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A la Noche.

José de Espronceda.

Salve, oh tú, noche serena,


Que al mundo velas augusta,
Y los pesares de un triste
Con tu oscuridad endulzas.

El arroyuelo a lo lejos
Más acallado murmura,
Y entre las ramas el aura
Eco armonioso susurra.

Se cubre el monte de sombras


Que las praderas anublan,
Y las estrellas apenas
Con trémula luz alumbran.

Melancólico ruido
Del mar las olas murmuran,
Y fatuos, rápidos fuegos
Entre sus aguas fluctúan.

El majestuoso río
Sus claras ondas enluta,
Y los colores del campo
Se ven en sombra confusa.

Al aprisco sus ovejas


Lleva el pastor con premura,
Y el labrador impaciente
Los pesados bueyes punza.

En sus hogares le esperan


Su esposa y prole robusta,
Parca cena, preparada
Sin sobresalto ni angustia.

Todos suave reposo


En tu calma, ¡oh noche!, buscan,
Y aun las lágrimas tus sueños
Al desventurado enjugan.
¡Oh qué silencio! ¡Oh qué grata
Oscuridad y tristura!
¡Cómo el alma contemplaros
En sí recogida gusta!

Del mustio agorero búho


El ronco graznar se escucha,
Que el magnífico reposo
Interrumpe de las tumbas.

Allá en la elevada torre


Lánguida lámpara alumbra,
Y en derredor negras sombras,
Agitándose, circulan.

Mas ya el pértigo de plata


Muestra naciente la luna,
Y las cimas del otero
De cándida luz inunda.

Con majestad se adelanta


Y las estrellas ofusca,
Y el azul del alto cielo
Reverbera en lumbre pura.

Deslízase manso el río


Y su luz trémula ondula
En sus aguas retratada,
Que, terso espejo, relumbran.

Al blando batir del remo


Dulces cantares se escuchan
Del pescador, y su barco
Al plácido rayo cruza.

El ruiseñor a su esposa
Con vario cántico arrulla,
Y en la calma de los bosques
Dice él solo sus ternuras.

Tal vez de algún caserío


Se ve subir en confusas
Ondas el humo, y por ellas
Entreclarear la luna.

Por el espeso ramaje


Penetrar sus rayos dudan,
Y las hojas que los quiebran,
Hacen que tímidos luzcan.

Ora la brisa suave


Entre las flores susurra,
Y de sus gratos aromas
El ancho campo perfuma.

Ora acaso en la montaña


Eco sonoro modula
Algún lánguido sonido,
Que otro a imitar se apresura.

Silencio, plácida calma


A algún murmullo se juntan
Tal vez, haciendo más grata
La faz de la noche augusta.

¡Oh! salve, amiga del triste,


Con blando bálsamo endulza
Los pesares de mi pecho,
Que en ti su consuelo buscan.

A la Imaginación.
To Imagination; Emily Brontë (1818-1848)

Cuando agotados de la extensa jornada,


Y del terrenal cambio del dolor por el dolor,
Perdida, dispuesta a la desesperación,
Tu cálida voz me convoca de nuevo;
Mi sincero amigo, nunca estoy sola
Si tu presencia y ese tono me acompañan.

Sin esperanzas descansa el mundo sin tí,


El mundo sin este doble de mí;
Tu mundo de astucias, odios y duda,
De frías sospechas sin lugar,
Donde tú, yo y la Libertad
Disfrutan una soberanía muda.

Lo que importa es que todo alrededor,


Peligro, angustia y oscuridad,
No rompen las cadenas de nuestra soledad
Donde habita el cielo en su esplendor,
Alimentado por diez mil rayos eternos
De soles que no han conocido el invierno.

La Razón sin dudas habrá de objetar


Por la triste realidad de la naturaleza,
Explicando que el sufrimiento del corazón es vano,
Y que sus preciados sueños deben perecer;
La Verdad con rudeza busca asolar
Las flores de la fantasía que tímidas asoman.

Pero tú siempre serás el que trae


Las cerradas visiones que retornan,
El aliento de nuevas glorias caídas en primavera,
Llamando a la vida de la muerte,
Susurrando con la divina voz
De un mundo real y brillante como tú.

No confío en la dicha de tu fantasma,


Pero en las horas quietas de la noche,
Con un incesante agradecimiento
Te doy la bienvenida, bendito aliento,
Fiel asistente de los humanos deseos,
La más brillante esperanza
Allí donde la esperanza muere.

El Hombre que soñó con el País de las Hadas.


William Butler Yeats.

Estuvo entre una multitud en Dromahair;


su corazón colgaba sobre un hábito de seda,
y al final había conocido alguna ternura,
antes de que fuera abrazado por la tierra;
pero cuando un hombre en un montón de peces apila,
parece que alzan sus pequeñas cabezas plateadas,
y cantan lo que la dorada mañana y la tarde derraman
sobre el mundo entretejido de una isla olvidada,
donde la gente ama a orillas del mar;
que el Tiempo las promesas del amante no podrá malograr,
bajo ese tejido cielo inmóvil de ramas;
el canto le sacó de su débil reposar.

Por las arenas de Lissadel ha meditado;


su mente corre por los miedos, dinero y cuidados,
y él, al final, había conocido algunos prudentes años,
antes de que se apilaran bajo la colina su tumba;
pero mientras recorría los sitios de rompiente espuma,
un gusano, con su gris y terrosa boca
canta que en algún lugar del norte, oeste o sur
habita una alegre, exultante, afable raza,
bajo los dorados o plateados cielos;
y si allí un huraño bailarín sus pies pusiera,
parecería que el sol y la luna en el frutal estuvieran:
y con aquel canto nunca más sería sabio.

Ante el gozo de Scanavin reflexionó,


reflexionó sobre sus mofadores; sin falta
fue un cuento campesino su repentina venganza,
cuando la noche pétrea se había bebido su cuerpo;
pero una nudosa hierba de la laguna
(con voz innecesariamente cruel) cantaba
donde el anciano silencio ordena regocijarce ante su elegida raza,
no importa que tempestuosas aguas suban y caigan
o que la plateada tormenta corroa su oro al día,
y la medianoche los arrope como en lana
y el amante con el amante descance en paz.
El cuento retiró su sutil enojo de su faz.

Durmió bajo la colina de Lugnagall;


y podría haber conocido el sueño real
bajo ese vaporoso y frío turbante empinado,
ahora que al hombre y todo, la tierra se ha llevado:
los gusanos que ensartan sus huesos no proclamaron
con ese incauto, agudo grito
que Dios en el cielo sus dedos ha puesto,
que por esos dedos corre el brillante verano
sobre el bailarín de la ignota ola.
¿Porqué deberían aquellos danzantes sin fracaso
soñar, hasta que Dios calcine la naturaleza con un beso?
El hombre alivio en la tumba no ha encontrado.

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