equilibrio, de esa tensión de fuerzas. Y eso es lo que
molesta a muchos cuando consideran las aportaciones de la filosofía. Las más
auténticas aportaciones son las más elásticas y flexibles que pensar se pudiera.
Por ello, la única forma de vivir que la filosofía tiene es el peligro, la
frontera, el límite. Y por ello su ejercicio real comporta el escándalo, la
provocación y la verguenza. Nada hay rígido en la filosofía. Y la pulcritud,
rigor y tensión arquitéctonica de las más clásicas e impecables construcciones
filosóficas nunca tienen la pesadumbre de lo estático ni la rigidez de lo muerto,
sino el dinamismo de la tensión. Son construcciones sólidas y rigurosas para
poder soportar la tensión. Pues, contra lo que puede pensarse, es más difícil
mantener tensión que atesorar rigidez. Y cuando una teoría filosófica se hace
rígida, muere y se hace inservible. O bien es sometida a la crítica radical
porque ya no puede ofrecer nada interesante.
• El valor de la pasión. Nada puede entenderse de una teoría filosófica si no se
considera la pasión que la anima y si no incorpora un rasgo tan despreciado,
por lábil y difícil de concretar, como es el sentimiento. La mayor parte de las
consideraciones clásicas de la teoría han eliminado cualquier componente
pasional, sentimental o personal. El nuevo concepto de teoría que reivindico
debe incorporar este componente. Y reconoce que no hay reflexión sin pasión

126
ni sentimiento.
Este concepto de teoría pretende, de un modo necesariamente complejo,
incorporar el mundo del sentimiento y de la pasión, y hacer ver que una teoría
verdaderamente radical es una teoría que no puede olvidar el componente
pasional de la existencia y el mundo de los sentimientos en cualquier reflexión
teórica. Toda verdadera teoría potente tiene un fondo sentimental y pasional
del que surge y que, a su vez, ayuda a comprender y a manejar la estructura
de esa teoría.
La teoría incorpora la pasión y los sentimientos para ejercer un efecto de
crisol sobre ellas. Este efecto de crisol no lleva a su anulación. Por el
contrario, lleva a la asunción radical de las pasiones y de los sentimientos, que
se encuentran en el mismo inicio de la teoría y que se convierten en el motor
de su movimiento. La teoría realiza una transformación de los sentimientos y
de las pasiones. De sentimientos y pasiones particulares se ha pasado a
sentimientos y pasiones de carácter cósmico que ya no se limitan a un ámbito
meramente antropológico. Es el verderadero destino de las pasiones y los
sentimientos humanos: convertirse en sentimientos y pasiones cósmicos, que
superan el estrecho límite de la frontera de un sujeto particular y que alcanzan
su verdadera función en la teoría. La teoría, entendida tal como se expresa
aquí, supone la verdad del mundo de los sentimientos y de las pasiones.
Ante esta descripción, pueden levantarse justificadas voces de protesta:
¿dónde queda el valor del sujeto individual? Una primera lectura de cuanto
acabo de indicar puede plantear que este valor queda anulado. Sin embargo,
nada hay más alejado de la verdad. Lo que sí anula el valor del particular es
limitarse al ámbito de la simple particularidad, limitarse a un mero
planteamiento antropológico. Es ésta una consideración del mundo de los
sentimientos completamente abocada al fracaso por su estrecha particularidad.
La única manera verdadera de salvar el valor del ser humano es olvidar el
reducto antropológico y situarlo en una perspectiva más amplia.
• La necesidad de la organización. La teoría filosófica que aquí resulta
reivindicada plantea, como si de una fuerza interna se tratara, la exigencia de
completarse en una organización, que parece añorar las antiguas formas del
sistema pero, que en realidad, exige un nuevo concepto de arquitectura
organizativa para su realización. Cada uno de los elementos considerados
hasta el momento apuntan a la necesidad de esta arquitectura.
Esta tendencia a la organización se aleja del clásico concepto de sistema,
aun cuando no renuncia a mantener una arquitectura organizativa que tiene
rasgos esenciales, como veremos más adelante. Este tipo de organización
tiene, al menos, tres rasgos importantes que precisan su sentido: a) Por un
lado, otorga eficacia a la reflexión y a la creación de conceptos: es esa misma
arquitectura la que obliga a seguir produciendo conceptos y a mantener, no
sólo los resultados de la investigación filosófica, sino a animarlos y a servirles

127
de estímulo. b) En segundo lugar, la organización no es sólo un impulso a la
continua creación filosófica, sino que es una defensa respecto a toda
infundada autonomía de la razón teórica, ya que contiene mecanismos
internos de corrección. c) Por último, la organización de la reflexión filosófica
cumple una importante función estética: la arquitectura y el tipo particular de
orden –por muy particular que éste sea– tienen un significado estético, que se
hace exigente y que obliga a la actividad filosófica a ordenarse según un
determinado canon de belleza y, sobre todo, según un "estilo". Es decir, la
organización hace que la reflexión filosófica adquiera un estilo estético y no
pueda desarrollarse sin él; un estilo que es, en realidad, un ambiente donde se
desarrollan sus diferentes actividades y donde se encuentran adecuadamente
las diferentes creaciones de la misma.
Estos tres elementos de la organización teórica –el estímulo para la
creación, los mecanismos de autocorrección y la estructura estética– hacen
que la organización o arquitectura de la teoría sea una parte integrante de la
misma. Y, sobre todo, permite aportar una concepción nueva de la actividad
edificante de la filosofía: se trata de una actividad edificante que es, al mismo
tiempo, una actividad terapéutica: cura de exageraciones y se cura a sí misma
de infracciones que la anulan; en suma, se trata de una actividad edificante y
creadora que encuentra en sí misma la mejor forma de terapia.
Poseemos ya una descripción de la teoría filosófica que basta a nuestros
propósitos. Se trata de una teoría lo suficientemente radical para cumplir con
las exigencias de otorgar un sentido –o, al menos, de plantear su posibilidad–
al mundo que nos rodea. Una teoría en la que se cumplen las actividades de la
filosofía que he analizado anteriormente.
Los rasgos apuntados recogen los mejores rasgos de la especulación
clásica y los extienden, conservando su propia fuerza. Una teoría que cumpla
esos rasgos permitirá justificar un uso especulativo y una traducción
conceptual de un gran número de diferentes situaciones, de acuerdo con su
compromiso de generalidad. Pero es una teoría que debe encontrar una forma
propia de organización. Esta forma de organización, que es uno de los
componentes de la propia teoría exige ser tratada aparte. Pues en ella se
encuentra la reivindicación de un nuevo concepto de sistema.

3.2.2. Un nuevo concepto de arquitectura sistemática

Un sistema como el que pretendemos reivindicar debe constituir un ámbito en el que sea
posible realizar un conjunto de operaciones que, por otra parte, deben ser fomentadas
por la estructura misma del sistema. La posibilidad del sistema se encuentra ligada a la
realidad de estas operaciones; su justificación y su eficacia serán directamente

128
proporcionales a la presencia de esas actividades. Con ello se realiza una interesante
combinación entre posibilidad y realidad: la realidad del sistema estriba en las
posibilidades que es capaz de generar. Consideremos, brevemente, las exigencias que
debe cumplir un concepto de sistema para que sea aceptable en nuestro tiempo:

a) Un sistema debe ser un ámbito de relaciones. El sistema se define como un


espacio donde es posible relacionar, crear relaciones nuevas, revisar relaciones
antiguas, sentar bases relacionales, etc. El sistema encuentra su sustantividad
en el mismo concepto de relación. Sistema y posibilidad de relación son
idénticos. Poseer un sistema no es sino poseer un impulso para la relación,
servirse de un continuado estímulo para crear y revisar relaciones. Sin relación
no hay sistema. Es evidente que ello implica disponer de una refinada teoría
de relaciones. Sistematizar es relacionar. Ordenar y organizar es relacionar.
Poseer una arquitectura teórica equivale a poseer una arquitectura relacional.
b) Un sistema es un espacio de comparación. El sistema hace posible el ejercicio
de la comparación. Un sistema no sólo permite la comparación, sino que la
exige. Evidentemente, la comparación es una forma de relación, pero tiene
una particular relevancia, en tanto limita el sentido de la relación y plantea la
necesidad de contar con alternativas diferentes entre las que se debe escoger.
Por ello, la comparación es el triunfo de un modo de relacionar que se
encuentra conectado con la decisión y con la variedad. Concebido de este
modo, el sistema encuentra en su base un concepto de razón que no es sino la
razón del comparar, frente a la razón de la clasificación; una razón que sólo
puede ejercitarse teniendo a la vista múltiples posibilidades, perspectivas y
variaciones de un mismo tema; una razón que puede enfrentarse, de modo
progresivo, a la complejidad de nuestra sociedad contemporánea.
c) Un sistema es un ámbito de sugerencias. El concepto de sistema que reivindico
se encuentra unido totalmente al concepto de sugerencia: un sistema debe
sugerir. La sugerencia es, como ya vimos anteriormente, mera apertura,
perspectiva, insinuación. Y la sugerencia se encuentra totalmente unida al
concepto de claroscuro. Nunca exige la sugerencia una definición cerrada, sino
una indicación abierta. Es una invitación a seguir pensando, nunca a dejar de
pensar porque algo se encuentra totalmente explicado y, por ello, cerrado. Por
el contrario, al ser un espacio de sugerencias, el sistema en su conjunto será
una incitación a la reflexión y nunca su muerte. Este rasgo hace que el sistema
sea un ámbito esencialmente dinámico.
d) En un sistema como el que describo, se da un peculiar concepto de
comprensión. Ordinariamente, el concepto tradicional de sistema exige que
toda comprensión se encuentre encerrada en el ámbito del sistema. Es decir,
un elemento cualquiera resulta comprensible cuando puede ser reducido a
formar parte del sistema. En cierto modo, la pertenencia al sistema es ya un
requisito importante de comprensión. Como es bien sabido, éste es uno de los

129
más potentes rasgos del sistema, al tiempo que uno de los elementos que más
han sido criticados del concepto de sistema. Sin embargo, yo quisiera sustituir
este concepto de comprensión por el concepto de sorpresa.
En el sistema, la comprensión de uno de sus elementos se realiza
mediante un acto de sorpresa. Sorpresa y comprensión se encuentran
radicalmente unidos. Se comprende mediante la producción de sorpresa. Es
decir, cuando un elemento es capaz de ser introducido en un sistema, se
convierte –al formar parte del sistema– en una fuente de sorpresas. No hay,
en el sistema, ninguna manera de comprender si no es mediante la sorpresa.
Es evidente que ello obliga a rechazar todo sentido de explicación total y todo
sentido de elemental clausura del sistema. El sistema se comporta, pues, como
un particular traductor de las obviedades más cerradas y de los argumentos
más rutinarios en sorpresas y novedades. Y, sobre todo, hace resaltar que la
única manera de comprender equivale a abrir en mil sorpresas lo que se desea
comprender, a encontrar la capacidad de posibilidad, de novedad y de apertura
en lo que se desea comprender.
e) Finalmente, considero que el sistema debe ser un ámbito de "explosiones".
Cuando se construye un sistema se hace para que todo lo que se encuentra en
él contenido pueda explosionar. Nada hay, pues, en este concepto de sistema
que haga pensar en la absoluta muerte de una explicación estática. Por el
contrario, el sistema es un ámbito donde todo logro teórico no se entiende
como un tranquilizante, como una meta alcanzada de una vez por todas, lo
que supone rechazar un concepto de finalidad lineal, que impone siempre una
uniformidad mecánica. Es, tan sólo, un pretexto para encontrar nuevos
caminos, para explotar en nuevos contextos, nuevas relaciones, nuevas
sugerencias, etc. Nada hay pues de tranquilizante en nuestro concepto de
sistema. La única tranquilidad es la certeza de que, si se emplea como forma
de organización de la teoría, se atisbarán continuas explosiones y se estará en
el camino de la apertura y de la posibilidad más radical. Más aún, y ello tiene
importantes repercusiones ontológicas, hace ver que –en el sistema– lo que es
real es tan sólo un motivo para la explosión en novedades de ser.

En una derivación de los elementos que acabo de indicar, podemos decir que un
sistema como el que propongo, deberá cumplir los siguientes rasgos, que han de ser
considerados como requisitos de su propia constitución:

1. Poseerá una organización elástica.


2. Será un sistema de tipo vibratorio.
3. Será un sistema dominado por el concepto de ritmo y armonía. El ritmo y la
armonía serán elementos que lo caracterizan y que lo hagan diferente a otros
conceptos de sistema. El ritmo y la armonía exigidos al sistema son, claro está,

130
una consecuencia de su carácter elástico y vibratorio.
4. Será un sistema radicalmente abierto; es decir, su apertura se plantea como la
propia de los sistemas cibernéticos abiertos y se encuentra siempre en una
relación de conectividad con lo que no es él mismo. Sin embargo, esta
apertura queda compensada con una particular clausura, ya que debe poseer
unos mecanismos internos de procesamiento de la información que recibe del
exterior.
5. El sistema tiene una coherencia interna. Es ella la que gradúa, en forma
peculiar, la potencia de ritmo y armonía, así como la elasticidad que debe
caracterizarlo en todo momento. Y es ella la que marca el dominio de
sorpresa, de sugerencia, de relación, etc., que debe exigirse a un sistema. La
coherencia se encuentra dada por el procesamiento que el sistema es capaz de
realizar de la información que recibe, y que no es sino una particular forma de
conectividad que le permite elegir y considerar lo elegido bajo la forma de
relación. Esta coherencia es, como puede entenderse, una radical forma de
dinamismo que es la que estructura el mismo núcleo del sistema.
6. Finalmente, el sistema como tal no es sino una forma de otorgar eficacia y
claridad a la reflexión teórica. La claridad es un resultado de la reducción de
complejidad que el sistema ejerce. Reducción de complejidad que la oscuridad
evita y que no hace sino eliminar. Un sistema es, en cierto modo, un modo
dinámico de fijar los compromisos reflexivos que exige una teoría en nuestro
tiempo.

Con estos rasgos puede comenzar a reivindicarse un nuevo concepto de sistema que
elimine los impedimentos del concepto clásico de sistema. La dirección a que debe
apuntar un nuevo concepto de sistema indica la exigencia de una organización adecuada
que la teoría puede tomar para reforzar su propia potencia. Así, el sistema se mostrará
como un eficaz reductor de la complejidad. Y, sobre todo, podrá ser admitido en un
mundo elástico, en un mundo vibratorio y lleno de radicales novedades como es el
mundo que debemos enfrentar.

3.3. Referencias para una teoría filosófica de nuestro tiempo

Presentaré algunas referencias que puedan ser tenidas en cuenta por un sistema o una
teoría adecuadamente organizada. Como ya indiqué anteriormente, no trato de
reivindicar un concepto cerrado de sistema. Ello sería ir contra la evolución de la misma
historia del pensamiento que lo ha hecho inviable.
La única forma de plantear la necesidad de un sistema debe tener en cuenta los
condicionantes anteriormente expuestos, que convierten al vacío orgullo del antiguo
concepto de sistema en una tensión organizativa. Y aquí debe introducirse el fragmento.

131
Obsérvese bien lo que quiero decir: se mantiene una tensión sistemática para la que es
necesaria la presencia del fragmento. No hay, pues, contradicción entre fragmento y
sistema: lo importante es, pues, la tensión sistemática que permite hacer abiertos tanto al
sistema como a sus componentes.
Las referencias que expongo aquí deben completarse con las ideas señaladas
anteriormente, pero tienen un carácter diferente a éstas, pues ahora indico direcciones
para elaborar una teoría sistemática. Dividiré en tres conjuntos el muestrario de estas
referencias: un punto de partida en el concepto de materia como energía; una serie de
descripciones materiales del mundo que se derivan de ese punto de partida, y que deben
ser asumidas por la teoría. Y, finalmente, algunos rasgos necesarios que esa teoría
sistemática debe tener para poder ser asumida.
Insisto en que mi descripción es formal, y evitaré –intencionadamente– aplicarla a
análisis concretos. En ello sigo la línea de todo mi ensayo, a pesar de la dificultad en que
introduzco al lector, que debería verse recompensado con la variedad y el descanso de
algunos análisis determinados.

3.3.1. Un punto de partida: la materia como energía

Una teoría organizada debe partir de una serie de conceptos básicos, de unas constantes
primitivas. Son puntos de referencia constantes, presuposiciones siempre mantenidas
que, sin determinar el contenido, son compartidas por los componentes del sistema y se
encuentran en la base de cualquier deducción parcial que pueda llevarse a cabo en el
sistema. Estos conceptos básicos no cierran el posible desarrollo autónomo de una crítica
filosófica, que puede tomar diferentes direcciones; más aún: su carácter general obliga a
la adopción de formas precisas de deducción. Todos estos conceptos toman como punto
de partida las aportaciones de la investigación científica, para avanzar con ellas, por
encima de ellas. Los expondré de forma esquemática.
Una referencia fundamental de la teoría debe tener en cuenta una concepción
adecuada de la realidad, que sirva como punto de partida para elaborar diferentes
reflexiones. Pienso que esta base fundamental equivale a poseer un adecuado concepto
de la realidad material. Ello supone, como puede entenderse, una concepción de claro
corte materialista que se encuentra en la base de una ontología posible.
Hacer ontología sin contar con una adecuada base material equivale a hacer mala
poesía o fútil juego de palabras. Ello supone confesar un materialismo en el punto de
partida de la reflexión teórica. Una admisión que, como punto de partida debe ser
debidamente matizada, pues no equivale a afirmar que la materia deba ser considerada
como una constante cerrada de antemano o, lo que es peor, como una base de reducción
total. No se trata de repetir caducos esquemas del materialismo reduccionista de los siglos
XVIII y XIX, que tantas críticas ha recibido y tan flaco servicio ha hecho al materialismo
verdadero. Es, tan sólo, el reconocimiento necesario de una base material como la única

132
base posible desde la que realizar una reflexión adecuada. Es reconocer la misma raíz
constitutiva del ser humano y de cuanto le rodea: un denominador común al que nada
puede escapar y que debe ser incorporado con la suficiente fuerza en la reflexión.
El concepto de materia como energía es una de las herencias más geniales de la
ciencia de nuestro tiempo. Será el binomio materia-energía (o materia como energía) el
que se encuentre en la base de la reflexión sistemática que propongo. El pensamiento de
la energía es el nuevo nombre del antiguo pensamiento de la materia. Tal perspectiva
permite pensar la materia como energía, impidiendo reduccionismos simples y anulando
el sentido de muchas de las acaloradas campañas misioneras y proselitistas entre
materialistas e idealistas de las que el último tercio del pasado siglo fue tan rico. Sobre
todo, impide un concepto sustancialista y fundamentalista de la materia, que hace de ella
una sustancia inmóvil, determinada, como si una referencia muerta y estática pudiera ser
la base de una reflexión poderosa.
Entender la materia como energía supone, como es obvio, incorporar algunas de las
discusiones fundamentales de la física contemporánea. Asimismo, deben analizarse las
diferentes traducciones del concepto de energía en diferentes ámbitos de la reflexión
filosófica clásica. Semejante traducción permitirá validar el concepto de energía como
base de una reflexión de amplia potencia y generalidad. Por último, es necesario tener en
cuenta que el concepto de materia como energía obliga a introducir una perspectiva de
radical movilidad en la consideración de lo real; queda fuera cualquier planteamiento
estático, en tanto la forma de actividad de la energía es la realización de trabajo y
encuentra su mismo modo de ser en la radiación, que es una forma de movilidad
extrema. Ello obliga a establecer una serie de reflexiones derivadas, de elevado alcance
conceptual, que se unen por el denominador común de la movilidad esencial. Ya esbocé
algunas de estas reflexiones en mi ensayo Filosofía de la tensión: realidad, silencio y
claroscuro (Anthropos, Barcelona, 2004).

3.3.2. Un mundo tensional, vibratorio y elástico

La afirmación del concepto de materia-energía, como principio básico del que partir para
una descripción de la realidad, introduce una serie de conceptos derivados que permiten
describir lo real en términos de ese primer principio material. Estos conceptos dan por
supuesto una serie de principios aceptados entre los científicos de la naturaleza.
Pero lo que aquí me interesa destacar es el valor especulativo de los mismos, su
función especulativa. Ello permite aprovechar, en su función explicativa, el interés de
determinados conceptos generados en la investigación científica de primer orden.
Mencionaré tres conceptos fundamentales: el concepto de tensión, el concepto de
vibración y el concepto de elasticidad. Ellos permiten diseñar tres formas
complementarias de interpretación en términos de una misma base ontológica.
Analicemos someramente cada uno de esos conceptos, obviando sus componentes

133
estrictamente físicos.

