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de autoridad y de poder
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Águila, T. R. D., & Luque, E. (2006). Psicología de las relaciones de autoridad y de poder. Retrieved from http://ebookcentral.proquest.com
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Psicología de
las relaciones
de autoridad
y de poder
Florencio Jiménez Burillo (coordinador)
Rafael del Águila Tejerina
Enrique Luque
José Luis Sangrador García
Fernando Vallespín Oña
Copyright © 2006. Editorial UOC. All rights reserved.
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Diseño del libro, de la cubierta y de la colección: Manel Andreu
¤ Rafael del Águila Tejerina, Florencio Jiménez Burillo, Enrique Luque, José Luis Sangrador García, Fernando
Vallespín Oña, del texto
¤ 2006 Editorial UOC
Av. Tibidabo, 45-47, 08035 Barcelona
www.editorialuoc.com
ISBN: 84-9788-429-9
Depósito legal:
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño general y la cubierta, puede ser copiada,
reproducida, almacenada o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio, sea éste eléctrico,
químico, mecánico, óptico, grabación, fotocopia, o cualquier otro, sin la previa autorización escrita
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Coordinador
Florencio Jiménez Burillo
Autores
Rafael del Águila Tejerina
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Autónoma de Madrid.
Director del Centro de Teoría Política (CTP), ha participado, dirigido y coordinado diversas acti-
vidades académicas, reuniones y seminarios nacionales e internacionales. Asimismo ha sido
director del Departamento de Ciencia Política de la UAM, de 1996 a 1999. Su especialidad es la
Teoría. En la actualidad desarrolla, como investigador principal, un proyecto de investigación
financiado por la CICYT sobre tolerancia (asociado al CTP de la UAM).
Enrique Luque
Catedrático de Antropología Social y director del Departamento de Antropología Social (Universi-
dad Autónoma de Madrid). Ha sido profesor en las universidades de Granada, Complutense de
Madrid y Salamanca. Se graduó en Antropología Social en la Universidad de Manchester (Reino
Unido). Dedicado en especial al ámbito de la antropología política y jurídica, en la actualidad tra-
baja en temas de comunicación y lenguaje políticos. Es asesor, consejero y colaborador de varias
revistas de ciencias sociales o de actualidad bibliográfica de alcance nacional.
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¤ Editorial UOC 7 Índice
Índice
Presentación ................................................................................................. 11
Resumen ....................................................................................................... 37
tradicional .......................................................................................... 39
Enrique Luque
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¤ Editorial UOC 8 Psicología de las relaciones de autoridad...
Resumen ....................................................................................................... 73
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¤ Editorial UOC 9 Índice
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¤ Editorial UOC 10 Psicología de las relaciones de autoridad...
Bibliografía.................................................................................................... 230
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¤ Editorial UOC 11 Presentación
Presentación
Escribir una presentación a una obra titulada Psicología de las Relaciones de au-
toridad y de poder no es tarea fácil, al menos para quien escribe estas líneas como
coordinador de la disciplina. A las dificultades que plantea la noción misma de
poder –como luego se verá–, el propio enunciado de los descriptores que seña-
lan los contenidos del libro viene a añadir aún más problemas. Ya que se hace
evidente, que, como no podía ser de otra manera, se trata de abordar el poder y
la autoridad desde diferentes niveles de análisis –diferentes juegos de lenguaje,
por tanto– que, deseablemente, sean complementarios entre sí.
Una vez descartada, ya desde elprincipio, la tentación –a la que han sucum-
bido algunos sociobiólogos– de retrotraer al ámbito de la conducta animal –al
comportamiento de algunos primates no humanos concretamente– los oríge-
nes de las relaciones de poder –no las de autoridad, por ahora–, el primer capí-
tulo plantea la extraordinaria complejidad que, intrínsecamente, encierra la
noción de poder en el campo de las ciencias sociales. No obstante, una manera
útil y clarificadora de aproximación al término parece ser la de considerarlo,
ante todo, como una “relación” entre un agente y un paciente, evidentemente;
pero también, y no menos importante, cabe contemplar el hecho de que entre
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¤ Editorial UOC 12 Psicología de las relaciones de autoridad...
de las influencias culturales, pues, al cabo, son las propias sociedades las que ins-
titucionalizan esas diferencias biológicas traduciéndolas en desigualdades polí-
ticas y sociales.
Solo caben conjeturas, nunca certezas, sobre cuándo y cómo surgieron las
primeras instituciones políticas humanas. Pero lo que sí parece seguro es que en
las sociedades tradicionales la visibilidad del poder no era en absoluto como en
nuestra sociedad actual. Todo nuestro juego de luchas por el poder, liderazgos
políticos, mayorías y minorías, etc., se disuelve en las organizaciones políticas
premodernas en órganos colectivos que generalmente adoptan sus decisiones
por consenso. Es a partir del siglo XIV cuando progresivamente van emergiendo
nociones e instituciones políticas que culminan con la entronización del poder
del Estado como el tema central de la filosofía política moderna.
La gigantesca figura de Hobbes constituye, ante todo, el punto de partida de
un evento verdaderamente crucial en la historia de las ideas políticas: nada me-
nos que el proceso de transferencia del poder social al poder político, pensado
éste en términos absolutos por el inglés como resultado de un ineluctable pro-
ceso deductivo que incorpora tres argumentos fundamentales: primero, la vio-
lencia y el conflicto –y, por tanto, el miedo concomitante a éstos– que son
inevitables en toda sociedad. Segundo, por razones de supervivencia los hom-
bres llegan a acordar que cada uno renunciará a ejercer su propia fuerza –su de-
recho– en aras de la paz y la cooperación sociales. Tercero, será precisamente el
Estado el que se constituya en el garante de ese pacífico estado de cosas y de ese
modo queda legitimado en su ya exclusivo monopolio de la violencia. Un Esta-
do cuyo máximo atributo será, desde Bodino, su soberanía, pues ninguna ins-
tancia, externa o interna, puede disputarle su situación en lo más alto de la
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¤ Editorial UOC 13 Presentación
Este proceso de legitimación del poder, iniciado por Hobbes, Bodino y Locke,
tiene su continuación en el siglo XX en las obras de tres eminentes autores: We-
ber, Arendt, y Foucault. Para Weber, a diferencia de Hobbes, el poder se vincula
más con las ideas y los valores que con la violencia. Según su propia definición
“relacional” del poder, se hace necesario algún tipo de razón que lo legitime: la
cabal expresión de esa legitimación la encuentra Weber en el concepto de auto-
ridad, del poder legitimado. Una legitimidad cambiante en el curso de la histo-
ria, desde sus formas religiosas y tradicionales a la moderna legitimación legal-
racional.
Por influencia del pensamiento ilustrado, y especialmente de Rousseau, du-
rante los siglos XIX y XX surgen nuevos intentos de legitimación del poder: entre
ellos, algunos particularmente perniciosos –el “pueblo” o “la nación” en abs-
tracto, por ejemplo– por su posterior utilización por parte de los regímenes to-
talitarios del siglo pasado. Final y felizmente, derrotados éstos, las obras de
Arendt, Habermas y Foucault significan tres importantes contribuciones en esa
tarea legitimadora en nuestros días.
Los anteriores enfoques del poder y la autoridad eran los propios de la
Antropología Política y la Teoría Política. El capítulo V trata de analizar nuestro
asunto desde una perspectiva esencialmente psicológica, o mejor, psicosociológica.
El triunfo de los regímenes autoritarios antes citados durante la primera mitad del
pasado siglo, planteó graves preguntas, no sólo a la Filosofía y a la Ética, sino a
todas las ciencias sociales y políticas. Y entre ellas, no fue la de menor impor-
tancia la que surgió como consecuencia de un hecho tan innegable como dolo-
roso: el gran apoyo popular que tuvieron los regímenes fascistas. Todo lo cual
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¤ Editorial UOC 14 Psicología de las relaciones de autoridad...
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¤ Editorial UOC 15 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
Capítulo I
Perspectivas teóricas y definicionales
sobre el poder y la autoridad
Florencio Jiménez Burillo
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¤ Editorial UOC 16 Psicología de las relaciones de autoridad...
Lo que ahora importa subrayar es que ambos genios han venido a constituir-
se como puntos de origen de dos grandes corrientes de pensamiento acerca de
la naturaleza y funcionamiento del poder que llegan hasta nuestros días. A este
respecto, intentaremos sintetizar lo que en su excelente libro afirma Clegg
(1989) tras un análisis comparativo de ambos autores.
Maquiavelo, como “profesional” de la política, no contempló el poder desde
una perspectiva intelectual que trata de argumentar racionalmente acerca de sus
fundamentos filosóficos y consecuencias morales. El florentino no se interesó
por lo que el poder es, sino por lo que el poder hace: cómo funciona, cómo ac-
túa. El foco de su atención es, ante todo, la estrategia, el juego táctico en un esce-
nario cambiante, en donde la moral es un recurso a utilizar eficazmente más que
un imperativo al que deba ajustarse la acción política. Se trata de una visión del
poder fundamentalmente racional, realista y amoral; el actor político, si ha de al-
canzar y mantener el poder, debe interpretar en cada momento las reglas del juego
en situaciones de enorme incertidumbre como las existentes en la ciudad de
Florencia en tiempo de los Medicis. Un mundo de constantes intrigas y cons-
piraciones, donde día a día era necesario desplegar las tácticas apropiadas para
“seguir vivo” en la inacabable contienda política. Para Maquiavelo no existen,
por tanto, “leyes” sobre el comportamiento del poder; no hay una ciencia uni-
versal que guíe la acción de los agentes políticos: lo único que realmente existe
es ese escenario en el que cada actor despliega sus propias estrategias buscando
satisfacer sus intereses personales (Clegg, 1989, pp. 29-34).
Por su parte, Hobbes escribió su obra en un país con un monarca que gober-
naba un Estado unificado. Su visión del poder fue, ante todo, la de un “científi-
co” que pretende analizar lo que el poder es. Y como buen científico, desarrolló
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¤ Editorial UOC 17 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
que despliega un poder que legisla y regula la vida política nacional y que, por
tanto, se encuentra sometido a unas leyes que la ciencia política es capaz de es-
tablecer (Clegg, 1989, pp. 34-38).
Pues bien, aunque no sea posible entrar ahora en pormenores, digamos que
las más acreditadas teorías posteriores sobre el poder, de un modo más o menos
explícito, van a ser contempladas como continuación de las respectivas concep-
ciones de Maquiavelo y Hobbes. De esta manera, habría una línea “maquiave-
lista” que incorporaría, por ejemplo, a Pareto, Hunter, Mills, Bachratz y Baratz,
Foucault, Giddens y Clegg. Del mismo modo existiría una tradición hobbesiana
que continuaría en Weber, Russell, Dahl, Wrong y Lukes. Ante la imposibilidad
de dar mínima cuenta de las ideas fundamentales de cada uno de ellos –por otra
parte diferentes entre sí en varios aspectos– digamos tan solo un par de cosas:
sentan una concepción del poder según la cual A no realiza acciones tendentes
a que B se comporte de determinada manera, sino que, justamente, A tiene po-
der sobre B por la “no-decisión” de A respecto de B. En otras palabras, A mani-
pula de tal manera la situación que logra eliminar, por ejemplo de un “orden
del día”, aquellos asuntos que son relevantes para B. Estos procesos de no-deci-
sión funcionan mediante tres tipos de estrategias:
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¤ Editorial UOC 18 Psicología de las relaciones de autoridad...
ser retrotraídos hasta los comienzos mismos de la disciplina a finales del siglo XIX,
o bien ser fechados en la década de los sesenta del siglo pasado. La decisión de-
pende de establecer previamente qué se entiende por poder social.
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¤ Editorial UOC 19 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
hasta hoy. Los teóricos de la Psicología de las Masas –Le Bon, Tarde, etc.– mostra-
ron las profundas transformaciones experimentadas por los individuos inmersos
en conductas colectivas; Ross trató los procesos de sugestibilidad diferencial y
conformidad externa e interna, y Floyd Allport, asimismo, analizó fenómenos de
influencia grupal. Más adelante, el “campo de fuerzas” lewiniano, las teorías del
intercambio, los procesos de obediencia analizados por Kelman, los famosísimos
experimentos de Sheriff, Asch o Milgram, la personalidad autoritaria, el programa
de Hovland en Yale sobre cambio de actitudes, y los estudios sobre minorías acti-
vas de Moscovici son jalones, sobradamente conocidos, en la investigación psico-
sociológica de nuestro asunto en la corta historia de la disciplina.
b) Las cosas cambian, sin embargo, si es el poder social el que se constituye
como proceso más general y la influencia social es ahora considerada una
parte de él. Entonces, sí que adquiere sentido aquella denuncia que presentó
Cartwright en 1959 acusando a la Psicología Social de haber ignorado el tema
del poder [...] hasta justamente esa fecha. Pues en ese libro –Studies in Social
Power– no sólo propone el propio Cartwright su concepción del poder desde la
teoría del campo, sino que además recoge el artículo probablemente más citado
en la literatura psicosociológica: “Las bases del poder social” de French y Raven,
al que más adelante tendremos ocasión de volver. Pasado un tiempo, la situa-
ción no cambió demasiado, pues todavía en 1965, Clark insistía y lamentaba lo
mismo; no obstante, a finales de esa década y desde luego desde los años seten-
ta, se desató un insospechado interés por el poder con la publicación de varios
libros por parte de McClelland, Winter, Tedeschi, Kipnis, Ng Sik Hung, etc.
Por cierto, ese desinterés acerca del poder ha sido compartido por la Psicología
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¤ Editorial UOC 20 Psicología de las relaciones de autoridad...
“[...] los arquitectos del poder deben crear una fuerza que pueda ser sentida, pero no
vista. El poder se mantiene fuerte cuando está en la oscuridad; si se expone a la luz
comienza a evaporarse.”
Es la del poder una de esas nociones a las que bien puede aplicarse aquello
que San Agustín decía del tiempo: “si no me preguntas qué es, lo sé, pero si me
lo preguntas, no lo sé”. Ese desconocimiento respecto a qué sea exactamente el
poder no radica, por cierto, en que carezcamos de definiciones sino, por el con-
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¤ Editorial UOC 21 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
trario, por la abundancia de ellas. Porque es, claro está, muy difícil que mera-
mente en una fórmula sea posible incorporar los múltiples sentidos contenidos
en el vocablo poder, como sustantivo y/o como verbo. Así, el DRAE recoge en la
voz poder –sólo como sustantivo– estos significados, entre otros:
‘dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar al-
go. [...] fuerza, vigor, capacidad, posibilidad, poderío. Suprema potestad rectora y coac-
tiva del Estado’, viniendo a continuación una variedad de tipos de poder: absoluto,
adquisitivo, ejecutivo, espiritual, fáctico, temporal, etc. No menor pluralidad significa-
tiva ofrece, por ejemplo, el Diccionario Inglés de Oxford: dominio, dirección, influen-
cia, control, autoridad, ser espiritual o celestial que posee control o influencia, etc.
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¤ Editorial UOC 23 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
Es desde este segundo sentido desde el que más se ha estudiado la teoría so-
cial contemporánea, desde Tarde a Cooley, pasando por Weber. Frente a ellos,
Marx –recuérdese el famoso pasaje del prefacio de su obra Contribución a la Crí-
tica de la Economía Política–, analizó esas relaciones objetivas que él denominó
relaciones materiales de existencia (Gallino, 1995).
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¤ Editorial UOC 27 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
Es sobradamente conocida la frase que Lord Acton escribió en una carta en-
viada a Mandel Creighton en 1987: “el poder tiende a la corrupción [...], y el po-
der absoluto corrompe absolutamente”. Desde luego, hay abundantes ejemplos
en la historia que corroboran esa afirmación. Es obvia la corrupción constitutiva
de las dictaduras, pero también en los regímenes democráticos prolifera ese vi-
cio a pesar del juego de contrapesos de los diferentes poderes que operan en la
sociedad. Tener poder, afirma Kipnis, favorece la persecución de fines egoístas.
El control por parte de A de recursos apetecidos por los subordinados hace que
éstos se comporten con deferencia –y aun con servilismo– ante quien ejerce el
poder. Pero como la percepción del actor y el observador son diferentes, los po-
derosos suelen identificar erróneamente esa adhesión de los subordinados
como señal de su buen uso del poder. De ahí conjeturan que son absolutamente
merecidos los “privilegios” de que disfrutan (Lee-Chai y otros, 2001).
Pero no siempre el uso del poder posee connotaciones negativas. Foucault y
Giddens, por ejemplo, han mostrado cómo es posible utilizar el poder de un
modo productivo –poder como capacidad “para”–, beneficioso en la defensa de
intereses generales. Y también en la historia encontramos ejemplos de poderes
con efectos positivos para quienes los padecen.
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¤ Editorial UOC 28 Psicología de las relaciones de autoridad...
su poder deriva de la posición con la que cuenta en una determinada cadena je-
rárquica de la sociedad o la organización.
En la literatura psicosociológica sobre el poder, los trabajos publicados a par-
tir de los años cincuenta por French y Raven constituyen, sin duda, la más obli-
gada referencia al tratar el punto que ahora nos ocupa. En efecto, en una serie
de artículos, French y Raven (1971) propusieron su abundantemente citado mo-
delo según el cual existen hasta cinco fundamentales bases del poder:
Los autores, sobre todo Raven (1992, 2001), modificaron posteriormente al-
gunas cosas, pero el modelo ha permanecido sustancialmente idéntico a sus pri-
meras formulaciones.
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Los trabajos de French y Raven han sido objeto de numerosas críticas, en oca-
siones, verdaderamente devastadoras. Éste es el caso de los artículos de Podsakoff
y Schriesheim (1985) y Rahim (1988).
• Los dos primeros autores, tras revisar 18 estudios realizados con muestras
diversas de individuos en los que se utilizó el modelo de French y Raven,
concluyeron, por ejemplo, que las escalas que supuestamente debían me-
dir cada una de las bases resultaban insuficientes para “operacionalizar”
conceptos teóricos tan amplios y sujetos a interpretaciones tan diversas
como recompensa, referencia, etc.
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¤ Editorial UOC 29 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
• Por su parte, Rahin demostró que las cinco bases del modelo inicial no
eran conceptualmente distintas, ya que, por ejemplo, experto y referente
se solapan.
• Otros estudios arrojan tan llamativos resultados como que, aun aceptan-
do el modelo, en lugar de cinco habría doce bases de poder, pues por
ejemplo el poder legítimo podría a su vez tener él mismo como base la au-
toridad formal, la responsabilidad, el control de recursos y las reglas bu-
rocráticas de la organización en cuestión.
Sin embargo, al igual que ha ocurrido con otros constructos, modelos y teo-
rías psicosociológicos, las más serias críticas no han afectado a la utilización de
la teoría de French y Raven, que sigue citándose profusamente hasta el punto
de que, como antes se dijo, es uno de los artículos con mayor impacto en la his-
toria de la Psicología Social. Veamos, a continuación, algunas particularidades
de cada una de las bases.
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¤ Editorial UOC 30 Psicología de las relaciones de autoridad...
de ese poder de recompensa que un ejecutivo puede tener sobre sus subordi-
nados en una organización.
Un adecuado uso del poder de recompensa debe tener en cuenta medidas tan
de sentido común, como que las recompensas deben ser moralmente irrepro-
chables, que no es eficaz ofrecer premios que luego no puedan hacerse efectivos,
que deben estar claramente establecidos los criterios para ser acreedor de recom-
pensas y que es rechazable usar éstas de modo manipulador.
c) El poder legítimo no deriva de las características de A, sino de su posi-
ción en la instancia en cuestión (organización, familia, sociedad, etc.). Este
poder se define como autoridad, la cual, naturalmente, puede utilizar en su
ejercicio tanto recompensas como castigos. En sus primeros trabajos de fina-
les de los años cincuenta, French y Raven distinguieron hasta tres fuentes de
legitimidad:
De todas ellas, la elección suele ser el procedimiento que suscita más adhesión.
Aunque no es el caso ahora de detenerse en ello, una cuestión interesante,
cuando se trata de la autoridad, se refiere a su supuesta “crisis” en los más
diversos ámbitos, desde el propio Estado hasta la familia, pasando por la es-
cuela. Bass (1990), por ejemplo, en su famoso texto sobre el liderazgo, plan-
tea este problema aportando datos muy significativos de EE.UU., aunque
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reconoce que esa crisis de autoridad ocurre en todas partes. Así, resulta que
si en los años cincuenta el ochenta por ciento de los norteamericanos tenían
una gran confianza en la Presidencia de la nación, tras los sucios episodios
del Watergate, esa confianza descendió hasta un treinta y tres por ciento. A
su vez, el politólogo Seymur Lipset, analizando el intervalo entre la mitad de
la década de los sesenta y de los ochenta, muestra el general declive de con-
fianza y aprecio –y por tanto, de legitimidad– en prácticamente todas las ins-
tituciones del país, desde los medios hasta el ejército, pasando por el
Tribunal Supremo y el Congreso.
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¤ Editorial UOC 31 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
Como quiera que sea, una posición de autoridad no siempre supone obe-
diencia y aceptación generalizada por parte de los subordinados. Por ello, de
nuevo Yukl advierte acerca del necesario cuidado con que hay que ejercer la au-
toridad. El modo como se formula una orden o petición puede afectar a su cum-
plimiento; un tono educado es preferible a uno arrogante, pues no hace visible
la distancia entre el estatus de A y B. Claro está que en ciertas organizaciones,
como el Ejército, o en situaciones de emergencia, lo que se impone es más la fir-
meza del líder formal que la cortesía. Y por supuesto, es necesario no cursar ja-
más órdenes cuya probabilidad de obediencia sea muy baja.
d) El poder referente se basa en los sentimientos de admiración, afecto o leal-
tad experimentados por B hacia A. Un caso extremo acontece en el fenómeno
denominado identificación, en el que B, de modo prácticamente incondicional,
obedece, actúa y desarrolla actitudes semejantes a las de A. Ciertos episodios
en determinadas sectas y algunos desdichados ejemplos de líderes “carismáti-
cos” –Hitler, sin ir más lejos– son muestras de esos acríticos procesos de iden-
tificación. Este tipo de poder aumenta en la medida en que A, creíblemente,
se interesa por las necesidades y sentimientos de sus subordinados, a los que
trata con respeto y consideración. Y hablamos de credibilidad porque, como
señala Yukl (2002) y antes Shakespeare, las acciones pesan más que las pala-
bras, y A no puede manipular durante mucho tiempo los sentimientos sin que
los B descubran su impostura. Y es que el poder referente tiene sus limitacio-
nes. Hay cosas que no cabe ordenar, aunque los sentimientos de B hacia A sean
muy calurosos, ni una buena sintonía con B debiera conducir a que A solicita-
ra incesantemente conductas obedientes. Y una regla básica: vigilar las diver-
sas formas de “congraciamiento” que la gente puede llegar a exhibir para
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¤ Editorial UOC 32 Psicología de las relaciones de autoridad...
Maquiavelo.
Digamos antes de concluir este punto que algunos estudios han tratado de es-
tablecer comparativamente la relativa eficacia de cada una de las bases del poder:
parece que el poder del experto y el legítimo son los más destacados, seguidos
del referente, la recompensa y, comprensiblemente, el coercitivo, que ocupa el
último lugar. Todo ello, naturalmente, dependiente del propio contexto situa-
cional donde acontece el ejercicio del poder, pues no cabe esperar, por ejemplo,
demasiadas muestras de poder de recompensa o referente en un campo de ex-
terminio nazi.
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¤ Editorial UOC 33 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
Como antes quedó dicho, según Chomsky, el poder tiende a ocultarse y esa
circunstancia, si no impide, al menos hace extraordinariamente difícil su inves-
tigación y eventual medida. Desde hace años existen instrumentos de medida
de los tres elementos que componen una relación de poder: respecto de A hay
cuestionarios, como el de Phillips, y adaptaciones de tests proyectivos como el
TAT. Asimismo, por medio de experimentos se ha intentado medir las reaccio-
nes de B. Y respecto a las bases, las escalas construidas por Hinkin y Schriesheim
(1989) han sido muy utilizadas en la investigación. Algunos autores sostienen
que, dadas las dificultades, es preferible medir “indirectamente” el poder, por
ejemplo, a través de indicadores como número de secretarios, superficie de los
despachos, grado de inaccesibilidad de A, etc. Y también por las consecuencias
que implican las decisiones de A: por ejemplo, el número de personas despedi-
das en una empresa.
