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HISTORIA
Y TEORÍA SOCIAL
INSTITUTO MORA
HISTORIA Y TEORÍA SOCIAL
Peter Burke
_JÓÜ1__
r r.QLLL
Instituto
Mora
Instituto de Investigaciones
Dr. José María Luis Mora
Traducción:
Stella Mastrangelo
Portada:
Juan Carlos Mena
Título original
History and Social Theory
Instituto de Investigaciones
Dr. José María Luis Mora
Plaza Valentín Gómez Farías 12,
San Juan Mixcoac
México 03730, D.F.
ISBN 968-6914-68-4
Impreso en México
Printed in México
ÍNDICE
Prefacio
1. Teóricos e historiadores
2. Modelos y m étodos
3. Conceptos generales
4. Problem as centrales
Bibliografía
índice analítico
PREFACIO
1 Man (1986).
2 Leys (1959).
3 T hom pson (1978b).
fueron lanzados originalm ente por historiadores marxistas británicos: la
“econom ía m oral” de Edward Thom pson y la “invención de la tradición”
de Eric Hobsbawm.4 Sin embargo, en general, los que trabajan en esas
otras disciplinas em plean conceptos y teorías con mayor frecuencia, más
explícitamente, más en serio y con más orgullo que los historiadores. Esa
diferencia en las actitudes hacia la teoría es lo que explica la mayoría de los
conflictos y m alentendidos entre los historiadores y los demás estudiosos.
UN DIÁLOGO DE SORDOS
Los historiadores y los sociólogos (en particular) no siempre han sido bue
nos vecinos. En efecto son vecinos intelectuales, en el sentido de que los
practicantes de ambas disciplinas (igual que los antropólogos sociales), se
ocupan de la sociedad considerada en su conjunto y de toda la gama del
comportamiento humano. En ese aspecto se diferencian de los economistas,
los geógrafos y los especialistas en estudios políticos o religiosos.
Podem os definir la sociología como un estudio de la sociedad hum a
na, con énfasis en las generalizaciones sobre su estructura y desarrollo./
La historia se define m ejor com o un estudio de las sociedades hum anas
en plural, destacando las diferencias entre ellas y tam bién los cambios
que h an tenido lugar en cada u na de ellas a lo largo del tiempo^ Los dos
enfoques han sido vistos algunas veces como contradictorios, pero es más
útil tratarlos como complementarios: sólo com parándola con otras pode
mos descubrir en qué sentido determ inada sociedad es única. Los cam
bios se estructuran y po r ello las estructuras cambian. En realidad el pro
ceso de “estructuración”, com o lo llaman algunos sociólogos, ha pasado
a ser un foco de atención en los últimos años (véase infra, p. 186) .5
Los historiadores y los teóricos sociales tienen la oportunidad de libe
rarse m utuam ente de distintos tipos de espíritu parroquial. Para los historia
dores éste es un riesgo casi literal: como habitualmente se especializan en
una región particular, su “parroquia” puede llegar a parecerles absoluta
m ente única, en lugar de una combinación única de elementos que, cada
uno de por sí, tienen paralelos en otras partes. Los teóricos sociales muestran
espíritu parroquial en un sentido más metafórico, un espíritu parroquial del
tiempo más que del espado, siempre que generalizan acerca de la “sode-
6 B raudel (1958).
7 C ohn (1962); K. Erikson (1970); D ening (1971-1973).
Estas preguntas son históricas, y en la sección que sigue trataré de darles
respuestas históricas, concentrándom e en tres m om entos de la historia
del pensam iento social occidental: alrededor de m ediados del siglo xvill,
m ediados del XIX y la década de 1920.
11 Burke (1988).
12 Moses (1975).
ls G ilbert (1965).
' ‘•Trevelyan (1942), p. vli.
cruel pero no del todo injusta, com o una "vieja tienda de curiosidades”,
porque los distintos tópicos-las vías de comunicación, el m atrim onio, la
prensa, etc .- se sucedían sin orden visible. En todo caso, la historia polí
tica era considerada (por lo m enos por los profesionales) com o más real,
o más seria, que el estudio de la sociedad o de la cultura. Cuando J. R.
( ireen publicó su Short history of the english people (1874), libro que se con
ce n traba en el estudio de la vida cotidiana en detrim ento de las batallas
y los tratados, se dice que su antiguo tutor, E. A. Freem an, observó que si
tan sólo G reen no hubiera incluido toda esa “cosa social” podría haber
escrito u n a buena historia de Inglaterra.15
Estos prejuicios no eran sólo ingleses. En el m undo de lengua alem a
na, el ensayo de Jacob Burckhardt sobre The ávilization o f the Rmaissance
in Italy (1860), reconocido más tarde como un clásico, no fue exactam en
te un éxito en el m om ento de su publicación, quizá porque se basaba más
en fuentes literarias que en docum entos oficiales. El historiador francés
Numa Denis Fustel de Coulanges, cuya obra maestra, The andent dty (1860),
se ocupaba principalm ente de la familia en la antigua Grecia y Roma, fue
en cierto m odo una excepción en cuanto que fue tom ado en serio por
sus colegas no obstante que insistía en que la historia era la ciencia de los
hechos sociales, la auténtica sociología.
En resum en, la revolución histórica de Von Ranke tuvo una conse
cuencia social imprevista pero muy im portante. Com o el nuevo enfoque
“docum ental” funcionaba m ejor para la historia política tradicional, su
adopción hizo que los historiadores del siglo XIX fueran más estrechos y,
en cierto sentido, incluso más anticuados que sus predecesores del siglo
XVIII en la elección de sus temas. Algunos rechazaban la historia social
porque no se podía estudiar “científicam ente”. O tros historiadores recha
zaban la sociología por la misma razón, porque era demasiado científica,
en el sentido de que era abstracta y general y no dejaba m argen para los
aspectos singulares de los individuos y los acontecimientos.
Ese rechazo de la sociología encontró su form a más articulada en la
obra de algunos filósofos de fines del siglo XIX, en particular en Wilhelm
Dilthey. Dilthey, que escribía tanto historia cultural (Geistesgeschichte) co
mo filosofía, sostenía que la sociología de Comte y Spencer (igual que la
psicología experim ental de H erm án Ebbinghaus) era pseudocientífica
porque ofrecía explicaciones causales, y estableció la famosa distinción
entre las ciencias, cuyo objetivo es explicar desde afuera (erklaren) y las
,6 Dilthey (1883).
17 C ohén (1978).
época- era histórico en el sentido de que implicaba ubicar a cada socie
dad (de hecho a cada costum bre o artefacto) en una escala evolutiva.18
El m odelo de las leyes de la evolución unía a diferentes disciplinas. Los
economistas describían el paso de una “econom ía natural” a u n a econo
mía m onetaria. Juristas como sir Henry Maine, en su obra A ndent law
(1861), estudiaban el paso del “estatus” al “contracf (de la ley al conve
nio). Etnólogos como Edward Tylor en La cultura primitiva (1871) o Lewis
I lenry M organ en Lasodedadantigua (1872) presentaban el cambio social
como una evolución del “salvajismo” (tam bién conocido com o el estado
“natural”) a la “civilización”. El sociólogo H erbert Spencer em pleaba
<jem plos históricos, desde el antiguo Egipto hasta la Rusia de Pedro el
(Irande, para ilustrar el desarrollo de las sociedades de “militares” a “in
dustriales”, según su term inología.19
Por otra parte, el geógrafo Friedrich Ratzel y el psicólogo Wilhelm
W undt produjeron estudios asombrosam ente similares de los llamados
“pueblos de la naturaleza” (Naturvólker), el prim ero concentrándose en
su adaptación al am biente físico, el segundo en sus m entalidades colecti
vas. La evolución del pensam iento de la m agia a la religión y de “prim iti
vo" a civilizado era el tem a principal de Golden bough (1890) de sir Jam es
Frazer, así com o de la Primitive mentality (1922) de Lucien Lévy-Bruhl. Y
por toda su insistencia en los elem entos “primitivos” que sobreviven en la
psique de hom bres y m ujeres civilizados, Sigmund Freud es un ejemplo
tardío de esa tradición evolucionista, evidente en ensayos como Tótem y
tabú (1913) y Elfuturo de una ilusión (1927), donde las ideas de Frazer, por
ejemplo, tienen un papel importante.
En general, la evolución era vista como un cambio para m ejorar, pero
no siempre. El famoso libro del sociólogo alemán Ferdinand Tónnies,
Comunidad y sociedad (1887), en que describe con nostalgia la transición
de la com unidad tradicional cara-a-cara ( Gemeinschafí) a la sociedad mo
derna de anonim ato general ( Gesellschaft), no es sino el más explícito de
una serie de estudios que expresan nostalgia por el antiguo orden y ana
lizan las razones de su desaparición.20
Los teóricos tomaban en serio el pasado, pero a m enudo mostraban es
caso respeto por los historiadores. Cornte, por ejemplo, se refería despecti
vamente a lo que llama “detalles insignificantes que la curiosidad irracional
f siónales. Y más tarde o más tem prano tenía que producirse lo que los
sicoanalistas llaman “el regreso de lo reprim ido”.
*4 Steinberg (1971).
s5 Citado e n G ilbert (1975), p. 9.
A lrededor de 1900 la mayoría de los historiadores alem anes no pensa
ba en térm inos de ir más allá de Ranke. Cuando Max Weber realizó sus
famosos estudios sobre la relación entre el protestantism o y el capitalis
m o, sólo p udo apoyarse en la obra de unos pocos colegas interesados en
problem as similares; pero quizá sea significativo que los más im portantes
de ellos, W erner Som bart y E m st Troeltsch, eran catedráticos de econo
mía y teología respectivamente, no de historia.
Los intentos de Lam precht p o r rom per el m onopolio de la historia
-política fracasaron, pero en Estados Unidos y en Francia, en particular,
la cam paña po r la historia social encontró respuestas m ás favorables.
En la década de 1890 el historiador estadunidense Frederickjackson T ur
n er lanzó un ataque similar al de L am precht contra la historia tradicio
nal. “Es preciso considerar todas las esferas de la actividad del hom bre”,
escribió T um er. “Ningún departam ento de la vida social puede enten
derse aislado de los dem ás.” Igual que Lam precht, T u m e r admiraba la
geografía histórica de Ratzel. Su ensayo titulado “The significance of the
frontier in am erican history”, interpretación de las instituciones estadu
nidenses como respuesta a un determ inado ambiente geográfico y social,
causó polémicas y m arcó una época. En otros trabajos exam inó la im por
tancia en la historia estadunidense de lo que llamaba “secciones” o, dicho
de otro modo, regiones, como Nueva Inglaterra o el Medio Oeste, con sus
propios intereses económicos y sus propios recursos.36Jam es Harvey Ro-
binson, contem poráneo de T um er, fue otro elocuente defensor de lo
que él llam aba la “nueva historia”, una historia que se interesaría por
todas las actividades hum anas y utilizaría ideas de la antropología, la eco
nom ía, la psicología y la sociología.37
En Francia, la década de 1920 fue la de un m ovimiento por “un nuevo
tipo de historia” encabezado po r dos profesores de la Universidad de
Estrasburgo ,j Marc Bloch y L uden Febvre. La revista que ellos fundaron,
Armales d ’histoire éconovúque el sociale, criticaba despiadadam ente a los his
toriadores tradicionales. ‘I gual que Lam precht, T u m e r y Robinson, Febv
re y Bloch se oponían al predom inio de la historia política y aspiraban a
sustituirla po r lo que llamaban “una historia más amplia y más hum ana”;
una historia que incluyera todas las actividades hum anas y que se preocu
para m enos de la n a rra d ó n de acontecim ientos que del análisis de “es
36T u rn e r (1893).
37 R obinson (1912).
tructuras”, térm ino que desde entonces ha sido el favorito de los historia
dores franceses de la llam ada “escuela de Awftate”.38
T anto Febvre como Bloch querían que los historiadores aprendieran
de las disciplinas cercanas, aunque diferían en sus preferencias. Los dos
estaban interesados en la lingüística y leían los estudios de la “m entalidad
primitiva” del filósofo-antropólogo L uden Lévy-Bruhl. Febvre se intere
saba sobre todo por la geografía y la psicología. En cuanto a la teoría
psicológica, seguía a su amigo Charles Blondel y rechazaba a Freud. Estu
diaba la “antropogeografia” de Ratzel pero rechazaba su determinism o,
prefiriendo el enfoque “posibilista” del gran geógraf o francés Vidal de la
Blanche, quien destacaba lo que el am biente perm ite a los hom bres ha
cer antes que lo que les impide. Bloch estaba m ucho más cerca de la
sociología de Emile Durkheim y de su escuela (principalm ente de Mau-
rice I Ialbwachs, autor de un famoso estudio sobre el m arco social de la
m em oria), y com partía el interés de Durkheim po r la cohesión social y
las representaciones colectivas (véase infra, p. 110), así como su devoción
por el m étodo comparativo.
Bloch cayó ante u n pelotón de fusilamiento alemán en 1944, pero
Febvre sobrevivió a la segunda guerra m undial para llegar a dom inar el
establishment histórico francés. En realidad, como presidente de la recons
truida École des Hautes Études en Sciences Sociales, logró alentar la coo
peración interdisciplinaria y dar a la historia u n a posición de hegem onía
entre las ciencias sociales.
La política de Febvre fue continuada po r su sucesor Fem and Braudel,
quien adem ás de ser el autor de u n libro que puede ser considerado, con
buenas razones, como la obra histórica más im portante del siglo (véase
infra, pp. 175-178), había estudiado economía y geografía y creía con firme
za en un mercado com ún de las ciencias sociales. Braudel. pensaba que la
historia y la sociología debían estar particularmente cercanas porque los
practicantes de ambas disciplinas tratan, o deberían tratar, de ver la expe
riencia hum ana en su conjunto.39
Francia y Estados Unidos son dos países donde la historia social ha sido
tomada en serio desde hace relativamente m ucho tiempo, y donde la histo
ria social y la teoría social han tenido relaciones muy estrechas. Esto no quie
re decir que no se hiciera nada por el estilo en ninguna otra parte en la
prim era m itad del siglo XX. No es difícil encontrar en el mismo periodo
40 Freyre (1959).
41 B ulhof (1975).
tudio de los ciclos de negocios basado en inform ación histórica, y el so
ciólogo N orbert Elias su librossobre El proceso civilizatorio, reconocido des
de hace tiem po como un clásico (véase infra, pp. 171-173). En 1949, el
antropólogo Edward Evans-Pritchard, que toda su vida defendió las rela
ciones estrechas entre la antropología y la historia, publicó u n a historia
de los sanusi de Cirenaica.
Pero en la década de 1960 el hilo de agua se convirtió en río: libros
com o The political systems o f empines, de Shmuel N. Eisenstadt (1963), The
first neto nation, de Seymour M. Lipset (1963), La vendée, de Charles Tilly
(1964), Social origins of dictatorship and democracy, de Barrington Moore
(1966) y Peasant wars, de Eric Wolf (1969) - p o r citar sólo algunos de los
ejem plos más célebres- expresaban y estimulaban un sentim iento de pro
pósito com ún entre teóricos sociales e historiadores sociales.42
\ Esa tendencia ha continuado en los últimos años. Un núm ero cada vez
mayor de antropólogos sociales, en particular ClifFord Geertz y Marshall
Sahlins, dan una dimensión histórica a sus estudios.43 Un grupo de soció
logos británicos, especialm ente E rnest G ellner, J o h n Hall y Michael
M ann, han resucitado el proyecto dieciochesco de una “historia filosófi
ca”, en el sentido de u n a historia del m undo en la tradición de Adam
Smith, Karl Marx y Max W eber, apuntando a “discernir diferentes tipos
de sociedad y a explicar las transiciones de un tipo a otro ”.44 En la misma
escala está Europa y los pueblos sin historia de Eric Wolf, un estudio de la
relación entre Europa y el resto del m undo a partir de 1500.45 Los térmi
nos “sociología histórica”, “geografía histórica” y (con m enor frecuencia)
“econom ía histórica” han em pezado a usarse para describir tanto la in
corporación de la historia a esas disciplinas como la de esas disciplinas a
la historia.46 La convergencia en el mismo territorio intelectual lleva en
ocasiones a cuestiones de límites (¿dónde term ina la geografía histórica,
p o r ejem plo, y empieza la historia social?) y, a veces, a la creación de
diferentes térm inos para describir los mismos fenóm enos, pero también
perm ite aprovechar habilidades y puntos de vista distintos para una em
presa común.