• La tensión como punto de partida

Si se toma como base de lo real el concepto de materia-energía, se desemboca en la


tensión como una de las consecuencias de esa concepción que puede convertirse en un
modo de entender lo real. La tensión –y sus conceptos derivados como la tensionalidad y
la perspectiva tensional– es un componente básico de la realidad y permite una adecuada
descripción de lo real.
Tras este concepto se encuentra uno de los logros fundamentales de las teorías
contemporáneas del electromagnetismo. Y, en especial, los resultados de la denominada
"física de campo". Según la física de campo, la tensión es lo que permite cualquier
existencia, y es el sustrato que permite hablar de existencia y de realidad. Un mayor nivel
de tensión equivale a un mayor nivel de realidad. Ello comporta elevadas exigencias
especulativas. En esta perspectiva, todo concepto de sustancia queda unido al de tensión
y se identifica con él, y, en cierto modo, supone instaurar una lógica que tenga la
movilidad en su fundamento.
En toda tensión pueden distinguirse los términos de la tensión y la tensión misma.
Hay ocasiones en las que los términos de la tensión tienen una entidad propia y la tensión
se establece como un adjetivo de los mismos. Si ello es así, se puede anular la fuerza de
la tensión misma, que es considerada como un obstáculo para el nivel de realidad de los
extremos que la constituyen: éstos tienen más realidad que la tensión, y la tensión es algo
que debe evitarse, pues resta entidad a los extremos.
En este caso, la tensión se considera una enfermedad que debe ser combatida. Pero
en nuestra perspectiva interesa recordar que importa más la tensión que los términos
entre los cuales se da, y que ésta no puede anularse nunca: los términos deben explicarse
en base a la tensión; pues es la tensión la que los constituye, y no al revés. La tensión no
es, en este caso, una ausencia, una deficiencia o un obstáculo que debe anularse.
Debe tenerse en cuenta, como ya he afirmado, que es la tensión lo que posibilita
cualquier nivel existencial: la existencia debe ser comprendida como una diferencia de
potencial, que se fundamenta en la tensión. Siempre que se hable de existencia, debe
hablarse de la tensión que la hace posible. La existencia es, en realidad, una diferencia de
potencial, y la realidad no es más que el establecimiento de un determinado nivel de
tensión. Sentar este argumento es importante. Ello supone, adicionalmente, la necesidad
de establecer una ontología de la tensión, que permita explicar no sólo la base de lo real,
sino los diferentes tipos de tensión y las posibles "diferencias de potencial" metafóricas
que puedan distinguirse.
Tres componentes se deducen, al menos, de este realce de la tensión: la presencia de
la tragedia, la presencia de un decurso temporal y la presencia del riesgo. Los tres son
derivaciones sustantivas del concepto de tensión. Toda tensión tiene una inmediata

134
traducción trágica. La tragedia es, ella misma, tensión y las grandes tragedias que
componen la historia y la memoria cultural de Occidente describen núcleos tensionales en
torno a las cuales se configura esta misma cultura.
La tragedia que comporta la tensión es paralela a la fuerza que la tensión tiene y
siempre se encuentra presente, en tanto la tensión no puede ser anulada. Descubrir y
reforzar el componente trágico de la tensión supone encontrar un fundamento material a
uno de los más constantes rasgos antropológicos y supone establecer una conexión
inmediata entre el ser humano y la materia de que está formado y a la que pertenece.
Esta relación permite incorporar aspectos que pueden parecer tan olvidados en una
perspectiva materialista como son el deseo, la pasión, la duda, la elección, etc. Spinoza
ya mantenía esta perspectiva, al considerar a las pasiones como "afecciones" de la
materia. Pues bien, todos estos elementos son componentes de la tensión como tragedia.
Y podrán ser entendidos mejor desde esta perspectiva. Es significativo que esta línea
argumental permita hacer antropología rigurosa desde un punto que parece ser su propia
negación; es decir, desde la base en que la posibilidad de reflexión sobre el hombre como
ser peculiar se identifica con lo que es más común: la base misma de toda la realidad, la
materia.
Establecer la tensión como punto de partida equivale a instaurar la necesidad de una
reflexión sobre el riesgo. Considerar la tensión supone, asimismo, considerar el riesgo
como un elemento central. De hecho, no puede entenderse el significado de la tensión sin
comprender el componente de riesgo que la constituye. Riesgo se identifica con tensión,
y la tensión es el espacio mismo donde anida el riesgo. Ello tiene una gran relevancia
tanto en los períodos de la historia humana como en las etapas particulares de una
biografía particular. Pero lo tiene más, en mi opinión, en nuestro propio tiempo, donde el
riesgo se ha hecho rasgo sustantivo y es el objetivo de muchas de las más importantes y
relevantes actividades humanas. Como ya indiqué, estamos necesitados de una verdadera
ontología del riesgo –ontología y no sólo antropología– y la perspectiva de la tensión
como elemento constitutivo de realidad nos ofrece la posibilidad de pensarla y de
incorporarla eficazmente a nuestro entorno inmediato.
Por último, me interesa destacar que el concepto de tensión se encuentra unido
indiscutiblemente a una perspectiva temporal. Toda tensión exige el tiempo para ser
comprendida. Es desde el tiempo desde donde puede realizarse un planteamiento
coherente de toda tensión. Lo interesante de la tensión no es tanto la oposición
mantenida, sino el decurso de esa oposición que se desea mantener y que tiene
momentos diferentes en su desarrollo, momentos que son esencialmente temporales.
Si la tensión es despojada de su componente temporal, queda anulada y se convierte
en una simple oposición estática. O, lo que es peor, en el concepto vacío de una lucha u
oposición irreductible entre dos términos. Ello supone que analizar el mundo y lo real
desde el punto de vista de la tensión implica, necesariamente, la introducción decidida del
tiempo en la consideración de lo real. Analizar lo que es real como tensión implica, en
cierto modo, analizarlo como un evento temporal.

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• La elasticidad

Estrechamente ligado al concepto de tensión se encuentra el concepto de elasticidad.


Pienso que una de las referencias adecuadas para elaborar una teoría en nuestro tiempo
es considerar lo real desde el punto de vista de la elasticidad. Tomo prestado este
concepto de la física y de sus aplicaciones tecnológicas más relevantes, hoy presentes en
el estudio de la resistencia de materiales. Y parto de una elemental definición del
concepto de elasticidad como "propiedad de un cuerpo para recobrar su tamaño y su
forma después de haber sido deformado", que es la primera definición intuitiva de la
elasticidad.
Tomar como base de descripción de lo real el concepto de elasticidad supone afirmar
que la elasticidad es un rasgo constitutivo de lo real, y que algo es tanto más real en
cuanto es elástico. Supone –como ocurre en el caso de la tensión– que la elasticidad se
convierte en criterio ontológico. Describir el mundo en términos de elasticidad supone,
asimismo, una serie de elementos adicionales que, en este momento, no puedo sino
indicar brevemente. La elasticidad supone manejar un concepto de identidad particular:
algo es ello mismo en tanto es capaz de ser elástico, en tanto puede admitir profundas
deformaciones y, desde ellas, volver a ser lo que era.
La identidad no es ya algo estático, sino algo sujeto a un vaivén de deformaciones: lo
importante no es una identidad estática, de tipo sustancial, sino la posibilidad de asumir
las deformaciones. De hecho, es más importante la posibilidad de las deformaciones que
la misma identidad inamovible. En esta perspectiva, tiene identidad propia lo que puede
deformarse y lo que puede regresar a sí mismo desde esa deformación. Es decir, se
privilegia el concepto de deformación y la posibilidad misma de deformación sobre
cualquier otro criterio de identidad.
Una importante consecuencia que se deduce del privilegio de la elasticidad es la
agilidad, la posibilidad de encontrarse en diferentes circunstancias, sin dejar de ser uno
mismo. Es el triunfo de la agilidad suprema, que resulta elevada a rasgo de la realidad. El
problema de las diferentes identidades que puedan asumirse, el problema del teatro –que
plantea notables cuestiones ontológicas–, la posibilidad de adoptar máscaras diferentes,
etc., son todos problemas semejantes que pueden ilustrarse eficazmente si se posee una
ontología de la elasticidad.
Siempre que se habla de máscaras y de maquillaje se presupone que existe una
realidad única que se mantiene fija, y que esas máscaras son adjetivos que ocultan lo
que, quizá, no debiera ocultarse. Sin embargo, desde la perspectiva de la elasticidad, la
realidad está continuamente enmascarada y maquillada. No lo está para ocultar algo o
para silenciar defectos inconfensables, sino porque en ese maquillaje y en esas máscaras
se muestra la capacidad de adaptación y de elasticidad central que refleja el poder mismo
de lo real. Cuanto más real sea algo, más elástico será y mostrará una mayor capacidad
de maquillaje y enmascaramiento, porque las máscaras y el maquillaje tienen una realidad
tan esencial como la ausencia de las mismas.
La agilidad es flexibilidad y capacidad de eficaz respuesta a estímulos muy variados.

136
La agilidad es posibilidad de adaptación y capacidad para soportar positivamente cambios
sustanciales. Ser ágil implica poder asumir los cambios y ser feliz en ellos. Ser ágil
supone situarse en los resquicios de lo real, en las penumbras, en las sugerencias que lo
real puede mostrar. Es decir, supone instaurar el reino de lo real desde las articulaciones
que lo forman, desde lo que le hace eficazmente móvil y "engrasado". Y, asimismo,
implica considerar, de modo sustantivo, las situaciones-límite en las que lo real puede
dejar de serlo y en las que lo que se denomina real encuentra su justificación en el límite
de lo que él mismo parece ser.

• La vibración

Una tercera perspectiva para analizar y describir la realidad material es la de la


vibración. Según la descripción física de la vibración, un cuerpo vibra cuando se da en él
movimientos periódicos o de vaivén, que pueden ser ejemplificados por el movimiento de
un péndulo, de una cuerda bajo tensión, o de las ondas de sonido que se expanden en el
aire. Conviene recordar aquí lo que supuso la introducción de la vibración y de la
radiación frente a las teorías corpusculares de la materia: la vibración hace accesible la
comprensión de la estructura ondulatoria –no corpuscular– de la materia.
La vibración incluye los elementos anteriormente analizados de la tensión y de la
elasticidad, hasta el punto de que hay una directa proporción entre vibración y tensión. El
análisis eficaz de la vibración debe tener en cuenta las descripciones y análisis que de ella
se realizan en la física contemporánea y que aporta datos fundamentales sobre la
vibración como estado material y como rasgo esencial de la materia considerada como
energía.
Deben indicarse dos aspectos esenciales del estado de vibración, que tienen
relevancia para nuestros propósitos. Por un lado, el problema de la movilidad. Por otro,
el problema de la finalidad. La vibración es un estado que permite analizar lo existente
desde el movimiento. Asimismo, la vibración es un estado de referencias múltiples,
donde el movimiento se realiza en muchas direcciones diferentes.
En suma, en el ámbito de la vibración es necesario plantearse de un modo nuevo el
problema de la dirección y de la finalidad del movimiento. Desde la perspectiva de la
vibración es posible pensar en un estado o situación que no se encuentren regidos por
una finalidad única de tipo lineal y, por tanto, permite expresar de modo nuevo los
problemas de la teleología.

3.3.3. Las exigencias de una teoría posible

Conectados con los conceptos anteriores, puede señalarse otra serie de conceptos, de

137
carácter más general, que es posible emplear para elaborar una teoría acorde con los
requisitos que acabo de indicar. Me limitaré a enumerarlos, señalando algunas de las
consecuencias que comportan, pues han aparecido muchas veces en las páginas
anteriores. Y, como ocurre con otros conceptos centrales que han aparecido en este
ensayo, remito a otras obras posteriores para un tratamiento más pormenorizado de los
mismos. Indicaré cinco de estos conceptos primitivos: posibilidad, relación, armonía,
ritmo y adecuación ecológica. Todos ellos califican, en cierto modo, la teoría que debe
construirse, ya que deben encontrar cabida en ella. En definitiva, se conciben como
verdaderos "trascendentales teóricos", se relacionan con los rasgos anteriormente
señalados y, en cierta medida, se derivan de ellos. Incluyamos algunas indicaciones sobre
ellos:

• La admisión de la posibilidad

El concepto de posibilidad debe ser un componente esencial de una teoría, lo que


supone admitir la posibilidad como categoría central de análisis y como rango ontológico
prioritario. Privilegiar la posibilidad equivale a plantear la realidad en términos de
posibilidad y no al revés. El valor sustantivo descansa en la posibilidad, que es la
categoría ontológica fundamental.
Semejante perspectiva supone, entre otras cosas, abordar el siguiente elenco de
cuestiones: la estructura de un universo de alternativas que se basa en la posibilidad de
existencia de las mismas; el intento de un análisis racional de la creatividad y de sus
consecuencias, entendiendo la creatividad como una categoría ontológica central; la
comprensión de la posibilidad de transformación de una realidad y de la generación de
realidades nuevas, un tema que se encuentra unido al tema central del progreso como
fenómeno ontológico.

• La creación de relaciones

El concepto de relación debe ser una categoría central de toda teoría general que se
construye de acuerdo con las referencias apuntadas anteriormente. Puede decirse que
algo es o que algo tiene realidad en tanto es capaz de mantener determinadas relaciones,
en tanto es capaz de relacionarse o de ser establecido en relación, respecto a algo. La
relación, en suma, es un criterio de identidad, pues la identidad de un determinado objeto
es el lugar que ocupa –con todas sus matizaciones– en un determinado entramado de
relaciones. Y, del mismo modo que ocurría con la posibilidad –que es previa a la
categoría de realidad–, la relación se encuentra en el mismo nivel –nunca en un nivel
subordinado o inferior– de la categoría de realidad. Ello hasta el punto de que diferentes

138
niveles o grados de relación suponen grados paralelos de entidad.
Es evidente que el tema de la relación queda conectado con el problema de la
tensión, la vibración y la elasticidad: las tres tienen una estructura relacional y sólo
podrán ser adecuadamente comprendidas si se atiende al rango prioritario de la relación.
Adicionalmente, el ámbito de la relación permite entender adecuadamente el tema –
anteriormente sugerido en estas páginas, como una exigencia de la actividad filosófica–
de la sugerencia y del contexto de sugerencias: la generación de sugerencias y la creación
(o elucidación) de contextos no es más que la creación –siempre ajustada a criterios– de
un espacio de relaciones, en el que lo analizado adquiere una nueva luz.
Un tema adicional, que tiene componentes epistemológicos y no meramente
entitativos, es el que permite establecer una conexión entre la relación y la concepción del
pensamiento como actividad relacionante. Desde esta perspectiva, conocer equivale a
establecer relaciones adecuadas, con un criterio determinado. Ello supone situar bajo un
nuevo sentido de relevancia las consideraciones de la comparación, la analogía y la
metáfora. Ninguna de las tres serán consideradas figuras literarias, sino que poseerán un
interés propio.
Esta reivindicación de la relación desemboca, como parece obvio, en el tema de la
complejidad. La complejidad implica sobreabundancia de relaciones y se forma siempre
desde una gramática de relaciones, que no se agotan nunca en una correspondencia
biunívoca. Por ello, plantear el concepto de relación como concepto primitivo de una
determinada teoría general llevará, casi de modo inmediato, a plantear el tema de la
complejidad. Tema que, como ya he tenido ocasión de indicar, es uno de los más
importantes retos teóricos de nuestro tiempo y que ninguna teoría debe dejar de analizar.
Asimismo, es en términos de relación como pueden analizarse dos ámbitos
problemáticos de extraordinaria relevancia: la selección y la información. Son dos
problemas que comparten muchos rasgos comunes y en cuyos términos deben resolverse
cuestiones de trascendental importancia, que no pueden quedar relegadas al ámbito de la
teoría de la información o de la teoría de la decisión. Notemos que algunos de los más
relevantes problemas de nuestro tiempo pueden ser analizados desde las dos perspectivas
anunciadas.

• La armonía y la diferencia

El concepto de armonía tiene una relevancia especulativa que no puede


menospreciarse, y debe ser incluido, como concepto primitivo, en una teoría de carácter
general. La armonía incluye, en su configuración teórica, los conceptos de relación y de
diferencia, combinándolos de forma original. Puede parecer extraña esta reivindicación
del concepto de armonía, que suele entenderse ordinariamente como un término musical.
Pero lo que me interesa señalar es la relevancia especulativa que este concepto posee.
En el concepto de armonía debe destacarse la combinación de las diferencias y el

139
uso que puede hacerse de esa combinación. Se trata de una combinación que existe,
precisamente, por un sustantivo mantenimiento de la diferencia. No podría haber
armonía real sin diferencias. La armonía es una arquitectura realizada con diferencias. De
ahí su importancia y su valor especulativo.
El pensamiento ordinario sostiene otro concepto de armonía, que lleva a la anulación
de las diferencias y de los contrastes. Es lo que se quiere dar a entender cuando se
recuerda que una concepción armónica es semejante a una concepción equilibrada,
donde el equilibrio se constituye como uniformidad y negación de diferencias. La
diferencia es, esencialmente, desequilibrio, estridencia, contraste. Pero es ella la vida de
la armonía. Sin diferencia no habría armonía, sino simple uniformidad. La armonía no
puede nunca ser un modo de aniquilar la diferencia. Por el contrario, la armonía ayuda a
soportar realmente la diferencia. Es la manera gallarda de enfrentarla. Quizá la única
forma de vivir con la diferencia. Por eso considero importante reivindicar el concepto de
armonía como medio de mantener la diferencia.
Por otro lado, el concepto de armonía es un concepto esencialmente relacional. Sin
relaciones no puede haber armonía. Todo universo armónico es un universo relacional.
Cuanto hemos dicho de la necesidad de la relación debe quedar incorporado, en grado
sumo, al concepto de armonía. Lo importante es que un espacio de armonía es un
espacio de relaciones. Y que, del mismo modo que no puede existir la armonía sin el
mantenimiento de la diferencia, tampoco puede existir sin el mantenimiento de la
relación.
Uno de los rasgos que posee un pensamiento construido según la gramática de la
armonía es la belleza y la elegancia de tal pensamiento. Con un importante añadido: el
placer que proporciona una combinación armónica y, por qué no decirlo, la catarsis de
tranquilidad y paz que puede aportar. Por ello, la armonía debe encontrarse en el núcleo
mismo de una teoría y de una filosofía que pretenda llevar tal nombre.

• El ritmo

También suele entenderse el ritmo como un concepto limitado a la estructura


musical. Yo quisiera recuperar su sentido para que forme parte, como concepto
primitivo, de la estructura de una teoría adecuada. Suele definirse el ritmo como la
alternancia ordenada de elementos contrastantes en un medio musical. El elemento
fundamental del ritmo es, pues, la alternancia de contrastes y la presencia ineludible de
un contraste que se hace contexto general de todos ellos.
La configuración del ritmo presenta, a mi juicio, los siguientes elementos
conceptualmente relevantes:

a) La presencia de un contraste, que debe concebirse como una diferencia: el


ritmo exige siempre la presencia viva de una diferencia.

140
b) El ritmo es un contraste que enmarca todo un período de sonidos, todo un
episodio de armonías; un contraste que, en alguna manera, es condición de la
existencia de ese episodio de armonías y, en cierta medida, es creado por él.
Nada hay más interesante que analizar las diferencias de ritmo: son diferencias
verdaderamente significativas, pues el ritmo viene exigido por lo que se quiere
decir. El ritmo es, en realidad, creado por la misma secuencia musical; pero, al
mismo tiempo, crea esta secuencia. Es una especie de natura naturans, que se
constituye en un proceso de autorreferencia decisiva. Es una necesidad de
autocreación, sin cuyo cumplimiento no puede existir la melodía. El ritmo es
lo que hace a la misma melodía, es lo que permite distinguir una determinada
melodía y lo que dicta el espacio de creación en el que los diferentes sonidos
tienen su lugar. Es, en cierto modo, un criterio de identidad que permite la
máxima variación posible.
c) La vida de la melodía se encuentra totalmente dominada por el contraste
rítmico, aunque ello sea de una manera casi imperceptible.
d) El ritmo es una especie de repetición constante, que se establece como una
memoria imperceptible que es condición de existencia. Esta repetición no es
algo superfluo y nunca puede ser destruida, bajo pena de que desaparezca la
misma melodía. Por el contrario es, como ya he dicho, su condición de
existencia. Es un ejemplo, en suma, de cómo la repetición puede llevar a la
creación.