3.4. El paciente: B
Los denominados pacientes en una relación de poder son, claro está, muchos
más numerosos que las elites del poder –Hume se admiraba de la facilidad con
que “los pocos mandan a los muchos”– y, desde luego, son más fáciles de inves-
tigar. Varias respuestas de B han sido documentadas, experimental o empírica-
mente, no sólo en el ámbito de la Psicología Social llamada dominante, sino
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¤ Editorial UOC 36 Psicología de las relaciones de autoridad...
Que el poder utiliza el lenguaje para alcanzar sus objetivos es tan obvio como
la manipulación que hace de él. Lo que han mostrado Reid y Ng (1999) en un
interesante trabajo es cómo el análisis del propio lenguaje puede ser un proce-
dimiento sumamente fiable para analizar la naturaleza del poder: el lenguaje es
un expresivo indicador del poder del hablante.
Desde la sociolinguística, por ejemplo, ya hace muchos años que Lakoff puso
de manifiesto lo siguiente:
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¤ Editorial UOC 37 Capítulo I. Perspectivas teóricas...
Resumen
En una ocasión B. Russell afirmó que el poder era a la ciencia social lo que la
energía a la física. La metáfora del gran filósofo ayuda a comprender la natura-
leza esencialmente proteica del concepto de poder. Como la energía, el poder
no se destruye, sino que, transformándose, adopta múltiples rostros y formas se-
gún los autores y las circunstancias en las que actúa.
Por lo demás, que Maquiavelo y Hobbes sean considerados aún hoy como
dos fuentes inspiradoras de las principales perspectivas sobre el poder social
prueba, además del carácter perenne del poder, la existencia de autores “clási-
cos” en las ciencias sociales.
Sin embargo, pese a su importancia y al central papel que representa en la
vida social, el poder no ha recibido la merecida atención por parte de la Psico-
logía, incluida la Psicología Social. Pero, aunque frecuentemente se oculta de-
trás de nociones menos “perturbadoras” –por ejemplo, liderazgo o autoridad– el
poder es consustancial a todas las relaciones sociales, aunque sean diversas las
bases a partir de las cuales despliega sus actuaciones.
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¤ Editorial UOC 39 Capítulo II. Autoridad y poder...
Capítulo II
Autoridad y poder en la sociedad tradicional
Enrique Luque
Los temas que comprende este capítulo han sido, tradicionalmente, objeto de
estudio de la antropología política (una rama o especialización de la antropología
social). Ahora bien, no es ésta la única disciplina interesada en ellos, ni, por otra
parte, los antropólogos se limitan en la actualidad al estudio de sociedades primi-
tivas o tradicionales. El conocimiento que de éstas fue acumulando la antropolo-
gía social es hoy de gran utilidad para otros campos de las ciencias sociales y
humanas (como la ciencia política, la psicología social, la prehistoria o la arqueo-
logía). Y ello por diversas razones, entre las que cabe destacar las siguientes:
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¤ Editorial UOC 41 Capítulo II. Autoridad y poder...
Weber era, ante todo y sobre todo, el mundo occidental y su evolución histórica
en un proceso de creciente racionalidad en las relaciones sociales. La realidad de
sociedades distintas y distantes se acomoda con dificultad a ese pretendido pro-
ceso. No cabe duda de que, como pretendía el gran politólogo, el poder entraña
algún tipo de violencia, de conflicto y de desigualdad. Estos tres elementos sí
que se encuentran presentes en muy diferentes realidades sociales y culturales,
si bien, una vez más, con ropajes culturales variados.
Toda desigualdad entraña un diferente acceso y una diferente apropiación de
recursos escasos y altamente valorados. Por ello, tal vez, el contraste más llama-
tivo entre los diferentes sistemas de desigualdad y jerarquías sociales sea el que
se plantea respecto a la propia naturaleza de esos recursos. Nuestra sociedad y
nuestra época valoran, ante todo, recursos de muy variado tipo, pero que pre-
sentan una característica común: pueden expresarse en términos económicos.
Esto es, se equiparan a cualquier otra mercancía. En el extremo opuesto tene-
mos el caso de las sociedades cuya economía se caracteriza por el predominio de
sistemas de intercambio recíprocos y de redistribución. En estos casos, los recur-
sos en cuestión son entidades mucho menos tangibles y cuantificables: el buen
nombre, la fama, el conocimiento del ritual, la potencia sexual, la habilidad
para establecer alianzas o para conseguir seguidores.
Son de tal entidad las diferencias entre esos extremos polares de los sistemas de
desigualdad, que ha existido la tentación de remitir los más elementales o primiti-
vos a la naturaleza. Así aparecía el contraste en una de las más famosas obras que se
han escrito sobre la desigualdad, el Discours sur l'origine et les fondements de l'inegalité
parmi les hommes, de Rousseau. Allí, el autor francés afirma que de la propiedad,
que es una institución o convención humana, pueden aparecer desprovistos los
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hombres: ella es, en definitiva, la fuente de las más grandes desigualdades. En cam-
bio, las que Rousseau considera naturales (la edad o las que radican en “las fuerzas
del cuerpo o en las cualidades del alma”) no generan abismos entre los hombres.
De modo deliberado o no, hay ecos del planteamiento rousseauniano en
la mayoría de las teorías que han tratado de explicar la correlación entre com-
plejidad social y desigualdad. El evolucionismo decimonónico1, en sus diferen-
tes expresiones, trazó una escala que se inicia en las formas más antiguas,
1. De esta concepción participaban por igual doctrinas antagónicas; esto es, tanto las defensoras
como las impugnadoras del status quo socioeconómico y político de la época.
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¤ Editorial UOC 43 Capítulo II. Autoridad y poder...
“son poderes o dan poderes. A este respecto, lo que llama más la atención es la faci-
lidad con la que el mago realiza todas sus voluntades. Tiene la facultad de evocar en
la realidad más cosas de las que otros ni siquiera pueden soñar. Sus palabras, sus ges-
tos, sus guiños, sus pensamientos mismos constituyen potestades.”
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¤ Editorial UOC 44 Psicología de las relaciones de autoridad...
Facultades, añade este autor, que el mago posee no sólo sobre las cosas, sino
sobre sí mismo. De ese modo, la magia nos pone ante una realidad donde, tam-
bién, tanto la técnica como la producción se sitúan en terreno muy diferente a
aquellos a los que estamos acostumbrados. Así dice Mauss:
“La magia es, esencialmente, un arte de hacer y los magos han utilizado con cuidado
su savoir-faire, su destreza, su habilidad manual. Es el dominio de la producción pura,
ex nihilo; ella hace con palabras y gestos lo que las técnicas hacen con trabajo.”
Una técnica, sigue diciendo, que es la más fácil, ya que evita el esfuerzo al con-
seguir sustituir la realidad por imágenes. Claro que habría que añadir de inmediato,
matizando, que esas imágenes mismas constituyen otra suerte de realidad.
De lo expuesto se deriva que en las sociedades tribales el liderazgo parezca
muchas veces confinado a la esfera del ritual. Ante todo, porque la esfera de
la política no está en ellas desgajada de la religiosa ni de la del parentesco.
Quien asume la función de dirigir, ocasional o regularmente, el ritual coordi-
na actividades que son provechosas al grupo: el éxito en la expedición de caza,
la buena cosecha. Como creía el antropólogo victoriano Sir James G. Frazer,
la función primera del jefe sagrado consiste en controlar la fecundidad y el
equilibrio de los ritmos naturales. De esta manera lo destaca Luc De Heusch
en su ensayo L'inversion de la dette. Propos sur les royautés sacrées africaines
(1993). Podría decirse que la relación de esas actividades con la política es,
cuando más, tenue. Pero hay quien ha visto en esta relación entre liderazgo y
ritual el remoto origen del estado, por cauces bien diferentes de los concebidos
por marxistas y evolucionistas. Surgido de esa manera el germen de una buro-
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¤ Editorial UOC 45 Capítulo II. Autoridad y poder...
“El jefe del pueblo era, pues, primus inter pares, uno de los jefes de clanes y asociacio-
nes que cooperaban en la ejecución de los rituales del ciclo anual.”
En el otro extremo se sitúan los mende de Sierra Leona. Entre ellos, existe:
“una clara distinción entre la condición de jefe, que es una dignidad secular hereditaria,
y los poderes rituales, que dependen de un conocimiento que, en principio, está abierto
a todos adquirir. Hay grados en el conocimiento secreto, cuya posesión permite a los po-
seedores elevarse en la jerarquía de rangos [...] Entre los hopi, en cambio, el conocimiento
sólo establece una clara diferencia entre los niños pequeños y el resto de la comunidad.”
“Todos los rangos, por encima del más bajo, están simbolizados por máscaras, en cada
una de las cuales reside un espíritu cuyo poder es adquirido y controlado por el po-
seedor de la máscara. En principio, todo miembro es elegible para ascender a los su-
cesivos grados [...] se pone énfasis en el acceso a puestos dirigentes por méritos de
conocimiento más que por herencia o selección hecha desde arriba.”
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“En los ritos de iniciación de los gisu y los samburu, los candidatos están asociados con
la fuerza física y la violencia incontrolada, ya sea en los sentimientos, ya en el comporta-
miento; los mayores representan el respeto a normas de comportamiento, autocontrol y
la sabiduría de la experiencia. El ritual demuestra el control de los mayores sobre los más
jóvenes mediante su acceso a poderes místicos. El mensaje del ilmugit es particularmente
claro: el poder místico de los adultos experimentados es superior a la fuerza física.”
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¤ Editorial UOC 47 Capítulo II. Autoridad y poder...
El jefe polinesio, por el contrario, debe su poder al lugar que ocupa en la jerarquía. Los
grupos, en este caso, son permanentes y las reglas de sucesión a los cargos relativamente
precisas. Como resumen cabría decir que el jefe nace, en tanto que el líder se hace.
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¤ Editorial UOC 49 Capítulo II. Autoridad y poder...
4. Según la Escuela de Frankfurt, trasladar a otras sociedades lo que son procesos históricos especí-
ficos de las nuestras vendría a representar lo que solemos denominar etnocentrismo.
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¤ Editorial UOC 50 Psicología de las relaciones de autoridad...
Diferencias entre los distintos sectores que integran una sociedad con arreglo
a la edad las hay y las ha habido en todo tiempo y lugar. Otra cosa es la relevan-
cia que se asigne al hecho de pertenecer a un determinado segmento de los que
componen el ciclo vital de un individuo. Desde un punto de vista puramente
biológico, el ciclo vital es un continuum que podemos dividir, arbitrariamente,
en n fracciones a efectos puramente estadísticos para el estudio de una pobla-
ción. Ahora bien, cada cultura y cada época histórica suele dar un significado es-
pecífico a las diferentes etapas de la vida. En muchas sociedades de las
denominadas primitivas, además, esas etapas constituyen el marco para la for-
mación de clases o grupos de edad. También en este caso nos encontramos ante
fenómenos de jerarquías, poder/autoridad, control de determinados recursos y
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“no se trata de un combate personal [esto es, entre padre e hijo] sino de una lucha
de clases”.
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¤ Editorial UOC 52 Psicología de las relaciones de autoridad...
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¤ Editorial UOC 53 Capítulo II. Autoridad y poder...
como los procesos de evolución política hacia el estado. Según esta autora, los
gobernantes mayas del periodo clásico (esto es, de los años 250 a 850 de nuestra
era) lograron adquirir y mantener el poder político a través de la transformación
de rituales domésticos en rituales comunitarios y públicos. El poder político se
basaba en la capacidad de extraer tributos, ya procedieran de la fuerza de trabajo
de los campesinos o de sus excedentes agrícolas. Tanto los plebeyos como la no-
bleza y la realeza realizaban, en principio, los mismos ritos, vinculados al hogar
y al agua: de la fertilidad, de la lluvia, de los antepasados. Lo que variaba era la
escala, ya que las capas superiores, además de los privados, ejecutaban igualmen-
te rituales públicos. Estos, celebrados en amplias zonas abiertas, cumplían varias
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¤ Editorial UOC 54 Psicología de las relaciones de autoridad...
“A través de las ceremonias, los gobernantes lograron demostrar su relación con los
antepasados y la continuidad de elementos vitales de la vida (esto es, el agua). En con-
secuencia, su poder se extendía más allá de los eventos centrípetos [ritos] y, en defi-
nitiva, sus derechos recaudatorios quedaban santificados.”
“Todos los miembros de la sociedad tenían el poder de seguir celebrando los mismos
rituales tradicionales que realizaba la realeza. Ahora bien, ésta demostraba que poseía
lazos especiales con el mundo sobrenatural que beneficiaban a todos; y esto es lo que
les permitía apropiarse del excedente de otros.”
No obstante, no hay por qué considerar, a juicio de Lucero, que los mayas
actuaran a ciegas. Tenían otras opciones aparte de aferrarse a un determinado
soberano: dispersarse o acogerse a otro. Los ritos no eran meramente artificios
manipuladores, sino fundamentalmente integradores. La realeza, por su parte,
debía probar sus mejores contactos con la divinidad mediante más brillantes ce-
remonias, más fertilidad, lluvias más abundantes y, en suma, más riqueza. Con
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¤ Editorial UOC 55 Capítulo II. Autoridad y poder...
nales, más o menos pasajeros, que nos permiten vislumbrar el nacimiento de las
estructuras de poder.
Un observador privilegiado, y al tiempo actor obligado de una de esas tra-
gedias contemporáneas, fue el escritor Primo Levi. Los torturadores de los
campos de exterminio nazi, resalta este autor en su obra Los hundidos y los sal-
vados, no eran radicalmente diferentes de sus victimas. Antes al contrario, “es-
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¤ Editorial UOC 56 Psicología de las relaciones de autoridad...
“la multitud despreciada de los ‘antiguos’ tendía a ver en el recién llegado un blanco
en quien desahogar su humillación, a encontrar a su costa una compensación, a crear
a su costa un individuo de menor rango a quien arrojar el peso de los ultrajes recibi-
dos de arriba.”
Entre los concentrados se daba, sin duda, el caso de los que, espontáneamen-
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¤ Editorial UOC 57 Capítulo II. Autoridad y poder...
6. Los Kapos eran auténticos pequeños sátrapas con poder casi absoluto.
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¤ Editorial UOC 58 Psicología de las relaciones de autoridad...
“Hay tribus como las de los indios zuni cuya cultura extirpa la ambición y difunde el
poder de modo tal que éste es invisible. Pero la ambición de poder (cualesquiera sean
sus orígenes sociales o psicológicos) constituye un hecho importante en todos los sis-
temas políticos principales tanto ágrafos como modernos.”
“un enorme conjunto de sociedades donde los depositarios de lo que en otra parte se
llamaría poder, de hecho carecen de poder, donde lo político se determina como
campo fuera de toda coerción, fuera de toda subordinación jerárquica, donde, en una
palabra, no se da ninguna relación de orden-obediencia.”
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¤ Editorial UOC 59 Capítulo II. Autoridad y poder...
1) En primer lugar, porque aquí radica uno de los mayores contrastes cultu-
rales entre sistemas políticos tradicionales y modernos. Así, de una parte, hay
sistemas políticos que dramatizan o ritualizan todo lo relativo al poder: tanto
las luchas para obtenerlo (campañas y debates electorales, sondeos, utilización
de los medios de comunicación de masas, etc.), como las instituciones que lo
encarnan (tomas de posesión de los cargos políticos, momentos y escenarios de
comparecencias públicas, lugares de residencia, etc.). El poder se transforma en
esos sistemas en objeto legítimo de competición y, por ello, se expresa de modo
bien visible. Es lo que ocurre en el llamado mundo occidental a partir sobre todo
de la Edad Moderna. Por el contrario, hay sistemas políticos que ocultan celosa-
mente tanto las expresiones del poder como las confrontaciones políticas. Se
trata de las denominadas sociedades primitivas, pero también del amplio pasado
de nuestras propias sociedades.
2) En segundo lugar, la dramatización del poder (su visibilidad o entroni-
zación) va unida a su crecimiento imparable. Fue el francés Bertrand de Jo-
uvenel en un estudio clásico sobre el poder quien aludió a esa correlación al
referirse a la historicidad del fenómeno. De ahí que podamos afirmar que
mientras el poder se encuentra como recóndito o desplazado de lugares cen-
trales en una sociedad (difuso en manos de los varones, por ejemplo; o in-
aprensible, como los poderes ocultos de los magos o de los reyes divinos) su
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¤ Editorial UOC 60 Psicología de las relaciones de autoridad...
ajeno al de otra sociedad tradicional: la de la India de las castas. Uno de los más
profundos conocedores de esa sociedad, Louis Dumont, observa que la obra de
Platón “recuerda enormemente la teoría india de las varnas, o más bien la tri-
partición indoeuropea de las funciones sociales”.
Nada tiene esto de sorprendente, ya que ambas nociones rinden tributo a la
jerarquía y a la desigualdad. Pero tampoco son muy diferentes, como veremos,
las ritualizaciones políticas de las sociedades tribales, donde predominan los va-
lores igualitarios. Curiosamente, esos tres universos (clásico, hindú y tradicio-
nal) dramatizan, aunque, eso sí, de modo diferente, los valores colectivos y
ocultan o relegan lo individual y las realidades de poder. En ese sentido, podría
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¤ Editorial UOC 61 Capítulo II. Autoridad y poder...
la edad moderna es materia que rebasa ampliamente este capítulo. Pero tenga-
mos en cuenta, brevemente al menos, algunas de las figuras intelectuales que
más han contribuido a desentrañar los mecanismos del poder. Maquiavelo, en
primer lugar. El florentino parece situarse en el tránsito de los valores antiguos
a los modernos y aconseja de este modo al gobernante:
“Es menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes
y el otro con la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres; el segundo per-
tenece esencialmente a los animales; pero, como a menudo no basta con aquél, es
preciso recurrir al segundo.”
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¤ Editorial UOC 62 Psicología de las relaciones de autoridad...
La alusión a las leyes parece evocar la justicia de los clásicos, pero la fuerza
puramente animal nos pone en contacto con nuestras realidades más cercanas
y pavorosas. Rota la vieja unidad entre moral y política, como hizo ver Sabine,
a partir de la modernidad, al estadista se le ve situado por encima del grupo y
de la moralidad. Ésta se convierte en asunto privado y al gobernante se le mide
por sus éxitos en la consecución, ampliación y perpetuación del poder. El gran
sistematizador de la política como técnica amoral será otra gran figura: Hobbes.
Éste, al comienzo del capítulo XVII de su obra más conocida, Leviatán, alude ex-
plícitamente a esa visibilidad del poder cuando se refiere a la meta que persi-
guen los hombres al constituirse en repúblicas:
“Arrancarse de esa miserable situación de guerra [...] cuando no hay poder visible que
los mantenga en el temor.”
Hobbes trata del poder sin esas matizaciones maquiavélicas a las que se ha alu-
dido. Como también apunta Sabine, la teoría hobbesiana equivale a identificar el
gobierno con la fuerza. El poder absoluto del soberano es complemento necesario
del individualismo de Hobbes, ya que sin el primero no hay más que individuos y
guerra entre individuos. El gran error de Hobbes –explicable, por supuesto, en un
hombre de su época– estriba en el tremendo brinco de lo que denominaba estado
de naturaleza al Estado, sin más, o de la mera animalidad al europeo de la edad mo-
derna. Pero su intuición no es menos colosal: en condiciones radicalmente diferen-
tes a las de los sistemas políticos modernos, el poder se hace opaco, invisible.
Dando ya un enorme salto a nuestra época, recordemos una vez más el aná-
lisis del fenómeno del poder más influyente en las ciencias sociales contempo-
ráneas, el de Max Weber. Como ya se ha apuntado, desde su perspectiva, el
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poder deja de verse como mera característica de individuos: las relaciones de po-
der se conciben ya como ubicuas, en tanto que permean todo el cuerpo social.
No obstante, al delimitar el ámbito de lo político, Weber coloca el poder, en tan-
to que dominación, en lugar central. Sin duda, como han subrayado sus comen-
taristas, el término alemán empleado por Weber, Herrschaft7, tiene difícil
traducción a nuestros términos dominación y autoridad.
7. Esta palabra entraña, en definitiva, consentimiento, pero también fuerza e incluso violencia. Pense-
mos, además, que para el sociólogo alemán el estado supone, en último extremo, el monopolio legí-
timo de la violencia.
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El mundo moderno y contemporáneo, por otra parte, rinde culto tanto a ese
aspecto conflictivo, casi bélico, del poder como a sus raíces individualistas. El
resultado es la entronización de las mayorías vencedoras y el desprecio, teñido
de respeto compasivo, hacia las minorías perdedoras. Pese a que muchas veces
los líderes de las fuerzas políticas rivales negocian bajo cuerda sus divergencias,
estas son las que se manifiestan públicamente en el escenario político. Además,
como lo expresa agudamente de Jouvenel, el poder, antes visible en forma de
rey, se enmascara hoy con el disfraz del hombre corriente y de ese modo, apa-
rentemente al alcance de cualquiera, nadie se opone ya a su expansión. Vaya-
mos a continuación al mundo de las sociedades tribales y primitivas, donde
impera un dogma muy diferente al principio de la mayoría.
ses algún tiempo, lo que dice respecto a sus instituciones de gobierno se refiere
al pasado, ya que éstas habían desaparecido o estaban en trance de desaparecer.
Pues bien, al enunciar Morgan los rasgos generales de la confederación iroquesa
destaca entre ellos la existencia de un consejo general, integrado por los sachems
o líderes de las tribus. En tal consejo todas las decisiones debían adoptarse por
unanimidad. De ésta escribe Morgan:
“Era la ley fundamental de la confederación. Adoptaron un sistema para indagar las opi-
niones de los miembros del consejo que hacía innecesaria la votación. Por otra parte, ig-
noraban por completo el principio de mayorías y minorías en las actividades de los
consejos. En el consejo votaban por tribus y los sachems de cada tribu debían estar de
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acuerdo para llegar a una decisión [...] Si no lograban ponerse de acuerdo, la propuesta
era rechazada y el consejo levantaba su sesión [...] Mediante este sistema de llegar al
acuerdo, se reconocía y mantenía la igualdad e independencia de las diversas tribus. Si
algún sachem era terco o poco razonable, se trataba de convencerlo sentimentalmente,
lográndose su adhesión de forma que pocas veces le resultaba un inconveniente o una
molestia el haberse sometido. Cuando hubiese fracasado todo intento de llegar a la una-
nimidad, se dejaba de lado el asunto, pues era imposible toda otra solución.”
Cabe ahora que nos preguntemos si el escenario descrito por Morgan es mera
idealización del pasado o responde a alguna realidad. Con carácter mucho más
general, otro antropólogo de nuestra época, Claude Lévi-Strauss, ha establecido
una aguda diferenciación entre primitivos y contemporáneos al equiparar sus res-
pectivas sociedades con la igualdad y la ausencia de conflictos frente a la desigual-
dad y el antagonismo. Así, la sociedad primitiva se mantiene prácticamente
invariante, mientras la sociedad moderna genera con sus conflictos el cambio y
la transformación. Para ilustrar estos contrastes, el antropólogo francés se refiere
a un pueblo de las montañas de Nueva Guinea, los gahuku-gama. Enseñados por
los misioneros, los nativos conocen y practican el fútbol hace años; pero, en lugar
de buscar la victoria de uno de los equipos, los partidos se suceden hasta que el
número de victorias y derrotas esté exactamente equilibrados. Esto es, el juego
concluye no cuando hay ganador, sino cuando se logra que no haya perdedor. En
consecuencia, Lévi-Strauss se expresa de forma muy parecida a la de Morgan, pero
universalizando esta característica a todas las sociedades primitivas, donde el
principio de la mayoría repugna porque prima la cohesión y la buena entente:
“No se toman, en consecuencia, otras decisiones que las unánimes. A veces, y esto se
verifica en varias regiones del mundo, las deliberaciones van precedidas por combates
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simulados, en el curso de los cuales se dirimen las viejas querellas. El voto tiene lugar
únicamente después de que el grupo, renovado y rejuvenecido, ha restablecido en su
seno las condiciones para una indispensable unanimidad.”
Sin embargo, cabe pensar que en sociedades tribales esa aparente unanimidad
recubre tensiones y conflictos, que no quedan meramente cauterizados mediante
esos combates simulados. De hecho, la investigación antropológica sobre diversas
regiones del mundo abunda en el estudio de conflictos inacabables entre los dis-
tintos segmentos de una tribu. Bien entendido que, en muchos casos, el antago-
nismo y las tensiones adoptan un lenguaje o expresión por completo ajena a la de
nuestros enfrentamientos políticos actuales.