IA COMPARACIÓN
7 Hintze (1975).
8 Sewell (1967); Rhodes (1978).
9 Bloch (1928).
10 Grew (1990).
En historia económica, por ejemplo, el proceso de industrialización
suele ser visto en perspectiva comparativa. Siguiendo al sociólogo Thors-
tein Veblen, que publicó un ensayo acerca de Alemania y la revolución
industrial, los historiadores han indagado si otras naciones siguieron el
m odelo inglés o se desviaron de él, y si los que llegaron tarde a ella, como
Alemania y jap ó n , tuvieron algunas ventajas sobre sus predecesores.11
En el caso de la historia política, lo que más interés ha provocado es el
estudio comparativo de las revoluciones. Entre las obras más conocidas
de este género se cuentan el análisis de Barrington Moore de “los oríge
nes sociales de la dictadura y la democracia”, que va de la Inglaterra del
siglo XVII al Jap ó n del XIX; el ensayo de Lawrence Stone, Las causas de la
revolución inglesa, y el estudio de T heda Skocpol de Francia en 1789, Rusia
en 1918 y China en 1911, como casos que “revelan patrones causales simi
lares”.12M oore hace un uso muy efectivo de la com paración como medio
de probar explicación es generales (le interesa lo que no encaja, igual que
a W eber le interesaba lo cjue no está ahí). En sus propias palabras:
MODELOS YTIPOS
U na definición prelim inar de “modelo" podría ser que éste es una cons
trucción intelectual que simplifica la realidad a fin de com prenderla.
Igual que un m apa, su utilidad deriva de que omite por com pleto algunos
elem entos de la realidad. Además hace de sus elementos limitados o “va
riables” u n sistema internam ente coherente de partes interdependientes.
La definición de “m odelo” dada hasta ahora, perm ite afirmar que hasta
los historiadores, con todo su compromiso con lo particular, utilizan mo
delos todo el tiempo. U na narración de la revolución francesa, por ejem
plo, es un m odelo en el sentido de que, forzosamente, tiene que simpli
ficar los acontecim ientosy además acentuar su coherencia a fin de contar
una historia inteligible.
Sin em bargo, quizá sería útil utilizar el térm ino “m odelo” en form a
más estricta. Agreguemos un elem ento más a nuestro m odelo del m odelo
y digamos que es una construcción intelectual que simplifica la realidad
a fin de destacar lo recurrente, lo general y lo típico, que presenta en
form a de conjuntos de características o de atributos. Entonces m odelos y
21 T oynbee (1935-1961).
“tipos” se vuelven sinónimos, lo que quizá sea apropiado, ya que typos es
la palabra griega que significa m olde o “m odelo”, y Max W eber hablaba
de “tipos ideales” (Idealtypen) en los casos en que los sociólogos m odernos
hablarían de “m odelos”.22 U n ejemplo de m odelo en el sentido en que
em plearem os el térm ino de aquí en adelante no sería “la revolución fran
cesa” sino “la revolución”.
U n ejem plo que aparecerá repetidam ente en estas páginas es el de dos
m odelos contrastantes de sociedad, la “consensuar y la “conflictual”. El
“m odelo consensuar, asociado con Emile Durkheim, destaca la im por
tancia del vínculo social, la solidaridad social, la cohesión social. El “mo
delo conflictual”, asociado con Karl Marx, destaca la ubicuidad de ‘la
contradicción y el conflicto sociales”. Obviamente ambos modelos son
simplificaciones, pero parece p o r igual obvio, por lo m enos para este au
tor, que los dos contienen tam bién im portantes avances en la com pren
sión. Es imposible hallar una sociedad en la que 110 haya conflicto y, por
otra parte, sin solidaridad alguna no hay sociedad. En todo caso, como
trataré de dem ostrar más adelante, no es difícil encontrar sociólogos e
historiadores que trabajan con uno de estos modelos y parecen olvidar el
otro.
Hay historiadores que niegan tener nada que ver con modelos y afir
m an, como hem os visto, que su tarea es estudiar lo particular, en especial
el acontecim iento único, no generalizar. Sin embargo, en la práctica, la
mayoría de ellos utiliza m odelos como el señor Jourdain, el personaje de
Moliere, utilizaba la prosa, sin darse cuenta. Con frecuencia hacen afir
m aciones generales sobre sociedades particulares. El célebre ensayo de
B urkhardt sobre el R enacim iento italiano se ocupaba explícitam ente
de “lo recurrente, lo constante, lo típico”. Sir Lewis Namier estudiaba
“p o r qué algunos hom bres ingresaban al Parlam ento” en la Inglaterra del
siglo XVIII. Marc Block escribió un estudio general de la “sociedad feudal”
donde especificaba las características principales de una sociedad de ese
tipo (cam pesinado sometido, predom inio de los guerreros, vínculos per
sonales entre superiores e inferiores, descentralización política, etc.)23
Desde hace alrededor de un siglo a los historiadores les resulta muy difícil
evitar térm inos como “feudalism o”, “capitalism o”, “R enacim iento” o
“Ilustración”. Para evitar la palabra “m odelo” a m enudo se perm iten ha
L a e s t r u c t u r a d e l f e u d o o r d i n a r i o e s s ie m p r e la m is m a . B a jo e l m a n d o d e l
s e ñ o r e n c o n t r a m o s d o s c a p a s d e p o b la c ió n : lo s sierv o s y los p ro p ie ta r io s y, e n
,7 Kosminsky (1935).
s8 C am ey (1972).
listos caminos han sido seguidos por una serie de historiadores. Cuan
do Gilberto Freyre estaba escribiendo su historia de Brasil del siglo XIX
enrió un cuestionario a m uchos sobrevivientes de aquella época (inclu
yendo al presidente Getúlio Vargas, quien no respondió).39 Los especia
listas en historia contem poránea suelen entrevistar a inform antes, y ave
ces som eter esas entrevistas al análisis estadístico. Los m étodos de análisis
de contenido o “lexicom etría” han sido aplicados a docum entos históri
cos, como los periódicos o las listas de quejas redactadas por las ciudades
y los pueblos al inicio de la revolución francesa.40 El estudio de la dem o
grafía histórica se ha desarrollado en Francia y en otros lugares com o una
em presa en que colaboran historiadores y demógrafos. No es preciso de
cir que la aparición de la com putadora personal ha estimulado m ucho a
los historiadores a utilizar los métodos cuantitativos al liberarlos de la
necesidad de perforar taijetas, consultar program adores y demás.41
[Pero hay m ás de un m étodo cuantitativo, y unos son más adecuados
para los historiadores que otros^Algo hecho a su medida es el análisis
estadístico de una serie que muestra, por ejemplo, los cambios en el tiem-
jdo del precio del trigo, o la edad prom edio de las mujeres en el m om ento
de su prim er m atrim onio, el porcentaje de votos favorables al Partido
Com unista en las elecciones de Italia, el núm ero de libros en latín pre
sentados para la venta en la feria anual de Leipzig o la proporción de la
población de Burdeos que toma la com unión el dom ingo de Pascua, listo
es lo que los franceses llaman “historia serial” (histoire sérielle).
Sin em bargo la “cuantohistoria" o “cliom etría”, como se la llama, adop-\
ta diversas formas. En el caso del análisis histórico po r m uestreo es preci
so hacer una distinción obvia entre los estudios amplios y los totales. El
Senado rom ano y el Parlam ento inglés han sido estudiados a través de las
biografías de todos sus m iembros, m étodo conocido como “prosopogra-
fía”.42 En esos casos se ha estudiado todo el grupo, la “población total”,
com o dirían los estadísticos. Este m étodo es apropiado para el estudio de
elites relativamente reducidas o de sociedades donde la inform ación es
escasa, de m odo que en esos campos los historiadores deben recoger to
dos los datos que puedan.
m Freyre (1959).
40 Robín (1970).
41 Por los procesos en m archa e n este im portante cam po, véanse los últim os núm eros de la
revista History and Computing.
« S t n n e (1971).
/ Los historiadores de sociedades industriales tienden, por otra parte, a
tener acceso a más información de la que pueden m anejar, de m odo que
tienen que proceder por muestras.¡_La técnica de las muestras fue desa
rrollada por los estadísticos desde fines del siglo XVII con el objeto de
estimar, po r ejemplo, la población de Londres o de Francia, sin incurrir
en el esfuerzo y el gasto de un estudio com pletojEl problem a consiste en
seleccionar u n grupo que “represente” a la población total. Gilberto Frey-
re, por ejemplo, trató de encontrar mil brasileños nacidos entre 1850 y
1900 que representaran los principales grupos nacionales y regionales de
la nación, aunque no explicó po r qué m étodo seleccionó esa muestra.
Paul Thom pson escogió a 500 eduardianos sobrevivientes con base en
una “cuota de m uestreo” que daba la proporción de hom bres y mujeres,
residentes de la ciudad y del campo, del norte y del sur, etc., similar a la
im perante en el país en la época (según podía estimarse con base en el
censo).43
O tros m étodos cuantitativos son más complejos. La llamada “nueva
historia económ ica”, p o r ejemplo, difiere de la antigua po r la im portan
cia que da a la m edición del desem peño de economías enteras, el cálculo
del producto nacional bruto en el pasado, especialm ente para los países
occidentales desde 1800, cuando las estadísticas pasaron a ser relativa
m ente abundantes y más dignas de confianza que antes.44 Las conclusio
nes de estos historiadores se presentan a m enudo en form a de un “mo
delo” de la economía.
Para un ejemplo sencillo podem os acudir a Fem and Braudel, quien
describió la econom ía del M editerráneo en la última parte del siglo xvi
como sigue. Población: 60 millones. Población urbana: 6 millones o 10%.
Producto bruto: 1 200 m illones de ducados por año, o 20 ducados por
cabeza. Consum o de cereales: 600 millones de ducados, la m itad del pro
ducto bruto. Pobres (definidos como los que tenían un ingreso de m enos
de 20 ducados por año): 20-25% de la población. Impuestos guberna
mentales: 48 millones de ducados, o dicho de otro m odo, m enos de 5%
del ingreso prom edio.45
Esta descripción general es un m odelo en el sentido de que Braudel
(como él mismo lo admite) no disponía de estadísticas para toda la re
gión, sino que tuvo que extrapolar a partir de datos parciales que no
48 W ootton (1959).
« C h a p ín (1935).
50Schoficld (1968); F urety O zouf (1977).
cia o Italia, al núm ero de personas que comulgan en la Pascua. Un inge
nioso historiador francés trató incluso de calcular la declinación de la
devoción en Provenza en el siglo xvin por la disminución del peso de las
velas encendidas ante las imágenes de santos.51 Es indudable que las esta
dísticas de este tipo tienen una historia que contar, puesto que varían
tanto de una región a otra y cambian tanto, a veces muy repentinam ente,
en el tiempo.
Si los historiadores son capaces de descifrar esa historia es otro proble
ma. El surgim iento de la “historia desde abajo", una empresa dedicada a
la recuperación del punto de vista de personas com unes del pasado, ha
arrojado algunas dudas acerca de la utilidad de los índices basados en
criterios oficiales. Si vamos a em plear las estadísticas de la com unión para
estudiar la intensidad de la devoción en una región determ inada, enton
ces necesitamos saber (entre otras cosas) qué significaba para los intere
sados la práctica de la com unión de Pascua. Es difícil estar seguro de si
los campesinos de la región de Orléans en el siglo XIX, po r ejemplo, com
partían el punto de vista clerical ortodoxo acerca de la im portancia de
cum plir con el “deber pascual”. Si no lo compartían, no es posible tom ar
la falta a la com unión com o un índice de descristianización. Tom ar la
tem peratura religiosa de una comunidad, saber si es ardiente, fría o tibia,
110 es sencillo. Y los problem as para deducir actitudes políticas de las
cifras de votación son del mismo orden. El concepto mismo de “serie” es
problem ático, puesto que depende de la premisa de que el objeto de
estudio (testamentos, precios de los granos, asistencia a la iglesia o lo que
sea) no varía en el üem po en forma, significado, etc. ¿Cómo es posible
que esos docum entos o prácticas no varíen a largo plazo? Pero, ¿cómo
se puede m edir el cambio si el propio instrumento de medición está cam
biando?
Por razones de este tipo, entre otras, en los últimos veinte años ha!
habido una reacción contra los m étodos cuantitativos en el estudio del
com portam iento hum ano, y más aún contra las afirmaciones grandiosas
que antes se hacían sobre ellos. Pero no hay que exagerar la intensidad,
de esa reacción. El uso de la prosopografía por los historiadores está quizá
más extendido hoy que nunca antes, y sería difícil negar el valor de la
reconstitución familiar o del intento de com parar el producto nacional
bruto en diferentes periodos del pasado. Sin embargo, al mismo tiem po
hay u n a búsqueda de nuevos enfoques, debido en parte a que la etnogra-
EL MICROSCOPIO SOCIAL
Igual que los sociólogos, los historiadores sociales de las décadas de 1950
y 1960 utilizaban generalm ente m étodos cuantitativos, se interesaban por
las vidas de millones de personas y se concentraban en el análisis de las
tendencias generales, observando la vida social “desde el doceavo piso”.52
Pero en la década de 1970, algunos de ellos dejaron el telescopio por el
m icroscopio. Siguiendo a los antropólogos sociales, los sociólogos empe
zaron a prestar más atención al análisis microsocial, y los historiadores a
lo que ha llegado a ser conocido como “m icrohistoria”.
Dos estudios célebres hicieron m ucho po r p o n er en el m apa la micro-
historia: Montaillou, del historiador francés Emmanuel Le Roy Ladurie, y
El queso y los gusanos, del historiador italiano Cario Ginzburg.53 Los dos se
basan esencialm ente en docum entos de los interrogatorios de presuntos
herejes por la Inquisición, docum entos que Ginzburg com paró con cin
tas de video po r el gran cuidado con que se registraban no sólo las pala
bras de los acusados sino tam bién sus gestos e incluso sus gemidos bajo la
tortura. Tam bién se ha hecho algunas veces la comparación entre el in
quisidor y el antropólogo, ya que ambos son extraños de alto rango que
dirigen preguntas a personas comunes, cuyo sentido es a m enudo difícil
de en tender para estas últimas.54
El libro de Ginzburg puede ser considerado com o un caso extrem o del
m étodo microhistórico, puesto que intenta reconstruir las ideas, la visión
del cosmos de un solo individuo: un m olinero del noreste de Italia en el
siglo XVI, conocido como “M enocchio”. Le Roy Ladurie, por su parte,
describe una aldea del sur de Francia a comienzos del siglo XIV. Observó
que no m enos de veinticinco sospechosos de herejía interrogados por la
Inquisición provenían del pueblo de Montaillou, y decidió utilizar sus
declaraciones para hacer un estudio del pueblo mismo exam inando la
59 T u rn e r (1974).
60 G eertz (1973), pp. 412-454, esp. pp. 432, 437: cf. Geertz (1973), pp. 21,146.
ei F oucault (1080), p. 39; cf. Foucault (1975) passiiru
62 Kocka (1984); Medic.k (1987).
b u d o n e s han hecho poco más que lo que los periodistas llaman “historias
de interés h u m an o ” sobre el pasado. Pero el objetivo de los microhisto-
riadores es, en general, más ambicioso intelectualmente: si no aspiran a
m ostrar el m undo en un grano de arena, sí se proponen extraer conclusio
nes generales de datos locales. Según Ginzburg, el m olinero Menocchio es
un portavoz de la cultura oral tradicional. Le Roy Ladurie presenta el m undo
de la aldea medieval a través de su monografía sobre Montaillou, que él
describe como una gota en el océano.
Esas afirmaciones plantean desde luego el tenia de la tipicidad: ¿de
qué grupo mayor se supone que el estudio de caso es típico, y con qué
base se sostiene esa afirmación? ¿Montaillou es típico como pueblo m e
diterráneo, como pueblo francés o sólo como pueblo de la región de
Ariége? ¿Puede ser considerado típico un pueblo que contenía tantos
herejes? En cuanto a Menocchio, era sum am ente independiente y, al pa
recer, considerado como excéntrico en su propia comunidad. Desde lue
go el problem a no se plantea solamente para esos dos historiadores: ¿por
qué m edios los antropólogos trasmutan sus notas de cam po (a m enudo
basadas en observaciones hechas en un solo pueblo) en descripciones de
u n a cultura entera? ¿Sobre qué bases p u eden justificar la afirm ación
de que las gentes con quienes estuvieron viviendo representan a “los
n tier” o “los balineses”? En todo caso, el uso del microscopio social se-
puede justificar sobre una serie de bases. La selección de un ejemplo
individual para su estudio en profundidad, puede ser determ inada po r el
hecho de que representa en m iniatura una situación que el historiador o
el antropólogo ya sabe (por otros contextos) que impera. En algunos
casos la microhisfcoria se asocia con m étodos cuantitativos; los dem ógra
fos históricos hacen a m enudo estudios de caso de una sola familia, o
utilizan la com putadora para simular la vida de un individuo dentro de
un sistema familiar determ inado.