Todos estos elementos conceptuales, presentes en la idea de ritmo pueden ser


recuperados para la teoría. Con las distancias obvias que la comparación entre música y
teoría exigen, como es obvio. Recuperar el concepto de ritmo para la teoría no sólo
significa que la teoría debe tener una estructura rítmica. Y una teoría con ritmo exige una
determinada estructura interna, como es obvio. Sin embargo, lo realmente importante es
plantear que ello supone poder abordar la realidad ontológica y la existencia humana
desde una perspectiva rítmica y musical. Un complemento inmediato a cuanto he
afirmado de la armonía. Pero, en el caso del ritmo, con una estructura más determinada.
En suma, se trata de componer teoría como si se tratara de componer una pieza
musical, con un especial énfasis en su estructura rítmica. Y ello tiene indudables
consecuencias, que van más allá de toda consideración metafórica y que implica
mantener una perspectiva musical sobre lo real, al considerar que la realidad puede ser
concebida e interpretada como una partitura.

• La búsqueda de la totalidad

Una teoría contemporánea debe ser una teoría ecológica. La ecología es un nuevo
nombre para el concepto de totalidad que plantea problemas de gran relevancia. Pero la

141
ecología no es solamente la mirada de la totalidad, sino una perspectiva en la que la
totalidad debe formar parte de cada deducción individual y en la que el contexto se
encuentra siempre presente, de un modo genético. Por otro lado, una perspectiva
ecológica otorga relevancia sustantiva a las interrelaciones y de las interacciones. Para la
ecología, un caso aislado debe interpretarse de un modo dinámico, en virtud del contexto
que lo ha generado. E inaugura un concepto de razón eminentemente relacional.
Gran parte de los conceptos analizados anteriormente en este apartado encuentran
un lugar en la perspectiva ecológica que reivindico para la formación de una teoría
adecuada. No hago con ello, pues, más que manifestar un deseo de conexión que debe
establecerse entre los conceptos primitivos aquí reseñados. Sin olvidar, como vengo
repitiendo hasta la saciedad, que sólo es en los análisis particulares y en las formas
definidas que toma la configuración de la teoría como deben ser considerados
adecuadamente los conceptos aquí propuestos.

3.4. La teoría como hogar de la tragedia y de la paradoja

Una teoría como la que deseo reivindicar en este ensayo debe ser una teoría que admita
la paradoja. Pero no como algo negativo, sino como un elemento positivo, que debe
configurar el centro mismo de la teoría. Esto supone un rechazo de algunas de las
concepciones que consideran la paradoja como enemiga de cualquier tipo de reflexión y
que, por tanto, es necesario combatir.
No es la mía –como la de muchas otras perspectivas teóricas– una admisión sin
condiciones de la paradoja. Exige una reflexión sobre el sentido de la paradoja, que
permita establecer criterios para distinguir entre paradojas creativas y paradojas
paralizantes de la reflexión. Ello tiene que ver con la posibilidad de la distinción que
señala la paradoja.
Existen paradojas donde la distinción y la diferencia no diferencian nada y es un
mero juego de negatividad vacía. Por el contrario, existen paradojas que surgen de la
fuerza de la misma distinción y que generan cuestiones que se convierten en elementos
generadores de teoría. No insisto más en ello, pues hacerlo supondría diseñar una teoría
de la paradoja, que no deseo iniciar aquí, pues excedería en mucho el educado tamaño
que este ensayo debe tener.
Esta admisión contundente tiene una serie de consecuencias importantes algunas de
las cuales indico ahora. Porque son consecuencias que afectan directamente a la
reivindicación del esfuerzo del concepto y de una teoría filosófica adecuadamente
organizada. Aceptar la paradoja –o, al menos, aceptar su consideración como elemento
creativo de la reflexión– supone que todo cuanto se considera en reposo no es más que
una forma de equilibrio, siempre inestable. En suma, supone atender que nos
encontramos condenados al movimiento, a la inquietud, al deseo. Tal es nuestra propia
condición y tal es la condición de la misma realidad. La paradoja no es más que una

142
muestra de esta situación. Una muestra que, desde una perspectiva especulativa,
convierte a la paradoja en expresión de esa realidad que se niega a toda consideración
estática y en generación de dinamismo, inquietud e intranquilidad.
La admisión de la paradoja supone la admisión incontestable del dinamismo, del
movimiento, de la intranquilidad y del deseo como punto de partida y como contexto
ecológico de cualquier tipo de reflexión. Pero subrayar –como lo estoy haciendo con la
admisión de la paradoja– el aspecto dinámico de la realidad, equivale a subrayar el
aspecto temporal de la realidad. Por ello no es extraño que admitir la paradoja equivalga
a admitir uno de los más radicales dinamismos: el dinamismo temporal. En suma, a
admitir un mundo de eventos radicales, donde la única forma sustancial es la
sustancialidad del evento o suceso temporal. La admisión de la paradoja supone admitir
la existencia del tiempo como forma de extremado dinamismo y la admisión del mundo
como evento.
Si la consideración de la paradoja en una teoría lleva a privilegiar el movimiento y la
temporalidad, no debemos olvidar que ello supone considerar una particular forma de
racionalidad que supere la añoranza de la quietud y del reposo. En mi perspectiva de
análisis se privilegia la racionalidad que pueda enfrentar y mirar de cara el dinamismo y la
temporalidad, así como los productos fragmentarios que ella pueda producir. Nada queda
ya, si no es para combatirla, de la racionalidad estática. La añoranza de la quietud deberá
ser suprimida por la esperanza del dinamismo, de la creación, del evento y de la sorpresa.
La admisión de la paradoja supone, asimismo, la admisión del riesgo, y de cuanto
este concepto supone, con un carácter sustantivo. Pues el riesgo se sitúa siempre en el
borde mismo de la paradoja. No sólo es él mismo paradójico, sino que abre toda una
serie de paradojas posteriores. En suma, seguir el camino de la paradoja es seguir el
camino del riesgo y de la oportunidad, entendida ésta según el antiguo concepto de
kairós. Y ello no sólo como forma de elección y como guía práctica de vida, sino como
un rasgo de la realidad que toma la forma de un inexorable destino. Con ello se eleva el
riesgo a un rango más general de racionalidad y se le despoja de esa mínima condición a
que lo condena el considerarlo sólo como un componente de la acción. La admisión
radical de la paradoja es uno de los caminos más seguros para elaborar una ontología del
riesgo y de la apuesta.
Una teoría que admita la paradoja en su seno será, necesariamente, una teoría
trágica. Pues la paradoja se encuentra en el seno de toda verdadera tragedia. Lo dejo
indicado. Recuerdo, asimismo, que exigir una teoría trágica conlleva el deseo de
establecer una teoría como teatro, recuperando el antiguo sentido del teatro como
tragedia purificadora que configuró la Grecia clásica y que sigue estando presente en
muchas de las más relevantes aportaciones teóricas de Occidente.
Esta reivindicación de la paradoja que, en mi opinión, debe atravesar toda verdadera
teoría es, como he indicado, excesivamente elemental y exige una atención mayor de la
que puedo concederle ahora. Pero ya es lo suficientemente explícita para mostrar su
relevancia. Existen muchas paradojas generales que poseen una constante presencia en
una teoría filosófica. Señalar algunas de ellas es un buen ejercicio de reflexión. Entre

143
estas paradojas importantes, cabe señalar las siguientes, que plantearé en forma de
oposición: razón/locura, razón teórica/razón sentimental y pasional, felicidad/dolor,
paz/inquietud, silencio/ruido, compañía/soledad, vida/muerte.
Todas ellas son oposiciones paradójicas que se traducen con facilidad en el ámbito
de la vida cotidiana. Y que también tienen traducción en la reflexión teórica. Aquí me
basta con señalar su valor. E indicar que recorrer la vía dolorosa de la paradoja es
siempre estímulo creativo de la teoría.

144
4
La razón apasionada

C oncluiré mi descripción de la filosofía haciendo referencia a una serie de asuntos


prácticos que debe tener en cuenta quien pretenda comprender lo que la filosofía es. El
tono de este capítulo es semejante al de una fuga musical. Por ello, se privilegia aquí la
repetición de una serie de motivos, tan sólo sugeridos, que deben ser completados por el
lector y que permanecen abiertos para una posterior elaboración.
Tres son los temas que componen esta fuga: la filosofía concebida como un destino,
como una forma de amistad, y como saber de soledad y de silencio. Ninguno de estos
temas debe considerarse de modo aislado. Al exponerlos aquí descubrimos, quizá un
secreto que debería haber quedado guardado. Es el secreto que anima gran parte de las
grandes obras filosóficas; pero también es un secreto que se venga de quien lo descubre
totalmente. Por eso me expresaré con sugerencias siempre abiertas.

4.1. La filosofía como forma de vida

Hay una tesis central que quisiera mantener en este apartado: la conexión existente entre
la actividad filosófica y la forma de vivir. Se trata de una tesis en apariencia simple. Pero
creo conveniente subrayarla cuando, como ocurre tantas veces, se limita el ejercicio de la
filosofía a un ejercicio de erudición o a una simple materia de enseñanza.
Esta apuesta por una forma de vida marcada por la actividad filosófica no debe
llevar a fáciles paralelismos que destacan la relación inmediata entre una forma de ser y
una forma de conocer. Se encuentra muy lejos de mi intención postular esta relación
inmediata, que puede caer en el sensacionalismo, en la ingenuidad que lleva a buscar
novedades vitales o en un espíritu de intolerancia o de combativa y proselitista misión.
Plantear esta relación ingenua equivale a hacer de la filosofía una especie de falso saber
iniciático que promete una salvación de pacotilla a quienes se encuentran huérfanos de
referencias prácticas para orientar su vida.
Presentar la filosofía como forma de vida no resulta nada sencillo. Emplearé,

145
intencionadamente, un lenguaje descriptivo, como he hecho en todo este ensayo.
Ahorraré, como vengo haciendo, referencias eruditas e históricas. Plantearé indicaciones
que deben ser posteriormente desarrolladas. Y me centraré en cuatro asuntos
fundamentales que describen la filosofía como saber de salvación, como destino e
itinerario; y, finalmente, el retrato de una ideal vida de filósofo: es decir, la descripción de
una vida dominada por la filosofía.

4.1.1. La filosofía como destino

La consideración de la filosofía como una forma de saber que ayuda a conformar un tipo
de vida no es nueva. Afirmar que existe una relación entre la filosofía y el modo de vida
que se ejercita al practicar la filosofía exige, en mi opinión, destacar dos temas de
relevancia histórica, que unen a la filosofía con otras formas de saber. Se trata de la
consideración de la filosofía como saber de purificación y salvación.

• Un saber de purificación

Es posible, y así se ha hecho históricamente en múltiples ocasiones, considerar a la


filosofía como un saber de purificación, como un modo de liberarse de obstáculos que
impiden alcanzar un adecuado conocimiento. De hecho, algunos de los más importantes
sistemas filosóficos parecen exigir esta purificación como prólogo a la consideración de
sus argumentos más relevantes.
Esta purificación o cátarsis es una lucha contra formas de existencia incorrecta,
modos de consideración intelectual inadecuados, o falsas actitudes ante el reto de la
existencia. Toda purificación debe contar con ritos de iniciación, cuya fuerza dan cuenta
de la dificultad de la purificación y, en cierto modo, del interés de cuanto reporta esa
purificación. La historia de la filosofía se encuentra llena de esos ritos. Cada uno de los
grandes sistemas filosóficos los posee, a no ser que queden convertidos en meros
expedientes de información académica.
Manteniendo la perspectiva general que aquí defiendo y que hace caso omiso de las
diferencias entre posturas y sistemas filosóficos, existe un denominador común de la
necesidad de purificación. Algunos de los elementos de este frente negativo son los
siguientes: la uniformidad, la inmediatez, la prisa y el corto plazo, la intolerancia, la
ingenuidad crédula, la falta de perspectiva, etc. En síntesis, se trata de purificar los
elementos negativos que se oponen a las operaciones señaladas en nuestros capítulos
anteriores.
La labor purificadora esencial de la filosofía queda cumplida al plantear el resultado
de la reflexión de un modo que ilumine la vida eficazmente, sin quedar nunca en un mero

146
producto intelectual. Es decir, que produzca una síntesis entre el conocimiento y la vida,
que logre la penetración de la vida por la fuerza del pensamiento. Ello supone, entre otras
cosas la posibilidad de considerar la globalidad del sentido de la vida humana y de la
realidad en la que esta vida se encuentra encarnada. Pero también la capacidad de
afrontar lo obvio de manera creativa o la posibilidad de adoptar siempre renovadas
actitudes ante la tragedia que configura la vida humana y la fundamentada consolación
ante lo que figura como inevitable.
La unidad entre conocimiento teórico, pasión y sentimiento es un elemento
importante de esta consideración de la filosofía como saber catárquico y purificador. Esta
unidad obliga a pensar de nuevo, como ya indiqué, una de las más tradicionales –y
nefastas– oposiciones que han configurado la concepción del conocimiento teórico como
algo que debe ser purificado de toda pasión o sentimiento particularizador. El camino
debería ser el inverso, pues la filosofía universaliza ese mundo pasional y sentimental,
otorgándole un verdadero rango teórico y haciendo de él un elemento indispensable de la
reflexión filosófica.
De hecho, siempre será posible considerar un trasunto sentimental y pasional de los
grandes conceptos y teorías, por abstractos que éstos sean. Más aún: éstos pueden
mantenerse en ese elevado nivel de abstracción –que, como requisito de generalidad es
indispensable en filosofía– porque llevan en su misma "sangre" deductiva la fuerza del
sentimiento y de la pasión, de la que no pueden desprenderse.
Encontrar la relación de las más abstractas deducciones filosóficas con la pasión y el
sentimiento es algo obvio para quien ha recorrido los caminos de la purificación
filosófica. Y es un medio de trabajo necesario para quien desee recorrer ese camino.
Asimismo, y pensando de un modo inverso, puede decirse que captar bien un concepto o
teoría filosófica equivale a asumir y captar el trasfondo sentimental sobre el que ese
concepto se encuentra construido: si no se alcanza este trasfondo, resulta muy difícil que
pueda alcanzarse realmente el sentido mismo del concepto.
En fin, la purificación ejercida por la filosofía deberá desembocar en un concepto
real de razón apasionada y de sentimiento intelectual, que elimine la distinción entre
pasión y razón. Es preciso considerar esa distinción desde una perspectiva más amplia
que permita unir ambos elementos en conflicto. Entonces podrá comprenderse la tensión
que anima la elaboración de los más abstractos sistemas de filosofía, y de sus
deducciones más refinadas. Tras todas esas actitudes que parecen enfrentadas, se
encuentra la misma conexión entre razón y sentimiento que deberá convertirse en uno de
los principios esenciales de la actividad filosófica.

• Un saber de salvación

Unido a la fuerza de la purificación, debe situarse otro elemento importante de la


reflexión filosófica: la filosofía como saber de salvación. La filosofía redime esos

147
aspectos donde parece adormecerse la creatividad del ser humano y donde se unen –
paradójicamente– la afirmación y la negación de cuanto más original posee el ser
humano. Sin necesidad de agotar la nómina de estos aspectos, pueden indicarse algunos
de ellos: la rutina, el aburrimiento, el hastío, la repetición mecánica (no la repetición
creativa, que es necesaria a cualquier forma de existencia), la injusticia que se cree
natural, el absurdo de tantas situaciones de la vida humana, la inexorabilidad del destino,
la impotencia radical para modificar los más íntimos aspectos de la existencia, etc.
La filosofía salva de todas estas maldiciones de la existencia humana aportando una
particular lucidez que permite situarlas en un contexto adecuado, sin llegar a anularlas. Se
trata de una lucidez de conocimiento y de pasión, de teoría y de sentimientos que desea
encontrar el sentido de esas maldiciones. Junto a la lucidez sobre esos aspectos negativos
y esenciales de la existencia humana, la filosofía ejerce una función salvadora al permitir
la apertura de la reflexión a terrenos no considerados anteriormente, al ofrecer
oportunidades de nuevos espacios de relación, de nuevos contextos, de nuevos elementos
de juicio. Y la filosofía puede, asimismo, ejercer una particular forma de salvación al
abordar el problema del límite.
Hace posible "ver" más allá de los límites impuestos y vivir en ese terreno de los
confines, que se encuentra vedado para quien no considera el aspecto esencial del límite.
Es decir, permite mantener un pensamiento escatológico. Advirtamos que tal es el sueño
de todo creador. Y es que considerar lo real desde una perspectiva escatológica no es
sino sentir que, aunque no se haya creado la propia existencia, ésta puede, al menos,
considerarse desde la perspectiva del creador. Es una paradoja que la filosofía regala a
quien se ha dejado purificar por ella y a quien pretende salvarse con ella.

• Un destino y un itinerario

Considerar la filosofía en relación con la vida supone considerar la posibilidad de que


la filosofía se convierta en un destino. ¿Qué significa considerar la filosofía como
destino? Algo tan simple y fundamental como ser poseído por la filosofía. Es decir,
dedicarse a la filosofía porque se ha sido poseído por ella. Afirmar la filosofía como
destino es otorgar un rango esencial de sujeto dinámico a la filosofía; es decir, pensar que
la filosofía puede seducir, hacer vivir y también aniquilar.
Y describir la filosofía como destino equivale a plantear que la filosofía se impone
como necesidad. Entonces la filosofía deja de ser una actividad entre otras para
convertirse en una amada prisión, en una condena querida. Entonces no es posible huir
de ella, ya que se ha convertido en una verdadera fuerza fundamental, sumidero de
pasiones y creadora de estímulos siempre nuevos. Es, en suma, el sentido de la filosofía
como trampa de la que no puede escaparse y que siempre se manifiesta, aun en
momentos poco propicios y en espacios no preparados para ello. Desde la perspectiva del
destino, un filósofo lo es siempre, y no puede evitar el serlo.

148
Unido al tema del destino y, sobre todo, a la relación existente entre filosofía y vida,
se encuentra la consideración de la filosofía como un itinerario, como un particular viaje.
La gran mayoría de los grandes textos que son "fundadores" de tradiciones filosóficas o
que plantean problemas realmente significativos tienen una estructura semejante a la de
un itinerario y exigen del lector o intérprete un esfuerzo semejante al que requiere
emprender un arduo camino o seguir una determinada dirección, y su comprensión exige
abordar los ritmos y direcciones de tal camino. Por ello, pienso que existe una gran
semejanza entre la elaboración de un pensamiento filosófico con un Bildungsreise, con la
experiencia adquirida en un "itinerario", donde se mantiene un determinado ritmo,
marcado por el sentido de las etapas transcurridas. En el viaje se combinan, de un modo
único, las experiencias intelectuales y las experiencias personales: se da una combinación
tan estrecha como aquella que postulamos para la filosofía. De ahí su relevancia.
La filosofía es siempre un viaje interior. En él se conquistan nuevos niveles de
experiencia y de conocimiento. Se accede a metas insospechadas y se purifica lo que
parece superfluo. Considerar el seguimiento de un camino interior supone abordar cuanto
es exterior para redimirlo de su exterioridad o de su lejanía respecto al sujeto que lo
siente, y convertirlo en riqueza interior. Lo exterior –lo lejano al sujeto, lo que le es
extraño– quedará incorporado, en toda su plenitud, al ámbito de posesión propia del
sujeto que recorre el itinerario.
Emprender un viaje interior supone una forma de vivir, con mayor plenitud, la
fuerza de la exterioridad. Es entonces cuando se alcanza una interioridad luminosa donde
se difuminan las fronteras –tantas veces artificiales– entre lo exterior y lo interior. Cuando
eso ocurre, cuanto es interior se vive con la misma fuerza de claridad y de posesión que
lo exterior. Es decir: se plantea la unidad entre la reflexión y la existencia, entre el mundo
de la conciencia que reflexiona y el mundo de la exterioridad a la que la conciencia
parece ordenarse. Es, en realidad, la plenitud de la unidad entre el hombre y el cosmos.
Supone la desaparición de una frontera que había separado el mundo de la reflexión del
mundo de la vida. Lo que constituye una ganancia no pequeña para la filosofía, que ésta
ofrece a quien desea adquirirla.

