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Yannis Ritzos (Grecia, 1909-1990)

Aguardando su ejecución

Ahí, detenido contra el muro, al amanecer, sus ojos descubiertos,


mientras doce armas le apuntan, él con calma siente
que es joven y bien parecido, que desea estar bien afeitado,
que el horizonte distante, rosa pálido, se convierte en él
—y, sí, que sus genitales conservan su propio peso,
hay algo triste en la excitación de ellos —ahí donde
los eunucos miran,
es ahí donde apuntan; —¿se ha convertido ya en la estatua
de sí mismo?
Él, viéndose ahí, desnudo, en un día brillante
del verano griego, arriba en la plaza —mirando a lo que está arriba
él mismo tras los hombros de la multitud, detrás de
las apresuradas turistas de grandes glúteos,
detrás de las tres viejas falsas de sombreros negros.
De Gestos (1969/70)

Fredy Yezzed (Colombia, 1979)

Carta de las mujeres de este país

Aquí estamos, con la espuma en la mano frente a los trastos,


escuchando el sonido de la sangre. A través de la ventana, la luz de la luna ilumina
los metales y las pompas de jabón. Estamos ya viejas y recordamos cosas frágiles.
Todas nosotras estábamos allí. Nos dejaron vivas para que pudiésemos
decir las manzanas podridas. También para que susurremos
mientras gotean nuestros dedos: “No nos arrebataron el amor”.
Quisiese que el dolor se fuese como se va la grasa por el sifón.
Pero el dolor está ahí como un hijo creciendo adentro nuestro.
El dolor nos dice: “Hijas mías, mirad cómo han mudado de alas”.
Hay brillo en las cucharas y los tenedores, pero el recuerdo, el dolor,
el apellido de nuestros hombres aún sigue latiendo entre las manos.
Mientras lavamos una olla, un sartén, un colador, hay una que imagina
bañar y acariciar el pecho, las manos, los pies de su hombre.
Son otros los que hacen la guerra, pero somos nosotras las que cargamos
las carretillas de lodo de un cuarto al otro.
Entre nosotras y el grifo de agua, la luna y nuestros difuntos cantando.
No nos marcharemos sin más. Vamos a lo profundo del misterio.
Buscamos en el humilde jarro de nuestro pozo las palabras más sencillas
para decir con exactitud la costilla rota, su mano tronchada, sus ojos abiertos y quietos.
Cuánta pena hay en esta tarea diaria de lavar los platos, los vasos, nuestras sílabas.
La guerra tiene el nombre de un varón, pero la memoria, las vocales temblorosas de
una mujer.
Nadie mejor que nosotras lo sabemos: “Todos somos culpables en la pesadilla”.
Y no hablar, lo creemos casi doblando las rodillas, es morir frente a los hijos.
Ninguna se oculte en la casa limpia, ninguna diga nunca, ninguna deje de desollar el
alma.
Aquí estamos las mujeres de este país sacándole brillo a nuestros muertos.
Aquí estamos las mujeres de este país edificando con espuma
el amor. Aquí estamos las mujeres de este país
con la luna entre las manos.
De Carta a las mujeres de este país (2017)

Juan Gelman (Argentina, 1930- México, 2014)


si dulcemente por tu cabeza pasaban las olas
del que se tiró al mar/ ¿qué pasa con los
hermanitos
que entierraron?/¿hojitas les crecen de los
dedos?/¿arbolitos/otoños
que los deshojan como mudos?/en silencio

los hermanitos hablan de la vez


que estuvieron a dostres dedos de la muerte/sonríen
recordando/aquel alivio sienten todavía
como si no hubieran morido/como si

paco brillara y rodolfo mirase


toda la olvidadera que solía arrastrar
colgándole del hombro/o Haroldo hurgando su amargura (siempre)
sacase el as de espadas/puso su boca contra el viento/

aspiró vida/vidas/con sus ojos miró la terrible/


pero ahora están hablando de cuando
operaron con suerte/nadie mató/nadie fue muerto/el enemigo
fue burlado y un poco de la humillación general

se rescató/con corajes/con sueños/tendidos


en todo eso los compañeros/mudos/
deshuesándose en la noche de enero/
quietos por fin/solísimos/ sin besos
de Si dulcemente (1980)