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• de un lado debe ser fuerte (bien dotado para el trabajo y la actividad sexual
y reproductiva, agresivo e incluso fanfarrón, seguro de sí mismo, persua-
sivo y rico para los estándares locales);
• de otro equitativo (algo que se expresa en preceptos como no dañar a otros
miembros del clan, reparar el mal que se haga o tratar a los demás educada
y suavemente).
En suma, el líder debe saber tanto persuadir como ser persuadido, de manera
que puedan lograrse los valores supremos: el consenso, la unanimidad.
Sin embargo, uno y otra no se obtienen con facilidad. Ante cualquier asunto
que concierna a un nivel o segmento tribal se celebran reuniones o asambleas.
A ellas pueden concurrir y expresar sus opiniones, por supuesto, todos y solos
los varones adultos. Pero sólo los líderes que reúnen esas cualidades aludidas
ejercen ese derecho. Ni que decir tiene que el orador neoguineano difiere de
muchos de nuestros insípidos parlamentarios: se trata de un individuo que aun-
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que unas veces trata de apabullar agresivamente a otros, otras en cambio llora o
gimotea lastimeramente.
Pero el orador que más éxito tiene es aquel que divaga e invierte más tiempo
en manifestar una postura clara y definida. En esto está la clave: el joven sin ex-
periencia trata de hacer méritos e interviene precipitadamente –las asambleas
son tanto expresión como entrenamiento para el liderazgo; los más experimen-
tados, en cambio, nunca hablan en primer lugar. Esperan y, cuando lo hacen,
emplean ese estilo ambiguo del experto. Sólo después de interminables debates,
el auténtico líder está en condiciones de saber cuál es la decisión que responde
al sentir colectivo y esa es la que propone. Ni que decir tiene que el cansancio
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de horas y días de debates obra milagros para que aquella decisión que, todo lo
más, es mayoritaria, se presente hábilmente como unánime.
En zona geográficamente mucho más próxima a la nuestra, pero social y cul-
turalmente distante encontramos algo muy parecido a lo ya expuesto. Se trata
de las tribus nómadas beréberes del Gran Atlas marroquí, tal como las estudió
Ernest Gellner. En términos muy esquemáticos, una tribu que comprenda tres
grandes segmentos (clanes, en este caso) elige un jefe con carácter anual. Hay
que advertir que este proceso se aplica tanto a la tribu como a sus subdivisiones;
además, que la elección de jefe en el ámbito tribal ha tenido lugar más bien en
épocas de especial conflictividad (entre tribus, frente al poder central marroquí
o frente a los franceses, en la época del Protectorado). Pues bien, en esos casos
y teniendo en cuenta esa división tripartita, la elección se ajustaba a unas nor-
mas procedimentales específicas. Tres, en concreto:
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por unanimidad y gobernar por consenso. Todos los medios a su alcance le valdrían
de muy poco si intentara usarlos contra alguien sin contar con el resto. De nuevo
volvemos a encontrarnos con valores políticos semejantes a las de otras sociedades
tradicionales. Y también en este caso más que de unanimidad real habría que ha-
blar, como indica Gellner, de apariencia externa de unanimidad. A veces, no se lo-
gra un acuerdo respecto a un determinado candidato; se produce, entonces, una
fisión dentro de la tribu o segmento del que se trate y cada parte campa por sus res-
petos. Pero la división es infrecuente y constituye más una amenaza que una reali-
dad. Amenaza que se utiliza para tratar de imponer un determinado candidato.
Sin embargo, el gran contraste entre los procedimientos electorales de este tipo
de sociedad y la nuestra se pone de relieve de otra forma. Como es sabido, nuestras
campañas electorales son ostensiblemente públicas, estrepitosas incluso; el voto
debe ser secreto y en fecha fija y la investidura o toma de posesión de los elegidos,
si reviste alguna solemnidad, no viene a ser más que el epílogo de la confrontación
política. En regímenes parlamentarios sobre todo, este último se convierte en oca-
sión ritual y obligada donde ganadores y perdedores vuelven a escenificar sus anta-
gonismos. En cambio, en las elecciones tribales de los beréberes las confrontaciones
van dirigidas a procurar el consenso. Éste, además, tarda en lograrse; por lo cual no
hay nunca fecha ni plazo fijos para la elección: se produce una vez alcanzado el
consenso. A éste se llega tras negociaciones, presiones, amenazas incluso, en un
proceso que poco o nada tiene de público. Finalmente, la elección propiamente
dicha –que es al mismo tiempo la investidura– reviste toda la solemnidad de un
ritual de solidaridad entre los potenciales contendientes.
Queda por añadir a esta representación un elemento decisivo. Se trata de unos
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Los igurramen
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¤ Editorial UOC 68 Psicología de las relaciones de autoridad...
“hay razones para pensar que el rey-sacerdote original no era una persona de gran
majestad [...] No era, probablemente, mucho más augusto que los reyes divinos de la
isla de Futura (Polinesia), quienes, a pesar de que de ellos depende la prosperidad de
su pueblo, están continuamente expuestos a ser destituidos si expresan opiniones que
desagraden a sus ingobernables súbditos.”
Pese a la diversidad cultural, tras los diversos disfraces que el poder adopta a
lo largo del tiempo y a través del espacio, parece que encontramos siempre algo
parecido. Esto es, luchas más o menos abiertas o soterradas, intereses individua-
les enmascarados con valores colectivos, desigualdades admitidas o simuladas,
presiones, manipulación, técnicas de persuasión, etc.
Existe la tentación de concluir afirmando que el recubrimiento del poder, la
cultura, en definitiva, es irrelevante en comparación con los fenómenos que
oculta. Algo muy parecido a esta actitud es la que tienen muchos tratadistas del
poder, entre ellos no pocos antropólogos.
Uno de estos últimos es F. G. Bailey. Frente a la postura de Lévi-Strauss, ya
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por pocos individuos: unos quince como máximo. Si un órgano de, pongamos
por caso, unos cien miembros llega a una decisión unánime, podemos estar se-
guros de que la decisión real se ha tomado al margen del mismo. Por qué ese
casi mágico tope de quince, Bailey no lo explica; pero, sin duda, algo tienen que
ver los números con todo esto.
Las formas oblicuas o ambiguas que emplean los oradores en las socieda-
des tradicionales no son tampoco, para Bailey, reveladoras de nada más que
usos aceptados de hablar en público. Carecen de tanta importancia como los
términos honorable o señoría que un diputado inglés o español se ven obliga-
do a usar en sus respectivos parlamentos: lo que digan a continuación puede
revelar el escaso o nulo respeto que el adversario les merece. Importan, en
cambio, los factores estructurales que inclinan a un órgano deliberante a la
unanimidad o a la decisión por voto mayoritario. Esos factores son, básica-
mente, tres.
1) En primer lugar, el tipo de tareas o cometidos que tiene entre manos el ór-
gano en cuestión y, ante todo, si
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Pues bien, lo que sostiene este autor es que un órgano deliberante se inclina-
rá con mayor probabilidad por una decisión unánime si se dan de modo con-
junto los factores de tipo a; a sensu contrario, cabrá esperar que se opte por una
decisión mayoritaria si son los factores de tipo b los que concurren en una de-
terminada situación. No es, ciertamente, difícil entender que si un órgano care-
ce de fuerza para imponer sus decisiones, si sus miembros tienen intereses
comunes entre sí (y contrapuestos, incluso, a los de sus representados) y si lo
que se debate implica algún tipo de amenaza exterior será más fácil lograr la
unanimidad que en todos los supuestos contrarios.
Pero Bailey insiste también en que tales combinaciones no tienen por qué dar-
se nítidamente siempre y en todo lugar. Caben, por ejemplo, combinaciones del
tipo b-a-b o cualquier otro y, en consecuencia, contaremos con mayor o menor
probabilidad de decisión unánime o mayoritaria. Bailey además, señala también
que lo que él denomina órganos de base o de élite se refiere a tipos ideales de órga-
nos. Por tanto, en la práctica, un determinado órgano puede actuar, según las cir-
cunstancias y problemas, de un modo u otro u oscilar entre esos extremos.
La importancia de la contribución de Bailey gravita en varios aspectos. Ante
todo, porque nos obliga a dirigir la atención al proceso real de toma de decisio-
nes, factor clave para determinar dónde radica el poder en cualquier grupo hu-
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Sin embargo, esos logros evidentes del enfoque de Bailey no deben ocultar
los fallos e inconvenientes del mismo. El principal es el menosprecio por lo cul-
tural. La diversidad humana no puede reducirse a simple dicotomía de primiti-
vos y civilizados. Pero aun es más simplificadora la concepción de Bailey. Esta
consiste en soslayar toda diversidad e imaginar una especie de Homo politicus
universal, que se comporta siempre del mismo modo en cualquier época de la
historia y en cualquier parte del mundo. Es bien cierto que los problemas, rela-
ciones internas y externas, cometidos, dimensiones, tipo de miembros que los
componen, etc. hacen diferentes unos órganos decisorios de otros. Pero de no
menor importancia son las sociedades y las culturas en las cuales operan esos
órganos. Son la historia y la cultura (al fin y al cabo, dos caras o aspectos de una
misma realidad) las que muchas veces condicionan que unos órganos contem-
plen con repugnancia o agrado que en la vida pública predomine la confronta-
ción o la armonía, las decisiones tomadas por unanimidad o por mayoría.
En ese sentido, apuntemos, para terminar ya, a la comparación entre dos so-
ciedades cuyos contrastes no radican en el primitivismo o la modernidad de una
u otra; ambas, además, dan un gran valor a la tradición; por último, una y otra
han experimentado, aunque de forma y en tiempos diversos, procesos similares
de industrialización y crecimiento económico. Se trata, de un lado, de la socie-
dad japonesa; de otro, de la sociedad británica. Aparte de la semejanza remota
entre ambas por tratarse de monarquías, éstas y otras instituciones políticas son
tan tremendamente diferentes en su formación, desarrollo y estructura actual
que la comparación entre ambas sociedades en este terreno sería labor carente
por completo de interés. Sí que lo tiene, y mucho, las formas en que británicos
y japoneses han afrontado aspectos claves de sus respectivos desarrollos econó-
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Resumen
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Capítulo III
El poder político y los orígenes del estado
Fernando Vallespín Oña
Este capítulo aborda el problema del poder desde una perspectiva en la que se
combinan aspectos conceptuales e históricos. Su objetivo básico consiste en tratar
de conectar el concepto de poder a la forma en la que fue teorizado por algunos de
los clásicos de la teoría política (Hobbes, Bodino, Locke, etc.) en su relación con el
Estado. La idea no consiste, sin embargo, en limitarnos a una mera descripción
teórica. También se busca reflejar la propia evolución sociológica del Estado mo-
derno y sus transformaciones. Ocurre, sin embargo, que la propia teoría política,
ya desde el s. XVIII, permitió dotar de sentido a la política y al poder como algo
equiparable al Estado y comenzó a identificarse y determinarse a partir de él.
Es en la teoría de Hobbes donde se contiene esa primera traslación del poder
social al Estado, que acaba formulándose después en términos más jurídicos a par-
tir del concepto de soberanía fletado por Bodino. La posterior teoría política liberal
contribuirá a “domesticar” este Estado no sujeto a control, subrayando una serie
de mecanismos de protección de los ciudadanos frente a los posibles excesos de las
autoridades públicas. Todas las instituciones nacidas a partir de las revoluciones
burguesas –declaraciones de derechos, división de poderes, gobierno representati-
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vo, etc.– cumplen la función de establecer claros límites a la acción política estatal.
El resultado es una escisión formal entre Estado y sociedad, que permite, me-
diante la nueva economía capitalista, establecer un entramado disciplinario, li-
bre de intromisiones de los poderes públicos, que contribuirá a garantizar la
reproducción de una sociedad profundamente asimétrica. Con todo, la poste-
rior conexión entre ideología liberal y socialdemocracia conseguirá buscar un
equilibrio a esta situación favoreciendo una mayor participación del Estado en
la sociedad para evitar las disfuncionalidades del propio sistema capitalista y la
consecución de mayores cotas de justicia social. El instrumento decisivo a estos
efectos acaba siendo el propio sistema de los derechos humanos.
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¤ Editorial UOC 78 Psicología de las relaciones de autoridad...
exista una lucha efectiva; basta con que esa predisposición se dé de un modo
generalizado, (Hobbes, 1999).
Las características básicas de la naturaleza humana inclinarían a desembocar
en tal situación:
En suma, los deseos y necesidades humanos son de una naturaleza tal, que uni-
dos a la escasez de medios para satisfacerlos, necesariamente los colocan en una si-
tuación de competencia permanente. A ello hay que añadir que los hombres son lo
suficientemente iguales en dotes naturales y facultades mentales como para que na-
die pueda escapar a la hostilidad de los demás; “aun el más débil tiene fuerza sufi-
ciente para matar al más fuerte, ya mediante maquinaciones secretas, o agrupado
con otros que se ven en el mismo peligro que él”. El aspecto más sobresaliente de
la igualdad humana reside entonces en la correlativa exposición al riesgo de perder
la vida. A partir de estos supuestos, la argumentación que conduce del estado de na-
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¤ Editorial UOC 79 Capítulo III. El poder político...
raleza tenemos todos a todo, el derecho a usar de nuestro propio poder como
nos plazca. No hay que olvidar que en el estado de naturaleza, aunque inseguros
y cargados de temores, somos libres para aplicar todos los medios a nuestro al-
cance para satisfacer nuestro impulso de autoconservación.
Estos medios los encontrará Hobbes en el contrato, a través del cual se so-
meten voluntariamente a un poder coercitivo que obligue a todos los hom-
bres por igual “por terror a algún castigo que sea mayor que los beneficios
que esperarían obtener de la ruptura de su acuerdo”. Esa realidad política, esa
instancia de poder que haga efectivas las leyes de la naturaleza será, obvia-
mente, el Leviatán o Estado. La institucionalización del Estado responde así
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¤ Editorial UOC 80 Psicología de las relaciones de autoridad...
“[...] que los hombres sepan cuáles son los bienes que pueden disfrutar y qué acciones
pueden realizar sin ser molestados por ninguno de sus súbditos.”
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¤ Editorial UOC 81 Capítulo III. El poder político...
nómica y social, así como todo lo relativo al papel, relevante o subordinado, que
deba jugar cada cual. Desde luego, Hobbes no ofrece ninguna garantía a los súb-
ditos de que el soberano vaya a actuar siguiendo preceptos de interés general,
aunque sí parece dar a entender que bajo el soberano florecerán el comercio, el
arte... y se alcanzará un commodious living que permitirá que cada cual pueda lle-
var a cabo una vida satisfactoria sin excesivas intromisiones. A estos efectos, y vis-
to desde hoy, no deja de sorprender la cantidad de “espacios” que el “totalitario”
Hobbes presume que estén a la entera disposición de los ciudadanos.
“Tal es, por ejemplo, la libertad de comprar y vender, la de establecer acuerdos mu-
tuos; la de escoger el propio lugar de residencia, la comida, el oficio y la de educar a
sus hijos según el propio criterio, etc.” (cap. XXI).
Paz y seguridad son, sin duda, condiciones necesarias para que los ciudada-
nos puedan comenzar a pensar en su bienestar. Pero éste no se derivaría de la
virtud, como la “vida humana” de la tradición clásica, sino del “disfrute de la
propiedad libremente disponible”. En definitiva, el soberano cargaría con la
preocupación de que:
“[...] con la menor cantidad posible de leyes, la mayor cantidad posible de ciudadanos
viva tan agradablemente como pueda permitirlo la naturaleza humana. Mantiene la
paz en el interior y la defiende contra enemigos exteriores a fin de que cada ciudada-
no pueda ‘aumentar su fortuna’ y ‘disfrutar de su libertad’.”
Aunque aquí no puede perderse de vista la premisa básica de toda la obra ho-
bbesiana: sin la existencia de un poder institucionalizado no es posible alcanzar
un orden que encauce la violencia primigenia que acompaña a los seres huma-
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nos. Pero así como el caos –del estado de naturaleza, por ejemplo– crea violen-
cia, el orden estatal también la precisa para cumplir su función propia. La
violencia es un presupuesto inescapable y el orden del Estado no es sino su sis-
tematización y encauzamiento, pero nunca su abolición.
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¤ Editorial UOC 82 Psicología de las relaciones de autoridad...
no. Ésa es la función que cumple el estado de naturaleza, cuyo fin no es otro que
aportar razones para generar la obediencia a una determinada configuración del
poder; sirve como mecanismo legitimador. Ofrece una perspectiva que cada
uno de nosotros –desde la sociedad– podemos asumir y desde la cual se nos per-
mite comprender por qué sería racional acordar con todos los demás la institu-
cionalización de un soberano efectivo, asegurándose así la estabilidad y
viabilidad de las instituciones existentes siempre que éstas coincidan con el re-
sultado de nuestro cálculo racional.
Hobbes muestra en toda su crudeza la interacción, por no hablar de depen-
dencia, entre ética y política. La paradoja puede plantearse en estos términos:
• de un lado, para que la obligación moral sea eficaz, requiere del factor
“político”, del poder coercitivo del Estado;
• de otro, este poder ofrece pocas garantías de estabilidad si no cuenta con
el apoyo –desde la “fuerza” de la convicción y el sentimiento moral– de
los ciudadanos.
Para nuestro autor, este problema se suscita desde el mismo momento en que
rompe con la concepción aristotélico-escolástica de la identidad entre sociedad y
política. La sociedad política no tiene un origen “natural”, sino artificial: cada
persona “construye” concertándose con los demás una “persona civil”. Y al rom-
perse tal identidad, hace falta justificar de alguna manera la existencia del poder.
La descripción del estado de naturaleza como estado anárquico ya vimos que
cumplía esta función de demostrar por qué es legítima una determinada confi-
guración política. Con su teoría del contrato social, responde a la pregunta so-
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¤ Editorial UOC 83 Capítulo III. El poder político...
El atributo fundamental del poder del Estado recibiría, hasta hoy, el nombre
de soberanía. El primer teórico en utilizar el término y el concepto asociado a
este nuevo poder fue el jurista francés Jean Bodin en sus Seis Libros sobre la Re-
pública (1576). Allí nos lo define como el “poder absoluto y supremo de una re-
pública”, al que atribuye también el carácter de “perpetuo”, “ilimitado” y
“total”, y tiene su manifestación más relevante en la capacidad para dictar la
ley. El objetivo de Bodino reside, a la postre, en mostrarnos el funcionamiento
de una “pirámide de autoridad”, donde el “poder más elevado y unificado” se
ubica por encima del “poder subordinado descentralizado”. Además, Bodino
distingue claramente entre el príncipe y el súbdito; el señor y el sirviente; el pro-
pietario y poseedor de la soberanía y quien ni la tiene ni la puede sostener sino
es como mero feudatario. O sea, que el príncipe soberano no puede compartir
su poder con un súbdito sin perder su status de soberano.
La finalidad que debía cumplir dicho concepto es, por tanto, expresar la natura-
leza jerárquica del gobierno de la sociedad y el monismo del poder del nuevo Esta-
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do moderno. El tránsito que se produce desde las formas de poder político medieval
hacia la unificación de todo el poder en el Estado presupone el establecimiento de
un poder central suficientemente fuerte, capaz de eliminar o debilitar decisivamen-
te la estructura poliárquica anterior. Como nos dice García-Pelayo:
“[...] la famosa máxima de Ulpiano –quod principi placuit legis habet vicem, ‘la voluntad
del príncipe tiene fuerza de ley’–, se convirtió en un ideal constitucional en las mo-
narquías renacentistas en todo el Occidente. La idea complementaria de que los reyes
y príncipes estaban ad legibis solutus, o libres de obligaciones legales anteriores, pro-
porcionó las bases jurídicas para anular los privilegios medievales, ignorar los dere-
chos tradicionales y someter las libertades privadas.”
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¤ Editorial UOC 85 Capítulo III. El poder político...
tenciales excesos.
Señalar que los fines del Estado deben estar limitados a la realización de deter-
minados objetivos específicos –la protección de la vida, la libertad y la salud de los
ciudadanos– equivale a privar al Estado de cualquier legitimidad en lo relativo a
la promoción de la vida buena. Esto es, la imposición desde los poderes públicos
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¤ Editorial UOC 86 Psicología de las relaciones de autoridad...
de cualquier doctrina religiosa u otra concepción del bien. Con ello, Locke da un
paso de gigante hacia la teorización de la neutralidad del Estado en lo referente a
la libertad de los ciudadanos para elegir la religión que les plazca o sostener su
propio plan de vida, así como el ejercicio de otras libertades de pensamiento.
Locke es, de hecho, el primer teórico del principio de tolerancia religiosa. En
su Carta sobre la Tolerancia (1689) y en la Razonabilidad del Cristianismo (1695)
ofrece una ardiente defensa de la necesidad por parte del Estado de tolerar todos
los credos religiosos y su práctica siempre que no interfieran en el ejercicio de
los derechos civiles y no traten de imponerse como religión pública. Al recono-
cer a la religión como una actividad privada, que debe ser respetada, como otros
aspectos del libre arbitrio individual, se la priva de todo su potencial de conflic-
tualidad en el ámbito de la política. Esto contrastaba con la realidad de su tiem-
po, pero enseguida tendría una aceptación pública generalizada en los nacientes
Estados Unidos. Por otra parte, el esquema de la tolerancia religiosa saca a la luz
uno de los rasgos más característicos del liberalismo, como es su escepticismo
hacia la creencia en dogmas o doctrinas que deban recibir un apoyo o impulsión
pública, así como el correlativo reconocimiento institucional del pluralismo en
una sociedad crecientemente diferenciada y diversa.
1) Primero, el sometimiento de los poderes públicos a la ley (rule of law), que ne-
cesariamente debe sujetarse a las condiciones del contrato originario y evita la
arbitrariedad de las acciones públicas e impide, por ejemplo, un uso patrimonial
del poder, o la restricción o eliminación de los derechos de propiedad sin previo
consentimiento por parte de los afectados o sus representantes (no taxation
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¤ Editorial UOC 88 Psicología de las relaciones de autoridad...
La domesticación que la teoría liberal hace del poder del Estado no equivale,
como es lógico, a su eliminación; lo que se produce, más bien, es una traslación
del mismo a la “sociedad”. Nos encontramos así con que el poder político se
hace cargo exclusivamente del problema del orden, el monopolio de la violen-
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¤ Editorial UOC 89 Capítulo III. El poder político...
cubrir este hecho. Para contemplar esta situación con la suficiente perspectiva,
es preciso penetrar en la peculiar relación que se establece entre liberalismo y
economía de mercado.
Igual que en la esfera de la moral y la política, el liberalismo tuvo que romper
con concepciones anteriores; también aquí es necesario referirse al cambio de
perspectiva que introduce la ideología liberal en el ámbito de la producción. Un
ejemplo de concepción anterior al liberalismo la tenemos en la organización del
Estado a partir del orden estamental o de una concepción patrimonialista del
poder propia del absolutismo, por no mencionar la visión de los fines de la po-
lítica informada hasta la médula por la pretensión de adoctrinar al pueblo en
supuestas verdades religiosas. Piénsese que el orden feudal, fuertemente imbri-
cado a la religión, imponía todo un conjunto de límites a la organización eco-
nómica. La idea cristiana de que el bien supremo sólo era posible en la otra vida
y que las conductas individuales debían someterse a toda una serie de restriccio-
nes morales dictadas por la religión, tuvo una influencia considerable sobre las
motivaciones económicas y la autorización de determinadas prácticas.
El productor medieval estaba sometido así a toda una serie de constreñi-
mientos éticos, además de los más estrictamente estamentales y los derivados
de la organización gremial, que influían sobre su capacidad para llevar a cabo
su actividad:
– el tiempo de trabajo,
– la calidad de la producción,
– los métodos de venta, el tipo de beneficio,
– el espíritu de competencia.
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¤ Editorial UOC 90 Psicología de las relaciones de autoridad...