Por otra parle, un caso puede ser seleccionado para su estudio prec iÁ
sám ente porque es excepcional ya que m uestra mecanismos sociales que]
no funcionan: fue para exam inar esa situación que el historiador italiano'
Cari Poní acuñó la frase “lo excepcional norm al”. El trágico destino del
locuaz M enocchio nos dice algo sobre la mayoría silenciosa entre sus con
tem poráneos. Los conflictos abiertos pueden revelar tensiones sociales
que están presentes todo el tiempo pero que sólo en ocasiones se hacen
visibles. O bien los m icrohistoriadores pueden concentrar su atención,
com o Giovanni Levi, en un individuo, un incidente o una pequeña comu
nidad com o un lugar privilegiado desde el cual observar las incoheren-
d as de los grandes sistemas sociales y culturales, sus ambigüedades u omi
siones, las grietas estructurales que dejan al individuo un pequeño espa
cio libre, como el de una planta que crece en una hendidura entre dos
rocas.6*
Hay que decir, sin embargo, que las inconsistencias de las norm as so
ciales no siem pre trabajan en beneficio de los individuos. Las dos rocas
pueden aplastar a la planta. Como ejemplo de este problem a podem os
recordar un célebre incidente de la historia japonesa, un dram a social
que en su época interesó apenas a un grupo de personas pero que desde
entonces nunca ha sido olvidado y ha sido representado m uchas veces en
el teatro y en el cine, debido a su carácter ejem plar y simbólico.
Se trata de la historia de ‘lo s cuarenta y siete ronin”. A comienzos del
siglo XVIII, dos nobles se pelean en la corte del shogun. El prim ero, Asano,
considerándose insultado, saca la espada y hiere al otro, Kira. Como cas
tigo po r haber sacado la espada en presencia del shogun, Asano recibe la
orden de suicidarse ritualm ente. Los samurais a su servicio se convierten
entonces en hom bres sin amo, o ronin, y deciden vengar a su señor. Des
pués de esperar lo suficiente para alejar las sospechas, una noche atacan
la casa de Kira y lo m atan y a continuación se entregan al gobierno. El
gobierno por su parte se encuentra ante un dilema: esos servidores evi
dentem ente han violado la ley pero, por otro lado, han hecho exactam en
te lo prescrito por el código de h o n o r informal de los samurais según el
cual la lealtad al propio señor es una de las principales virtudes, y el go
bierno del shogun tam bién defiende ese código de honor. La salida del
dilema es ordenarles que se suiciden ritualm ente igual que su señor, pero
tam bién para honrar su propia memoria.
El atractivo de esta historia para los japoneses, en su época y hasta
ahora, tiene seguram ente que ver con la forma en que pone de manifies
to (en form a dramática, en realidad) un conflicto latente entre dos nor
mas sociales fundam entales. Dicho de otro m odo, nos dice algo im por
tante sobre la cultura Tokugawa. Si el movimiento m icrohistórico ha de
escapar a la ley de los retornos decrecientes, es necesario que quienes
practican la microhistoria digan más sobre la cultura general, y dem ues
tren los vínculos entre las pequeñas com unidades y las tendencias macro-
históricas.64
“ Levi (1985,1991).
64 H annerz (1986); Sahlins (1988).
3. CONCEPTOS CENTRALES
EL PAPEL SOCIAL
4 Kula (1962).
5 D ah ren d o rf (1964); R u n d m an (1988-1989), pp. 2, 70-76.
hoy. Muchos historiadores consideran que las conclusiones de Aries son
un poco exageradas, pero la idea de que ser “niño” es un papel social
sigue siendo válida.6
Yo quisiera proponer que los historiadores tienen m ucho que ganar si
utilizan m ás el concepto del “papel” desem peñado y en form a más preci
sa y sistemática que hasta ahora. Hacerlo los alentaría a tom ar más en
serio form as de com portam iento que, en general, se han exam inado
en térm inos individuales o morales antes que sociales, y que han sido
condenadas en form a demasiado fácil y etnocéntrica. y
Los favoritos reales, po r ejemplo, a m enudo han sido vistos sim plem en
te como malvados que tenían una influencia maligna sobre reyes como
Eduardo II de Inglaterra y Enrique III de Francia. Pero es m ucho más
esclarecedor considerar el de “favorito” como un papel social con funcio
nes precisas en la sociedad cortesana (quizá valga la pena agregar que el
cargo subsistió hasta nuestro siglo, como lo dem uestra la carrera de Phi-
lipp Eulenburg en la corte del káiser Guillermo II).7 Los gobernantes,
com o cualquier persona, necesitan amigos. A diferencia de otras perso
nas, necesitan asesores no oficiales, en particular en las sociedades dondt
el derecho a dar consejo oficialmente estaba reservado a la aristocracia
Además necesitan algún m edio de dejar de lado la m aquinaria formal de
su propio gobierno, al m enos en ocasiones. Los gobernantes necesitan a
alguien en quien puedan confiar, alguien independiente de los nobles y
de los funcionarios que los rodean, alguien de quien puedan creer que
les será leal porque su posición depende totalm ente de su lealtad, y tam
bién, y no m enos im portante, alguien a quien echarle la culpa si las cosas
salen mal.
Un favorito era todo eso. Es posible que algunos favoritos, como Piers
Gaveston en el reinado de Eduardo II o el duque de Buckingham bajo
Jacobo I y Carlos I de Inglaterra, fueran desastres políticos.8 Es posible
que hayan sido elegidos porque el gobernante se sentía atraído por ellos:
Jacobo I escribía a Buckingham llam ándolo su “dulce hijo y esposa”. De
todos m odos el poder de los favoritos, igual que el poder de los eunucos
en los im perios bizantino y chino, no se puede explicar sólo en términos
de la debilidad del m onarca.9 En el sistema de la corte había un lugar que
6 Aries (1960).
’ R ohl (1 9 8 2 ),p. 11.
8 Peck (1990), pp. 48-53.
9 Coser (1974); H opkins (1978), pp. 172-196.
debía ser llenado por un amigo del rey y un patrón de conducta asociado
con ese papel.
Un problem a de los favoritos era que su papel no era visto por los
nobles y ministros de la misma m anera que lo veía el gobernante. Es po
sible que diferentes grupos tengan expectativas incompatibles respecto a
la persona que juega determ inado papel, lo que conduce a lo que se
conoce como “conflicto de papel” o “tensión de papel”. Por ejemplo, se
ha sostenido que el oba, el gobernante sagrado de los yoruba, estaba ro
deado de jefes que esperaban de él que afirmara su autoridad y a la vez
que aceptara las decisiones de ellos.10Algo parecido podría decirse sobre
la relación entre muchos gobernantes europeos y su nobleza. I a reveren
cia por el papel de rey podía inhibir la crítica abierta de quien lo desem
peñara, porque “el rey no puede equivocarse”, pero no im pedía que su
política fuera atacada po r otros medios, principalm ente por la denuncia
de Jos “malos consejeros”. Esa denuncia recurrente era a la vez una forma
indirecta de criticar al rey y una expresión de odio hacia los consejeros
que (igual que los favoritos) no eran de origen noble, sino que habían
sido “elevados del polvo” po r el favor real. La continuidad de esas críticas,
desde la Inglaterra de Enrique I y el cronista del siglo XII, O doricus Vitalis,
hasta la Francia de Luis XTV y el duque de Saint-Simon, indica que el
problem a era indudablem ente estructural.11
En m uchas sociedades, desde la Grecia antigua hasta la Inglaterra isa-
belina, las personas tuvieron conciencia de los papeles sociales contem
poráneos; a m enudo vieron el m undo como un escenario donde “cada
hom bre desem peña muchos papeles durante su vida”. Pero los teóricos
sociales llevaron esas ideas más lejos. En este sentido una figura notable
fue la del finado Erving Colim an, a quien fascinaba lo que llamaba la
“dram aturgia” de la vida cotidiana. 1\G offm an vinculaba el concepto de.
“papel” con los de “ejecución”, “cara”, “regiones frontales", “regiones del
fondo” y “espacio personal”, para analizar lo que llamaba la “presenta
ción del sujeto” o “manejo de la im presión”.^
Puede parecer raro que un historiador sé interese por Goffman, cuyo
trabajo se basaba en la observación de la vida contem poránea, principal
m ente en Estados Unidos, y que no se ocupó particularm ente de las dife
rencias entre culturas ni del cambio en el tiempo. Sin embargo yo diría
10 Lloyd (1968).
11 Rosen thal (1967).
12 Goffm an (1958).
que ese enfoque es aún más im portante para el estudio del m undo medi
terráneo del pasado que para el de la sociedad estadunidense actual.
Es evidente la im portancia del análisis de Goflman para la Italia del
Renacimiento, por ejemplo. El Príncipe, de Maquiavelo, y el Cortesano, de
Castiglione, son, entre otras cosas, instrucciones para causar buena im
presión -fare bellafigura, como dicen los italianos- al desem peñar deter
m inados papeles sociales. El “n om bre” y la “reputación” están entre las
principales procupaciones del tratado de Maquiavelo; en realidad en un
punto llega incluso a decir que no es necesario poseer las cualidades del
gobernante ideal, basta con parecerlo. En este caso los modelos de la
realidad social del actor encajan bastante bien con la teoría social más
reciente. En los últimos años las teorías de Golfín an han atraído la aten
ción de historiadores interesados en el “individualismo” tradicionalm en
te asociado con el hom bre del Renacimiento, o con la presentación del
sujeto en los retratos del Renacim iento .[Los retratos, por ejemplo, reve
lan lo que el artista consideraba - o lo que creía que su cliente conside
ra b a - la pose, los gestos, la expresión y los “instrum entos” apropiados
para el papel del m odelo, incluyendo la arm adura para nobles que nunca
com batieron y libros para obispos que jamás estudiaron.13 En ese caso, la
lectura de Gofíman ha sensibilizado a los historiadores hacia ciertas ca
racterísticas de la sociedad italiana. Pero a diferencia de Goffman, para
ellos la cuestión de la variación es central; quieren saber si hubo más
preocupación po r la presentación del sujeto en ciertos lugares o periodos
o si el estilo de presentación cambió o se m odificój
El concepto de papel social también tiene su utilidad para historiado
res de los siglos XIX y XX. Se ha dicho que I litler representaba papeles,
que “siempre parecía más seguro, más despiadado y de sangre más fría de
lo que realm ente era”.MNo es difícil hallar más ejemplos, desde Mussoli-
ni, que supuestam ente dejaba encendida la luz de su estudio para dar la
impresión de que trabajaba hasta muy tarde, hasta Churchill, que tenía
plena conciencia de la im portancia de la “utilería”, como su famoso ha
bano. |A nivel colectivo, el debate en torno a la deferencia en la Gran
Bretaña del siglo xix se rio enriquecido po r la sugerencia de que, p o r lo
m enos para algunos m iembros de la clase trabajadora, la deferencia, e
incluso la respetabilidad, no eran una parte fundam ental de su identidad
SEXO Y GÉNERO
15Bailey (1978).
>6 Moi (1987).
>’ Kelly (1984), p. 19; cf. Scott (1988, 1991).
ls B ridenthal y Koonz (1977); Scott (1988).
tiempos y lugares) expresar sus ideas a través del lenguaje de los machos
dom inan tes.19J
El movim iento feminista y las teorías asociadas con él han estimulado
p o r igual a historiadores de género fem enino y masculino a plantear nue
vas preguntas acerca del pasado. Sobre el dom inio masculino, p o r ejem
plo, en diferentes tiempos y lugares: ¿Era realidad o mito? ¿En qué m edi
da y p o r qué medios era posible resistírsele? ¿En qué regiones, en qué
periodos y en qué dom inios dentro de la familia, por ejemplo, ejercían
las m ujeres influencia no oficial?20 En una época en que la paternidad de
Dios ha pasado a ser discutible, un medievalista ha estudiado la imagen
de Jesús como mujer.21
O tro conjunto de preguntas se refiere al trabajo de las mujeres. ¿Q ué'
tipos de trabajo eran realizados por m ujeres en lugares y m om entos de
terminados? ¿Ha declinado la posición de las mujeres desde la revolución
industrial, o incluso desde el siglo XVI?22 El trabajo de las m ujeres ha sido
con frecuencia ignorado por los historiadores de género masculino, en
b uena parte porque -e n un ejemplo notorio del problem a de la “invisibi-
lidad”- , en la mayoría de los casos, no está registrado en los docum entos
oficiales y estudios de los trabajadores encom endados a y realizados por
hom bres. En la ciudad de Sao Paulo de comienzos del siglo XIX, po r ejem
plo, las actividades de m uchas mujeres trabajadoras pobres, blancas y ne
gras -co m o vender comida en la calle, p o r ejem plo- sólo se pueden recu
p e ra r p o r m edios indirectos, principalm ente a través de los registros
judiciales de disputas y delitos que ocurrían en relación con el trabajo.23
Ya se ha sugerido que esa nueva perspectiva sobre el pasado es de im
portancia equivalente a la de(la “historia desde abajo”;]también podría
mos decir que corre un riesgo similar.^Al tiem po que com pensan las omi
siones de la historia tradicional, esas dos formas nuevas de historia corren
el riesgo de perpetuar una oposición binaria, entre la elite y el pueblo en
un caso, entre hom bres y m ujeres en el otro j Desde el p unto de \ista
adoptado en este estudio, el de la “historia total”, sería más útil concen
trarse en modificar las relaciones entre hom bres y mujeres, tanto en las
fronteras de género como en las concepciones de lo que es propiam ente
masculino o fem enino. La reciente fundación de una publicación intere-
19 A rdener (1975).
20 Rogers (1975); Segalen (1980), pp. 155-172.
21 Bynum (1982), pp. 110-166.
22 Lcwenhak (1980).
23 Tilly y S cott (1978); Dias (1983).
sada en Gender and History [G énero e Historia] (1989) hace pensar que
ese cambio de enfoque ya se está llevando a cabo.
