Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
El nuevo desorden
amoroso
E D IT O R IA L ANAGRAMA
BARCELONA
Título de la edición original:
Le nouveau désordre amoureux
© Editions du Seuil
París, 1977
T raducción:
Joaquín Jordá
Portada:
Julio Vivas
Printed in Spain
Gráficas Diamante, Zam ora, 83, Barcelona -18
CUENTO DEL RABANO ROSA Y DE LA RAJA ROJA
10. Cabe preguntarse a este respecto qué imagen del cuerpo implica
noción de descarga sobre la que está basada actualmente toda la teoría
del orgasmo. Sabemos que, históricamente, la ideología del desahogo se ha
dispersado, a partir de los mismos presupuestos, en dos sentidos aparen
temente opuestos; uno que desaprueba la emisión demasiado frecuente del
licor de la vida («Lo que sirve para dar la vida sirve asimismo para con
servarla», Buffon); y otro que la celebra como una liberación [«E l médico
francés Arnaud de Villeneuve (1235-1312) recomendaba desde un punto
de vista higiénico hacer salir del cuerpo mediante la masturbación el viejo f
semen que después de una prolongada retención podía ser tóxico; éste
era, también, el parecer de otros médicos; por ejemplo Johans von Wesel
(siglo xv), Paul Zacchias (siglo xvi) y Ch.-H. Mure (1771-1841). El propio
Tissot, que estimulaba la represión de la masturbación, hablaba en 1766 de
la masturbación terapéutica, dudando de que la castidad total resultara
benéfica a todos y se unía a la opinión de Gallien quien afirmaba que
la retención de esperma provocaba a veces enfermedades», Jos van Ussel,
Histoire de la répression sexuelle, Laffont, 1966, p. 196.] Como el placer
masculino es esencialmente transitivo (produce semen), de ahí se ha dedu
cido abusivamente que toda sensación orgástica debía acompañarse nece
sariamente de una descarga. Se observará que la misma concepción del
desahogo de los humores desempeñaba anteriormente un papel en el
ritual para el exorcismo de las brujas. Todo Reich está en germen en Hi
pócrates y Galien y carecemos de una historia «arqueológica» del concepto
de descarga.
y condena al espíritu a unas meras fundones de funcionamiento
y de disfuncionamiento. El almacenamiento de nuevas sensaciones,
la exploración de superficies ocultas o lejanas ya no es más que
una posibilidad de la que los amantes prescinden o que realizan
a desgana («¿para qué?»). El pasivo suscitado por estas deriva
ciones resultaría demasiado elevado en relación al trayecto simple
del placer genital; ¿quién sabe si las nuevas formas de unión que
se inventaran llegarían a cubrir los problemas y los gastos del
desorden ocasionado? Existe en esta forma de copulación —uni
versalmente divulgada actualmente por la sexología— una ten
dencia a la baja de la tasa de innovación, de sorpresa, de in
vención.
Se entiende que el realismo orgástico se deje penetrar a veces
por dos excesos contrarios, exceso de fuerza, de grandeza, de
heroísmo cuando la verga conformándose a su destino social se
exacerba de manera monumental y reitera 6, 7 o 10 veces sus
proezas, ridicula competición masculina, auténtico culturismo de
la polla cuyo glande diríase es unos vistosos pectorales bajo el
slip, impacientes por circular y asombrar; o bien lapsus incons
ciente, ausencia del pene en su función aflorando como impoten
cia o eyaculación precoz, secreta rebelión del órgano contra la
tarea asignada, la prestación exigida, confesión, mediante la huelga,
de la negativa implícita del orgasmo.
13. «La mujer no tiene un sexo —lo que las más de las veces habrá
sido interpretado como carencia de sexo— y no puede subsumirlo bajo
un término genérico ni específico. Cuerpo, senos, pubis, clítoris, labios,
vulva, vagina, cuello uterino, matriz... y ese nada que ya las hace gozar
en/de su diferencia impiden su reconducción a ningún nombre propio,
a ningún concepto. Asf, pues, la sexualidad de la mujer no puede inscri
birse como tal en ninguna teoría si no es a través de su contraste con los
parámetros masculinos.» Luce Irigaray, Spéculum de l’autre fernme, Ed. de
Minuit, p. 289.
acoplamiento por vías divergentes; pero el vagabundeo erótico
debe cesar finalmente y anularse en el orden supremo del orgas
mo, de la apoteosis y de la conclusión. El desvelamiento de la
verdad ha sido progresivo y el desenlace es precisamente lo que
confiere su precio a la expectativa, el contrato que sella y con
tiene toda la aventura del coito. Para el hombre la espera, única
mente la espera, ha resultado magnífica.
El orgasmo expulsa todo lo que le ha precedido al limbo de lo
anexo, de lo informe, de lo marginal; el orgasmo sublima y mag
nifica todo lo que el acoplamiento pueda tener de obscenidad
constitutiva; el orgasmo es la pureza naciendo en el seno de la
abyección, la melodía delicada surgida de instrumentos groseros,
el oro en la basura de las carnes desfallecidas. De ahí el consejo
de los buenos doctores: eyaculad, gozad para abstraeros del peso
de vuestros cuerpos, gozad para rechazar cuanto antes las sórdidas
materialidades de la conjunción amorosa. El orgasmo es la reden
ción del cuerpo, el paso de la materia al espíritu; el orgasmo es
una idea.
Idea que es a la vez fuente de resplandor que ilumina todas
las cosas, y les da un sentido, y lugar de convergencia de todas
las caricias, besos, inclinaciones. El orgasmo satisface un doble
deseo de control y de inteligibilidad: de ahí la importancia del
empleo del tiempo, de la minuciosa división de la duración que
permite, mediante la eliminación de eventuales turbaciones, crear
un tiempo íntegramente útil. Para que el tiempo medido com
pense, debe ser también un tiempo sin impureza ni defecto, un
tiempo de buena cualidad y de tensión creciente a lo largo del
cual los cuerpos ausentes al mundo exterior permanezcan entrega
dos a su ejercicio. Así se dibuja una especie de esquema anató
mico-cronológico del comportamiento sexual: el acto está descom
puesto en sus elementos, la posición de los cuerpos, de los miem
bros, de las articulaciones, está definida, a cada movimiento, a
cada deslizamiento, a cada posición se le asignan una dirección,
una amplitud, gracias a la cual el cuerpo de voluptuosidad es in-
disociablemente un cuerpo disciplinado para adquirir esta volup
tuosidad, lo que permite al poder sexológico ser a la vez absolu
tamente indiscreto, puesto que está siempre y en todas partes
alerta desde el comienzo hasta el final del coito (e incluso fuera
de él mediante el mantenimiento permanente de la «sexualidad»
del cuerpo); y absolutamente discreto, puesto que se ejerce a tra
vés de los amantes que han interiorizado por sí mismos las nor
mas de los emancipadores de turno. De este modo, la preocupa
ción del orgasmo se convierte en un aparato de examen ininterrum
pido que acompaña a lo largo de todo su trayecto la búsqueda de
las voluptuosidades.
