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En realidad, era muy poco lo que sabía Fermina Daza de aquel pretendiente

taciturno que
había aparecido en su vida como una golondrina de invierno, y del cual no
hubiera conocido
ni siquiera el nombre de no haber sido por la firma de la carta. Había
averiguado desde
entonces que era el hijo sin padre de una soltera laboriosa y seria, pero
marcada sin remedio
por el estigma de fuego de un único extravío juvenil. Se había enterado de
que no era
mensajero del telégrafo, como ella suponía, sino un asistente bien calificado
con un futuro
promisorio, y pensó que había llevado el telegrama a su padre sólo como
un pretexto para
verla a ella. Esa suposición la conmovió. También sabía que era uno de los
músicos del coro,
y aunque nunca se había atrevido a levantar la vista para comprobarlo
durante la misa, un
domingo tuvo la revelación de que mientras los otros instrumentos tocaban
para todos, el
violín tocaba sólo para ella. No era el tipo de hombre que hubiera escogido.
Sus espejuelos de
expósito, su atuendo clerical, sus recursos misteriosos le habían suscitado
una curiosidad
difícil de resistir, pero nunca había imaginado que la curiosidad fuera otra
de las tantas
celadas del amor.

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