Si las diferencias entre hom bres y m ujeres son culturales antes que
naturales, si “hom bre” y “m ujer” son papeles sociales, organizados y defi
nidos de distinta m anera en distintos periodos, entonces los historiadores
tienen m ucho trabajo que hacer. Tienen que hacer explícito lo que casi
siem pre quedó implícito en su m om ento, las reglas o convenciones para
ser una m ujer o un hom bre de determ inado grupo de edad o grupo so
cial en una región y un periodo determinados. Más precisam ente -puesto
que las reglas son cuestionadas aveces-, tienen que describir las “conven
ciones de género dom inantes”.24
De nuevo, explicar el ascenso de los procesos por brujería en la Europa
de comienzos de la época m oderna es o debería ser un problem a para los
historiadores de género, por el hecho bien conocido de que en la mayo
ría de los países la mayoría de los acusados fueron mujeres. lis un desafío
que, curiosam ente, hasta ahora ha tenido muy pocas respuestas.25 O tra
vez: la historia de instituciones como conventos, regimientos, gremios,
herm andades, cafés y colegios podría iluminarse si son vistas com o ejem
plos de “unión m asculina”. Lo mismo podría ocurrir con la política, du
rante el tiem po en que las m ujeres estaban excluidas de la “esfera públi
ca” (véase infra, p. 94) 26
J il proceso de construcción cultural o social del género tam bién se
encuentra bajo escrutinio históricojU n ejem plo destacado es un reciente
estudio de 119 mujeres holandesas que vivieron como hom bres (princi
palm ente en el ejército y la marina) en la Europa de comienzos de la
época m oderna, incluyendo sus motivos para ese cambio de vida y la tra
dición cultural alternativa que posibilitó esa decisión. María van Antwer-
pen, por ejemplo, quien en realidad no había nacido en I lolanda sino en
Rreda (Países Bajos) en 1719, quedó huérfana y fue criada y m altratada
por una tía: ingresó entonces al servicio doméstico y fue despedida, por
lo que decidió alistarse como soldado. Según su autobiografía, lo hizo
porque había oído hablar de otras m ujeres que lo habían hecho y porque
tenía m iedo de verse obligada a dedicarse a la prostitución.27
FAMILIA Y PARENTESCO
yEl ejem plo más obvio de una institución form ada por un conjunto de
papeles m utuam ente dependientes y complem entarios entre sí es la fami
lia. En los últimos treinta años aproxim adam ente, la historia de la familia
se ha convertido en uno de los campos de la investigación histórica de
crecim iento más rápido y ha conducido a un diálogo entre historiadores,
sociólogos y antropólogos sociales en que cada grupo ha aprendido de
los demás y tam bién obligado a los demás a revisar sus supuestos.j
En un tem prano clásico de la sociología, L ’organi.sation de la famille
(1871), Frédéric Le Play distinguía tres tipos principales de familia. Esta
ba la familia “patriarcal”, ahora conocida más bien como la familia “uni
d a ”, en que el hijo casado continúa bajo el ted io paterno; la familia “ines
table”, conocida ahora como “nuclear” o “conyugal”, que todos los hijos
abandonan al casarse; y entre ambas el tipo más asociado con Le Play, la
28 Foucault (1976-1984); O rtiiery W hitehead (1981); W inkler (1990), esp. pp. 11,37, 52, 54.
“familia tronco” (famille souché), en que sólo perm anece con los padres
un hijo casado.29
El paso siguiente fue organizar esos tres tipos en un orden cronológico
y presentar la historia de la familia europea como una historia de contrac
ción gradual del “clan” (en el sentido de un grupo amplio de parientes)
de comienzos de la edad media, pasando por la familia troncal a com ien
zos de la época m oderna para llegar a la familia nuclear típica de nuestra
sociedad. Sin embargo esa teoría de la “nuclearización progresiva”, que
solía ser de ortodoxia sociológica, ha sido desafiada po r los historiadores,
en particular po r Peter Lasletty sus colegas del Grupo de Cambridge para
el Estudio de la Población y la Estructura Social, pero tam bién en otros
países com o H olanda.30 El Grupo propone una clasificación triple ligera
m ente distinta de la de Le Play, concentrándose en las dimensiones y la
composición del grupo de casa y distinguiendo grupos de casa familiares
“simples”, “extendidos” y “m últiples”. Su más célebre hallazgo es que en
tre los siglos XVI y XIX, en Inglaterra, el tam año del grupo de casa apenas
se apartó de un prom edio de 4.75. También señalan que los grupos de
casa y de ese tam año han sido característicos por m ucho tiem po de Euro
pa Occidental y jap ó n .31
El enfoque de los grupos de casa es a la vez preciso y relativamente fácil
de docum entar, gracias a la supervivencia de los docum entos censales,
pero tiene sus peligros. Dos de esos peligros en particular han sido señala
dos por sociólogos y antropólogos en nuevas contribuciones al diálogo
entre disciplinas.
En prim er lugar, las diferencias entre los grupos casa-hogar descritos
como “m últiple”, “extendido” o “simple” podrían ser -com o ya había se
ñalado el ruso Alexander Chayanov en la década de 1920- sim plem ente
fases en el ciclo de desarrollo de un mismo grupo doméstico, que se ex
pande m ientras la joven pareja está criando a sus hijos y se contrae nue
vamente cuando los hijos se casan y se van.32
Una segunda objeción al tratam iento del tam año y la composición del
gm po casa-hogar como índice de la estructura familiar nos lleva de regre
so al problem a de los datos duros y blandos (véase supra, p. 49). Lo que
querem os descubrir es la m anera como se estructuran las relaciones fa
‘COMUNIDAD E IDENTIDAD \
GLASE
^ Perkin (1953-1954).
48 Ossowski (1957); Godelier (1984), pp. 245-252.
ta ” o “atribuida” para hablar de una “clase trabajadora” en un m om ento
en que sus m iem bros carecen del necesario sentim iento de solidaridad.
Debo confesar que no le encuentro m ucha utilidad a esta idea de una
conciencia inconsciente; sin duda es más explícito y menos equívoco ha
blar de “intereses” de clase.49 Un crítico reciente ha llegado incluso a
hablar de “crisis del concepto de clase” con base en que es difícil encon
trar grupos sociales con intenciones comunes.50
No es exactam ente sorprendente descubrir que los historiadores a
quienes les ha resultado más útil el modelo de clase son los que se ocupan
de la sociedad industrial, sobre todo en Inglaterra (la sociedad donde el
propio Marx escribía y donde el lenguaje de clase era utilizado por m u
chos contem poráneos) .51 U na vez más, parecen em bonar los m odelos de
los actores y los de los historiadores. Sin embargo, las fuerzas y las debili
dades de un modelo se hacen más visibles al estirarlo, es decir, al tratar
de utilizarlo fuera del área para la que fue diseñado originalm ente. Por
esta razón podría resultar más esclarecedor exam inar tentativas más con
trovertidas de analizar sociedades preindustriales en térm inos de clase.
Un ejem plo muy conocido de análisis de ese tipo es el del historiador
ruso Boris Porshnev en su estudio de las rebeliones populares en Francia
a comienzos del siglo XVII. Hubo un núm ero considerable de rebeliones
de ese Upo, tanto en pueblos como en el campo, de Norm andía a Bur
deos, en especial entre 1623 y 1648. Porshnev destacaba los conflictos que
contraponían a terratenientes y arrendatarios, amos y jornaleros, gober
nantes y gobernados, y presentaba a los rebeldes como hom bres con un
objetivo consciente de derrocar a la clase dom inante y al régim en “feu
dal” que los oprimía. Su libro fue calificado de anacrónico por historia
dores franceses, como Roland M ousnier y sus seguidores, precisam ente
porque Porshnev insistía en utilizar el térm ino “clase” -e n el sentido am
plio de M arx- para describir conflictos del siglo xvii. Según esos historia
dores, las rebeliones eran protestas contra los aum entos de los impuestos
por parte del gobierno central, y el conflicto que expresaban era el exis
tente entre París y las provincias, no entre la clase gobernante y el pueblo.
A nivel local, lo que esas protestas revelaban eran vínculos, antes que con
flictos, entre la gente com ún y la nobleza, urbana y rural.52
Suponiendo por un instante que las críticas resumidas más arriba sean
fundadas, y que el m odelo de clase no sea útil para com prender la pro
testa social o incluso la estructura social en la Francia del siglo XVII: ¿qué
m odelo deben em plear los historiadores en su lugar?
Según el principal crítico de Porshnev, Roland Mousnier, el m odelo
correcto para usarse en este análisis en particular es el de los tres estados,
o los tres órdenes: el clero, la nobleza y el resto. Ese era el m odelo utili
zado po r los propios con tem poráneos, y M ousnier utiliza con abundancia
un tratado sobre “órdenes y dignidades” de un abogado francés del siglo
xvn, Charles Loyseau. La división de la sociedad en tres partes estaba
consagrada por la ley. Antes de la revolución de 1789 en Francia, el clero
y la nobeza eran estados privilegiados, exentos de impuestos, por ejem
plo, m ientras que aquellos que no tenían ningún privilegio form aban el
“tercer estado” residual. De ahí la afirmación de Mousnier de que Porsh
nev estaba tratando de im poner al antiguo régim en conceptos que sólo
son aplicables al periodo posterior a la revolución.
Vale la p en a señalar que M ousnier no deriva su teoría social sólo de
tratados del siglo xvn. Tam bién ha leído a algunos sociólogos, como el
estadunidense B em ard Barber.53 Esos sociólogos siguen una tradición
cuyo más distinguido representante es^Max Weber. Este distinguía las
“clases”, que definía como grupos de personas cuyas oportunidades en la
vida (LebenscJiancen) estaban determ inadas por la situación del m ercado,
de los “estados” o “grupos de estatus” (Stande), cuyo destino era determ i
nado por el estatus o el h o n o r (standische Ehre) que les otorgan otros/lLa
posición de los grupos de estatus era generalm ente adquirida por naci
m iento y definida por la ley, pero se revelaba a través de su “estilo de vida"
(Lebenstit)¿ Mientras que Marx definió sus clases en los térm inos de la
producción, Weber estuvo cerca de definir sus estados en los térm inos del
consumo.J A la larga, sugiere Weber, la propiedad confiere estatus, aun
que a corto plazo “tanto propietarios como personas sin propiedades
pueden pertenecer al mismo orden”.54 Está claro que el concepto de “gru
pos de estatus” de W eber deriva de la idea tradicional europea de los tres
estados u órdenes que se rem onta a la edad media. Está igualm ente claro
que él refino la idea y la hizo más analítica, de m anera que analizar el siglo
Igual que “clase”, movilidad social es un térm ino familiar para los histo
riadores, y a este tema se han dedicado monografías, conferencias y nú
m eros especiales de revistas. Menos familiares son quizás algunas de las
distinciones establecidas por los sociólogos, y hay por lo m enos tres que
podría ser útil incorporar a la práctica histórica. La prim era es entre m o
vimientos hacia arriba y hacia abajo por la escala social; el estudio de la
movilidad descendente ha sido injustam ente descuidado. La segunda dis
tinción es entre movilidad en la vida de un individuo (“intrageneracio-
n a l”, como dicen los sociólogos) y movilidad en varias generaciones (“in
tergeneracional ”). La tercera es la distinción entre movilidad individual
y movilidad de grupo. Los profesores universitarios ingleses, por ejemplo,
tenían hace un siglo un estatus más elevado del que tienen ahora. Por
otra parte, se puede dem ostrar que, en el mismo periodo, ciertas castas
de la India han ascendido socialmente.61
La distinción entre movilidad individual y movilidad de grupo no se
expresó con suficiente claridad en el debate sobre “el ascenso de la gente
educada”. En un famoso artículo de la década de 1950, R.H. Tawney sos
tuvo que la genlry inglesa creció en riqueza, estatus y poder en el siglo
transcurrido entre 1540 y 1640.62 A continuación se encendió una fuerte
polém ica en la que quedó claro que los participantes aveces confundían
el ascenso de determ inados individuos de los pequeños propietarios al
núcleo de la gente educada; el ascenso de otros individuos de la gente
bien a la nobleza, y el ascenso de toda la gente educada en relación con
otros grupos sociales.
* _En la historia de la movilidad social hay dos problem as principales:^
cam bios en la tasa de m ovilidad y cambios en sus m odos^Se ha señala
do que los historiadores de todos los periodos se resienten si se les dice
que “su” sociedad es cerrada o inmóvil. Hubo un em perador bizantino que
decretó que todos los hijos varones debían seguir la ocupación de sus
padres, pero es poco probable que alguna sociedad estratificada haya es
tado alguna vez en estado de inmovilidad total, lo que significaría que
todos los hijos, varones o mujeres, gozan (o padecen) del mismo estatus
de sus padres. Dicho sea de paso, hay una distinción im portante entre lo
que podríam os llamar la movilidad “visible” de los hom bres en las socie-
B1 Siiriivas (1966).
62Tawney (1941).
dades patrilineales, y la movilidad “invisible” de las mujeres a través de
m atrim onios en los que cambian de nom bre y de estatus.
(Las preguntas cruciales sobre la movilidad social en determ inada so
ciedad son sin duda relativas. yPor ejemplo: la tasa de movilidad social
(ascendente o descendénte) en la Inglaterra del siglo XVII ¿era mayor o
m enor que la de la Francia del siglo XVII, eljap ó n del siglo XVII, o la Ingla
terra en otro periodo anterior o posterior? Se im pone un enfoque com
parativo y cuantitativo. En el caso de las sociedades industriales del siglo
XX, un célebre estudio de este tipo concluyó que a pesar del énfasis de los
estadunidenses en la igualdad de oportunidades, la tasa de movilidad so
cial no era m enor en Europa Occidental que en Estados Unidos.63 Un
estudio comparativo de la Europa preindustrial según los mismos linca
mientos, sería difícil de hacer, pero también muy esclarecedor.
Un ejem plo de las trampas en que se puede caer es un estudio de
China en los periodos Ming y Qing (es decir de 1368 a 1911) que sostenía
que la sociedad china era m ucho más abierta que la sociedad europea en
la misma época. La prueba de la tasa inusitadam ente alta de movilidad
social en C hina eran las listas de candidatos triunfantes en los exámenes
para el servicio público, que incluían información acerca de los orígenes
de los aspirantes. Sin em bargo, como rápidam ente señaló un crítico,
‘los datos sobre los orígenes sociales de una clase dom inante no equiva
len a datos sobre las cifras generales de movilidad ni sobre las oportuni
dades que tienen las personas de clase más bíya”. ¿Por qué no? Porque es
necesario tener en cuenta el tam año relativo de la elite. Como suele su
ceder, los m andarines chinos constituían apenas un pequeño porcentaje
de la población; aun cuando el acceso a esa elite hubiera estado relativa
m ente abierto -y aun eso es discutible- las oportunidades para los hijos
de com erciantes, artesanos, campesinos, etc. habrían seguido siendo es
casas.64
Una segunda pregunta principal a hacer acerca de la movilidad social
se refiere a sus modos, es decir, a los diversos caminos hacia la cima y a
los diferentes obstáculos que encuentran los potenciales escaladores
(probablem ente la movilidad descendente m uestra m enos variaciones).
Si el deseo de ascender es una constante en el m undo, el m odo de ascen-
cler varía de un lugar a otro y cambia en el tiem pojE n China, por ejem
plo, durante u n largo periodo (desde fines del siglo vi hasta comienzos
RECIPROCIDAD
76 B arth (1959).
versal. Según Polanyi hay tres sistemas básicos de organización económi
ca, y sólo uno de ellos, el sistema de m ercado, está sujeto a las leyes de la
econom ía clásica. Los otros dos m odos de organización fueron denom i
nados por Polanyi como sistema de “reciprocidad” y sistema de “redistri
bución”.77
El sistema de reciprocidad se basa en el regalo. En un estudio de las
islas del Pacífico oriental, el antropólogo Bronislaw Malinowski señaló la
existencia de un sistema de intercam bio circular, en que brazaletes de
conchas viajaban en una dirección y tam bién en dirección contraria. Co
m o observa Malinowski, el intercam bio no tenía ningún valor económi
co, pero m antenía solidaridades sociales. En su famoso ensayo sobre el
regalo, Marcel Mauss generalizaba a partir de ejemplos de este tipo, sos
teniendo que esa “form a arcaica de intercam bio” tenía gran significación
social y religiosa y que se basaba en tres leyes no escritas: la obligación de
dar, la obligación ele recibir y la obligación de devolver.78 El regalo “gra
tuito” no existe. Polanyi llevó la generalización un paso más allá haciendo
del regalo la característica central del prim ero de sus tres modelos de
sistema económico.
El segundo de los sistemas de Polanyi se basa en la redistribución. Los
regalos se intercam bian entre iguales, m ientras que la redistribución de
pende de u n a jerarquía social. El tributo fluye hacia la metrópoli de un
im perio y de allí fluye de nuevo hacia las provincias. Dirigentes como los
klians de los pathan distribuyen entre sus seguidores los bienes que les
han quitado a los extraños. No se espera que los seguidores devuelvan
esos bienes después, sino que ofrezcan alguna otra form a de “contrapres
tación”, com o dicen los antropólogos.
Estas ideas han tenido una influencia considerable en historiadores
que se ocupan de la vida económica de sociedades preindustriales, aun
que en general, han tendido a ignorar la distinción de Polanyi entre re
ciprocidad y redistribución y a contrastar dos sistemas, el arcaico y el mo
derno. Por ejemplo, el medievalista ruso Aron Gurevich, ha estudiado el
intercam bio de regalos en la edad media, en Escandinavia, basándose en
Malinowski y Mauss para analizar los rituales que acom pañan el regalo,
la ocasión (en general un banquete), el tipo de objetos regalados (espa
das, anillos, etc.), la obligación de hacer un regalo en reciprocidad, etc.
Su colega francés Georges Duby ha destacado las funciones del inter
PATROCINIO Y CORRUPCIÓN
79 Gurevich (1968); Duby (1973); Braudel (1979), pp. 2, 26, 225, 623.
so E. P. T hom pson (1963, p. 359 y sigs; 1971).
Rl Stevenson (1985);Scott (1976).
co, y tam bién su deferencia expresada en una variedad de formas simbó
licas (gestos de sumisión, lenguaje de respeto, regalos, etc.); los patrones,
por su parte, ofrecen a los clientes hospitalidad, empleos y protección.
Así es com o logran transform ar riqueza en poder.
