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Nación y alteridad

Mestizos, indígenas y extranjeros


en el proceso de formación nacional
Nación y alteridad
Mestizos, indígenas y extranjeros
en el proceso de formación nacional

Daniela Gleizer
Paula López Caballero
Coordinadoras

Introducción de
Claudia Briones

Ariadna Acevedo Rodrigo • Alejandro Araujo


Elisabeth Cunin • Christophe Giudicelli
Daniela Gleizer • Ingrid Kummels
Rick López • Paula López Caballero • Rihan Yeh
Este libro ha sido en buena parte financiado por el proyecto conacyt 106823 “Es-
tado e identidad nacional: indígenas y extranjeros en México”. Cada artículo ha
sido dictaminado por pares académicos especialistas en el tema.

Primera edición: marzo de 2015

D.R. © Ariadna Acevedo Rodrigo


D.R. © Alejandro Araujo
D.R. © Claudia Briones
D.R. © Elisabeth Cunin
D.R. © Christophe Giudicelli
D.R. © Daniela Gleizer
D.R. © Ingrid Kummels
D.R. © Rick López
D.R. © Paula López Caballero
D.R. © Rihan Yeh

D.R. © Universidad Autónoma Metropolitana


Unidad cuajimalpa
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ISBN: 978-607-28-0379-4 (uam)


ISBN: 978-607-8344-16-1 (eeyc)

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cualquier medio impreso, mécanico, fotoquímico, electrónico o cualquier otro exis-
tente o por existir, sin el permiso previo del titular de los derechos correspondientes.
Índice

Presentación 9
Daniela Gleizer
Paula López Caballero

Introducción 17
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación:
diseños y telares de ayer y hoy en América Latina
Claudia Briones

I. La producción de la alteridad 67
desde las instituciones
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su 69
sujeto de intervención en la creación del
primer Centro Coordinador del
Instituto Nacional Indigenista (1948-1952)
Paula López Caballero

Los límites de la nación. 109


Naturalización y exclusión
en el México posrevolucionario
Daniela Gleizer

II. Arte, ciencia y propaganda 163


en la formación de la alteridad
Incorporar al indio. 165
Raza y retraso en el libro de la
Casa del Estudiante Indígena
Ariadna Acevedo Rodrigo
Mestizos, indios y extranjeros: lo propio y 197
lo ajeno en la definición antropológica de la nación.
Manuel Gamio y Guillermo Bonfil Batalla
Alejandro Araujo

“Altas culturas”, antepasados legítimos y 243


naturalistas orgánicos: la patrimonialización
del pasado indígena y sus dueños.
(Argentina 1877-1910)
Christophe Giudicelli

Olinalá y la indigenización trasnacional 285


de la cultura nacional mexicana
Rick A. López

III. Prácticas cotidianas de alterización 337


Extranjero y negro. 339
El lugar de las poblaciones afrocaribeñas
en la integración territorial de Quintana Roo
Elisabeth Cunin

El enfrentamiento de conceptos de indigenidad 367


en el espacio arqueológico de Teotihuacan
Ingrid Kummels

Deslices del “mestizo” en la frontera norte 405


Rihan Yeh

Sobre los autores 437


Daniela Gleizer
Paula López Caballero

Presentación

L os artículos reunidos en el presente volumen parten de


un supuesto común que, si bien puede ser ampliamen-
te reconocido y aceptado en las ciencias sociales, rara vez es
demostrado: que en México, la frontera que distingue a los
individuos identificados como “mestizos”, “indígenas” o “ex-
tranjeros” no es natural ni evidente sino el resultado –siempre
inestable– de procesos y convergencias históricas y sociopolí-
ticas precisas. Cada texto a su manera y desde ámbitos y pe-
riodos históricos distintos, que cubren gran parte del siglo xx
y hasta la actualidad, explora las variadas formas en que se ha
definido al “otro” y la manera en que se ha delineado el “no-
sotros nacional”.
La idea de conformar un libro de este tipo es reunir en un
volumen miradas y reflexiones compartidas, cruzadas, a veces
coincidentes y otras no, sobre un tema que en el ámbito aca-
démico cobra cada vez más importancia, el de la nación y sus
alteridades. Ofrece un conjunto de trabajos realizados, en su
10 Nación y alteridad

mayoría, por una nueva generación de investigadores mexi-


canos con perspectivas y temas de estudio novedosos y origi-
nales, y por especialistas extranjeros que hasta ahora han sido
poco traducidos en México.
Una de las marcas distintivas de este volumen es la pregun-
ta que orientó a nuestro grupo de trabajo: ¿es posible pensar
a los “otros internos” de la nación (los indígenas) y a los “otros
externos” de la nación (los extranjeros) en términos relaciona­
les o comparativos? Es decir, más allá del “contenido” de la
alteridad (quiénes ocupan el lugar del otro) ¿puede pensarse
la alteridad en términos “posicionales” (qué posición ocupa
el otro, independientemente de quién sea)? La idea era in-
dagar si puede identificarse una forma particular del Estado
mexicano de vincularse con lo “no nacional” durante el siglo­­­
xx, es decir, si “indígenas” y “extranjeros” comparten no solo
cierto lugar común, sino cierta forma de “trato” por parte
del Estado. Al interrogarnos sobre la relación entre el Esta-
do y quienes fueron vistos como ajenos a la nación esperamos
no ser mal entendidos: no nos referimos a una visión esencia-
lizada­o esencialista de dicha relación ni de ninguno de sus
componentes. Por el contrario, consideramos que al mismo
tiempo que se ha ido definiendo a la nación mexicana (prime-
ro como una nación mestiza y ahora, al menos formalmen-
te, como una nación pluricultural), han ido apareciendo una
multiplicidad de prácticas de inclusión y exclusión en cons-
tante transformación, que atañen tanto a las personas iden-
tificadas como indíge­nas como a aquellas identificadas como
extranjeras, aunque adoptaran distintas modalidades. Pensa-
mos, junto con otros autores, que puede establecerse cierto
paralelismo entre el debate­que se dio en torno a los extran-
jeros –centrado en determinar su “potencial asimilacionis-
ta”– y el debate indigenista, abocado a discernir el “potencial
Presentación 11

mestizófilo” de los indígenas (Saade, 2009). Todas esas prác-


ticas, vinculadas a momentos específicos del proceso de con-
formación nacional, pueden incluso haberse “fijado”, tanto
porque resolvían una serie de problemáticas sociales impor-
tantes, cuanto porque se fueron reproduciendo en las rutinas
y mecanismos burocráticos de la administración guberna-
mental, y en las interacciones cotidianas.­­
Estos cuestionamientos principalmente han supuesto dos
tareas que atraviesan los distintos capítulos de este libro. La
primera, referente a las definiciones, consistió en preguntar-
nos qué entendíamos por Estado y dónde puede ser observa-
do, qué otros espacios, fuera de la esfera gubernamental, nos
permiten ver los “efectos de Estado” (Trouillot, 2001) o al Es-
tado como esfuerzo de legitimación del poder (Corrigan y Sa-
yer, 1985), que no necesariamente se vincula a un aparato
administrativo o burocrático. La segunda tarea atañe a la defi-
nición y categorización de los grupos sociales que estudiamos:
los “indígenas”, los “mestizos” y los “extranjeros”; y a la for-
ma en que dichos grupos fueron definidos por el Estado. Parti-
mos de la idea de que la frontera entre esos tres grupos no solo
no es una frontera natural, tampoco es una frontera nítida, y
por tanto, es necesario utilizar estas categorías con mucho ma-
yor cuidado del que se tiene regularmente.
La apuesta de trabajar comparativamente, conformando
un grupo interdisciplinario, ha sido compleja y provocativa.
¿Pueden quienes han estudiado la otredad indígena, y quienes
se han abocado a la extranjería, compartir preguntas de inves-
tigación, y beneficiarse de pensar estos temas conjuntamente
o relacionalmente?
El proyecto implicó, además, reunir en un mismo equipo
de trabajo a investigadores que se han especializado en temas
distintos, y también desde distintas disciplinas: la historia, la
12 Nación y alteridad

antropología y los estudios culturales. Cada quien llevó las


preguntas del proyecto a sus propios temas, y los pensó y tra-
bajó desde la propuesta colectiva. El libro entonces es el resul-
tado de tres años de trabajo conjunto por parte de académicos
de diversas instituciones reunidos en torno al proyecto cona-
cyt “Estado e Identidad Nacional: indígenas y extranjeros en
México”, con sede en la uam-Cuajimalpa, y de los trabajos
presentados en el coloquio internacional “Mestizos, indíge-
nas y extranjeros. Nuevas miradas sobre nación y alteridad en
México”, que se llevó a cabo en la Ciudad de México en mayo
de 2012. Este coloquio reunió a investigadores de la unam, la
uam, el Cinvestav, El Colegio de México, el ciesas, El Colegio
de Michoacán y la enah, y de países como Estados Unidos,
Francia, Alemania y Argentina. Sin embargo, lejos de simple-
mente compilar las memorias del congreso, el volumen reúne
textos ampliamente retrabajados por los autores.1 Desde en-
tonces el camino andado ha sido largo y los avances y nuevos
retos que han ido apareciendo son fruto de ricas discusiones
con los participantes de este libro y otros colegas que, desde
otros espacios y actividades, han colaborado en el proyecto.2
En suma, los análisis que aquí presentamos son una invi-
tación a mirar las categorías de “indígenas”, “extranjeros” y
“mestizos” como categorías móviles, cambiantes, fruto a me-
nudo de negociaciones (tanto con el Estado como con otros
grupos sociales); y no como grupos estáticos ni predefinidos.

1
  De hecho, con el fin de garantizar lecturas especializadas en cada uno de los te-
mas aquí tratados, optamos por realizar un doble dictamen ciego para cada capítu-
lo además del más usual para todo el libro.
2
  Akuavi Adonon, Claudia Arroyo, Alejandra Leal y Federico Navarrete contri-
buyeron a las discusiones, y formaron parte del equipo de investigación. Alejandra
Leal, además, participó en el comité organizador del Coloquio Internacional ya
mencionado, junto con Alejandro Araujo, Paula López Caballero y Daniela Gleizer.
Presentación 13

Son también una invitación a cuestionar su carácter homoge-


neizante para ver las diferencias y matices al interior de cada
uno de los grupos.
Coherentes con esta voluntad de provocar un doble diálogo
(interdisciplinario por un lado y temático por el otro), decidi-
mos privilegiar una organización de los textos a partir de tres
ejes transversales: I) la dimensión institucional de la produc-
ción de la alteridad; II) una dimensión más abiertamente ideo-
lógica de propaganda y legitimación de las diferencias; y III) la
producción cotidiana de formas de alterización. En cada una
de estas secciones se mezclan trabajos históricos y antropoló-
gicos, sobre indígenas y sobre extranjeros.
En la sección I “La alteridad desde las instituciones” se in-
cluyen dos capítulos que analizan dos de las principales ins-
tituciones encargadas de “los otros”: la política indigenista y
la política de naturalización en el México postrevolucionario.
Paula López Caballero busca mostrar que el perfil del indígena
a quien tendría que atender el Instituto Nacional Indigenista
(ini), lejos de ser un remanente del pasado, es, en parte, resulta-
do del proceso de construcción estatal y nacional. Por su parte,
Daniela Gleizer busca mostrar que el mestizaje, además de ser
una estrategia de construcción de una identidad nacional, se
tradujo también en políticas inmigratorias y de naturalización.
La sección II, “Arte, ciencia y propaganda en la formación
de la alteridad” reúne tres trabajos que analizan cómo distin-
tos discursos científicos o artísticos han representado la alte-
ridad o han legitimado la manera en que la alteridad ha sido
representada. La representación que se hace del indígena en el
discurso legitimador que aparece en la obra conmemorativa de
la Casa del Estudiante Indígena (1929) es analizada por Ariad-
na Acevedo Rodrigo. La manera en que el canon antropológi-
co mexicano ha definido su objeto de estudio –al indígena– y
14 Nación y alteridad

se ha definido a partir de éste, es examinada en el trabajo de


Alejandro Araujo. El trabajo de Christophe Giudicelli muestra
cómo la etnología argentina del Chaco desde finales del siglo
xix y hasta ahora, ha representado a los habitantes de esta re-
gión, con lo cual ofrece un contrapunto altamente valioso para
los trabajos sobre México. Por último, Rick A. López muestra
cómo actores extranjeros desempeñaron un papel central en la
trayectoria socioeconómica de la artesanía de Olinalá y en su
identificación como una artesanía indígena.
Al fin, en la sección III “Prácticas cotidianas de alteriza-
ción” se incluyen tres trabajos que analizan la movilidad e
inestabilidad de las líneas de demarcación de distintas alteri-
dades. Elisabeth Cunin se interesa en los inmigrantes belice-
ños que llegaron a Quintana Roo a todo lo largo del siglo xx
y muestra cómo su posición y la manera en que fueron iden-
tificados ha variado históricamente. Ingrid Kummels, por su
parte, analiza cómo “ser indígena” recubre significados muy
distintos según las personas y las situaciones dentro del con-
junto arqueológico de Teotihuacán. Para terminar, Rihan Yeh
analiza a detalle la sutil inestabilidad de la identidad “mesti-
za” en el contexto fronterizo de Tijuana.
La experiencia de vincular las temáticas de extranjeros e
indígenas, a través de un grupo interdisciplinario, fue valiosa
y enriquecedora. Muchas de las respuestas planteadas al co-
mienzo de este prólogo siguen aún sin resolverse: las seguimos
trabajando y seguimos pensando en ellas. No hay ningún ar-
tículo que se centre como tal en la comparación propuesta,
pero la misma puede rastrearse en mayor o menor medida en
todos los textos presentados que, pensamos, logran tener cier-
ta mirada común. Esperamos que a lector le resulte provocati-
va la propuesta, y lo invitamos a adentrarse en ella.
Presentación 15

Bibliografía

Corrigan, Philip y Derek Sayer, 1985, The great arch: English


State Formation as Cultural Revolution, Oxford, Blackwell.
Saade, Marta, 2009, El mestizo no es de ‘color’. Ciencia y política pú-
blica mestizófilas (México, 1920-1940), tesis de doctorado en
Historia y Etnohistoria, México, enah.
Trouillot, Michel-Rolph, 2001, “The Anthropology of the
State in the Age of Globalization”, Current Anthropology,
vol. 42, núm. 1, pp. 125-138.
Claudia Briones

Introducción

Madejas de alteridad,
entramados de Estados-nación:
diseños y telares de ayer y hoy
en América Latina

S in duda uno de los mayores aciertos del simposio Mesti-


zos, Indígenas, Extranjeros: Nuevas Miradas sobre Nación
y Alteridad, realizado en mayo de 2012 en la ciudad de Mé-
xico por iniciativa de la uam-Cuajimalpa (con la colaboración
de El Colegio de México y la unam), ha sido convocar colegas
que trabajan sobre cómo diversos tipos de otros internos fue-
ron siendo marcados y desmarcados, digeridos o eyectados de
y por procesos de construcción de nación operantes en diver-
sos momentos históricos y regiones. A la par de evitar que el
trabajo aislado sobre “tipos” de alteridades acabe reforzando
los mismos procesos, más amplios, de marcación que las sin-
gularizan, ello ha alentado una visión prismática muy nece-
saria para dar cuenta de operaciones complejas, plenas tanto
de contradictorias marchas y contramarchas como de persis-
tentes sedimentaciones. Otro acierto no menor ha sido reu-
nir investigaciones realizadas desde distintas disciplinas, pues
ello también ha posibilitado reflexiones y refracciones de ta-
18 Nación y alteridad

les proce­sos considerando sus variadas aristas y desde distintas


perspectivas analíticas.
Así, los textos que finalmente conforman este volumen
posibilitan, entre otras cosas, un acercamiento intensivo a la
construcción de nación y alteridad, principalmente en Mé-
xico, caso paradigmático en América Latina, para empezar
a desnaturalizar procesos homólogos en otros países del con-
tinente, destejiendo y tejiendo ideologías de construcción de
nación tan prevalentes como, en esta era de las políticas de
reconocimiento, en apariencia cambiantes. En lo metodoló-
gico, a su vez, todos estos artículos trabajan desde una estrate-
gia doble de contextualización e historización que es medular
para cualquier empresa comparativa que apunte a ponderar
la “productividad política”, tomando el camino que transita
Rihan Yeh, de dispares maneras de entramar mismidades y al-
teridades entre países y al interior de cada uno de ellos.
Todos estos aciertos permiten, por tanto, evidenciar una
primera cuestión que me parece central: hasta qué punto y
de qué modo los contornos de lo que en cada caso se defi-
na o segregue como indígena, inmigrante, afrodescendiente, o como
parte de sectores populares pensados como ya nacionales o na-
cionalizables, se van estableciendo y modificando por trian-
gulaciones que los contrastan permanentemente en términos
de sus supuestamente dispares capacidades de ser absorbidos.
En otras palabras, los criterios de su diferenciación tienden a
operar por inter-referencia. Hacer manifiesta esta operatoria
amplía el campo de visión, pues evita una mirada polarmente
simplificada de la construcción de nación/alteridad que tien-
de a segregar a los científicos sociales por el “tipo” de grupos
con que trabajamos, más que por los problemas que procu-
ramos abordar. Este desplazamiento en los enfoques más clá-
sicos de los estudios étnicos y raciales es precisamente lo que
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 19

ha buscado plasmar la idea de formaciones nacionales de alteridad,


noción en la que hemos trabajado de un tiempo a esta parte
(Briones, 2005; Segato, 2007).
Más que retomar entonces las direcciones en que cada co-
laboración de este volumen enriquece las lecturas sobre los
procesos y contextos específicamente analizados, organizo este
escrito en tres acápites que buscan identificar confluencias en-
tre los distintos trabajos, para evidenciar lo que veo como las
principales aperturas teóricas y metodológicas del conjunto.
Me propongo además reforzar la visión prismática del simpo-
sio, dialogando con cada autor desde una perspectiva doble-
mente descentrada. Por un lado, introduciendo reflexiones
gestadas en un contexto en apariencia muy diferente, como el
argentino, para enfatizar las dimensiones teóricas y metodo-
lógicas en las que estos trabajos plantean desafíos comunes y
caminos de encuentro para quienes están interesados en ana-
lizar manifestaciones y efectos de distintas prácticas sociales y
diseños­­­estatales de gestión de la diversidad.1 Por el otro, bus-

1
  Comento brevemente que Argentina es un país donde, aún al día de hoy, ma-
yoritariamente se reacciona con risas cómplices, y a veces incómodas, al chiste de
que los peruanos vienen de los incas, los mexicanos de los aztecas y los argentinos
de los barcos. Esa complicidad e incomodidad resulta de no terminar de cuestionar
la narrativa maestra que recién la crisis socioeconómica y política de 2001 permitió
empezar a revisar en varias direcciones. Tal narrativa ha tratado de presentar ante
el mundo y ante los propios ciudadanos la idea de que Argentina es una nación
blanca y europeizada, otrora granero del mundo, con altos índices de alfabetismo,
extensas clases medias y un futuro promisorio, todo lo cual, sin embargo, se ha ido
desmintiendo a lo largo de las últimas seis décadas. Una nación que, desde fines
del siglo xix, ha sostenido ser un país “con pocos indios y sin negros”. Un país que
construyó la Patagonia como desierto y el Chaco como desierto verde, sobre los
cuales el avance militar buscó materializar la desertificación, creando campos de
concentración para algunos contingentes indígenas, y relocalizando a otros como
mano de obra en ingenios azucareros en provincias distantes o como servicio do-
méstico en la capital. Un país, por cierto, donde –a pesar de algunas excepciones
que bien analiza Giudicelli en este volumen– se dio escasa importancia y lugar a las
20 Nación y alteridad

cando visibilizar las complejidades analíticas y evaluativas de


sopesar el peso relativo de lo sedimentado y lo contingente.
Por ello hago foco comparativo en cambios que han tenido
lugar­­­en las últimas décadas, por ser los menos comprendidos
y estabilizados.2
Como argumenté en otra parte, la tensión entre cambios y
continuidades, e incluso la profundidad (o superficialidad) de
los cambios paulatinos en las distintas formaciones naciona-
les de alteridad, se nos manifiesta, al menos en parte, cuando

herencias precolombinas materializadas en objetos para patrimonializar la historia


de la nación. Por lo demás, un país que ha nacionalizado y extranjerizado selectiva-
mente a los pueblos originarios (véase Briones, 2004).
2
  Para que se comprendan mis coordenadas temporales-espaciales de enuncia-
ción, inicié mis trabajos en Patagonia, la parte más austral de Argentina, como
estudiante de antropología hace más de treinta años. En lo que hace al aparato
conceptual de la disciplina, empecé a formarme en un momento de los estudios
étnicos donde, al menos en Argentina, la alteridad aún funcionaba como categoría
descriptiva, más que de conocimiento, por lo que el análisis del peso de la diferen-
cia tendía a recaer sobre los “otros” de la nación, más que sobre la nación misma,
o sobre el proceso de co-construcción de alteres y egos potenciado y atravesado por
diversas asimetrías materiales y simbólicas. En aquel tiempo prevalecía el convenci-
miento de que discutíamos procesos de lo real caracterizados, para varios, por cier-
ta irreversibilidad. A la vez, hasta ese momento jamás se habían dictado en el país
leyes integrales para encarar “la cuestión indígena”, justamente con la excusa de
que casi no había indios en el país. Así, en Argentina recién en 1985 –en el marco
de la recuperación reciente de la democracia y el ímpetu adquirido por los movi-
mientos de derechos humanos después del terrorismo de Estado– se dictó la prime-
ra ley indigenista integral, de carácter fuertemente integracionista y aún vigente.
Casi diez años después se incorporó la idea de derechos diferenciados para los pue-
blos indígenas, cuando a mediados de los años noventa se reformó la constitución
y se adoptó por ley nacional el convenio 169 de la Organización Internacional del
Trabajo. Esto, sin embargo, no redundó en políticas específicas prácticamente has-
ta principios del siglo xxi. Por decirlo brevemente, entonces, me ha tocado ser testi-
go de no pocos cambios en términos de políticas estatales y acciones de reclamo de
los movimientos indígenas que se fueron constituyendo: de ahí mi preocupación e
interés por leer adecuadamente el peso de las sedimentaciones sobre las coyunturas
de estas últimas décadas.
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 21

prestamos atención a cómo las formas de pensar y de dar lu-


gar a la heterogeneidad dentro de cada país operan a veces en
sintonía con, pero a veces a contrapelo de, marcos supraesta-
tales de alterización. A modo de hipótesis de trabajo, postulé
que las formas en que las políticas de gestión de la diversidad
interior sucesivamente adoptadas en cada país hacen tope o
se restringen respecto de esos marcos pueden verse como in-
dicadores de sentidos más fuertemente sedimentados en y por
la formación nacional de alteridad, y que ello ayudaría a ex-
plicar por qué cada país acaba reinscribiendo tales marcos de
modos siempre selectivos en sus políticas de reconocimiento
(Briones, 2005).
Ahora bien, los artículos de este volumen dan pistas suge-
rentes para explicitar una hipótesis complementaria. La in-
teracción entre marcos nacionales e internacionales puede
también vincularse con la manera como, simultáneamente,
se procura encauzar el posicionamiento o reposicionamien-
to del país en el sistema mundo. Veremos así que al menos
algunas transformaciones en las prácticas de alterización no
son ajenas a cómo se busca disputar determinado lugar en la
historia universal, siempre en diálogo con distintos otros exter-
nos, con mayor o menor capacidad para administrar o ilustrar
las distinciones históricamente variables (ideas de civilización/
barbarie, progreso/atraso, desarrollo/subdesarrollo) que dan
lugar a jerarquizaciones geopolíticas a niveles planetarios.
Empecemos entonces a reconocer las semejanzas y diferen-
cias entre los abigarrados entramados de Estados-nación, que
ovillan madejas variadas y producen diseños y trayectorias dis-
tintos de acuerdo a lo que sus respectivas urdimbres posibili-
tan o dictan.
22 Nación y alteridad

Planos, efectos y agencias en la producción de alteridad:


sujetos, regiones, ámbitos estatales e interestatales

La llamada era de la globalización/mundialización/trasna-


cionalización alimentó vigorosamente la discusión teórica
para entender hasta qué punto los Estados –al menos cier-
tos Estados– todavía conservaban la capacidad de agencia
que solían tener, entre otras cosas, para definir las coorde-
nadas de diferencias tolerables para encuadrar el sujeto na-
cional. Sugeren­temente, varias de las colaboraciones de este
libro demuestran que los Estados no han sido nunca, ni son
hoy, los únicos constructores de mismidades tranquilizantes
o alteridades amenazantes. Los medios de comunicación, la
publicidad, el mercado, las elites morales e intelectuales y
los propios sectores populares han intervenido activamente,
ayer y hoy, en disputar imágenes adecuadas de pertenencia
nacional, con capacidades de impacto diferentes, claro está,
según épocas y contextos.
Pero los distintos trabajos aquí reunidos muestran tam-
bién que, aun cuando los Estados no son los únicos agentes
productores de álteres y egos, sus organismos, funcionarios
y dispositivos van regularizando la dispersión propia del ac-
cionar simultáneo de distintos aparatos, dispositivos y mo-
dos de alterización. En este sentido, comparto la sugerencia
de Rick López de distinguir procesos de por sí imbricados,
como lo son los de state-building y nation-building, sea para po-
ner en foco las políticas estatales, sea para mostrar su inter-
juego con otras agencias y dinámicas menos visibles, como le
interesa a López.
En este primer acápite me concentro en las prácticas esta-
tales para introducir cuatro reflexiones sobre el peso de lo esta-
tal y sobre la congruencia de sus instituciones.
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 23

La performatividad del hacer estatal

Cuando adoptamos una mirada comparativa en rangos tem-


porales amplios, resulta interesante advertir similitudes en las
estrategias y mecanismos con que los Estados latinoamerica-
nos fueron procesando la alteridad indígena en cada época
(Bengoa, 1995 y 2000). Ello nos permite identificar eras de asi-
milacionismo, integracionismo, multiculturalismo. Lo que no
es tan fundado es asumir que estas convergencias resulten de
intencionalidades nítidas y coordinadas.
Encuentro en esto muy valioso el análisis de Paula López
Caballero quien, al trabajar sobre las etapas fundacionales
del primer Centro Coordinador Indigenista (cci) en Chiapas
(1948-1951), muestra cómo la definición del sujeto de inter-
vención fue un proceso performativo donde lo que ex post facto
definimos y caracterizamos como indigenismo a la mexicana
–trasladado como visión política de gestión de la alteridad a
otros Estados latinoamericanos– fue resultado de un proceso
sinuoso donde la argumentación científica, la acción guberna-
mental y la producción de alteridad fueron generando en su
mismo hacer, como argumenta Paula, el orden social sobre el
cual intervenir.
Retomaré el papel de las argumentaciones científicas en
otro apartado. Por lo pronto, me interesa enfatizar que lo
que acabamos reconstruyendo como formaciones naciona-
les de alteridad no solo resulta del accionar no siempre con-
gruente de diversas agencias y actores: ese accionar puede
resultar también del desconocimiento y la negación o del de-
seo de superar premisas que, por diversas razones, se em-
piezan a considerar cuestionables o a poner en debate. Lo
que acabamos entonces caracterizando como racionalidad
gubernativa o gubernamentalidad (Foucault, 1991) depende
24 Nación y alteridad

de visiones biopolíticas, pero también de la sedimentación


de las improvisaciones que constituyen lo estatal en el mismo
acto de gestionar mismidades (mestizas o nacionales) y al-
teridades (indígenas entre otras). Esto no implica negar que
con el tiempo se va dando una estabilización –aunque siem-
pre incompleta– de categorizaciones, a medida que las insti-
tuciones se afianzan, pero sí implica partir de la idea de que
la coproducción del Estado y sus alteridades y la emergencia
de estilos particulares de gestión de la diversidad no pueden
asumirse como resultado automático de procesos de inter-
vención sobre realidades preestablecidas y ya estabilizadas.
Se trata más bien de procesos contingentes cuyo análisis por-
menorizado y contextuado permitirá sopesar en qué medida
la praxis resulta de políticas ancladas en certezas ideológica-
mente predefinidas, o de consecuencias de la acción no bus-
cadas ni planeadas.
Al analizar a la vez cómo la creación del primer cci en
Chiapas afecta la dinámica de otros cci creados con poste­
rioridad en otras regiones, el trabajo de López Caballero es
valioso para fundamentar la reflexión que se desarrolla en lo
que sigue.

Efectos de disparidad regional a partir de la acción estatal

Siguiendo a Stuart Hall (1985), he encontrado fructífero defi-


nir a los Estados como formaciones pluricentradas y multidi-
mensionales que condensan discursos y prácticas políticas de
diferente tipo en un hacer sistemático de regulación y norma-
lización de lo social. He sostenido también la importancia de
entender “la lógica espacial en y a través de la cual los Estados
actualizan las formaciones de alteridad en que su ejercicio de
regulación se apoya” (Briones, 2005: 17). Los lugares de auto-
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 25

ridad inscritos por la operación concurrente de un vasto con-


junto de tecnologías, dispositivos e instituciones siempre están
territorialmente basados, idea explorada desde el concepto de geo-
grafías estatales de inclusión y exclusión.
Así, en un país como Argentina, supuestamente fede-
ral pero reconocedor, a nivel de praxis y representación, del
peso histórico del centralismo porteño, no es extraño que di-
versos colegas (Delrio y Pérez, 2011; Pérez, 2013) encontra-
ran operativa la propuesta de Das y Poole (2008) de analizar
cómo la construcción de márgenes territoriales y sociales ha
sido medular para que los Estados puedan postularse como
totalidades con derecho a domesticar performativamente sus
márgenes. Esta perspectiva refuerza, desde el campo de la es-
pacialidad, la importancia de desentrañar modos de copro-
ducción de Estado y alteridad. Al mismo tiempo, señala la
importancia de no caer en ficciones totalizadoras ni respecto
de un hacer estatal que nunca alcanza de la misma manera ni
al mismo tiempo todo el territorio reclamado, ni respecto de
algunos análisis académicos.
En su análisis, Elisabeth Cunin muestra cómo la instala-
ción de migrantes negros a principios de siglo xx en el Te-
rritorio de Quintana Roo no parece problemática, y cómo
la xenofobia que Alan Knight ve “funcionalmente vinculada
al nacionalismo indigenista” no se aplica desde un principio
a los descendientes de africanos en la península de Yucatán.
Este artículo muestra, así, dos cuestiones relevantes. Primero,
la manera en que políticas definidas desde y para los supues-
tos centros de lo estatal se inscriben de maneras diferentes en
ciertas regiones según se valore su contribución al conjunto.
Segundo, que esa valoración está relacionada con cuáles son
las fronteras internacionales que las geografías simbólicas de-
finen como más o menos “calientes”. También está ligada a
26 Nación y alteridad

la estrategia que se elija con los países vecinos, en lo que hace


a acercarse desde la mímesis o, más bien, desde la diferencia.
En este marco comparativo en niveles regionales, Rihan Yeh
sugerentemente sostiene que el mito del mestizaje en Méxi-
co también opera como estrategia de presentación del “noso-
tros” nacional en un escenario internacional, y es sobre todo
una forma de acercarse al vecino del norte sin neutralizar por
completo la diferencia.
En suma, si bien las generalizaciones son un requisito
comparativamente legítimo, precisamos develar la compleja
inscripción de las prácticas estatales diferenciada según gru-
pos y regiones, dentro y entre países, pues las valoraciones
diferenciales de diversos espacios –así como sus condiciones
económicas y políticas igualmente diferenciales de accesibi-
lidad– pueden promover dinámicas que parecerían contra-
decir no solo las tendencias generales del hacer estatal, sino
sus geografías de inclusión y exclusión, y definir otras que
acaban reforzando performativamente visiones regionaliza-
das de diversas partes del territorio nacional, esto es, de sus
“singularidades”.

El hacer estatal ante las presiones, disputas e inserciones


en el sistema mundo

Los esfuerzos estatales de totalización operan definiendo már-


genes internos a ser disciplinados, pero también tratando de
dirimir su mayor o menor marginalidad o centralidad en el
sistema mundo. En esto, el trabajo de Rick López es muy efi-
caz para demostrar cómo el proyecto de integración nacional
cristalizado en los años cuarenta tuvo éxito en México gracias
a la manera en que vinculó discursos de orden trasnacional,
nacional y local. O sea, López muestra cómo las redes traslo-
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 27

cales ejercieron influencias en los niveles nacional y local des-


de mucho antes de lo que comúnmente se reconoce.
Ahora bien, me interesa destacar que esas redes difícil-
mente hubiesen adquirido capacidad de agencia, o incluso de
articulación, de no estar enmarcadas en ciertas hegemonías
discursivas de amplio alcance. Aludo a procesos de produc-
ción de sentido que en un momento apostaron a universali-
zar la idea de civilización, luego la de desarrollo y hoy la de un
sensible multiculturalismo como claves de lectura y tematiza-
ción de las semejanzas y diferencias sociológicas sucesivamen-
te consideradas relevantes o legítimas. Por ende, mi argumento
es que cada una de estas universalizaciones/mundializaciones
–y los modos en que se las disputa– llevan a trazar de distin-
ta manera las fronteras sociales que han ido reorganizando los
colectivos nacionales. En esto, lo que el análisis de Rick mues-
tra es hasta qué punto ciertos “valores” se vuelven disparmen-
te transversales por diversas redes, incluso aquellos que llevan
a distinguir entre lo que es arte y lo que es artesanía según pa-
rámetros estéticos que, operando en y a través de las desigual-
dades más que desde la uniformización, van estableciendo lo
que puede ser reapropiado como étnico, popular o nacional.
Reapropiándome de la idea de recursiones fractales que intro-
duce Yeh, diría que esos valores son indicadores de la recrea-
ción de oposiciones en múltiples escalas a la vez, oposiciones
que triangulan a distintos tipos de “propios”, “otros internos”
y “otros externos”.
Resulta por tanto interesante que las teorías de la globa-
lización nos trajeran como discusión adosada la vinculada
al debilitamiento o no de los Estados-nación modernos para
administrar su diversidad interior, más aún cuando lo que se
acabó llamando multiculturalismo neoliberal (Hale, 2005) o
etnogubernamentalidad (Boccara, 2007) empezó a visualizar-
28 Nación y alteridad

se, con todas sus contradicciones, como parte de un nuevo or-


den mundial globalizado. Veamos qué podemos aprender de
los modos en que los considerados “valores” neoliberales han
estado circulando por redes de alcance dispar.
Ya casi es un aserto de sentido común sostener que el re-
conocimiento de derechos culturales diferenciados mediante
reformas constitucionales en varios países de América Latina
ha venido de la mano de varias tensiones, propias de la “neo-
liberalización” de las prácticas de gubernamentalidad; por
ejemplo, la privatización de responsabilidades estatales vía la
tercerización de servicios sociales clave, la redefinición de los
sujetos gobernables como “poblaciones vulnerables con ca-
pital cultural” autorresponsabilizadas de la regulación de sus
conductas, la conversión de dirigentes políticos en gestores, o
cierta banalización de categorías de lucha que hoy son discur-
so estatal a veces bastante anodino.
No obstante, más allá de los condicionamientos comparti-
dos que han venido de la mano del financiamiento multilate-
ral y de las reformas de marcos regulatorios promovidos desde
arenas interestatales, los Estados no han dejado de ser puntos
de condensación clave al momento de traducir esos condicio-
namientos en políticas indigenistas. Ello resulta más evidente
ahora que algunos países del continente están emprendien-
do una crítica al neoliberalismo, apuntando a provocar rea-
comodamientos hacia adentro, y también de cara al resto del
mundo, sin modificar por completo algunas dinámicas instala-
das por la gubernamentalidad neoliberal. Lo interesante aquí
es que estos reacomodamientos suponen una relectura de sus
formaciones nacionales de alteridad que, no siendo ajenas a
la búsqueda de un reposicionamiento en el sistema mundo,
generan no poca adhesión, también de parte de los indígenas
(Briones 2011 y 2013). Ello hace evidente que los procesos de
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 29

construcción de hegemonía cultural operan en planos que,


siendo distintos, se inter-referencian e influyen al momento
de generar aceptaciones o rechazos en las bases políticas, pero
también, hasta qué punto distintas modalidades de alteriza-
ción –con sus particulares efectos de inclusión/exclusión– se
imbrican tanto con la política doméstica como con la política
exterior promovida desde los Estados en diversos momentos
de su devenir.
Analizando ciertos aspectos de la constitución del campo
académico argentino desde mediados del siglo xix, el capítu-
lo de Giudicelli bien muestra que, lejos de ser novedosas, estas
imbricaciones presidían explícita o implícitamente las pujas
para redefinir las geografías simbólicas de la alteridad nacio-
nal en función de cómo insertar mejor lo que se apropió como
“pasado arcaico” de la nación en la “historia universal”. Hoy,
sin duda, el desacuerdo ante los desplazamientos en las lectu-
ras de la formación nacional de alteridad y sus geografías des-
de un horizonte “nacional y popular” no buscan tanto dirimir
lugares en la historia universal como realineamientos políticos
dentro del sistema mundo a partir de los contratos de subjeti-
vación cívica en disputa (Escolar, 2007). Examino la formula-
ción y los efectos de estos contratos en el punto siguiente.

Interpelaciones, subjetividades cívicas y contratos de


subjetivación política

Conceptos como los de interpelación y subjetividad (Hall,


1985), así como los de subjetividades múltiples o fragmentadas
(Mouffe, 1988) que tanto debate generaron en los años noven-
ta (Grossberg, 1996), se han ido redefiniendo productivamen-
te para entender la tensión entre sujeción –los lugares donde
somos puestos– y subjetivación –las formas de habitar esos lu-
30 Nación y alteridad

gares– (Briones 2007). La idea de subjetivación admite pensar


márgenes de disputa ante sistemas clasificatorios o sistemas de
diferencia (Grossberg, 1992) que buscan normalizar identida-
des desde parámetros hegemónicos de construcción de alteri-
dades y mismidades. Aquí el desafío radica en reconocer los
factores que inciden para que esas subjetividades múltiples se
rearticulen en ciertas direcciones y no en otras.
En esto, al leer el problema desde colectivos inmigrantes
catalogados como extranjeros, el trabajo de Daniela Gleizer
aporta dos perspectivas relevantes. Por un lado, muestra cómo,
a través de sus políticas de inmigración y naturalización, el Es-
tado mexicano devino “agente productor de alteridad y repro-
ductor de extranjería” a través de dos mecanismos principales:
por un lado, al cambiar con el tiempo sus legislaciones para ir
identificando distintos tipos de sujetos como “absorbibles” o
“no absorbibles” según su “procedencia”; por el otro, al po-
ner obstáculos selectivos en los procedimientos emprendidos
por personas formalmente habilitadas para reclamar el esta-
tus de ciudadanos naturalizados, pero que en los hechos no
eran igualmente bienvenidas. En esto, la autora muestra has-
ta qué punto determinadas visiones sobre el nosotros nacional
se fueron traduciendo en directrices orientadoras de la acción
política. Daniela sigue además distintos casos que ilustran las
complejas argumentaciones y prácticas por las que sujetos “no
bienvenidos” defendían la legitimidad de la pertenencia cívica
reclamada. Quisiera detenerme en este punto.
En principio, las explicaciones instrumentalistas han sido
una respuesta habitual en el campo de los estudios étnicos y ra-
ciales para dar cuenta de por qué las personas eligen las iden-
tificaciones que eligen. Sin embargo, las distintas formaciones
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 31

de alteridad entran en acción, y sus mecanismos de inclusión y


exclusión no generan respuestas unívocas ni entre todos los ex-
cluidos ni entre los incluidos en una misma categoría. Ello se
debe a que los excluidos o parcialmente aceptados en el noso-
tros nacional se posicionan (y maniobran) evaluando el modo
en que se definen y distribuyen los derechos cívicos según las
administraciones estatales vayan mediando y encauzando las
relaciones entre el campo popular y las elites dirigentes (Brio-
nes, en prensa). Así, los consensos o contiendas, las adhesiones
o desapegos que llevan a instalarse o no en categorías disponi-
bles de alteridad o mismidad, ponderan tanto las maneras de
definir el nosotros nacional, como la licitud y congruencia con
que se concretan o conculcan los derechos que se declaman
como propios del estatus de ciudadanía plena.
Llegados a este punto, entonces, mi argumento es doble.
Así como se ha postulado que el reconocimiento de derechos
diferenciados ha sido un dispositivo de creación de imáge-
nes de “indio permitido” que no incorporan todas las for-
mas, experiencias y visiones de ser indígena (Hale, 2004), los
procesos de construcción de hegemonía cultural trabajan
creando un estándar más amplio de “ciudadano permitido”
que también incluye y excluye selectivamente a los potencia-
les merecedores de ese estatus. Esta es mi manera de enten-
der lo que Diego Escolar (2007) define como contratos de
subjetivación política. La aceptación o descontento con esos
contratos supone su ponderación in extenso con base en una
compleja operatoria de posicionamientos y subjetivaciones
no unívocos, lo cual abre interesantes preguntas acerca de la
pragmática identificatoria alentada por diversas maneras de
trazar fronteras categoriales.
32 Nación y alteridad

Dinámicas y efectos de la redefinición de fronteras


categoriales

Al hablar de fronteras tendemos a condensar en una misma


discusión los límites estatales que operan en términos de sobe-
ranía y jurisdicción, y los límites categoriales que segmentan
a la población, que queda así sujeta al territorio estatal. Por
ser cuestiones distintas pero interrelacionadas, no es prudente
­autonomizar los análisis que los toman por objeto. No obstan-
te, si en el acápite anterior nos centramos en el hacer estatal,
en éste ponemos en foco la pragmática de fronteras categoria-
les, centrales para la construcción de la nación: fronteras en
las que con mayor visibilidad se advierte la intervención de
muy diversas agencias, además de las estatales.
Los colaboradores de este volumen realizan aportes muy
sugerentes a ese respecto. Enfatizaría particularmente dos que
parecen contradictorios pero que en realidad se complemen-
tan. Primero, el potencial de sedimentación de ciertas formas
condensadas de contar la nación y sus alteridades. Segundo,
la porosidad y desplazamientos selectivos de fronteras catego-
riales sedimentadas. Por porosidad y desplazamiento no me
refiero simplemente a la posibilidad de ósmosis personales a
través de las fronteras de los “grupos étnicos” que temprana-
mente indicó Barth (1969); aludo más bien a que los límites
que distinguen “propios” de “ajenos” simultáneamente reco-
nocen al interior de esas categorías expresiones amenazantes
de pertenencia que tienden a ser censuradas y desplazadas ha-
cia los márgenes de lo “no permitido”. Pero argumentaré ade-
más que las fronteras de los “grupos étnicos” son, dentro de
las formaciones nacionales de alteridad, mucho menos esta-
bles de lo que Barth propuso. Ello se debe a que la definición
de dichos grupos se vincula no solo con la forma en que se
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 33

va construyendo el populus o pueblo de la nación en tanto de-


mos –el espacio de quienes pueden “legítimamente” dar for-
ma y contenido al populus y poner su mundo en palabras–, sino
con cómo se va caracterizando la plebs, el campo de lo popular
o de los menos privilegiados, como parte tangencial o medu-
lar de ese demos.3 Entonces, para entender la economía de va-
lor de los límites, tan relevante como advertir su permanencia
es identificar a qué precio cierto tipo de “indígenas”, de “afro-
descendientes” o de “inmigrantes” pueden a la larga –o no
podrían nunca– cruzar las fronteras para integrar lo que se
define como demos o lo que se define como plebs, tensión de al-
gún modo reflejada en lo que Bonfil Batalla (1989) denomina
el “México imaginario” y el “México profundo”.
Ahora bien, empezar a ver la alteridad no como categoría
descriptiva sino como categoría de conocimiento, requiere en
primer término cuestionar la idea de que existen grupos étni-
cos y raciales en sí –algo que las ciencias sociales han sostenido
por bastante tiempo–, esto es, poner en foco menos los grupos
en tanto tales, sus diferencias, que los distintos contextos y pro-
cesos de alterización. Ello presupone, a su vez, atender a cómo
operan prácticas de marcación selectivamente racializadas y
etnicizadas que suelen recrear desigualdades por imbricación
de diversos clivajes –aunque se lean socialmente como basa-
das en marcas de un único tipo– y por una simultánea invisibi-
lización de lo que se define como “norma”.
En este marco, la forma en que empecé a pensar la rela-
ción de co-construcción aboriginalidad/nación no difiere mu-
cho de la manera en que Daniela Gleizer encara la relación
inmigrantes/nación, y Elisabeth Cunin la relación afrodes-

3
  Para una definición y discusión de diversas alternativas en las formas de vincu-
lar populus, demos y plebs, véanse Barros, 2009 y 2013, y Laclau, 2005.
34 Nación y alteridad

cendientes/nación.4 Como a ellas, se me fue haciendo eviden-


te que, cuanto más se contextualizan e historizan los procesos
de co-construcción de un tipo de alteridad determinada vis-à-
vis lo nacional, más claro resulta que esos procesos apuntan a
jerarquizar horizontal y verticalmente al conjunto de ciuda-
danos “normales”/normalizados (se los defina como criollos,
mestizos o nacionales) y a los construidos como otros inter-
nos (indígenas, afros, e inmigrantes). Dichos procesos operan
con base en dispositivos que inscriben campos de visibilidad
y valoración diferenciados para cada cual, y atribuyen dispa-
res consistencias, porosidades y fisuras a sus contornos (auto)
adscriptivos respecto del “nosotros” desmarcado como populus
normal/nacional.
Como bien ilustran varios de los trabajos, esas formas de
pensar lo social-nacional no solo producen categorías y crite-
rios de identificación, clasificación y pertenencia: al adminis-
trar jerarquizaciones socioculturales, regulan condiciones de
existencia diferenciales para los distintos conjuntos que se re-
conocen como parte histórica o reciente, medular o periférica
de la sociedad. Ese campo amplio de materializaciones es lo
que propuse analizar desde el concepto de economías políticas de
producción de diversidad cultural (Briones, 2005).
Este campo constituye un observatorio analítico privilegia-
do para la empresa explicativa y comparativa. Por un lado,
permite ver cómo las categorías colectivas de mismidad y al-
teridad son un ámbito central para disputar cómo se constitu-
ye la “identidad nacional” del populus y cuál es el lugar (o no

4
  Retomando a Jeremy Beckett y otros antropólogos australianos (1988), redefiní el
concepto de aboriginalidad para monitorear procesos sociohistóricos de alterización
cuya particularidad ha pasado por fungir explicativamente las dinámicas y efectos de
relaciones coloniales, neocoloniales y poscoloniales como distancias culturales, tem-
porales y espaciales respecto de la autoctonía de algunos (Briones, 1998).
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 35

lugar) que se da o no se da a la plebs en el demos. Por el otro, es


posible ver también cómo los mismos términos en que se enmarca el
debate apuntan a expandir o contraer las fronteras categoriales
que definen quién es o no es qué cosa.
Resulta entonces ilustrativo poner en relieve comparati-
vo las formas y disputas prevalentes sobre quiénes encarnan
la idea de argentinos-tipo y mexicanos-tipo al menos desde las
primeras décadas del siglo xx, así como las principales conse-
cuencias que ello ha tenido para quienes quedaron definidos
como absorbibles o marginables por y desde esas pertenencias.
El primer punto relevante a destacar es que, a diferencia de
México, la ideología del mestizaje no ha operado en Argenti-
na como mito motor para definir el sujeto nacional. Esto no
significa que el mestizaje no se haya tematizado, sino que se lo
fue haciendo de modo tal que pudiera fundar la excepcionali-
dad del populus argentino –y sus distancias respecto de “la pa-
tria grande latinoamericana”– en el tropo del país “venido de
los barcos”. Pero vamos por partes.
Brevemente, para las elites románticas primero y liberales
después, la correcta opción entre civilización o barbarie era
la vía para construir el populus de la nación. Como polo que
debía encarnar y promover la constitución del demos, la civili-
zación siempre se construyó como minoría demográfica epi-
tomizada por las “familias patricias”, esto es, la simiente de
europeos (generalmente prósperos) que tempranamente sus-
cribieron el proyecto independentista. Por ello, la constitución
de un populus legítimo precisaba ser fortalecida por la inmi-
gración de (más) europeos. Por su parte, la barbarie –que por
definición estaba y debía quedar fuera del demos– estaba repre-
sentada inicialmente por los indígenas, pero empezó a funcio-
nar como categoría expansiva que en lo social fue incluyendo
a las poblaciones “criollas” o gauchas del interior del país y en
36 Nación y alteridad

lo político a los disidentes. Por ello, Sarmiento, que por mo-


mentos concuerda con la idea de que hacia mediados de siglo
xix casi no había indios en Argentina, en ocasiones indigeniza
a las montoneras y los caudillos que antagonizaban con la po-
sibilidad de instaurar una república liberal, colocándolos así
de lleno en el corazón de la barbarie (Escolar, 2007).
En el mediano plazo, esta forma de pensar el país y diseñar
su futuro llevó a activar políticas migratorias y de naturaliza-
ción bastante diferentes de las mexicanas. Aunque durante el
porfiriato México alentó la inmigración europea y blanca, Cu-
nin sostiene que la Ley de Inmigración de 1908 clasificaba a los
individuos por raza y nacionalidad sin que estos criterios fue-
ran discriminantes. Gleizer, a su vez, explica cómo, después de
una importante reorientación, la Ley de Naturalización y Ex-
tranjería de 1934 favorecía la naturalización de “indolatinos” y
“españoles” por su cercanía cultural a lo que se entendía como
identidad mexicana. En Argentina, en cambio, la constitución
de 1853 también establecía, en su artículo 25, que se debía fo-
mentar la inmigración europea, pero, curiosamente, ese artí-
culo no solo estaba vigente a principios de siglo xx, sino que
lo sigue estando al día de hoy, a pesar de que la última reforma
constitucional de 1994 ha incorporado no solo los derechos in-
dígenas, sino también una serie de cláusulas y convenios con-
tra la discriminación. Otro punto a destacar es que en 1902 se
dictó la Ley de Residencia, que autoriza la deportación de “ele-
mentos indeseables”, en su mayoría europeos bajo sospecha de
ser anarquistas y comunistas.5 Paralelamente, mientras los in-
migrantes de otros países latinoamericanos eran, como señala
Gleizer, bienvenidos en México por ser mestizos, en Argentina

  En 1910 se refuerza la Ley de Residencia con la Ley de Defensa Social, que per-
5

mite encarcelar a disidentes políticos, fuesen extranjeros o nacionales.


Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 37

los inmigrantes de países limítrofes tendieron a verse –y se si-


guen viendo hoy en el nivel de sentido común– como indesea-
bles, o poco deseables, en tanto acercarían al sujeto nacional
a ese punto del cual las narrativas fundacionales buscan dis-
tanciarlo. Así, en la época en que México privilegiaba, según
Cunin, los aspectos sanitarios y económicos como criterio para
definir la política migratoria, en Argentina la supuesta necesi-
dad de fuerza de trabajo no parecía ser condición suficiente,
pues siempre la política inmigratoria acabó anclándose en dis-
tinciones valorativas de los potenciales trabajadores con base
en criterios políticos además de racializados. En síntesis, la for-
mación maestra de alteridad en Argentina ha ido definiendo
selectivamente a distintos extranjeros como más o menos inter-
nos o más o menos externos tanto a partir de su potencial de
colorear el “nosotros nacional” blanco como a partir del poten-
cial de ser amenaza política al régimen defendido.
En términos comparativos, entonces, lo interesante es que
la valoración de lo inmigrante/extranjero como positivo o ne-
gativo en la historia de ambos países parece haber estado in-
vertida, por la forma en que se pensaba el populus. Más allá de
convergencias en el rechazo de ciertas colectividades raciali-
zadas como los “chinos”, por momentos la inmigración lle-
gó a verse en México como potencialmente debilitante de la
constitución del sujeto nacional, mientras que en Argentina
tendió a ser consistentemente vista como su posibilidad de for-
talecimiento, a condición de que fuese europea. Así, españoles
e italianos fueron con el tiempo tomados como constituyentes
medulares del argentino-tipo, aunque en principio fueran glo-
balmente censurados por no ser los anglosajones esperados o
puntualmente deportados por ser sospechosos de haber traído
ideas anarquistas y comunistas: cuestiones ambas que se argu-
mentaban como conspirando contra el demos buscado.
38 Nación y alteridad

Otro dato comparativamente interesante surge de la afir-


mación de Gleizer de que en México, y a diferencia del
proyecto indigenista, recaía en los extranjeros la tarea de “asi-
milarse”, y al Estado le correspondía solamente garantizar
que tuvieran “condiciones previas de asimilabilidad”, pero no
desarrollar políticas de incorporación social o cultural. En Ar-
gentina, como quedó claramente de manifiesto en los festejos
del centenario de 1910, el Estado emprendió una activa políti-
ca de argentinización para los inmigrantes, a través del primer
proyecto extensivo de educación pública –llamado de “educa-
ción patriótica”– y otros dispositivos. Al mismo tiempo, el in-
dígena seguía quedando retratado y simbolizado durante esas
celebraciones como la barbarie que se evanescía por el avance
del tendido de ferrocarriles y otros dispositivos de moderniza-
ción. Se buscaba así acercar con el tiempo a los primeros a la
posibilidad de ocupar un lugar en el demos del que los segun-
dos, pensados en todo caso como plebs, estaban excluidos.
Como plantea Gleizer, entonces, y más allá de que la idea
de ciudadanía universal fuese estatalmente declamada como
índice de modernidad por distintos países, lo central de ana-
lizar las narrativas dominantes pasa por examinar su encar-
nación en políticas efectivas y selectivas. En este aspecto,
tiene razón Elisabeth Cunin al subrayar que, más allá de las
legislaciones, hay otros dispositivos muy eficientes de guber-
namentalidad para seleccionar inmigrantes y para totalizar,
individualizar, nacionalizar y alterizar poblaciones. Conside-
rando entonces que toda construcción de ciudadanía y nación
es excluyente más allá de sus declamaciones, lo que cabe histo-
rizar tomando varios indicadores en conjunto es a quiénes se
deja pasar y a quiénes no, a quiénes se incluye y a quiénes se
excluye, así como a qué tipo de amenazas se liga tal selectivi-
dad. Veo este análisis como relevante no solo por cómo afecta
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 39

la vida de los diversos componentes, sino por cómo ello permi-


te rastrear cambios en los procesos hegemónicos de construc-
ción estatal-nacional.
Un último punto para ilustrar este argumento. Concuer-
do con Gleizer en que explicar esta selectividad con base en el
concepto de cercanía cultural es problemático. No obstante, su-
geriría que opera una idea de cercanía de otro orden, una cer-
canía que llamaría valorativa y que se corresponde con cómo
se piensa el demos. En Argentina, por ejemplo, los japoneses se
han visto como más potables –esto es, digeribles– que los co-
reanos. Ni la cercanía cultural ni la racialización de “lo orien-
tal” como bolsa de gatos propia del sentido común permiten
explicar esto. Una vía explicativa, entonces, podría tal vez pa-
sar por advertir en qué momentos/contextos se registraron los
flujos más importantes de cada colectividad, y por caracterizar
sus inserciones en ellos. En Argentina, los inmigrantes japone-
ses tendieron a verse como trabajadores y definitivos, aunque
hubo retornos. Los coreanos, en cambio, como migrantes “de
paso” a horizontes más promisorios, como Estados Unidos
–gran afrenta al orgullo nacional–, en una escala técnica pla-
neada para hacer dinero a costa de “explotar” a trabajadores
bolivianos o nacionales en talleres de costura, una afrenta a la
idea de una ciudadanía anclada en los derechos laborales que
quedó inscrita desde el primer peronismo. Entonces, de acuer-
do a esta economía de valores atribuidos, los japoneses están
más cerca del demos esperado que los coreanos.
Veamos ahora cómo juegan estos criterios de cercanía o
distancia respecto de contingentes marcados como indígenas
o afrodescendientes, pues aquí también observamos diferen-
cias muy notables.
Diría que, al menos durante casi todo el siglo xx, la idea de
mestizaje ha operado en ambos países con base en dos lógi-
40 Nación y alteridad

cas contrapuestas. Entiendo que en México el mestizaje que-


da anclado desde una la lógica de “hiperdescendencia” que
permite convertir al mestizo en el nacional por excelencia. En
otras palabras, la mezcla ha sido lo que eleva a los sujetos a
la categoría de populus. En esto es muy ilustrativo el paralelo
que traza Gleizer –retomando a Marta Saade– respecto de la
forma en que los extranjeros eran ponderados por su “poten-
cial asimilacionista”, pues se dudaba de la conveniencia de in-
corporarlos, mientras los indígenas lo eran por su “potencial
mestizófilo” o de integración a la nación bajo la guía de una
antropología aplicada, que también definía los aspectos positi-
vos de la cultura indígena a ser preservados.
En Argentina, en cambio, el tropo del mestizaje operó des-
de una lógica de “hipodescendencia”, según la cual la catego-
ría marcada y subvaluada (en este caso, “lo indígena”) absorbe
a la mezclada. Por ello, el mestizo –palabra raramente utiliza-
da, por sus connotaciones peyorativas– siempre estuvo cate-
gorialmente más cerca del “indígena” que del “no indígena”,
alejado así del populus y por tanto del demos. No quiero decir
con esto que no hubiese durante el siglo xx lecturas funda-
cionales que trataran de ver en lo mestizo una temprana fu-
sión hispano-indígena que podía fungir como corazón de lo
nacional. Lo que destaco es que esas lecturas nunca lograron
volverse hegemónicas como en México, al menos hasta ahora
que empiezan a ganar terreno en las esferas oficiales. Con el
tiempo, en las versiones que sí lograron devenir hegemónicas,
los mestizos y los criollos o nacionales fueron quedando en dos
coordenadas de pertenencia completamente diferentes.
Es desde este mito motor de hipodescendencia altamente
racializante que a los inmigrantes europeos les cabía recorrer
la senda de “argentinización” en tanto asimilación, mientras
que para los pueblos indígenas un proceso equivalente se defi-
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 41

nía como “blanqueamiento”, pues, a diferencia de los prime-


ros, no eran “ya blancos” (Briones, 2002). Ha sido entonces
este opaco pero progresivo distanciamiento entre “mestizos”
(más “cerca” de los indios por provenir de una mezcla recien-
te) y “criollos” (conciudadanos provenientes de una mezcla
de mayor profundidad, pero con la posibilidad de ser “me-
jorados” por matrimonios con inmigrantes europeos), lo que
me llevó a sostener que la formación maestra de alteridad en
Argentina ha apuntado a inscribir dos movilidades estructu-
radas para sendos colectivos (Grossberg, 1992). Uno de esos
crisoles ha sancionado la potencialidad hipogámica de ciertas
marcas racializadas, para justificar la subalternidad de ciertos
segmentos de clase. El otro, por el contrario, ha enfatizado la
potencialidad hipergámica de la europeitud en el largo plazo,
para formar la argentinidad deseada. Lo hizo, eso sí, ponien-
do límites discrecionales a quienes tenían habilitado el ingreso
a este segundo caldero (criollos más que mestizos), para evitar
que se pusiesen en tela de juicio la blanquitud paradigmática
del sujeto nacional modelo y el mito de la movilidad ascenden-
te. Entonces, si de un crisol salen los que en los años cuarenta
empiezan a llamarse “cabecitas negras”, pobres en recursos y
cultura, del otro emergen “argentinos tipo”, esto es, mayor-
mente blancos, de aspecto europeo, alfabetizados y pertene-
cientes a una extendida “clase media” (Briones, 2005).6

6
  Esta es una generalización que cuenta la historia desde Buenos Aires y lo porte-
ño clase media-alta, que es el lugar de poder desmarcado por excelencia en el país.
En distintas regiones de Argentina, empero, la gente se ha adherido a las narrativas
nacionales dominantes de distintas maneras, con diversas intensidades en los dife-
rentes momentos. Por ejemplo, las provincias del noroeste argentino hicieron y ha-
cen un lugar al mestizaje hispano-indígena que no está disponible en las narrativas
dominantes de nación. Lo hacen, eso sí, destacando más el peso de lo hispano que
de lo indígena. Véase Pizarro, 2006.
42 Nación y alteridad

Como es evidente, esta forma de pensar lo nacional operó


enfatizando lecturas de clase social como clave de compren-
sión de la sociedad, punto que también sugiere Rihan Yeh
para México, aunque en sentido diferente. Según Yeh, aunque
el mito del mestizaje resulte en que el indio sea un “homúncu-
lo” que, al decir de Roger Bartra, todos los mexicanos lleva-
rían dentro, esta forma de construir lo nacional emerge como
un proyecto internamente incompleto, pues, a la par de darse
por sentado que “todos” los mexicanos son mestizos, se hace la
diferencia entre mestizos vulgares y mestizos encumbrados. El
argumento que sugestivamente coloca Rihan para dar cuenta
de esta línea divisoria no es que en México la correlación en-
tre raza y estatus sea directa, sino que “es la irresolución en sí
del mestizaje lo que está diferencialmente distribuido.” Así, no
son los marcadores fenotípicos o culturales de lo europeo y lo
indígena los que se correlacionan con el estatus, sino esa irre-
solución y el riesgo que conlleva de ser reclasificado como “in-
dio” por las complejidades de la situación socioeconómica.
En Argentina se ha dado otra forma de “enclasar” lo racial
y racializar la clase que tematiza no solo el grado de “cultiva-
ción” y “civilización”, como en México, sino también, y muy
fuertemente, el aspecto corporal. Así lo demuestra ese melting
pot encubierto y paralelo al crisol de razas que se hace explíci-
to y se toma como fundante de la argentinidad europeizada.
Este crisol permitió convertir en conciudadanos –aunque de
tipo particular– a sujetos que no podían ser ni extranjerizados,
ni eyectados de los contornos geosimbólicos de la nación, ni
alterizados en un sentido fuerte, a riesgo de perder masa críti-
ca para imaginar la posibilidad de una nación independiente.
Como rótulo hegemónico, la categoría de “cabecita negra” ha
sido la manera de conceptualizar la plebs, “lo popular”. Este
oscurecimiento genérico pero acotado de la subalternidad ha
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 43

permitido recrear y explicar la estructuración de clase, sin po-


ner en entredicho la blanquitud del populus. Pero denostado o
reivindicado según los regímenes imperantes, ese rótulo ope-
ró siempre sin consulta, creando una bolsa de gatos que re-
unía a indígenas urbanos independientemente de si ellos se
seguían considerando indígenas, a poblaciones afro más allá
de su ­autoidentificación, a descendientes de inmigrantes no
deseados y a sectores populares que no reclamaban otra per-
tenencia que la nacional. Claro que también se volvió lugar de
apego para muchos de ellos.
En cierta medida, la operatoria de los dos crisoles raciali-
zantes en la Argentina parece resonar con algunos aspectos de
la dinámica mexicana. Por un lado, la invisibilización de los
afrodescendientes –que en Argentina o bien se subsumen en la
categoría de “cabecitas negras” o bien, cuando el umbral de
color supera lo “esperable” de un “cabecita negra” argentino,
se vuelven sospechosos de ser de extranjeros– admite parale-
los con lo que concluye Elisabeth Cunin. Su análisis explica
cómo, a partir de la segunda mitad de los treinta, con la in-
tegración del estado de Quintana Roo a las dinámicas nacio-
nalistas posrevolucionarias, los sujetos quedan posicionados
como afrodescendientes cuando se comienza a estigmatizar y
marginar a la población por un color que hasta entonces ha-
bía pasado “desapercibido”. Así, a nivel local, Cunin conclu-
ye que surge una dinámica estadual “en la cual el ‘negro’ ya
no tiene cabida, al verse reducido a su estatus de extranjero o
convertido en un mestizo como tantos otros”. No obstante, en
este caso el estatus de mestizo comporta una aceptación en el
populus que ha sido más disputada para los “cabecitas negras”
en Argentina. Por otro lado, esa operatoria también resuena
con la caracterización que hace Rihan Yeh de la diferencia-
ción operante en México entre mestizos superiores y mestizos
44 Nación y alteridad

vulgares. Sin embargo, creería que la principal diferencia pasa


por la manera en que la ideología de mestizaje en México con-
vierte al crisol mestizante en motor de lo nacional, mientras
que en Argentina la existencia de dos crisoles solo pudo soste-
nerse a costa de excluir inicialmente del demos a uno de ellos.
Por ello, cada vez que los productos del crisol silenciado se ma-
nifestaron en el espacio público, como ocurrió con las migra-
ciones internas de los años treinta y cuarenta, se lo veía como
una irrupción molesta y desconcertante de lo reprimido –el
llamado “aluvión zoológico”– y no tanto como lo que puede
y debe ser cotidianamente domesticado con gel, como sugiere
Yeh para México.
Más allá de las diferencias comparativas entre nuestros res-
pectivos contextos empíricos de trabajo, dos planteos de Yeh
me parecen muy iluminadores para tratar de entender las
complejas interacciones entre fronteras nacionales y catego-
riales, incluso en el caso argentino. Su idea de “recursiones
fractales” como oposiciones binarias que se repiten simultá-
neamente en múltiples escalas, organizando jerarquías socia-
les entre la subjetividad colectiva y la individual, me resulta
relevante para dar cuenta de cómo la misma persona que ob-
jeta ser considerado un “cabecita negra” por reconocerse
como mapuche, puede identificarse social y políticamente con
el lugar asignado a los “cabecitas negras” en tanto plebs de la
que se siente parte.
La productividad del trabajo de Rihan también consiste en
mostrar etnográficamente cómo –desde distintas trayectorias,
posicionalidades y posibilidades– los sujetos interpelados re-
inscriben y maniobran en y desde las categorizaciones dispo-
nibles. Ello nos hace evidente que no tenemos una captación
completa de cómo operan –y con qué efectos– las prácticas y
sistemas clasificatorios si no nos descentramos de sus versiones
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 45

hegemónicas e incorporamos las perspectivas y usos que de


ellos hacen quienes son compulsivamente excluidos o inclui-
dos en ciertas categorizaciones.
Es en este marco donde me resultan tan interesantes, pero
también tan problemáticas, las formas en que hoy están emer-
giendo lo que parecen ser contralecturas del mito motor de la
blanquitud argentina –lecturas que buscan erigir la plebs en po-
pulus, pero acaban reconfirmando narrativas fundacionales al
dejar intactas sus racializaciones implícitas y los mismos tér-
minos del debate.
Cuando el presidente del Instituto Nacional de Asuntos
Indígenas planteó que “la Argentina ha recuperado su voca-
ción latinoamericanista, reconociendo entre otras cuestiones
su raíz mestiza original, antes negada”, no solo ancla la nece-
sidad del reconocimiento de la “diversidad” argentina en he-
chos de sangre, sino que naturaliza la existencia del segundo
crisol de razas:

Los “cabecitas negras” eran los hijos o nietos de esa matriz fun-
dante español-indígena que, nacidos en las comunidades, vinieron
a la ciudad, sobre todo a Buenos Aires, a mostrar con su presencia
a la otra Argentina, que inundará todos los rincones de las ciuda-
des, antes reservados a las minorías racistas (Fernández, 2010: 23).

Exculpándose de las miradas racializadas, atribuidas exclusi-


vamente a las elites, el funcionario vuelve sin embargo a trans-
formar a ciertos indígenas “de comunidades” en “cabecitas
negras”. Su forma de racializar lo lleva a hacer una muy mala
lectura de estudios bioantropológicos recientes y a afirmar:

Los resultados de estudios científicos sobre el mapa genético de


los argentinos […] determinaron que el 56 % de la población
46 Nación y alteridad

tiene un antepasado indígena, y el 10 % es puro […]. Del país


“del crisol de razas”, hijo de los barcos de inmigrantes europeos,
a este mensaje profundo portado en la propia sangre de los com-
patriotas parecería existir un abismo (ibid.: 19).

Alejandro Araujo en su colaboración también alerta sobre


los efectos de la genomización de las pertenencias al momento
de pensar la diversidad interior nacional. Más aún, al confun-
dir alelos con pertenencias, la lectura del funcionario indige-
nista argentino confirma el argumento de Araujo de que los
resultados moleculares se administran desde las categorías que
orientan el orden social a sostener, orden que, en la Argenti-
na de hoy, consiste en mostrar que no somos tan blancos como
muchos creerían.
Ahora bien, si comparamos esta reciente mestización ofi-
cial de la Argentina con el análisis que se realiza en distintos
capítulos sobre México, el cronotopo en que el funcionario ar-
gentino inscribe lo mestizo y lo indígena parece no ser idénti-
co a la presencia fantasmagórica pero contemporánea de lo
indio en el mestizo mexicano, postulado ya como sujeto na-
cional por el nacionalismo posrevolucionario. Tampoco aho-
ra los “cabecitas negras” –que han sido y siguen siendo plebs
que merecen en todo caso devenir en populus per se– alcanzan a
contaminar o a constituir a las clases medias y altas, como sí se
acepta en la ideología de mestizaje mexicano.
De lo hasta aquí expuesto podemos derivar algunos coro-
larios. Primero, los contrastes entre procesos de sedimenta-
ción y deslizamiento de fronteras categoriales nos muestran la
importancia de problematizar comparativamente si, y cómo,
los cambios y permanencias en las prácticas de alterización
etnicizadas o racializadas se vinculan con las maneras histó-
ricamente preponderantes en que distintas formaciones na-
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 47

cionales tematizan las relaciones entre clases y las relaciones


de la plebs con el demos.
Segundo, toda construcción hegemónica de nación cons-
truyó ayer y construye hoy versiones de indios permitidos y no
permitidos, de inmigrantes deseables y no deseables, de afro-
descendientes incorporables e invisibilizables o eyectables, de
nacionales apropiados e inapropiados. Entonces, lo interesan-
te es identificar cómo se definen y modifican las “varas” que se
emplean para establecer quiénes quedan a uno u otro lado de
la línea divisoria, y con base en qué criterios solo algunos suje-
tos y algunas de sus características o prácticas van quedando
catalogadas como inapropiadas, o incluso como amenazantes.
Por último, es de esperar que alguna forma de crisol de na-
ción pueda encontrarse en muy distintos casos de nuestro con-
tinente, se hable o no de mestizaje, o se los vaya valorando de
distintos modos para promover desplazamientos de fronteras
categoriales. En todo caso, como muestra el trabajo de Paula
López Caballero, una cuestión a contemplar es cuántas gene-
raciones requiere cada uno de los distintos “tipos” de otros in-
ternos para ser fundidos en el crisol. Algunos precisarán varias
generaciones y otros operarán más rápido, en la primera ge-
neración descendiente, pero lo interesante es que, cuando lo
hacen –aunque sea teórica más que prácticamente– en casi
todos los casos se postula la irreversibilidad del proceso. De
más está decir que esto no se corresponde con los hechos; de
lo contrario, no sería posible entender las autoidentificacio-
nes indígenas que al menos en Argentina y Brasil –pero tam-
bién en México, como señala Kummels– se han incrementado
desde hace al menos treinta años. Aún así, parecería que la
disonancia o censura que estas rearticulaciones de pertenen-
cia provocan suele basarse justamente en la premisa compar-
tida sobre la irreversibilidad de “crisoles”, a veces rotulados y
48 Nación y alteridad

conceptualizados como tales desde el mismo campo científico.


Esto nos introduce en el último acápite.

El campo académico e intelectual en la construcción


social de la realidad

Las diversas colaboraciones de este volumen, algunas de ma-


nera más medular que otras, tratan los complejos modos en
que los académicos, científicos e intelectuales intervienen y
son intervenidos por los entramados que he descrito. Muy su-
cintamente, creo que una idea rectora para trabajar compa-
rativamente este punto pasaría por un aserto parafraseable
como “Dime cuál es la formación nacional de alteridad del
país X, y te diré no solo cuál es el papel en él otorgado a dis-
tintas disciplinas para configurar lo estatal, sino también cuál
es el lugar de los expertos en los organismos de Estado”. Di-
cho brevemente, no me sorprende que, en Argentina, prime-
ro la historia y luego la sociología se vieran como claves para
entender lo que se juzgara como lo fallido o lo celebrable del
proceso de construcción de nación, fuese la inmigración o el
peronismo. Complementariamente, tampoco sorprende que
en el país “con pocos indios y sin negros” la antropología fuese
siempre marginal, de modo que al día de hoy, y a diferencia de
México y Brasil, la inserción profesional de antropólogos en
organismos públicos es todavía muy limitada.
Pero más aún, otra idea rectora de una exploración se-
mejante podría pasar por el aserto “Dime cuáles son los fun-
damentos de la formación de alteridad y te diré cómo se
organizan y pelean las distintas ciencias antropológicas, cual-
quiera que sea su importancia o visibilidad relativa”. Para sim-
plificar, en Argentina aún tiende a vincularse la etnología con
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 49

el estudio de la alteridad radical, los indígenas, aun cuando


desde ese lugar hasta las escuelas más reaccionarias intenta-
ron mostrar que los indígenas no eran tan primitivos como se
predicaba. El folclore aceptó trabajar las prácticas de las ma-
sas populares, aun cuando desde allí peleara la importancia
de verlas como urbanas y no solo rurales, como heterogéneas
y no solo como matriz fundacional compacta. La antropolo-
gía social se abocó a desentrañar lo nacional-popular como
sujeto histórico, denunciando las desigualdades constitutivas
que cíclicamente ponían a esos sectores en la desatención y la
trastienda estatal. La arqueología, por su parte, nunca logró
centralidad y financiamiento como en México. El país en su
conjunto fue de escaso atractivo para los antropólogos extran-
jeros, al menos hasta que los indígenas y piqueteros empeza-
ron a vociferar sus demandas (Briones y Guber, 2008).
Sin embargo, los textos que desarrollan el tema en estas pá-
ginas van más allá de esto. Muestran interesantes aristas de
las eventualidades de intervenir y ser intervenidos por el sen-
tido común de los contextos estatal-nacionales desde y sobre
los cuales trabajamos. En este sentido, aportan en su conjunto
muchos elementos para superar dos afirmaciones recurrentes
que suelen simplificar la densidad y variedad de esas formas
de intervención, cuyos efectos son igualmente múltiples. La
primera afirmación otorga una capacidad omnímoda al cam-
po científico en lo que hace a construir una realidad que luego
se “copiaría” socialmente casi sin diferencias. Parafraseando a
Michel-Rolph Trouillot (1991), las academias crearían las al-
teridades que analizan, en lugar de “heredarlas” de procesos
más amplios. La otra aseveración presupone que los frecuen-
tes debates al interior de un campo que se jacta de promover
disensos argumentados siempre conllevan posicionamientos
teóricos e ideológicos que expresan visiones contrapuestas.
50 Nación y alteridad

Respecto de la primera afirmación, es muy ilustrativo el ar-


tículo de Paula López Caballero que revierte la usual inter-
pretación de que la noción teórica de “regiones de refugio”
de Gonzalo Aguirre Beltrán fue el fundamento de la creación
y dinámica de los Centros Coordinadores Indigenistas, cuan-
do lo que la autora demuestra es que fue a la inversa. Pero
más interesante aún, López Caballero identifica tres proble-
mas analíticos propios de la historia de la antropología en Mé-
xico, derivados del hecho de que, hasta los años ochenta, los
estudios historiográficos del indigenismo fueran emprendidos
por los mismos protagonistas de “ese proyecto científico y gu-
bernamental”. Ello fue resultando en evaluaciones planteadas
desde un esquema moral que comportaba establecer si las ac-
ciones emprendidas fueron malas o buenas. A su vez, esas eva-
luaciones tomaban los mismos documentos producidos por la
institución como “textos científicos, neutrales y transparentes
sobre la realidad que ahí se describe”, en vez de como fuen-
tes a ser trabajadas para entender “procesos de legitimación
y formas históricas de representación de la realidad”. Por úl-
timo, los análisis de este tipo compartían y partían de las ver-
dades establecidas por el indigenismo que buscaban analizar,
lo que dificultaba ver cómo, más que producir verdades sobre
una realidad aparentemente objetiva y estable, el indigenismo
“contribuía, de manera central, a la producción misma del or-
den social que describía y sobre el que trató de intervenir”.
En este punto, el capítulo de Alejandro Araujo aporta ele-
mentos relevantes para sopesar aspectos y efectos del “debate
teórico” en el que se han fundamentado distintas intervencio-
nes, pues elige contrastar a dos autores supuestamente con-
frontados en sus lecturas, Manuel Gamio y Guillermo Bonfil
Batalla, no tanto para contraponer sus “lógicas del saber”,
sino para “pensar el modo en que las categorías sociales de
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 51

identidad se vinculan o se relacionan con el establecimiento y


el funcionamiento de las prácticas antropológicas” y, a partir
de ello, “repensar lo que debe ser la antropología de cara a los
problemas de la nación”, algo que sin duda también preocu-
paba a los autores que examina.
La estrategia elegida por Araujo es igualmente productiva,
pues, más que quedarse con lo que diferencia a ambos pensa-
dores, busca lo que comparten, partiendo de una noción de
campo cuasi profesional indigenista (Giraudo, 2011) que le per-
mite identificar posiciones y tendencias que se encuentran es-
tructurando todo el campo indigenista desde su formación y
hasta tiempos recientes. Entonces, lo que encuentra es que la
visión racial/cultural de Gamio o la cultural/civilizatoria de
Bonfil comparten algo que también es propio de campos más
amplios: la idea de que “el otro externo, el extranjero, ame-
naza siempre la estabilidad del orden mexicano: es […] una
presencia que intimida porque niega la particularidad del no-
sotros”. Por el contrario, el indio es lo negado, la razón de ser
de una antropología que, al responsabilizarse del reconoci-
miento del otro, lo sigue manteniendo como algo ajeno a pe-
sar de caracterizarlo de diferentes modos.
Alcida Ramos (1998) ha sido pionera en definir el indi-
genismo latinoamericano como una forma de orientalismo
a la Said, y creo que Alejandro está precisamente apuntan-
do a mostrar el paradójico efecto de cómo la antropología
ha recreado performativamente las alteridades que tomó
por objeto. Pero más aún, Araujo muestra hasta qué pun-
to los profesionales también padecen de sorderas y cegueras
propias de las formaciones nacionales de alteridad en que se
han formado como sujetos, aun cuando sean activos cues-
tionadores de algunas de sus características. En tal sentido,
la historia de la antropología no puede conformarse con cir-
52 Nación y alteridad

cunscribirse a identificar los debates teórico-metodológicos


que permiten periodizar el proceso de conformación y prác-
tica disciplinar.
No quiero sugerir que las diferencias no importan; mi ar-
gumento va en otra dirección. Cuando los académicos inter-
vienen “de cara a los problemas de la nación”, las diferencias
importan, pues suelen expresar conflictos y debates ideológi-
cos que orientan la acción en diversas direcciones. Pero an-
ticipé que ello no quiere decir sin más que se estén poniendo
en cuestión las claves de la formación nacional de alteridad
hegemónicamente estabilizadas: claves que a veces se anclan
en compromisos ontológicos y epistemológicos mucho más ex-
tendidos y compartidos (Escobar, 2010). Ambos puntos que-
dan evidenciados en el capítulo de Ariadna Acevedo.
Al analizar los fundamentos y debates ligados a la crea-
ción de la Casa del Estudiante Indígena, abierta por la Secre-
taría de Educación Pública en febrero de 1926 y cerrada en
1932, el trabajo de Ariadna muestra con contundencia cómo
los desacuerdos acerca de posibilidades diferenciales adjudica-
das a las alteridades en juego de mestizarse, aculturarse, blan-
quearse, nacionalizarse llevaron a variar la toma de decisiones
sobre los dispositivos de redención, educación, integración a
ensayar, para aminorar o neutralizar selectivamente sus dife-
rencias. Análisis de este tipo ponen de manifiesto no solo qué
ideas de ciudadanía tolerable/aceptable van dibujando los
contornos de “indios permitidos” en distintos momentos his-
tóricos, sino también cómo se van perfilando tendencias hege-
mónicas que marcan los principales puntos de condensación y
regularidades dentro de una formación nacional de alteridad
que –aunque siempre es disputada y opera con y desde tiem-
pos y espacialidades dispares– se va inscribiendo en las subjeti-
vidades de quienes son incluidos y excluidos por ella.
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 53

En Argentina, por ejemplo, el esfuerzo de extender la edu-


cación pública a los inmigrantes no solo operó antes y más
sistemáticamente que lo que se planificó respecto de los indí-
genas, sino que les permitió a los primeros tener escuelas de
“colectividades” sin que hubiese nada parecido al ensayo de
La Casa del Estudiante Indígena como el que describe Aceve-
do. Incluso quien es considerado el padre del sistema de edu-
cación pública universal en Argentina, Sarmiento, al principio
dudaba de que la escuela lograse civilizar a los indígenas (aun-
que luego fue modificando su parecer).7
Pero el trabajo de Ariadna muestra también otra cuestión
relevante. Los debates ideológicos pueden estar enmarcados
en compromisos ontológicos y epistemológicos semejantes. En
esto, algunos de los desacuerdos sobre cómo gestionar La Casa
del Estudiante Indígena dejaban intactas –o tenían como mar-
co compartido– ideas evolucionistas del siglo xix que llevaban
a construir la alteridad indígena desde una noción unilineal de
tiempo y progreso. No se los veía entonces como radicalmen-
te diferentes sino como “atrasados” o “anacrónicos” respecto
del mismo camino de superación a fomentar también entre los

7
  En todo caso, mi punto aquí es que la percepción social de que ser ciudadano
implicaba estar alfabetizado y escolarizarse fue permeando los espacios públicos
a tal punto que hoy la mayor parte de las comunidades indígenas de Norpatago-
nia siguen basando su legitimidad en sostener, por ejemplo, que fue por iniciativa
de ellos que se instalaron las primeras escuelas en su territorio, además, a menudo
donadas por los mismos caciques que realizaban el pedido colectivo. Pero la expe-
riencia de exclusión que buscaban aminorar con la escolarización también está tan
fuertemente inscrita que integrantes de distintos pueblos originarios coinciden en
sostener que “Perón nos hizo gente”, no solo por “darles” el estatus de peón rural
–esto es, derechos laborales–, sino por entregar masivamente documentos de iden-
tidad. Claramente, y a pesar de la ciudadanía universal incluyente dictaminada
desde la constitución de 1853, la falta de documentos se fue inscribiendo en las sub-
jetividades indígenas como índice de no ciudadanía, a pesar de las declamaciones
y de la exigencia que recaía sobre ellos de cumplir con otras obligaciones propias
de los ciudadanos.
54 Nación y alteridad

mestizos y blancos que habitaban la ciudad moderna. Exis-


tía por tanto la esperanza de que los indígenas “alcanzaran el
presente”, como dice Ariadna, lo que parece operar como una
temporalización de la idea del mestizaje.
A mi juicio, lo relevante es que esta temporalización tie-
ne raíces más profundas que la teoría evolucionista –raíces de
las que en todo caso la teoría evolucionista, entre otras, tam-
bién abreva–. Ideas de civilización, progreso, desarrollo que se
corresponden con –y resignifican en– diversos momentos his-
tóricos están ancladas en lo que Dipesh Chakrabarty (2007)
define como “historicismo”, ese principio fundante de la mo-
dernidad y de su forma de dominación colonial que crea la al-
teridad como desigualdad con base en una distancia temporal
que define a los otros como los que “todavía no” están en el
cronotopo esperable. A esto llamo compromisos ontológicos
y epistemológicos, que suelen operar como marco comparti-
do, incluso por quienes parecen ubicarse en polos opuestos del
conflicto ideológico.
De estos metamarcos o compromisos comunes se derivan
una serie de preguntas interesantes. En los materiales que ana-
liza, Acevedo muestra que, además de distancias temporales,
se establecían respecto de los indígenas distancias espaciales.
Ello va en la dirección de lo que yo misma definí en otra parte
como combinatoria de distanciamientos –espaciales, tempo-
rales, culturales– propios de diversas construcciones de abo-
riginalidad ancladas en ideas de autoctonía (Briones, 1998).
Entiendo que es la imbricación de este triple distanciamiento
lo que posibilita prácticas de marcación tan persistentes y ex-
cluyentes como las racializadoras. ¿Será por esto que, como
Ariadna muestra, aun cuando las explicaciones racializadas
más deterministas estaban ya bajo sospecha, las razones del
“atraso” no se colapsaron sino que se desplazaron y reafirma-
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 55

ron desde la psicología y la pedagogía como “diferencias de


capacidad ‘mental’ y escolares”? Ariadna concluye que “en
ese afán de avance y progreso [de los que se creían atrasados,
los mexicanos] ya eran, por definición, contemporáneos de la
modernidad”.
Concuerdo con esto, pero agregaría que otro elemento
que los hacía parte de la modernidad –o a las elites, al menos–
era la fe ciega en el historicismo que prescribía el “todavía no”
de sus alteridades: fe que alimenta muchos de los estándares
dobles (Briones, 1998) con que se juzga a los otros internos.
Tanto el trabajo de Acevedo como el de López Caballe-
ro muestran entonces que no era menor el debate conceptual
e ideológico que estaba tras diferentes maneras de promover
“soluciones” para la “cuestión indígena” desde el campo aca-
démico profesional. Me pregunto también en qué medida el
hecho de que muchas de las iniciativas ensayadas no alcanza-
ran las consecuencias buscadas de la acción no ha tenido que
ver no solo con cuestiones coyunturales, como describe Paula,
sino también con la falta de revisión de compromisos comunes
tras propuestas e iniciativas que procuraban ensayar distintas
vías de transformación. Y por compromisos aludo también aquí
a la convicción de que bastaría por sí sola, por ejemplo, una
mejor representación científica de “la” realidad para resolver
negaciones dolorosas, creando a la vez en México la temprana
certeza de que el conocimiento científico antropológico debía
estar al servicio de la biopolítica indigenista.
Pero ciertamente, y a pesar del prestigio y privilegio que le
es constitutivamente propio, los asertos del campo académico
profesional han quedado y siguen quedando expuestos a distin-
tos tipos de disputas. Así, el texto de Rick López muestra cuán
tempranamente la definición de una estética nacional etnici-
zada fue un proceso donde el parecer experto fue disputado
56 Nación y alteridad

desde abajo y enmarcado en consideraciones trasnacionales y


cosmopolitas, más que herméticamente nacionales. Por su par-
te, el trabajo de Ingrid Kummels nos trae a disputas del pre-
sente que, precisamente por no estar estabilizadas, nos aportan
escenarios interesantes para un pensar “sobre la marcha” que
nos haga evidentes las complejidades de ciertos procesos y nos
abra más y nuevas preguntas incluso retrospectivamente.
En su colaboración al volumen, la autora analiza diversas
disputas y alianzas que se entretejen en torno al significado
de Teotihuacan, a cómo transitar y habitar ese espacio y su
entorno inmediato, que se han hecho visibles en las celebra-
ciones del equinoccio de primavera que se realiza desde hace
unos años en este sitio declarado patrimonio de la Humani-
dad por la Unesco en 1987. Como evento que hace patentes
las características de la mundialización –por mostrar una in-
usual densificación de los flujos de personas, bienes, capitales,
información, así como una confluencia en los mismos espa-
cios públicos de variadas agencias y actores–, los desacuerdos
que se entretejen en torno a Teotihuacan ponen sobre el tape-
te dos aristas aparentemente novedosas pero complejamente
interrelacionadas de algunos procesos que hemos comenta-
do y que entrelazan la construcción de nación con aprecia-
ciones geopolíticas. Por un lado, los efectos de las prácticas
vinculadas al turismo y a la patrimonialización. Por el otro, la
expresión de “estructuras de sentimiento” que muestran rear-
ticulaciones en curso de elementos hasta el momento estabili-
zados como “arcaicos”, “residuales” o parte de la “tradición
selectiva” de la nación (Williams, 1990).
Como bien muestra Kummels, ninguna de estas cuestio-
nes remite a ocurrencias completamente nuevas. Dos cosas sí
parecen haber cambiado en escala y visibilidad. Primero, la
patrimonialización de Teotihuacan ya no constituye parte ex-
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 57

clusiva de un quehacer científico que valora lo que cabe con-


tar como prosapia nacional para colocarlo en el cuadro de la
historia universal. La trasnacionalización de los movimientos
sociales –indígenas, afro, ambientales, antiglobalización pero
también New Age– en interfase con el incremento de despla-
zamientos turísticos que coadyuvan a una trasnacionalización
de significados y no solo ya de subjetividades, permite en-
tramar nuevas y cambiantes alianzas que dirimen desacuer-
dos económicos y políticos disputando formas estabilizadas
de pensar –como muestra Kummels– lo nacional, lo extran-
jero, lo autóctono, y hasta lo legítimamente redituable. Así,
“otros temporales” construidos como alteridad teotihuacana
reapropiable por la nación mexicana empiezan a ser íconos
para grupos más amplios. Como argumenta Ingrid, en esta
diversificación de la imagen de la nación mexicana no sim-
plemente influyen “los diseños globales de indigenidad”, sino
fundamentalmente formas de conceptualizar la “humanidad
universal” que desvanecen la idea de extranjero en pro de una
membresía conformada internacionalmente, donde “cual-
quiera es capaz de establecer un ‘parentesco del sentimien-
to’ con ‘lo indígena’ por la vía espiritual, de modo que […]
puede descubrir raíces de sentimiento ‘indígenas’”. En esto,
una de las cosas que me resultan novedosas es que, aunque
la idea de humanidad universal va entramándose como uno
de los anclajes de la modernidad –lo que ha operado por mu-
cho tiempo de metamarco de variados conflictos ideológicos
al momento de explicar, justificar o disputar las desigualdades
sociales–, su direccionalidad parece haberse invertido. Si el
historicismo del “todavía no” de las marcadas como alterida-
des se anclaba en la convicción de que éstas podían y debían
ser “acercadas” al nosotros moderno, ahora una parte de ese
“nosotros” es lo que parece querer acercarse a la alteridad in-
58 Nación y alteridad

dígena, mediante una familiarización espiritual originada en


el sentimiento (Ramos, 2010). Por ello, otra cuestión novedosa
del panorama descrito por Ingrid hace al punto central de este
acápite: el lugar del campo académico profesional en la cons-
trucción de imaginarios de pertenencia.
El análisis de Kummels muestra que no hay alianzas unívo-
cas ni estables entre interlocutores que han sido “objeto” por
excelencia de la antropología y los académicos o profesiona-
les –en ciertos casos también funcionarios del Instituto Nacio-
nal de Antropología e Historia– definidos como “los expertos”
que pueden fijar las significaciones “científicas” y por ende ob-
jetivas sobre Teotihuacan. Los mismos colegas que pueden
apoyar a quienes se oponen a la construcción de un Walmart
en las cercanías del sitio pueden también poner bajo fuertes
sospechas las cualidades “espirituales” que algunos de sus in-
terlocutores le asignan al lugar, en términos de ser un punto de
recarga de energía mística para los asistentes a las celebracio-
nes por el hecho de estar en el lugar y momento precisos. Más
sospechas arroja el hecho de que esa forma de espiritualidad
habilite cambios osmóticos entre categorizaciones sociales.
Resulta así curiosa la oposición recurrente de parte del
mundo académico a diversas explicaciones del traspaso de
fronteras sociales que el mismo discurso científico ha defindo
como histórica y culturalmente construidas. Creo que en esto,
algunas formas sociales de explicación están mostrando me-
nos apego a razonamientos racializadores que ciertas formas
de un discurso científico que persevera en sostener la unidirec-
cionalidad de los crisoles nacionales y por ende de las identifi-
caciones sociales. Y es aquí donde advierto que la novedad del
momento pasa por que se están haciendo más evidentes que
antes disputas que al menos una parte de la sociedad entabla
con los argumentos del campo académico profesional, no solo
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 59

ya en términos ideológicos, sino en torno a sus compromisos


epistemológicos y ontológicos. Y en esto creería que el Movi-
miento Sexto Sol –formado por un docente y estudiantes de la
unam– está mostrando otras derivaciones de lo que Kummels
ve en parte como un antecedente y caracteriza como “el ‘in-
digenismo esotérico’ de los años veinte, que también buscaba
paralelismos entre México y Egipto”.
Por una parte, ese movimiento expresa cómo impactan las
políticas de reconocimiento sobre las subjetividades de algunos
integrantes del campo académico profesional. Por otra parte,
la “extravagancia” de lo que una parte no menor de ese campo
calificaría de extraño “esoterismo” despolitizante parece estar
mostrando otras visiones acerca de qué y cómo disputar políti-
camente en los espacios públicos. Como narra Kummels, el lí-
der del Movimiento Sexto Sol, durante su presentación,

[v]arias veces mencionó la alarmante situación de México en la


actualidad a consecuencia de la guerra entre los carteles de nar-
cotraficantes y el Estado, que ha llevado a que los ciudadanos ca-
rezcan de garantías para su seguridad. Señaló una salida posible
de este pantano: participar en las danzas e identificarse con la
época precolombina le permitirían a cualquiera sentirse nueva-
mente orgulloso de ser mexicano.

