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Poemas Sueltos
Poemas Sueltos
Se escucha un espino,
allá donde vuelan tus dos ojos de luna.
Ah, hace cuánto tiempo que eres de la muerte.
Tu cuerpo es un jacinto
donde un monje sumerge sus dedos de cera.
Y una cueva sombría es nuestro silencio
de la que a veces surge un apacible animal.
Deja caer lento los pesados párpados.
A la orilla de la aldea
la dulce huérfana recoge escasas espigas.
Sus ojos redondos y dorados recorren el crepúsculo
y su seno anhela al esposo celestial.
De regreso al hogar
unos pastores hallaron el dulce cuerpo
descompuesto en el espino.
Tu cuerpo es un jacinto
en el que hunde un monje sus dedos de cera.
Nuestro mutismo, es una negra caverna,
Grito en el sueño,
por calles oscuras avanza el viento,
del ramaje aflora el azul primaveral,
el rocío púrpura de la noche adviene
y alrededor se apagan las estrellas.
Verde amanece el río, plateados son los paseos antiguos
y las torres de la ciudad. Ah, la suave embriaguez
de la barca que se desliza y el oscuro cantar del mirlo
en jardines de la infancia. Ya se aclara el rosado velo.
¡Pureza! ¡Pureza!
¿Dónde están las terribles veredas de la muerte,
del gris silencio pétreo, las rocas nocturnas
y las inquietas sombras? Radiante abismo del sol.
Hermana, cuando te encontré
en el claro solitario del bosque
era mediodía y vasto el silencio del animal;
blanca estabas bajo una encina silvestre
y florecía plateado el espino.
Poderosa la muerte y la llama que canta en el corazón.
Oscuras aguas rodean el juego de los peces.
Hora de la desolación, silenciosa vista del sol.
Es un ser extraño el alma en la tierra.
Sagradamente anochece el azul sobre el bosque abatido
y repica una sombría campana en la aldea;
compañía apacible.
Sobre los pálidos párpados del muerto
florece el mirto silencioso.
En el azul cristal
habita el hombre pálido,
la mejilla apoyada en sus estrellas;
o inclina la cabeza en sueño purpúreo.
Extraños son los caminos nocturnos del hombre. Cuando iba sonámbulo por las
habitaciones de piedra y en cada una
ardía un silencioso candil, un candelabro de cobre, y cuando preso del frío entré en
el lecho, reapareció en la cabecera
la sombra negra de la extranjera, y en silencio oculté mi rostro en las lentas manos.
El jacinto florecía azul en la ventana
y llegó al labio púrpura de mi aliento la antigua oración; de sus párpados cayeron
lágrimas de cristal lloradas por la amargura
del mundo. En esta hora la muerte de mi padre hizo de mí el hijo blanco. En azules
sobresaltos bajó de la colina el viento
de la noche, el oscuro lamento de la madre que moría, y vi el negro infierno en mi
corazón; minuto de radiante mutismo.
Suave surgió del muro blanqueado con cal un rostro indescriptible -un joven
moribundo-, la belleza de una estirpe que regresa
a sus padres. Blancura de luna, el frío de la piedra envolvió la sien desvelada,
sonaron los pasos de las sombras sobre erosionadas gradas, un rosado tumulto en el
pequeño jardín.
Silencioso estaba sentado en una taberna abandonada bajo vigas ahumadas, solo ante
el vino; un cadáver rutilante inclinado
sobre la oscuridad y un cordero muerto a mis pies. De un corrupto azul salió la
sombra pálida de mi hermana y así habló su boca ensangrentada:
Hiere, espina negra. Ah, todavía resuenan las tormentas desatadas en mis brazos
plateados. Sangre, corre de mis pies lunares, floreciendo sobre los senderos
nocturnos, donde la rata salta gritando. Iluminad, estrellas mis arqueadas cejas; para
que
el corazón palpite suave en la noche. Irrumpió en la casa una sombra roja con espada
flameante, huyó con su frente de nieve.
Oh muerte amarga.
Y una voz oscura habló dentro de mí: He roto la nuca a mi caballo negro en el
bosque nocturno, porque de sus purpúreos ojos brotaba la demencia; las sombras de
los olmos, la risa azul del manantial y la frescura negra de la noche cayeron sobre mí
cuando levanté como cazador salvaje una lanza de nieve. En un infierno de piedra
murió mi rostro.
Cayó brillando una gota de sangre en el vino del solitario; y cuando lo bebí sabía
más amargo que la adormidera. Una nube profunda envolvió mi cabeza, las lágrimas
de cristal de ángeles condenados. Delicadamente fluyó la sangre de la plateada
herida
de la hermana y una lluvia de fuego cayó sobre mí.
Por el lindero del bosque deseaba caminar, como alguien sombrío que ha dejado
caer de sus mudas manos el velo solar, y al atravesar llorando la colina de la tarde
levanta los párpados hacia la ciudad de piedra; como un animal que se siente
tranquilo
en la paz del viejo árbol; oh, esta cabeza inquieta acechando en la penumbra, esos
pasos que corren dudosos buscando la nube azul en la colina, persiguiendo también
implacables constelaciones. A un lado escolta el corzo la siembra verde, silenciosa
compañía
de los musgosos caminos del bosque. Las cabañas de los campesinos se han cerrado
en su mutismo, y atemoriza en la negra calma del viento la queja azul del torrente.
Pero cuando descendí por el sendero de piedras, me asaltó la locura y grité fuerte
en la noche; y cuando con mis dedos plateados me incliné sobre las aguas silenciosas
vi que mi rostro me había abandonado. Y la voz blanca me dijo: ¡Mátate! Con un
suspiro
A Karl Kraus
Un monje apacible
junta sus manos ya muertas.
Un ángel blanco visita a María.
A tus pies
se abren los sepulcros de los muertos,
cuando posas la frente en tus manos plateadas.
Silenciosa habita
en tu boca la luna otoñal,
sombrío es el canto ebrio del opio;
flor azul
que suena quedamente en piedras amarillas.
Verano
Ya no se mueve el follaje
del castaño.
En la escalera de caracol
susurra tu vestido.