Si bien parece corresponder estrecham ente a la realidad observada, el
concepto de un sistema de patrocinio tiene algunas dificultades intrínse
cas. En todas las sociedades, por “m odernas” que sean, existe algún grado
de patrocinio, pero en algunas, donde las norm as “burocráticas” son dé
biles y la “solidaridad vertical” es particularm ente fuerte, se puede decir
que la sociedad se basa en el sistema del patrocinio.82 Sin em bargo, sub
sisten algunos problem as. El supuesto de que los vínculos e n tre patrón
y cliente son fundam entales, igual que la idea de la sociedad “de estados”
(véase supra, p. 76), estimula al observador o al historiador a no ver las
solidaridades horizontales o los conflictos entre gobernantes y gober
nados.85
Los antropólogos y los sociólogos han hecho muchos análisis del fun
cionam iento del patrocinio, en el m undo m editerráneo en particular.
Sus conclusiones han m inado, o relativizado, lo que podríam os llamar la
econom ía política “clásica” con la misma eficacia con que Polanyi y otros
relativizaron la teoría económica clásica. Han dem ostrado que -igual que
el mercado en la teoría económica- la democracia parlam entaria y la bu
rocracia no pueden ser consideradas como un m odelo político universal
y que otros sistemas tienen su propia lógica. No es posible tratar esos
sistemas com o m era “corrupción” o como formas “prepolíticas” de orga
nización.84
Si observamos por un m om ento la Inglaterra del siglo XV, y más espe
cialm ente a la región de East Anglia, tal como se revela en la correspon
dencia de la familia Paston, encontram os una sociedad que se parece a la
swat en algunos aspectos im portantes (pese a im portantes diferencias
que van desde el uso generalizado de armas de fuego a la situación pos-
colonial). Tam bién en Inglaterra, la adquisición de tierras era uno de los
principales objetivos de los hom bres adultos, y la com petencia por la tie
rra a veces adoptaba una form a violenta, como en el caso de la apropia
ción de la casa solariega de Jo h n Paston, en Gresham, por su poderoso
vecino lord Moleyns. Tam bién en Inglaterra los vínculos entre dirigentes
PODER
95 Burke (1974).
96 Lukes (1974), p. 24.
97 M ann (1986), pp. 1,518-521.
98 A lrnond y V erba (196S), pp. 12-26; Baker (1987).
estaba ordenada en el m andam iento bíblico “honrarás a tu padre” (de las
m adres 110 se hablaba tanto).99
Una implicación de este enfoque más antropológico del poder es que
el éxito o el fracaso relativo de determ inadas formas de organización po-
lítica -la democracia de estilo occidental, po r ejem plo-, en diferentes
regiones o periodos, resultará incom prensible sin un estudio de la cultu
ra mayor. O tra implicación de este enfoque es la necesidad de tom ar en
serio los símbolos, de reconocer su poder en la movilización de apoyo
político. Las elecciones m odernas, por ejemplo, han sido estudiadas co
mo u n a form a de ritual que se concentra en personalidades, antes que en
problem as, porque eso hace que resulten más dramáticas y más atracti
vas.100 Sería bueno tener más estudios de elecciones en periodos anterio
res —en el siglo XVIII en Inglaterra, p o r ejemplo—de acuerdo con esos
lincam ientos.
Por otra parte, algunos estudios recientes sobre la revolución francesa
han adoptado ese punto de vista, y consideran los símbolos de la revolu
ción com o un elem ento central del movimiento en lugar de periférico.
Así, la historiadora francesa Mona Ozouf ha dedicado un libro al análisis
de los festivales revolucionarios: el Festival de la Federación, el Festival del
Ser Suprem o, etc., prestando particular atención a los m odos en que los
organizadores de esos actos trataban de reestru ctu rar las percepciones
de espacio y tiem po de los participantes. H ubo u n intento sistemático de
crear nuevos espacios sagrados, como el Campo de Marte en París, por
ejem plo, para sustituir los tradicionales católicos. La historiadora estadu
nidense, Lynn H unt, señala a su vez que, en la década de 1790 en Francia,
trajes diferentes indicaban posiciones políticas diferentes; y destaca la im
portancia de la escarapela tricolor, el gorro frigio y el árbol de la libertad
(especie de árbol de mayo que llegó a adquirir una significación política)
en lo que los teóricos llaman la “movilización política” del pueblo. Para
mayo de 1792 se habían erigido 60 000 árboles de la libertad. En formas
como ésas, las ideas y los ideales de la revolución penetraban en la vida
cotidiana.101
O tro enfoque cultural de la política está en la obra de Jürgen Haber-
mas sobre la transformación de, lo que él llama, la “esfera pública” (Of-
fentlichkeit) en el siglo xvili. Habermas estudia la invasión de la esfera pú
99 Schochet (1975).
100 Edelm an (1971); B ennnett (1983); Kertzer (1988).
>«• O zouf (1976); H u n t (1984b).
blica tradicional, limitada a una elite reducida, por la burguesía, es decir,
por “particulares reunidos como público”, que desarrollan instituciones
propias, com o los cafés, los teatros y los periódicos, especialmente en las
grandes ciudades.102 A lrededor de veinte años después, el concepto de
esfera pública estará ya entrando en el discurso de los historiadores.103
Es bastante irónico que uno de los estudios históricos que más estre
cham ente siguen ese m odelo en sus conceptos, métodos y organización,
sea justam ente uno que critica a I labermas por no hablar de las mujeres.
Joan Landes sostiene que las mujeres trataron de entrar a la esfera públi
ca en el curso de la revolución francesa (cuando la Declaración de los Dere
chos del Ilumbre fue seguida rápidam ente por una Declaración de los Derechos
de la Mujer), pero encontraron el camino bloqueado. “La república había
sido construida no sólo sin las m ujeres sino contra ellas.”104
A un nivel más general, la posición de Habermas es vulnerable a la
crítica de que el concepto de una “esfera pública” no es tan claro como
parece y de que diferentes periodos, diferentes culturas y diferentes gru
pos sociales (los hom bres y las mujeres, por ejemplo) bien pueden colo
car en distintos lugares la línea divisoria entre lo público y lo privado. Lo
mismo ocurre con “política”, térm ino cuyo significado ha ido am pliándo
se para incluir los aspectos informales e invisibles del ejercicio del poder.
Michel Foucault fue uno de los prim eros en abogar por el estudio de la
“m icropolítica”, es decir, el ejercicio del poder en una gran variedad de
instituciones de escala reducida, incluyendo las cárceles, las escuelas, los
hospitales e incluso las familias (véase supra, p. 62). Esa propuesta, muy
atrevida cuando Foucault la form uló por prim era vez, hoy está cerca de
volverse ortodoxa.
CENTRO Y PERIFERIA
HEGEMONÍA Y RESISTENCIA
118Inalcik (1973).
119 Sahlins (1989).
'2 ° Ross (1901).
-la sociedad como form ada por grupos sociales en conflicto, cada uno con
sus propios valores, la frase “control social” parecerá peligrosa y equívoca.
11 concepto tiene su máxima utilidad en las situaciones en que resulta
más fácil responder a la pregunta de “¿quién es la sociedad?”, es decir, en
el análisis de las situaciones en que un inconform e se enfrenta cara a cara
con su com unidad, como en el caso del obrero fabril que produce más
que sus com pañeros, el estudiante que se esfuerza demasiado por agradar
al m aestro, o el soldado cuyo equipo está demasiado limpio y reluciente
(es irónico pero revelador que, en todos estos casos, el que “se desvía”
abiertam ente en esta situación cara a cara es el que sigue las norm as ofi
ciales) .
l En el caso de la Europa de comienzos de la época moderna, una de las
formas de casügo más notables de este tipo de control social era la cencerra
da. El viejo que se había casado con una jovencila o el m arido que se
dejaba golpear por su m ujer eran considerados transgresores de las nor
m as de la comunidad: de allí la música estrepitosa tocada bajo sus ventanas,
los versos satíricos e incluso la parodia de procesión de la víctima recom en-
do las calles de su banio. Las máscaras que usaban los cantores y músicos
ocultaban su individualidad e implícitamente afirmaban que estaban ac
tuando en nom bre de la com unidad.121 Pero a pesar de la escala reducida
de esos incidentes, no queda claro quién era la comunidad: ¿todos los
habitantes del pueblo o de la parroquia, o sólo los jóvenes que organiza
ban la cencerrada? ¿Expresaban realm ente un consenso? ¿Qué proba
bilidades había de que los hom bres o las m ujeres mayores de la comuni
dad vieran el incidente del mismo m odo que los organizadores?
Fuera de estas situaciones manifiestas, el concepto de control social se
hace aún más resbaladizo. Algunos historiadores lo han utilizado para
describir las actividades de los nobles ingleses del siglo XVIII, quienes im
ponían las leyes de la caza en contra de los cazadores furtivos, o como los
m unicipios del siglo XIX, los cuales prohibían diversiones populares como
el fútbol que se jugaba en las calles de Derby y otras ciudades el martes
de Carnaval y en otras ocasiones festivas. La objeción a ese uso del térmi
no es que ha llegado a ser “una etiqueta para lo que una clase le hace a
o(ra”, que considera los valores de la clase dom inante, sea nobleza o bur
guesía, como si fueran los de toda la sociedad.122
121 Piu-Rivers (1954), cap. 11; Davis (1971); T hom pson (1972).
122 Yeo y Yeo (1981); cf. Donajgrodzki (1977),Jones (1983).
La pregunta de si los valores de la clase dom inante son o no aceptados
p o r los dom inados, en determ inado m om ento y lugar, es obviam ente
difícil de responder. Si lo son, ¿por qué <s tan frecuente la resistencia
(para n o hablar de la rebelión abierta)? Si no son aceptados, ¿cómo es
que la clase dom inante continúa dom inando? ¿Su poder depende de la
coerción o del consenso, o bay alguna otra <:<>sa de por medio? El marxis-
ta italiano A ntonio Gramsci propuso que podría haber algo de ese tipo,
y el térm ino que empleó fue “hegem onía”.
La idea básica de Gramsci era que la clase dom inante no gobierna por
la fuerza (o en todo caso, no por la fuerza solam ente), sino por la persua
sión. La persuasión era indirecta: las clases subalternas aprenden a con
tem plar a la sociedad a través de los ojos de sus gobernantes debido a su
educación y también a su lugar en el sistema.123 Este concepto de hege
m onía cultural no atrajo m ucha atención cuando Gramsci lo form uló,
p ero de entonces para acá ha revivido. En realidad ha sido sacado de su
contexto original y utilizado en forma más o m enos indiscrim inada para
analizar tina gama de situaciones m ucho más amplia. Para corregir esa
inflación o dilución del concepto, puede ser útil form ular las siguientes
tres preguntas:
1. ¿Se supone que la hegem onía cultural es un factor constante, o sólo
ha funcionado en algunos lugares y en ciertos momentos? Si se acepta la
segunda opción, ¿cuáles son las condiciones y los indicadores de su pre
sencia?
2. ¿El concepto es puram ente descriptivo o se supone que es también
explicativo? Si se acepta la segunda opción, ¿la explicación propuesta se
refiere a las estrategias conscientes de la clase dom inante (o de grupos
dentro de ella) o a lo que podría llamarse la racionalidad latente de sus
acciones?
3. ¿Cómo podemos explicar el éxito en el logro de esa hegemonía? ¿Es
posible establecerla sin la colusión o la connivencia de, por lo menos,
algunos de los dominados? ¿Es posible resistírsele con éxito? ¿La clase
dom inante im pone sim plem ente sus valores a las clases subalternas o hay
algún tipo de transacción?
Sería útil introducir en este análisis dos conceptos, “violencia simbóli
ca” y “negociación”. El prim ero, “violencia simbólica”, lanzado por Pierre
Bourdieu, se refiere a la imposición de la cultura de la clase dom inante a
los grupos dom inadosy, especialmente, al proceso por el cual esos grupos
MOVIMIENTOS SOCIALES
130Scribner (1979).
137C unha (1902); Tilly (1964).
MENTALIDAD E IDEOLOGÍA
COMUNICACIÓN Y RECEPCIÓN
El estudio de la ideología conduce al de los medios por los cuales las ideas
se difunden, es decir, de la comunicación. Harold Lasswell, que venía del
estudio de la política, definió una vez los objetivos de ese estudio, en su
habitual estilo vigoroso, como “quién le dice qué a quién, y con qué efec
tos” (lo que implica que esos “efectos” eran medibles). Raymond Wi
lliams, que venía de la literatura, propuso una definición algo más blanda
y con mayor énfasis en la form a (estilo, g énero): “las instituciones y las
formas en que las ideas, la información y las actitudes se transm iten y se
reciben”. Joshua Fishman, procedente de la lingüística, propuso otra va
riación sobre el mismo tema, al decir que es “el estudio de quién habla
qué lenguaje a quién y cuándo”, subrayando la propensión de m uchos
ORALIDAD Y TEXTUALIDAD
164 Lefebvre (19$2); cf. Farge y Revel (1988) y Guha (1983), pp. 259-264.
165 Vansina (1961).
166 Goody (1977); O ng (1982), pp. 78-116.
Estas argum entaciones han sido criticadas po r poner excesivo énfasis
en la diferencia entre los m odos oral y escrito, dejando de lado las
cualidades de la comunicación oral, y tratando la alfabetización como
u n a técnica neutral que es posible separar de su contexto.167 Las críticas
no m inan la tesis central sino que más bien la califican; pero también
sugieren nuevas direcciones de investigación, por ejemplo, la interacción
o interfacecntre lo oral y lo escrito.168 Por ejemplo, las fórmulas y los temas
se encuentran tanto en los textos escritos com o en las form ulaciones
orales: ¿adoptan form as diferentes, o se utilizan en form as diferentes?
¿Qué cam bia cuando se escribe un cuento folklórico, especialm ente
cuando lo escribe un m iem bro de la elite? Por ejem plo, en Charles
P errault, que publicó Caperucita Roja a fines del siglo xvil, y que era un
intelectual y u n funcionario al servicio de Luis XIV.169
U na característica so rp ren d en te de este debate para un historiador
d e E uropa, es el contraste e n tre oralidad y textualidad a expensas de
u n tercer m edio, la im prenta. En el caso de Africa O ccidental, que se
discute con frecuencia en este contexto, la alfabetización y la im p ren ta
llegaron casi al mism o tiem po, de m anera que es difícil discernir sus
consecuencias. En el caso de E uropa, po r otra parte, hay u n debate ya
antiguo sobre la “revolución” de la im prenta, que solía discutirse sim
p lem en te en cuanto a la difusión de libros, ideas y m ovim ientos (espe
cialm ente la Reforma pro testan te), pero la atención ha venido despla
zándose del m ensaje al m edio.
M cLuhan, por ejemplo, ha afirmado que la im prenta fue la causa de
un desplazam iento del énfasis en el oído a la vista (en parte, gracias al
creciente uso de diagramas), y tam bién de “la división entre el corazón y
la cabeza”. La historiadora estadunidense Elizabeth Eisenstein, tradujo a
M cLuhan en forma académica y respetuosa en su estudio de ‘la im prenta
com o agente de cambio”, destacando características de la “cultura im pre
sa” como la uniformación, la preservación y m edios más sofisticados de
recuperación de información (índices alfabéticos, p o r ejem plo).170 En
form a similar, Walter Ong (cuyas prim eras obras históricas habían inspi
rado a M cLuhan) describe el m odo en que la im prenta refuerza la escri
MITO
Para llevar la discusión un poco más lejos, podría resultar útil introducir
el térm ino “m ito”. Los historiadores utilizan a m enudo el térm ino “m ito”
para referirse a historias que son falsas, en contraste explícito con sus
propias historias o con “la historia”. Com parar ese uso con el de los an
tropólogos, por ejemplo, o con el de los teóricos literarios o los psicólo
gos, podría resultar esclarec.edor.173
Para Malinowski, por ejemplo, los mitos eran principal si no exclusiva
m ente relatos con funciones sociales. Un mito, según él, es una historia
sobre el pasado que sirve de “norm a” para el presente. Es decir, desem
peña la función de justificar alguna institución del presente y m antenerla
así en existencia. Quizás estaba pensando no sólo en las historias relata
das po r los isleños de T robriand, sino en la Carta Magna, docum ento que,
a lo largo de los siglos, ha sido utilizado para justificar una amplia varie
dad de instituciones y de prácticas. Ese docum ento era continuam ente
m alinterpretado, o reinterpretado, de m anera que siempre estaba al día.
