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LO QUE NO EXISTE, EXISTE

SALÓN DADÁ / COL CORAZÓN: REGISTROS DE UNA SAGA POST PUNK EN EL PERÚ (1986-1990)

Durante un concierto en el teatro La Cabaña, en abril de 1987, el trío integrado por Támira, Jaime
y Hoover, pidieron al también joven artista plástico Jaime Higa, pinte el símbolo de la ecuación de
Zoran, para ser usado como fondo durante su presentación. Dicho símbolo, que asemejaba a una
clave de sol, lo había tomado Támira de una novela de ciencia ficción llamada La noche de los
tiempos, que había encontrado en la biblioteca de su madre. La ecuación de Zoran significaba “Lo
que no existe, existe” y en la historia de la novela, es un secreto muy preciado que los hombres
buscan ya que podía hacer surgir de la nada, algo.

Del mismo modo Salón Dadá emprendió también su propio camino en busca de aquello que los
hiciera surgir en medio de la oscuridad y de prácticamente todo en contra. Quisieron trascender
con el sonido hacia otros estados, transformar la rabia de una época en una música que a veces
parecía sacada de un sueño.

Lima era entonces una ciudad convulsionada por la crisis económica y el entorno violentista
producto de la guerra entre grupos terroristas y militares. En medio de ese conflicto estalló un
movimiento juvenil conocido como Rock Subterráneo, que con un lenguaje crudo y desencantado
asimiló los postulados del punk y el DIY. Un puñado de bandas empezó a darse a conocer a través
de maquetas y fanzines. Para 1985 los subterráneos, o subtes, ya habían articulado una escena
con bandas icónicas como Narcosis, Leuzemia, Zcuela Cerrada, Guerrilla Urbana y Autopsia, como
respuesta a una movida rockera local que se había reducido a cantar covers en inglés. Los subtes
aparecieron cantando en castellano canciones propias que expresaban anarquía. Tras ese primer
momento vino una consecuente propagación y muchas nuevas bandas se dieron a conocer:
Delirios Krónicos, Voz Propia, Eutanasia, SdM, Psicosis, Empujón Brutal, T de cobre, Eructo
Maldonado entre muchas otras, diversificando el sonido subterráneo hacia otras vertientes. Salón
Dadá halló un lugar en esa diversidad. Pero su sonido era raro en el conjunto, pues si bien se
iniciaron en el lenguaje del rock, fueron rápidamente expandiéndose estéticamente. Para muchos
fueron una de las bandas más originales y creativas del período, y aunque no dejaron grabaciones
oficiales, el mito entorno a ellos no ha hecho más que crecer.

La historia de Salón Dadá se remonta a 1985 cuando Támira Bassallo, quien cursaba quinto año de
secundaria, conoció a Juan Huamán Sihuas, alias Hoover, un estudiante de la Escuela Nacional de
Bellas Artes. Támira, hija de Telma Rossi, la reconocida psicóloga que por entonces conducía un
sintonizado programa en la radio de noticias RPP, recibía constantemente a madres de familia con
sus hijos, para atenderse en el consultorio ubicado en su propia casa, en el distrito de Bellavista,
en el Callao. Fue durante esas visitas, entre 1983 y 1984, que Támira hizo amistad con unos
jóvenes Alfredo Márquez, Jorge “Cocó” Revilla y Mónika Contreras. Alfredo, estudiante de
arquitectura e integrante del colectivo Bestiario, fue quien les contó a Telma y Támira sobre el
naciente rock subterráneo y al poco tiempo ellas empezaron a asistir a los conciertos y a elaborar
sus propios fanzines, entre ellos uno llamado Contagio. Muchas veces Támira iba sola. Un buen día
hizo amistad con Paco Kerouac, quien por entonces había montado un puesto de casetes y libros
en las escalinatas de la Universidad Villarreal, en la Av. Colmena, a la que había llamado La Nave
de los Prófugos, donde Támira terminó tomando empleo y por unos meses cuidó el puesto dos o
tres horas al día. Fue allí que se familiarizó más con el mundo del rock subterráneo e hizo amistad
con Iván Zurriburri, Daniel F, Nico Eutanasia, Kike Excomulgado y Hoover. Con los dos últimos
formarían Excomulgados, una banda hardcore punk donde Támira se inició con la guitarra
eléctrica. Poco tiempo después acompañaría, esta vez en el bajo, a Patricia Roncal, más conocida
como Maria T-ta, siendo una de las pocas presencias femeninas en una escena como la del rock
subterráneo esencialmente masculina.