Pero el orgasmo todavía es más: sólo llega a ser eficaz en
cuanto goce disciplinario si es, al igual que el Dios de la reli
gión judía, a un tiempo omnipresente e inefable. Misterio inson
dable que jamás puede decirse se haya palpado, pero del que se
debe procurar estar lo más cerca posible; fenómeno que no cul
mina en un más allá sino que tiende hacia una sujeción que
nunca termina de concluir. Así, ocurre con la teología orgástica
lo que ocurre con todas las teologías: el baño purificante de la
crisis voluptuosa es tan inaccesible como el absoluto. Hay que
quererlo, sin embargo, como aquello que no dejará de escapár
senos; esta norma es la más imprecisa de las normas,14 de tal
modo que nada es su depositario garantizado y que su búsqueda
no tiene fin. Lo esencial sigue siendo que los cuerpos perma
nezcan obsesionados por una ausencia posible, y aguijoneados por
la sorda inquietud de haber perdido —quién sabe— el Estreme
cimiento Total, el Gran O...
El p r e p u c i o -r e y
La e x c e p c ió n , ú n ic a l e y p o s ib l e del am os
se aislaba esta palabra puesto que su sentido actual data del siglo pa
sado?), la sexología, más que enseñar una materia determinada, importa
al terreno sexual el comportamiento escolar. Es posible que la sexología
sea el último avatar de la Ilustración; de Reich a Meignant el aprendizaje
del placer según un orden y una racionalidad puramente pedagógicas.
sí y al mismo tiempo la dulce tierra cerca de la que cultiva, la
salida y la puesta de sol sobre este planeta, el rio que arrastra
esta tierra, la presa que frena el río, el terrorista que hace saltar
la presa, el ingeniero que restaura sus brechas, el bárbaro que
devasta nuevamente el oasis reconstituido, el jardinero que des
cubre las ruinas; todo ello simultáneamente y de muchas otras
maneras más; nadie es liberado, nadie está aprisionado, todo cam
bia sin cambiar, no se detiene nunca y permanece inmóvil. Pa
blo VI es el mayor fornicador después de Breznev y Mao; todos
hacemos el amor como católicos integristas; hay tanta pornografía
en la sotana de un seminarista como en la vulva más desorbitada;
Sylvia Bourdon es tan emancipada como Madame Soleil; esto es
falso evidentemente pero entiéndasenos: basta de lecciones de bue
nos goces, basta de entrepiernas erigidas en pedestales arrogan
tes, dejémonos de penetramos por el único placer de dar ejem
plo, de condenar, de zanjar, basta de jerarquía de las emociones;
sepamos perder la cabeza por unos impulsos minúsculos, unos des
plazamientos menudos, unos detalles ínfimos. Pues es posible
que no exista revolución sexual sin revolución alimenticia, audi
tiva, táctil, perceptiva, vestimentaria, olfativa, sentimental, un
gular, joyera, epidérmica, manual, anal, mental, cervical, vesicular,
hepática, gastroheteróclita, intestinal, medular porfiada, vaginal,
clitoridiana, montevenusiana, lingual, labial, celular; en suma, sin
revolución anatómica, física, nuclear, química, relacional; cosa
que equivale a decir que la revolución sexual como redención del
cuerpo total por el mero ejercicio de los órganos genitales es una
aberración y una imbecilidad tan monstruosa como el puritanismo
hipócrita de las generaciones anteriores.17
Si la eyaculación (es decir, la penetración no recíproca) es
17. El colmo, a este respecto, frases del tipo: «La inhibición sexual
es junto con la religión la principal pantalla ideológica que impide que las
masas tomen consciencia de su explotación y de su opresión». ¿Es que
creéis realmente que las masas son estúpidas? ¿Acaso entre la clase obre
ra no se hace el amor? ¿No exactamente igual que en los modelos pro
puestos por los grandes popes? ¿A partir de cuántos orgasmos el alumno
proletario entiende corectamente las buenas palabras de su maestro en
revolución total, el Partido?
en el coito, para el hombre, la manera legal y ortodoxa de copu
lar, si el acmé es el índice tranquilizador de que los amantes
coordinan y no vagabundean, no hay motivo alguno para no
pensar en la heterodoxia y formar sobre estas cuestiones unas
sectas de herejía local, en suma, para contribuir a la perfección
del goce con la de sus desviaciones. En tal caso, el orgasmo
peniano ya no sería sino el suplemento, el lujo increíble de nues
tros placeres, y no ya su objetivo único, el severo imperativo
que los ordena y jerarquiza. liberar el amor del paroxismo orgás-
tico, es fundamentalmente liberarle de la presión de un programa,
y también emanciparle de un nuevo criterio de exclusiones. Al
convertir la emisión seminal en el denominador común de sus
relaciones, el hombre se penaliza tanto como limita a la mujer;
otras alegrías, mil alegrías más que las tan simples y limitadas
de la exoneración espermática le son prometidas. Y, en primer
lugar, la que consiste en sustituir la sexualidad monolítica, genito-
fálica, por la figura de Jano, polla y culo. «Feminicémonos», ad
quiramos a nuestra vez unos cuerpos penetrables, abramos de
par en par todos nuestros orificios, nuestros orichicas.