Así, las “libertades” de los barones se fueron convirtiedo en la libertad del
súbdito. Lo im portante en la historia de Inglaterra fue no tanto el texto
como el “m ito” de la Carta Magna.174 En form a similar, funcionaba como
justificación del sistema político de la época la llamada “interpretación
whigde la historia” que circulaba en Inglaterra en el siglo X IX y comienzos
FUNCJ '
1 Coser (1956).
En otro m om ento, hablando de ciertos rituales zulúes de inversión, el
autor dice que la suspensión anual de los tabúes habituales “sirve para
destacarlos”.2
IjComo hem os visto ya (supra, p. 23), el enfoque funcionalista predom i
n o en la sociología y en la antropología social desde cerca de 1920 hasta
alrededor de 1960, a tal punto que hacia el fin de ese periodo fue descrito
n o com o un m odo de análisis entre otros, sino como el m étodo socioló
gico. j Esa afirmación sería insostenible en una época en que la fenom e
nología, el estructuralismo, la herm enéutica y el posestructuralismo com
piten por la suprem acía en la interpretación, pero razonablem ente se
podría sostener que la tradición funcionalista todavía m antiene una exis
tencia subterránea en la sociología y la antropología, e incluso que con
tinúa teniendo una influencia que es aún más im portante po r hallarse
más o m enos olvidada.
Por su parte los historiadores, a pesar del ejemplo de Gibbon, se mos
traron muy lentos al adoptar ese enfoque. En realidad fue apenas en la
década de 1960, cuando los sociólogos em pezaron a sentirse incóm odos
con una idea de función social, a la que un grupo de historiadores activos
había em pezado a aplicar ese tipo de explicación.
Keith Tilomas, por ejemplo, sostiene en su estudio clásico de la magia
y la hechicería, que ‘la creencia en las brujas se m a para reforzar las obli
gaciones tradicionales de caridad y buena vecindad en un periodo en que
otras fuerzas económicas y sociales conspiraban para debilitarlas” en las
com unidades de los pequeños pueblos ingleses, ya que los habitantes más
ricos tem ían que los más pobres los maldijeran o los em brujaran si los
despedían con las manos vacías. Alan Macfarlane ha sugerido asimismo
que “el m iedo a la bruja actuaba com o u n a sanción para im poner la
b uena vecindad”, aunque tam bién lo tienta u n a explicación funcional
alternativa (o de hecho contraria), según la cual los procesos por hechi
cería fueron “un m edio para efectuar un profundo cambio social”, el de
pasar de u n a sociedad m ayorm ente “de vecinos” a otra más individua
lista.4 El hecho de que esas dos explicaciones opuestas sean compatibles
con los mism os datos debería hacernos sentir incóm odos. Las explica
ciones función alistas son fáciles de aplicar y difíciles de verificar (o
falsificar).
2 Gluckm an (1955).
5 Davis (1959).
4 Tilom as (1971), pp. 564-566; M acfarlane (1970), pp. 105,196.
lEl atn Ktivo del f uncionalismo para los historiadores es que compensa
su tendencia tradicional a explicar gran parte del pasado po r las intencio
nes de los individuoSjJUn caso en que el tradicional “intencionalism o”,
como se le ha llamado, entró en conflicto abierto con el funcionalismo,
es la historiografía del Tercer Reich.5 Los intentos de explicar las estruc
turas del Estado nacional-socialista y los acontecim ientos del periodo
1933-1945, exclusivamente dentro de los térm inos de las intenciones del
Führer, resultan cada vez m enos plausibles ahora que la investigación se
ha vuelto hacia las regiones, la “periferia” del sistema. Hay una tendencia
cada vez mayor a considerar tanto las presiones políticas y sociales sobre
Hitler com o sus planes conscientes e incluso sus pulsiones inconscientes.
Quizás esa preocupación por las estructurasy las presiones no sea funcio-
nalista en un sentido estricto, p ero sirve para ilustrar la necesidad de una
historia política no limitada a las acciones y los pensam ientos de los diri
gentes políticos.
Pero si el funcionalismo resuelve problemas, tam bién los plantea. Un
ejem plo de uno de esos problem as podem os encontrarlo en un ensayo
ya m encionado en un capítulo anterior: el análisis de las causas de la
revolución inglesa, hecho por Stone. Según este ensayo, el crecim iento
económ ico y el cambio social en Inglaterra, en el siglo com prendido en
tre 1529 y 1629, condujo a un “desequilibrio” entre el sistema social y el
sistema político. El autor de una reseña reaccionó preguntando “¿Ycuán
do estuvieron en equilibrio?”, y concluyó que el concepto no era aplica
ble a Europa durante la edad m edia ni en la prim era parte de la época
m oderna. Del mismo m odo, Edm und Leach declaró una vez que “las
sociedades reales nunca pueden estar en equilibrio”.6 Esas críticas son un
poco exageradas. Pareto, por ejemplo, no veía a las sociedades en los tér
minos de un equilibrio “perfecto” o estático, sino más bien de un equili
brio “dinám ico”, definido como “un estado tal que si artificialmente es
som etido a alguna modificación [...] de inm ediato se produce una reac
ción tendiente a devolverlo a su estado real, a su estado norm al”.7
Un ejem plo histórico que casi parece haber sido inventado para de
m ostrar los puntos fuertes del funcionalismo es la República de Venecia
en los siglos XVI y XVII.8 En esa época, Venecia era muy adm irada por la
5 Masón (1981).
6 Stone (1972); K oenigsberger (1974); Leach (1954); cf. Easton (1965), pp. 19-21.
7 Pareto (1916), sección 2068.
8 Burke (1974).
desusada estabilidad de su sistema social y político. Los propios venecia
nos explicaban esa estabilidad, que según ellos era eterna, p o r su consti
tución m ixta o “equilibrada”, en la cual, el elem ento m onárquico estaba
representado p o r el dux, el aristocrático por el Senado y el llam ado ele
m en to “d em ocrádco” p o r el Gran Consejo, form ado po r a lred ed o r de
2 000 varones adultos nobles. En la práctica, Venecia era gobernada por
una oligarquía de alrededor de 200 de los principales nobles (conocidos
en la época com o grandes), que se tu rn ab an para ocupar los cargos
políticos clave. Por tanto, la idea de una constitución mixta podría describir
se como una “ideología” o un “mito” (en el sentido malinowskiano del tér
mino) que servía para m antener en existencia el sistema.
Es poco probable que el mito tuviera fuerza suficiente para desem pe
ñ ar esa función por sí solo, persuadiendo a los nobles m enores, a los
ciudadanos y al pueblo de que todo andaba bien, pero existían otras ins
tituciones para inhibir o, siguiendo con la m etáfora del equilibrio, para
“equillibrar” la oposición de esos grupos. En Venecia, igual que en el
Africa de Gluckman, los conflictos de lealtades servían a la causa de la
cohesión social. Los nobles m enores eran impulsados, de una parte, por
la solidaridad a su grupo y, al m ism o tiem po y en dirección contraria,
p o r los vínculos de patrocinio (véase supra, p. 88) que los ligaban en cuan
to individuos a alguno de los grandes. Atrapados en ese conflicto, tenían
interés en la negociación para salir de él.
¿Y el resto de la población? El grupo popular más articulado, que po
dría haber desafiado a la oligarquía veneciana, eran los ciudadanos, un
grupo relativamente reducido de entre dos y tres mil varones adultos que
gozaban de algunos privilegios para com pensar su exclusión del Gran
Consejo; así algunos cargos de la administración estaban reservados para
ellos solam ente, sus hijas solían casarse con nobles y había algunas her
m andades religiosas abiertas a nobles y ciudadanos por igual. Se podría
sostener que esos privilegios hacían que los ciudadanos se sintieran cerca
de los nobles y po r lo tanto separados del resto del pueblo.
Ese pueblo, de alrededor de 150 000 personas, se m antenía tranquilo,
igual que la plebe de la antigua Roma, m ediante u n a combinación de pan
y circo.9 El gobierno subsidiaba el trigo y además patrocinaba espléndidas
fiestas públicas. El Carnaval, que en Venecia era extraordinariam ente ela
borado, era un ritual de inversión en que se podía criticar a las autorida
des con bastante im punidad, una válvula de seguridad igual que los ritua
9 Veyne (1976).
les zulúes estudiados por Gluckman. Los pescadores de Venecia tenían
derecho a elegir su propio dux, que era solem nem ente recibido con un
beso por el verdadero, en un ritual que podría decirse que cumplía la
función de persuadir a las personas comunes de que eran partícipes de
un sistema político del que, en realidad, estaban excluidas.10
Q uedaba la población de los territorios sometidos a Venecia, que in
d in an una parte considerable del norte de Italia (Padua, Vicenza, Vero-
na, Bérgamo y Brescia). Los patricios de esas ciudades no gustaban proba
blem ente de la pérdida de su independencia, pero tenían oportunidad
de ser em pleados como oficiales del ejército veneciano. En cuanto a los
plebeyos, en m ucho casos eran provenecianos por hostilidad a sus pro
pios patricios. De m anera que se puede decir que la estabilidad del siste
ma dependía de un complejo equilibrio de fuerzas.
Parecería haber una afinidad electiva entre ese ejemplo de estabilidad
y el m étodo del análisis funcional. De todos modos, el ejemplo puede
servir para ilustrar tanto las debilidades del m étodo como sus puntos fuer
tes. T odo el m undo no es Venecia, y es difícil explicar los frecuentes con
flictos y crisis de las repúblicas herm anas de Florencia y Genova -p a ra no
ir más lejos- en términos funcionalistas. Incluso en el caso veneciano, el
sistema no fue eterno: la república fue abolida en 1797, e incluso en siglos
anteriores había pasado por una serie de crisis que condujeron a cambios
estructurales, com o el cierre del Gran Consejo a nuevos miembros, el
increm ento de la im portancia del Consejo de los Diez, el paso de ser un
im perio m arítim o a ser un im perio del norte de Italia, etcétera.
El cambio es a m enudo el resultado de un conflicto, lo que podría
servir para recordam os que, aun en sus versiones más sofisticadas, el en
foque funcional sigue ligado a un m odelo consensual, durkheim iano, de
la sociedad. Los historiadores de Italia reconocieron este punto, al acu
ñar la frase “el mito de Venecia” para referirse a la imagen de una socie
dad estable y equilibrada, y para indicar implícitamente que se trataba de
una imagen distorsionada. En realidad sería im prudente suponer que las
personas com unes compartían todos los valores de la clase dom inante o
que eran fácilm ente m anipuladas por m edio de rituales como la elección
y entronización del dux de los pescadores. Como hem os visto, la estabili
dad social n o implica necesariam ente consenso; puede ser resultado
de la prudencia o de la inercia, antes que de una ideología compartida
10 C /M u ir (1981).
(véase supra, p. 114), y ciertos tipos de estructura política y social también
la ayudan.
Resum iendo, el concepto de “función" es un elem ento útil en la csya
de h erram ien tas tanto de los historiadores com o de los teóricos, a con
dición de que no se embote por un uso indiscriminado. Trae consigo la
tentación de descuidar el cambio social, el conflicto social y los motivos
individuales, pero esa tentación es resistible.[No hay necesidad de supo
n e r que todas las instituciones de una sociedad determ inada tienen una
función positiva, sin costo alguno ( “disfunciones”) .JNo hay por qué supo
n e r tam poco que determ inada institución es indispensable para el de
sem peño de una función determ inada; en diferentes sociedades o perio
dos, distintas instituciones pueden operar como equivalentes, análogas o
alternativas.11 Sin em bargo, los análisis funcionales no deben ser vistos
com o sustitutos de otros tipos de explicación histórica, que los comple
m entan más bien que los contradicen, puesto que tienden a ser respues
tas a preguntas diferentes, antes que diferentes respuestas a la misma
p regunta.12Lo que intento sugerir aquí no es que los historiadores deban
arrojar po r la borda las explicaciones intencionalistas, sino sólo que tam
bién pueden llevar a la nave algo para lo cual no tienen “equivalente
funcional”.
ESTRUCTURA
18 H artog (1980).
19 Bajtin (1952-1953); Hymes (1964).
2° C uller (1980) ; Norris (1982).
21 Vansina (1985), p. 165.
cuando las oposiciones binarias no son los únicos patrones que pueden
hallarse en la cultura, una mayor sensibilidad a los patrones de ese tipo
es algo que debem os al movimiento estructuralista.
\ E n los últim os años algunos sociólogos han estado tratando de ir más
allá de los conceptos de estructura asociados con los estructural-funcio-
nalistas po r un lado, y con los estructuralistas por el otroJAlain Touraine,
p or ejemplo, h a abogado por el “regreso «leí actor” y sugerido que el
estudio de los movimientos sociales es central para la sociología.22 Ant
hony Giddens ha sugerido que la aparente oposición entre la estructura
y la acción, o la actuación, puede resolverse, o disolverse, concentrándose
en el papel desem peñado por los actores sociales en el proceso de “es
tructuración” (tema sobre el cual volveremos en el próxim o capítulo).23
|Por su parte, Pierre Bourdieu ha criticado los enfoques, tanto de Durk
heim como de Lévi-Strauss, por demasiado rígidos y mecánicos; él prefie
re un concepto de estructura más flexible, como un “cam po” o un con
ju n to de campos)(el campo religioso, el literario, el económico, etc.). Los
actores sociales ‘se definen por sus posiciones relativas en ese espacio”, que
Bourdieu describe tam bién como un “campo de fuerza” que im pone a
quienes entran en él ciertas relaciones, “relaciones que no son reducibles
a las inten ciones de agentes individuales y tam poco a las interacciones
directas e n tre agentes”. Se h a n hech o intentos interesantes de aplicar
el concepto de campo de Bourdieu al análisis del “nacim iento” de los
escritores y los intelectuales franceses, como grupos conscientes de sí mis
m os, en los siglos XVII y XIX respectivam ente, revelándose en el proceso
lo difícil que es definir un espacio “literario ” o “intelectual”. Sin em
bargo, hasta ahora nadie ha puesto a prueba el valor de ese enfoque para
los historiadores em prendiendo un estudio más general estructurado en
esa forma.24
Los historiadores han venido tam bién reaccionando contra el concep
to de estructura. Los seguidores de Marx y de Braudel han sido acusados
n o por prim era vez de deterninism o, de dejar a los seres hum anos fuera
de la historia y, en casos extremos, de ser “antihistóricos” en el sentido de
que estudian estructuras estáticas a expensas del cambio en el tiempo.
Esas acusaciones son en general exageradas, pero\los intentos de combi
n a r el análisis estructural con el histórico plantean problem as que es pre
PSICOLOGÍA
29 Gay (1985), p. 6.
so Erikson (1968), pp. 701-702.
51 Sam uel y T hom pson (1990), pp. 7-8,55-57,143-145.
52 T hew eleit (1977).
origen hum ilde y conducta agresiva. Pero, ¿cómo puede un historiador
dem ostrar que Laúd realm ente se sentía inferior, ansioso o inseguro? A
ese nivel, es posible que los sueños tengan algo (pie decim os. Laúd regis
tró sus sueños en su diario, de 1623 a 1643. Dos tercios de esos sueños
presentan desastres, o al m enos situaciones embarazosas. Por ejemplo:
“asom brosam ente soñé que el rey estaba ofendido conmigo, y que me
despedía y no m e decía p o r qué”. Para algunos psicólogos, un rey en
sueños representa al padre del soñador. Para otros, todos los personajes
de los sueños encarnan aspectos de la personalidad del que sueña. De
todos modos, en este caso es difícil resistirse a la conclusión de que Laúd
estaba realm ente ansioso respecto a su relación con el rey, y de que su
arrogancia, de la que se quejan sus contem poráneos, expresaba una fun
dam ental falta de confianza en sí mismo.33
En tercer lugar, los psicólogos tienen algo con qué contribuir al debate
sobre la relación entre el individuo y la sociedad. Por ejemplo, ellos han
estudiado tanto la personalidad de los seguidores como la de los líderes,
la necesidad de una figura paterna, por ejemplo. Desde este punto de
vista se hace más fácil entender la atribución de carisma a la que ya se hizo
referencia (supra, p. 106).