Llegados a este punto, no me interesa terciar en si estos po-


sicionamientos (neo)indigenistas (en el sentido de Alcida Ra-
mos) son o no funcionales a los discursos hegemónicos, sino
retomar un interrogante que nos plantea Alejandro Araujo
cuando se pregunta si “una relectura del indigenismo podría
ayudarnos a repensar el quehacer de las disciplinas sociales”.
Alejandro propone que “tal vez sea momento de hacer de ellas
un modo de observar la forma en que las identidades sociales
60 Nación y alteridad

se disputan en el campo social, y no un saber que nos muestre


quiénes somos y quiénes son los otros.” Creo que de eso se tra-
ta y que, de alguna manera, es lo que se ha estado haciendo.
No obstante, encuentro una doble pregunta derivada de esto:
¿podemos hacer esas observaciones desde algún lugar no ape-
gado a ninguna forma de proyecto colectivo y de utopía, sea
alguna variante de self ciudadano o de otro tipo? Y de coin-
cidir en que esto no es factible, o incluso no deseable, ¿cómo
conciliar la vocación pluralizante de la antropología y otras
disciplinas humanísticas y sociales con los efectos inevitables
de quedar erigidos en juez y parte a la vez?
Entonces y para terminar, ¿dónde pararnos una vez que re-
conocemos estos complejos desarrollos y aristas en los diseños
históricos y actuales de los telares latinoamericanos, diseños
tejidos con entramados de Estados-nación formados por ma-
dejas de alteridades varias? Trataré de ser tan breve como pro-
vocativa. Diría que no basta con denunciar el esencialismo de
distintas lecturas sociales o académicas. Sí hay que entender
primero sus fundamentos, su capacidad de seducción y de per-
duración, y sobre todo los efectos de sus compromisos episte-
mológicos y ontológicos, ya que éstos son los pilares desde los
cuales discutir e imponer diferentes ideas de nación, acuerdos
de convivencia y, por ende, de racionalidad gubernativa. Es
muy importante ponderar los efectos de distintas articulacio-
nes de sentido, pero la deconstrucción pura tiene límites políti-
cos claros para forzar otras (mejores) inversiones hegemónicas.
En esto, la posibilidad de desestabilizar sedimentaciones opre-
sivas es un potencial ligado menos a los discursos científicos per
se que a su capacidad de trabajar en sintonía con lo que van vi-
sualizando y disputando diferentes movimientos sociales.
Según Araujo, “el trabajo de la antropología de un momen-
to a otro del siglo no ha dejado de moverse en una paradoja:
Madejas de alteridad, entramados de Estados-nación… 61

permitir el reconocimiento del otro y mantenerlo como algo


ajeno”. Concuerdo con Alejandro en la importancia de pre-
guntarnos si podríamos pensar en una historia de “lo indio”
que suspendiera la creencia de que hay algo atrás que podrá
ser representado con exactitud, y contestaría que sí podemos,
y debemos, desde una serie de descentramientos de la prácti-
ca disciplinar. Si la diversidad sociocultural no es un dato de la
realidad sino una forma de pensar lo social, debemos renun-
ciar a la ilusión de que la antropología algún día encontrará
una lectura definitiva y completa de tal diversidad. No es ese
el aporte de la disciplina. Nuestro verdadero aporte, el aporte
de las ciencias humanas y sociales en general, debe pasar por
ir leyendo cómo socialmente se administra esa diversidad para
justificar desigualdades, jerarquías, asimetrías, a fin de poder
develar ese juego y aportar a acuerdos más emancipadores.
No obstante, reconozco una faceta productiva en seguir soste-
niendo –aunque de otro modo– la paradoja que problematiza
Araujo. En definitiva, enfatizar los soportes de la heterogenei-
dad social ante impulsos homogeneizadores, y el peso de esce-
narios e historias compartidas ante impulsos discriminadores
o de enclave y fragmentación, sería no quedarse con una úni-
ca cara de la moneda.

Febrero de 2014
62 Nación y alteridad

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I

LA PRODUCCIÓN DE LA ALTERIDAD
DESDE LAS INSTITUCIONES
Paula López Caballero

Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’


de su sujeto de intervención en la creación
del primer Centro Coordinador del
Instituto Nacional Indigenista
(1948-1952)

E n este capítulo propongo un estudio histórico de las políti-


cas indigenistas de México en su faceta institucionalmen-
te más acabada: la acción promovida por el Instituto Nacional
Indigenista (ini) en sus primeros años de actividad. Específica-
mente, abordaré la creación del primer Centro Coordinador
Indigenista (cci) en Chiapas (1948-1951).1 Esta reconstruc-
ción histórica se inscribe en un proyecto de investigación más
amplio sobre la historia del indigenismo y la manera como
se ha ido elaborando la frontera que distingue al “indígena”
del “mestizo”, distinción que a lo largo del siglo xx se volvió

1
  Fundado en 1948, el proyecto inicial del ini se mantuvo, aunque con variacio-
nes, debido a la experiencia que se iba adquiriendo y a las reducciones presupues-
tales, hasta 1972, cuando se nombró por primera vez a un director que no fuera
antropólogo. Vinieron otras prioridades y otras estrategias de acción pública que
terminaron seriamente cuestionadas con el levantamiento zapatista, para final-
mente cerrar como Instituto en 2003 bajo la presidencia de Vicente Fox. En su lu-
gar se creó la actual Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas.
70 Nación y alteridad

central o estructurante de las relaciones sociales en México,


al grado de que hoy en día se considera una distinción “na-
tural”, evidente, que damos por hecho y que parecería existir
de manera objetiva o independiente de quién, dónde y cuán-
do la enuncie. Mi premisa general es que los contenidos socio-
lógicos del concepto “indígena” son variables históricamente
(López Caballero, 2012a).
El hecho de que hasta hace poco las políticas indigenistas
del ini fueran examinadas y criticadas principalmente por los
antropólogos que solían estar vinculados de una manera u otra
a este proyecto gubernamental conlleva tres problemas analí-
ticos que importa señalar.2 En primer lugar, estos análisis sue-
len estar insertos en un eje moral, es decir, en un esquema de
evaluación cuyo objetivo es establecer si las acciones indige-
nistas fueron buenas o malas. En segundo lugar, la mayoría de
dichos estudios suelen fundarse en los trabajos producidos por
el indigenismo oficial mismo (por ejemplo, en las publicacio-
nes del ini), leídos no como fuentes que permitirían entender
procesos de legitimación y formas históricas de representación
de la realidad, sino como textos científicos, neutrales y trans-
parentes sobre la realidad que ahí se describe. Esto trae consi-
go un tercer problema: el análisis crítico del indigenismo sigue
partiendo de las verdades establecidas por él mismo.3 Se olvi-

2
  En efecto, hasta los años 1980 fueron los propios protagonistas de ese proyecto
científico y gubernamental quienes produjeron la mayor parte de la bibliografía so-
bre el asunto. Como señalan Laura Giraudo y Stephen Lewis (2012), el indigenis-
mo como tema de estudio historiográfico, tras varias décadas de abandono, poco a
poco vuelve a ocupar un primer plano.
3
  Los ataques de los llamados Siete Magníficos compartían con el objeto de
sus detracciones –el indigenismo y la antropología aplicada– un mismo marco
conceptual o un mismo campo de posibles, como lo examina Alejandro Arau-
jo en este volumen. Véanse, igualmente, Medina, 1971; Olivé, 1981; Warman
et al., 1970.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 71

da entonces que los textos publicados por el indigenismo ofi-


cial (libros, revistas, periódicos) no solo estaban dando forma a
verdades científicas sobre una realidad aparentemente objeti-
va y estable, sino que, en ese mismo acto, el indigenismo con-
tribuía, de manera central, a la producción misma del orden
social que describía y sobre el que trató de intervenir.
Esta mezcla entre argumentación científica, acción guber­
namental y producción de alteridad aparece de manera particu-
larmente explícita en el proyecto de los Centros Coordinadores
Indigenistas (cci), tema de este capítulo. ¿Cómo surgió el pro-
yecto de lo que terminó llamándose Centros Coordinado­res y
por qué se llevó a cabo en San Cristóbal de las Casas? ¿Es posi-
ble reconstruir una historia de este proceso que no repro­duzca
el propio discurso de la institución? ¿En qué medida la creación
de tales organismos contribuyó a estabilizar la alte­ridad que re-
presenta el “indígena”? ¿Podrán tejerse en un mismo proceso
histórico la elaboración de este mecanismo de intervención y la
manera como se iba definiendo a los indígenas?
Como se verá en el siguiente apartado, la historia más co-
mún sobre la creación de los cci los presenta como resultado
de un modelo teórico previo, que a su vez sería la traducción
científica de una realidad objetiva y preexistente a la observa-
ción de los antropólogos. Al contrario de esta narrativa, aquí
argumentaré en dos sentidos. Por un lado, en la segunda parte
de este texto mostraré cómo, de hecho, desde principios del si-
glo xx y por lo menos hasta los años 1950 existía un debate no
solo sobre qué políticas eran mejores para los indígenas, sino
sobre cómo saber quién era indígena. Y por otro lado, en el
tercer y último apartado, con base en documentación de cir-
culación interna del ini, reconstruyo las discusiones que die-
ron lugar a la creación del cci de Chiapas, donde se ve que es
resultado de coyunturas, azar, pruebas, errores e improvisa-
72 Nación y alteridad

ción. Así, las fuentes analizadas muestran que la frontera que


delimitaría al grupo beneficiario del indigenismo –los indíge-
nas–, lejos de ser obvia para los indigenistas,­­­era inestable y
fluctuante, y que poco a poco fue fijándose en un proceso en-
tretejido con el desarrollo de la política indigenista misma y
no, como suele pensarse, como si estos grupos hubieran existi-
do de antemano, claramente delimitados y ordenados.

Los Centros Coordinadores y su historiografía. ¿Un


modelo aplicado a una realidad estable y ordenada?

Los Centros Coordinadores son organismos regionales de ac-


ción integral cuya sede se establece en la ciudad primada de una jurisdic-
ción intercultural identificada como india. […] El Centro implementa
directamente tres acciones cardinales: 1) la acción económica
agropecuaria; 2) la acción educativa, y 3) la acción sanitaria.
(Aguirre, 1992c:153; cursivas añadidas).

Es así como los propios responsables del ini definen a los


cci. Estos organismos fueron el brazo operativo de la políti-
ca indigenista dirigida por el ini, sobre todo entre 1951, cuan-
do el primero de ellos se creó en San Cristóbal de las Casas, y
1972, cuando cambió la orientación original del Instituto y se
fue el personal que lo había fundado.4 Por lo menos hasta esa
fecha, su misión consistía en coordinar a las distintas agencias
gubernamentales que trabajaran en alguna región identifica-

4
  Durante estos años se crearon doce cci: en Guachochi, Chihuahua, en 1952
(abrió en 1954); en Temazcal, Tlaxiaco, y en Jamiltepec, Oaxaca, en 1954; en
Peto, Yucatán, y en Huautla de Jiménez, Oaxaca, en 1959; en Jesús María, Naya-
rit, en 1960; en Tlapa, Guerrero, en1963; en Cherán, Michoacán, en 1964, y en
Zacapoaxtla,­­­ Puebla, en 1968.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 73

da como indígena. En sus inicios, estos cci contaban además


con internados y escuelas en sus propias instalaciones con el
fin de formar a “promotores culturales”: individuos origina-
rios de los pueblos identificados como indígenas que servirían
de enlace e intermediación entre el Estado (a través del ini) y
los grupos indígenas.5
Según los responsables del ini, el trabajo realizado en los
cci debía reposar sobre dos principios básicos, uno guberna-
mental y otro científico. Por un lado, la misión primera era
incorporar a dichos grupos a la nación (esto es, a la moderni-
dad que ofrecía, al menos discursivamente) por la vía de in-
troducir programas de desarrollo que tomaran en cuenta la
especificidad cultural de los grupos en cuestión y que se lleva-
ran a cabo con respeto y con el convencimiento de los benefi-
ciarios. Pero además, con base en herramientas científicas –lo
que llamaban la antropología social aplicada–, los responsa-
bles de la política indigenista buscaban identificar los mecanis-
mos regionales de marginación de los indígenas para después
transformarlos de la manera más eficaz y científica posible. De
ahí la relevancia (teórica y práctica) del modelo propuesto por
Gonzalo Aguirre Beltrán, antropólogo y subdirector del ini
entre 1952 y 1970, en su teoría de las regiones interculturales
de refugio:

Las regiones de refugio […] ecológicamente configuran un te-


rritorio hostil, de ambiente uniforme […], que tiene por nicho do-
minante una cuidad ladina que ejerce el control de la tierra, la energía y los
movimientos de las poblaciones indias subordinadas, al nivel que le per-

5
  Estos personajes son los actores sociales centrales del excelente análisis que hace
Jan Rus sobre las “comunidades indígenas” y sus vínculos con el Estado en Chiapas
(1995). Véase también García de León, 2002.
74 Nación y alteridad

miten los conocimientos y las destrezas de su tecnología atrasa-


da. En las regiones de refugio viven, en relación comensal, los
ladinos dominantes y los indígenas subordinados; los primeros
radican en la ciudad primada chef lieux de la región, como una
elite señorial, los segundos se corporan (sic) en comunidades sa-
télites del establecimiento ladino; ambos en poblamiento dual,
segregados unos de otros, en vecindad pero separados por una barre-
ra mutua de prejuicios y preconceptos de raza (Aguirre, 1992c:
146; cursivas añadidas).

Nos interesan en particular dos elementos de su teoría, am-


pliamente desarrollada en multiplicidad de textos académi-
cos (Aguirre, 1953, 1954, 1992a, 1992b, 1992c). Por un lado,
la configuración espacial que propone, y que llama “un siste-
ma solar de mercado” o “sistema dominical”, con la ciudad
mestiza al centro y los pueblos indios actuando como satélites
(Aguirre, 1992c: 165). Y como complemento, la otra idea de
que en la región intercultural de refugio existe una “estructura
dual yuxtapuesta” en todos los ámbitos de la vida: “La segre-
gación económica, social y política así estatuida engendra una
estructura dual –quizá la característica más importante de las re-
giones de refugio” (1992a: 141; cursivas añadidas). Por ello,
dice el antropólogo, la intervención gubernamental debe ha-
cerse en ambos sectores:

Este sistema […] no es fácil de modificar si las acciones que se


ejercen para su modernización se dirigen unilateralmente a uno
de los sectores de la ecuación: el indígena o el ladino. Su funcio-
namiento, como un todo integral, amerita un ataque holístico
[…]. La aceleración de este proceso de integración, y su encau-
zamiento por sendas exentas de violencia y fuerza, es la función
eminente de la acción indigenista (1992b: 165-166).
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 75

Esta concepción de los mecanismos socioespaciales de


margi­nación en dichas regiones explicaría que los cci se ubi-
caran en el centro de ese sistema solar, para desde ahí interve-
nir en ambos lados de la organización dual. Así lo expresa el
propio Aguirre:

La madurez lograda por el país en su organización administrati-


va y el conocimiento, cada vez más lúcido, de los mecanismos que
configuran los procesos de invención y aculturación, así como sus
contrarios, los de endoculturación y dominical, al ­actuar en las regio-
nes de refugio indígenas, hicieron posible iniciar, con bases ­sólidas, proyectos re-
gionales de desarrollo de comunidades –llamados Centros Coordinadores– que
tomaron como sujetos de su acción no úni­camente a los grupos in-
dígenas subyugados sino a la población entera en situación de sub-
desarrollo (Aguirre, 1992a: 275; cursivas a­ ñadidas).

Desde aquella época y hasta muy recientemente, en la bi-


bliografía que da cuenta de la creación de estos cci se ha ten-
dido a seguir esta secuencia: primero se concibió un modelo
de análisis e intervención (las regiones de refugio de Aguirre
Beltrán) fundado en el conocimiento científico, y más tarde
se aplicó a la realidad en forma de política pública (los Cen-
tros Coordinadores).6 Así, en su síntesis sobre el indigenismo

6
  Julio César Olivé Negrete es de los pocos que plantean otra versión, aunque
él no abunda en el tema: “En esa época [1951] todavía no existía la teoría de las
regiones de refugio, que a posteriori sirvió para fundamentar los Centros Coordina-
dores Indigenistas. Aun sin esa teoría, los centros se constituyen como las unidades
efectivas de trabajo” (Olivé, 2000: 223). De hecho, estas divergencias sobre el vín-
culo entre la reflexión científica y la acción gubernamental pudieron originarse en
los testimonios que dejó el propio Gonzalo Aguirre Beltrán en sus distintas publi-
caciones. Efectivamente, en algunos textos explica, por ejemplo, que el cci tomó su
inspiración “del modelo orgánico de las Comisiones [del Papaloapan y de Tepalca-
tepec]” (Aguirre, 1992c: 144).
76 Nación y alteridad

en México y en Perú, Marzal explica brevemente que los cci


eran la forma administrativa que tomaban unos “programas
concretos de antropología aplicada en las diferentes regiones
indígenas” (1993: 396). Con más elementos, en un artículo re-
ciente, Guillermo de la Peña también defiende una secuencia
teórico-deductiva (primero el modelo, luego su aplicación):

Aguirre Beltrán […] acuñó el concepto de regiones intercultura-


les para referirse al hecho de que las comunidades indígenas solo
podían ser entendidas en el contexto espacial en el que interac-
tuaban y estaban sometidas a grupos no indígenas […]. La idea de
los Centros Coordinadores Indigenistas de Aguirre Beltrán empezaba a tomar
forma, y en 1951 fundó el primero en San Cristóbal de las Casas,
Chiapas, como la primera plataforma para la acción indigenista,
cuyo fin sería dirigir y acelerar el “proceso de aculturación” (De
la Peña, 2014: 284; cursivas añadidas).

Emiko Saldívar sigue este mismo modelo explicativo: “Con


el concepto de regiones interculturales, Aguirre Beltrán pro-
movió la idea del ‘desarrollo integral’ de las comunidades
­indígenas. Este acercamiento […] daría base a la creación de
los Centros Coordinadores […]. Estos centros son la expresión
práctica y operativa de una visión antropológica” (2008: 94-95; cursi-
vas añadidas).
Cabe señalar, sin embargo, dos críticas que Saldívar dirige
a ese proyecto, y que rebasan las objeciones más comunes re-
lativas al paternalismo y la homogeneización de las poblacio-
nes indígenas. La idea de regiones de refugio, dice ella, por un
lado fomentó cierta “espacialización” de la identidad indíge-
na, permitiendo reconocer como indígenas a quienes “de fac-
to viven en ‘áreas remotas’, ‘aislados’ y no integrados al resto
de la sociedad”. Y por otro, aunque esta idea “no reflejaba la
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 77

realidad de toda la población indígena, el modelo se aplicó en


todos los cci del país” (ibid.: 95). En las conclusiones volveré a
estos dos puntos.
Incluso el trabajo pionero de Stephen E. Lewis, uno de los
primeros en elaborar su argumento a partir de los documen-
tos del archivo histórico del ini y lograr reconstruir una histo-
ria del establecimiento del cci de Chiapas que trasciende los
discursos programáticos del Instituto, contribuye a la explica-
ción que va del modelo a la práctica: “Para Gonzalo Aguirre
Beltrán […], los fríos y desolados Altos de Chiapas se habían
convertido en una ‘región de refugio’ para tzeltales y tzotziles,
quienes por siglos habían sido explotados por los ladinos de
San Cristóbal” (Lewis, 2008: 613).
Así, el esquema explicativo que parece dominar en estos en-
foques sugiere una secuencia que va de la teoría a la práctica y
de la práctica a la transformación social: los antropólogos del
ini (en particular Aguirre Beltrán), basados en el conocimiento
empírico de una realidad objetiva, “descubrieron” las regiones
interculturales de refugio y elaboraron la teoría correspondien-
te. Sobre esa base científica, en un segundo momento diseñaron
una política y una institución que desafiarían los problemas in-
herentes a dicho territorio, los cci. Esto, siguiendo a Saldívar, en
un tercer momento habría derivado en una redefinición opera-
tiva del indígena como aquel que vive en una zona aislada.7
Además de históricamente inexacta, el problema con esta
lectura es que parte de una premisa problemática. Estos análi-
sis parecen asumir que los funcionarios y antropólogos del ini

7
  Notemos, por lo demás, que este punto de vista aparece también en el nivel me-
todológico cuando se citan textos en los que Aguirre Beltrán reflexiona ex post facto
sobre el proceso de creación de los cci, como sus libros Regiones de Refugio o El proceso
de aculturación. Estos suelen leerse como si fueran parte del proyecto en curso o des-
cripciones realizadas en el momento de la creación de los Centros.
78 Nación y alteridad

no tenían que preguntarse quién era el sujeto de intervención


del ini, sino simplemente “conocerlo”. Resultaría entonces que
el ordenamiento que supone el modelo de “región de refugio”
y de “sociedad dual yuxtapuesta” simplemente explicaría algo
que ya está “allá afuera”, listo para ser observado, descrito e in-
tervenido, independiente de quién, cuándo y dónde­­­lo observa.
Así, esta narrativa no guarda ninguna distancia crítica ni histó-
rica respecto del discurso de los propios indigenistas.
Aquí propongo, en cambio, partir de una hipótesis que en
cierta medida invierte el problema. ¿Qué sucede, en términos
analíticos, si en vez de asumir como transparentes y neutrales
los conceptos de “indígena” o de “comunidad indígena”, inte-
rrogamos la dimensión histórica e ideológica de su contenido?
¿No es necesario poner en tela de juicio que estas definiciones
refirieran, sin problemas, a un sujeto de observación y de in-
tervención claramente delimitado, ahistórico y universal?
Como se verá en el siguiente el apartado, el indigenismo
como política pública requería estabilizar y hacer legible el
perfil de su sujeto de intervención –el indígena–, cuestión que
no era obvia, ni evidente, ni natural, sobre todo cuando se tra-
tó de trascender, por anacrónicas, las ideas de “raza” y “evolu-
ción” en la manera de definir la alteridad.

Las dificultades para formular una “definición práctica


del indígena” desde la acción pública

“Bases para una nueva definición práctica del indio” es el títu-


lo de un artículo prácticamente desconocido que Oscar Lewis
y su colaborador Ernest Maes publicaron en América Indígena,
la revista trimestral del Instituto Indigenista Interamericano,
en 1945, tres años después de la fundación de este organismo
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 79

y tres años antes de la creación del ini. El objetivo de los auto-


res no deja lugar a dudas:

En este artículo deseamos ofrecer ciertos conceptos e ideas so-


bre el problema [indígena] y proponer una definición que sea prácti-
ca desde el punto de vista de la recopilación de datos estadísticos y catastrales
y utilizable en relación con los fines y propósitos del Instituto In-
digenista Interamericano y sus filiales nacionales (Lewis y Maes,
1945: 108; cursivas añadidas).

Así, aunque pueda resultar sorprendente, tenemos que a


mediados de la década de los cuarenta seguía siendo evidente
que el sujeto de intervención de las políticas indigenistas aún
carecía de un perfil estable y reconocible.

Cuando se ha tratado de definir al indio, los referidos indigenis-


tas no han tomado en cuenta como elemento de definición los
problemas y necesidades especiales de los indios, y en cambio
se han basado únicamente en elementos histórico-descriptivos.
Como consecuencia, las definiciones así obtenidas no aportan ayuda a
la labor práctica que los indigenistas vienen desarrollando en favor
del indio (ibid.: 111; cursivas añadidas).

¿Por qué, después de por lo menos dos décadas de esfuer-


zos, parecía que los indigenistas seguían buscando una buena
definición de su objeto de estudio y de su sujeto de interven-
ción? Declarar tan abiertamente la insuficiencia o la ausencia
de un concepto de indígena ¿no era una provocación a los ac-
tores del complejo legado indigenista posrevolucionario? ¿O
tal vez la sorpresa se deba a que hoy en día aceptamos el con-
cepto como estable y ahistórico, asumido como representante
de una realidad externa y objetiva?
80 Nación y alteridad

Un repaso sintético sobre la manera como “el otro” indígena


fue “visto” y concebido por los distintos pensadores y responsa-
bles gubernamentales entre 1920 y 1950 tal vez ayude a enten-
der mejor la necesidad que expresan Lewis y Maes en su artículo.
Además, esta rápida genealogía me permitirá mostrar también
que la definición misma es resultado de un proceso histórico y de
las variaciones de los contenidos asociados al concepto.
Cada vez más estudios señalan las importantes continuida-
des existentes entre el pensamiento indigenista posrevoluciona­
rio y las discusiones sobre el “problema indígena” en el siglo
xix y el porfiriato (Powell, 1968; Staab, 1954; Tenorio, 2009;
Urías, 2001). Una de ellas es que la frontera que delimita al
“otro” indígena se elabora en términos raciales y de civiliza-
ción. Por ejemplo, en los primeros trabajos de Manuel Gamio,
la sociedad se divide entre una “minoría formada por personas
de raza blanca y de civilización europea [y una] mayoría de
raza y cultura indígenas” (Gamio, 1960: 15). Probablemente,
esta manera de concebir la diferencia resolvía, al menos en el
plano teórico, la pregunta de quién era indígena. En términos
prácticos, aunque Gamio logró que se abriera una Dirección
de Antropología en la Secretaría de Agricultura y Fomento, y
elaboró un estudio minucioso sobre el valle de Teotihuacan, en
ese momento ni se esbozó ni se llevó a cabo una política indige-
nista (Brading, 1988; Gamio, 1922; Urías, 2002).
Durante la década siguiente, la política indigenista será en
cierto sentido monopolio de la educación y de su recién crea-
da secretaría (en 1921), si bien bajo un principio contrario al
de Gamio. Con la llegada de José Vasconcelos a la Secretaría
de Educación Pública (sep) deja de privilegiarse la idea de ha-
cer investigación y de concebir políticas específicas para los
grupos definidos como indígenas. El exaltado antiamericanis-
mo de Vasconcelos se reflejaba también en su denuncia de que
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 81

cualquier política especial para los indígenas equivalía a en-


cerrarlos en reservaciones al estilo de Estados Unidos. De ahí
que Vasconcelos promoviera aplicar “al indio la misma regla
que al resto de la población” (Vasconcelos, 1935: 137). Des-
de su punto de vista, pues, la igualdad cultural debía regir la
­acción pública.
En cierto sentido, para Vasconcelos la diferencia o especifi-
cidad que importaba a Gamio –la cultura– era prácticamen-
te inexistente, y lo poco que reconocía como singular en esos
grupos tenía una carga más bien negativa, por lo cual debía
eliminarse. Un trato diferencial simplemente retardaría el pro-
ceso. Para Vasconcelos y la perspectiva que impuso en la sep,
la alteridad representada por “el indio” no debía estar al cen-
tro del diseño de la política educativa, pues él no pertenecía a
un mundo cultural diferente sino a la herencia común de la
colonización española.8 Desde el punto de vista de este inte-
lectual, pues, los rasgos que distinguían a los indígenas del res-
to de la población podían desaparecer totalmente. De ahí que,
paradójicamente, en este enfoque la alteridad ocupaba un lu-
gar menos ontológico que en los que vendrían después.
Este enfoque es el que adoptaron la sep y el educador Moi-
sés Sáenz en los siguientes años. Podríamos llamarlo “anti-
culturalista”, pues considera que, además de los indígenas,
“existe una cantidad de mestizos que trabajan en los campos
subyugados, como los indios […], con las mismas necesidades,
careciendo de los mismos intereses y con un tipo de civiliza-
ción semejante. Todo lo cual viene a formar un conglomera-

8
  Por ejemplo, cuando explica la castellanización: “Gracias a la penetración del
misionero católico en los días de la Colonia, casi no quedan tribus que desconozcan
el castellano; pero hace más de un siglo, desde que comenzó la desorganización re-
publicana, muchos de estos poblados no han vuelto a ser visitados” (Vasconcelos,
1935: 133).
82 Nación y alteridad

do que con las modalidades necesarias puede dirigirse con el


mismo sistema de educación” (sep, 1928: 12). Así, en contraste
con la visión de Gamio y más cerca de Vasconcelos, la frontera
cultural de la alteridad se desdibuja para Sáenz y para la polí-
tica educativa del callismo.9
En la década siguiente, sin embargo, Sáenz cambió su pos-
tura y aceptó que la diferencia que separa a los indígenas del
resto de la población no es simplemente un problema edu-
cativo o de posición en la cadena evolutiva, sino un asunto
de “civilización” más profundo (Sáenz, 1982: 152). Así, des-
de su punto de vista, “el indígena” empieza a distanciarse del
campesino en función de sus singularidades culturales y civi-
lizatorias; de ahí que proponga la creación de un organismo
gubernamental específico para el primero: “[Existe en Méxi-
co] un problema indígena de perfil característico, diferente del
problema campesino en aspectos culturales y económicos, que
amerita hacer pensar en la creación de un instrumento resolu-
tivo especial” (Sáenz, 1936: 313).
En 1936 Lázaro Cárdenas creó el Departamento de Asun-
tos Indígenas (dai), primer organismo gubernamental específi-
camente dedicado a la cuestión indígena, para el cual retomó
hasta cierto punto el análisis y las propuestas de Sáenz.­­ En las
consideraciones enviadas a la Cámara de Diputados para ex-
plicar la necesidad de la creación de este organismo, Cárde-
nas insistía en que dicho Departamento no debía elaborar­­­

9
  Al mismo tiempo, la creación de la Casa del Estudiante Indígena en 1926 pa-
rece indicar lo contrario. En palabras de los responsables del proyecto, su obje-
tivo consistía en “anular la distancia evolutiva que separa a los indios de la vida
moderna y civilizada” (sep, 1927: 35). La alteridad que representaban esos grupos
era vista como absorbible, anulable. Véanse la contribución de Ariadna Acevedo
en este volumen; Dawson, 1998 y 2004; Giraudo, 2010; Loyo, 1999 y 2006; Ra-
mírez, 2006. Sobre las misiones culturales véanse Calderón, 2006; Palacios, 1999a
y 1999b.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 83

sus propias políticas, dirigidas a grupos específicos (los indí-


genas), sino que actuaría en colaboración con las secretarías
existentes. Esto por varias razones: primero, para evitar “crear
un órgano de gobierno cuyas actividades no dependerían de
la rama de asuntos a su cargo, sino de las personas sobre las
que hubiera de ejercerse la acción gubernamental”; después,
para impedir que “fatalmente se desvincule a los indígenas de
la masa general de nuestra población”. Y sobre todo porque,
como el propio Cárdenas lo reconoce, “sería prácticamente
imposible delimitar con precisión quiénes­­­habían de ser considera-
dos indígenas, y por lo tanto, sujetos a la acción de este departa-
mento en sus diversas fases” (Diario de Debates de la Federación, 26
de diciembre de1935; cursivas añadidas).
Así, en las consideraciones de la ley que crea el primer órga-
no de gobierno dirigido específicamente a la población indíge-
na se reconoce explícitamente la dificultad de fijar el contorno
de una población que poco a poco se volvía sujeto de la acción
pública. El huidizo contenido del concepto “indígena” se infil-
tra así hasta la solidez de la ley escrita, dejando un testimonio
más de la desdibujada frontera con la que ya entonces se trata-
ba de separar a los indígenas del resto de la población.10
Esta necesidad de definir y estabilizar el perfil del sujeto
indígena es también perceptible en los distintos trabajos de
orden científico que buscan clasificar o proponer tipologías
que abarquen la realidad social del país. Por ejemplo, en esas
mismas fechas, Manuel Gamio volvió a intervenir en el deba-
te y, entre otras cuestiones, propuso una nueva tipología so-
cial fundada en una noción de alteridad como un asunto de

10
  El proyecto de ley fue presentado a la Asamblea el 26 de diciembre de 1935 y
votado sin discusión ni modificaciones al día siguiente para su publicación el 30 de
ese mes y su entrada en vigor el primer día del año siguiente (ddd, 26 y 27 de di-
ciembre de1935).
84 Nación y alteridad

cultura, renunciando ahora a la raza como criterio estructu-


rante. Reconoció entonces

tres tipos culturales que pueden ser satisfactoriamente identifica-


dos y diferenciados: población de cultura anacrónica y deficien-
te, constituida por familias indígenas […]; población de cultura
moderna y eficiente, que principalmente vive en la capital de la
República, de los estados y en ciudades de importancia; pobla-
ción de cultura intermedia y poco eficiente, que generalmente
habita en pueblos, rancherías y campos (Gamio, 1987: 56).

Para Gamio la prioridad debía ser mejorar el nivel cultu-


ral, sin duda determinado por el nivel económico, pero que él
reconoce como un criterio insuficiente. Pero sobre todo, dice
el antropólogo, los límites entre el primer grupo y el último
resultan difíciles de establecer, pues forman en conjunto una
“gran masa” a la que es necesario “enseñar a elevar su nivel
cultural” (id.). Así, en términos de injerencia pública, nueva-
mente resultaba elusiva la frontera que definiría de manera
exclusiva a la población indígena.
Cinco años después, en la ponencia que presentó en el
primer Congreso Indigenista Interamericano, celebrado en
Pátzcuaro en 1940, Gamio volvió a abordar la dificultad de
establecer claramente el perfil del indígena:

Existen millones de personas que ya no hablan idiomas aboríge-


nes, pero siguen siendo indígenas por su raza y su modo de pensar
y vivir. En cambio, abundan los mestizos que hablan viejos idio-
mas prehispánicos y viven como los indios, en tanto que muchos
otros se expresan en español y están incorporados a la más mo-
derna civilización. Por último, se dan casos, aunque no muy fre-
cuentes, de criollos, es decir, de blancos sin mezcla racial aparente
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 85

con los indígenas, que viven como estos últimos y hasta hablan­
­­sus idiomas y dialectos además del español. ¿Cuáles, pues, de es-
tos grupos son los verdaderos indios? (Actas del primer Congreso: 151).

Su conclusión es que ni el criterio racial ni el criterio lin-


güístico pueden ser determinantes en la definición: el único
criterio pertinente es el cultural.
Me interesa esta discusión como una muestra más de que
trazar la línea que demarcaría a los grupos indígenas no era a
principios de la década de 1940 un asunto obvio, ni claramen-
te establecido.
Citemos un último ejemplo. En 1943 Miguel Othón de
Mendizábal agregó un nuevo factor a la potencial definición
de indígena, que más tarde retomó Alfonso Caso. Explica
Mendizábal: “Aunque desde el punto de vista somático […]
nuestra población mexicana es muy numerosa en indígenas,
y el mestizo participa en gran proporción de los caracteres so-
máticos de los indígenas, es raza mestiza la que casi es ya la
mayoría absoluta de la población”. De ahí que “la primera
condición que se necesita para considerarse indígena es sen-
tirse indígena” (Mendizábal, 1946: 163). Así, la solución pro-
puesta por este autor frente a la complicación de establecer los
límites sociológicos del concepto “indígena” es dejarlo a la au-
toadscripción, esto es, a la voluntad de cada individuo.
Alfonso Caso, por su parte, en un artículo fundador que sir-
vió de guía al proyecto del ini, sostiene igualmente que el pun-
to de partida debe ser la autoidentificación, pero agrega a esta
idea la de pertenencia a una comunidad, aun si esto da por re-
sultado una definición en cierto grado circular: “Es indio todo
individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena
[…]. Un grupo que no tenga sentimiento de que es indígena
no puede ser considerado como tal, aunque tenga abundantes
86 Nación y alteridad

rasgos somáticos y culturales que lo coloquen entre los indíge-


nas” (Caso, 1948: 90-91).
Esta revisión, que desde luego no refleja toda la compleji-
dad del pensamiento de estos autores, permite vislumbrar lo
difícil que resultó utilizar la noción de “indígena” desde el go-
bierno y desde la acción pública. Si la representación artística
o intelectual de este tipo social podía cobrar forma de manera
medianamente estable, y si los prejuicios y la discriminación
en las interacciones sociales colocaban fácilmente a ciertos in-
dividuos en la posición poco favorable de “indígena”, el reto
para los actores gubernamentales era, en cierto sentido, tras-
cender ambos tipos de representación y darle al término un
contenido distinto, tal vez más sociológico.
Detengámonos ahora en el proceso interno por el cual se
crearon los cci en los que se apoyó la política del ini. Trataré
de demostrar que estos organismos fueron producto de la im-
provisación y la coyuntura, y que, en esa medida, el proceso
de su creación abre una interrogante sobre la dificultad de los
indigenistas no solo para llevar a cabo la política indigenista,
sino para definir a sus sujetos de intervención.

Coyuntura, negociación e imprevisibilidad. La “fabri­cación”


del Centro Indigenista de Chiapas

El Instituto Nacional Indigenista nació a finales de 1948 e ini-


ció plenamente actividades a principios del año siguiente en-
cabezado por Alfonso Caso, hasta entonces director de Bienes
Nacionales. El ini funcionó a partir de un órgano consultivo y
con capacidad de decisión llamado el Consejo del ini, presidi-
do por el director del Instituto y compuesto por representantes
de las distintas secretarías de Estado que podrían involucrarse
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 87

en los proyectos de desarrollo para los indígenas (Educación,


Salubridad, Comunicaciones, Recursos Hidráulicos, Banco
Ejidal, Gobernación, etc.), así como de instancias de investi-
gación interesadas en la cuestión indígena (Instituto Nacional
de Antropología e Historia, Museo de Antropología, Escuela
de Antropología del Instituto Politécnico Nacional, la Univer-
sidad Nacional Autónoma de México, etc.). Según la ley que
lo creó, este Instituto debía apoyarse en la investigación cientí-
fica para mejorar la vida de los indígenas: “[El ini deberá] in-
vestigar los problemas relativos a las comunidades indígenas
del país, estudiar las medidas de mejoramiento y promover
ante el Ejecutivo la aprobación y aplicación de dichas medi-
das” (Caso, 1949: 2). Nuevamente encontramos en la constitu-
ción de este organismo la secuencia que iría de la ciencia a la
acción gubernamental.
En su primer año, la vida del Instituto parece girar en tor-
no a este Consejo que poco a poco va consolidándose. Alfonso
Caso presentó un primer informe en el segundo Congreso In-
digenista Interamericano, realizado en 1949 en Cuzco, Perú;
ahí detalló su plan de trabajo: 1) intervenir en dos proyectos
gubernamentales que para entonces ya habían despegado: la
construcción de las presas del Papaloapan (Oaxaca) y de Te-
palcatepec (Michoacán) “para estudiar la forma de garantizar
que no sufrirían daño en sus propiedades las comunidades in-
dígenas y para planear también que […] el impacto de esta
transformación sobre la cultura de las comunidades indígenas
fuera estudiado y planificado para evitar consecuencias inde-
seables”; 2) un estudio de la costa de Oaxaca pensando en un
proyecto del Ejecutivo federal para colonizar las tierras ba-
jas (Mixteca baja); 3) crear un Museo de Artes Etnográficas
o de Artes Populares que diera cuenta de la riqueza técnica y
creativa de la artesanía indígena; 4) la publicación de un libro
88 Nación y alteridad

coordinado por Concepción Michel “sobre cantos indígenas


en las diferentes lenguas”, y 5) la publicación de una revisión
bibliográfica sobre el tema indígena elaborado por Manuel
Germán Parra (ibid.: 6-7).
Como puede verse, hasta ese momento el trabajo del Ins-
tituto era más bien analítico (estudios, libros, museos…) y su
intervención distintiva respecto de otros organismos aun no
quedaba del todo clara. Su participación era poco visible en
términos gubernamentales y, sobre todo, poco innovadora.
Tanto la idea del museo como la colaboración con proyectos
mayores en los que el ini tenía poca capacidad de decisión se
inscribían en la continuidad con la política indigenista de los
años anteriores. El ini seguía en busca de un espacio de acción
específico y de una práctica gubernamental que le fuera pro-
pia, lo cual a su vez dependía, al menos parcialmente, de una
comprensión cabal de quién sería el grupo social del cual el ini
era responsable.
Al comenzar 1950, la actividad del ini dio un giro novedo-
so que marcó su papel a lo largo de los siguientes veinte años.
Esto ocurrió, de manera incidental, a finales de 1949, cuando
el Consejo del ini examinó un proyecto de trabajo para Chia-
pas. De manera sorprendente, el proyecto no había sido elabo-
rado en el seno del ini, ni era obra de un antropólogo, sino de
un médico. En efecto, el doctor José Luis Gómez Pimienta,11
quien representaba a la Secretaría de Salubridad y Asistencia
(ssa) en el Consejo, dio lectura a un proyecto de creación de
un “patronato” con sede en Chiapas que coordinara las fun-

  José Luis Gómez Pimienta nació en 1907 en Jalisco. Estudió Medicina en La


11

Sorbona (París) y recibió título de cirujano por la Universidad Nacional Autónoma


de México en 1942 con una tesis sobre el problema sanitario en la meseta central
de Michoacán. Fue fundador del Instituto de Neumología en el Hospital General.
No queda claro cómo fue su acercamiento con el indigenismo.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 89

ciones de las distintas secretarías federales y que recibiera a


miembros de las comunidades indígenas para formarlos en te-
mas de salud, agricultura y educación.
Gómez Pimienta ya había sometido su propuesta a con­
sideración de la Secretaría de Salubridad con el propósito de
atacar el problema sanitario entre los habitantes de los po­
blados y parajes de los altos de Chiapas, y se fundamentaba en
un estudio que había realizado en la zona. Sin embargo, la ssa
no pareció interesarse en un proyecto que coordinara distintas
instancias federales en el nivel estatal, así que rápidamente fue
archivado.12
En el acta de la primera sesión del Consejo de ini del 27 de
enero de 1950 se inicia la discusión del proyecto presentado por
Gómez Pimienta. Según ahí se explica, este consiste en la crea-
ción de un patronato integrado por seis miembros que repre-
senten a la Secretaría de Educación Pública, la de Salubridad y
Asistencia, la de Agricultura, la de Gobernación, la de Recur-
sos Hidráulicos y el Banco de Crédito Ejidal, que intervendrían
en el pueblo de San Juan Chamula. El ini designaría un direc-
tor que se asentaría en Chiapas, en la región Chamula. Se tra-
ta, en efecto, “de una coordinación de funciones entre diversas
secretarías de Estado, mediante sus representantes y bajo la di-
rección del Director de Patronato designado por el Instituto”.13
Tras la exposición de los principales elementos del proyec-
to, el primero en intervenir fue Alfonso Caso, quien recordó
que ya se tenía conocimiento de él desde noviembre de 1949,

12
  Desgraciadamente el fondo documental del Archivo Histórico del ini no con-
serva las actas del Consejo para el año 1949 ni el proyecto original de Gómez Pi-
mienta. El cuaderno manuscrito que contiene las minutas de las reuniones del
Consejo empieza en enero de 1950. En ellas se hace referencia a las discusiones del
año anterior, gracias a lo cual tenemos noticia del proyecto.
13
  Actas del Consejo del ini, vol. I, 1r, v, 2r.
90 Nación y alteridad

pero que antes de someterlo a aprobación por el Consejo era


necesario que se discutiera con el representante de la sep, “en
virtud de que este informó que ya existía un internado indí-
gena en la región de las Casas, Chiapas, sostenido por la sep”.
Caso invita a ambos miembros del Consejo a que se pongan
de acuerdo para saber si un proyecto así es viable o bien si se
traslapa con las instituciones estatales existentes. El represen-
tante de la sep, Mariano Samayoa,14 titular de la Dirección de
Asuntos Indígenas, respondió informando sobre el internado
indígena en San Cristóbal, que constaba de cien becas para
internos, y proponía intercambiar impresiones con Gómez Pi-
mienta “con el objeto de que se aproveche lo ya existente y se
pueda redondear el proyecto”.
Tras la intervención de A. Caso –sigue el acta– se abrió la
discusión entre los distintos miembros del Consejo. El punto
de debate más sensible durante las reuniones siguientes fue la
ubicación de dicho patronato. Así, tanto Gonzalo Aguirre Bel-
trán, quien participaba como representante de la Secretaría
de Gobernación, como el profesor Héctor Sánchez Calderón,
representante del Instituto Politécnico Nacional, y el inge-
niero Francisco García Uribe, representante de la Secretaría
de Agricultura, opinan que el patronato no debe ubicarse en
San Cristóbal de las Casas. Por su parte, Daniel Rubín de la
Borbolla, representante del Museo de Antropología, opina lo
contrario: si bien es cierto que se requieren internados en los
pueblos indígenas, hay que notar “la conveniencia de que se
mantenga una oficina coordinadora como principal centro in-

14
  Mariano Samayoa fue gobernador interino de Chiapas, de donde era origina-
rio, en abril de 1937 y en julio de 1938. Durante la década de 1940 encabezó la
Dirección de Asuntos Indígenas de la sep. Años más tarde se supo que fue él quien
firmó el convenio entre la sep y el polémico Instituto Lingüístico de Verano (1951).
Véase Proceso, 29 de septiembre de 1979.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 91

dígena en San Cristóbal de las Casas, que sirva para coordinar


el trabajo de todas las Secretarías y Escuelas […]. Por lo tan-
to, considera la conveniencia de que se establezca el Centro en
San Cristóbal de las Casas”.15
Debido a esta discusión, el Consejo decide aplazar la apro-
bación del proyecto. Gómez Pimienta exhorta a decidir rápida-
mente si el proyecto se aprueba o no, y Caso responde que es
necesario que todos los consejeros estén de acuerdo, para lo cual
propone que se designe una comisión integrada por los represen-
tantes de Salubridad, Agricultura, Educación y Gobernación,
para que en un plazo de quince días presenten “un proyecto de-
finitivo para ser sometido a la consideración de los Titulares [de
cada secretaría] y que emitan un dictamen definitivo”.16
El asunto no vuelve a tratarse hasta abril, aunque en esa
sesión Caso se encuentra fuera de México. Para esas fechas,
aunque parece que el proyecto ya ha sido aprobado, sigue dis-
cutiéndose la ubicación del Centro y la mejor manera de llevar
a cabo el proyecto. Aguirre Beltrán propone que se forme una
comisión para hacer una investigación preliminar en Chiapas y
que se designe al director del Centro. Rubín de la Borbolla in-
siste en la necesidad de que se realice previamente un estudio
sobre la presencia de las distintas secretarías en la región tzel-
tal-tzotzil para “conocer la situación geográfica y determinar el
lugar en donde debe establecerse el centro”.17 Sugiere también
que se le encargue a un investigador una monografía de la zona.
Se llega al acuerdo de que se hagan ambas cosas: nombrar una
comisión que inicie los contactos con el gobierno estatal y man-
dar a un investigador para un estudio puntual.

15
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 2v.
16
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 2r-3v.
17
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 13v.
92 Nación y alteridad

Inicia entonces una discusión sobre a quién se le encargará


la investigación. Primero se propone a Gonzalo Aguirre Bel-
trán, “quien no acepta en virtud de tener pendiente aún la co-
misión que le fue encomendada en el estado de Michoacán”.18
Después a Mariano Samayoa, quien tampoco acepta por “en-
contrarse delicado de salud”.

Por último, el Dr. de la Borbolla propone al Sr. Ricardo Pozas,


etnólogo, quien a su juicio reúne las condiciones necesarias para
llevar a cabo la investigación. Se acepta la proposición del Dr.
de la Borbolla y se designa al Sr. Ricardo Pozas para que lleve a
cabo la investigación preliminar en la región Tzeltal-Tzotzil y a
moción del Lic. Ortega se autoriza a la Secretaría del Instituto
para que formule el contrato respectivo.19

En la reunión siguiente, del 30 de mayo de 1950, se invita a


Ricardo Pozas para que amplíe el informe que entregó al ini, y
los consejeros le hacen una serie de preguntas sobre su trabajo.20
Lo interrogan sobre distintos puntos tratados en su informe, por
ejemplo, la voluntad política del gobierno del estado, la propie-
dad de la tierra, la posibilidad de establecer créditos para los in-
dígenas o las industrias que serían propicias para la región. Pero
el punto de discusión más importante consiste, una vez más, en
la elección del lugar donde establecer el Centro. Según Pozas,
este debe ubicarse en medio de la zona tzotzil, cerca de Miton-
tic, y “explica que el lugar escogido por él reúne las caracterís-
ticas que a su juicio son necesarias, y que son: abundancia de

18
  El resultado de esta investigación será la monografía sobre la población de la
Cuenca del Tepalcatepec (Aguirre, 1952).
19
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 15v.
20
  Este documento tampoco se ha encontrado en el archivo ni se describe en las
actas consultadas.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 93

agua, tierra suficiente para el establecimiento de la composta


zootécnica y el campo experimental agrícola, así como por en-
contrarse geográficamente localizado en el centro de la región
más densamente poblada indígena”.21
Aguirre Beltrán no es del mismo parecer, pero su objeción
no es conceptual ni teórica sino muy práctica: la falta de presu-
puesto. Explica que establecer el Centro en Mitontic “presen-
taría un gran problema, como el de la falta de comunicación,
ya que habría de construir una carretera aproximadamente de
15 kilómetros, lo que resultaría muy costoso”. Sin embargo,
tampoco propone otra localidad, ni siquiera la de San Cris-
tóbal de las Casas, que ya meses antes había desechado. Los
otros consejeros coinciden en que San Cristóbal de las Casas
no es un lugar idóneo para instalar el Centro. Sánchez Cal-
derón vuelve a argumentar que esa ciudad “no es un lugar de
concentración indígena y de orden comercial y político, y mu-
chos de los problemas indígenas no podrían solucionarse en
ese lugar.”.22 También Samayoa está en contra de esa opción
y propone mejor Amatenango del Valle. Por su parte, Gómez
Pimienta, si bien rechaza igualmente San Cristóbal, conside-
ra que Amatenango ya está muy alejado de la zona indígena y
no es, por tanto, una alternativa real. La discusión queda pen-
diente para la siguiente sesión.
Durante la reunión del 30 de junio el proyecto en Chia-
pas cobra cada vez más concreción. Gómez Pimienta informa
que el secretario de Salubridad acepta contribuir financiera-
mente a lo que ahora llaman el Centro Indigenista de Chia-
pas. Informa también que la Secretaría de Agricultura tiene
en el valle de San Cristóbal de las Casas “un predio de alre-

  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 18r.


21

  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 18v.


22
94 Nación y alteridad

dedor de 80 hectáreas para servicio de los indígenas”23 y que


podría ser utilizado para algunas instalaciones del Centro. Se
está planeando además una visita a Chiapas con los miembros
de la comisión encargada de dictaminar el proyecto del Cen-
tro. Se tienen buenas noticias de parte del gobernador del es-
tado, quien ha manifestado entusiasmo por el proyecto.
Sin embargo, un mes después, en la reunión del 28 de ju-
lio, vuelve a haber una discusión sobre la ubicación del que
ahora se llama Centro Coordinador de Chiapas. Caso explica
que “no se ha encontrado un lugar donde pueda establecer-
se el Centro en la forma en que se había convenido en forma
teórica con todos sus departamentos”.24 Hace el recuento del
debate: en un principio se pensó en ubicarlo “en el centro de una
Región Indígena alejada de los centros mestizos, y esto no podía ha-
cerse en San Cristóbal, y sin embargo parece ser que del pro-
yecto se desprende que se piensa establecer en Chenalhó, si
no todas las oficinas del Centro, por lo menos algunas, princi-
palmente la que se refiere a la educación agrícola y ganadera,
por lo que sería necesario el establecimiento de un camino que
llegara a esa región”.25 Ahora bien, el director del ini también
señala que es consciente de la dificultad que representa insta-
lar el Centro en Chenalhó y en Mitontic debido a la falta de
medios de transporte y carreteras. En cambio, parece que es-
tablecer una unidad médica en el pueblo de Chamula sigue
siendo factible.
En suma, los debates contenidos en las Actas del Consejo del
ini dejan ver a unos indigenistas divididos entre el proyecto
formulado inicialmente por Gómez Pimienta y las limitantes

23
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 21v.
24
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 27v.
25
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 29r.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 95

inherentes a las condiciones materiales de su ejecución. Curio-


samente, lo único en lo que todos están de acuerdo es que San
Cristóbal de Las Casas no es una ubicación favorable para ins-
talar lo que aún llaman Centro Indigenista de Chiapas. Así
lo expresa Caso una vez más, argumentando que “los inter-
nados indígenas en contacto directo con la población mestiza
no pueden rendir frutos favorables”. Samayoa se suma a esta
posición, pues considera que “Las Casas es el peor lugar para
localizar el centro, por la influencia perniciosa de la ciudad so-
bre los indígenas”. A su juicio, el Centro debe ubicarse en una
zona “netamente indígena”.26
A este problema, Gómez Pimienta responde que, como se
dijo en la reunión anterior, ya se tiene en el valle de San Cris-
tóbal un terreno de entre 70 y 80 mil metros cuadrados, cono-
cido como La Cabaña, para construir talleres. Una vez más, la
coyuntura, la necesidad y las limitadas condiciones materiales
con las que cuenta el ini serán determinantes en la ejecución
del proyecto del Centro Coordinador. Al final de la reunión se
logra un consenso: instalar un Centro provisional en San Cris-
tóbal de las Casas, mientras se planea el lugar definitivo y se
resuelve el problema de comunicaciones terrestres para, en un
futuro, trasladarlo a una zona indígena.27
Este asunto vuelve a ocupar a los consejeros durante la reu-
nión del 25 de agosto. En ella reaparece la posibilidad de cons-
truir un camino vecinal que iría de San Cristóbal de Las Casas
a Chenalhó, pasando por Chamula y Mitontic. El represen-
tante de la Secretaría de Comunicaciones, Eduardo Botán, in-
forma entonces que hasta la fecha no existe un proyecto de
carretera, solo hay estudios preliminares, y en ninguno se pro-

  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 29v.


26

  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 29v.


27
96 Nación y alteridad

yecta atravesar por esa parte de Chiapas. Sin embargo, con-


tinúa Botán, el titular de Comunicaciones mostró interés por
el proyecto del ini y comentó que “si el costo no era muy ele-
vado, la Secretaría estaría en posibilidad de construirlo en un
plazo de seis meses”.28 La posibilidad de establecer definitiva-
mente el Centro en un lugar distinto de San Cristóbal seguía
en la mesa de discusión.
En las dos sesiones siguientes, ambas de septiembre, se cris-
taliza el proyecto del que ya se llama Centro Coordinador In-
digenista de Chiapas. El 8 de septiembre, Gómez Pimienta

informa que el titular de la Secretaría que representa ya firmó


una copia del Proyecto de Acuerdo Presidencial en que se con-
tiene la creación del Centro Coordinador Indigenista en el Esta-
do de Chiapas, y que además hizo el ofrecimiento de que dicha
Secretaría otorgará la suma de $ 300,000.00 para cubrir los gas-
tos que demanda su participación.29

Y unas semanas después, el 29 de septiembre, Alfonso Caso


“informa al Consejo del resultado de su acuerdo con el Señor
Presidente de la República, a quien le expuso el proyecto de
creación del Centro Indigenista en el estado de Chiapas, que
fue aprobado en todas sus partes”.30 Queda por resolver que
cada secretaría incluya una partida para este nuevo organismo
en su presupuesto de 1951.
En diciembre de 1950 el director del ini declara que el
Centro puede considerarse creado, pues el acuerdo presi-
dencial ha sido refrendado por todas las secretarías impli-

28
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 35r.
29
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 41r.
30
  Actas del Consejo del ini, vol. I, foja 41v.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 97

cadas. Finalmente, en enero de 1951 se discute quién será


el director del cci de Chiapas: “Una vez expuesto por el Di-
rector las condiciones que a su juicio debe reunir la persona
que tome a su cargo la buena marcha y funcionamiento del
Centro, el Consejo aprueba la designación del Dr. Gonzalo
Aguirre Beltrán, quien, estando presente y a pregunta que
le fuera hecha, sobre si aceptaba la designación, contestó en
sentido afirmativo”.31 Es así como quedó establecido el Cen-
tro Coordinador Indigenista de la región tzeltal-tzotzil, con
Aguirre Beltrán como su director (se quedó en ese puesto so-
lamente un año).
La lectura de estas Actas del Consejo del Instituto Nacional In-
digenista, fuente primaria para acceder a la política indige-
nista en el momento de estarse haciendo, permite captar las
discusiones internas de la institución. Nos permite imaginar
a estos hombres, figuras intelectuales y políticas importantes
de la época, tratando de dar forma a una política integral de
transformación social que además estuviera fundada en bases
científicas que la justificarían y legitimarían. Gracias a estos
documentos podemos oír sus dudas, sus experimentaciones,
sus contradicciones. Esto permite analizar el proyecto de los
cci más allá de sus resultados y más allá también de lo que la
propia institución dice de sus acciones.
Resulta entonces que, contrariamente a lo que afirma la
bibliografía sobre el tema, el Centro Coordinador Indigenis-
ta Tzeltal-Tzotzil (cci-tt) no fue producto de un modelo teó-
rico previo; no es siquiera una creación de Aguirre Beltrán,
sino, por el contrario, resultado de coyunturas históricas pre-
cisas –por ejemplo, que Gómez Pimienta presentara ese pro-
yecto ante el ini– y de condiciones materiales muy concretas

  Actas del Consejo del ini, vol. II, foja 8v.


31
98 Nación y alteridad

–tales como la falta de caminos y de presupuesto para hacerlo


o la cesión de un terreno en San Cristóbal de las Casas–. Pero
lo más notable es que la organización final de este cci, ubica-
do en una ciudad “mestiza” rodeada de pueblos representados
como “indígenas”, no parece haber sido planeado ni concebi-
do como deseable o provechoso. De hecho, lo que se concluye
de estas actas es que, al menos en sus primeros momentos, nin-
guno de los participantes del proyecto concebía la acción indi-
genista en ningún otro lado más que en las zonas más rurales,
donde se pensaba que vivían los indígenas, y que si el Centro
terminó construyéndose en San Cristóbal se debió meramen-
te a una facilidad de medios o a la imposibilidad de exigir una
nueva carretera, y no a un proyecto previamente teorizado o
conceptualizado. Es más, hasta el momento de su fundación,
la sede de San Cristóbal era vista como provisional, y no en-
traba en ningún tipo de modelo ni de concepción teórica de
los mecanismos idóneos de intervención y transformación de
la población indígena.
La política indigenista encarnada en los Centros Coordina-
dores es resultado de estas condiciones históricas y fue cobran-
do forma sobre la marcha. Podemos afirmar entonces que
los cci no fueron la traducción gubernamental de un modelo
científico que sintetizaría una realidad estable, sino al revés: lo
que determinó el establecimiento de esos organismos guber-
namentales fueron los límites materiales y políticos a los que se
enfrentaron los responsables. Posteriormente, la “realidad in-
dígena” fue teorizada en un modelo que redujo la alteridad a
dos polos opuestos del espectro social (indígena/mestizo), re-
partidos espacialmente (centro/satélites). En las conclusiones
de este artículo reflexionaré sobre las implicaciones de esta in-
versión en la secuencia entre modelo y práctica en relación
con la tesis general del trabajo, a saber, la producción de una
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 99

alteridad indígena como un proceso integral del entramado


de la historia institucional y nacional, y no como un proceso
ajeno o previo a ella.32

Políticas indigenistas y categorías de identidad más allá


de la prosa del ini

A mi juicio, el presente texto puede hacer aportaciones en


tres niveles. En primer lugar, en un nivel metodológico, cabe
seña­lar el interés y la utilidad de un nuevo tipo de material
para estudiar las políticas indigenistas promovidas por el ini.
Esto es, acercarse a los documentos y materiales elabora-
dos para circulación interna, con lo cual es posible acceder a
otros testimonios, otras fuentes y otras miradas sobre el tema
indigenista. Este acceso privilegia la vida propia de la institu-
ción y los actores que la componen y se esfuerza por descen-
trar el discurso que desde ahí se produjo. Eso permite sugerir,
por ejemplo, que contrariamente a la explicación que suele
dominar en las historias o análisis del indigenismo, no fue la
teoría antropológica la que inspiró la creación de los Centros
Coordinadores sino a la inversa. La teoría del sistema solar de
Gonzalo Aguirre Beltrán modela un mecanismo de ejecución
de las políticas indigenistas que surgió de manera coyuntural,
por etapas, en medio de la improvisación y la negociación, y
que fue tomando forma en el transcurso mismo de su puesta
en práctica.

  También a este respecto, la crítica al indigenismo ha seguido de cerca las “ver-


32

dades” producidas por éste al conceder, por ejemplo, que la marginación de los in-
dígenas fue producto del régimen colonial, argumento, enérgicamente defendido
por Aguirre Beltrán (1992a, 1992b), y que oscurece, entre otros, el papel del Esta-
do-nación en dicho proceso.
100 Nación y alteridad

En un segundo nivel, más informativo o descriptivo, pode-


mos constatar que los antropólogos se enfrentaron a una com-
pleja realidad local y nacional, no obstante lo cual, el cci de
Chiapas sentó las bases para el desarrollo de la política indi-
genista en los siguientes veinte años, así como para la teoría
que la fundamentaría: las regiones interculturales de refugio.
Y ello, a pesar de que, como lo han mostrado los pocos traba-
jos que han analizado la acción concreta de los cci, el mode-
lo de la “región de refugio” o de “sociedad dual yuxtapuesta”
propuestos por Aguirre Beltrán no resultó operativo ni para
el propio ini, ya fuera por las limitaciones políticas y financie-
ras a las que este instituto se enfrentó (Lewis, 2008), o de plano
porque el modelo no podía aplicarse en otros contextos regio-
nales (Dietz, 1999; Sariego, 2002).
Por último, en un nivel más analítico, vemos que la in-
quietud de Oscar Lewis por una “definición práctica del in-
dígena” sintetiza, en efecto, las dudas y los problemas que
tanto científicos como responsables gubernamentales tenían
en el momento de concebir la política indigenista, y más pre-
cisamente a sus sujetos de intervención. Ante esta duda, los
cci y la teoría de las regiones de refugio ubicaron el “proble-
ma indígena” en los márgenes –geográficos y conceptuales–
de la nación y fijaron la frontera indígena/mestizo como la
única o la principal organizadora de la distinción social. Este
modelo contribuyó a estabilizar, aunque fuera parcialmente,
un contenido sociológico de “indígena” y una configuración
binaria de la sociedad que resultaba útil para la acción públi-
ca. Hasta cierto punto es posible afirmar que esta organiza-
ción de la alteridad ha sido el legado más duradero de dicha
política pública.
Podemos sugerir entonces que el indigenismo supuso cier-
ta simplificación de la realidad social al adoptar una definición
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 101

binaria de indígena (opuesta a ladino, mestizo o simplemente, a


sujeto nacional). Eso no significa devaluar la actuación de los res-
ponsables de estas políticas ni señalar un error de su parte. En
términos analíticos, acaso conviene pensar que la acción gu-
bernamental necesita estas simplificaciones para hacer legible
la sociedad sobre la que gobierna. La estabilización (siempre
incompleta) de este significado sucederá, entonces, a la par del
afianzamiento de una institución, el ini; de una política, el in-
digenismo y sus Centros Coordinadores, y de una teoría cien-
tífica, las regiones interculturales de refugio. En esta medida se
puede hablar de una coproducción del Estado y su alteridad.
Y sin embargo, contrariamente a lo que la prosa del propio
Estado y sus agencias suelen decir sobre su acción, el diseño de
la política indigenista del ini, y en particular la creación de los
Centros Coordinadores (y en esa medida, de la manera en que
el término indígena se estabilizó), fueron resultado del azar, la
coyuntura, la negociación y los límites de la política institucio-
nal. Un aspecto central de este proceso de legibilidad consis-
te en delimitar grupos sociales claramente definidos. Esto a su
vez debe entenderse como parte del proceso de legitimación
del Estado-nación, que pasa por la elaboración y alimentación
de subjetividades estrechamente vinculadas a él (Corrigan y
Sayer, 1985; Trouillot, 2001).
Demostrar que la realización del primer cci no fue el resul-
tado de una teorización que partiera de la observación de un
objeto social estable y claramente definido permite cuestionar
la aparente naturalidad de la distinción social entre indígena
y no-indígena, distinción que posteriormente muchos autores
retomaron sin problematizarla, incluso aquellos que se mues-
tran críticos con el indigenismo.
El aspecto coyuntural del surgimiento de este organismo
aporta elementos que confirman la hipótesis general de mi
102 Nación y alteridad

trabajo, a saber: que aunque hoy parezca evidente que el con-


cepto de indígena era el sujeto-objeto del indigenismo, su con-
tenido sociológico, su realización concreta no existía antes de
la interacción social entre antropólogos y habitantes de las re-
giones en cuestión, sino que se construyó al calor de dichos
intercambios (López Caballero, 2012a). En suma, que la al-
teridad que los indígenas han representado no antecede a la
acción gubernamental sino que se va constituyendo junto con
ella. Así, en vez de examinar las políticas del ini como proyec-
tos pensados y ejecutados desde un lado del campo social (el
Estado) y aplicados al otro polo de ese mismo campo (el indí-
gena), he tratado aquí de unirlos en términos analíticos y con-
siderar al indigenismo como un campo social particularmente
productivo para lo que llamo la mutua producción del orden
estatal y de su alteridad.
Las políticas indigenistas y la ‘fábrica’ de su sujeto de intervención… 103

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Daniela Gleizer

Los límites de la nación.


Naturalización y exclusión en el
México posrevolucionario*

A lfonso Chi Wong, nacido en China en el año de 1897, era


residente de la ciudad fronteriza de Tijuana y dueño de la
tienda El Mercurio. En 1939, después de vivir más de veintiún
años ininterrumpidos en la República Mexicana, decidió solici-
tar la nacionalidad. Según la Ley de Naturalización y Extran­
jería de 1934, cumplía con todos los requisitos para obtener
la naturalización por vía privilegiada: estaba casado con una
mexicana, tenía hijos nacidos en México y era propietario de un
negocio. Su expediente, como tantos otros, no termina, sin em-
bargo, con la ansiada carta de naturalización, sino que se pier-
de en una serie de laberintos burocráticos –que en ocasiones se
extienden por décadas– en los cuales los extranjeros corrían el
riesgo de perder no solo la paciencia, sino la cordura.

*
Agradezco las atentas lecturas y sugerencias de Alejandro Araujo, Alejandra
Leal, Paula López Caballero, Sandra Rozental y los dos dictaminadores anónimos.
Este trabajo se realizó en el marco del proyecto conacyt 106823, “Estado e identi-
dad nacional: indígenas y extranjeros en México”.
110 Nación y alteridad

En este caso la Secretaría de Relaciones Exteriores (sre) le


pidió a Chi Wong que consiguiera la autorización del Ministe-
rio del Interior de su país para perder su nacionalidad origina-
ria,1 de conformidad con una ley china promulgada en 1914.2
Sin embargo, una ley posterior, de 1927 –de la cual tenía­­co-
nocimiento la sre–, solo requería que los chinos que adquirie-
ran otra nacionalidad avisaran a las autoridades de su país de
origen, “pues de otro modo se les seguirá considerando como
ciudadanos de la República China”.3 La autorización solicita-
da –además de ser innecesaria y atentar contra la soberanía
nacional, ya que en principio solo las leyes mexicanas deter-
minaban quiénes podían o no convertirse en mexicanos– era
prácticamente imposible de conseguir en el contexto de la in-
vasión japonesa a China, tal como alegaba Wong. Además era
solicitada discrecionalmente, lo que no escapaba al sentido co-
mún del solicitante, quien afirmaba haber sido testigo de que
muchos compatriotas suyos habían recibido cartas de naturali-
zación mexicana desde 1918, y a ninguno de ellos se le había
exigido dicho permiso. La sre, sin embargo, mantuvo su nega-
tiva a naturalizarlo como mexicano debido a que consideraba
que en tal caso Chi Wong gozaría de dos nacionalidades.4

1
  “Del lic. José Vázquez Santaella, subjefe del Departamento Jurídico, al sr. Al-
fonso Chi Wong”, México, 31 de enero de 1939, Archivo Histórico de la Secretaría
de Relaciones Exteriores –ahsre–, Dirección General de Asuntos Jurídicos –dgaj–,
Naturalizaciones, exp. VII (N)-183-21.
2
  Se trataba del artículo 12, fracción 4ª, de la ley china número 26, promulgada
por un decreto del 30 de diciembre de 1914.
3
  “Del cónsul de México en Hong Kong al C. jefe del Departamento Consu-
lar”, Hong Kong, 1 de julio de 1927, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII
(N)-183-21.
4
  “Del jefe del Departamento Jurídico, lic. Armando Flores, al sr. Alfonso Chi
Wong”, México, 22 de febrero de 1939, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII
(N)-183-21.
Los límites de la nación 111

Al caso de Chi Wong se suman cientos de otros casos de


extranjeros a quienes no se les permitió acceder a la nacio-
nalidad mexicana a pesar de cumplir con todos los requisitos
señalados por la ley. Sus expedientes dan cuenta de los inter-
cambios y negociaciones entre un universo diverso de extran-
jeros –parte del cual lo conformaban individuos nacidos en
México–5 y distintas instancias gubernamentales mexicanas,
principalmente la Secretaría de Relaciones Exteriores. Este
universo, sin embargo, no actuaba como tal, ni como grupo ni
como comunidad. Cada extranjero negoció su acceso legal a
la nación de forma individual (si bien las autoridades los iden-
tificaban como miembros de distintas “nacionalidades”, “et-
nias” o “razas”, con fines clasificatorios); cada uno interpretó
a su manera los obstáculos que encontraba y adoptó distintas
estrategias para intentar conseguir el ingreso a la comunidad
nacional, como veremos más adelante.
El objetivo de este ensayo es reflexionar sobre los procesos
de inclusión/exclusión en la política de naturalización mexi-
cana durante la primera mitad del siglo xx, y proponer que el
acceso a la nación estuvo mediado cada vez en mayor medida
por la ideología del mestizaje. La naturalización constituyó de
hecho uno de los más importantes espacios en los que los pre-
supuestos de la ideología del mestizaje se fueron traduciendo
en directrices orientadoras de acción política. No entendemos
por ideología del mestizaje un claro decálogo de instrucciones,
emanado de las más altas autoridades gubernamentales o
producto de la cúpula intelectual, sino más bien una serie de

5
  Se trata de los hijos de extranjeros nacidos en México antes de 1934, conside-
rados como extranjeros, quienes debían naturalizarse para obtener la nacionalidad
mexicana, y las mujeres mexicanas por nacimiento que contrajeron matrimonio
con extranjeros antes de 1934, ya que según la ley de 1886 perdían la nacionalidad
original para adquirir la de su cónyuge.
112 Nación y alteridad

supuestos y entendidos ampliamente difundidos desde la Re-


volución Mexicana, y compartidos tanto por las elites políticas
y culturales como por sectores sociales medios y populares (en-
tre ellos los burócratas), relacionados con la idea de que existía
una única identidad nacional, que el mestizaje era su funda-
mento, y la homogeneidad de la población, un garante pri-
mordial de su integridad y supervivencia.6
La idea de que la homogeneidad social era condición para
la viabilidad del proyecto nacional no era nueva: había sido
elaborada por varios intelectuales desde mediados del siglo
xix.7 Tampoco era una originalidad mexicana. Sin embargo,
la consideración de que se trataba de una tarea que debía im-
plementar el Estado –el cual iba asumiendo cada vez más el
papel de árbitro social– era más reciente, y en el caso de Méxi-
co, una herencia del nacionalismo posrevolucionario. Es decir,
se pensaba que el Estado podía, e incluso debía, interferir en
el ámbito de las relaciones étnicas para lograr el tan anhelado

6
  Véanse, entre otros, Knight, 2004; Basave, 2002; Aguilar, 2004; Yankelevich,
2011, Kouri, 2009; Lomnitz, 1993, 1999, 2011; López Beltrán, 2011; Stern, 1999.
Según Lomnitz, la ubicación del mestizo como personaje central de la nación co-
menzó con la Independencia. Sin embargo, dos doctrinas, con las que la Revolu-
ción a la larga rompería, “inhibían la adopción del mestizo como raza nacional”.
La primera era el liberalismo universalista de Juárez; la segunda eran las ideas ra-
cistas del darwinismo social (Lomnitz, 1993: 188-189). Sobre cómo se volvió popu-
lar la noción de la “raza mexicana”, véase Lomnitz, 2011.
7
  El primer autor que esbozó esta idea, según Erika Pani, fue Francisco Pimentel
en 1864. A diferencia de otros intelectuales de la época, Pimentel consideraba que
lo que vinculaba a los miembros de una nación era la uniformidad: no los intereses,
ni la voluntad, ni los sentimientos (Pani, 2012a: 79). Claudio Lomnitz, por su parte,
cita un documento del congreso del estado de Jalisco de 1822 en el cual se justifi-
caba una nueva ley de propiedad agraria por la necesidad de preparar la amalga-
mación del indio, “para que adquiera la homogeneidad de que carece, y que es el
principal estorbo que se opone a los progresos de nuestra completa regeneración
social” (2011: 150). No nos adentraremos en una discusión sobre los orígenes de la
idea de la necesidad de homogeneidad social: solo se pretende ilustrar que se desa-
rrolló durante el siglo xix.
Los límites de la nación 113

equilibrio social. El proceso podía ser racionalmente controla-


do y suponía factible la adición o sustracción de determinados
elementos en función de su conveniencia para el proyecto na-
cional (Knight, 2004: 24).
En México, el debate sobre la nación y sus “otros” giró en
torno a los dos grupos considerados no nacionales: los indí-
genas, por una parte; los extranjeros, por la otra. En realidad
puede establecerse cierto paralelismo entre el debate que se
dio en torno a los extranjeros, centrado en determinar su “po-
tencial asimilacionista”, y el debate indigenista, abocado a bus-
car el “potencial mestizófilo” de los indígenas (Saade, 2011:
52-53). En ambos casos se trató de definir quiénes y cómo se-
rían potenciales sujetos nacionales, y en ambos casos se dife-
renció a los “otros” (internos y externos) del sujeto nacional
por excelencia: el mestizo.
Con relación a los extranjeros, diversos trabajos han mos-
trado cómo se categorizó a los inmigrantes potenciales en
“asimilables” o “inasimilables” al mestizaje mexicano –y, por
tanto, en “deseables” e “indeseables”– en función de sus ca-
racterísticas étnicas, raciales, religiosas y culturales.8 Esto llevó
a limitar e incluso prohibir la entrada al país de determinados
grupos, a través de diversas circulares confidenciales emitidas
por la Secretaría de Gobernación durante la década de los

8
  El término de extranjero sospechoso existe desde una ley de 1824 que ordenaba su
expulsión, mientras que el artículo 33 de la Constitución de 1857 incluía la catego-
ría de extranjero pernicioso. Sin embargo, estas expresiones, al igual que la de extranjero
indeseable, quedaron en la más vaga indefinición, lo que provocó que se les dieran
múltiples usos e interpretaciones. Lo que parece claro es que en el siglo xix hacían
referencia, primordialmente, a los extranjeros cuyo comportamiento se vinculaba
con el quebrantamiento de la ley o con la “suspicacia política”, mientras en el xx
la definición incluyó también a aquellos que, en virtud de su “raza”, cultura, etnia,
grupo nacional, religión, etc., no se consideraban apropiados para formar parte de
la nación.
114 Nación y alteridad

veinte y la de los treinta.9 En muchos casos no solo se habló de


“inasimilabilidad” o “indeseabilidad”, sino incluso de “peligro
de degeneración racial”, lo cual no era inusual para la época.10
En concreto, los hispanoamericanos, descendientes de una
de las dos ramas originales del mestizaje (o de las dos), fue-
ron vistos como los más deseables de todos, mientras que otros
grupos, entre ellos los orientales (particularmente los chinos), y
aquellos categorizados como negros, gitanos, árabes, turcos o
judíos, fueron considerados en distintos momentos los menos
asimilables.11 Era tarea del Estado fomentar la integración de
los primeros y evitar la de los segundos.
Mientras que la política de inmigración regulaba el acceso
de los extranjeros al territorio nacional, a la política de natu-
ralización le correspondía regular el acceso legal a la nación,
delinear los límites dentro de los cuales algunos individuos po-
dían perder su condición de foráneos para volverse “natura-
les”, y otros no. A diferencia de la política inmigratoria, la de
naturalización ha sido mucho menos estudiada; prácticamen-
te no existen trabajos que se centren en el siglo xx. Esto se ex-
plica, en parte, por la poca importancia que ha tenido este
tema –por lo menos en el ámbito de la legislación– durante el

9
  El resumen de todas ellas se dio a partir de la circular confidencial 250, de octu-
bre de 1933, y la circular confidencial 157, de abril de 1934 (Archivo Migratorio,
exp. 4-350-2-1933-54). Véase también el ilustrativo trabajo que Andrés Landa y
Piña envió a Ignacio García Téllez cuando este asumió el cargo de secretario de
Gobernación el 21 de enero de 1938 (Landa y Piña, 1938). Agradezco a Alice Bac-
kal por haberme proporcionado dicho documento.
10
  En 1927, por ejemplo, la sre justificaba en su Memoria de labores que la prohibi-
ción de entrada de algunos trabajadores extranjeros al país no solo respondía a mo-
tivos de protección económica, sino también a la intención de “evitar la mezcla de
razas que se ha llegado a probar científicamente producen una degeneración en los
descendientes” (sre, 1927: 512).
11
  En función de los grupos a los que se les fue prohibiendo el ingreso a México.
Véase Gleizer, 2011.
Los límites de la nación 115

siglo xix y buena parte del xx, tiempo en el que gobiernos de


muy distinto tinte conservaron las mismas leyes.12
Este artículo analiza la política de naturalización posre-
volucionaria en los años anteriores y posteriores a la Ley de
Naturalización y Extranjería de 1934, a partir de un enorme
acervo que contiene las solicitudes de naturalización que no
llegaron a buen término, localizado en el archivo de la sre.13
La comparación entre ambos periodos nos lleva a la hipótesis
de que la exclusión que dio comienzo en la década de 1920 se
institucionalizó con la ley de 1934, que dio realidad jurídica a
lo que ya sucedía informalmente. Es decir, primero se dio la
práctica de exclusión y luego la ley.
Si bien el archivo consultado es sumamente rico, y nos per-
mite acercarnos al proceso de negociación entre las autorida-
des gubernamentales (la sre en particular) y los extranjeros,
así como a otros aspectos contenidos en los expedientes per-
sonales (datos biográficos, sociales, económicos, etc.), también
tiene limitaciones.
En principio parecería haber una “preselección” de los ex-
tranjeros a los que probablemente se les negará la naturali-
zación, pero no es posible aún acceder a la dinámica de este
proceso burocrático (cómo se selecciona, quién hace la selec-
ción, con base en qué información, etc.). Por otra parte, tam-
poco tenemos suficiente información sobre las intenciones de

12
  Pani, 2012b: 629-630. Sobre el tema de la naturalización, véanse Becerra,
2000; Sanderson, Sidel y Sims, 1981; Fitzgerald, 2005; Pani, 2008, 2012b, 2012c;
Vargas, 2007; Agustine-Adams, 2006, 2009; Mishima, 1982.
13
  Se trata del fondo Solicitudes, dentro del archivo Naturalizaciones, del ahsre, que
contiene todos los expedientes de procesos de naturalización que no llegaron a buen
fin. Cabe aclarar que no todos son casos de rechazo: algunos solicitantes no cum-
plían con los requisitos o renunciaban al trámite por diversos motivos. La muestra se
conformó tomando al azar dos expedientes por caja entre 1929 y 1942, aunque se
revisaron también, menos sistemáticamente, expedientes anteriores a 1929.
116 Nación y alteridad

los extranjeros. En la última sección de este artículo expone-


mos algunos de los recursos utilizados por quienes buscaron la
naturalización mexicana, pero sin duda existe un universo de
intenciones particulares y de imaginarios, deseos y propósitos
a los cuales no podemos acceder. Suponemos que la búsque-
da de la naturalización responde a consideraciones pragmáti-
cas, más que sentimentales (es decir, busca naturalizarse quien
lo necesita, o aquel a quien le reportaría un beneficio), pero se
trata de una hipótesis que aun debe ser explorada.
Por último, pensamos que la forma que adopta la exclusión
(no la negativa, sino la continua negociación e imposición de
requisitos en muchos casos imposibles de cumplir) denota una
forma muy característica del ejercicio del poder por parte del Es-
tado mexicano, que mantiene en estado de dependencia y suje-
ción a individuos que en este caso, como en muchos otros, ven
limitados sus derechos, pero a quienes la esperanza de resolución
mantiene en constante negociación. En este sentido, la discrecio-
nalidad y la arbitrariedad, más que la coerción y la violencia, pa-
recerían ser componentes elementales de esta forma de relación,
que por otra parte no es privativa del trato a los extranjeros, sino
característica de la manera como se ejercía el poder estatal.14

Antecedentes. Las dimensiones del proceso de naturalización

Durante el siglo xix el número de extranjeros residentes en


México aumentó significativamente, si bien nunca llegaron a
conformar siquiera el 1 % de la población nacional. El cen-

  Véase por ejemplo, Nuijten, 2004 (agradezco a Paula López Caballero por ha-
14

berme remitido a ese artículo).