Comisario del pueblo de las pulsiones para unos, diputado
en la cámara de los Sentidos para otros, el orgasmo, en tanto
que es divinizado, desprende siempre la misma idea: a cada cual
su sexo, su cuerpo, su alma (tres términos que ahora son rever
sibles e intercambiables), como el bien que debe hacer fructificar,
el terreno que debe hacerse rendir. Pues es preciso que la volup
tuosidad, como quintaesencia del centro genital, proceda de una
buena relación, que una finalidad la obsesione y justifique. En
el fondo, el culto del orgasmo tal vez sólo tenga una única fun
ción: concentrar toda la emoción en el sexo y liberar el cuerpo
de todo deseo a fin de hacerlo disponible al trabajo (y tal vez
Reich quería llevar a cabo lo que ningún puritanismo se atrevió
a imaginar: la reconciliación de los contrarios, la conjunción, bajo
los auspicios de la descarga bienhechora, de la lubricidad y del
asalariado).1* Lo esencial para la sexología («burguesa» o «polí-
18. Es cierto en todos los casos que el orgasmo, en cuanto máquina
anti-stress, hallará un día su utilidad en las terapias de readaptación social:
«Para mí, escribe el doctor Meignant (en Union, octubre de 1975, p. 82), la
tica») es ocupar los cuerpos, actuar de tal manera que sus fuerzas
se gasten de cierto modo, puesto que programar un cuerpo (de
cirle qué fin buscar, cómo alcanzarlo, etc.) siempre es una manera
de dirigirlo, de investirlo, de penetrar en él, de animarle un poco
al igual que si se ocupara una plaza fuerte. Si estas nuevas medi
cinas del amor tienen algo de insoportable, es precisamente su
irrepresible manía de querer curar y corregir a todo el mundo.
¿Por qué no entender la frigidez como un goce que se niega y
protesta, la impotencia como una virilidad que ya no quiere
representar su papel y boicotea el examen, la eyaculación precoz
como un instrumental erótico que se ríe de sí mismo? En el amor
no hay puntos culminantes, y tampoco, por consiguiente, densi
dades menores; no hay momentos ridículos, sólo hay detalles,
igualmente voluptuosos, igualmente turbadores. Contra Reich y
la sexología actual (su digna heredera) podemos decir: todos
somos unos maljodedores, unos malgozadores, unas maljodidas,
todos unos pollaflojas, unas vaginas secas, todos somos unas mi
norías eróticas. Vuestro orgasmo, vuestro gargarismo de óiganos,
vuestros grandes órganos de espasmos, nos importan un rábano,
no edificaremos sobre ellos una nueva religión, es decir un nuevo
terror, con sus grandes sacerdotes, sus incrédulos y sus parias.
Dejadnos gozar. No existe un baremo del erotismo inteligente,
no existe una buena perversión (ni perversión en absoluto), no
existe una buena sexualidad (ni, por tanto, una sexualidad mal
dita), no existe solución final, tranquilizadora, revolucionaria del
amor.
El sueño del macho medio en la Europa actual es que todas
las mujeres se dirijan a él diciéndole: «Tu esperma me interesa.
Tu goce me maravilla». El mismo proyecto de una revolución
sexual, centrada en la comunidad genital, acaso no sea más que
un medio de reforzar la dominación masculina acelerando el in-
El señ u elo de lo q u e -q u e d a -p o r -v e r
E l a n t i -r e l a t o
M is e r a b l e m il a g r o
Im po ner la m u je r
1. El cuerpo espectacular
3. El goce seminal
El cuerpo p r o s t it u id o
El polvo
15. ¿Puede existir de otra manera que no sea bajo una forma lujo
sa una prostitución para mujeres? —en la que las mujeres sean clien
tes— . ¿Cómo explicar el goce femenino, cómo medirlo en pequeños seg
mentos fragmentables? No es casualidad si el único clientelismo hoy exten
dido es el clientelismo masculino, prostitutos machos para otros machos,
prostitutas mujeres y travestís para los hombres.
ma de la venalidad amorosa: todo debe servir y contribuir a un
resultado visible, nada carece de efecto, ni la amabilidad, obsequio
sidad, habilidad, ni la eventual belleza, bronceamiento, excitabi
lidad, atracción del vestido, peinado, maquillaje del cuerpo ven
dido. Toda palabra, toda sonrisa, todo movimiento, estremecimien
to, emoción, inflexión, suspiro, el mismo placer constituye un
gasto, y todo gasto debe ser productivo. La prostituta hace el
amor sin tiempos muertos (ni a toque de trompeta), de ahí su
necesidad de ligar interminablemente, de atraer constantemente
nuevos clientes. Pero el principio completo de la prostitución se
enuncia del siguiente modo: todo debe servir varias veces, cada va
gina reunir utilidades numerosas, cada cuerpo hacerse multipli
cador. La repetición cuenta porque es la construcción de las con
diciones del poder repetir. Se verifica la fuerza de cuantifica-
ción que desarrolla la máquina prostitutiva, para un máximo de
clientes, un mínimo de chicas; apariencia aplastante que encu
bre una realidad escasa.
La habitación de hotel es ante todo un escenario en el que la
prostituta interpreta cada quince minutos el mismo papel con
un actor-espectador cada vez diferente y teniendo que utilizar
todos los recursos del arte teatral; para ella la realidad es el míni
mo de trastorno posible en función del mayor beneficio; es preci
so que el hombre se doblegue a los imperativos de su trabajo, que
la penetre sin despeinarla, sin deshacer la cama, sin exigir de
ella una participación que no puede ofrecerle, retirándose una vez
ha descargado o incluso mientras está haciéndolo, procurando no
manchar las sábanas con la polla que gotea, levantándose apenas
se ha puesto el calzoncillo y la mujer ya ha abandonado el lugar
si no ocurre como en el caso de clientes especialmente lentos, que
ya está subiendo con uno nuevo mientras el anterior no ha acaba
do de ponerse los calcetines. Pues el local de amor no es única
mente sala de espectáculo; también es un taller en el que la mujer
condensa los tres papeles del contramaestre, del obrero y de la
máquina, siendo el usuario el objeto a transformar; la calle se
convierte entonces en la oficina de engineering, el sector de pros
pección, la parte de azar que la chica, representante de su propio
cuerpo, se esforzará en dominar atrayendo a los transeúntes con el
máximo de atrevimiento y de persuasión (podrá, por ejemplo, per
mitir una ligera rebaja en el momento del abordaje y restablecer
el precio normal en el instante del paso a la acción). La acera,
único azar de este oficio, equivalente a lo que puede ser en la
industria el desconocimiento de las ventas, el flujo más o menos
constante de las demandas y de las salidas. La prostituta debe
extraer el máximo del cuerpo-cliente; máximo de dinero para
su bolsa, máximo de semen de sus pelotas; entregada a la rentabi-
lización de los sobrantes amorosos (es sabida la importancia es
tructural que tiene el despilfarro para el capital), carga con un
impuesto una pérdida improductiva, la esperma masculina en su
eyección. Y dado que cualquier cosa está en función de otra, al
mismo tiempo que favorece el pequeño exceso del cliente, la
mujer se ampara en la austeridad, economiza sus gestos, los cal
cula cuidadosamente, procurando que ningún trastorno o desfa
llecimiento amenacen el cumplimiento del contrato. En el fondo,
el polvo es la forma comercial del destino.