César Vallejo (Santiago de Chuco, La Libertad; 16 de marzo de 1892-París, 15


de abril de 1938)
Masa

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: “No mueras; ¡te amo tanto!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:


“!No nos dejes! ¡valor! ¡vuelve a la vida!”
pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil


clamando: “¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos


con un ruego común: “¡Quédate, hermano!”
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra


le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…
De España, aparta de mí este cáliz (1937)

René Char (L'Isle-sur-Sorgue, Vaucluse, 14 de junio de 1907, París - 19 de


febrero de 1988).
De Los que permanecen, 1938-1944

Canto del rechazo


Comienzo del partisano

El poeta ha regresado a la nada del padre, será por largo tiempo. No lo llaméis, vosotros que lo
amáis. Si os parece que el ala de la golondrina se ha quedado sin espejo sobre la tierra, olvidad esa
dicha. El que planificaba el sufrimiento ha dejado de ser visible a su letargo enrojecido.
¡Hagan la belleza y la verdad que muchos estéis presentes cuando las salvas de la liberación!

LI

Ciertas épocas de la condición del hombre sufren el asalto helado de una enfermedad que se apoya
en los puntos más infamados de la naturaleza humana. En el centro de este huracán el poeta
complementará mediante el rechazo de sí mismo el sentido de su mensaje, y después se unirá al
grupo de los que, habiendo arrancado al sufrimiento su máscara de legitimidad, aseguran el eterno
retorno del testarudo mozo de cuerda, barquero de justicia.

De Los matinales, 1947-1949


Polvorín

La nueva sinceridad se debate en la púrpura del nacimiento. Diana está transfigurada. En todo lugar
donde el arco del sol desarrolla su marcha, en todas partes enjambra el nuevo mal tolerante. La
dicha se ha modificado. Río abajo están las fuentes. Muy por encima canta la boca de los amantes.

De Las hojas de Hipnos, 1943-1944

220
Temo tanto el acaloramiento como la clorosis de los años que seguirán a la guerra. Presiento que la
unanimidad confortable, la bulimia de justicia tendrán sólo una duración efímera, en cuanto se retire
el vínculo que anudaba nuestro combate. Por aquí se preparan a reivindicar lo abstracto, más allá
reprimen ciegamente todo cuanto es susceptible de atenuar la crueldad de la condición humana de
este siglo y permitirle acceder al porvenir con paso confiado. El mal, por todas partes, ya está
luchando contra su remedio. Los fantasmas multiplican los consejos, las visitas, esos fantasmas
cuya alma empírica sólo es un montón de secreciones y neurosis. Esta lluvia que cala al hombre
hasta los huesos es la esperanza de agresión, la escucha del desprecio. Nos precipitaremos en el
olvido. Se renunciará a desechar, cercenar, curar. Se dará por supuesto que los muertos inhumados
lleven nueces en los bolsillos y que el árbol acabará surgiendo algún día de manera fortuita.
Dales a los vivos si todavía hay tiempo, oh vida, un poco de tu sutil sensatez sin la vanidad que
engaña, y por encima de todo, acaso, dales la certidumbre de que no eres tan accidental ni privada
de remordimiento como se dice. Lo odioso no es la flecha, sino el gancho.

232

Lo excepcional no embriaga ni causa lástima a su asesino. Éste tiene, ay, los ojos que se necesitan
para matar.

LA ROSA DE ROBLE

Cada una de las letras que componen tu nombre, Belleza, en el cuadro de honor de los suplicios,
abraza la llana simplicidad del sol, se inscribe en la frase gigante que cierra el paso al cielo, y se
asocia al hombre empecinado en burlar a su destino con ayuda de su contrario indomable: la
esperanza.