Los límites de la nación 117

so de 1895 reporta que había en el país 54 737 extranjeros


–personas nacidas fuera de México–, de un total de 12 700
000 residentes (Dirección General de Estadística, 1895: 502).
Para 1910 ese número se había duplicado, al llegar a 116
426. Sin embargo, el universo de naturalizados durante esa
época se reducía a un grupo muy poco numeroso, princi-
palmente debido a que los extranjeros no manifestaban in-
tención de naturalizarse, tal como puede observarse en la
bajísima cantidad de solicitudes de naturalización presenta-
das a las autoridades.
Las cosas cambiarían a partir de las primeras décadas del
siglo xx, cuando el país registró el mayor contingente inmigra-
torio de su historia hasta ese momento. Según Delia Salazar
(1996), México recibió más de 100 000 inmigrantes definitivos
entre 1913 y 1930, y otros 40 000 entre 1930 y 1950. El perfil
de estas personas, que llegaban a América buscando un mejor
futuro, ocasionó un aumento importante en los procesos de
naturalización a partir de la década de los veinte.
Hemos hecho una aproximación cuantitativa a las natura-
lizaciones rechazadas o no finalizadas y a las naturalizaciones
concedidas. Debido a que preferimos no utilizar los datos de
los censos de población, que en el rubro de naturalizaciones
resultan sumamente problemáticos, nos basamos en los docu-
mentos disponibles en el Archivo Histórico de la Secretaría de
Relaciones Exteriores, aunque estos también deben ser trata-
dos cautelosamente. Cabe señalar que en el rubro de las na-
turalizaciones otorgadas, el año corresponde al momento en
que se expidió la carta (aunque el expediente hubiera comen-
zado tiempo atrás), mientras que en el de las solicitudes recha-
zadas o no concluidas, el año corresponde a la fecha de inicio
del trámite.
118 Nación y alteridad

Cuadro 1
Naturalizaciones rechazadas o no finalizadas, por década,
a partir del recuento de los expedientes que físicamente
se encuentran en el fondo “Solicitudes” del ahsre

Solicitudes rechazadas o no finalizadas


Año
(año en que comienza el expediente)
1900-1909 175
1910-1919 380
1920-1929 2343
1930-1939 8181
1940-1949 2780

Cuadro 2
Naturalizaciones otorgadas, por década,
con base en el expediente L-E-1993 del ahsre

Naturalizaciones otorgadas (año en que


Año
se expide la carta de naturalización)
1900-1909 948
1910-1919 835
1920-1929 2904
1930-1939 9955
1940-1949 10524
Los límites de la nación 119

Cuadro 3
Naturalizaciones rechazadas o no finalizadas, por año,
a partir del recuento de los expedientes que físicamente
se encuentran en el fondo “Solicitudes” del ahsre

Solicitudes rechazadas o no finalizadas


Año
(año en que comienza el expediente)
1924 208
1925 332
1926 758
1927 431
1928 91
1929 306
1930 486
1931 790
1932 1 728
1933 669
1934 663
1935 1011
1936 899
1937 797
1938 533
1939 605
1940 218
1941 254
1942 566
1943 157
1944 158
120 Nación y alteridad

Cuadro 4
Naturalizaciones otorgadas, por año, con base
en el expediente L-E-1993 del ahsre

Naturalizaciones otorgadas (año en que


Año
se expide la carta de naturalización)
1924 208
1925 326
1926 216
1927 311
1928 312
1929 366
1930 560
1931 900
1932 1 278
1933 1 552
1934 1 017
1935 1085
1936 660
1937 1508
1938 616
1939 779
1940 2560
1941 2228
1942 975
1943 483
1944 469
Los límites de la nación 121

El aumento en las solicitudes de naturalización no solo se vin-


cula al impacto del flujo inmigratorio, sino también a ciertos
cambios que afectaron la situación de los extranjeros. Durante
el periodo posrevolucionario el clima adverso hacia ellos estuvo
acompañado por el surgimiento de diversos mecanismos de con-
trol sobre los inmigrados y sus actividades: la creación del Regis-
tro Nacional de Extranjeros (a partir de la Ley de Migración de
1926), las revisiones periódicas sobre su situación legal, la imposi-
ción de una gran cantidad de requisitos y limitaciones en el área
laboral y las “disposiciones que establecían la obligatoriedad de
tarjetas de identificación y formatos de carácter censal, tendientes
a sistematizar nombres y datos personales, lugares geográficos de
origen y destino, ocupaciones y profesiones, con el objetivo de di-
señar una herramienta estadística capaz de incidir en el proceso
de toma de decisiones” (Yankelevich y Chenillo, 2009: 195).
La Ley Federal del Trabajo de 1931 afectó particularmente
la situación de muchos extranjeros, ya que en su artículo 7 de-
terminaba que el 90 % de los empleados de cualquier empre-
sa o establecimiento debían ser mexicanos, y que solo en caso
de necesidad podían contratarse técnicos y profesionales ex-
tranjeros, temporalmente, y en una proporción que no exce-
diera el 10 % (esta cláusula sigue vigente hasta nuestros días).15
Esto ocasionó que gran cantidad de trabajadores, técnicos y
profesionistas extranjeros –que laboraban principalmente en
empresas de sus connacionales– solicitaran la naturalización
(no así los patronos y dueños de empresas). Obsérvese en los
cuadros 3 y 4 cómo precisamente en 1932 se elevaron tanto el
número de solicitudes que posteriormente fueron rechazadas
como el número de cartas de naturalización otorgadas, que se
mantuvo alto durante los tres años siguientes.

15
  Agradezco a Delia Salazar por haberme hecho reparar en esta ley.
122 Nación y alteridad

Los intentos gubernamentales por ejercer mayor control


sobre los extranjeros, que se desarrollaron de forma poco sis-
temática durante los años siguientes, se formalizaron en 1937,
cuando se responsabilizó a la Secretaría de Gobernación de
centralizar dicha vigilancia, con la colaboración de las secre-
tarías de Hacienda y Crédito Público, Economía Nacional, y
los departamentos del Distrito Federal, Salubridad Pública y
Trabajo. El objetivo era proteger a los trabajadores naciona-
les “poniendo un dique al desplazamiento que de ellos vienen
haciendo en distintas actividades los elementos extranjeros”.
Desde entonces, diversas instancias gubernamentales exigie-
ron a los extranjeros la presentación de su forma 14, “a efec-
to de comprobar si se encuentran dedicados a las actividades
autorizadas en la misma y reportar las violaciones que descu-
bran o la carencia de documentación migratoria a la Secre-
taría de Gobernación”.16 A los reportes de los inspectores de
diversas secretarías se sumaron las denuncias tanto de grupos
xenófobos de la extrema derecha como de individuos que te-
nían un determinado conflicto con algún extranjero.
Un segundo pico en las naturalizaciones concedidas corres-
ponde a los años 1940-1941, cuando se dieron facilidades a los
españoles llegados de la Guerra Civil para volverse mexica-
nos, facilidades que no todos decidieron aprovechar, pensando
en un pronto regreso a la madre patria. En el año de 1940 las
cartas otorgadas a los guatemaltecos representaron, asimismo,
cerca de un treinta y cinco por ciento del total.17

16
  “Acuerdo para la protección del pequeño comercio nacional contra la compe-
tencia de elementos extranjeros”, promulgado por el Ejecutivo Federal el 30 de ju-
nio de 1937, Diario Oficial, 6 de febrero de 1937.
17
  ahsre, exp. L-E-1993. En 1940 se expidieron 1 256 cartas de naturalización a
españoles, mientras que en 1941 ese número ascendió a 1 352. Los guatemaltecos
recibieron 895 cartas en 1940, y 196 en 1941; sin embargo, como menciono más
Los límites de la nación 123

La entrada de México en la Segunda Guerra Mundial en


1942, por su parte, dio origen a la promulgación de la “Le-
gislación de emergencia relativa a propiedades y negocios del
enemigo”, que consideró como nacionales de países enemi-
gos a los ciudadanos de cualquier nacionalidad que fueran origi-
narios de dichos países,18 y decretó la invalidez de las cartas
de naturalización que habían sido “dolosamente” adquiridas
por alemanes, búlgaros, húngaros, italianos, japoneses y ru-
manos.19 También suspendió la expedición de los certificados
de nacionalidad para individuos de dichas nacionalidades.20
Tratándose de una ley de emergencia, no respetó los preceptos
de la ley de 1934, alegando la necesidad de “evitar o reprimir
rápidamente cualquier acto que pueda constituir un peligro
para nuestra seguridad”. Cabe señalar que ciertas personas no
habían solicitado su nacionalidad hasta que se dieron cuenta
de que se verían afectadas por las leyes de emergencia. Para
las autoridades, el hecho de que nunca antes hubieran “recor-
dado su calidad de mexicanos” ni hubieran hecho gestiones
para naturalizarse era prueba suficiente de que no merecían
ser miembros de la comunidad nacional.21

adelante, es posible que las cartas gestionadas directamente por la Secretaría de


Gobernación no formaran parte de este recuento. Debido a las inconsistencias de
las fuentes, los números deben ser usados para brindar aproximaciones.
18
  Secretaría Particular de la Presidencia de la República, 31 de julio de 1942,
Archivo General de la Nación –agn–, Presidentes: Manuel Ávila Camacho, exp.
545.22/111. ­­­
19
  No sabemos si esto se llevó a la práctica.
20
  “Decreto que nulifica las cartas de naturalización dolosamente adquiridas…
Legislación de emergencia relativa a las propiedades y negocios del enemigo”, Dia-
rio Oficial, 20 de agosto de 1942. Es necesario investigar aún cuántas cartas de natu-
ralización se revocaron, y a quiénes afectaron.
21
  Ibid. En 1945, se consideró que, dadas las circunstancias, era necesario “con-
trolar las actividades de cualquier naturalizado mexicano, no solamente los origi-
narios de países enemigos, sino de cualquier otra nación, ya que aprovechan esta
circunstancia para el desarrollo de sus actividades contrarias al orden social”.
124 Nación y alteridad

La naturalización previa a la ley de 1934: arbitrariedad,


exclusión y debate sobre lo “indolatino”

Aunque la comparación entre los procesos de naturalización


durante los siglos xix y xx rebasa los objetivos de este traba-
jo, quisiéramos señalar algunas diferencias importantes que
ayudarán a entender mejor las hipótesis planteadas en esta in-
vestigación, en particular la idea de que la naturalización ad-
quirió nuevos objetivos y se convirtió en un instrumento que
se abocaba cada vez en mayor medida a cuidar la composi-
ción étnica y social de la comunidad nacional.
Durante el siglo xix las leyes de naturalización fueron idea-
das a partir de un itinerario liberal, que respondía principal-
mente a dos objetivos: aumentar la población, por una parte, y
reforzar a un Estado que se enfrentaba con no poca frecuencia
a los reclamos de otras naciones por el trato que el país daba a
sus connacionales, por la otra (Pani, 2012c: 363). Aunque ha-
bía pocos extranjeros, su capacidad para transformar los con-
flictos internos en incidentes diplomáticos los volvía peligrosos
(Pani, 2012b: 666). Según Erika Pani, en el siglo xix las le-
yes de naturalización se convirtieron en un instrumento para
afianzar la jurisdicción del aparato gubernamental sobre la
población extranjera –objetivo que también permeó la políti-
ca de naturalización durante el siglo xx– y estaban motivadas
más por la conveniencia política que por visiones idealizadas
de la ciudadanía (2008: 218, 2012b: 363).
La porfirista Ley de Extranjería de 1886 (o Ley Vallarta),
última normatividad decimonónica sobre la materia, estuvo
vigente hasta 1934. Esta ratificaba como fundamento de la na-

“Decreto sobre Nulidad de las Cartas de Naturalización”, Diario Oficial, 24 de


enero de 1945.
Los límites de la nación 125

cionalidad el principio de jus sanguinis (la transmisión de la na-


cionalidad de padres a hijos, independientemente del lugar de
nacimiento), introducido por la Constitución de 1857, mientras
que establecía como únicos requisitos para la naturalización de
los extranjeros que comprobaran que según las leyes de sus paí-
ses de origen gozaban de la plenitud de derechos civiles por ser
mayores de edad; que habían residido en la República Mexica-
na por lo menos dos años, observando buena conducta, y que
tenían “giro, industrial, profesión o rentas de qué vivir” (Ley de
Extranjería y Naturalización de 1886, capítulo III, artículo 13).
La nacionalidad es en ese momento “menos una forma en
la que la gente piensa sobre sí misma y más un estatus jurídi-
co, un lazo legal entre el estado y el individuo” (Pani, 2008:
218).22 En este sentido, las leyes de nacionalidad “no refleja-
ban una concepción particular de la nación como comunidad
histórica-cívica, étnica o cultural, definida por vínculos polí-
ticos o por lazos de sangre. Se trataba de normas que cons-
truían, esencialmente, un estatus jurídico, que determinaban
la relación entre el individuo y el poder público, y los derechos
de aquel frente a este” (Pani, 2012b, p. 630). Esto cambió en
el siglo xx, cuando las leyes comenzaron a reflejar la idea de
que la comunidad nacional –que, se suponía, debía compartir
una identidad única– se definía en términos históricos y étni-
cos, y se comenzó a utilizar un lenguaje que incluyó cada vez
más alusiones a la pertenencia, el afecto, la identificación con
el país, etc., mientras se criticaba duramente a quienes se na-
turalizaban por “conveniencia” y a quienes no renunciaban
con vehemencia a su nacionalidad original.

  Esta cita de Pani hace referencia al trabajo de Patrick Weil y se enmarca en la


22

discusión sobre si las leyes de nacionalidad reflejan o no una concepción particular


de la nación.
126 Nación y alteridad

Como muestra Pablo Yankelevich, entre ambas leyes (la de


1886 y la de 1934), la Constitución de 1917 intervino en materia
de extranjería al introducir una clara distinción en los dere­chos
ciudadanos que se garantizaban a los mexicanos según lo fueran
por nacimiento o por naturalización: los cargos de elección­­­popu-
lar en el poder legislativo y el desempeño de funciones de respon-
sabilidad en los poderes ejecutivo y judicial quedaban prohibidos
a los naturalizados. Asimismo, la Consti­tución expresó preferen-
cia por los “indolatinos”, los cuales, con probar que habían resi-
dido en el país seis meses, podían obtener la naturalización.23 Por
otra parte, el juicio histórico al que fueron sometidos los políticos
porfiristas se vio reflejado en esta nueva Constitución, que acotó
y suprimió derechos que la de 1857 garantizaba a los extranjeros
(Chenillo, 2009). Esta innovación fue explicada por José Nativi-
dad Macías, diputado constituyente y a la vez rector de la Uni-
versidad de México: “Cuando se trata de los intereses nacionales
el corazón mexicano se subleva […] y llega a ver con repugnan-
cia, con aborrecimiento, todo aquello que lleve a nuestros puestos
públicos a los hijos de extranjeros”, haciendo referencia al minis-
tro de Hacienda, José Yves Limantour, y a otros políticos porfiria-
nos.24 Vale la pena resaltar otro elemento en esta cita: el supuesto
de que los extranjeros carecen de “cariño por la República”, acu-
sación que empezó a ser cada vez más recurrente.
En la década de 1920 no aparecieron nuevas leyes en ma-
teria de naturalización. Sin embargo, las limitaciones que en
la letra introdujo la Constitución de 1917 parecen tener cier-

23
  El artículo 30, fracción II, inciso C, establecía que eran mexicanos por natura-
lización los indolatinos que se avecindaran en la República y manifestaran el deseo
de adquirir la nacionalidad mexicana.
24
  Diario de Debates del Congreso Constituyente de 1917, 19 de enero de 1917, Institu-
to Nacional de Estudios sobre la Revolución Mexicana, 1960, v. 2: 491, citado en
Yankelevich, 2011: 32.
Los límites de la nación 127

to correlato en el hecho de que las restricciones a la naturali-


zación comenzaron a volverse rutinarias durante este periodo,
que coincide con la época de mayor inmigración extranjera,
con el momento de diseminación e introyección de la ideolo-
gía del nacionalismo revolucionario, y con el comienzo de la
estabilidad política, a partir de la cual el Estado podía comen-
zar a implementar nuevas políticas públicas.
No obstante, el hecho de que se negara la naturalización a pe-
ticionarios que cumplían con todos los requisitos de la ley induce
a concluir que durante las primeras décadas del siglo xx la ex-
clusión no se dio a través de las leyes o la Constitución, sino por
medio de otros mecanismos de discriminación, necesariamente
más ambiguos y aleatorios, que limitaban la entrada a algunos
extranjeros, mientras permitían la naturalización de otros.
Esta situación fue percibida por los actores de la época. En
1925 M. L. Careaga, abogado adscrito a la Agencia Aduanal
y Comisionista de Ensenada y que llevaba los casos de varios
extranjeros que buscaban naturalizarse, presentó su queja di-
rectamente al presidente Plutarco Elías Calles:

Desde hace algunos meses me he venido dando cuenta de que el


Departamento Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exte-
riores lleva por sistema obstruccionar (sic) la expedición de car-
tas de naturalización mexicana, no obstante que los interesados
cumplen con todos los requisitos que señala la Ley de Extran-
jería y Naturalización de 28 de mayo de 1886 y demás dispo-
siciones vigentes. […] En efecto, a cada extranjero que desea
naturalizase se le exige el cumplimiento de infinidad de requisi-
tos que no están autorizados por ninguna Ley.25

25
  “De M. L. Careaga al presidente Plutarco Elías Calles”, Ensenada, 12 de no-
viembre de 1926, ashre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-33-34.
128 Nación y alteridad

La respuesta que le dio a Careaga el jefe del Departamento


diplomático resulta sumamente ilustrativa:

Los requisitos que esta Secretaría exige sin excepción a todos y


cada uno de los interesados en obtener la naturalización mexicana
y que usted interpreta sin fundamento alguno, como ­obstrucción,
no tienen otro fin que el de determinar, hasta donde es posible,
qué elementos van a incorporarse a nuestra Re­pública, puesto
que de no ser así, se prestaría a que adquirieran la naturalización
mexicana elementos nocivos y de ninguna manera ­deseables.26

Lo que no queda claro aún es cómo se seleccionaba a esos


elementos indeseables, es decir, cuál era el proceso que llevaba
a desconfiar de algunos extranjeros y de otros no. Con base en
los expedientes consultados, sostenemos que hay una relación
entre los grupos que comienzan a ser proscritos por la política
inmigratoria y aquellos a quienes se les restringen sus posibi-
lidades de naturalización. Entre los extranjeros cuyas solicitu-
des fueron rechazadas sin aparente justificación encontramos
principalmente orientales (chinos y japoneses), árabes, turcos,
sirios, palestinos, libaneses, rusos, polacos, alemanes y austria-
cos.27 Una buena parte de ellos (tanto de los sirios y palestinos
como de los rusos y polacos) eran judíos.28

26
  “Del Jefe del Departamento Diplomático de la sre al señor M. L. Careaga”,
México, 17 de enero de 1927, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, VII (N)-33-34. El
subrayado es mío.
27
  La muestra no permite calcular con mayor precisión qué porcentaje de recha-
zos corresponde a cada una de estas nacionalidades. Debe tomarse en cuenta, ade-
más, que junto a razones relacionadas con el cuidado del proceso del mestizaje
nacional también hubo motivos políticos para limitar algunas naturalizaciones,
particularmente en torno a la Segunda Guerra Mundial.
28
  Una circular confidencial prohibía o limitaba drásticamente la entrada de los
siguientes grupos de extranjeros: individuos de “raza africana o australiana”; los
de “raza amarilla o mongólica”; los procedentes de los pueblos del Indostán, Islas
Los límites de la nación 129

En esa época, dos requisitos impuestos a los extranjeros


eran particularmente difíciles de cumplir. El primero, que
comprobaran con documentos expedidos por las autoridades mexi-
canas que habían entrado legalmente al país y que compro-
baran con documentos de sus países de origen su nacionalidad.
Ninguno de ellos se encontraba comprendido en la ley de
1886, pero sí fueron posteriormente incorporados a la ley de
1934, lo que indica, como ya mencionamos, que primero se
volvieron rutinarias ciertas prácticas y luego se les dio funda-
mento legal. El primer requisito era tomado como prueba del
comportamiento moral o legal de los extranjeros, ya que, se-
gún la sre: “En cuanto a la prueba de la entrada legal al país,
es conveniente determinar en cada caso si el interesado, al ha-
cerlo, se ha sujetado a la ley, puesto que si desde el momento
de pisar el territorio nacional empieza por violarla, no sujetán-
dose a las disposiciones que rijan, es de presumirse que haga
después lo propio con las demás.”29 La cuestión, sin embar-
go, no era tan sencilla, debido a que la inmigración en Méxi-
co comenzó a regularse tardíamente, en realidad a partir de
la Ley de Migración de 1926, y antes de ella no se podía ha-
blar realmente de inmigración legal o ilegal. Así, en muchas
ocasiones el ingreso al país había sido por lugares donde no
existían oficinas migratorias, o bien éstas no tenían archivos.
Esta situación, que los extranjeros no sabían cómo resolver,
ocasionaba que se detuviera el trámite de naturalización. Jesús

Ceilán,­­­Beluchistán, Asia Central, etc.; individuos de “raza aceitunada o malaya”,


y los siguientes extranjeros: polacos, lituanos, letones, checoslovacos, sirios, liba-
neses, palestinos, armenios, árabes, turcos, búlgaros, rumanos, persas, yugoslavos,
griegos, albaneses, afganos, abisinios, argelinos, egipcios, marroquíes, los naciona-
les de la urss, los gitanos y los judíos. Véase circular confidencial núm. 157, Méxi-
co, 27 de abril de 1934, ahinm, exp. 4-350-2-1933-54.
29
  “Del jefe del Departamento Diplomático de la sre al señor M. L. Careaga”,
México, 17 de enero de 1927, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-33-34.
130 Nación y alteridad

Nakakawa, originario de Hiroshima, Japón, caracterizado en


su expediente como casado, católico y de 41 años, escribía al
secretario de Relaciones Exteriores en 1926:

Como Ud. sabe, la Oficina de Migración de Manzanillo, Col., se


estableció hasta 1921, y como yo entré al país hace veinte años,
me es enteramente imposible, presentar el Certificado que me
pide de que cuando entré al país, lo hice con sujeción a las Leyes
de Migración vigentes, suplicándole por lo tanto me indique qué
es lo que debo hacer en este caso.
Yo soy ampliamente conocido por todos los vecinos de este
Puerto y puedo mandarle testimonios de mi honorabilidad y
conducta durante todo el tiempo que tengo en esta Nación.
Una vez más le expongo, que mis deseos de naturalizarme
mexicano, no se deben a que mi situación mejore o simplemente
por conveniencia, sino que es por grandes simpatías y el inmenso
cariño que siento a la República Mexicana.30

Aún así no se le otorgó la nacionalidad.


Un segundo impedimento era el requisito de comprobar
la nacionalidad original, debido a que muchos extranjeros no
contaban con los papeles necesarios para ello. En este caso
hubo un gran margen de discrecionalidad. En 1930, a Adol-
fo Montes, nacido en Madrid de padres griegos, sin medios
para comprobar su nacionalidad original ni su entrada legal al
país, la sre le comunicó que podía realizar ambas comproba-
ciones “por medio de información testimonial rendida ante el
Juzgado de Distrito respectivo”.31 En cambio, al ruso Chevel

30
  “De Jesús Nakakawa al Secretario de Relaciones Exteriores”, México, 30 de di-
ciembre de 1926, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-33-10.
31
  “Del Departamento Diplomático de la sre al señor Adolfo Montes”, México, 3
de febrero de 1930, ahsre, dgaj, Naturalizaciones , exp. VII (N)-55-34.
Los límites de la nación 131

Orlozoroff, de 52 años, se le negó la naturalización a pesar de


haber presentado su pasaporte ruso y su tarjeta del Registro
Nacional de Extranjeros, que acreditaba su entrada legal al
país. El pasaporte de Orlozoroff, expedido en Poltava, Ucra-
nia, estaba visado por la Legación de México en Moscú y por
las autoridades de migración de Veracruz. Con todo, en 1931
la sre le pidió a Orlozoroff que comprobara su nacionalidad
“con documento expedido por el representante de su país en
México”,32 lo cual era prácticamente imposible, ya que Mé-
xico y la urss habían roto relaciones diplomáticas en 1930 y,
por tanto, no existía representación diplomática soviética en el
país. Vale la pena recordar que la Secretaría de Gobernación
había acotado la inmigración rusa y polaca en 1929 a través
de la circular confidencial núm. 1, lo que justificaba alegando
el aumento de dicha inmigración y el hecho de que “en infini-
dad de casos vienen a dedicarse a hacer labor de agitación en-
tre el elemento trabajador de nuestro país”.33
Representó un tercer impedimento un problema causado a
veces por las mismas autoridades gubernamentales: el hecho
de que los nombres y apellidos de los extranjeros difirieran de
un documento oficial a otro. Esto mismo, paradójicamente, se
seguía repitiendo en el expediente de naturalización, en el que
con enorme frecuencia se cometían errores de este tipo, a cos-
ta de los extranjeros, y también constituía una razón para que
se estancara el expediente. A Jorge Curioca Hedo, nacido en
la ciudad de Mosul (actualmente Irak), por ejemplo, se le negó
la nacionalidad, entre otras razones porque no coincidían los

32
  “Del jefe del Departamento Diplomático a Chevel Orlozoroff”, México, 22 de
junio de 1931, ahsre, dgaj, Naturalizaciones , exp. VII (N)-63-50.
33
  “Circular confidencial núm. 1, por la que se restringe la inmigración de rusos y
polacos”, México, 6 de septiembre de 1929; anexo núm. 6: 14-16, citado en Landa
y Piña, 1938: 15.
132 Nación y alteridad

nombres de los abuelos en las diferentes actas de nacimiento


de sus hijos, mientras que en 1932 a Alberto Halabe se le se-
ñaló como impedimento que en algunos documentos su nom-
bre apareciera como Abraham, y no como Alberto (muchos
de estos solicitantes habían españolizado sus nombres al llegar
a México, y desde luego contaban también con documentos
previos en los que aparecía su nombre original).34
Mientras que estos ejemplos permiten suponer que la Se-
cretaría de Relaciones Exteriores intentaba limitar la entra-
da de individuos poco convenientes, a su juicio, para recibir
la nacionalidad mexicana, otros documentos indican la inten-
ción de dar privilegios a los “indolatinos”, continuando con las
disposiciones de la Constitución de 1917. Sin embargo, debi-
do a que no quedaba del todo claro cómo debían interpretarse
dichas disposiciones, en 1927 el departamento diplomático de
la sre realizó dos consultas, una al propio abogado de esa se-
cretaría, y la otra a la Secretaría de Gobernación, en las cua-
les solicitaba que se aclarara, con la mayor precisión posible,
cuál era la interpretación que debía darse a la palabra indola-
tino, contenida en el artículo 30 de la Constitución, donde se
disponía que eran mexicanos por naturalización “los indolati-
nos que se avecinen en la República y manifiesten su deseo de
­adquirir la nacionalidad mexicana”:

En la inteligencia de que se han presentado casos de hijos de es-


pañol y mexicana, nacidos en México que pretenden obtener el
beneficio concedido a los indolatinos, y de hijos de turcos o de
chinos, nacidos en algún país de la América española, que pre-
tenden igual cosa:

34
 Véase ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-54-37 y exp. VII (N)-95-42,
respectivamente.
Los límites de la nación 133

¿Es indolatino todo aquel que conforme a las leyes de un país


iberoamericano sea declarado nacional de él, sin tomar en con-
sideración la raza de sus padres, así sean estos chinos, rusos, tur-
cos, etc., que no tienen en realidad nada de indios ni de latinos?
¿Puede considerarse como indolatino aquel individuo que se
ha naturalizado en algún país de Iberoamérica, pero que ha na-
cido en otro Continente, de padres también originarios del mis-
mo, y que por raza no tiene nada de indio ni de latino?35

El abogado consultor de la sre respondió que los términos


usados en el artículo 30 de la Constitución eran más bien va-
gos, y que, por tanto, para poder interpretar correctamente
el alcance del término indolatino, debían tomarse en conside-
ración dos elementos, uno político y otro “etnológico”, para
aplicarlos conjuntamente:

Desde el punto de vista político, es condición indispensable para


que un extranjero pueda ser considerado en México como indo-
latino, que sea por nacimiento, súbdito o ciudadano de una de
las Repúblicas Americanas de origen o formación latina. Etno-
lógicamente, y de acuerdo con la etimología de la palabra, indo-
latino implica mezcla de razas, o por lo menos, de civilizaciones.
Quizás fuera aceptable la siguiente definición: Son indolatinos
los nacionales por nacimiento de las Repúblicas latinas de Amé-
rica que sean hijos de padres de raza latina, o de indígenas agre-
gados a la civilización latina.36

35
  “Del jefe del Departamento Diplomático al abogado consultor de la Secretaría
de Relaciones Exteriores”, México, 12 de agosto de 1927, ahsre, dgaj, Naturaliza-
ciones, exp. VII (N)-56-41.
36
  “Del abogado consultor de la sre al jefe del Departamento Diplomático”, Méxi-
co, 22 de agosto de 1927, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-56-41.
134 Nación y alteridad

En su opinión, la nacionalidad de origen era indispensa-


ble, pero no bastaba. Era necesario que concurriera “además
el elemento etnológico, y que en consecuencia los padres sean
de origen latino, de origen indio o de ambos”. Por otra parte,
aclaraba que los individuos que se hubieran naturalizado en
cualquiera de los países de América no serían considerados
indolatinos para el efecto del artículo 30 constitucional, inde-
pendientemente del origen racial de sus padres.37
La respuesta de la Secretaría de Gobernación fue formu-
lada en el mismo sentido, aunque definía la “latinidad” por el
lenguaje, y hacía más hincapié en el mestizaje:

Si latino es el natural de un pueblo en que se habla idioma deri-


vado del latín, y por “indo” o “indio” debe tenerse al que hoy
se considera como descendiente de los antiguos pobladores de
América, es evidente que las cuestiones que propone la Secreta-
ría de Relaciones tendrán que ser resueltas en sentido negativo.
En efecto, no puede reputarse como indolatino a todo aquel
que conforme a las leyes de un país iberoamericano sea declarado
nacional de él, aun cuando sus padres sean chinos, rusos o turcos.
Si nació en ese país iberoamericano, será natural si se quiere, de
un pueblo en que se habla idioma derivado del latín, pero no es
descendiente de los antiguos pobladores de América.
Falta pues, uno de los requisitos esenciales.
Por idénticas razones tampoco puede considerarse como indo­
latino al que se naturaliza en algún país de Iberoamérica, pero
que ha nacido en otro Continente, de padres también originarios
del mismo.

  “Del abogado consultor de la sre al jefe del Departamento Diplomático”, Méxi-


37

co, 22 de agosto de 1927, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-56-41.


Los límites de la nación 135

No hay que olvidar para resolver estas cuestiones, que el fondo


del precepto, como lo dejó establecido en su dictamen la comi-
sión respectiva, constituye una franquicia especial en favor de los indo-
latinos, significativa de nuestros anhelos de fraternidad que nos
unen con países de la misma raza.38

Este sentimiento de hermandad con los pueblos latinoame-


ricanos también puede verse a través de una iniciativa para
crear la “nacionalidad latinoamericana”, votada y aprobada
por unanimidad por el Congreso mexicano en 1927. Con la
idea de favorecer la unión de pueblos hermanos “de raza, cul-
tura y aspiraciones semejantes, que están expuestos a los mis-
mos peligros y a las mismas asechanzas”, la iniciativa consistía
en invitar a los poderes legislativos de todas las naciones lati-
noamericanas a modificar sus respectivas constituciones para
conceder la calidad de ciudadano –con sus derechos y obli-
gaciones– a todo ciudadano latinoamericano que estuviera
en pleno uso de sus facultades en su país de origen. Los dere-
chos de ciudadanía y nacionalidad de origen se recobrarían
con solo “pisar nuevamente el territorio de la Patria”. Cuando
se discutió esta propuesta, se la defendió debido a que “debe
considerarse el vehículo propicio al robustecimiento de nues-
tro núcleo racial”.39 No resulta sorprendente que la iniciativa
fracasara, pero aun así nos da el pulso de qué estaban pensan-
do sobre cuestiones de ciudadanía los congresistas.
Los privilegios a los latinoamericanos sobrepasaron inclu-
so a los de individuos nacidos en México de padres extran-

38
  “Del oficial mayor de la Secretaría de Gobernación (por acuerdo del secreta-
rio) al secretario de Relaciones Exteriores”, México, 9 de noviembre de 1927, ahsre,
dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-56-41.
39
  La propuesta fue presentada por Higinio Álvarez, senador por el estado de Co-
lima, el 22 de septiembre de 1927. ahsre, exp. 10-4-14.
136 Nación y alteridad

jeros, que debían optar por la nacionalidad mexicana dentro


del año posterior al cumplimiento de los dieciocho años. Si
por alguna razón se les pasaba el plazo, debían recurrir a la
natu­ralización por vía ordinaria, lo que había ocasionado in-
finidad de quejas. Pero, tal como reconocía la Secretaría de
­Gobernación, “aun cuando aparezca falto de equidad que di-
chos individuos, habiendo nacido en el país y residido en él
toda su vida, resulten inferiores en condición a los indolatinos,
así está la ley, y como es, debe ser aplicada”.40 Al fin y al cabo
eran extranjeros…

El proceso de naturalización a partir de la ley de 1934

Como ya mencionamos, en muchos sentidos la Ley de Nacio-


nalidad y Naturalización de 1934 otorgaba realidad jurídica a
lo que sucedía informalmente, mientras que introducía otros
mecanismos para discriminar más efectivamente entre los ex-
tranjeros, de acuerdo a su potencial de nacionalización. Así,
reglamentó la discrecionalidad a través del artículo 19; esta-
bleció explícitamente una naturalización “privilegiada” –para
fomentar la nacionalización de latinoamericanos y españoles–
y otra “ordinaria”, y buscó defender a la nación de quienes
buscaban nacionalizarse para competir en mejores condicio-
nes con los nacionales o por beneficio personal (la atribución
de dichas motivaciones quedaba a discreción de las autorida-
des). Por otra parte, reintrodujo el jus solis como principio de la
nacionalidad, aunque para los hijos de mexicanos nacidos en

  “Del oficial mayor de la Secretaría de Gobernación al secretario de Relacio-


40

nes Exteriores”, México, 9 de noviembre de 1927, ahsre, dgaj, Naturalizaciones,


exp. VII (N)-56-41.
Los límites de la nación 137

el extranjero se conservaba el principio de filiación o jus sangui-


nis.41 La ley reflejaba un nacionalismo defensivo que buscaba
cuidar a la nación de los peligros potenciales que representa-
ban –desde arriba o desde abajo– los extranjeros.
Analizaremos por separado algunos de los aspectos más so-
bresalientes de esta ley. El primero se relaciona con el mayor
control que el aparato estatal se propuso tener sobre la po-
blación extranjera, y con los mecanismos para aplicarlo. Un
segundo apartado analiza la selectividad como principio de
discriminación entre extranjeros deseables e indeseables, y los
privilegios otorgados a indolatinos y españoles. Se dedica un
último apartado no a la ley, sino a las estrategias elaboradas
por los extranjeros para negociar su acceso legal a la nación.

Mayor control del aparato estatal sobre la población


­extranjera

Para terminar de una vez por todas con el riesgo de reclama-


ciones diplomáticas, la ley se propuso nacionalizar a los ex-
tranjeros que, siendo hijos o nietos de extranjeros nacidos en
el país, perpetuaban su condición de extranjería de genera-
ción en generación; aquellos que, “disfrutando de todas las
ventajas posibles”, eran “indiferentes a los progresos del orden
social y político y un verdadero obstáculo cuando dichos pro-
gresos significan un sacrificio material”.42

41
  Resulta interesante que en la exposición de motivos no se defienda el jus solis
como derecho de los nacidos en México, sino que se critican las desventajas del jus
sanguinis. Ley de Nacionalidad…, exposición de motivos, citada en Araujo, Velilla y
Garau, 1950: 30-31.
42
  Ley de Nacionalidad y Naturalización, promulgada por el presidente Abelardo
Rodríguez, México, 19 de enero de 1934, exposición de motivos, citada en ibid.: 30.
138 Nación y alteridad

Para ello se eliminó el jus sanguinis como fundamento de la


nacionalidad43 y se adoptó el jus solis: quien nacía en México
sería a partir de entonces mexicano.44 De hecho se llegó a dis-
cutir la posibilidad de implementar el jus domicilis, es decir, el
derecho que tendría un país para imponer la nacionalidad a
los extranjeros que llevaran varios años residiendo en él, pero
debido a los conflictos que acarrearía en el plano internacio-
nal se renunció a la idea relativamente rápido.45
El propósito de afianzar la jurisdicción del aparato estatal
sobre la población extranjera se articuló principalmente a tra-
vés de la introducción de un amplio espacio para la discrecio-
nalidad. Esta se institucionalizó a través del artículo 19 de la
Ley de Nacionalidad y Naturalización, que disponía: “Recibi-
do el expediente por la Secretaría de Relaciones Exteriores y
si a juicio de ella es conveniente, se expedirá al interesado la carta
de naturalización”.46 En la práctica, esto llevó a que un consi-
derable número de individuos que cumplían con todos los re-
quisitos impuestos por la ley no fueran nacionalizados, y que
la única explicación que recibieran fuera que la sre les nega-
ba la carta de naturalización con fundamento en el artículo 19

43
 El jus sanguinis solo siguió vigente para los hijos de los mexicanos nacidos en el
extranjero.
44
  Hasta fines de la década de 1990, al cumplir dieciocho años los hijos de extran-
jeros nacidos en México aún debían “renunciar” a la nacionalidad de sus padres
y obtener un certificado de nacionalidad mexicana. Aunque de hecho eran mexi-
canos, y la renuncia era más bien simbólica, conformaban un grupo frente al cual
rondaba la sombra de la extranjería, que se buscaba erradicar a través de varios
trámites que debían realizar a lo largo de su vida, a los cuales no estaban sometidos
los hijos de padres mexicanos por nacimiento. Agradezco a Andrés Rozental nues-
tra conversación sobre este tema.
45
  Ley de Nacionalidad…, exposición de motivos, citada en ibid.: 31.
46
  El subrayado es mío. Contrasta con la ley de 1886, que establecía que “puede
naturalizarse en la República todo extranjero que cumpla con los requisitos esta-
blecidos en esta Ley”. Ley de Extranjería y Naturalización de 1886, art. 11.
Los límites de la nación 139

de la Ley de Nacionalidad y Naturalización vigente. Otro artí-


culo que abonaba en este sentido era el 56, que determinaba:
“Para todos los efectos de nacionalidad la Secretaría de Rela-
ciones Exteriores está facultada para exigir las pruebas suple-
torias que estime conveniente, cuando las actas de nacimiento
que presenten los interesados no hayan sido levantadas dentro
de los plazos que señalan las leyes respectivas”. Como se ve, la
exigencia de pruebas supletorias no se limitó a la comproba-
ción del nacimiento, sino que se ejerció a discreción.
La ampliación de la jurisdicción del Estado sobre los ex-
tranjeros también se articuló en torno a su penalización, a tra-
vés de seis artículos en los cuales se condenaba a cinco años
de cárcel y una multa de 100 a 500 pesos el intento de obtener
una carta de naturalización sin tener derecho a ella; la falsifi-
cación o alteración de datos y documentos; las declaraciones
falsas de los testigos, etc.47 Si en alguno de esos casos la falta
hubiera salido a la luz después de haberse expedido la car-
ta de naturalización, la sanción se duplicaba. Eso refleja, se-
guramente, el hecho de que los procesos de nacionalización
estaban plagados de irregularidades. Es interesante constatar
cómo el espacio de la naturalización se convirtió en un esce-
nario de negociación que oscilaba entre lo que disponía la ley
y la forma de sortearla, ya fuera por parte de la sre o bien por
parte de los extranjeros.
El clima de sospecha frente a los extranjeros puede obser-
varse en las disposiciones que ordenaban hacer pública la in-
tención de un extranjero de nacionalizarse, a fin de dar tiempo
para posibles denuncias. Así, el artículo 13 disponía que las so-
licitudes de naturalización –junto con todos los datos del soli-
citante– debían fijarse durante treinta días en los estrados del

47
  Ley de Nacionalidad..., arts. 36-41.
140 Nación y alteridad

juzgado donde se hubiera iniciado el trámite. Además, se or-


denaba que una vez que la sre recibiera el aviso del juez de
que se había iniciado un procedimiento de naturalización, pu-
blicara tres veces –a costa del interesado– un extracto de la so-
licitud y los datos personales del extranjero en el Diario Oficial
y en otro periódico de amplia circulación.48 Esto da cuenta,
asimismo, de la falta de control efectivo sobre la población ex-
tranjera, a pesar de los registros y controles instituidos, y de la
desconfianza del Estado sobre sus propios medios para identi-
ficar a los extranjeros problemáticos.
Muchos grupos de claro tinte xenófobo aprovecharon las
circunstancias. Ellos compartían la idea de que debía selec-
cionarse cuidadosamente a quienes podían formar parte de
la comunidad nacional. La información que proveyeron di-
versos actores fue integrada en los expedientes y dio origen a
que la policía secreta realizara sus averiguaciones. Aun cuan-
do las denuncias no fueran confirmadas, las naturalizaciones
eran generalmente rechazadas. La sospecha parecía ser sufi-
ciente indicador de problemas. En el caso del chino Juan Ley,
por ejemplo, el Comité Nacionalista Pro-Raza de Mazatlán
advirtió al secretario de Relaciones Exteriores sobre las acti-
vidades ilegales que realizaba, entre ellas el tráfico de drogas.
Sostenía: “Así como Juan Ley hay numerosos chinos y judíos
que gestionan su nacionalización con objeto de estar más am-
parados por las leyes para seguir cometiendo actos que debe-
rían de serles castigados. Ahora esos extranjeros indeseables
están recurriendo al matrimonio con mexicanas para tener el
apoyo de las leyes y para que sus gestiones para nacionalizarse
les den resultado”. Más adelante solicitaba que en el caso de
las nacionalizaciones se hicieran todas las averiguaciones ne-

  Ley de Nacionalidad…, art. 13.


48
Los límites de la nación 141

cesarias, “hasta aclarar si el móvil de nacionalizarse no es el de


aprovechar la nacionalización en forma indebida”.49 Si bien
la sre tomaba en cuenta las denuncias, también actuaba con
cautela. En este caso solicitó que se especificara de qué Juan
Ley se trataba, ya que se contaba con varios expedientes de in-
dividuos con el mismo nombre.50 A pesar de haberse alegado
diversas irregularidades en el expediente –que inicia en 1934 y
finaliza en 1943–, no es clara la causa final del rechazo.
La idea de que se “utilizara” la naturalización para lo-
grar una mejor protección de las leyes –no para acceder a
más derechos– aparece reiteradamente tanto en el discurso
de los grupos nacionalistas como en el propio discurso gu-
bernamental. Se trata del reverso de aquella imputación que
pesaba sobre los extranjeros, principalmente a fines del xix,
acusados de no querer nacionalizarse para continuar bajo el
cobijo y protección de las leyes de sus propios países, en detri-
mento de los nacionales. Este fenómeno debería llamar nues-
tra atención, dado que, en teoría, las leyes eran iguales para
mexicanos y extranjeros, y quien cometía un delito, indepen-
dientemente de su nacionalidad, debía ser sancionado con la
misma pena. Puede indicar, entonces, que en la práctica la si-
tuación fuera otra, y que la ley se aplicara más efectivamen-
te a los extranjeros que a los nacionales, con más rigor, o con
menos margen de negociación.51 Pero en última instancia, la

49
  “Del presidente del Comité Nacionalista Pro-Raza de Mazatlán al secretario
de Relaciones Exteriores”, Mazatlán, 3 de mayo de 1939, ahsre, dgaj, Naturaliza-
ciones, exp. VII (N)-129-19.
50
  “Del jefe del Departamento Jurídico de la sre al presidente del Comité Nacio-
nalista Pro-Raza de Mazatlán”, México, 12 de mayo de 1939, ahsre, dgaj, Natura-
lizaciones, exp. VII (N)-129-19.
51
  Viene a colación la frase “A mis amigos todo, a mis enemigos la ley”, que es fre-
cuente tanto en Brasil como en México, analizada por Roberto da Matta y Fernan-
do Escalante. Véase Lomnitz, 1999: 269-270.
142 Nación y alteridad

idea de “cobijarse” bajo la tutela de la naturalización alude


a la diferencia fundamental entre nacionales y extranjeros: a
estos últimos se les podía aplicar el artículo 33 constitucio-
nal, el cual facultaba al poder Ejecutivo a expulsar a cual-
quier extranjero del país, sin juicio ni derecho de audiencia
(incluso sin informarle las causas de la expulsión).52 En defini-
tiva, lo que los grupos nacionalistas buscaban, y como se verá
más adelante también el gobierno, era mantener a algunos
extranjeros como tales para reservarse el derecho de expul-
sarlos. Se logró a partir de prácticas que limitaron las natura-
lizaciones y de leyes que fueron ampliando las posibilidades
de retirar las naturalizaciones otorgadas.
Por otra parte, iniciar el proceso de nacionalización colo-
caba a los extranjeros en una posición sumamente vulnerable
debido a que, por haber entregado todos sus papeles a la sre,
no tenían cómo comprobar su estancia legal en el país. Esto
fue un problema observado reiteradamente en los expedientes
consultados, ya que los controles sobre los extranjeros aumen-
taron en forma dramática, sobre todo durante la década de
1930, cuando se designó a inspectores de la Secretaría de Go-
bernación para realizar registros periódicos. Como los trámi-
tes duraban varios años, y a veces décadas, hemos encontrado
muchos expedientes en los que los solicitantes pidieron que se
les regresaran sus documentos para poder comprobar su situa-
ción legal frente a la Secretaría de Gobernación.
Otro problema que enfrentaban los extranjeros es que tan-
to la Ley de Extranjería y Naturalización de 1886 como la
Ley de Nacionalidad y Naturalización de 1934 comenzaban
por exigir a los solicitantes que renunciaran a su nacionalidad
de origen antes de saber si les sería otorgada la nacionalidad

52
  Véase Yankelevich, 2006: 365-366.
Los límites de la nación 143

mexicana;53 debían renunciar incluso a “cualquier derecho


que los tratados o la ley internacional concedan a los extranje-
ros”. En consecuencia, muchos extranjeros –dependiendo de
las leyes de nacionalidad de sus países de origen– quedaban en
condición de apátridas una vez que se rechazaba su solicitud
de naturalización.

Selectividad

Con la finalidad de distinguir entre extranjeros “deseables”


e “indeseables”, la ley de 1934 introdujo un claro criterio de
­selectividad: si bien se seguía considerando necesario aumen-
tar la población, no debía “procederse sin previa y razonada
selección por lo que respecta al posible aumento de extran­
jeros que quieran adquirir la nacionalidad mexicana por na-
turalización”.54
La selectividad se introdujo por la vía de un concepto nue-
vo: el de la “naturalización privilegiada”, que, como ya men-
cionamos, a diferencia de la “naturalización ordinaria” tenía
el objetivo de ofrecer facilidades a quienes por algún concepto
tuvieran “un lazo especial de identificación con el país”. Para
la naturalización ordinaria, la nueva ley exigía una mayor can-
tidad de requisitos, entre ellos que el interesado hablara espa-
ñol, “nuestra lengua nacional”.
Varias condiciones podían dar prueba de ese “lazo especial
de identificación” que facilitaba el privilegio: que el extranje-
ro hubiera establecido en el territorio nacional una industria,
empresa o negocio que fuera “de utilidad para la nación” o

53
  Arts. 12 y 14 de la Ley de Extranjería y Naturalización de 1886; arts. 8 y 17 de
la Ley de Nacionalidad y Naturalización de 1934.
54
  Ley de Nacionalidad…, exposición de motivos, citada en Araujo, Velilla y Ga-
rau, 1950: 30.
144 Nación y alteridad

implicara “un notorio beneficio social”; que tuviera hijos legí-


timos nacidos en México; que estuviera casado con una mujer
mexicana por nacimiento; que fuera colono agrícola, “indo-
latino” o español. Pero ni siquiera tratándose de naturaliza-
ciones privilegiadas esos requisitos eran suficientes: a muchos
que cumplían con más de una condición no se les otorgó la
nacionalidad (más adelante nos detendremos en las facilida-
des para los indolatinos y españoles). Veamos algunos ejem-
plos que ilustran los otros requisitos.
La solicitud del alemán Fritz Jacobi Bornstein, radicado en
Coahuila, fue rechazada debido a que, se argumentó, era pre-
ciso “que la industria que sirva de fundamento a las promo-
ciones, sea realmente una industria floreciente, que implique
un notorio beneficio social de grande utilidad para el país, no
siendo así el caso en que usted se apoya”.55
Parece ser que los extranjeros ya sabían que esta era la po-
sición de la sre, como el lituano Feivelis Slonimas, propietario
de la fábrica de cachuchas La Inglesa, quien desde que pre-
sentó su solicitud justificó que su fábrica era de “notorio bene-
ficio social” debido a que:

los productos que allí se elaboran son de gran utilidad y baratos


y segundo, porque en esta fábrica aprenden los operarios una in-
dustria moderna, además de los sueldos que disfrutan económi-
camente y que le son pagados con toda puntualidad, pues allí
trabajan operarios mexicanos, los cuales se irán aumentando a
medida que el desarrollo del negocio le vaya requiriendo. A pesar
del intento, no tuvo éxito, y su solicitud también fue rechazada.56

55
  “Del licenciado José Vázquez Santaella al señor Fritz Jacobi Bornstein”, Méxi-
co, 30 de enero de 1939, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-183-21.
56
  “De Feivelis Slonimas al Secretario de Relaciones Exteriores”, México, 14 de
febrero de 1935, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-141-46.
Los límites de la nación 145

Tener hijos legítimos nacidos en México tampoco era ga-


rantía, como muestra el caso de Elías Kenigsberg, polaco a
quien la sre le solicitó reiteradamente que comprobara la legi-
timidad de su hija, lo que hizo enviando el acta de nacimien-
to del Registro Civil, donde expresamente se asentaba que la
recién nacida era hija legítima de sus padres. Esto dio lugar a
un diálogo de sordos: la sre volvía a pedir reiteradamente que
se cumpliera con el requisito de comprobar la legitimidad de
la menor, y Kenigsberg respondía una y otra vez que ya había
enviado el acta de nacimiento.57 Finalmente, la sre le explicó
que era necesario que presentara su acta de matrimonio.
Otras veces se desconfiaba de los agricultores, como mues-
tra el expediente de naturalización del brasileño judío Mauricio
Kessler, a quien le indicaron que “sería indispensable que la Se-
cretaría de Agricultura y Ganadería o la de Economía dirigiesen
a esta Dependencia del Ejecutivo una comunicación exponiendo
las razones por las que, en su concepto, sí es de expedirse al inte-
resado carta de naturalización”.58 A pesar de incluir una carta de
recomendación del secretario de Agricultura y Ganadería, Na-
zario S. Ortiz Garza, la naturalización de Kessler fue rechazada.
Todos estos ejemplos muestran que incluso con “contactos” o
redes de ayuda, esos extranjeros no estaban cumpliendo con una
serie de requisitos no explícitos, pero posiblemente compartidos
por diversas instancias gubernamentales y ciertos sectores socia-
les. Sin embargo, al cumplir con lo que establecía la ley, los solici-
tantes insistían en su derecho a recibir la nacionalidad mexicana,
ignorando esas otras condiciones vinculadas a un imaginario so-
cial homogéneo que aparentemente no los incluía.

57
  ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-152-12.
58
  “De Manuel Tello al señor general de división Gilberto R. Limón, secretario
de la Defensa Nacional”, México, 18 de agosto de 1947, ahsre, dgaj, Naturaliza-
ciones, exp. VII (N)-219-2.
146 Nación y alteridad

Los privilegiados: indolatinos y españoles

En la introducción del Prontuario del extranjero en México, los


autores se congratulaban de que la ley de 1934 “ por fin ha
abierto las puertas por un motivo de lengua y de raza a los es-
pañoles de origen y a los ‘indolatinos’”.59 Como se mencionó
anteriormente, la distinción entre los ‘indolatinos’ y el resto
de los extranjeros ya había sido introducida por la constitu-
ción de 1917, y también figuraba en el plan sexenal de 1933.
Sin embargo, retomando las interpretaciones de 1927, la ley
del 1934 definió con mayor precisión que por indolatino o es-
pañol debía entenderse “indolatino” o español “de origen”, y
que para naturalizarse debían comprobar que tenían la na-
cionalidad por nacimiento de cualquier país latinoamericano
o de España y que eran hijos de padres latinoamericanos o es-
pañoles por nacimiento.60
No obstante, estas precisiones también dieron lugar a con-
fusiones, como lo ilustra el caso de Abraham Lozano Gálvez.
Nacido en España, Lozano había perdido la nacionalidad es-
pañola por haberse nacionalizado como ciudadano de Guate-
mala. Posteriormente, una vez radicado en México, solicitó a
la Secretaría de Relaciones Exteriores la naturalización privi-
legiada. La sre acostumbraba rechazar ese tipo de solicitudes
debido a que los interesados no cumplían con el requisito de
ser nacionales “por nacimiento” de alguno de los países privi-
legiados al momento de hacer su solicitud, como lo requería
el artículo 28 de la ley vigente. Lozano decidió entonces re-
currir a la justicia federal y argumentó: “El hecho de perder
mi nacionalidad no quiere decir que haya perdido mi origen

59
  Araujo, Velilla y Garau, 1950, p. 16.
60
  Ley de Naturalización, art. 21 fracción VII y art. 28.
Los límites de la nación 147

español, que es lo único que [la ley] exige de una manera ex-
presa”.61 Recibió entonces un amparo por parte de un juez de
distrito, con el objeto de que siguiera adelante el procedimien-
to privilegiado que había comenzado. La sre interpuso un re-
curso de revisión y el caso llegó a la Suprema Corte de Justicia
de la Nación. Esta confirmó la sentencia del juez de distrito y
continuó amparando al quejoso. Tanto el juez federal como
la Suprema Corte de Justicia criticaron la forma en que la sre
había interpretado hasta entonces el artículo 21-VII, al soste-
ner “que únicamente lo que interesa es el aspecto racial o sea
el origen español de los interesados el que se tuvo en cuen-
ta para conceder la naturalización privilegiada”. En conse-
cuencia, se explicaba, “es exactamente lo mismo la frase ‘son
españoles de origen’ que ‘son de origen español’”.62 Su natura-
lización, sin embargo, fue rechazada. No sabemos si se debió a
una estricta interpretación de la ley (a pesar de que contrade-
cía la intención de dar facilidades a hispanos o latinos), o más
bien a un juego de poder entre la sre y la Suprema Corte de
Justicia, en el que la primera tenía claramente la ventaja, tal
como ella misma se lo recordaba al juez segundo de distrito en
materia administrativa: “Por último debo expresar a usted que
el artículo 29 (sic) de la misma Ley de Nacionalidad y Natura-
lización concede facultad discrecional a esta Secretaría para
conceder o negar una carta de Naturalización que se solicite
ya sea de forma ordinaria o privilegiada”.63

61
  “De Abraham Lozano Gálvez al juez segundo de distrito en materia administrati-
va”, México, 21 de mayo de 1941, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-197-35.
62
  “Memorando enviado al subsecretario de Relaciones Exteriores”, México, 13
de abril de 1944, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-197-35.
63
  “Carta del subsecretario de Relaciones Exteriores, Jaime Torres Bodet, al C.
juez segundo de distrito en materia administrativa”, México, 27 de mayo de 1941,
ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-197-35.
148 Nación y alteridad

Otras solicitudes de latinoamericanos por nacimiento que


cumplían con el requisito de que sus padres fueran también la-
tinoamericanos fueron rechazadas en función del criterio ra-
cial que defendía la Suprema Corte. Así, a Mauricio Kessler se
le comunicó que era “necesario que remita pruebas del carác-
ter indolatino de sus padres”,64 mientras que a Nicolás Szego
Moreira, hijo ilegítimo del rumano Antonie Szego y la ecuato-
riana Asunción Moreira, se le solicitó que comprobara “el ori-
gen racial de su señora madre”.65
Junto con la naturalización privilegiada de los republicanos
españoles que llegaron a México tras la guerra civil (hasta 1945
sumaban 6 706 cartas de naturalización),66 a quienes se eximió
del requisito de comprobar que llevaban por lo menos dos años
residiendo en el país, encontramos otro caso de franco apoyo a
la naturalización colectiva de personas de origen hispanoameri-
cano en el escenario chiapaneco. Sin adentrarnos en el tema, de
por sí complejo, únicamente haremos referencia a las dificulta-
des que surgieron en torno a la definición de la frontera sur del
país y al hecho de que un considerable número de guatemalte-
cos quedaron de “este lado” cuando se estableció la línea demar­
catoria. Para resolver el conflicto de quiénes serían sujeto de
reparto agrario, en 1932 se estableció una comisión intersecre-
tarial. En este caso había intereses contrastados entre los terra-
tenientes locales y la posición de la Secretaría de Gobernación.
Los finqueros querían reducir la extensión de tierras afectables
excluyendo de la dotación ejidal a los guatemaltecos de origen,
mientras que la Secretaría de Gobernación defendía el hecho de

64
  “Del director general de Asuntos Jurídicos al señor Mauricio Kessler”, México,
24 de agosto de 1945, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-219-2.
65
  “Del director general de Asuntos Jurídicos al señor Nicolás Szego Moreira”, Mé-
xico, 15 de julio de 1946, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-214-15.
66
  ahsre, exp. L-E-1993.
Los límites de la nación 149

que por su “origen étnico, afinidad lingüística, condiciones eco-


nómicas, estado cultural y tradiciones históricas”, mexicanos y
guatemaltecos no presentaban diferencias sustanciales. Los fin-
queros plantearon que era necesario que los campesinos com-
probaran su condición de mexicanos para recibir tierras, lo que
implicaba la amenaza de privar de tierras a la mayoría de ellos,
pues no podían comprobar su origen. Ante esta situación, “y te-
niendo en cuenta el peligro de crear artificialmente un proble-
ma racial o de nacionalidades, dejando prosperar las maniobras
de los hacendados y autoridades”, la Secretaría de Gobernación
ordenó la implementación expedita de la naturalización privile-
giada para los indolatinos y ofreció la nacionalidad mexicana a
los guatemaltecos que la desearan. Según el secretario de Gober-
nación Ignacio García Téllez, se otorgaron aproximadamente 3
800 cartas entre 1937 y1938,67 mientras que también se exten-
dieron certificados de nacionalidad a los mexicanos. A pesar de
que se consideró que no existía aparente diferencia entre ambos
pueblos (debido en buena medida a su condición de indígenas),68
es interesante señalar que a la hora del reparto agrario solo los
ejidatarios que fueran mexicanos por nacimiento podían fungir
como autoridades agrarias ejidales.

67
  “Solución del problema de la inmigración guatemalteca en la frontera sur de
la República”, enviado por Ignacio García Téllez al presidente Lázaro Cárde-
nas, México, 14 de julio de 1938, agn, Presidente Lázaro Cárdenas –plc–, exp.
546.2/23. Es posible que, debido a que se trató de un caso particular manejado di-
rectamente por la Secretaría de Gobernación, estas cifras no estén integradas en el
recuento de cartas de naturalización otorgadas por la sre, y debido a ello no están
incluidas en el cuadro 4.
68
  “En ambas fronteras predomina en las zonas limítrofes la población indígena
que es imposible controlar en virtud de que se desplaza indistintamente obligada
por condiciones climatéricas (sic) y económicas, a uno y otro lado de la línea divi-
soria, sin noción de que sobrepasan diversas jurisdicciones políticas”. Informe de
Francisco Trejo, director de Población, al secretario de Gobernación, sin fecha,
agn, plc, exp. 546.2/23.
150 Nación y alteridad

Las estrategias de los extranjeros

Al analizar los expedientes se observa que la principal estrate-


gia utilizada por los solicitantes era la paciencia. Los extranje-
ros, en manos del Estado, en términos generales optaron por
enviar un papel tras otro, atendiendo cada nuevo requisito so-
licitado con la esperanza de lograr completar su expediente.
En ocasiones presionaban, pero generalmente utilizaban un
tono respetuoso y amable:

Estando todos los requisitos legales llenados, es procedente se me


expida mi Carta de Naturalización, previos los trámites legales,
agradeciendo que estos trámites sean lo más pronto posible, con
fundamento en lo que dispone el artículo 8º de la Constitución
General de la República, glorias nacionales en que se enarbola el
orgullo patrio, y en cuyas disposiciones nos hemos basado los ex-
tranjeros de buena fe, para respetar al país que tantos beneficios
y hospitalidad nos ha impartido.69

Sin embargo, algunos extranjeros (los menos) intentaron


otras estrategias, o bien reaccionaron menos comedidamen-
te, como ejemplifica el sirio Elías Oronfley, quien se enfureció
cuando la sre le informó que aún faltaban requisitos en su ex-
pediente, ya que, según él, se había dado por completo en las
diligencias que había realizado ante el juez numerario de dis-
trito de Veracruz. Oronfley acusó al jefe del Departamento­­­Di-
plomático de la sre ante el procurador general de la República:
“Protesto respetuosamente y enérgicamente contra­calumniosa
imputación y pido que se tenga por cometido el delito de false-

  “De Elías Kenigsberg al secretario de Relaciones Exteriores”, México, 29 de


69

enero de 1936, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-152-12.


Los límites de la nación 151

dad penado y castigado por el Código Penal vigente”. Solicitó,


además, que se admitiera “la falsedad denunciada” y se abrie-
ran “las correspondientes averiguaciones para el castigo del o
de los delicuentes”.70 Probablemente el dicho “el que se enoja
pierde” no sea nunca tan cierto como en el caso de las natura-
lizaciones. A Oronfley se le negó la carta de naturalización “de
manera definitiva e irrevocable”, y además se recomendó inves-
tigarlo “por si hubiere algún delito que perseguir”. 71
Por su parte, Jorge Size Batura, yugoslavo, casado, de 38
años de edad, intentó sobornar al jefe del Departamento Jurí-
dico de la sre, como revela la siguiente carta:

Si espero se dignará atender mi súplica cuando tenga tiempo, se


lo agradeceré infinito y le repito que me tiene incondicionalmen-
te a sus órdenes, y será una satisfacción para mi poder demos-
trárselo en alguna forma, y ya que estoy en una frontera que es
Sona Libre (sic) y se consiguen tantas cosas buenas, quiero tenga
la bondad de decirme qué talla usa para mandarle una gabar-
dina Inglesa, o si es de su agrado alguna otra cosa, no tiene más
que decírmelo y yo con gusto y sinceridad se lo remitiré.72

Sin duda la corrupción y el soborno eran parte integral


del sistema, pero Size Batura, sin conocer los códigos locales,
la intentó por escrito, cuando, como se sabe, de esto no debe

70
  “Del procurador general de la República al secretario de Relaciones Exterio-
res, transcribiendo el escrito de Elías Oronfley”, México, 22 de diciembre de 1927,
ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-46-13.
71
  “Del jefe del Departamento Diplomático a Elías Oronfley”, México, 7 de fe-
brero de 1928, y documento sin firma dirigido al procurador general de la Repúbli-
ca, misma fecha, ahsre, VII (N)-46-13.
72
  “De Jorge Size Batura al jefe del Departamento Jurídico de la sre”, Baja Ca-
lifornia, 16 de diciembre de 1944, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-
176-26.
152 Nación y alteridad

quedar registro alguno. José L. Cossío le respondió que si se-


guía insistiendo haría “del conocimiento de la autoridad com-
petente los hechos para que proceda penalmente de acuerdo
con la responsabilidad en que haya usted incurrrido”.73
Otros extranjeros recurrieron a contactos de personas im-
portantes, cuyas cartas fueron incluidas en los expedientes. Así
por ejemplo Mauricio Kessler, quien contaba con recomen-
daciones del secretario de la Defensa Nacional, del general de
división Gilberto R. Limón y del secretario de Agricultura y
Ganadería, o bien Enrique Gutman, quien desempeñó un im-
portante papel al frente de la Liga Pro Cultura Alemana duran-
te los años de la Segunda Guerra Mundial en la protección de
exiliados políticos que llegaron al país, y a quien recomendaban
Gilberto Bosques, Luis Chávez Orozco, Gustavo Ortiz Hernán
(director de los Talleres Gráficos de la Nación) e incluso la pro-
pia presidencia de la República.74 El trámite de Gutman, que
inició en 1937 y cuyos últimos documentos pertenecen a 1949,
tampoco termina con el otorgamiento de la carta de naturaliza-
ción, a pesar de que estaba casado con una mexicana.
Por último, destaca el caso de Mauricio Saca Dabdoub, na-
cido en El Salvador, de padres palestinos. Él optó por refutar
los argumentos que, intuía, subyacían en el rechazo a su natu-
ralización: así, defendía que su carácter de “indolatino” esta-
ba debidamente acreditado por haber nacido en El Salvador,
y compartía el discurso de las autoridades sobre la inasimila-
bilidad de ciertos extranjeros, con la salvedad de que no consi-
deraba que él se encontrara comprendido en dicha categoría:

73
  “Del director general del Departamento Jurídico al señor Jorge Size Batura”, Méxi-
co, 16 de mayo de 1945, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-176-26.
74
  Véase la respuesta del director general de Asuntos Jurídicos a la Presidencia
de la República, México, 10 de enero de 1949, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp.
VII (N)-174-4.
Los límites de la nación 153

Muchos individuos por propósitos egoístas e interesados, cuyas


nacionalidades no necesito mencionar en este ocurso, [cuya]
raza, idioma, religión, costumbres, etc. etc., los hacen inasimi-
lables a nuestro medio, obtienen con más o menos facilidad y
únicamente por tener un hijo nacido en México (que recibe la
educación de ellos) la nacionalidad mexicana por naturaliza-
ción privilegiada, y a mí se me niega porque soy hijo de palesti-
nos, aunque de ellos no recibí influencia digna de mención, pues
como afirmé con anterioridad, toda mi educación la recibí en
Guatemala y en El Salvador, y mis costumbres: lengua, religión,
etc. es de tales países. ¿Existe alguna razón de índole moral o
legal, para que se me niegue el privilegio que quiero hacer va-
ler para adquirir la nacionalidad mexicana? […] Independien-
temente que estimo soy latinoamericano, legal y moralmente;
pregunto, ¿se requiere algo más?75

Estos argumentos no sirvieron para que Saca Dabdoub re-


cibiera su carta de naturalización, y su atinada pregunta “¿se
requiere algo más?” quedó sin respuesta. Sin duda su percep-
ción era correcta, pero lo que se requería ni podía ser formu-
lado explícitamente por parte de las autoridades mexicanas, ni
podía ser atendido por parte de los extranjeros.

Consideraciones finales

La ley de 1934 sufrió varias modificaciones y adiciones que, en


términos generales, apuntaban a dos objetivos. El primero, fa-
cilitar que recuperaran la nacionalidad mexicana los hijos de

  “De Mauricio Saca al secretario de Relaciones Exteriores”, México, 10 de no-


75

viembre de 1945, ahsre, dgaj, Naturalizaciones, exp. VII (N)-216-31.


154 Nación y alteridad

extranjeros nacidos en el país y las mujeres mexicanas que la


habían perdido por casarse con extranjeros.76 El segundo, am-
pliar las facultades del Estado para retirar las cartas de natu-
ralización ya expedidas, lo que significaba que, en la práctica,
los mexicanos naturalizados no perdían del todo su condición
de extranjeros ni dejaban de estar bajo vigilancia estatal.
Tal como vimos, los procesos de naturalización en el México
posrevolucionario se desarrollaron sobre un escenario complejo,
en el cual diversos actores desplegaban sus estrategias de negocia-
ción. A la tensión misma del proceso de inclusión/exclusión por
parte del Estado se sumaban las tensiones entre diversas instan-
cias gubernamentales que, como sostiene Erika Pani, reclamaban
la facultad de dibujar las fronteras del cuerpo político, pero tam-
bién, cada vez más, la de delinear la composición social y étnica
de la nación. A ellas se incorporaron otros personajes y grupos
que enarbolaban un nacionalismo defensivo y excluyente, y que
también buscaban influir en dicha conformación.
La tensión entre el propósito de integrar a los extranjeros
y el de no integrarlos fue constituyendo un campo de ensayos,
acercamientos y alejamientos, negociaciones, aperturas y cie-
rres, a través de los cuales se dibujó la frontera entre el “noso-
tros” nacional y la alteridad que representaban los extranjeros.
Lo que queda claro es que en el México posrevolucionario esa
frontera no continuó el camino que había recorrido en el siglo
xix, sino que redefinió los términos de los objetos que separa-
ba, orientada por la ideología del mestizaje. Así, aquellos que
el siglo xix había construido como el enemigo externo por an-
tonomasia, la principal amenaza para la independencia, so-
beranía y estabilidad del país, los españoles, resultaban ahora

  Decretos del 3 de febrero de 1936 y del 30 de diciembre de 1937, Diario Oficial,


76

2 de abril de 1936 y 10 de marzo de 1938.


Los límites de la nación 155

los más deseables de todos. En palabras de los redactores de


la Ley de Nacionalidad y Naturalización de 1934, eso se de-
bía a una “gran ausencia de prejuicios históricos que México
ha lanzado al olvido”, con la “visión profética” de sentar las
bases para una confederación hispanoamericana.77 Con ello
finalmente se lograba, al cabo de algunas centurias, la plena
reconciliación con los conquistadores. Otros grupos, práctica-
mente ausentes durante el siglo xix, ocuparon el lugar antes
reservado a los españoles, si bien representaban una amenaza
distinta: no la reconquista y la dominación, sino la competen-
cia “desleal” con las masas trabajadoras y la “contaminación”
de un cuerpo social que se imaginaba –o se deseaba– homogé-
neamente mestizo. La protección de este cuerpo frente a agen-
tes externos que lo corromperían se expresó en un lenguaje
racial, y estuvo acompañado por una práctica política que dis-
tinguió a los que tenían “sangre mestiza” de todos los demás,
incluso de los que pertenecían a la cultura hispanoamericana
pero no tenían ancestros mestizos. En este sentido debe resal-
tarse la concepción racial de la nación, expresada a través del
discurso y de las prácticas de naturalización. Si bien no se pro-
hibió la naturalización de todos los extranjeros definidos como
“indeseables”, durante los años estudiados se la limitó severa-
mente, con el claro objetivo de cuidar a la nación y privilegiar
a los “indolatinos”. Muchos de los que obtuvieron la naturali-
zación lo lograron gracias a contactos con funcionarios públi-
cos de alto nivel o por medio del soborno. Podría decirse que
la burocracia como instrumento de exclusión encontró su con-
traparte en la corrupción como instrumento de inclusión.
Los principales grupos favorecidos por la política de natu-
ralización fueron los españoles y guatemaltecos, que en térmi-

77
  Araujo, Velilla y Garau, 1950: 16.
156 Nación y alteridad

nos generales recibieron conjuntamente el 50% de las cartas


de naturalización otorgadas entre 1821 y 1950. Si tomamos
en cuenta solo la primera mitad del siglo xx, la proporción es
aún mucho mayor. La idea de que la homogeneidad social era
condición para la viabilidad del proyecto nacional se convirtió
en política pública.
Mientras que en el siglo xix las prácticas de exclusión se
relacionaban con el intento del Estado de construir sus fron-
teras externas (vis-à-vis las demás naciones), en el xx se vin-
culaban con la construcción, delimitación y caracterización
de la c­ omunidad interna. De allí que quienes amenazaban al
proyecto estatal en ambos momentos fueran agentes distin-
tos: aquellos que representaban la amenaza de la reconquis-
ta para el siglo xix, y los que amenazaban el intento estatal de
construcción de la comunidad interna en el xx. Retomando a
Biersteker y Weber, mientras que en el siglo xix el Estado esta-
ba centrado en la construcción de la soberanía “externa”, en
el xx se abocó a la construcción de la soberanía “interna”.78
De hecho, se podría ir un paso más adelante y sugerir que en
el siglo xix las leyes de naturalización estaban dedicadas a la
regulación del estatus de “ciudadano”, a una condición jurídi-
ca asociada principalmente con derechos, obligaciones y con-
veniencias, mientras que en el xx se trataba de definir quiénes
podían o no volverse “nacionales”, es decir, pertenecer a la co-
munidad nacional.
El momento de transición entre ambas situaciones parece
darse en torno a la Revolución Mexicana. En el Constituyen-
te de 1917, por ejemplo, se criticaba: “La nacionalización de
los extranjeros en México es un trámite legal, no es un concep-

  Biersteker y Weber, 1996. Agradezco a Paula López Caballero esta recomen-


78

dación.
Los límites de la nación 157

to real. No obedece a un hecho positivo; el extranjero viene a


México y se naturaliza, no se asimila al pueblo mexicano…
No se funde con nosotros, no viene a formar una familia, no
viene a diluirse en nuestra nacionalidad…”.79
La política de naturalización en el México posrevolucio-
nario se movió entre dos objetivos principales: nacionalizar a
quienes no lo deseaban (los extranjeros que pertenecían a las
elites políticas y económicas, que gozaban de la protección de
sus gobiernos) y no nacionalizar a quienes lo solicitaban (fre-
cuentemente, extranjeros que no contaban con una naciona-
lidad “de primera”). Así, el Estado se convirtió en un agente
productor de alteridad y reproductor de extranjería.
No obtenían la nacionalidad los extranjeros rechazados
por pretendidas razones políticas, por cuestiones económicas,
por mal comportamiento o por pertenecer a grupos conside-
rados no asimilables a la nacionalidad mexicana. La mayoría
de ellos se quedaron a vivir en México, pero en una situación
de permanente extranjería que los convirtió en ciudadanos de
segunda, sujetos, además, a la posibilidad de ser expulsados
del país. De esta forma, la profecía se autocumplía, y muchos
de los que fueron calificados de inasimilables efectivamente no
se asimilarían, por lo menos en términos jurídicos.

  Diario de Debates, periodo único del Congreso Constituyente, núm. 46, 6 de ene-
79

ro de 1917: 135. Intervención del diputado De la Barrera, citado en Yankelevich,


2006: 365-366.
158 Nación y alteridad

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II

ARTE, CIENCIA Y PROPAGANDA


EN LA FORMACIÓN DE LA ALTERIDAD
Ariadna Acevedo Rodrigo

Incorporar al indio.
Raza y retraso en el libro de la
Casa del Estudiante Indígena*

E n este artículo analizo un libro de propaganda publicado


en México en 1927 sobre la Casa del Estudiante Indíge-
na, un internado que formó parte de la política educativa de
la época. Argumento que en ese libro las definiciones de in-
dio mezclaban ideas de raza y cultura, más que reflejar el paso
de una concepción racial a una cultural. Para ello examino la
persistencia de vocabularios decimonónicos sobre la aparien-
cia física y el carácter de las razas, así como el discurso contra
las clases privilegiadas y a favor de mejorar la condición so-
cioeconómica del indio. Estudio también la manera en que los
discursos psicopedagógicos de los exámenes de inteligencia re-

*
Agradezco a Verónica Arellano, Claudia Garay y Geovanna Marcos por haber
localizado varios de los documentos aquí referidos, así como a las coordinadoras
del libro y a los dictaminadores anónimos por sus valiosas críticas. Parte de la inves-
tigación recibió apoyo del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Proyecto de
Ciencia Básica 60405).
166 Nación y alteridad

novaron las jerarquías raciales y culturales. Propongo así exa-


minar la persistencia de ideas evolucionistas que construyeron
la diferencia del indio, y en última instancia también del mexi-
cano, a través de un distanciamiento temporal que lo calificó
de “atrasado”.
La Casa del Estudiante Indígena, abierta por la Secretaría
de Educación Pública (sep) en febrero de 1926, fue probable-
mente su institución más polémica. Se trataba de un internado
que impartía educación elemental y técnica exclusivamente a
jóvenes varones de “raza” indígena y se ubicaba en la ciudad
de México. Estas dos últimas características fueron objeto de
debate hasta el cierre de la institución, en diciembre de 1932,
tras las fuertes críticas de funcionarios de la sep, quienes argu-
mentaban que para garantizar que los jóvenes volviesen a su
lugar de origen a mejorar a los suyos era preferible que el in-
ternado para indígenas estuviera en el campo.1
A pesar del auge indigenista, ingrediente crucial del na-
cionalismo cultural de la década de 1920, la idea de diseñar
políticas educativas especiales para los indígenas no gozó de
consenso en esos años, y si bien ganaría terreno en la segunda
mitad de los treintas, no fue la postura predominante (Dawson,
2004: 59, 163). En 1917 Manuel Gamio había defendido la ne-
cesidad de hacer ciencia para crear políticas públicas especiales
para la población indígena con la fundación del Departamento
de Antropología, pero tal departamento se ubicó en la Secreta-
ría de Fomento y Agricultura, y Gamio trabajó en la sep por un
periodo muy breve. Al crearse la sep en 1921, quedó a su cargo

1
  Además de las ya existentes normales rurales y la red de escuelas elementales
rurales, varios “internados indígenas” se abrieron en el campo después del cierre
de la Casa (Dawson, 2004: 34-66). Para la historia de la Casa, incluyendo las dispu-
tas que llevaron a su clausura, véanse Loyo (1996), Dawson (2001, 2004), Giraudo
(2008) y Roldán (2008).
Incorporar al indio 167

José Vasconcelos, un firme defensor de la igualdad al estilo libe-


ral y republicano, como lo había sido en el Porfiriato el secre-
tario de Instrucción Pública Justo Sierra (1883). Para ambos, el
trato especial era una forma de segregación que producía des-
igualdad. La escuela debía ser una para todos.
En 1922 se creó dentro de la sep un Departamento de Edu-
cación y Cultura Indígena (deci), pero las “casas del pueblo”
(después conocidas como “escuelas rurales”) que dependieron
de él no seleccionaron a los estudiantes de acuerdo a lo que
entonces se consideraba su raza o cultura, y atendieron indis-
tintamente a campesinos indígenas o mestizos. Cuando el deci
se convirtió en Departamento de Escuelas Rurales e Incorpo-
ración Cultural Indígena en 1925, se institucionalizó la fusión
ya existente entre lo rural y lo indígena (Fell, 2009: 216-218).
El “problema indígena” quedó subsumido en el “problema
campesino” o “indocampesino” (Palacios, 1999).
Aún así, en l925-1926 se dio una coyuntura política favora-
ble a la idea de dar un trato especial a la población indígena y
distinguirla del campesinado mestizo, aunque esto ocurrió en
una sola institución educativa: la Casa del Estudiante Indíge-
na. Al llegar Plutarco Elías Calles a la presidencia tras haber
derrotado la rebelión de Adolfo de la Huerta contra su candi-
datura, estaba más necesitado de legitimidad que sus predece-
sores (Matute, 2010: 18-19). Para eso adoptó un discurso en el
que la definición política del nosotros y del otro fue determinan-
te: al nosotros revolucionario se le opuso el otro reaccionario, en el que
se incluían no solo los delahuertistas sino una amplia gama
de opositores al gobierno. En lo cultural, el nosotros “blanco”
o “mestizo” se enfrentó al otro “indio”.2 A los reaccionarios se

2
  Los términos entrecomillados se empleaban frecuentemente en la propaganda
de la Casa del Estudiante Indígena, incluyendo el libro aquí analizado.
168 Nación y alteridad

buscaba persuadirlos de su error o excluirlos, mientras que


a los indios se los quería incorporar al progreso. Con Álvaro
Obregón y José Vasconcelos se habían introducido tonos na-
cionalistas, populistas y de rectoría cultural del Estado, pero
Calles y su secretario de Educación, José Manuel Puig Casau-
ranc, les dieron mayor impulso, y al mismo tiempo buscaron
diferenciarse de las exitosas políticas de sus predecesores.
En este contexto se gestó el proyecto de la Casa del Estudian-
te Indígena (sep, 1927: 31), al que Vasconcelos acusó de seguir el
modelo estadounidense de segregación (Vasconcelos, 1925). El
propio Puig, desde su exilio en Estados Unidos en 1921, había
criticado las políticas de reservación de indios. Sus argumentos
de entonces fueron reiterados como respuesta a la crítica: fren-
te a la postura vasconcelista según la cual toda educación espe-
cial es segregación, Puig defendió una educación especial que
buscaba incorporar a los estudiantes indios mediante su inte-
racción constante con mestizos y blancos incluso tras su paso
por la escuela. La Casa se diferenciaba de los internados esta-
dounidenses en que los egresados de estos últimos, en lugar de
incorporarse plenamente a la sociedad, volvían a sus reservas y
perdían con ello el avance civilizatorio obtenido en las escuelas
(véanse sep, 1927: 20-28; Fell, 2009: 207). El debate no quedó
zanjado y la Casa sufrió las contradicciones de dicho trato es-
pecial, empezando por la dificultad de definir quién era indio.
La respuesta oficial a esta polémica, así como los objetivos
centrales de la Casa, se presentaron con elocuencia en un lu-
joso libro de propaganda, ilustrado profusamente y basado en
un informe de labores del director del internado, Enrique Co-
rona, que se tituló La Casa del Estudiante Indígena. Dieciséis me-
ses de labor en un experimento psicológico colectivo con indios: febrero de
1926-junio de 1927. El presente capítulo se centra en esa publi-
cación, pues en ella se sintetiza buena parte de las ideas acerca
Incorporar al indio 169

del indígena que había que educar. No abordo la historia de la


institución desde su creación hasta su cierre en 1932 (esto ya
ha sido estudiado), si bien me refiero a ella cuando es necesa-
rio para la interpretación del libro de 1927.3 El texto, con un
total de 164 páginas, se dividió en 16 secciones de variable ex-
tensión y una síntesis. No pretendo un análisis exhaustivo del
contenido, sino centrarme en los discursos que construían a
un mismo tiempo la igualdad y la diferencia de la población
indígena que se buscaba incorporar.