La habitación de hotel es el espacio de las coexistencias más
monstruosas; la bella junto al jorobado, el paralítico junto al barri
gudo, o al alcohólico; todo ser, desde el momento en que ha
pagado, es compatible con el cuerpo que se ofrece (a menos que
ese mismo cuerpo no sea excesivamente feo, gordo o deforme y
por dicho motivo no haga pagar carísimo el inestimable tesoro de
su posesión furtiva). Cualquier falta de estética o de convenien
cia social aparece aquí corregida y borrada, no subsistiendo ya nin
guna diferencia a no ser la relación igualitaria entre una demanda
y una oferta. La habitación resulta entonces el' mejor de los mun
dos posibles, un espacio no discriminatorio, utópico, en el que las
segregaciones del deseo y las rivalidades inter-individuales quedan
abolidas en favor de la nivelación monetaria. El dinero rejuve
nece a los viejos, madura a los jóvenes, hace mover a los para
líticos, embellece a los contrahechos, borra las arrugas, en suma,
democratiza las relaciones humanas, homogeneíza los individuos,
es el pasaporte universal para el placer, hace a cada cual con
ciliable con el ser que se vende, y gracias a él no hay cliente
que no se convierta durante un cuarto de hora en el equivalente
estético, erótico y ecológico de la mujer que compra. Entre la
prostituta y su acólito no existe otra analogía que la de los billa
tes de banco depositados sobre la chimenea; la monótona equiva»
lencia financiera ha eliminado toda incertidumbre, ha borrado la
alegre exuberancia de las seducciones amorosas, toda la aventuras
(tampoco forzosamente libre...) de las atracciones entre los cuer
pos. La prostituta es un organismo polivalente al que ningún
deseo es extraño (en la medida en que ninguno le es propio).
Ella misma, negada como tal en su oficio, no reconoce al hom
bre como a otro; el cliente que se acerca no es un personaje nuevo
sino el mismo hombre que acaba de satisfacer. Se la rebaja a una
función puramente instrumental; ella a su vez sólo ve al cliente
como instrumento de enriquecimiento. En el polvo, la cuestión de
la identidad de los miembros de la pareja no se plantea, las per
sonas y las clases se confunden; el joven equivale al viejo, el gordo
al delgado, el arrugado al apuesto. Unos hombres respecto a los
otros no son más que fenómenos puramente reduplicativos de
signados bajo un mismo término genérico, los clientes. En último
término, sólo importa que la esperma salga y que el dinero perma
nezca, que el fajo de billetes sirva de memoria de todos los pe
queños placeres sustraídos de los cuerpos-clientes.
2Qué es, pues, lo que el usuario desea en la prostitución?
La equivalencia, es decir, una relación especular, un cara a cara
reductor, narcisista; el hombre no acude a buscar un cuerpo de
mujer sino los indicios en ella de su propio cuerpo, un doble de
sí mismo, la confirmación de una servidumbre secular. Ahora bien,
¿qué hay más intercambiable para la regla mercantil capitalista
que la evacuación seminal, es decir, un goce limitado, mensurable,
visible? La prostitución es lo contrario del libertinaje porque
celebra las bodas desencantadas del deseo masculino y de la ley
del valor de cambio; no es la cloaca de todos los vicios sino su
disposición coherente o, mejor dicho, el lugar contradictorio de los
mayores desbordamientos y del mayor control. Todas las perver
siones, por muy lúbricas que sean, pueden satisfacerse allí aunque
ello no impide que deban manifestarse a un bajo nivel, no desbor
dando jamás el marco estrecho de la habitación de hotel o pro
vocando un riesgo de contaminación pulsional (¿y por qué no ima
ginar unos polvos de lágrimas, de carcajadas o de mimos no menos
reglamentados?). Puesto que está recortada, cronometrada y sin
sucesión, la sesión amorosa mercenaria permite la doble disminu
ción del antes y del después, el cliente no tiene que seducir a la
chica que se lleva ni gestionar su relación; el polvo es una relación
ideal que no dura, no supone antecedentes ni consecuentes, cons
tituyendo el lugar irreal del olvido y del engullimiento absoluto.
Por consiguiente el cliente no «paga» la mujer pública, la com
pra, o mejor dicho, la alquila, la utiliza durante unos instantes.
Pagarse un hombre o una mujer (expresión que sobreentiende un
consentimiento recíproco) implica paradójicamente que se le(a)
tiene gratis puesto que ya uno(a) mismo(a) posee todo lo que
puede comprar del cuerpo del otro(a) sin pasar por la mediación
del dinero; o más bien la seducción es una forma de prostitución
camulada en la que la venalidad pasa por otra cosa que por los
signos financieros; si no necesito pagar al otro(a) para tenerlo es
que mi cuerpo es suficiente (hermoso, joven, fresco, pimpante,
sutil, grácil, perfumado, in, pop, retro, musculoso, atlético, bien
plantado, poderoso, viril, sensual, bonachón, simpático, completo,
desarrollado) para funcionar como moneda viviente (ninguna ne
cesidad entonces de recurrir como el cliente a la moneda muerta),
es que el cambio ha prescindido del dinero porque él mismo ha
producido su propio código, su propio numerario (caso posible
en la sesión prostitutiva: el del cliente que gusta a la mujer;
doble cosa: paga cün su persona —algo suyo emociona a la chi
ca— y paga una suma efectiva; indecisión de saber si el dinero
es el suplemento del cuerpo o el cuerpo el delicioso regalo ofre
cido aparte de la prestación).