– privilegios fiscales,
– organización gremial,
– aranceles y tarifas varias,
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Todo ello explica en gran medida por qué ese énfasis sobre el derecho de pro-
piedad como uno de los derechos fundamentales de la persona: porque, al ga-
rantizar la independencia material de los individuos, constituye la posibilidad
para resistirse a la autoridad política; no es sólo la precondición de la autopre-
servación, sino del mismo ejercicio de otras libertades. La propiedad permite al
individuo algo así como una educación en la autonomía, al tener que responsa-
bilizarse de su propio destino y, paralelamente, como se encargaron de subrayar
los teóricos de la Ilustración escocesa (D. Hume, A. Smith, R. Millar, A. Fergu-
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¤ Editorial UOC 91 Capítulo III. El poder político...
son), facilita el establecimiento de una sociedad gobernada por los hábitos del
libre intercambio contractual, la confianza mutua y, en general, la generaliza-
ción de la paz civil, algo difícil de conseguir en las sociedades dominadas por el
espíritu feudal del “honor” y la gloria militar.
El mismo Montesquieu acentuó este rasgo al señalar que el comercio poten-
cia la tolerancia, ya que acostumbra a los ciudadanos a relacionarse con otros de
modo imparcial e impersonal.
El mercado, como recuerda A. Smith, deviene el punto de encuentro de los
distintos intereses y voluntades individuales, que se armonizan, “sin necesidad
de ley ni de estatuto”, distribuyendo los recursos de la sociedad de manera óp-
tima para el interés general. Permite, pues, la reconciliación del interés indivi-
dual con el interés general, y como dice en su conocida metáfora, aunque cada
persona piense en su ganancia propia, “es conducida por una mano invisible a
promover un fin que no entraba en sus intenciones”.
Hay una especie de mecanismo automático, que según la no menos célebre
frase de B. de Mandeville, hace que los “vicios privados” –la persecución del pro-
pio interés– devengan en “virtudes públicas” –el bienestar general. Para que se
produzcan estas beneficiosas “consecuencias no intencionadas” es preciso, sin
embargo, como no deja de insistir A. Smith, que no existan interferencias del
Estado, que haya total movilidad de los factores productivos, plena ocupación
de recursos y soberanía completa del consumidor. Bajo condiciones de compe-
tencia perfecta, que impiden la proliferación de monopolios y establecen el ade-
cuado ajuste entre oferta y demanda y el correspondiente sistema de precios, se
podrían producir estas bondades señaladas.
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Otra va a ser la interpretación que se haga por parte de los autores utilitaris-
tas, que al analizar el fenómeno desde una perspectiva histórica posterior, no
pueden dejar de observar algunas de las falacias de este planteamiento del libe-
ralismo originario. No hay tal supuesta libertad contractual para aquellos que se
ven obligados por las circunstancias a aceptar determinadas condiciones im-
puestas por los más poderosos. En una situación donde las partes se encuentran
en una relación asimétrica, la presunción de entrar en intercambios “libres” no
es más que eso: una presunción. Por otra parte, no está claro que la no interven-
ción o la armonía natural de los intereses individuales en la sociedad produzca
los beneficios que los ilustrados escoceses le imputaban. Lo esencial es saber
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¤ Editorial UOC 93 Capítulo III. El poder político...
quienes abogan por la más plena realización de los “derechos sociales” y aque-
llos que siguen más anclados en una interpretación individualista-liberal. Vea-
mos más de cerca cómo se desbrozan estos elementos básicos del Estado liberal.
nos no aparezcan establecidos de una vez por todas, sino que estén sujetos a va-
riabilidades históricas dependientes en gran medida de las contingencias de la
lucha política concreta –a los “derechos de la autonomía” se van sumando des-
pués derechos de otra naturaleza, como los “derechos sociales” o los “derechos
culturales”, por ejemplo; de las mayores o menores posibilidades materiales de
cada sociedad para dotarles de protección según cada coyuntura –piénsese en las
dificultades para garantizar de hecho los derechos a determinadas prestaciones
sociales y económicas garantizados constitucionalmente–; y, en fin, de los dis-
tintos desafíos que una sociedad crecientemente tecnológica y mundializada in-
troduce a la hora de garantizar su eficacia plena.
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¤ Editorial UOC 94 Psicología de las relaciones de autoridad...
Reflejar esta evolución o entrar en las diferentes tipologías que cabe hacer de
todo ello excede con mucho los límites de este tema. De ahí que tratemos de esque-
matizar ambas dimensiones a partir de un cuadro, que resume el estadio actual de
la discusión sobre los derechos humanos y políticos tal y como se reconocen en
la mayoría de las constituciones democráticas. Para ello, será preciso distinguir los
derechos humanos propiamente dichos, generalmente reconocidos, ya sea de
modo expreso en cada Constitución o mediante la ratificación de convenciones in-
ternacionales, de los derechos civiles, cuyo reconocimiento y protección se limita a
los ciudadanos nacionales de cada país concreto. La “nacionalidad” es, pues, a pesar
de la existencia de importantes asimetrías entre Estados en lo relativo al grado de
incorporación de otros nacionales, un elemento que condiciona de modo deci-
sivo la efectividad de los derechos. En términos generales puede afirmarse, sin
embargo, que salvo los derechos políticos propiamente dichos, a toda persona se
le respetan en los países democráticos sus libertades básicas fundamentales con
independencia de su nacionalidad, y que distintos tratados y convenciones in-
ternacionales o de ámbito regional –como la Unión Europea, por ejemplo– van
extendiendo su eficacia con el tiempo a personas de otras nacionalidades resi-
dentes en ellos. Con todo, la distinción analítica entre “derechos humanos”, por
un lado, y “derechos civiles” no deja de tener sentido. Ambas dimensiones se
unirán al concepto más genérico de derechos fundamentales.
Tabla 3.1.
de igualdad constitucionales
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¤ Editorial UOC 96 Psicología de las relaciones de autoridad...
Hay, pues, una integración de criterios técnicos con otros más propiamente va-
lorativos. Y la idea básica que subyace a este planteamiento es que la única forma
eficaz de controlar e influir en el poder estatal sólo puede hacerse desde el mismo
poder del Estado. Sirve como complemento institucional del pluralismo social, ar-
ticulado a través del sistema de partidos o la existencia de una opinión pública crí-
tica, heterogénea y plural. Este modelo fue recogido ya, con formulaciones más o
menos fieles a su versión teórica original, por toda la tradición del constitucionalis-
mo. El énfasis que se habría de dar a las funciones específicas o a la interrelación de
cada poder variaba, como es lógico, según las distintas coyunturas políticas.
En general puede afirmarse que cuanto más influenciadas estuvieran las consti-
tuciones por el principio democrático apoyado en una visión fuerte de la soberanía
popular, tanto mayor protagonismo cobraba el poder legislativo, como en la Cons-
titución revolucionaria francesa de 1791 o en la española de 1812. En las que se
aprobaron como consecuencia del reflujo revolucionario que acompañó a las de-
rrotas de Napoleón se tendía, por el contrario, a subrayar la corresponsabilidad le-
gislativa entre el monarca y las cámaras, así como el control último de aquél sobre
éstas a la hora de designar a un determinado número de miembros de la Cámara
Alta, proceder a la convocatoria, disolución y prórroga de la Cámara Baja, etc.
Hoy puede afirmarse que existen dos grandes modelos de organización de la
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¤ Editorial UOC 97 Capítulo III. El poder político...
vía en vigor. En ella se establece una estricta división entre las funciones de
los distintos órganos, imbuidos todos, al contrario que ocurre en la monar-
quía constitucional, del principio de legitimidad democrática, que se traduce
incluso en la elección popular de muchos jueces. El presidente, órgano de
impulsión de la política de la nación, designa o sustituye directamente a sus
ministros o “secretarios”. Ni él ni su Gobierno son parte del Legislativo. Éste
último, por su parte, integrado por la Cámara de Representantes y el Senado,
que conjuntamente constituyen el Congreso, no puede “censurar” al ejecu-
tivo, siendo posible una casi perfecta convivencia entre un presidente de un
partido y un Congreso integrado en su mayor parte por representantes de
otro partido distinto. Y el poder judicial ostenta una independencia difícil
de encontrar en otros sistemas.
Aun así, los poderes aparecen entremezclados o armonizados de diversas ma-
neras: el presidente posee determinadas atribuciones en materia legislativa,
como la sugerencia de un programa legislativo a través de su mensaje anual, o
la posibilidad de vetar la legislación del Congreso, a menos que en una segunda
vuelta ambas cámaras la aprueben por una mayoría de dos tercios; tiene tam-
bién funciones que alteran la independencia del poder judicial, en tanto que
nombra, con la aprobación del Senado, a los miembros del Tribunal Supremo.
El Congreso, el Senado en particular, participa, como acabamos de decir, en el
nombramiento de funcionarios importantes, y tiene funciones de relevancia en
el campo de la elaboración y aprobación de presupuestos, el establecimiento de
comisiones de encuesta e investigación sobre la labor del ejecutivo, y no puede ser
nunca disuelto por éste. A todo esto se añade su capacidad de enjuiciar al presiden-
te y a cualquier alto funcionario por responsabilidad penal (impeachment), pudien-
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¤ Editorial UOC 99 Capítulo III. El poder político...
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¤ Editorial UOC 100 Psicología de las relaciones de autoridad...
Se afirma frente a cualquier otro poder del Estado, tanto respecto del poder
ejecutivo y la Administración como del legislativo. La independencia del juez es
a estos efectos decisiva, y se concreta en su total autonomía a la hora de dictar
sentencias, únicamente limitada por su conformidad a las disposiciones legales.
El hecho de que, al menos en los países continentales, el juez esté integrado en
una carrera profesional dentro del mismo Estado no afecta a dicha independen-
cia; sólo sirve para racionalizar administrativamente su actuación, así como
para evitar posibles excesos en el ejercicio de su cargo, que permiten establecer
sanciones disciplinarias.
Son una serie de proposiciones que engloban buena parte de los derechos
que en la tabla 3.1. figuran bajo el título de derechos procesales: las leyes deben
ser minuciosamente redactadas, no deben ser retroactivas en su aplicación, el
principio de nullum crimen, nulla poena sine lege, no deben imponer castigos
crueles e inusuales, la prohibición –en algunos sistemas– de la pena de muerte,
o no delegar poderes discrecionales mal definidos o excesivos.
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¤ Editorial UOC 101 Capítulo III. El poder político...
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¤ Editorial UOC 102 Psicología de las relaciones de autoridad...
Resumen
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¤ Editorial UOC 103 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
Capítulo IV
Poder y legitimidad política: Weber, Arendt y Foucault
Rafael del Águila Tejerina
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¤ Editorial UOC 104 Psicología de las relaciones de autoridad...
se “posee”, ni constituye una cualidad predicable de alguien sin más (“una perso-
na poderosa”). El poder no es una cosa que uno tiene (como se tiene una espada
o un tanque), el poder es el resultado de una relación en el que unos obedecen y
otros mandan. No es posesión de nadie, sino el resultado de esa relación. Por esa
razón, el poder está estrechamente vinculado no sólo ni prioritariamente con la
fuerza o la violencia, sino con ideas, creencias y valores que ayudan a la obtención
de obediencia y dotan de autoridad y legitimidad al que manda.
Ahora bien, dado que el poder es una relación entre partes, la respuesta a la
pregunta sobre su legitimidad requiere que aclaremos primero qué es una ac-
ción social y qué tipo de acción social resulta típica de las relaciones de poder.
Max Weber ofrece la definición más influyente de poder político conectán-
dola a su propia idea de lo que es una acción teleológica o estratégica.Weber de-
fine la acción estratégica como aquella en la que el actor:
medios con que cuenta para obtener un escaño en las elecciones; una persona
calcula qué debe decir a sus amigos para convencerles de ir a ver una deter-
minada película; un dictador manipula los datos económicos para mantener-
se en el poder; etc.
De este modo, Weber define el poder como la posibilidad de que un actor en
una relación esté en disposición de llevar a cabo su propia voluntad, pese a la
resistencia de los otros, y sin que importe por el momento en qué descansa esa
posibilidad (en la persuasión, en la manipulación, en la fuerza, en la coacción,
etc). Más simplemente, entonces, su definición sería: el poder es la posibilidad
de obtener obediencia incluso contra la resistencia de los demás.
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¤ Editorial UOC 105 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
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¤ Editorial UOC 106 Psicología de las relaciones de autoridad...
En las tres variantes aquí analizadas del poder hay diferencias en qué se entien-
de por interés o la forma en que se articula o se manifiesta. Pero no hay diferencia
en el concepto de poder propiamente dicho que sigue siendo una relación estra-
tégica entre dos polos (A y B), mientras la visión de la política sigue anclada en su
consideración como juego de opciones representativas de intereses, conflictos y
preeminencia de unos sobre otros. Más adelante trataremos de otras perspectivas
sobre este tema. Ahora debemos completar los fundamentos de estas teorías es-
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El poder está íntimamente ligado a los valores y las creencias. Este vínculo es
el que permite establecer relaciones de poder duraderas y estables en las que el
recurso constante a la fuerza se hace innecesario. De nuevo Max Weber distin-
guía entre poder y autoridad.
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¤ Editorial UOC 107 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
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¤ Editorial UOC 108 Psicología de las relaciones de autoridad...
obediencia los mandatos procedentes de esa persona o ese orden (la auto-
ridad de líderes y profetas tan distintos entre sí como Gandhi, Mussolini
o Khomeimi vendrían a caer en esta categoría).
• La legitimidad legal-racional, que apela a la creencia en la legalidad y los
procedimientos racionales como justificación del orden político y consi-
dera dignos de obediencia a aquellos que han sido elevados a la autoridad
de acuerdo con esas reglas y leyes. De este modo, la obediencia no se pres-
taría a personas concretas, sino a las leyes (cuando el liberalismo puso so-
bre el tapete la idea de “gobierno de leyes, no de hombres” lo hizo
siguiendo este tipo de legitimidad).
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¤ Editorial UOC 109 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
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¤ Editorial UOC 110 Psicología de las relaciones de autoridad...
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¤ Editorial UOC 111 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
existen una razón, un bien y una voluntad objetivas del pueblo y del hombre que
son completamente independientes de la expresión de opiniones del pueblo
empírico y de los seres humanos concretos.
Por ello, y para ser adecuadamente protegidas y alcanzadas, la razón, el bien y
la voluntad general exigen una interpretación correcta llevada a cabo por una éli-
te que descubra, mediante una investigación adecuada, lo que de todos modos
siempre había estado ahí. La deliberación de los implicados, pues, debía dejar
paso al descubrimiento de la verdad. Lo que es legítimo o no lo es dependería, de
este modo, de su acercamiento a lo que es verdadero según el modelo del descu-
brimiento (hay quienes están más preparados que otros para esta tarea, etc.).
Hay una seria insatisfacción contemporánea con estas soluciones al tema de la
legitimidad. No el menor de sus defectos es su evidente carácter autoritario y casi
incompatible con el desarrollo de un legitimidad de corte democrático. Por eso pau-
latinamente aparece una reinterpretación que sugiere que lo único que confiere le-
gitimidad política no es la racionalidad universal, ni la voluntad unánime y general,
ni la autenticidad nacional, sino el proceso de deliberación e intercambio de opinio-
nes entre los mismos implicados. Las opiniones sobre lo racional, lo acorde al bien
común o a la voluntad general, lo que responde o no a nuestra autenticidad, etc.,
se forman en el proceso de discusión abierta y en el debate público. Por eso una de-
cisión legítima no es aquella que responde a la unanimidad sino aquella que ha sido
producto de una discusión de todos y cada uno en busca de un consenso.
Y así, la legitimidad abandona el modelo del descubrimiento de esencias pre-
vias (razón, voluntad general, bien común) para establecer el modelo de la argu-
mentación deliberativa, del convencimiento y de la persuasión mutua como
fundamentos del actual político legítimo. Este es el origen de los planteamientos
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¤ Editorial UOC 112 Psicología de las relaciones de autoridad...
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¤ Editorial UOC 113 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
negativa a entrar en la comunidad. Las leyes, así, son directivas, dirigen la comu-
nidad y la comunicación humanas y la garantía última de su validez está en la an-
tigua máxima romana: pacta sunt servanda (‘los pactos obligan a las partes’).
Pero, indudablemente, en la realidad política no todo funciona de acuerdo
con ese esquema consensual y deliberativo que fundamenta el poder y la comu-
nidad. Cuando estamos en presencia de la imposición de una voluntad a otra,
dice Arendt, eso no cabe denominarlo poder sino violencia. El poder es siempre
no violento, no manipulativo, no coercitivo. Poder y violencia son opuestos, la
violencia aparece allí donde el poder peligra, pero dejada a su propio curso aca-
bará con todo poder. El poder requiere del número, mientras la violencia puede
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¤ Editorial UOC 115 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
poder (o sea, su surgimiento). Solo en este último caso (el de la generación o sur-
gimiento del poder) el concepto de poder de Arendt y sus referencias delibera-
tivas y consensuales son pertinentes. Los grupos políticos en conflicto tratan de
obtener poder, pero no lo crean. Esta es, según Habermas, la impotencia de los
poderosos: tienen que tomar prestado su poder de aquellos que lo producen.
Es cierto, sin embargo, que ningún ocupante de una posición de autoridad
política puede mantener y ejercer el poder si su posición no está ligada a leyes
e instituciones cuya existencia depende de convicciones, deliberaciones y
consensos comunes del grupo humano ante el que responde. Pero también
hay que admitir que en el mantenimiento y en el ejercicio del poder el con-
cepto estratégico weberiano explica gran cantidad de cosas. Lo que ocurre es
que, a la vez, todo el sistema político depende de que el poder entendido como
deliberación conjunta en busca de un acuerdo legitime y dote de base a ese po-
der estratégico. Por muy importante que la acción estratégica sea en el mante-
nimiento y ejercicio del poder, en último término, este tipo de acción siempre
será deudora del proceso de formación racional de una voluntad y de la acción
concertada por parte de los ciudadanos.
En estas condiciones, la violencia puede aparecer como fuerza que bloquea
la comunicación, la deliberación y el consenso necesarios para lograr generar el
poder que el sistema requiere. Aquí es donde la comunicación distorsionada, la
manipulación y la formación de convicciones ilusorias e ideológicas hacen sur-
gir una estructura de poder político que, al institucionalizarse, puede utilizarse
en contra de aquéllos que lo generaron y de sus intereses. Pero para determinar
correctamente este proceso necesitamos de instrumentos teóricos que nos ha-
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• Primero, libertad de las partes para hablar y exponer sus distintos pun-
tos de vista sin limitación alguna que pudiera bloquear la descripción
y argumentación en torno a lo que debe hacerse. Gran cantidad de de-
rechos y libertades típicos del liberalismo democrático cuidarían de
este principio de libertad las partes: libertad de expresión, de concien-
cia, etc.
• Segundo, igualdad de las partes de modo que sus concepciones y argu-
mentos tengan el mismo peso en el proceso de discusión. Ambas pre-
condiciones tienden a garantizar a todos las mismas opciones para
iniciar, mantener y problematizar el diálogo, cuestionar y responder a
las diversas pretensiones de legitimidad y, en general, pretenden man-
tener unas garantías mínimas que permitan poner en cuestión todo el
proceso y cualquier resultado al que eventualmente pudiera llegarse.
También aquí el constitucionalismo liberaldemocrático nos ofrece
ejemplos de reglas destinadas a proteger la igualdad de las partes en los
procesos deliberativos: libertad de asociación, libertad de prensa, sufra-
gio universal e igual, etc. Del mismo modo los reglamentos que regulan
instituciones deliberativas (el Parlamento, por ejemplo) cuidan de esta-
blecer reglas que garanticen en los procesos de discusión esa igualdad
de las partes.
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¤ Editorial UOC 117 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
Así pues, las reglas que dotan de fuerza legítimamente a las decisiones polí-
ticas se resumen en:
• Libertad de las partes para hablar y exponer sus distintos puntos de vista.
• Igualdad de las partes de modo que sus concepciones y argumentos tengan
el mismo peso en el proceso de discusión.
• Lo que debe imponerse en la discusión es la fuerza del mejor argumento.
nal (que el acuerdo efectivamente alcanzado sea “el mejor”, por ejemplo) la
democracia liberal se basa precisamente en la idea de que si nos equivocamos,
al menos lo haremos por nosotros mismos y en muchas ocasiones, como diría
John Stuart Mill, es preferible equivocarse por uno mismo que acertar siguien-
do los dictados ajenos.
Dicho de otro modo: la legitimidad se halla íntimamente ligada en estas for-
mulaciones a la idea de autonomía, esto es, a la capacidad para darse a uno mis-
mo las reglas que gobernarán la propia vida. Y esto, a su vez, se relaciona con la
creación en los ciudadanos de una actitud crítica y reflexiva respecto del mundo
en el que vive y a la tradición en la que se encuentra incardinado.
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De una manera u otra estas tres negaciones explican en buena medida sus
elaboraciones sobre el poder y la legitimidad, por lo que debemos antes de nada
aclarar qué quiere decir exactamente con ellas.
El final del sujeto moderno significa que no debemos entender a los distintos
individuos reales, concretos y existentes siguiendo el molde prefijado de la mo-
dernidad: como receptáculos de una racionalidad dada, de una naturaleza, es-
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pecífica, de unos derechos indudables, etc. Más bien ese hombre abstracto, “sin
carne ni sangre”, como decía Nietzsche, es una mera construcción, una figura,
dice Foucault, construida entre los intersticios del lenguaje, una invención en
cierta medida reciente (de la época moderna) y que, en la medida en que el dis-
curso de la modernidad entra en crisis, puede languidecer y terminar borrándo-
se “como en los límites del mar un rostro de arena”. Esto viene a querer decir
que en la reflexión teórica y política debemos desembarazarnos de la subjetivi-
dad moderna, esto es, que debemos abandonar los pilares antropocéntricos del
pensamiento, los fundamentos egológicos, basados en el yo, compacto y cohe-
rente. La muerte de dios, la eliminación de los fundamentos metafísicos del ac-
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¤ Editorial UOC 119 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
tuar humano, debe ser consecuente y llegar hasta el final: debe igualmente
extenderse al acabamiento del “hombre abstracto” como base de la reflexión y
la política.
Dicho de otro modo, hay que alejarse de ciertos conceptos para explicar ade-
cuadamente procesos como los del poder o la legitimidad. Hemos de abandonar
el mundo del sujeto abstracto, del sujeto alienado, del sujeto constituyente y pre-
guntarse, más bien, por los procesos que han conducido a aquella abstracción, a
la idea de esencia alienada, a la constitución de sujetos como bases del poder. Y
al hacerlo advertiremos que el sujeto no es lo contrario del poder, no es lo dado
o lo natural o lo auténtico sobre lo que el poder se despliega, aquello que el po-
der reprime, lo que el poder subyuga. Más bien al contrario, al cambiar el punto
de vista siguiendo las recomendaciones foucaultianas advertimos que ese sujeto
es producto de la relación de poder, no su opuesto. El sujeto no es ni el elemento
autónomo que nutre de sentido al lazo político dotando a los regímenes de le-
gitimidad (como el liberalismo quiere) ni el resto que queda tras la retirada de
la opresión y la alienación (como quiere el marxismo). El sujeto no es sino el
resultado de una relación de poder. Éste le constituye. No es que se halle ampu-
tado o alterado en su esencia por un poder opresor, es que se halla “cuidadosa-
mente fabricado” por él. De modo que el poder nos atraviesa, nos hace ser como
somos e incluso lo que somos.
Para ilustrar esta teoría Foucault elige la imagen del panóptico de Jeremy
Bentham, esto es, el edificio que el utilitarista ideó para las cárceles (y más en con-
creto: como instrumento de humanización de las cárceles.) Ese edificio, de la
mano de Michel Foucault, será ahora la metáfora del poder en nuestras sociedades.
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Su principio consiste en una construcción en forma de anillo y en el centro una torre con
anchas ventanas que se abren a la cara interior del anillo. Este dispositivo permite a un
solo vigilante colocado en la torre central controlar de un solo vistazo al prisionero, loco
o enfermo ubicados en las celdas que componen el anillo. Nada se oculta desde ese lugar
a la mirada del vigilante: transparencia completa de los sujetos. Como, además, cada en-
cerrado no sabe cuando está siendo vigilado, este dispositivo panóptico hace que la vigi-
lancia sea permanente en sus efectos, incluso si la acción inquisitiva es discontinua. De
esta manera se garantiza una suerte de colaboración del vigilado con el vigilante. Aquél
que está fijado a un campo de visibilidad y lo sabe se comporta siempre como si estuviera
siendo inspeccionado y adapta su comportamiento a lo que cree que se espera de él. La
obediencia al poder se automatiza y se desindividualiza (dado que no se obedece a éste o
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a aquél, sino a quien quiera que esté ocupando la posición central del panóptico). Al final
ya es lo mismo quién ejerce el poder y en nombre de qué lo hace: la actitud obediente del
sujeto le ha convertido en principio de su propio sometimiento.