Las distancias temporales y espaciales

Según sus bases de funcionamiento, el propósito central de la


Casa era

anular la distancia evolutiva que separa a los indios de la época


actual, transformando su mentalidad, tendencias y costumbres,
para sumarlos a la vida civilizada moderna e incorporarlos ínte-
gramente dentro de la comunidad social mexicana (sep, 1927: 35).

Persistían las ideas evolucionistas del siglo xix y la alteridad


del indio se construyó desde una noción unilineal del tiempo
y el progreso. Se consideraba que los indios (identificados con
la “tradición” y el mundo rural) no habían superado el pasa-
do sino que vivían en él: estaban “atrasados”, eran “anacró-

3
  Loyo (1996), Dawson (2001, 2004) y Giraudo (2008) estudian el papel que re-
presentó la Casa en las políticas de incorporación y en la historia de la educación
atendiendo a sus éxitos y fracasos, así como a su impacto en políticas posteriores.
Giraudo, además, dio seguimiento a egresados que se convirtieron en maestros ru-
rales en sus regiones de origen. Roldán (2008) se centra en la experiencia de mo-
dernidad de los estudiantes en la Casa.
170 Nación y alteridad

nicos”, mostraban “rastros atávicos”. El indio no era un otro


completamente ajeno: estaba en la misma línea de progreso
que los mestizos y blancos que habitaban la ciudad moderna,
pero muy por detrás de ellos. Los separaba una “distancia evo-
lutiva”. Se trataba de la negación de la coetaneidad (Fabian,
1983), con la esperanza de que en el futuro los indios alcanza-
rían el presente. El indio, pues, no sufría una inferioridad in-
nata o inevitable, sino que estaba en una posición baja pero
mejorable; de ahí que la labor educativa fuera crucial.
La distancia entre indios y no indios era también espacial.
Quienes vivían en localidades medianas o grandes no eran
candidatos a ingresar a la Casa, pues se esperaba que el medio­­­
urbano los incorporara a la civilización, si es que no lo había
hecho ya (sep, 1927: 33-42). Esta no era solo una propuesta de
la Casa: antropólogos, educadores, políticos y periodistas com-
partían la idea de que buena parte del atraso de la población­
­­indígena y las comunidades rurales se debía a su aislamiento
geográfico y cultural (Hewitt, 1984: 12-13). Romper con tal
aislamiento era parte de la solución. Para defender la ubica-
ción del internado en la ciudad de México se arguyó que per-
mitiría a los estudiantes conocer la urbe más avanzada­­­del país
y convivir con sus habitantes blancos y mestizos en las escue-
las a las que asistirían, así como en eventos cívicos, artísticos y
deportivos. El informe-propaganda de 1927 documentó­­­todas
esas actividades. Con ellas buscaba responderse a la acusación
vasconcelista de que la Casa segregaba a la manera estadouni-
dense. Al llevarlos a la ciudad, el gobierno hacía que los indios
vieran su futuro, la modernidad blancomestiza, pero también
que la civilización los viera a ellos: remanentes del pasado vol-
viéndose presente (Dawson, 2001: 336). En suma, para “anu-
lar la distancia evolutiva” entre indios y mexicanos modernos,
la Casa proponía empezar por salvar la distancia espacial.
Incorporar al indio 171

Tres meses después de la apertura de la Casa se realizó una


ceremonia de jura de banderas en el Estadio Nacional con la
presencia del presidente Calles. Jacobo Dalevuelta la reseñó
en El Universal, y su crónica fue transcrita en el apartado “La
incorporación: un problema ya resuelto” del libro de 1927:

En este instante de la entrega y jura de las banderas aparecieron


por primera vez en la vida pública los doscientos indígenas que
han sido traídos desde los más apartados rincones del país para
incorporarlos a la civilización. [Tras la jura], el Primer Magistra-
do, a quien embargó la emoción, dijo algunas palabras a quienes
le acompañaban: “Estos son mis indios” –habló paternalmen-
te–, “apenas llevan meses de vivir entre nosotros”. […] Este acto
fue presenciado de pie por la multitud. Las bandas tocaban el
Himno Nacional (sep, 1927: 60).

Así, de acuerdo con el presidente y con el periodista, es-


tos indígenas podían ser realmente incorporados y “vivir entre
nosotros” solo en su calidad de estudiantes de la Casa, no en la
de futuros ciudadanos (como cualquier varón nacido en terri-
torio mexicano). Los actos públicos escenificaron la anulación
de las distancias, y en consecuencia la incorporación de los in-
dios al tiempo y el espacio de la nación. Sin embargo, por op-
timista que fuese la propaganda, una lectura atenta del libro
de la Casa permite ver procesos más complejos de la defini-
ción del indio, así como procesos inesperados en la manera en
que este se incorporó al resto de la población. En las siguien-
tes secciones veremos que salvar la distancia temporal era más
difícil de lo que las dramatizaciones públicas de la incorpora-
ción sugerían, pues la idea de tiempo unilineal, y con ella la de
etapas evolutivas y la de atraso, persistían. En otras palabras,
la alterización y la jerarquización continuaban.
172 Nación y alteridad

Formas de construir la diferencia

Los estudios sobre la Casa han señalado la manera ambigua


en que esta construyó la alteridad del indio: al mismo tiem-
po que la reforzaba al seleccionar a los estudiantes, la nega-
ba para argumentar a favor de su incorporación. Este juego
de acercamiento y distanciamiento tuvo lugar en un marco
de ideas donde dosis moderadas del relativismo boasiano, que
negaba las jerarquías, paradójicamente se unieron a un fuer-
te evolucionismo positivista, que las reafirmaba.4 También se
ha observado que en la selección de alumnos se entremezcla-
ban características “raciales” y “culturales” (por ejemplo, se
tomaban en cuenta lo mismo mediciones y descripciones de la
apariencia física que el idioma o el lugar de residencia) y que
para 1932, cuando se cerró la Casa, parecían haber ganado
terreno las definiciones más “culturales” y no “raciales” del
indígena (Dawson, 2001: 336-345, 2004: 24; Giraudo, 2008:
39, 103-104, 111). El problema es que la oposición entre “ra-
cial” y “cultural” no se ha examinado, sino que se ha dado por
sentada, y normalmente se asume que las ideas raciales están
ancladas en un determinismo biológico, o hereditario, el cual
supuestamente ha sido superado, o al menos cuestionado, por
las definiciones “culturales”. Mi estudio del libro de 1927 con-

4
  Brading (1989: 271-273, 276-278, 280-281) destaca la apropiación parcial que
hace Gamio del relativismo de Franz Boas. Si bien Gamio lo aplicará al arte y a la
estética indígenas, por otro lado se separa de él al recrear un positivismo y un evo-
lucionismo compatibles con su nacionalismo modernizante y afines a su desprecio
por la religión católica y su alta valoración de la ciencia. A pesar de que Gamio no
participó en la Casa del Estudiante Indígena, y tenía reservas sobre las bondades
de los internados (Loyo, 1996: 124-125), la adopción parcial de un relativismo que
niega jerarquías entre grupos humanos, junto con un fuerte evolucionismo que las
reafirma, típica de Gamio, sería característica de las ideas desarrolladas en torno a
esta institución educativa.
Incorporar al indio 173

firma que hay una voluntad de distanciarse de cierto tipo de


descripciones físicas y biológicas sobre el indio, y sobre todo
de ideas deterministas que auguren la imposibilidad de “me-
jorar” su situación. Sin embargo, mi análisis no sugiere que se
haya dado un paso claro de las ideas “biológicas” o “raciales”
a las ideas exclusivamente “culturales” de la diferencia o la in-
digeneidad, ni que esto haya ocurrido en el periodo de 1926 a
1932 y no antes.
En diálogo con las críticas a la oposición entre raza/bio-
logía y cultura, encuentro dos puntos en los que difiero de los
análisis de Dawson y Giraudo.5 En primer lugar, el distancia-
miento de las ideas más deterministas de raza se había dado
ya en el Porfiriato. La adopción del neolamarckismo en ese
periodo tuvo que ver con el interés de los mexicanos por en-
contrar teorías raciales que hicieran posible la intervención
humana para mejorar a la población; de allí que se adoptaran
las que reconocían un papel significativo a la influencia del
medio sobre la herencia. De esa manera, si se mejoraba el me-
dio, mejoraría la raza (Tenorio, 1998: 129-140; Stern, 2003:
189-191). Aunadas a la igualdad liberal, estas ideas de raza
permitieron a políticos e intelectuales defender la educabili-
dad del indígena­­­frente a quienes no la consideraban posible o
rentable (Sierra, 1883).
En segundo lugar, encuentro que, a pesar de la voluntad
de darles menos importancia o abandonarlas, las descripcio-
nes físicas y biológicas permanecen y se entrelazan, ya desde
1927, con descripciones que solemos considerar culturales, en
oposición a innatas o naturales, tales como lugar de residen-

5
  Para las críticas a la oposición entre raza y cultura en las ideas sobre raza euro-
peas y estadounidenses, véase Young, 1995: 27, 53, 66, 88. Para un argumento muy
similar pero referido a América Latina, véanse Wade, 2003: 271-275; Gotkowitz,
2011: 6-10. Para uno centrado en México, véase Stern, 2003: 189.
174 Nación y alteridad

cia o condiciones económicas y sociales. De hecho, en muchos


casos persiste una de las ideas decimonónicas sobre raza: la
asociación entre determinadas características físicas y los ras-
gos mentales, de carácter y morales (Urías, 2000: 119; 2005;
Young, 1995: 66).
Si observamos la imbricación de cuestiones biológicas o
científicas con factores socioeconómicos, culturales, etc., com-
prenderemos la manera en que la construcción de la diferencia
se transformó pero siguió siendo compatible con ideas deter-
ministas y con la demarcación de jerarquías. Así, por ejemplo,
considero que el énfasis de los administradores de la Casa so-
bre el lugar de residencia de los potenciales estudiantes no era
tanto una “negación de la centralidad de la raza para el pro-
blema de la pobreza rural” (Dawson, 2001: 342), sino una pro-
yección geográfica o espacial de explicaciones deterministas y
jerarquías anteriormente atribuidas a las razas. Se asumió que
las localidades más “aisladas” o “lejanas” eran más “indias”,
o era donde las diferencias “culturales” con respecto al ideal
urbano, mestizo y moderno de nación eran más fuertes y, por
tanto, estaban más necesitadas de trato especial.
Como veremos a continuación, ya en 1927 se subrayó el
factor socioeconómico, pero al mismo tiempo la definición del
indio siguió vinculada a la antropología física. Aun cuando el
interés en esta última parece estar disminuyendo, no desapa-
recen las menciones al físico y se reformulan las ideas sobre
la relación entre diferencias físicas, psicológicas, de carácter y
morales, así como sobre la existencia de jerarquías entre dis-
tintos grupos e individuos. El caso de los “exámenes mentales”
(en el que nos detendremos más adelante) sugiere, por otra
parte, que la proyección temporal de la diferencia, donde el
otro no es enteramente diferente pero sí “atrasado”, se reafir-
ma a través de la psicología y la pedagogía: aunque se inten-
Incorporar al indio 175

tó restar importancia a las diferencias de apariencia física, se


hizo hincapié en las de capacidad “mental” y en las escolares.

Clase, raza y carácter

El libro de la Casa comienza con una sección titulada “Una


obra de comprensión y justicia” y abre con un epígrafe atri-
buido a Calles que se convirtió en una frase multicitada en
años posteriores: “Mientras que los reaccionarios creen que
las razas indígenas de nuestro país son un lastre para blancos
y mestizos, yo soy un enamorado de las razas indias de Méxi-
co y tengo fe en ellas” (sep, 1927: 17). Así, Calles se posicio-
nó como revolucionario y expresó aprecio por un sector de
la población, dando a entender que había una fusión entre
ellos, como correspondía al estilo populista de hacer política
(Knight, 1998). El texto que sigue al epígrafe de Calles, escrito
como una defensa del proyecto de la Casa frente a las críticas
conservadoras en la prensa, reforzaba la postura revoluciona-
ria y populista acusando a sus críticos de clasistas:

Los enemigos del indio temen la existencia de una Institución como


esta en la ciudad que es cerebro de la nación, y la pasión y el encono
exagerado de que hacen gala cuando se refieren a nuestro plantel
no nos lo explicamos sino por el egoísmo que los domina. En efecto,
¿cómo no temer el derrumbamiento de una ideología sostenida sis-
temáticamente para el sumo bien de las clases privilegiadas? ¿Cómo
no temer la solidaridad y la fusión espiritual de las diversas familias
autóctonas mexicanas si al venir la cohesión de la raza india y de sus
hermanos campesinos se consumará el desmoronamiento de una
preeminencia económico-social de que han disfrutado las clases fa-
vorecidas por el rango, la fortuna y la suerte? (sep, 1927: 20).
176 Nación y alteridad

El libro no abunda en la distinción entre “la raza india”


y “sus hermanos campesinos”, salvo indirectamente, cuando
se define quiénes son los indígenas que pueden ingresar en la
Casa. A lo largo de él se hace hincapié en los aspectos socioe-
conómicos, tal como en el párrafo citado, y se sigue usando el
término de clase. De esta manera, si bien un vistazo a las foto-
grafías de esta primera sección podría sugerir que predomi-
na una idea romántica y folclórica del indígena convertido en
mero elemento simbólico de la nación, en realidad el presi-
dente y la sep buscaban que tales imágenes se interpretaran
desde lo que ellos consideraban una perspectiva revoluciona-
ria en busca de “justicia”.
Este primer apartado, “Una obra de comprensión y jus-
ticia”, muestra principalmente fotos de actividades econó-
micas y rituales: algunas de carácter etnográfico que buscan
parecer espontáneas, y otras más rígidas que muestran los
llamados tipos populares, regionales o mexicanos, en las que
una mujer o un hombre representa un oficio o su región a tra-
vés de la indumentaria y portando artefactos característicos
o posando frente a determinado paisaje. Vemos a una torti-
llera, unas tejedoras, unos hombres fabricando molinillos o
una joven pareja ataviada llamativamente, con un pie de foto
que reza así: “Dos novios, el día de su casamiento en Tux-
pan, Jal. Raza azteca” (24). Hasta ahí se trataba de imágenes
convencionales que en poco o nada diferían de las conoci-
das desde antes de la Revolución (Poole, 2004; Del Castillo,
2006: 39-44). Sin embargo, algunos pies de foto sugerían que
el redactor deseaba llevar a cabo, en efecto, una “obra de
comprensión”. Se trataba de un esfuerzo desde los paráme-
tros de quien se consideraba a sí mismo blanco o mestizo y
creía en la necesidad de mejorar el “estándar de vida” de la
población mexicana.
Incorporar al indio 177

Una fotografía rotulada “Tortillera. México” muestra a


una mujer moliendo sobre un metate, de rodillas en el sue-
lo, con un texto al pie que rompe con la lógica costumbrista
y el énfasis en lo pintoresco de los “tipos” para proponer otra
lectura: “La esclavitud del metate. La atroz miseria que su-
fren los indios les impide sustituir este típico utensilio domés-
tico por un molino que les aligere el pesado trabajo” (21). La
preocupación por la “esclavitud”, la “atroz miseria” y “el pe-
sado trabajo”, achacadas en este caso a la falta de desarrollo
tecnológico, sugiere que el gobierno buscaba romper con la
idealización de algunas costumbres consideradas parte de un
pasado indígena, o de un presente de artesanos y oficios con-
vertidos en folclore.
En la página 20 aparece una fotografía de “Una bellísima
tinaja obra de los indios de Tonalá, Jal.” ocupando más de
un tercio de la página.6 La imagen del objeto, separada de la
vida real del artesano que lo elaboró, podría parecer un mero
ensalzamiento del espíritu artístico del indio, el cual, una vez
que fuese legitimado por artistas reconocidos, se integraría a
la cultura nacional. Pero la imagen cambia su significado al ir
acompañada de una descripción en la que la “raza india” es
considerada como grupo subordinado económicamente. No
están presentes los artesanos concretos pero sí está “el indio”
(en singular, masculino y abstracto) como objeto de políticas
que buscaban hacerle “justicia” y resolver necesidades mate-
riales urgentes.
Para mediados de los años veinte, intelectuales y artistas lle-
vaban varios años creando, promoviendo y legitimando la cul-
tura popular. El interés en el arte hecho por indígenas y el arte

6
  Sobre la artesanía de Tonalá y su carácter “indio” y “auténtico”, véase López,
2010: 90-91.
178 Nación y alteridad

de inspiración indígena implicaba la valoración de la cultura


contemporánea y por tanto rompía con la arraigada costum-
bre decimonónica de celebrar el pasado indígena mientras que
se ignoraba o despreciaba el presente (López, 2010: 68). La re-
lación de este movimiento estético con la población del pre-
sente era peculiar: se acercaba a ella de una manera en que no
podían haberlo hecho las formas de valoración de la cultura
indígena anteriores, como la arqueología, pero finalmente pa-
recía reivindicarse más a la artesanía que al artesano (López,
2010: 90-94, 115). Tanto el proyecto de Gamio en el valle de
Teotihuacan, que combinaba arqueología y política social,
como la educación rural e indígena de la sep fueron más allá de
la revaloración del arte y el folclore. Se trataba de una redefini-
ción de los indígenas mismos al reivindicar su capacidad para
educarse y progresar; en otras palabras, se hacía más hincapié
en la persona que en el producto (la artesanía, el baile o la mú-
sica). La Casa del Estudiante Indígena fue un firme argumento
a favor de incorporar a la nación ya no solo la estética y el arte
indígenas sino a las personas de carne y hueso.
Pero al mismo tiempo, y mientras el problema indio adqui-
ría una dimensión socioeconómica, la necesidad de definir al
indígena que se quería incorporar reforzaba viejas ideas so-
bre las diferencias en apariencia física. Estas diferencias se ro-
bustecían con la idea de que estaban unidas a diferencias de
carácter. Puig, citado al principio del apartado “La incorpo-
ración: un problema ya resuelto”, observa que los muchachos
habían llegado a la Casa

en un estado de completo abandono, sin aspecto de seres civili-


zados […], excesivamente desconfiados, huraños, concentrados
en sí mismos y tristes [...]. Los tarahumaras, por ejemplo, eran
de tal manera hoscos, que el Director de la Casa me contaba que
Incorporar al indio 179

pasaron tres meses antes de que vieran en ellos la primera son-


risa. Quizás fueran rastros atávicos de esclavitudes u opresiones
milenarias los que impedían que niños en contacto con otros ni-
ños pudieran o quisieran sonreír (p. 59).

Puig conecta ideas sobre diferencias observables a primera


vista, supuestamente objetivas e inocultables, con ideas sobre
diferencias de carácter o ánimo. El libro niega que los indíge-
nas posean las características que les achacaban los “conserva-
dores” o “indianófobos”, tales como la pereza o el vicio, pero
no por ello deja de reproducir otros estereotipos: la hosquedad
y excesiva desconfianza que supuestamente caracteriza a los
indios es vista como resultado de “esclavitudes u opresiones”,
o se considera justificada por una comprensible “falta de fe en
el cumplimiento de las promesas de los blancos”, “egoístas” e
“injustos”, y la desconfianza solo se solucionará cuando el in-
dio “disfrute de pan, justicia y libros” (42, 45). Si bien podría
parecer una novedosa denuncia de la explotación que da lu-
gar a determinado carácter, en lugar de explicar el compor-
tamiento por características biológicas, lo cierto es que ya en
1864 Francisco Pimentel había presentado argumentos simi-
lares, al indicar que la desconfianza y otras “virtudes propias
de la resignación” eran resultado del “maltratamiento que los
indios han sufrido siempre” y de “los tristes acontecimientos
que le han educado” (citado en Urías, 2005: 358). Así pues, la
condición social y la inadecuada “educación”, por lo general
vinculadas al indeseable legado colonial, ya se consideraban
factores que explicaban la situación del indio antes de apare-
cer el indigenismo posrevolucionario. También en Pimentel se
aprecian ya las ideas del indio “taciturno y melancólico”, que
el libro de la Casa reproduce para contrastarlas con la alegría
y el desparpajo que, de acuerdo con los funcionarios de la sep
180 Nación y alteridad

y con los elogiosos artículos periodísticos que se reproducen en


el libro de 1927, la nueva institución educativa había podido
estimular en sus alumnos.
Por otra parte, aun cuando Puig atribuía el carácter a una
historia de opresión, tal historia se biologizaba, puesto que
las “esclavitudes u opresiones milenarias” habían produci-
do “rastros atávicos”. El atavismo, estudiado por la antropo-
logía y la criminología, consistía en la regresión biológica a
las características de generaciones previas o de hombres pri-
mitivos (Urías, 2000: 162-168). Para Puig, médico interesado
en la eugenesia, las “razas aborígenes” habían marcado “a to-
dos los que étnicamente algo tenemos de ellos, como si bas-
tara una sola gota de sangre introducida en nuestro torrente
circulatorio hace generaciones para imprimirnos un sello físi-
co y mental­­­característico” (sep, 1927a: 28). Por lo visto, Puig,
quien se refería a sí mismo como “blanco”, estaba dispuesto
a reconocer, al menos en su discurso público, la presencia de
una mezcla india (aunque fuera “una sola gota de sangre”),
que para él traía consecuencias físicas y mentales (véase Urías,
2007: 108-109).
La apariencia y actitud corporal podía ser indicador de la
inteligencia, como vemos en una observación del mismo Puig
sobre los estudiantes de la Casa en otro libro propagandístico
publicado por la sep ese mismo año: El sistema de escuelas rurales
en México. Aquí se revela cuál es el baremo o tipo racial ideal a
imitar: los “niños escandinavos”. Puig suscribe una jerarquía
racial que pone al más blanco en la cúspide… si bien permite
al huichol alcanzar tal meta:

Hemos visto huicholes que llegaron hace dos meses a México en


un estado absoluto de abandono, sin aspecto alguno de seres ci-
vilizados, y mes y medio después, esos niños, que aún no hablan
Incorporar al indio 181

español, cuando han sido fotografiados en el acto de salida para


una carrera, no pueden distinguirse, por su aspecto inteligente,
de niños escandinavos; ya tenían, en su cara y en su cuerpo todo,
la expresión, la vivacidad, la atención, el interés de cualquier
niño europeo (sep, 1927b: 36).

Ni La Casa del Estudiante indígena ni El sistema de escuelas rura-


les en México presentan los discursos de Puig, u otros similares,
como argumentos científicos. Sin embargo, su reproducción
de términos acuñados por los estudiosos de las razas en déca-
das anteriores sugiere la continuidad y difusión de tales ideas
en ámbitos no científicos. El libro de la Casa, si bien hace hin-
capié en la transformación conseguida, la considera necesaria
solo en la medida en que se partía de la baja posición del in-
dio en la escala evolutiva. El indio avanzaría, por ejemplo, con
la adopción de la indumentaria moderna, o el desarrollo de
habilidades corporales. En contraste con las fotografías de ti-
pos y las etnográficas, donde se ve a varones vestidos de man-
ta y rodeados de artefactos y paisajes “tradicionales”, el mayor
número de imágenes del libro corresponden, por un lado, a
retratos individuales de los jóvenes estudiantes con camisa y
corbata, acompañados de su nombre y apellido, edad, “raza”
y localidad de origen, y, por otro lado, a las actividades que
demostraban la efectiva incorporación de los indígenas a la
vida civilizada: estudiantes de overol manejando herramien-
ta en diversos talleres, con ropa deportiva en demostraciones
gimnásticas o carreras atléticas, marchando con uniforme es-
tilo militar en los actos cívicos. Mientras ellos adecuaban sus
cuerpos a los hábitos modernos (Roldán, 2008: 75-76, 82-83),
el Departamento de Psicopedagogía de la sep se interesaba,
además, por sus mentes.
182 Nación y alteridad

Medir al indio. Los exámenes mentales y el retraso

El indio conserva vigorosas sus aptitudes mentales,


pero vive con un retraso de cuatrocientos años.
Manuel Gamio

El eterno medir a nuestra gentes con el cartabón nórdico es


exponerlas a la desilusión de un aparente fracaso, y relegar a México
a tocar en la orquesta de los blancos una eterna segunda parte.
Moisés Sáenz

Para solicitar su inscripción en la Casa, los postulantes debían


completar cuestionarios de antecedentes personales y familia-
res, y sobre la vida económica y social de su región de origen.
Se les pedía que se describieran a sí mismos y se les pregun-
taba por su “tribu” e “idioma” y por su nivel de conocimien-
tos de este último. Se daba preferencia a quienes hablaban
una lengua indígena y, como ya se dijo, también se tomaba en
cuenta el lugar de residencia: los solicitantes debían ser “origi-
narios de comarcas de densa población india”, y no se recibía
a quienes vivían en “centros medianos o grandes de pobla-
ción”, pues ellos ya tenían los medios para incorporarse a la
nación (sep, 1927: 35). El director de la Casa y el secretario de
Educación se quejaban de que, a pesar de los requisitos, du-
rante el reclutamiento llegaban mestizos y blancos, o jóvenes
con muy poca “sangre indígena”. Lo achacaron al “egoísmo”
de los “blancos y mestizos” (las autoridades locales) que, ante
la oportunidad de una educación en la capital, preferían en-
viar a sus allegados (sep, 1927: 45-46). No dieron mayor expli-
cación de qué querían decir, por ejemplo, con el término de
sangre indígena, ni se cuestionaron lo confusa y fluida que podía
ser la definición de indio.
Incorporar al indio 183

Es notorio que el libro de 1927 apenas menciona la antro-


pometría y no se habla de ella en las bases para el funciona-
miento de la Casa, a pesar de que se tomaron medidas de los
cuerpos de los jóvenes y se registró su apariencia física como
una forma de comprobar su indigeneidad (Dawson, 2001:
338; Loyo, 1996: 110). La antropometría se había usado en
el Porfiriato no solo para identificar “tribus” indígenas, de-
terminar la “pureza” o mezcla de los individuos o levantar el
registro de perfiles criminológicos, sino también desde 1908
como parte de la higiene escolar para clasificar a los niños, in-
dependientemente de su raza, o como miembros de la “raza
mexicana”, y con la preocupación de establecer si “sufrían de-
generación” (Del Castillo, 2006: 110-126). Estas mediciones
siguieron empleándose en la Dirección de Antropología a car-
go de Gamio en 1917-1924, en estudios dirigidos por Carlos
Basauri en la sep durante los años veinte y treinta, así como en
el Consejo Tutelar de Menores desde la década de 1920.7 Re-
sulta entonces llamativo que el libro no incluyera información
sobre los exámenes físicos realizados. Probablemente estaban
al tanto de las críticas al uso de la antropometría para clasifi-
car tipos raciales y determinar el carácter y las capacidades, y
por eso no hacen referencia explícita a esa técnica que a fines
del siglo xix se empleaba para definir lo indio y lo mexicano
(véanse Gould, 1996: 140; Staum, 2007: 8-14).
En cambio, bajo el título de “Exámenes mentales” tenemos
toda una sección de pruebas psicométricas, que no se usaron
para establecer la raza de los estudiantes pero sí para medir su
inteligencia. La Casa utilizó los resultados para demostrar que
“el indio es tan accesible al progreso como el blanco y el mesti-

7
  Véanse Basauri, 1940, y ahsep, 1926. Sobre los exámenes en el Consejo Tutelar,
véase Granja, 2012: 109.
184 Nación y alteridad

zo” y para subrayar que las diferencias existentes no eran con-


génitas sino que se debían a una mala influencia del medio o a
la falta de oportunidades (sep, 1927: 119, 122). La única men-
ción de la antropometría aparece justamente en este apartado,
cuando se indica que se estaban buscando correlaciones entre
sus resultados y los de los exámenes mentales. Sin embargo,
al final se toma distancia de la idea de que hay una correla-
ción significativa entre lo físico y lo mental: los estudiantes de
la Casa obtenían tan buenos resultados que “en muchos ca-
sos” solo se diferenciaban de los niños de la ciudad “por sus
caracteres étnicos externos” (sep, 1927: 114, 117). Se señala
así una disociación entre la apariencia física (cuya objetividad
y diferencia se daba por sentada), por un lado, y lo mental y
psicológico, por otro, tal como enfatizaban el director Enrique
Corona y los maestros la Casa al dirigirse a sus alumnos (Gi-
raudo, 2008: 103-104; Dawson, 2001: 340).
Podría considerarse que se transitó de una definición racial
y determinista del indio, basada en caracteres físicos y biológi-
cos, a una cultural y no determinista, pero en realidad el asun-
to es más complicado. Tras apelar a la necesidad de justicia y
de mejora de los indios, el libro de 1927 utilizó las pruebas psi-
cométricas como el argumento científico central para demos-
trar su educabilidad. A diferencia de lo ocurrido en Estados
Unidos, la propaganda de la Casa no hablaba de inteligencia
innata (Zenderman, 1998; Gould, 1996: 176-263); aún así, la
discusión sobre los exámenes muestra un complejo entramado
productor de jerarquías donde psicología, pedagogía y prác-
ticas escolares conceptualizaron las particularidades de los
estudiantes indígenas como desfases temporales: su edad cro-
nológica no coincidía con la edad mental ni con el grado esco-
lar. Veamos cómo ocurrió.
Incorporar al indio 185

El uso de pruebas de inteligencia en México era reciente:


en el primer y segundo Congreso Mexicano del Niño, en 1921
y 1923, se había discutido, entre otros, el test de Binet-Simon,
en versión adaptada por Rafael Santamarina y que, con la re-
comendación de Puig, se usaría en la sep desde 1924. En 1925
el servicio higiénico de la sep creció y se convirtió en Departa-
mento de Psicopedagogía e Higiene, con Santamarina como
jefe, y se utilizaron una serie de exámenes extranjeros, en algu-
nos casos adaptados para los escolares mexicanos. De acuerdo
con el libro informe de 1927, en los primeros años de la Casa
se aplicaron los de Binet-Simon, Proteus, Fay, Descoeudres y
Ebbinghaus, y sus resultados fueron comentados por los profe-
sores Ángel Miranda y Aurelio M. Peña, y por el doctor Gus-
tavo Uruchurtu, del Departamento de Psicopedagogía (Loyo,
1996: 110-111; Schell, 2004: 572, 576-586; sep, 1927: 107-117;
Stern, 2003: 201).
La interpretación de Miranda, Peña y Uruchurtu incurrió
en contradicciones que recordaban los malabares de intelec-
tuales y científicos del Porfiriato cuando se apropiaron de la
ciencia racial para presentar a México como una nación ca-
paz de modernidad. Ellos habían usado la antropometría para
sostener la igualdad o incluso superioridad de algunas razas
del territorio mexicano, justo lo contrario a lo que afirmaban
los europeos y estadounidenses dedicados a estas mediciones,
que ponían al blanco en la cúspide de la jerarquía y lo conver-
tían en el tipo ideal, o normal, frente al cual medir las desvia-
ciones o defectos del resto (Tenorio, 1998: 129-140). Con los
tests psicométricos pasó algo similar: se usó una técnica que
definía la normalidad en la habilidad mental promedio para
cada edad. Se trataba de clasificar a los niños de acuerdo con
una definición de la inteligencia como una capacidad que iba
186 Nación y alteridad

de menos a más en una escala unilineal, análoga a la escala


unilineal y progresiva con la que se habían clasificado las razas
(Gould, 1996: 189). Para los científicos preocupados por adap-
tar las pruebas al medio mexicano, estos tests tenían la venta-
ja de que el baremo podía hacerse depender de la población
que los llevara a cabo. En 1927 todavía no se habían estanda-
rizado las pruebas en México, es decir, no se habían aplicado
a suficientes niños como para obtener un promedio de una
muestra representativa. A pesar de eso, los tests se aplicaron
y los niños fueron clasificados. Al parecer, a la larga el obje-
tivo era estandarizar las pruebas en función del promedio de
los escolares de la ciudad de México, a quienes se consideraba
mestizos de clase media, y de preferencia “nacidos en Méxi-
co e hijos de padres mexicanos” (sep, 1928: 19, 60, 152-154).
De esta manera, el poder simbólico de la capital como ideal a
alcanzar era reforzado y precisado por la medición psicomé-
trica, que explícitamente tomaba como estándar a la ciudad
mestiza y de clase media. Tal baremo decidía científicamente
la normalidad mental de la infancia y la juventud mexicanas.
Los tests buscaban medir la capacidad intelectual inde-
pendientemente del nivel de escolaridad. Sin embargo, des-
de las primeras versiones del pionero Alfred Binet, estuvieron
muy ligados a lo escolar (Zenderman, 1998: 96-123). Tanto el
test Binet-Simon como otros que le siguieron, y que también
se aplicaron en la Casa, pedían acciones o hacían preguntas
con las que podían estar más familiarizados los escolares, tales
como copiar figuras geométricas, contar, repetir largas frases,
indicar los contrarios de determinados adjetivos o completar
enunciados. Además, excepto por el test de Proteus, basado en
mímica, las pruebas aplicadas en la Casa presuponían el co-
nocimiento del castellano y en algunos casos el conocimiento
de actividades u objetos comunes en la ciudad, pero no siem-
Incorporar al indio 187

pre conocidos en el campo mexicano, con preguntas como


“¿Quién maneja los automóviles?” o “¿De qué son las cucha-
ras?” (sep, 1927: 111; 1928: 78). 8
Con las pruebas originales de Binet-Simon se diseñó una
cuantificación de la inteligencia y se creó el concepto de “edad
mental” que perduraría en los tests que le siguieron. A diferen-
cia de sus predecesores, Binet siguió una estrategia conocida
en las escuelas: no midió el tiempo en que se completaba una
tarea, sino el número de tareas o respuestas correctas. A cada
tarea o pregunta le correspondía cierta edad: la edad más baja
a la que un niño de inteligencia “normal” podía responder
correctamente. Las tareas se ordenaban de las más fáciles, o
de edad más baja, a las más difíciles, o de edad más alta. La
edad mental de un niño era la que correspondía a la pregun-
ta más avanzada que pudiera contestar correctamente. Binet
no contempló el grado escolar, pero este se introdujo en el test
Binet-Simon cuando empezó a aplicarse en Estados Unidos
a todos los niños de las escuelas, y no solo a los sospechosos
de sufrir alguna enfermedad mental (Gould, 1996: 179-180;
Zenderman, 1998: 96, 104-123).
Los resultados de la Casa se discutieron por cada grado es-
colar, y la “edad mental” arrojada por las pruebas siempre co-
rrespondió al nivel requerido para ese grado. Sin embargo,
para los alumnos de primer y segundo años no hubo corres-
pondencia entre la “edad cronológica” y la “mental”; es de-
cir, los estudiantes tenían el nivel intelectual adecuado al grado,
pero tenían más años de los que se esperaba normalmente (sep,
1927: 111). Siguiendo la lógica de la escuela graduada y de los

8
  Los ejemplos están tomados de la prueba Binet-Simon adaptada por Santama-
rina, los Tests Parciales de Lenguaje de Alice Descoeudres y los Ebbinghaus (sep, 1928:
68-88, 100-103, 117-118).
188 Nación y alteridad

tests, estos estudiantes sufrían un doble retraso: había retar-


do escolar y retardo mental, pero, si bien el primero terminó
por admitirse, se dieron argumentos para negar la existencia
del segundo. Para concluir que estos resultados no minaban la
defensa de la igual capacidad del indio, los textos de Miran-
da, Peña y Uruchurtu siguieron varias estrategias. Una de ellas
consistió en subrayar con entusiasmo los ejemplos en los que
los resultados de los estudiantes de la Casa eran muy simila-
res a los de otras escuelas de la ciudad. Por otra parte, cuan-
do la edad cronológica no coincidía con la edad mental ni con
el grado escolar se insistía en que la edad mental era siempre
coincidente con el grado escolar, pero no se explicitaba que tal
coincidencia, según las propias definiciones de la sep, no pro-
baba ausencia de retraso, sino simplemente obedecía a que la
colocación por grado respondía a las habilidades esperadas
(id.). Por otra parte, se admitió que la falta de conocimiento del
castellano y de la lectoescritura habían propiciado resultados
bajos. Se dijo también (finalmente reconociendo que la escola-
rización sí importaba en esos tests) que la educación indígena
había estado en el olvido y que sus pueblos estaban alejados y
aislados. En suma, cuando los resultados no eran del todo ha-
lagüeños, se relativizaban aludiendo a las difíciles condiciones
sociales de la población indígena, así como a los sesgos y lo in-
adecuado de las pruebas, pero, tal como se había hecho con las
teorías raciales decimonónicas, nunca se rechazaron por com-
pleto sus presupuestos. No se pusieron en tela de juicio la defi-
nición de inteligencia implícita en las pruebas psicométricas, ni
sus peculiares técnicas. Necesitados como se sentían de una de-
mostración científica, echaron mano de “las pruebas más ade-
lantadas” (ibid.: 109) y las interpretaron a modo.
Al darse la explicación específicamente pedagógica de la
falta de escolaridad, conceptualizada como “retardo escolar”,
Incorporar al indio 189

se aclaraba que esto no se debía a un “retardo mental” sino a


las condiciones sociales (ibid.: 113). Sin embargo, estaban fi-
jando la idea de que a determinada edad de la persona corres-
pondía cierto desarrollo mental y la asistencia a determinado
grado escolar. De esta manera se naturalizaba la escuela gra-
duada moderna, promovida desde el Porfiriato, según la cual
a cada grado escolar correspondían un nivel de habilidades y
conocimientos homogéneo, y una edad específica de los alum-
nos. Se naturalizaba también la idea de que los individuos,
cualesquiera que fuese su procedencia, clase social o experien-
cia, debían tener la edad mental que tenía el promedio de los
de su misma edad cronológica. Si había algún desfase, ello era
señal de retardo escolar o retardo mental. Tal naturalización
venía justificada por una serie de conocimientos que, junto con
los tests psicométricos, decidían qué era lo “normal” y qué lo
“retrasado” (Granja, 2009 y 2012). Además, como hemos di-
cho, el promedio que serviría de vara para medir se planeaba
construir con base en la población urbana de clase media. Así,
pues, se había creado una concepción psicopedagógica de los
supuestos desfases temporales de la población indígena. Los
tests de inteligencia discutidos en el libro de la Casa no habla-
ban de “razas”, pero no por ello dejaban de producir jerar-
quías entre normales y atrasados.
En esta operación, si el estudiante definido como indíge-
na conseguía sobreponerse a los presupuestos culturales que
implicaban los exámenes, podía demostrar que tenía una ca-
pacidad normal o incluso superior. El corolario no advertido
por los funcionarios de la sep, pero que de hecho sugería cier-
ta integración nacional (aunque perpetuando jerarquías), era
que el estudiante blanco o mestizo que no lograra adaptarse a
la lógica de los exámenes se convertiría en el nuevo atrasado,
o bien (siguiendo los argumentos de Rihan Yeh en este mismo
190 Nación y alteridad

volumen) revertiría en indio. Las ideas evolucionistas que se-


guían suponiendo un progreso unilineal dejaban de enfatizar
las concepciones más decimonónicas (físicas y biológicas) de
raza, pero se reformulaban al reproducir, vía los tests psico-
métricos, diferencias de clase o culturales que podían estar tan
naturalizadas, y por lo tanto ser tan deterministas, como las
viejas ideas de raza.

Epílogo: ¿todos indios?

Dawson (1998: 290-295) ha argumentado que en el perio-


do 1920-1940 las categorías de indio y mestizo eran fluidas (en
determinadas circunstancias los indios podían ser definidos
como mestizos y se podía hablar de mestizos que poseían cul-
tura indígena), lo que se debió en buena parte a que se pasó de
las ideas de “raza” a las ideas de “cultura” en la concepción
del indio. Para él, esto permitió una democratización y una in-
clusión del indígena como no podían haberse dado antes. Sin
embargo, Dawson no lleva la idea de fluidez entre lo indio y
lo mestizo hasta sus últimas consecuencias. Mi lectura del li-
bro de la Casa del Estudiante Indígena sugiere que las fronte-
ras eran verdaderamente porosas no solo entre indios y mestizos
sino también entre raza y cultura, y que, como sugiere Dawson,
había un gran afán de inclusión. Pero en esa inclusión y en
ese hincapié en lo “cultural” y en el indio como “clase” había
además otro aspecto que Dawson parece obviar: se reproduce
la jerarquía evolucionista según la cual hay individuos y gru-
pos atrasados (con características que repiten las del discur-
so racial), que necesitan políticas públicas decididas por otros.
Estos “atrasados”, que en el pasado eran indios, con la redefi-
nición cultural y de clase, podían ser también los no indios. La
Incorporar al indio 191

inclusión, entonces, implicaba el potencial de democratizar el


estigma: el mestizo y el mexicano, como ya temían los cientí-
ficos del xix, eran atrasados. Quizá ya no se hablaba, o no tan
en serio, de “degeneración”, “defectos” o “debilidades racia-
les”, pero las preocupaciones que el atraso generaba entre po-
líticos, educadores y científicos, y sus intentos de clasificación y
control, se asemejaban a las que estos viejos términos raciales
habían generado (Cházaro, 2004). Hasta la década de 1950,
las discusiones sobre retraso escolar incluso apelaron a causas
biológicas y heredadas, y al menos desde la década de 1930
coexistieron con el discurso de los factores sociales (Granja,
2012: 114).
Si el atraso no era racial sino cultural, argumentan quienes
están a favor de distinguir con claridad entre raza y cultura, en-
tonces no era tan determinista o inevitable, pues cabía la posi-
bilidad de cambio (posibilidad que el gobierno favorecía). Sin
embargo, el cambio era un horizonte de futuro, y nada garan-
tizaba que la población mexicana llegase a ser contemporánea
del mundo moderno. Al negarles la coetaneidad a los indivi-
duos de cultura “atrasada”, la distancia temporal podía, más
que anularse, perpetuarse. Los mexicanos se creían atrasados.
Paradójicamente, en ese afán de avance y progreso ya eran,
por definición, contemporáneos de la modernidad.
192 Nación y alteridad

Fuentes consultadas

Archivos

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Mestizos, indios y extranjeros:


lo propio y lo ajeno en la definición
antropológica de la nación.
Manuel Gamio y Guillermo Bonfil Batalla

Dividir en dos partes un conjunto de cosas heterogéneas


no conduce a ningún concepto determinado.
Immanuel Kant

E l presente texto busca sumarse a otros que intentan pen-


sar históricamente la formación y el desarrollo de las cien-
cias sociales en México y, particularmente, trabajar en torno
a la antropología. Esto implica, por un lado, comprender las
condiciones históricas que hacen posible un conjunto delimi-
tado de saberes y de prácticas científicas, y por otro, observar
los efectos que dichos saberes producen en el orden social más
amplio por el que circulan. Me interesa, sobre todo, centrar-
me en un tema de observación muy concreto: intento pensar
en la antropología como una disciplina que, al movilizar el in-
terés por comprender el mundo indígena de México, permitió
fijar o estabilizar una categoría social, la de “indio”.1

1
  La investigación más amplia a que me refiero ahora tiene como uno de sus te-
mas centrales observar el modo en que se relacionan las categorías sociales con las
categorías científicas.
198 Nación y alteridad

Este artículo se centra en un ejercicio de comparación en-


tre dos de las obras más relevantes y conocidas tanto en el ám-
bito antropológico como fuera de él: Forjando patria, de Manuel
Gamio, y México profundo. Una civilización negada, de Guillermo
Bonfil Batalla. Interroga dichas obras para mostrar no solo lo
que diferencia a ambos autores, sino, sobre todo, lo que tienen
en común. El objetivo es indicar algunos de los posibles efectos
que la antropología mexicana ha generado para estabilizar la
categoría social de “indio”.
Sin embargo, para poder entrar de lleno en la compara-
ción me parece importante comenzar mostrando brevemente
el modo en que surgió el propósito de hacer historia de la an-
tropología en nuestro país. Ubico este empeño en el marco de
una coyuntura muy particular en el México de los años sesen-
ta y setenta del siglo pasado: las tensiones políticas y sociales,
las brechas generacionales, la evaluación en torno al cumpli-
miento de las expectativas generadas o promovidas por los go-
biernos posrevolucionarios, así como el interés por redefinir
el rumbo del país y el papel que las ciencias sociales podrían
tener en ello. Presentar ese momento de la reflexión antropo-
lógica permitirá enmarcar de mejor modo el interés que se
persigue en este trabajo, así como justificar la comparación
de dos autores tradicionalmente tratados como opuestos, pero
que tienen en común tanto el modo de pensar su objeto de
estudio como el modo en que consideran que se divide la so-
ciedad mexicana (por tanto, el modo en que la antropología
participó en la reflexión en torno a los problemas nacionales),
aun cuando no saquen las mismas conclusiones prácticas de
sus conocimientos.
El texto se organiza en dos apartados, que podrían parecer
más o menos independientes, y una conclusión. En el primero
muestro las posibilidades de tratar históricamente la antropo-
Mestizos, indios y extranjeros 199

logía y el modo en que este texto pretende hacerlo. En el se-


gundo presento la comparación de las dos obras mencionadas.
La conclusión, poniendo de manifiesto el juego entre los dos
apartados, busca demostrar que hay mejores posibilidades de
comprender los espacios en común entre la obra de Gamio y
la de Bonfil si se miran dentro del ejercicio reflexivo que impli-
ca pensar históricamente la antropología, pero atendiendo no
tanto a los cortes que los antropólogos han realizado al hacer
su historia como a los efectos que, al menos hasta la década de
1990, generó el saber antropológico al interior de la sociedad.

La historia de la antropología en la historia de las


categorías identitarias

En este apartado se presenta el marco reflexivo que organiza


la lectura de Manuel Gamio y Guillermo Bonfil Batalla. Para
ello expongo tanto el modo en que surgió la historia de la dis-
ciplina, al menos su obra más representativa de la década de
1980, como algunos de los presupuestos teóricos que orientan
este trabajo.

La historia de la antropología: un ejercicio de reflexión


disciplinaria

En 1986 la Universidad Nacional Autónoma de México, a


través del Instituto de Investigaciones Antropológicas, publi-
có una antología de textos reunida por Carlos García Mora y
Andrés Medina. En el prefacio del primer volumen, escrito en
1983, los autores definen su objetivo: “recuperar los elemen-
tos teóricos y políticos de una intensa discusión que ha involu-
crado a los antropólogos en México en los años recientes”, y
200 Nación y alteridad

que puede detectarse desde los “orígenes institucionales de la


práctica profesional de la antropología” (García Mora y Me-
dina, 1986, vol. 1: 9). En los años sesenta, al conjugarse una
crisis política y económica sin precedentes (así lo diagnostica-
ron Mora y Medina), la antropología tuvo que discutir tanto
política como teóricamente el sentido y la función que debía
tener para atender los problemas de la nación. En el debate,
en el que participaron distintas generaciones de antropólogos,
se pudo observar una “impugnación completa de la antropo-
logía en México y la necesidad de replantear sus múltiples ma-
nifestaciones sobre bases nuevas” (id.).
Los artículos recogidos en la antología parecían respon-
der a un reajuste de las tareas de la antropología, enmarcado
por dos movimientos que condicionaron estos desplazamien-
tos, y que pueden ayudar a reflexionar sobre algunos aspectos
de la historia de la antropología en México. Por un lado, los
cambios en torno a la relación entre los científicos sociales (el
campo intelectual en su conjunto) y el Estado mexicano, y por
otro, los relevos generacionales que enfrentaban a los viejos y
nuevos antropólogos: estos últimos, sin abandonar las funcio-
nes políticas y prácticas del saber antropológico, imaginaron
un nuevo proyecto de nación, crítico del proyecto posrevolu-
cionario, que, como se sabe, en los años setenta daba muestras
de agotamiento.
Carlos García Mora y Andrés Medina trazaron una sínte-
sis, indicaron posibles lecturas de las disputas, reflexionaron
sobre su labor, hicieron un diagnóstico, y sobre esa base de-
finieron su postura dentro del conjunto de opciones posibles.
De su texto se deduce que las tensiones al interior de la antro-
pología se dirimieron en tres posturas.
La primera es la vinculada a los herederos de la “antropolo­
gía oficial”, que hicieron una clara defensa de la herencia de
Mestizos, indios y extranjeros 201

Manuel Gamio y del indigenismo de Estado y propusieron


mantener la obra que funcionarios y científicos realizaban.
Ejemplo de dicha posición serían Antonio Caso, más cerca-
no a los fundadores de la antropología profesional y director
del Instituto Nacional Indigenista (ini) durante sus primeros
años, y Gonzalo Aguirre Beltrán, el antropólogo que puede
tomarse como el representante académico de la antropología
del Estado­­­o indigenista, autodenominada “antropología so-
cial aplicada”.
La segunda posición estaría representada por la llamada
“antropología crítica”, posición que surge a finales de los años
sesenta y está representada por autores como Guillermo Bonfil
Batalla, Margarita Nolasco o Arturo Warman, principalmen-
te. Se trata del grupo que con mayor vehemencia impugnó la
posición anterior, al desmontar el vínculo que la antropología
había tenido con el Estado mexicano posrevolucionario y al
denunciar el indigenismo como una práctica de etnocidio y
destrucción del mundo indígena.
La tercera posición, representada en buena medida por
Medina y García Mora, podría englobarse bajo la etiqueta de
“antropología marxista”. Ellos, sin desdeñar la crítica al indige-
nismo de Estado, cuestionaron a los antropólogos críticos, pues
veían en su trabajo un intento por negar la condición de clase
de los indígenas, al insistir en sus particularidades culturales.2
Pero la tensión, me parece, no solo se organizaba entre es-
tas tres posiciones. También había discrepancias entre quienes

2
  Para conocer algunos empeños por clasificar y describir las posiciones de aque-
llos años, véanse los textos de Maya Lorena Pérez Ruiz, 2003; Esteban Krotz,
2003, y Guillermo de la Peña, 2002. Particular interés tiene la obra de Héctor
Díaz Polanco, 1985, sobre todo su capítulo “Indigenismo, etnopopulismo y mar-
xismo”, pues permite conocer cómo se ubica la antropología marxista frente a las
demás posturas.
202 Nación y alteridad

se preocupaban por fundamentar académicamente la discipli-


na (antes que social o políticamente) y quienes insistían en que
la ciencia debía servir para transformar la realidad del país.
Estas posturas comenzaban a perfilar una distinción, que des-
pués se acentuó, entre perspectivas más puras o académicas y
perspectivas más políticas. Bajo este esbozo preliminar, rígi-
do como toda clasificación, podríamos sugerir que Medina y
García Mora se ubican entre quienes buscaban hacer del mar-
xismo una base teórica y práctica de la disciplina.3
A más de treinta años de distancia de la antología y a casi
cincuenta del inicio de la polémica, los textos ahí reunidos de-
jan ver el modo en que se organizaban los debates y algunos
de los presupuestos que orientaban la discusión, además de
que permiten apreciar los lenguajes con los que se realizaba y
escribía la historia de la antropología.
Recuperar aquellas tensiones y trazar un esbozo de las po-
siciones tiene sentido en el presente texto, sobre todo por el
efecto que ese debate generó en la década de 1980. El trabajo
de recuperación de textos a cargo de Medina y García Mora
sirvió como antecedente preparatorio de uno de los proyectos
que mayores esfuerzos ha significado para historiar la antro-
pología mexicana, obra clásica y pieza clave para el estudio de
la disciplina en este país.
El mismo Carlos García Mora la coordinó unos años más tar-
de. Se trata de quince volúmenes publicados con el título de La
antropología en México4 por el Instituto Nacional de Antropología e
Historia (inah), a través de los cuales se mostraba, en palabras de
Enrique Florescano, el empeño de “varias generaciones de estu-

3
  Podría sugerirse que Díaz Polanco (1985) hacía mayor hincapié que García
Mora y Medina en el papel revolucionario o transformador de la antropología.
4
  Para una presentación muy detallada de esa obra, véase Krotz, 2007.
Mestizos, indios y extranjeros 203

diosos para hacer de la antropología una parte importante del


ámbito científico nacional” (Florescano, 1987: 15).
Se trataba, seguía el entonces director del inah, de evaluar
las actividades antropológicas realizadas en México desde la
época colonial hasta entonces, y de realizar al mismo tiempo
un “recuento de la problemática social que ha vivido el país y
una evaluación de la teoría y práctica antropológica”.
En la manera como se presentaba y pensaba la obra se
anunciaba nuevamente el clima de discusión de los años se-
senta, al igual que el intento de introducir una historia que
permitiera, si no salir del conflicto, sí evaluar críticamente
el saber antropológico para poder definir su rumbo. En esa
evaluación, la historia de la disciplina tenía que estar acom-
pañada de la historia de la realidad política y social, bajo la
premisa de poner a tono la ciencia a fin de que siguiera sien-
do un saber útil, es decir, un saber que ayudara a atender los
problemas nacionales.
En la presentación a cargo de García Mora aparece una in-
teresante exposición en torno al modo en que se cristalizó el
proyecto editorial. El ambiente intelectual de las décadas de
1960 y 1970, con las polémicas intensas y la nueva composi-
ción institucional de la disciplina, fue despertando el interés de
esta nueva generación por repensar históricamente el queha-
cer antropológico. Nuevamente, las tensiones generacionales
se entrelazaban como parte de las tensiones políticas y sociales
del país, como un modo de modificar las expectativas hacia las
funciones y tareas de la antropología.
La historia de la antropología surgió entonces como par-
te de este impulso generacional. García Mora recuerda cómo
le presentaron a Florescano el proyecto: “Para el doctor Flo-
rescano, el inah y la presente generación tenían la responsa-
bilidad de hacer la memoria y la evaluación históricas de las
204 Nación y alteridad

actividades de campo de la antropología en México” (García


Mora, 1987, vol. 1: 25).
Aquella generación pretendía, de cierto modo, refundar la
disciplina. La historia que con ese fin elaboraron tenía una ac-
titud más normativa que descriptiva, es decir, atenta a hacer
de la historia de la ciencia un modo de repensar lo que debe
ser la antropología de cara a los problemas de la nación, y no
con el propósito de historizar las lógicas del saber, sus reglas de
producción y las condiciones históricas que permiten la pro-
ducción de conocimientos verdaderos, confiables o creíbles al
interior de una sociedad.
Insisto en este aspecto porque otros esfuerzos por historizar
la antropología, aunque quizá hayan abandonado cada vez más
las intenciones normativas, siguen estructurando el campo an-
tropológico haciendo uso de nociones y categorías que en aque-
llos años se fincaron como parte de las disputas internas y de las
posiciones que estructuraban el campo antropológico.5
En los años siguientes a La antropología en México vieron la luz
varias obras que ponían de manifiesto un interés por trabajar
históricamente la disciplina,6 así como por repensar algunos
problemas de la historia social y de la historia de la identidad
nacional atendiendo al papel que los antropólogos han tenido
en ella.7

5
  Como se verá más adelante, la posibilidad de analizar y comparar a Manuel
Gamio y a Guillermo Bonfil Batalla tiene sustento en este movimiento, es decir, en
dejar de verlos como dos antropólogos enfrentados y ver, en cambio, el suelo co-
mún que permite su confrontación.
6
  Particularmente los trabajos de Krotz, 1987; Rutsch, 1996 y 2007, y Vázquez,
1987 y 2003.
7
  Véanse entre otros, Brading, 2011; Knight, 2004; Lomnitz, 1995, 1999, 2001;
Navarrete, 2004, 2010; Saade, 2009; Tenorio, 1996, 1998, 2000a, 2000b, 2001,
2007, y Urías Horcasitas, 1996, 2000, 2001, 2007.
Mestizos, indios y extranjeros 205

La historia de la antropología como un modo de atender


la producción de categorías sociales de identidad

He mencionado que me interesa pensar el modo en que las ca-


tegorías sociales de identidad se vinculan o se relacionan con
el establecimiento y el funcionamiento de las prácticas antro-
pológicas. Para atender este problema presento en este apar-
tado un esbozo del acercamiento teórico que pretendo utilizar
para ello, acompañado de la exposición de algunas investiga-
ciones que podrían apuntalar el tratamiento que doy a los an-
tropólogos analizados en este trabajo.
Por “categorías sociales de identidad” entiendo aquellas no-
ciones que la sociedad usa para organizar su propia división,
para clasificar jerárquicamente el modo en que unos se relacio-
nan con otros. Existen, en efecto, distintas teorías en la antro-
pología, la historia, la sociología o la filosofía para tematizar el
modo en que las representaciones sociales participan en la con-
formación del mundo de sentido de los actores sociales.8 He
optado por las premisas que Reinhart Koselleck (1993) plantea
en su artículo “Sobre la semántica histórico-política de los con-
ceptos contrarios asimétricos”, sobre todo porque algunas de
sus consideraciones ayudan a pensar la temporalidad de las ca-
tegorías como algo que conforma el mundo social y constituye
límites y condiciones de posibilidad a los actores sociales.
Koselleck parte de una idea muy simple que permite aten-
der las relaciones entre las categorías identitarias y el orden
político en cualquier sociedad y en cualquier momento his-
tórico: “Las calificaciones de sí mismo y de los demás perte-

8
  Pienso, por ejemplo, en los trabajos de historia cultural, particularmente los de
Roger Chartier, que usa el concepto de representación (estrechamente vinculado a la
sociología durkhemiana) con el propósito de pasar de una historia social de las repre-
sentaciones a una historia de las representaciones de lo social (véase Chartier, 1992).
206 Nación y alteridad

necen a la sociabilidad cotidiana de los hombres. En ellas se


articula la identidad de una persona y sus relaciones con las
demás. En el uso de esas expresiones puede dominar la coinci-
dencia, o cada cual puede aplicar a su contrario una expresión
distinta a la que usa para sí mismo” (Koselleck, 1993: 205).
Estas categorías pueden, además, coordinarse simétrica o asi-
métricamente, es decir, pueden producir relaciones de subor-
dinación o dependencia entre grupos sociales por la forma en
que se les denomina y por el poder que algunos grupos tienen
para denominar a los demás: para imponer el modo de clasifi-
car el orden social y los grupos que lo componen.
Por otro lado, en la propuesta de Koselleck las expresiones
o categorías identitarias que orientan las interacciones cotidia-
nas producen el mundo social, más que ser simple resultado
de él. Es decir, no se trata de expresiones a la mano, modifi-
cables por simple reflexión, pues articulan la experiencia más
que ser producto de ella. De ahí la importancia de recordar
que “un concepto, en el sentido que aquí se está usando, no
solo indica unidades de acción: también las acuña y las crea.
No es solo un indicador, sino también un factor de grupos po-
líticos y sociales” (ibid.: 206).
Finalmente, otro factor clave de la propuesta de Koselleck
radica en el modo en que dichos conceptos duran, permane-
cen en el tiempo. La historia de las nociones o categorías iden-
titarias nos permite ver o rastrear cómo un par de conceptos
asimétricos, por ejemplo, “bárbaro”/“civilizado”, actúa en
distintos momentos de la historia, pero indicando el efecto
que tienen los estratos de significado que los hicieron apare-
cer cuando se movilizan en contextos semánticos, históricos
o políticos concretos. Por tanto, estos viejos sentidos no son
anacrónicos en sí mismos, sino que introducen historicidad en
su momento de aparición, sosteniendo y produciendo formas
Mestizos, indios y extranjeros 207

de organizar las relaciones sociales, de limitarlas o, incluso, de


sostener relaciones jerárquicas a pesar de que la intención sea,
en ocasiones, eliminar las jerarquías.
En este sentido, la de “indio” es una categoría social de
identidad que hace eco de una forma de organizar asimétri­
camente el orden social a partir del binomio “conquista-
dor”/“conquistado”, “blanco”/“indio”, que permanece sin
ser dicho cada vez que “lo indio” se postula como una reali-
dad esencial que aglutina a un amplio conjunto de grupos o
individuos. Lo indio es indio, pues, valga la simpleza, por opo-
sición a otro que lo produce y lo denomina como tal, no por
algo que tenga que buscarse en sí mismo.9
Puede entonces sugerirse que al hacer de “lo indio” el obje­
to de estudio de una disciplina, como sucedió en México en
los orígenes de la antropología científica, se producen dos
efectos importantes. Por un lado, el discurso científico contri-
buye a determinar su objeto de estudio o, mejor, a dotarlo de
una fijeza que la reflexión teórica ya no cuestiona: el indígena
es y existe porque la sociedad lo identifica como un colectivo
“real”, pero sobre todo porque la ciencia llena de contenido
“científico” dicha categoría al describir lo que es ser indígena.
Por otro lado, usa dicha distinción para que su discurso ad-
quiera, de modo casi automático, pertinencia social. La “re-
levancia” de la ciencia depende de la importancia del objeto
social que estudia.
Modalidades similares de reflexión y análisis en la historia
de las ciencias y de la misma antropología aparecen cada vez

9
  Si bien cualquier acercamiento a la identidad en nuestros tiempos parte del re-
conocimiento teórico de que la identidad es producto de una relación, el enfoque
de Koselleck nos permite notar que en dicha relación existen acumulados modos
históricos que pueden guardar tensiones jerárquicas que se activan al emplearlas
nuevamente.
208 Nación y alteridad

más en otras propuestas de investigación. Reconozco un pro-


cedimiento similar en el trabajo clásico de Edward Said, Orien-
talismos, y en las secuelas que ha permitido. También aparece
de manera muy sugerente en los trabajos de investigación en
torno a la ciencia genómica y al Instituto Nacional de Medici-
na Genómica reunidos por Carlos López Beltrán en Genes (&)
mestizos. Si bien la obra de Said apunta sobre todo a mostrar el
modo en que los saberes aparentemente neutrales y eruditos
crearon entidades culturales esencializadas y reificadas atra-
vesadas por el contexto colonial decimonónico, y el trabajo de
Carlos López Beltrán y sus colaboradores destaca el uso que
la ciencia hace de las categorías identitarias una vez formadas,
en ambos es posible observar el modo en que el saber se arti-
cula estrechamente con formas políticas de dominación o cla-
sificación de grupos.10
Por otro lado, mi enfoque debe mucho a dos obras que se
interesaron por historizar el saber antropológico en México y
por repensar la historia del indigenismo latinoamericano. La
primera, “La historiografía antropológica contemporánea”,
de Luis Vázquez León, sugiere que la antropología mexicana
está hondamente marcada por algo que llama el “paradigma
indigenista”. Es decir, sugiere que el hecho de que en Méxi-
co fuera la antropología la ciencia que respondió al problema
indígena como un problema nacional provocó que dicha dis-
ciplina no solo fuera definiendo sus temáticas de trabajo sino
que también encontrara vías para institucionalizarse, para
recuperar o eludir teorías antropológicas de otras latitudes y
para fijar jerarquías entre las ciencias. Esta estrecha relación

  Desde luego, diversos trabajos han seguido esta misma línea de reflexión sin
10

enmarcarse en tradiciones académicas unívocas. Los de Foucault, como se sabe,


han sido centrales para tematizar asuntos similares, y en México han sido fecunda-
mente utilizados por Beatriz Urías Horcasitas o Marta Saade.
Mestizos, indios y extranjeros 209

entre indigenismo y ciencia antropológica la encuentra Váz-


quez hasta muy entrado el siglo xx, mostrando con ello líneas
de continuidad y diálogo entre las distintas disciplinas antro-
pológicas (lingüística, antropología social, etnología, etnohis-
toria, arqueología, antropología física), así como entre autores
que desde otra perspectiva se verían contrapuestos (por ejem-
plo, perspectivas que separan enfoques críticos, oficiales, mar-
xistas, culturalistas, funcionalistas, etcétera).
La segunda obra es el volumen coordinado por Laura Gi-
raudo y Juan Martín-Sánchez: La ambivalente historia del indige-
nismo. Campo interamericano y trayectorias nacionales. 1940-1970. En
él se sugiere pensar el indigenismo interamericano como un
“campo cuasiprofesional”, es decir, como una temática que
permitió conformar una comunidad centrada en definir cómo
debía desarrollarse dicha práctica política. Lo interesante de
ese trabajo es que permite pensar los puntos de diálogo en-
tre distintos indigenismos, que generalmente se postulan como
opuestos (principalmente el de los años cuarenta y cincuenta,
por un lado, y el de los años setenta y ochenta, por otro). La
noción de campo cuasiprofesional les permite a estos autores
pensar que no se trata de modos que se oponen transforman-
do plenamente el quehacer indigenista, sino de posiciones y
tendencias que estructuran todo el campo indigenista desde su
formación e incluso hasta tiempos recientes.
A propósito de estos dos trabajos, tiene sentido discutir la
pertinencia de los conceptos de paradigma y de campo para
describir u organizar el tema. La pertinencia de estas nocio-
nes estriba en que permiten observar a la comunidad científi-
ca de la antropología reunida en torno a un paradigma (como
hace Vázquez), pero además abriendo la posibilidad de ver o
analizar las tensiones o disputas vigentes en dicha comunidad
(como hacen Giraudo y Martín-Sánchez). Sin embargo, el
210 Nación y alteridad

problema de ambas nociones es la estrecha relación que guar-


dan con el modo de organizar el estudio de la ciencia. Para-
digma remite, indudablemente, a un conjunto de presupuestos
teóricos que organizan las observaciones científicas, y campo, a
un sistema de relaciones relativamente autónomo que puede
describirse en función de sus reglas o lógicas de funcionamien-
to y además, como lo emplean los autores, con un capital pro-
pio que permite conformar un ámbito profesional específico.
La noción de “indigenismo”, por su parte, está estrechamente
vinculada a un grupo social, a las acciones que deberían o po-
drían hacerse para atender los problemas que su presencia ge-
nera al interior de una nación.
En este sentido, es posible pensar que el indigenismo como
política pública o política de Estado tuvo en un país como Mé-
xico, y quizá en la región latinoamericana, un impacto muy
profundo en la antropología, al grado de legitimarla como la
ciencia social encargada de atender o resolver dicho problema.
Es decir, se trata de mostrar los efectos que tuvo en la antropo-
logía el hecho de que esta ciencia haya surgido como produc-
to del interés de “atender” y “diseñar” políticas para resolver
algunos problemas que la nación o las naciones enfrentan por
la presencia de indígenas en su territorio. Por ello, es posible
pensar el indigenismo como Said trata el “orientalismo”, es
decir, como el tratamiento que la práctica antropológica y la
política indigenista dan a “lo indígena” (aun cuando eso impi-
da ver algunos de los asuntos que en los otros trabajos sí pue-
den enfatizarse, sobre todo relacionados con la especificidad
de la comunidad científica y las posiciones en su interior).
Apelar al “orientalismo”, por tanto, permite sugerir con
mayor fuerza que “lo indígena” se ha convertido en un objeto
del mundo con una enorme fijeza y estabilidad, en buena me-
dida por los efectos que ha recibido al volverse objeto de aten-
Mestizos, indios y extranjeros 211

ción tanto del saber antropológico como de la práctica política


indigenista, al grado de pensarse como un objeto que ha exis-
tido casi desde siempre, o al menos que es anterior a la prác-
tica social que lo hace visible y a la práctica científica que al
emplearlo lo estabiliza.

Manuel Gamio y Guillermo Bonfil Batalla: el mundo


observado por la antropología mexicana

La historia de la antropología mexicana, contada en buena


medida desde su organización interna y, sobre todo, tras los
efectos de las disputas de los años sesenta y setenta, ha hecho
de Manuel Gamio (1883-1960) y de Guillermo Bonfil Batalla
(1935-1991) dos figuras centrales que enmarcan dos momen-
tos distintos de la disciplina. Gamio fue padre fundador de la
antropología profesional e ideólogo de su proceso de institu-
cionalización durante el México posrevolucionario; fue ideó-
logo también de la política de integración del indígena a la
nación, identificada en América Latina con el nombre de indi-
genismo. Bonfil es el nombre que permite ubicar la crítica más
fuerte al indigenismo de Estado y se identifica como uno de los
autores que más interés despertaron para revalorar “lo indíge-
na” y convertirlo no solo en una cultura de la misma impor-
tancia y valor que cualquier otra, sino que invitó a pensar en
lo indígena como aquel trasfondo cultural al que en lugar de
integrar deberíamos volver a ver para orientar nuestro rumbo.
En las últimas décadas nos hemos vuelto sensibles a reco-
nocer que la periodización no es un instrumento de organiza-
ción ni neutro ni simple al interior del conocimiento histórico:
que el presente organiza un pasado que, al periodizarse, pro-
voca la idea de que esos cortes están en la realidad y no en el
212 Nación y alteridad

modo en que esta es organizada por una práctica que, incluso,


fija las condiciones para producir los relatos siguientes.11
Se puede sugerir que la tensión entre ambos autores, y el
modo como esta oposición sirve todavía hoy para trazar la
división de la disciplina en México, fue fijada u organizada
como tal en los años de la disputa recuperada por Medina y
García Mora y, por tanto, a través de la historia que se escri-
bió en los años ochenta. La generación de los setentas trazó un
desplazamiento con la generación anterior y provocó así un
reacomodo del campo; sin embargo, quedarnos con una im-
presión tan similar a la de los actores nos impide ver muchos
de los vínculos entre ambos momentos de la antropología.
Desde luego, entre un autor y otro existe en efecto una ten-
sión, que de hecho el propio Bonfil indica: él escribe con la
antropología oficial en mente y contra ella; por lo tanto, su
texto está marcado por la oposición que quiere hacer al lega-
do de Manuel Gamio.12 Para una reconstrucción que ayude

11
  Esto puede observarse, por ejemplo, en el lugar que se le ha asignado a Manuel
Gamio como padre de la antropología mexicana y en la necesidad de partir de él
como referente inevitable de toda historia posterior. Lo mismo, me parece, sucede
con Guillermo Bonfil Batalla y el lugar estable en el que se lo ha colocado: el crítico
de la antropología posrevolucionaria. Para producir ambos “lugares” fue decisivo
lo dicho por la generación de los años setenta.
12
  Desde sus primeros escritos, Guillermo Bonfil Batalla fue uno de los autores
que de manera más clara indicaron la necesidad de desmontar la antropología de
la relación que había establecido con el Estado. El mismo Andrés Medina, quien
estaba profundamente en desacuerdo con muchos de sus planteamientos, reconoce
en él la voz mejor organizada de la crítica a la antropología oficial de los años seten-
ta. Desde su trabajo de investigación de doctorado (1962), Bonfil, señala Medina,
estaba preocupado por mostrar las implicaciones filosóficas y políticas del cultura-
lismo. Posteriormente dicha crítica quedará asentada en De eso que llaman antropología
mexicana (Warman et al., 1970); la colaboración de Bonfil es, a decir de Medina, el
texto “más importante” del volumen, tanto “por la coherencia de todo el escrito,
su mejor organización y mayor claridad, como por su amplitud temática y su ex-
plícita preocupación teórica” (Medina, 1986: 63). El título, “Del indigenismo de la
Revolución a la antropología crítica”, introduce justamente el modo en que el des-
Mestizos, indios y extranjeros 213

a comprender las condiciones que permitieron el cuestiona-


miento de la disciplina es necesario volver a la década de los
años sesenta y a la producción de la antropología y otras dis-
ciplinas sociales –particularmente la sociología– en aquellos
años, así como a la recepción del marxismo y las teorías de
la dependencia, o incluso atender obras sugerentes, como las
de Aguirre Beltrán, pensando en el horizonte de discusión
de su tiempo.13 También resultará útil regresar a otras obras
que desde campos ajenos a la antropología participaron, a su
modo, en el análisis del indigenismo.14
Las razones expuestas permiten comprender por qué deci-
dí comparar detenidamente las obras de Gamio y Bonfil Bata-
lla tratando de observar algunos aspectos concretos: el modo
como describen la composición de la nación, la tarea que el
antropólogo puede o debe realizar a partir de ello y, por tanto,

plazamiento del campo se organiza, también, como desplazamiento histórico. En


el texto de Andrés Medina llama la atención otro aspecto interesante. Para explicar
el origen de la discusión, este autor subraya la importancia que tuvo la reedición de
Forjando patria en 1960. La publicación del libro de Gamio se volvió referente de la
discusión antropológica y puso en escena todo un modo de ser de la antropología.
Véase Medina, 1986.
13
  La lista de trabajos publicados en esa época es larga, pero al menos habría que
considerar los de Ricardo Pozas, Gonzalo Aguirre Beltrán, Rodolfo Stavenhagen
y Pablo González Casanova, así como algunas discusiones propias del vínculo de
la antropología con el marxismo, como la relacionada con el modo de producción
asiático y el papel de Ángel Palerm en ella. Por otro lado, como sugería Andrés
Medina (1986), sería preciso contrastar dichas discusiones con algunas prácticas
institucionales que apelaban al nacionalismo posrevolucionario de manera efectis-
ta y efectiva. Son los años de la creación del Museo Nacional de Antropología y de
la exaltación de la imagen del indio y su herencia en la conformación de la nación,
así como de un conjunto de trabajos que, en la unam, ponían a la vista el intento de
recuperar la voz y la visión de los vencidos.
14
  Pienso particularmente en Los grandes momentos del indigenismo en México, del filó-
sofo Luis Villoro, citado repetidamente en las polémicas de los años sesenta y se-
tenta. De hecho fue Bonfil quien en la década de los ochenta promovió que el libro
se reeditara (sobre la recepción y el análisis del libro de Villoro, véase Olivé, 2012).
214 Nación y alteridad

el lugar que ocupa lo indígena –y la antropología– en la con-


formación del nosotros nacional.

La antropología al servicio de la patria

Este libro tiene un doble propósito. Por una parte, intenta presen-
tar una visión panorámica de la presencia ubicua y multiforme de
lo indio en México. Lo indio: la persistencia de la civilización me-
soamericana que encarna hoy en pueblos definidos (los llamados,
comúnmente, grupos indígenas), pero que se expresa también, de
diversas maneras, en otros ámbitos mayoritarios de la sociedad
nacional que forman, junto con aquellos, lo que aquí llamo el Mé-
xico profundo. Por otra parte, con base en el reconocimiento del
México profundo, se proponen argumentos para una reflexión
más amplia, que nos debe incumbir a todos los mexicanos: ¿qué
significa en nuestra historia, para nuestro presente y, sobre todo,
para nuestro futuro, la coexistencia aquí de dos civilizaciones, la
mesoamericana y la occidental? (Bonfil, 1989: 9).

Así comienza uno de los libros más leídos, citados, alabados


y criticados en el ámbito de la antropología mexicana: Méxi-
co profundo. Una civilización negada, publicado en 1987 por Gri-
jalbo, y reeditado en 1990 en la colección Los Noventas, del
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, con el sorpren-
dente tiraje de cuarenta y cuatro mil ejemplares. Se trató, al
parecer, de un best seller antropológico, quizá solo comparable,
según dice Luis Vázquez León (2002), con Juan Pérez Jolote, de
Ricardo Pozas.15

15
  Cabe recordar que cuando escribió México profundo, Bonfil ya había sido direc-
tor del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah), fundador del Centro
de Investigaciones Superiores del inah (después Centro de Investigaciones y Estu-
dios Superiores en Antropología Social), fundador del Museo de Culturas Popula-
Mestizos, indios y extranjeros 215

Dos propósitos, más o menos claros, más o menos preci-


sos, aparecen en la introducción al libro. Por un lado, la des-
cripción de una realidad: la presencia ubicua y multiforme de
lo indio en México. Por otro, una reflexión que toma en cuen-
ta esa realidad y que nos permite pensar qué significado tiene
para nuestra historia, pasado, presente y futuro, la coexisten-
cia de dos civilizaciones.

Podría parecer que reflexionar sobre el problema de la civiliza-


ción es inoportuno, cuando el país atraviesa por circunstancias
difíciles y afronta problemas de todo orden (económicos, políti-
cos, sociales) que exigen solución inmediata; ante la urgencia de
las demandas actuales, ¿qué sentido tiene pensar en la civiliza-
ción…? Yo creo que lo tiene, y muy profundo. Más aún: plan-
teo que los problemas inmediatos, los que hoy nos agobian con
su presencia crecida y simultánea, se comprenderán solo aislada
y parcialmente (y, en consecuencia, se podrán resolver solo par-
cial y aisladamente en el mejor de los casos) si no se enmarcan en
el dilema no resuelto que nos plantea la presencia de dos civiliza-
ciones. Porque dos civilizaciones significan dos proyectos civiliza-
torios, dos modelos ideales de la sociedad a la que se aspira, dos
futuros posibles diferentes. Cualquier decisión que se tome para
reorientar al país, cualquier camino que se emprenda con la es-
peranza de salir de la crisis actual, implica una opción a favor de
uno de esos proyectos civilizatorios y en contra del otro” (id.).

El presupuesto es contundente y marca una de las tesis cen-


trales de este autor, pero quizá también asoma y circunda el

res, así como un investigador activo y atento a los procesos de movilización indíge-
na en toda América Latina. Esta labor se aprecia claramente en la coordinación
del libro sobre los manifiestos políticos y las luchas y movilizaciones indígenas en
América Latina (1981).
216 Nación y alteridad

pensamiento antropológico en general. Los problemas socia-


les, económicos, políticos no son problemas por sí mismos:
obedecen a proyectos civilizatorios, pues las formas sociales,
económicas y políticas están determinadas, marcadas, regu-
ladas por algo subyacente en toda sociedad: un orden cultural
o civilizatorio que, como resorte, produce un conjunto amplio
de objetos y prácticas, de valores, modos de tematizar lo que
es bueno o malo, pertinente o impertinente, apropiado o ina-
propiado. Por ello, el diseño de la sociedad no puede hacerse
desde fuera de dicho orden, o, más bien, si se hace desde fuera
se impone un orden ajeno, proveniente de otro orden civiliza-
torio que, al negar, domina, impone, coloniza, conquista, su-
bordina. Se trata, pues, de una disyuntiva ineludible.
Bonfil prosigue: “La historia reciente de México, la de los
últimos quinientos años, es la historia del enfrentamiento per-
manente entre quienes pretenden encauzar al país en el pro-
yecto de la civilización occidental y quienes resisten arraigados
en formas de vida de estirpe mesoamericana” (ibid.: 10). Esto
deja claro que México es mucho más que lo que ha ocurrido
en él en los últimos quinientos años, la historia reciente, la his-
toria en que un proyecto definido bajo sus premisas, de modo
autónomo, comenzó a ser negado por un proyecto que vino de
fuera y eliminó la posibilidad de que la historia de México se
definiera según las directrices de la civilización profunda, mi-
lenaria, mexicana.
Años antes, en 1916, Manuel Gamio publicaba Forjando pa-
tria: otro clásico, la “obra con la que se reconoce, en sentido
estricto, el arranque de la antropología en México” (Portal y
Ramírez, 2010: 94). Sin duda, el libro de Gamio es, junto con
el de Bonfil, el más citado, etiquetado, y después de Bonfil y su
generación, el más cuestionado y acaso cada vez menos leído
de “eso que llaman antropología mexicana”.
Mestizos, indios y extranjeros 217

Así comienza el primer capítulo:

En la gran forja de América, sobre el yunque gigantesco de los


Andes, se han batido por centurias y centurias el bronce y el hie-
rro de razas viriles.
Cuando al brazo moreno de los Atahualpas y los Moctezumas
llegó la vez de mezclar y confundir pueblos, una liga milagro-
sa estaba consumándose; la misma sangre hinchaba las venas
de los americanos y por iguales senderos discurría su intelec-
tualidad. Había pequeñas patrias: la Azteca, la Maya-Kiché,
la Incásica, que quizá más tarde se habrían agrupado y fundi-
do hasta encarnar grandes patrias indígenas, como lo eran en
la misma época la patria China o la Nipona. No pudo ser así.
Al llegar con Colón otros hombres, otra sangre y otras ideas, se
volcó trágicamente el crisol que unificaba la raza y se cayó en
pedazos el molde donde se hacía la Nacionalidad y cristalizaba
la patria (Gamio, 2006: 5).

Las primeras dos páginas del libro de Gamio cuentan, a su


manera, eso que Bonfil resumía en un párrafo, aunque hable
Gamio de toda América. Si para Bonfil todo lo que ha pasado
después de ese contacto, choque o encontronazo (como llamó
al “descubrimiento de América”) no es más que una misma
cadena de eventos de imposición, para Gamio lo que había
antes sin cuajar del todo quedó suspendido, sin trazas de con-
tinuidad. Pero es en el choque en donde, en opinión de ambos,
se definen los dos grupos: lo occidental y lo mesoamericano de
Bonfil son el acero de la raza latina y el duro bronce indígena
de Gamio.