Espacio regulado de todos los desórdenes masculinos, nego
cio razonable de lo insensato, la prostitución opera, pues, la con
versión permanente de la fuerza libidinal en intensidades medias,
en placeres bien templados, muy aptos para procurar pequeñas
satisfacciones, pero con el mínimo energético requerido. Y sean
cuales fueren las exigencias del cliente, la violencia o la incon
gruencia de sus anomalías, necesitarán a la postre doblegarse a la
gran ley de «la igualdad pulsional», atenuarse y apagarse en el
circuito fijo del intercambio y de la 'comparabilidad. De ahí los
avatares de esos hombres que ya sólo pueden tratar con prostitutas
porque sólo pueden desear lo que se compra y se vende, porque
sólo desean el código del valor, suprimid el «regalito» obligatorio,
instituid la prostitución gratuita generalizada y los clientes de
jarán de empalmar:
«Una vez neutralizado el valor de cambio, el valor de uso
desaparece... Lo que necesitamos es lo que se compra y se vende,
lo que se calcula y se elige. Nadie necesita lo que no se vende ni
se coge, lo que se da y se entrega» (Baudrillard).
El desequilibrio del polvo no sólo no es duradero porque se
inserta en unas formas equilibradas que aseguran su repetición y
compensan sus desgastes sino porque el mismo polvo está organi
zado para evacuar todo desequilibrio. Así pues, el abrazo no su
pone ningún orden o desorden especial, es sexo lo que se hace
de él, sexo siempre susceptible de cálculos y de regulaciones que
limitan su alcance, lo segmentan y transforman la turbación de los
sentidos en dócil instrumento de enriquecimiento. Para la pros
tituta, el ejercicio genital (el trabajo) es la experiencia segura,
monótona, sólida y la vida cotidiana un peligro de desorden per
manente (no hay aventura compatible con la condición salarial).
Mientras la mujer abre los muslos, mientras el hombre se solaza
en ella todo es tranquilo, tierno, lujoso, reconfortante, el dinero
se acumula, los testículos se emancipan, la cadena del amor fun
ciona. ¿Puede alguien afirmar que el polvo es un desorden limi
tado? Pero ¿qué desorden podría poner en marcha la sexualidad
masculina —reducida a su más simple expresión— ? A partir del
momento en que la mujer ha decidido no gozar, no hay desorden
posible sino la simple realización de un circuito provisional. Y, por
tanto, lejos de mutilar un «desorden» (supuesto previo) uniéndolo
al orden (supuesto posterior) del dinero entrado a continuación en
el circuito de los cambios, la prostitución procura primeramente
convertir la demanda pulsional del cliente en una minúscula exi
gencia; no se contenta con monetizar y evaluar todas las pulsiones,
comienza por debilitarlas, hacerlas funcionar a pocas revoluciones;
las aísla (nombrándolas, tarifándolas) al mismo tiempo que las
vuelve insípidas. Hasta tal punto que cuando el cliente entra en
la habitación o en el estudio de su pareja, es esta forma de sexua
lidad —restringida, disminuida— la que se dispone a satisfacer
y no otra; es realmente un polvito lo que se dispone a echar, y no
el gran desbarajuste orgásmico. Y el mismo polvo no sería tan
rápido y funcional si no hubiera habido previamente un trabajo
de comprensión y de confinamiento sobre el deseo-cliente, si
ese mismo deseo no fuera ya deseo de reposo, de respiro, deseo
de pasar rápidamente. Así, pues, la sensación venal está dos veces
equilibrada, por el dinero que nivela y mide todos los incalcula
bles y por la demanda del usuario que es en sí misma demanda de
orden. El hombre quiere un goce construido, disciplinado, sólo
un pequeño escalofrío, que la prostituta le vende mediante otra
concesión al orden establecido, la entrega de dinero que, por con
siguiente, encadena definitivamente la irritación sexual al sistema
de las utilidades. Doble prisión, o si se prefiere doble seguro,
contra el riesgo, se circunscribe en los cuerpos (cliente y prosti
tuido) unos campos de referencia libidinal con sus propias moda
lidades de satisfacción y después se produce un modelo capa2 de
ser repetido, de engendrar una serie y de asegurar la cadena de las
rentabilidades. Por lo tanto, ninguna locura es posible, las inten
sidades deben convertirse en intenciones mensurables, el deseo
reducirse a necesidades intercambiables. Y puesto que el polvo
siempre solicita los mismos deseos, da lugar a la repetición, hace
hacer y rehacer, no es más que un efecto indefinido de un poder
inicial, Lo que resultaría de un deseo deformador o excepcional,
el polvo sólo lo piensa para alejar su amenaza o convertirla en una
ligera inquietud que el dinero reabsorberá. El impromptu sólo será
admitido si da lugar a repetir el modelo simple como orga
nización inmóvil, letal, inmutable.16 No hay polvo, por consiguien
La a l e r g ia
D e sn o s
E l tum ulto
El d is im u l o
P a r e ja s p o l íg a m a s
1. BataiUe, L’Érotisme.
vez de aquello a lo que, a pesar suyo, aspira. Allí donde la mujer
desfallece en los espasmos de la voluptuosidad, el hombre mantie
ne la cabeza fría, y aunque quiera no puede acompañarla. Veo
algo que no tiene precio, que «escapa a toda medida, se dispersa
en los márgenes de todo capital en un acuñamiento totalmente im
posible, un gasto incontable en el recurso de su pérdida».2 Sólo
puedo decir: ahí está el goce, y callarme desesperado por una pro
ximidad que no se satisface con ninguna ecuación o en relación
establecida.
Frente al goce de la mujer, no hay técnicos,3 sólo hay amantes
desasidos y en primer lugar desasidos del poder que creen ejercer.