Támira, Hoover y Monika empezaron a reunirse para ensayar algunas canciones que Támira había
compuesto, dando inicio a la formación que Hoover bautizó como Salón Dadá. Un 26 de setiembre
de 1986 dieron su primer concierto en Magia, emblemático lugar de conciertos subtes, dejando
mudo a un público conformado básicamente por hombres, que se había mostrado intimidante.
Aquella vez Monika tocó una guitarra electroacústica de los años 60s, que Támira había
conseguido prestada de su tío y cuyo sonido acompañaría toda la trayectoria del grupo. Mónika,
una fan de The Cure, había estudiado guitarra clásica y tocaba sin usar uña, dándole un sello
particular a las canciones. Aquello cambió cuando en su reemplazo entró Jaime de Lama, un amigo
de Cocó, que venía de tocar batería en Zcuela Cerrada. Ambos querían armar un proyecto musical,
y Cocó pensó en sumar a su amiga Támira. Pero todo quedó en conversaciones y finalmente, tras
la salida de Mónika, Jaime se convirtió en el guitarrista definitivo de Salón Dadá. Cocó, un
estudiante de la Universidad de Lima, que se distinguía entre los subterráneos por su desenfadado
look andrógino, se había vuelto un inseparable y entusiasta fan de la banda. Con esa formación de
Jaime, Támira y Hoover registrarían un ensayo de cuatro temas a fines de 1986, que con el tiempo
empezó a circular como una maqueta no oficial, y donde la guitarra de Jaime llevaba un efecto de
flanger en vez de la clásica combinación de chorus y distortion empleada por el grupo y que le
había dado su sonido característico. Porque si algo ofrecía Salón Dadá era una performance muy
estridente, había muchos feedbacks y con el tiempo Támira también agregaría un super overdrive
al bajo.

Las canciones registradas fueron “Parte 7”, “Parte 4”, “Clavicordio sin fin” y “Virginia”. Las dos
primeras eran musicalizaciones de fragmentos del poema “Mutatis Mutandis”, de Jorge Eduardo
Eielson y la última estaba inspirada en un indigente que vivía en una fábrica abandonada cerca de
casa de Támira y que había escrito en la pared: “te fregaste Enriqueta has encontrado una crema
suicida”.

“Queríamos que la voz esté al mismo nivel que los instrumentos, queríamos crear un ambiente.
Pasa mucho en el rock que la voz está encima porque quieren que se entienda la letra, nosotros
teníamos letras también pero no teníamos esto de querer dar un mensaje, más bien, tú entiende
lo que puedas. Lo habíamos hablado. Queríamos que el bajo y la guitarra estén al mismo nivel,
porque normalmente el bajo no se escucha” recuerda Támira, describiendo un aspecto que
marcaría el estilo de la banda, y que lograron sacar adelante a pesar de la precariedad de los
equipos de sonido con los que solían realizarse los conciertos de rock subterráneo. Salón Dadá
optó por una música introspectiva y experimental, una asombrosa sofisticación que los ponía en
sintonía de las exploraciones del post punk. El sonido de la banda se había definido
completamente en ambiciosas canciones como “Marlene” y “Los Bosques”, que ampliaban el
espectro del rock hacia zonas no exploradas en el ámbito local, y donde convivía ruido y melodía,
reposo y estridencia. Estaban en un camino de vanguardia.
Jaime y Cocó solían traer muchas novedades musicales y se enfrascaban en debates interminables
sobre sus grupos favoritos. Entre las bandas que tenían de cabecera se encontraba Cocteau Twins,
grupo con el que se ha asociado mucho a Salón Dada. Támira más bien sentía que la literatura era
su gran fuente de inspiración. Jorge Eduardo Eielson en particular, sería una figura muy influyente.
Támira recuerda haber ido con Cocó y Susana Torres (quien luego se integraría a la banda), a la III
Bienal de Trujillo en donde Eielson haría una exposición de su obra visual. “Yo me acerqué y le dije
que era su fan, él me sonrió. Fue como ver a Dios”, recuerda.

Se inspiraron también en José María Arguedas para componer la canción “Sisinina”. Allí adaptaron
el cuento “La agonía de Rasu-Ñiti” que hablaba sobre un danzante de tijeras, una danza tradicional
de la sierra, que les gustaba mucho. Ese año de 1987, la Universidad Católica publicó “Música
Andina del Perú” un álbum doble que presentaba registros etnográficos tradicionales andinos y
que fue toda una revelación, en particular para Jaime quien incorporó sonoridades andinas en la
guitarra.