Durante los siglos coloniales llamearon también las fraguas ges-


tadoras de nobles impulsos nacionalistas, solo que los Pizarro y
218 Nación y alteridad

los Ávila pretendieron cincelar patrias incompletas, ya que nada


más se valían del acero de la raza latina, dejando apartado en la
escoria el duro bronce indígena (id.).

La narrativa tiene coincidencias, aunque importan más las


discrepancias. La patria cincelada por los Pizarro y los Ávila, in-
completa, negó el bronce indígena: la negación aparece, lo que
implica dejar incompleta a la patria. Bonfil, por su parte, no ha-
bla de falta de atención, sino de conflicto entre dos grupos: no
parece indicar que la solución sea el diálogo, el encuentro o la fu-
sión. Esto tiene que ver con que para Bonfil, México, la patria,
no es un proyecto desde entonces, sino un aborto. Gamio, en
cambio, prosigue relatando la historia de una patria incompleta:

Por varios lustros se escuchó martilleo fragoroso que hacía re-


temblar altas sierras, agitarse frondas vírgenes y lucir crepúsculos
siempre rojos, como si la sangre salpicara lo alto. […] Desgracia-
damente la tarea no fue bien comprendida; se pretendió esculpir
la estatua de aquellas patrias con elementos raciales de origen
latino y se dio al olvido, peligroso olvido, a la raza indígena, o a
título de merced se construyó con ella humilde pedestal broncí-
neo, sucediendo a la postre lo que tenía que suceder: la estatua,
inconsistente y frágil, cayó repetidas veces, mientras el pedestal
crecía. Y esa pugna que por crear patria y nacionalidad se ha
sostenido por más de un siglo, constituye en el fondo la explica-
ción capital de nuestras contiendas civiles (ibid.: 5-6).

La negación, peligroso olvido, ha generado las luchas, las


contiendas civiles, en medio de las cuales escribe su texto.
Bonfil, por su parte, no está lejos de la misma opinión. Son
otros sus tiempos, pero, al parecer, México sigue frágil, ende-
ble; la tarea no ha sido bien comprendida.
Mestizos, indios y extranjeros 219

En los momentos actuales, cuando el proyecto del México


imaginario se resquebraja y hace agua por todas partes, re-
sulta indispensable repensar el país y su proyecto. Sería irres-
ponsable y suicida pretender hallar soluciones a la crisis sin
tomar en cuenta lo que realmente somos y lo que realmente
tenemos para salir adelante. No podemos seguir mantenien-
do los ojos cerrados ante el México profundo; no podemos se-
guir ignorando y negando el potencial que representa para el
país la presencia viva de la civilización mesoamericana (Bon-
fil, 1989: 12).

La generación de Bonfil, se ha dicho ya, ha dejado de creer


en el proyecto del México revolucionario; de hecho se presen-
ta como una generación que intenta desmontar sus falacias
y reorientar el rumbo de la nación. La antropología de Ga-
mio, el indigenismo resultado del Estado posrevolucionario,
es, como sabemos, objeto central de sus críticas, como lo es el
indigenismo que sigue vigente cuando escribe (si bien se tra-
ta ya de un indigenismo “oficial” que no despierta en todos el
mismo entusiasmo que en Gamio).

Toca hoy a los revolucionarios de México empuñar el mazo y ce-


ñir el mandil del forjador para hacer que surja del yunque mila-
groso la nueva patria hecha de hierro y de bronce confundidos.
Ahí está el hierro… Ahí está el bronce… ¡Batid, hermanos! (Ga-
mio, 2006: 6).

Dos obras “gemelas”, dos obras que tienen una misma ló-
gica de funcionamiento. Describir a la población para que de
su conocimiento puedan salir las bases del proyecto futuro. La
antropología como disciplina de observación tiene la posibili-
dad de registrar, reconocer y observar aquello que impide el
220 Nación y alteridad

normal desarrollo del proyecto civilizatorio. Es la ciencia que


registra la diferencia, y en México, tierra de diferencias, tiene
una función fundamental: permitir la adecuación entre lo que
somos y lo que queremos y podemos ser. En el caso de Gamio,
la definición es plenamente clara:

Es axiomático que la Antropología en su verdadero, amplio con-


cepto, debe ser el conocimiento básico para el desempeño del
buen gobierno, ya que por medio de ella se conoce a la pobla-
ción, que es la materia prima con que se gobierna y para quien
se gobierna (ibid.: 15).

En la frase hay que notar el lugar en el que ubica al an-


tropólogo: junto al gobierno, a su lado, proporcionándole la
información necesaria sobre la población. Y a la población
también le asigna un lugar claro: “materia prima” con la que
se gobierna, para la que se gobierna. La autonomía del go-
bierno, la distancia en la que lo coloca con respecto a la pobla-
ción, es la misma que hay entre el antropólogo y la población,
mientras que la distancia entre gobierno y antropólogo no
existe del todo, aunque se dividen el trabajo: uno informa, el
otro realiza. La figura del intelectual, del científico, cercana al
gobierno no se observa como problemática. Es este, sin duda,
uno de los gestos donde puede observarse la mayor diferencia
entre Gamio y Bonfil.
En Bonfil la antropología debe ser crítica; ha de oponer
distancia frente al Estado, porque para esas fechas este se ha
identificado como una entidad que no representa a la pobla-
ción sino solamente a un sector de ella. Sin embargo, la fun-
ción práctica, política, persiste en la antropología aplicada
de Bonfil, que ahora establece también una distancia con la
sociedad: una distancia que se sustenta en la capacidad del
Mestizos, indios y extranjeros 221

científico de observar lo que la sociedad ha negado. La idea


de crítica en Bonfil tiene ese doble aspecto: crítica al Estado
como instancia de poder, crítica a la antropología de Estado
que ha construido una ideología que debe ser desmontada;
es decir, crítica en el sentido de mostrar las formas veladas
de dominación.

Indios, mestizos, extranjeros: el tiempo como solución

Uno de los ejes centrales que permiten ver los puntos de conti-
nuidad entre la obra de Gamio y la de Bonfil es su manera de
describir a la población, la división que encuentran entre gru-
pos culturales diferentes. Para Gamio, la población mexicana
está conformada por dos grupos divididos y con intereses dis-
tintos, intereses que nacen de sus diferencias raciales, de idio-
ma, culturales, de civilización:

¿Ocho o diez millones de individuos de raza, de idioma y de cul-


tura o civilización indígenas pueden abrigar los mismos ideales y
aspiraciones, tender a idénticos fines, rendir culto a la misma pa-
tria y atesorar iguales manifestaciones nacionalistas que los seis
o cuatro millones de seres de origen europeo que habitan en un
mismo territorio pero hablan distinto idioma, pertenecen a otra
raza y viven y piensan de acuerdo con las enseñanzas de una
cultura o civilización que difiere grandemente de la de aquellos,
desde cualquier punto de vista? (Gamio, 2006: 9).

En la descripción se anuncia el problema de la patria. No


hay nación (lo dice a lo largo de todo el libro) si no hay una
cultura homogénea, una cultura que se lee también como
raza. Por ello, la tarea del Estado tiene que ser integrar a los
dos grupos:
222 Nación y alteridad

Cuando, de acuerdo con el procedimiento integral hasta aquí


delineado, hayan sido incorporadas a la vida nacional nuestras
familias indígenas, las fuerzas que hoy oculta el país en estado
latente y pasivo, se transformarán en energías dinámicas inme-
diatamente productivas y comenzará a fortalecerse el verdadero
sentimiento de nacionalidad (ibid.: 18).

Guillermo Bonfil también introduce una descripción ge-


neral de los grupos que integran a la nación: México es una
sociedad con más de ochenta millones de seres humanos, en
condiciones geográficas diversas, inserta en un desarrollo capi-
talista que ha contribuido, además, a generar diferencias entre
estratos, sumándole a la diferencia cultural una desigualdad
social constantemente resaltada en su trabajo. Lo importante
sigue siendo que las desigualdades y diferencias son produc-
to de un nivel profundo, que la aparta de otras sociedades que
tienen una antigua y sólida unidad cultural y en las que las di-
ferencias en estratos se organizan por la estructura social capi-
talista y no por una herencia cultural diferente producto de las
relaciones jerárquicas del régimen colonial.16

16
  En su artículo “Del indigenismo de la Revolución a la antropología crítica”,
Bonfil, además de realizar la crítica a la antropología de la generación de Gamio,
introduce algunas distinciones que señalan la particularidad de los grupos indíge-
nas dentro de la estructura social de México, en tensión contra las otras posicio-
nes importantes de la antropología de aquellos años. Frente al indigenismo clásico,
Bonfil sostiene que es necesario pensar en la estructura social de explotación del
país, que a través de ella se pueden entender las jerarquías entre grupos y que, por
tanto, la posición de estos obedece a la posición que adquieren en el sistema global
de producción. Frente a las visiones marxistas de la antropología, que miran al in-
dígena como una clase explotada, propone pensarlo como producto de una cultu-
ra al margen del sistema global, es decir, que no ha sido provocado por el sistema,
pues es preexistente a él. Cito a Bonfil: “A diferencia de la cultura de los explotados
dentro del sistema dominante (cultura de clase), que también es una cultura oprimi-
da pero que solo tiene alternativa dentro del sistema nacional, las culturas indíge-
nas tienen alternativas fuera de ese sistema, porque no fundamentan su legitimidad
Mestizos, indios y extranjeros 223

Por eso en México las oposiciones no son internas, sino que


vienen de una historia profunda: “el enfrentamiento de dos civi-
lizaciones, la mesoamericana y la occidental cristiana” (Bonfil,
1989: 94). En esta medida, aunque los grupos son los mismos,
los indígenas y los de origen europeo, el nivel de conflicto regis-
trado por Bonfil es mayor, pues si bien Gamio observa que las
dos razas no pueden tener un objetivo común por ser dos cultu-
ras distintas, Bonfil indica que ambas tienen proyectos divergen-
tes y en oposición. No son solo dos grupos con ideas distintas:
son dos polos en oposición y en lucha constante. “Lo que hay es
una relación asimétrica, de dominación y subordinación, en la
que no se concede a sectores de cultura india (mayoritarios en el
país, como hemos visto) ningún derecho a conservar y desarro-
llar su propio proyecto civilizatorio” (ibid.: 95).
Es evidente que, si bien los grupos son los mismos, la dife-
rente forma de entender su relación, y, sobre todo (como vere-
mos más adelante), la capacidad de ser agentes de la historia,
supone una solución completamente distinta para encarar la
existencia de dos grupos. Si Gamio hablaba de integración de
ambos grupos a la cultura nacional, si la alquimia era la de la
fusión, Bonfil hablará de otro modo:

La adopción de un proyecto pluralista, que reconozca la vigen-


cia del proceso civilizatorio mesoamericano, nos hará querer ser
lo que realmente somos y podemos ser: un país que persigue sus
propios objetivos, que tiene sus metas propias derivadas de su
historia profunda (Bonfil, 1989: 245).

en términos de la cultura nacional sino en un pasado propio y distinto y en una


historia de explotación en tanto indígenas; y es precisamente el haber sido explotados
como indígenas lo que ha permitido la pervivencia de su cultura propia y diferen-
te” (1970: 52).
224 Nación y alteridad

En los dos autores es posible observar, entonces, que “los


grandes problemas nacionales” son producto de un mismo
problema: la imposición de ideas externas a una realidad di-
ferente. El otro externo, el extranjero, amenaza siempre la es-
tabilidad del orden mexicano: es una presencia que seduce y
convence por el poder que tiene, pero es al mismo tiempo una
presencia que intimida porque niega la particularidad del no-
sotros. Los grupos, además, son los mismos: los indios y los es-
pañoles. Es una dupla compleja que tiene que resolverse de
algún modo.
Manuel Gamio introduce un tercer grupo, que será la
pieza clave de la ingeniería poblacional posrevolucionaria:
el ­mestizo. Esta pieza maestra de hecho comenzó a asomar-
se desde mediados del siglo xix y tomó forma muy clara a fi-
nales de él, cuando la nación y sus pobladores se dejaron de
pensar como entidades fijas para ser concebidas como asun-
tos de formación histórica. Desde entonces, el mestizo fue la
solución a la contradicción, la síntesis de una historia que co-
menzó con la conquista.17
En Gamio el mestizo es una figura extraña. Tiene, por un
lado, realidad etnográfica: forma parte de los grupos que exis-
ten en el país. “La población de México está formada por tres
clases o grupos”, que dan lugar a un grupo que no es de raza
pura indígena ni de origen europeo, sino que se trata de indi-
viduos “cuya sangre se ha mezclado” (Gamio, 2006: 93).
El mestizo es, pues, producto de una mezcla racial, lo que
permite indicar que la noción de cultura y de raza comparten
en Gamio un parentesco complejo. Por otro lado, su existen-
cia es aún mínima, porque no ha logrado imponerse o sumar

  Véanse Basave, 1992; Knight, 2004; Saade, 2009, y Urías Horcasitas, 1996,
17

2000, 2001, 2007.


Mestizos, indios y extranjeros 225

para sí al resto de la población. La solución que Bonfil ofrece


al problema no es, en ningún momento, ni dialéctica ni armó-
nica. No hay forma de fusionar a las dos civilizaciones; se trata
de reconocer un dualismo que no terminará con el tiempo. En
Bonfil, el mestizo es, como veremos más adelante, un sujeto
engañado por una ideología que ha provocado la pérdida de
identidad; es el producto de la negación del México profundo;
es el individuo desindianizado.
Las obras de Guillermo Bonfil y de Manuel Gamio son tex-
tos de antropología; así se presentan, y, por lo mismo, definen
lo que es y debe ser la disciplina que autoriza su texto. Por eso,
cuando Gamio habla de la población o Bonfil habla de la so-
ciedad mexicana, no hablan de todos los grupos, aunque al
mismo tiempo hablen de todos. Tienen como contrato discipli-
nario la necesidad de hablar de eso que todos los demás dejan
fuera: “lo indio”.
Pero ¿quién o qué es lo indio en México? Es, en primer lu-
gar, y como hemos visto, lo negado: lo recuperado por estos
autores, lo que nadie ha atendido como se debe, lo que permi-
te la existencia de la antropología mexicana, lo que garantiza
su utilidad y su función. Sin lo indio, los antropólogos mexi-
canos no serían forjadores de patria. En ello, Gamio y Bonfil
coinciden. Pero no en el modo en que imaginan lo indio: en el
modo en que llenan de contenido una categoría que su disci-
plina está dispuesta a llenar y que, por el simple hecho de usar-
la, estabiliza.
Para Manuel Gamio se trata del primer grupo étnica-
mente constituido por individuos de raza pura, o en los que
predomina dicha sangre. Es por lo visto un criterio racial,
pero que tiene sus efectos sociales. “Desde el punto de vista
social –jerárquico podría también decirse–, estos individuos
han sido siempre los siervos, los parias, los desheredados, los
226 Nación y alteridad

oprimidos” (ibid.: 93). A pesar de ser la clase oprimida, seña-


la Gamio, no fue el indio el que hizo la revolución, ni tam-
poco el que generó ningún levantamiento a lo largo de su
historia, a pesar de haber estado “dispuesto a vengar las ve-
jaciones, los despojos y los agravios, a costa de su vida”. No
obstante su opresión, su valentía incluso, “no sabe, no cono-
ce los medios apropiados para alcanzar su liberación, le han
faltado dotes directivas, las cuales solo se obtienen merced
a la posesión de conocimientos científicos y de conveniente
orientación de manifestaciones culturales”. La sangre en las
luchas ha sido india, pero no la dirección. “¿Por qué no sabe
el indio pensar, dirigir, hacer sus revoluciones triunfantes,
formando, como forma, la mayoría de la población, siendo
sus energías físicas tal vez superiores y poseyendo aptitudes
intelectuales comparables a las de cualquier raza del mun-
do?” (ibid.: 94).
La explicación es simple: se debe al “estado evolutivo de
nuestra civilización indígena”. El argumento permite enten-
der las distinciones con las que Gamio trata de organizar la
información, el modo en que entiende la diferencia. Gamio
supone entonces que puede existir una diferencia clara en la
naturaleza de estos grupos. Pero eso no implica diferencia en
potencialidades: los indios tienen capacidades semejantes a las
de cualquier raza del mundo; las distintas razas tienen las mis-
mas aptitudes intelectuales. El desarrollo de dichas aptitudes,
la cristalización en objetos, en conocimientos, permite clasi-
ficar a los distintos grupos en etapas evolutivas. En Forjando
patria se perciben trazas de un peculiar modo de conciliar evo-
lucionismo y relativismo, conciliación que puede compren-
derse menos como producto de la poca formalización de su
pensamiento que como resultado de las exigencias de una pro-
blemática nacional a una disciplina científica.
Mestizos, indios y extranjeros 227

Gamio es claro: los indios son integrables (de hecho más de


una vez señala la necesidad de trabajar por su “redención”) y
tienen las aptitudes que tiene cualquier otra raza, pero para
lograrlo hay que generar un trabajo profundo y completo.

Naturalmente que ese baño civilizador no pasó de la epidermis,


quedando el cuerpo y el alma del indio como eran antes, pre-
hispánicos. Para incorporar al indio no pretendemos “europei-
zarlo” de golpe; por el contrario, “indianicémonos” nosotros
un tanto, para presentarle, ya diluida con la suya, nuestra civi-
lización, que entonces no encontrará exótica, cruel, amarga e
incomprensible. Naturalmente que no debe exagerarse a un ex-
tremo ridículo el acercamiento al indio (ibid.: 96).

La frase introduce la presencia de los tres grupos, que sa-


len a la luz al hablar de uno de ellos: al indígena hay que inte-
grarlo y nosotros debemos indianizarnos: unirnos a ellos para
unirlos a nosotros. La clave del mestizaje está a la vista: la san-
gre que pesa es la de quienes lograrán civilizar al indio. Así lo
resume: “Puede concluirse que el indio tiene una civilización
propia, la cual, por más atractivos que presente y por más alto
que sea el grado evolutivo que haya alcanzado, está retrasada
con respecto a la civilización contemporánea (id.).
Gamio señala otros rasgos, ajenos a lo que hoy clasifica-
ría un antropólogo: “Asombra su vitalidad”, igual que “su
naturaleza antimorbosa”; también es digno de mencionar el
“rendimiento”, “tan elevado con relación a la exigüidad del
alimento”, y, desde luego, las “aptitudes intelectuales compa-
rables a las de cualquier raza”. Con todo, también es “tímido,
carece de energías y aspiraciones, y vive siempre temeroso de
los vejámenes y del escarnio de la ‘gente de razón’, del hombre
blanco” (ibid.: 21).
228 Nación y alteridad

Guillermo Bonfil tiene otro modo de mirar lo indio y, por


tanto, de pensar las tres entidades que componen la nación.
De entrada, la presencia de lo indio en México, que conforma
lo que él llama “México profundo”, consiste en una

gran diversidad de pueblos, comunidades y sectores sociales, que


constituyen la mayoría de la población del país. Lo que los une
y los distingue del resto de la sociedad mexicana es que son gru-
pos portadores de maneras de entender el mundo y organizar la
vida que tienen su origen en la civilización mesoamericana, for-
jada aquí a lo largo de un dilatado y complejo proceso histórico
(Bonfil, 1989: 21).

Esa forma civilizatoria no existe sin sus expresiones actua-


les, diversas y repartidas en todo el territorio nacional, y se
encuentra presente por todos lados: desde “las culturas que al-
gunos pueblos indios han sabido conservar” hasta los “rasgos
aislados que se distribuyen de manera diferente en los distintos
sectores urbanos” (ibid.).
A pesar de que reconoce cierta diversidad, Bonfil hace más
hincapié en la unidad que en la diversidad de los pueblos in-
dios. Postula esta unidad a través del concepto de civilización:
más que cultura, y desde luego menos que raza, pero quizá
tan estático como este, el concepto de civilización le permi-
te integrar las diferencias en una unidad superior. Bonfil re-
conoce e insiste en la diferencia de los diversos pueblos, de las
culturas, en la dispersión de los rasgos, los modos, la forma de
actuar y pensar, los idiomas, etc. Al mismo tiempo, dicha di-
ferencia no es tal al encontrar la unidad civilizatoria. Por ello,
señala algunos rasgos que permiten reconocer la existencia de
la civilización mesoamericana. Resalta la atención que le de-
dica a la agricultura, pero aún más la intención de mirar las
Mestizos, indios y extranjeros 229

expresiones y las prácticas como producto de una misma uni-


dad que le da sentido a todo.

En las culturas indias, la concepción del mundo, de la natura-


leza y del hombre hace que deban colocarse en el mismo pla-
no de necesidad actos de carácter aparentemente muy distinto,
como por ejemplo, la selección adecuada de semillas que se han
de sembrar y una ceremonia propiciatoria para tener buen cie-
lo (ibid.: 51).

La necesidad de comprender el todo para comprender las


partes parece provenir de una mirada que recupera la tradi-
ción culturalista de la antropología, que aísla a las comunida-
des y mira de modo “holístico” el orden social, al poner como
base una unidad cultural que da sentido. En efecto, las críti-
cas a la antropología de la comunidad le sirven a Bonfil para
pensar a México en tensión, pero cuando se dedica a mirar
alguno de los lados, ya sea Occidente o Mesoamérica, Bon-
fil recupera una mirada totalizadora que atribuye armonía al
conjunto civilizatorio.
Si la antropología es la ciencia que piensa la diversidad
en la unidad, la unidad, en este caso, es la de la civilización:
“Se trata de la unidad dentro de la diversidad, resultado de
la pertenencia a una misma civilización” (ibid.: 72). Desde tal
perspectiva, el mundo podría pensarse como una unidad de
distintos órdenes civilizatorios, lo cual no deja de dar lugar a
problemas delicados.
Así, si Gamio entiende por civilización un proyecto de fu-
turo que unifica las diferencias culturales y que debe pensarse
más allá de toda cultura, raza o grupo étnico, Bonfil imagina la
civilización como la categoría que permita mostrar la diferen-
cia entre los seres humanos. Si bien Gamio como antropólogo
230 Nación y alteridad

tampoco diluye la importancia de la cultura como forma de


marcar la diferencia entre los grupos, desde su óptica­­­México
será nación cuando pueda conformar una sola cultura nacio-
nal, resultado de la fusión de lo que llega del mundo y cuanto
pueda integrarse de lo indígena en ello. El mestizo encarna-
rá, como sabemos, la agencia histórica de la nación mexicana.
Y el mestizo, mezcla de sangres, es socialmente para Ga-
mio la clase “eternamente rebelde, la enemiga tradicional de la
clase de sangre pura o extranjera, la autora y directora de los
motines y las revoluciones, la que mejor ha comprendido los la-
mentos muy justos de la clase indígena y aprovechado sus po-
derosas energías latentes, las cuales usó siempre como palanca
para contener las opresiones del Poder”. El mestizo ha de asu-
mir la falta de dirección de la clase indígena, siempre y cuan-
do logre desempeñar su papel de agente de la conciliación, de
la integración. El mestizo vive en una “terrible disyuntiva”:
no sabe qué hacer con el “criterio cultural indígena” que lleva
dentro y con el “criterio exótico, importado e impuesto por los
dominadores hispanos” (Gamio, 2006: 96-97).
Para Gamio, el arte es el modo de expresión que más ayu-
da a pensar cómo resolver la disyuntiva, pues ha logrado fusio-
nar la expresión del “alma indígena” bajo la forma occidental.
Se trata de “la cultura nacional, la del porvenir, la que acabará
por imponerse cuando la población, siendo étnicamente ho-
mogénea, la sienta y comprenda. No hay que olvidar que esta
cultura es la resultante de la europea y la indígena, o prehispá-
nica reformada” (ibid.: 98).18

  Una lectura atenta al tema del arte en Gamio permite comprender mejor
18

cómo entiende la relación entre “el alma de un pueblo” (su carácter, su singulari-
dad) y su forma material. La relación entre forma y contenido en arte, la idea de
expresión, le sirve como metáfora para pensar la creación de la nación y las técni-
cas para integrarla.
Mestizos, indios y extranjeros 231

Sin embargo, Gamio es cauteloso. El grupo que desde la


clase media ha logrado mostrar las vías de la fusión es una mi-
noría. Muchos de sus integrantes han abrazado los criterios
occidentales, actividad de copia que sucede entre los artistas,
pero también entre los científicos, los arquitectos, los sociólo-
gos y los psicólogos (véase ibid.: 99). Es hora, dirá, de modifi-
car los modos, de introducir el alma y el contenido del pueblo
para fusionar un modo nacional que le dé forma a la nación.
Se trata, evidentemente, de forjar patria.
Será esta clase intermedia, pues, la encargada de esta tarea,
pero también le corresponderá al antropólogo indicar cómo
ha de llevarse a cabo, ofreciendo toda la información necesa-
ria para ello.
Guillermo Bonfil no puede coincidir con Gamio en este
punto. Es, al parecer, el espacio de disenso más fuerte entre
esos dos momentos de la antropología. El lugar que ocupa esta
clase intermedia, este grupo extraño que no es ni una cosa ni
otra y que por un lado vive, como diría Gamio, presionado
por el peso de la sangre indígena y los criterios culturales que
le dan contenido, y por otro se ve obligado a imitar las formas
que Occidente ha impuesto en el territorio.
Bonfil describe de otro modo al indígena y a su civilización,
lo que le lleva a proponer una idea del mestizo completamen-
te diferente. Si existe un México profundo, el mestizo es una
clase que ha dejado de ser lo que realmente es. A este proceso
le llama desindianización, esto es, “la pérdida de la identidad co-
lectiva original como resultado del proceso de dominación co-
lonial”. Este cambio de identidad “no implica necesariamente
la pérdida de la cultura india, como lo prueba la realidad de
las comunidades campesinas tradicionales que se identifican
como mestizas”. Se les dice mestizos, incluso pueden sentirse
mestizos, pero no lo son. Para definir este proceso, este modo
232 Nación y alteridad

de imposición, Bonfil habla de “fuerzas etnocidas” que provo-


can que “grandes capas de la población mesoamericana re-
nuncien a identificarse como integrantes de una colectividad
india delimitada”. Pero esta fuerza etnocida, señala, no logró
sus objetivos. La presencia de la cultura india es “tan cotidia-
na y omnipresente” que no la notamos (Bonfil, 1989: 13, 42).

Conclusión

México profundo de Guillermo Bonfil Batalla es una obra que ha


permitido desmontar la ideología del mestizaje y presentarla
como una ideología, promovida por el México posrevolucio-
nario, que niega la diversidad, y que al imaginar un “México
homogéneo” produce un “México excluyente”. En fechas re-
cientes, el mestizaje se ha convertido en un objeto de estudio
que, más que definir lo que somos, lleva a reflexionar sobre el
papel de este concepto en la construcción de los imaginarios
nacionales, en la conformación y diferenciación de grupos, en
su función para consolidar la legitimidad del Estado, y en la
manera como permitió, al justificarla, la intervención estatal
en la regulación de los asuntos nacionales.
La ideología del mestizaje y sus efectos de poder no han
terminado. La puesta en marcha de grandes proyectos de in-
vestigación encargados de encontrar el genoma del mexicano,
y la manera como estos se realizan en el país, pone de mani-
fiesto la efectividad de dicho imaginario y su permanencia a
lo largo del siglo xx. El volumen Genes (&) mestizos, coordina-
do por Carlos López Beltrán, destaca la presencia que la ca-
tegoría de mestizo sigue teniendo en las ciencias genómicas y
biomédicas, tanto para consolidar la pertinencia social del co-
nocimiento científico como para reproducir un modo de ima-
Mestizos, indios y extranjeros 233

ginar la nación perversamente excluyente. Así lo señala López


Beltrán desde la introducción:

La noción identitaria de mestizo en México ha tenido un papel


crucial en el imaginario colectivo, promovido fuertemente du-
rante el siglo xx por los regímenes de la Revolución Mexicana.
Su paso, en aquel periodo, de la ideología a los laboratorios y a
la discusión de la genética poblacional no está cabalmente do-
cumentado ni comprendido. La suposición original de que ser
mexicano quiere decir ser híbrido tanto cultural como biológica-
mente (y médicamente) es una convención a la que se llegó por
medio de la imposición de una imagen estereotipada y una histo-
ria oficial que generaliza la cultura y el cuerpo mestizo como los
de todos los mexicanos (López Beltrán, 2011: 21).

La antropología fue una de las prácticas que más contri-


buyeron a fortalecer dichos estereotipos, y participó en la na-
turalización de la dicotomía “mestizo”/“indio”, que se ha
empleado para apuntalar y legitimar la investigación molecu-
lar de nuestros tiempos. Ha servido también para respaldar
un sinnúmero de prácticas sociales: intervenciones estatales;
programas de desarrollo; modos de entender, custodiar y di-
fundir el patrimonio nacional; modalidades de turismo; for-
mas de hacer y pensar la historia; exposiciones museográficas;
prácticas artísticas. En fin, modos de actuar que en lugar de
poner en duda la naturaleza de esa dicotomía la reproducen,
en muchos casos con presupuestos discriminatorios, si no es
que casi siempre.
Más allá de las implicaciones prácticas, políticas y socia-
les –desde luego, no menores– que implica la naturalización
de la dicotomía “mestizo”/“indio”, me interesa rescatar del
procedimiento de análisis el modo en que se relacionan estas
234 Nación y alteridad

catego­rías sociales con el trabajo científico. Al llenar de con-


tenido “científico” la categoría social –la distinción–, se legi-
timan al mismo tiempo la ciencia y la distinción (véase López
Beltrán, 2011).
La categoría de “indio” tiene, sin duda, una larga histo-
ria. Alan Knight ha señalado desde hace unos años que “la
atribución de identidad india empezó, por supuesto, con la
Conquista” (Knight, 2004: 14). Citando a Guillermo Bonfil
Batalla, Knight insiste en que dicha categoría es creación eu-
ropea; es más, que los europeos “crearon” a “los indios”, y que
desde entonces han ido apareciendo diversas teorías raciales
sobre los indios formuladas por no indios. Subraya, asimismo,
que el uso de la categoría de indio con la que se miraba o reco-
nocía a una parte de la población no implicó que existiera un
sentimiento indio común, y sostiene que dicho sentimiento es
muy reciente. Por último, Knight afirma que durante el régi-
men colonial se “creó” al indio en otro aspecto importante: el
modo de organizar a la población, de distribuirla y agruparla,
permitió seleccionar una serie de aspectos (que hoy llamaría-
mos rasgos culturales) que, sin ser de “origen indio o europeo”,
se usaron para describir a una población. Por ello, muchos de
los rasgos que hoy en día se consideran indígenas puros y que
vienen de tiempos inmemoriales, en realidad son producto de
la selección hecha por el régimen colonial y del sistema con el
que este organizó la repartición y la reubicación de los pobla-
dores indios. En síntesis, lo que recuerda Knight es algo que a
veces olvidamos: se trató de un concepto genérico que separó
a indios y a no indios y que fue usado por no indios.
Guillermo Bonfil Batalla, en su México profundo, introdu-
ce ideas muy cercanas a las que hemos recuperado: “se pen-
só que México era un país mestizo y los remanentes que no lo
fueran debían integrarse cuanto antes. Esa se tenía como una
Mestizos, indios y extranjeros 235

obligación de los gobiernos de la Revolución” (Bonfil, 1989:


164). Así, la “ficción” del mestizaje resituaba el viejo proble-
ma del indio.

Ante el “problema indígena”, la Revolución hecha gobierno ins-


titucionalizó un proyecto político para los pueblos indios y buscó
una fundamentación teórica acorde con los tiempos. Este proce-
so dio lugar al indigenismo. La figura a la que se le reconoce la
paternidad del indigenismo es Manuel Gamio, el primer antro-
pólogo profesional mexicano (ibid.: 70).

La realidad que Bonfil encuentra es muy distinta. “El Mé-


xico profundo, entre tanto, resiste apelando a las estrategias
más diversas según las circunstancias de dominación a que es
sometido. No es un mundo pasivo, estático, sino que vive en
tensión permanente” (Bonfil, 1989: 11). Un México profun-
do anterior a la Conquista, milenario, que permite mostrar la
presencia de lo indio en México. Bonfil encuentra la capaci-
dad de unidad, de sentido de pertenencia, de verdadera iden-
tidad nacional, en la categoría de civilización mesoamericana,
pero la posibilidad de naturalizar dicha distinción es (tal como
él mismo reconoce, y más adelante Knight recupera) una he-
rencia de la Conquista. El nuevo contenido que otorga a la
distinción parece venir de la realidad, pero es la distinción la
que determina lo observado.
La antropología mexicana surgió con Manuel Gamio para
ocuparse de un objeto que siguió requiriendo para mostrar su
pertinencia social; Guillermo Bonfil Batalla trabajó bajo las
mismas directrices. La población en México no es homogé-
nea; lo sabe el antropólogo, y él se encargará de hacerlo ver.
Pero esa diferencia, ya sea racial, cultural o étnica, produce
grupos diferentes que tienen determinadas expectativas en
236 Nación y alteridad

función de ese origen cultural. La visión racial/cultural de


Gamio y la visión cultural/civilizatoria de Bonfil son deter-
ministas: imaginan que política, economía, carácter, modo de
proyectar, de creer, de imaginar, son producto de una matriz,
de un orden, que solamente el antropólogo puede hacer inte-
ligible. El indio y su lugar en México fue la especialidad de la
disciplina durante casi todo el siglo xx. Diríase que el trabajo
de la antropología de un momento a otro del siglo no ha de-
jado de moverse en una paradoja: permitir el reconocimiento
del otro y mantenerlo como algo ajeno.
El concepto de “lo indio” tiene una larga historia en la an-
tropología mexicana. Desde que esta se dedicó a estudiarlo,
definirlo, clasificarlo, integrarlo, liberarlo, reconocerlo, pare-
cería que logró alejarse de las semánticas acumuladas o de las
prácticas sociales cotidianas que participan en su definición.
“Lo indio” es, sin duda, un modo de representar a un grupo
social sumamente cargado de contenidos sociales. ¿No sucede
algo similar en los textos de Gamio y de Bonfil en el momen-
to en que imaginan “lo indio”? ¿En qué medida el peso de la
Conquista y del régimen colonial sigue operando en sus tex-
tos? ¿Cómo se refuerza un modo de discriminar a los grupos
sociales­­­cuando la ciencia antropológica usa la forma social de
discriminar y de distinguir para observar y producir su obje-
to de estudio? ¿Acaso no les ocurre lo mismo que a los biomé-
dicos y genetistas que no logran historizar la categoría con la
que observan y naturalizan lo que es una representación social
más amplia?
Si bien la antropología en México desde los años ochenta
ha ampliado sus objetos de estudio y, con ello, también ha te-
nido que buscar otros modos de legitimar su papel como cien-
cia social, el modo en que el imaginario nacional ha hecho uso
de las teorías del multiculturalismo le ha dado nueva fuerza
Mestizos, indios y extranjeros 237

al “paradigma indigenista”. Esto propicia una relectura de tal


paradigma (y, por lo tanto, de la historia de la antropología en
México) a fin de entender cuáles son los callejones teóricos a
los que puede conducir.
Una relectura del indigenismo también podría ayudarnos a
repensar el quehacer de las disciplinas sociales. Tal vez sea mo-
mento de hacer de ellas un modo de observar la forma en que
las identidades sociales se disputan en el campo social, y no un
saber que nos muestre quiénes somos y quiénes son los otros.
238 Nación y alteridad

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“Altas culturas”, antepasados legítimos y


naturalistas orgánicos: la patrimonialización
del pasado indígena y sus dueños.
(Argentina 1877-1910)

E n un trabajo publicado en Argentina hace unos años


(Giudi­celli, 2007), dedicado al tema de la clasificación de
las poblaciones indígenas de los Valles Calchaquíes,1 sugería-
mos que para reconstituir la “geopolítica indígena” y recons-
truir la agentividad de los grupos indígenas a través de las fuentes
españolas, primero había que entender y deconstruir la lógi-
ca taxonómica de los agentes coloniales. Agregábamos que,
de no hacerlo, nos condenábamos a prolongar esas clasifica-
ciones heterónomas, naturalizando las antiguas “naciones” de
nuestro corpus, en el supuesto de que fueron creadas como en-
tidades político-administrativas funcionales al disciplinamien-
to colonial, y de ninguna manera para entender o conocer a
los grupos en cuestión, sino para identificarlos, delimitarlos,

1
  Se trata de la región de los altos valles interandinos del actual noroeste argen-
tino, hoy en día compartido entre las provincias de Salta, Tucumán, Catamarca y
La Rioja.
244 Nación y alteridad

disciplinarlos y ponerlos a disposición de las principales ins-


tancias de la economía de frontera: misioneros, hacendados,
mineros, caudillos militares. La idea era develar la naturaleza
real de las categorías coloniales, remarcando el momento fun-
damental de transmutación operado en el último cuarto del
siglo xix, cuando los sabios positivistas les otorgaron un esta-
tuto inmutable de etnias a las naciones que encontraban en las
crónicas que ellos mismos iban publicando en ese momento, o
en los legajos que estaban organizando en fondos de archivo.2
El trabajo llamaba la atención también sobre la posteridad de
esta naturalización y sobre los riesgos de que aquel momen-
to fundador de nuestras disciplinas se transmutase a su vez en
“sentido común” académico. Se trataba, en pocas palabras,
de intentar sortear un riesgo que corremos todos los que tra-
bajamos en esos temas: el de prolongar, de alguna manera, el
proceso de etnificación emprendido desde los siglos coloniales.
Finalmente, se completaba este cuestionamiento metodológi-
co con una comparación de la situación del Tucumán colonial
con otras zonas de “frontera” en la misma época, más pre-
cisamente con el noroeste mexicano: la provincia de Nueva
Vizcaya­­­ (Giudicelli, 2006b).
Obviamente, no se pretendía que los tepehuanes del Mez-
quital o del valle chihuahuense de San Pablo y los indios diagui-
tas de los Andes tucumanos eran iguales: tan solo que sufrían
en el mismo momento (entre finales del siglo xvi y la primera
mitad del xvii), por las mismas razones, por parte de los mis-
mos agentes, un tratamiento comparable, y que todos estaban
siendo informados por un encasillamiento regido por las mis-
mas coordenadas sociopolíticas e ideológicas. De hecho, a todos

2
  Hemos hecho un estudio similar para el caso de la Nueva Vizcaya (Giudicelli,
2011b).
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 245

ellos los subsumieron en la misma categoría de bárbaros o de be-


hetrías con varios nombres reflejados en la geografía colonial del
Nuevo Mundo: chichimecas, aucas, guaycurúes, chimilas, etc. Todos
fueron luego clasificados y divididos en una serie a la vez exten-
sa y reajustable de naciones, en función de las necesidades propias
del frente de conquista en un momento determinado.
Con esta última comparación tocamos sin darnos cuenta
un punto sensible, que suscitó una polémica bastante anima-
da y sobre todo inesperada. Sin entrar en el detalle, un punto
de la discusión que siguió merece nuestra atención, en la me-
dida en que deja al descubierto ciertos vínculos silenciosos –o
sordos– entre el investigador, su objeto de estudio y el cam-
po académico en el cual se inscribe. Tiene que ver con el es-
tatuto simbólico del objeto y, concretamente, con la posición
de dicho objeto en una jerarquía más o menos implícita. En
este caso, se nos objetó que “los valles calchaquíes son la úni-
ca frontera interna con alto nivel de desarrollo que logra conser-
var su autonomía hasta bien avanzado el siglo xvii” (Lorandi
y Boixados, 2010: 23; subrayado nuestro). Esto invalidaba de
antemano todo intento de comparación con las otras zonas a
las que nos referíamos, con fama de estar infestadas por “po-
blaciones de cazadores recolectores con una dinámica propia”
(id.). Tal afirmación es por demás discutible, más allá de su en-
foque marcadamente evolucionista, ya que muchos de aque-
llos “bárbaros” que supuestamente merodeaban entre montes,
serranías y desiertos ubicados en los límites de las tierras efec-
tivamente controladas eran en realidad excelentes agricultores
sedentarios que las crónicas, para las necesidades del discur-
so de conquista, habían transformado en manadas greñudas,
irracionales y agresivas (Boccara, 2001; Giudicelli, 2006a).
Para tratar de entender lo que había suscitado la polémi-
ca, decidimos interesarnos en la configuración del campo en
246 Nación y alteridad

el que habíamos entrado, a fin de evaluar mejor la plusvalía


simbólica acumulada por lo calchaquí y el noroeste argentino
en la genealogía académica de Argentina. Para hacerlo, nos
tuvimos que trasladar desde nuestra época de partida –la co-
lonial– hasta el periodo en cierto modo “formativo” del men-
cionado campo etnoacadémico: el último cuarto del siglo xix,
periodo en el cual en ese país, como en otros muchos, la espe-
cialización disciplinaria todavía no estaba fijada, y en el que
los “sabios” que la estaban cocinando se dedicaban a la vez a
la producción y legitimación de su práctica y a la definición de
la nación, en la que, precisamente, el elemento autóctono era
llamado a ocupar un lugar importante, si bien según una mo-
dalidad muy distinta de la que prevaleció en México, por to-
mar un ejemplo en muchos aspectos opuesto.
Lo primero que se nos impuso fue cierto desconcierto ante el
desfase abismal entre la figura de los calchaquíes coloniales, que
encarnaban la barbarie y la ferocidad, y lo que a partir del últi-
mo cuarto del siglo xix se exhibió en el mundo entero como una
“alta cultura” del pasado nacional. Este es el punto inicial de la
presente reflexión: ¿cómo pasamos de unos sucios indios rebel-
des olvidados y marginales a la puesta en escena for export de una
“cultura” prehispánica compatible con la narrativa nacional y
la capitalización simbólica de uso universitario?
Las razones son múltiples. Deben buscarse primero en la
inquietud y la acción de una clase de intelectuales muy pecu-
liar, que llamaremos los “naturalistas orgánicos”: una clase de
polígrafos que acumulaban todas las especies de capital, que
eran muy cercanos al poder liberal y estaban muy compro-
metidos en la conformación de una identidad nacional. Se les
debe la fundación de las grandes instituciones científicas, y en
última instancia fueron quienes organizaron la patrimoniali-
zación de todos los recursos naturales del territorio argentino:
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 247

desde los fósiles de grandes mamíferos prehistóricos hasta los


restos aún calientes de los indígenas mapuches, tehuelches y
chaqueños, recientemente sometidos por la fuerza militar.
Veremos cómo, paradójicamente, los feroces calchaquíes de
los remotos siglos coloniales fueron llamados a enriquecer el
patrimonio nacional por las ruinas que dejaron, a diferencia de
los indios del sur y del Chaco, que proporcionaban en ese mis-
mo momento lo que podían, y muy a pesar suyo: sus huesos, y
en particular sus cráneos. Dicho de otro modo, nos encontra-
ríamos frente a dos regímenes distintos y sincrónicos de reifi-
cación, invisibilización y patrimonialización de las poblaciones
indígenas: uno abocado a la promoción de una identidad líti-
ca (una gran civilización andina –pretérita y desaparecida–) y
otro que, al tiempo que pronuncia la extinción de las poblacio-
nes militarmente aplastadas, expone lo que presenta como sus
vestigios e incluso exhibe especímenes vivos de sus últimos re-
presentantes (Cortés Rocca, 2001; Colectivo guias, 2010).
Vamos a privilegiar aquí el análisis del primero: la in­
vención­, para fines genealógicos, de una raíz andina des-
vinculada­­de las poblaciones indígenas contemporáneas del
mismo proceso.

El nombre del enemigo

Empezaremos con una breve reseña histórica de la catego-


ría calchaquí, para rastrear de alguna manera la genealogía de
nuestra perplejidad.
En su origen, calchaquí fue una categoría fraguada por los
hispanocriollos, que durante más de un siglo designó a los in-
dios de los valles interandinos que por alguna extraña razón se
empecinaban en rechazar la soberanía española.
248 Nación y alteridad

La carga ideológica asociada al apelativo se desprende di-


rectamente de las circunstancias de su aparición. Hay que
subrayar dos aspectos:
Es una creación colonial: ningún grupo se autodenominó
jamás como calchaquí, y mucho menos en esa época.
Es una creación relativamente tardía. El nombre calchaquí
se impuso unos treinta años después de las primeras incur-
siones españolas, a raíz de la ofensiva indígena de 1562 que
literalmente arrasó con los asentamientos españoles de la pro-
vincia y metió un miedo tremebundo a los oidores de la recién
fundada Audiencia de Charcas, que temieron un alzamiento
general de todos sus enemigos, desde los incas de Vilcabamba
hasta los chiriguanos.3 Como la autoría intelectual del suble-
vamiento se le atribuyó al cacique del pueblo de Tolombón,
llamado Juan Calchaquí, de entonces en adelante el territorio
“rebelde” se llamó Valle de Calchaquí.4
Las cosas podrían haberse revertido, pero los llamados cal-
chaquíes, es decir, los grupos de los valles interandinos que siguie-
ron resistiendo, agravaron su caso: a lo largo de más de un siglo
destruyeron todas las nuevas ciudades que se intentó fundar en
sus tierras; deprimieron a los jesuitas, que jamás pudieron real-
mente establecerse; desesperaron a sus encomenderos, a los que
casi nunca sirvieron; acogieron a cuanto fugitivo se escapara de
las tierras “de paz” y, claro, se levantaron en armas cada vez que
los reclamos se hacían demasiado apremiantes. El Valle de Cal-
chaquí pasó a ser, pues, sinónimo de “cueva de ladrones, cabe-

3
  Cartas de la Audiencia de Charcas: 6 de febrero de1563, en Levillier, 1918,
I: 86-97; 30 de octubre de 1564, en Jaimes Freyre, 1915, I: 46-53; 10 de junio de
1566, en Levillier, II: 437-456.
4
  “El valle de calchaquí, que por ser baliente un indio llamado Calchaquí, vino a
dar su nombre a aquel valle”, carta del padre Alonzo de Barzana (S. J.), 8 de sep-
tiembre de1594, en Monumenta Peruana, 1970: 568-580.
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 249

za de todas las inquietudes”,5 y el mismo nombre de Calchaquí


encarnó la figura del “coco de esta tierra”, según una gráfica
expresión del cabildo de San Miguel del Tucumán.6 En pocas
palabras, Calchaquí se volvió el nombre del enemigo.7
Como se sabe, la cuestión calchaquí fue zanjada radical-
mente por unas campañas de deportación que vaciaron a los
valles de sus habitantes entre 1659 y 1667 (Palermo y Boixa-
dos, 1991; Cruz, 1997; Giudicelli, 2011a). Aquí se correría
una cortina. Los calchaquíes vencidos no volverían a ocupar un
lugar prioritario en la agenda colonial por más de dos siglos.
Fueron diseminados como “piezas” o repartidos en encomien-
das en los cuatro rincones de la provincia (González Navarro,
2009), pero también en Santa Fe y en Buenos Aires (Boixados,
2011), si bien muchos volvieron de una manera u otra: las cam-
pañas de desnaturalización no significaron una evaporación total
de la población, obviamente (Cruz, 1997; Rodríguez, 2008a).
El significante calchaquí perdió su funcionalidad simbólica con la
derrota militar. Sencillamente, por poco más de doscientos años
dejó de ser un tema de interés.

¿El pasado indígena de la nación?

Demos ahora un salto temporal hasta el siglo xix. Después de


la derrota definitiva de las fuerzas españolas –es difícil olvidar-

5
  Información hecha a petición de don Juan Ramírez de Velasco, testimonio de
Andrés de Iragorre (Levillier, 1919, II: 443).
6
  “Carta al rey del cabildo de San Miguel del Tucumán”, en Levillier, 1926,
I:100-103.
7
  Un nombre al parecer trasladado a la provincia de Santa Fe para calificar a
otros indígenas de otro “Valle de Calchaquí” que no tenía nada que ver con el ori-
ginal (Giudicelli, 2009).
250 Nación y alteridad

lo en estos tiempos de conmemoración– las ex colonias pasa-


ron a ser flamantes repúblicas independientes.
A consecuencia de este cambio, la oligarquía criolla, ya en
el poder, debió inventarse una legitimidad histórica más allá
de la tan vituperada “ocupación colonial”. En otras palabras,
debían inventar unas raíces autóctonas para la nación, sobre
el modelo de las naciones europeas (Earle, 2007; López Ca-
ballero, 2010 y 2012). Para esta tarea, los ya mencionados in-
telectuales orgánicos tuvieron un papel de primer orden en la
constitución de un patrimonio nacional: escribieron las prime-
ras sumas históricas “nacionales”, reunieron y organizaron los
archivos nacionales y regionales, fundaron museos y socieda-
des científicas, montaron misiones arqueológicas, y varios de
ellos llegaron a actuar directamente en la vida política.8
Lo que sí, la parte del pasado autóctono privilegiado varió
notablemente según los países. Se puede sin embargo obser-
var una constante: la raíz indígena siempre fue elegida entre
las “grandes civilizaciones” prehispánicas: azteca en México,
inca en los Andes centrales y hasta el Río de la Plata. En otros
países, en Chile por ejemplo, como no había “grandes civili-
zaciones”, eligieron a los araucanos por haberse resistido a los
españoles, y tal vez también porque esa resistencia les otorgó
muy pronto sus letras de noblezas literarias.9
Tomemos dos polos extremos: México y la Argentina.
Por razones evidentes, desde mediados del xix, y más aún
en la época de la Reforma, las autoridades hicieron de todo
para magnificar la grandeza del México central (Teotihuacan,
la triple alianza, Tenochtitlan). Sintomáticamente, la Pirámide

8
  Pensemos para el caso de México, por ejemplo, en la figura de un Manuel Oroz-
co y Berra. Véase Giudicelli, 2011b.
9
  Alonso de Ercilla escribe La Araucana tan pronto como en 1569.
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 251

del Sol de Teotihuacan fue restaurada y presentada con gran


solemnidad en 1910, para el centenario de la Independencia,
después de décadas de estudios, excavaciones y recolección de
datos. En contraste, la arqueología del norte, por ejemplo, siem-
pre tuvo menos recursos y nunca alcanzó tanta visibilidad. La
explicación de este contraste es obvia: los pueblos del norte, reu-
nidos genéricamente bajo la categoría infamante de chichimecas,
no hacían buenos antepasados, ni siquiera retóricos, y no deja-
ron nada realmente “patrimonializable” (Escalante Gonzalbo,
2011). Era mucho más rentable conectarse con los faustos del
México central.
En Argentina, la conexión indígena era más complicada.
En primer lugar porque en el territorio argentino no se en-
cuentra ningún Templo Mayor, ningún Cuzco. Es más, hasta
finales de la década de 1870 no se contaba con ninguna “gran
civilización” que pudiera reivindicarse en una óptica genealó-
gica, y mucho menos en las inmediaciones del centro político,
el puerto de Buenos Aires. Lo menos que se puede decir es que
desde la mismísima fundación de Buenos Aires nos encontra-
mos a años luz, por ejemplo, de las descripciones pasmadas
de Tenochtitlan por un Bernal Díaz del Castillo o un Hernán
Cortés. Los mexicas serían idólatras pero sus “mezquitas” no
dejaban de ser admirables. En contraste, los querandíes de las
inmediaciones de Buenos Aires fueron asimilados a los gita-
nos, lo que daba cuenta del desprecio que les merecían a los
conquistadores europeos (Schmidl, 1903).
En segundo lugar, una razón más coyuntural: en aquel
momento, lo que preocupaba a los gobernantes liberales ar-
gentinos, más que el pasado, era el presente indígena. Des-
de julio de 1878, el ministro de guerra, Julio Argentino Roca,
iniciaba las últimas campañas de la llamada “conquista del
desierto”. En pocos años, los diversos grupos mapuches y te-
252 Nación y alteridad

huelches de la Pampa y de la Patagonia fueron diezmados,


reunidos en varios campos de concentración (Mases, 2010),
y metafóricamente borrados, literalmente invisibilizados, de
la nación.
Esto no quiere decir que los arquitectos patrios no les ha-
yan reservado ningún lugar; por el contrario, muy pronto vi-
nieron a enriquecer las colecciones de los grandes museos: el
Museo Público de Buenos Aires y sobre todo el Museo Ar-
queológico y Antropológico, fundado el año anterior en torno
a la colección personal de Francisco Pascasio Moreno, y que
pocos años después iba a originar el Museo de La Plata.10
Los vencidos enriquecen los acervos museísticos con sus
restos, pero también con su presencia: varios indios derrota-
dos fueron acogidos por el mismo Moreno en el Museo de la
Plata.11 El ejemplo más conocido es el del cacique Inakayal,
quien, dicho sea de paso, había acogido y amparado a More-
no en sus tierras unos años antes durante las expediciones del
“perito” por la Patagonia (Farro, 2009: 60). Inakayal murió
en el Museo de la Plata en 1888, y fue literalmente disecado
para después ser expuesto en varias partes del museo (Colecti-
vo guias, 2010). El otrora poderoso cacique manzanero no es-
taba solo: compartía las vitrinas con muchos otros, a los que, al
parecer, el mismo Moreno saludaba cuando pasaba a su lado
(Quijada, 2009). La historia del Museo de La Plata es particu-
larmente visible, dada su envergadura mundial, pero distaba
de ser única, y el perito Moreno, con su compañía de esquele-
tos, no era en absoluto un caso aislado.

10
  Sobre su fundación, véase Farro, 2009.
11
  Para una visión más amplia de este fenómeno, véanse Quijada,1998; Bancel,
et al., 2004.
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 253

Circulación de saber y cristalización del poder

El papel de esos indígenas y de sus restos rebasaba el de meros


arquetipos o muestras: proporcionaban también valiosas pie-
zas de intercambio que a su vez consolidaban las redes de legi-
timación científica de los naturalistas. Las campañas militares
permitieron una recolección sin precedente de cráneos huma-
nos, exhumados de los cementerios indígenas o directamente
separados del cuerpo de sus legítimos propietarios.12
Gracias a los cargamentos sucesivos de cabezas humanas
enviadas por el propio Moreno, Hermann Burmeister (di-
rector del Museo Público de Buenos Aires), Ramón Lista o
Estanislao Zeballos (mandamases de la Sociedad Científica
Argentina), por limitarnos a los más conocidos, las principales
instituciones científicas del momento pudieron saciar su ham-
bre de especímenes y completar su colección de osamentas. El
Muséum d’Histoire Naturelle de París, el British Museum de
Londres, el Museo de Etnografía de Berlín o la Smithsonian
Institution de Washington, por ejemplo, recibieron varios en-
víos de este tipo en ese periodo. No cabe duda de que estos
contactos privilegiados colocaban a sus iniciadores en una si-
tuación central en el naciente campo etnoacadémico. En un
periodo en que la craneología dominaba la práctica antropo-
lógica, casi se podría aventurar que los cráneos hicieron las
veces de equivalente general abstracto en las transferencias in-
ternacionales de capital simbólico…
Recordemos el vínculo estrecho que unía el desarrollo de
la disciplina antropológica con la expansión colonial de las

  En su inventario de las piezas argentinas de la Exposición Universal de 1878, la


12

Revue d’Anthropologie (vol. 1879: 168) menciona “dos cráneos de indios muertos du-
rante una incursión de la tribu del cacique Pinson [Pincén] en los alrededores del
pueblo General Alvear en noviembre 1875”. Véase también Vezub, 2009.
254 Nación y alteridad

“Chenque de Matrinancó. Después de excavado de E. a O.” Encina,


Moreno y Cía., Vistas fotográficas del Territorio Nacional del Limay y Neuquén,
1883 (detalle). Reproducido en Vezub, 2002.

principales potencias europeas, y que volvía “altamente de-


seable” la exposición para fines científicos de muestras hu-
manas, vivas o no, de todas las poblaciones alcanzadas por
los adalides (armados las más de las veces) de la civilización.
Ya para la exposición universal de París de 1867, Armand de
Quatrefages, profesor de antropología del Muséum d’His-
toire Naturelle, sus colegas del Institut Louis Lartet y Franz
Pruner-Bey habían insistido en que esas poblaciones debían
acompañar el traslado de “los productos del suelo que ocu-
pan” que se presentarían a los visitantes de la exposición.13
En Argentina, en la misma línea, se llevó a sus últimas con-

  La repugnancia de la emperatriz a que se expusiera a unos seres humanos


13

“como caballos o puercos” impidió que se llevara a cabo dicho proyecto, que sin
embargo conocería un gran éxito científico-comercial a finales de la década de
1880. Véase Blanckaert, 2001: 19.
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 255

secuencias este requisito científico. El patricio Estanislao


Zeballos, fundador de la citada Sociedad Científica Argenti-
na y prominente actor político, formulaba sin tapujos el vín-
culo necesario entre las exigencias de la ciencia, la ideología
nacional imperante y el exterminio de los indios mapuches
y tehuelches:

Si la civilización ha exigido que ustedes [los militares] ganen


entorchados persiguiendo a la raza y conquistando sus tierras,
la ciencia exige que yo la sirva llevando los cráneos de los in-
dios a los museos y laboratorios. La barbarie está maldita y no
quedarán en el desierto ni los despojos de sus muertos (Zeba-
llos, 1960: 201).

Precisemos sin embargo que estos cargamentos no consti-


tuían una novedad propiamente hablando, sino que diversi-
ficaban una práctica que desde mediados del siglo xix había
granjeado a Argentina un lugar destacado en los círculos
científicos internacionales, gracias en particular al traslado a
Europa de muchos fósiles prehistóricos. Basta con visitar las
galerías de paleontología del Muséum d’Histoire Naturelle o
del British Museum: casi todos los esqueletos de mamíferos
cuaternarios vienen de Argentina (Podgorny, 2001: 111-113;
Tonni, Pasquali y Laza, 2008).
Para la década de 1870, el país ya contaba, por lo tanto,
con una sólida legitimidad en materia de paleontología, y sus
principales representantes habían logrado integrar las princi-
pales redes mundiales de naturalistas. Esta legitimidad se vio
reforzada por el formidable éxito de las teorías de Florentino
Ameghino sobre la antigüedad del Homo pampaeus, contempo-
ráneo, según sus cálculos, de los grandes mamíferos fósiles, y
por lo tanto autóctono (Podgorny, 2009: 170). Eso contrade-
256 Nación y alteridad

cía todas las hipótesis sobre la llegada tardía del ser humano al
continente americano, y más precisamente al futuro territorio
argentino. Moreno iría más lejos todavía, al formular la atrevi-
da hipótesis de que la Patagonia había sido nada menos que la
cuna de la humanidad (Navarro, Salgado y Azar, 2004; Pod-
gorny, 2009).

Homo pampaeus u hombre del gliptodonte.


Archivo Histórico del Museo de La Plata.
Reproducido en Podgorny, 2009: 171.

Esas controversias en torno al patagón antiguo y al Homo


pampaeus de Ameghino tenían, pues, la inmensa ventaja de co-
nectar al país con la historia universal del hombre, algo que,
en términos genealógicos, permitía competir con cualquier pi-
rámide y que apuntalaba científicamente la teleología nacio-
nalista en curso.
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 257

Los naturalistas más sobresalientes de Argentina ya goza-


ban de inserción en los círculos científicos internacionales,
bien porque procedían de otros países, bien porque habían lo-
grado captar el prestigio de las principales sociedades científi-
cas francesas, inglesas, alemanas o estadounidenses, para las
que fungían como corresponsales, por usar el rimbombante
título que ellos mismos ostentaban, cuando no se presentaban
como discípulos formados en esos egregios círculos.14
La nueva generación, formada principalmente en torno a la
joven guardia de la Sociedad Científica Argentina, fundada en
1872, iba a sistematizar esas conexiones en las redes interna-
cionales, a la par que tomaba una importancia creciente en los
pasillos del poder. Como se sabe, Estanislao Zeballos tuvo un
papel destacado en la preparación ideológica y la justificación
de la Conquista del Desierto, y varias veces  fue diputado nacio-
nal y ministro. Moreno, por su parte, fue el encargado de esta-
blecer la delimitación de la frontera patagónica con Chile en la
estela de esa misma campaña militar, y también fue diputado.
Fue tal el peso político de los miembros de la Sociedad Cien-
tífica Argentina que se ha llegado a decir que esta “funcionaba
de hecho como la antesala de las cámaras legislativas” (Farro,
2009: 47). Sin entrar en detalles sobre el poder alcanzado por
dicho grupo, remarquemos cuando menos su influencia en la
representación cada vez más pujante del país en los círculos in-
ternacionales y su papel en la invención de su legitimidad. El
personaje paradigmático de esa nueva generación de naturalis-
tas orgánicos es, sin lugar a dudas, Francisco P. Moreno, miem-
bro corresponsal de la Société d’Anthropologie de París desde

  El caso más elocuente de esta capitalización simbólica es el de Moreno, quien


14

hizo creer que había sido alumno en toda regla de la Société d’Anthropologie de
Paris, cuando a lo sumo habría asistido a algunas conferencias públicas que no re-
querían ninguna acreditación especial (Farro, 2009: 89).
258 Nación y alteridad

1874,15 de la de Lyon desde su fundación en 1881 (Riviale,


2000: 212), titular ese mismo año de la medalla de oro de la So-
ciété de Géographie de Paris (ibid.: 219), además de haber es-
tablecido posteriormente otros contactos, en particular con la
Royal Geographical Society de Londres (Quijada, 2009).

¿Una Pompeya calchaquí?

Siguiendo una inflexión general en ambas riberas del Atlán-


tico, los trabajos de recolección se volcaron progresivamente
hacia el estudio de las poblaciones presentes y pasadas del te-
rritorio nacional, con una combinación disciplinaria de antro-
pología, etnografía y arqueología típica de la época.
Hasta entonces, los cimientos científicos de la nación se ha-
bían buscado sobre todo en la Pampa y la Patagonia, en parte
por razones materiales: las tierras bajas del Río de la Plata cons-
tituyen un auténtico El Dorado para la paleontología. Si bien
el noroeste andino había sido puntualmente objeto de algunas
exploraciones, estas no habían tenido mayor trascendencia fue-
ra del ámbito provinciano. Tan solo un puñado de coleccionis-
tas y aficionados conservaban algunos objetos procedentes de la
zona, entre otras muchas curiosidades de diversa índole.
Todo cambió casi por casualidad un buen día de diciem-
bre de 1876, cuando Inocencio Liberani dio con las ruinas de
una ciudad indígena en un cerro llamado Loma Rica en la
provincia andina de Catamarca (Carrizo 2010: 60-61, nota
10). Ese profesor de zoología y botánica era representativo
de esta clase de naturalistas decimonónicos: llegado de Ita-
lia dos años antes, dedicaba su tiempo libre a la historia na-

  Bulletins et Mémoires de la Société d’Anthropologie de Paris, vol. II: 610.


15
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 259

tural y a la búsqueda de “antigüedades”, nombre que cubría


un amplio abanico de objetos variopintos, desde huesos pre-
históricos hasta cualquier tipo de tepalcates prehispánicos o
coloniales. Además se le había encargado juntar ese tipo de
materiales con el fin de constituir un pequeño museo para el
recientemente fundado Colegio Nacional de Tucumán, del
que dependía (Liberani, 1950).
A instancias de sus superiores, deseosos de resaltar el pa-
trimonio local, Liberani redactó un informe que el rector del
Colegio, José Posse, remitió al ministro de Justicia e Instruc-
ción Pública del gobierno de Avellaneda, Onésimo Legui-
zamón. Casi de inmediato, el hallazgo cobró una dimensión
nacional: el gobierno destinó fondos para otras expediciones y
dictó medidas estrictas para la recolección de vestigios. El mi-
nistro envió a Posse instrucciones con las que subrayaba lo ofi-
cial del descubrimiento:

Doy mayor importancia al descubrimiento de los restos de ciuda-


des antiguas y cuanto a ellas se refiere, que a las colecciones de
fósiles. Lo primero, es único en nuestro país, y puede contribuir
considerablemente a aclarar las nociones oscuras que tenemos so-
bre las primeras razas que poblaron nuestro continente. […] La re-
colección de los objetos más interesantes que pudiesen atestiguar la
existencia de una raza, haciendo vida civilizada, debe hacerse de
la manera más solemne y formal (Podgorny, 2000: apéndice 3).

El contenido rayaba en la exaltación: en su misiva, el minis-


tro evocaba nada menos que a Herculano y Pompeya, así como
la perspectiva de fundar un Louvre o un Cluny criollo (Carri-
zo, 2010). Otro elemento revelador del interés que despertaba el
asunto: el ministerio destinaba un presupuesto específico apenas
diez días después de recibido el informe, el 29 de enero de 1877.
260 Nación y alteridad

Internacionalización

Muy pronto, esas “antigüedades del Tucumán”, hasta enton-


ces limitadas a la constitución de un acervo provincial, cam-
biaron de dimensión. Suscitaron el interés de los principales
naturalistas orgánicos porteños al mismo tiempo que alcan-
zaban fama internacional, en parte por la gracia del calenda-
rio de las grandes exhibiciones. Liberani, con un colega suyo,
Rafael Hernández, redactó un informe más completo, y sobre
todo ilustrado con planos y dibujos de los restos de una antigua
civilización “calchaquí”. La Comisión Central Argentina in-
cluyó este álbum entre los materiales enviados a la Exposición
Universal de París de 1878 junto con varias colecciones, entre
ellas las de Moreno y Ameghino, quienes se quedarían por un
tiempo en la “Ciudad Luz” (Podgorny, 2009: 151-172).
Esta inclusión de las “antigüedades calchaquíes” entre los
objetos patrimoniales seleccionados por el Estado puede consi-
derarse el primer paso hacia la constitución del pasado indígena
del noroeste argentino como una prioridad científica no exenta
de contenido político. Lógicamente, esta promoción simbólica
de lo calchaquí conllevó una mayor concentración de poder, en
la medida en que la discusión en torno a la identidad de aquella
“raza haciendo vida civilizada” en el territorio nacional ya ser-
vía a los intereses genealógicos del Estado-nación en curso. La
cuestión ya no se limitaba al ámbito provincial, y ni siquiera a
las discusiones nacionales: pasó a ser objeto de especulación en
los principales centros de estudio mundiales.
El primero en promover esa antigua “civilización calcha-
quí” fue Florentino Ameghino, quien se quedó un tiempo en
Europa después de la exposición parisina gracias a la venta
de sus colecciones paleontológicas (Podgorny, 2000: 30-33). El
mismo Ameghino, quien para ganarse el estatus del que care-
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 261

cía en su país de origen supo valerse hábilmente de su inser-


ción en las principales redes internacionales de paleontología
y paleoantropología, de reciente centralidad en el panorama
científico (Kaeser, 2001), tuvo en efecto un papel protagóni-
co en la primera difusión de la cuestión calchaquí. Le dedicó
parte de su conferencia del tercer Congreso Internacional de
Americanistas de Bruselas, en 1879. Es más, retomó el tema
en su best seller de 1880, La antigüedad del hombre en el Plata, que
circuló mucho en su versión francesa. Los médicos y antro-
pólogos de la Société d’Anthropologie Ernest­­­Jules Théodore
Hamy (fundador del museo de etnografía de Trocadéro –el fu-
turo Musée de l’Homme–) y Armand de Quatrefages dedica-
ron asimismo un estudio de sus Crania ethnica, uno de los libros
más influyentes de la antropología física de aquel entonces, a
cuatro cráneos “calchaquíes” que donó a la Société d’Anthro-
pologie el antropólogo salteño Juan Martín Leguizamón, otro
corresponsal de la Société. Acto seguido, en Berlín la escuela
rival representada por el prestigioso Hans Wirchow expuso un
estudio de otros cráneos también “calchaquíes” en su Crania
ethnica americana (Virschow, 1892: 11, fig. 1). En Italia, el fun-
dador de la antropología y de la etnología, Paolo Mantegazza,
quien radicó por un tiempo en Salta, se ocupaba asimismo de
la promoción calchaquí en la península.16
Así que las antigüedades tucumanas alcanzaron un estatus
internacional prácticamente de la noche a la mañana. Restos
óseos y cada vez más objetos arqueológicos empezaron a figurar
sistemáticamente entre los elementos del patrimonio nacional
exhibidos. En la exposición colombina organizada en Génova

16
  Mantegazza, darwiniano convencido, era un personaje clave: fundó en Floren-
cia la primera cátedra de antropología de Italia, el Museo Nazionale di Antropolo-
gia e Etnologia y la Società Italiana di Antropologia e Etnologia.
262 Nación y alteridad

en 1892 con motivo de la conmemoración del cuarto centenario


del descubrimiento de América, estos objetos ocupaban buena
parte de la representación etnográfica argentina (Hamy, 1895:
25-27). Lo mismo pasó en las exposiciones universales siguientes,
como la de San Luis en 1904. Es señal de lo bien que cotizaban
esas antigüedades tucumanas el hecho de que los grandes mu-
seos no dudaran en comparar las colecciones presentadas: por
ejemplo, al final de la exposición de San Luis, el Field Museum
de Chicago adquirió la del “huaquero” Manuel Zavaleta.17

Urnas funerarias, Valles Calchaquíes.


Reproducido en Quiroga, 1901: 132.

  Este personaje de dudosa reputación (se dice que se aprovechó de su función de


17

comisario de policía para emplear convictos en sus saqueos de sitios arqueológicos)


abasteció también, a cambio de cuantiosas sumas, el Museum für Völkerkunde de
Berlín, el Museo de La Plata, y el Museo Etnográfico y el Museo Público de Buenos
Aires (Penhos, 2009: 72-75). Para una presentación de la colección del museo de
Chicago, véase Scattolin, 2003.
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 263

Patrimonialización y regímenes comparados de alteridad

A estas alturas de nuestro estudio hay que hacer una pausa


para subrayar la coincidencia de dos procesos totalmente con-
temporáneos y en cierto modo complementarios: mientras se
llevaban a cabo las dramáticas campañas de la Conquista del
Desierto en el sur del país, se iniciaba un auténtico boom de
las antigüedades prehispánicas del noroeste y se estrenaba un
campo que prometía tener un gran futuro: la calchacología. En el
mismo presupuesto anual, el Estado promovía la presentación
de las colecciones tucumanas y los gastos militares de some-
timiento y confinamiento de los pueblos mapuches y tehuel-
ches. Por otra parte, la patrimonialización del pasado nacional
se extendía al área andina, hasta entonces relativamente mar-
ginada. Los Valles Calchaquíes, que solo tenían ocupados a
los naturalistas aficionados locales, pasan al primer plano de
las preocupaciones. Si en un primer tiempo la exploración de
la zona y la recolección de “antiguallas” buscaba ante todo es-
tructurar una red de conocimiento a escala regional (Carri-
zo, 2010 ) y asegurar cierta legitimidad histórico­-cultural a sus
promotores (Vignali,­­­2010), la perspectiva de dar con los res-
tos de una antigua “civilización” ya entraba en resonancia con
la agenda política del Estado nacional, y más precisamente
con su afán por anclar su legitimidad en un pasado autóctono
presentable (Giudicelli, 2011c).
Muy pronto, los valles andinos fueron objeto de visitas
y exploraciones cada vez más importantes. En un primer
tiempo, en la estela de Liberani, las expediciones se organi­
zaron­sobre todo desde Tucumán y Catamarca, de la mano
de ­varios personajes animados por intenciones de distinta ín-
dole. Unos, como el entonces estanciero y minero Samuel
­Lafone Quevedo o como el juez Adán Quiroga, presentaban
264 Nación y alteridad

todos los rasgos del sabio polígrafo, sin formación especia­


lizada pero convencidos de aportar su piedra al edificio de
la ciencia. Otros, como el ya mencionado comisario-trafi-
cante ­Zavaleta, tendrían objetivos algo más prosaicos, y todo
in­dica que no se empeñaron precisamente en respetar los
­protocolos científicos en sus recolecciones de datos, sino todo
lo contrario (Moreno, 1890: 3; La Vaulx, 1901: 168-176).
Sin embargo, a fines de la década de 1880 las iniciativas ya
se toman en las principales instituciones nacionales y se cen-
tralizan cada vez más desde Buenos Aires (Carrizo, 2010: 68).
El Museo de La Plata, en particular, destinó buena parte de
su presupuesto de exploraciones al estudio de la zona (Farro,
2009: 118). Su director, Francisco P. Moreno, justificaba este
gasto en términos muy claros:

Nuestros territorios del Norte están sembrados de ruinas y sobre


todo en los Valles Calchaquíes. […] Esas ricas minas de obras hu-
manas, que deben ser exploradas para base de nuestra historia pa-
tria, están próximas a ser visitadas por viajeros extranjeros, los que
abundantes de recursos, llevarán fuera del país los huesos y los ves-
tigios de la industria de nuestro antepasado autóctono, que debié-
ramos conservar siempre (Moreno, 1890, citado en ibid.: 93).

La acumulación de piezas arqueológicas y antropológicas


en el Museo de La Plata buscaba explícitamente la construc-
ción de una memoria nacional. Intentaba también ganarles
a los traficantes, que destruían los sitios (Moreno, 1890), y a
los “viajeros extranjeros”, cada vez más atraídos por el éxi-
to de “las enigmáticas ruinas calchaquíes”.18 No se escatima-

  La fama internacional de la región empezó a atraer exploradores y aventureros


18

extranjeros: el arqueólogo alemán Max Uhle en 1893 o el conde francés Henry de


“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 265

ron recursos; se contrató a los mejores especialistas en todas


las áreas19 y se armó un equipo de choque que concentró en el
corazón político de la república todos los medios habilitados
para producir legítimamente dicha memoria.
Primero se mandó en calidad de “naturalista viajero” al en-
tonces famoso pintor suizo Adolph Methfessel, que ya se ha-
bía desempeñado como ilustrador para el Museo Público de
Buenos Aires –principalmente dedicado a la historia natural
y a la paleontología– y había asegurado la parte gráfica del
magnum opus de su director, Herman Burmeister: Atlas de la des-
cription Physique de la République Argentine, también publicado en
alemán. Methfessel permaneció unos dos años en la zona, en-
tre 1888-1890, fijando verdaderamente más que una imagen,
casi un paradigma del pasado indígena nacional autorizado.
Este punto es de capital importancia para entender el registro
memorístico reservado para el componente indígena en el ár-
bol genealógico patrio. Para retomar el juicio muy atinado de
la investigadora argentina Marta Penhos:

Los años en que trabaja el artista son clave en la construcción


de nuevos relatos de la historia argentina en los que cobra espe-
cial importancia el pasado prehispánico entroncado con la cul-
tura incaica. En este sentido, Methfessel traduce en imágenes
el lugar jerárquico que va a ir ocupando la región del noroes-
te en la arqueología, a través de los trabajos de Samuel Lafone

La Vaulx en 1897. Se organizaron varias expediciones internacionales, en particu-


lar la del barón sueco Erland Nordenskjöld en 1901-1902 o la de los franceses Cré-
qui-Montfort y Sénéchal de la Grange en 1904.
19
  Además de Adolph Methfessel, se convocó a Samuel Lafone Quevedo, pionero
autodidacta de los estudios calchaquíes, al antropólogo holandés ya muy conocido
Hermán Ten Kate, al entomólogo alemán Carlos Bruch, y al propio Ameghino,
que fue subdirector del museo antes de pelearse con Moreno.
266 Nación y alteridad

Ruinas en el bajo de Andalguala, según dibujo del Sr. Methfessel.


Reproducido en Moreno, 1890: 19.

Quevedo, Adán Quiroga y otros estudiosos de esta etapa. Las


sierras y valles retratados en sus obras guardaban vestigios de
culturas agroalfareras que le otorgaban a nuestro país el presti-
gio de una antigüedad remota (Penhos, 2008: 157).

En Pompeya no hay indios

El tono de los dibujos de Methfessel expresaba de forma elo-


cuente el registro privilegiado para el tratamiento del elemen-
to indígena, y en particular la dimensión temporal que se le
debía atribuir a la población autóctona. Se trataba a las cla-
ras de una búsqueda genealógica orientada por el resultado
final de la construcción identitaria que se estaba realizando.
Muy lógicamente, la parte indígena no podía ser sino “remo-
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 267

ta”, “extinguida”, “antigua”, “muda”, y su presencia, limitar-


se al estado de “vestigios”, “ruinas”, “restos” o “reliquias”.
En otras palabras, la reconstrucción partía de una tabu-
la rasa, de un panorama desértico en el que las poblaciones
indígenas actuales estaban totalmente invisibilizadas, como
si los montículos de las ciudades abandonadas las ocultaran
por completo:

Las enigmáticas ruinas calchaquíes que revelan el paso y domi-


nación de varias razas, a través de los siglos, han de dar algún día
luz suficiente para rehacer las sociedades cuya existencia y pode-
río indican, precediéndose en ese teatro tan triste hoy y que en
edades remotas presentó sin duda alguna un fértil y risueño pa-
norama donde se hizo la fusión de las razas pre-históricas (More-
no, 1890: 11-12).

De modo que las investigaciones siguieron en un principio


el patrón de la búsqueda de fósiles. Las ruinas aparecieron así
descontextualizadas de toda memoria y, más aún, de toda po-
blación.20 El propio Liberani afirmaba, por ejemplo, que “al
penetrar por aquellos solitarios valles me encontré rodeado
por todos lados con inmensas ruinas que, en su mutismo, ates-
tiguaban todavía una civilización extinguida” (Liberani, 1950:
131), y acto seguido acuñó la visión de una necrópolis.

20
  “La investigación científica de la misma no comenzó como una búsqueda de
las raíces históricas de sus descendientes contemporáneos, sino que fue disparada
por el descubrimiento de ruinas descontextualizadas de toda memoria, a la manera
de los fósiles buscados por los naturalistas” (Nastri, 2003).
268 Nación y alteridad

“Necrópolis”. Reproducido en Liberani y Hernández, 1950.

Hubo sin embargo que asignar habitantes a esas ruinas: era


el tema candente de toda esta investigación protoarqueológi-
ca. Se trataba en efecto de llevar a cabo un “conjunto de ob-
servaciones que permita rehacer la historia de los pueblos que
dejaron esos vestigios” (Moreno, 1890: 7). Ahora bien, en este
caso, dos problemas se les planteaban a los investigadores: los
indígenas contemporáneos y el recuerdo histórico de los “cal-
chaquíes”. Los dos eran francamente impresentables en la óp-
tica genealógica privilegiada.
Todos concordaban en un aspecto: los vestigios y los tesoros
arqueológicos meticulosamente recogidos e inventariados no po-
dían haber sido obra de los antepasados de los indígenas locales.
Estos eran considerados vagos y miserables, por no decir dege-
nerados. Todos los investigadores les dedicaban comentarios en-
tre paternalistas y francamente despectivos, que retomaban los
consabidos prejuicios sobre la suciedad, la estupidez atávica y la
barbarie de unos indios incapaces de adaptarse al progreso en
marcha (Chamosa, 2008; Rodríguez, 2008b). La misma con-
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 269

cepción evolucionista que proclamaba sin apelación posible la


desaparición de las poblaciones del sur y del Chaco y volvía ur-
gente su preservación en las vitrinas de los grandes museos ope-
raba también, aunque en un registro algo distinto, en el noroeste.
Los inventores de tesoros calchaquíes y los descubridores de ciu-
dades y civilizaciones pasadas no podían reconocer en “sus” peo-
nes a los descendientes de los arquitectos y artistas de las hermosas
ruinas dibujadas con esmero por Methfessel. Para retomar una
vez más las palabras de Moreno: “Estos objetos atestiguan la exis-
tencia, en lejanas épocas, de razas dotadas de elevada cultura y
que vivieron en sitios hoy casi abandonados, y de los cuales no
quedan más descendientes puros en el territorio de la República”
(Moreno, 1879: 554).
Se elaboró casi mecánicamente la teoría de una antigua
raza perteneciente a la civilización asociada a esas ruinas, una
teoría que tenía la ventaja de sacar del panorama genealógi-
co a los calchaquíes coloniales. Mediante una rápida y sesgada
lectura retrospectiva de las fuentes (en particular sobre historia
de los incas), a estos calchaquíes se les atribuyó incluso un ori-
gen alógeno, y en esta narrativa se les asignó el papel de hor-
das bárbaras destructoras de la civilización redescubierta por
los inventores de la nacionalidad moderna. Cuando evocan
“las destruidas moradas y sepulcros de los antiguos habitantes
de los valles calchaquíes” (Moreno 1890: 3) o la “necrópolis”
calchaquí (Quiroga, 1992: 13; Lafone Quevedo, 1888: 1-5),
remiten al equivalente ideológico del “viejo Egipto” (Moreno,
1890: 8), cuando no de Pompeya, sin jamás vincularlo con las
poblaciones contemporáneas.
En otras palabras, en las dos últimas décadas del siglo xix
se asiste a la elaboración en el noroeste andino de un patri-
monio protoarqueológico y protoetnográfico compatible tan-
to con la búsqueda de una profundidad histórica autóctona
270 Nación y alteridad

como con las pretensiones civilizatorias del Estado-nación li-


beral. Los habitantes seleccionados para las ruinas no tienen
más que ventajas. No tienen nada que ver con la figura del
bárbaro sureño o chaqueño orillado por el ejército; tuvieron
la buena idea de desaparecer y, por si fuera poco, dejaron res-
tos arqueológicos que proporcionan a los especialistas nuevos
elementos –y nuevos artefactos– para alimentar los grandes
debates internacionales y así consolidar su propia posición
en dichas redes. Para esos arqueo-antropo-etnógrafo-filólo-
go-historiadores orgánicos, ocupados en adosar la genealogía
nacional a las ruinas románticas y solitarias de la sierra ca-
tamarqueña, se trataba de separarlas nítidamente de las po-
blaciones indígenas locales, claramente indeseables. Dicho de
otro modo, mediante una operación bastante rebuscada se
mataban dos pájaros de un tiro: en primer lugar, se lograba
invisibilizar a esas poblaciones despreciadas, consideradas
descendientes de los bárbaros destructores. En segundo lu-
gar, se lograba captar la herencia de otros indios más invisi-
bles todavía, ya que aquellos bárbaros habrían arrasado sus
armoniosos reinos en fechas que se hundían en la noche de
los tiempos. Una lógica sin duda retorcida, por no decir des-
cabellada, pero que aseguraba y legitimaba “la recuperación
y la valoración del legado colonial”, como subrayó Lorena
Rodríguez, bajo la interesante figura de la distopía (Rodríguez,
2008b: 8). Según esa narrativa, los hispanocriollos habrían
permitido el retorno de la civilización, reviviendo el esplen-
dor perdido de aquella civilización “enigmática” y “extin-
guida”. Con este fino movimiento se aseguraban al mismo
tiempo la recuperación –necesariamente tácita e indirecta–
de la conquista europea y la reivindicación de un suelo abo-
nado por una antigua civilización autóctona que tuvo a bien
dejar antigüedades y objetos que ahora se pueden exhibir
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 271

como patrimonio nacional. Salvando las distancias, sin duda


es posible establecer un puente entre esto y la prevalencia de
cierto “discurso prehispanista”, particularmente en México y
Perú, con el que las elites dirigentes eran propensas a reivin-
dicar una ascendencia azteca o inca sin que eso impidiera en
absoluto las peores medidas para las poblaciones indígenas
contemporáneas, consideradas y tratadas como “indios” ana-
crónicos e inadaptados.

Creación de un campo etnoacadémico específico: la


calchacología

Con la especialización disciplinaria y el desarrollo del método


arqueológico se fueron dejando de lado esas especulaciones.
Los estudios estratigráficos demostraron que era inviable esa
teoría de una discontinuidad poblacional que postulaba la ex-
tinción de una raza autóctona a causa de invasiones bárbaras.
Pero no por eso se abandonaron las excavaciones patrias; por
el contrario: la cientificidad de la recolección de datos aumen-
taba su valor simbólico. Como escribe Pablo Perazzi:

La transformación del artefacto arqueológico de curiosidad en


evidencia científica ponía de manifiesto la existencia de una dis-
posición favorable a la conservación y el estudio del patrimonio
cultural, a la vez que su potencial utilización para la producción
de nuevas genealogías patrias (2011: 219).