Conocer al otro en el caso de la mujer, es salir de la ignorancia
del placer extraordinario de que es capaz. En dicho sentido ningún
amante es el mejor, ni el supermacho pretencioso con un aparato
imponente ni el hércules con el miembro entorchado, la mujer
jamás les devuelve bajo forma de recompensa, regalo, premio de
honor engalanado la fuerza que le han despertado; permanece in
dómita, salvaje, ajena a toda apropiación, descuento de un bene
ficio, plusvalía de virilidad. Hacer gozar no es sinónimo de poseer,
la intensidad de los relámpagos que surcan la carne de la amada
desbarata todas las intenciones de su compañero. Nadie tiene el
privilegio de conferir ese placer, nadie es su depositario garan
tizado e inmutable. El cuerpo de la mujer es línea de fuga y no
hendidura de la matriz, trozo de universo con infinitos poderes de
alumbramiento, esfera en fusión de la que surgen los planetas, los
vientos, las trayectorias minúsculas o gigantescas, los cometas que
parten del vientre y estallan en la cabeza o en las falanges de tas
L as r a m e r a s , s u s p e n s o e n r e v o l u c i ó n
M a k x y U l l a : e l t r a b a jo a s e c a s
La p o l ít ic a de la c l a r id a d
L O S CUERPOS INCIERTOS
La d e s in v e r s ió n de lo g e n it a l
El e s q u if e p e n ia n o en el r ío A mor
orgasmo; por lo tanto, el deseo de revolución no puede ser otra cosa que
deseo de orgasmo, deseo de un centro que abóla y descargue todas las
tensiones; frente a este jacobinismo político, se observará desde hace unos
años la aparición de agitaciones salvajes e imprevistas en las fábricas, los
campos, los institutos, efervescencias semejantes a los procesos polimorfos
del goce y que ya no se pueden pensar en un principio único.
un cuerpo unido, gozar también de las corrientes, de las fuerzas
que retuercen y convulsionan simultáneamente al ser dentro del
cual se está. Entonces, al no ser ya exclusivo, el placer seminal
se convierte para el hombre en un incentivo suplementario e in
cluso en una alegría excepcional a la que, según la hora y el
humor, cede o no cede pero que en ningún caso vive como una
castración impuesta.
No se trata, en suma, de oponerse a estos valores (el orgasmo,
la eyaculación), sino de alargarlos, de esquivarlos; se toma la tan
gente, se va a otra parte y se evita la estéril oposición bien/mal,
sano/enfermo, normal/patógeno. En otras palabras, no cabe erigir
la retención de esperma en panacea, ni fulminar en nombre de la
omnipotente naturaleza los minuciosos protocolos del reservatus;
no cabe hacer una regla de la reserva ni de la eyaculación sino
producirlas ambas como excepciones recíprocas, y cada una de
ellas como desviación respecto a la regla (al abuso) que signifi
caría la utilización exclusiva de su contraria. Entonces ya no se
entenderán el derramamiento y la retención como unas polaridades
irreconciliables sino como una vías divergentes de acceso al goce,
de modo que cada una de ellas lleva consigo unos mundos inco
municables y, sin embargo, presentes en cada hombre.
Cuando estamos sensualmente excitados, experimentamos una
diferencia, una irregularidad, una verdad erótica de lo real que
nos saca de quicio; en el colmo de la excitación desvariamos, sali
mos de los raíles canónicos del placer. Al ser la evacuación se
minal la pendiente natural hacia la muerte del deseo, rechazar la
eyaculación equivale a traicionar esa muerte programada y a trai
cionar al mismo tiempo en nosotros la ley de la especie. No existe
sin duda acoplamiento intenso para el hombre si nada anormal
lo desordena, si no se corre hacia la aniquilación por la regulación
absoluta del principio del desorden, de la violencia y de la pér
dida. Hacer tartamudear el cuerpo, impedir que el orgasmo pren
da como un alfabeto inmotivado; que el semen, por tanto, no se
vierta en una misma y enorme red que sería la estructura única
de la relación sexual, que no pase sin transición del parlamento
testículo-peniano al senado vaginal, que al menos circule, refluya,
remonte, se disperse al máximo, sostenga al individuo, anule,
hasta cierto punto, la bipartición en antes/después y se convierta
en los preliminares de un acto jamás realizado porque es inefec-
tuable. Suspense tal vez pero despojado de futuro, sin expecta
tiva especial. El erotismo taoísta dice: detened el semen, conti
nuad la relación de otra manera. No eyaculéis (eyaculación = lo
que suelta, deshace los vínculos, desata la unión mientras que la
reserva efectúa la desunión en el mismo seno de la unión volup
tuosa), entrad en una cierta relación de riesgo con la incertidum-
bre y la ignorancia, abrios a la sorpresa, no permanezcáis en el
espacio tranquilizante de la deshinchazón, no intentéis serenaros
con demasiada rapidez.
El hombre no puede dejar de experimentar la sensación del
placer eyaculatorio a la vez como una virtualidad de experiencias
espirituales y carnales de todo tipo y también como una traición
a esta misma virtualidad. Es cierto que, subjetivamente, no vive
el orgasmo como el último placer sino como un placer entre otros;
es la «Naturaleza» que le gasta la broma pesada de la voluptuo
sidad final, trampa tanto más cruel en la medida en que no es
deseada.
Si la repleción se ordena, pues, espontáneamente bajo forma
de relato a través de unas peripecias que tendrán como caracte
rística común tender a un fin, es obligatorio, entonces, contem
plar el coitus reservatus como contra-narratividad, máquina de re
trasar los plazos, intento de apertura a la alteridad mediante la
suspensión indefinida de lo similar. No reabsorbe lo diverso en
la unidad de un desahogo sino que hace de cada sensación, de cada
trozo de piel, un atajo potencial, el posible lugar de paso de una
intensidad. Allí el hombre no está extraviado (el que se ha equi
vocado de camino y lo busca) sino desorientado, no busca nada y
quiere la diversidad de los laberintos, la multiplicación de todas
las desviaciones posibles.