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¤ Editorial UOC 121 Capítulo IV. Poder y legitimidad...
Por este conjunto de razones Foucault propone que abandonemos tanto las
teorías estratégicas basadas en el conflicto entre voluntades individuales o algu-
na variante basada en la agregación de esas voluntades (por ejemplo, las teorías
weberianas que ya analizamos), como las teorías de cuño democrático en cuya
base se halla la ficción del poder-contrato. En general la teoría foucaultiana exi-
ge abandonar el ámbito de los sujetos para explicar el poder y con ese ámbito
exige igualmente el abandono del lenguaje legitimador basado en la voluntad,
la razón o los consensos de los sujetos como fundamento de legitimidad del po-
der político. Por eso sugiere que el poder no es la formación de un colectivo me-
diante la ficción de las cesiones de derechos o la mística de los contratos
originarios o de los regateos y compromisos individuales. En su opinión debe-
mos abandonar esos ámbitos de explicación, basados todos a la postre en un tipo
u otro de “contrato”, para comenzar a explicar el poder según el modelo de la
“guerra” y la puesta en práctica de una relación de fuerzas estabilizada. Por eso
nada se opone en el seno de su teoría a una consideración del poder como “la
guerra continuada por otros medios” (parodiando, así la famosa frase de
Clauszewitz: “la guerra es la política llevada a cabo por otros medios”).
Sin embargo, esto puede producir, y de hecho produce, una cierta indetermi-
nación en la teoría del poder o, mejor, aún, una expulsión de la teoría del poder
de cualquier consideración sobre lo legítimo y lo ilegítimo: ¿hay alguien en esta
guerra más legitimado que los demás? La respuesta a esta pregunta nos conduce
al problema de la negación de la universalidad de la razón. Foucault claramente
colabora a la ruptura postmoderna con el sueño ilustrado de razón universal y
unificada (de una razón que fundamenta nuestra humanidad, de unos valores
que nos hace verdaderamente humanos, de un conjunto de ideas sobre quien
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debe ser que constituye el núcleo común de lo que llamamos ser humano). No
existe tal cosa y eso tiene mucho que ver con el hecho de que tampoco tenga-
mos manera de asegurarnos la “racionalidad” última de las decisiones últimas
legitimantes: las del pueblo soberano, la nación auténtica, el individuo racional,
la deliberación de los implicados, el consenso democrático, etc.
De nuevo aquí hemos de abandonar la idea de que la razón liberadora es lo
contrario del poder opresor. En realidad poder y saber se hallan entrelazados: no
hay “racionalidad” que pueda rescatarse de los sistemas de poder. El poder de-
fine sistemas de verdad y la verdad crea y mantiene sistemas de poder. Verdad,
razón y poder pertenecen al mismo género de fenómenos, por lo tanto hay una
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Ciertamente, como el mismo Foucault señala, quizá el problema sea ahora di-
ferente. Quizá no debiéramos buscar un apoyo para nuestras pretensiones de le-
gitimidad en la verdad, en el consenso o en los sujetos constituyentes y su
racionalidad. Quizá debiéramos centrarnos ahora en “separar el poder de la ver-
dad de aquellas formas de hegemonía en cuyo interior funciona”. De renunciar a
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ausencia de un sujeto al que “rescatar” de los circuitos de poder ¿de dónde sur-
gen esas resistencias? Para Foucault el poder se halla inextricablemente ligado a
la resistencia. Donde hay poder, nos dice, hay resistencia.
La descripción del fenómeno es algo complicada porque Foucault no puede
echar mano de conceptos como sujeto o represión para hacerla. Y, así, nos dice
que el poder se apoya en su opuesto, del mismo modo que sus opuestos, que
luchan contra él, “se apoyan en las presas que se ejercen ellos”. Recuérdese aquí
que el poder no es sino una relación. Como dos hombres peleando en el vacío,
poder y resistencia se articulan en la misma lucha y viven de sus presas mutuas.
La resistencia es tan omnipresente como el poder, al constituir su elemento in-
eludible y enfrentado.
En estas condiciones aborda Foucault el análisis de las posibilidades de una
práctica política al tiempo transformadora y legítima. Lo cierto es que nuestro
autor muestra poco interés por el segundo de los conceptos y se centra más bien
en el primero, lo que parece sugerir que, en realidad, si existe autoafirmación en
los individuos que resisten, eso debe bastar en términos de legitimidad. Es difícil
hurtarse a comprender su teoría en estos términos. Veámoslo.
De lo que se trataría es de proponer políticas discontinuas que no hagan uso
de discursos generales y que se articulen concretamente proponiendo fracturas
que hagan surgir espacios de libertad, entendidos como espacios de posible
transformación. Se tratará, entonces, de una lucha por la “toma del poder”, por
la “infiltración”, por el triunfo de lo que Gilles Deleuze llamó guerrilla nómada,
antes que una lucha por la justicia, llevada a cabo mediante “frentes de guerra”
estables y claros, y con una propuesta alternativa y legítima derivada de esa for-
ma de lucha.
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terrogantes. Esas maneras indirectas tienen que ver con la contestación a la pre-
gunta sobre el porqué de la resistencia ¿por qué resistir? Hay varias maneras de
tratar de contestar esa pregunta.
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Resumen
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¤ Editorial UOC 127 Capítulo V. La personalidad autoritaria
Capítulo V
La personalidad autoritaria
José Luis Sangrador García
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¤ Editorial UOC 129 Capítulo V. La personalidad autoritaria
– Visión del mundo como una selva peligrosa, llena de seres egoístas.
– Visión jerárquica de la estructura social.
– Alta valoración de signos externos de poder y estatus.
– Valoración negativa de la simpatía y la generosidad (identificadas con in-
ferioridad) y positiva de la fuerza y la crueldad (identificadas con una na-
turaleza “superior”).
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¤ Editorial UOC 133 Capítulo V. La personalidad autoritaria
Por lo demás, estos hechos no están tan lejanos en el tiempo como a veces
desearíamos, lo que hace irrenunciable que su memoria histórica se mantenga
firme a fin de evitar su repetición. Porque, al tiempo, los substratos ideológicos
y psicológicos de tales eventos (uno de los cuales es la personalidad autoritaria)
no son tampoco algo propio y específico de una determinada época, sino que
podrían tener que ver con determinadas mentalidades (Pinillos, 1989) que han
podido ir adaptándose a los avatares históricos, y que pueden rastrearse en otras
épocas pasadas o podrían operar en el futuro. Todo ello habla bien a las claras
de la gran relevancia social de las investigaciones que ahora comentaremos.
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¤ Editorial UOC 135 Capítulo V. La personalidad autoritaria
étnicos, religiosos o políticos que los defienden (y a los que ellos pertenecen).
2) Sumisión a la autoridad: tendencia a someterse y aceptar incondicionalmen-
te a figuras de autoridad reconocidas como tales por el propio grupo, o a quienes
están en posiciones elevadas en las organizaciones o la sociedad en general. Aun-
que los autoritarios tienden a ser dominantes respecto a quienes consideran infe-
riores (más débiles, de menor estatus), al tiempo manifiestan una tendencia a la
sumisión respecto a las figuras de autoridad (una tendencia exagerada, que va más
allá del respeto “normal” que las personas tienen hacia los superiores).
3) Agresividad autoritaria: tendencia a rechazar, perseguir o castigar a los
transgresores de los valores convencionales. Como derivado lógico de su adhe-
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¤ Editorial UOC 137 Capítulo V. La personalidad autoritaria
sus hijos una educación adecuada, que les pudiera diferenciar de las clases infe-
riores, fomentando una rígida masculinidad en los varones (reprimiendo toda
debilidad) y feminidad en las mujeres. Esta educación estricta y punitiva gene-
raba un conflicto en los hijos, entre el resentimiento que debía ser reprimido
ante una fuerza más poderosa, y la necesidad de someterse a la autoridad pater-
na. Tal rígida educación podría generar en los hijos tendencias agresivas que, al
ser reprimidas, acabarían desplazándose hacia blancos menos peligrosos: los
grupos “diferentes”.
Los padres autoritarios mostrarían una escasa sensibilidad hacia las necesida-
des e impulsos básicos de sus hijos, y tratarían de imponer normas de disciplina
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¤ Editorial UOC 139 Capítulo V. La personalidad autoritaria
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¤ Editorial UOC 141 Capítulo V. La personalidad autoritaria
dios emergen una serie de factores relacionados de algún modo con los compo-
nentes teóricos del autoritarismo, si bien no aparece ese factor general común.
Es difícil, en todo caso, resumir y valorar en unas pocas páginas el conjunto
de debates y polémicas que surgieron en torno a la obra en cuestión, y lo co-
mentado puede valer como botón de muestra. Pero no todo fueron críticas,
también surgieron aportaciones favorables. Y con el paso de los años, se ha ido
produciendo un progresivo aumento del interés por esta temática, lo que ha ge-
nerado una revitalización de los debates en torno a las propuestas del grupo de
Adorno. En buena medida, la visión moderna sobre la aportación del grupo de
Berkeley ha ido serenándose (con la perspectiva que dan los años transcurridos),
lo que ha supuesto una suerte de reevaluación, que le ha liberado bastante de la
carga negativa que durante varias décadas echaron sobre ella los críticos.
Una de las cuestiones más debatidas en su momento, y recuperada ahora, es la
de la validez de la escala F. Es decir, si responde al objetivo inicialmente perseguido
en su elaboración: si mide tendencias antidemocráticas. Pues bien, en su excelente
meta-análisis llevado a cabo cuarenta años después, Meloen (1993) trató de verifi-
car en efecto si, a la postre, la escala F es o no un buen predictor de tendencias an-
tidemocráticas y profascistas, esto es, su grado de validez. Revisando cientos de
estudios realizados, finalmente se centró en 125 y sobre ellos, desarrolló cuatro cri-
terios, respecto a los cuales obtuvo los resultados que se indican:
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¤ Editorial UOC 142 Psicología de las relaciones de autoridad...
Las conclusiones de Meloen son claras: la escala F está más fuertemente rela-
cionada con el extremismo de derechas de lo que se ha acostumbrado a asumir.
Sin embargo, el que mida autoritarismo o no, es otra cuestión, y depende de qué
entendamos por autoritarismo. Los contenidos de la escala F claramente se diri-
gen hacia un autoritarismo de derechas. Pero debe recordarse, siempre, que en
la época en que se gestó la escala, la asociación entre autoritarismo y fascismo
era evidente. Si consiguiera demostrarse que la escala F también predice apoyo
a sistemas autoritarios comunistas, resultaría evidente que, en efecto, la escala
mide autoritarismo y no solo autoritarismo de derechas. Esa cuestión será co-
mentada más adelante.
Cosa distinta es que haya sido demostrada la capacidad de la escala F para
predecir comportamientos. Los datos al respecto no han sido especialmente con-
cluyentes. Christie (1993a) sugiere que buena parte de la decepción generada
con la escala en tanto que predictora de comportamientos se basó en un supues-
to excesivamente optimista (quizá propio de una época en la que la relación ac-
titud-conducta se presuponía más lineal y directa de lo que hoy se sabe): que el
síndrome autoritario se iba a manifestar en casi todas las situaciones. Sin embar-
go, el entorno y la interacción entre la persona y la situación son cruciales, por
lo que la pregunta debiera ser: ¿en qué condiciones una persona autoritaria se
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comportaría como tal? Desde esta perspectiva, existen algunos resultados favo-
rables a la escala. Por ejemplo, el propio Christie (1993b), examinando estudios
experimentales de punitividad, encontró que los autoritarios son significativa-
mente más punitivos a la hora de aplicar penas a los culpables de delitos, desde
los más triviales a los más serios. En suma, confirmó una relación entre el auto-
ritarismo y la agresión autoritaria.
Ante la dificultad de verificar la virtualidad del constructo para predecir com-
portamientos, buena parte de las investigaciones se ha centrado en la búsqueda
de los correlatos empíricos del autoritarismo, o lo que es lo mismo, las caracte-
rísticas (rasgos clínicos, ideología, aspectos psicológicos, etc.) que parecen ir aso-
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¤ Editorial UOC 144 Psicología de las relaciones de autoridad...
Por ello, una interpretación más plausible del papel de la personalidad autorita-
ria en comportamientos y actitudes prejuiciosas, sería el de señalar que tal perso-
nalidad podría también verse influida por determinadas situaciones sociales. Visto
así, prejuicios, etnocentrismo, y autoritarismo, correlacionados a menudo entre sí,
serían también un producto de determinados factores sociales o culturales.
En cualquier caso, y como señalan Stone y sus colaboradores (1983, p. 5),
aunque la teoría no pueda mantenerse como explicación de la predisposición a
favor de ideologías fascistas basada en la personalidad, sin embargo, y contem-
plada en un contexto más relativista y sociológico puede ayudar a conocer mu-
chos de los fenómenos del mundo actual, y colaborar en la construcción de
explicaciones de la atracción hacia el fascismo tanto en el pasado como en la
actualidad. Por lo demás, y dejando de lado los arduos debates (especialmente
los metodológicos) que generó, algunas cuestiones quedaron sin resolver y pa-
recen ser recurrentes, porque han reaparecido en las últimas décadas dando lu-
gar a nuevas propuestas y posicionamientos.
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¤ Editorial UOC 150 Psicología de las relaciones de autoridad...
pensar, así como más propensos a trastornos psicológicos. Como se puede apre-
ciar, un retrato cercano al de los autoritarios, en la perspectiva de Adorno. Al fin
y al cabo, Rokeach compartía con Adorno sus tesis sobre la influencia de la socia-
lización infantil y las relaciones con los padres en la génesis del dogmatismo.
Años después de sus propuestas sobre el dogmatismo, Rokeach (1973) trató
de caracterizar las ideologías y sus defensores en términos del peso relativo otor-
gado a dos valores: libertad e igualdad. En ese esquema, los fascistas tendrían en
baja estima ambos valores, los socialistas los colocarían en una posición elevada
en su jerarquía de valores; los conservadores harían gran énfasis en la libertad,
pero una baja prioridad a la igualdad. Los comunistas, finalmente, valorarían la
igualdad mucho más que la libertad.
Ray (1972) elaboró una escala (escala A) para medir un concepto de autoritarismo
definido como el deseo de una forma de organización social similar a las institu-
ciones y procedimientos militares, con la consiguiente restricción de la libertad,
falta de participación en la toma de decisiones, falta de responsabilidad indivi-
dual, aceptación de la agresión y claridad de las definiciones de rol. Uno de los
datos más relevantes respecto a la escala A fue la escasa relación encontrada (Ray,
1984) entre ella y una escala de etnocentrismo o, lo que es lo mismo, que el etno-
centrismo o el racismo puede encontrarse sin duda en sujetos autoritarios, pero
no está restringido a ellos, lo que lleva a justificar el propio título del artículo de
Ray: “La mitad de todos los racistas son de izquierdas”.
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¤ Editorial UOC 151 Capítulo V. La personalidad autoritaria
De algún modo, esa tesis apoya los argumentos defendidos años antes por
Shils (1954) respecto a la virtualidad de un autoritarismo de tanto de derechas
como de izquierdas, este último inasequible a su medición por la escala F. Algunos
autores aceptan tal posibilidad, como McCloskey y Chong (1980), quienes apelan
a la evidencia “intuitiva” respecto a las semejanzas entre dictadores de izquierdas
y de derechas. A su juicio, los hallazgos de investigaciones que utilizaron la escala
F no se corresponden con lo que parece obvio desde una observación casual de
regímenes políticos de ambos extremos de la dimensión ideológica. No hay que
ser un experto para intuir semejanzas en estilo político, práctica y organización
entre regímenes autoritarios de izquierda (las antiguas Unión Soviética y Alema-
nia del Este, por ejemplo) y de derecha (la Alemania nazi). Sin embargo, los pro-
pios autores, aunque logran encontrar algunas semejanzas entre extremistas de
derecha e izquierda, tampoco llegan a demostrar mucho más: las diferencias entre
ambos permanecen. No obstante, datos recogidos en la Unión Soviética han mos-
trado altos valores de autoritarismo (medido por la escala RWA de Altemeyer, que
será comentada más adelante) entre seguidores del partido comunista. Paradóji-
camente, estas personas serían consideradas de derechas, según la propia defini-
ción de Altemeyer, puesto que su escala mide explícitamente autoritarismo de
derechas.
Sin embargo, otros autores, como Stone (1980) niegan la posibilidad de un au-
toritarismo de izquierdas, defendiendo que los datos y argumentos ofrecidos a favor
de ella son inconsistentes. Stone defiende que el autoritarismo es esencialmente de
derechas, y que la existencia de posibles autoritarios de izquierdas sería, en todo ca-
so, testimonial. “El concepto de autoritarismo de izquierdas es relativamente im-
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productivo y podría bien ser rechazado”, señala Stone (1980). A su juicio se trata,
simplemente, de un mito, y los argumentos aportados no han ido acompañados
con una revisión sistemática de investigaciones empíricas que apoyen la existencia
de un autoritarismo de izquierdas. Por lo demás, aportar ejemplos históricos de re-
gímenes de izquierdas que han podido actuar “autoritariamente”, supone una mo-
dificación del nivel de análisis, que pasa de ser psicológico (cuando se habla de
personas autoritarias) a sociológico (regímenes autoritarios).
Eysenck (1981), por su parte, trató de desmontar las argumentaciones de Stone,
a partir entre otras cosas de sus propios estudios, así como de la realidad política-
social de comportamientos autoritarios en personas o regímenes de izquierdas.
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Las dos últimas décadas del siglo XX han contemplado una cierta recuperación
del interés en la temática que estamos comentando, aunque ahora bajo nuevas
formas, y tal afirmación puede hacerse extensiva a los albores del siglo XXI (ver,
por ejemplo, Stone y otros, 1993, o Roccato, 2003). Tras cientos de artículos pu-
blicados, y cuando parecía que el tema se había agotado y ya no daba más de sí,
la emergencia de autoritarismos más o menos solapados en países occidentales,
junto al interés y la tenacidad de algunos investigadores, así como la utilización
de nuevas perspectivas respecto al autoritarismo, han generado toda una plétora
de publicaciones al respecto. Ante la dificultad de reseñarlas todas, centraremos
el análisis en las que parecen más relevantes.
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¤ Editorial UOC 153 Capítulo V. La personalidad autoritaria
fascista, etc., no fuera formulado a ese nivel (pertenencia grupal) sino que, de
un modo reduccionista, se conceptualizase como un rasgo de personalidad, y
por tanto, más relevante para un nivel interpersonal o intrapersonal. Los in-
tentos posteriores no parecen haber abandonado esta paradoja, y quizá aquí
radicó el núcleo de su declive.
Centrando sus análisis en el autoritarismo de derechas, que es a su juicio la
amenaza más importante para las democracias occidentales de hoy, Altemeyer
llevó a cabo un laborioso proceso de revisión de los ítems de la escala F, encon-
trando que los relacionados con tres de los elementos originales del autoritaris-
mo sobrevivían a sus rigurosos criterios de análisis. Ello le llevó a la propuesta
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estudiantes. Aunque reconoce que los datos disponibles tampoco son suficien-
tes para descartarla –pues, como él mismo señala, la teoría psicoanalítica es real-
mente difícil de verificar–, en la práctica defiende que las explicaciones
psicoanalíticas aportadas por el grupo de Berkeley deben ser abandonadas, y su
lugar ser ocupado por la teoría del aprendizaje social (Bandura). No hay pues
que recurrir al inconsciente, experiencias infantiles, procesos de proyección o
desplazamiento, etc. Estímulos, modelado, cogniciones, ocupan el lugar de los
procesos inconscientes y los mecanismos de defensa.
De ese modo, Altemeyer rehuye hablar de “personalidad autoritaria”, y se
centra en las “actitudes autoritarias”, que formarían el conglomerado antes alu-
dido. Frente a Adorno y su grupo que pensaban que estos tres “síntomas” serían
manifestaciones de algo más profundo (la personalidad autoritaria), Altemeyer
no bucea en tales profundidades, y los contempla, simplemente, como un con-
glomerado de actitudes. Y como cualquier otra actitud, su génesis habrá que bus-
carla en los refuerzos recibidos de los padres u otros adultos, en el seno de los
grupos, a partir de los medios de comunicación, en la interacción con los objetos
de esas actitudes, a través de la imitación, del refuerzo vicario, etc. A su juicio, las
personas autoritarias de derechas aprenden las normas sociales que apoyan la
agresión contra quienes violan los valores convencionales. Esas normas sociales
hacia la aceptación de la agresión son también importantes para explicar la agre-
sión autoritaria: el hecho de que los altos en autoritarismo tengan más prejuicios
hacia aquellos colectivos sociales hacia los que el prejuicio es más aceptable so-
cialmente, habla a favor del papel de las normas en la génesis del mismo. Por su
parte, el modelado parental se evidencia al comprobar que hay mayor incidencia
de violencia física en familias de sujetos con alto autoritarismo de derechas. Al
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“No hemos encontrado evidencia. Uno puede llamar a los extremistas de izquierdas
muchas cosas, pero no parece haber una base psicológica para llamarlos autoritarios.”
Sin embargo, en una obra posterior, The authoritarian specter (1994), relativiza
su posición anterior, y propone ahora el término autoritarismo de izquierdas, cuida-
dosamente dibujado como lo opuesto al autoritarismo de derechas, esto es, con los
mismos componentes que éste, pero a la inversa: tendencia a oponerse a las auto-
ridades, agresividad contra lo establecido, y convencionalismo revolucionario.
Paradójicamente, aparecen correlaciones positivas (aunque bajas) entre am-
bos polos del “espectro”. Tal cosa, sugiere Altemeyer, podría indicar que bastan-
tes autoritarios tienen una orientación política relativamente indiferenciada, y
por tanto cambiable. Los casos de Mussolini, Hitler, y otros, que comenzaron
como socialistas y terminaron como fascistas, apoyarían esta explicación.
Ya, para concluir, cabe señalar que Altemeyer es hoy reconocido sin duda
como una de la más importantes aportaciones a los estudios del autoritarismo
de la segunda mitad del siglo pasado. No obstante, también ha recibido críticas
diversas, algunas muy duras (Ray): desde quienes le han acusado de haber ela-
borado una escala más de conservadurismo, hasta críticas sobre deficiencias me-
todológicas de todo tipo. Por lo demás, existe considerable evidencia sobre el
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¤ Editorial UOC 157 Capítulo V. La personalidad autoritaria
Sin embargo, y por decirlo todo, también debe reconocerse que la postura de
Altemeyer a favor de una explicación del autoritarismo basada en el aprendizaje
social no ha sido acompañada de pruebas concluyentes a favor de tal explicación
frente a la psicoanalítica que rigió la obra original del grupo de Adorno.
Duckitt (1989) ha ofrecido una nueva visión del autoritarismo desde una in-
teresante perspectiva que difiere bastante de la tradicional. Redefine el autorita-
rismo como “la concepción que se tiene de la relación adecuada o normativa
entre un grupo y sus miembros, determinada primariamente por la intensidad
de la identificación de los miembros con el grupo”.
Esta dimensión variaría entre dos posiciones extremas, desde la que defiende
que las necesidades, inclinaciones y valores personales de los miembros deben
subordinarse a la cohesión y requerimientos grupales, hasta la inversa, superan-
do una de las limitaciones de la concepción tradicional del autoritarismo. Auto-
ritarismo y “libertarianismo” serían las etiquetas de ambas posiciones extremas.
A partir de esta conceptualización, Duckitt reinterpretó los tres componentes de
Altemeyer desde el punto de vista de la identificación del individuo con un gru-
po social. Así, cuanto mayor sea la identificación del individuo con su grupo,
– mayor será la conformidad con las normas y valores del grupo (conven-
cionalismo),
– mayor será la intolerancia y punitividad hacia quienes no se conforman
a las normas y valores grupales (agresividad).
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¤ Editorial UOC 159 Capítulo V. La personalidad autoritaria
ingreso que las iglesias más liberales, y menor incremento en periodos de rique-
za. En otra investigación, Sales encontró asimismo que sujetos voluntarios que
habían actuado pobremente en un experimento, obtenían puntuaciones más
elevadas en la escala F que sujetos exitosos en el experimento; y que sujetos
amenazados de fracaso en el experimento mostraban mayor conformidad hacia
la figura de autoridad.