Se iniciaron una serie de controversias que desembocarían


en el trabajo propiamente dicho de clasificación retrospec-
tiva de esas poblaciones y demás “culturas”. Por lo pronto,
la principal polémica, bastante enconada, opuso a dos de los
272 Nación y alteridad

i­nvestigadores más implicados en la reconstitución archeologico


modo del pasado andino, Eric Boman y Juan Bautista Ambro-
setti, considerados con cierto derecho como los dos funda-
dores de la disciplina arqueológica en Argentina. Boman era
partidario de la teoría de una “filiación andoperuana directa”
o una “afinidad completa entre la civilización de los antiguos
diaguitas y la de los antiguos peruanos” (Boman, 1908, vol.
I: 187 et sqs.). Por el contrario, Ambrosetti argumentaba a fa-
vor de un origen autóctono, por razones no exentas de consi-
deraciones patrióticas, ya que pretendía explícitamente “dar
cuenta del pasado de aquellos indomables indios que supie-
ron luchar con rara energía contra el invasor español”, tan-
to más cuanto que su “bravura” prefiguraba naturalmente la
gesta heroica de los próceres de la independencia (Ambrose-
tti, 1897: 303-305; De Jong, 2005). Más que el detalle de la
discusión, lo que nos interesa aquí es más bien el estatus sim-
bólico alcanzado por el objeto que tan encarnizados cruces y
tan acaloradas discusiones suscitó.
De hecho, si cambiamos de escala y observamos, ya no el
contenido de esta y otras controversias, sino el lugar en el que se
desenvuelven, discernimos con toda claridad el naciente cam-
po etnoacadémico especializado al que hacíamos referencia al
principio de este texto. Las discusiones ya no se dan entre afi-
cionados polígrafos, al margen de algún tratado de historia na-
tural, sino entre especialistas reconocidos, celebrados por sus
pares en un campo bien definido y desde crecientes posiciones
de poder. Boman esgrime sus argumentos en francés en un libro
publicado en París y galardonado por la Académie Française;
Ambrosetti le puede contestar desde la tribuna de los congresos
internacionales de americanistas en París, Viena, Nueva York o
Londres, en los que funge como delegado de la Universidad de
Buenos Aires (Babot, 1998: 165-190). La discusión repercute
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 273

en las revistas científicas de Europa y Estados Unidos. En 1904


Ambrosetti funda y asume la dirección del museo etnográfico
de la Universidad de Buenos Aires que todavía lleva su nombre,
mientras que unos años más tarde Boman asume la dirección
de la sección de arqueología y etnografía del Museo Nacional
de Ciencias Naturales, el antiguo Museo Público de Buenos Ai-
res, que había sido la primera institución museística científica
importante del país (Blasco, 2012; Perazzi, 2008).
La pujanza de este naciente campo académico centrado en
el estudio del pasado de las poblaciones indígenas del noroes-
te andino se confirma con el nombramiento de Samuel Lafone
Quevedo como director del Museo Nacional de la Plata. Des-
pués de prestar un apoyo material a Moreno y a Methfessel y
de participar en las investigaciones, el fracaso de su empresa
minera lo ayudó a profesionalizarse y le permitió obtener car-
gos importantes: llegó a ser titular de la primera cátedra de ar-
queología de la Universidad de Buenos Aires (Furlong, 1965).21
Posteriormente, desde 1906 hasta su muerte en 1919, combinó
las funciones de director del Museo de La Plata con las de de-
cano de la Facultad de Ciencias Naturales de la misma ciudad.
Podríamos seguir listando largamente la permanencia de es-
pecialistas en cargos de responsabilidad. Sería también necesaria
una presentación de las densas redes de sociabilidad que apunta-
laban el prestigio social de esos calchacólogos, en las que además
de sus apoyos académicos aparecen alianzas de todo tipo con las
elites políticas y la oligarquía económica (Perazzi, 2011). Se tra-
ta de un tema bien estudiado y que rebasa el objeto del presente
estudio, por lo que mejor remitimos a los principales estudios so-
bre la cuestión (Véanse Farro, 2009; González Bernaldo, 2001;
Losada, 2008; Perazzi, 2008, 2011; Podgorny, 2009).

21
  Le sucedería Ambrosetti.
274 Nación y alteridad

Limitémonos aquí a subrayar la centralidad académica de


los estudios dedicados a las antiguas poblaciones indígenas del
noroeste argentino en un momento fundamental para la in-
vención de un patrimonio autóctono para la nación. Todo pa-
rece indicar que, en torno al centenario de la independencia,
la obtención de un cargo de importancia relacionado con el
pasado autóctono, sea en la universidad o en los principales
museos, si bien no estaba supeditada a su inscripción en el es-
tudio de las antiguas civilizaciones de los Valles Calchaquíes,
esto al menos lo facilitaba.

Consideraciones finales

El surgimiento y el prestigio de un campo específico entre el


grupo de los intelectuales orgánicos de la joven República Ar-
gentina revelan la importancia de un anclaje autóctono com-
patible con la narrativa nacional. En esos años fundacionales
de las disciplinas arqueológica y antropológica, la patrimoniali-
zación preferencial de las antigüedades procedentes de la zona
andina esboza en cierto modo la figura de unos antepasados
legítimos, o por lo menos aceptables, que permita suplir una
carencia, al demostrar la presencia en el suelo de la república
de una extinguida civilización brillante que, por si fuera poco,
se puede relacionar más o menos directamente con el imperio
inca. En esa perspectiva genealógica nacionalista, si se reivindi-
ca la identidad lítica de los extintos habitantes de las ciudades
antiguas, se desvincula esta captación de herencia de los gru-
pos indígenas contemporáneos. Sus antepasados son dignos de
figurar en el patrimonio de la nación, pero bajo ciertas condi-
ciones. Dado su carácter periférico y la dudosa reputación que
les crearon las fuentes coloniales, si los vestigios de su cultura
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 275

material se conservan cuidadosamente y se exhiben urbi et orbi,


los responsables de su exhumación se cuidarán mucho de esta-
blecer conexión alguna entre ellos y la nación política, de cor-
te netamente liberal y marcadamente europeizante, que están
contribuyendo a informar. Los indios diaguitas y calchaquíes
van a enriquecer el patrimonio común de la nación pero reifi-
cados, naturalizados, exhibidos como otras curiosidades natu-
rales más, como taxidermias discursivas, fenómenos obsoletos
de un tiempo remoto que a lo sumo anunciaba el advenimien-
to de la civilización y el progreso ahora en marcha.
En un registro distinto pero paralelo, las “antigüedades tu-
cumanas” cumplen una función similar a la de los cráneos de
mapuches y tehuelches intercambiados y exhibidos en los mu-
seos nacionales e internacionales. Igual que estos, permiten
que Argentina siga ocupando un lugar eminente en las redes
científicas y museísticas que en esas últimas décadas del siglo
xix estaban en plena consolidación. Lo que sí, dada la impor-
tancia ideológica de entroncar con alguna “civilización” com-
parable con los grandes edificadores de la antigüedad egipcia,
griega o romana en el viejo mundo, el predominio de la na-
ciente disciplina arqueológica, casi exclusivamente dedicada a
la parte andina de la república, y el estudio etnográfico­­­e his-
tórico de los habitantes de esa región granjearon a los espe-
cialistas una posición destacada. La institucionalización de los
estudios calchaquíes se acompañó, por lo tanto, de la estruc-
turación de un campo académico de alto poder simbólico que
durante mucho tiempo conservaría una posición dominan-
te. Tal vez la anamnesis –y más precisamente el recuerdo de
las circunstancias históricas e ideológicas de la constitución de
este campo etnoacadémico– no sea inútil para percibir, más
allá de sus evidentes especificidades, lo que reinserta al pro-
pio objeto de estudio en un panorama más amplio. Pensamos
276 Nación y alteridad

particularmente en su papel funcional a la definición de una


identidad nacional anclada en la larga duración americana,
pero cuyo vínculo con toda ascendencia autóctona se pensa-
ba a partir de la discontinuidad. En este sentido, la teorización
hegemónica de un hiato absoluto entre la “alta cultura” ras-
treada e inventariada en los valles andinos o los calchaquíes
históricos, por un lado, y el Estado-nación moderno y libe-
ral, por el otro, tal vez permita explicar en parte la posterior
desaparición, casi completa, de toda reivindicación genealó-
gica calchaquí, aún mitificada. De hecho, a diferencia de la
perspectiva que se adoptó sobre todo en México, donde las
“grandes civilizaciones” prehispánicas se impusieron de for-
ma duradera como un referente casi obligado de todo discurso
nacionalista, el legado calchaquí, a pesar de la plusvalía sim-
bólica acumulada en el corto periodo descrito en este trabajo,
quedó posteriormente confinado al ámbito académico espe-
cializado, y durante la mayor parte del siglo xx desapareció
casi por completo de la historia pública nacional argentina.
“Altas culturas”, antepasados legítimos y naturalistas orgánicos 277

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Rick A. López

Olinalá y la indigenización trasnacional


de la cultura nacional mexicana*

E n 1924, a tan solo cuatro años de que el general Álvaro


Obregón asumiera la presidencia de México y comenzara
su proyecto de reconciliación posrevolucionaria, la poeta chi-
lena Gabriela Mistral (quien en 1945 obtendría el premio No-
bel de Literatura) publicó su poema “Cajita de Olinalá”,1 que
celebra la importancia nacionalista del arte realizado en laca
del pueblo de Olinalá. Mistral había llegado al país en 1922, y
pasó los dos años siguientes viajando mucho por Puebla y Mi-
choacán, aprendiendo sobre las tradiciones indígenas y ayu-
dando al secretario de Educación Pública, José Vasconcelos,
a elaborar un programa de estudios de literatura para las es-
cuelas públicas. El lenguaje de su poema, profundamente con-
movedor, se arraiga con firmeza en lo local, pero es al mismo
tiempo de lo más cosmopolita. En el poema, la escritora en-

*
Traducción del inglés de Alistair McCreadie.
1
  El poema aparece en su libro Ternura.
286 Nación y alteridad

cuentra consuelo en su cajita de Olinalá, que le comunica un


sentido personal de la extensión física de la nación desde la
época prehispánica hasta el presente, y una visión etnicizada o
indigenizada del presente y del futuro.
A través de su servicio y su producción artística, Mistral
formó parte del movimiento mexicano que buscó moldear
una forma de expresión estética marcadamente nacional que
creaba un vínculo declarado entre el modernismo internacio-
nal y las culturas indígenas. De su participación en dicho mo-
vimiento surgen dos series de preguntas relacionadas entre
sí. En primer lugar, ¿hasta qué punto la celebración de una
estética nacional indigenizada fue un proceso trasnacional y
cosmopolita, en lugar de hermético? ¿Qué lecciones podría
impartir un análisis de las maneras en que los intelectuales,
tanto los nacidos en México como los extranjeros, operaron
como actores trasnacionales?
En segundo lugar, los activistas, artistas e intelectua-
les mexicanos y extranjeros compartían el objetivo de crear,
como lo externó Moisés Sáenz, “un México íntegro” (Sáenz,
1982). Por lo general estuvieron de acuerdo en que, para ha-
cer de esta identidad nacional algo significativo para los hom-
bres, mujeres y niños de toda la república, necesitaban que
traspasara la superficie para llegar hasta a la vida cotidiana de
la gente, incluso hasta su subconsciente. A menudo, el enfoque
de los investigadores que han estudiado los empeños de estos
intelectuales ha abarcado las publicaciones de elite, los pro-
gramas de estudios de las escuelas públicas, las maquinaciones
políticas, y las galerías y salas de arte nacionales e internacio-
nales. ¿Qué podemos aprender si nos centramos en la manera
en la que el proyecto nacionalista se desenvolvió en el cam-
po, en el seno de una comunidad que los mismos intelectuales
exaltaban por ser “muy mexicana”, como Olinalá?.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 287

En otros trabajos he estudiado diversos aspectos de la re-


lación entre la estética y la formación posrevolucionaria del
país. En el presente ensayo quiero abordar más específicamen-
te la forma en que las influencias trasnacionales dentro de ese
proyecto posrevolucionario de construcción nacional entraron
en la vida cotidiana de los olinaltecos.2 Así, aquí me pregunto
quién estableció estos contactos locales, cómo y por qué, y de
qué manera la población local sostuvo, apoyó o resistió la in-
tervención nacionalista posrevolucionaria.

La estética y el proyecto nacionalista

En el año 1921, el Dr. Atl (seudónimo de Gerardo Murillo), Ro-


berto Montenegro y Jorge Enciso organizaron la emblemática
Exposición de Artes Populares, con el fin de promover las ar-
tesanías indígenas como pieza fundamental de una estética au-
ténticamente mexicana. En la exposición y en el catálogo que
la acompañaba, las lacas de Olinalá captaron la atención del
público como expresión artística que encarnaba “la manera
de ser del pueblo mexicano” (Dr. Atl, 1980: 7 y 21). El mismo
interés nacionalista en Olinalá inspiró el poema de Mistral de

2
  La construcción del Estado y la de la nación son procesos relacionados entre sí
y que se refuerzan mutuamente, pero no son iguales. La construcción estatal tiene
que ver con estructuras de gobierno, mientras que la construcción nacional se basa
en la suposición de que todas las personas nacidas o criadas dentro del territorio
que reclama un Estado deben compartir un sentido de unidad cultural. Para una
colección de ensayos que cambió la manera de estudiar la formación del Estado
mexicano, véase Joseph y Nugent, 1994. Estudios que han analizado los proce-
sos de formación de la nación incluyen: Florescano, 1993; Pérez Montfort, 1994,
2000; Vaughan y Lewis, 2006. Se puede argumentar que los estudios sobre la for-
mación de la nación mexicana empiezan aun más temprano, con la obra de Moi-
sés Sáenz y de Manuel Gamio, e incluso con publicaciones de la primera parte del
siglo xix.
288 Nación y alteridad

1924, y ha perdurado hasta el presente. Durante las negocia-


ciones que dieron como resultado la formación de la Organi-
zación Mundial del Comercio (1988-1994), los países europeos
promovían las denominaciones de origen como marcas regis-
tradas y legalmen­te protegidas para los productos asociados a
una región geográfica en particular. Francia, por ejemplo, recla-
mó champagne para denominar el vino espumoso que se produce
en la región de Champagne. México se adjudicó siete denomi-
naciones de origen, entre ellas tequila. Además fue el primer país
en extender las leyes de denominación de origen de los alimen-
tos a las artesanías, cuando reclamó el nombre olinalá.
Más recientemente, en 1998, cuando Papalote, el museo
para niños más importante de la ciudad de México, quiso crear
una cápsula del tiempo que se abriría en 2050, se comisionó
a artesanos de Olinalá para hacer una enorme arca de ajuar
nombrada el Baúl del Futuro, laqueada con el estilo rayado tí-
pico del lugar (imagen p. 289). Este baúl laqueado, con su aro-
ma, su diseño y su textura característicos, a los que el poema
de Mistral rinde homenaje, debía ayudar a los niños mexica-
nos del futuro a ubicarse como herederos de una cultura na-
cional cuyos orígenes se remontan no a 1998, sino a la época
prehispánica, cuando los artesanos de Olinalá producían gua-
jes laqueados para los señores aztecas de Tenochtitlan. De esta
forma, el Baúl del Futuro laqueado arraiga a los niños del pre-
sente y a los del futuro en un patrimonio nacional particular.
En la celebración de la mexicanidad contemporánea, a las
lacas olinaltecas las acompañan el ballet folclórico, las indíge-
nas con su vestimenta colorida, la música típica, las artesanías
(los textiles, los cestos, la cerámica, los juguetes de madera, las
máscaras rituales…), además de recetas con raíces en la cocina
campesina (en las que destacan ingredientes nativos, como el
maíz, el jitomate y el chile). Si bien parecería que la identidad
Olinalá y la indigenización trasnacional… 289

“El Baúl del futuro”. Papalote, Museo del Niño. Fotografía del autor.

nacional indigenizada que representa el arte olinalteco surgió


de manera orgánica de la historia particular de mestizaje ra-
cial y cultural en México, en realidad estas expresiones estéti-
cas y su apreciación generalizada son resultado de un esfuerzo
intencionado. Los olinaltecos han fabricado distintos tipos de
objetos artísticos laqueados desde antes de la llegada de los es-
pañoles, pero la forma moderna de la laca y la identidad na-
cional indigenizada que evoca son resultado de un movimiento
cultural que emergió al final de la Revolución mexicana.
Los estudiosos de los movimientos nacionalistas nos re-
cuerdan que debemos mostrarnos escépticos cuando las eli-
tes consideran las tradiciones populares como manifestaciones
atemporales de nacionalidad (Anderson, 1983; Connor, 2004:
35-47; Eley y Suny, 1996; Hobsbawm y Ranger, 1992; Said,
1993; Prakash, 1995). Al igual que los constructores de na-
ciones en otras partes del mundo, los intelectuales mexicanos
290 Nación y alteridad

posrevolucionarios modificaron y promovieron ciertas prácti-


cas populares. Los defensores del costumbrismo entre la Inde-
pendencia y el porfiriato solían explotar estereotipos como las
tehuanas, las chinas poblanas y los charros, pero solo a par-
tir de la década de 1920 los intelectuales aseveraron que tales
estereotipos ayudaban a cumplir un mandato popular, en el
sentido de incorporar en una comunidad-nación unificada e
indigenizada a todos los pueblos que vivían dentro del territo-
rio reclamado por el Estado.
Entre los nacionalistas que promovían el movimiento para
la integración cultural se encontraban intelectuales tales como
el Dr. Atl, Manuel Gamio, Alberto Pani, Jorge Enciso, José
Vasconcelos, Moisés Sáenz y Miguel Galindo, quienes, a pesar
de profundas diferencias ideológicas y regionales, coincidían
en el hecho de inspirarse en la revolución popular. Compar-
tían el objetivo de modernizar a México, al mismo tiempo que
rehuían una repetición del reciente conflicto armado. Parte de
la razón por la que México había caído en una guerra que
sembraba tantas divisiones en la sociedad, argumentaban, era
el hecho de que la población nunca se hubiera integrado en
una verdadera nación. Historiadores posteriores confirmarían
sus afirmaciones de que el gobierno porfiriano había aplazado
el problema de la identidad nacional mediante la creación de
lo que Alan Knight llama un “armazón hueco” de gobernan-
za. Con esto creó un contexto, descrito por Claudio Lomnitz
y Mauricio Tenorio, en el que los líderes del Estado se ocupa-
ban del dominio político y la producción económica, dejando
de lado la construcción de una nación culturalmente unifica-
da más allá de una pequeña elite (Knight, 1994: 35; Lomnitz,
2005: 167-196; Tenorio, 1996).
Los integrantes de los círculos intelectuales de la época pos-
revolucionaria se dieron a la tarea de rectificar esta situación
Olinalá y la indigenización trasnacional… 291

buscando tradiciones populares subestimadas. Argumentaban


que, después de por lo menos un siglo del enaltecimiento servil
de la cultura europea y del menosprecio hacia las tradiciones
indígenas, México necesitaba reencontrarse con sus propias
tradiciones particulares, arraigadas en la cultura de las masas.
Celebraron las tradiciones indígenas precisamente porque sen-
tían que eran las que menos se derivaban de las europeas y en
consecuencia eran las más auténticamente nacionales. En este
proceso definieron a las masas como fundamentalmente indí-
genas, y honraban esa herencia indígena como parte de la cul-
tura auténtica de la nación y como base para la unificación de
una población fragmentada.3 Los indígenas, anteriormente ex-
cluidos del proyecto de nación, de pronto se encontraban con
que sus cuerpos y su producción cultural (desde las artesanías y
la cocina hasta los bailes y la música) se elevaban, como dijo el
Dr. Atl, a “lo más mexicano de México”.
Hoy en día, la conexión entre las artesanías, la indigeni-
dad y la mexicanidad está consolidada como sentido común
gramsciano. La antropóloga Victoria Novelo tiene razón al
observar:

Que México es un país productor de artesanías se dice y se escri-


be muy seguido; es más, es un hecho conocido por todos los que
habitamos México, los mexicanos nativos y los adoptivos [...]. Las
artesanías se han convertido en un símbolo de mexicanidad y, jun-
to con otros, [han servido] para que una antropología instantánea
muy difundida defina a la cultura mexicana (Novelo, 1993: 7).

3
  No todos estuvieron de acuerdo con el objetivo de glorificar lo indígena. Algu-
nos, como Vasconcelos, apoyaban la integración pero rechazaban la idea de que la
cultura indígena poseyera un valor intrínseco. Otros, como Galindo, emitían lla-
mados a la integración mientras esquivaban por completo el problema de la divi-
sión étnica.
292 Nación y alteridad

Novelo menciona que el concepto resultante de una mexi-


canidad esencializada que penetra en la sociedad y en la vida
de los individuos no es uniforme. Cada sector de la sociedad,
e incluso cada individuo, tiene una experiencia diferente de
esos símbolos con base en las relaciones de poder. “La realidad
cultural mexicana, plural, multifacética, clasista, estratificada,
compleja, contradictoria, heterodoxa y riquísima”, argumen-
ta, “solo puede entenderse en su vinculación orgánica con la
realidad de la sociedad mexicana y su muy particular historia
que se ha nutrido de contenidos sociales […] contrapuestos”
(ibid.: 8-9). Es esta asimetría social, y las relaciones de poder
desiguales tan características de la integración nacional, lo
que busco comprender.
Desde un punto de vista del análisis histórico y de los
cambios a lo largo del tiempo, puede consultarse la obra del
historiador Enrique Florescano, quien ha señalado que “el pa-
trimonio cultural de una nación no es un hecho dado, una rea-
lidad que exista por sí misma, sino una construcción histórica,
una concepción y una representación que se crea a través de
un proceso en el que intervienen […] los distintos intereses de
las clases sociales que integran a la nación” (Florescano, 1993:
10). Entre los historiadores más innovadores que han llevado a
cabo análisis críticos de las relaciones de poder integradas en el
proceso de construcción de los estereotipos de identidad nacio-
nal posrevolucionaria, además de algunos de los aspectos más
oscuros del nacionalismo extremo de la derecha mexicana, está
Ricardo Pérez Montfort. Mi propio análisis toma como pun-
to de partida la obra de estos investigadores, junto con la de
Néstor García Canclini, pero se centra en un análisis de las
maneras en las que el proceso trasnacional de formación de
la nación interactuó con el terreno económico y cultural de la
sociedad local (García Canclini, 1977; Pérez Montfort, 1993,
Olinalá y la indigenización trasnacional… 293

1994, 2000). Si observamos el cambio a lo largo del tiempo,


nos preguntamos en qué momento un concepto indigenizado
de la mexicanidad pasó de ser un planteamiento controvertido,
tal como lo sugirió el Dr. Atl en 1921, a ser una afirmación de
“sentido común”, como lo era dos décadas después.

La indigenización trasnacional de la identidad nacional


de México

Los nacionalistas culturales lanzaron este movimiento durante
los tiempos violentos de la Revolución, con el fin de agrupar a
la población alrededor de una identidad colectiva etnicizada o
indigenizada. Su visión no tardó en atraer tanto a repatriados
como a extranjeros ansiosos por tener un papel en la transfor-
mación revolucionaria de México. Juntos, estos repatriados y
extranjeros afianzaron la perspectiva trasnacional, cosmopo-
lita del movimiento. En esta sección nos detendremos breve-
mente en tres aspectos del movimiento: 1) el surgimiento de
un discurso indigenizado posrevolucionario; 2) la relación en-
tre el discurso nacionalista y las artes, y 3) cómo entran en es-
cena los intelectuales y los artistas nacidos en el extranjero.
El renombrado antropólogo Manuel Gamio fue uno de los
primeros en interpretar la Revolución como un mandato para
la inclusión social y cultural. En su destacado libro de 1916
Forjando patria, Gamio sostenía que para salir de su revolución
y para evitar una repetición de esa guerra desgarradora, Mé-
xico necesitaba una profunda unión que solamente podría
darse como muestra de solidaridad centrada en una auténtica
cultura del pueblo. En su libro razonó que el fracaso de las an-
tiguas clases gobernantes en sus intentos de crear una nación
se debió, en parte, a su negativa a aceptar el hecho de que la
294 Nación y alteridad

mayoría de la población era culturalmente indígena. Por no


reconocer la importancia de la indigenidad contemporánea,
según Gamio, tampoco comprendían que la futura moderni-
zación de México tenía que construirse sobre la base de las
perspectivas nativas, en lugar de negarlas. Ya para la década
de 1940 Gamio adoptaría un enfoque más negativo hacia la
cultura indígena, pero durante las décadas de 1910 y 1920 te-
nía un gran optimismo. Declaró que “para incorporar al indio
no pretendemos ‘europeizarlo’ de golpe; por el contrario, ‘in-
dianicémonos’ nosotros un tanto, para presentarle, ya diluida
con la suya, nuestra civilización” (Gamio, 1992: 96).
Los académicos han valorado que Gamio promoviera la
antropología como herramienta para la construcción de la na-
ción, pero no han prestado suficiente atención a su insistencia
en la importancia de la estética, ni a la influencia que su aten-
ción a la estética tuvo en sus contemporáneos. La divergencia
de gustos estéticos entre la sociedad indígena y la clase media,
sostenía, era a la vez un indicador y una causa de la fragmen-
tación social. Así, “hay que acercar el criterio estético del pri-
mero hacia el arte de aspecto europeo e impulsar al segundo
hacia el arte indígena. […] Cuando la clase media y la indíge-
na tengan el mismo criterio en materia de arte, estaremos cul-
turalmente redimidos, existirá el arte nacional, que es una de
las grandes bases del nacionalismo” (ibid.: 39).
El Dr. Atl promovió estas ideas de forma más extre-
ma cuando instó a sus compañeros artistas e intelectuales a
adoptar una postura iconoclasta frente a las tradiciones por-
firianas y académicas, acogiendo en su lugar un arte radical
que conectaría al artista con el alma de la nación. Al igual
que Gamio, Atl insistía en que el arte indígena constituía la
fuente más auténticamente mexicana para una regeneración
cultural nacionalista.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 295

Un número creciente de artistas e intelectuales, a quienes


el secretario de Educación José Vasconcelos invitó a volver
a México para participar en la reconstrucción de la nación,
fomentó el esfuerzo que habían iniciado Gamio y el Dr. Atl.
Aunque respondieron al llamado a la acción de Vasconcelos,
la mayoría se inspiraron no en el concepto panhispánico de
Vasconcelos, sino en la insistencia de Gamio y de Atl en que
la integración nacional dependía del reconocimiento de que
México era en el fondo un país indígena. Estos investigadores,
músicos, educadores, pintores, poetas y coreógrafos se apoya-
ron en la estética modernista internacional, en teorías del in-
consciente colectivo y en su fascinación con la autenticidad,
mientras se aventuraban hacia los rincones más remotos del
territorio nacional en busca de formas populares de expresión
estética, ya fuera para exaltarlas o para usarlas en sus propios
experimentos artísticos.
Una comparación del arte producido antes, durante y des-
pués de la Revolución muestra claramente cómo experimen-
taron los artistas con estas ideas. Durante la Revolución, a
medida que los pintores empezaban a contemplar a su país
desde una nueva perspectiva, buscaron formas de expresarlo
en su arte. Al principio simplemente incorporaban estereoti-
pos mexicanos a una estética europea. Por ejemplo, El rebozo,
pintura de Saturnino Herrán de 1916, representa un sarape,
una iglesia colonial y a una mestiza desnuda en un estilo re-
alista francés. De la misma manera, el famoso Paisaje zapatis-
ta de Diego Rivera, pintado en 1912, presenta un sarape, un
volcán y un sombrero de zapatista en el estilo cubista con el
que empezaba a ganar fama en París. No fue sino hasta más
tarde, comenzando con los murales realizados en la sede de
la Secretaría de Educación Pública, cuando Rivera desarrolló
su famoso estilo propio, que además de incorporar las caras,
296 Nación y alteridad

los símbolos y los materiales de las clases populares, las retrata


con un vocabulario estético que en ese entonces se considera-
ba característicamente mexicano.
Este desplazamiento hacia una perspectiva indigenizada de
la nación no se limitó a la pintura y al arte. Además de artis-
tas como Diego Rivera, Roberto Montenegro y el Dr. Atl, en
el movimiento participaron el político Alberto Pani, el com-
positor Carlos Chávez, el periodista Rafael Pérez Taylor, los
educadores Moisés Sáenz y Esperanza Bringas, los antropó-
logos Manuel Gamio y Miguel Othón de Mendizábal, y un
sinnúmero de personajes con variadas posturas intelectuales y
políticas. Cada uno contribuyó a la indigenización de la iden-
tidad mexicana mientras subrayaba la importancia de la esté-
tica como ventana hacia la mentalidad de las clases populares.
En una etapa temprana de este movimiento cultural, en
1921, un periodista escribió que los mexicanos tenían su propio­­­

arte popular autóctono, que, comparado con los mejores, ocu-


pa por derecho –o debe ocupar– un lugar preferente entre los
del mundo. Y nuestra revolución artística consiste o está consis-
tiendo en desligarnos del extranjero, en apartar la influencia ex-
traña a hacer convergir nuestras manifestaciones artísticas hacia
la modalidad genuinamente creada y desarrollada por el pueblo
(El Universal, “La idea nacionalista en las fiestas del centenario”,
24 de septiembre de 1921).

El llamado que hace el autor a una ruptura con todo lo ex-


tranjero responde a la necesidad de rechazar la preferencia
por el arte y los estilos extranjeros por encima de lo mexicano.
También es importante tomar nota de lo que no menciona: no
expresa ninguna reserva en relación con los mexicanos que re-
cibieron gran parte de su formación intelectual y artística en
Olinalá y la indigenización trasnacional… 297

España, Francia o Estados Unidos, tales como el Dr. Atl, Ma-


nuel Gamio, Roberto Montenegro, Diego Rivera o Adolfo Best
Maugard. No sugiere un rechazo hacia el marco intelectual
cosmopolita en el que se basa la reevaluación de los vocabula-
rios estéticos que anteriormente se rechazaban como retrógra-
dos. Tampoco aconseja la exclusión del grupo de participantes
nacidos en el extranjero, al que en ese entonces ya pertenecían
la estrella de teatro nacida en España María Conesa, la baila-
rina y coreógrafa rusa Anna Pavlova, el ensayista dominicano
Pedro Henríquez Ureña, el vendedor de arte estadounidense
expatriado Frederick Davis y el dramaturgo español Germán
Bilbao, y al que en los próximos años se integrarían el químico
y curador de arte austriaco René d’Harnoncourt, el economis-
ta estadounidense Stuart Chase, el historiador austriaco-esta-
dounidense Frank Tannenbaum, la antropóloga e historiadora
de arte mexicano-estadounidense Anita Brenner, el economista
y crítico cultural nicaragüense Francisco Zamora, la folclorista
estadounidense Frances Toor, el embajador estadounidense en
México Dwight Morrow, y muchos personajes más.
Mexicanos y extranjeros colaboraron libremente y a la par
en su búsqueda de una identidad indigenizada que pudiera
servir de cimiento para construir la nación posrevoluciona-
ria.4 Juntos estudiaron y valoraron las tradiciones indígenas,
las elevaron al estatus de cultura nacional, y criticaron el aca-
demicismo de la educación artística porfiriana y el hispanismo

4
  Aunque algunos estudios se han centrado en colaboraciones mexicano-extran-
jeras, han hecho hincapié en primer lugar en la cultura de elite, y en ocasiones
presumen que los artistas e intelectuales mexicanos veían el “verdadero México”,
mientras que sus colegas nacidos en el extranjero solamente veían lo que imagi-
naban que existía. Véanse por ejemplo Delpar, 1992; Oles, 1993. Para una crítica
aguda del supuesto según el cual los artistas e intelectuales mexicanos operaban
desde una posición de mejor entendimiento del “verdadero México”, véase Azue-
la, 2005: 330.
298 Nación y alteridad

promovido por José Vasconcelos. Como parte de este libre in-


tercambio, extranjeros y mexicanos trabajaron juntos para de-
finir Olinalá como baluarte de la indigenidad que ayudaría a
construir una forma auténtica de mexicanidad.

Las lacas de Olinalá en la construcción trasnacional de


una identidad nacional indigenizada

Aunque los intelectuales mexicanos y extranjeros colaboraban


libremente, se hacía sentir el impacto de sus diferentes afilia-
ciones nacionales. Al tener más fácil acceso a financiamien-
tos para la investigación, a los mercados y a las editoriales que
diseminaban sus estudios, los extranjeros a veces contaban
con una ventaja logística sobre algunos de sus colegas mexi-
canos, pues disponían de más tiempo y recursos para el es-
tudio de las tradiciones locales o para la intervención en las
formas locales de producción de artesanías. Sus homólogos
mexicanos rogaban a su propio gobierno que corrigiera ese
desequilibrio mejorando el apoyo que brindaba a sus investi-
gadores y artistas. Manuel Gamio y Gabriel Fernández Ledes-
ma llevaban campañas especialmente francas en este sentido.
Fernández Ledesma, por ejemplo, escribió a funcionarios es-
tatales una larga carta en la que lamentaba que la falta de un
apoyo adecuado de parte del Estado a veces dejaba a los mexi-
canos en la vergonzosa posición de depender de los extranje-
ros para aprender sobre su propio país.5 En el caso específico
de la intervención de la elite en el aislado centro de produc-

5
  Carta a Alfonso Pulido, 9-10 de enero de 1939, Biblioteca del Instituto Nacio-
nal de Bellas Artes, Archivo Histórico, Colecciones Especiales, Fondo Gabriel Fer-
nández Ledesma.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 299

ción de laca en Olinalá, D’Harnoncourt obtuvo una ventaja


por su acceso al mercado nacional e internacional, así como
por su colaboración cercana con colegas mexicanos que ha-
bían emprendido intervenciones similares en otras zonas del
país, como Uruapan y Tonalá.
D’Harnoncourt cobró protagonismo gracias a su relación
con Frederick Davis, quien ayudó a que se prestara atención
a las antigüedades olinaltecas. Davis había llegado a México
poco después de 1900 como gerente de la tienda de la Sono-
ra News Company ubicada en el Palacio de Iturbide. Cuan-
do la Revolución de 1910-1920 comenzó a afectar a las clases
altas mexicanas, Davis ofrecía comprar a buenos precios las
reliquias de familia, entre ellas baúles y charolas laqueados fa-
bricados en Olinalá. Guardó algunas piezas para su propia
colección privada y revendió la mayoría de sus adquisiciones
a coleccionistas extranjeros adinerados, así como a compra-
dores mexicanos que habían mantenido intactas sus fortunas
a pesar de la Revolución (Brenner, 1957: 26-27; Fergusson,
1955: 304-6; Oles, 1993: 123).6
Su interés en estas antigüedades lo condujo a una pasión
por las artesanías contemporáneas. Alrededor de 1918, Davis
contrató a un joven llamado Víctor Fosado con la consigna de
buscar artesanías que pudieran tener algunas de las caracterís-
ticas de sus amadas antigüedades. Pronto empezó a venderlas
junto con las antigüedades de lujo. Mientras que Fosado apor-
tó sus conocimientos expertos sobre ciertos oficios, no dudaba
en reconocer que fue Davis quien le enseñó que esos objetos
cotidianos hechos a mano eran “arte”.7

6
  Entrevista con Pilar Fosado en 1997, ciudad de México.
7
  Entrevista con Pilar Fosado el 12 de mayo de 1998 y el 10 de febrero de 1999,
ciudad de México.
300 Nación y alteridad

Durante la fase final de la Revolución, Davis abrió su ga-


lería a artistas mexicanos que regresaban de Europa y algu-
nos presentaron ahí sus primeras exposiciones individuales.
La galería no tardó en darse a conocer como sitio para el arte
modernista. Aunque Davis no publicó libros ni artículos, y
tampoco producía su propia obra (con excepción de unas pie-
zas de joyería de plata que después comisionó), su galería se
convirtió en un espacio en el que los artistas y los intelectuales
se reunían para aprender y debatir sobre la importancia del
arte popular y del modernismo mexicano. El intelectual mexi-
cano Roberto Montenegro sintió que con el hecho de haber-
lo expuesto –a él y a otras personas– a estas artesanías, Davis
lo había ayudado a cambiar su percepción de su propio país.8
En 1921, Roberto Montenegro, Jorge Enciso, el Dr. Atl,
Adolfo Best Maugard, Anna Pavlova, María Pereda y Arman-
do Pereda, entre otros, hicieron de las tradiciones populares
uno de los ejes esenciales de los festejos del centenario de la
consumación de la Independencia. Formó parte de estos feste-
jos la primera exposición pública de arte popular, propuesta y
organizada por Montenegro y Enciso, con un catálogo escrito
por su mentor, el Dr. Atl. El catálogo era más que una simple
lista de objetos: constituyó una disquisición revolucionaria so-
bre la importancia nacionalista del campesinado y de la cul-
tura indígena, y sobre las razones por las que las artesanías
debían considerarse arte nacionalista.
Inspirados en las antigüedades que Davis había ayudado
a traer al mercado y en las artesanías contemporáneas como
las que promovían Montenegro, Enciso, Atl y Best Maugard,
cada vez más nacionalistas se convencieron de que estas artes
representaban la mexicanidad auténtica. Renato Molina En-

8
  Véanse, por ejemplo, Montenegro, 87; Cordero, 1991: 61-69.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 301

ríquez publicó una serie de artículos sobre las lacas olinaltecas,


basados en las ideas del Dr. Atl, para argumentar que los pro-
ductores indígenas de estas antigüedades de la época colonial
habían fusionado a la perfección influencias españolas y asiáti-
cas, sin dejar de permanecer fieles a un concepto estético indí-
gena.9 Molina Enríquez se contaba entre las muchas personas
que se dedicaron a revitalizar las artesanías de todo México
desprendiendo las capas de lo que consideraban “corrupcio-
nes” estéticas porfirianas y europeas, para así revelar el estilo
estético autóctono de las masas.
Aunque Olinalá muy pronto destacó como sede de una de
las formas más apreciadas y aparentemente menos corrompi-
das de arte popular, también fue uno de los sitios más miste-
riosos. La mayor parte de las artesanías que los nacionalistas
exaltaban provenía de regiones como Michoacán, Puebla,
Oaxaca, Jalisco, Guanajuato y el Estado de México, a las que
fácilmente se accedía en tren y, cada vez más, en automóvil.
Estas regiones se volvieron destinos populares para los turis-
tas nacionales e internacionales, y fueron elegidas por las eli-
tes de la ciudad de México para establecer sus casas de fin de
semana. Olinalá, por el contrario, se ubica en La Montaña de
Guerrero, una de las regiones indígenas geográficamente más
aisladas de la República (mapa p. 302). A consecuencia de esta
inaccesibilidad, ninguno de los intelectuales y artistas que elo-
giaban sus virtudes había tenido la oportunidad de visitar el
pueblo. Lo único que sabían de Olinalá era lo que podían ex-
traer de un documento de la época colonial que detallaba el
proceso de producción de la laca, y lo que deducían de las
antigüedades y artesanías que adquirían a través de interme-

9
  Véase, por ejemplo, Molina Enríquez, 1925: 115-24. Véanse también Dr. Atl,
1980; Gamio, 1992: 49.
302 Nación y alteridad

diarios. Así, pues, a pesar de su importancia para el proyec-


to nacionalista, Olinalá permanecía envuelto en el misterio,
acrecentado por la percepción de inaccesibilidad.

El pueblo de Olinalá, situado en la Montaña Alta, Estado de Guerrero.


Olinalá y la indigenización trasnacional… 303

La situación cambió en 1927, cuando el nuevo asistente de


Davis, René d’Harnoncourt, llevó a cabo su célebre relanza-
miento de las lacas de Olinalá. En 1924 el gobierno checoslo-
vaco instaurado tras la primera Guerra Mundial expropió la
herencia de D’Harnoncourt, y el desamparado conde se fugó
a México en 1926, donde Davis lo acogió. Mientras trabajaba
en la tienda de Davis, se hizo una reputación por sus habilida-
des como coleccionista, su capacidad de cautivar a los clien-
tes y, precisamente, su exitoso “relanzamiento” de la industria
de la laca en Olinalá. Este relanzamiento llamó la atención
en primer lugar del Metropolitan Museum of Art de Nueva
York, que nombró a D’Harnoncourt curador en jefe de la ex-
posición dedicada al arte mexicano (Mexican Arts Show) en
1930-1932; en segundo lugar, llamó la atención del Consejo
de Artes y Artesanías (Arts and Crafts Board) de Estados Uni-
dos, que lo contrató en 1936 para promover un relanzamiento
similar del arte nativo al norte de la frontera; y finalmente, del
Museum of Modern Art en Nueva York, donde fue designado
director en 1949 y se convirtió en renombrado organizador de
exposiciones. Como el éxito de D’Harnoncourt en Olinalá fue
un impulso tan importante para su carrera, debemos pregun-
tarnos qué logró exactamente en Olinalá, cómo lo hizo, y si
sus esfuerzos afectaron la integración de Olinalá en la comu-
nidad indigenizada posrevolucionaria del país.

Un doble renacimiento

A pesar de los elogios sobre el relanzamiento de la laca oli-


nalteca llevado a cabo por D’Harnoncourt, no resulta fácil
explicar la manera en que logró esta hazaña. Yo esperaba en-
contrar datos concretos sobre las actividades de D’Harnon-
304 Nación y alteridad

court en Olinalá entre las muchas obras que publicó o en su


voluminoso archivo personal; para mi sorpresa, sus publica-
ciones y sus papeles no mencionan una sola visita al pueblo.10
También esperaba que los artesanos veteranos de Olinalá pu-
dieran contarme sobre sus interacciones con D’Harnoncourt.
Muy pocos foráneos se aventuraban a esta pequeña comuni-
dad aislada antes de mediados del siglo pasado, así que un vi-
sitante como el conde, que medía casi dos metros de altura
y hablaba con acento austriaco, habría llamado la atención,
sobre todo si trabajaba de cerca con los artesanos para revi-
vir su tradición artística. Los artesanos me hablaron de sus re-
cuerdos sin reservas y en gran detalle, llegando hasta la época
de la Revolución, pero ni uno de ellos había oído hablar de
D’Harnoncourt, y tampoco lo reconocían en una fotografía.
Empecé entonces a cuestionar la veracidad de las historias que
atribuían a D’Harnoncourt el relanzamiento de las artesanías
laqueadas olinaltecas.
Los artesanos no habían siquiera oído el nombre del conde,
pero sí me contaron sobre otro renacimiento previo al proyec-
to de D’Harnoncourt de 1927, uno que nunca se menciona
en las fuentes más oficiales. Poco a poco fui descubriendo que
estos dos relanzamientos –el que dirigió desde arriba D’Har-
noncourt y el que me narraron los artesanos– estaban relacio-
nados entre sí. También comprendí que, para poder entender
los cambios en el nivel local, necesitaba considerar el arte mis-
mo como un tipo de documento histórico.

  René d’Harnoncourt Papers, Archives of American Art, Smithsonian Institution,


10

Washington DC. Las secciones de sus documentos que hacen referencia a su esta-
día en México se encuentran en los rollos de microfilm 3830-3831. También publi-
có más de una docena de ensayos y de artículos periodísticos sobre sus experiencias
en México.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 305

Olinalá es un pueblo un tanto extraño, y así ha sido duran-


te siglos. En la época prehispánica, Olinalá fue una fortificación
nahua en un mar de diferentes grupos étnicos. Junto con las plu-
mas de quetzal, el cacao y las especias, los guajes pintados de
Olinalá se encontraban entre las pertenencias más preciadas de
los nobles de Tenochtitlan, quienes los usaban como vasijas para
beber chocolate, el valioso oro líquido de los aztecas. En otro
trabajo he argumentado que, como los españoles no valoraban
como los aztecas los guajes laqueados, los olinaltecos­­­tuvieron
que intercambiar con otras comunidades indígenas sus bienes de
laca por el oro, el cacao y el maíz que pagaban como tributo a
sus nuevos amos (Dehouve, 2002: 100; López, 2010: 204-205;
Pavía Guzmán, 1986: 413; Rubí Alarcón, 1986: 433-38). Así, los
olinaltecos usaron sus lacas para mediar en sus relaciones con el
imperio azteca y posteriormente con el régimen colonial espa-
ñol. Esta circunstancia conduciría a lo que después los investi-
gadores concibieron como la edad de oro de Olinalá durante el
siglo xviii, época en que las espléndidas artesanías del pueblo,
además de encontrar mercado en sitios tan lejanos como Espa-
ña y Perú, competían exitosamente en el mercado nacional con
importaciones prodecentes de Francia y China (imagen p. 306).
Sin embargo, en el siglo xix los olinaltecos sufrieron una re-
caída. En el contexto del imperio español, Olinalá se había re-
gido como un centro dinámico, indígena pero culturalmente
inclusivo. Esto cambió a mediados del siglo xix, a medida que
las elites mexicanas comenzaron a menospreciar a los habitantes
de la región, tildándolos de indios atrasados, incapaces de satis-
facer los ideales de la ciudadanía liberal universal.11 Durante las

11
  Documentos relativos a las sesiones habidas en el Congreso del Estado sobre la
agregación del Departamento de Tlapa para formar el Nuevo Estado de Guerrero,
citado en Pavía Miller y Salazar Adame, 1998: 55-56.
306 Nación y alteridad

Caja de votación, Olinalá, Guerrero, 1779.


Museo Franz Mayer, ciudad de México.

siguientes décadas, una nueva elite regional ranchera se alió con


los oficiales estatales para despojar a la población local de sus
tierras. Se establecieron plantaciones azucareras que operaron
como auxiliares del complejo de ingenios de Puebla y de More-
los, y que llevaron a casi todo el pueblo al peonaje por deudas.
Los integrantes de la elite regional defendieron su base de poder
mediante la resistencia al proyecto de modernización del gobier-
no central. Hundieron a la región en un creciente aislamiento,
y después se aprovecharon de la inaccesibilidad del lugar para
continuar con sus prácticas predatorias contra la población, li-
bres de la interferencia externa (López, 2010: 214-215).
Los artesanos también sufrieron la caída en la demanda
de su arte entre los consumidores urbanos de las clases media
Olinalá y la indigenización trasnacional… 307

y alta; durante el siglo xix, estos aprendieron a favorecer los


bienes suntuosos importados en lugar de los productos consi-
derados indígenas, y que por lo tanto ponían en evidencia la
vergonzosa falta de sofisticación de la nación. Un vistazo ha-
cia los objetos que han sobrevivido de esa época nos muestra
que los artistas se adaptaron a los cambios en el mercado con
imitaciones de la chinoiserie francesa que estaba tan de moda.
Desarrollaron un estilo expresivo conocido localmente como
dorado, y paulatinamente fueron simplificando sus diseños
para permitir la producción rápida en serie.12
Para finales del siglo xix, cuando la mayoría de la población
ya se encontraba en el peonaje en las plantaciones de caña de
azúcar, los artesanos sobrevivientes comenzaron a inclinarse
hacia un estilo en el que pintaban bordes finamente detallados
sobre un fondo laqueado y reservaban los diseños figurativos
para los paisajes enmarcados que imitaban las postales de am-
plia circulación en aquel entonces (imagen p. 308). El diseño
simplificado, con una tapa plana en lugar de curva, reducía los
costos de fabricación y transporte. Los olinaltecos del siglo xix
lucharon para adaptarse copiando la producción europea, sim-
plificando su estilo y racionalizando la fabricación, pero sus es-
fuerzos fueron en vano; a inicios del siglo xx, el estilo rayado que
había caracterizado el arte olinalteco durante la edad de oro
había casi desaparecido y solamente dos o tres familias seguían
produciendo objetos laqueados. Lo poco que ellos producían
se limitaba a guajes destinados al modesto mercado regional.13

12
  En décadas recientes, Francisco “Chico” Coronel y otros artesanos han desa-
rrollado un estilo de dorado olinalteco que incorpora hoja de oro, pero no existen
documentos históricos que prueben que el nombre de dorado significa que en el pa-
sado esta fuera literalmente de oro.
13
  Entrevistas con Concepción Ventura Pérez, Olinalá, 1997-1999; Registro de
diezmos, 1886-1910, archivo de la parroquia de San Francisco de Asís.
308 Nación y alteridad

Baúl, estilo dorado. Olinalá, fines del siglo xix.


Mead Art Museum. Amherst, Massachusetts.

Los olinaltecos participaron en la Revolución mexicana,


unos como defensores del viejo régimen y otros como adheren-
tes radicales del zapatismo. En las décadas anteriores a la Re-
volución, los campesinos locales se opusieron infructuosamente
al despojo de sus tierras por parte de la elite regional política y
económica encabezada por los Almazán. Cuando los tribuna-
les y las peticiones políticas también les fallaron, recurrieron a
la violencia.14 Las llamas de este conflicto alimentaron la con-
flagración revolucionaria; culminaron en 1913 con una bata-
lla entre las tropas del gobierno y un ejército bajo el comando
de Emiliano y Eufemio Zapata, pero las fuerzas rebeldes, a las
que los olinaltecos habían pedido ayuda, diezmaron a la pobla-

14
  Periódico Oficial del Estado de Guerrero, varios números, 1910-1913.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 309

ción e incendiaron el pueblo. Con la destrucción de sus plan-


taciones de azúcar y la liberación de sus peones, la mayoría de
los antiguos oligarcas abandonaron el lugar. Los pueblerinos
sufrieron hambruna después de que los ejércitos zapatista y ca-
rrancista saquearon y quemaron sus provisiones de alimentos.
En medio de esta penuria, los pocos artesanos sobrevivientes
impulsaron un renacimiento local. Con el riesgo de morirse de
hambre, y sin capital para invertir, se valieron de sus habilida-
des para transformar las materias primas locales, como guajes,
semillas de chía, barro, resinas y tintes vegetales, en produc-
tos que pudieran vender en las comunidades vecinas. Mientras
tanto, surgía una nueva clase de comerciantes, integrada por
miembros poco prominentes de la vieja elite local que conta-
ban con apoyo económico de familiares en comunidades cer-
canas que no habían sufrido durante la Revolución. La nueva
burguesía mercantil pronto estableció un control sobre la pro-
ducción y la comercialización de las artesanías, usando el en-
deudamiento como herramienta para atrapar a los artesanos y
explotando la división sexual del trabajo en la creciente comu-
nidad artesanal. La clave para estos comerciantes estaba en las
mujeres que aprendían el oficio en los cada vez más numerosos
talleres familiares, pero que después eran marginadas o envia-
das a trabajar en otros lados para pagar deudas de sus familias.
Los comerciantes enganchaban a estas artesanas prestándoles
dinero que luego ellas tenían que pagar con trabajo, o con mer-
cancía laqueada que ellos después vendían en los mercados re-
gionales (López, 2010: 221-226).
D’Harnoncourt y los demás nacionalistas ignoraban tanto
el renacimiento de 1913 como el surgimiento de la nueva bur-
guesía mercantil acaparadora que explotaba a los artesanos.
En realidad, D’Harnoncourt y su séquito de mexicanos y ex-
tranjeros probablemente ni se imaginaban que Olinalá pudo
310 Nación y alteridad

haber experimentado un renacimiento anterior que provenía


desde abajo, pues concebían el arte folclórico como una ex-
presión pasiva del espíritu colectivo de la comunidad. Perci-
bían a los indígenas como víctimas indefensas que necesitaban
apoyo, y no como actores políticos capaces de responder estra-
tégicamente ante los retos económicos y políticos.
De todo esto surge el siguiente dilema: si el renacimiento
fue impulsado por los mismos artesanos y ocurrió a media-
dos de la década de 1910, ¿cuál fue la aportación de D’Har-
noncourt, si es que hubo una? En los años treinta, después de
que Olinalá hubiera escalado al escenario internacional, los
promotores del arte popular mexicano asumían que todo el
mundo sabía que René d’Harnoncourt había revivido la laca
olinalteca en 1927 mientras trabajaba para Frederick Davis.
¿Era mentira? ¿Era una historia inventada por D’Harnon-
court para promoverse? La respuesta es que D’Harnoncourt
sí efectuó un relanzamiento que transformó la sociedad local,
pero sus empeños no se tradujeron en el renacimiento de la
laca, que ya había ocurrido en 1913 sin que él lo supiera; más
bien dieron lugar a un vínculo estrecho entre la producción lo-
cal de laca, por un lado, y el proyecto trasnacional de forma-
ción de la nación mexicana y los mercados de arte nacionales
y trasnacionales, por el otro.
Igual que el renacimiento de 1913, la intervención de D’Har-
noncourt en 1927 comenzó con una iniciativa tomada por un
pequeño grupo de artesanos. A mediados de los años veinte, un
grupo de laqueros intentaba lograr una autonomía relativa de
los acaparadores que dominaban el comercio de las artesanías
de laca. El integrante más importante de este pequeño conjunto
de innovadores fue Juvencio Ayala. Mientras empezaba a darse
a conocer como uno de los mejores artesanos de su pueblo, se
casó con la talentosa Lola Navarrete, proveniente de la otra fa-
Olinalá y la indigenización trasnacional… 311

milia de artesanos más importante del lugar. Juntos intentaron


crearse un nicho de mercado: además de producir guajes, de
vez en cuando fabricaban cajas que Juvencio trataba de vender
a consumidores indígenas en las ferias regionales. De esa mane-
ra pretendían librarse de la intervención de los acaparadores,
quienes en ese entonces comercializaban casi exclusivamente
los guajes. Juvencio decoraba las cajas con el mismo estilo do-
rado figurativo de los guajes. Al parecer, ni él ni ningún otro ar-
tesano de ese entonces tenían memoria del estilo rayado, que
había caído en el olvido.
Cuando los nacionalistas y los coleccionistas vieron cajas
contemporáneas como las que producía Juvencio Ayala, se en-
tusiasmaron con la idea de que de alguna manera había sobre-
vivido una tradición que habían dado por muerta. Afirmaban
que estas cajas, una vez expurgadas de las impurezas absorbi-
das de otros estilos artísticos, podían contribuir al movimien-
to para valorar la cultura indígena contemporánea como un
componente vital de la identidad nacional. El Dr. Atl, Molina
Enríquez, Enciso, Montenegro, D’Harnoncourt, Davis y otros
aficionados ignoraban que las cajas, que ellos suponían repre-
sentativas de una supervivencia cultural pasiva, habían sido
creadas por los artesanos olinaltecos como medio para desa-
fiar la estructura local de poder. Aunque las cajas eran resulta-
do de los empeños de individuos que tenían como objetivo la
innovación artística y la competencia económica, los coleccio-
nistas urbanos las describían como expresiones anónimas de
una estética colectiva que se había heredado pasivamente de
generación a generación.
A medida que los coleccionistas descubrían las cajas, em-
pezaron a interesarse también en otras artesanías de Olinalá,
como las máscaras rituales laqueadas de tecuani (humano-ja-
guar) y los animales esculpidos de guajes laqueados, como las
312 Nación y alteridad

Animalitos olinaltecos. D’Harnoncourt, 1928, 109.


(Foto de Frances Toor).

cuatro aves que aparecen en la imagen de arriba. Para los na-


cionalistas, las aves, los peces y otros animales caprichosos pa-
recían encarnar una forma de arte completamente indígena y
representaban la expresión atemporal de una visión ingenua del
mundo. La realidad es que estos animalitos, como las cajas de
Ayala, tenían su propia historia local. A diferencia de los guajes
laqueados, cuyos orígenes se remontan a la época prehispánica,
o las cajas laqueadas, que datan de la era colonial, los animalitos
eran una innovación muy reciente de la familia Jiménez.
La familia había abandonado la producción de laca duran-
te la última parte del siglo xix, pero la retomó después de 1913
durante el renacimiento local. Motivados en parte por el de-
Olinalá y la indigenización trasnacional… 313

seo de aminorar el control que ejercían los acaparadores sobre


sus vidas, y en parte por la intención de dar cauce a sus incli-
naciones artísticas, los miembros de la familia comenzaron a
cortar los guajes y a juntar las piezas para crear aves, serpien-
tes, peces y otros animales que se les ocurrían al contemplar
las cáscaras ásperas, las cuales después laqueaban. Estos ani-
males fueron vendidos a veces como juguetes para niños y a
veces como decoraciones para las casas de clientes nahuas y
tlapanecos de la región.15 A través de intermediarios también
llegaron a la ciudad de México, donde Frederick Davis los em-
pezó a incluir en los anuncios para su tienda. Después fueron
descubiertos por los fotógrafos profesionales Manuel Álvarez
Bravo y Edward Weston, y entraron en colecciones importan-
tes, como las que reunieron las familias Morrow y Rockefeller,
y el Museo de Artes Populares. En la ciudad de México, los in-
telectuales y artistas nacidos en México y en el extranjero apre-
ciaban estos animalitos laqueados, que veían como expresiones
puras e ingenuas del inconsciente colectivo indígena. Diferían
de las cajas laqueadas producidas por la familia Ayala, que los
nacionalistas y los coleccionistas consideraban la continuación
de una forma de arte históricamente importante.
Fue esta idea de la importancia histórica de las cajas lo que
motivó a D’Harnoncourt a intervenir en su producción. Si-
guiendo el ejemplo de sus homólogos mexicanos, quienes em-
prendieron relanzamientos parecidos en Tonalá, Uruapan,
Pátzcuaro y otros lugares, aspiraba a regresar las lacas olinalte-
cas a un camino de desarrollo estético distintivo (del que supues-
tamente se habían desviado en el transcurso del siglo xix) para
que contribuyeran a la creación de una estética nacionalista y
de una nación culturalmente unida. Para D’Harnoncourt, esto

15
  Entrevista con Luis Jiménez, 1999, Olinalá.
314 Nación y alteridad

significaba la recuperación del famoso y muy comercializable


estilo del siglo xviii, el rayado olinalteco.
Así que el tan aplaudido relanzamiento de la laca olinal­teca
por parte de René d’Harnoncourt no consistía en el renaci-
miento del arte como tal. Tampoco fue una simple reforma-
ción de una tradición artística transmitida pasivamente. Más
bien, D’Harnoncourt aprovechó, sin saberlo, un renacimien-
to que los mismos artesanos habían comenzado desde abajo.
Fue gracias a los esfuerzos de artesanos como Juvencio Ayala,
quienes intentaban eludir el control de la nueva clase local de
acaparadores, que el arte contemporáneo olinalteco llegó a la
atención de D’Harnoncourt, Montenegro, Molina Enríquez y
otros. El relanzamiento de 1927, por lo tanto, no fue un rena-
cimiento del arte de la laca; más bien, fue la vinculación de la
producción local de arte laqueado con el proyecto trasnacio-
nal de formación de la nación mexicana y con un creciente
mercado de arte nacional e internacional. Pero esto no expli-
ca cómo D’Harnoncourt llevó adelante este relanzamiento sin
haber visitado nunca el pueblo, ni qué quería cambiar en la
producción laqueada, ni el impacto que tuvo su proyecto en
el nivel local, dentro de la sociedad olinalteca. A continuación
nos centramos en estas preguntas.

El impacto local del relanzamiento de D’Harnoncourt


en 1927

Para comprender el relanzamiento de D’Harnoncourt en


1927, primero debemos establecer cuáles fueron sus puntos de
contacto con los laqueros, y después cómo se difundió local-
mente el estilo rayado, junto con las oportunidades de mer-
cado que implicó. En cuanto comenzó a trabajar para Davis,
Olinalá y la indigenización trasnacional… 315

D’Harnoncourt empezó a aventurarse en las regiones rurales


en busca de artesanías para vender en la tienda, pero nunca se
alejó mucho de las vías del ferrocarril, y a Olinalá no llegaba
ningún tren; ni siquiera contaba con una carretera transitable
para el tráfico vehicular.16 No hay pruebas documentales de
que D’Harnoncourt ni ningún otro integrante de los círculos
de intelectuales y artistas de la ciudad de México hubieran vi-
sitado Olinalá, hasta 1939, cuando Frances Toor, fundadora
de la prestigiosa revista bilingüe Mexican Folkways, durante va-
rios días viajó a pie y a caballo a través del terreno montañoso
para llegar allí (Toor, 1938: 32-33).17
Aunque D’Harnoncourt nunca llegó a Olinalá, sí visitó el
mercado de Tepalcingo, Morelos. En testimonios orales, arte-
sanos narran su visita anual a ese mercado, que estaba en el cir-
cuito que Juvencio Ayala y otros artistas recorrían a pie llevando
sus productos en mecapales sujetados con correas en la frente, o
dejándolos flotar al atravesar ríos crecidos. Una fotografía de los
años treinta (imagen p. 316) muestra a olinaltecos en Tepalcingo
reparando los pequeños rasguños que sus artesanías habían re-
cibido durante el viaje. Parece ser que fue en ese mercado donde
los olinaltecos y D’Harnoncourt se conocieron. Las interaccio-
nes subsecuentes parecen haber tenido lugar en la tienda de
Davis, a la que los olinaltecos empezaron a viajar directamente.

16
  Comisión Nacional de Caminos, 1929; Dirección General de Correos y Telé-
grafos, 1933.
17
  Alejandro Wladimiro Paucic Smerdu, un viajero austriaco que llegó a Méxi-
co pasando por Italia, comenzó a visitar el pueblo a principios de la década de
los treinta, después de que D’Harnoncourt hubiera comenzado su relanzamiento.
Paucic juntó copiosos apuntes personales y vivió en Chilpancingo, pero no tenía
ninguna conexión con los medios intelectuales y políticos de la ciudad de México.
Sus anotaciones ahora pertenecen al archivo estatal de Guerrero, pero no contie-
nen ninguna explicación de por qué visitó tan regularmente Olinalá entre 1933 y
los años sesenta, o qué pensaba hacer con sus detalladas notas (Enciclopedia Gue-
rrerense; Instituto Guerrerense de la Cultura).
316 Nación y alteridad

Artesanos olinaltecos vendiendo jícaras, técnica de rayado.


Tepalcingo, Morelos. Reproducido en Frances Toor, 1939.

Allí D’Harnoncourt mostró a los olinaltecos antigüedades


fabricadas con el estilo rayado y les leyó un documento de la
era colonial que describía a detalle la compleja técnica del ra-
yado. Después los alentó a revivir esa antigua técnica y a me-
jorar la calidad de sus artesanías, con el incentivo de que Davis
estaría dispuesto a pagar precios altos por trabajos considera-
dos de buena calidad. Más que copiar antigüedades, quería
que los olinaltecos se inspiraran en esos viejos diseños. Según
el economista Stuart Chase, que en 1930 estaba llevando a
cabo investigaciones en México, cuando D’Harnoncourt mos-
tró a los olinaltecos los viejos diseños, “de pronto, misteriosa-
mente, algo que había muerto hacía mucho tiempo recobró
vida” (citado en Hellman, 1960: 72).
Olinalá y la indigenización trasnacional… 317

Tanto en su forma antigua como en la nueva, la técnica de


rayado consiste en una capa de laca aplicada sobre otra. En
el Baúl del Futuro del museo Papalote (imagen 1) vemos un
ejemplo de la aplicación de una capa negra sobre una roja. El
artesano graba su diseño en la capa superior (hasta hace poco
siempre era un hombre quien grababa el diseño, de la misma
forma que siempre era un hombre quien pintaba los diseños
del estilo dorado), y luego raspa esta capa superior para reve-
lar la capa base, llamada tlapetzole, que normalmente tiene un
color contrastante. 18 El rayado aprovechaba las técnicas que
los artesanos ya empleaban, y además los obligaba a adqui-
rir nuevas habilidades e introducir nuevas etapas de produc-
ción. Pronto adquirió sus propios cánones y normas estéticas,
y abrió nuevas vías para la creatividad y la innovación.
Los artesanos independientes como Juvencio Ayala domina-
ron mejor el nuevo estilo e intentaron competir con los talleres de
comerciantes, pero estos últimos gozaban de una serie de venta-
jas determinantes. En primer lugar, la complejidad del proceso de
rayado favorecía una división del trabajo que se conseguía más
fácilmente con la contratación de ayuda externa (los llamados ofi-
ciales). En segundo lugar, mientras que D’Harnoncourt y Davis
querían ayudar a artesanos independientes como Ayala, sin darse
cuenta brindaron su apoyo a comerciantes como Luis Acevedo,
Guillermo Romano y Andrés Rendón, quienes parecen haber-
se hecho pasar por artesanos independientes.19 Los comercian-

18
  Las técnicas descritas por fray Joaquín Alejo de Meave en un documento del
siglo xviii son las mismas que detallaba Paucic en sus visitas al pueblo en la década
de 1930, después de que D’Harnoncourt reviviera el estilo de rayado, y son las mis-
mas que usan hoy los olinaltecos. Véase Meave, 1831: 213-220.
19
  “Se organiza la gran exposición”, recorte de periódico, ca. junio 1930, sec-
ción 6, papeles de D’Harnoncourt; varias entrevistas en Olinalá, 1997-1999.
Acevedo fue uno de los comerciantes acaparadores, mientras que Romano y
Rendón trabajaron para él.
318 Nación y alteridad

tes como Acevedo y sus agentes tenían la capacidad de reunirse


regularmente con distribuidores como Davis (excepto durante la
época de lluvias), lo cual les brindaba un flujo estable de capital,
un volumen elevado de ventas, e interacción regular con los com-
pradores, cuyos gustos podían evaluar con frecuencia.
Una tercera ventaja la constituía el hecho de que los artícu-
los más redituables eran las bateas, como las que se muestran
en el retrato de Juvencio Ayala frente a la galería de Frederick
Davis en 1933 (imagen p. 319). La falta de árboles de gran ta-
maño en la región de La Montaña de Guerrero significaba
que estas grandes charolas, que se hicieron populares a fines
de la década de 1920, se tenían que traer desde Michoacán
o la ciudad de México (se conocían como peribanas, por Pe-
ribán, el pueblo de Michoacán donde se fabricaban). El cua-
simonopolio que tenían los comerciantes sobre estos objetos,
que los distribuidores urbanos traían de sus visitas a la ciudad
de México, facilitó su dominio del comercio de este producto
una vez que las charolas estaban decoradas.
Sin la capacidad de competir con los bajos costos de produc-
ción de los comerciantes, grupos de artesanos como los Ayala
obtuvieron apoyo de familiares e intentaron sacar ganancia del
comercio de baúles. Los baúles tenían menor atractivo para los
comerciantes porque eran más difíciles de producir que los gua-
jes o las bateas, representaban una inversión de más alto riesgo,
dependían más de la calidad que de la cantidad de producción
y eran difíciles de transportar. Gracias a la falta de interés de
los comerciantes en el negocio de los baúles, Ayala no tuvo que
competir directamente con ellos. Con todo, Ayala se cubrió con
una amplia gama de guajes, bateas, baúles y pequeñas cajas.20

20
  Para más detalle sobre la producción de artículos laqueados en Olinalá entre
los años veinte y los cuarenta, véanse los documentos del archivo Paucic.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 319

“Juvencio Ayala, de Olinalá, con su última obra, en la cual ha reavivado


fielmente toda la belleza de los antiguos diseños” (Enciso,1933: 16).

Desde el punto de vista de la mayoría de los foráneos, en-


tre ellos D’Harnoncourt, casi todos los habitantes de Olinalá
eran indígenas, fueran comerciantes, artesanos o campesinos.
Es cierto que la mayoría de los olinaltecos eran de origen in-
dígena y hablaban náhuatl (aunque no todos a la perfección).
Pero ser indígena no significaba tener una identidad étnica ab-
soluta: era más bien una identidad relacional. La gente era
más indígena que sus superiores sociales, menos que sus in-
feriores. Un campesino, por ejemplo, era más indio que un
comerciante, y el mismo comerciante era más indio que un
citadino de la ciudad de México. Como los más pobres de la
zona, con poco o nulo acceso a tierras y miserables condicio-
nes de vida, se consideraba a los artesanos como los más indí-
genas del pueblo.
El discurso nacionalista posrevolucionario complicó la je-
rarquía étnica local con sus elogios de la cultura autóctona.
320 Nación y alteridad

Los nacionalistas y coleccionistas urbanos valoraban las arte-


sanías según el grado en el que parecieran reflejar una estéti-
ca indígena. El Dr. Atl, por ejemplo, insistía en que mientras
más indios los productores, más mexicanos los productos. Los
comerciantes olinaltecos explotaron esta perspectiva naciona-
lista, presentándose ante D’Harnoncourt y Davis, y en otros
mercados, como artesanos indígenas, mientras que de regre-
so en Olinalá esta identidad se matizaba. De la misma forma,
a medida que Juvencio Ayala y otros verdaderos artesanos en-
traban en contacto con el mercado creciente de la ciudad de
México, también aprendieron estrategias para aprovechar la
valoración nacionalista de lo indígena sin dejar de enfrentar-
se a su denigración local. Así, los olinaltecos llegaron a pensar
en su arte como algo fundamentalmente indígena, ya que esa
cualidad le daba gran parte de su valor a ojos de los compra-
dores, al mismo tiempo que mantenían una postura ambiva-
lente hacia la indigenidad en lo local.
A pesar de sus intentos de abrirse paso entre este conjun-
to cada vez más complejo de percepciones de lo que signifi-
caba ser indio, y de idear estrategias que incrementaran su
grado de autonomía, Ayala y los demás artesanos no con-
siguieron librarse del control de los comerciantes, quienes,
a consecuencia de su contacto más frecuente con los distri-
buidores urbanos, su control de los mercados y su acceso
a capital, tenían muchas ventajas económicas. Las nuevas
agencias gubernamentales creadas entre la década de los
treinta y la de los cincuenta complicaron todavía más el pa-
norama para estos laqueros, ya que pusieron en práctica po-
líticas que aumentaban las utilidades de los acaparadores y
los mayoristas al mismo tiempo que bajaban el costo del tra-
bajo artesanal. Los artesanos de Olinalá se hundieron cada
vez más en la marginación y la pobreza, e incluso sufrieron
Olinalá y la indigenización trasnacional… 321

hambrunas.21 Hacia finales de los años cuarenta, estas polí-


ticas habían bajado tanto el precio de las artesanías que los
comerciantes perdieron el interés, primero en producirlas y
después en venderlas. Finalmente los artesanos asumieron
el control de la producción y comercialización de sus bie-
nes, pero la victoria fue pírrica porque los márgenes de uti-
lidad se habían esfumado. Lo que era peor: para comenzar
cada nuevo ciclo de producción, los artesanos todavía de-
pendían de los comerciantes para obtener préstamos, pero
ahora los préstamos se pagaban con dinero en efectivo, ya
no con artesanías.
Para generar los fondos que tanto necesitaban, los artesa-
nos tenían que sacar sus bienes al mercado y necesitaban ven-
derlos y convertirlos a efectivo lo más rápido posible si querían
evitar ahogarse con los intereses compuestos que cobraban los
comerciantes. El hecho de que contaran con poco dinero para
invertir en la producción, aunado a la necesidad de vender sus
productos lo más rápido posible, los orilló a escatimar en la ca-
lidad de los materiales y de la factura. Los pocos artesanos que
trataban de producir lo que consideraban trabajo de calidad,
como Antonio Guerrero, Eborio Jiménez y Margarito Ayala
(hijo del difunto Juvencio Ayala), ganaron el respeto de sus pa-
res. Para ellos, la calidad residía en el trabajo con materiales
tradicionales, empleando el estilo rayado y siguiendo una se-
rie de ideales estéticos que se habían definido en conjunto con
otros artesanos y con los compradores de artesanías de alto
nivel. Su inversión en tiempo y materiales representaba una
apuesta económica que no siempre costeaba.

  El Universal, “El almacén de ventas de objetos típicos”, 20 de septiembre de


21

1934; López, 2010: 175-179; Montenegro, 1937; Corona, 1958; varias entrevistas
con artesanos olinaltecos, 1997-1999.
322 Nación y alteridad

Buscando reducir su vulnerabilidad ante los acaparadores,


algunas familias de artesanos formaron redes informales en las
que negociaban las etapas más costosas de la labor, se presta-
ban pequeñas cantidades de dinero o materiales y se apoyaban
para la entrega de los productos al mercado. Como resultado
de este sistema, que favorecía desproporcionadamente a los
artesanos por encima de las artesanas, los laqueros pudieron
seguir preservando un nivel de calidad que aprovechaba los
métodos e ideales introducidos durante el relanzamiento de
D’Harnoncourt, y resistieron el impacto de las políticas esta-
tales que aumentaban la vulnerabilidad de los artesanos a ser
explotados por la elite local de comerciantes.22
Hacia finales de los años sesenta, los niveles de vida de los
artesanos se habían vuelto tan miserables que, de nueva cuen-
ta, muchos abandonaron el oficio. Los pocos que mantuvieron
la tradición fueron objeto de burlas por parte de sus vecinos,
quienes les decían tlapezolientes (con la clara inferencia de
que tenían olor a la capa base de la laca, usada en la etapa me-
nos prestigiosa de la producción). Además, a los artesanos se
les había excluido de los ejidos; esto les negaba el estatus que
implicaba tener acceso a la tierra y aumentaba el riesgo de
que pasaran hambre. Es más, era difícil para ellos producir ar-
tículos con la calidad que ellos valoraban y a la que aspiraban.
Era cada vez más evidente que los renacimientos de 1913 y de
1927 no habían liberado a los artesanos; simplemente habían
modificado la forma en que eran explotados (López, 2010:
221-265).
Fue en la década de los setenta cuando las cosas empeza-
ron a mejorar, a medida que los artesanos aprendieron a apro-

  Entrevistas con artesanos olinaltecos, 1997-1999, y las anotaciones detalladas


22

de Alejandro Paucic.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 323

vechar el discurso de una identidad nacional indigenizada con


el fin de presentarse a sí mismos de conformidad con las ex-
pectativas culturales de los compradores y los nacionalistas, y
a influir sobre la política gubernamental. Un acontecimien-
to clave para los laqueros sucedió cuando el presidente Luis
Echeverría (1970-1976) instauró una política oficial de neona-
cionalismo que prometía el reconocimiento de los artesanos
indígenas de México y un mejor nivel de vida para ellos. Va-
liéndose de la importancia simbólica de su arte para la cultura
nacional, los olinaltecos se aliaron con varios integrantes del
nuevo gobierno –en especial con Carlos Romero Giordano y
Tonatiuh Gutiérrez– para promover el proyecto de una coo-
perativa de artesanos apoyada por el gobierno, mediante la
cual obtendrían préstamos accesibles. A través de esta coope-
rativa pudieron fomentar sus propias relaciones directas con
representantes del gobierno, en lugar de tener que depender
de las elites locales como intermediarias.
Sin embargo, incluso con la cooperativa los laqueros tu-
vieron cierta vulnerabilidad a consecuencia de su aislamiento
geográfico. Los artesanos tenían que transportar sus productos
hasta las oficinas del Banco Nacional de Fomento Cooperati-
vo, Banfoco (que más tarde se transformó en el Fondo Nacio-
nal para el Fomento de las Artesanías, Fonart), en la ciudad de
México. Para poder pagar el largo y difícil viaje, y para comen-
zar el siguiente ciclo de producción, se veían obligados a pedir
dinero con altas tasas de interés a los prestamistas locales, con
quienes estaban permanentemente endeudados. Lo que que-
rían los artesanos era una carretera para liberarse de la explo-
tación que traía consigo el aislamiento geográfico tan extremo.
En 1971, Giordano y Gutiérrez organizaron un encuentro
para que los artesanos presentaran sus peticiones directamen-
te al presidente. Los laqueros basaron su argumento en favor
324 Nación y alteridad

de la construcción de la carretera no en los pormenores de


la inequidad local, sino en tres supuestos que la agencia gu-
bernamental que los apoyaba (Banfoco/Fonart), el presidente
mexicano y ellos compartían: 1) que la indigenidad tenía una
importancia especial para la visión nacionalista; 2) que el arte
y los cuerpos étnicos de los laqueros encarnaban esa indigeni-
dad, y 3) que como nacionalista, el presidente tenía el deber de
defender el patrimonio indígena de México.23 Hasta ese mo-
mento, los comerciantes eran quienes más habían lucrado con
el movimiento posrevolucionario hacia una indigenización de
la identidad nacional. En su encuentro con el presidente, los
artesanos por fin pudieron aprovechar el discurso posrevolu-
cionario para su propio beneficio.
Pocas semanas después empezaron a llegar a La Monta-
ña los equipos de trabajo que construirían la carretera que ni
siquiera la oposición de las elites locales pudo impedir. El go-
bierno tenía otras razones estratégicas para apoyar a los ar-
tesanos con la construcción de la carretera, pero esa es una
historia demasiado larga y compleja para abordar aquí. La ca-
rretera no fue tan liberadora como los artesanos esperaban:
pronto las elites locales idearon nuevas formas de explotación,
pero esta nunca volvió a ser absoluta.
La laquera Felícitas Ayala Martínez reflexiona en torno a
este triunfo y observa que “los ricos siempre ganan,” pero que
esta vez “ganaron los pobres.” Como muchos de los artesanos
del pueblo, Ayala Martínez vio la terminación de la carrete-
ra pavimentada en 1973 como “un triunfo de los de abajo” a

23
  Entrevistas con Josefa Jiménez Patrón, Dámaso Ayala Mejía y Donasiano Aya-
la Mejía, 1999, Olinalá; “Premios para varios artesanos” y “Entregó la Sra. Eche-
verría premios,” recortes de periódicos, exp. 469ap745.5art, archivo Paucic; entre-
vista con Tonatiuh Gutiérrez, 28 de junio de 1999.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 325

costa de los caciques.24 La conclusión de la carretera marcó el


momento en que los artesanos finalmente pudieron usar su po-
sición dentro de la nacionalidad indigenizada mexicana para
librarse de la oligarquía local y establecer sus propios vínculos
culturales y económicos con el gobierno central de la ciudad de
México. Al hacer esto, ratificaban tanto la nación indigenizada
posrevolucionaria como su lugar dentro de ella. Es más, la vic-
toria dependió de los mercados nacionales e internacionales y
de un discurso nacionalista formado por un amplio elenco de
adeptos, consumidores, vendedores de arte, investigadores, ar-
tistas y reformadores políticos, inspirados en la indigenización
trasnacional de la cultura nacional mexicana.