Arte de amar en el que se percibe una totalidad inacabada,
que atrae y estimula la imaginación, pero lo poco que falta no
es en sí mismo realizable, su realización destruiría de golpe el
frágil edificio que la tregua de emisión ha dispuesto en el cuerpo
del hombre. Si es preciso que la yerga siga eréctil es que dicha
exigencia contiene una e’specie de secreto a guardar. Cuando la
vagina ya no es el receptáculo de la esperma, sino el lugar de
vagabundeo del pene, el hombre sólo puede acceder a un goce
abstracto a través de un objeto que contenga la posibilidad (pero
sólo la posibilidad) de todos los goces, mientras que el pene se
ofrece como representante material de todo el placer posible. Lo
que la mujer vive concretamente, el ser viril sólo puede sentirlo
en la abstracción. La retención apasiona el cuerpo fuera de los
objetos que la suscitan y libera el deseo masculino de los arque
tipos que le dominaban; ni afirmación de uno mismo en el coito
(puesto que se trata precisamente de desvirilizarse), ni utiliza
ción funcional de un objeto de placer. Lo que sucede en este
poner entre paréntesis al orgasmo supera toda unidad, toda ade
cuación, toda conformidad; en la retención indefinida del desbor:
damiento seminal pueden inscribirse cantidad de devenires cuya
amplitud y extensión carecen de límites determinables. Y la copu
lación sólo tendrá para el hombre la eficacia de una desviación
si, enteramente vacía sin apriorismos, mantiene abierta y suscep
tible de múltiples combinaciones la disposición perversa, la inde
finición de las posibilidades de su goce. Y, sin duda, la sexualidad
masculina sigue estando ahí prisionera de una esperanza contra
dictoria; espera escapar a la amarga condición de la pérdida ne
gando al pene su goce mientras que en el mismo instante se
muere de deseos de abandonarse a él, de establecer finalmente el
infinito presente voluptuoso en el que la mujer se baña, sumer
gida, bajo sus ojos. El hombre sólo alcanza la liberación orgás-
tica a través de la mujer cuando él mismo se sitúa en el estado
de experimentar el deseo más fuerte, preludio intenso de orgas
mos fantasmáticos que para serlo nunca deberán ser sentidos. En
tonces, al no poder gozar de sí mismo, el hombre goza de la in-
terminabilidad del goce femenino, liberando —con la supresión
de todo riesgo repentino de detención— las innumerables rique
zas de ese exterior en el que está atrapado. Si el hombre debe
expresarse, es decir, en el sentido literal de la palabra, expulsarse
fuera de todo lugar, dejar de habitar, de pisar ningún suelo, el ser
masculino, en cuanto no quiere caer en la regulación adulta de
lo genital, sólo puede permanecer en sí mismo, «desresidenciarse»
comprimiéndose —bajo pena de romper irremediablemente el
sueño de omnipotencia voluptuosa que la reabsorción provoca
indefectiblemente en él.
U n M o is é s s in t ie r r a
E dm o nd J a b é s
Cada vez que cambian una posición por otra, los amantes
rompen el hilo narrativo de sus uniones. Pero este hilo se rompe
también en el seno de una figura determinada, de una manera
subterránea y discreta en la que el ojo y sus poderes ya no están
implicados. El coito avanzará por derrames sucesivos, peque
ñas continuidades, pero entre esas continuidades el hombre y la
mujer (o el hombre y el hombre, la mujer y la mujer) darán saltos
enormes, procederán por bloques yuxtapuestos; la misma unión
sólo vivirá de desgarramientos irreconciliables, sólo funcionará
chirriando, descomponiéndose, estallando en pequeñas sensaciones
autónomas, éxtasis periféricos; será no tanto una obra a construir
como una práctica continua de la deriva, un acto agujereado por
pequeñas fracturas perpetuas, un encadenamiento de discontinui
dades que, sin embargo, permanece legible (pero ¿para qué lectu
ra?). Liberado de toda preocupación por batir marcas, el enlace se
convierte en una narración rota por múltiples entradas y salidas.
El fragmento mima el final, el paro, la reiniciación; mima la impo
tencia a fin de aumentar la potencia hasta el punto de que el aco
plamiento se convierte en una serie ininterrumpida de interrup
ciones en la que cada cosa no se desarrolla en su tiempo, en la que
no hay lugar designado de antemano a las voluptuosidades, en la
que todo escapa a la alternativa —acto largo, acto breve— porque
la duración se rompe, se tacha, resiste la tentación de la última
palabra, resucita la ilusión del primer instante; el acto sexual
no progresa (no tiene destino, carece de objetivo, ningún edén lo
espera), no hace más que recomenzar y continuar bajo una multi
tud de formas; cada uno de sus movimientos tiene la frescura de
un comienzo, el placer zozobrante de una novedad. La marcha
se produce a tientas, incierta, no lineal; los amantes son unos
viajeros que han emprendido la misma ruta, pero que, a medida
que avnzan, no recuperan el mismo paisaje, los mismos olores,
la misma pareja. Se obstinan en hacer tropezar la historia de su
unión de tal manera que la continuidad del movimiento seguido
se asemeja a la inmovilidad; la de los muertos y las leyendas.
La invención exige que se asuma el riesgo de ese paso fragmentado
sin orden preestablecido, aventurado, de esa centelleante red en la
que todo está en los espacios, las relaciones y las polivalencias.
Bendita sea la unión, podrían cantar los amantes, que nos libe
ra de la siniestra reciprocidad del pequeño mercantilismo de lo
recibido y de lo entregado, de la equiparación de las posibilidades
■de ganancia entre las parejas. Y benditos sean los abrazos que no
cuentan las rojeces, los júbilos que no alquilan la mitad de los es
tremecimientos al hongo púrpura y la otra mitad al montículo
fluyente, no destilan sus cálculos de tenderos durante la colusión
de los cuerpos. Pues no cabe duda de que la innovación mayor
de la sexología es la de haber introducido (e impuesto) la polí
tica de la oferta y la demanda en la unión voluptuosa, haber plan
teado a priori que las bazas de una y otra parte son comparables,
las apuestas conmensurables, las finalidades idénticas, los amantes
en último término permutables (el hombre puede ser la mujer,
cualquier hombre, cualquier mujer, y esa permutación no signi
fica en absoluto una confusión de los roles sexuales sino su total
similitud de igual manera que son similares las dos partes de un
contrato). A partir de ahí la fabricación de un cuerpo de referen
cia (cuerpo genital) que registra los estímulos, de un modelo de
goce constantemente redefinido, constantemente modificado, de
una utilización del tiempo minuciosamente a respetar, de una ida
y venida obligada de los gestos y de las caricias, igual número de
lengüetazos, igual número de sacudidas de riñones, igual número
de tirones, con el miedo adyacente de ser estafado, perjudicado, de
no tener la parte correspondiente en el botín, miedo del fraude,
sueño de un cuerpo en forma, de un detector de mentiras, banda
de máquinas, de hilos, de aparatos electrónicos que establecerían
las medidas exactas de las sensaciones para cada miembro de la
pareja, afirmarían o revocarían la validez del contrato, máquinas
orgonóticas de Reich, laboratorios de Masters y Johnson, y final
mente auténticos socialistas científicos de la sexualidad.