4.1.2. Una vida filosófica

Todo lo anterior puede parecer demasiado abstracto si no indico algunos de los rasgos
que, en mi opinión, pueden configurar una vida filosófica. Obviamente la expresión "vida
filosófica" debe entenderse en un sentido metafórico, al modo en que Richard Strauss
traducía en música (y la comparación no es ingenua) lo que consideraba una Kunstlers
Leben o "vida de artista". Está muy lejos de mí, como vengo indicando, establecer
gratuitos paralelismos que permitan construir fáciles "fórmulas" que prometen la felicidad
cotidiana y auguran remedios mejores que cualquier medicamento.
Las páginas que siguen permitirán concentrar, en rasgos determinados, lo que he

149
expuesto anteriormente como rasgos generales. Y me permitirá, asimismo, introducir
algunos datos, más concretos, que pueden configurar la vida de un filósofo, y que
ilustran lo planteado en el capítulo 3. Insisto en que cuanto digo debe entenderse y leerse
como una melodía; se llevará a error quien desee considerarla al pie de la letra.

• Contemplación, información y sensibilidad

Pienso que una vida filosófica se encuentra regida por tres principios iniciales: el
ejercicio de una sensibilidad extremada, la exigencia de contemplación y la continuada
búsqueda de información. Y, por supuesto, una acción acorde con esos tres principios.
Ya tuvimos ocasión de analizar algunas de estas actitudes cuando consideramos la
profesión del filósofo en el capítulo 2. Pero conviene no perderlas de vista.
La observación y la contemplación son rasgos esenciales de una vida filosófica
adecuada. Por ello, quien se esfuerza en alcanzar una permanente situación de
contemplación, y quien es capaz de alcanzar mayores niveles de observación y
contemplación, cumple uno de los rasgos esenciales de una vida dominada por la
filosofía.
Pero la contemplación y la observación se encuentran en unidad inmediata con la
capacidad de sensibilidad, de un modo que se refuerzan mutuamente. La capacidad de
sensibilidad teórica y conceptual se encuentran unidas. Necesitan ejercicio. Y precisan
una ascesis adecuada. Cuando llegan a un cierto nivel, se asemejan a un estado vibratorio
de gran intensidad, en la que la sustantividad de ambas se transforma en una elasticidad
adecuada.
Este estado de pura vibración me permite hablar de la sensibilidad. Cuanto más se
observa y se contempla, puede alcanzarse una mayor sensibilidad. La vida filosófica es
una vida de sensibilidad urgente. Todo en ella puede servir como estímulo de reflexión. Y
es más importante la capacidad de sentir que la posibilidad misma de expresar cuanto se
siente en una formulación adecuada.
La sensibilidad, en una vida filosófica, es semejante al monstruo de la voluntad que
describió Schopenhauer: nada puede escapar a su voracidad. Es una herida abierta, por la
que entra el mundo exterior e interior. Es vivir siempre "en carne viva", considerar que
nada de lo que realmente ocurre le es ajeno al filósofo. Esta sensibilidad es la que explica
la gran variedad de intereses que puede poseer un filósofo y el valor de los continuados
proyectos abiertos en su trabajo. Por ello, bien puede decirse que una vida filosófica
parece siempre abierta a nuevas consideraciones y a reformulaciones continuadas. La
sensibilidad impide que la vida del filósofo quede cerrada. Y, si alguna vez se clausura,
será para producir momentos más intensos de extraordinaria sensibilidad.
Junto a la contemplación y a la sensibilidad, es necesario situar la información. Es
una consecuencia de los elementos anteriores y se encuentra matizada por ellos. Una
vida filosófica es una vida dominada por la búsqueda de la información. Pero la

150
búsqueda de información que realiza un filósofo es particular. No se trata de acumular
datos, ni de acribillar bancos de datos en busca de la última monografía. Se trata de una
información dirigida y selectiva; una información buscada con placer, para cuyo dominio
es necesario recorrer muchos y muy variados campos que hacen romper el criterio de
especialidad. Una vida filosófica hace realidad la continuada búsqueda de información, la
búsqueda incesante que nunca se detiene.
Sin embargo, la conjunción entre información y filosofía es muy peculiar. Dos
elementos califican esta alianza: a) en una obra filosófica, la información buscada queda
reducida a una serie de datos esenciales, que tiene la apariencia de ser simple en exceso;
b) ordinariamente, en una obra filósofica no es fácil encontrar información puntual y
determinada: la filosofía hace "reflexionar" recursivamente la información sobre sí misma
y hace desaparecer su carácter cuantitativo para que aparezca su carácter cualitativo. Es
decir, para que aparezca su sentido. Así podemos comprender por qué en muchas de las
grandes teorías filosóficas se encuentra poca información, pero hay en ellas multitud de
elementos que ayudan a buscar información de un modo orientado.

• La crítica contra lo inmediato

Una vida dominada por la filosofía es una vida dirigida por la crítica contra toda
forma de inmediatez. La filosofía es, como ya indiqué, la escuela de la sospecha, de la
desconfianza y de la crítica. No acepta nada inmediato tal como se presenta. Puede
acudirse a la historia de la filosofía para comprobar este rasgo. Es lo que ha motivado
gran parte de los sistemas más originales en filosofía. Y lo que ha hecho de la filosofía un
enemigo de lo que aparece como el más elemental sentido común. Y es que lo inmediato
es mero material en bruto para que la filosofía pueda trabajar sobre él. No podrá haber
filosofía sin esa crítica de la inmediatez. Y sin su contrapartida inmediata: la creación de
mediaciones que permitan considerar, bajo una nueva luz, lo que antes aparecía como
inmediato.
Este modo de actuación sirve también para defender un determinado concepto de
sentido común y la elaboración de un concepto de realidad apto para la vida práctica.
Muchas aportaciones filosóficas reivindican el llamado espacio del sentido común como
punto de partida de sus reflexiones o como meta de sus conclusiones.
Pero la filosofía llega a lo inmediato tras un refinado proceso de mediaciones: se
sorprende de que lo inmediato exista como tal y de que los hombres no hayan advertido
las trampas que encierra lo que califican como "normal". Ya lo habíamos analizado al
comienzo de este ensayo: es el secreto que oculta el trato de la filosofía con las
obviedades y con la complejidad. Es en el ámbito de lo cotidiano y de la experiencia
ordinaria donde hay más material de reflexión, de análisis y de sensibilidad. Y donde hay
un abierto campo de batalla contra la inmediatez. La buena fe y la costumbre no son,
muchas veces, más que velos de hipocresía y elixires de pereza. Contra ellos se dirige

151
siempre la filosofía en sus batallas críticas.

• La creación de un pensamiento propio

Hay una tensión que puede dominar la vida filosófica y que la hace especialmente
relevante. Se trata del trabajo conceptual que lleva a crear una visión propia, a lograr una
percepción filosófica propia y personal. Semejante trabajo está dominado por una tensión
creativa, que orienta los esfuerzos de contemplación, observación, sensibilidad e
información. En una expresión elemental, podemos decir que esta tensión es la que obliga
a realizar un trabajo con el fin de elaborar una teoría propia, un sistema de interpretación
que lleve el rasgo de la personalidad propia. Puede parecer pretencioso el exigir la
creación personal como rasgo importante de una vida dominada por la filosofía. Pero no
se trata tanto de buscar la originalidad absoluta sino de mantener una tensión para lograr
una síntesis personal, que se conciba como creativa y que ayude a recabar mayores
niveles de sensibilidad y de contemplación.
Es importante destacar este rasgo, ya que el esfuerzo de creación de un pensamiento
propio permite enfrentar el cúmulo de información que se plantea en nuestro tiempo y
que tantas veces permite evadir la urgencia de pensar por uno mismo. Si no se aborda
ese problema, nunca podremos encontrar un sentido adecuado a tanta información como
debemos procesar. Una de las consecuencias del actual modo de entender el trabajo
intelectual es someterse a esta presión informativa, que resulta un freno –¡cuando debería
ser un estímulo!– para abordar la propia creación. En filosofía esto es muy corriente: la
dependencia de la historia de la filosofía, el comentario de otras obras filosóficas, un
modo meramente erudito de realizar historia de la filosofía, y la sensación de
aplastamiento ante un cúmulo de "santones" de la reflexión filosófica, pueden convertirse
en obstáculos que impiden este trabajo creativo.
Ni que decir tiene que esta creación personal –muchas veces en la forma de un
breve sistema o teoría propia– debe someterse a una serie de normas, supuestas en las
convenciones del trabajo intelectual riguroso. Y exige, claro está, dominar esa particular
artesanía del rigor de las deducciones filosóficas, como ya indiqué en el capítulo anterior.
No pretendo afirmar que la elaboración de un pensamiento propio, por sencillo y
humilde que sea, se convierta en un acto de creadora anarquía. Exige un esfuerzo, una
información adecuada, una sensibilidad y el dominio de una artesanía que no pueden
olvidarse. Pero nunca se quedará limitada al conocimiento de esa artesanía ni al manejo
de la información necesaria. La erudición puede llegar a ser una enfermedad que lleva a
confundir el esfuerzo filosófico con una capacidad de almacenar datos. Y que, en
definitiva, es ya mejor realizada por un cerebro electrónico que por un cerebro humano.

152
• Un tempo lento: la paciencia y la espera

Ya advertí en páginas anteriores que el filósofo tiene una especial relación con el
tiempo. Y una vida dominada por la filosofía deja traslucir algunos aspectos de esta
relación. En especial, la exigencia de situarse ante el transcurso del tiempo y la prisa o
urgencia con que nosotros –para quienes la brevedad de la vida humana quiere
convertirse en medida universal del tiempo– queremos vivir nuestra existencia y los
avatares de nuestra reflexión. Por el contrario, una vida dominada por la filosofía ha
introducido la mediación en el transcurso del tiempo. Lo considera siempre en
perspectiva. Es esta perspectiva la que hace de una vida dominada por la filosofía una
vida de espera y de paciencia.
La paciencia impone un tempo lento y otorga una especial serenidad. La
apresuración, la prisa, la ansiedad, son todas formas negativas de inmediatez temporal, y
deben ser redimidas y purificadas en la paciencia. La paciencia es una actitud artesanal
respecto a cuantas realidades –que son todas las importantes– se encuentran formadas
por el tiempo. La paciencia siempre se refiere al presente. Aporta una particular
tranquilidad que engendra un positivo escepticismo respecto a toda afirmación de
carácter inmediato. Y, sobre todo, inaugura un sentido de las "cosas bien hechas", que
sólo con un empleo paciente del tiempo puede lograrse. La paciencia otorga un sentido
artesanal al conjunto de la existencia. Y, sobre todo, dará lugar a un trabajo muy libre, en
el que no se interfieren los valores de la moda y se privilegia la actitud de un espectador
que es capaz de de dominar el ritmo de la realidad con elegante orgullo.
La esperanza es una actitud temporal que tiene que ver con el futuro. También es,
como la paciencia, una lucha contra la prisa y el corto plazo. Es el triunfo de la lucha
contra toda concepción que admita el fin de la historia. Contra cualquier tipo de fin.
Porque la esperanza es el sentido mismo de la utopía: el sentido de que no existe
"todavía" lo que no creemos realizable. La esperanza, cuando es liberadora, otorga un
sentido de perspectiva extremadamente valioso a todo trabajo filosófico. Y es ella la que
redime el dolor de la creación y la que permite otorgar un sentido al ritmo mismo de la
existencia temporal. Sin esperanza no puede haber existencia plena. Aun cuando esa
esperanza se exprese de un modo negativo, o deba ser analizada como una meta lejana.
Tiene la función de un horizonte lejano, pero siempre presente, como indicó Ernst Bloch
en su relevante trabajo titulado El principio esperanza. Es como un sueño que siempre
está a punto de salir de su secreto. Pero la esperanza debe ser arduamente trabajada para
que pueda ser sostenida. Pues la esperanza no se regala nunca, como nunca se regalan
los verdaderos valores que nos sustentan. Debe ser siempre construida con pasión y con
esfuerzo.

• El sentido de la acción

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Uno de los rasgos tradicionalmente más destacados de una vida dominada por la
filosofía es su relación con la acción. Ordinariamente se ha considerado que una vida
filosófica es una vida dedicada a la contemplación, a la teoría, a la visión, pero siempre
apartada de la acción. O, mejor dicho, retirada de los compromisos que exige la actividad
práctica. En ello, la filosofía comparte algunos rasgos con el conjunto de otras
actividades intelectuales. Sin embargo, debe revisarse esta concepción tradicional que
tanto daño hace a una correcta comprensión de la contemplación y de la misma vida
filosófica.
No es tan importante afirmar que el filósofo debe ser o no hombre o mujer de
acción, como afirmar la relación que el filósofo debe mantener con la acción. Lo
importante es advertir que la relación del filósofo con la acción ha sido siempre una
relación distante y crítica. La filosofía se esfuerza en crear perspectivas desde las que
considerar la acción. Y de hecho, una gran parte de la investigación filosófica se ha
generado en este distanciamiento, que ha permitido iluminar la acción de un modo
adecuado.
De un interés especial resulta discutir la relación existente entre la contemplación y la
acción. Se trata de una antigua discusión que resulta difícil de dirimir con unas pocas
palabras. Es una discusión semejante a la que se plantea en el seno de ciertas tradiciones
religiosas, que encuentran en esa relación un componente fundamental.
La contemplación genera un tipo de acciones muy determinadas, que pasan
inadvertidas a quienes sólo privilegian un tipo de acción exterior, que pueda medirse
según normas convencionales. Son acciones a largo plazo, acciones profundas, acciones
muy selectivas, acciones que se ajustan a la profundidad del ser humano y la unen a la
profundidad de la existencia real. Basta considerar algunos rasgos de la vida de los
monasterios contemplativos y de los eremitas, que tan significada ha sido a lo largo de la
historia y que, entre otras cosas, ha logrado formar parte de la tradición cultural de
Occidente. La acción sustentada en la contemplación (y distanciada por ella) es una
acción imperceptible y sosegada que no busca el reconocimiento ni la inmediata
realización de objetivos, sino que se establece a largo plazo y es capaz de plantear
virtudes de verdadero heroísmo. Se trata de una acción que permite encontrar el sentido
de lo que denominamos, vulgarmente, activismo.

• La crítica del poder

Esta reflexión sobre la acción que caracteriza a una vida dominada por la filosofía,
debe ser unida a un rasgo fundamental de la existencia humana, que se encuentra
conectado con la acción: el poder. Muchas veces se actúa para encontrar el poder, para
alcanzar el poder, para mantener el poder o para anular una forma de poder. Es decir,
existe una directa relación entre la acción y el poder. Pero si la filosofía permite revisar el
sentido de la acción, mucho más permitirá revisar el concepto de poder.

154
No puedo, como es obvio, realizar aquí una adecuada elucidación del poder. Me
limitaré a realizar algunos comentarios que considero pertinentes para ser abordados
cuando está relacionado con una vida dominada por la filosofía. En primer lugar, el poder
supone siempre una neta distinción entre sujeto y objeto, que diferencia dos planos de
realidad, lo que tiene consecuencias inmediatas, pues se trata de una diferencia reforzada
en múltiples formas.
Junto a esta distinción, el poder introduce una jerarquía que ordena en superior e
inferior lo que cae bajo su ámbito. Esta jerarquía establece una división que refuerza la
anterior y que plantea la necesidad de establecer la distinción entre superiores y súbditos;
se trata de una y particular distinción en la que los súbditos suelen carecer de
sustantividad y siempre deben ser entendidos en función de los superiores. Toda
consideración del poder debe tener en cuenta esta división, que le es consustancial y que
puede tener muchas causas diferentes. De hecho, la discusión sobre el origen del poder
no es sólo la discusión sobre el origen de la sociedad, sino sobre el origen de la misma
realidad. Con ello estoy afirmando que el poder tiene raíces ontológicas y son ellas las
que deben analizarse para comprender sus implicaciones éticas y políticas.
Existen muchos modos de intentar superar esta división necesariamente jerárquica,
mediante una acción que tiene claros componentes ontológicos: la repulsa del poder
existente en una violenta explosión revolucionaria originada al no poder mantener la
tensión a que lleva la jerarquía, que se considera injusta; la sustitución de los esquemas
de poder, del que es un ejemplo el mantenimiento del poder en las democracias formales
que cuentan con el binomio gobierno/oposición; el mantenimiento de un poder absoluto
que se considera ya como poder natural y del que no se permite crítica alguna; una
farisaica y camuflada crítica de la jerarquía –y sobre todo de la jerarquía existente– que
lleva a instaurar una jerarquía diferente, que comparte los rasgos más evidentes del
poder; en fin, la lucha radical contra toda forma de poder que se lleva en la acción
práctica y, sobre todo, que se inscribe en la propia práctica personal.
Frente a todas estas posturas, debe situarse una vida dominada por la filosofía. Ésta
podrá criticar la constitución del poder, elaborando refinadas deducciones que permitan
considerar su naturaleza y su posible sustitución. O bien, en forma más radical, negará
cualquier forma de poder. Lo que equivale a pensar que todo poder es esencialmente
negativo; es decir, que es negativa toda postura de fuerza, toda imposición, toda
jerarquía, toda dependencia, toda relación de dominio. Tal perspectiva llevará a pensar
que toda forma de poder es negativa y que el poder sólo puede aceptarse como un mal
necesario, por común y universalmente presente. Esta postura procurará borrar de la vida
personal y del entorno cualquier forma posible de poder y combatirá toda forma de
dominación.
¿Es una utopía pensar en una sociedad sin poder? ¿Y pensar en una realidad sin
poder? Esta pregunta ha generado océanos de tinta. Pero debe ser adecuadamente
planteada. Y el planteamiento más radical para hacerlo es aquel que se funda en términos
ontológicos, y que parte de una consideración de la realidad en la que no es necesaria una
jerarquía impuesta que suponga una dominación determinada. Una realidad sin poder –de

155
la que se deriva la concepción de una sociedad sin poder– será una realidad de relaciones
y de eficaz comunicación, que no precisa intermediarios. Pensemos, para ilustrar esta
tesis, que cuanto más complejo es el poder, más intermediarios y relaciones (muchas
veces ocultas e invisibles) exige siempre.
Cuando no hay poder, casi nada parece imposición –excepto las imposiciones
naturales, propias de la existencia orgánica– y todo será sugerencia para el desarrollo de
la propia iniciativa. Aquí no hay lugar para dominios, imperialismos, conquistas, etc. Sólo
como defensa de la amenaza que afecta a este tipo de realidad podría pensarse en ejercer
un poder que resultaría anulado en tanto se restableciera el orden de independencia y de
relación mutua. La única justificación del poder sería, entonces, el mantenimiento y
defensa de la propia independencia.
Esta actitud crítica frente a toda forma de poder debe estar presente en una vida
orientada por la filosofía. Si ello es así, quedarán lejos de una vida filosófica las
consecuencias de la existencia y del mantenimiento del poder. Consecuencias que, sin
embargo, son más comunes y universales de lo que puede pensarse y que configuran
gran parte de la vida humana. Pues el poder genera, entre otras cosas, la vanidad, la
autoafirmación vanidosa, el falso orgullo, la insidia y la conspiración, la fama
ardientemente buscada, la maquinación sin elegancia. Afortunadamente hay excepciones
a estas reglas, pero no suelen ser comunes.
También ocasiona el poder esa falsa actitud de quienes aparentemente niegan el
poder, pero desean ejercerlo con todas sus fuerzas porque no pueden vivir sin fama, sin
reconocimiento, sin cumplir el dictado de la vanidad. Actitudes comprensibles todas ellas.
Y muy humanas. Pero despreciables por poco elegantes, por poco refinadas, por
inmediatas. Y, sobre todo, porque mantienen una jerarquía falsa, un dominio infundado y
se basan en un desajustado concepto de la libertad y de la individualidad. En suma, se
basan en un falso concepto de la materia y de la energía que son la única fuente de vida
verdadera.