De Los matinales, 1947-1949


Polvorín

La nueva sinceridad se debate en la púrpura del nacimiento. Diana está transfigurada. En todo lugar
donde el arco del sol desarrolla su marcha, en todas partes enjambra el nuevo mal tolerante. La
dicha se ha modificado. Río abajo están las fuentes. Muy por encima canta la boca de los amantes.

Emilia Ayarza (Bogotá, 1919 - Los Ángeles, California, 1966)


A CALI HA LLEGADO LA MUERTE

No.
Ni la sangre de polvo.
Ni el rumor de las venas sub-terrestres.
Ni los ojos de antiguas polillas vagabundas.
Ni los hombres de párpados doblados.
Ni la casulla del viento.
Ni la tierra pintada de frutos en la tarde.

No.
Nada.
Ni el sexo que comienza en la lengua de los niños.
Ni los pastores de culebras.
Ni las esquinas infieles sobre las ventanas.
Ni la dignidad de los trapiches
sostenida en el breve equilibrio de la caña.
Ni el transparente río que se hunde por los muslos de Cali.

No.
Nada.
Ni las almadías del sueño.
Ni el somnoliento camello de la cordillera.
Ni el monólogo amarillo del sol en el espacio.
Ni la paz de los escarabajos.
Ni la mariposa pintora.
Ni el grillo concertista.
Ni la boñiga de oro.
Ni los geranios, ni las bicicletas
que absorben con sus esponjas de silencio
la tibia pereza de los muros

No.
Nada.
Ni el candor de las escuelas que traza palotes de ausencia en los tableros.
Ni los borrachos que miran fijamente a la ventera
y le derraman el corazón entre las trenzas.
Ni las polleras de los siete-cueros.
Ni la barba de cristal de los torrentes.
Ni los panales detrás de las ortigas
Ni los bueyes de artificial melancolía.
No.
Nada pudo detener la muerte.
Llegó a Cali navegando
y los corceles del Océano Pacífico
la saludaron volcando sus belfos espumeantes en la playa.
Llegó por el pito de los buques
por las banderas de los guacamayos
por el ojo de las agujas que remienda el pudor de las modistas
por la voz de los muertos en los árboles
por los billetes rubios
por el alma incolora de los camioneros
por los ojos trasnochadores de los naipes
por la felina displicencia de los grandes
por la rosa ignorante
por el paisaje de zapatos sin huella.

Llegó sin pasaporte y cruzó la frontera


caminando sobre el miedo rosado de los niños
por el clavicordio dorado de los campanarios
por el pelo de agua de los cosos
por la sencillez de los pueblos
donde los campesinos y las almojábanas se encaran con el sol
y los mendigos pegan su coto a las ventanillas del tren.

Llegó sin autorización de los muertos


que se salieron de sus tumbas
a protestar en un mitin putrefacto y amarillo.

Llegó por en medio de las garzas


los taladros
por entre el múltiple corazón de pitahayas
por la flor que se colocan las solteronas tras la oreja
por los solares donde hacen venias al viento los interiores parroquiales
y un tulipán oye misa diariamente.

Por cerca de los gallos


que creen en la blancura de los huevos
por los tejados donde los zuros escriben la epopeya de los celos
y los gatos y la luna
forman siete lechos y un violín.

Invadió los palacios, las haciendas


los ranchos y las niñas de capul.
Invadió el cielo y sus altos corderos extraviados.
Invadió la secreta desnudez de los cadáveres.
(La ciudad era un racimo de plomo derretido
y la muerte le salía a bocanadas).
La historia de Cali dejó de ser un río deliberadamente puro
por cuyas ondas los días eran barcos de vidrio.

El rojo fue una lluvia sostenida en el aire


y entre los montes de cristal la sangre
dibujará para siempre vitrales en la sombra!