Algunos psicólogos han exam inado tam bién la relación entre lo que
George Devereux llamaba la explicación “psicologista” y “sociologista” de
la motivación, o dicho de otro modo, lo que en lenguaje corriente se
llama motivos “públicos” y privados. En un estudio de los luchadores por
la libertad en la H ungría de 1956, Devereux sostuvo que, con frecuencia,
tenían razones privadas para rebelarse, y que la causa pública les perm itía
actuar según sus deseos sin sentirse culpables.34 En otras palabras, los
análisis de la motivación individual y los análisis de las razones subyacen
tes en un movimiento social son más bien complementarias que contra
dictorias. Aquí parece ser aplicable el famoso concepto de “predeterm i
nación” de Freud.
O tra form a en que los psicólogos han contribuido a redefinir la rela
ción entre el individuo y la sociedad es con el estudio de la crianza de los
niños en diferentes culturas; tam bién ese estudio puede esclarecer pro
blemas históricos. Observando el contraste entre la elite política relati
vam ente em prendedora de Amsterdam en el siglo XVII y la más conserva-
ss Burke (1973).
D evereux (1959).
dora de Venecia, m e descubrí preguntándom e si eso no tendría que ver
con distintas m aneras de criar a los niños. Resultó interesante descubrir
inform ación que indicaba que en Amsterdam, en general, se destelaba a
los niños tem prano, m ientras que en Venecia se hacía relativamente tar
de. En form a similar, el estudio de Philip Greven, sobre los Estados Uni
dos de la época colonial, inspirado por Freud y Erikson, distingue tres
“tem peram entos” básicos y explica su génesis según los térm inos de la
crianza de los niños. Los “evangélicos”, caracterizados por su hostilidad
al ser, eran producto de tina disciplina estricta. Los “m oderados”, cuya
característica principal era el autocontrol, habían padecido u n a discipli
na m oderada; así, en la infancia, su voluntad había sido doblegada más
que quebrada. Finalmente, los “gentiles”, definidos po r su confianza en
sí mismos, habían sido tratados con afecto e incluso con indulgencia
cuando niños. Desde luego, estos tipos o caracteres pueden encontrarse
tam bién en otros países, y los estudios comparativos podrían añadir ma
tices al cuadro. Sin embargo, hasta ahora los estudios comparativos de la
infancia n o han sido históricos, en tanto que los estudios históricos no
han sido comparativos.85
Estos estudios de la relación entre el individuo y la sociedad ocupan,
un territorio interm edio entre las afirmaciones convencionales de la li
bertad y el determinism o. Se interesan por el posible “ajuste” entre las
razones públicas y los motivos privados. Indican presiones sociales sobre
los individuos a las que es más o m enos difícil (antes que imposible) re
sistir. Señalan la existencia de limitaciones sociales, pero consideran que
reducen el área de opción, más que im poner al individuo determ inado
com portam iento /Ese territorio interm edio entre la libertad y el determi-
nism o ha sido tam bién escenario de recientes debates sobre la naturaleza
de la cultora.
CULTURA
En los últimos años ha habido una amplia reacción, entre científicos so
ciales e historiadores po r igual, contra el determ inism o asociado con el
análisis funcional, con el marxismo, con los m étodos cuantitativos y, de
hecho, con la idea de una “ciencia” social. Esa reacción o rebelión ha
REALIDADES Y FICCIONES
¡ Los historiadores, al igual que los sociólogos y los antropólogos, solían dar
p o r sentado que se ocupaban de hechos reales y que sus textos reflejaban la
realidad históric^jEsa premisa se ha desmoronado ante los embates de los
filósofos, aunque quizá se pueda decir que “refleja” un cambio de mentali
dad inás amplio y más profundo.68 Ahora es necesario considerar la afirma
ción de que los historiadores y los etnógrafos están en el negocio de la
ficción igual que los novelistas y los poetas, o sea que tam bién ellos son
productores de “artefactos literarios” según reglas de género y de estilo,
aunque no tengan conciencia de esas reglas.69 Estudios recientes de la “poé
tica de la etnografía” describen el trabajo de sociólogos y antropólogos como
una “construcción textual” de la realidad, y lo com paran con el trabajo
de los novelistas. La obra del exilado polaco Bronislaw Malinowski, por
ejemplo, se parece cada vez más a la de su com patriota Joseph Conrad
-cuyas narraciones leía en el cam po-, al tiempo que el antropólogo Al-
fred M étraux ha sido descrito como un “surrealista etnográfico”.70
71 W hite (1966).
72 Frye (1960); W hite (1973), pp. 167-177 [1992, pp. 166,173],
7sT onkin (1990); cf La Capra (1985), pp. 15-44.
74 H utcheon (1989); G e artó rt (1984).
75 W eber (1980), pp. 73-79, 80-87.
culos para llegar al conocim iento de la verdad histórica, como Mario Var
gas Llosa en Mayta (1984), donde el narrador está tratando de recons
truir la carrera de un revolucionario peruano, quizá para una novela, o
tal vez para una “historia muy libre del periodo”, enfrentado a inform a
ciones contradictorias. “¿Por qué tratar de averiguar todo lo que pasó?”,
pregunta un inform ante. “Me pregunto si realm ente sabemos lo que tú
llamas Historia con H mayúscula [...] o si hay tanta invención en la histo
ria como en las novelas.”76
Por otra parte, un p equeño grupo de historiadores, sociólogos y an
tropólogos ha respondido al desafío de W hite y ha experim entado con
la “no ficción creativa”, es decir, con técnicas narrativas aprendidas de
novelistas y directores de cine. Por ejem plo, el historiador Golo M ann,
hijo del novelista Thom as M ann, escribió una vez una biografía del
g en eral del siglo XVII, A lbrecht von W allestein, que describió com o
“u n a novela dem asiado verídica”, en la cual adaptó la técnica del to
rre n te de la conciencia o m onólogo in terio r a sus propósitos históri
cos, en especial al evocar los últim os meses de la vida de su p rotagonis
ta, c u a n d o el g e n e ra l, en fe rm o y am argado, p a re c e h a b e r estado
considerando la posibilidad de cam biar de bando. Sin em bargo, las
n otas al pie, de M ann, son más convencionales que su texto.77
Cario Ginzburg, quien tam bién es hijo de una novelista -N atalia
G inzburg—, es otro historiador que destaca p o r la form a deliberada
m en te literaria en que escribe, casi al p u n to de invalidar su p ro p ia
crítica de H ayden W hite.78 El antropólogo Richard Price ha adaptado
el m ecanism o del p u n to de vista m últiple -utilizado con notable efecto
en novelas y películas com o El sonido y lafuria (1929), de William Faulk-
n e r, y Rashomon (1950), de Akira Kurosawa- a u n a descripción del Su-
rin am del siglo XVIII. En lugar de yuxtaponer relatos individuales, p re
senta la situación tal como fue vista por los ojos de tres agentes colectivos
—los esclavos negros, los funcionarios holandeses y los m isioneros mo-
ravos—y luego añade sus propios com entarios sobre los tres te x to s79
D icho de otro m odo, ofrece u n ejem plo de la narración “m ultivocal”
o “polifónica” recom endada p o r el crítico ruso Mikhail Bajtin.80
82 H exter (1968), pp. 381 y ss.; W hite (1976); W eber (1980); Siebenschuh (1983); Megilly
McCloskey (1987); Rosaldo (1987); Agar (1900).
5. TEORÍA Y CAMBIO SOCIAL
KL MODELO DE SPENCER
7 Rostow (1958).
8 Sack (1986).
9 Elias (19S9); L erner (1958), pp. 47-52.
10Tipps (1973).
el cual la innovación tecnológica se explica esencialm ente como una re
acción ante la desaparición de algún recurso y la consiguiente necesidad
de encontrar un sustituto.11
En realidad, el m odelo evolutivo ha recibido críticas tan severas en los
últimos años que, por simple justicia, debemos em pezar por señalar sus
m éritos.yía idea de una secuencia de cambios sociales que se suceden, en
form a si no inevitable al m enos muy probable, no es algo que los historia
dores puedan rechazar a priori. Tam poco se puede rechazar de antem a
no la idea de la “evolución”, con sus resonancias darwinianas.12 W. G.
Runcim an ha afirmado que “el proceso por el que las sociedades evolu
cionan es análogo, aunque no en modo alguno equivalente, a la selección
natu ral”, destacando lo que llama la “selección competitiva de prácti
cas”.13 Con este enfoque, buena parte de la h isto ria -en particular la his
toria m ilitar y económica, áreas donde la idea de com petencia es más
clara-, se vuelve más comprensible.
O tra notable ilustración de los méritos del m odelo es el estudio de
Joseph Lee sobre la sociedad irlandesa desde la Gran H am bruna de la
década de 1840. Está organizado en torno al concepto de m odernización
con la esperanza de que ese térm ino “resulte inm une a las preocupacio
nes parroquiales implícitas en conceptos igualm ente elusivos y más emo
tivos, corno gaelización y anglización”. En este caso, la perspectiva com
parativa perm ite ver lo general en lo particular, a la vez que sugiere
explicaciones más profundas o estructurales para los cambios locales, que
las propuestas anteriores de los historiadores locales.14
Para otra ilustración de las ventajas del m odelo, podem os volvernos a
Alemania. Historiadores con enfoques del pasado tan diferentes como
Thom as Nipperdey y Hans-Ulrich Wehler, han exam inado los cambios
en la sociedad alem ana desde fines del siglo XVIII en térm inos de m o
dernización. Nipperdey, po r ejemplo, ha explicado el crecim iento de las
asociaciones voluntarias alrededor del año 1800, asociaciones fundadas
con una variedad de objetivos muy específicos, com o parte de la transi
ción general de una “sociedad de órdenes” tradicional a u n a “sociedad
de clases” m oderna.15
11 W ilkinson (1973),
12 W ertheim (1974); Sanderson (1990), pp. 75-102; Hallpike (1986).
15 R uncim an (1980), p. 171; R uncim an (1983-1989), pp. 2, 285-310.
14 Lee (1973).
15 N ipperdey (1972).
En cuanto a Wehler, ha hccho su propia contribución a la teoría con
su concepto de “m odernización defensiva”, el cual emplea para caracte
rizar las reform as llevadas a cabo en Prusiay otros estados alem anes entre
1789 y 1815. Esas reformas agrarias, administrativas y militares fueron,
según Wehler, una respuesta a lo que la clase dom inante percibía como
una amenaza derivada de la revolución francesa y de N apoleón.16
La idea de m odernización defensiva es evidentem ente susceptible de
una aplicación más amplia. La concepción tradicional de la “Contrarre
form a”, p o r ejemplo, m odelada sobre la “contrarrevolución”, sugiere
que, a m ediados del siglo xvi, la Iglesia católica se reform ó o se m oder
nizó como reacción a la Reforma protestante. Del mismo m odo, una serie
de movimientos reformistas del siglo XIX, los ‘Jóvenes Turcos” en el Im
pelió otom ano p o r ejemplo, o la “Restauración” Meiji en el Japón, pue
den verse com o respuestas a la amenaza representada por el ascenso de
Occidente.
Es tiem po de pasar a los defectos de la teoría. Este m odelo, form ulado
en países en vías de industrialización a fines del siglo XIX, fue elabora
do en la década de 1950 para explicar los cambios en el tercer m undo
(los países “subdesarrollados”, como se llamaban en aquella época). No
sorprende, po r tanto, que historiadores de la E uropa preindustrial en
particular, hayan encontrado discrepancias entre el m odelo y las socieda
des concretas que estudian. Han expresado especialmente tres tipos de
reservas: acerca de la dirección, la explicación y la m ecánica del cambio
social.
1. En prim er lugar, si ampliamos nuestro horizonte más allá del último
siglo o dos vemos con claridad que el cambio no es unilineal, que la his
toria n o es u n a “calle de senddo único”.17 Dicho de otro m odo, la socie
dad n o se mueve siempre en dirección al aum ento de la centralización,
la com plejidad, la especialización, etc. Algunos adherentes de la teoría
de la m odernización, como p o r ejemplo S. N. Eisenstadt, adm iten lo que
este últim o llama la “regresión a la descentralización”, pero el impulso de
la teoría va en dirección contraria. La regresión todavía no ha recibido el
análisis com pleto que seguram ente requiere.18
Un ejem plo de una tendencia regresiva muy conocida p o r los historia
dores es la de Europa en la época de la decadencia del Im perio rom ano
16 Wehler (1987).
17 Stone (1977), p. 666.
18 E isenstadt (1973); R undirían (1983-1989), pp. 2, 310-320.
y las invasiones de los “bárbaros” (categoría que tam bién m erece ser ree
xam inada a la luz de la antropología histórica). La crisis estructural del
Im perio rom ano en el siglo III d. C., fue seguida por la caída del gobierno
central, la declinación de las ciudades y una creciente tendencia a la au
tonom ía local, a nivel económ ico y político. Los lombardos, los visigodos
y otros invasores pudieron vivir bajo sus propias leyes, de m odo que hubo
un viraje del “universalismo” al “particularism o”. Los intentos de algunos
em peradores para asegurarse de que sus hijos los sucedieran, hace pensar
que tam bién hubo un viraje de las realizaciones a la adscripción. Al mis
mo tiem po, el cristianismo pasó a ser la religión oficial del im perio des
pués de la conversión de Constantino, y la Iglesia adquirió una im portan
cia creciente en la vida cultural, política e incluso económica, al tiempo
que las actitudes seculares iban dejando el lugar a otras más orientadas
hacia el otro m undo.19
En otras palabras, el caso del tardío Imperio rom ano ilustra lo opuesto
del proceso de “m odernización” en casi cualquier dom inio social. Lo to
tal de la inversión puede ser considerado com o prueba de que las dife
rentes tendencias están conectadas, como suponen los spencerianos, y en
ese sentido, ello apoya las teorías de la evolución social. De todos modos,
con dem asiada frecuencia esas teorías han sido propuestas en una forma
que implica que no hay regresiones. El hecho de que los térm inos “urba
n izació n ”, “secularización” y “diferenciación estructural” no tengan
opuestos en el lenguaje de la sociología, nos dice más sobre las premisas
de los sociólogos que sobre la naturaleza del cambio social^
El propio térm ino “m odernización” da la impresión de un proceso
lineal. Sin embargo, los historiadores de las ideas saben muy bien que la
palabra “m oderno” que, irónicam ente, se usaba ya en la edad media, se
h a llenado con significados muy diferentes en distintos siglos. Incluso el
m odo en que utilizaban ese concepto Ranke y Burckhardt, ambos con
vencidos de que la historia m oderna em pezaba en el siglo XV, hoy parece
curiosam ente anticuado. Ranke destacaba la construcción del Estado y
Burckhardt acentuaba el individualismo, pero ninguno de los dos tuvo
nada que decir acerca de la industrialización. Esa ausencia no debe sor
prender, puesto que la revolución industrial todavía no había penetrado
en el m undo de lengua alem ana cuando Ranke escribía sus Pueblos germá
nicos y latinos (1828) y Burckhardt su Civilización del Renacimiento (1860),
pero significa sin duda que la m odernidad de ellos no es la nuestra.
52H ilton(1976).
Avineri (1968).
54Frank (1967); W allerstein (1974).
55Marx y Engels (1848); cf. C ohén (1978).
recientes, dentro de la tradición inarxista, son firmemente multilineales.
I’eiry Anderson, por ejemplo, destaca la variedad de cambios posibles
hacia la m odernidad al escoger la metáfora balística de la “nayectoria” de
preferencia a la de “evolución”, y al describir “pasajes” de la antigüedad
al feudalismo y “linajes” del Estado absolutista.36 De nuevo, Barrington
Moore distingue tres rutas históricas principales hacia el m undo m oder
no: la ruta “clásica” de la revolución burguesa, como en los casos de In
glaterra, Francia y Estados Unidos; la revolución campesina (en lugar de
proletaria) en los casos de Rusia y China; y la revolución conservadora, o
revolución desde arriba, como en los casos de Prusia y jap ó n .37
El énfasis en la revolución (véase supra, p. 43) es por supuesto una ca
racterística destacada del m odelo de Marx, en contraste con el de Spen
cer. En el caso de Spencer, el cambio es suave, gradual y asintomático, y
las estructuras evolucionan com o si lo hicieran po r sí mismas. En el de
Marx, el cambio es abrupto y las viejas estructuras se rom pen en el curso
de una secuencia de acontecim ientos dramáticos. En la revolución fran
cesa, po r ejemplo, la abolición de la m onarquía y del sistema feudal, la
expropiación de la Iglesia y de los aristócratas, la sustitución de las pro
vincias por departam entos, etc., se produjeron todas en un tiempo rela
tivamente corto.