4.1.3. La santidad de la razón

Puede ser interesante traducir algunos rasgos de una vida dominada por la filosofía en la
descripción ideal que puede configurar la vida de un filósofo. Se trata de expresar algunos
rasgos de esa vida, en forma de catálogo de actitudes vitales. Con ello quedan resumidos
algunos de los rasgos mencionados en este primer apartado, que son consecuencia de
vivir la filosofía como destino y como itinerario. Y, al mismo tiempo, se retoman algunas
de las más antiguas expresiones de la reflexión filosófica que hacían del filósofo un "santo
laico".
Señalaré estos rasgos en forma esquemática. Desarrollarlos más exigiría un tratado
completo. Así, teniendo en cuenta lo expresado anteriormente, podemos afirmar que un
filósofo debe ser:

156
• Un ejemplo de individualidad, de proceso de diferencias internas, de
independencia. Es la manifestación total de un sujeto individual. Es la
referencia máxima de individualidad abierta y nunca cerrada a cuantas
influencias puedan ser interesantes. Es una individualidad que combina, en
grado sumo, la apertura y la clausura, unidas en forma paradójica.
• Un ejemplo de energía mental: de contemplación, de meditación, de
concentración. La suya es una vida entregada a la teoría en la que se une el
sentimiento y la pasión. Para él, todo es un pretexto para el análisis.
• Un ejemplo de elitismo y de positiva soledad. El filósofo encarna el elitismo
positivo, que no precisa despreciar a nadie. Por ello está solo. Y sólo con
quienes saben estar "solos" podrá formar su verdadera compañía.
• Es un ejemplo de crítica continua. En realidad, el filósofo critica muy pocas
cosas, pero sus críticas son muy radicales, y siempre están contrastadas por el
silencio más profundo. Emplea toda su vida en encontrar los frentes críticos
con los que desea medirse y gasta su vida en hallar ideas importantes, en
elaborar conceptos, en formar deducciones adecuadas o en construir pasiones
radicales. Sus críticas se centran en torno a unas pocas cuestiones centrales y
versan sobre los obstáculos que se oponen a la armonía y comunicación
universales: la injusticia, la violencia, el hambre, la guerra; y, sobre todo, el
poder.
• Ejercita una rigurosa ascesis y un entrenamiento para la vida intelectual que,
cuando es verdadera, es también vida de pasiones y sentimientos. La suya es
una vida de ascesis, que se hermana con el dolor como ámbito de creación. Es
un "hombre de dolores", que vive positivamente el dolor como medio de
creación.
• Se esfuerza en analizar los niveles de posesión. Posee muy pocas cosas. Y
cuanto posee es un pretexto para ejercitar acciones de verdadero
desprendimiento. No se agota en la posesión de objetos y no se ve limitado
por ellos. Posee sólo como sugerencia, como incitación. Colecciona objetos,
actitudes, ideas, pasiones con el fin de ejercitar con esos objetos de su
particular colección un trabajo de desprendimiento continuado.
• Mantiene un particular sentido de lo que es importante y relevante. Elabora
criterios de relevancia y de importancia, que no suelen ser –muchas veces– los
criterios comunes, porque ha realizado una crítica de la inmediatez. Detecta lo
que es verdaderamente importante –para lo que se exige un aprendizaje
costoso y doloroso– y establece una jerarquía de preferencias. Es decir,
establece un modelo de selección de alternativas, planteando criterios para esa
selección. Por ello, su trabajo puede servir como orientación. Y puede llegar a
ser objeto de imitación. Aunque él mismo se cuida de anular las imitaciones;
pues sabe que sólo se imitan selecciones concretas y no lo que es realmente
importante: un modo de seleccionar.
• Posee un particular sentido del tiempo. Sabe que el tiempo es el contexto

157
general de toda existencia dinámica y que el tiempo exige paciencia. Sabe
esperar. Tiene el sentido de la escucha que acompaña a toda espera. Y es
paciente. Por ello es tranquilo y pregona la tranquilidad en un mundo de prisas
y de resultados inmediatos. En definitiva, sabe que hay que labrar en el tiempo
para obtener una cosecha provechosa. Y, si no, nada puede ocurrir a quien
con lo único que se mide es con el mismo tiempo.
• El filósofo es radicalmente tolerante ante todo dogmatismo, y siempre
mantiene un tono de saludable escepticismo. Es magnánimo y es radicalmente
abierto, aceptando cualquier diferencia. Es tolerante porque es escéptico y
sabe –de acuerdo con su sentido de la relevancia– que son pocas las cosas
realmente importantes. Su vida es un verdadero monumento a la tolerancia.
• El filósofo busca el anonimato. Nadie es mayor enemigo de la vanidad y del
falso orgullo que él. Ama los segundos planos, las penumbras, los claroscuros.
No desea nunca figurar. Busca que le "dejen en paz". Desea esconderse de
muchas de las distracciones impuestas por la vida, pues él mismo se ha creado
sus propias distracciones, que cultiva con ahínco. Sabe, con todo, que las
verdaderas distracciones deben ser creativas y le ayudarán a construir su
propia vida y su visión del mundo. Como sabe esperar y conoce el ritmo del
tiempo al encarnarlo radicalmente, no le importa si su obra no es
suficientemente conocida. Deja el fruto de su trabajo al tiempo. Pero nunca lo
hipoteca con una fama relativa. La fama y la vanidad son categorías que
pretende aniquilar diariamente, pues sabe de su negatividad inútil y de su
constante solicitación.
• El filósofo es un "raro" que no esconde su rareza. Puede parecer asocial. Y, sin
embargo, nadie más que él desea la verdadera sociedad que no puede
encontrar en las formas presentes. Por ello espera una sociedad nueva. El
filósofo es un marginal, pero no hace nunca alarde de serlo. Vive el margen y
busca el límite. No se proclama a sí mismo. Si lo hiciera, eliminaría el valor
que una rareza asumida posee y que sólo con orgullo –nunca con vanidad–
puede exhibirse. Y es que esta rareza es el precio de la originalidad. Una
rareza que no admite tan siquiera la pequeña vanidad de elevarse como rasgo
distintivo.
• La vida del filósofo es una vida mantenida por el ritmo de la razón y por el
ritmo de lo real. Encarna el sentido del ritmo y hace de su existencia una
existencia musical. Por ello encuentra en la música un ejemplo y una
referencia. Y pretende traducir su existencia en notas de una partitura
cósmica. Pues sabe que situarse a "tono" con el universo es la única forma de
salvación. De sí mismo y de cuanto le rodea. Éste será el tono que oriente sus
críticas, y el fondo de paz que busca denodadamente. Un fondo de paz que es
verdadera corona de gloria cuando ha sido conquistado.

Obviamente, todos estos rasgos son ideales. Muchas veces lejanos e inalcanzables.

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En cierta medida, son escatológicos: aparecen "más allá" de los límites en que
habitualmnte nos encontramos todos. Pero apuntan direcciones, aunque éstas sean
inseguras. Por ello conviene no perderlas de vista cuando se desea describir lo que es una
vida filosófica.

4.2. La filosofía como amistad universal

La filosofía ha sido concebida, desde su origen, como una actividad erótica y seductora.
Pero la filosofía es también amistad, pues la amistad es el cumplimiento supremo del
amor y del erotismo. Analicemos la relación de la filosofía con el amor, el erotismo y la
amistad. Tras ella encontraremos significados elementos que acercarán la filosofía a la
vida real e iluminarán su compromiso con la existencia concreta y cotidiana.

• Erotismo y amor

Puede decirse con facilidad, arropados en la tradición histórica, que la filosofía es


una actividad atrapada por el erotismo y dominada por el amor. Esta comparación, que
encuentra tan bella expresión en los escritos de Platón, debe ser continuamente
repensada para que no se convierta en un vacío monumento de la memoria. Con el fin de
comprender adecuadamente lo que encierra esta comparación es preciso rehacer una
fenomenología del amor y del erotismo, algunas de cuyas pautas ofrezco aquí en
apretada síntesis y, siempre, como sugerencia abierta para el lector. Me limitaré a
considerar amor y erotismo en el ámbito humano, teniendo siempre presente que mi
interés estriba en establecer una relación entre ambos y la filosofía.
Entre amor y eros existe un conjunto de diferencias importantes. Las mismas que
existen entre erotismo y enamoramiento. El erotismo es más general, gratuito y
desordenado. El enamoramiento parece ser una particular "domesticación" del erotismo.
No en vano es el concepto de amor el que ha sufrido una de las más refinadas
evoluciones históricas, sociológicas y culturales.
El erotismo, a diferencia del amor, supone una atracción sin una finalidad
determinada. Es la misma tensión de la atracción que permanece siempre abierta y
resulta siempre fustigada por la imaginación. El erotismo es una provocación continuada
y en ella pretende encontrar un espacio de atracción. Por su carácter de tensión y
apertura, el erotismo no ofrece modelos que copiar. Nada hay más ridículo que el plagio
del erotismo. En el caso de que haya modelos de erotismo, siempre lo son de modo
indicativo: nunca para ser copiados mecánicamente. Son siempre sugerencias, nunca
modelos de mecánica aplicación.
El erotismo supone una conciencia de las propias limitaciones; de hecho, se

159
construye sobre ellas y se eleva en una lucha contra ellas, de modo que pueda llegar a
aprovecharlas. El erotismo es siempre una positiva inversión de los defectos propios,
supone ordinariamente una acendrada conciencia de sí mismo y es sobre esa conciencia
sobre la que se construyen las posibilidades de atracción que cumplen el significado del
erotismo.
Debe señalarse que el erotismo tiene una raíz material y animal que no está
sublimada. Es la fuerza misma de la atracción biológica, apenas tamizada por la
conciencia; cuando interviene la conciencia, lo es para aumentar esta fuerza o para
anularla. No olvidemos que una aparente ingenuidad, adecuadamente trabajada, suele ser
un componente relevante de una conducta erótica. Pues bien, el erotismo es, en cierto
modo, una raíz que nos ata a la materia. Es la misma llamada de la tierra. Es uno de los
aspectos del ser humano en el que éste ve cumplida su raíz material. Y, por ello,
despierta pulsiones que parecen incomprendidas porque aún no han sido interpretadas
por la conciencia ni por la cultura. Cuando es auténtico, el erotismo es capaz de provocar
el asombro y la sorpresa donde no puede imaginarse más que una simple repetición de
actos meramente animales y naturales. De hecho, el erotismo redime la cotidiana rutina
con la sorpresa.
Por otra parte, es necesario recordar que el erotismo es un puro lujo: es el triunfo de
la inutilidad; es una tensión siempre mantenida que no responde necesariamente a
ninguna de las funciones vitales. El erotismo no tiene una directa utilidad para la vida: no
es indispensable para los procesos de reproducción biológica; sin embargo, la vida no
puede ser entendida sin él.
El amor se genera como un sentimiento diferente al erotismo, pero tiene a éste en su
base. Me atrevería a decir que sin erotismo no existe amor. Pues también el amor
comporta la atracción, el impulso, el deseo que es propio del erotismo. Sin embargo,
existen notables diferencias entre amor y erotismo. La más importante es, quizá, que el
amor tiene una finalidad determinada: posee un determinado objeto que satisface la
tensión que constituye el amor. Puede ser un objeto de variadas formas: personas, cosas,
lugares, épocas, memoria, etc. Es cierto que el más importante es el amor por las
personas. Pero no pueden menospreciarse los otros tipos de amor, que ejercen una
verdadera influencia sobre la vida humana. Lo más significativo es que el amor puede
ser, como lo era el erotismo, sugerencia, deseo, dolor creador de situaciones nuevas,
necesaria inutilidad y valioso elemento superfluo de la existencia.
Algunas de las más significadas diferencias entre el erotismo y el amor pueden
encontrarse en las diferencias que existen entre el proceso de erotización y el proceso de
enamoramiento. Una elemental descripción de ambos procesos permitirá detectar estas
diferencias y arrojará luz sobre sus peculiaridades. Tanto el erotismo como el
enamoramiento son procesos. Nunca se detienen, bajo pena de desaparecer. La suya es
una realidad eminentemente procesual y en la sustantividad de ese proceso ha de verse
su sentido mismo.

160
• Dos procesos diferentes

El proceso de enamoramiento suele iniciarse desde una situación preliminar, que no


suele advertirse, pero que es realmente importante, y que es guiada por los sentidos. Los
sentidos son la puerta del proceso amoroso, en estrecha relación con la situación anímica
del ser humano: puede haber enamoramiento inicial por la vista y el oído, que son los
sentidos de la lejanía. En esta primera etapa, lo que hemos denominado situación inicial
orienta los sentidos en una dirección determinada y agudiza su relevancia, haciendo que
la situación física sea algo mucho más valioso y eficaz: los sentidos se encuentran ya
conformados a una situación vital determinada y a la posibilidad de un contacto inicial.
Tras este primer contacto, muchas veces repentino pero, casi siempre,
inconscientemente buscado, se da un paulatino proceso de invasión de uno mismo por
los rasgos y la presencia del otro que es objeto del amor; se trata de una invasión casi
imperceptible, pero extremadamente poderosa. Una invasión que se expresa en múltiples
formas y que puede alcanzar grados semejantes a la enajenación y a la locura, llegando a
producir alucinaciones.
Esta invasión hace que se desee el encuentro con el objeto o la persona amada.
Quien está enamorado vive en entera y total espera, agotando todo el tiempo posible
hasta que el encuentro se produce. Y mantiene una situación tensa que lleva a hacerse
siempre encontradizo, por el puro placer de encontrarse. Sin embargo, el encuentro
nunca satisface. Se desea estar siempre al lado del amado: la presencia real quiere
sustituir el encuentro que tanto ha esperado.
Junto a esta situación de mantenida espera, se sitúa un proceso de cortejo, que
muchas veces es un violento proceso de conquista. Es un momento doloroso, donde se
ponen en funcionamiento muchos y variados mecanismos de elección. El cortejo tiene, a
veces, episodios poco gratos y se encuentra lleno de sorpresas. Muchas veces es un
proceso violento, y se emplean en él armas muy diversas. Es un ámbito lleno de
sorpresas, que puede acarrear la desagradable sorpresa del rechazo o el sentimiento de
haber sido capturado sin quererlo. Porque uno de los más significados rasgos del cortejo
es la sutileza. Tiene la apariencia de una batalla.
El dominio mutuo, la conquista definitiva sucede al proceso del cortejo. Es la
decisión de aceptar al objeto o persona amados. Esta decisión se encuentra teñida de
sombras y nunca comporta seguridades y certezas absolutas. Pero lleva a instaurar una
particular situación de diálogo y de transposición de valores. Se trata de la instauración de
un sujeto compartido: de un yo que es tú y viceversa. Es el dominio absoluto de uno por
el otro. La más absoluta enajenación. Por eso se vive como una especie de locura. Y por
eso, quien ha llegado a este momento, parece a los ojos de los demás, alguien
enloquecido. Alguien poseído por la sagrada manía del amor.
Es esta "manía" la que ha servido de modelo a muchas situaciones humanas y
representa una enajenación positiva y necesaria para realizar determinados trabajos. La
manía máxima del amor lleva al éxtasis y obliga a salir de uno mismo para ser llenado por
otro que no es nunca uno mismo. Es la manía de la misma creatividad, y admite

161
múltiples significados. Mediante ella se ve el mundo con otro y se ve como el otro lo
desea. Hay en todo ello un máximo nivel de esquizofrenia que se acepta y, en algunas
ocasiones, resulta creativo.
Sin embargo, el culmen del proceso del amor se encuentra en la vida diaria, en el
diario compartir común de tareas, sentimientos y dudas. Es el amor vivido en la
normalidad, sin estridencias. El amor duradero. El amor que crea sentimientos de ternura
infinita. En este estadio, el amor debe resolver pruebas contundentes y muchas veces se
verá amenazado de muerte.
Pero el amor desemboca en una verdadera paradoja: en la amistad más sincera, que
lleva a compartir de un modo natural lo que se ha debido conquistar o lo que ha estado
matizado por la fuerza de la pasión. La amistad es el triunfo del amor más profundo. Ya
no necesita manifestación estridente alguna. El amor como amistad ha superado toda
violencia y se establece sobre la igualdad, sin necesidad alguna de estar dominado por el
poder. Es el destino para el que prepara los sinsabores de un verdadero proceso amoroso.

• La gratuidad del erotismo

Frente a los anteriores rasgos, podemos considerar el proceso de funcionamiento del


erotismo. Ya he advertido que, a diferencia del amor, el erotismo no tiene una finalidad
determinada: es gratuito. Puede mantenerse sin necesidad de que exista un amor
determinado o sin necesidad de que se dirija a una meta definida. Posee una fuerza más
animal y telúrica, menos refinada que la del amor. El erotismo es una fuerza más
primitiva que el amor. Por ello, el erotismo invade, ordinariamente, el amor. Sin
erotismo, el amor puede parecer vacío.
De hecho, en algunos momentos del proceso de enamoramiento, se viven
verdaderas situaciones eróticas: suelen ser los momentos más refinados, los momentos
más íntimos, los momentos más secretos. Aquellos en que el amor petrificado y
socialmente admitido suele retirarse a una cámara secreta. Porque el erotismo es una
fuerza, muchas veces, destructora. Genera la vida, pero puede generar la muerte. Es el
puro impulso, el puro deseo, la provocación constante. Consideremos algunos de los
rasgos del proceso erótico.
En el erotismo, es fundamental el momento inicial. Este preliminar es el puro deseo,
la atracción, la vibración mantenida constantemente. En él anida una atracción que se
vive como preliminar. Y es que el erotismo es el triunfo del preámbulo. Todo, en el
erotismo, se vive como prólogo, como preámbulo. Todo es una verdadera inauguración.
Quien vive eróticamente vive en la pura frontera. Es la vivencia del límite que no se
desea traspasar, por el miedo a lo que se va a encontrar tras el prólogo. Cuando ésta se
ha resuelto, todo está ya dicho y no hay ya sorpresa alguna.
Junto a esta instauración del preliminar, el erotismo vive de la insinuación, del guiño,
de la sugerencia. Nada hay en el proceso erótico que sea claro y contundente. Todo es

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una invitación a transgredir, a realizar un acto que se sabe no debe terminarse nunca.
Para el proceso erótico no hay luz ni oscuridad abiertas. Su territorio es la penumbra.
Nada hay en él de una claridad meridiana. Es el reino del claroscuro, donde los
contrastes han de ser creados mediante esfuerzo y donde todo ocurre como si no
ocurriera realmente. Aun cuando no se ejercita la penumbra para alcanzar la claridad,
sino para mantenerse en ella.
La relación erótica exige una tensión y una espera constantes. No tiene un fin, como
ocurría en el amor. En el erotismo, como en el amor, el valor de la atenta espera queda
anulado en el momento del encuentro. Para el amor, esto es una verdadera realización.
Para el erotismo puede ser su muerte. El valor del tiempo esperado se anula en un
tiempo vivido instantáneamente. Y es que el erotismo –de nuevo manifiesta ahí su
fuerza– no puede terminar en un momento determinado: se instaura en el proceso
temporal, que exige tensión y se manifiesta en la espera.
Ni que decir tiene que el erotismo se encuentra bajo el imperio de los sentidos, de un
modo mucho más claro que el amor. Es el ámbito de la sensualidad absoluta, de la
morbidez. El erotismo libra de un modo radical la batalla de los sentidos. Es el triunfo de
la sensibilidad dolorosamente abierta y dolorosamente mantenida. Es el triunfo de la
herida en la que los sentidos encuentran su lugar. Y esta morbidez puede llegar a
transformar los sentidos o puede llegar a matarlos. La enajenación del erotismo es una
enajenación sensual, que llega a provocar una locura de razón. Es ése uno de los abismos
del erotismo: en él se unen la vida y la muerte de los sentidos.
En el erotismo no hay nunca más objeto que la atracción y la herida de la
sensibilidad. Quizá es valioso por esa herida mortal que provoca en la sensibilidad. Su
ganancia estriba en un triunfo de la sensibilidad, en un guiño constante y en una
complicidad con todo lo real que se considera centro y objeto de atracción. Por ello, el
erotismo descubre a quien lo posee o a quien se deja poseer por él, insospechados
objetos de atención e insospechadas atracciones. Y, sobre todo, permite mantener el
valor del preliminar, de la tensión, de la apertura. Permite vivir sin una finalidad
determinada. Es, en cierto modo, un trascendental de toda forma de comunicación. Y,
por supuesto, de toda forma de amor. En nuestro caso, también lo es de toda forma de
conocimiento.