Conclusiones

Un dibujo publicado en 1926 en la reconocida revista de la ciu-


dad de México El Universal Ilustrado satiriza a los extranjeros que
inundaron el país para ser testigos del proyecto nacionalista, y
a los pobres rurales y urbanos que tanto estimaban (imagen p.
326). El personaje de la parte superior del dibujo, un hombre
mexicano de clase media, está tan asqueado por la suciedad de
los pordioseros que pierde el apetito; en contraste, el personaje
de la parte baja del dibujo, un extranjero, fotografía con entu-
siasmo la basura. En la realidad, los extranjeros fotografiaban
no los desechos urbanos, sino a los campesinos, a la gente indí-
gena, y las prácticas y objetos folclóricos. Los caricaturistas de la
época no se esforzaban por evitar las representaciones racistas
de los indígenas. Caracterizaciones como la que se muestra en
la imagen (p. 327) eran comunes en muchos periódicos y revis-

24
  Entrevista con Felícitas Ayala Martínez, Olinalá, 1999.
326 Nación y alteridad

El Universal Ilustrado, 3 de marzo de 1926, p. 36.

tas mexicanos, no solo en El Universal Ilustrado. Esta imagen de


portada era típica, con su retrato de un soldado indígena zarra-
pastroso de bigotes desaliñados y labios rojos caídos. El dibu-
jante trata incluso con más crueldad a la novia del soldado, una
mujer con aspecto simiesco, encorvada, de manos toscas y pier-
nas arqueadas, que hace un intento burdo de vestirse a la moda
Olinalá y la indigenización trasnacional… 327

El Universal Ilustrado, 17 de mayo de 1928, portada.

con ropa llamativa de color rosa, collares mal puestos y botas


que no le quedan bien. Los dibujos satíricos de la época fre-
cuentemente personificaban a los indígenas como la escoria de
la sociedad mexicana, pero el dibujo de 1926 de la imagen 8 va
un paso más allá. Al sugerir que los extranjeros se equivocaban
al encontrar algo de valor en la basura de México, este dibujo
328 Nación y alteridad

desdeña simultáneamente a los extranjeros y a las clases popu-


lares, mientras que expresa la frustración de algunos integrantes
de la clase media, que antes se consideraban los abanderados de
la civilización nacional pero que ahora eran denunciados por
los extranjeros y por sus propios intelectuales y artistas como
menos mexicanos que las masas indígenas a las que por tanto
tiempo habían menospreciado.
Haciendo caso omiso de las críticas, los intelectuales se-
guían colaborando a través de las divisiones entre nacionales
y extranjeros. Juntos, mexicanos y extranjeros aprovecharon
las instituciones estatales, las exposiciones, los eventos públi­
cos, la­prensa y la investigación académica para promover el
arte popular como componente central de la identidad nacio-
nal­­au­tén­tica de México. Subrayaban lo alejado que estaba el
arte popular mexicano de las influencias estadouniden­ses y
euro­peas, y al mismo tiempo que ayudaban a crear mercados
dinámi­cos para las artesanías, sostenían que los artesanos las
producían no como mercancía, sino en respuesta a un impul-
so nativo hacia la creación artística y para satisfacer sus necesi­
dades cotidianas. Más tarde, en la década de los cuaren­ta, se
vivieron tensiones en la colaboración trasnacional a conse­
cuencia de nuevas políticas externas tanto en Estados Unidos
como en México, del surgimiento del indigenismo oficial mexi-
cano (que estableció una perspectiva marcadamente negativa
de la cultura indígena), y de una actitud cada vez más presun-
tuosa por parte de los artistas e investigadores de estadouniden-
ses. Se perdió gran parte de la fluidez que había carac­terizado
los años veinte y treinta. Los intelectuales nacidos en el extran-
jero nunca fueron el principal impulso tras el proceso, pero en
las décadas de 1920 y 1930 habían trabajado de cerca con sus
colegas mexicanos, nacionalistas pero cosmopolitas, en el pro-
yecto de indigenizar la identidad nacional mexicana.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 329

El caso de Olinalá sugiere que la indigenización posrevo-


lucionaria de la identidad nacional y la aclamación de las ar-
tesanías como encarnación de esta forma de mexicanidad no
fueron solamente discursos elitistas. Aunque los olinaltecos ha-
bían creado en 1913 su propio renacimiento a partir de las ce-
nizas de la Revolución, fue la intervención de D’Harnoncourt
lo que incluyó a Olinalá como un componente del proyecto
nacional de integración en torno a la identidad indigenizada.
La promoción de las artesanías y el discurso alrededor de
ellas tuvieron efectos concretos en las vidas de los artesanos
que habitaban el pueblo de Olinalá, aunque no necesaria-
mente con el impacto esperado. Durante la década de 1930,
muchas elites culturales consideraban que el renacimiento de
1927 fue un correctivo que liberó la laca olinalteca de las co-
rrupciones adquiridas a través del tiempo, y que devolvió a
esta tradición su propia evolución estética. En Olinalá, sin em-
bargo, el resurgimiento del rayado y la introducción del dis-
curso nacionalista de las elites transformaron el terreno de las
relaciones sociales y económicas. Los artesanos se vincularon
con los nuevos mercados y con el discurso nacionalista me-
diante el trazo cuidadoso de estrategias para obtener venta-
jas en el marco de estas luchas económicas y sociales. Durante
las siguientes cuatro décadas, la elite mercantil que había sur-
gido durante la Revolución aprovechó el aislamiento geográ-
fico de Olinalá para explotar a los artesanos, y se estableció
como intermediaria entre el pueblo, el gobierno y los vende-
dores urbanos. Los artesanos nunca aceptaron pacíficamente
esta situación, y en la década de 1970 se valieron de la oportu-
nidad creada por las políticas neonacionalistas del presidente
Echeverría para escaparse del aislamiento regional.
Ya sea en Olinalá o en otras partes, el éxito del proyecto de
nación de México centrado en una identidad indigenizada se
330 Nación y alteridad

debió, más que a la imposición de una cultura artificial, a las


maneras idiosincráticas en que los habitantes de lugares como
Olinalá abordaron el proyecto de las elites, lo modificaron y lo
arraigaron en sus propias comunidades. Esta identidad nacio-
nal indigenizada se infiltró en las opiniones políticas de los in-
dividuos, transformó sus relaciones con el mercado, impactó
sus interacciones cotidianas, y se constituyó como el motor de
la unificación nacional.
Un aspecto extraordinario de la integración nacional de
México no es el hecho de que haya ocurrido a pesar de las des-
igualdades, sino haberse propagado precisamente a través de
ellas. Aunque las elites nacionalistas y los coleccionistas de arte
veían, y a menudo todavía ven, a los artesanos como los agen-
tes pasivos de una cultura milenaria, los olinaltecos usaron su
arte para sobreponerse a las transformaciones dramáticas y
muchas veces abruptas dentro de la sociedad local, y para ob-
tener acceso a los mercados urbanos e internacionales. Hoy,
los olinaltecos siguen promoviendo su arte como un elemen-
to especial dentro de la visión nacionalista, aunque ahora, en
la era de la comunicación por internet y con mayores flujos de
migración, toman cada vez más control sobre la circulación
trasnacional de sus artesanías y sobre su relación con los ex-
tranjeros y sus compatriotas mexicanos mucho más allá de las
fronteras del Estado mexicano. Sin embargo, aun cuando es-
tos olinaltecos cada vez más cosmopolitas toman más control
que nunca sobre la promoción de sus objetos de arte laquea-
dos, en el plano cultural y económico todavía dependen del
discurso que liga su arte a la identidad nacional indigenizada
que nació después de la Revolución.
Olinalá y la indigenización trasnacional… 331

Fuentes consultadas

Archivos

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III

PRÁCTICAS COTIDIANAS
DE ALTERIZACIÓN
Elisabeth Cunin

Extranjero y negro.
El lugar de las poblaciones afrocaribeñas
en la integración territorial de Quintana Roo*

A fines del siglo xix y principios del xx México se inscribe,


debido a su situación geográfica, en una doble dinámica
.

migratoria ligada a la diáspora negra poscolonial: por una par-


te, las poblaciones estadounidenses que vienen a establecerse o
buscan trabajo al sur de la frontera; por otra, las poblaciones ca-
ribeñas (Jamaica, Islas Caimán y Belice para el Caribe anglófo-
no; Martinica, Guadalupe y Haití para el Caribe francófono;
Cuba y las costas de Honduras y Guatemala para el Caribe his-
panófono) en busca de oportunidades económicas. El apoyo de

*
  Este texto fue elaborado en el marco del convenio “Inclusión y exclusión en la
frontera: nación y alteridad en México y Belice” entre el Centro de Investigaciones
y Estudios Superiores en Antropología Social, la Universidad de Quintana Roo y
el Institut de Recherche pour le Développement. También es resultado del pro-
yecto de investigación ANR Suds-AIRD Afrodesc (ANR-07-SUDS-008) “Afrodes-
cendientes y esclavitudes: dominación, identificación y herencias en las Américas
(siglos xv-xxi)” (http://www.ird.fr/afrodesc/) y del programa europeo Eurescl 7º
pcrd “Slave Trade, Slavery, Abolitions and their Legacies in European Histories
and Identities” (www.eurescl.eu). Traducción del francés de Jean Hennequin.
340 Nación y alteridad

Porfirio Díaz a la inmigración a México no solo se destinaba a


los europeos blancos, sobre todo a los que eran dueños de capi-
tales, sino también a los peones negros que llegaban de Estados
Unidos o del Caribe para dedicarse a la agricultura, trabajar en
las minas, participar en la construcción de ferrocarriles o contri-
buir a la explotación forestal. Varios autores han estudiado los
proyectos de creación de colonias negras (agrícolas o industria-
les) en el paso del siglo xix al xx, principalmente en el norte del
país, con población procedente de Estados Unidos y del Cari-
be.1 En fechas más recientes, otros trabajos han evidenciado la
existencia de dinámicas similares en el sur de México.2
Marta Saade Granados interroga la ideología del mestizaje,­­­
calificada de mestizofilia, en particular a través de la evolu-
ción de las políticas migratorias destinadas a las poblaciones
negras.­­­En el marco de la definición de la política poblacional,
preguntarse sobre la inmigración afroamericana hacia Méxi-
co durante el periodo posrevolucionario es una apuesta por
confrontar esta premisa del mestizaje e interrogarla también
desde el reconocimiento de los afroamericanos como parte
constitutiva de la nación (Saade Granados, 2009b: 232-233).
En los años veinte y treinta del siglo xx, el control migratorio
mediante una reglamentación que prohíbe a grupos definidos
en términos raciales, étnicos y nacionales el acceso al territorio
nacional refleja la ideología del mestizaje a través de textos dis-
criminatorios, con el objeto de formar la “población nacional”
(Bokser, 1994; Gleizer, 2011; Yankelevich,­­­2009, 2011). De la
ideología a la política, el mestizaje en acto conlleva la exclusión
de ciertos componentes de la sociedad: “el mestizo no es de co-

1
  Véanse entre otros Brown, 1993; De la Serna, 2011; González Navarro, 1960,
1974a y 1974b; Rippy, 1921; Saade Granados, 2009b.
2
  Cunin, 2014; Saade Granados, 2009a.
Extranjero y negro 341

lor” (Saade Granados, 2009a). Volveré­­más adelante sobre esta


conclusión: ¿significa el mestizaje la eliminación de los afrodes-
cendientes, en particular de los extranjeros?­­­Así, en la encruci-
jada de los estudios sobre el mestizaje y sobre la inmigración,
nos esforzaremos por comprender el lugar que el proyecto na-
cional mexicano, que suele­­­relacionarse con la figura del indí-
gena, otorgó al extranjero negro.
Situaré mi investigación en el Territorio de Quintana Roo,
al sureste de la península de Yucatán. Creado en 1902,3 el Te-
rritorio llevaba la marca de su relación con el vecino Belice,4
con el cual mantenía mayores vínculos que con el resto de Mé-
xico. Una preocupación clave y recurrente del Territorio era
su ausencia de población y las medidas que debían adoptar-
se no solo para atraer a nuevos habitantes, sino para definir-
los. En esta región fronteriza, cuyos límites internacionales
con Belice apenas acababan de establecerse (tratado Maris-
cal Spencer, de 1893), el poblamiento constituía un elemen-
to estratégico para la consolidación de la soberanía nacional;
manifestaba la afirmación de un biopoder, que conducía a im-
poner las características raciales y nacionales de la población.
De ahí que la administración mexicana considerara la región
como un desierto demográfico, en el que los pocos individuos
presentes (indios, negros, prisioneros) no contaban. Gabriel
Macías Zapata (2004) habla de un “vacío imaginario” para
calificar esta representación que el centro tenía de la periferia
y con la que justificaba la colonización.

3
  El territorio de Quintana Roo se convirtió en estado de Quintana Roo en 1974.
4
  En 1862 Belice se convirtió en colonia británica, conocida como Honduras Bri-
tánica; recuperó el nombre de Belice en 1973; por motivos prácticos usaré sola-
mente el término Belice, sin importar la época a que me refiera. La historia de Beli-
ce está marcada por la importancia de la esclavitud y la presencia de una numerosa
población afrodescendiente.
342 Nación y alteridad

La primera mitad del siglo xx estuvo marcada por la pre-


sencia de migrantes afrocaribeños. En otro trabajo (Cunin,
2014) estudié dos temas específicos que revelan la importan-
cia de las poblaciones negras procedentes del vecino Belice a
principios del siglo xx, en el momento mismo en que surgió el
territorio de Quintana Roo: 1) el caso de Vigía Chico, primera
capital del Territorio, cuyos habitantes iniciales no solo fueron
prisioneros y mayas, sino también trabajadores afrobeliceños
que participaron en la construcción de la aldea y de una línea
de ferrocarril, acompañados a menudo de sus familias;­­­y 2) las
cifras de migración obtenidas en el marco de la ley de inmi-
gración de 1908, las cuales evidencian que los afrobeliceños
constituían cerca de la mitad de los migrantes que entre 1909
y 1911 ingresaron legalmente al Territorio vía Payo Obispo,
ciudad que en 1915 se convirtió en capital del Territorio.5
Estudiaré de manera simultánea el estatus de las poblacio-
nes negras en Quintana Roo y el lugar del Territorio en la na-
ción, centrándome exclusivamente en la imagen que nos dan
los relatos sobre la región. Me apoyaré, primero, en los tex-
tos producidos por dos expediciones científicas (1916-1917 y
1937)6 que contribuyeron directamente a las políticas de de-
sarrollo socioeconómico e integración nacional de uno de los
últimos márgenes territoriales, y luego en la historiografía que
surgió con la creación del estado de Quintana Roo, en 1974,
y que apuntaba a conferirle una identidad específica. En los
primeros años del siglo xx las poblaciones negras son descri-
tas, pero no se consideran como problemáticas; representan

5
  Payo Obispo es el nombre dado hasta 1937 a Chetumal, actual capital del esta-
do de Quintana Roo.
6
  Existieron otros informes, de carácter científico y administrativo, sobre el Terri-
torio de Quintana Roo, en particular los del gobernador Amado Aguirre (1925) y
de Ulises Irigoyen (1934).
Extranjero y negro 343

la marginalidad de una región que todavía no es totalmente


mexicana. Esta situación cambia en la segunda mitad de la dé-
cada de 1930, con la integración de Quintana Roo a las diná-
micas nacionalistas posrevolucionarias: los textos con los que
contamos contribuyen a estigmatizar y marginar a la pobla-
ción negra, que hasta entonces había pasado “desapercibida”.
Por último, una historia local emerge con el nacimiento del es-
tado, en la cual el “negro” ya no tiene cabida, al verse reduci-
do a su estatus de extranjero o convertido en un mestizo como
tantos otros.

El “negro en su lugar” en la periferia de la nación:


normalidad e indiferencia a principios de siglo

A principios del siglo xx las políticas (migratorias, agrarias) se


apoyan en categorías raciales y nacionales, aunque no hacen
de estas un principio de acción (la Ley de Inmigración de 1908
clasifica a los individuos por raza y nacionalidad, sin que estos
criterios sean discriminatorios: para acceder a la tierra los ex-
tranjeros deben solicitar una autorización, que generalmen-
te se les otorga). Numerosos migrantes negros se instalan en
el Territorio de Quintana Roo, sin que su presencia sea pro-
blemática. Los escritos se refieren sobre todo a los trabajado-
res forestales: si bien son indispensables para la explotación
económica, no se consideran habitantes “deseables”. Tienen
lugar en un territorio periférico, alejado, exterior, pero no en
los proyectos de integración del Territorio al resto de la na-
ción. Aunque la alteridad racial y nacional es aceptada, se la
sitúa en uno de los márgenes de la nación, en una región no
desarrollada y no civilizada. Las poblaciones negras están “de
paso” y el “negro” es una categoría endógena en un territorio
344 Nación y alteridad

extranjero. “El mestizo es de color” en una región que no es


totalmente mexicana.
La primera expedición científica de Quintana Roo (“Co-
misión geográfico-exploradora de Quintana Roo”) salió de la
ciudad de México el 26 de noviembre de 1916, con el objeto
de profundizar en el conocimiento de esta región, que debi-
do a la Guerra de Castas había permanecido marginada por
mucho tiempo y estaba marcada por su cercanía a Belice. La
expedición estaba encabezada por Pedro C. Sánchez7 y Sal-
vador Toscano.8 La Comisión, patrocinada por la Secretaría
de Agricultura y Fomento –organismo encargado de implan-
tar las políticas de colonización y adjudicación de tierras–,
publicó un informe (Sánchez y Toscano, 1918) y un artículo
(Sánchez y Toscano, 1919) y produjo un documental filmado
por Salvador Toscano.9 Un texto de Horacio Herrera, miem-
bro de la Comisión, que también relata la experiencia de los
años 1916-1917, se publicó posteriormente, en 1946, gracias
al apoyo del Instituto Panamericano de Geografía e Histo-
ria. La expedición científica se sitúa en un contexto nacional
marcado por la Revolución de 1910, que realmente todavía
no ha alcanzado el Territorio de Quintana Roo. Mientras que

7
  Nacido en 1871, Pedro C. Sánchez es considerado uno de los  “padres fundado-
res” de la geografía mexicana; fue ingeniero de la Escuela Nacional de Ingenieros,
director de la Comisión Geodésica Mexicana, autor de los primeros mapas moder-
nos de México (“Mapa General de la República”, en 1921), fundador y director del
Instituto Panamericano de Geografía e Historia (1928).
8
  Nacido en 1872, Salvador Toscano fue ingeniero (topógrafo e hidrógrafo) de la
Escuela Nacional de Ingenieros; su nombre se asocia principalmente con el surgi-
miento del cine mexicano, del cual fue pionero (véase el sitio de la fundación que le
está dedicada: http://www.fundaciontoscano.org/).
9
  Con una duración de veinte minutos, esta cinta muda filmada en 1916 fue res-
taurada en 1998 por la Fundación Carmen Toscano, en ocasión del centenario de
la fundación de Payo Obispo, con el título Tierra incógnita. Primeras vistas cinematográ-
ficas de Quintana Roo.
Extranjero y negro 345

el Territorio, que había desaparecido entre 1913 y 1915, con


dificultad empieza a estabilizarse en lo demográfico, lo eco-
nómico y lo político, el gobierno quiere conocer sus recursos
para volver más eficiente su explotación, control y desarrollo.
El informe de 1918 revela la desilusión de los expedicio-
narios al desembarcar en Payo Obispo: la ciudad apenas si
existe; sus calles se encuentran en estado de simple proyecto
(Sánchez y Toscano, 1918: 7). Los miembros de la expedición
llegaron poco después del paso de un huracán, en la tempora-
da de lluvias, que también se caracteriza por bruscos cambios
de temperatura; sufrieron directamente los embates del clima,
los mosquitos, la falta de higiene. Su primera impresión, an-
tes de intelectualizar la experiencia, es la de una región inac-
cesible, salvaje, hostil. Si bien la exploración debe demostrar
que Quintana Roo no corresponde a la imagen negativa con
que se la suele asociar –“el lugar más mortífero del mundo”,
“lugar de desolación y de muerte” (Sánchez y Toscano, 1918:
3)–, se siente que los autores difícilmente logran convencer-
se a sí mismos (y convencer al lector) de que el clima es per-
fectamente normal o de que la región es “magnífica y fértil”
(Sánchez y Toscano, 1918: 23). Para Horacio Herrera, la con-
clusión es más cruda aún: el Río Hondo, que marca la fronte-
ra entre México y Belice, no es habitable (Herrera, 1946: 17).
Los documentos describen varios encuentros con trabaja-
dores afrobeliceños en términos estrictamente anecdóticos,
pues estos no se perciben como habitantes (actuales o poten-
ciales) y su presencia es provisional: se relaciona con la explo-
tación forestal y está destinada a desaparecer tan pronto como
la región se colonice y civilice. De hecho, si las poblaciones
negras pasan desapercibidas, se debe a que literalmente se
confunden con la naturaleza. Solo las poblaciones negras po-
drían resistir el clima que priva a orillas del Río Hondo. “Na-
346 Nación y alteridad

tural es, que con este clima, los habitantes en las márgenes del
Río Hondo presenten un aspecto desolador […]. Parece que
quien mejor resiste es la gente de color, y parece también que
la raza blanca no se adapta a la vida tropical” (Herrera, 1946:
16). La victoria de la jungla sobre la sociedad, de la naturaleza
sobre la civilización, se simboliza mediante la presencia de los
negros, quienes no parecen constituir tanto un componente de
la población como un elemento del entorno natural.
En ese contexto, las poblaciones negras están “en su lugar”,
a la vez presentes e ignoradas, como si no contaran. “En los
lugares en que nosotros nos internamos, con excepción de los
negros chicleros, ni una sola alma encontramos en aquellos
bosques vírgenes” (Sánchez y Toscano, 1918: 22). Los expe-
dicionarios visitaron especialmente el campamento Mengel
(hoy Álvaro Obregón Viejo), que no solo era motivo de orgu­
llo para la fabricante de chicles Wrigley Company por ser un
campamento modelo en materia de explotación forestal, sino
que representaba también la mayor concentración de traba-
jadores afrobeliceños en territorio mexicano. El informe de
la Comisión subraya la importancia del sitio, con sus 1 500
hombres (más que Payo Obispo en aquel entonces) y su lí-
nea de ferrocarril. Una sola frase evoca la presencia de po-
blaciones negras, sin prestarle mayor interés, como si fuese
normal, “natural”, que los chicleros fuesen negros y que es-
tuviesen presentes en las selvas mexicanas. Con todo, Sán-
chez y Toscano siguen preocupados por el poblamiento de la
zona, ya que los trabajadores afrobeliceños, presentes por cen-
tenares, no se perciben como futuros pobladores potenciales.
“Se preguntará,­­­pues, ¿cómo implantar en aquella región la
vida social? ¿Es posible allí la colonización? ¿Cómo lograrla?
¿Qué industrias, qué cultivos darán el sustento de los futuros
habitantes?” (Sánchez y Toscano, 1918: 23). Asimismo, para
Extranjero y negro 347

­ oracio Herrera “el accidente geográfico llamado hombre no


H
ha transformado a Quintana Roo” (Sánchez y Toscano, 1918:
138). Así es como se justifica la necesidad de poblar un terri-
torio que los actuales ocupantes serían, por definición, incapa-
ces de desarrollar y civilizar.

La integración del Territorio de Quintana Roo a la


nación mexicana y la exclusión de las poblaciones negras
(1935-40)

A partir de 1924 las políticas inmigratorias se vuelven restricti-


vas y racistas (Saade, 2009b; Yankelevich, 2009), aunque la si-
tuación particular del Territorio de Quintana Roo conduce a
cuestionar su alcance práctico (Cunin, 2014). Por su parte, las
políticas agrarias introducen un criterio de nacionalidad en el
acceso a los ejidos y las cooperativas.10 Con la llegada de Láza-
ro Cárdenas a la presidencia de la República y de Rafael Mel-
gar al gobierno del Territorio se pretende resolver una de las
contradicciones de la región: la economía se encuentra ligada a
una riqueza, la selva (chicle, madera), que es motivo de preocu-
pación por su naturaleza (salvaje, incontrolable) y su modo de
explotación (trabajadores indígenas y negros, concesionarios
extranjeros), que no corresponden al modelo social deseado
(pequeña propiedad, producción agrícola, colonos estableci-
dos). De ahí que la economía se transforme radicalmente con
el desarrollo de los ejidos y las cooperativas, que llegan a susti-
tuir a las concesiones en manos de extranjeros. Se da así inicio

  El Código Agrario de 1934 prohíbe la atribución de derechos agrarios a los


10

extranjeros en los ejidos; la Ley General de Sociedades Cooperativas de Quintana


Roo limita a un diez por ciento el número de extranjeros en las cooperativas (Diario
Oficial, núm. 17, 15 de febrero de 1938).
348 Nación y alteridad

a una ambiciosa política de colonización, tendiente a impulsar


la instalación de migrantes mexicanos, procedentes no solo del
resto del país, sino también de Belice, donde muchos se habían
refugiado durante la Guerra de Castas (véase más abajo).
La política nacionalista de Cárdenas hace hincapié en el cre-
cimiento demográfico, más que en la inmigración. El gobierno
se empeña en nacionalizar y mexicanizar a los habitantes del
sur de Quintana Roo. En el Territorio de Quintana Roo esta
política es particularmente dinámica y es objeto de amplia di-
fusión, debido a sus importantes implicaciones desde el punto
de vista del poblamiento, el desarrollo y la integración nacional.
Ciertos topónimos se mexicanizan: Payo Obispo se convierte en
Chetumal; Santa Cruz Chico, en Pedro A. Santos; Campamen-
to Mengel, en Álvaro Obregón; la Bahía de la Ascensión, en
Bahía Emiliano Zapata, etc. Asimismo, cabe mencionar los pri-
meros proyectos de carreteras tendientes a remediar la falta de
comunicación entre Payo Obispo/Chetumal y el resto del país,
o la introducción de programas de educación cívica. Se difun-
den mensajes que invitan a la población a “hacer patria” y a los
extranjeros a inscribirse en el Registro Nacional de Extranjeros.
Se envían brigadas culturales a todo el territorio, se ponen en
marcha campañas de alfabetización y los maestros se convier-
ten en heraldos de un patriotismo popular.
Otra expedición científica, la “Expedición Científica Mexi-
cana del Sureste de la República Mexicana”, de 1937, nos
permite analizar los efectos de la implantación de la ideolo-
gía revolucionaria en el Territorio, sobre todo cómo incidió en
la composición de la población. En este caso me apoyaré en
la lectura de un informe publicado en 1937 (Rosado, 1937)11

  En 1984 Yolanda Mercader y María de la Cruz Paillés Hernández descubrie-


11

ron los archivos de la expedición de 1937 (informes, fotografías, planos) en la Bi-


Extranjero y negro 349

y en los escritos del responsable, Luis Rosado Vega12 (1938,


1940, 1957), y de distintos miembros de la expedición: César
Lizardi Ramos (1939, 2004) y Alberto Escalona Ramos (1939,
1943, 1946)13. Finalmente, la introducción de Yolanda Merca-
der y María de la Cruz Paillés Hernández al informe de 1937
(1988) y el capítulo de Paillés Hernández (1988: 133-148) so-
bre la expedición de ese mismo año nos brindan valiosos datos
sobre el contexto, los actores y los intereses en juego.
La expedición, que cuenta con diecisiete miembros, reci-
be el apoyo de la mayor parte de las secretarías de gobierno:
Comunicaciones, Educación, Defensa, Salubridad. Tal es su
importancia que en 1938 es objeto de una exposición en el
Instituto Nacional de Bellas Artes, en la ciudad de México.
El informe se centra principalmente en la presentación de si-
tios arqueológicos (páginas 11 a 307) y en la descripción de
la cultura indígena (páginas 313 a 398), con un breve capítu-
lo sobre los medios de comunicación y otro sobre Centroa-
mérica. Como puntualizan Mercader y Paillés, la expedición
científica de 1937 debe comprenderse en el marco de la polí-
tica posrevolucionaria y nacionalista de Lázaro Cárdenas, ele-
gido presidente de la República en 1934. Tiene el propósito

blioteca Nacional de Antropología e Historia. Los compilaron y editaron en un


documento de trabajo no publicado (disponible en la Biblioteca Nacional de An-
tropología e Historia de la ciudad de México y el Centro de Documentación Chi-
lam Balam de Chetumal). En lo que sigue me referiré a la numeración manual del
documento, consultado en el Centro Chilam Balam.
12
  Luis Rosado Vega es considerado uno de los más grandes poetas y escritores
yucatecos. Sus escritos son tan numerosos como variados: textos de carácter cientí-
fico o político, poemas, novelas, apuntes periodísticos.
13
  En la década de 1930 aparecieron además varios artículos en la prensa nacio-
nal sobre Quintana Roo (en Excelsior, El Universal, El Nacional), así como libros de
intelectuales mexicanos destacados: Santiago Pacheco Cruz (1934), Ramón Beteta
(1999), Moisés Sáenz (2006). Estos textos ilustran el interés creciente, y las inquietu-
des, del centro por su periferia.
350 Nación y alteridad

de mostrar la competencia de los científicos mexicanos en ma-


teria de conocimientos geológicos, hidrográficos, biológicos y,
por primera vez, arqueológicos, y a la vez integrar los territo-
rios marginales a la nación. Cabe recordar que el Territorio de
Quintana Roo, que había desaparecido por segunda ocasión
entre 1931 y 1934, fue restaurado con la llegada al poder de
Cárdenas, y de esa manera se convirtió en la punta de lanza
de su política de nacionalismo cultural, la “vanguardia de la
patria Mexicana” (Lizardi, 2004: 98). Uno de los objetivos de
la expedición de 1937 es conocer los orígenes de la civilización
maya en la península de Yucatán (Rosado, 1937: 519) y com-
probar la influencia tolteca en la arquitectura maya, para de-
mostrar así la permanencia del contacto entre los habitantes
del centro, considerados portadores de la cultura mexicana, y
los de la península.14
Las poblaciones negras, por su parte, se presentan de acuer-
do con una lógica totalmente distinta a la del periodo anterior:
consideradas como un obstáculo al progreso, deben cargar
ahora con el estigma de una doble alteridad racial y nacional.
En el ensayo Un pueblo y un hombre, escrito en homenaje a Ra-
fael Melgar, gobernador cardenista del Territorio de Quinta-
na Roo, Luis Rosado Vega recuerda que la selva, que quisiera
ver domesticada o, por lo menos, neutralizada, es todavía hos-
til.15 Se culpa de esta situación a los trabajadores afrobelice-

14
  Prevalecía en ese entonces un modelo de poblamiento tardío de la península
por grupos procedentes del Petén (Guatemala), y defendido en el marco de los tra-
bajos realizados por la Carnegie Institution. Aunque ciertos métodos de trabajo y
tipos de análisis de la expedición de 1937 se criticarían posteriormente, sus conclu-
siones constituyeron un pilar de la estrategia nacionalista de exaltación del pasado
indígena que adoptó Lázaro Cárdenas (Mercader y Paillés, 1988).
15
  Recordemos que el fotógrafo de la expedición, Manuel Loyo, murió a conse-
cuencia de una enfermedad parasitaria que contrajo en el Territorio, en tanto que
a César Lizardi Ramos le dio paludismo.
Extranjero y negro 351

ños, quienes contribuyen al carácter extraño y extranjero de la


región. En adelante, la selva se relaciona con África; en ella se
practican “trabajos africanos, por decir así, y en un medio casi
africano, y con métodos no muy distintos a los empleados en
las factorías africanas” (Rosado, 1940: 45). Claudio Martín, vida
de un chiclero, novela de Rosado Vega que, como su título indica,
describe la vida de un chiclero, desde la isla de Cozumel hasta
Payo Obispo, evoca “sus selvas y ríos semiafricanos” y confir-
ma la imagen de una naturaleza cruel, inhumana, hostil: “La
jungla vorazmente insaciable, la enorme selva del Territorio
quintanarroense, tan extensa que lo cubre todo, selva salvaje
y frenética, locura de árboles en fiebre de savias desbordantes,
locura de marañas inverosímiles” (Rosado, 1938: 220).16
En Un pueblo y un hombre, Luis Rosado Vega entrega al lector
un análisis seudocientífico que combina argumentos culturales
y raciales con la finalidad de ponerlo en guardia sobre la pre-
sencia de poblaciones negras en el Territorio y justificar su ne-
cesaria eliminación. Empieza por recordar que ciertos rasgos
culturales (magia, superstición religiosa, brujería, obsesión se-
xual), que califica como “injerto negro” (Rosado, 1940: 211),
se encuentran en el Territorio, procedentes de Belice y Jamai-
ca. “No está ciertamente generalizado este aporte en Quin-
tana Roo, pero existe, y con las mismas trazas que en otras
partes donde hay negros” (ibid.: 212). Tan grave es esta ame-
naza que el simple contacto con la sociedad de origen africano
puede “contaminar” a la población mexicana. “El hombre no
era negro pero, como venía de ‘allá’ [Belice], sin duda ya esta-
ba contaminado” (ibid.: 215). Queda así establecido el marco

16
  Véase también el análisis de esta novela que hace Luz del Carmen Vallarta Vé-
lez (1989), para quien Claudio Martín simboliza la política de mexicanización de la
frontera y la negación de toda cultura compartida con Belice.
352 Nación y alteridad

intelectual que permite “controlar la migración” (ibid.: 227) y


“poblar de blancos” el Territorio (ibid.: 94). Rosado Vega pre-
tende sustituir la historia particular del Territorio, que se rela-
ciona más con el Caribe que con la federación mexicana, por
una historia nacional: frente a esa población de múltiples orí-
genes, lanza un llamado en favor de la migración de colonos
mexicanos y mestizos. El “mestizo regional” (ibid.: 265) debe
sustituir esa multiplicidad racial mediante una

inmigración nacional, seleccionada en lo posible, que viniendo a


ser una fusión de caracteres de distinta índole, de distinta idiosin-
crasia, acabará por formar un pueblo nuevo con características
especiales que, teniendo algo de los demás de la República, lle-
gará a hacer, sin embargo, su entidad propia (ibid.: 227).

Por su parte, César Lizardi Ramos llega a la misma conclu-


sión: el mestizaje aún no ha llegado a Chetumal. Hay “muchas
negras en Chetumal; el tipo de mulato es frecuente; el mestizaje,
tan típico y atractivo, casi no se ve” (Lizardi, 2004: 101).
A fines de la década de 1930, en el Territorio de Quintana
Roo se recurre a la categoría negro para justificar la estigmatiza-
ción de la población afrobeliceña en suelo mexicano. Esta ya no
se reduce a un conjunto de trabajadores aislados en los campa-
mentos forestales, un subproletariado marginal dentro de una
selva salvaje, sino que está en vías de incorporarse a la socie-
dad local emergente (adquisición de tierras, instalación en Payo
Obispo): en esta proximidad inédita, y en un contexto ideoló-
gico nacionalista, se reactiva la frontera racial y nacional. De
ahora en adelante la colonización, la integración y el progreso
suponen una transformación radical de la naturaleza del terri-
torio, tanto ambiental como humana, mediante la eliminación
de la selva, consustancial a los indígenas y los negros. Así, para
Extranjero y negro 353

citar de nuevo a Marta Saade, con la integración de Quintana


Roo a la nación y con la afirmación del nacionalismo posrevo-
lucionario, “el mestizo no es de color”: el individuo de color se
convierte en un ser ajeno (en lo nacional, lo cultural, lo físico, lo
geográfico) cuyas características alógenas se exacerban.

El nacimiento del estado de Quintana Roo (1974), cuna


del mestizaje

Con la creación del estado de Quintana Roo también fue pre-


ciso “inventarle” –en el sentido de Hobsbawm– una historia
y una identidad. Numerosos escritos vuelven a definir las ca-
racterísticas del nuevo estado.17 Se publican una enciclopedia
en diez volúmenes (Xacur, 1998) y una geografía del estado
de Quintana Roo (Escobar Nava, 1986). En los edificios del
Congreso del Estado están escritos, en letras doradas, los nom-
bres de los principales símbolos de la historia local: Cecilio
Chi y Jacinto Pat, quienes estuvieron en el origen de la Guerra
de Castas; Othón P. Blanco, fundador de Payo Obispo; An-
drés Quintana Roo, quien dio su nombre al estado; el Comité
Pro-Territorio, ancestro político del estado; Lázaro Cárdenas,
presidente de la República que restableció el Territorio; Javier
Rojo Gómez, gobernador, y Luis Echeverría Álvarez, presi-
dente, quienes impulsaron el acceso del Territorio al estatus
de estado. Entre estos personajes históricos no aparecen ni los
trabajadores forestales ni los primeros colonos extranjeros.18

17
  Para esa época ya no hay expediciones científicas. La mirada sobre Quintana
Roo ha cambiado; no se trata de conocer y colonizar una periferia sino de construir
una historia local incorporada a la historia nacional.
18
  En un mural que adorna el Congreso del Estado de Quintana Roo, Elio Car-
michael, pintor de origen beliceño, concede un importante sitio al “encuentro de
354 Nación y alteridad

En los años setenta y ochenta una primera generación de


historiadores, entre ellos Juan Álvarez Coral, Francisco Bautis-
ta y Carlos Hoy, escriben una historia patriótica, subrayando
dos momentos fundadores que permiten inscribir la historia
local dentro del relato nacional posrevolucionario. En primer
lugar, la historiografía construye un relato de los orígenes que,
siguiendo el modelo usado en el caso de La Malinche y Her-
nán Cortés, permite reconciliar la historia colonial y precolo-
nial en nombre del surgimiento de una sociedad mestiza. De
esta manera, Chetumal se presenta en los discursos políticos,
culturales y turísticos como la “cuna del mestizaje”. La his-
toria de Gonzalo Guerrero, marino español que a principios
del siglo xvi naufragó en la costa de la península de Yucatán
y fue rescatado por la población maya, se convirtió en el mito
fundador de la capital del nuevo estado. En lugar de regresar
a España, Gonzalo Guerrero decidió apoyar a los nativos, se
casó con una princesa maya, Ix Chel Can, y se convirtió en
padre de los primeros mestizos del futuro México (Bautista,
1993; Hoy, 1998). En Chetumal, todos los documentos de la
administración municipal llevan un logotipo con la efigie de
Gonzalo Guerrero; el premio Gonzalo Guerrero recompensa
a las más altas personalidades del estado; una estatua de Gon-
zalo Guerrero y su familia recibe al visitante a la entrada de la
ciudad, etcétera.
El segundo componente de este relato histórico local es la
Guerra de Castas, una de las más importantes revueltas indí-

dos culturas” (indígena y española). En medio de un centenar de personajes, apare-


ce un solo individuo negro, representado como esclavo, con cadenas alrededor del
cuello y una máscara africana en la mano: una imagen genérica desfasada con res-
pecto a la historia local. Este “negro imaginario”, exotizado, africanizado, esclavi-
zado, se corresponde con otro estereotipo: el indio prehispánico, príncipe guerrero,
constructor de pirámides.
Extranjero y negro 355

genas de América Latina en el siglo xix, que enfrentó a una


parte de la población maya de la península con las auto­ridades
mexicanas. Replegados en Chan Santa Cruz –hoy Felipe Ca-
rrillo Puerto–, los mayas opusieron una resistencia que duró
más de cincuenta años, sacando fuerzas, sobre todo, del culto
a la Cruz Parlante. La historia oficial de Quintana Roo se re-
monta así al año de 1847, con el gesto heroico de los dirigen­
tes mayas Cecilio Chi y Jacinto Pat, quienes dieron inicio a la
Guerra de Castas. Esta última tuvo también otra consecuen-
cia: numerosos habitantes de la península de Yucatán huyeron
de los combates y, sobre todo en los primeros años de la gue-
rra (1847-1858), emigraron hacia el vecino Belice, en ese en-
tonces a punto de convertirse en colonia británica (en 1862).
Aquellos a quienes el gobierno mexicano designaría más tar-
de como “refugiados de la Guerra de Castas” se encontra-
ban­­en el meollo de las relaciones diplomáticas entre México
y Belice­­­y ayudaron a alimentar el relato histórico local: tan
pronto como se reforzó la presencia mexicana en la frontera,
con la llegada del vicealmirante Othón P. Blanco al sitio del
futuro Payo Obispo/Chetumal en 1898, el gobierno mexica-
no se empeñó en alentar el retorno de estos “refugiados”, mu-
chos de los cuales atendieron ese llamado de la patria (Álvarez,
1971; Careaga et al., 1982; Hoy, 1983). En adelante serían ellos
los “primeros habitantes” de Quintana Roo, y no los mayas,
símbolo de rebelión y de arcaísmo, ni los migrantes caribeños,
encarnación de la invasión extranjera y la alteridad negra.
Estos dos mitos fundadores fueron difundidos por los pri-
meros intelectuales que se interesaron en la región (Menén-
dez, 1936; Rosado, 1940) en el momento de la consolidación
definitiva del Territorio (gobierno Melgar-Cárdenas), y tam-
bién por los historiadores locales (Álvarez, 1971; Bautista Pé-
rez, s.f., 1987, 1993, 2004; Hoy, 1983, 1998) a partir de los
356 Nación y alteridad

años setenta y ochenta, con la creación del estado de Quinta-


na Roo. No entra en el propósito actual cuestionar ese relato;
solamente tengamos presente que es fruto de un régimen de
autenticidad situado en el tiempo (el nacionalismo de la épo-
ca de Cárdenas, y luego la afirmación identitaria asociada al
surgimiento del nuevo estado), así como de una historia ofi-
cial que se impuso en determinado momento. Como recuerda
Jonathan Friedman, el discurso histórico es, simultáneamen-
te, un discurso identitario: “La historia es precisamente la or-
ganización del pasado desde el punto de vista de la situación
presente (esto es, la construcción de identidad); entonces la
cultura es la organización del presente desde el punto de vis-
ta de un pasado que ya ha sido organizado por el presente”
(Friedman, 1992: 196).
La historiografía inscribe a Quintana Roo en el relato de
la historia nacional posrevolucionaria (búsqueda de autono-
mía, patriotismo) y mestiza (fusión de las poblaciones indíge-
nas y españolas), justificando su incorporación nacional. Así es
como el discurso oficial interpreta la Guerra de Castas como
el acta de nacimiento del Territorio de Quintana Roo, olvi-
dando de paso que esta estuvo en gran parte dirigida contra
el poder mexicano; así es como ignora también la presencia
de migrantes afrocaribeños a principios de siglo, asociados a
un régimen político (Porfirio Díaz) aborrecido por la ideología
posrevolucionaria, a una economía dominada por los extran-
jeros y a una forma de poblamiento precaria e inestable.
Finalmente, por un lado se observa una exteriorización del
extranjero negro todavía más violenta y radical: de ahí que el
negro no pueda ser sino beliceño (así como en la actualidad no
puede ser sino cubano o haitiano, dada una modesta migra-
ción procedente de estos dos países), en tanto que la expresión
mexicano negro constituye un oxímoron. Así lo expresa una jo-
Extranjero y negro 357

ven maestra mulata, nacida en Chetumal de padres beliceños:


“Yo digo que soy beliceña. Si no, la gente siempre pregunta.
Un negro tiene que ser beliceño”.19 Pero, por otro lado, exis-
te una lógica opuesta de endogenización del negro migrante,
quien ha llegado a ser mexicano y, por ende, mestizo.20
Todo esto lo ejemplifica Jesús Martínez Ross, primer go-
bernador del nuevo estado de Quintana Roo, en 1974. En una
obra que constituye una mirada retrospectiva a su mandato
reflexiona sobre la historia y la cultura del estado; lo califica
de “rincón ardiente de la mexicanidad” (Martínez, 1986: 13),
glorifica la “herencia de la gran cultura maya” (ibid.: 19) y nos
recuerda que los habitantes de Quintana Roo poseen “rasgos
etnográficos de casi todas las razas que sustituyen el mosai-
co de grupos étnicos que formaron lo que muchas veces los
historiadores han señalado como la Federación de Anáhuac
y que ahora son miembros del Pacto Federal” (ibid.: 24-25).
De esta manera el gobernador inscribe directamente al estado
de Quintana Roo en la historia del México posrevolucionario,
arraigada en la herencia indígena y en el proyecto nacional
mestizo, entre otros.
Destaco un primer elemento en la obra de Martínez Ross.
Su historia personal no coincide con su relato oficial sobre la
historia del estado, o acaso solo parcialmente, porque si bien
Adela Ross, su madre, es originaria de Chiapas y simboliza la
presencia de las familias mexicanas que emigraron a Quinta-
na Roo, Pedro Manuel Martínez Arzú, su padre, es origina-

  Entrevista, 8 de septiembre de 2010, Chetumal.


19

  Esto va a la par de una tendencia a transformar la definición racial de los in-


20

dígenas en una concepción más cultural que facilita la integración, por lo menos
categorial, de los indígenas al mestizaje (Doremus, 2001). Desde el momento en
que adopta el modo de vida mayoritario, el indígena, al igual que el negro, puede
considerarse mestizo.
358 Nación y alteridad

rio de Trujillo, en la costa caribeña de Honduras. Martínez


Arzú es garífuna; llegó en 1919 a Payo Obispo (de acuerdo
con su forma migratoria del Registro Nacional de Extranjeros
de 1934, que lo clasifica entre los individuos de “raza negra”).
Registrado oficialmente como contador, Martínez Arzú ade-
más fue arriero en los campamentos forestales. Fue nombrado
cónsul honorario de Honduras en Chetumal y nunca renun-
ció a su nacionalidad hondureña.21
En otras palabras, la trayectoria de Jesús Martínez Ross
ilustra también las migraciones afrocaribeñas que son objeto
del presente estudio, mientras que su discurso contribuye a bo-
rrar esa historia e integrarla dentro de una dinámica exclusi-
va de mestizaje y mexicanización. No obstante –y subrayaré
también este segundo punto– Jesús Martínez Ross llegó a ser
gobernador del estado de Quintana Roo. Por su parte, su her-
mano Abraham fungió como diputado constituyente en 1974
y ocupó numerosos cargos en las instituciones del estado. Otro
gobernador de Quintana Roo (entre 1999 y 2005), Joaquín
Hendricks, también era descendiente de un inmigrante afro-
hondureño, procedente de Tela, en la costa del Caribe.
La integración de Quintana Roo a la nación se traduce en
una seria de medidas económicas, políticas y culturales: en las
décadas de 1920 y 1930, racialización de las normas migrato-
rias, que prohíben la entrada de migrantes negros; reformas
agrarias que imponen un criterio de nacionalidad para acce-
der a las tierras ejidales o ser miembro de una cooperativa;
educación que impone un relato nacionalista; valoración del
mestizaje, ambiciosa política de colonización que atrae a miles
de migrantes de todo el país, etc. (Fort, 1979; Chenaut, 1989;
Mendoza, 2009). En esta lógica, la mayoría de los afrobeliceños

21
  Entrevista a Abraham Martínez Ross, 3 de junio de 2011.
Extranjero y negro 359

presentes en el Territorio de Quintana Roo regresaron a Belice,


debido a una mezcla de factores raciales y nacionalistas, eco-
nómicos y culturales. Pero unos pocos, que pasaron por los in-
tersticios de la legislación migratoria y agraria, se quedaron: los
que se beneficiaron de la incapacidad de la administración local
para aplicar las leyes migratorias, los que no tenían actividades
económicas directamente ligadas con la agricultura o la ex-
plotación forestal, los que nacieron de uniones mixtas mexica-
no-beliceñas, las mujeres negras o mulatas extranjeras casadas
con mexicanos, etc. (Cunin, 2014). Gracias a eso hay negros,
por ejemplo, en Parece que fue ayer… Álbum de familia, de la perio-
dista Cecilia Lavalle, entre otros representantes de las familias
tradicionales de Chetumal. Sin embargo, para llegar a ser ciu-
dadanos del nuevo estado de Quintana Roo, estos descendien-
tes de migrantes afrocaribeños se convirtieron, sí, en mestizos, y
se quisieron integrar y apropiar de un relato local que en reali-
dad los ignora. Se volvieron beneficiarios de derechos mexica-
nos, y por lo tanto mestizos (la ciudadanía define a la raza), aun
cuando son también negros, caracterización que se disuelve en
la ciudadanía y el mestizaje para llegar a ser, si no insignificante,
al menos secundaria. En este sentido, la lógica se invierte: no se
trata de afirmar que “el mestizo no es de color”, sino de cons-
tatar que “el negro se ha vuelto mestizo”, en la medida en que
participa en la dinámica de integración nacional.

Conclusiones

Los trabajos de Gonzalo Aguirre Beltrán sugieren que las po-


blaciones negras que llegaron a México con la colonización
se disolvieron en el mestizaje. Sin embargo, las movilizaciones
(políticas, culturales) afrodescendientes actuales en la Costa
360 Nación y alteridad

Chica y en otras partes del país, como Veracruz o la ciudad de


México, muestran que el mestizaje no solo significa homoge-
neización de la población y de la cultura, sino formas múltiples
de manejo de la diferencia, que hacen posible la reafirmación
–o la negación– de reivindicaciones identitarias. Este artículo
prolonga la reflexión sobre el lugar de las poblaciones negras
en México, haciendo hincapié en un proceso poco estudiado
–las migraciones afrocaribeñas de finales del siglo xix y prin-
cipios del siglo xx–, y cuestiona la relación nación/alteridad a
partir del caso del extranjero negro, definido en una doble ló-
gica racial y nacional.
Los relatos (expediciones científicas, historia local) que des-
criben el Territorio de Quintana Roo nos permitieron iden-
tificar tres momentos clave y dibujar un paralelismo entre
integración del Territorio a la nación y regímenes de alteridad.
A principios del siglo, Quintana Roo es una periferia leja-
na, una frontera por conquistar; se caracteriza por una fuerte
inmigración, en particular desde Belice, sin que los marcado-
res de alterización, raciales y nacionales, sean significativos
para las autoridades locales y nacionales. Los extranjeros ne-
gros forman parte de un entorno visto como salvaje y extraño;
las poblaciones del Territorio, poco numerosas, “no cuentan”.
En un segundo periodo (décadas de 1920 y 1930), Quintana
Roo entra de lleno en la dinámica posrevolucionaria: al mismo
tiempo que se controla el territorio, se vuelve necesario mexi-
canizar a su población, es decir, mestizarla y nacionalizarla. El
nuevo interés por la región (importante expedición científica,
publicaciones de intelectuales destacados, artículos de prensa)
muestra la voluntad de definir una población deseada, que co-
rresponda con la representación de la identidad mexicana.
Finalmente, la década de 1970, con la creación del estado
de Quintana Roo, marca la fase final de la integración del te-
Extranjero y negro 361

rritorio a la nación y la invención de un relato histórico local


que se inscribe en la historia nacional, en particular en cuan-
to a la valoración de México como un país mestizo. Sin em-
bargo, si bien las politicas migratorias y agrarias entre los años
veinte y los cuarenta estuvieron orientadas por lógicas raciales
y nacionalistas, también se adaptaron a otras prioridades, es-
pecialmente fuertes en el caso de Quintana Roo (atraer mano
de obra, favorecer la explotación forestal), y su alcance fue li-
mitado dada la debilidad de la administración local.
Es así como, en el momento mismo del nacimiento del es-
tado, además de una lógica dominante de exclusión del negro,
considerado como extranjero, se observan procesos de interio-
rización o endogenización de los descendientes de los afroca-
ribeños que lograron quedarse en la región. Tanto en un caso
como en otro, la conclusión es la misma: el negro desaparece,
al verse reducido a su calidad de extranjero o bien al conver-
tirse en ciudadano y, por ende, en mestizo.
362 Nación y alteridad

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El enfrentamiento de conceptos de indigenidad


en el espacio arqueológico de Teotihuacan

Introducción: El ritual del equinoccio y conceptos


rivales de “lo mexicano” y “lo indígena”

L os días 20 y 21 de marzo de 2011, más de trescientos mil


visitantes acudieron a la zona arqueológica de Teotihua-
can, popularmente denominada las pirámides. Cada año en
esas fechas, con motivo del equinoccio de primavera, se hace
visible la amplia gama de actores que pugnan por el control
del espacio de Teotihuacan y por su significado. El sitio es aca-
parado por familias, grupos de jóvenes, practicantes de yoga
y grupos de danza ritual conocidos como concheros o danzantes
aztecas o mexicas, visitantes en su mayoría mexicanos.1 Los vis-
tosos danzantes, a través de sus coreografías, su música y sus

1
  Los días de visita tan concurridos se debieron a un “puente”. La proporción
de los visitantes mexicanos (97.5 por ciento) fue calculada por el inah con base en
los boletos de entrada adquiridos; para los mexicanos el acceso al sitio es gratuito.
Véase La Jornada de Enmedio, 22 de marzo de 2011.
368 Nación y alteridad

rituales, que consideran una expresión auténtica de su heren-


cia cultural prehispánica, transforman la zona arqueológica
en un centro ceremonial vivo que evoca el esplendor de los an-
tiguos teotihuacanos. Al igual que ellos, la masa de visitantes
transfigura el sitio el día del equinoccio cuando sube a la Pi-
rámide de la Luna o a la Pirámide del Sol para “recibir mejor
los rayos solares” y “cargar energía”, una práctica de influen-
cia New Age.
Desde el punto de vista del Instituto Nacional de Antro-
pología e Historia (inah), que administra el sitio, el ritual del
equinoccio es –para decirlo sin rodeos– “un absurdo”.2 Su
dirección trata de desanimar la afluencia masiva a través de
comunicados de prensa en los que sostiene que la idea de car-
garse de energía “es falsa” y “carece de sustento científico”.3
Afirma además que la afluencia de visitantes ocasiona daños
físicos a los monumentos arqueológicos. En 2011 el inah puso
en marcha el Operativo Equinoccio de Primavera e intentó
proteger las ruinas con apoyo de más de trescientos colabora-
dores. En el sitio arqueológico mismo desalentó el ascenso a la
Pirámide del Sol. Restringió las prácticas de los danzantes al
imponerles una autorización especial que requería varios me-
ses tramitar y al limitar el uso de incienso o de instrumentos
musicales como el huehuetl o tambor azteca. Los visitantes con
motivos espirituales se han acostumbrado a eludir estas prohi-
biciones y realizan sus prácticas en lugares dentro del sitio me-
nos vigilados.
Estas incidencias dejan entrever cómo diversos grupos con-
ciben –cada uno a su manera– Teotihuacan como un patri-

2
  Así se expresó un alto funcionario del inah para calificar la afluencia al sitio ar-
queológico con motivo del equinoccio.
3
  Uno Más Uno, La Prensa, Milenio, 22 de marzo de 2011.
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 369

monio cultural y usan el sitio según sus intereses: el Estado


mexicano, representado por la dirección del inah; los funcio-
narios que administran el sitio, en su mayoría arqueólogos;
los habitantes de las comunidades circunvecinas a la zona ar-
queológica y otros actores no estatales, como los visitantes de
Teotihuacan.4 En este texto se busca demostrar que estos dis-
tintos actores en Teotihuacan negocian diversos conceptos de
mexicanidad, de indigenidad y de extranjería.
Desde fines del siglo xix, Teotihuacan ya era “asunto del Es-
tado” (Álvarez Icaza, 2011:190), pero fue durante el régimen
de Porfirio Díaz cuando se empezó a exaltarlo como parte del
México antiguo. El gobierno federal promovió la reconstruc-
ción de la ciudad precolombina para convertirla en un sitio ar-
queológico y turístico internacionalmente reconocido (Bueno
2012: 58). Se identificó entonces a “lo indígena” no tanto con
un sector de la población contemporánea, sino con un glorio-
so pasado prehispánico y, como tal, se concibió como parte
imprescindible de una nación mexicana mestiza: de una mez-
cla cultural entre las civilizaciones precolombinas y europeas
(Brading 1988, Earle 2007, López Caballero 2011a). Este con-
cepto aún se percibe en exposiciones recientes, como “Teoti-
huacan, Ciudad de los Dioses”, exhibida entre 2009 y 2011 en
museos mexicanos y europeos, que formó parte de las celebra-

4
  Delgado Rubio (2008) revela la amplia gama de actores sociales que discuten
la forma en que se debe usar, administrar, difundir y conservar Teotihuacan como
un patrimonio cultural. Vázquez León (2003) se concentra en los actores institu-
cionales del inah. De la Torre y Gutiérrez Zúñiga (2011: 215) describen tensiones
entre devotos de la neomexicanidad, funcionarios del inah e indígenas wixárika en
Teotihuacan en 2006. Véanse también Webmoor (2007) y Newell (2009). Me limi-
to a bibliografía que aborda los usos sociales del sitio arqueológico de Teotihuacan,
aunque los estudios sobre este mismo tema en otros sitios –como en Chichén Itzá,
o el caso del monolito de Tláloc de Coatlinchán– son sumamente útiles para fines
comparativos. Véanse por ejemplo Castañeda, 1996, 2009; Rozental, 2011.
370 Nación y alteridad

ciones del Bicentenario de la Independencia. Cuando en 2010


asistí a la inauguración de la exposición en Berlín, oí a Alfon-
so de Maria y Campos, entonces director del inah, declarar
que “Teotihuacan es nuestra Grecia y nuestra Roma, la base
de la cultura mexicana”. La cita incluye un interesante uso de
lo extranjero como referencia de la mexicanidad: la intención
era sugerir el mismo nivel de civilización en la historia anti-
gua de ambos continentes, pero sus palabras también se pue-
den interpretar como un afán de emular modelos europeos.
En este texto, pues, propongo que, frente a la concepción
estatal de Teotihuacan como fundamento de “lo mexicano”,
cuatro grupos de actores contraponen sus respectivas ideas so-
bre mexicanidad e indigenidad, es decir, sobre el sentido de lo
autóctono o nativo: 1) los altos funcionarios del inah; 2) los ar-
queólogos que trabajan para el inah; 3) actores no institucio-
nales, como los habitantes locales, y 4) los visitantes del sitio.
Hay varias líneas de conflicto en las cuales los actores ex-
presan sus ideas y forman alianzas. Una línea gira en torno a
debatir quién posee el conocimiento más adecuado para ex-
plicar la civilización teotihuacana. Mientras que el Estado y
los arqueólogos que trabajan para el inah hacen hincapié en
que se basan en métodos científicos y explican el avance de la
nación como un proceso de desarrollo que en cierta manera
se remonta hasta el pasado prenacional, diferentes grupos no
estatales deliberadamente ponen en tela de juicio esta ciencia:
la descalifican tachándola de “racional” y le contraponen sus
propios conocimientos, de carácter “espiritual”. Una segun-
da línea de conflicto, que se cruza con esta, se da en el marco
de la política neoliberal del Estado: los últimos gobiernos fe-
derales no han concedido absoluta prioridad a los aspectos de
conservación, sino que, como demuestran las controversias de
los últimos años (sobre todo en torno a la construcción de una
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 371

tienda Walmart, en la que nos detendremos más adelante),


han permitido usos comerciales de estos sitios y los han abier-
to sobre todo a inversionistas pudientes, nacionales y extranje-
ros. A este respecto, actores que están en desacuerdo sobre el
valor de “la ciencia”, como los arqueólogos, por un lado, y los
habitantes locales, por el otro, han establecido diversos tipos
de alianzas en contra del Estado neoliberal a pesar de sus di-
ferencias. Tales alianzas han sido propicias para un intercam-
bio de ideas más abierto. Actores no estatales aprovechan estas
situaciones para promover sus propios intereses y usos de los
monumentos. En consecuencia, la imagen de la nación mexi-
cana, vinculada a Teotihuacan, se diversifica. En esta diversi-
ficación influyen también diseños globales de indigenidad. A
continuación se revisará en qué ocasiones se dan estos diálo-
gos y alianzas y en qué medida sus dinámicas contribuyen a
redefinir Teotihuacan y alteran, en consecuencia, el concepto
hegemónico de mexicanidad, indigenidad y lo extranjero.
Inicié esta investigación poco antes de organizar la confe-
rencia “Teotihuacan: medios de comunicación y poder en la
Ciudad de los Dioses”, conjuntamente con Nikolai Grube, de
la Universidad de Bonn, en septiembre 2010 en la Freie Uni-
versität Berlin. La conferencia me dio oportunidad de presen-
tar unas primeras ideas sobre la resignificación de Teotihuacan
por medio de prácticas populares. En marzo de 2011 y en mar-
zo de 2012 llevé a cabo dos breves estancias de campo para in-
vestigar este tema en torno al acontecimiento que anualmente
impacta el sitio arqueológico y la vida diaria de las comuni-
dades circunvecinas.5 Realicé entrevistas con la dirección y los

5
  Los arqueólogos Sergio Gómez y Jaime Delgado Rubio, de Zona Arqueológica
de Teotihuacan (zat)/inah, me han apoyado generosamente en esta investigación:
me proporcionaron valiosos contactos con la población local y con los miembros de
varias agrupaciones espirituales, a los que conocen muy bien gracias a su trabajo de
372 Nación y alteridad

arqueólogos del inah, con habitantes de los pueblos vecinos y


visitantes del sitio. En esta ocasión abundaré sobre todo en los
puntos de vista de los dos últimos grupos. Algunas de las perso-
nas que entrevisté, como Sergio Gómez (arqueólogo) y Emma
Ortega (lideresa espiritual y activista), son representantes cla-
ve de las líneas de conflicto en las cuales se negocian mexicani-
dad, indigenidad y extranjería en Teotihuacan.

Rigidez y flexibilidad de las líneas de conflicto

Tanto en la esfera pública mexicana como en el acontecimien-


to del equinoccio de primavera predomina la imagen de que
en Teotihuacan se enfrentan actores con dos posturas opues-
tas, como dejan entrever los comunicados de prensa del inah.
En una reciente edición de la revista Arqueología Mexicana de-
dicada a “usos y abusos de la arqueología”, publicada justa-
mente antes del solsticio de invierno de 2012 (fecha en la que
ocurriría el “final del mundo”, según una supuesta profecía
maya a la que, al acercarse el día, se le dio gran difusión in-
ternacional), el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma opina
que la invasión masiva para “cargarse las pilas” en las zonas
arqueológicas constituye claramente un abuso, y que quie-
nes debido a ciertas ideas esotéricas participan en el ritual de-
muestran su ignorancia (Matos, 2012: 20-21). No obstante, las
posturas de los actores sociales en cuestión no siempre son tan
claras e irreconciliables como parecen en los discursos.

muchos años en el sitio. Agradezco también a Sandra Rozental por compartir con-
migo sus ideas sobre una temática que nos une y apasiona. Paula López Caballero
y Daniela Gleizer, coordinadoras de este volumen, y los dictaminadores anónimos
me han asesorado gentilmente con información adicional y con sus críticas a la pri-
mera versión de este texto.
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 373

1) Detengámonos primero en los altos funcionarios del inah.


Quienes asumen la dirección general del instituto son candidatos
designados por el presidente de la República según una lógica
sexenal. Para que adhieran a los intereses del gobierno, se reclu-
ta a los altos funcionarios entre un pequeño círculo. Por ejem-
plo, la historiadora y economista Teresa Franco, quien fue titular
del inah en 1992 y fue la primera en aprobar la construcción de
malls en Teotihuacan, fue designada nuevamente como directora
general en 2013.6 Según el discurso oficial, el inah está interesa-
do sobre todo en la investigación básica y en la conservación de
este patrimonio cultural para las futuras generaciones.
2) Los trabajadores del inah en Teotihuacan son en su mayoría
arqueólogos. Según el enfoque científico académico convencio-
nal en el cual han sido formados, estos interlocutores concuerdan
en atribuir a los vestigios de la más grande urbe precolombina de
Mesoamérica una cultura que se desarrolló dentro de esta re-
gión. Sin embargo, dentro de este grupo existen contradicciones
internas. Se verá que algunos arqueólogos han tenido vínculos
con vertientes esotéricas, o bien las han apoyado. Otros arqueó-
logos, organizados principalmente en la Delegación Sindical de
Académicos del inah, se oponen abiertamente a las políticas de
las actuales direcciones. Mientras que algunos directores han
apoyado intereses económicos particulares en contradicción con
la pretensión conservadora del sitio, desde hace muchos años la
Delegación Sindical se ha opuesto firmemente a tales intereses,
aliándose a veces con grupos políticos opositores.
3) Los residentes locales demuestran un marcado interés en Teoti-
huacan por motivos tanto económicos como religiosos y políticos.
Gran número de ellos acuden regularmente a la zona arqueoló-

6
  Véase el debate en torno a este nombramiento en Excelsior y Proceso (Sánchez,
2013 y Vértiz de la Fuente, 2013, respectivamente).
374 Nación y alteridad

gica por una combinación de razones. En el ámbito económico


hay que mencionar que aproximadamente cuarenta por ciento
de la población económicamente activa de los municipios de San
Juan Teotihuacan y San Martín de las Pirámides viven del turis-
mo (Delgado, 2008: 83): trabajan como productores y vendedo-
res de artesanía, guías turísticos, taxistas u operadores de servicios
de hospedaje y hoteleros. Una parte importante de la infraestruc-
tura local está orientada hacia el turismo espiritual. En el ámbito
político resaltan las intervenciones exitosas que han organizado
los movimientos locales en contra de la comercialización de Teo-
tihuacan por parte de empresas trasnacionales. Como mostraré
más adelante, parte de la población local ha descubierto, o redes-
cubierto, sus “raíces indígenas” precisamente en estos contextos.
4) En relación con los visitantes que acuden al sitio arqueoló-
gico cada 21 de marzo, a primera vista podría concluirse que
una gran mayoría son adeptos de una religiosidad New Age mar-
ginal. En realidad, entre estos visitantes se encuentran tanto per-
sonas con motivos religiosos diversos como etnopolíticos y gente
que en su tiempo libre simplemente disfruta al congregarse al-
rededor de las atracciones turísticas. La mayoría de los visitan-
tes vienen del valle de México y son católicos “multirreligiosos”
(Gutiérrez, 2005), es decir, combinan el catolicismo con prácti-
cas esotérico-espirituales. Otro grupo menor, pero significativo,
son estadounidenses de ascendencia mexicana que tienen un es-
pecial aprecio a Teotihuacan, actitud que el movimiento chicano
fomentó desde sus inicios.

A pesar de la diversidad de sus motivaciones, los últimos dos


grupos de actores no estatales coinciden en ideas que han cir-
culado en México y fuera del país desde hace tres décadas. Una
es que el 21 de marzo es la fecha del “verdadero” año nuevo se-
gún el calendario maya. Los que proponen esto afirman que
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 375

los conocimientos astronómicos y matemáticos mayas, aunque


fueron desplazados por los colonizadores españoles, son supe-
riores al sistema de conocimiento del mundo occidental. Algu-
nos actores no estatales, como los danzantes aztecas o mexicas,
plantean a través de sus prácticas la idea de una “indigenidad
universal” (Galinier, 2008: 114), según la cual diferentes civi-
lizaciones indígenas, consideradas ejemplares (azteca, maya,
inca, hopi), están conectadas entre sí. De acuerdo a las postu-
ras New Age, Teotihuacan forma parte de una energía cósmica
universal que fluye entre centros energéticos ubicados en el Tí-
bet, Perú y México. Estas ideas han sido difundidas por auto-
res como Antonio Velasco Piña, en su obra Regina. 2 de octubre no
se olvida; Miguel Ruiz, en su libro The Four Agreements. A Practical
Guide to Personal Freedom (A Toltec Wisdom Book) o José Argüelles,
en El factor maya. Estos bestsellers han sido acogidos por un am-
plio público internacional.
A continuación se analizan las formas en las que estos di-
versos grupos de actores se apropiaron del sitio arqueológico
de Teotihuacan y lo transformaron en una herencia nacio-
nal o local. Se recorrerá brevemente el siglo xx para mostrar
cómo a lo largo de él se hicieron usos novedosos de Teotihua-
can y cómo se llevaron a cabo diálogos, oposiciones y combi-
naciones entre una versión oficial y una versión popular del
sitio, es decir, entre “la ciencia” y “lo espiritual”.

Apropiaciones de Teotihuacan por parte de actores


estatales y no estatales durante el siglo xx

El Estado mexicano escogió exaltar justamente a Teotihua-


can como eje central de una antigüedad mexicana con miras a
las fiestas del centenario de la Independencia en 1910 y el xvii
376 Nación y alteridad

Congreso de Americanistas. El gobierno impulsó la reconstruc-


ción arqueológica de las ruinas cercanas a la capital en vista
de que se esperaba la llegada de la comunidad científica inter-
nacional. Desde un principio, el aval de extranjeros y de una
comunidad académica internacional se consideró importante
para afirmar el nuevo significado del sitio como patrimonio na-
cional. En 1905 Porfirio Díaz encargó a Leopoldo Batres, en su
calidad de inspector federal de monumentos prehispánicos, rea-
lizar las excavaciones, aunque más bien lo empleó como arqui-
tecto de un “siglo de oro” de la nación (Smith, 1997). La gran
aportación de Batres consistió en reconstruir la llamada Pirámi-
de del Sol, aunque fuera de forma equivocada, con cinco en vez
de cuatro plataformas, pero, no obstante, le dio un esteticismo
útil para la nación. Batres además incorporó la pirámide a una
fiesta cívica nacional en la que se conmemoró la victoria mexi-
cana sobre los franceses en la Batalla de Puebla (Bueno, 2012:
68). Desde entonces surgieron conflictos con la población local
porque se retiró del sitio un monolito de dieciséis toneladas co-
nocido como Chalchiuhtlicue. Batres calificó de “indios moles-
tos” a los inconformes con esta acción (ibid.: 63).7
Después de casi un decenio de una guerra civil en el mar-
co de la Revolución mexicana, los nuevos gobiernos buscaron
recrear la nación a partir del indigenismo. La importancia del
papel de Manuel Gamio al frente de la Dirección de Antro-
pología consistió en vincular el trabajo arqueológico en Teo-
tihuacan con la etnografía de la región y una antropología
aplicada. Armó así un puente entre lo prehispánico y la po-
blación indígena contemporánea (López Caballero, 2011a:
145). Gamio identificó a la población local con la heren-

7
  Bueno comenta que Batres “no se tomó la molestia de especificar quiénes eran
estas personas: simplemente se refirió a ellos como ‘indios’” (2012: 74).
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 377

cia precolombina gloriosa y trató de explicar su “decaden-


cia” como resultado de cuatro siglos de opresión e ignorancia
que habrían diluido ese legado (Brading, 1988: 83-84). Según
Gamio, la población local aún conservaba su “indigenidad”.
Con base en criterios físicos y culturales calculó que aproxi-
madamente sesenta por ciento de ellos eran indígenas y legí-
timos descendientes de la civilización de Teotihuacan (ibid.:
77-79). Solamente cinco por ciento de la población local aún
hablaba náhuatl, pero este criterio todavía no se considera-
ba tan decisivo para la identidad étnica como lo sería en las
décadas posteriores. Gamio también fomentó el vínculo de
la población de las comunidades circunvecinas con Teotihua-
can como su patrimonio cultural al impulsar que retomaran
“sus” tradiciones artesanales precolombinas. Estableció ta-
lleres de obsidiana que aún hoy persisten como importante
fuente de ingreso en las comunidades San Francisco Maza-
pa y San Martín de las Pirámides (Delgado, 2008: 49). En el
marco del incipiente turismo y con miras a mejorar su situa-
ción económica, la población local intensificó su interés en los
vestigios de la cultura precolombina.
Gamio además creó una versión popular de la historia de
Teotihuacan en el afán de convertirlo en algo muy propio de
la nación. En 1919 escribió una obra de teatro y un guion ci-
nematográfico que tituló “Tlahuicole” para dar a conocer “el
brillante pasado mexicano anterior a la conquista” (citado en
De los Reyes, 1991: 10). Favoreció además lo que yo llamaría
la vertiente esotérica del indigenismo. Gamio se asoció, al igual
que Diego Rivera y otras personas influyentes, a la Herman-
dad Rosacruz Quetzalcóatl, una confraternidad filosófico-mís-
tica fundada en 1926 (González Mello, 2008: 50, 81). Sus
miembros atribuían al héroe cultural Quetzalcóatl –en analo-
gía con la deidad egipcio-griega de Hermes Trismegisto– una
378 Nación y alteridad

existencia histórica real; consideraban a Quetzalcóatl como el


Señor de Tollan/Teotihuacan y lo celebraban como el sobera-
no ideal de un Estado “justo”. Gamio no fue el único arqueó-
logo que alimentó la idea de que las culturas precolombinas
proporcionaban modelos dignos a emular en el sistema polí-
tico nacional del presente. La arqueóloga Laurette Sejourné,
quien en los años 1950 dirigía excavaciones en Teotihuacan,
vio en Quetzalcóatl el heraldo de un nuevo orden espiritual
(De la Torre y Gutiérrez, 2011: 193). Esta idea se volvió muy
popular en los ámbitos esotéricos, entre los cuales aún son
muy apreciadas las obras de Sejourné, como Pensamiento y reli-
gión en el México antiguo, de 1957. La novela Q
­ uetzalcóatl, escrita
en 1965 por José López Portillo, antes de asumir la presiden-
cia de México, constituye una versión más de esa idea que los
mencionados arqueólogos popularizaron.
Además, mucho tiempo antes de las visitas masivas a Teo-
tihuacan con motivo del equinoccio, grupos religiosos con un
radio de alcance trasnacional empezaron a peregrinar al sitio
arqueológico, como recuerda la curandera y activista Emma
Ortega (de quien hablaremos más adelante).8 En la década de
los cincuenta, los mormones viajaban en caravanas desde Es-
tados Unidos y Canadá para organizar reuniones religiosas en
las ruinas. Desde finales del siglo xix habían iniciado su evan-
gelización en México. Les motivaba su convicción de que, ya
antes de Cristo, miembros de una de las tribus de Israel ha-
bían colonizado las Américas. Los mormones consideran Teo-
tihuacan como un vestigio de esa primera colonización y a sus
habitantes, como una especie de “indígenas foráneos”. Gra-
cias a esta identificación con el pasado precolombino logra-
ron atraer a numerosos adeptos en México. La población local

  Entrevista con Emma Ortega, 8 de marzo de 2011.


8
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 379

además parece haber recibido influencias del Movimiento


Confederado Restaurador de la Cultura de Anáhuac, agru-
pación capitalina que desde los años cincuenta reivindica “la
mexicanidad”. Recuerda Emma Ortega:

Yo me acordaba que [mi padre] me había llevado a una cere-


monia que había habido en el templo de Quetzalcóatl, que ha-
bía muchísima gente alrededor y danzantes, muchos danzantes.
Mi papá me dijo que fue cuando prendieron el Quinto Sol, en el
año cincuenta. […] Y, dice, se llenó toda la plazuela de abajo de
danzantes y enfrente del templo de Quetzalcóatl estaba el fuego.
Fue un evento que hicieron del Fuego Nuevo (ibid.).

Una especie de nacionalismo cultural esotérico también tuvo


un papel definitorio para el movimiento chicano en Estados
Unidos. Cuando la comunidad de descendientes de mexicanos
empezó a expresar orgullo por su origen, vestigios precolom-
binos como Teotihuacan se volvieron una referencia que les
permitía establecer un vínculo con México. Los chicanos rede-
finieron la importancia del mítico lugar de origen de los azte-
cas al ubicar Aztlán en la región suroeste de Estados Unidos,
lo que les permitió definirse como mexicanos y a la vez habi-
tantes originarios de ese país. En 1974, el día del solsticio de
verano, Luis Valdez, uno de los más importantes activistas chi-
canos, junto con el colectivo californiano Teatro Campesino,
presentó la obra Baile de los gigantes en medio de las pirámides de
Teotihuacan (Huerta, 2000: 42 y ss.). De esa manera, también
Valdez contribuyó a una indigenidad transhistórica: las danzas
rituales que escenificó eran, a su modo de ver, precolombinas, y
formarían el eje de la identidad chicana (ibid.: 35-37).
El siguiente giro se dio a principios de los años noventa,
cuando se solidarizaron movimientos indígenas y campesi-
380 Nación y alteridad

nos, científicos críticos y movimientos anticapitalistas contra


la celebración que planeaba España en memoria del quinto
centenario del “descubrimiento” de las Américas. Numerosos
grupos de danzantes concheros y aztecas de México y Estados
Unidos se congregaron el 12 de octubre de 1992 en Teotihua-
can para hacer visible su rechazo a la conmemoración de “la
Conquista” (González Torres, 2005: 183).
Ya desde los años ochenta multitud de personas se daban
cita para celebrar el 21 de marzo en Teotihuacan. El origen
preciso de esa costumbre, y por qué se realiza en el equinoccio
de primavera, no está completamente claro.9 No obstante, pa-
rece que la idea New Age de “cargarse de energía” en la cima
de las pirámides fue en aquel entonces fomentada sobre todo
por Raúl Velasco. El popular presentador de televisión pro-
movió la idea en sus programas Siempre en domingo, en los años
ochenta, y Vibraciones cósmicas, a partir de 1996.10 Otras pirámi-
des, como la de Kukulcán en Chichén Itzá, experimentaron
también un auge, que aparentemente dio inicio a celebracio-
nes similares para “cargarse de energía” en las pirámides pre-
colombinas en general (Castañeda, 2009).
El Estado mexicano se empeñó en delimitar el espacio ar-
queológico y en reglamentar el acceso a él. Este proceso ya
había iniciado durante la época de la excavación de Batres
(Bueno, 2012: 64). Se intensificó en los años 1962-1964, cuan-
do el inah creó un departamento administrativo para la Zona

9
  Ya se había observado en Chichén Itzá el fenómeno de que, por la posición
del sol, el día del equinoccio de primavera se da un recorrido de sombras sobre los
cuerpos serpentinos del templo de Kukulcán, cuando se detectó que un efecto solar
parecido ocurre en el palacio de Quetzalpapálotl de Teotihuacan. Sin embargo, la
mayoría de los visitantes de Teotihuacan no son conscientes de que el 21 de marzo
pasa eso.
10
  Según información de Rogelio Rivero Chong, director de la zona arqueológica
de Teotihuacan (Quirarte, 2007).
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 381

Arqueológica de Teotihuacan y reconstruyó la zona de monu-


mentos con el interés de fortalecer el nacionalismo. En 1963,
con el “Teotihuacan Mapping Project”, del arqueólogo esta-
dounidense Rene Millon, creció la conciencia de que los edi-
ficios monumentales formaban solamente una pequeña parte
de una urbe que antiguamente albergó hasta ciento sesenta
mil personas (Delgado, 2008: 11-12). Por esta razón, cuando
en 1987 la Organización de las Naciones Unidas para la Edu-
cación declaró el sitio patrimonio cultural de la humanidad,
la zona de protección fue extendida 2.5 kilómetros cuadrados.
Dentro de esa zona solo se permite la contrucción de edificios
que el inah avale. Además, el inah controla quién puede tra-
bajar como vendedor o guía turístico en el sitio. Es decir que la
población local de las comunidades circunvecinas de San Juan
Teotihuacan, San Martín de las Pirámides y San Sebastián
Xolalpan sufrió paulatinamente una mayor regularización en
sus actividades económicas, en la construcción de sus casas y
por lo tanto en su vida diaria.

L a indigenización y espiritualización del espacio


­ rqueológico a raíz del conflicto en torno a Walmart
a

Los intereses simbólicos y materiales o financieros en torno


a Teotihuacan han crecido enormemente desde el siglo xx;
algunos conflictos actuales demuestran lo difícil que es con-
certar acuerdos. Un conflicto mayor giró –y actualmente está
bajo investigación– en torno a la construcción de una sucursal
de la empresa estadounidense Walmart a solamente 2.5 kiló-
metros de la Pirámide del Sol. Esta construcción fue avala-
da en 2004 por el inah a pesar de que estaba prevista dentro
del perímetro del sitio resguardado. Mostraré aquí cómo en
382 Nación y alteridad

Fran, “Teotihualmart”, Reforma, 27 de septiembre de 2004.

ese contexto los habitantes de las comunidades circunvecinas


adaptaron ideas sobre la indigenidad que circulaban nacional
e internacionalmente. Una parte de la población local ha des-
cubierto o redescubierto sus “raíces indígenas”, pero a la vez
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 383

define la indigenidad, y por lo tanto la mexicanidad, de modo


diferente a como lo hace el Estado mexicano.
A pesar de que el Estado se declare oficialmente como mul-
ticultural, aún se basa en un concepto que paradójicamen-
te le atribuye a la población indígena la posicion del “otro”
por excelencia (López Caballero, 2011b). De cierta manera,
la nación todavía se concibe como homogénea y mestiza, y
“lo indígena”, como parte constituyente de ella. Solo ciertos
logros culturales se aceptan y resaltan como contribuciones
indígenas a la nación; tal es el caso de las civilizaciones preco-
lombinas con arquitectura monumental. Cuando se trata de
los grupos étnicos contemporáneos, algunos son considerados
emblemáticos dado el atractivo estético de sus elementos cul-
turales: cuerpos y personas indígenas han sido estilizados en
íconos de la mexicanidad a través de la fotografía, el cine y
el deporte, descontextualizados de la vida cotidiana por me-
dio del disfraz folclórico y de la exotización (Kummels, 2013).
Actualmente, artículos de uso cotidiano se subliman como ar-
tesanías emblemáticas de “lo mexicano” en tiendas de artesa-
nías, en recintos como el Museo Nacional de Antropología e
Historia, en el marco del Ballet Folklórico Nacional, en impor-
tantes exposiciones fotográficas y en series documentales para
la televisión (como Televisa Tradiciones). Este discurso hege-
mónico sobre “lo indígena” circula ampliamente a través de
los medios masivos en México.
En el ámbito local, la referencia a “lo indígena” se ha vuel-
to un recurso importante relacionado con esto, pero a la vez
absorbe influencias globales y se adapta a ellas. Una parte im-
portante de la infraestructura turística de San Juan Teotihua-
can, San Martín de las Pirámides y San Sebastián Xolalpan
está orientada hacia el turismo espiritual. En las dos últimas
décadas, cada vez más habitantes del lugar ofrecen métodos
384 Nación y alteridad

de curación alternativos. Proveedores en este ámbito se han es-


pecializado en el neochamanismo, el yoga, el Lakota Sun Dance
y el vision quest. Muchas de estas prácticas se han popularizado
y son consumidas por los turistas como parte del toque exótico
de su viaje. Casi todos los grandes hoteles cerca del sitio ofre-
cen el temazcal, una especie de baño de vapor espiritual con
función terapéutica que se relaciona con las tradiciones indíge-
nas prehispánicas. “Lo indígena” en este contexto garantiza la
autenticidad y eficacia de las prácticas espirituales y curativas.
Estas dinámicas contribuyen a que actualmente afirmen
ser indígenas más habitantes de la localidad que dos déca-
das atrás. Debido a la hegemonía de la identidad mestiza –la
identidad indígena se consideraba sinónimo de inculto y de
pobre–, individuos de ascendencia indígena prefirieron abste-
nerse de prácticas culturales que los marcaban como tales. Por
estas razones, un interlocutor local de 85 años dejó de usar su
lengua materna otomí de niño, como me explicó en entrevis-
ta.11 Actualmente, sin embargo, una serie de actores locales se
acuerdan de sus raíces, si no es que las inventan, y dejan que
coexista su identidad indígena con una espiritualidad inspira-
da en el New Age.
Emma Ortega, de 66 años de edad, está entre los actores lo-
cales que han contribuido al desarrollo del turismo espiritual
teotihuacano. Dueña de un restaurante con vista a la Pirámide
de la Luna y buscada por los visitantes de la zona arqueológica,
Emma profesa como curandera desde mediados de los años no-
venta y desde entonces se identifica como indígena. Ella me re-
lató que se dio un punto de inflexión con el declive del negocio
tradicional de la artesanía de obsidiana, al que ella se dedicaba,
a consecuencia de las crisis económicas mexicanas y a la firma

11
  Entrevista con Alberto Hernández Romero, 10 de marzo de 2011.
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 385

del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Fue en-


tonces cuando un fotógrafo francés que trabajaba para la revis-
ta México Desconocido le dio la idea de convertir su restaurante en
un lugar de reunión para turistas espirituales. Emma Ortega si-
guió ese consejo y volvió a practicar la curación con hierbas me-
dicinales, que había aprendido de su abuela.
Otro punto de inflexión tuvo lugar en 2004, cuando se
formó una oposición a la construcción de una sucursal de la
cadena­­­ de supermercados Walmart.12 La dirección del inah
había autorizado la construcción basada en un peritaje ela-
borado veinte años antes y según el cual en ese perímetro, el
C, no había vestigios arqueológicos de valor. Arqueólogos del
inah, en cambio, proporcionaron pruebas de lo contrario y
se opusieron a que ahí se construyera una Bodega Aurrerá,
tienda del grupo Walmart (Mexicon, 2004). Hay que tomar
en cuenta que los conflictos entre la dirección y los arqueólo-
gos sindicalizados del inah tienen cierta tradición (Vázquez,
2003). Con todo, particularmente desde el gobierno de Carlos
Salinas de Gortari, los directores del inah han apoyado pro-
yectos comerciales aunque estuvieran en contradicción con
los esfuerzos de conservación declarados públicamente y regi-
dos por la Ley Federal y la Ley Orgánica del inah. Por ejem-
plo, en 1994 Eduardo Matos Moctezuma, siendo director del
sitio, apoyó el plan de construcción de tres centros comercia-
les: Plaza Jaguares, Plaza Gamio y Plaza Corso.13 Lo mismo

12
  Emma Ortega se había implicado desde antes en luchas políticas por Teotihua-
can: en 1994 se opuso al proyecto de construir la plaza comercial Jaguares dentro
del sitio.
13
  En un comunicado de prensa se explicó: “La justificación de las autoridades
del Instituto Nacional de Antropología para llevar a cabo tal proyecto es devolverle
a Teotihuacan su sentido de ‘gran plaza comercial’ que tuvo en sus orígenes, hace
aproximadamente 2 200 años”. Véase Proceso, 2004.
386 Nación y alteridad

sucedió en la década de 1990, así como en 2008, en relación


con un proyecto multimedia de luz y sonido denominado Res-
plandor Teotihuacano, que amenazaba con dañar el sitio ar-
queológico con la instalación de luminarias y rieles.14
Recientemente los periodistas David Barstow y Alejandra
Xanic han revelado que Walmart supo agilizar la construc-
ción de la sucursal a base de sobornos pagados tanto al presi-
dente municipal y otras autoridades municipales de San Juan
Teotihuacan como al inah bajo la dirección general de Ser-
gio Raúl Arroyo (The New York Times, 2012). En todos estos
casos los investigadores sindicalizados y los representantes
locales interpusieron demandas legales con las que se consi-
guió que el poder judicial de la federación ordenara detener
los proyectos.
Hay que tomar en cuenta la especial dimensión simbóli-
ca de la construcción de un supermercado de Walmart, ya
que en ese debate se enfrentaban un consorcio estadouniden-
se (por otra parte muy criticado por sus políticas de empleo) y
un símbolo central de la nación mexicana. La prensa aludió
al conflicto como un dilema entre “Pirámide del Sol o Super-
mercado”, y acuñó el término de “Teotihualmart”. Gran par-
te de la población local (aunque no la mayoría: hoy sabemos
que los sobornos de Walmart tuvieron un papel importante en
todo esto) protestó contra el establecimiento de la sucursal por
su problemática cercanía (desde el punto de vista conservacio-
nista) a la Pirámide del Sol. Además temía que tuviera efectos
negativos sobre los pequeños negocios de la zona.
Fue durante ese conflicto cuando Emma Ortega manifes-
tó públicamente una identidad indígena. Ella pasó a liderar el
movimiento local que se opuso a la construcción del supermer-

14
  Veáse, “Controversia por las pirámides de Teotihuacan”, Wikipedia.
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 387

cado, el Frente Cívico en Defensa del Valle de Teotihuacan.15


El frente adquirió en poco tiempo una sorprendente resonan-
cia internacional a través de internet (Geurds, 2006: 73). Doña
Emma protestó con una huelga de hambre y se presentó como
curandera en una vestimenta de inspiración indígena. Sopló
en una concha de caracol después de haberle rezado a la “Ma-
dre Tierra” –personificada en la diosa azteca Coatlicue– para
pedirle que perdonara a los hombres por lo que le estaban
haciendo.16 Emma Ortega fue percibida cada vez más como
“guardiana” o “guía espiritual de las pirámides”.
En última instancia, la protesta no impidió la construcción
de la tienda Walmart.17 No obstante, dio origen a una alianza
estratégica entre arqueólogos que trabajaban en Teotihuacan y
doña Emma, y a través de ella con redes de agrupaciones esoté-
ricas. Los arqueólogos sindicalizados organizaron una reunión
con líderes políticos locales y el subcomandante Marcos del
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln), en el teatro
al aire libre de Teotihuacan, pero al no recibir la autorización
por parte de la dirección del inah decidieron mejor organizar
la reunión de manera secreta el día anterior.18 En consecuen-
cia, se convocó a un mitin fuera del conjunto arqueológico, en
el restaurante de doña Emma, que daba la casualidad de ser un
punto de encuentro predilecto de personas identificadas con
diversas corrientes esotéricas. El 25 de abril de 2005, centena-
res de simpatizantes y residentes locales se reunieron, y el sub-

15
  El movimiento, que había surgido a principios de los años ochenta en respuesta
a planes de extraer agua para surtir a la ciudad de México, se fortaleció y reorgani-
zó a partir del conflicto en torno a Walmart.
16
  Véase “Reconfiguring the Archaeological Sensibility: Mediating Heritage at
Teotihuacan, Mexico”, http://humanitieslab.stanford.edu/teotihuacan/Home.
17
  Finalmente, la Bodega Aurrerá se construyó en un lugar de la comunidad San
Juan Teotihuacan fuera del perímetro C.
18
  Entrevista con Sergio Gómez, 11 de marzo de 2011.
388 Nación y alteridad

comandante Marcos, en un discurso difundido por la prensa


nacional e internacional, se pronunció en contra de la cons-
trucción de la Bodega Aurrerá y del proyecto de transformar a
Teotihuacan en una “Disneylandia para intelectuales” (Agence
France-Presse, 2006).
A pesar de haberse aliado con determinados arqueólogos,
como Sergio Gómez, en este conflicto doña Emma tomó una
posición crítica frente a los arqueólogos en general, pues se
oponía a su interpretación “racionalista” de los hallazgos pre-
colombinos. Lamentó la extracción de objetos que ella consi-
dera propios de su localidad por haber sido descubiertos en
predios que actualmente conforman la zona arqueológica. Sus
intentos de recuperar el patrimonio local son evidentes en una
pieza contigua a su restaurante. En ella ha instalado numero-
sos altares, similares a los que se acostumbran para el día de
muertos, pero permanentes. En estos altares, concurridos por
los clientes del restaurante, ella conmemora los hallazgos más
importantes sacados a la luz a través de las excavaciones ar-
queólogicas. Usando objetos de diversas procedencias que re-
cuerdan vestigios precolombinos, reconstruyó la tumba de un
militar prehispánico sacrificado que el arqueólogo japonés Sa-
buro Sugiyama descubrió en 1999 en la Pirámide de la Luna.
Doña Emma explica:

Ya empecé en el 89 con la primera ofrenda de la pila o el Teo-


calli del templo de Quetzalcóatl, que es la primera. Después, de
1999 al 2000, que empieza el rescate o el sondeo de la Pirámi-
de de la Luna, entonces fui armando lo que fueron encontrando
y lo ponía el día de muertos. Pero desde el 2004 ya está perma-
nente, porque hay mucha gente que pregunta por la ofrenda y
yo les explico de qué año es, que esto está en los códices, tanto el
maya, como el azteca. Que es los cuatro rumbos, las cuatro eras,
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 389

Emma Ortega delante de su altar. Foto: Ingrid Kummels.

los cuatro colores, las cuatro semillas, que son las cuatro razas,
que es lo que representa, y la rueda es el movimiento del cosmos.
Entonces aquí también tenemos los cuatro elementos: el agua, la
tierra la representa la Coatlicue, el caracol representa el viento
y el Huehuetéotl, que es el fuego viejo; en rarámuri es Tatewarí.
Entonces hago el dar y ofrecer esta ofrenda a los abuelos teoti-
huacanos, porque estamos en Teotihuacan. Y los abuelos que es-
tán aquí representando son teotihuacanos.19

El restaurante de doña Emma y ella misma son centros


importantes tanto de la espiritualidad como del movimien-
to contra las empresas trasnacionales apoyadas por gobier-
nos neoliberales. Ella supo movilizar a diversos grupos que

  Entrevista con Emma Ortega, 8 de marzo de 2011.