¡Hay que llorar desesperadamente!

Imprecación

En vano nuestra carne


alzará el hijo en el tallo fatal de su potencia.
En vano la soledad se mirará de frente
y se hará una estatua sola
como un hombre que descubre la muerte entre
sus venas.
El hijo vendrá, como la hierba y los caminos,
sabiéndose primero que la tierra
viviéndose adentro de su dermis
y desnudo como el día que lo engendraron.
Su justa tentación de ala
será nula cuando sepa
que es un insignificante payaso de los huesos
y ocultará entonces sus remos de diamante.
Oh! tiempo sin hechura de sueño.
Oh! absurdo porvenir de alondra.
Oh! inútil entraña iluminada.
Cuando en el vientre dibujes ojeras a la madre
—desde tu breve condición de péndulo—
ya será recordada tu sustancia en los gusanos
y las lágrimas se habrán colocado primero que
los ojos.
Tu sangre que circula
—como la sombra de los caminantes bajo su
rota sandalia—

iniciará en tus cartílagos su crucero de cadáveres,


su serie de hombres sin poblar,
su viaje de tumbas, su colmenar de viudas,
mientras la tierra misma empujará
como un ratero, las palabras a tu boca.
Hijo que naces como lirio en decadencia:
La muerte está pegada a tus arterias
como estarás tú luego al seno de la madre.
Lentamente caerá el odio sobre tu adolescencia
en tanto que el sol, como puñal,
se clavará al echo de los árboles.
Y tú, adentro de tu savia,
conocerás antes que el pan la rigidez del trigo.
Antes que el amor tu corazón de arena.
Buscarás en vano la clave de la rosa,
la fecha del ala y un poblado profundo,
la hora vespertina en los pastores,
la palabra no dicha de la lluvia
o simplemente un cielo diáfano u desnudo
como una hembra azul.
En vano increparás.
Tu nacimiento es un hermano más que cae.
No alcanzarás a existir en la tibieza de la piel
porque se derramará tu sangre como una vena agraria
sobre los surcos abiertos de cadáveres.

Si naces, niño nuestro, resurrecto del caos,


preguntarán los pasos del crimen por tus pies
y una bandera —de la cual el viento hará un retrato—
te enseñará su himno fratricida.
A eso vienes.
A brotar de tu madre como una bayoneta.
A quitarte a sus hombros el sitio de las frutas
para amoldar el fusil a tu estatura.
A eso naces.
A borrar los senos de tu madre de su mapa fecundo.
A sembrar la flor inútil en el jardín de su vientre.
Ya no damos hijos, pequeños hijos,
sino monstruos de botas y dimensión felina.
Ah! nuestras entrañas como un mar adentro
ahora derrotadas sobre playas de sangre.
Ah! nuestra piel de agapantos susceptibles,
nuestras sienes en la torre del sueño
y la abeja inverosímil de los labios.
Cuánta semilla vana bajo el paladar.
Cuántos paisajes de hojas en la estación del viento.
Cuántos potros de luna en el silencio!
Cuánto futuro en el vaivén de la cuna
que albergaba un guerrero, como si fuera un niño…

Qué absurdo vuestro nombre


Alberto, Jorge, Luís, Álvaro, Rodrigo, Francisco.
Qué absurdas las vigilias para inventar el cauce
de la miel!
Si cualquier día os harán el festín de los gusanos
y os pondrán la carne amarilla y nauseabunda
como un charco de donde huyen las estrellas.
No. Ya no damos hijos. Esos pequeños hijos
que nuestra leche sitúa entre los hombres.
Ahora nuestro vientre
es el primer recinto de las bestias.
Ahora las criaturas
por las que nos ponemos a nivel con Dios
son un pretérito ejército de búhos.
Maldice nuestros vientres, señor del pan y el agua!
Maldícelos! Maldícelos!
Nuestros hijos están entre la muerte
como el alma del hombre entre su estatua!

De El universo es la patria (1962)

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