• Filosofía y erotismo

Aplicar todo lo anterior a la filosofía no es complicado, aunque exige un cierto


esfuerzo de transposición. La filosofía se asienta siempre sobre un refinado erotismo. A
veces se convierte en amor y sigue su tortuoso camino. Pero el amor es peligroso,
porque puede desembocar en la absoluta posesión de un objeto de análisis, que anula la
verdadera "manía" del pensar y desemboca en una fácil e inútil escolástica. Como ya
indiqué, todo verdadero amor se encuentra sustentado en el erotismo. Y es el erotismo,

163
en su forma más pura, de preliminar constante, de apertura a las más radicales manías y
locuras, el que es necesario rescatar.
La filosofía no es tanto amor por el saber como inclinación erótica por el saber. Es
una búsqueda, un viaje, una manía, una experiencia. Es una seducción incontenida.
Puede llegar a ser una foma de vida. Pero si llega a serlo, será para ejercitar un erotismo
universal que nos haga vivir en una constante apertura y en un desgarramiento por no
alcanzar lo que deseamos alcanzar.
Es el erotismo el que permite explicar por qué estamos hechos de partes
irreconciliables y por qué en cada uno de los hombres y mujeres que somos existe
siempre la tragedia, la sombra, la penumbra. Y es el erotismo el que explica por qué los
momentos de claridad que poseemos son sólo contextos para considerar mejor la sombra
y la penumbra en la que estamos viviendo. Por eso, la filosofía es una actividad
apasionada y trágica. Nunca deberá entenderse como una mera construcción de teorías,
sino como una construcción de teorías que son, a su vez, situaciones eróticas. En esas
situaciones, la filosofía ejerce su seducción. Para dominar –mediante la trama sutil del
erotismo– el mundo de las cosas, el mundo de los hombres; y, quizá, el mundo de los
dioses.

• Filosofía y amistad

Encontraremos una inmediata relación entre amor, erotismo y filosofía si


consideramos que la filosofía es –o debe ser– una forma suprema de amistad. La amistad
es un sentimiento sagrado en todas las culturas. Es una superación positiva del amor y
del erotismo, y se eleva como la verdad de ambos. Cuando hay verdadero amor, y,
cuando el erotismo cumple su función más certera, existe la amistad. Es cierto que la
amistad parece haberse convertido ya en una palabra vacía. Pero si rescatamos su
primitivo valor, veremos que es una de las grandes metas de la vida. Ser amigo del
cosmos, ser amigo de la humanidad, ser amigo del universo y permitir que los dioses
sean amigos nuestros es una tarea infinita. Y ello exige una lucha más violenta que la que
exige el amor o el erotismo.
Pensemos, por un momento, en los rasgos esenciales de la amistad: toda amistad
surge de un sentimiento de amor y de un proceso de erotismo purificado y solidificado:
es el amor o el erotismo serenados. La amistad es la ausencia de poder y de lucha, la
ausencia de jerarquía, que tantas veces logra asesinar el amor y hace del erotismo un
infantil juego de competencias vanas. La amistad es confianza suprema y naturalidad
máxima: cada uno de los amigos es tal cual es y como tal es aceptado por los otros, sin
necesidad de introducir cambios que no son deseados. La amistad es comunicación
fluida: cuando hay amistad no es preciso explicar nada.
Como ocurre con el buen vino, la amistad gana con el tiempo; siempre que hay una
verdadera amistad, el tiempo se incorpora como algo natural y no es necesario un

164
continuado contacto para que se mantenga. Para los verdaderos amigos, el transcurso del
tiempo no es nunca un freno: entre ellos la comunicación sigue siempre abierta, aunque el
tiempo haya alejado los contactos personales. La amistad es elitista: pero a nadie molesta
su elitismo, que es aceptado como natural. La amistad es tolerancia absoluta y
comprensión mutua: entre amigos se comprenden los defectos y éstos pueden ser
queridos como tales. En la amistad, la imperfección se eleva a rango de verdadera
perfección.
La amistad no necesita expresar constantemente el sentimiento: emplea un lenguaje
que no precisa la expresión directa y constante de palabras de ánimo, de palabras de
conmiseración o de palabras que animen la vanidad. El lenguaje de la amistad es el
lenguaje directo del sentimiento más profundo y por ello es un lenguaje silencioso. Y es
que una de las más bellas manifestaciones del amor verdadero entraña la capacidad de
construir y compartir espacios de silencio, que son espacios de libertad. La amistad
inaugura el ámbito de la comunicación más eficaz, de la sintonía de un ritmo cumplido.
Es, en cierto modo, una metáfora de la misma razón.
Sin amor ni erotismo no podrá existir la amistad. Pero la amistad los supera a
ambos. Cuando el erotismo ha descansado y el amor se ha consolidado, lo que nos queda
es la amistad. Es el bien más preciado que podemos tener los hombres y las mujeres. Y
la filosofía no será erotismo por el saber o amor por el saber, sino amistad con el saber.
Amistad con el universo de los hombres, de las cosas y de los dioses. La filosofía es,
quizá, la única actividad intelectual que instaura la amistad como modelo de vida. Que es
un modelo de armonía y de independencia radicales. Y una suprema forma de relación
ecológica. Considerar la actividad filosófica como ejercicio de amistad supone abordar la
esencia misma de la filosofía. El origen de sus teorías, y la raíz de sus retos y batallas.

4.3. Un saber de soledades y silencios

Hay dos conceptos que la tradición ha revestido de cierta negatividad: la soledad y el


silencio. Cortados por un denominador común de exclusión y de rechazo, ambos se han
considerado enemigos de una vida plena. Y no es extraño que haya ocurrido así. Pues la
soledad y el silencio parecen representar castigos que condenan a quien los sufre a un
exilio permanente y son considerados causa de sufrimiento y negación de cuanto más
importa al ser humano: la compañía y el uso de la palabra.
La filosofía establece frente a estos dos conceptos una atenta mirada. Esa mirada,
que se compone de los momentos analizados en el primer capítulo, vierte una nueva luz
sobre la soledad y el silencio, redimiendo cuanto ellos aportan de negatividad. Hasta el
punto de que una vida de filósofo guarda el silencio y la soledad como verdaderos
tesoros. Lo que era maldición se ha convertido en gloria y en preciada riqueza. Porque,
tras la soledad y el silencio, la filosofía ve surgir los conceptos de la compañía y de la
palabra verdaderas.

165
Detengámonos por un momento –y siempre en forma indicativa y necesariamente
elemental– en estos dos conceptos y el modo en que su significado negativo es redimido
por la filosofía. Esta consideración presentará una adecuada conclusión a mi ensayo y
descubrirá que, finalmente, esa bella diosa inútil que es la filosofía hace de su aparente
inutilidad un arma de fuerza insospechada.

4.3.1. La soledad amada

Siempre ha sido la soledad un temido ideal de los más fuertes que escondía un
envenenado fruto de depresión, hastío y maldición. En suma, una situación temida y, las
más de las veces, enmascarada de formas múltiples, pero que siempre surge de nuevo, a
pesar de las máscaras con que se la ha deseado ocultar. Pero la soledad siempre está al
acecho en la vida humana. Y sólo soporta miradas directas, miradas orgullosas que la
hagan frente. Por mucho que nos esforcemos en evitarla, aparecerá con constancia.
La soledad es uno de esos asuntos obvios que acompañan siempre a la vida humana,
de cualquier condición que ésta sea. Y es uno de sus temas recurrentes. Aparece
siempre, y lo hace con un refinamiento mayor y con fuerza renovada cuando se la creía
haber expulsado definitivamente. Porque la soledad no puede expulsarse nunca de la vida
humana. Es uno de sus componentes esenciales. Sobre ella se levanta toda verdadera
compañía. Y, en el fondo, es en ella donde desemboca también toda verdadera
compañía. Pues la verdadera compañía no será sino una ayuda para afrontar y recibir
cuanto puede aportar la soledad.

• La diferencia entre "solo" y "solitario"

En un elemental análisis terminológico del lenguaje ordinario, pueden distinguirse


diferentes expresiones relacionadas con la soledad, que son ampliamente utilizadas y que
nos permiten acercarnos a cuanto la soledad representa. Es conveniente tenerlas a la
vista, pues sobre estos significados ordinarios ejercerá la filosofía su mirada y, lo que es
más importante, podrá la filosofía rescatar el significado positivo de cuanto la soledad
comporta.
Existen dos términos que se relacionan con la soledad y que es preciso diferenciar
adecuadamente: "solo" y "solitario". Ambos encuentran su raíz en la soledad, y en ella
poseen su más inmediato sentido. Pero son diferentes en casi todo. Uno aporta una raíz
positiva del término soledad; el otro posee muchas veces un matiz negativo. Conviene,
pues, distinguirlos cuidadosamente. "Solitario" supone no tratar con nadie y no poseer
compañía alguna, estar desamparado; y, sobre todo, designa la vaciedad, el desierto, el
absoluto vacío.

166
"Solo" posee, por el contrario, un conjunto de significados positivo. "Solo" es el
único, el singular, el que posee una unidad tan trabada que puede ser independiente, el
que reina con independencia sobre todo lo que no es él mismo. Lo solitario sólo posee un
sentido positivo en tanto se identifique con el significado de lo "solo", pero nunca al
revés. Es, pues, el concepto de "solo" el que reúne los aspectos más positivos de la
soledad y el que debe ser rescatado para realizar una lectura positiva de la soledad.
Junto a esta precisión de dos términos emparentados, pero necesariamente distintos,
se hace necesario apuntar tres expresiones relacionadas con el significado ordinario de la
soledad: "ser solo", "estar solo", "sentirse solo". Únicamente las dos primeras permiten
una lectura positiva, ya que "sentirse solo" se acerca, ordinariamente, al concepto de
soledad como "solitareidad", y debe ser rechazado.
Las tres expresiones mencionadas se encuentran relacionadas por una particular
tensión que les otorga su contenido adecuado. Es una tensión que posee grados y que
debe ser asumida si se desea entender lo que sea la soledad y lo que la filosofía hace con
la soledad. Una tensión que posee dos extremos: la condena a la soledad y la aceptación
positiva y querida de la soledad; son extremos que pueden ilustrarse si pensamos lo que
supone la soledad como rasgo de condena carcelaria o lo que supone la soledad como
forma de vida para un ermitaño. Es esta tensión de la soledad la que redime la filosofía y
sobre la que discurre su propia mirada. Y, en suma, la que debe recorrer una vida
conformada por la filosofía.

• El valor de la soledad

Rescatemos algunos rasgos positivos de la soledad, una vez que hemos apuntado la
tensión que la constituye y que permite el peculiar deslizamiento entre lo "solo" y lo
"solitario". Es ésta la soledad redimida en su más positivo sentido, la soledad que podrá
ser soportada positivamente, que es deseada cuando se la conoce y que es ardientemente
defendida cuando ha sido gustada y poseída. Es la soledad que la filosofía puede ofrecer
a quien se acerca a ella.
La soledad se encuentra unida a la singularidad, a la máxima riqueza interior y
personal. Sólo quien es verdaderamente singular puede estar solo. Y, a la inversa, quien
desea estar solo habrá alcanzado –o estará en el camino de alcanzar– su propia
singularidad. Y es que la soledad es una compañía constante de la singularidad y un logro
de la esforzada conquista de uno mismo.
Ya vimos en páginas anteriores la importancia de la diferencia y de un ordenado
concepto de elitismo. Ambos elementos encuentran cabal cumplimiento en la soledad,
pues la soledad permite el establecimiento de un proceso de diferenciación interna. Quien
está solo puede desarrollar internamente sus diferencias y adecuar sus mecanismos de
selección. Consecuentemente, podrá desarrollar particulares estrategias de observación y
de creación, que no podrán entender quienes no se hayan asomado al valor propio que

167
posee la soledad. Y quien está solo puede seguir ese particular "régimen del solitario" que
le permite enriquecer extremadamente su propia singularidad y asegurar adecuadamente
su elitismo más fundamentado.
La soledad es un antídoto contra la vanidad, ese particular pecado de inmediatez que
alcanza todos los recodos de la vida humana y quiere erigirse en señor universal, tantas
veces secreto y escondido. Y es que el reconocimiento inmediato y la exigencia de
valoración que conlleva la vanidad no tienen sentido alguno en la soledad. El vanidoso
precisa reconocimientos inmediatos y constantes de cuanto hace: se ve únicamente a sí
mismo tras el reflejo reconocido y "admirado" que provocan sus acciones sobre los
demás. Nada de ello hay en la soledad. Quien sabe estar solo sabe, también, que a nadie
debe deslumbrar y que a nadie debe mostrar su propia valía.
El verdadero solitario sabrá siempre que el verdadero reconocimiento no es nunca el
que se encuentra teñido de la rapidez y de la inmediatez. Desde la soledad no se tiene
siquiera la tentación de la vanidad. Pero, lo que es aún más importante, quien ama la
soledad encuentra que su reflejo es el reflejo del universo y que es el universo, en la
plenitud de la realidad material, el que puede ser medido con él. Y es que la relación
entre soledad y naturaleza es fundamental. Recordemos que las grandes experiencias
humanas de la naturaleza (como muchas de las experiencias decisivas de la vida)
fundamentan experiencias de soledad. Basta pensar en las experiencias del mar, de la
montaña, del desierto para confirmar esta relación. En todas ellas, no lo olvidemos, se
alcanza una experiencia de la base material del universo. Por el contrario, quien desea la
vanidad precisa múltiples reflejos inmediatos y parciales del universo –sin llegar a
enfrentarlo nunca en su más radical desnudez– para poder sobrevivir.
Es también el amor de la soledad y la defensa de la misma la que permite alcanzar
una adecuada perspectiva sobre el poder. En la soledad no hay nadie ni nada sobre los
que ejercer poder. Soledad e imposición del poder se encuentran condenados a un
imposible encuentro. De hecho, la soledad posee importantes implicaciones ético-
políticas que no pueden olvidarse. La soledad es, en definitiva, el ámbito donde puede
encontrarse la verdad del poder y de sus más refinadas formas. Y, al mismo tiempo, es
también el crisol donde pueden probarse las más duraderas y eficaces formas de poder.
No podemos olvidar un rasgo que acompaña siempre a la soledad, aun en su más
positivo significado: el dolor. Puede decirse que uno de los modos más significados de
analizar lo que sea la soledad estriba en considerar el dolor que ésta produce. Pero no
nos engañemos. El dolor que produce la soledad y que la acompaña siempre es el dolor
en el que se crean las más grandes y refinadas experiencias que puede alcanzar un ser
humano. Pues las experiencias decisivas, los momentos de inspiración más eficaces, las
revelaciones más significadas, los sentimientos más profundos y arraigados se crean en el
dolor.
Ya consideramos cómo el filósofo lo es, entre otras cosas, por ser un "hombre de
dolores", y cómo el verdadero conocimiento tiene su verdad, precisamente, en el dolor
que ha sido capaz de soportar antes de ofrecerse como tal conocimiento. Pero no nos
quedemos en la afirmación del dolor más radical y negativo. Pues el dolor que exige la

168
soledad es un dolor que encuentra en sí mismo la redención. Un dolor que comporta
elementos tan positivos que sólo puede ser deseado por cuanto aporta.
Estas indicaciones sobre el valor de la soledad pueden completarse con otras
consideraciones que indico someramente y que contribuyen a resaltar el valor positivo de
la soledad.
Advirtamos que las grandes culturas no pueden entenderse sin la soledad que ellas
mismas han creado. Y es significativo advertirlo, pues una formación cultural crea
continuamente diferentes mecanismos para negar la soledad que haría imposible la
formación de una cultura. Podemos advertir cómo todas las grandes culturas lo son
precisamente cuando han sido capaces de crear sus espacios propios de soledad.
Pensemos en la existencia de jardines, lugares de retiro y de descanso, habitaciones
preparadas para atesorar soledad en las viviendas, etc. Los indico meramente, sin dejar
de anotar el interés que puede poseer efectuar un estudio de los lugares que una
determinada cultura –tradición, nación, país, etc.– ha creado para atesorar la soledad.
Las consecuencias de ese estudio no dejarían de ser muy significativas. Aportarían, al
menos, un dato interesante que atraviesa la razón de ser de una cultura: tan sólo si se es
capaz de crear esos espacios de soledad, existe una verdadera cultura y es en la creación
de esos espacios donde una verdadera cultura alcanza su máximo valor: el valor de la
propia afirmación en lo que parece ser su misma negación.
Algo semejante ocurre con la vida humana. Toda vida humana que se considere
"interesante" lo será en tanto haya sido capaz de elaborar sus propios espacios de
soledad. Pobre de aquel cuya biografía no conozca espacios de soledad. Habrá vivido sin
vivir realmente. Habrá mantenido una existencia inmediata. Y ello aun cuando la soledad
exija una pedagogía especial y aun cuando no resulte nada sencillo redimir los rasgos
dolorosos que la soledad comporta. La grandeza de una vida humana es directamente
proporcional a cuanto ha sabido generar a partir de su propia soledad y no a lo que ha
hecho para huir de ella y conjurarla con ensalmos inútiles.

• Los regalos de la soledad

Ya he indicado que la filosofía transforma cuanto de negativo posee la soledad y nos


entrega su imagen transformada. Es ésta una de las más notables contribuciones de la
filosofía y uno de los regalos que otorga a quien desee practicarla. Señalaré cuatro
visiones positivas de la soledad que la filosofía ilumina de modo especial. El lector podrá
completar la nómina de ventajas de la soledad redimida con su propia experiencia y con
el conocimiento que pueda extraer de la historia de la filosofía. Pues cada una de estas
ventajas puede ser ilustrada con multitud de ejemplos concretos. Estas cuatro
aportaciones de la soledad son la austeridad, la aristocracia, la divinidad y la verdadera
compañía.
La soledad es el único ámbito posible de la austeridad. Es importante pensar lo que

169
significa la austeridad. ¿Nunca es lo mismo que la pobreza? La pobreza siempre es un
enemigo que debe ser combatido, ya que supone un recorte de muchas de las
potencialidades humanas, que afecta con tintes trágicos nuestro mundo y lo llena de
escandalosa injusticia. La austeridad es un importante logro que se encuentra
directamente relacionado con la fuerza personal y con el establecimiento de elecciones
muy determinadas, debidamente fundamentadas y siempre arriesgadas. La única manera
de ser uno mismo es ser austero. Ello supone ser muy selectivo, encontrar los adecuados
centros de interés, poseer perspectivas propias sobre las cosas, crear los propios criterios
de valor y advertir con rotunda claridad los puntos de partida más inmediatos.
Por eso nada tiene que ver la austeridad con la pobreza. Para ser austero se precisa
una gran riqueza y una gran posibilidad de elección. La austeridad es algo querido y
deseado, es un recorte de la riqueza, es una centralidad que orienta la posesión de la
riqueza y le otorga fundamentos. Nunca un pobre podrá ser austero. Y nunca alguien que
sea un "pobre" ser humano podrá ser realmente austero y podrá comprometerse con las
selecciones más radicales que son las que fundamentan la verdadera austeridad. Pues la
austeridad se concentra en pocas cosas, establece selecciones muy determinadas, plantea
problemas muy constantes, tiene obsesiones precisas y se establece como un modo
particular y personal de poseer la riqueza. Quienes son verdaderamente ricos son siempre
austeros.
La ostentación es siempre consecuencia de riqueza débil y recientemente adquirida,
y manifiesta la debilidad de las propias elecciones, que precisan ser apoyadas en la
vanidad. Por eso es de mal gusto. La austeridad supone siempre un extremado
refinamiento. El refinamiento y la elegancia se construyen desde selecciones muy
pensadas, desde riesgos asumidos y desde una tradición que se asume como ámbito de
riqueza. Por eso la austeridad es refinada. Es elegante. Es profunda. Y quien ejercita la
austeridad lo hace porque ha sabido labrar sus propios desiertos de soledad, que son
siempre guardados con pasión.
La soledad es siempre compañía de la verdadera grandeza. Recordemos que un
buen brillante sólo precisa ser engastado en solitario. Sin adornos de otras joyas que lo
resalten. Su estructura cristalina interna es tan potente y le concede una belleza tan
radical que sólo en soledad puede ser exhibida. Es un problema semejante al que plantea
la verdadera aristocracia. El verdadero aristócrata no lo es nunca sólo por tradición. Lo
es por propia elección, porque se ha labrado una estructura personal extremadamente
refinada, porque es capaz de levantarse solo en el mundo. Porque es capaz de ser único,
singular, propio.
Revisemos las aristocracias del antiguo régimen, aquellas que en la "suerte" del
nacimiento creían adquirir la excelencia. Nunca la excelencia ha sido cuestión de suerte,
de azar, de nacimiento. Aun aquellos que han nacido en una tradición de antiguo régimen
deberán asumir esa tradición y construir, como el diamante, su propia estructura
cristalina. Necesitamos una aristocracia de nuevo cuño. Y ésta sólo la aporta la soledad.
Es la aristocracia de los verdaderamente mejores –que eso significa aristós–, la
aristocracia de aquellos que son capaces de medirse consigo mismos y con sus