La t ir a n ía de la m ir a d a •
¿P or dónde em pezar?
M ao T s e -tung
¿Qué queda, actualmente, del siglo xix? ¿Qué hemos con
servado del ideal ascético que el capitalismo conquistador con
vertía en su razón de existir? ¿Qué resta, en una palabra, de la
figura austera, ahorrativa y familiar del Burgués? Nada, a pri
mera vista, puesto que la moral moderna se caracteriza por su
encarnizamiento en perseguir los menores residuos de puritanis
mo, multiplica las necesidades y los gastos, y mantiene con la
policía médica que condenaba los masturbadores a la locura, los
solteros a la neurosis, los sodomitas a la basura, una relación
de estupor horrorizado. La era de la congelación victoriana apa
rece como la Edad Media de nuestra modernidad permisiva y
sexológica. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas.
Los años 1850 celebran las bodas del orden médico y del
orden represivo. El positivismo triunfante anuncia una buena
nueva —«Dios ha muerto»— acompañada inmediatamente de
una corrección tranquilizadora, «la moral está a salvo». A poco
que lo pensemos, la moral sale del hundimiento religioso no sólo
indemne, sino reforzada. La medicina endurece la represión se
xual con una crueldad tanto más implacable cuanto se pretende
científica. Al lado de la minuciosa prevención de las desviaciones,
las condenas en bloque de la Iglesia pecan de dulzura y compla
cencia. En suma, Dostoievski se había equivocado del todo; si
Dios no existe, ya nada está permitido y la descristianización
no provoca la inmoralidad o la anarquía, sino su contrario, el
Terror.1
Si la medicina reina en el siglo xrx, es porque sabe asustar a
los mismos que se ríen de los curas. En materia de culpabiliza-
ción y de terror, el clero debe confesarse derrotado; sus delirios
antisexuales sólo son chiquilladas comparadas con las frías des
cripciones de los doctores. Después del trabajo de zapa de la
Ilustración ya nadie cree en las marmitas de Belcebú, en las
parrillas y en los diablos de cola puntiaguda, pero ¿quién puede
dejar de creer, cuando la objetividad suplanta el oscurantismo,
en las consecuencias desastrosas de la incontinencia sexual? Al
tratar los efectos orgánicos del libertinaje, la amenaza médica es
con mucho más terrorífica que la amenaza religiosa, lo que ahora
arriesga el libertino ya no son las torturas eternas en el más allá
sino, exactamente, el infierno aquí, en su cuerpo. Al somati-
zarse, la justicia se ejerce sin demoras; la masturbación, por
ejemplo, es mucho peor qué un pecado mortal, puesto que, según
nos dicen los buenos doctores, deteriora el propio organismo y
reduce al sujeto que la practica a la imbecilidad, la tuberculosis,
la locura, la impotencia, la ceguera, la postración y la muerte.
Así, pues, el orden terapéutico se presenta como una empresa
de beneficencia que sólo practica la represión del deseo para ase
gurar, la salvación física de los individuos.
Actualmente el discurso médico ha dejado de hablar el len
guaje de la represión. Las ciencias clínicas y humanas ya no sirven
de base a la coerción. Por el contrario, la violencia represiva se
convierte ahora en el aval de la actitud terapéutica. Los antiguos
valores de la renuncia han muerto, pero, incluso moribundos,
siguen obsesionando al orden médico como su justificación y su
coartada. Los doctores Victorianos habían asumido un glorioso
mandato revolucionario, salvar la humanidad del poder de los
sacerdotes; de lo que ahora quieren curarnos los médicos es del
1. John Stuart Mili: «Hasta los individuos más previsores deben ad
mitir que esta religión sin teología {el positivismo) no puede ser acusada
de relajación en el campo de las obligaciones. Muy. al contrario, las lleva
á la exasperación». (Citado en Thomas Szasz, Fabriquer la folie, Payot,
1976, p. 178.)
puritanismo y de su grisáceo cortejo de rechazos, inhibiciones,
bloqueos e ignorancias. Curar y progresar siguen estando a la
orden del día pero ya no se trata de curar al hombre de la
animalidad, enseñándole a dominar su deseo y a enrarecer su
expresión. No es tanto el individuo; quien está enfermo del sexo
como el sexo enfermo de la censura; el ideal de la expansión
sucede al del ascetismo.2 El modelo termodinámico que asimilaba
el gasto pulsional a la degradación de la energía ha sido refutado,
lo que significa, en pocas palabras, que la libido no es nociva.
Por consiguiente, la moral moderna abandona el orden familiar
que debía proteger a los individuos, de las divagaciones y las
devastaciones. de su propio deseo, Y lo sustituye con un orden
genital cuya misión hedonista es la de sustraer los seres a los
peligros que la continencia, la inmadurez, el infantilismo, las fija
ciones perversas, etc., hacen pesar sobre su felicidad erótica. El
orden ya.no actúa con el discurso imperativo de la ley ni con el
discurso objetivo de la clínica, indica: a los individuos los caminos
de la plenitud con un afecto enteramente maternal.
I. A r it m é t ic a s m a s c u l i n a s ........................................................... 13
El señuelo de lo que-queda-por-ver . . . . 63
Los órganos sin cuerpo........................................... 66
El an ti-re la to ......................................................... 69
Miserable m i l a g r o .................................................. 72
Imponer la m u j e r .................................................. 74
¡Conóceme!................................................................. 81
Prostitución I : Un equilibrio por sustracción . . . 95
La voluptuosidad r i d i c u l a ....................................135
La a le r g ia .................................................................139
El tumulto.................................................................143
¿De qué sientes m iedo?........................................... 146
El disimulo.................................................................149
La catástrofe del f a n ta s m a ....................................151
Parejas p o líg a m a s.................................................. 153
La consumación del modelo conyugal . . . . 156
IV. L as e q u iv a l e n c ia s n e u t r a l iz a d a s . . . . 185
V. P o l ít ic a s d e la s e d u c c ió n .................................... 297
C o n c l u s ió n : L a c a r g a d e l d e s o r d e n l i g e r .o 331