De Antonin Artaud nació la canción “Lista Ele” que tenía esos sonidos de guitarras arabescas que
tanto gustaban a Jaime, la voz de Támira emitía palabras incomprensibles pero musicales. Ella
recuerda haber descubierto a Artaud por un programa de radio, donde escuchó un fragmento de
la grabación de “Para terminar con el juicio de Dios”, donde la declamación se vuelve solo sonidos
viscerales. Aquello despertó su curiosidad por conocer más del escritor francés. Ya en un libro
suyo de poemas encontró unas palabras “Pri Ur Fan Tish”, que dieron título a una de las
composiciones más complejas del grupo, que se distinguía por sus arreglos de cello, ejecutados
por Susana Zavala, la guitarra ondulante, disonante e hipnótica de Jaime y la voz de Támira que se
elevaba hacia otros mundos. Para cuando presentaron “Pri Ur Fan Tish” en un recordado concierto
en la No Helden en 1988, el grupo ya se había convertido en Col Corazón. Cambiaron de nombre
tras la salida de Hoover, aunque el repertorio siguió siendo el mismo. Fueron entrando y saliendo
diversos bateristas: Marisela Young Rabines, Pelo Madueño y Rodolfo Cortegana, este último sería
con quien harían más conciertos.

El punto de encuentro aquel año era la Universidad Mayor de San Marcos. Jaime se había inscrito
en la Facultad de Comunicaciones mientras que Cocó, Támira y Susana Torres en Historia del arte.
Susana se integró a la banda y apoyaba como performer, corista y en percusiones diversas. La
amistad entre ellos se hizo sólida durante los días universitarios. Cocó había intentado también
armar algunos proyectos musicales (entre ellos uno con Pedro Santillana). “Por esa época, 1986-
87, había decidido ser un "freelance performer", y me subía a los escenarios de imprevisto en
cualquier evento subterráneo. Recuerdo especialmente mis intervenciones en el teatro
«Cocolido» y el teatro «La Cabaña», totalmente enajenado por mi propia locura: gritaba, berreaba
como un animal, me rompía la ropa y lanzaba manifiestos absurdos, sobre ruido caótico de
guitarras. Era mi manera de expresar mi diferencia” recordaría años más tarde Cocó, quien dejaría
Lima en 1989 y se mudaría primero a Italia y luego a España donde finalmente se encontraría con
Mario Mendoza en 1991.

Col Corazón siguió adelante con un sonido cada vez más complejo, como lo demuestran canciones
como “Ram Ram” o “Debral”, esta última incorporaba unos siniestros teclados y se alejaba del
formato rock. Presentarían su repertorio completo de una hora, en un concierto en La Casona de
Barranco el 30 de julio de 1990, quizá el concierto más largo que hiciera algún grupo subte, un set
de 13 canciones (con intermedio). Y aunque ya parecían listos para entrar a grabar, decidieron que
aún no era el momento. La ambición era grande, las ideas fluían pero los recursos para grabar eran
pocos. Aquel sería su último concierto.

Ese mismo año habían sido invitados por Gustavo Buntinx a realizar una performance como parte
de la muestra “Restauración No Restauración”, la idea era trabajar con el poema de José María
Arguedas “Katatay”, para lo cual Jaime compuso una canción tomando la base del poema en
quechua. Salieron a escena vestidos con plásticos negros y rojos. Rodo tocaba una tinya, mientras
que Susana grafiteaba el poema con pintura roja, sobre una de las paredes.

Apenas si bordeaban los 20 años cuando el sueño de la banda se disipó. “Las diferencias eran
notorias, a pesar que estábamos en el mismo paquete del rock subterráneo, yo sentía que no, no
teníamos un espacio para desarrollar la música. Me llegué a comprar el prospecto del
conservatorio para estudiar canto, pero seguí en San Marcos. La universidad era un caos, no se
dictaban cursos, un año llevé sólo dos cursos, los profesores tenían que llevar a los alumnos a su
casa, había mucho apagón, estaban los terroristas, era muy difícil estudiar, yo estaba muy
saturada de San Marcos”, recuerda Támira, quien devolvería la guitarra a su tío unos años
después.

El hastío de una época se hizo sentir en toda una generación porque el año 90 marcó el declive de
lo que había sido el rock subterráneo. Los integrantes de Col Corazón reaparecerían después en
otras destacadas facetas: Hoover como cajonero de bandas de música criolla, Jaime dedicado al
mundo del audiovisual, Susana convertida en artista plástica y Támira como curadora de arte. La
semilla dejada traería frutos, y sería Cocó Revilla el encargado de continuar con lo aprendido. Ya
instalado en España junto con Mario Mendoza formarían Silvania, siguiendo la estela dejada por
Salón Dadá y Col Corazón. “Solineide” era el nombre de la letra de una canción escrita por Támira,
que fue empleada por Silvania para una canción de su primer EP Miel Nube Hiel de 1992. “Flor de
agua infinita”, otra canción incluida en su debut en largo En cielo de océano de 1993, estaría
dedicada a Támira y Susana, rindiendo tributo así a un período vivido intensamente por un grupo
de amigos, subterráneos entre los subterráneos, y cuyo legado ha sobrevivido al tiempo como un
destello, fugaz y transformador.

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