170
tradiciones en la soledad de su existencia.
También debemos recordar que la soledad es rasgo inapelable de la divinidad. Lo
máximo es lo solo porque se basta a sí mismo y se contenta en su propia contemplación.
Si crea algo, y parece dependiente de ello, es para que sus creaturas reconozcan este
rasgo y su soledad alcance el máximo esplendor. Nada en la divina soledad parece ser
negativo, sino un medio de autoafirmación. Las grandes tradiciones litúrgicas –y en
especial las liturgias orientales– resaltaban este rasgo de la divinidad. Un rasgo que fue
imitado en las escenografías del poder más relevantes. Por ello la soledad no hace sino
recordar los rasgos de la divinidad, con su máximo poder y su máximo nivel de
autorreferencia. Quien atesora soledades atesora rasgos de la divinidad. Pues quien sabe
ser positivamente solo es aquel que se ha convertido en un dios.
Pero la soledad verdadera comporta una ventaja adicional, que también ilumina la
filosofía. Y es que sólo la soledad es el fundamento en el que puede asentarse la
verdadera compañía. Una conclusión que parece paradójica, pero que la particular magia
de la "mirada" filosófica se encarga de resaltar adecuadamente. La verdadera soledad no
rehúye nunca la verdadera compañía, que es la que lleva a profundizar la soledad. Pues
la compañía más radical no hace sino llevar a adquirir nuevos niveles de soledad, a
enriquecer la soledad tan arduamente conquistada. Y, siempre que se desea
verdaderamente la compañía, se desea para alcanzar mayores niveles de soledad.
Rousseau apuntó bien este rasgo en sus Ensoñaciones del paseante solitario (Alianza,
Madrid, 1979, especialmente, su quinta "ensoñación" o rêvene: 86-95).
Observemos que esa que denomino verdadera compañía es la compañía que respeta
la libertad; la compañía que permite a uno mismo ser como es y que lleva a enriquecer
las propias elecciones y a seleccionar con un mayor sentido. Rescata la independencia y
redime la cotidiana rutina, tan superficial y tan vacía. En suma, es la compañía de la
verdadera amistad. La única compañía que merece la pena. Y que desemboca,
necesariamente, en la independencia que hace a la soledad un rasgo esencial de la
divinidad.
La filosofía incorpora, entre sus dones, el don de la soledad a quien desea cultivarla.
Y precisa la soledad para ser ejercitada. Muy poco de la filosofía puede entenderse sin
entender la soledad que pretende alcanzar. Y es que la filosofía redime los aspectos
negativos de la soledad y la miseria de todas las soledades impuestas. Enseña a amar la
soledad. Esa soledad que entrega la filosofía es, en fin, el reflejo más rico de toda
compañía.

4.3.2. Saber de silencios

También el silencio es un término maldito. Una enfermedad que debe combatirse y que
nuestra época quiere eliminar de cuanto construye. Pero la filosofía ejerce sobre el
silencio una magia especial y lo rescata en su significado positivo. De vacío absoluto lo

171
convierte en bien preciado. Tan preciado que es cultivado por ella con denodado afán.
Podemos afirmar que el silencio es uno de los rasgos más enigmáticos de lo real y,
por ello, ha ejercido la seducción sobre quien quiera pensarlo. Las culturas más
importantes han luchado contra el silencio, pero todas ellas han elaborado refinados
espacios donde el silencio pueda existir. El silencio ha sido tradicionalmente considerado
como negativo y se ha impuesto como castigo en múltiples ocasiones. Es la ausencia
absoluta de sonido y de palabra; supone la incomunicación; puede ser consecuencia de
un trastorno psicológico; es expresión de vacío y equivale a la ausencia de vida. Es la
ausencia de comunicación. Un castigo esencial y una enfermedad mortal. Pero la
filosofía redime estos rasgos del silencio y lo hace aparecer como un mágico tesoro,
preñado de secretos de creación. En suma, lo convierte en un deseado compañero y se
esfuerza en presentar los logros que supone su conquista.

• Las riquezas del silencio

¿Qué significados y positivos rasgos concede la filosofía al silencio? Para ella, el


silencio se ha convertido en una figura conceptual que, bajo las metafóricas figuras del
"sordo" y del "mudo", hacen del silencio la base de una actitud existencial que es la única
actitud posible de una vida coherente.
En música, el silencio tiene una importancia decisiva y recibe –adviértase la
paradoja– una notación musical propia. El silencio es el contrapunto del sonido y su
necesario contexto, hasta el punto de poder afirmar que el sonido nace como una
modulación del silencio y vuelve necesariamente a él. Como si toda música no fuera más
que el denodado esfuerzo humano por alcanzar niveles, cada vez más refinados, de
silencio. Lo mismo ocurre con la filosofía que en eso –como en tantas otras cosas–
parece copiar a la música.
La filosofía muestra la tensión que atesora el silencio. Si éste es el particular
"negativo" de toda forma de sonido, la filosofía parece mostrar el silencio más radical
como el contexto y el particular "negativo" de toda forma de existencia, de toda forma de
realidad: es el contrapunto a las diferentes posibilidades y formas de existencia. Y, lo que
es más importante, advierte que el silencio es un preciado botín cuya conquista exige
denodados esfuerzos y cuya posesión sólo puede mantenerse con una ascesis que debe
ser ejercida sin cesar.
El silencio no es nunca, para la filosofía, pobreza, sino extremada riqueza. Por eso
en filosofía es tan importante saber callar y saber escuchar. Son los requisitos necesarios
de una contemplación adecuada y de una observación bien orientada y rica en contenido
de diferenciación. El silencio es, además, compañero inexcusable de orgullo y enemigo de
la vanidad. Es, por ello, marco adecuado de generación de verdaderas actitudes
personales y contexto de generación de las propias diferencias y de las propias
decisiones. El silencio es el marco de toda verdadera creación y como tal es considerado

172
por la filosofía.

• El silencio y la palabra

Pero cuando la filosofía redime mejor el silencio es cuando muestra que todo
verdadero lenguaje surge del silencio y vuelve al silencio. Toda verdadera palabra surge
del silencio. Sin él, no hay palabra sino palabrería, puro ruido sin sentido, necesidad de
acallar el mundo interior. Cuando el lenguaje es verdadero, deja resonar el silencio que lo
ha generado. Cuando hay situaciones importantes ante las que generar determinada
expresión, cuando hay momentos decisivos en los que se precisa hablar, es cuando se
emplea un lenguaje con sentido, lejano a toda palabrería. Y esos momentos decisivos,
esas situaciones importantes se encuentran siempre generadas por el silencio. Es en el
silencio donde han sido formadas.
Por eso, cuando se cumple esta filiación de la palabra respecto al silencio, ésta puede
ser realmente creativa. Y es que el verdadero lenguaje es un lenguaje de sugerencias, un
lenguaje abierto. Tan sólo indica el silencio de donde procede y muestra cómo puede
trabajarse el silencio. Por ello, presa de una extraña pero fecunda maldición, el verdadero
lenguaje y la verdadera palabra se hacen existentes para poder atisbar el silencio que es el
lugar donde se encuentra cuanto es más intenso y radical, donde se halla el origen de las
preguntas más esenciales. Siempre se habla, se escribe, se comunica –cuando se hace
verdaderamente– para comprender mejor cuanto el silencio significa.

• La filosofía y los ecos del silencio

Por esa particular conversión positiva del silencio, la filosofía se mide siempre con el
silencio. La filosofía no sólo exige el silencio para su propio desarrollo, sino cuanto
supone el silencio como su entorno general. Más aún, en filosofía, se emplea un lenguaje
y se elaboran argumentos para poder alcanzar mayores y más refinadas cotas de
verdadero silencio. Observemos, por un momento, los grandes sistemas filosóficos, las
deducciones más argumentadas, los conceptos más elaborados que la filosofía genera.
Cuando se comprende su sentido, se observa que el esfuerzo que muestra su elaboración
no es más que un pretexto para construir vías más adecuadas que lleven al silencio de las
preguntas radicales que desean responder. En suma, que la filosofía expresa y habla para
llegar a poder encontrar renovados y más profundos espacios de silencio. Pues reconoce
que todo posible sonido es una modulación del silencio. Es aquí donde radica una de las
razones por las que la filosofía no aporta información nueva, sino que vive siempre de
informaciones derivadas de otras ciencias, modulando y organizando su sentido.
Pero es que alcanzar esas cotas más elevadas de silencio, que es una pretensión

173
máxima de la filosofía, supone encontrar la extremada riqueza de todo silencio: los ecos
que el silencio produce. Pues el silencio redimido es un silencio preñado de sentido, es un
silencio lleno de sugerencias y es el reino mismo del claroscuro. No es el silencio de la
muerte. Es el silencio de la máxima riqueza que puede soñarse. Es el silencio de la
elasticidad, de la tensión, de lo indicado. Es el silencio que apunta a la presencia más
absoluta de la realidad. Es el silencio de la materia. Es el silencio propio del mundo de
posibilidades más ricas.
Recordemos cuanto habíamos expresado en páginas anteriores. Todo ello vuelve a
aparecer cuando se considera desde el silencio del que la filosofía hace profesión
comprometida. Con ello hemos cerrado el ciclo. Comencé mi ensayo con una afirmación
de la filosofía. Y lo concluyo con una afirmación del silencio. Y es que no hay entre ellos
contradicción. Pues la filosofía vive del silencio y permite escuchar sus ecos. Silencio y
soledad son los regalos de la razón apasionada. Regalos de esa razón que modela la vida
del filósofo y hace de su trabajo una apasionada melodía.

174
Conclusión.
Una sonrisa irónica

Irecorrido
nicié mi trabajo con la intención de precisar lo que fuera la filosofía, y para ello he
etapas determinadas. La descripción de la filosofía, la precisión del oficio del
filósofo, la reivindicación de un nuevo esfuerzo teórico, los rasgos de una vida iluminada
por la filosofía son las etapas fundamentales de ese recorrido. En esas etapas ha habido
constantes muy precisas: tensión, vibración, elasticidad, posibilidad, diferencia, límite,
etc. Todos ellos son aspectos precisos que la filosofía debe considerar.
Pero este ensayo ha concluido de un modo ciertamente circular. Pues el silencio, la
soledad y la reivindicación de una razón apasionada que guía la vida de un filósofo no es
sino la conexión con ese triple espacio del que parte la filosofía: la seducción de lo obvio,
la vaciedad de todo objeto propio y la reducción de la complejidad. Es decir, el esfuerzo
que el ejercicio de la filosofía supone se iguala al esfuerzo por alcanzar el silencio y la
verdadera soledad.
Todo lo expresado en estas páginas tiene el rango de sugerencia. Son muchos los
elementos que han quedado intencionadamente abiertos y que exigen un tratamiento
ulterior. Siempre he privilegiado la indicación sobre la descripción cerrada. Por eso se ha
valorado la sugerencia sobre la precisa y cerrada descripción. En el ensayo se ha tenido
muy en cuenta el valor de los puntos suspensivos. En buen castellano, los puntos
suspensivos son heridas abiertas en la linearidad del discurso, espacios sin límite,
elasticidad introducida en los resquicios de la narración, dinamismo, apertura y
posibilidad. Y esa norma se ha aplicado en la construcción de mi estudio.
Como he señalado anteriormente, mi descripción de la filosofía no es tanto la
descripción de un estado, sino la descripción de tendencias que animan formas de vida.
Por eso pretende ser dinámica y se encuentra surcada por indicaciones de dirección, sin
presentar concluyentes orientaciones ni fórmulas cerradas. Esta descripción es
abiertamente personal. En ella hay elementos de reflexión propia y no exhibe la
pretensión de ser original, sino que se enorgullece de poseer muchas y variadas
influencias. Mi ensayo está huérfano de citas eruditas y reconoce muchas influencias. Ya
indiqué en el prólogo algunas de ellas, reconocidas de antemano. Otras deberá señalarlas
quien desee asomarse a estas páginas.
Por todo ello, esta conclusión es, más bien, una despedida sin término. Presenta
solamente un ritmo y quiere rescatar la melodía en que todo el verdadero ejercicio de la
razón debe disolverse, por abstracto que parezca. Por ello, como melodía que es, deberá

175
traducirse en música concreta. Es la única manera de describir el compromiso que
nuestro tiempo contrae con esa actividad a la que desde antiguo se caracterizaba como
una diosa y que ahora se considera inútil. De su inutilidad aparente obtiene su belleza y
su fuerza. Y es que la filosofía sigue siendo una bella diosa que responderá siempre con
irónica sonrisa a quienes se atrevan a preguntar por su valor.

176
Nota bibliográfica:Una tendencia actual de
introducción a la filosofía en castellano

Ya advertí, al comienzo de mi ensayo, que éste era deudor de decenas de influencias,


algunas de las cuales se indican expresamente en el cuerpo del texto. Con todo, creo
conveniente añadir una "nota bibliográfica" que incluya una serie de obras de
introducción a la filosofía o estudios sobre el carácter de la filosofía y el análisis
filosófico, publicadas en los últimos decenios. De ahí el calificativo de "biblioteca actual".
Todas las obras indicadas (salvo excepciones muy contadas) se encuentran editadas en
castellano, lo que resulta útil para los lectores de ámbito hispano. Y, la mayoría, son
accesibles en librerías o bibliotecas especializadas.
Mi ensayo pretende, como he afirmado tantas veces, presentar una descripción de la
filosofía. Es decir: es un ensayo de metafilosofía. Debe tenerse en cuenta que la reflexión
de los filósofos sobre su propia ocupación es tan antigua y compleja como la misma
historia de la filosofía. Los grandes autores clásicos, desde Platón o Aristóteles, hasta
Heidegger, Habermas o Derrida, así como las grandes escuelas filosóficas, han
desarrollado importantes esfuerzos en precisar lo que sea la filosofía y elaborar una teoría
de la filosofía o "metafilosofía". Esta reflexión sobre el concepto de filosofía ha recibido
distintos nombres y siempre ha pretendido ofrecer una descripción, introducción o
invitación a la filosofía que poseía compromisos teóricos muy definidos. Semejante
intento formaba parte de lo que se conocía, en la jerga técnica de los filósofos
profesionales bajo el epíteto de "fundamentos de filosofía".
Sin embargo, la "metafilosofía" como ámbito especializado de estudio surge a
comienzos del siglo XX y se encuentra ligado a la tradición de la filosofía analítica como
muestra el ensayo de Morris Lazerowitz: Studies in Metaphilosophy (Routledge y Kegan
Paul, Londres, 1964). El estudio de Jerry H. Gill: Metaphilosophy. An Introduction
(University Press of America, Washington, 1982) ofrece una concisa introducción a la
metafilosofía contemporánea. Y la revista Metaphilosophy, publicada por la editorial
Blackwell de Oxford desde 1970, constituye una referencia fundamental de discusión,
crítica e información bibiliográfica sobre la metafilosofía en el ámbito anglosajón. Con
todo, debe advertirse que muchas de las actuales discusiones metafilosóficas sobrepasan
el marco de la estricta tradición analítica. Y no debe olvidarse que la reflexión sobre el
concepto de filosofía, con todas sus variantes, es tan amplio como la misma historia de la
filosofía. Algo que debe tenerse en cuenta para curar de toda ingenua pretensión de
originalidad.

177
En esta "nota bibliográfica" incluyo solamente libros editados en castellano y
publicados en el último siglo que analizan el concepto de filosofía, constituyendo una
introducción a su estudio. Doy por sentado que todos ellos asumen diversas tradiciones
intelectuales, reconocen la autoridad de determinados autores clásicos y contienen
abundantes referencias bibliográficas adicionales.
La limitación al idioma castellano supone eliminar de las referencias bibiliográficas
algunas obras relevantes que no se encuentran traducidas. Pero tal desventaja queda
compensada con dos ganancias. Por un lado, la mayoría de las obras citadas puede
encontrarse en nuestras librerías o en bibliotecas especializadas. Por otro lado, mi
relación bibliográfica muestra la abultada producción (de distinto carácter y valor teórico,
claro está) de introducciones a la filosofía que se han redactado en el ámbito de las
lenguas hispánicas en los últimos cien años.
Pido de antemano disculpas por las ausencias. Asimismo, debo reconocer que no he
incluido en mi relación trabajos o páginas web de carácter didáctico confeccionadas por
profesores de enseñanza media y profesores universitarios que "introducen" a la filosofía
a muchos hombres y mujeres con el rigor del trabajo silencioso, alejado de relumbrones
mediáticos y famas de cartón piedra. Estos profesores poseen una extraordinaria
influencia, casi nunca reconocida, en quienes han sentido interés por esa extraña diosa
que es la filosofía. A ellos debe hacerse siempre el cumplido homenaje de quienes, como
yo, piensan que la filosofía es, en el fondo, saber de soledades y silencios.
Antes de enumerar los títulos de esta posible biblioteca de introducción a la filosofía,
creo conveniente señalar la utilidad de una serie de obras que ofrecen indicaciones sobre
el trabajo de la filosofía desde un punto de vista técnico y exponen algunas de sus más
importantes obras de referencia. Entre ellas recuerdo mi anterior trabajo titulado Guía
para el estudio de la filosofía. Referencias y métodos (Anthropos, Barcelona, 1986).
También posee utilidad práctica el trabajo de Jaime Nubiola titulado El taller de la
filosofía: una introducción a la escritura filosófica (Eunsa, Pamplona, 1999).
La tradición aglosajona se ha ocupado, con especial énfasis, del estudio de las
formas de argumentación como requisito indispensable del trabajo filosófico. Ejemplos
recientes de tal intento son las siguientes obras: Feinberg, Joel: Doing Philosophy: A
Guide to the writing of philosophicalpapers (Wadsworth, Belmont, 1997); Emmett,
Eric R.: Learning to philosophize (Penguin Books, Harmdsworth, 1968); Creel, Richard:
Thinking philosophically: an introduction to critical reflection and rational dialogue
(Blackwell, Madden, Mass., 2001).
Dividiré esta "nota bibliográfica" en tres partes. En primer lugar, presentaré la
relación de introducciones a la filosofía escritas por autores hispanos en España y
América Latina. A continuación, incluyo un conjunto de traducciones al castellano de
obras redactadas por autores extranjeros; algunos de ellos son grandes clásicos como
Jaspers o Heidegger. Y, por último, haré referencia a un conjunto de obras que pretenden
"aplicar" la reflexión filosófica en el ámbito de la vida cotidiana: un terreno de diferente
fortuna, que mezcla ensayos rigurosos con éxitos mediáticos de discutible valor.
Como he afirmado, mi objetivo es presentar a los lectores una relación, lo más

178
completa posible, de las introducciones a la filosofía publicadas en las lenguas hispanas
en el último siglo. No haré comentario alguno de los libros que incluyo en esta relación:
simplemente los enumero. Debo indicar, claro está, que algunos de ellos son espléndidos
y, en ocasiones, han sido redactados por autores considerados clásicos. Otros estudios
son "ensayitos" adobados con algún ingenio y adornados de escaso rigor. Algunos títulos
son obras verdaderamente originales, otros son indigestos tratados repetitivos.
Tampoco haré aquí un análisis de las épocas en las que abundan estas
introducciones o de las editoriales que muestran interés en editarlas, aun cuando
semejante análisis daría pie a hacer una curiosa "sociología" del interés que posee contar
con adecuadas introducciones a la filosofía. Sobre todas estas tareas, me ha parecido más
importante ofrecer una enumeración de obras. En ella se encuentra mucho de lo que
guardan nuestras bibliotecas y se ofrece al lector que quiera adentrarse en ellas de modo
crítico.

Introducciones a la filosofía redactadas por autores hispanos

Artigas, Mariano (1997): Introducción a la filosofía. Eunsa. Pamplona.