La tensión, po r no decir “contradicción”, en el sistema m arxiano entre
el determ inism o económico y el voluntarismo colectivo de la revolución
ha sido señalada con frecuencia, y ha habido batallas entre diferenes es
cuelas de interpretación. Así el m odelo de Marx plantea, sin resolverlo,
el problem a de la relación entre los acontecim ientos políticos, el cambio
social y el problem a de la acción hum ana resum ido en la famosa frase:
“Los hom bres hacen la historia, pero no en circunstancias escogidas por
ellos m ism os.” Los seguidores de Marx han sido clasificados com o m ar
xistas “económ icos”, “políticos” y “culturales", según sus diferentes inter
pretaciones de este epigram a.
A pesar de - o debido a - esas tensiones, el m odelo de Marx parece
responder a las criticas de los historiadores m ejor que el m odelo de Spen
cer. Esto no es del todo una sorpresa, ya que ese m odelo es m ucho más
conocido po r los historiadores y m uchos de ellos lo han modificado. Es
difícil pensar en una contribución de prim era m agnitud a la historia so
cial (a difei'encia de la sociología histórica) que utilice a Spencer como
Dada la existencia de dos m odelos de cambio social, cada uno con sus
fuerzas y debilidades particulares, vale la pena investigar la posibilidad de
u n a síntesis. Esto puede sonar algo así como una boda alquímica, es decir,
una unión de los opuestos, pero por lo m enos en algunos aspectos, Marx
y Spencer son complementarios antes que contradictorios.
Por ejemplo, se podría decir que el famoso relato de Tocqueville de la
revolución francesa, que la presenta como un catalizador de cambios que
ya habían empezado a producirse durante el antiguo régim en (véase su
pra, p. 18), es una m ediación entre los modelos evolucionario y revolu
cionario del cambio. Hay un estudio del im portante papel desem peñado
Ningún m odelo del cambio social satisfará jam ás por com pleto a los his
toriadores, debido al interés de éstos por la variedad y la diferencia. Por
eso, com o dijo una vez R onald Dore, “no se p u ed en hacer om elettes
sociológicos sin rom per algunos huevos históricos”. El ataque de Jack
H exter al marxismo tachándolo de “teoría prefabricada del cambio so
cial” es en realidad un ataque a todos los modelos y a todas las teorías.47
Otros historiadores aceptan la necesidad de modelos, pero no están con
tentos con ninguno de los que se proponen actualm ente y se vuelven a
construcciones del tipo “hágalo-usted-mismo”. Por ejemplo, Gareth Sted-
m an Jones ha denunciado la búsqueda de los historiadores de “un atajo
teórico salvador en la sociología”, alegando que “el trabajo teórico en
historia es demasiado im portante para subcontratarlo a otros”.48
Sin llegar tan lejos, ni en lo referente a rechazar el trabajo de los soció
logos ni en la espera de que los historiadores produzcan su propia teoría,
quisiera exam inar ahora la posibilidad de trabajar a partir de m onogra
fías, y he seleccionado seis para estudiarlas en form a relativamente deta
llada. Sus autores están interesados tanto en la teoría como en la historia,
y no es casual que el grupo incluya a un sociólogo (Elias), un antropólogo
51 Klaniczay (1990a).
que las sentían en situaciones diferentes.52 Por otra parte, si definimos la
“civilización” con más precisión surge otro tipo de dificultad. ¿Cómo es
posible seguir el ascenso de la civilización en Europa si las propias norm as
de ésta estaban cambiando? A pesar de esas discrepancias, es evidente la
im portancia perm anente del estudio de Elias para cualquier teoría del
cambio social.
2. Vigilar y castigar, de Foucault (1975), es otra m onografía con fuertes
implicaciones para la teoría. Igual que un estudio anterior del mismo
autor, Locura y áxnlizaáón (1961), se ocupa de la Europa occidental del
periodo 1650-1800. Foucault cuenta la historia de un cambio im portante
en las teorías del castigo, el paso del pago de la p ena a la prevención del
delito, y tam bién de la exposición del castigo como “escarm iento” a la
“vigilancia” del delincuente. Pero el a utor rechaza las explicaciones de
la abolición de las ejecuciones públicas que la fundan en razones hum a
nitarias, igual que había rechazado explicaciones similares acerca de la
creación de los manicom ios, e insiste, en cam bio, en el surgim iento de
lo que llama la “sociedad disciplinaria”, cada vez más risible desde fines
del siglo XVII en cuarteles, fábricas y escuelas, así como en las cárceles.
Como vivida ilustración de este nuevo tipo de sociedad escoge el famoso
proyecto de Jerem y Bentham del “Panopticon”, la prisión ideal en la que
un guardia puede verlo todo sin ser visto. Por m om entos Foucault parece
estar volviendo patas arriba la teoría de la m odernización, al escribir que
lo que se da es el ascenso de la disciplina en lugar del ascenso de la liber
tad; pero de todos modos, su visión de esa sociedad como represivamente
burocrática tiene algo im portante en com ún con la de Max W eber.53
Obviam ente no hay espacio para el “proceso de civilización” en la des
cripción que hace Foucault del cambio social. Lo que varía en ella es el
m odo de represión: represión física en el antiguo régim en, represión psi
cológica después. La idea convencional del “progreso” es sustituida en
ella por el térm ino más frío y clínico de “desplazam iento”.
La obra de Foucault ha sido criticada frecuentem ente p o r los historia
dores, con y sin justicia. Los historiadores literarios gustan del m odo en
que utiliza la literatura como fuente para la historia de las mentalidades,
y los historiadores del arte de su uso del arte, en tanto que los historiado
res tradicionales desaprueban por principio cualquier fuente que no sea
un “docum ento” oficial. Con respecto a Vigilar y castigarse ha dicho que
52 D uerr (1988-1990).
«O 'N eill (1986).
sus conclusiones no están “basadas en investigación de archivo”.54 Otra
crítica dirigida a Foucaultpor los historiadores se refiere a su insensibili
dad a las variaciones locales, su tendencia a ilustrar generalizaciones so
bre Europa con ejemplos franceses, com o si dif erentes regiones n o tuvie
ran sus propias escalas temporales.
Si pensam os que Foucault está ofreciendo sólo un m odelo del cambio,
y no contando toda la historia, esas críticas se vuelven prácticam ente in
significantes. Sin embargo, esa redefinición del propósito del autor no
invalida una tercera crítica que afecta a su obra, relacionada con el hecho
de que no examina la mecánica del cambio. Foucault, uno de los líderes del
movimiento que proclamó la “m uerte del hom bre”, o al m enos, el “des-
centram iento del sujeto”, parece haber evitado poner a prueba su teoría
m ediante el exam en de las intenciones de los reform adores del castigo,
para •demostrar que el nuevo sistema no tenía nada que ver con esas in
tenciones y revelar qué era lo que los había em pujado en realidad. La
larca desde luego es muy difícil, pero si alguien afirma estar arrasando
con las explicaciones históricas tradicionales, es razonable esperar que lo
lleve a cabo.
En m i opinión, lo más valioso de la obra de Foucault en general, y de
Vigilary castigaren particular, es el aspecto negativo de la misma, más que
el positivo. La historia del encarcelam iento, de la sexualidad, etc., nunca
volverá a ser la misma después de su corrosiva crítica de la sabiduría con
vencional. Y tampoco la teoría del cambio social, puesto que Foucault
reveló sus conexiones con una “creencia” en el progreso que él hizo tanto
por m inar. Aun los que rechazan sus respuestas no pueden escapar a sus
preguntas.
3. El finado Fernand Braudel no tuvo que esperar el reconocim iento
ni la m itad de tiem po que N orbert Elias. Su estudio del m undo m edite
rráneo de tiempos de Felipe II de España, lo hizo famoso en Francia en
cuanto se publicó en 1949. Sin embargo, hace poco tiempo que se perci
bió la im portancia de su obra para los teóricos sociales, al m enos fuera de
Francia, donde hace m ucho tiem po Braudel tuvo una polém ica con el
sociólogo Georges Gurvitch.55 Sin em bargo, lo que más im portaba a
Braudel no era destacar, en su enorm e m onografía, una argum entación
acerca de Felipe II ni del M editerráneo, sino una tesis sobre el cambio
social o, como lo expresa él, sobre la naturaleza del tiempo. Es quizá por
62 W achtel (1971b).
lo de “un estudio de la aculturación”, es de 1941.63 En forma similar, Le
Roy Ladurie h a descrito la rebelión de los protestantes de Cévennes de
comienzos del siglo XVIII (reacción contra la puesta en la ilegalidad del
protestantism o por Luis XIV), como una protesta contra la “descultura-
cion .
Por su parte, Robert M uchembled ha estudiado la “aculturación del
m undo ru ra l” en el noreste de la Francia de fines del siglo XVI, observan
do que el ascenso en los procesos por hechicería coincide con el ataque
de la C ontrarreform a contra la “idolatría” y con la difusión de la alfabeti
zación. El centro (o el clero) estaba tratando de cambiar los valores de la
periferia (los laicos). En ese sentido, el proceso de cambio sociocultural
de Cambrésis se parece al del Perú.
Por otra parte, hablar de “aculturación” supone que el clero y el pue
blo pertenecían a diferentes culturas, supuesto que seguram ente es exa
gerado. Es posible que pertenecieran a diferentes “subculturas” (véase
supra, p. 80) con un m arco de referencia común. Tam bién es posible que
la distancia cultural entre las dos estuviera aum entando, porque una ma
yor proporción del clero era educada en ese m om ento en seminarios,
pero no es probable que esa distancia haya sido nada parecido a la que
existía entre el clero español y los indígenas que trataban de convertir en
sus colonias. En este sentido, el uso del térm ino “aculturación” por histo
riadores de Europa puede inducir a equívocos. Sería m ejor enfocar el
problem a de la conversión como un caso de la “negociación” de signifi
cados entre grupos de que ya hem os hablado (p. 104).64
O tra variación ingeniosa del m odelo de la aculturación es el que
p ropone el antropólogo de Chicago Marshall Sahlins, en una descripción
que parte de la llegada del capitán Cook a Hawai en 1779. Esa descrip
ción puede dividirse en cuatro partes o etapas, de la narrativa a la teoría
general po r la vía de la interpretación y el análisis.
a) En su visita a Hawai, Cook es recibido con entusiasmo p o r varios
miles de personas, que salieron en sus canoas a darle la bienvenida y lo
escoltaron hasta un tem plo donde participó en un ritual en que fue ob
je to de adoración. Algunas semanas más tarde regresó a la isla y la recep
ción fue m ucho más fría, los hawaianos com etieron una serie de robos y,
en el intento de detenerlos, Cook fue muerto. Sin embargo, algunos años
M H andlin (1941).
64M uchem bled (1978, 1984); Burke (1982); W irth (1984).
después, el nuevo jefe Kam eliam eha resolvió adoptar una política de
amistad y de relaciones comerciales con Gran Bretaña.
b) Sahlins interpreta la recepción de Cook (más exactamente, los di
versos relatos del incidente) con la hipótesis de que los hawaianos vieron
a Cook como una encarnación de su dios Lono, porque llegó en un mo
m ento en que esperaban a ese dios. A continuación sugiere que el asesi
nato de Cook, al igual que la adoración de que había sido objeto, tam bién
fue un acto ritual: la ejecución del dios; asimismo interpreta la política
probri tánica de Kam eham eha como apropiada para el hom bre que había
heredado el carisma de Cook, su ituina.65
c) Sahlins utiliza esa interpretación para com entar, en forma más ge
neral, lo que llam a la interacción entre sistemas y acontecim ientos,
haciendo dos afirm aciones com plem entarias. En prim er lugar, lo ocu
rrido fue “ord en ad o p o r la cu ltu ra”. Los hawaianos vieron a Cook a
través del lente de su propia tradición cultural y o braron en conse
cuencia, dan d o así a los sucesos una “signatura” cultural característica.
En este sentido Sahlins está cerca de la visión de Braudel sobre los
acontecim ientos. Por otra parte, a diferencia de Braudel, Sahlins con
tinúa sugiriendo que en el proceso de asimilación de esos aconteci
m ientos, de “reproducción de ese contacto con su propia im aginería”,
la cultura haw aiana “cam bió radical y decisivam ente”. Por ejem plo, la
tensión entre los jefes y las personas comunes aum entó cuando a la dis
tinción e n tre ambos grupos se superpuso la de europeos y hawaianos.
La respuesta de los jefes consistió en ad o p tar nom bres ingleses com o
“King G eorge” o “Billy Pitt”, como dem ostrando que los jefes son al p u e
blo lo que los europeos a los hawaianos, es decir, la parte dom inante
en la relación.
d) Por últim o, Sahlins pasa a una discusión general del cambio social
o histórico, observando que cada intento consciente de prevenir el cam
bio o incluso de adaptarse a él, trae consigo otros cambios, y conclu
yendo que toda reproducción cultural implica alteración. Las categorías
culturales siem pre están expuestas cuando se utilizan para interpretar el
m undo.66
Hay algunas analogías curiosas entre esta antropología histórica de
un a isla de la Polinesia y un reciente estudio de antropología histórica
de una isla europea: el estudio de Islandia, de Kirsten Hastrup también
C O N C L U S IO N E S
No cabe duda de que los seis estudios de caso tienen m uchas implicacio
nes para el estudio del cambio social. Para concluir, quisiera comentan
algunas de esas implicaciones, concentrándom e en tres falsas dicotomías,
las clásicas oposiciones binarias entre la continuidad y el cambio, entre
factores internos y externos y, finalm ente, entre estructuras y aconteci
m ientos. ^
1. Las concepciones del cambio implican concepciones de la continui
dad. La continuidad solía describirse en térm inos negativos, como m era
“inercia”; pero los estudios de caso sugieren formas más positivas de ca
racterizarla. Por ejemplo, el interés de Elias por las m aneras de mesa im
plica la im portancia del entrenam iento de los niños como parte del pro
ceso de civilización. El entrenam iento de los niños es necesario para
posibilitarla “reproducción” cultural (véase supra, p. 146) pero también
puede ser un m edio efectivo de cambio.
S ^É sle es tal vez el m ejor m om ento para introducir la idea de “genera
ción”, concepto que por m ucho tiempo ha fascinado por igual a sociólo
80 Burke (1991).
81 Davis (1983).
extrem os de un espectro. Los préstamos culturales tienden a producirse
entre disciplinas cercanas en el aspecto teórico. Así los historiadores pue
den recibir préstamos de los antropólogos, quienes a su vez los reciben
de los lingüistas, y éstos de los matemáticos.
Com o contrapartida, los historiadores, igual que los etnógrafos, ofre
cen recordatorios de la complejidad y la variedad de la experiencia y de
las instituciones hum anas, a las cuales, inevitablem ente, sim plifican las
teorías. Esa variedad no implica que los teóricos estén equivocados al
simplificarlas. Como traté de argum entar más arriba (p. 43), simplifícal
es su función, su contribución específica a la división del trabajo entre
enfoques y disciplinas. Pero lo que esa variedad sugiere es que la teoría
nu n ca se pu ed e “aplicar” al pasado.
¿Por otra parte, lo que la teoría sí puede hacer, es sugerir nuevas pre
guntas para que los historiadores form ulen acerca de “su ” periodo, o nue
vas respuestas a preguntas familiares. Tam bién las teorías vienen en una
variedad casi infinita, lo cual plantea problem as a quienes quieren utili
zarlas. En prim er lugar, sobre el problem a de escoger entre teorías riva
les, respecto al ajuste más o m enos preciso entre la teoría general y el
problem a específicoJEstá además el problem a de conciliar la teoría y sus
implicaciones con todo el aparato conceptual del que se la quiere tom ar
en préstam o. Para algunos de los lectores más filosóficos, este ensayo pue
de aparecer como una apología del eclecticismo, acusación dirigida a
m enudo, y a veces con justicia, contra los historiadores que se apropian
de conceptos y teorías de otros para emplearlos en su propio trabajo. Sin
embargo, p o r lo que hace a este ensayo rechazo ese cargo, al m enos si ese
eclecticismo se define como el intento de sostener al mismo tiem po pro
posiciones incompatibles. Por otra parte, si el térm ino significa sólo ha
llar ideas en distintos lugares, entonces me declaro felizmente ecléctico.
Estar abierto a las ideas nuevas, de dondequiera que provengan, y ser
capaz de adaptarlas a los propósitos propios y de encontrar m aneras de
probar su validez, podría ser considerado la m arca tanto de un buen his
toriador como de un buen teórico.)
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ÍNDICE ANALÍTICO