Otros estudios han mostrado, igualmente, que en épocas de amenaza social,
los norteamericanos prefirieron líderes (presidentes) “poderosos”, como lo atesti-
guan las correlaciones encontradas entre el grado de amenaza socioeconómica
percibida por los ciudadanos y la motivación de poder del presidente elegido cada
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norteamericanos en 1945.
c) Un autoritarismo levemente superior en los estudiantes norteamericanos
que en los alemanes en 1979. De hecho, algunos datos posteriores apoyan estas
tesis: se ha encontrado que los estudiantes alemanes mostraron un compromiso
más fuerte con los principios de igualdad y derechos individuales, así como más
independencia y más perspectiva crítica.
Este conjunto de datos apoyan, como se aprecia fácilmente, las tesis situacio-
nales frente a aquellas otras que hacen hincapié en un supuesto carácter nacio-
nal alemán propenso a regímenes fascistas.
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¤ Editorial UOC 161 Capítulo V. La personalidad autoritaria
Una vez que Alemania Occidental amplió sus fronteras con la incorporación
de la Alemania del Este, se llevaron a cabo investigaciones comparativas. Como
era previsible, se encontró que los adolescentes de la Alemania del Este eran sig-
nificativamente más autoritarios.
Por lo demás, otros datos aportados por la propia Lederer confluyen en la evi-
dencia de un cambio en la estructura y dinámica de la familia alemana, muy le-
jana hoy de la que describieron los teóricos del autoritarismo de mediados de
siglo. Los patrones de socialización parecen haber cambiado. Un ejemplo resul-
ta muy ilustrativo: en los años cincuenta, el 86% de los jóvenes varones recono-
ció haber sido castigado físicamente por sus padres; en los años ochenta, solo el
9% reconoció haber sido golpeado por ellos. En los años cincuenta, la obedien-
cia y la sumisión eran consideradas como una meta fundamental de la educa-
ción por un 25% de la población investigada; en 1983, sólo por un 9%. El
porcentaje de padres que nunca juegan con sus hijos bajó de un 64% en los años
cincuenta a un 10% en los ochenta.
En conjunto, todos estos datos ofrecen una clara interpretación: el síndrome
autoritario, de existir, parece ser algo menos fijo y perdurable de lo que los auto-
res de la obra de Adorno anticiparon. Resulta claro, pues, que el enfoque del
aprendizaje social (Altemeyer) tiene mucho que aportar. Quienes crecen dentro
de un sistema aprenden a asumir las normas predominantes. Aprendiendo a tra-
vés de la observación y la imitación, la mayoría de personas interiorizan las acti-
tudes prevalentes de la cultura o subcultura en que viven. Las estructuras de la
personalidad, incluso las más centrales, son sostenidas por el sistema social, y se
modifican cuando el sistema social cambia.
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¤ Editorial UOC 163 Capítulo V. La personalidad autoritaria
5. Epílogo
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¤ Editorial UOC 166 Psicología de las relaciones de autoridad...
Resumen
El capítulo comienza con una referencia histórica que trata de situar los orí-
genes de las investigaciones sobre el autoritarismo en los avatares que conmo-
cionaron el mundo en las primeras décadas del siglo XX.
A continuación, se hace referencia a las pioneras aportaciones de W. Reich
y E. Fromm, quienes ya anticiparon finos análisis de la psicología de masas del
fascismo así como de los orígenes del autoritarismo en determinadas estructu-
ras socioeconómicas.
Posteriormente, se revisa con detalle la monumental obra del grupo de
Berkeley (Adorno y colaboradores) sobre la personalidad autoritaria. Se detallan
las características psicológicas de la “mentalidad potencialmente antidemocrática
o fascista”, así como las explicaciones ofrecidas por los autores respecto a su
génesis, y el proceso seguido en su elaboración (antisemitismo, etnocentrismo).
A continuación, se analiza el instrumento de medida ofrecido para medir dicho
constructo, la escala F; se comentan sus aspectos críticos y cuestiones mejorables:
validez, sesgo de aquiescencia, su posible contaminación ideológica al medir, de
hecho, sólo autoritarismo de derechas (fascismo), etc.
En un apartado posterior, se revisan las aportaciones de Eysenck y Rokeach,
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¤ Editorial UOC 167 Capítulo V. La personalidad autoritaria
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¤ Editorial UOC 169 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
Capítulo VI
La modernidad y los usos patológicos del poder:
el holocausto nazi
El comportamiento de los ciudadanos, las víctimas y los verdugos
Florencio Jiménez Burillo
“[...] imagínese que llega a Nueva York y le preguntan: ¿cómo le fue en el campo de
concentración alemán? Ud. sabe lo que ocurrió” –continuó el nazi– “y quiere decirles
la verdad. Pero ellos no lo creerán. Dirán que Ud. está loco e incluso podrían enviarle
a un manicomio.”
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¤ Editorial UOC 170 Psicología de las relaciones de autoridad...
1. La República de Weimar
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¤ Editorial UOC 171 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
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¤ Editorial UOC 173 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
Como escribe Goldhagen (1902, p. 45), durante los últimos dos mil años:
“[...] los judíos han sido el grupo que más ha concitado los prejuicios profundos de
un conjunto más numeroso de personas. El antisemitismo, la más resistente y pon-
zoñosa de las malas hierbas, ha florecido en todos los entornos, sobreviviendo a épo-
cas históricas, superando las fronteras nacionales, los sistemas políticos y las formas
de producción.”
Por otra parte, como más adelante se verá, el prejuicio antisemita fue segura-
mente el más profundo y duradero sentimiento que tuvo Hitler toda su vida.
Hasta tal punto, que hay autores que, de modo inaceptable, reducen “causal-
mente” el holocausto a esta creencia básica del genocida.
En efecto, como afirma Goldhagen, la actitud antijudía es ya evidente en los
textos del Nuevo Testamento. La crucifixión de Jesucristo planteó graves con-
tradicciones a la doctrina cristiana: la negación de la divinidad de Jesús deter-
minaba que, o bien los judíos eran unos deicidas, y por tanto acreedores de
gravísimas penas si no se convertían, o bien, si tenían razón, la doctrina cristia-
na era claramente errónea. De modo que, con la Iglesia Católica ya triunfante
desde el siglo IV, los padres de la Iglesia iniciaron la vieja letanía de estereotipos
que la ha acompañado desde entonces: enemigos de la Fe, asesinos de profetas,
corruptos, lujuriosos, etc.
En el año 1096, en la primera Cruzada, se llevó a cabo la masacre de Jerusalén
en medio de terribles rumores: los judíos necesitaban sangre de niños para ela-
borar el pan ázimo de la Pascua Judía. Y no sólo eso: la raza maldita envenenaba
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los pozos de agua provocando así la peste negra (Wistrich, 2002, p. 41 y ss.). La
Iglesia Católica, por cierto, no fue la única en demonizar a los judíos. El propio
Lutero, en 1543, publicó un escrito titulado “Sobre los judíos y sus mentiras” en
el que los calificaba de pueblo maldito, a la vez que exhortaba a los príncipes ale-
manes a quemar sus sinagogas, prohibir la enseñanza a los rabinos y expropiar-
los como habían hecho en Francia, Bohemia y España.
La Revolución francesa supuso una cierta atenuación del movimiento antise-
mita, al menos en los estamentos “ilustrados”. No obstante, como observa Carl
Amery (2002), nunca se desvaneció la sospecha hacia los “conversos”. Sin embar-
go, al ser indemostrable la autenticidad de su conversión al cristianismo, surgió
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¤ Editorial UOC 174 Psicología de las relaciones de autoridad...
la espantosa consigna de la limpieza de sangre, utilizada por los nazis más tarde
para demostrar la “pureza aria” de los alemanes sospechosos de contaminación
judía. No pasó mucho tiempo sin que resurgiera vigorosamente el antisemitismo.
En 1916, Jacob Friedich Fries publica un ensayo titulado “Sobre el peligro que co-
rre la prosperidad y el carácter de los alemanes a causa de los judíos”. De nuevo,
aparecían en éste los antiguos clichés mentales junto a otros nuevos, como su
oculta intención, en tanto “grupo político” ellos mismos, de dominar a la nación
alemana. De modo que, en pleno siglo XIX, el entonces vigente modelo cultural
alemán sobre los judíos incorporaba como creencias fundamentales que los ju-
díos, biológicamente, eran diferentes a los alemanes, que eran algo extraño a la
nación y todo mal que sobreviniera a Alemania era culpa de ellos.
En 1879, un periodista, Wilhem Marr, acuñó el término antisemitismo para
designar la forma “moderna” de odio al judaísmo como modalidad diferente al
antiguo odio cristiano. Y desde luego el tal Marr constataba que los judíos “ya”
se habían apoderado del país. Pero el periodista no estaba solo: predicadores
protestantes como Adolf Stoecker –fundador del Partido Socialcristiano– e his-
toriadores como Von Triestschke escribían, por ejemplo, que “los judíos son
nuestra desgracia”. Digno de mención particular es Th. Fritsch, autor de un
Manual sobre la cuestión judía. La razón es que el propio Hitler leyó este tratado
–cuarenta ediciones– en Viena antes de 1914. Y de allí tomó, sin duda, ideas
–luego plasmadas en leyes– que luego repetirá una y otra vez en sus discursos;
por ejemplo, que los arios no debían mantener relaciones comerciales ni socia-
les con los judíos, ni mucho menos relaciones sexuales (Wistrich, 2002, p. 50).
También la paranoica creencia de que los alemanes pueden estar afectados
por la contaminación judía estará constantemente presente en los discursos
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y escritos de Hitler.
Durante el último tercio del siglo XIX, en suma, el antisemitismo estaba pro-
fundamente arraigado en Alemania y era compartido prácticamente por todos los
grupos sociales, desde el campesinado hasta los catedráticos de la Universidad.
Entre 1879 y 1900, según Goldhagen, aparecieron 1.200 publicaciones sobre el
“problema judío” (un problema generado, recordemos, ¡por el 1% de la población
total!). El contenido de tales publicaciones insiste –a veces inventándolas– en las
viejas acusaciones: los judíos socavan la sociedad, corrompen las costumbres, son
parásitos improductivos que chupan la sangre alemana y –contradictoriamente–
son poderosos y controlan la riqueza del país. Y junto a los estereotipos se men-
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¤ Editorial UOC 176 Psicología de las relaciones de autoridad...
rado de creación. En definitiva, ellos no eran hijos de Adán y Eva. Pero tal origen
cuestionaba más aún su cabal “humanidad”. Así que el Papa Pablo III, en 1537,
tuvo que cancelar toda polémica decretando que los recién descubiertos eran hu-
manos y por tanto capaces de ser convertidos a la verdadera religión.
El pensamiento moderno, no obstante, contempló las evidentes diferencias
entre los humanos como uno de los asuntos más merecedores de investigación.
Diferencias físicas que fueron teorizadas luego, a otro nivel, en términos de
“desigualdades” morales, políticas y culturales. Y decimos a otro nivel porque
debería ser obvio que las “diferencias naturales” (físicas) entre los individuos en
modo alguno pueden legitimar las desigualdades (políticas) entre ellos. La Ilus-
tración sostuvo como creencia fundamental la unidad de la especie humana y,
desde luego, su identidad en los procesos psicológicos básicos y su común y uni-
versal capacidad de aprendizaje. Dentro de la Ilustración hay algunas lamenta-
bles excepciones, como la del insigne Hume, que calificó a los negros como
traidores, vengativos, sucios, ladrones y corruptos.
Sin embargo, tan universal e ilustrada creencia fue desvaneciéndose a medi-
da que se afianzaban los proyectos colonizadores –esclavistas– de las poderosas
naciones civilizadas. De tal modo que en el siglo XIX se acentuó el estudio de las
“diferencias humanas” a la vez que iba adquiriendo un auge extraordinario la
nueva noción, ya “científica” de raza. Noción ésta, que desde sus mismos oríge-
nes, denotaba no sólo las patentes diferencias morfológicas individuales sino,
más profundamente, unas diferencias intelectuales y morales –ambas– que in-
capacitaban a esos grupos raciales para toda empresa civilizatoria y, por tanto,
justificaban su “desigual” posición en el seno de las sociedades.
Durante el siglo XVIII hubo numerosos estudios científicos sobre las razas que
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¤ Editorial UOC 177 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
detenerse en más pormenores. Recordemos tan sólo el manipulador uso por par-
te de la Psicología norteamericana de los tests de inteligencia de Binet al servicio
de intereses ideológicos. El francés no se pronunció sobre la transmisión here-
ditaria de la inteligencia, pero psicólogos norteamericanos tan famosos como
Yerkes, Brigham, Thorndike y Hall defendieron tesis racistas a la vez que se pro-
nunciaron a favor de la eugenesia (Voestermans y Jansz, 2004); sus ideas fueron
plasmadas en distintas leyes, autorizando medidas de esterilización en los ma-
nicomios. De hecho, Francis Galton fundó un laboratorio de eugenesia en Lon-
dres con su amigo K. Pearson, el conocido matemático, que luego ocupó una
cátedra de Eugenesia subvencionada por Galton. Éste, justo es reconocerlo, fue
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Años antes de que Hitler alcanzara el poder en 1933, en algunas naciones oc-
cidentales se extendió la creencia de que había determinados grupos en la socie-
dad –alcohólicos, criminales, deficientes mentales, etc.– cuya reproducción y
consiguiente descendencia iría debilitando poco a poco al país. Tenían, como
diríamos hoy, genes defectuosos, y la medicina y los programas de asistencia so-
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¤ Editorial UOC 180 Psicología de las relaciones de autoridad...
(1973 y 2003) y Kershaw (1999, 2000)– en tanto otras, por decirlo suavemente,
son excesivamente especulativas.
Ha sido en el ámbito de la Psicohistoria –un decepcionante intento de unir
Psicoanálisis e Historia– donde se han arriesgado los análisis más extravagantes.
Al cabo, no sólo la vesánica conducta de Hitler, sino todo el sangriento episodio
nazi se explicarían a través de las vicisitudes “edípicas” del genocida (Waite), del
contagio de sífilis por una prostituta vienesa –naturalmente judía– (Hayden), de
su reprimido impulso de asesinar a “una madre fálica” (sic) (Brosse), de una con-
génita necrofilia acompañada de impulsos sadomasoquistas (Fromm) o una ho-
mosexualidad reprimida (Machtau). El diagnóstico de otros es rotundamente
psicopatológico, y aunque varía la etiqueta nosológica, hay un acuerdo en que el
síndrome que mejor le cuadraría es el de esquizofrénico paranoico (Scharffenberg).
Leyendo todo esto, lo verdaderamente asombroso es cómo un personaje así
pudo llegar a donde llegó. Desde luego, es innegable que una gran mayoría de
alemanes le apoyó, incluso le veneró y que su despotismo se asentaba más en
su popularidad que en el terror. Era un gran orador –él mismo se autocomplacía
en reconocerlo–, ferozmente racista, con una memoria colosal y carecía de toda
idea civilizatoria (Fest, 2003, p. 195).
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¤ Editorial UOC 181 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
Regresa a Munich y en un curso del ejército maravilla a los mandos con su ora-
toria. Ingresa en un llamado Partido Alemán de Trabajadores, cuyas reuniones se
celebraban en una cervecería de esa ciudad y que, a partir de 1920, se denominó
Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), con 2.000 afilia-
dos. Ya jefe del partido nazi, crea las SA, un grupo de militantes especialmente
violentos con quienes en 1923 intenta derrocar a la República de Weimar. Juzga-
do y condenado en febrero de 1924, sale en libertad nueve meses más tarde, según
se vió en páginas anteriores.
Por entonces ya funcionaba un segundo grupo paramilitar, las SS, un cuerpo
de elite cuyos miembros tenían mayoritariamente una calificación universitaria.
El partido nazi desarrolló una incesante actividad proselitista en las fábricas, en-
tre los campesinos. En 1931, los estudiantes nazis controlaban los sindicatos de
la universidad alemana (Burleigh, 2001, p. 140). En este periodo, el partido nazi
incluso llegó a editar folletos de propaganda en braille para conseguir votos
entre los ciegos.
Tras conquistar el poder en 1933, Hitler impone una implacable dictadura
entre constantes muestras de adhesión de la gran mayoría de los alemanes. Se
lanza a la guerra y es derrotado. Durante las últimas semanas antes del final de
la contienda era una “ruina humana farfullante” a quien nadie obedecía. Antes
de suicidarse, el 29 de abril de 1945, expulsó del Partido a Goering y Himmler.
En su testamento, este criminal todavía instaba a los dirigentes de la nación “a
cumplir escrupulosamente las leyes de la raza y a oponerse implacablemente al
envenenador universal de todos los pueblos, la judeidad internacional”. Pero
nada más instructivo para calibrar la estatura intelectual y moral del genocida
que recordar brevemente algunas de sus ideas, por llamarlas de alguna manera,
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¤ Editorial UOC 182 Psicología de las relaciones de autoridad...
malignas. Mi Lucha es un “meme” letal. Realmente no podía ser otra cosa siendo
su autor alguien que fue un desastre para la humanidad. De esta obra escribió el
citado Fest, uno de sus mejores biógrafos, que emana “[...] un hedor mohoso de
estrechez espiritual y caracteriológica”. Es en verdad sorprendente, hay que insis-
tir, cómo el autor de un engendro así llegara a mandar –por medios democráticos–
en una de las naciones intelectualmente más sobresalientes del mundo.
El estilo del panfleto es insufriblemente autocomplaciente. Por sus páginas
circulan ideas que moverían a risa si no fuera por las ruinosas consecuencias que
tuvieron. En el prefacio, establece Hitler el objetivo de su libro: explicar los pro-
pósitos y desarrollo del “movimiento” –no del partido– nazi y “retratarme a mí
mismo”. La audiencia a la que va dirigido está constituida por fieles ya conven-
cidos: no los extraños, escribe, sino los partidarios del movimiento que “perte-
necen a él de corazón”. En las notas autobiográficas nos informa, por ejemplo,
de que siempre odió hacerse funcionario y de que, ya adolescente, se hizo na-
cionalista y “comprendió la historia en su sentido verdadero” (Hitler, s.f., p. 10)
y otras muchas cosas que no es posible detallar.
Ya metido en impartir doctrina, subraya la decisiva importancia de la propa-
ganda política para inmediatamente enunciar las leyes por las que se rige: la pri-
mera dice –léase bien– que el nivel intelectual del mensaje debe adaptarse a la
capacidad “del menos inteligente de los individuos” a quienes se dirija. Por con-
siguiente –segunda ley– el nivel será “tanto menor, cuanto mayor la muche-
dumbre que deba conquistar”. Además, bajo la evidente influencia de su
inspirador Gustavo Le Bon, a quien plagia, pero no cita –la multitud es femeni-
na, está gobernada por sentimientos y no por razones, etc.–, el genocida asegura
que la propaganda eficaz presenta sus mensajes “en forma de gritos de comba-
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te”, que la multitud “ama o aborrece” sin medias tintas y que –dada su irreme-
diable oligofrenia– es necesario repetir persistentemente tales gritos de combate
(pp. 65-69). Como se advierte, el jefe no tenía una opinión muy elevada acerca
de la capacidad intelectual de las masas alemanas.
A medida que se va leyendo el contenido del texto nunca desaparecen la me-
diocridad y el disparate. He aquí algunos ejemplos: en el capítulo dedicado al
racismo escribe que sólo la raza aria ha sido la fundadora de la cultura (p. 101)
y que para ello fue necesaria la existencia de esclavos; añadiendo que la “única
y exclusiva” (sic) razón del hundimiento de las antiguas civilizaciones fue “la
mezcla de sangre y el menoscabo del nivel racial que le es inherente” (p. 103).
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¤ Editorial UOC 183 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
Dentro de este capítulo, este genio de la Filosofía de la Historia no oculta sus ac-
titudes hacia los judíos: “el antípoda del ario es el judío y el judío siempre fue
un parásito en el cuerpo de otras naciones”. En el apartado ridículamente titu-
lado “Teoría del mundo y del partido” advierte del peligro marxista y descalifica
los programas de los partidos políticos por fundarse en “ruines ideas”.
Por lo que respecta al Estado, afirma que necesita de una “raza dotada de ca-
pacidad para la civilización”; la raza aria, naturalmente. La función primordial
del Estado es la de “engendrar una humanidad superior” y para ello es necesario
adoptar enérgicas medidas, como por ejemplo formar un nuevo “organismo vi-
viente” en el que ya no estarán los funcionarios –evidentemente los aborrecía.
Además, sigue diciendo, será menester regenerar la raza impidiendo los matri-
monios de los arios con las razas impuras y la reproducción “de cualquier co-
rrompido o degenerado”. Obsérvese que no hay lugar para las ambigüedades,
porque los alemanes pudieron, además de lo anterior, leer lo siguiente:
“[...] el Estado Nacional debe conceder a la raza el principal papel en la vida general
de la Nación y velar porque ella se conserve pura” ( p. 135).
En Educación, el jerarca nazi también tenía ideas sumamente claras: ante todo
el objetivo de aquélla será “la formación de cuerpos enteramente sanos” y des-
pués ya vendría “el desarrollo de la capacidad mental”. En las escuelas, habrá una
hora diaria al menos de ejercicio físico y el boxeo (sic) como asignatura obligato-
ria (p. 138). Hitler no olvida a las mujeres: su educación también dará prioridad
al cuerpo, después al desarrollo del carácter, “viniendo en último término el cul-
tivo de la inteligencia”. Pero, ante todo, advierte este “feminista” que el fin abso-
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luto de la educación femenina será “formar futuras madres de familia” (p. 140).
Hasta aquí, pues, unos pocos ejemplos del nivel intelectual –y moral– del ge-
nocida. Ciertamente, algo muy complejo tuvo que ocurrir para que un personaje
así fuera aclamado por los alemanes. Lo que pasó a partir de 1933 es suficiente-
mente conocido: con un control absoluto del aparato del Estado –y la complici-
dad de millones de alemanes corrientes– instauró una despiadada dictadura,
promulgando leyes encaminadas a la muerte civil, primero, y a partir de 1941, fí-
sica, de seis millones de personas, la gran mayoría judíos. Los campos de extermi-
nio con sus cámaras de gas y hornos crematorios humeantes día y noche,
constituyen el símbolo supremo del infierno desencadenado por el asesino nazi.
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¤ Editorial UOC 184 Psicología de las relaciones de autoridad...
Si, como suele decirse, una imagen vale más que mil palabras, es indudable
que algunas películas sobre el régimen de Hitler y sobre su personaje, si no sus-
tituyen, ciertamente complementan nuestros conocimientos librescos acerca de
su abominable proyecto: son dos formas de conocimiento, dos juegos de len-
guaje, que en modo alguno cabe contraponer. Los propios nazis utilizaron el
cine como un formidable instrumento de propaganda.
Leni Riefenstahl
En septiembre del 2003 murió, a los 101 años, Leni Riefenstahl, una extraordinaria
directora de documentales y películas exaltadora del nazismo. Mimada por Göebbels
y, según cuentan, cortejada por el mismísimo Hitler, filmó entre otras cosas, El Triun-
fo de la Voluntad (1935) y un antológico documental (1938) sobre las Olimpiadas ce-
lebradas en Berlín en 1936, con 30 cámaras, 16 operadores y 4 equipos de sonido. De
ella dijo Buñuel que sus películas eran ideológicamente repugnantes, pero que esta-
ban fantásticamente bien hechas. Tras la guerra, como tantos otros compatriotas,
Leni afirmó que era “apolítica”, y que nada supo de los crímenes cometidos, aunque
lamentó haberse cruzado en su vida con el genocida. Fue finalmente absuelta de to-
das las acusaciones en 1952.
Romeo, Julieta y las tinieblas, El Puente, Ser o no ser, El Extraño o Vencedores y vencidos.
Y desde luego, Shoah de Claude Lanzmann –guión publicado de esta imprescin-
dible película en Arena Libros, Madrid, 2003– cuyo rodaje duró 11 años y la pe-
lícula 9 horas; o los recientes éxitos de Conspiracy sobre la Conferencia de
Wansee, La Vida es bella, La Zona Gris, La lista de Schlinder, Amén, o El Pianista.
Es recomendable la lectura del libro La memoria de los campos: el cine y los
campos de concentración nazi (Valencia: Ed. de la Mirada, 1999). En esta obra, va-
rios autores plantean inteligentes preguntas acerca del significado mismo de las
películas sobre el horror nazi, así como un excelente análisis del juego palabra/
imagen en diversos filmes sobre el holocausto.
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dad de los verdugos alcanzaba a todos los grupos aunque con diferentes grada-
ciones: atroz con los judíos y gitanos, un punto menor respecto a eslavos (rusos,
polacos...) y algo mejor con europeos occidentales y meridionales.