Blázquez, Niceto (1982): Proceso a la filosofía. Instituto de Filosofía, Madrid.
Bueno, Gustavo (1970): El papel de la filosofía en el conjunto del saber. Ciencia
Nueva. Madrid.
— (1995): ¿Qué es la filosofía? El lugar de la filosofía en la educación. Pentalfa.
Oviedo.
Bunge, Mario (2001): ¿Qué es filosofar científicamente?Universidad Garcilaso de la
Vega. Lima.
Carreras Artau, Joaquín (1948): Introducción a la filosofía. Alma Mater. Barcelona.
Caturelli, Alberto (1958): El filosofar como decisión y compromiso. Universidad de
Córdoba. Córdoba (Argentina).
Cencillo, Luis (1968): Filosofía fundamental. Syntagma. Madrid.
Col.legi de filosofía (1978): Maneras de hacer filosofía. Tusquets. Barcelona.
Corazón González, Rafael (2002): Saber, entender…vivir: una aproximación a la
filosofía. Rialp. Madrid.
Cruz, Manuel (2004): La tarea del pensar. Tusquets. Barcelona.
D'Ors, Eugenio (1988): El secreto de la filosofía. Tecnos. Madrid.
Díaz, Carlos (1996): La filosofía: sabiduría primera. Videocinco. Madrid.
Doñate Asenjo, Isabel et. al. (2002): Introducción a la filosofía. Biblioteca Nueva.
Madrid.
Duque, Félix (1989): Los destinos de la tradición. Filosofía de la historia de la
filosofía. Anthropos. Barcelona.
— (2000): Filosofía para el fin de los tiempos: tecnología y apocalipsis. Akal. Madrid.
Erraramun Gametxo, I. (1987): Adiós a la filosofía. Ediciones Libertarias. Madrid.

179
Ferrater Mora, José (1959): La filosofía en el mundo de hoy. Revista de Occidente.
Madrid.
— (1985): Modos de hacer filosofía. Crítica. Barcelona.
— (1987): Fundamentos de filosofía. Alianza. Madrid.
Frondizi, Risieri (1945): El punto de partida del filósofo. Losada. Buenos Aires.
Fullat, Octavi (1988): La filosofía: problemas y conceptos. Vicens Vives. Barcelona.
Gaos, José (1989): La filosofía de la filosofía. Crítica. Barcelona.
García Bacca, Juan David (1939): Introducción al filosofar (incitaciones y
sugerencias). Miguel Violetto. Tucumán.
— (1984): Invitación a filosofar según espíritu y letra de Antonio Machado.
Anthropos. Barcelona.
— (2003): Introducción literaria a la filosofía. Anthropos. Barcelona.
García Baró, Miguel (2004): De Homero a Sócrates: invitación a la filosofía. Sígueme.
Salamanca.
García Losada, Matilde (1994): Filosofía e integración: el filosofar como vía.
Almagesto. Buenos Aires.
García Morente, Manuel (1973): Fundamentos de filosofía. Espasa-Calpe. Madrid.
García Morente, Manuel y Zaragüeta, Juan (1943): Introducción a la filosofía. Espasa-
Calpe. Madrid.
García Moriyón, Félix (ed.) (2002): Filosofía y educación. Ediciones de la Torre.
Madrid.
Giménez Gracia, Francisco (2002): La cocina de los filósofos. Ediciones Libertarias.
Madrid.
Gómez Pin, Víctor (1989): Filosofía: el saber del esclavo. Anagrama. Barcelona.
González Álvarez,Angel (1953): Introducción a la filosofía. Espasa-Calpe. Madrid.
González García, Moisés (1995): Introducción al pensamiento filosófico: filosofía y
modernidad. Tecnos. Madrid.
Hernández Pacheco, Javier (2003): Hypokéimenon: origen y desarrollo de la tradición
filosófica. Encuentro. Madrid.
Innerarity, Daniel (1995): La filosofía como una de las bellas artes. Ariel. Barcelona.
Lafuente, María Isabel (1986): Teoría y metodología de la historia de la filosofía.
Universidad de León. León.
Lledó, Emilio (1975): La filosofía hoy. Salvat. Barcelona.
— (1995): Filosofía y lenguaje. Ariel. Barcelona.
Maceiras, Manuel (1985): ¿Qué es filosofía? El hombre y su mundo. Cincel. Madrid.
— (1994): Para comprender la filosofía como reflexión hoy. Verbo Divino. Estella.
Marías, Julián (1956): Biografía de la filosofía. Emecé, Buenos Aires.
— (1995): Introducción a la filosofía. Alianza. Madrid.
Martínez Liébana, Ismael (1999): Fundamentos de filosofía. Once. Madrid.
Martínez Marzoa, Felipe (1974): Iniciación a la filosofía. Istmo. Madrid.
Melendo, Tomás (2001): Introducción a la filosofía. Eunsa. Pamplona.
Millán Puelles, Antonio (1969): Fundamentos de Filosofía. Rialp. Madrid.

180
Morey, Miguel (1990): Psiquemáquinas. Barcelona.
Muñoz Alonso, Adolfo (1973): Filosofía a la interperie. Sala Editorial. Madrid.
Muñoz, Jacobo (2002): Figuras del desasosiego moderno: encrucijadas filosóficas de
nuestro tiempo. Antonio Machado Libros. Madrid.
Murillo, Ildefonso (ed.) (2000): Fronteras de la filosofía de cara al siglo XXI. Diálogo
Filosófico. Madrid.
Nicol, Eduardo (1972): El porvenir de la filosofía. FCE. México.
— (1980): La reforma de la filosofía. FCE. México.
Nuño Montes, Juan A. (1985): Los mitos filosóficos: exposición atemporal de la
filosofía. FCE. México.
Ortega y Gasset, José (1977): ¿Qué es filosofía? Alianza. Madrid.
— (1989): Origen y epílogo de la filosofía. Alianza. Madrid.
Pardo, José Luis (2005): La regla del juego: sobre la dificultad de aprender filosofía.
Círculo de Lectores. Madrid.
Pardo, José Luis y Savater, Fernando (2002): Palabras cruzadas: una invitación a la
filosofía. Pretextos. Valencia.
Peña, Lorenzo (1992): Hallazgos filosóficos. Universidad Pontificia. Salamanca.
Polo, Leonardo (1995): Introducción a la filosofía. Eunsa. Pamplona.
Quiles, Ismael (1948): Filosofar y vivir: la esencia de la filosofía. Espasa-Calpe.
Madrid.
Ramírez, Santiago (1954): El concepto de filosofía. Editorial León. Madrid.
Ripalda, José María (1996): De angelis: filosofía, mercado y posmodernidad. Trotta.
Madrid.
Rodríguez Tous, Juan Antonio (ed.) (2001): El lugar de la filosofía: formas de razón
contemporánea. Tusquets. Barcelona.
Romero, Francisco (1971): ¿Qué es la filosofía? Columba. Buenos Aires.
Rubert de Ventós, Xavier (1990): ¿Por qué filosofía? Península. Barcelona.
Rubert y Candau, José María (1947): ¿Qué es filosofía? Espasa-Calpe. Madrid.
— (1970): La realidad de la filosofía: su sentido esencial y el valor de sus resultados.
CSIC. Madrid.
Sacristán Luzón, Manuel (1968): Sobre el lugar de la filosofía en los estudios
superiores. Nova Terra. Barcelona.
Sádaba, Javier (2002): La filosofía contada con sencillez. Maeva. Madrid.
Sanabria, José Rubén (1985): Introducción a la filosofía. Porrúa. Mé-xico.
Sánchez Meca, Diego (1985): Aproximación a la filosofía. Salvat. Barcelona.
Sánchez Vázquez, Adolfo (1997): Filosofía y circunstancias. Anthropos. Barcelona.
Savater, Fernando (1999): Las preguntas de la vida. Ariel. Barcelona.
Segura Naya, Armando (1982): Emmanuel: principia philosophica. Encuentro. Madrid.
Serna Arango, Julián (1986): Unidad y diversidad de la filosofía. Universidad Nacional
de Bogotá. Pereira.
Terricabras, Josep (1995): Fer filosofía avui. Edicions 62. Barcelona.
Torrevejano, Mercedes (1988): La filosofía o el irrenunciable diálogo. Universidad de

181
Santiago. Santiago de Compostela.
Trías, Eugenio (1988): La aventura filosófica. Mondadori. Madrid.
— (1995): La filosofía y su sombra. Destino. Barcelona.
— (1999): La razón fronteriza. Edhasa. Barcelona.
Valverde, Carlos (1961): Filosofía y filosofías. Universidad Pontificia. Comillas.
Vasallo, Ángel (1945): Qué es filosofía o de una sabiduría heroica. Losada. Buenos
Aires.
Vial Larrain, Juan (1997): La estructura metafísica de la filosofía. Universidad Católica.
Santiago de Chile.
Villacañas Berlanga, José Luis (2004): Los latidos de la ciudad. Introducción a la
filosofía. Ariel. Barcelona.
Yepes Storck, Ricardo (1989): ¿Qué es eso de filosofía?: de Platón a hoy. Edicions del
Drac. Barcelona.
Zambrano, María (2000): Hacia un saber sobre el alma. Alianza. Madrid.
Zanotti, Gabriel (2003): Filosofia para filósofos. Unión Editorial. Madrid.
Zubiri, Xavier (1977): Sobre el problema de la filosofía. Fundación X. Zubiri. Madrid.
— (1992): Cinco lecciones de filosofía. Alianza. Madrid.

Introducciones a la filosofía redactadas por autores extranjeros

Adorno, Theodor (1991): Actualidad de la filosofía. Paidós. Barcelona.


Ajdukiewicz, Kazimierz (1986): "Introducción a la filosofía". Cátedra. Madrid.
Arendt, Hannah (2002): La vida del espíritu. Paidós. Barcelona.
Ayer, A. J. (1974): Los problemas centrales de la filosofía. Alianza. Madrid.
Badiou, Alain (1990): Manifiesto por la filosofía. Cátedra. Madrid.
Belaval, Yvon (1952): Les philosophes et son langage. Gallimard. París.
Berdaiev, Nikolai (1977): La filosofía como acto creador. Carlos Lohlé. Buenos Aires.
Blackburn, Simon (2001): Pensar. Una incitación a la filosofía. Paidós. Barcelona.
Blumenberg, Hans (2000): Die Verführbarkeit der Philosophie. Suhrkamp. Francfort.
Bochenski, Joseph M. (1992): Introducción al pensamiento filosófico. Herder.
Barcelona.
Bolzano, Bernard (1969): Was ist Philosophie? Rodopi. Amsterdam.
Bontempo, Ch. J. y Odell, S. J. (eds.) (1979): La lechuza de Minerva. ¿Qué es
filosofia? Cátedra. Madrid.
Bouveresse, Jacques (2001): La demanda de la filosofía: ¿qué quiere la filosofía y qué
podemos querer de ella? Universidad Nacional. Santafé de Bogotá.
Cabanchik, Samuel M. (2000): Introducciones a la filosofia. Gedisa. Barcelona.
Chatelet, François (1998): Una historia de la razón. Conversaciones con Emile
Noél/François Chatelet. Pretextos. Valencia.
Cioran, Emile (1998): Adiós a la filosofía y otros textos. Alianza. Madrid.

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Comte-Sponville, André (2002): Invitación a la filosofía. Paidós. Barcelona.
Deleuze, Gilles y Guattari, Felix (1993): ¿Qué es la filosofía?Anagrama. Barcelona.
Derrida, Jacques (1984): La filosofía como institución. Granica. Barcelona.
— (1989): La deconstrucción en las fronteras de la filosofía. Paidós. Barcelona.
— (2002): Márgenes de la filosofía. Cátedra. Madrid.
Dewey, John (1986): La reconstrucción de la filosofía. Planeta. Barcelona.
Dilthey, Wilhelm (2003): La esencia de la filosofía. Losada. Buenos Aires.
Faye, Jean Pierre (1998): ¿Qué es la filosofía?Ediciones del Serbal. Barcelona.
Ferber, Rafael (1995): Conceptos fundamentales de filosofía. Herder. Barcelona.
Gardner, Martin (1989): Los porqués de un escriba filósofo. Tusquets. Barcelona.
Gilson, Etienne (1930): La unidad de la experiencia filosófica. Rialp. Madrid.
Gourinat, Michel (1974): Introducción al pensamiento filosófico (2 vols.). Istmo.
Madrid.
Gramsci, Antonio (1985): Introducción al estudio de la filosofía. Crítica. Barcelona.
Gusdorf, Georges (1960): Mito y metafísica: introducción a la filosofía. Nova. Buenos
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Hartmann, Nicolai (1969): Introducción a la filosofía. UNAM. México.
Heidegger, Martin (2001): Introducción a la filosofía. Cátedra. Madrid.
— (2004): ¿Qué es filosofía? Herder. Barcelona.
Heller, Agnes (1980): Por una filosofía radical. Ediciones 2001. Barcelona.
Hildebrand, Dietrich von (2000): ¿Qué es filosofía? Encuentro. Madrid.
Husserl, Edmund (1992): La filosofía como ciencia estricta. Almagesto. Buenos Aires.
Huxley, Aldous (1967): La filosofía perenne. Sudamericana. Buenos Aires.
Jaspers, Karl (1989): Introducción a la filosofía. Círculo de Lectores. Barcelona.
— (1993): La filosofía desde el punto de vista de la existencia. FCE. México.
Joad, C.E.M. (1944): Guía de la filosofía. Losada. Buenos Aires.
Körner, Stephan (1975): ¿Qué es filosofía? Ariel. Barcelona.
— (1984): Cuestiones fundamentales de Filosofía. Ariel. Barcelona.
Lauth, Reinhardt (1975): Concepto, fundamento y justificación de la filosofía. Rialp.
Madrid.
Lyotard, Jean-Francois (1989): ¿Por qué filosofar? Cuatro conferencias. Paidós.
Barcelona.
Maritain, Jacques (1948): Introducción general a la filosofía. Club de Lectores. Buenos
Aires.
Merleau-Ponty, Maurice (1960): Eloge de la philosophie et autres essais. Gallimard.
París.
Müller, Aloys (1931): Introducción a la filosofía. Revista de Occidente. Madrid.
Nagel, Thomas (1994): ¿Qué significa todo esto? Una brevísima introducción a la
filosofía. FCE. México.
Nancy, Jean-Luc (1986): L'oubli de la philosophie. Galilée. París.
Piaget, Jean (1988): Sabiduría e ilusiones de la filosofía. Península. Barcelona.
Pieper, Josef (1989): Defensa de la filosofía. Herder. Barcelona.

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Putnam, Hillary (1994): Cómo renovar la filosofía. Cátedra. Madrid.
— (2001): Cincuenta años de filosofia vistos desde dentro. Paidós. Barcelona.
Ragland, C.P. y Heidt, S. (eds.) (2001): What is Philosophy?Yale University Press. New
Haven.
Rickman, Hans Peter (1973): The Use of Philosophy. Routledge. Londres.
Rigobello, Armando (2000): El por qué de la filosofia. Caparrós. Madrid.
Rorty, Richard (2002): Filosofía y futuro. Gedisa. Barcelona.
Russell, Bertrand (1956): Fundamentos de filosofía. José Janés. Barcelona.
— (1992): Los problemas de la filosofía. Labor. Barcelona.
Sloterdijk, Peter (2002): Crítica de la razón cínica. Siruela. Madrid.
Warburton, Nigel (2000): Filosofía básica. Cátedra. Madrid.

Algunos ensayos de filosofía aplicada a la vida cotidiana

Cabrera, Julio (1998): Cine, 100 años de filosofía: introducción a la filosofia a través
del análisis de filus. Gedisa. Barcelona.
Cavallé, Mónica (2002): La sabiduría recobrada: filosofía como terapia. Oberón.
Madrid.
Droit, Roger-Pol (2003): 101 experiencias de filosofía cotidiana. Grijalbo. Barcelona.
Hernández Pacheco, Javier (2004): ¡Usted primero! Filosofía de las buenas maneras.
Marova. Madrid.
Marinoff, Lou (2000): Más Platón y menos Prozac: filosofía para la vida cotidiana.
Ediciones B. Barcelona.
Midgley, Mary (2002): Delfines, sexo y utopía: doce ensayos para sacar la filosofía a la
calle. Turner. Madrid.
Rivera, Juan Antonio (2003): Lo que Sócrates diría a Woody Allen: cine y filosofia.
Espasa. Madrid.
Rubert de Ventós, Xavier (2004): Filosofia de estar per casa. Ara Llibres. Barcelona.

184
FILOSOFÍA

HERMENEIA

1 El porvenir de la razón en la era digital


González Quirós, José Luis

2 Debate en torno a la posmodernidad


Berciano Villalibre, Modesto

3 La tentación pitagórica. Ambición filosófica y anclaje matemático


Gómez Pin, Víctor

4 El problema de la religión
De la Pienda, J. Avelino

5 El enigma de la representación
Llano, Alejandro

6 El tiempo cosmológico
Mataix Loma, Carmen

7 Teoría de la cultura
San Martín Sala, Javier

185
8 Introducción a la teoría de la verdad
García Baró, Miguel

9 El retorno del mito


Mardones, José M.a

10 Ética y decisión racional


Gutiérrez, Gilberto

11 El inconsciente: existencia y diferencia sexual


Alemán, Jorge/Larriera, Sergio

12 Metamorfosis del lenguaje


Maceiras, Manuel

13 El nihilismo. Perspectivas sobre la historia espiritual de Europa


Sánchez Meca, Diego

14 La filosofía y el mal
Quesada Martín, Julio

15 La pluralidad de la razón
Arregui, Jorge V.

16 Los filósofos y la libertad


Arana, Juan

17 Las perplejidades de la comprensión


Peñalver, Mariano

186
18 Hacia una hermenéutica dialéctica
Romero, José Manuel

187
Índice
Portada 2
Créditos 6
Dedicatoria 8
Índice 9
Introducción. La filosofía, una diosa extraña 11
1 La diosa de las mil caras: un holograma de la filosofía 16
1.1. Un triple espacio inicial 18
1.1.1. La seducción de lo obvio 18
1.1.2. El triunfo del pretexto 25
1.1.3. La transparencia de la complejidad 32
1.2. La pregunta incesante 38
1.2.1. La pregunta como forma de erotismo 39
1.2.2. Filosofía, pregunta y riesgo 41
1.2.3. Una fenomenología de la pregunta 43
1.2.4. Sancte Socrates: la pregunta incesante 49
1.3. La morada del límite 50
1.3.1. Grenzepromenade: una precisión del concepto de "límite" 51
1.3.2. Un mundo elástico 58
1.3.3. Dioses, héroes y límites 63
1.4. El tejido de la diferencia 66
1.4.1. La diferencia como movimiento: una precisión semántica 66
1.4.2. El aburrimiento y el anhelo de la unitas multiplex 71
1.4.3. El aburrimiento y el hastío 74
1.4.4. Elogio de la sutileza 77
1.4.5. Diferencia y repetición: la repetición creadora 82
2 El oficio del filósofo 86
2.1. Señas de identidad: un retrato de familia 86
2.2. Volcanes del silencio: la relación entre biografía y obra filosófica 96
2.3. La "artesanía" de las ideas 99
2.4. Galería de retratos: una posible tipología de filósofos 105
3 El regreso de la teoría o el nuevo esfuerzo del concepto 112
3.1. La "batalla" de la razón: la crítica del concepto clásico de especulación 113

188
sistemática 113

3.1.1. El concepto clásico de sistema 115


3.1.2. La lucha contra un concepto cerrado de sistema 117
3.2. Un nuevo significado de "especulación" y de "sistema" 121
3.2.1. Un nuevo sentido de la especulación 121
3.2.2. Un nuevo concepto de arquitectura sistemática 128
3.3. Referencias para una teoría filosófica de nuestro tiempo 131
3.3.1. Un punto de partida: la materia como energía 132
3.3.2. Un mundo tensional, vibratorio y elástico 133
3.3.3. Las exigencias de una teoría posible 137
3.4. La teoría como hogar de la tragedia y de la paradoja 142
4 La razón apasionada 145
4.1. La filosofía como forma de vida 145
4.1.1. La filosofía como destino 146
4.1.2. Una vida filosófica 149
4.1.3. La santidad de la razón 156
4.2. La filosofía como amistad universal 159
4.3. Un saber de soledades y silencios 165
4.3.1. La soledad amada 166
4.3.2. Saber de silencios 171
Conclusión. Una sonrisa irónica 175
Nota Bibliográfica 177

189

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