19
390 Nación y alteridad

han desarrollado un profundo sentimiento de pertenencia a


Teotihuacan por haber vivido, trabajado y prosperado eco-
nómicamente en el sitio, aunque en un nivel comparativa-
mente modesto. Como comenta otro interlocutor de la zona,
Alberto Hernández Romero, que trabajó como guía de turis-
ta y como artesano de obsidiana: “Nuestras sagradas pirámi-
des están dando vida a todos los pueblos circunvecinos”.20 A
través de sus representaciones de lo autóctono o nativo multi-
referenciales, Emma Ortega sabe transmitirles ese sentido de
pertenencia a actores tan diversos como la población local, los
arqueólogos, los periodistas y los visitantes nacionales e inter-
nacionales que simpatizan con el movimiento New Age. Por un
lado, ella esencializa e idealiza “lo indígena” como una fuen-
te de energía cósmica positiva; por otro lado, no le atribuye un
carácter nacional, sino uno universal, basándose en concep-
tos populares de la “red sin fronteras de la ideología del New
Age” (Galinier, 2008: 111). Emma Ortega considera que este
carácter universal de “lo indígena” tiene su origen en el Teo-
tihuacan precolombino. Según ella, los grupos indígenas con-
temporáneos, como los wixárika o los rarámuri, tienen una
genealogía que los liga a Teotihuacan. Sin embargo, cualquie-
ra puede establecer un “parentesco del sentimiento” con lo in-
dígena por la vía espiritual. En este contexto, ella subraya su
autoridad con base en un conocimiento generado localmente.
Respondiendo a la pregunta “¿Aprendió sobre Teotihuacan
también por los arqueólogos?”, ella aclara:

Sí, por los arqueólogos, por las amistades y por las familias que
están trabajando con ellos. […] Así hemos aprendido, sin papel.
A mí me dicen: “A ver, ¿eres arqueóloga?” “Pues sí soy”, les digo

20
  Entrevista con Alberto Hernández Romero, 10 de marzo de 2011.
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 391

yo, “mi universidad es la vida, yo he aprendido desde joven, por


lo que he vivido, lo que he visto”.21

Emma Ortega es ejemplo de cómo varios actores locales


no estatales toman una postura propia dentro de un campo
de tensión en el cual un actor institucional y estatal, el inah,
tiene una posición de monopolio.22 Algunos han sido más mi-
litantes, como Emmanuel D’Herrera, el ya difunto fundador
del Frente Cívico en Defensa del Valle de Teotihuacan. Otros
se oponen a través de prácticas simbólicas, como eventos reli-
giosos y deportivos que organizan en las pirámides o cerca de
ellas. Al igual que Emma Ortega, elaboran conceptos alterna-
tivos de indigenidad y les confieren a sus ideas una expresión
más concreta dentro de las luchas políticas que en múltiples
ocasiones se han organizado en reacción a los intentos del Es-
tado de comercializar Teotihuacan a través de concesiones a
empresas trasnacionales.

La cotidianidad de Teotihuacan y los debates sobre la


validez de conocimientos locales

El grupo de arqueólogos que han realizado excavaciones en


el sitio arqueológico ejercen una importante autoridad inter-
pretativa gracias a su acceso privilegiado a los vestigios preco-
lombinos. Arqueólogos mexicanos e internacionales del inah,
de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) y de
la State University of Arizona, entre otros, coinciden en que

21
  Entrevista con Emma Ortega, 8 de marzo de 2011.
22
  Postulada por el Partido de la Revolución Democrática, Emma Ortega ganó la
elección de presidente municipal suplente de San Juan Teotihuacan después de la
lucha contra Walmart y desempeñó ese puesto durante tres años.
392 Nación y alteridad

la teotihuacana es una cultura precolombina sui generis y un


producto de dinámicas culturales propias del ámbito mesoa-
mericano (y no del espacio exterior, como sostienen corrien-
tes esotéricas). Los arqueólogos, sin embargo, difieren en sus
opiniones sobre Teotihuacan como un precursor de la nación
mexicana. La diversidad de las actitudes extraoficiales y las
medidas concretas para organizar el sitio dejan entrever que sí
se lo relaciona de una manera especial con los grupos indíge-
nas contemporáneos, tal como si fueran una especie de herede-
ros más directos. Así, en las placas explicativas al lado de cada
monumento se ofrecen aclaraciones tanto en español e inglés
como en náhuatl, y se sugiere que el sitio es un legado directo
de los nahua, el grupo indígena que más cerca de él reside. Al
preguntarle al arqueólogo Rubén Cabrera, me explicó que es-
tas placas las colocaron altos funcionarios del inah en los años
noventa, en el contexto de una nueva toma de conciencia sobre
la multiculturalidad del país y los derechos indígenas a raíz del
neozapatismo.23 Por su lado, también el arqueólogo Sergio Gó-
mez vincula el sitio con la población indígena. Cuando le pre-
gunté qué relación existe entre el movimiento neozapatista y
Teotihuacan, sus palabras fueron:

Nosotros creemos que todos los sitios arqueológicos son una


herencia. Nosotros, ahora como mexicanos, los mexicanos que
no somos indígenas, lo reconocemos como una herencia, nos la
hemos apropiado. Hemos despojado a las comunidades indíge-
nas, que son los verdaderos herederos de este patrimonio que
es de ellos.24

23
  Entrevista con Rubén Cabrera, 22 de marzo de 2012.
24
  Entrevista con Sergio Gómez, 11 de marzo de 2011.
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 393

Las declaraciones de ambos arqueólogos muestran que el


surgimiento del ezln como actor político marcó un cambio
profundo en todo el país. A partir de entonces, también en
Teotihuacan se trata a los indígenas –al menos simbólicamen-
te– como grupos con derechos similares o iguales a los del res-
to de la población, y por lo tanto con gran respeto. Es decir
que en la década de los noventa también los arqueólogos co-
menzaron a reconceptualizar Teotihuacan, como un patri-
monio no solo de la nación, sino de la población indígena de
México. En la organización del acceso al sitio se subraya a la
vez una separación entre los mexicanos y los extranjeros. La
entrada se les cobra únicamente a los que no son ciudadanos
mexicanos: un acto simbólico que subraya el carácter nacio-
nal del patrimonio.
Los habitantes de los alrededores, por su parte, a menu-
do cuestionaban las explicaciones científicas durante nuestras
conversaciones, en particular cuando me reunía con ellos sin
la compañía de los arqueólogos. Alberto Hernández Romero,
de 85 años, sabe reproducir en detalle las teorías arqueológi-
cas sobre la construcción de las pirámides: las asimiló durante
su larga vida laboral como vendedor de artesanías y guía tu-
rístico en el sitio. Pero al mismo tiempo, como muchos otros
habitantes locales, opina que la construcción de las gigantes-
cas pirámides en una época en la que no se disponía de los
medios tecnológicos modernos sigue siendo un enigma que
los arqueólogos no han podido resolver. A los arqueólogos se
les llama popularmente “talveces”, porque siempre son muy
cautelosos en sus interpretaciones.25 Según don Alberto, el co-
nocimiento “verdadero” sobre Teotihuacan lo poseen única-
mente los “guardianes” del sitio, es decir, poderes locales:

  Conversación informal con Jaime Delgado Rubio, 14 de marzo de 2011.


25
394 Nación y alteridad

Todos nuestros abuelos sí sabían que hay energía en la zona ar-


queológica. Dentro de los templos hay mucha energía, mucha.
Además hay muchos guardianes, porque nuestros antepasados
están ahí sepultados. Entonces están cuidando parte de la heren-
cia que nos dejaron.26

Un taxista de San Martín de las Pirámides piensa que es


legítimo especular que los monumentos pudieron haber sido
construidos por extraterrestres. Él me explica: “Estas pirámi-
des son casi tan exactas como las de Egipcia (sic). Los teotihua-
canos tuvieron el calendario más exacto del mundo, es decir, el
segundo más exacto después de Egipcia”.27
Estas ideas contrarían sobre todo a los arqueólogos, ya que se
llevan la impresión de que décadas de trabajo con la intención
de “generar un conocimiento apegado a la realidad científica”
han sido en vano.28 Sin embargo, hay que recordar que algunas
de las ideas que hoy parecen extravagantes no se apartan mucho
de las del “indigenismo esotérico” de los años veinte, que tam-
bién buscaba paralelismos entre México y Egipto. Aún recien-
temente, arqueoastrónomos como Hugh Harleston sostienen
ideas similares: por ejemplo, que Teotihuacan (al igual que las
pirámides de Guiza) fue construido según cálculos matemáticos
que reproducen el planeta en su arquitectura. Los custodios del
sitio, que mantuvieron una relación de amistad con Harleston en
los años setenta, se inclinan más hacia esta clase de teorías.29
Platicando con visitantes de Teotihuacan durante marzo de
2011, varios concebían la pérdida de conocimiento como algo

26
  Entrevista con Alberto Hernández Romero, 14 de marzo de 2011.
27
  Conversación informal, 20 de marzo de 2011.
28
  Entrevista con Sergio Gómez, 11 de marzo de 2011.
29
  Información proporcionada por Jaime Delgado Rubio. Para las ideas de Hugh
Harleston véase el sitio web www.hharlestonjr.com.
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 395

estrechamente ligado al saqueo por parte de extranjeros. Un


profesor de secundaria de Tecámac, Estado de México, que
visita Teotihuacan junto con su hijo, lo hace “para recordar
cómo era en aquellos tiempos” y me explica que los extranje-
ros, específicamente los ingleses y los estadounidenses, roba-
ron todo lo valioso de Teotihuacan. Como ejemplo de esto me
relata que uno de ellos se adueñó del penacho de Moctezuma
y se lo llevó al extranjero, donde permanece de manera ilegíti-
ma hasta hoy. Un danzante mexica me relata que todo Teoti-
huacan fue adjudicado en concesión a los japoneses. El rumor
que pone en duda que Teotihuacan aún esté enteramente en
posesión de los mexicanos, bastante difundido, aparentemente
trata de explicar las actividades de un arqueólogo japonés, Sa-
buro Sugiyama, en este sitio “mexicano”.

Teotihuacan el día del equinoccio de primavera: el prose-


litismo y la trasnacionalización de los danzantes mexicas

En días normales, el espacio arqueológico tiene un carácter


museístico, dado lo desierto de las reconstrucciones arqueo-
lógicas y las placas, referidas sobre todo al pasado. El día del
equinoccio, los concheros, o grupos de danza azteca o mexi-
ca, convierten a Teotihuacan en un centro ceremonial vivo
a través de su presencia masiva, sus prácticas espirituales, su
espectacular coreografía y el colorido de su indumentaria.
Entre los danzantes hay una gran variedad: mientras que las
personas que se adjudican la “mexicanidad” (palabra refe-
rida a los antiguos mexicas para designar una ideología de
orientación prehispánica) rechazan cualquier influencia “ga-
chupina” como el catolicismo, los concheros expresamente
aprueban sincretismos entre la religión católica y la supuesta
396 Nación y alteridad

religión azteca (De la Peña, 2002, y González Torres, 2005).


Entrevisté a los líderes y seguidores de diversos grupos pre-
sentes en Teotihuacan, pero en este texto me limitaré a ana-
lizar algunas similitudes entre ellos y el impacto del grupo de
danza azteca Movimiento Sexto Sol, que tiene la particulari-
dad de estar formado por estudiantes de la unam y un docen-
te de la misma universidad.
Cada grupo de danza consiste en un reducido número de
integrantes (de diez a cien). El día del equinoccio todos ellos
cobran notoriedad al combinar sus presentaciones (concebi-
das como rezos escénicos) con el bautizo de miembros (“siem-
bras de nombre”) y prácticas curativas. El lugar se convierte
en una especie de tianguis: los espectadores se dirigen espon-
táneamente a los practicantes para hacerles preguntas o ex-
perimentar una sanación, y estos aprovechan la ocasión para
hacerle publicidad a su grupo.
El 21 de marzo de 2011 el Movimiento Sexto Sol destaca-
ba por estar compuesto por miembros relativamente jóvenes,
de entre aproximadamente veinte y treinta años, que resul-
taron ser estudiantes de licenciatura en Historia. El líder, fá-
cil de identificar por su impresionante tocado, aprovechaba
las pausas entre las danzas para dirigirse al público congre-
gado alrededor. Se presentó como Armando Blanco, profesor
de Historia en la unam y fundador del movimiento. Explicó
cómo el grupo de danza se había organizado con motivo de la
Segunda Peregrinación Azteca, en 1992, cuando grupos del
mundo entero peregrinaron a Teotihuacan. Varias veces men-
cionó la alarmante situación de México en la actualidad a con-
secuencia de la guerra entre los carteles de narcotraficantes y
el Estado, que ha llevado a que los ciudadanos carezcan de
garantías para su seguridad. Señaló una salida posible de este
pantano: participar en las danzas e identificarse con la época
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 397

Teotihuacan se convierte en un centro ceremonial vivo el 21 de marzo de 2011.


Foto: Ingrid Kummels.

precolombina le permitirían a cualquiera sentirse nuevamente


orgulloso de ser mexicano. Las danzas, en su opinión, pueden
ayudar a que el país recobre su antigua grandeza precolombi-
na (entendida como una época sin mayores problemas). La ce-
398 Nación y alteridad

lebración del 21 de marzo como “año nuevo mexicano” sería


fundamental para crear un nuevo orden mundial con base en
la astronomía precolombina.
Armando Blanco es un ejemplo de la oposición a la cien-
cia racional-académica dentro de la comunidad científica. Sus
discursos del 21 de marzo giraban en torno a la pregunta de
cuál es el “verdadero” conocimiento sobre el sitio arqueoló-
gico y quién tiene acceso a él, y a la importancia de la ciudad
precolombina para una identidad colectiva contemporánea.
Criticaba al inah por alegar que hasta el ruido de la concha
azteca podría dañar los monumentos arqueológicos y así tra-
tar de impedir la práctica de la danza ritual. Blanco subraya
que son los arqueólogos quienes ponen en riesgo las ruinas por
haber realizado más de ciento ochenta mil perforaciones en
sus exploraciones. También en un folleto que distribuye en-
tre los espectadores (“El año nuevo mexicano y el retorno de
Quetzalcóatl o descenso de Kukulcán”) ataca la ciencia y el
racionalismo. En él pide:

tener un espíritu abierto y deseo sincero de estar dispuesto a re-


cibir algo nuevo aunque no cheque o no tenga “explicación”
dentro de […] “la racionalidad del hombre civilizado”. […] La
mayor prueba del fracaso de esa “racionalidad” es que a pesar
de todo esplendor técnico que ha generado, igualmente ha lleva-
do al mundo entero al borde del colapso ambiental, así como al
vacío espiritual (Blanco y Vera, 1995).

Observé que ni en los discursos de este grupo ni en los de


otros se mencionaba literalmente a “los extranjeros”. Más bien
se aludía a ellos como “los gachupines” y se los veía como una
amenaza a la cultura azteca o mexica asociada con Teotihua-
can. Puede influir en esto el hecho de que en algunos de estos
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 399

grupos de danza participan un número significativo de euro-


peos y estadounidenses, sobre todo de ascendencia mexicana.
Ellos parecen buscar puentes con una membresía internacio-
nal y eluden la categoría de extranjero haciendo hincapié en
la de una humanidad universal. De acuerdo con esto, propo-
nen que cualquiera es capaz de establecer un “parentesco del
sentimiento” con “lo indígena” por la vía espiritual, de modo
que cada miembro, sin importar su lugar de nacimiento, pue-
de descubrir raíces de sentimiento “indígenas”. Estas ideas se
difunden para reclutar a seguidores en todo el mundo, tam-
bién a través de internet.30

Conclusiones

Vuelvo a las líneas de conflicto ciencia versus espiritualidad y


conservación versus comercialización por empresas trasnacio-
nales en torno a Teotihuacan. He tratado de demostrar cómo
cuatro grupos de actores establecen diferentes tipos de alian-
zas según la virulencia de los intentos estatales de abrir Teoti-
huacan a los intereses económicos neoliberales. Las dos líneas
de conflicto se han cruzado en repetidas ocasiones durante las
últimas décadas. El recorrido histórico de las múltiples apro-
piaciones de Teotihuacan pone de manifiesto que antigua-
mente se atribuía la condición de “indio” para descalificar a
inconformes y opositores locales tachándolos de ignorantes
y excluirlos de procesos de decisión (Rozental, 2011). Actual-
mente se utiliza más bien la categoría generalizada de “esoté-
rico” o “adepto del New Age” para esos mismos fines.

30
  Véanse las páginas web del grupo: movimientosextosol.tripod.com y www.
freewebs.com/movimientosextosol/danzaazteca.htm.
400 Nación y alteridad

La variedad de actores que se contraponen a las declara-


ciones y usos estatales de Teotihuacan y la diversidad de sus
intereses se invisibilizan cuando se los categoriza indiscrimina-
damente a todos como “esotéricos”. Esto sucede en el marco
de discursos globales que polarizan entre conocimientos váli-
dos “científicos” y no válidos “esotéricos”. Una multiplicidad
de actores no estatales emplean ideas “esotéricas” como argu-
mentos contra la globalización económica que también han
demostrado ser útiles para crear unión como base de la lucha
política. Tal es el caso de los conceptos alternativos de “lo in-
dígena”. Procesos de indigenización de Teotihuacan y figuras
aglutinadoras como “el indígena universal” no son de estirpe
puramente esotérica, sino que también son resultado de alian-
zas expuestas a lo largo de este texto.
En estos diálogos influyeron arqueólogos y sus identifica-
ciones políticas con interpretaciones de la causa indígena ar-
ticulada por el ezln. Con base en estos díálogos, la imagen
de la nación mexicana, enlazada desde principios del siglo xx
con “lo indígena” y Teotihuacan, se ha vuelto más plural. El
sitio arquelógico se ha convertido en lugar de identificación
y es asumido como patrimonio cultural tanto por los grupos
de actores estatales como por los no estatales mencionados.
Todos ellos crearon vínculos fuertes con “lo mexicano”, “lo
indígena” y “lo extranjero” a través de sus discursos, prácti-
cas y negociaciones, según sus agendas. Un efecto tangible de
esas reconceptualizaciones y diversificaciones es que hasta el
momento los gobiernos neoliberales no han podido poner en
marcha los proyectos de malls y ni el proyectado espectáculo
de luz y sonido en el sitio arqueológico de Teotihuacan.
El enfrentamiento de conceptos de indigenidad… 401

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Rihan Yeh

Deslices del “mestizo” en la frontera norte*

A pesar de empeños recientes por repensar a México como


­­nación “multicultural”, el mito del mestizaje todavía
.

goza de una hegemonía casi imperturbable. Para la mayoría,


saberse mexicano es saberse mestizo; la identidad mestiza está
plenamente naturalizada y se da por supuesta en un nivel in-
tuitivo. Normalmente, el mestizaje se considera un proyecto
incompleto solo en sus márgenes: por un lado, los márgenes
“superiores” de extracción europea, y por otro, los márgenes
“inferiores” de lo indígena. Pero en un primer momento, en la
literatura sobre “lo mexicano” que produjo su apoteosis como
esencia nacional, el mestizo fue, más que una identidad dada,
una figura de dinamismo.1 Representaba la promesa de un fu-
turo por venir, y un laborioso proceso de devenir histórico de-

*
  Quisiera agradecer por sus comentarios a los participantes en el congreso In-
dígenas y Extranjeros (sobre todo a Paula López Caballero), y también a Claudio
Lomnitz, Alejandra Leal y los dictaminadores anónimos de este texto.
1
  Sobre “lo mexicano”, véase la clásica revisión crítica de Roger Bartra (1987).
406 Nación y alteridad

finido por la oposición entre europeo e indígena como cifras


de lo moderno y de lo primitivo. La productividad política del
mestizaje, su poder legitimador para el Estado posrevolucio-
nario, proviene justamente del carácter irresuelto de la síntesis
que representa.
En este ensayo rastrearé etnográficamente algunos ecos ac-
tuales de esa tensión o irresolución constitutiva, algunos desli-
ces sutiles que perturban la aparente solidez del mestizo como
sujeto nacional. La irresolución del mestizaje, arguyo, no es
asunto nada más de la distribución diferencial en el espacio
social nacional (en la población, en el territorio) de los marca-
dores de lo europeo y de lo indígena, sino que se repite en el
ámbito de la subjetividad individual. Bajo ciertas circunstan-
cias, el mestizo se vuelve volátil. Es una figura inherentemen-
te inestable, y en los esfuerzos individuales por habitarla en la
interacción cotidiana –al presentarse uno ante un otro como
mexicano y específicamente como mestizo– propicia momen-
tos de desequilibrio, vueltas repentinas en las que la persona
que se creía con toda seguridad mestiza se encuentra inespe-
radamente reflejada o como indígena o como extranjera. Re-
sulta difícil mantener juntos estos dos polos: requiere cierto
trabajo, cierto balance, y son propensos a fisionarse para for-
mar de nuevo lo que las antropólogas lingüistas Judith Irvine
y Susan Gal (2001) llaman “recursiones fractales”: oposiciones
binarias que se repiten en múltiples escalas a la vez.2
Ezequiel Chávez, por ejemplo, uno de los pensadores tem-
pranos sobre “lo mexicano”, dividía tajantemente en dos a las

2
  Un ejemplo es la distinción entre público y privado. La casa es privada respecto
a la calle, pero dentro de la casa, la recámara es privada respecto a la sala. Las auto-
ras mencionan además “fenómenos que los antropólogos han visto en términos de
segmentación o esquismogénesis, como las ideologías nacionalistas” (Irvine y Gal,
2001: 404). Todas las traducciones en este ensayo son mías.
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 407

“razas mezcladas”. Unos eran los “mestizos superiores” –“re-


sistente nervio del pueblo mexicano”–, mientras que los otros
eran solo “mestizos vulgares” (citado en Bartra, 1987: 111; la
cita original es de 1901). La categoría de los mestizos se frac-
tura, reproduciendo en su interior la misma oposición entre
alto y bajo, redimido e irredimible, que debió haber supera-
do. Así, el mestizaje puede aparecer como proyecto interna-
mente incompleto aun cuando se dé por sentado que “todos”
somos mestizos. Esta fractura recursiva, que fragmenta la ca-
tegoría misma de “los mestizos”, no está restringida a escritos
intelectuales como el de Chávez, sino que puede reaparecer
en la interacción cotidiana. Por ser una nación mestiza, se sue-
le afirmar, en México no hay racismo, pero esto no quiere de-
cir que referencias raciales no permeen el lenguaje cotidiano.3
“A:!, qe indio ya vi qe si”, escribe un visitante a YouTube, dis-
culpándose por un error momentáneo. “¡No se me quita lo in-
dio!”, acostumbra exclamar una mujer al cometer cualquier
tontería. Tales comentarios construyen a “lo indio” como una
cualidad latente en todos “nosotros”, una parte que exige no
tanto su supresión como su domesticación, la asimilación en el
nivel de la práctica personal. Como lo expresa Bartra, según
el mito del mestizaje el indio es un “homúnculo” que todos los
mexicanos llevan dentro (1987: 93).
Incluso las características más tercamente fenotípicas las
puede organizar la lógica de la continuamente renovada lu-
cha entre, por un lado, la modernidad, el progreso, y la “in-
teligencia” que supuestamente los acompaña, y, por otro,
una fuerza auténtica, autóctona y esencialmente indomable.

3
  La noción de que en México no hay racismo la propagaron algunos de los prin-
cipales ideólogos de “lo mexicano”. Alan Knight (1990) muestra cómo la idea en
realidad formó parte de la continuación del pensamiento racista en México.
408 Nación y alteridad

El gel, por ejemplo, no esconde precisamente los “pelos pa-


rados”, índice de raíces indígenas que se yerguen como por
voluntad propia. Más bien, al acostarlos, demuestra el esfuer-
zo diario de amaestrar el cabello rebelde. Como requisito de
la presentación­­­personal, el gel comunica el compromiso per-
sonal con un proyecto de “cultura”, en el sentido viejo de la
palabra, que la conecta con cultivación y civilización (Williams,
1983). Sin duda, los esfuerzos por revalorizar los signos de lo
indígena son múltiples, pero la elaboración cotidiana en tor-
no a la emergencia estigmática de “lo indio”, entendido como
huella imborrable de algo que resiste a la dominación civiliza-
dora, sigue siendo tremenda.4
Este tipo de emergencia rutinaria de “lo indio” como un
atraso que no se deja es una forma sumamente leve del rom-
pimiento entre los dos polos del mestizaje. Pero la fisión se da
también de forma más intensa, provocando como efecto inme-
diato cambios de footing en términos de Erving Goffman (1979):
un cambio en el rol del participante en la interacción, la forma
en que uno está parado en el terreno (ground) común de la in-
teracción. Goffman empieza su discusión del footing con un co-
mentario del presidente de Estados Unidos sobre la vestimenta
de una reportera para mostrar cómo la saca de su rol profesio-
nal y redefine su participación en la interacción actual a partir
de su género. “Una mujer”, escribe, “siempre tiene que estar
lista para cambiar de terreno [ground]” (1979: 2). Aunque de

4
  A pesar del “indianismo” radical que proclama la superioridad cultural del in-
dígena, Knight arguye, indio sigue siendo básicamente un término de identificación
negativa, impuesto por no indígenas ya sea para fines de abuso o de halago (1990:
75 y 101). El vilipendio y la romantización son, claro, más complementarios que
contradictorios. La señora que exclama “¡No se me quita lo indio!”, por ejemplo, es
gran fanática de la danza azteca y habla con fervor de redescubrir sus “raíces”. Ella
reaparecerá más adelante como la madre de Carolina.
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 409

forma menos recurrente, asimismo el mestizo. Cualquier sig-


no, cualquier indicio impredecible de un carácter “indígena”
supuestamente latente puede llevar a que se vea reclasificado
como “indio”; el individuo se encuentra repentinamente al otro
lado de una frontera movible. Lo mismo puede pasar en la otra
dirección, sacando al individuo de la comunidad nacional mes-
tiza y reubicándolo como extranjero sospechoso (un problema
para ciertos personajes de elite). Estos deslices abruptos –verda-
deros resbalones– son la forma en que se experimentan en la in-
teracción cotidiana las recursiones fractales del mestizaje.
No todos corren el mismo riesgo de caer del filo del mes-
tizaje, ni en la misma dirección, y las diferencias en el ries-
go corresponden, en cierta medida, a las jerarquías sociales,
que a veces parecen estar tan impasiblemente materializa-
das en los rasgos fenotípicos racializados. Pero la correlación
entre raza y estatus en México, obviamente, tampoco es tan
directa. En realidad, propongo aquí, es la irresolución en sí
del mestizaje lo que está diferencialmente distribuido. Son la
irresolución y el riesgo los que se correlacionan con el esta-
tus, no los marcadores (ya sean fenotípicos o culturales) de
lo europeo y lo indígena. La vulnerabilidad de ser reclasifi-
cado como “indio” o como “extranjero” no solo depende de
los rasgos fenotípicos de uno, sino, de modo más importante,
de las complejidades de su situación socioeconómica. Para
demostrar este punto exploraré cómo se dan concretamen-
te algunos de los deslices del footing del mestizo en un par de
casos contrastantes. En el primero, un desliz hacia lo “indio”
resulta intensamente desagradable y hasta amenazante. En
el segundo, el desliz hacia lo extranjero se explota producti-
vamente. Las diferencias entre los dos casos tienen que ver,
arguyo, con las diferentes posibilidades y aspiraciones de sus
dos protagonistas dentro de una sociedad nacional imagina-
410 Nación y alteridad

da y articulada como tal. Son finalmente dos Méxicos los que


están en juego en estos deslices, dos imaginarios nacionales
encontrados. Ambos son mestizos, pero sus mestizajes emer-
gen de perspectivas sociales distintas. Estas perspectivas (de
clase más que de raza) se hacen manifiestas gracias a un con-
texto muy específico, justo en las condiciones bajo las cuales
el mestizo se vuelve más volátil: frente a la mirada escrutado-
ra del Estado norteamericano.
El mito del mestizaje, vale recordar, responde a una preo-
cupación profunda por el lugar del país en el escenario inter-
nacional. Tomó forma durante un periodo de construcción
intensiva del Estado-nación, a finales del siglo xix y comien-
zos del xx, y representaba una de las principales estrategias
retóricas mediante las cuales México, se esperaba, podía
unirse al concierto de las naciones “civilizadas”.5 Dadas las
condiciones históricas (el pasado colonial, la invasión esta-
dounidense, la ocupación francesa), todo el proyecto nacional
que el mestizaje empezó desde temprano a articular tenía ne-
cesariamente una fuerte impronta defensiva para anticipar y
desviar las ambiciones de las potencias del norte, y de una en
particular: Estados Unidos. Como expresa Ana María Alon-
so, “la mitohistoria del mestizaje emergió como reto a la so-
beranía imperial norteamericana” (2005: 41). En el siglo xix,
el rango de “nación civilizada” se determinaba en gran me-
dida por las proezas militares colonialistas, y la invasión de
México por Estados Unidos en 1846 fue justamente una de
las piezas clave que aseguraron al segundo país su reputación
como potencia y como civilización al mismo nivel de Inglate-

5
  El mito posrevolucionario del mestizaje parecería contrastar fuertemente con el
racismo del porfiriato. Sin embargo, como Knight (1990) demuestra, el pensamien-
to sobre la raza en México también tuvo una continuidad fundamental.
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 411

rra, con sus hazañas­­­en India, y de Francia, con sus aventuras


argelinas.6 México requería una receta fuerte que contrarres-
tara los efectos de haber sido objeto y no protagonista de tal
ejercicio imperialista.
Así, como estrategia que buscaba asegurar el reconoci-
miento de interlocutores poderosos, el mestizaje siempre ha
sido más vulnerable justo donde era más indispensable: fren-
te a la mirada evaluadora de esas otras naciones que pare-
cían tener ya asegurada su “categoría”. Esa mirada, a la cual
México está todavía demasiado sujeta, agudiza hasta su pun-
to máximo la tensión interna del mestizaje. Amenaza con fi-
sionar sus dos polos, resucitando la fractura recursiva, pero
ahora en una escala global o por lo menos internacional, de-
jando a Estados Unidos (como ejemplo principal) al lado de
la modernidad y a México del lado “todavía” teñido de atra-
so. A pesar de que la teoría racial decimonónica que descri-
be Mónica Russel y Rodríguez ya es caduca, las dinámicas
de reconocimiento mutuo parecen llevar todavía su estampa:
“A los mexicanos no se les podía considerar una población
racialmente estable. Su calidad mixta siempre anticiparía un
retorno a una raza primaria” (citada en Alonso, 2005: 46).
Mis dos ejemplos principales, pues, provienen no solo de la
frontera norte –de Tijuana, Baja California, donde he reali-
zado trabajo de campo desde 2003– sino de los encuentros
azarosos que se dan dentro de la garita internacional y en

6
  Las comparaciones por comentaristas contemporáneos norteamericanos fue-
ron explícitas (Véase Johannsen, 1985:15, 32, y 307-308). Recientemente, Claudio
Lomnitz (2010) ha argüido que la noción de una “raza mexicana” primero emergió
después de la guerra en el norte de México y en las zonas anexadas, como produc-
to de los encuentros desiguales y cada vez más racializados que tuvieron lugar ahí.
Sobre la racialización de la categoría “mexicano” en Texas, véase David Monteja-
no, 1987:13-99.
412 Nación y alteridad

torno a ella: el espacio donde el individuo es más directa-


mente susceptible a esta amenaza. Si el racismo estadouni-
dense anticipa siempre una reversión racial de parte de los
mexicanos, en la garita los mexicanos tienen a su vez que an-
ticipar plenamente esa mirada sentenciosa.7
Claudio Lomnitz (2001b) ha escrito sobre las ciudades de
la frontera norte de México como “zonas de contacto” donde
se concentran ansiedades en torno a la mirada extranjera y la
embarazosa posibilidad de que se fije en el desorden generado
por el proceso contradictorio de la modernización, desorden
que parece prácticamente puesto en escena en estas ciudades,
con sus masas de migrantes, sus extensas colonias informales
y, ahora, la desbordada violencia del crimen organizado. Estas
ansiedades se agravan en torno a la garita. Por un lado, ha ha-
bido en Tijuana (aunque no solo en Tijuana) una preocupa-
ción intensa por el aspecto físico del área que el visitante gringo
encontrará primero al internarse en el país.8 Por otro lado,
Tijuana es una ciudad con una fortísima participación en los
regímenes institucionales que rigen el acceso legal a Estados
Unidos: según un estudio, arriba de cincuenta por ciento de
la población posee algún documento que le permite entrar al
país vecino (Alegría, 2009: 86). La garita es el sitio donde uno

7
  Mientras que Alonso (2005) afirma que en Namiquipa, Chihuahua, el mito
del mestizaje ha tenido poco poder interpelativo, en Tijuana encuentro todo lo
contra­rio. La razón más obvia sería por las muy diferentes historias de los dos lu-
gares (Namiquipa fue colonia militar, mientras que Tijuana se formó con migra-
ciones recientes).
8
  La construcción del área que ahora se conoce como la Línea Internacional y la
adyacente Zona Río obedece a la larga lucha oficial por desalojar los asentamien-
tos que ocupaba el lecho del río Tijuana, lucha que culminó en 1979 con una inun-
dación que, según consenso general, fue intencional: se abrieron las compuertas de
la presa Abelardo L. Rodríguez en la noche, sin previo aviso, mientras los habitan-
tes de la zona dormían. Para una colección de testimonios sobre los desalojos, que
empezaron en 1955, véase Valenzuela, 1991.
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 413

se somete, repetidamente, voluntariamente, al escrutinio im-


placable e impredecible de los funcionarios norteamericanos
como representantes directos de su Estado.9 Es donde al su-
jeto se le juzga adecuado para acceder, física y literalmente,
al “Primer Mundo”. Frente al funcionario, se condensa toda
la presión de la historia –la historia que dio lugar al mito del
mestizaje como defensa ante el no reconocimiento del otro– y
se carga sobre el punto minúsculo del individuo con todas sus
vicisitudes personales. Tras el riesgo de encontrarse clasificado
como sujeto no apto está el fantasma del “indio”, y tras este, el
fantasma de México entero como país de “indios” a ojos de los
gringos. Hay, sin embargo, formas muy diferentes de reaccionar
frente a esa presión y ese riesgo.
Antes de iniciar propiamente, una nota metodológica. Los
dos ejemplos principales que presento surgieron de relaciones
prolongadas con las personas cuyas palabras analizo. En am-
bos casos se trata de gente que conocí mucho antes de intere-
sarme por la antropología, pero que también participaron de
manera central en mis investigaciones. He vivido por periodos
prolongados tanto con Edith como con Carolina y su madre,
y las narrativas que presento me las contaron menos en mi ca-
rácter de antropóloga que como alguien que comparte el espa-
cio íntimo de la casa (a veces mía, más veces suya) y con quien
se comparten asimismo, al final del día, los relatos y reflexio-
nes sobre lo transcurrido en él. Las citas, pues, no son textua-
les, aunque sí muy cercanas a lo realmente dicho. En ninguna
de las conversaciones citadas surgió la palabra “mestizo”; no

9
  Legalmente, el funcionario de migración tiene la autoridad absoluta de decidir
si el portador de visa puede entrar o no al país. No hay proceso para apelar su de-
cisión. Cada cruce es, así, una repetición del ritual inicial de evaluación mediante
el cual uno obtiene su documentación, y la visa está nuevamente en juego en cada
encuentro oficial.
414 Nación y alteridad

obstante, sostengo, era la identidad mestiza de mis interlocu-


toras –y las posibilidades políticas que encontraban, o no, en
ella– lo que estaba en juego en las historias que me contaron.10
Tampoco se señaló de forma explícita mi propio estatus como
estadounidense, pero dadas las condiciones de la frontera, este
estatus nunca deja de ser un subtexto, aun en momentos como
los que aparecen a continuación, en los cuales mis interlocu-
toras se dirigen a mí sobre todo como confidente dispuesta a
aprobar sin cuestionamientos tanto sus reacciones inmediatas
como sus proyectos duraderos. Sin embargo,­­­y como siempre
en la etnografía, son las dudas que me suscitaron estos inter-
cambios lo que me impulsó a retomarlos aquí.

Desliz hacia lo indígena

Edith es una joven nacida en Tijuana de padres migrantes;


mientras que su padre sigue trabajando de albañil, ella ha lo-
grado (con muchos esfuerzos) no solo una licenciatura en inge-
niería sino una maestría en administración. Su forma de dar
por supuesto el “nosotros” de la nación mestiza quizá es típica.
Alguna vez, hace muchos años, me explicó que a los indíge-
nas “hay que respetarlos, porque fueron nuestros antepasa-
dos, ¿no?”.11 Nótese su uso de la primera persona del plural;
ella se ubica como parte de una subjetividad colectiva que se
define según toda la lógica de las temporalidades traslapadas
del mestizaje: lo nacional definido por los restos de un pasa-

10
  En ambos casos, a lo largo de los años hemos sostenido múltiples conversacio-
nes sobre el tema de raza y poder diferencial en la frontera. Estos diálogos infor-
man mis análisis.
11
  Es posible que haya dicho “no hay que despreciarlos”, lo cual fortalecería mi
presente argumento.
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 415

do aún presentes pero no por eso menos “no sincrónicos”.12 Si


bien Edith declaraba la necesidad de “respetar” (o por lo me-
nos “no despreciar”) a “nuestros antepasados”, también me
reenviaba correos electrónicos con bromas, por ejemplo, so-
bre “el Indio Chon”, que así le explica al médico su problema
de infertilidad: “Mi mujer y yo queremos tener condescenden-
cia y no podemos, pero no sabemos si es porque yo soy om-
nipotente o mi mujer es histérica”.13 Concluye el Indio Chon
después de varios párrafos: “Lo que yo tengo es un problema
de especulación atroz”. Se trata de una representación clási-
ca del “indio” que no domina el español, que no se integra a
la comunidad nacional lingüísticamente moderna y que busca
disfrazar su “indiorancia” (como se dice) con la hipercorrec-
ción y el uso excesivo de palabras altisonantes.14 En esta bro-
ma, el Indio Chon no es precisamente indígena. Es, más bien,
un mestizo fallido. Habla español, como “nosotros”, pero no
puede hacerlo bien. Totalmente impotente, queda atrapado
en una “especulación atroz” que no lleva a ningún lado.15 Tal
como en comentarios como “¡qué indio!”, el Indio Chon solo
es “indio” en cuanto que representa el fracaso del mestizaje

12
  Bloch usa el término “no sincronismo” (Ungleichzeitigkeit) para describir cómo
“diferentes años resuenan en el que ha sido apenas documentado y que prevale-
ce [… Estos años] contradicen el Ahora” (1977: 22). Su primer ejemplo son “las
secue­las de la descendencia campesina”, una problemática no muy distinta de la
del mestizaje.
13
  El Indio Chon es un personaje de la radio tijuanense.
14
  Labov (1972) desarrolla el análisis de la hipercorrección fonética, señalando
que la consabida es la gramatical. El Indio Chon parecería presentar un tercer tipo,
centrado en el vocabulario.
15
  Las palabras mal aplicadas están bien escogidas para revelar el estado degrada-
do del hablante. El Indio Chon se cree “omnipotente” y sueña con “tener condes-
cendencia”. Otra frase relaciona la incapacidad para la manifestación política con
los proyectos educativos del Estado: “A mí desdiace años mi operaron de la protesta
y a lo mejor eso me dejó escuelas en el cuerpo”.
416 Nación y alteridad

lingüístico, el fracaso de su incorporación a la comunidad na-


cional entendida como unidad de lengua, raza y cultura.
Cuando Edith me explicó lo de “nuestros antepasados”,
terminó la frase con una pequeña petición: “¿no?”. Por casual
que sea, el “¿no?” solicita una reafirmación del interlocutor, al-
gún gesto de aprobación de esta lógica como obvia, justa, ple-
namente aceptable y aceptada, y en este caso el interlocutor a
quien se dirigía este pequeño gesto era yo, su amiga estadou-
nidense.16 Al hablarme, Edith representaba la no sincronía de
México como nación mestiza y pedía una validación mínima
de mi parte. Esta petición, quisiera sugerir, no fue tan casual
como parecería. Se volvió a repetir unos años después, cuando
Edith ya estaba estudiando para ingeniera, cuando ya se había
hecho de un carro, de una computadora, de una visa (emble-
ma crucial de ascenso social en Tijuana, como explicaré más
adelante). Una noche llegó a casa llena de indignación. Estaba
haciendo fila para cruzar a Estados Unidos, me contó, cuando
una mujer indígena se acercó a su carro, le mostró su mercan-
cía y declaró: “Guan dala” (one dollar). En contraste con el chis-
te del Indio Chon, esta vez la ineptitud lingüística del “indio”
no le pareció a Edith nada graciosa. Al contrario, su reacción
fue de frustración y hasta de coraje. Su explosión siguió los si-
guientes derroteros: Aquí está esta persona en la Línea vendiendo dulces
y ni siquiera sabe que a mí como mexicana se me debe decir “once pesos” o,
por lo menos, “un dólar”. Es la lógica interna del mestizaje lo que,
sostengo, permite entender esta fuerte reacción afectiva.
En la literatura clásica sobre “lo mexicano”, el contacto
directo con lo extranjero es prerrogativa del mestizo. En pa-

16
  La función de tales coletillas tiene matices complejos, pero en general, “las pre-
guntas coletilla suelen requerir la respuesta (uptake) del interlocutor. Al usar cole-
tillas interrogativas, el hablante anticipa y supone conformidad del interlocutor”
(Félix-Brasdefer, 2008:134).
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 417

labras de Manuel Gamio, la clase mestiza “ha sido la eterna


rebelde, la enemiga tradicional de la clase de sangre pura o ex-
tranjera […], la que mejor ha comprendido los lamentos muy
justos de la clase indígena” (1960: 96-97). Para él, el mestizo se
interpone entre dos polos (extranjero e indígena) para prote-
ger lo que solo él puede comprender. Pero en la frontera, este
papel mediador se vuelve un asunto demasiado literal. Con su
“guan dala”, la vendedora se brinca cualquier mediación que
la nación moderna, mestiza, pudiera ofrecer, y se expone in-
decentemente –como siempre se teme en una “zona de con-
tacto”– a la mirada gringa. Si para Edith es un escándalo y una
afrenta, es porque la Línea, como espectáculo internacional,
es el último lugar en el que debería aparecer alguien que “ni
siquiera” sabe distinguir entre un mexicano y un estadouni-
dense. Es un lugar para mexicanos propios: que entienden lo
que es la nación mestiza, y que son ellos mismos la cara de la
nación hacia el extranjero. Sin el supuesto de lugares propios
racializados, en que el mestizo representa la nación –incluyen-
do al indígena– frente al extranjero, no hay escándalo.
Al ponerse en contacto con lo extranjero, la vendedora in-
dígena usurpa el lugar de Edith. Aunque sea por “indioran-
cia”, esta mujer no se somete a la nación mestiza. Se dirige
a Edith en lengua extranjera para pedirle dinero extranjero;
al hacerlo, desconoce ese mínimo de nacionalidad que debe-
rían compartir. Solo quiere dinero, quiere dólares, y poco le
importa distinguir entre mexicanos y gringos, ni entre lenguas,
ni entre monedas. Como resultado, Edith pierde repentina-
mente su footing, su equilibrio como mestiza. La frontera, a la
cual se acerca físicamente, reaparece donde no debe apare-
cer, entre ella y su “antepasado”, su connacional, que, aunque
temporalmente lejana, debería reconocer recíprocamente su
parentesco. Decirle “guan dala” a Edith es negarla como des-
418 Nación y alteridad

cendiente suya, su prole mejor adaptada al mundo moderno,


al cruce de las fronteras y al contacto con el extranjero.
Si el mestizaje temporaliza las diferencias étnicas para con-
tenerlas dentro de un horizonte de futura homogeneidad, re-
quiere (como ya he señalado) una resucitación continua de las
diferencias, de la parte terca que se resiste pero que al final
será vencida. Pero esta constante resucitación de la diferencia
es un arma de doble filo. Por un lado, reafirma la necesidad de
un proyecto de mestizaje e integración, pero por otro, evoca el
espectro de su fracaso. Al dirigirse a Edith como extranjera, la
vendedora ambulante pasa de la primera posibilidad a la se-
gunda. El “guan dala” es para Edith un recuerdo demasiado
vívido de las diferencias que las separan (por ejemplo, la pro-
babilidad de que esta mujer ni siquiera hable español). Revela
una discontinuidad dentro de la nación que Edith, en ese mo-
mento crítico en que se prepara para enfrentarse a los agentes
del Estado norteamericano, no puede tolerar.
Con la frase “guan dala”, la vendedora ambulante desequi-
libra toda la narrativa nacional del mestizaje. Esta narrativa
es el piso firme necesario para que Edith reciba la mirada es-
crutadora del Estado norteamericano y, más generalmente,
para que represente a México adecuadamente en el extran-
jero y ante todas las miradas que allá podría recibir. Con esas
palabras se le aguadan súbitamente las presuposiciones de la
nacionalidad mexicana en las cuales se arraigaría. Los dos po-
los se fisionan. Edith sabe que, contrario a lo que sugeriría el
“guan dala”, no puede hacerse pasar por gringa. Pero para que
permanezca firmemente mestiza en ese momento de escru-
tinio (y más allá, al otro lado de la frontera), necesita que la
persona indígena reconozca su nacionalidad común. Si no, se
deshace la pretensión mestiza de sintetizar las diversas partes
de la nación, que garantiza que Edith no aparezca como la
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 419

“india” en relación con lo gringo y que le permite representar


adecuada y propiamente a México en el extranjero.
En un primer momento, Edith parece quedar, incómoda-
mente, en el lugar del extranjero. Pero la amenaza más pro-
funda es que no podrá distinguirse de lo que la mujer indígena
representa. Frente a la mirada extranjera, no podrá distinguir-
se de lo “indio”. El “guan dala” parece una imitación cruel
de los esfuerzos hercúleos de Edith para dominar el inglés. Si
causa rabia es porque aparece como una caricatura de ella
misma, algo como el Indio Chon, solo que en su caso nos po-
demos servir de la risa para desplazar la incómoda sensación
de que tal vez no seamos tan diferentes de él. Entre nosotros es
posible reconocer que “todos somos nacos”, pero no frente a
un extranjero cuya simpatía no está asegurada.17
El ejemplo de Edith muestra que el mito del mestizaje sigue
siendo una estrategia de presentación, en un escenario inter-
nacional, tanto del “yo” como del “nosotros” mexicano. En la
literatura clásica del mestizaje, esta naturaleza fundamental-
mente dialógica del “nosotros” nacional tiende a borrarse. La
misma tesis de Samuel Ramos del “complejo de inferioridad”
tiende a reducirlo a un asunto de la valoración del mexicano
ante sí mismo, no desde los ojos de ningún “otro” extranje-
ro. Aun en su larga crítica del discurso del mestizaje, Bartra
apenas sugiere que podría tener una función para las mismas
personas que lo producían.18 No explora cómo la producción

17
  Como escribe una maestra de preparatoria en Ensenada, Baja California:
“¿Acaso a ti nunca te ha tocado que en algún momento de tu vida alguien te diga
naco?” Su artículo sostiene que, mientras “nosotros” podemos reconocer que “to-
dos somos nacos”, es vulgar que Pepsi (una compañía extranjera) anuncie lo mismo
(Camargo, 2011). Naco e indio, claro, son dos categorías estrechamente relaciona-
das. Véase Lomnitz, 1998.
18
  Pone la insinuación en boca de un personaje en una conversación ficticia: “Por
momentos he creído”, dice el Samuel Ramos de Bartra, “que tal vez Uranga, sin
420 Nación y alteridad

discursiva de “lo mexicano” podría haber funcionado como


una forma de manejar las dificultades del estatus de estos es-
critores como parte de las elites cosmopolitas. Por un lado,
se enfrentan a la contradicción de salirse del país para ganar
prestigio dentro de él;19 por otro, está el problema constante
de cómo representar a México ante las miradas extranjeras. Si
definen al mestizo ejemplar como un mediador, esto es preci-
samente a lo que se dedicaban ellos. Pero en la frontera norte
no solo las elites se enfrentan a estas dificultades y se valen de
la lógica del mestizaje para esgrimirlas.
Si Edith se siente autorizada para reclamar el estresante
privilegio de representar a la nación ante la mirada estadou-
nidense es porque ella ya ha pasado por un filtro de selección
impuesto por esa misma fuente de autoridad extranjera. En
Tijuana, la visa no solo confirma que uno sea un sujeto ade-
cuado para cruzar la frontera legalmente: confirma también
su suficiencia, su estatus como buen mexicano clasemedie-
ro, de una forma mucho más amplia. Confirma su ciudada-
nía, su pertenencia a la comunidad tanto local como nacional.
La visa garantiza la diferencia entre el sujeto y el “migran-
te”, una figura altamente estigmatizada.20 Aunque se sabe que
todo tipo de personas llegan a Tijuana y que todo tipo de per-
sonas se van a Estados Unidos, el estereotipo del “migrante”
(imaginado como indocumentado) sigue siendo intensamen-

darse cuenta, hacía estas reflexiones para librarse él mismo del sentimiento de infe-
rioridad” (Bartra, 1987: 94).
19
  Esta contradicción es parte inherente de la formación de una esfera pública na-
cional. Como señaló Kant (1970), aunque la opinión ilustrada se forme en circuitos
internacionales, al final siempre tiene que someterse al interés del Estado-nación
particular. La tensión se agudiza con la discrepancia (económica, política, social)
entre naciones.
20
  Sobre la formación de “nosotros los tijuanenses” como un público de portado-
res de visas, véase Yeh, 2009.
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 421

te racializado. Es, paradigmáticamente, el hombre moreno y


chaparro proveniente de Oaxaca o de Chiapas, no por casua-
lidad dos de los estados más indígenas del país. Así, al asegurar
que uno es buen mexicano de cierta clase social, la visa al mis-
mo tiempo asegura que uno sí es mestizo.
El “migrante”, según esta concepción, no debería represen-
tar a México en el extranjero. Aunque no es el único discurso
en Tijuana, sí es dominante uno que reservaría esa función a
gente como “nosotros”, como Edith, que se ha esforzado para
superarse, ha logrado una carrera y va legalmente a pasear-
se al “otro lado”. Suele causar cierto horror, cierta vergüen-
za, que el estereotipo del mexicano en Estados Unidos sea un
obrero indocumentado, “bajito” y “morenito”. Es común el
deseo de demostrar que “no todos somos así”: también hay
gente, como nosotros, preparada, bien vestida, bien hablada y,
se sobreentiende, más alta y de color más claro. Al brincarse la
mediación de Edith como mestiza, poniéndose en contacto di-
recto con los gringos y exponiéndose a su mirada, la vendedora
ambulante se iguala con ella y abre la posibilidad de que a su
lado, y a pesar de su carro, su carrera, y su visa, Edith no sea
menos ignorante ni menos “india” ante los gringos.
Cuando me contó la historia, Edith esperaba mi simpa-
tía como compañera de casa, como amiga de años. Pero esa
simpatía cotidiana confirmaría algo más: que yo, como esta-
dounidense, no la veo así, que para mí también es evidente la
gran diferencia entre la vendedora indígena y ella. Confirma-
ría que Edith sí sabe distinguir entre idiomas, personas y mo-
nedas; conoce el valor y el lugar de cada cual, y, sobre todo,
sabe qué lugar le corresponde al indígena. En este sentido, la
anécdota tiene la misma función que el pequeño “¿no?” de
su explicación de México como nación mestiza. Es un esfuer-
zo por restaurar una distancia delicada que constantemente
422 Nación y alteridad

amenaza con su colapso, y que efectivamente se colapsó en


ese minúsculo enfrentamiento con este “otro” más íntimo y
más extraño, la vendedora indígena. Si a Edith le molestó tan-
to ese encuentro pasajero, hay que recordar que esto tiene que
ver con su historia personal, con su reciente ascenso social y
con todas las ansiedades cotidianas que ese proceso conlleva,
ansiedades sobre su forma de hablar, de vestir, de comer, y así
infinitamente. La amenaza del desliz, de sentirse “naca” y por
lo tanto más “india” que mestiza, es una amenaza constante,
que bien puede percibir muy cerca. Su molestia revela que su
apuesta por el ascenso social, la profesionalización dentro de
México y la obtención de cierto estatus clasemediero –es decir,
su apuesta por un futuro personal–, se basa en las lógicas rela-
cionales del mestizaje. Sigue siendo, finalmente, una apuesta
por el futuro nacional que hace tantos años la figura del mes-
tizo, suspendido entre los dos polos antagónicos del extranjero
blanco y el indígena, primero pregonó.

Desliz hacia lo extranjero

Quisiera continuar con otro encuentro no menos jerárquico


en el que, de nuevo, un sujeto mexicano se establece como tal
frente a la mirada estadounidense en relación con un terce-
ro “indígena”, para quien asume el papel de mediador. Este
encuentro también se dio en el momento de cruce, pero esta
vez en la garita misma. La historia me la contó Carolina, una
joven que, en contraste con Edith, estudió solo una carrera
corta en cultura de belleza después de terminar la secundaria.
Además, Carolina es mucho más morena que Edith, y com-
parte con su madre una crítica feroz al racismo en México, ar-
ticulado en términos de discriminación, tema que nunca he oído
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 423

a Edith mencionar. Como me explicó Carolina, “en México


siempre nos hemos discriminado”. Su madre, por su lado, se
permitía largas invectivas sobre el tema. Ella, que crió a Ca-
rolina y sus hermanos gracias a sus ingresos como trabajadora
doméstica en Estados Unidos, considera que fue la discrimi-
nación en México lo que la orilló a buscar trabajo en el ex-
tranjero: “Te ven chaparra, te ven fea […], y nunca se fijan
en la capacidad que tienes”. Hace un momento mencioné la
visa como emblema clave de estatus y ascenso social en Ti-
juana. Carolina y su madre tienen visa, pero la madre usa la
suya para trabajar ilegalmente. Ni su perfil fenotípico, como
ella misma lo percibe, ni su relación con Estados Unidos, están
muy alejados del estereotipo tijuanense del migrante indocu-
mentado. Su sueño siempre fue que Carolina tuviera un “ofi-
cio” en México y fuera al “otro lado” nada más a pasear; es
decir, refleja sus aspiraciones a la clase media tijuanense, que
se define justamente en estos términos. Pero Carolina no solo
creció más cerca de la estigmatizada figura del migrante que
Edith, y con menos recursos para distinguirse de ella: tampoco
desea hacerlo.21 Actualmente, de hecho, vive en Estados Uni-
dos como indocumentada.
Una noche de 2010, Carolina y su madre me hablaban so-
bre el ambiente sumamente tenso del cruce fronterizo, y men-
cionaban que había agentes de la Patrulla Fronteriza dentro
de la garita, algo que, decían, nunca se había visto antes. Los
agentes se ponían a un lado para observar a la gente que pa-
saba a pie. Ese mismo día habían sacado a Carolina de la fila
para interrogarla. Había una agente alta, güera. Y pasaron

21
  En diferentes ocasiones otros jóvenes han acusado a Carolina de ser presumi-
da. Ella insiste en que pertenece a la misma “clase social”: “Yo también vivo en una
casita en un cerro”, afirma. Los cerros en Tijuana son emblema por excelencia de
las colonias populares.
424 Nación y alteridad

dos muchachas, dijo Carolina, “chompitas”. Con esta pala-


bra, madre e hija soltaron una risita mutua, y paró la anécdo-
ta. Tuve que preguntar por el significado: “Inditas, pues”, me
explicaron. Dos muchachas bien chompitas. Y la oficial las barrió con
los ojos. Bien feo las miró. Carolina la estaba viendo. Iba de civil, pero era
de la Patrulla Fronteriza. Carolina la siguió con los ojos, y su mirada se
cruzó con la de uno de los agentes uniformados. Y ella tardó un instante en
desviar la mirada. La reacción fue inmediata. “Ven acá”, le dijo el agen-
te, y le empezó a hacer un montón de preguntas: que a dónde vas, que para
qué, etcétera. Primero le pidieron su visa y después su credencial
de elector, y por largo rato estuvieron comparando las dos en-
tre sí y con la persona que tenían enfrente. Lo que pasaba, ex-
plicó Carolina, era que en la credencial su pelo había salido
como anaranjado, mientras que en la visa salía “bien more-
na”. Se ve totalmente diferente en cada foto. “Y luego con la
belleza ojos azules que tenían enfrente”, concluyó, “pues con
razón que no daban”.
Con la mirada, Carolina responde a la agresividad de la
mirada oficial. Se atreve a algo que las chompitas no pueden, y
se la castiga. Pero sale ilesa. Cruza. Al compararla con sus cre-
denciales, al tratar de identificarla y ubicarla oficialmente, los
agentes “no daban”. Quedaron desorientados, perdidos entre
imágenes que no compaginaban. Si cruza, finalmente no es
porque la identifican, sino porque se esfuma en representacio-
nes múltiples. Cambia de apariencia, y lo hace en una clave
específicamente racial. Lo de “belleza de ojos azules” es cla-
ramente un sarcasmo, que remite a las palabras de su madre:
“te ven fea”, donde ser prieta es uno de los principales facto-
res que influyen en la supuesta fealdad.22 Pero no disminuye

  La madre de Carolina frecuentemente reniega si en alguna foto sus hijos salen


22

muy “negros”.
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 425

la confusión de los oficiales. Frustrados por las apariencias, la


buscan en un índice aún más corporal: toman su mano para
comparar su huella con la de la visa. Según su madre, las cur-
vas de la huella no se distinguen a simple vista; en realidad,
los oficiales buscan el sudor del nerviosismo, el temblor mí-
nimo que delate al transgresor. En la mano de Carolina, sin
embargo, no había nada. No daban. Bajo el régimen de es-
crutinio intensificado de la frontera, bajo su régimen de reco-
nocimientos racializados, el cuerpo de Carolina no rinde las
señales buscadas.
Si la mirada estadounidense amenaza con fijarse, de forma
irremediable, en el “indio” latente que uno trae dentro –o en
la superficie–, Carolina fisiona estratégicamente los dos polos
del mestizaje para deslizarse en la dirección opuesta, hacia lo
extranjero: pelo anaranjado, ojos azules. Aunque no los lleva-
ba ese día, de hecho tenía unos lentes de contacto color gris
que, así como el teñido del pelo, le permitían jugar con sus ras-
gos fenotípicos. Como estudiante de belleza, le gusta mezclar
los índices raciales en busca de algún efecto desarmante. Pero
en la garita, no son sus experimentos lúdicos con la moda lo
que le da su potencia igualmente desarmadora frente a los ofi-
ciales. Nace más bien de las fallas en las tecnologías oficiales
de identificación: fotos inexactas, que cambian la apariencia
con la luz; huellas demasiado finas para la percepción. Pero
nace también de la misma lógica binaria, de síntesis incomple­
ta, del mestizaje. Casi como si fuera un superpoder, su mesti-
zaje se vuelve una capacidad para presentar una apariencia
no solo fenotípicamente ambigua, sino literalmente cambian-
te. En medio de la confusión, ella se hace pasar por algo que
no es: un sujeto disciplinado, un portador de visa como cual-
quiera, como Edith. Es la multitud de apariencias que puede
movilizar lo que le permite pasar su pequeña rebeldía fren-
426 Nación y alteridad

te a los funcionarios sin que al final le puedan hacer nada. Y


no nada más su pequeña rebeldía. Logra cruzar sin perjuicio
el contrabando que lleva: su mano de obra y la de su madre,
pues ese día iban, como siempre, a trabajar.23
Aparecer con ojos azules o pelo anaranjado no hace a Caro-
lina menos mexicana, menos mestiza; es un poder que le viene
justo de ahí. Pero es un poder que no comparten las chompitas,
víctimas indefensas de la mirada hostil. Como me explicó una
vez Carolina: “Por desgracia, yo tengo sangre española”. Cabe
preguntar en qué medida esa gota de ascendencia extranjera
marca su diferencia respecto de las chompitas y autoriza su en-
frentamiento al racismo del aparato estatal estadounidense.
Pero, más fundamentalmente, la diferencia entre las chompitas y
ella se debe a su participación en una modernidad obrera tras-
nacional que se imagina definida, en última instancia y de for-
ma emblemática, por el cruce clandestino de la frontera. En
este sentido, es un imaginario nacional que no depende de la
distinción entre mestizo e indígena, sino que parte de la premisa
de que a ojos de los gringos todos somos indios.
Aunque no usan la palabra, Edith y Carolina se conside-
ran mestizas, en el sentido de que para ambas es intuitiva una
simultánea cercanía y distancia con lo indígena que se vuelve
determinante en el momento de enfrentamiento con la mira-
da extranjera. Ambas buscan posicionarse como mediadoras
entre dos polos opuestos, lo indígena y lo extranjero. Pero Ca-
rolina no busca en la mirada norteamericana una confirma-
ción positiva de su ser y de su estatus, como hace Edith. La
confirmación que busca, si acaso, es la de una oposición po-
lémica que define a México como pueblo de migrantes, co-

  Cuando los funcionarios la toman de la mano, literalmente palpan el contra-


23

bando que buscan, y sin embargo no lo logran reconocer.


Deslices del “mestizo” en la frontera norte 427

hesionado en su estigmatización por un sistema social y legal


estadounidense cuya injusticia, desde este punto de vista, no
es más que una culminación de la injusticia de la misma jerar-
quía social mexicana. Aquí como allá somos objetos de “dis-
criminación”, pero tenemos ciertos recursos para enfrentarla
que vienen del mestizaje: la mecánica del escape de Carolina
no tendría sentido si no fuera por el mito del mestizo como fi-
gura que conjunta rasgos racializados que se entienden como
opuestos. Es más, la forma en que Carolina explota su mesti-
zaje no es inédita.
Quince días después me encontraba en las oficinas de
Tránsito de San Diego, California, renovando mi licencia de
conducir. En medio de ese seco ambiente burocrático, la joven
encargada de las fotos parecía un lucero. Su cara era la única
sonriente; bromeaba con todo mundo en los dos idiomas. En-
frente de mí, en la fila, venía un hombre tipo “güero de rancho”,
de ojos azules, bajo, fornido, de cuarenta o cincuenta años de
edad. En el momento en que la joven le iba a tomar la foto,
gritó: “¡Que me salgan los ojos pa’ que piensen que soy grin-
go!”. Y con ojos desorbitados, sonrió, a su vez, ampliamente.
La broma anticipa problemas: anticipa el encuentro adver-
so con la ley. En el lenguaje alegre del travieso, anuncia “¡Yo
causo problemas!”. Amenaza de hecho con causar uno en el
acto. Es como si le dijera a la joven: Tú y yo somos mexicanos; nos
reconocimos de inmediato y aquí estamos hablándonos en nuestro idioma
en las oficinas mismas del gobierno estadounidense. Aunque tú estés al
otro lado del mostrador, estás conmigo. Le cambia a la joven, o más
bien se lo confirma, su footing, ya establecido por la amabili-
dad, como mexicana en vez de representante del Estado nor-
teamericano. Ellos, en cambio, los de la ley, se engañan con un pedacito
oficial de plástico (igual que los de la Patrulla Fronteriza con la
credencial y la visa de Carolina), y nunca sospechan que mi cómplice
428 Nación y alteridad

está ahí entre ellos, ayudándome a disfrazarme desde ahora. Pero solo me
disfrazo, al final, acentuando eso que tengo y que es equívoco. Me disfrazo
como lo que soy y no soy: me disfrazo con mis propios ojos azules.
Como Carolina, este hombre se imagina mostrando el pase
de la blancura, una apariencia cambiante y engañosa, para
burlar la ley estadounidense. En el momento, la broma crea
una complicidad de lengua, nación y clase: de raza en el sen-
tido coloquial de la palabra, como sinónimo simplemente de
gente mexicana, como sinónimo, casi, del pueblo. Este “noso-
tros” fácilmente se podría confundir con el de Edith, pues los
dos nacen de la misma mitología de “lo mexicano”. Pero los
deslices del mestizaje toman otra forma. Más cerca de lo “in-
dio” (a veces por fenotipo, a veces por “naquez”), el desliz no
representa la misma amenaza, ni realmente se puede soñar
con evitarla. Más bien, aparece como síntoma y método de
una “discriminación” que se da por igual en los dos países.
Eso no desarma la bien arraigada lógica del mestizaje, en el
que “nosotros” nos definimos ante el extranjero (güero) me-
diante nuestra relación con una tercera persona. Pero sí pone
el escenario para un desliz invertido, en el que los signos de
ascendencia extranjera no funcionan para reproducir el esta-
tus dentro de México (cosa difícil para un “güero de rancho”),
sino como un recurso estratégico en el enfrentamiento azaroso
con una ley poderosa y extranjera.

Conclusión

En una crítica a Benedict Anderson, Lomnitz define la nación


como “una comunidad concebida como camaradería profun-
da entre ciudadanos completos, cada uno de los cuales es un
mediador potencial entre el estado nacional y ciudadanos dé-
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 429

biles, embriónicos o parciales, que puede postular como de-


pendientes” (2001a: 13).
Tanto en el caso de Edith como en el de Carolina, el proble-
ma de mantener su footing frente a la mirada estadounidense
aparece como el problema de representar de alguna mane-
ra a un otro indígena desaventajado, incapaz de sostener esa
mirada. Ambas buscan posicionarse como intermediarias, y
ubicar a los personajes tipo indígena que encuentran, como
dependientes de ellas. De esta manera revelan una complici-
dad profunda entre las lógicas del mestizaje y de la ciudada-
nía diferenciada.
El mestizo es volátil porque el mestizaje es la forma en que
se corporaliza y se personaliza una estructura de recursiones
fractales que organizan las jerarquías sociales incluso en el ni-
vel internacional. Siempre habrá alguien más para quien el
ciudadano completo se verá un poquito “indio”. En la fron-
tera norte, y especialmente frente a los agentes del Estado
norteamericano, esta amenaza se vuelve tan aguda como coti-
diana. Las miradas que uno puede anticipar como mexicano
suscitan intensamente el riesgo del desliz, del cambio de foo-
ting, de la reevocación de la distinción binaria entre “indio” y
“blanco”, no como asunto entre connacionales, sino como ca-
racterizaciones amplias de países enteros. Frente a la mirada
estadounidense es donde, bajo la lógica binaria del mestizaje
como proyecto incompleto, se corre el mayor riesgo de que esa
misma oposición organice o se convierta en la oposición mexi-
cano versus gringo.
Este riesgo, como mencioné al principio, es efecto de la lar-
ga historia de ambiciones imperio-colonialistas de Estados
Unidos respecto a su vecino sureño. No hay que olvidar que
en 1847 y 1848 se discutió seriamente la posibilidad de em-
prender en México un proyecto netamente colonial, y al fi-
430 Nación y alteridad

nal solo un error diplomático provocó su suspensión. El desliz


entre categorías raciales, su ambivalencia, la fractura recur-
siva que se prolifera, son huellas de esa dinámica colonial; la
estructura recursiva de distinciones raciales es justamente lo
que para Frantz Fanon caracteriza el colonialismo. Él describe
cómo los antillanos se jactan de distinguirse de los senegaleses,
mientras que los últimos se esfuerzan en hacerse pasar por an-
tillanos (2009: 62), y cómo, a la vez, entre los antillanos se re-
pite el mismo proceso de fragmentación: “Hace poco hablaba
con un martinicano que me informó, enojado, de que algunos
guadalupeños se hacían pasar por nosotros. Pero, añadía, en-
seguida uno se da cuenta del error, ellos son mucho más salva-
jes que nosotros. Traduzcan de nuevo: están más alejados del
blanco” (ibid.: 55). La inestabilidad del mestizo proviene de su
ubicación dentro de la misma jerarquía, originalmente colo-
nial, que buscaba superar, y como Fanon deja claro, el desliz
es solo la cara inversa de las prácticas de hacerse pasar por un
otro racial, herencia conocida de la colonia tanto en México
como en Estados Unidos. En el encuentro actual entre el mito
del mestizaje y el régimen estatal norteamericano, sin embar-
go, el racial passing está tomando, como sugiere en particular el
ejemplo de Carolina, formas inéditas, íntimamente ligadas a
las nuevas tecnologías y técnicas policiacas tanto de la frontera
como del interior de Estados Unidos.
Quién es vulnerable a resbalarse, a perder su footing racial,
no es una cuestión nada más de destrezas interactivas, aun-
que sin duda estas pueden ayudar. Es, fundamentalmente, una
cuestión de poder diferencial. En el ejemplo de Goffman, el
presidente es el interlocutor poderoso que le cambia su footing a
la reportera sin que ella pueda hacer nada. En el caso de Edith,
la vendedora indígena se presenta como el accidente inmedia-
to que interrumpe la narrativa del mestizaje, sustento de la idea
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 431

que Edith tiene de sí misma. Pero el cambio de footing no refleja


el poder de esta mujer. Refleja el poder del Estado norteameri-
cano que ensombrece, casi literalmente, el encuentro entre las
dos mujeres. La vulnerabilidad de la “mestiza” se da frente a
esa mirada, que a pesar de todas sus transformaciones históri-
cas y materiales preserva un espíritu hondamente colonial.
El poder diferencial está en la confrontación entre el suje-
to individual y el aparato estatal norteamericano, pero está
también en las diferentes formas y capacidades que tienen di-
ferentes sujetos para sostener o esquivar esa mirada. En sus
comentarios a una colección de ensayos sobre mestizaje en
América Latina, Florencia Mallon identifica “dos visiones
o discursos del mestizaje conceptualmente contradictorios”
(1996: 170). Por un lado, el mestizaje puede aparecer como
una fuerza contrahegemónica que “cuestiona la autentici-
dad y rechaza la necesidad de pertenencia según las defini-
ciones de los que detentan el poder” (ibid.: 171). Por otro lado,
el mestizaje “emerge como discurso oficial de la formación
de la nación […], como un discurso de control social”. Estas
dos vetas contradictorias, señala Mallon, suelen combinarse
de forma compleja. Si así lo hacen, añadiría yo, es por las
tensiones históricas entre procesos de poder y marginación a
niveles internacionales y subnacionales. Los imaginarios del
mestizaje que Edith y Carolina evocan no son ajenos el uno
al otro; comparten una misma historia: la del mito nacional.
En los dos casos, su footing como mestizas se pone en tela de
juicio frente a una mirada extranjera y poderosa, y a la vez
en relación con la figura de la mujer indígena pasiva y silen-
te. Para Mallon, el cuerpo de la mujer indígena ha sido “el
terreno [ground, como en la metáfora de Goffman] en el cual
los hombres inscriben la etnicidad o la identidad nacional en
sus luchas por el poder” (ibid.: 179). Edith y Carolina partici-
432 Nación y alteridad

pan en una actividad parecida, aunque sea justo para evitar


quedar ellas mismas en el lugar de la mujer indígena. Pero el
mestizaje que evoca Edith recuerda más lo que Mallon llama
“autenticidad estratégica” (ibid.: 173). Responde al racismo
estadounidense con la afirmación de una posición auténtica y
positiva como buena ciudadana mexicana clasemediera, una
posición avalada por su visa estadounidense. Esta afirmación
orillaría finalmente no solo a la indígena sino también a Ca-
rolina, con su participación en un mercado laboral ilícito y
desprestigiado. La visión del mestizaje que Carolina articula,
en cambio, parecería mucho más contestataria y antioficialis-
ta. Se asemeja a la “marginalidad estratégica” de Mallon. En
vez de apoyarse en las autenticidades, se mantiene al margen
de estas, moviéndose entre varias identidades a la vez. Entre
Edith y Carolina, ni el riesgo de ser vista como “indias” ni la
respuesta estratégica son iguales.
Las contrastantes reacciones afectivas y estrategias prácti-
cas de Edith y de Carolina frente al Estado norteamericano se
entrelazan con todas las decisiones más importantes de su jo-
ven vida: estudiar una carrera, cuál, en qué país buscarse un
futuro y cómo. Carolina, como señalé, se ha lanzado como in-
documentada a un trayecto incierto, que la ha llevado lejos
de California y del apoyo de su madre. Edith, aun como pro-
fesionista, se encuentra sujeta a las precariedades del merca-
do laboral de la industria maquiladora. Pero como ella misma
reconoce, es sobre todo su carrera lo que le ha dado la opción
de apostar por un México, para recordar la frase de Ezequiel
Chávez, de “mestizos superiores”. El mito del mestizaje repre-
senta todavía para ella la promesa de un futuro nacional; cree
que puede ser parte de ese “resistente nervio”. Para Carolina,
en cambio, el mestizaje como promesa está caduco y lleno de
hipocresías. Y sin embargo, de los restos de ese futuro, tala-
Deslices del “mestizo” en la frontera norte 433

chea otro imaginario colectivo sorprendente, de una nación


que excede no solo su territorio y su Estado sino los territorios
y los Estados en general y que no se basa en identidades fijas
–ni raciales, ni biométricas– sino en un arte, delicado y suma-
mente riesgoso, de escapar de estas.
434 Nación y alteridad

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Sobre los autores

Ariadna Acevedo Rodrigo


Departamento de Investigaciones Educativas
cinvestav
México

Investigadora. Ha desarrollado tres líneas de trabajo en his-


toria social (ca. 1870-1940). La primera, el papel de las es-
cuelas de regiones indígenas en la distribución del poder
local, la alfabetización y la formación del Estado. La segun-
da, las formas en que actores históricos y analistas contem-
poráneos han concebido la relación entre lo “indígena” y lo
“escolar”. Y la tercera, la movilización social y la formación
de ciudadanos que surgen vinculadas a políticas e institucio-
nes educativas, pero que no responden a programas explíci-
tos de educación cívica.
438 Nación y alteridad

Alejandro Araujo
Departamento de Humanidades
uam-Cuajimalpa.
México

Doctor en Historia por la Universidad Autónoma Metropo-


litana, Unidad Iztapalapa. Es profesor-investigador del De-
partamento de Humanidades de la uam-Cuajimalpa, donde
participa en el Cuerpo Académico de Historia Intelectual.
Es autor del libro: Novela, historia, lecturas. Usos de la novela his-
tórica en el siglo xix mexicano: una lectura historiográfica. Ha publi-
cado también varios artículos y capítulos de libro tales como
“De la identidad nacional a las nuevas identidades culturales
en México: una mirada historiográfica que permita pensar
la diversidad cultural como un presupuesto histórico” (Méxi-
co, 2011), o “El México profundo de Guillermo Bonfil Bata-
lla” (México, 2011). Su proyecto actual analiza la relación de
la antropología con la ideología del mestizaje, así como las
implicaciones racialistas de la misma. Sus principales áreas
de investigación son la historia intelectual y la historiogra-
fía. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (sni),
nivel 1.

Claudia Briones
Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos
de Cambio
conicet y Universidad Nacional de Río Negro.
Argentina

Es antropóloga y actualmente se desempeña como investiga-


dora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y
Sobre los autores 439

Tecnológicas de Argentina, y como profesora titular de la Uni-


versidad Nacional de Río Negro, en el Instituto de Investiga-
ciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio (iidypca,
conicet-unrn). Entre sus libros principales figuran, La Alteri-
dad del Cuarto Mundo. Una deconstrucción antropológica de la diferen-
cia (1998) y Metacultura del Estado-nación y estado de la metacultura
(2005). Ha editado Cartografías Argentinas. Políticas indigenistas y
construcciones provinciales de alteridad (2005).
Se especializa en estudios étnicos e interculturalidad, des-
de prácticas de ampliación y disputa de espacios públicos y
nociones de ciudadanía y desde procesos de politización de
la cultura y la culturización de la política, con foco en las pro-
ducciones político-culturales y derechos de pueblos indígenas.

Elisabeth Cunin
Institut de Recherche pour le Développement
ird-Francia

Es doctora en sociología por la Universidad de Toulouse le


Mirail (Francia, 2000). Ha trabajado varios años en Colom-
bia, en la costa Caribe, principalmente en la Universidad
de Cartagena y el Observatorio del Caribe Colombiano.
Ha sido investigadora huésped en la Universidad de Quin-
tana Roo en Chetumal, y en el ciesas Peninsular en México,
entre 2007 y 2012. Actualmente es investigadora asociada
al urmis, Unidad de investigación sobre migración y socie-
dad en la Universidad de Niza, Francia. Trabaja temas re-
lacionados con dinámicas de mestizaje y construcción de
las categorías étnico-raciales en el caso de poblaciones des-
cendientes de africanos, en particular en Colombia, Méxi-
co y Belice.
440 Nación y alteridad

Christophe Giudicelli
cnrs/Universidad Rennes 2
Francia

Egresado de la École Normale Supérieure de París, fue be-


cario del cemca y de la Casa de Velázquez. Dirige la revista
Nuevo Mundo, Nuevos Mundos y es miembro de la Red Colum-
naria y de la Red de Estudios Indígenas y Campesinos (reic)
del Instituto de Historia “Dr. Emilio Ravignani” (Univer-
sidad de Buenos Aires). Su área de investigación es doble.
Se interesa en la antropología histórica de las fronteras co-
loniales (Nueva Vizcaya y Tucumán). Estudia asimismo las
lógicas de clasificación etnográficas elaboradas partir del si-
glo xix. Entre sus publicaciones es editor del libro colectivo
Fronteras movedizas. Clasificaciones coloniales y dinámicas sociocul-
turales en las fronteras de las Américas (México, cemca/El Cole-
gio de Michoacán, 2011) y autor de La Indianización (Madrid,
Doce Calles, 2013, en coedición con Gilles Havard y Salva-
dor Bernabéu), entre otros.

Daniela Gleizer
Departamento de Humanidades
uam-Cuajimalpa
México

Es doctora en historia por El Colegio de México. Sus líneas


de investigación giran en torno al estudio de la relación en-
tre el Estado mexicano y los extranjeros, particularmente
a través del análisis de las políticas inmigratorias, las po-
Sobre los autores 441

líticas de asilo y refugio, y las políticas de naturalización.


También se ha especializado en la historia de la inmigra-
ción judía a México durante el siglo xx. Su último libro, El
Exilio Incómodo. México y los refugiados judíos, 1933-1945 (Mé-
xico, Colmex/uam, 2011), se tradujo al inglés por la edi-
torial Brill en 2014. Es responsable del proyecto conacyt
“Estado e identidad nacional: indígenas y extranjeros en
México”, miembro del sni, y de la Latin American Jewish
Studies Association.

Ingrid Kummels
Instituto de Estudios Latinoamericanos
Universidad Libre de Berlín
Alemania

Catedrática de Antropología Cultural y Social. Se especia-


liza en los espacios transnacionales de México, Cuba y los
Estados Unidos. Su tesis de habilitación trata sobre la nego-
ciación de la identidad social de rarámuri y de mestizos en
Chihuahua, desde una perspectiva de la historia de larga
duración. Otros temas de investigación a los cuales se dedi-
ca son la migración, política de identidad y antropología vi-
sual y de los medios de comunicación. Sus publicaciones al
respecto incluyen el artículo “Indigenismos populares y
transnacionales en torno a los tarahumaras de principios
del siglo xx: la concepción de la modernidad a partir del
deporte, de la fotografía y del cine” (Historia Mexicana,
vol. LXII (4), 2013) y la edición del libro: Espacios mediáticos: cul-
tura y representación en México (Berlín, Tranvía, 2012).
442 Nación y alteridad

Rick López
Amherst College
Estados Unidos

Originario de El Paso, Texas, obtuvo la maestría y el doctora-


do en Historia en la Universidad de Yale. Sus publicaciones
incluyen Crafting Mexico: Intellectuals, Artisans, and the State after the
Revolution (Durham, Duke University Press, 2010) y varios ar-
tículos que se enfocan en la formación de etnicidad, el proce-
so de integración nacional, la historia ambiental, y los vínculos
entre la política y la estética. Ha ganado varios premios por
sus publicaciones, y sus investigaciones han sido patrocinadas
por la Fundación J. Paul Getty, la Fundación Ford, el Social
Science Research Council, la Fundación Hewlett, y la Funda-
ción Kempt.

Paula López Caballero


ceiich-unam
México

Historiadora y antropóloga, miembro del sni desde 2012, ha


trabajado en El Colegio de México, en el Centro Nacional de
la Investigación de Francia (cnrs), en Sciences Po y la Escuela
de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Es autora de
Les indiens et la nation au Mexique, une dimension historique de l’alté-
rité (Karthala, 2012), publicado en Francia y co-coordinadora
del volumen Ciudadanos inesperados. Procesos de formación de la ciu-
dadanía ayer y hoy (Colmex/Cinvestav, 2012). Ha contribuido en
diversas revistas académicas en Francia, México, Estados Uni-
dos e Inglaterra. Es miembro del comité editorial de la revista
Nuevo Mundo, Mundos Nuevos y de la revista de ciencias sociales
e historia, Génèses. Sus intereses giran en torno a la producción
de subjetividades y los procesos de identificación como obser-
vatorios históricos y etnográficos de la producción y reproduc-
ción del orden estatal y del fenómeno nacional.

Rihan Yeh
Centro de Estudios Antropológicos
El Colegio de Michoacán
México

Se doctoró en Antropología Sociocultural en la Universidad


de Chicago. Trabaja sobre la formación de públicos, o sub-
jetividades colectivas, en Tijuana, Baja California. Sus publi-
caciones incluyen “Two Publics in a Mexican Border City”
(Cultural Anthropology, 2012) y “A Middle-Class Public at Mexi-
co’s Northern Border” (en The Global Middle Classes: Theorizing
Through Ethnography, 2012).
Nación y alteridad.
Mestizos, indígenas y extranjeros en el proceso de formación nacional
se terminó de imprimir en abril de 2015
en los talleres de Idea, papel y color, S.A. de C.V.,
con domicilio en Cerrada Techichicastitla No. 3-403B
Col. Sta. Úrsula Xitla, Del. Tlalpan
C.P. 14420, México, D.F.
El tiraje consta de 1000 ejemplares.

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