3) Como en el célebre experimento de Zimbardo en la “prisión” de la Uni-
versidad de Standford, las víctimas eran sometidas ante todo a un implacable
proceso de “desindividualización”: cabellos rapados, el mismo uniforme, pérdi-
da de cualquier señal identitaria. En Auschwitz no había nombre, sólo un nú-
mero tatuado en la piel. Tan amorfo colectivo era diabólicamente convertido así
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en una masa de infrahumanos; y que por tanto no merecía ser tratada con hu-
manidad, confirmando de este modo la “profecía autocumplida”.
4) Los campos fueron el espacio más adecuado para llevar a cabo esa “trans-
mutación de los valores” –de inspiración nietzscheana– que el nazismo proyec-
tó en su delirante empresa. Porque en los campos se intentó forjar el “nuevo
orden social nazi” contrario a los anteriores valores culturales de Occidente.
Aún más: Goldhagen acierta cuando califica tal proyecto como “destructor” de
la civilización.
Como antes quedó dicho, los campos de concentración fueron creados casi
inmediatamente a la subida de Hitler al poder para encerrar a los enemigos po-
líticos del régimen nazi. Fue, sin embargo, ya bien comenzada la guerra cuando
empezaron a construirse decenas de grandes campos de trabajo y exterminio,
sobre todo en Europa oriental: entre 1941 y 1942 se crearon, por ejemplo, en
Polonia, Treblinka, Sobibor, Auschwitz y Majdanek. El infernal proceso comen-
zaba con las deportaciones.
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¤ Editorial UOC 188 Psicología de las relaciones de autoridad...
prún, Joaquim Amat-Piniella, Simon Wiesental, etc. Todos ellos han descrito
sus experiencias a través de cartas, diarios, novelas o ensayos. Particular interés
tienen los testimonios de Semprún y Amat-Piniella. La novela de este último,
titulada K.L. Reich apareció completa (Barcelona: El Aleph, 2002) sin los cortes
que introdujo la censura franquista.
También son recomendables los libros de Montserrat Roig sobre los padeci-
mientos de ciudadanos catalanes en los campos nazis. Especialmente estreme-
cedora es la obra titulada Cartas de condenados a muerte, victimas del nazismo
(Barcelona: Laia, 1972). Además de aportar datos numéricos de víctimas de la
matanza, recoge más de cien cartas de despedida de prisioneros poco antes de
ser asesinados. Espléndido prólogo de Thomas Mann.
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¤ Editorial UOC 189 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
En los campos, intentar la fuga e incluso las faltas más leves, como hurtar un
panecillo, podían acarrear la muerte. Y en cualquier caso, los castigos eran cons-
tantes: encierros indefinidos en un búnker, palizas con látigos con bolitas de
hierro, horas en pie descalzos sobre la nieve, presenciar ahorcamientos públi-
cos… Hay miles de testimonios de crueldad en verdad inimaginable.
Un último ejemplo, para cuya calificación no existen palabras: un jefecillo nazi
del taller textil de un campo polaco de trabajo –no de exterminio– llamado Wirth
irrumpía con frecuencia montado a caballo en medio de un grupo de prisioneros y
hacía que el animal –el de cuatro patas– los coceara matando a algunos. Pero hizo
más: había en el taller un niño judío de 10 años al que esta bestia colmaba de aten-
ciones y regalos, incluido un caballito. Pues bien, mediante ese tipo de sobornos,
logró que el niño, montado en su pequeño caballo y vestido con un uniforme
de las SS hecho a medida, disparara junto a él contra 50 ó 60 judíos, entre ellos
mujeres. Y algún testimonio hay de que la criatura incluso mató a sus padres.
Hay que reconocer que en efecto, aquello fue la transmutación de todos los va-
lores civilizatorios (Goldhagen, 1997, p. 390).
En relación con los campos de trabajo, se ha debatido mucho acerca de
un hecho difícilmente comprensible desde el punto de vista de la “eficacia”
organizacional. Resulta que sobre todo en los últimos meses, antes del final
de la guerra, el régimen nazi necesitaba gran cantidad de mano de obra para
su maquinaria productiva bélica, en irreversible declive. No se entiende, en
principio, el desperdicio de trabajadores judíos en tan crítica situación. Tra-
tados brutalmente, hambrientos, humillados realizando tareas absolutamen-
te inútiles, ¿cómo podían rendir mínimamente estas personas? Para
responder, hay que recurrir una vez mas al fondo básico de las creencias an-
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• Primero, la vida del judío, literalmente, no valía nada. Aunque para una
mente normal sea difícil de entender, para los nazis los judíos no eran hu-
manos, eran “vivos socialmente muertos” escribe Goldhagen. Por eso fue
tan colosal el genocidio: la inhumanidad de las víctimas facilitaba su ex-
terminio.
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¤ Editorial UOC 191 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
cia de que nunca presenciaba los asesinatos y que no soportaba ver los fusila-
mientos (Wistrich, 2002, p. 346 y ss.).
Por Auschwitz pasaron personajes tan perversos como Adolf Eichmann o el
doctor Joseph Mengele, un joven investigador que realizaba experimentos cien-
tíficos con judíos vivos: determinando los umbrales máximos de resistir cons-
cientemente al dolor antes de perder el sentido o morir. Pero su gran programa
de investigación fue la experimentación con gemelos para crear una raza de
arios puros, de ojos azules, pelo rubio, etc. Asesinó personalmente a muchos
presos inyectándoles petróleo, aire o cloroformo. Y era él, quien, en el proceso
de selección de los sujetos para sus investigaciones, señalaba con un leve movi-
miento de su bastón a quienes debían ir a las cámaras de gas. Al parecer era un
gran amante de la música clásica (Wistrich, 2002, p. 349).
campos había una suerte de estratificación social incluso entre los prisioneros, y
el comportamiento de un sector de éstos constituye una desoladora muestra de
hasta por qué abismos podemos despeñarnos los seres humanos en determina-
das circunstancias.
Aparte de películas, novelas, autobiografías, etc., la documentación “cientí-
fica” más conocida sobre la vida en los campos proviene de las publicaciones
realizadas por un superviviente profusamente citado, Bruno Bettelheim, quien
en 1943 publicó un celebérrimo artículo en el Journal of Abnormal Social Psychology
–la revista editada por Gordon W. Allport– titulado “Individual and Mass Behavior
in extreme situations”.
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¤ Editorial UOC 193 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
Si los trabajos de Bettelheim han sido tan leídos y citados es, probablemente,
por su descripción –cambiante como decimos–, de la “estructura de clases” de
los campos de concentración. En síntesis, y sin entrar en detalles, Bettelheim re-
veló las siguientes cosas:
Tal como mencionamos, los trabajos de Bettelheim han sido objeto de nu-
merosas críticas cuyos pormenores se hallan recogidos en el antes citado artícu-
lo de Feck y Müller (1997).
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¤ Editorial UOC 194 Psicología de las relaciones de autoridad...
rios normales. Se dieron casos de muertes a los pocos días de ingresar tras un
rápido deterioro psicosomático al colapsarse todos los mecanismos de defensa.
Un factor crítico en la “estrategia adaptativa” –de mera supervivencia– a aquel
infierno era lo que ahora se denomina el apoyo social, aunque no era fácil en-
contrar esas redes debido a la cruel voluntad de los nazis de impedir su funda-
ción. Por lo demás, la constante amenaza a la propia vida –entrar en la cámara
de gas podía ser esa misma tarde o dentro de unas semanas– causaba un devas-
tador impacto en los valores y personalidad.
La liberación no significó, ni mucho menos, la felicidad. Arrastraban com-
portamientos inhumanos y miraron el mundo con recelo y desconfianza inca-
paces de reestablecer vínculos profundos con familiares y amigos. Incluso se
sentían rechazados. En cuanto a la personalidad se refiere, la estrategia de
“desindividulización” nazi utilizó al límite algunos medios luego manejados en
la experimentación psicosocial, por ejemplo el de la Universidad de Standford:
uniformación en el vestir, utilización de números en lugar de nombres, recom-
pensa por conductas inmorales, etc. En los cambios de personalidad había fases
diferentes:
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¤ Editorial UOC 195 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
Y desde luego, la conciencia generalizada de que sus vidas no tenían otro ho-
rizonte inmediato que la muerte: allí estaban los hornos humeantes y el olor a
carne quemada. Pero afirma Frankl que esa certeza era más “soportable” que el
estado de incertidumbre (Frankl, 1986; García Sabel, 1999, pp. 122-131).
Al tratar de los campos nazis, es inevitable mencionar a una categoría de pri-
sioneros cuyo suplicio allí fue particularmente horroroso. Son los denominados
musulmanes –cuerpos andantes los llama Bettelheim y para Reyes Mate (2002) son
los testigos integrales; suprema y probablemente insuperable muestra de lo que
es la inhumanidad. Los musulmanes se encontraban en el último escalón de de-
terioro biosocial previo a la muerte. De hecho se les ha descrito como aquel pri-
sionero que, existencialmente vivo todavía, estaba cruzando las puertas de la
muerte. Aunque no ha recibido excesiva atención “científica” en la literatura so-
bre el genocidio, sus específicas y terribles circunstancias han sido constante-
mente aludidas. El hambre –un hambre feroz– parece que era lo más distintivo
de los musulmanes, ese motivo, como hemos dicho, presente en todas las “listas”
de las necesidades básicas.
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¤ Editorial UOC 196 Psicología de las relaciones de autoridad...
“El hambre les hizo inhumanos: nunca actuaban desde supuestos racionales; ocasio-
nalmente se reunían en un pequeño grupo en silencio y si hablaban era para referirse,
con monosílabos, a la comida. Eran muertos vivos, sin poder recordar nombres ni su-
mar tres dígitos. Nunca ofrecían resistencia a quienes les pegaban o humillaban. Los
musulmanes supervivientes –ciertamente escasos– afirmaron que es imposible imagi-
nar ese estado sin haberlo vivido: es una especie de sueño en el que sólo esperas la
muerte. Aunque quizá por su ‘perseverancia en su ser’ la situación no les llevaba al
suicidio. Y también porque seguramente no tenían ni fuerza para matarse.”
Z. Ryn (1990). Between Life and Death: experiences of concentration camp mussulmen
during the Holocaust. Genetic, Social and General Psychology Monographs, 116 (1), 5-19.
dice Primo Levi, en estado de esclavitud siempre habrá algunos seres humanos que
traicionarán la solidaridad con sus iguales a cambio de algunas ventajas. Y en este
rol, naturalmente, serán crueles y descargarán sobre ellos el odio que sienten por
los verdugos. Escribe Levi: “haber concebido y organizado [los sonderkomando] ha
sido el delito más demoníaco del nacional-socialismo” (Agamben, 2002, p. 24).
Antes de concluir este apartado y como prolongación al análisis de los campos,
un comentario, una muestra más de la crueldad nazi: las “marchas de la muerte”.
La historia documentada de estas marchas está aún por escribir. Aunque los bruta-
les traslados a pie de un campo a otro comenzaron nada más empezar la guerra, fue
durante los últimos meses antes de la derrota cuando las marchas se intensificaron
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¤ Editorial UOC 199 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
Holocausto. Reflexiones sobre la explotación del sentimiento judío (Madrid: siglo XXI
de España, 2002). Traducido a más de doce idiomas, se han vendido miles de
ejemplares en todo el mundo; menos en Estados Unidos, donde tuvo lugar una
organizada campaña de silencio cuando se publicó la obra. La razón, dice
Finkelstein, es porque Estados Unidos es “la sede central de la industria del ho-
locausto”. En efecto, en el libro hay una denuncia convincentemente argumen-
tada sobre la manipulación ideológica, económica y moral de un hecho
innegable –el holocausto (con minúscula)– por parte de una representación
ideológica –el Holocausto– (con mayúscula). Su objetivo sería el de servir los in-
tereses políticos y de clase de una temible potencia militar, el Estado de Israel,
mostrándose como estado víctima. A lo largo de la obra, Finkelstein revela cómo
ha variado la interpretación del holocausto por las elites judías desde el final de
la guerra al hilo de los intereses políticos de Estados Unidos y de la propia “cul-
tura de victimización” del Estado israelí.
“Nadie, fuera de los miembros de la Nación, podrá ser ciudadano del Estado. Nadie,
fuera de aquéllos por cuyas venas circule la sangre alemana, sea cual fuere su credo
religioso, podrá ser miembro de la Nación. Por consiguiente, ningún judío será miem-
bro de la Nación.”
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¤ Editorial UOC 200 Psicología de las relaciones de autoridad...
En abril de 1933, sólo dos meses después de subir al poder, los nazis ya orga-
nizaron boicoteos contra comercios y negocios judíos; en ese mismo mes pro-
mulgaron la Ley de la Función Pública Profesional, por la que se excluía a los
judíos de la enseñanza y todo puesto público, y en mayo, Goebbels organizó
una quema de libros de autores judíos. En septiembre de 1935 se aprueban las
Leyes de Nüremberg, según las cuales se privaba a los judíos de la ciudadanía
alemana y se les prohibía el matrimonio con ciudadanos alemanes.
El acoso y persecución fue constante y progresivamente más intenso. Tras un
paréntesis “estratégico” con motivo de la celebración de las Olimpiadas de
19362, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 acontece el gravísimo epi-
sodio conocido como la noche del cristal: las SA las SS y la Gestapo profanan prác-
ticamente todas las sinagogas judías, incendian miles de establecimientos y
comercios y saquean numerosas casas. Son asesinados 91 judíos y detenidos
30.000 que son enviados a campos de concentración. La comunidad judía es
multada por “ser la causa” de los incidentes. ¿Cuál fue la reacción de la pobla-
ción judía ante estos hechos?
Como respuesta a esta pregunta, Zuckerman (1984) comienza constatando
un dato escalofriante: a mitad de los años treinta vivían en Europa, de los Urales
hasta el Atlántico, unos 9 millones de judíos. En 1945 lo hacían menos de 3 mi-
llones. Ante los obvios peligros que suponían las actuaciones y leyes menciona-
das –y muchísimos otros acontecimientos que no cabe pormenorizar– los judíos
no respondieron de forma homogénea. Se ignoran, además, porcentajes, pero
algunos autores creen que sobre un 20% decidió huir de Alemania. La inmensa
mayoría continuó su vida cotidiana a pesar de lo que estaba ocurriendo. Simple-
mente esperaban sin tomar ninguna decisión. Afirma Zuckerman que el estudio
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de las conductas individuales de los judíos durante el régimen nazi debe pres-
cindir de consideraciones abstractas para centrarse en la lógica particular de las
personas concretas. Se trataba de (sobre)vivir en un clima de altísimo acoso so-
cial calculando cuál sería la conducta más apropiada. Un ejemplo concreto es
recogido por este autor al hilo del relato que hace Eli Wiesel, un excepcional tes-
tigo superviviente del holocausto. Al final de 1942 –entonces Wiesel tenía 12
años– llega a la localidad donde éste vivía un maestro, que, milagrosamente, lo-
2. En las Olimpiadas de 1936 un colérico Hitler abandonó el Estadio tras ganar Owens (un atleta
negro) una carrera.
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¤ Editorial UOC 201 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
gró escapar de un campo de exterminio. Éste cuenta el horror que había vivido,
pero nadie le creyó. Los judíos del pueblo no se inmutaron y continuaron vi-
viendo sin mayor preocupación. Llegaron noticias de la derrota del ejército ale-
mán en Stalingrado y se extendió la creencia de que el fin de la guerra estaba
próximo. Wiesel propone a su padre la huida, pero éste se niega argumentando
que es demasiado viejo para comenzar otra vida en otro país. Al poco tiempo
llegaron los nazis y encerraron a todos los judíos en un gueto rodeado de alam-
bres con espinas. Pero los judíos tampoco se asustaron realmente; allí confina-
dos se creían a salvo. Organizaron la comunidad con su propio Consejo, Policía,
Asistencia Social, etc. Vivían en paz, fraternalmente, puntualiza Wiesel. Nadie
protestaba ni intentó escapar del gueto, empresa nada fácil por otra parte. Final-
mente, la mayoría de ellos fueron deportados a campos de exterminio.
En Budapest, y es otro ejemplo, gran parte de la población judía creyó que
“estarse quieto”, no hacer nada, era la mejor estrategia tras la ocupación nazi.
Incluso cuando comenzaron las deportaciones a Auschwitz había optimismo (?)
entre los líderes judíos.
En Alemania, entre 1933 y 1941 huyó el 70% de los judíos y también el 70%
en Austria entre 1938 y 1941. Ciertamente huyeron los que poseían dinero, vi-
sados, pasaportes y un lugar a donde ir; huían sobre todo los que tenían menos
de 40 años. En Europa del Este, la mayoría judía interpretó contradictoriamente
el peligro nazi: la ignorancia se combinó con un optimismo injustificado. Muy
pocos anticiparon las matanzas posteriores y la mayoría permaneció sin hacer
nada junto a la familia.
El destino final de la mayor parte de los judíos es de sobra conocido. Desde
1940 se crean gigantescos guetos, por ejemplo en Lodz (160.000 judíos), o el de
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¤ Editorial UOC 202 Psicología de las relaciones de autoridad...
Como suele ocurrir tras la caída de las dictaduras, después de la guerra muchos
alemanes se exculparon de las atrocidades cometidas por Hitler; pero hay un
acuerdo generalizado entre los estudiosos del nazismo en el que una gran mayoría
de alemanes apoyó de un modo u otro al régimen nazi. No por convicción ideoló-
gica, probablemente, pero es evidente que Hitler creó empleo, recuperó el orgullo
nacional y la gran masa de ciudadanos alemanes no judíos no se sintió amenazada
por el terror nazi. Ahora bien, como argumentan Johnson y Goldhagen, si la Ges-
tapo funcionó tan eficazmente, fue por la activa colaboración de los ciudadanos
corrientes con sus denuncias –frecuentemente anónimas, por cierto. Amplios sec-
tores de las clases medias y altas, e incluso de las clases trabajadoras, respaldaron
gustosamente al régimen nazi: ésa es la “incómoda verdad”, puntualiza Johnson.
E. A. Johnson (2002). El terror nazi. La Gestapo, los judíos y el pueblo alemán (p. 347).
Buenos Aires: Paidós.
En su libro, recoge este último autor los argumentos del historiador Martin
Broszat, director de una monumental obra en seis volúmenes sobre la vida co-
tidiana durante el régimen de Hitler. Hubo, en efecto, considerables niveles de
rechazo del nazismo entre clérigos, comunistas, mujeres y grupos de jóvenes.
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Muchos alemanes fueron fusilados por ayudar a judíos, como aquel sargento
alemán en Polonia que salió a relucir en el juicio de Eichmann en Jerusalén (Jo-
hnson, 2002, p. 33 y ss.). O aquellos dos hermanos, estudiantes católicos anti-
nazis, que fueron ejecutados por distribuir propaganda contra el régimen. Por
cierto, esa misma noche centenares de estudiantes se manifestaron apoyando el
asesinato y aplaudiendo al ordenanza de la Universidad que denunció a los her-
manos (Glover, 2001, p. 520). Un ejemplo más: un profesor de Antropología de
la Universidad de Munich publicó un trabajo sobre el racismo en el que argu-
mentaba la inexistencia entre los alemanes modernos de “arios puros”, sino que
eran racialmente mixtos. El sanguinario Heydrich lo expulsó de la cátedra. Sus
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instalaciones que por entonces albergaban, sobre todo, a comunistas, unos 50.000
entre marzo y abril de 1933. Dice Gellately que los alemanes aceptaron “de buena
gana” estos establecimientos de resocialización de mendigos, homosexuales,
parados crónicos, alcohólicos y delincuentes sexuales.
A pesar de las demagógicas amnistías decretadas por Hitler en 1934, los cam-
pos nunca dejaron de funcionar. Había 3.500 en 1935, a cargo de los presupues-
tos federales. La prensa continuaba informando acerca de la “escoria” enviada
allí. En febrero de 1936 apareció un reportaje fotográfico en un periódico muy
leído de las SS en el que había una foto de presos en proceso de reeducación rea-
lizando trabajos útiles. Pero en otras imágenes aparecían alcohólicos, personas
de facciones repulsivas y judíos acusados de “deshonra racial”. El texto no men-
cionaba a los comunistas, sino que calificaba a los campos como el lugar ade-
cuado para “deshonradores de la raza, violadores, degenerados sexuales y
delincuentes habituales” (Gellately, 2002, p. 94).
En un discurso pronunciado en 1937, Goering reconocía la existencia de 8.000
prisioneros en los campos, pero añadió inmediatamente que “debemos tener toda-
vía más”. Los internados, argumentó el alto jerarca nazi, eran supremo ejemplo de
las leyes de herencia genética y de la raza, pues entre ellos había individuos “con
hidrocefalia, bizcos, criaturas deformes, medio judíos, y una serie interminable de
tipos inferiores desde el punto de vista racial” (Gellately, 2002, p. 96).
Durante la guerra, la información pública sobre los campos disminuyó nota-
blemente. Sólo aparecían en los periódicos ocasionales noticias sobre los inten-
tos de fuga y posterior fallecimiento de algunos prisioneros, pero en las
múltiples regiones en las que había campos, es evidente que la gente sabía de su
existencia y veía a los prisioneros con sus uniformes desfilar diariamente hacia
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sus trabajos. Hubo artículos en la prensa del régimen en los que se vinculaba la
guerra y la existencia de los campos. De modo que, escribe Gellately “se hizo
imposible ignorar la presencia de los presos de los campos en la vida cotidiana”
(p. 351). En definitiva, concluye nuestro autor, ante la existencia de los campos,
los alemanes “se mostraron indiferentes y temerosos en el mejor de los casos, y
en el peor compartieron el odio con los guardianes” (p. 278).
Por su parte, Victor Klemperer (2003), en su Quiero dar mi testimonio hasta el
final. Diarios, anota desde 1942 cómo era conocida la existencia de Auschwitz y
Buchenwald y desde 1943 de las cámaras de gas. Y Kressel (1996, p. 189) afirma
que, si bien durante los años treinta la mayoría de los alemanes no podían saber
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nada del holocausto, sin embargo, no pudo ocurrir así cuando el genocidio se
puso en marcha. Hay que insistir, mucha gente conocía lo que ocurría en los
campos de exterminio. En Mauthausen y Auschwitz durante las 24 horas esta-
ban saliendo de las chimeneas densas columnas de humo junto a un hedor a
carne quemada. Una ciudadana escribió protestando por ser testigo involunta-
rio de un fusilamiento. Pedía que no se repitieran tales atrocidades o “que se rea-
licen donde nadie las vea” (Glover, 2001, p. 517).
En conclusión, es difícil sostener hoy que una gran mayoría de la población
alemana ignoraba el genocidio. Por tres razones fundamentales:
1) En primer lugar, por fiables testimonios como los citados diarios de Klem-
perer en la ciudad de Dresde.
2) En segundo término, porque la BBC informaba puntualmente en alemán
de lo que estaba ocurriendo en los campos; aunque era delito, muchos alemanes
escuchaban la radio y asimismo podían leer los millones de folletos lanzados
por los aliados denunciando el exterminio.
3) Finalmente, encuestas realizadas después de la guerra y más recientemen-
te revelan el conocimiento de la población de las atrocidades cometidas.
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Pero hay que insistir en que se trata de una distinción convencional en aras
sobre todo de la claridad.
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ne y hueso, meras piezas de una gigantesca maquinaria que algún día alcanzará
su objetivo: en nuestro caso, el Tercer Reich de los mil años.
A propósito del progreso, en el libro de Reyes Mate (2003b, pp. 33-69) puede
leerse un documentado análisis de cómo en el pensamiento occidental –”desde
los jónicos hasta Jena” como decía Rosenzweig– hay ideas que prefiguran la
ideología nazi: la preferencia occidental por las “causas únicas” –naturaleza,
dios, humanidad, proletariado, etc.– simplifican y reducen la inmensa comple-
jidad de la realidad. Eso mismo hicieron los hitlerianos con el concepto de raza.
En este nivel de explicación macro hay que aludir, pues no dejan de tener
cierto crédito para algunos, algunas pintorescas explicaciones, por decirlo sua-
vemente. Así, Stein (1984) publicó en una revista de las llamadas “de impacto”
un artículo sobre el holocausto y la historia del judaísmo. El modelo teórico que
utiliza es el de la ya mencionada “Psicohistoria”. El trabajo, en síntesis, puede
incluso ser considerado como gravemente ofensivo para las víctimas del geno-
cidio, a las que prácticamente se culpa de sus desgracias. Pues según Stein, el ho-
locausto fue el resultado de la confluencia de dos factores:
La tantas veces analizada pasividad de éstos se explicaría como una atávica for-
ma de complicidad del pueblo judío en la solución final. De modo que es en el
propio sentido de la historia del judaísmo donde se encontraría la explicación de
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1) En primer lugar, una de las claves del éxito de Hitler fue su profundo y
persistente antisemitismo, una auténtica obsesión para él. Kressel sostiene, nada
menos, que su odio a los judíos “fue la razón por la que buscó el poder en primer
lugar” (Kressel, 1996, p. 128). Creyó firmemente –ya lo vimos en su panfleto Mi
Lucha– que los judíos constituían una desgracia para la humanidad. Y, como vi-
mos anteriormente, estos prejuicios encajaban perfectamente con la tradición
antisemita alemana, y en modo alguno desentonaban con el militarismo pru-
siano y la propia estructura autoritaria de la familia alemana, como puso de ma-
nifiesto la Escuela de Francfurt. Pero a todo esto hay que añadir otras cosas.
judíos y comunistas.
• Y, por otra parte, Hitler mejoró sensiblemente el bienestar económico de
Alemania. Además, no se enfrentó abiertamente con las Iglesias, aplastó
toda oposición política, restauró el orden social, recuperó el orgullo na-
cional, etc. Y, desde luego, redujo el “miedo” de la gente, esa emoción tan
importante en política, como sabemos desde el gran Hobbes. Es induda-
ble que Hitler fue un gran orador, y su discurso encajó bien con las nece-
sidades e intereses de las clases medias y altas. Además, contó con la
ayuda de un maléfico maestro de la propaganda como era Goebbels. Fue
Goebbels quien creó el mito de Hitler presentándolo como un líder since-
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¤ Editorial UOC 212 Psicología de las relaciones de autoridad...
Y todo eso fue posible porque miles de personas lo posibilitaron desde sus
puestos de trabajo. Hoy sabemos que si no hicieron su tarea no fue porque esta-
ban aterrorizados, ya que el régimen no asesinó ni envió a los campos a aquellos
alemanes que se negaron a matar inocentes (Kressel, 1996. p. 158).
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3. Entre los autores que han criticado esta mecánica aplicación de la obediencia en los estudios de
Milgram, tenemos a Kelman y Hamilton (1989), Kressel (1996), Radtke (1998), Miller (1986, 1990),
Blass (2000).
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a) Para unos, sus propias angustias eran tales que necesitó condensarlas y
proyectarlas paranoicamente en un solo objetivo: los judíos.
b) Otros, como cabría adivinar, acuden al complejo de Edipo... mal resuelto,
naturalmente.
c) En otras versiones, se cuenta que, cuando falleció el padre de Hitler, un
médico judío, Edward Bloch, emergió en la mente del futuro genocida como
sustituto del padre, hacia quien Hitler desarrolló fuertes sentimientos ambiva-
lentes. Al morir su madre, Hitler culpó al médico y a partir de entonces matar a
los judíos fue un medio psicológico de asesinar al padre, etc.
d) Pero la cosa no para ahí; también parece que la maldad del genocida pro-
venía de su sentimiento de inseguridad por faltarle un testículo, porque era sa-
domasoquista, o, alternativamente, obsesivo-paranoide, narcisista, etc. (Kressel,
1996). En definitiva, en la personalidad del caudillo nazi estaría la clave expli-
cativa de todo lo que pasó.
e) Más cercanamente, Alford (1990), utilizando la teoría de Melanie Klein ha
aventurado una interpretación psicoanalítica más del nazismo apoyada en la fi-
gura del genocida. En síntesis, Melanie Klein sostiene que en los humanos existe
una disposición innata para el odio y la agresión. Este impulso nos llevaría a des-
truir lo bueno y reemplazarlo por lo malo. El mecanismo operante aquí es la en-
vidia, que busca eliminar lo bueno, pues su existencia fuera del sujeto le revela
a éste su propia imperfección. Así las cosas, la irresistible atracción de los alema-
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nes hacia Hitler, y que les conduciría al abismo, se explica por la confusión en
sus seguidores entre objeto bueno y malo. De modo que el miedo y la culpa con-
virtieron a los judíos en objeto malo.
Cada ser humano, según Klein, es constitutivamente un potencial genocida,
pero generalmente las personas subordinamos tan monstruosa tendencia a
amar y cuidar a los nuestros, otro impulso también innato. Pues bien, es preci-
samente la interacción entre el mal congénito que anida en nosotros con ciertas
ideologías e instituciones lo que explica el mal en el mundo y concretamente el
nazismo. El exterminio judío se llevó a cabo a través de una gigantesca y eficaz
organización burocrática de la que Eichman sería símbolo supremo. La realiza-
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como los que hemos visto anteriormente: se ha recurrido, escribe, a fuerzas so-
ciales impersonales, estructuras de autoridad, mentalidades burocráticas, perso-
nalidades despóticas, instituciones abstractas, sin reconocer lo que es evidente:
– (los asesinos nazis) “[...] tenían opiniones sobre lo que estaban haciendo
y que éstas fundamentaron en gran medida las opciones que tomaban al
elegir sus actuaciones.”
1) Una implacable presión del aparato nazi que les obligaba a matar; si no
obedecían, eran severamente castigados e incluso ellos mismos asesinados.
2) Hitler los hechizó y le obedecieron ciegamente ayudados en esto por la
tradicional educación de la sociedad alemana en el respeto a la autoridad.
3) Hubo enorme presión psicosocial de los camaradas a la que no podían
sustraerse, por ejemplo en los campos de exterminio, aunque no estuvieran
de acuerdo.
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¤ Editorial UOC 218 Psicología de las relaciones de autoridad...
tivo” o exterminador. Y por otra parte, Hitler también ordenó aniquilar a millo-
nes de comunistas en Rusia: ¿actuó también en esta matanza un racismo
exterminador antibolchevique? Más bien parece, como sostiene Brannigan, que
el antisemitismo alemán fue un componente de la sociedad alemana muy bien
instrumentado por la diabólica propaganda de Goebbels para fortalecer la uni-
dad endogrupal de los “arios”. La noción de prejuicio antisemita “eliminativo”
denota la existencia de una estructura cognitiva rígida, profunda, inmune a va-
riaciones a lo largo del tiempo. Pero es evidente que el exterminio judío se de-
sarrolló según un proceso a largo plazo. En marzo de 1942, casi el 80% de todas
las víctimas del holocausto aún estaban vivas. En febrero de 1943, once meses
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¤ Editorial UOC 221 Capítulo VI. La modernidad y los usos...
podía haber triunfado no Hitler, sino el comunismo que también garantiza se-
guridad a través del Estado. Pero quienes ganaron fueron los nazis y ello porque
manipularon muy eficazmente los sentimientos nacionalistas frente a la “soli-
daridad internacionalista” marxista. Hitler no era precisamente un ilustrado y
el nazismo jamás defendió los derechos del hombre, sino que, de modo particu-
larista, exaltó hasta la exacerbación los valores de la raza aria pura germana.
Para Glover, la explicación del holocausto no reside por separado ni en el anti-
semitismo alemán ni en entes abstractos, como la razón instrumental, la burocra-
cia, etc., sino, una vez más, en una conjunción de ambas: los asesinatos fueron
cometidos por personas concretas y organizados por instituciones. Y, por supuesto,
Glover cree que el genocidio fue una acontecimiento “alemán”, único, con rasgos
propios en la historia de los genocidios; no en cuanto a número de muertos, pues
en eso el régimen de Stalin, por ejemplo, lo superó, sino por el odio que guió todo
el proceso. Como afirma un autor, nunca una nación con su máximo dirigente a la
cabeza anunció primero y asesinó después a ancianos, mujeres, niños, bebés, utili-
zando todo el aparato del Estado (Glover, 2001, p. 539).
Por último, sería injusto no mencionar, aunque sea telegráficamente, los
análisis del nazismo que realizó el freudo-marxista Wilhem Reich en su obra
Psicología de las masas del fascismo y cuya publicación en 1933 le valió, por cierto,
su expulsión de la Sociedad Alemana de Psicoanálisis4. Para Reich, el marxismo
“vulgar” ha sido incapaz de entender el ascenso del hitlerismo al ver la ideología
exclusivamente determinada por la infraestructura económica. Sin advertir cómo
es la ideología la que reobra e influye a su vez en esta última. La cuestión es expli-
car por qué las masas aceptaron la ideología del nazismo.
En una sociedad, afirma Reich, el desarrollo tecnológico va siempre por de-
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lante de las estructuras psicológicas de los individuos, de modo que las condi-
ciones sociales de existencia de éstos no coinciden con sus creencias ideológicas.
Si se diera una correspondencia exacta entre situación económica e ideología,
ya hubiera habido una revolución en Alemania. Es la psicología política la que
debe explicar por qué los explotados no se rebelan; la psicología de la clase tra-
bajadora está sujeta a un proceso de escisión: por su posición social, los trabaja-
dores están predispuestos a la revolución, pero la ideología autoritaria en la que
han sido educados tiende a hacerlos conservadores. Ésa es la clave para nuestro
4. Hay que recordar que Reich también fue expulsado del Partido Comunista Alemán.
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¤ Editorial UOC 222 Psicología de las relaciones de autoridad...
autor: analizar cómo actúan en la mente de los trabajadores las fuerzas reaccio-
narias y revolucionarias.
El psicoanálisis heterodoxo de Reich sostiene que la represión cultural opera
a través del matrimonio y la estructura familiar patriarcal. Es la familia –el Esta-
do en miniatura– la que va transformando al niño en un ciudadano dócil, su-
miso, obediente a la autoridad. El mecanismo básico subyacente a este proceso
es la represión sexual por parte de la familia desde la infancia. Es esta represión
sexual la que produce la mentalidad reaccionaria de las masas y su tendencia a
sostener un orden social autoritario de tal modo que los explotados piensan,
sienten y actúan en contra de sus propios intereses materiales.
Y por lo que respecta a las clases medias y bajas, mayoritaria base social del
nazismo, su estructura familiar es igualmente autoritaria. Pero el pequeño bur-
gués, en su deseo de distinguirse de la clase trabajadora, muestra orgulloso su
supuesta “moralidad sexual”. Se identifica ideológicamente con la clase domi-
nante y compensa así sus miserias económicas haciendo ostentación de un pu-
ritano comportamiento sexual. De ese modo, utiliza abundantemente los
conceptos de “honor y deber” –muy queridos por los fascistas– derivados de sus
actitudes hacia la sexualidad.
En definitiva, concluye Reich, el Estado nazi tiene un fiel representante en
cada una de las familias: el padre. Es éste quien reproduce en sus hijos la repre-
sión sexual y, como consecuencia, la obediencia a la autoridad. Habla luego,
Reich, de otras cosas, por ejemplo de cómo Goebbels manipuló la relación ma-
dre/hijo con el patriotismo alemán, así como de la vinculación entre el nazismo
y la angustia neurótica surgida de la represión sexual. Asimismo, aventura una
interpretación de la esvástica en clave psicoanalítica (De Marchi, 1974). Pero no
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cabe entrar en detalles, pues debemos poner un definitivo punto final a estas
páginas quizá ya excesivamente prolongadas.
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Resumen
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¤ Editorial UOC 224 Psicología de las relaciones de autoridad...
“[...] oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta
alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba
lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás,
que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espe-
ra pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los pa-
peles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los
hombres, despierte a sus ratas y los mande a morir a una ciudad dichosa.”
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¤ Editorial UOC 225 Glosario
Glosario
actitud f Predisposición a pensar, sentir y actuar de una manera preferencial. Posee tres
componentes fundamentales: cognitivo, afectivo y comportamental.
autopercepción (teoría de la) f Concepto que sostiene que las personas infieren sus actitudes
desde la observación de su propio comportamiento más que del análisis de sus estados mentales
internos.
Bodino m Autor francés de finales del s. XVII, primer teórico del concepto de soberanía.
burocracia f Modo de organización de los asuntos públicos regido por normas impersonales y
basado en la división de tareas, competencias y responsabilidades según una línea jerárquica de
autoridad.
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control social m Conjunto de mecanismos y sanciones que la colectividad utiliza para prevenir
una desviación de una norma por parte de los individuos.
darwinismo social m Doctrina sociológica legitimadora de las desigualdades sociales que apela a
conceptos darwinistas como la lucha por la vida, la supervivencia del más fuerte, etc.
democracia y poder político f Abarca las diferentes formas de relación entre el proceso
democrático y las instancias de poder político. La democracia pone el énfasis en la participación
política como el medio más idóneo para sujetar la acción estatal a la voluntad de los ciudadanos.
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¤ Editorial UOC 226 Psicología de las relaciones de autoridad...
Estado de derecho m En un sentido lato, alude a la institución que acoge la protección de los
derechos humanos, la división de poderes y el gobierno de la ley, el sometimiento de los poderes
del Estado al ordenamiento jurídico. En un sentido estricto se limita a reflejar esta última función.
estereotipia f Tendencia a usar estereotipos, es decir, creencias populares sobre las caracteristicas
de una colectivo social no demostradas como ciertas.
etnocentrismo m Tendencia a establecer una rígida distinción entre el grupo propio y los ajenos,
considerando acríticamente al grupo propio como el mejor, y manteniendo actitudes negativas (y
en ocasiones hostiles) hacia otros grupos raciales o culturales.
humana.
falsa conciencia f Concepto marxista que designa la aceptación por parte de los dominados de
creencias e ideas falsas inducidas por la clase dominante, que actúan en contra de sus intereses
reales y perpetúan su posición subordinada en la estructura social.
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¤ Editorial UOC 227 Glosario
Hobbes m Teórico político inglés del s. XVII, autor del libro Leviatán y primer gran teorizador del
absolutismo estatal. Es a la vez uno de los grandes analistas del poder y su conexión con la política.
impacto social (teoría del) f Teoría que afirma que la influencia mayor o menor del poder de
un agente sobre un objetivo depende de tres factores: número de agentes presentes, importancia y
proximidad al objetivo en el tiempo y en el espacio.
influencia minoritaria f Según Moscovici, proceso de influencia social en virtud del cual las
minorías, a través de la innovación y el planteamiento de conflictos, pueden influir en las
mayorías. Se trata de un proceso opuesto al descrito por los experimentos de Asch.
jefatura f A diferencia del liderazgo, ésta se fundamenta en factores adscriptivos (el nacimiento,
la pertenencia a un clan o a una casta, etc.). Implica, además, un tipo de sociedad donde
predominan segmentaciones sociales acentuadas.
jerarquía política f Desigualdad que suponen las estructuras de poder y autoridad que se
encuentran en el ámbito humano. Éstas, por contraste con las diferencias funcionales (necesarias
para la supervivencia de la especie) que se dan en muchos animales, son fundamentalmente
contingentes, históricas y fruto de tensiones que llevan en sí mismas el germen del cambio.
liberalismo m Doctrina que presupone una radical separación entre Estado y sociedad y
promueve el control político de las instancias públicas mediante un conjunto de instituciones
dirigidas a preservar la integridad de los derechos individuales.
habilidad y recursos personales para hacerse con un grupo de seguidores. Propia de situaciones en
las que cuentan factores no ligados a factores adscriptivos (como el nacimiento, por ejemplo) para
la obtención de logros sociales y políticos. Se encuentra en sociedades, primitivas o industriales,
que resaltan de modo especial los valores igualitarios.
Locke m Teórico político inglés de finales del s. XVII y comienzos del XVIII, y creador de la teoría
liberal.
mayoría f Principio o norma que inspira la toma de decisiones en las sociedades modernas y,
sobre todo, contemporáneas. El principio se apoya en una ideología netamente individualista, que
concibe además los grupos humanos como fuente constante de conflictos de intereses provocados
por sus heterogeneidades sociales, culturales y económicas. Dadas esas divisiones, es imposible el
logro de acuerdos que satisfagan a todos sus miembros. Sin embargo, los enfrentamientos (de
líderes, de partidos, de tendencias) ocultan con frecuencia la toma de decisiones consensuadas al
margen de la escena pública.
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¤ Editorial UOC 228 Psicología de las relaciones de autoridad...
Melanesia f Una de las grandes áreas geográficas y culturales del Pacífico occidental que incluye,
entre otras, islas como las de Nueva Guinea y Nueva Caledonia. Sociopolíticamente, se caracteriza
la zona por la presencia de liderazgos inestables y cambiantes, así como por una igualdad,
relativamente amplia, en el acceso a los recursos.
mentalidad dura-blanda f Una de las dos dimensiones propuestas por Eysenck, de carácter más
temperamental, que vendría especificada por el predominio de valores realistas, temporales y
egoístas (dureza) frente a valores éticos y altruistas (blandura), y que no estaría relacionada con la
dimensión tradicional derecha-izquierda (a la que denominó el factor R).
modernidad f Modo de vida y organización social surgidos en Europa a partir del s. XVII y
expandido al resto del mundo por la Ilustración del s. XVIII.
poder m Según la sociología weberiana (aceptada mayoritariamente en este punto por las ciencias
sociales contemporáneas), elemento constitutivo de todas las acciones sociales que implica tanto
relación entre uno y más individuos como condicionamiento del comportamiento en virtud de esa
relación. Cualquier relación de poder conlleva algún grado de conflictividad, de violencia y de
desigualdad en el acceso a recursos especialmente valorados.
poder social m Capacidad de una persona para influir deliberadamente en los pensamientos,
sentimientos y conducta de otra.
poder social, poder político m Poder social alude a la idea de la existencia de individuos o
grupos con capacidad para imponer sus fines con independencia de contar o no con instancias
formales de legitimación o justificación de su poder, es un “poder fáctico”. El poder “político”, por
el contrario, cuenta ya con un sistema de legitimación de su uso, así como un conjunto de criterios
más o menos formalizados a partir de los cuales su ejercicio puede ser “institucionalizado” y
“encauzado” de forma más o menos eficaz.
Polinesia f Amplia área geográfica y cultural del Pacífico central y oriental que abarca desde
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Hawai en el norte a Nueva Zelanda en el sur. Desde el punto de vista social y político, se trata de
una zona de acentuadas desigualdades y de jefaturas de carácter hereditario.
prejuicio m Actitud negativa y a menudo hostil hacia los miembros de un pueblo o colectivo
social. Una de sus versiones más peligrosas es el racismo.
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¤ Editorial UOC 229 Glosario
racismo m Doctrina que mantiene la existencia de una superioridad entre unos grupos humanos
y otros, basada en características fenotípicas o genéticas.
reactancia f Designa los intentos de las personas por recuperar o rechazar una orden que cree
amenazante para su libertad y acción.
restricción de los fines del Estado f Intento de cercar y “domesticar” el poder del Estado a
través de un sistema de controles políticos, que permitan que dicho poder se sujete al derecho, sea
previsible y respete determinadas normas de convivencia establecidas como imprescindibles para
el ejercicio de la libertad y autonomía individual.
técnica del pie en la puerta f Estrategia para obtener conformidad paso a paso, en la que se
solicita acceder a triviales peticiones para obtener después esa conformidad en otras solicitudes
más importantes.
unanimidad f Principio o norma que inspira la toma de decisiones en las sociedades primitivas y
tradicionales. Esto es, sólo pueden adoptarse aquellas medidas en la que esté de acuerdo la
totalidad del grupo. La ideología imperante en este tipo de sociedad es el consenso y el rechazo de
divisiones y conflictos; no obstante, el principio recubre muchas veces situaciones reales de
desigualdad, liderazgo en la sombra, querellas encubiertas y, en suma, decisiones no consensuadas.
violencia f Ejercicio de la fuerza y la coacción con capacidad para provocar lesiones físicas e
incluso la muerte; alude a la situación de ausencia radical de paz social.
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Capítulo VI
Bibliografía comentada
La bibliografía sobre el régimen nazi es, naturalmente, oceánica. A continuación comentaremos al-
gunos libros recientes especialmente recomendables. La lectura de la obra de Burleigh (2002) es ya
clásica e imprescindible. Son excelentes los análisis sobre las condiciones históricas en que surgió
el nazismo, así como sus documentadas referencias a aspectos concretos como los campos de con-
centración, las campañas de eugenesia y eutanasia y el holocausto. Otra referencia clásica son los
tres volúmenes del historiador R. Hilbert (1985). Desde un punto de vista sociopsicológico, son par-
ticularmente útiles los textos de Dimsdales (1980) –con datos empíricos de las pruebas psicológicas
aplicadas a miembros del partido nazi–, Kelman y Hamilton (1989) –cuyos análisis cubren otras ma-
tanzas como las de Ruanda, Argentina y My Lai–, y Gellately (2002) –con impresionantes fotografías
sobre ejecuciones públicas, aunque no trata de los campos de concentración.
Sobre la participación de los ciudadanos alemanes “corrientes” en el genocidio son muy recomen-
dables las obras de Johnson (2002) –con una seleccionada bibliografía en alemán–, Goldhagen
(1997), Browning (2002) y Hilberg (1992). Sobre los “asesinos de elite”, el cuerpo de las SS, son
útiles las obras de Dicks (1972) y Lumsden (2003). La miserable contribución de los médicos nazis
está documentada en el ya clásico libro de Lifton (1986).
Como ha quedado dicho páginas atrás, poco se sabe con detalle acerca de lo que sucedió en los cam-
pos nazis; por eso son de enorme valor los testimonios de los supervivientes en los campos nazis.
Aunque no estuvo prisionero en ningún campo, los recuerdos que nos ha transmitido Victor Klem-
perer (2003) en sus Quiero dar mi testimonio hasta el final. Diarios son de tal importancia que hacen
obligatoria su lectura. Este profesor de Filología, autor de un interesante estudio sobre la manipula-
ción de la lengua alemana durante el hitlerismo (Barcelona: Minúscula, 2001), fue expulsado de su
cátedra en Dresde en 1935. Salvó la vida por estar casado con una alemana no judía. Desde el 14 de
enero de 1933 hasta el 10 de julio de 1945 Klemperer fue anotando minuciosamente lo que ocurría
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a su alrededor: entre otras cosas, la vileza del insigne cuerpo de catedráticos de la Universidad cuan-
do fue expulsado de ésta por los nazis. Así pues, confirmamos que se trata de un libro de obligada
lectura.
En las páginas anteriores ya hemos aludido al testimonio de algunos ex-prisioneros de los campos
de concentración. El más conocido, sin duda, es Primo Levi, un judío italiano, resistente antifascista
contra Mussolini, deportado a Auschwitz y liberado en 1945 por las tropas soviéticas. Su conocida
trilogía Si esto es un hombre, La tregua, y Los hundidos y los salvados es, por descontado, de interés
superlativo.
Uno de los relatos más espeluznantes escritos sobre el horror nazi es el que Emmanuel Ringelblum
escribió sobre el gueto de Varsovia (Crónica del Gueto de Varsovia. Barcelona: Alba, 2003). Este histo-
riador, judío polaco, fue deportado con su esposa e hijo a Auschwitz en 1942. Lograron escapar, pero
fueron posteriormente descubiertos y asesinados. Igualmente espantoso es el contenido de Martin
Doerry titulado Mi corazón herido (Madrid: Taurus, 2003). En él, su nieto cuenta las desventuras de
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Lilly Jahn, una médica judía casada con un alemán, protestante, con el que tuvo cinco hijos. En
1942, cuando más intensa era la persecución nazi sobre los judíos, este despreciable ario alemán,
también médico, la abandonó a su suerte. Detenida, fue enviada a Auschwitz –donde murió en
1944– y desde donde escribió cartas a sus hijos, que son recogidas en el libro. La obra de Martha
Schad Mujeres contra Hitler (Barcelona: Península, 2003) es una especie de justo homenaje a una mi-
noría de alemanas que, en medio de la cobardía moral general ciudadana, arriesgaron sus vidas –
12.000 mujeres alemanas no judías fueron ejecutadas durante el régimen nazi– por defender a sus
maridos judíos –la esposa de Klemperer fue una de ellas–, y lucharon contra el dictador.
Por último, hay que constatar la publicación reciente de obras que ponen de manifiesto el tremendo
castigo sufrido por los ciudadanos civiles alemanes al final de la guerra. Centenares de pueblos y
ciudades sufrieron un diluvio de bombas con más de un millón de muertos. Son particularmente
recomendables a este respecto los libros de J. Friedrich El incendio (Madrid: Taurus, 2003) y de W. G.
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